Vida de Cristo
Parte Cuarta. PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
CAPÍTULO IV. LA DIVINA VICTIMA
I– Agonía y arresto del Salvador en Getsemaní.
Comienza el drama con una dolorísima escena, pues sólo la agonía de la cruz puede compararse con la agonía de Getsemaní. Es que las torturas infligidas por los hombres, por desgarradoras que sean, son nada en comparación de las tribulaciones de orden moral que vienen directamente de Dios. Ahora bien: Dios mismo fué quien, en el huerto de Getsemaní, puso sobre el alma del Salvador el horrible peso de todos los pecados del mundo 1.
Después de su admirable oración prosiguió Jesús su camino, y no tardó en descender al valle del Cedrón 2 muy angosto por aquella parte, que entre los muros de Jerusalén y la base del monte Olivete se dirige hacia el Sur. Pasó por uno de los puentes que entonces había sobre el lecho, casi siempre seco, de aquel arroyuelo, y pronto llegó al huerto 3 de Getsemaní, situado en la parte inferior de la colina 4, frente a la explanada del templo. Este lugar, cuyo nombre hebreo significa «molino de aceite» 5, es uno de los más sagrados de la tierra; así que siempre ha sido, de parte de los cristianos, objeto de especial veneración. Tiene la forma de un cuadrilátero irregular, que mide unos cincuenta metros de lado, y está rodeado de un gran muro; mas, a lo que parece, en pasados tiempos tenía mayores dimensiones, particularmente en la dirección Norte-Sur. En cuanto se penetra en él llaman la atención ocho añosos olivos. «Están sostenidos por un murete, y cada uno de ellos tiene tres o cuatro troncos, separados unos de otros por un espacio bastante grande, porque han ido brotando en el transcurso del tiempo, apartándose cada vez más del tronco primitivo. Su corteza es muy rugosa y resquebrajada, como cubierta de cicatrices o de las arrugas de la vejez. Si estos olivos no son los mismos que presenciaron la agonía del Salvador 6, son, por lo menos, retoños de ellos... Desde luego han visto pasar varios siglos, y su aspecto contrasta singularmente con el de los vástagos que aún producen» 7. La tradición que sitúa en este lugar la agonía de Jesús se remonta, cuando menos, hasta Constantino, y desde entonces su testimonio se repite claramente y con regularidad a través de los siglos 8.
Entrado que hubo Jesús en el olivar, cuyo propietario era quizá algún discípulo suyo, se detuvo un instante para decir a sus apóstoles: «Sentaos aquí mientras yo voy allá –y señalaba con un gesto el sitio a donde iba a retirarse– a hacer oración.» Sin embargo, tomó consigo a tres de ellos: a Pedro, a Santiago y a Juan, los más adictos y también los más amados 9, a quienes varias veces había concedido, aunque en circunstancias bien diferentes, el privilegio de acompañarle. Ahora ya no iban a contemplar de cerca ni su poder ni su gloria, como en los días en que resucitaba a la hija de Jairo 10, o se transfiguraba en la montaña 11, o les revelaba los misterios del porvenir 12, sino su flaqueza humana y su profunda humillación. Serán para nosotros testigos de inestimable valor, pues por ellos sabremos los dolorosos pormenores de la agonía de Getsemaní. De ordinario, Jesús, conforme a lo que Él había aconsejado 13, se aislaba para orar 14; mas en esta sazón sentía como necesidad de tener cerca amigos de quienes pudiese fiar.
Debía de ser ya muy entrada la noche, pues ya había transcurrido bastante tiempo desde que el Salvador y los apóstoles habían dejado el cenáculo. De repente, una ola de amargura, de extremada violencia, acometió al alma del Salvador. Los escritores sagrados la describen, con enérgicas expresiones, como una mezcla indecible de tristeza, de espanto, de tedio y de flaqueza 15. San Justino dice que fué tan extremado este dolor, que por su influjo «todo quedó paralizado en Jesús», como en otro tiempo la fuerza de Jacob por la mano misteriosa del ángel 16. El mismo Jesús reveló a sus tres confidentes, con una expresión verdaderamente trágica, la espantosa agonía de su alma: «Mi alma –les dijo– está triste hasta la muerte.» Un puro hombre hubiera sucumbido de cierto bajo carga tan pesada; pero el Padre sostenía a su Hijo, a quien reservaba aún otros padecimientos. Según expresamente dicen San Mateo y San Marcos, los dolores actuales no eran más que el comienzo de la terrible agonía. Por lo que Jesús añadió: «Estaos aquí y velad conmigo.» El pensamiento de que sus tres mejores amigos velarían a pocos pasos de El, sería consuelo a su corazón desolado. Este preludio de la pasión de Cristo fué, como se ve, uno de los momentos más penosos. Sólo la agonía de la cruz puede compararse con la del huerto de Getsemaní. «Agonía», tal es la palabra que usa aquí San Lucas 17, y ningún otro término podría expresar tan exactamente la congoja desgarradora que entonces padecía el alma del Salvador. Pero si la víctima puede temblar un momento, el Soberano Sacerdote –el mismo Jesús– la infundirá pronto serenidad y valor invencible. Prueba de ello es lo que sigue.
Separándose de los tres apóstoles con un acto enérgico de su voluntad 18, no obstante lo mucho que su naturaleza humana repugnaba arrostrar tales angustias, se entró debajo de los árboles –a la distancia de un tiro de piedra, según San Lucas, es decir, a unos cincuenta pasos– para desahogar más libremente el corazón delante de su Padre. Después, con ademán que muestra bien su profunda turbación, se dejó caer de rodillas 19 y se prosternó, rostro en tierra. En esta actitud de desolación, de adoración y de sumisión conjuraba a su Padre que apartase de El, si era posible, aquella hora terrible. A esta escena alude San Pablo cuando dice 20 que Jesús «ofreció con grande clamor y lágrimas, preces y ruegos a Aquel que le podía salvar de este mal.» «Padre mío –exclamaba–, todas las cosas te son posibles; traspasa de mí este cáliz; mas no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.» Si no fuese irreverencia, diríamos que hay un gran arte en esta súplica que brota del corazón de Jesús al choque de un dolor sin igual. Después de haber dirigido al cielo un ternísimo llamamiento –Padre mío, o, como leemos en el segundo Evangelio, Abba, Padre 21–, recuerda a su Padre que todo le es posible; que Él sabe conseguir sus fines de mil maneras; que puede, por consiguiente, alejar de Él aquella copa de amargura 22 y termina con un acto de entero acatamiento. Cierto, podía el Padre apartar de los labios del Hijo del hombre aquel amarguísimo cáliz; pero como Jesús sabía claramente que, según los eternos decretos de Dios, la redención del mundo había de obrarse con los padecimientos y la muerte del Mesías, de ahí que' sintiese tan grande turbación. Mas al mismo tiempo, este conocimiento le da fuerza para resignarse valerosamente. Como quiera que sea, nada amenguará su confianza en el Padre, aunque, como espera, tenga que apurar el cáliz hasta las heces.
Jamás había contemplado la tierra angustia semejante; pero tampoco había oído nunca oración tan tierna y tan hermosa. En aquel deseo de excusar padecimientos inconcebibles, en aquel gemido de la naturaleza en semejantes condiciones, nada había de desordenado; pero sobre la voz de la naturaleza dominaba en el alma de Cristo un rendido acatamiento al beneplácito divino. Expone filialmente su petición, pues sabe que no sufre los rigores de un destino inexorable; y, hecho esto, se calla, o, si prolonga su súplica, es para repetir un Fiat heroico, que es a modo de eco de una de las peticiones de la oración dominical 23.
Esta oración de Jesús en Getsemaní, además de ofrecer saludable ejemplo a los cristianos de todos los tiempos para sus horas de prueba, tiene altísima importancia dogmática, pues claramente nos manifiesta en Jesús dos naturalezas distintas, una divina y otra humana, y dos voluntades, asimismo distintas: la voluntad humana, a la que repugnaba tanto padecer, y la voluntad divina, que era la misma de su Padre. Ese dualismo que hemos observado entre las dos voluntades es, cierto, misterioso; pero se entiende sin dificultad luego que se admite la encarnación del Verbo con todas sus consecuencias.
Pero ¿qué era lo que Jesús veía en el cáliz puesto ante sus ojos para que experimentase aquel temor tan grande y aquella repugnancia que le hacía estremecer? Veía, en primer lugar, su pasión y su muerte, con sus horribles circunstancias, y harto era ya esto para acongojarle. Como dice el príncipe de la Teología, Santo Tomás de Aquino 24, la muerte, y sobre todo la muerte cruelísima que le estaba aparejada, según Él sabía de ciencia cierta, infundía a Jesucristo legítima aversión: era también ésta una consecuencia de la encarnación. «El alma desea, naturalmente, estar unida al cuerpo, y este deseo existió en el alma de Cristo... La separación era, pues, opuesta al deseo natural. Por eso le constristaba la separación.» Pero no era ésta la causa única ni aun la principal de las angustias de Cristo en Getsemaní; suponerlo así sería inferir agravio a su corazón, dispuesto a todo heroísmo. Por lo que añade Santo Tomás: «Si Cristo fué tan afligido, no fué solamente porque iba a perder la vida; fué también por causa de los pecados de todos los hombres.» Tal fué el verdadero motivo de su espantosa agonía. El peso enorme de nuestros pecados le abrumaba y le obligaba a pedir merced a la divina justicia. Tenía, pues, razón Bossuet al decir, con su magnífica elocuencia 25: «Oh, Jesús, a quien no me atreveré ya a llamar inocente, pues Te veo cargado de más crímenes que los más insignes malhechores; Te van a tratar según tus méritos. En el huerto de los Olivos, Tu Padre Te abandona a Ti mismo... Baja, baja la cabeza; has querido salir fiador, has tomado sobre Ti nuestras iniquidades, y llevarás todo su peso; pagarás largamente la deuda, sin remedio, sin misericordia.» «Por nosotros padece –escribía ya Isaías, el profeta-evangelista 26–. Ha sido traspasado a causa de nuestros pecados, quebrantado a causa de nuestras iniquidades..., y por sus llagas hemos sido curados nosotros... Jehová hizo caer sobre Él la iniquidad de todos nosotros.»
Pero hasta ahora sólo hemos asistido a la primera fase de la agonía de Jesús. Agobiado por el terror, vuelve a donde estaban los tres apóstoles privilegiados para buscar algún consuelo en el seno de la amistad. Mas también esta muestra de afecto le iba a faltar, pues los halló dormidos. Dirigiéndose primero a Pedro, cuyas protestas habían sido las más ardientes cuando Jesús predijo el triste desamparo en que le dejarían todos los apóstoles, le dijo: «Simón, ¿duermes?» Luego esta misma queja, tan llena de mansedumbre, se hace general: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?» En el cenáculo todos se habían mostrado prestos a sacrificar su vida por su Maestro; ¿qué se había hecho, pues, de aquel valor? Pero, como nota San Lucas, el evangelista-médico, aquel sueño no nacía de indiferencia; además de lo entrado de la noche tenía otra causa, y ésta de índole fisiológica: la tristeza. En efecto, en muchos casos la tristeza produce tal tensión, que no tarda en adormecer los sentidos y sumirlos en un sueño profundo 27. Los tres discípulos se habían dormido contra su voluntad. Como un día en el monte de la Transfiguración 28, eran aquí presa de un sueño extraordinario, por lo que San Marcos añade que «no sabían qué responder a Jesús», como sucede a las personas a quienes se despierta de repente. Como amigos fidelísimos, de cierto se hubieron de esforzar en mantenerse despiertos, como el Salvador les había pedido.
A su afectuoso reproche añadió Jesús una enseñanza importante: «Velad y orad para que no entréis en tentación. El espíritu en verdad está pronto, mas la carne enferma.» Para Pedro, Santiago y Juan y para los demás apóstoles el peligro moral más próximo era el de abandonar o negar a su Maestro. Por esto les era menester recurrir a dos grandes precauciones que la fe nos señala: a la vigilancia, que advierte la presencia del enemigo, y a la oración, que ayuda poderosamente a vencerlo. Su espíritu era, sin duda, generoso y esforzado; lo habían demostrado con sus promesas entusiastas; pero mientras el espíritu, que significa aquí la parte superior del alma, tiene nobles arranques y fervientes aspiraciones que impulsan al hombre hacia arriba, la carne mortal y animal lo impele, al revés, hacia abajo 29.
Como le faltasen los consuelos terrestres, aun los más legítimos, Jesús se alejó de nuevo para ir a cobrar aliento en la oración. «Padre mío –exclamó, sumido siempre en una angustia profunda–, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.» Esta vez el nombre de Padre 30 va acompañado del pronombre posesivo. Según observa San Jerónimo, esta invocación era como una caricia filial de Jesús (dixit blandieras) para conseguir más fácilmente ser escuchado. Se expresaba ahora casi en los mismos términos que la vez anterior; pero quedaba más de relieve la entera resignación en la voluntad divina. Ha desaparecido la petición directa; ahora queda velada en la expresión de un cabal consentimiento. La continuación de sus padecimientos interiores es para Jesús manifiesto indicio de que no es voluntad de su Padre excusárselos. Se prepara, pues, a una obediencia absoluta. Tal fué la segunda fase de la agonía de Cristo. Después de haber sostenido por algún tiempo este nuevo asalto, vuelve otra vez a donde están sus discípulos. De nuevo los halla dormidos. Sin despertarlos, vuelve a su soledad y reitera su oración en su segunda forma, la que mejor expresaba –se lo decía su corazón– la conformidad con los divinos decretos. Así, mientras duró la lucha, perseveró en su rendido acatamiento a la voluntad del Padre, dejando que gimiese la naturaleza, pero triunfando de ella con su heroica sumisión. Esto es lo que vigorosamente expresa San Lucas cuando dice: «Y puesto en agonía, oraba con mayor insistencia» 31. A los reiterados asaltos de las repugnancias humanas oponía arranques cada vez más sublimes de oración y resignación.
San Lucas es también el único evangelista que refiere 32 dos incidentes extraordinarios, el uno de orden sobrenatural y el otro de orden puramente natural, que parece que fueron la conclusión de la agonía de Getsemaní 33. «Un ángel –dice– le apareció del cielo para confortarle.» «Y fué su sudor como gotas de sangre que corría hasta la tierra.» Estos dos hechos se cuentan entre las más preciosas particularidades con que el autor del tercer Evangelio ha enriquecido la biografía de Nuestro Señor. Nada podía mostrar mejor cuán profundamente había penetrado la angustia en el alma del Salvador y cuán extremada violencia debió de oponer a la naturaleza para aceptar plenamente la voluntad de su Padre.
La aparición del ángel fué un hecho externo que los tres apóstoles más próximos al Salvador pudieron comprobar por sí mismos. La expresión griega que usa el evangelista 34 no puede entenderse más que de una visión objetiva propiamente dicha. Los ángeles habían introducido en cierto modo a Cristo en la tierra, anunciando su nacimiento a los pastores; le habían asistido después de su tentación, y pronto serán testigos de su resurrección y ascensión. ¿No era natural que los hallásemos a su lado en la hora de su terrible agonía, enviados por el Padre mismo para confortarle y alentarle? Pero a la vez, ¡qué indicio de angustia indescriptible, intolerable para la naturaleza humana de Cristo, entregada a sus propias fuerzas!
La segunda noticia, muy propia de un evangelista-médico, causa todavía mayor impresión. Bajo la influencia del terror, de la ansiedad, de la lucha, las palpitaciones del corazón sagrado de Jesús se hicieron tan rápidas y violentas, y de tal manera se aceleró la circulación de la sangre, que produjo un verdadero sudor de sangre que le cubrió todo el cuerpo y corrió en gruesas gotas hasta la tierra 35. Los apóstoles pudieron ver aún las señales en el rostro del Salvador cuando volvió a juntarse con ellas, y quizá otros pudieron notar también las huellas que había en el sitio donde estuvo arrodillado. Muchos hechos, comprobados desde los más remotos tiempos, demuestran la posibilidad de un sudor de sangre en condiciones parecidas a aquellas que entonces concurrían en Nuestro Señor.
Por lo dicho se puede ver que la agonía de Jesús consistió, como su tentación en el desierto, en tres sucesivos asaltos, seguidos de tres victorias. Completamente sereno ya, después de triunfar en el último asalto, y recobrado ya, si se permite la expresión, el pleno dominio de sí mismo, el Salvador volvió por última vez a donde estaban sus discípulos. Y como quien ya no necesita socorro alguno humano, les dijo: «Ahora, dormid y reposad. He aquí que llega la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores.» En estas palabras han creído hallar algunos intérpretes visos de amarga ironía. He aquí que van a arrestarme; dormid, si os sentís con ánimo para ello: tal sería su sentido. Pero en tales momentos la ironía parece poco digna del Salvador. Nada prueba que se olvidase entonces de aquella dulzura que había animado todas sus palabras y acciones en aquella memorable noche. Preferimos, pues, con la mayoría de los comentadores, siguiendo a Orígenes, San Hilario y San Agustín, dejar a la frase su significación natural y suponer que Jesús aconsejó a los tres discípulos que aprovechasen para tomar algún descanso el plazo, por otra parte bien corto, que se les concedía. Bajo la guarda afectuosa de su Maestro volvieron, pues a dormirse de nuevo. Pasado un rato, cuando oyó los pasos de la banda siniestra que iba a detenerle, les despertó, diciendo: «Levantaos, vamos; he aquí que el que me entregará se acerca, y el Hijo del hombre será puesto en manos de los pecadores.» Jesús había recobrado toda su calma, toda su serenidad y su valor, y salió al encuentro de sus verdugos, de los «pecadores», como Él los llama.
«Estaba aún hablando», dicen a una los tres sinópticos; cuando Judas –«uno de los Doce», repiten otra vez para más infamar a aquel miserable– se presentó, seguido de numerosa turba, a la que guiaba, y que, de parte del Sanedrín, iba a detener a Jesús. Los cuatro evangelistas cuentan circunstanciadamente esta dramática escena de la prisión 36.
Desde que el traidor salió del cenáculo no había estado ocioso. Fuese en busca de los príncipes de los sacerdotes, a quienes vergonzosamente se había vendido, y les notificó que aquel momento era el más propicio para la ejecución de su contrato. El respondía de entregar a su Maestro en aquella misma hora sin ocasionar motín alguno. Acto continuo le dieron una escolta, compuesta de criados del Sanedrín y de guardias del Templo, armados, quiénes de espada, una espada muy corta, que entonces era de uso frecuente 37 quiénes de simples palos. Varios capitanes de la guardia del Templo y algunos miembros del Sanedrín se unieron a la banda para asistir al arresto de Jesús. San Juan advierte que también iban en siniestra cuadrilla algunos soldados romanos, que los príncipes de los sacerdotes fácilmente obtuvieron del gobernador, alegando que serían útiles para una operación de simple policía que podría hallar alguna resistencia. Pertenecían a la guarnición que solía estar acuartelada en la amplia torre Antonia, que se erguía en el ángulo Nordeste del Templo. Al frente de ellos iba un tribuno 38. Algunos de los guardias del Templo o de los soldados llevaban linternas y antorchas, sin duda para registrar, en caso preciso, el olivar, pues la luna de Pascua, suponiendo que aquella noche brillase, apenas iluminaría la parte del huerto cubierta de árboles.
San Juan nos da también a conocer el motivo que indujo a Judas a ir directamente y con seguridad, acompañado de su siniestra banda, a buscar a Jesús en Getsemaní. Bien fuese en sus anteriores permanencias en Jerusalén, bien en los últimos días precedentes, el divino Maestro había ido allí con frecuencia a pasar la noche con sus discípulos cuando no llegaba hasta Betania. Lo había previsto el traidor y prevenido con tiempo lo necesario. Como los más de la escolta no conocían de vista a Nuestro Señor, era menester un signo convencional, mayormente por la noche, para señalarlo a los que estaban especialmente encargados de apresarlo. Judas, no previendo que el Salvador se presentaría espontáneamente, había dicho a las gentes que le seguían. «Aquel a quien yo besare, aquel es; prendedlo y llevadlo con cuidado.» Esta última noticia es de San Marcos. Conociendo Judas por experiencia el poder de Jesús, y temiendo quizá alguna resistencia de parte de los apóstoles, reclamó de su tropa atención y energía. Como el beso era entre los judíos la forma habitual de saludo de los discípulos a su maestro, la elección de semejante signo en la presente ocasión revela hasta qué grado de infamia había llegado el apóstol apóstata. Sólo un alma vil como la suya podía transformar así la señal de la amistad y ternura en signo de traición y de perfidia.
Así que Judas vió a Jesús a la entrada del cercado del huerto, se adelantó a la cabeza de su tropa, y, yéndose derecho hacia El, lo besó en el rostro con afectado cariño 39, diciéndole: «Dios te guarde, Maestro.» Dejóle obrar el Salvador, sin retirar su divino rostro para librarse de aquel innoble beso; pero, al menos, mostró a Judas que no le engañaba con su hipocresía. Así, pues, con firmeza, aunque con sosiego, le dijo: «Amigo 40, ¿a qué has venido? Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» Fueron estas palabras un postrer llamamiento a la conciencia del traidor. Este no fué capaz de pronunciar una palabra de respuesta.
Entonces ocurrió una escena dramática que sólo San Juan nos refiere, y que hace resaltar por modo admirable la noble majestad del Salvador, su valor invencible y la libertad con que Él mismo se entregó a sus enemigos. No son ellos quienes le detienen: es Él mismo quien se constituye en prisionero. Dando algunos pasos para ir a su encuentro, les preguntó: «¿A quién buscáis?» Respondieron ellos, dándole su nombre popular: «A Jesús el Nazareno.» «Yo soy», replicó Él con majestuosa serenidad. Con una de esas contraposiciones en que San Juan es maestro, nos muestra –circunstancia trágica que le había sido imposible olvidar–, al lado de la amable y noble figura del Salvador, la odiosa del traidor: «Judas, que le hacía traición, estaba también con ellos.» Luego que nuestro Señor pronunció estas sencillas palabras: «Yo soy», los criados del Sanedrín, los guardias del templo y los saldados romanos que estaban más próximos a Él retrocedieron y cayeron en tierra. En lo cual, sin género de duda, ha de verse el efecto de un milagro propiamente dicho, semejante a aquel otro con que Jesús había escapado en otra ocasión de las manos homicidas de los habitantes de Nazaret 41. Los antiguos intérpretes42] nunca vacilaron en reconocer este prodigio, que en los Evangelios pertenece a la categoría de las victorias morales alcanzadas por Cristo sobre voluntades rebeldes. Jesús consentía, pues, en dejarse atar y arrastrar por los criados del Sanedrín; pero quería demostrarles que, si Él quisiera, ningún poder tendrían sobre El. Por lo demás, el relato evangélico no nos fuerza a aplicar a todo el tropel de gente que acompañaba a Judas las palabras «retrocedieron y cayeron a tierra». Los que cayeron fueron aquellos a quienes Jesús había preguntado y que le habían respondido, y no necesariamente toda la banda, que por el camino se había ido engrosando con curiosos y fanáticos y debía de ser ya muy considerable.
Cuando los que habían caído volvieron a levantarse, les preguntó el Salvador por segunda vez: «¿A quién buscáis?» Ellos, sin duda con menos arrogancia que antes, pues apenas habían vuelto todavía de su espanto, volvieron a decir: «A Jesús el Nazareno.» Les replicó Nuestro Señor: «Os he dicho que yo soy; si pues me buscáis a mí, dejad ir a éstos.» Y al decir estas palabras indicó con un ademán a los apóstoles, que estaban a alguna distancia. El Buen Pastor, aun entregándose Él mismo, sale a la defensa de sus carísimos discípulos «para que se cumpliese», continúa el evangelista, lo que dos o tres horas antes había dicho en su oración a su Padre: «De los que me diste no pereció ninguno.» 43.
Entonces los soldados y guardias del templo se arrojaron sobre Él y lo ataron brutalmente. Pero no se diría que Cristo era tratado de este modo sin que ni uno solo de los suyos saliese en su defensa. «Señor, ¿herimos con la espada?», exclamaron los apóstoles, que acordándose de que recientemente su Maestro les había recomendado que se proveyesen de espadas, e interpretándolo todavía a la letra, creyeron llegado el momento de echar mano de sus armas. Y Simón Pedro 44, de alma ardiente y pronto en sus resoluciones, sin esperar respuesta, blandió una de las dos espadas o cuchillos de que se había hablado en el cenáculo 45, y que llevaba oculta entre sus vestidos, e hirió a uno de los agresores, quizá al que hacía oficio más odioso en aquella violenta escena. Pero erró el golpe, y la espada, en vez de llegar a la cabeza, no tocó más que el lóbulo o alguna otra parte de la oreja derecha. Esta última noticia es del evangelista-médico 46. El herido, de nombre Malco, era uno de los criados del Sumo Sacerdote Caifás 47 « Basta! », dijo al punto Jesús a sus discípulos para impedirles continuar aquella lucha tan desigual y aun peligrosa. Y luego, tocando la oreja herida, que, a lo que parece, no se había desprendido enteramente de la cabeza, la curó. Este fué su último milagro, el único de este género que se le atribuye en los Evangelios.
Esta intervención del príncipe de los apóstoles argüía un afecto y un valor innegable; pero era del todo superflua y hasta aumentaba el peligro que corrían el Maestro y los discípulos, pues podía atraerles crueles represalias. Así se lo dió a entender Jesús al fogoso apóstol con algunas graves observaciones que explicaban aquella su orden: « ¡Basta!» «Vuelve –le dijo– tu espada a su lugar, porque todos los que tomaren la espada, a espada morirán, ¿Piensas acaso que no puedo rogar a mi Padre, que luego me enviaría más de doce legiones de ángeles? ¿Pues cómo se cumplirán las Escrituras, que anuncian que así conviene que se haga? ¿No tengo que beber el cáliz que me ha dado mi Padre?»
Sabe Jesús que ha llegado la hora de beber el cáliz de la amargura, y está pronto a apurarlo hasta la última gota. No pedirá ya, ni aun condicionalmente, que sea alejado de sus labios, que así es de perfecta la consonancia que hay entre su voluntad humana y la de su Padre. Y así se guardará de llamar en su ayuda a Dios y a los ángeles del cielo para no desmentir los divinos oráculos, que tan claramente había anunciado que el Mesías padecería y moriría por la salud del mundo. Fuera de que no le era menester la ayuda de los ángeles, pues, si quisiera, bastárale su propio poder para hurtarse a sus perseguidores.
Después que de esta manera habló a sus apóstoles, volviéndose hacia los que tan inicuamente le habían detenido, y particularmente hacia los más responsables, los príncipes de los sacerdotes y los jefes de la milicia del Templo, aféales con noble gravedad los odiosos, cobardes e injustos procedimientos que con Él habían usado. Encarándose con ellos, les dijo: «Como contra un salteador habéis salido, con espadas y palos para apoderaros de mí; todos los días estaba sentado en el Templo con vosotros, enseñando, y no me prendisteis.» Era bien merecida la reprensión. El gran número de agresores, las armas que llevaban, aquel sitio solitario, la hora nocturna, todo persuadía que iban en busca de un malhechor peligroso. Y con todo eso, Jesús nunca había tratado de ponerse a salvo de sus persecuciones, como lo mostraba su proceder, franco y llano, en contraposición de las pérfidas maniobras de sus enemigos. Así se cumplirían los divinos oráculos: «Todo esto sucede para que se cumplan las Escrituras de los profetas.» Por cuarta vez repetía aquella noche este grave pensamiento, que ocupaba su espíritu y su corazón 48. Y para afear más la conducta de sus enemigos, añadió: «Pero esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas», lenguaje figurado que venía a decir: Vuestra -hora es la del mismo Satanás, príncipe de las tinieblas, de quien así os hacéis cómplices.
Entonces tuvo triste cumplimiento otra reciente predicción del Salvador 49. Los apóstoles, viendo que su Maestro rechazaba todo propósito de resistencia humana y que aún rehusaba llamar en su ayuda al cielo, sobrecogidos de terror, pues temían perder su propia libertad, y acaso su vida, huyeron todos, sin excepción 50, incluso Pedro, Santiago y Juan. Herido el Pastor, se dispersaban las ovejas.
San Marcos nos refiere aquí un lance, un tanto misterioso, pero significativo, que prueba lo peligroso que era entonces pasar por partidario de Jesús y las violencias de que eran capaces los esbirros que le habían apresado 51. Cuando conducían al divino cautivo a casa del Sumo Sacerdote, vieron a un joven que, a corta distancia, iba siguiendo el cortejo. ¿Por simpatía? ¿Por pura curiosidad? Despertado de improviso, había salido a la calle simplemente cubierto con una sábana 52. Le quisieron detener los soldados romanos y los agentes del Sanedrín; pero él, dejándoles la sábana, se les escapó de la mano y huyó. Inútilmente se han inventado hipótesis sobre quién sería aquel joven. Hanse traído a colación los nombres de Lázaro, el resucitado de Betania, del discípulo amado 53, de su hermano Santiago 54 y hasta de Saulo, el futuro Pablo. Otros muchos comentadores contemporáneos lo identifican con el evangelista San Marcos. Lo que parece cierto es que no habitaba en Jerusalén, pues no hubiera andado en tal traje por las calles de la ciudad. Moraba, sin duda, cerca de Getsemaní, y había salido de casa como simple curioso.
II– Proceso religioso de Jesús delante del Sanedrín; triple negación de Simón-Pedro.
Todos los evangelistas dan grande importancia al proceso de Nuestro Señor Jesucristo, cuyos accidentes y peripecias describen sobria, pero dramáticamente: primero en su fase religiosa, delante del Sanedrín judío, presidido por Caifás, y luego en el pretorio, delante de Pilato, el procurador romano. Es que este doble proceso pone de relieve los dos elementos del carácter mesiánico del Salvador; el Tribunal judío lo condenó por Hijo de Dios, y el Tribunal romano, por rey de los judíos. En el proceso religioso hubo tres sesiones distintas, de diverso interés: la primera, en la casa de Anás; la segunda, en la del Sumo Sacerdote Caifás, durante la noche; la tercera, también en casa de Caifás, pero por la mañana. En su conjunto, esta parte del proceso se substanció con una precipitación, con una parcialidad y con tales irregularidades que causan indignación.
Volvamos a Getsemaní, para acompañar al divino prisionero hasta el sitio donde se le va a someter a un simulacro de juicio. Después de tantos trastornos como ha sufrido la capital judía desde hace dieciocho siglos, es difícil tarea la de reconstruir lo que se llama «el camino de la cautividad», es decir, el trayecto que hubo de recorrer Jesús después de su arresto para ir primero al palacio del Sumo Sacerdote, y luego, desde allí, al pretorio. Cuando menos, se conoce la dirección general de este camino. Según una tradición, que se remonta, por lo menos, al año 333 de nuestra Era, el palacio pontifical estaba situado muy cerca del cenáculo, en la colina de Sión. Por tanto, para llegar a él, el Salvador, empujado, arrastrado por los guardias del Templo, hubo de recorrer, aunque en sentido inverso, poco más o menos el mismo camino que horas antes había seguido con sus apóstoles al salir de la cena. Así que atravesó de nuevo el Cedrón y subió luego la vertiente oriental de la colina de Sión. Este barrio, que a la sazón era el más rico y espléndido de la ciudad, está actualmente casi desierto, rodeado de campos, huertos y murallas en ruinas.
Por una noticia propia del cuarto Evangelio 55 sabemos que Jesús fué primeramente conducido, no al palacio de Caifás, como a primera vista parece deducirse del relato de los sinópticos, sino a casa de Anás, suegro del Sumo Sacerdote Caifás, y que, por haber él sido también Sumo Pontífice, seguía ejerciendo influencia considerable en todas las clases de la sociedad judía, a pesar de haber sido depuesto el año 15 por el gobernador romano de aquel tiempo. Su nombre hebreo era Hanan, al que los evangelistas dieron la forma griega de Almas, y Josefo, el de Ananus. Los Sumos Sacerdotes eran por entonces impopulares, aun a los mismos de su nación, a causa de su arrogancia. A este defecto añadía Anás una sórdida avaricia, por lo que toda su familia había venido a ser odiosa; culpa suya, en parte, era el que los animales que se vendían para ser inmolados en sacrificio hubiesen alcanzado precios hasta entonces desconocidos. Pero esto hacía poco al caso en las actuales circunstancias. Aquel viejo astuto e intrigante, que consiguió que después de él heredasen la dignidad pontifical, aunque con intervalos irregulares y rápidos, cinco de sus hijos, un nieto y su yerno Caifás, de suerte que se podía hablar de la «casa de Anás» como de una especie de dinastía, era adecuado consejero para sugerir la traza que había de seguirse en el proceso de Jesús. Por esto, y también por natural deferencia de su yerno, quisieron saber su parecer antes de que Nuestro Señor compareciese delante del Sanedrín. Demás de que las circunstancias mismas convidaban a esta entrevista, si, como se admite comúnmente, Anás residía en el palacio mismo de Caifás o en otro contiguo.
¿Sabemos algo de esta audiencia, que no tuvo carácter alguno oficial? La cuestión ha sido siempre muy debatida, y es moralmente imposible resolverla satisfactoriamente. A primera vista parece que el interrogatorio descrito por San Juan debió de celebrarse en casa de Anás, pues lo refiere inmediatamente después de la introducción del Salvador en casa del antiguo Sumo Sacerdote, y, además, lo termina con estas palabras: «Anás lo envió (a Jesús), atado, al Pontífice Caifás» 56. Mas, por otra parte, si la escena que vamos a exponer pasó delante de Anás, habría que admitir que San Juan pasó en silencio la comparecencia de Jesús delante de Caifás, a pesar de que era la principal, lo cual no parece admisible. Además, el título de «Pontífice» que el evangelista da al que dirigió el interrogatorio, sólo puede indicar a Caifás según advierte el narrador mismo 57. Admitimos, pues, con muchos intérpretes, antiguos y modernos, que San Juan se contentó con señalar la presentación de Jesús ante el antiguo Sumo Sacerdote sin entrar en pormenores de la audiencia, que, por ser privada, oficiosa, no podía tener efectos legales. No fué más que una información previa.
Cuando terminó, los guardianes del Templo y los criados del Sanedrín, por orden del antiguo Sumo Sacerdote, condujeron a Jesús a casa de Caifás. Ya no se habla de los soldados romanos, cuyo concurso únicamente habían solicitado para el arresto, que temían había de ser algún tanto difícil. Debieron, pues, de volver a su cuartel al salir de Getsemaní o quizá después que dejaron al prisionero en casa de Anás.
Por tercera vez aparece aquí Caifás en el curso de la historia evangélica. Lo nombró primeramente San Lucas 58 para datar el comienzo del ministerio de Juan Bautista. También hizo mención de él San Juan al referir el infame consejo que aquél dió a los miembros del Sanedrín respecto a Jesús 59. El evangelista recuerda ahora este consejo para indicar de antemano qué justicia podía esperarse de un Tribunal cuyo presidente había emitido de manera tan cínica semejante opinión. «Caifás», en arameo, Kayyala; en griego, Kaiphas, era un sobrenombre del Sumo Sacerdote entonces reinante. Su verdadero nombre era José. Fué nombrado por el procónsul Valerio Grato, el año 18, y ejerció el soberano Pontificado hasta el año 36 60. Para que los romanos, y sobre todo Pilato, lo mantuviesen tanto tiempo en el cargo, mientras casi todos los otros Pontificados habían tenido una duración efímera, debió de convertirse, con innoble flexibilidad y docilidad vergonzosa, en agente de su política y ponerse al servicio de sus intereses, a expensas de los de su país. Su notoriedad entre los cristianos le viene del papel singularmente odioso y criminal que va a representar en la condenación de Jesús, y que le dejó para siempre deshonrado.
Cuando introdujeron en su casa a Jesús, los miembros del Sanedrín, convocados con urgencia, a pesar de que aún era muy de noche, no se habían reunido todavía. Entretanto, el Sumo Sacerdote sometió a Jesús a un interrogatorio previo, del cual nos ha conservado noticias el evangelista San Juan 61. Las preguntas que Caifás hizo al divino acusado, esperando arrancarle alguna confesión comprometedora, versaron sobre dos puntos principales. ¿Quiénes eran sus discípulos? ¿Cuál era su doctrina? Ambas eran muy naturales. Demuestran que el Sumo Sacerdote conocía bien el género de vida y costumbres del Salvador, pues sabía que de ordinario iba acompañado de algunos discípulos y que se dedicaba a la predicación. Jesús, dejando a un lado la primera pregunta, no respondió más que a la segunda, y lo hizo con tanta habilidad como firmeza:
«He hablado manifiestamente al mundo: siempre he enseñado en las sinagogas y en el Templo, adonde concurren todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho.»
He aquí el tono que convenía a quien estaba seguro de su superioridad, a un acusado que estaba persuadido de su inocencia ante un juez inicuo a quien no preocupaba el amor de la justicia y de la verdad. Jesús pone muy de relieve, desde un doble punto de vista, el carácter público y universal de sus enseñanzas. Los doctores judíos se contentaban por lo común con instruir a algunos discípulos; Jesús, por el contrario, había explicado su doctrina delante de auditorios numerosos, compuestos de cuantos deseaban oírle. La destina a todo el mundo. Los sitios en que hablaba solían ser los más públicos: las sinagogas, los patios del Templo de Jerusalén, abiertos a todos los judíos. Había predicado también al aire libre, a orillas del lago de Genesaret, en las montañas; ¿y no había ordenado a sus discípulos que pregonaran desde las azoteas lo que Él les había enseñado? Ningún otro doctor había procurado tanta publicidad. Caifás no tenía, pues, sino informarse sobre este particular; por millares se contaban los testigos serios y veraces. A ninguno de ellos temía Jesús, aunque muchos eran sus enemigos declarados.
Tan concluyente fué la respuesta, que el Pontífice nada tuvo que replicar. Pero uno de los criados del Sanedrín, que estaba de pie cerca de Jesús, se atrevió a darle una bofetada, diciendo: «¿Así respondes al Pontífice?» Como vil cortesano, aquel miserable se arrogaba el derecho de emplear brutalmente la violencia con Nuestro Señor, como si su digna respuesta hubiese sido injuriosa para el Pontífice. Como Caifás no reprendió el entrometimiento de su subordinado, lo hizo el mismo Jesús con un dilema irrefutable: «Si he hablado mal, demuestra en qué dicho mal; mas si he hablado bien, ¿por qué me hieres?» 62.
Poco después, llegados ya muchos de los miembros del Sanedrín, comenzó la sesión propiamente dicha. San Mateo y San Marcos describen muy bien sus principales pormenores 63. La primera parte de una reciente predicción de Jesús estaba ya cumplida: «He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes, y a los escribas, y a los ancianos» 64. Entremos en la sala de la audiencia, que estaba situada en el primer piso del palacio de Caifás 65. Cuando el Sanedrín celebraba sesión judicial en su local de costumbre, el Gazzit, cada uno de los jueces tenía su sitio señalado. Se sentaban en semicírculo, sobre almohadones. En el centro del hemiciclo, en estrados elevados, se colocaban el presidente, que en el caso actual era el mismo Caifás, y el vicepresidente. Cerca de sí tenían a los «Sabios», que eran los consejeros de la Alta Asamblea. En cada uno de los extremos del hemiciclo se colocaba un secretario: el de la derecha tenía por oficio recoger todo lo que resultaba en descargo del acusado; el de la izquierda, todo lo que le era desfavorable. El acusado se ponía en medio de la sala, rodeado de guardias que lo vigilaban. Probable es que en casa de Caifás se siguiese este mismo orden de colocación.
Aunque de antemano estaba descontada toda idea de justicia y el acusado estaba ya condenado desde hacía mucho tiempo, era preciso, al menos, salvar las apariencias y fingir una justificación legal de la sentencia de muerte, pues si no, ¿qué pretexto podrían alegar ante Pilato para alcanzar que ejecutase la sentencia? ¿No se arriesgaban también a perder la reputación ante gran parte del pueblo, que aún favorecía la causa de Jesús? Procedieron, pues, en primer lugar a oír a los testigos. Caifás y sus cómplices habían previsto el caso, y en el momento oportuno no faltaron en la sala de audiencia testigos a quienes previamente habían sobornado 66. ¿Qué acusación sería posible presentar contra el Salvador, que era la inocencia misma? ¿No había refutado siempre a sus enemigos, dejándolos confusos y avergonzados? Pero como ellos querían a toda costa saciar su rabia sanguinaria, así habían tomado sus precauciones.
Se concedió la palabra a estos testigos de la mentira. Pero pronto quedó frustrada la pérfida esperanza de aquellos jueces sin conciencia, pues, a pesar de sus prejuicios y de su odio, ninguna de las acusaciones lanzadas contra Jesús les pareció suficiente para legitimar una sentencia capital. Como notan los evangelistas, los testigos no estaban concordes. Ahora bien; según la ley mosaica, «Un testimonio era de ningún valor si los que lo daban no estaban acordes en todos los puntos» 67. La Providencia permitió este desacuerdo, para que nunca pudiese decirse que se había decretado contra Jesús una sentencia de muerte, ni aun con sombra de culpabilidad. Al contrario, durante este doble proceso y después de él, todos los que pronunciaron algún juicio sobre Jesús, todos, aparte el Sanedrín homicida –Pilato, Herodes, el buen ladrón, el traidor Judas, el centurión romano que asistió a la crucifixión–, proclamaron su perfecta inocencia. Padecerá el último suplicio, pero a título de Mesías, de Redentor del pueblo judío y de todo el linaje humano. Morirá en las circunstancias más crueles porque hasta el fin perseverará fiel a su misión.
Sin embargo, después de largo desfile de testigos, se presentaron otros dos –dos tan sólo, lo mínimo que pedía la ley 68 e hicieron la siguiente declaración: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este Templo, hecho por mano de hombre, y en tres días edificaré otro que no será hecho de mano de hombre» 69. La acusación era grave de suyo, pues los judíos eran celosísimos del honor de su Templo, centro glorioso de su religión. El testimonio tenía particular fuerza, como quiera que los dos testigos afirmaban haber oído personalmente estas palabras subversivas. ¿No estuvo el santo profeta Jeremías a punto de ser muerto por haber predicho la ruina del Templo? 70.
Las palabras en que se fundaba esta calumnia habían sido pronunciadas tres años antes, al principio del ministerio de Jesús. Gracias a San Juan, que nos las conservó 71, podemos comprobar la mentirosa aserción de los dos acusadores. No había dicho Jesús: «Yo destruiré este Templo», sino: «Destruid este Templo, y yo lo volveré a reedificar», lo cual era bien diferente. Sus palabras, puramente hipotéticas, no contenían nada de irrespetuoso para la casa de Dios. Por malevolencia o por mala inteligencia las citaban desfiguradas; fuera de que no se refería al santuario de Jerusalén, sino al sagrado cuerpo del mismo Salvador, que había de resucitar tres días después de su muerte. Con todo, estas palabras de Jesús produjeron vivísima impresión, pues uno de los principales agravios que más adelante echarán en cara a San Esteban será el haberlas citado, como si realmente en ellas se predijese la ruina del Templo 72. Mas tampoco esta acusación sirvió para fundamentar el proceso, pues, como nota San Marcos, los dos testigos que la adujeron andaban discordes entre sí. Conforme a las costumbres jurídicas de los judíos, habían comparecido ante el Tribunal separadamente, y el segundo se hubo de poner en contradicción con el primero en algún punto principal, de modo que la acusación se desvanecía por sí misma. Por lo que los jueces y su presidente quedaron mohínos y turbados.
Pero como no era posible condenar a Jesús sin alguna prueba de culpabilidad, y esta acusación presentaba algunos visos de legalidad, Caifás va a poner todo su empeño para sacar algún partido de ella. Dejando, pues, su sitial se adelantó hasta el centro de la Asamblea 73, y simulando profunda indignación por el supuesto ultraje al Templo del Dios de Israel, conjuró al acusado a que, si podía, se justificase de esta acusación. «¿No respondes cosa alguna a lo que éstos atestiguan contra ti?», le preguntó con tono desabrido y semblante colérico. En el presidente de un Tribunal Supremo, el recurrir a la intimidación era ya odiosísima irregularidad. Jesús habría podido refutar victoriosamente con una sola palabra las calumnias de sus acusadores; pero prefirió guardar un majestuoso silencio, que San Marcos nos describe con esta expresiva fórmula: «Mas Él callaba, y nada respondió.» ¿Para qué disculparse ante tales jueces, si el mismo desacuerdo de los testigos, debidamente comprobado, argüía de nulidad su acusación? Además, ¿no sabía que estaban resueltos a condenarle como quiera que fuese? Más adelante, San Pedro hizo un hermoso elogio de este silencio tan elocuente, que él relacionaba con una profecía de Isaías: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas... El, que cuando le ultrajaban no devolvía el ultraje; que, maltratado, no prorrumpía en amenazas» 74.
Como la pregunta de Caifás quedó frustrada por el silencio de Jesús, herido aquél en su orgullo, todavía de pie, le interpeló con afectada solemnidad: «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios bendito» 75. Como se ve, no ignoraba el Sumo Sacerdote que Jesús reivindicaba el título de Mesías. ¿Cómo podía ignorarlo, mayormente después de la entrada triunfal en Jerusalén, y después de las discusiones que Nuestro Señor había tenido en los patios del Templo con los fariseos, los saduceos y los sanedritas? ¿Pero cuál era la significación precisa que Caifás daba al título de «Hijo de Dios»¿Lo consideraba como simple sinónimo de la palabra «Cristo», como expresión de las relaciones íntimas del Mesías con Dios? ¿Las empleaba acaso en su sentido estricto, para denotar una generación y naturaleza divina? No es posible responder con certeza a estas preguntas, dado que la divinidad del Mesías, según dejamos dicho, no era comúnmente admitida entonces por los judíos. Con todo, aunque los salmos de Salomón sólo llaman al Mesías «hijo de David», el autor del libro de Enoch y del libro IV de Esdras le llaman «Hijo de Dios» 76. Bien, pues, pudo Caifás emplear esta misma manera de hablar; pero quizá, sin preocuparse de esta cuestión, empleó el título de «Hijo de Dios» para obligar a Jesús a responder afirmativamente, con lo cual esperaba poderla acusar de blasfemia y conseguir los sufragios de la Asamblea.
Ahora sí hablará el Salvador. Interpelado en nombre de Dios, respondiendo a un interrogatorio oficial, hecho por el más alto dignatario de la nación teocrática, proclamará sin vacilar ante la Asamblea suprema del pueblo judío que Él es verdaderamente el Mesías. «Tú lo has dicho», responde con voz segura. Tiempo atrás, al pie del Hermón, había aceptado la fervorosa confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» 77. Posteriormente, había admitido como homenaje legítimo el Hosanna del pueblo. Pero ahora hay algo más, pues Él mismo confiesa paladinamente su mesianidad y su filiación divina. Completando y corroborando su aserción con una declaración que profirió con majestad y autoridad de rey, añadió: «Dígoos que de aquí en adelante veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la virtud de Dios y venir sobre las nubes del cielo.» ¡Qué sereno vigor en estas sencillas palabras: «Yo os digo», con que comienza la profecía del Salvador! Se relaciona ésta, de modo clarísimo, con la visión de Daniel, varias veces mencionada, en la que el Hijo del hombre, caminando sobre las nubes del cielo, va a presentarse al «Anciano de días», que le entrega «el poder, el honor y el reino» 78, y que, según el salmo 9, le sienta a su diestra como virrey, provisto de toda su autoridad o, mejor digamos, como su igual. La expresión griega que hemos traducido por «de aquí en adelante 79, tomada a la letra, significa: «desde este instante». No significa, pues, únicamente el tiempo del juicio final, como suponen algunos comentadores. Jesús consideraba el momento en que iba a ser condenado como principio de su glorificación. En su pasión va a comenzar un nuevo orden de cosas. Con este grave lenguaje, Nuestro Señor remitía a sus jueces a un porvenir próximo, que atestiguaría la legitimidad de todas sus reivindicaciones. A pesar de su humillación y flaqueza presentes, que se agravarán dentro de algunas horas, pronto se les mostrará de diferentes maneras como Mesías-Dios, sentado a la diestra de su Padre. Y, en efecto, ellos vieron los primeros rayos de su gloria, que se manifestaron en los milagros del Gólgota, de la resurrección y de Pentecostés, y en los prodigios obrados por los apóstoles y en el rápido crecimiento de la Iglesia. Sus inmediatos descendientes, y aun algunos de ellos mismos, contemplaron con sus propios ojos la ruina de Jerusalén, donde también se reveló la omnipotencia justiciera de Cristo. Todos estos acaecimientos eran otros tantos preludios y prendas de su advenimiento aún más glorioso al fin de los tiempos 80.
Estas palabras de Jesús contienen, pues, uno de los más insignes testimonios que dió de sí mismo; todas las manifestaciones históricas de su poder en el decurso de los siglos están resumidas en ellas. No afirma solamente que es el Mesías, sino que proclama que los hechos probarán su mesianidad; más aún, declara que El, Hijo del hombre, es también el Hijo de Dios, igual a su Padre celestial. Mientras no llegó su «hora», evitó, por largo tiempo y con diligente cuidado, todo cuanto pudiera excitar el odio de sus enemigos y apresurar la ejecución de sus criminales designios; procedió con prudente cautela respecto de sus títulos y de sus derechos; mas ahora que esta hora anhelada por su Padre y por Él ha llegado, levanta sin temor todos los velos y anuncia a las claras, ante el más alto y poderoso Tribunal de su pueblo, lo que es y lo que hará. Su misión terrestre va a terminar; pueden hacerle morir, pero esto mismo ayudará a su glorificación.
Unos jueces amantes de la verdad hubieran inquirido –¡y era tan fácil!–, hubieran sometido a un examen serio la aserción del acusado. La vida de Jesús, su predicación y sus milagros, cotejados con este testimonio que acababa de dar solemnemente de sí mismo, contenían la prueba más incontestable y auténtica de su misión divina. Pero no era eso lo que los adversarios de Jesús buscaban. Querían condenarle a muerte, y para llegar a este fin habían amañado el proceso.
Caifás, olvidando su oficio de presidente imparcial, va a continuar haciendo el de primer acusador. Ha salido con su intento; ha logrado hacer hablar al acusado y ha obtenido de Él una grave confesión, gracias a la cual le será fácil hacer pronunciar contra Él sentencia de muerte. Pero va a proceder con arte consumado. El Oriente ha sido siempre el país de las manifestaciones externas: el dolor, la indignación y el terror, y en general todas las emociones vivas, se expresaban con actos que, siendo naturales en sí, se sometieron luego a reglas convencionales. Tal sucedía entre los judíos cuando oían una blasfemia o veían una acción sacrílega: habían de desgarrar sus vestidos, mostrando santa cólera 81. La ley mosaica prohibía que el Sumo Sacerdote rasgase sus vestiduras cuando era caso de un duelo personal 82, pero no cuando se pronunciaba alguna blasfemia delante de él. Caifás rasgó, pues, su vestidura superior 83, como si acabase de oír una horribilísima blasfemia, y, uniendo al gesto la palabra, exclamó: «Ha blasfemado; ¿qué necesidad tenemos ya de testigos? He aquí que acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» Se alegraba de poder prescindir de testigos, ya que un largo y minucioso interrogatorio, a pesar de la parcialidad con que había procedido, le había demostrado la inutilidad de este medio para condenar al acusado. Pero al proceder así representaba una indigna comedia, ya que no sólo quería evitar la comparición de nuevos testigos, incluso los de descargo, sino aun toda deliberación de los jueces. Pedía un voto por aclamación. Lo obtuvo acto continuo de aquella Asamblea servil, digna de su presidente, en la que casi todos estaban imbuidos de prejuicios y odio contra Nuestro Señor. Exigía la ley que en los procesos criminales cada juez expresase separadamente su voto; pero el Sanedrín, pisoteando las prescripciones legales, pronunció unánimemente sentencia de muerte contra Jesús. ¿No se habían reunido para condenarle y no había ido encaminado todo el proceso a este fin? Los miembros del Consejo Supremo de quienes se sabía que eran favorables a Jesús –quizá había algunos más que Nicodemo y José de Arimatea– no habían sido, probablemente, convocados, si ya no se abstuvieron espontáneamente cuando conocieron el motivo de la reunión.
Ahora hemos de volver atrás para asistir a otra escena, de menos gravedad, ciertamente, pero también muy dolorosa, que ocurrió asimismo en casa de Caifás, mientras el Salvador era juzgado y condenado. Nos referimos a la triple negación de San Pedro. La narran a una los cuatro evangelistas 84 en términos dramáticos, que ponen los hechos casi ante nuestros ojos, y con ligeras divergencias, no contradicciones, que provienen de 1a diversa selección que cada evangelista –o la tradición que recogieron– hizo de las palabras pronunciadas en este corto drama. En efecto, como se ha dicho muy bien, la triple negación de San Pedro consistió, no en tres actos aislados, sino en tres circunstancias distintas, en las cuales el apóstol negó varias veces a su Maestro. La predicción del Salvador, tú me negarás tres veces, no se ha de restringir pues, a tres locuciones de negación pronunciadas por el apóstol, pues juntando las diferentes circunstancias en las que Pedro renegó de Jesús, según los cuatro evangelistas, se obtendrían, según los cálculos de algunos exegetas, no tres, sino seis, siete y hasta ocho negaciones. La profecía admite un sentido más amplio. Si agrupamos todas estas negaciones, tendremos tres series de preguntas y respuestas, o si se quiere, tres actos sucesivos, compuestos cada uno de varias escenas en las cuales el príncipe de los apóstoles, interrogado repetidas veces por distintas personas, negó varias veces a Nuestro Señor. Admitido este principio tan sencillo, pronto se echa de ver que donde algunos pretenden hallar verdaderas contradicciones sólo hay pequeñas divergencias que se hallan en todos los historiadores que han escrito, independientemente unos de otros, sobre un mismo asunto.
Pedro en el momento en que detuvieron al divino Maestro en Getsemaní, había huido, como los demás apóstoles. Mas poco después, cobrando ánimos y avergonzado de su flaqueza, volvió sobre sus pasos y siguió a cierta distancia a la banda que conducía a Jesús a casa de Anás. Idénticos sentimientos había experimentado el discípulo amado, de suerte que ambos se encontraron a la puerta del palacio de Caifás. El mismo San Juan es quien nos da esta noticia y la siguiente 85. Según su costumbre, no se nombra a sí mismo; pero por su modo de hablar y por el sentir tradicional, con razón adoptado por la mayoría de los comentadores, no es posible pensar en otro apóstol. Nos dice San Juan que él, era conocido del Sumo Sacerdote, es decir, de Caifás. ¿Qué relaciones había entre ellos? Ninguna de las varias hipótesis que sobre este punto se han hecho da una respuesta enteramente satisfactoria. Hasta se ha llegado a suponer entre el evangelista y Caifás, no sé qué grado de parentesco, del cual no hay prueba alguna. Notemos solamente que, entre los antiguos judíos, las diferentes clases de la sociedad no vivían tan separadas unas de otras como en los pueblos modernos, con lo cual se simplifica algún tanto la cuestión. Recuérdese también que San Juan tenía entonces, si no en propiedad, al menos en alquiler, una casa en Jerusalén 86. Como quiera que fuese, Juan, conocido del gran sacerdote, lo era también de sus criados, y éstos le dejaron entrar sin dificultad en el patio del palacio, mientras Pedro se quedaba en la calle. Cuando el discípulo amado advirtió que su compañero no le seguía habló de él a la portera, y ambos atravesaron el pórtico, separándose luego. Al penetrar en aquel lugar hacían un acto de valor que de alguna manera reparaba su reciente fuga.
Pero en menguada hora obtuvo Pedro este privilegio. No se imaginaba el género de prueba que allí le aguardaba. Apenas había entrado, cuando la criada que guardaba la puerta 87 le preguntó desdeñosamente: «¿No eres tú también de los discípulos de este hombre?» Entonces Pedro, sorprendido y turbado por la inesperada pregunta, que indicaba que había sido reconocido por uno de los discípulos íntimos de Jesús, respondió cobardemente: «No lo soy.»
Por el tiempo de Pascua las noches suelen ser frías en Jerusalén, que está edificada a una altura de 800 metros, por lo que los criados de Caifás y del Sanedrín habían encendido una lumbre en el patio cuadrangular y descubierto, en torne del cual se alzaban las construcciones que formaban el palacio, y se calentaban junto a ella. Pedro fué a mezclarse en el grupo. Pero he aquí que otra criada, que había observado su rostro mohíno y su grave continente, que contrastaban con la actitud de los demás, clavando en él los ojos 88 exclamó: «También tú estabas con Jesús Nazareno.» Si los criados de los sacerdotes lo hubiesen detenido para conducirle ante el Tribunal, de creer es que Pedro hubiera confesado valerosamente a su Maestro; pero en aquel lugar, cada vez más aturdido, tuvo la flaqueza de responder: «Ni le conozco ni sé lo que dices.» Tal es la primera serie de sus negaciones. ¡Cómo se oculta, afectando no saber ni de quién ni de qué se le habla! En aquel momento, según San Marcos, cantó el gallo por primera vez.
Pedro hubiera debido dejar aquella compañía tan peligrosa; pero habiendo entrado en el palacio «para ver el fin», como se expresa San Mateo 89, es decir, para conocer lo antes posible el término del proceso y la suerte reservada a su amado Maestro, repugnábale el alejarse. Permaneció, pues, cerca del fuego, que difundía en torno un vivo fulgor rojizo. Uno de los asistentes, mirándole también de hito en hito, le hizo la misma pregunta que la portera: «¿No eres tú también de sus discípulos?» Él volvió a responder: «No soy.» Cada vez más turbado, intentó salir y dió algunos pasos hacia la puerta; pero otra criada dijo a los que estaban cerca de ella: «También éste estaba con Jesús Nazareno.» Pedro negó de nuevo, diciendo: «No, no conozco a tal hombre», y confirmó su negación con juramento 90. Esta fué la segunda serie de negaciones.
Una hora después, según San Lucas, algunos de los criados de Caifás y del Sanedrín, llegándose a Pedro, le dijeron, en términos categóricos: «Cierto; tú también eres de ellos (con este lenguaje despectivo denotaban a los discípulos de Jesús), pues tu habla te da bien a conocer.» Al tratar de la lengua que entonces se hablaba en Palestina, dijimos que el idioma arameo que se usaba en Galilea se distinguía por ciertas particularidades y defectos de pronunciación, que delataban el origen de quienes lo hablaban. Además, particularmente en Jerusalén, la locución «ser galileo» era a menudo como decir discípulo de Jesús, pues sabido era que sus partidarios más ardientes eran originarios de aquella provincia. Pedro, pues, se había denunciado a sí mismo. Más aún: uno de los asistentes, pariente de aquel Malco a quien el fogoso apóstol había herido horas antes, creyó reconocer al autor de aquella hazaña. «¿No te vi yo a ti en el huerto con él?», le preguntó. Pedro, cada vez más fuera de sí por los lamentables incidentes que, uno tras otro, habían sobrevenido, renegó de su Maestro con más energía que nunca, jurando una vez más que no le conocía. Hasta llegó a proferir imprecaciones y anatemas contra sí mismo y a pedir que vinieran sobre él toda suerte de males y aun la muerte si no decía la verdad. «No conozco a este hombre que decís», respondió, según San Marcos. ¿Qué fué de su confesión gloriosa? ¿Qué se hicieron todas aquellas bellas promesas que el segundo canto del gallo vino a recordarle en el mismo instante en que profería su tercera negación?
Cuando oyó aquel sonido estridente, se acordó luego de la predicción que el Salvador le había hecho horas antes, y entendió toda la gravedad de su falta. Creció aún su dolor cuando Jesús, a quien, después de su condenación, se conducía desde la sala de la audiencia al lugar donde había de pasar encerrado las horas que aún quedaban de la noche, volviéndose a él cuando pasó a su lado, le dirigió una mirada penetrante 91, con que elocuentemente le decía que sabía todo lo sucedido. Entonces Pedro, traspasada de dolor el alma y angustiado el corazón, dejó presuroso el palacio de Caifás y prorrumpió en amargos sollozos.
La veracidad y probidad histórica de los cuatro evangelistas resplandecen en las líneas que cada uno de ellos dedicó a la negación del príncipe de los apóstoles. No le guardan consideraciones, no tratan de atenuar, ni aun ligeramente, su falta. Exponen los hechos así como sucedieron. Por nuestra parte, no vamos a exagerar esta falta. No se ha doblegado, no ha vacilado la fe de Pedro. Su negación, efecto del miedo, fué externa y pasajera. Su primer yerro fué confiar demasiadamente en sí mismo; su presunción le puso luego en grave peligro, y cayó. ¡Pero qué bien supo reparar su pecado, llorándolo durante toda su vida, ganando innúmeras almas a su amado Maestro y muriendo por Él en una cruz!
Luego, después de la sentencia de muerte pronunciada contra Jesús, acaeció una escena repugnante, que los evangelistas refieren en pocas palabras 92. Aunque en todas partes, como no sea en los pueblos bárbaros, los condenados a muerte son respetados como cosa sagrada, desde la sentencia hasta la ejecución, Jesús recibió los más villanos tratamientos. Los groseros guardianes en cuyo poder había quedado aquella mansa e inocente víctima le hicieron padecer crueles ultrajes. Unos le escupían en el rostro; otros le daban de bofetadas y le herían con el puño; otros, aún más osados, después de vendarle los ojos, le preguntaban: «Profetiza, ¿quién es el que te ha pegado?» Pues se había declarado profeta, le invitan, por mofa, a que use de su poder sobrenatural. Aun profirieron contra Él otras muchas blasfemias. Y Jesús todo lo soportaba sin quejarse, con paciencia heroica. Ya Isaías había predicho esta escena dolorosa, cuando ponía en boca del Mesías estas palabras: «Mi cuerpo di a los que me herían y mis mejillas á los que mesaban mi barba; mi rostro no retiré de los que me injuriaban y me escupían. El Señor Dios es mi auxiliador; por esto no he sido avergonzado» 93. ¡Cuál sería el odio de los pontífices, de los escribas y de los demás miembros del Sanedrín, que toleraron tales infamias, en las que intervinieron, como dice San Lucas, los oficiales subalternos que dirigían la policía del Templo! Este episodio está muy en conformidad con las durísimas y, a menudo, crueles costumbres de los tiempos antiguos.
«Y cuando fué de día se juntaron los ancianos del pueblo, y los príncipes de los sacerdotes, y los escribas, y lo llevaron al concilio.» Algunos comentadores identifican este pasaje del tercer Evangelio 94 con la sesión del Sanedrín que más arriba hemos expuesto según San Mateo y San Marcos. Mas esta opinión es difícil de aceptar, pues la sesión antes descrita se celebró de noche, poco después de la prisión del Salvador, siendo así que ésta se celebró por la mañana, «cuando se hizo de día», como expresamente advierte el autor del tercer Evangelio. Además, los otros dos sinópticos suponen bien a las claras que el Sanedrín celebró dos reuniones distintas 95 con motivo del proceso de Jesús; sino que, como refirieron la primera con algunos pormenores, se contentan con aludir a la segunda sin describirla. San Lucas, por el contrario, como nada dijo de la sesión nocturna, traza un bosquejo de la sesión de la mañana, que, por lo demás, fué breve y no se celebró sino por fórmula y para salvar las apariencias. En efecto, parece que era contrario a las prescripciones judaicas el tratar asuntos capitales durante la noche, de suerte que una sentencia de muerte pronunciada en sesión nocturna era tenida por nula e inválida. Querían, pues, dar, aun en este punto, color de legalidad al proceso, reanudando el juicio al alba para ratificarlo oficialmente. Importaba asimismo concretar los cargos que luego habían de presentarse a Pilato para obtener más fácilmente de él que también condenase a Jesús. Pero tenían prisa de acabar presto.
San Lucas no menciona ninguna comparición de testigos en esta segunda sesión. El Tribunal se contentó con que Jesús repitiese las palabras que habían servido de ocasión para la sentencia de muerte. «Si tú eres el Cristo, dínoslo», le preguntó el presidente del Tribunal. Caifás iba así directamente al hecho principal, dejando a un lado los secundarios. El Salvador respondió: «Si os lo dijere no me creeréis, y si os preguntare no me responderéis ni me soltaréis.» En este dilema hay una protesta indirecta contra los inicuos procedimientos del Sanedrín. Bien fuese que Jesús hubiese declarado a los magistrados judíos, a petición suya, su misión divina, bien que hubiese tratado de argüirlos, no había hallado en aquellos hombres apasionados más que obstinado odio. Tan así era, que todos los miembros del Consejo Supremo tuvieron que guardar silencio. Repitió, pues, Jesús, aunque abreviada, su solemne profecía de la sesión de la noche: «Mas desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la diestra de la virtud de Dios.» Evocaba nuevamente ante sus enemigos la imagen gloriosa y temible del Hijo del hombre, a cuyo poder nada podrá resistir. Oído lo cual exclamaron todos: «¿Luego tú eres el Hijo de Dios?» No le fué difícil entender que Jesús, con atribuirse aquel título, se declaraba igual al Padre, según Él había afirmado, en términos aún más precisos, pocas horas antes. «Yo soy», respondió Nuestro Señor. Entonces los jueces exclamaron tumultuosamente: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio, pues nosotros mismos lo hemos oído de su boca?» Dicho esto confirmaron pura y simplemente la sentencia de muerte.
III– Proceso civil ante al Gobernador romano.
En este punto comienza el segundo acto del proceso de Nuestro Señor. De la jurisdicción religiosa pasamos a la jurisdicción civil; del Sanedrín, al pretorio; de Caifás, a Poncio Pilato. Esta segunda parte del juicio tiene tres fases, como la precedente. Se celebrará la primera sesión en el pretorio; la segunda, en el palacio de Herodes Antipas, y la tercera, otra vez en el pretorio. Veremos un contraste sorprendente: mientas los sanedritas multiplican sus esfuerzos por obtener del procurador romano la ratificación de la sentencia de muerte que ellos han pronunciado, Pilato, por el contrario, pone empeño en impedir su ejecución. Ambas partes recurren a habilísimas maniobras, y compiten en flexibilidad y astucia. Pero en este duelo, el luchador más poderoso, Pilato, quedará vergonzosamente vencido. Entre los miembros del Sanedrín, los príncipes de los sacerdotes serán quienes tomen más a pecho la ratificación de la sentencia, y en conseguirlo pondrán todo el encarnizamiento de la pasión, hasta salir con su intento, ayudados del populacho, al que sabrán comunicar su fanático furor contra Jesús. Quizá la causa de este particular odio haya de buscarse en que el Señor, al alzarse contra los abusos que ellos habían tolerado en el Templo, ponía en riesgo no sólo su autoridad, sino también una de las más pingües fuentes de sus ganancias.
Ahora los evangelistas nos ofrecen copiosas noticias, que son cada vez más trágicas. San Mateo insiste en la culpabilidad del Sanedrín y del pueblo; la impresión que se saca de su narración es que los principales verdugos de Cristo no fueron ni Pilato ni los soldados romanos, sin atenuar por eso su responsabilidad, sino las autoridades judías y la parte del pueblo que era su cómplice. Este hecho, tan real y tan notable, aparece menos claro en San Marcos, cuya narración es más compendiosa, y que, con su habitual estilo vibrante y animado, lleva más derechamente a sus lectores al doloroso desenlace. La narración de San Lucas tiene la ventaja de poner de relieve las acusaciones presentadas contra Jesús por sus enemigos y la perfidia con que éstos transformaron ante Pilato un proceso de orden religioso en un proceso político. El autor del tercer Evangelio es también quien nos ha conservado el episodio de la presentación del Salvador ante el tetrarca Herodes. Así, cada uno de los narradores nos ha conservado algunas noticias especiales, que, reunidas nos permiten reconstruir la historia del proceso civil casi por completo. Por su parte, San Juan trae también no pocos pormenores que completan y explican los relatos de los sinópticos. En particular, nos da noticia de lo que ocurrió en el pretorio durante aquellas horas que tan gran resonancia han tenido en la historia. Ninguno de los narradores nos revela mejor que él las peripecias de este duelo. Su descripción es una obra maestra de psicología.
Luego, después de la sesión de la madrugada, en que se pronunció sentencia de muerte contra Jesús, los sanedritas, sin perder un solo momento –tanta era la prisa que tenían de saciar su odio–, se encaminaron al pretorio, llevando consigo a su prisionero 96. Habían tomado la precaución de volverle a poner las ataduras que le habían quitado cuando lo tenían seguro en casa de Caífás, pues las calles estaban ya llenas de peregrinos que iban al Templo, y temían que los discípulos de Jesús intentaran librarle. El Sanedrín estaba casi completo 97, para hacer mayor impresión en el ánimo de Pilato, para dar toda la solemnidad posible al acto que ejecutaba y obtener así con más facilidad la confirmación de la sentencia que acababa de pronunciar. No sospechaban los sanedritas que en aquel punto daban cumplimiento ellos mismos a una profecía de Nuestro Señor: «Ellos (los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos) le sentenciarán a muerte y le entregarán a los gentiles 98. Menos aún sospechaban que, cuando llegase la hora de su castigo, también ellos serían entregados a los romanos, con toda la desventurada nación que los tenía por directores. Era aún muy temprano 99: como las seis de la mañana; pero los Tribunales romanos se abrían apenas comenzaba el día 100, y los sanedritas, probablemente, habían informado a Pilato de su llegada.
Mas ¿para qué necesitaban aquella diligencia cerca del representante oficial de Roma? Puesto que tenían derecho a pronunciar sentencias de muerte, ¿no podían también ponerlas en ejecución? Ellos mismos nos darán luego la respuesta: «No nos es lícito a nosotros matar a ninguno» 101. En efecto, el Talmud refiere 102 que cuarenta años antes de la destrucción del Templo los romanos, «habían quitado a Israel el juicio sobre la vida y sobre la muerte» es decir, lo que en lenguaje jurídico se llama jus gladii. Cuarenta años es un número redondo, a la manera oriental. De hecho es probable que esta prohibición se remontaba a la deposición de Arquelao, el año séptimo, cuando Judea fué declarada provincia romana. El derecho de pronunciar sentencias capitales era, pues, una concesión irrisoria que Roma había hecho al Sanedrín judío. Menester era un trance gravísimo para que aquellos hombres soberbios consintiesen en implorar la asistencia de un magistrado romano, y más de un romano como Pilato. Por esto los hallamos tan de mañana en el pretorio.
La palabra «pretorio» significó al principio entre los romanos la tienda del capitán general de los ejércitos en la marcha o en los campamentos permanentes. Después sirvió para denominar el local ocupado, habitualmente o temporalmente, por los dignatarios superiores del Imperio 103. En Jerusalén llevaba, pues, este nombre la residencia de Pilato. ¿Cuál era esta residencia en el año de la pasión del Salvador? Difícil es responder a esta pregunta, que tanto interesa a la piedad cristiana. Los evangelistas no nos dan indicación precisa acerca del barrio de la ciudad donde estaba situado el pretorio. Lo único que nos dicen es que el edificio donde residía entonces Pilato tenía delante una plaza en la que se congregara la apiñada multitud del pueblo judío, y en el interior, un patio. La tradición, que en casos parecidos suele suplir el silencio de los evangelistas, antes acrecienta aquí la dificultad, pues ha cambiado en el transcurso de los siglos. En los primeros tiempos, desde el año 333, colocó el pretorio en el valle de Tyropeón; en la época de las Cruzadas, en la colina de Sión, no lejos del cenáculo, y sólo después del siglo XIV lo situó en la fortaleza Antonia, que, como ya dijimos, estaba en el ángulo Nordeste del Templo y servía de cuartel a la guarnición romana. La historia contemporánea nos dice que el rey Herodes había agrandado y embellecido esta antigua ciudadela, construida por los príncipes asmoneos, y que mudó su primer nombre de Baris en el de Antonia, en honor de Marco Antonio. Allí mismo se había preparado un suntuoso palacio 104, donde Pilato solía instalarse durante las fiestas judías, porque desde allí podía vigilar más fácilmente los alrededores del Templo, que con frecuencia era teatro de motines. Pero también sabemos que Herodes el Grande había construido al Nordeste de la ciudad alta, al lado de la puerta actual de Jaffa, otro palacio, de magnificencia extraordinaria 105, flanqueado de tres enormes torres –la torre Hípica, la torre Phasael y la torre Mariammé–, en el que muchas veces residieron los procuradores romanos de Judea 106. En este sitio creen muchos comentadores y palestinólogos que estuvo el solar del pretorio. Otros opinan que estuvo en el Xystos, amplia plaza rodeada de pórticos, situada al Oeste de los muros del Templo, en el valle del Tyropeón. Otros, en fin, dan la preferencia a la ciudadela Antonia, en cuyo emplazamiento se veneran hoy les misterios de la flagelación de Cristo, de la coronación de espinas, del Ecce homo y de la ratificación por Pilato de la sentencia capital del Sanedrín. Como quiera que fuese, la distancia que separaba el palacio de Caifás de la transitoria residencia de Pilato no era muy grande 107.
Mientras los sanedritas, acompañados de su escolta, que brutalmente arrastraba a la divina víctima, recorrían este intervalo, que viene a ser la segunda parte de la Vía llamada «de la Cautividad», alcanzaba a Judas la venganza del cielo y le castigaba con un fin horrible, digno de su crimen 108. Cuando el traidor vió que Jesús era definitivamente condenado a muerte y que sus mismos jueces lo conducían a casa del gobernador para entregárselo, cayó en la cuenta de la enormidad de su crimen. ¿Creía, pues, al vender a su Maestro por tan vil precio que no se llegaría a tal extremo? Así lo han supuesto algunos; pero se hace difícil de admitir que no advirtiese desde el primer momento de la traición el término a que por fuerza llegaría, pues para nadie era un secreto el odio de las autoridades judías hacia Jesús. Con todo, es un fenómeno psicológico frecuentemente notado 109 el que los grandes criminales no comprendan todo el horror de sus delitos sino después de consumados; entonces cae de sus ojos la venda de la pasión, del odio o de otros móviles que antes, en parte, los cegaban. Así Judas siente ahora plenamente el horror de su infame traición, aunque la preparó y puso por obra libremente. En este mismo sentido se dice aquí de él, no precisamente que se arrepintiese, sino simplemente que hubiera querido no haber cometido su crimen 110. El verdadero arrepentimiento hubiera producido en él fruto muy distinto de la desesperación y del suicidio.
Bajo la impresión de su cruel remordimiento, resolvió ante todo deshacerse cuanto antes de la suma que había recibido la víspera por la tarde como precio de su odioso contrato. Cuanto esta suma había halagado a su mezquina codicia, otro tanto le quema ahora las manos, por lo cual se apresura a devolverla a quienes se la habían dado. Llegándose, pues, a los príncipes de los sacerdotes en el recinto del Templo, con los ojos extraviados y el rostro contraído y convulso, confesó su iniquidad. «He pecado –les dijo con voz sórdida– entregando la sangre inocente.» Semejante testimonio, aunque salido de boca tan impura, tiene una particular fuerza. Quien así proclama la inocencia del Salvador es un discípulo que ha vivido durante varios años en su intimidad y que ha observado todos sus actos con ánimo hostil. El gusano roedor que desgarraba su conciencia no le dejó punto de descanso hasta que hizo esta confesión. «¿Qué nos importa a nosotros? –le respondieron fríamente los sanedritas–. Allá tú.» ¿Qué se les daba, en efecto, de la inocencia de Jesús? No lo habían condenado porque le juzgasen digno de muerte, sino movidos de odio implacable. Estas pocas palabras nos revelan la profunda maldad de aquellos hombres. ¿Qué se les daba también a ellos del tardío pesar de su cómplice? Judas no había sido para ellos más que un instrumento vulgar; libre era ahora para perderse, si esta era su voluntad; ellos lo abandonaban a su suerte.
Judas, no teniendo qué responder a estas desdeñosas palabras, atravesó el patio llamado de Israel y luego el de los Sacerdotes y, penetrando quizá en el santuario mismo 111 –aunque estaba rigurosamente prohibida la entrada a quienes no fuesen sacerdotes–, o al menos en el vestíbulo, arrojó sobre las baldosas los treinta siclos que habían sido la ocasión de su pérdida. Hecho esto, encaminándose al Sur, salió de la ciudad, pasó el valle de Himnom, subió la escarpada vertiente de la colina llamada del Mal Consejo y se detuvo un poco al Oeste del sitio en que el valle de Himnom se junta con el del Cedrón, donde se levantan unas rocas desportilladas. Se ató al cuello su largo cinturón o quizá una cuerda de que se habría provisto al salir del Templo, y luego, después de haberla sujetado o ya a la roca o ya a algún árbol que allí hubiese, se lanzó al espacio. Aquí termina el relato del evangelista. San Pedro lo completó en el discurso que pronunció el día de la Ascensión, al proponer a los discípulos reunidos en el cenáculo la elección del sucesor de Judas: «Este –dijo 112, después de haber adquirido un campo con el salario de la iniquidad, se colgó y reventó por medio, y se derramaron todas sus entrañas.» Lo cual se explica por la rotura de la cuerda, o de la rama del árbol, o del diente de la roca de la que se habría colgado.
No fué el traidor en persona quien adquirió el campo a que San Pedro alude. Lo compraron los príncipes de los sacerdotes, como añade San Mateo, y sólo por una figura retórica la atribuye el príncipe de los apóstoles a Judas, y con razón, pues aquel terreno fué comprado con el dinero que él tan horriblemente había ganado. El evangelista nos muestra a los príncipes de los sacerdotes perplejos respecto de los treinta siclos que Judas les había devuelto a pesar de ellos. «No es lícito –decían– echarlos en el tesoro, porque son precio de sangre.» Efectivamente, la ley mosaica prohibía 113 echar en el tesoro del Templo dinero que proviniese de origen impuro de suyo o que como tal lo tuviese la costumbre. A los ojos de los sacerdotes, los treinta siclos estaban contaminados de sangre, y, por tanto, manchados moralmente. Extraño escrúpulo, que recuerda aquellas palabras que pocos días antes dijera el Salvador a los fariseos: « ¡Guías de ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!» 114. ¿No habían tomado sobre sí los sanedritas tranquilamente la responsabilidad de la muerte de un inocente? Celebraron consejo para deliberar sobre el empleo que darían a este dinero, y resolvieron que se emplease en comprar el campo de un alfarero, situado cerca del lugar en que se había suicidado Judas, para construir allí un cementerio donde se enterrasen los judíos extranjeros que muriesen en Jerusalén. Este campo se llamó luego Haceldama, nombre arameo que significa «campo de sangre» 115, por alusión a la sangre de Jesús, vendida por Judas en treinta siclos. Aun hoy se muestra a los peregrinos este lugar siniestro, cuya autenticidad está abonada por muchos y antiguos testimonios.
En el empleo que los príncipes de los sacerdotes hicieron del dinero devuelto por Judas ve San Mateo el cumplimiento de un antiguo vaticinio: «Entonces se cumplió lo que fué predicho por Jeremías profeta: Y tomaron las treinta monedas de plata, precio del apreciado, al cual apreciaron los hijos de Israel, y las dieron por el campo del alfarero, así como me lo ordenó el Señor.» En este texto el evangelista reunió, al parecer, varios pasajes, tomados de la profecía de Jeremías 116, y de la de Zacarías 117, pero sin alegar ninguno literalmente. Atribuye la profecía a Jeremías por ser el más célebre de los dos.
Hemos dejado a la divina víctima y sus jueces camino del pretorio. Llegados a la entrada del palacio, los miembros del Sanedrín dieron aviso a Pilato de su presencia y del importante motivo que allí les llevaba; pero ni ellos ni sus satélites penetraron en el interior. El ritual judío consideraba como impuras las habitaciones de los paganos 118; si los judíos hubieran traspasado el umbral del pretorio, habrían contraído una mancha legal, que duraría hasta la tarde, y que, por tanto, les impediría, en aquel grande y santo día de la Pascua, participar de las víctimas sagradas, como arriba se dijo. Otro escrúpulo pueril en que se veía patente la perniciosa influencia de la doctrina y legislación de los escribas.
Hemos mencionado ya varias veces a Pilato, cuyo nombre latino completo era Pontius Pilatus. Acaso pertenecía a la gens Pontia, célebre en los primeros tiempos de la historia romana. Pilatus no era más que un apellido –un cognomen, como entonces se decía–, cuyo origen desconocemos. Pilato era el quinto de los gobernadores romanos, o, según el título oficial, de los «procuradores» 119 de Judea y Samaria, reunidas en una sola provincia. Ejerció esta función desde el año 12 de Tiberio (el 26 de nuestra Era) hasta el año 36. Las noticias que los historiadores sagrados y profanos nos dan de su administración muestran cuán engorroso y delicado era por entonces el cargo de gobernador de Judea y también cuán pocos esfuerzos hizo Pilato por mostrarse conciliador con los judíos. La carta de Agripa I a Calígula, citada por Filón en su célebre Legatio ad Caium 120, traza de él un retrato quizá demasiado sombrío, pero en sus líneas generales conforme con la historia. Agripa lo presenta como «de temperamento inflexible y duro con arrogancia». Lo acusa de «venalidad, de violencias, rapiñas, malos tratos, vejaciones, continuas ejecuciones sin juicio previo y crueldades sin número e insoportables». Como detestaba a los judíos y desconocía su carácter nacional y sus sentimientos religiosos, pretendió gobernarlos a su capricho y hacerlos doblegarse a todo y a pesar de todo. Pero tan débil e indeciso a veces como intratable de ordinario, él mismo socavaba su autoridad, por lo que varias veces fué vencido –pronto lo veremos– por aquellos de quienes creía poder triunfar con facilidad. Y, al fin, vino a ser enteramente derrotado. Su terquedad y torpeza ocasionaron más de una vez movimientos de insurrección, que tuvo que ahogar en sangre. En suma, era un alma vulgar, egoísta, sin conciencia y sin valor moral. Su desprecio del judaísmo descúbrese bien a las claras, sin disfraz alguno, en la actitud que va a tomar con los miembros del Sanedrín. Aviénese con repugnancia al papel que le quieren hacer representar; desde el principio muestra simpatía hacia Jesús, cuya inocencia le es fácil descubrir; pero, con todo eso, después de algunos conatos de floja resistencia, se retira y cede cobardemente. El resultado será el que ya sabemos, y que Tácito indica con estas palabras: Christus, Tiberio imperitante, per procuratorem Pontium Pilatum supplicio adfectus fuerat 121.
Los cuatro Evangelios señalan como hecho importante la entrega que el Sanedrín hizo de Jesús en manos de Pilato; es que va a comenzar otro proceso, y va a ejercerse nueva jurisdicción. Hemos dicho que San Juan, por las noticias que aquí nos da, nos permite, mayormente si se las completa con las de otros narradores, formar idea clara de los hechos y aun de los móviles íntimos que los inspiraron. Divide su relato en varias escenas breves, que sucedieron ora dentro, ora fuera del pretorio: en el interior, entre Pilato y Jesús; fuera, entre Pilato y los sanedritas. Lo que hemos llamado primera fase del proceso civil nos presenta tres de esas escenas, en las que pueden encuadrarse muy bien las noticias de los sinópticos.
He aquí, pues, a la divina víctima de pie ante un nuevo Tribunal y un nuevo juez. Desde su llegada al pretorio le habían entregado los criados del Sanedrín en manos de los legionarios, que le introdujeron en el patio o en alguna estancia del palacio. Como los acusadores de Jesús rehusaban entrar en el pretorio, el gobernador, condescendiendo con sus prejuicios religiosos, sale a la escalinata exterior del edificio. Le expusieron, en pocas palabras, lo que querían, y él les preguntó: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?» Esta pregunta previa era naturalísima, pues, para juzgar en última instancia, preciso era conocer primeramente los motivos en que se fundaba la sentencia de muerte, demás de que los romanos se alababan de proceder en semejantes casos con plenas seguridades de justicia para el acusado. Sus sesiones judiciales eran públicas, mientras el Sanedrín había condenado a Nuestro Señor en consejo secreto. Además, según el procedimiento romano, no se podía condenar a nadie si los delitos no estaban plenamente demostrados: Nocens, nisi accusatus fuerit, condemnari non potest; Ne quis indicta causa condemnetur, decía expresamente la legislación de Roma; y a este sabio principio solían ajustar su conducta los funcionarios, por escépticos y arbitrarios que fuesen 122.
La sencillísima pregunta del procurador cogió de improviso a los sanedritas, como se colige de su desabrida respuesta. Esperaban alcanzar sin dificultad y sin previo examen la confirmación de su sentencia; ahora temen una instrucción judicial, cuyo término podría ser la libertad de Jesús. Responden, pues, con una evasiva, aunque con afectado orgullo, como si se pusiera en tela de juicio su dignidad: «Si no fuese un malhechor no te lo hubiéramos entregado.» ¡Un malhechor! Esta palabra puede significar crímenes gravísimos; pero de suyo es indeterminada, y un Tribunal no puede castigar sino crímenes concretos. Por lo que Pilato, ofendido, a su vez, de que le trataron con altanería y de que quisieran, según exactísima expresión de San León 123, hacerle executorem sententiae, non arbitrum causae, replicó secamente. «Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley.» Amarga era la ironía, pues el Sanedrín había juzgado ya a Nuestro Señor, y si ahora los judíos estaban en el pretorio, no era más que para que se ejecutase su sentencia. Bajaron, pues, el tono, y, confesando su impotencia, dijeron: «No nos es lícito a nosotros matar a ninguno.» Claro veían que el gobernador no ratificaría la sentencia sino con pleno conocimiento de causa; así fué que se resolvieron a presentar contra Jesús varias acusaciones, cuidando de darles un sentido político. Si sólo expusieran el aspecto religioso de su querella, es decir, la supuesta blasfemia, la reivindicación de la dignidad de Mesías, Pilato no les habría prestado atención alguna. Sólo después apelarán a este argumento, cuando hallen ocasión de alegarlo útilmente en favor de su causa.
Primeramente acusan a Jesús de un crimen de lesa majestad contra el emperador, presentándolo como pretendiente del trono y como peligroso revolucionario. Dicen, pues, al gobernador: «Hemos hallado a este hombre pervirtiendo a nuestra nación y vedando dar tributo al César y diciendo que Él es el Cristo rey» 124. «Hemos hallado»: hablan como si realmente hubiesen convencido a Jesús de estos tres crímenes, que, de ser ciertos, le convertirían en temible enemigo del César y del Imperio. La segunda de estas acusaciones había sido ya de antemano refutada por Jesús mismo poco hacía, cuando resolvió el caso que los discípulos de los fariseos le presentaron acerca del tributo que se pagaba al César. Pero era consecuencia de las otras dos, pues si, como pretendían los sanedritas, Jesús intentaba hacerse proclamar rey, lógico era que no permitiese a sus partidarios seguir pagando el impuesto a los romanos ni someterse por más tiempo a esta señal de servidumbre. ¡Y con qué perfidia estos calumniadores, para dar a su testimonio algún color de verdad, desfiguran la significación de la palabra «Cristo» –tan sagrada para los verdaderos israelitas–, añadiéndole el título de rey, como si Jesús hubiese tratado de sublevar contra Tiberio toda la nación judía, siendo así que, justamente un año antes, había estorbado que una muchedumbre entusiasta lo proclamara rey! Con habilidad grande eligieron esta acusación, que no podía menos de causar impresión en el ánimo de Pilato, y que además tenía alguna apariencia de verdad, ya que la predicación y los milagros del Salvador habían producido realmente cierta sobreexcitación en el país, aunque en sentido bien distinto del que insinuaba la acusación de los sanedritas.
Como la acusación era terminante, Pilato volvió al interior del pretorio para proceder a una información personal, e hizo comparecer a Jesús delante de sí. San Juan nos ha conservado el tenor de lo esencial del diálogo que, en lengua griega, según todas las probabilidades, se entabló entre el juez y el acusado. La primera pregunta que Pilato hizo a Jesús fué ésta: «¿Eres tú el rey de los judíos?» El pronombre, puesto delante enfáticamente, así en el texto griego como en la Vulgata 125, indica viva extrañeza. Cierto que Nuestro Señor, tal como ante Pilato estaba, vestido al estilo del pueblo, demacrado el rostro por la fatiga, atadas las manos, como si fuera un malhechor, no tenía apariencias de candidato al trono, de rival del emperador. Pero, así y todo, su dignidad, su serenidad, la santidad que resplandecía en su semblante impresionaban hondamente. Conforme a un método que ya hemos visto empleado en otras ocasiones, respondió a la pregunta del gobernador con otra pregunta: «¿Dices esto de ti mismo o te lo han dicho otros de mí?» Otros, es decir, sus encarnizados enemigos.
Notemos aquí que el Salvador observará conducta muy diferente, según sea interrogado por Pilato en particular o en público delante de sus acusadores. En el primer caso, concede implícitamente al gobernador el derecho de examinar su causa, y responde sencillamente a sus preguntas. En segundo guarda silencio, como antes en el proceso religioso, porque sólo presentan contra Él acusaciones inicuas. Como Pilato no podía entender estos matices, el silencio de Jesús, como nota San Mateo lo ponía en grande admiración.
Respondió el procurador: «¿Soy acaso yo judío? Tu nación y los Pontífices te han puesto en mis manos. ¿Qué has hecho?» Dijérase que se sentía herido en su orgullo romano. ¡Con qué desdén replica que no pertenece al pueblo judío! Pero a la vez parece como que desconfía ya de los acusadores, pues apela al testimonio directo del acusado mismo. Había confesado indirectamente que había dirigido por propio impulso a Jesús la pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Se la habían sugerido otros, a quienes ya conocemos.
Jesús, dejando a un lado la segunda interrogación de Pilato, «¿Qué has hecho?», dió una respuesta satisfactoria y concisa a la primera, en un lenguaje rítmico, verdaderamente regio. «Mi reino –dijo– no es de este mundo. Si de este mundo fuera, mis súbditos pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; mas no es de aquí mi reino.» Reconoce, pues, el Salvador que Él es cabeza de un reino, pero de un reino que nada tiene de político y terreno (prueba irrefragable de ello es su actual situación de desamparo), que no implica amenaza alguna para el imperio romano. Quiere, ante todo, reinar sobre los espíritus y los corazones para santificarlos y conducirlos al cielo, donde se manifestará su realeza por modo inefable.
Pilato, vivamente sorprendido, preguntó por segunda vez: «¿Luego tú eres rey?» A lo cual respondió Jesús con majestuosa dignidad: «Tú lo dices; soy rey.»
Su confesión no podía ser ni más firme ni más clara, y más después del comentario que acaba de hacer. Particularizando más el carácter de su reino, añade: «Para esto nací y para esto vine al mundo: para dar testimonio a la verdad.» La difusión de la verdad en su forma más elevada y perfecta, especialmente en su forma religiosa, tal es el fin primero de su reino, o, como Él insinúa, de su encarnación indicada aquí con las palabras «Vine al mundo». Durante toda su vida no cesó de cumplir esta regia misión de hablar y obrar como valeroso testigo de la verdad. Y sus vasallos verdaderos no son sino aquellos que también han nacido, digámoslo así, de la verdad y que conforme a ella viven. Con esto proclamó Jesús claramente su título de rey delante de Pilato, como antes había proclamado su dignidad mesiánica delante del Sanedrín. San Pablo encarece esta «buena confesión», como la llama en su primera epístola a Timoteo 126.
«¿Qué cosa es la verdad?», preguntó el procurador; pero, sin esperar respuesta, dejó a Jesús y salió del pretorio para conferenciar de nuevo con los sanedritas. No hizo en serio esta pregunta; ocurrencia de un hombre de negocios superficial, sin convicciones, que lanza al acaso una idea grave y que repentinamente interrumpe su conversación para pasar a otra cosa, como quien no tiene tiempo de ocuparse de temas tan abstractos. Ni había entendido ni se inquietaba de entender las palabras misteriosas del acusado. Pero, al menos, sabía ya que semejante rey no era un competidor temible. Más de una vez había visto en su Tribunal sicarios judíos comprometidos en motines y revueltas: tenían aspecto y modales harto diferentes. A pesar del estado a que habían reducido a Jesús, a pesar de las emociones, fatigas y malos tratamientos, su prestancia nativa, la expresión de su rostro y su mirada dulce y resignada le distinguían, a primera vista, de vulgares conspiradores.
Pilato, dirigiéndose a los sanedritas, les dijo: «Yo no hallo en Él causa alguna»; lo cual equivalía a la fórmula jurídica Non Tiquet, que solían pronunciar los jueces romanos cuando la culpabilidad de un acusado no estaba bien demostrada. Entonces los príncipes de los sacerdotes y sus colegas del Sanedrín, temiendo que quizá se les escapase su presa, insistieron ruidosamente 127 en los cargos que creían más adecuados para impresionar al gobernador de Judea, siempre temeroso de un movimiento de rebelión de parte de los Zelotes judíos, patriotas exaltados que ante ningún riesgo retrocedían, a trueque de oponerse al predominio de Roma. Dijeron a Pilato: «Levanta al pueblo, enseñando por toda Judea 128, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.» La acusación era de todo en todo falsa en el sentido que le daban los enemigos del Salvador; pero ofrecía alguna apariencia de verdad, pues, suprimida la insinuación política, resume bastante bien la vida pública de Jesús. La predicación, comenzada en Galilea y continuada en Judea y Jerusalén; entre movimientos de entusiasmo popular y de resistencia de parte de los fariseos: tal era su cuadro general. Pero los sanedritas se cuidan bien de presentarla en un aspecto que la desfiguraba criminalmente. Según ellos, Jesús no había sido más que un tribuno peligroso que excitaba al país. Pilato no intentó comprobar los hechos, pues comenzaba a entrever la trama de la confabulación que aquellos violentos acusadores habían urdido contra un hombre inocente. Teníale suspenso el que Jesús no protestaba de semejantes calumnias, sino, antes al contrario, perseveraba en un silencio que pudiera tomarse como tácita confesión de culpabilidad. Movido a compasión el procurador, le preguntó: «¿No respondes nada? ¿No oyes cuántos testimonios dicen contra ti?» 129. Unas cuantas palabras hubieran bastado a Jesús para desbaratar las acusaciones de sus enemigos; pero el procurador no tuvo la satisfacción de oírlas, pues, añade el evangelista 130, Nuestro Señor no respondió «ni una palabra». Con esto crecía la admiración de Pilato. ¿Cómo, pues, no obraba según su conciencia, que le decía bien claro que el acusado no había cometido ningún acto condenable y que deber de un juez honrado era ponerlo al punto en libertad? Intimidábanle las reclamaciones cada vez más osadas del Sanedrín, y no atreviéndose a luchar contra ellos frente a frente, recurrió a un expediente que, cierto, no carecía de habilidad para salir de aquel paso dificultoso.
El nombre de Galilea que había oído pronunciar a los sanedritas como punto donde habían comenzado las predicaciones de Jesús le ofreció un asidero. Preguntó si el acusado pertenecía a dicha provincia 131, y como le respondiesen que así era, ordenó que sin dilación lo condujesen al palacio de Herodes Antipas, a cuya jurisdicción pertenecía Galilea, y que, con ocasión de las fiestas de la Pascua, se hallaba entonces en Jerusalén. Créese que el tetrarca, cuando vivía en Jerusalén, ocupaba el antiguo palacio de los príncipes asmoneos, descendientes de los gloriosos Macabeos 132. Esta residencia estaba situada a corta distancia del ángulo Sudoeste del Templo, en uno de los lados de la plaza de Xystos. Allí condujeron, pues, los sanedritas y sus esbirros al divino acusado.
El tetrarca les concedió audiencia inmediatamente. Al ver a Jesús no disimuló su alegría, pues, habiendo oído decir de Él muchas cosas maravillosas, tiempo hacía que deseaba verlo 133, y ahora esperaba conseguir que obrase ante sus ojos algún prodigio. San Lucas, que es quien nos da estas noticias, alude al temor supersticioso que tiempo atrás, había excitado en el alma de Antipas la fama de los milagros de Nuestro Señor 134. Estos rasgos psicológicos pintan al vivo el carácter de este príncipe superficial, que esperaba gozar de un género nuevo de entretenimiento gracias a Jesús. Le hizo, pues, muchas preguntas sobre diversidad de materias 135; pero ninguna de ellas debió de ser seria, por cuanto Jesús guardó también aquí un noble silencio que contrastaba con el proceder de los sanedritas, los cuales, llevados de su odio, renovaron sus acusaciones contra el Salvador delante de Herodes, como lo habían hecho delante de Pilato 136. Pero fué inútil empeño el suyo, pues Herodes no hizo caso de sus calumnias. Con todo, herido en su vanidad, quiso tomar de Jesús mezquina venganza. Le hizo vestir una túnica blanca 137, símbolo de la dignidad real, y luego, con la gente de su corte, sus privados y guardias que le habían acompañado a Jerusalén, se entretuvo en hacer mofa del Salvador. Después de esta grosera parodia lo devolvió a Pilato, excusándose él también de resolver en aquel enojo asunto.
Entre estos dos hombres funestos había profunda enemistad, nacida probablemente de algún conflicto de jurisdicción; pero desde este día, halagado el tetrarca por la atención que había tenido Pilato de remitir a Jesús a su Tribunal, quedaron reconciliados.
Aquí comienza la tercera y última fase del proceso civil del Salvador, la más conmovedora de todas y al mismo tiempo la más trágica. Terrible desengaño hubo de experimentar el procurador cuando vió que otra vez caía sobre sus espaldas el molesto peso de aquella causa tan delicada, de la que ya se creía libre. Inventó, pues, nuevos arbitrios para absolver a aquel sentenciado, que evidentemente era inocente y por el que se interesaba cada vez más. Una muchedumbre considerable, atraída por el arresto y condenación de aquel profeta galileo, a quien sus partidarios habían llevado en triunfo pocos días antes como a Mesías, habían invadido los alrededores del pretorio. Pilato, dirigiéndose a los miembros del Sanedrín y al pueblo, resumió en pocas palabras, elegidas con acierto, los hechos que demostraban la inculpabilidad del prisionero. Díjoles: «Me habéis presentado a este hombre como sublevador del pueblo, y ved que, preguntándole yo delante de vosotros, no he hallado en él culpa alguna de esas de que le acusáis. Ni Herodes tampoco, porque os remití a él, y he aquí que nada se ha probado que sea digno de muerte. Y así lo soltaré después de haberlo castigado» 138.
La primera parte de esta conclusión era natural consecuencia de las premisas. Puesto que no se había probado cargo alguno contra Jesús, procedía ponerlo en libertad. Pero la segunda parte es incomprensible. ¿Por qué «castigar» a Jesús si es inocente? ¿Por qué infligirle el espantoso suplicio de la flagelación, indicado aquí con un eufemismo? Pilato, al hacer esta concesión tan monstruosa a los miembros del Sanedrín, esperaba que luego le sería fácil librar a Jesús de la muerte. Antes dijimos que el gobernador había sospechado pronto que el divino Maestro era víctima del odio de las autoridades judías; ahora estaba plenamente persuadido de ello, pues ¿qué otra explicación podía tener aquel celo tan nuevo y tan extraño que de repente manifestaba el Sanedrín por los intereses de Roma, en detrimento de un miembro de la nación judía? Una circunstancia oportuna, de la que al punto se aprovechó, le sugirió un expediente cuyo buen éxito le parecía seguro.
Ya vimos, al tratar del derecho de pronunciar sentencias de muerte concedido al Sanedrín, cómo, en ciertos puntos, los romanos se mostraban condescendientes con las costumbres de los pueblos sometidos a su dominación si con ello no sufría menoscabo su propia autoridad. Una de estas costumbres era que en cada fiesta de Pascua pudiesen los judíos pedir la libertad de un preso y elegir ellos mismos el que había de ser agraciado. Quizá esta costumbre se había establecido en la antigüedad en recuerdo de la liberación del yugo de los egipcios, que había acaecido en la primera Pascua que celebraron los hebreos. La muchedumbre apiñada delante del pretorio comenzó a reclamar a grandes voces el ejercicio de su tradicional derecho 139. No desagradó a Pilato la petición, pues esperaba que, dirigiendo hábilmente la elección del pueblo, vendría a conseguir sus propios fines.
En las prisiones romanas de Jerusalén se hallaba entonces un famoso preso, que había sido detenido algún tiempo hacía, con otros judíos sediciosos, como reo de un asesinato durante una revuelta acaecida en Jerusalén. Llamábase Barrabás: nombre arameo frecuente en el Talmud, pero de dudosa etimología, pues mientras unos le dan la forma de Bar'abba, «hijo del padre», otros le dan la de Bar-rabban, «hijo de nuestro doctor». Pilato creyó seguro el feliz éxito dando a la muchedumbre, que ya comenzaba a alborotarse, el elegir entre Jesús y aquel homicida. «¿A quién queréis que os entregue libre –preguntó–: a Barrabás o a Jesús, que es llamado el Cristo?» El alma cristiana se estremece de dolor al ver puesto en parangón a Jesús, la santidad misma, con Barrabás, cuyas manos estaban manchadas de sangre humana. Pero emociones aún más dolorosas nos aguardan.
Los magistrados superiores de Roma, cuando ejercían sus funciones de jueces, solían sentarse en un sillón de marfil, llamado silla curul, por lo común ricamente ornamentada. Sentado, pues, en su silla curul, esperaba Pilato la respuesta del pueblo, cuando sobrevino un incidente notable que San Mateo nos refiere sucintamente 140. En los tiempos antiguos estaba severamente prohibido a los funcionarios romanos enviados a las provincias del Imperio llevarse consigo sus mujeres. Tiberio derogó esta ley, pero estableciendo que los magistrados romanos fuesen responsables de la conducta de sus mujeres, y en especial de las intrigas que pudieran tramar 141. Se explica, pues, que Claudia Prócula, o simplemente Procla, como la llama la tradición 142, acompañase a su marido a Judea y aun a Jerusalén. De improviso interviene en el proceso de Jesús enviando a Pilato, en plena audiencia, este apremiante mensaje: «Nada tengas tú con ese justo, porque he padecido hoy en sueño muchas cosas por causa de él.» Este sueño pudo tener una causa natural, pues es difícil que Claudia Prócula no hubiese oído hablar de Jesús desde que ella había llegado a Jerusalén, y aun pudo suceder que antes de conciliar el sueño supiese los acontecimientos de la noche última. Pero según parecer de los Santos Padres y de la mayoría de los comentadores creyentes, sobre este fundamento natural puso Dios una revelación sobrenatural, cuyo eco acabamos de oír: por boca de una mujer pagana daba nuevo testimonio de la inocencia y santidad de su Cristo. «Ese justo»: ningún epíteto podía resumir mejor el carácter moral de Jesús. El breve mensaje de Procla manifiesta, en quien lo había transmitido, no solamente cierto interés pasajero por Nuestro Señor, sino también un alma profundamente religiosa que se elevaba sobre los mezquinos prejuicios del paganismo. ¿Era Procla del número de aquellas mujeres romanas de quienes habla el historiador Josefo 143 las cuales, movidas de las bellezas dogmáticas y morales de la religión mosaica, habían entrado en el judaísmo como prosélitas? Así lo afirman las Acta Pilati; pero este libro apócrifo no tiene autoridad alguna. Una tradición que se remonta; por lo menos, hasta Orígenes 144 va más adelante, y asegura que la mujer de Pilato se hizo cristiana después de la muerte del Salvador. Como quiera que sea, es de admirar su bella alma y su simpatía hacia la divina víctima entonces tan desamparada.
Pero la intervención de esta mujer en favor de Jesús no había de influir más sobre el corazón de Pilato que el tardío testimonio de Judas en el espíritu de los príncipes de los sacerdotes. Estos, por rencorosos y empedernidos; el otro, por débil, no se dejaron influir de modo que se hiciese justicia a Nuestro Señor. Mientras la divina gracia obraba sobre Pilato por medio de Claudia Prócula para que procediese como juez recto y justiciero, el demonio se servía de los sanedritas para doblegar el ánimo del cobarde gobernador. Monebat uxor, lucebat in nocte gratia, divinitas eminebat; nec sic a sacrilega sententia temperavit, dice elocuentemente San Ambrosio 145. Los enemigos de Cristo, aprovechando la interrupción causada por el mensaje de Procla, se mezclaron entre la turba, atizaron las malas pasiones, que tan fácil es a hombres influyentes excitar en aglomeraciones de este género, multiplicaron contra Jesús pérfidas mentiras e insinuaciones adecuadas para hacerlo odioso, y persuadieron a la plebe que era preciso pedir la libertad de Barrabás, a quien presentaban como valeroso defensor de la nacionalidad judía contra el depotismo romano. Logróseles por entero su intento, pues cuando Pilato repitió su pregunta: «¿A cuál de los dos queréis que os entregue libre?», todos exclamaron a una voz: «¡A Barrabás!» Quedó vivamente contrariado el procurador al ver frustrada esta segunda tentativa; pero, disimulando su despecho, insistió, con esperanza aún de conseguir que aquella multitud viniese a mejores sentimientos y pidiese también la libertad del Salvador, una vez que ya habían alcanzado la de Barrabás: «¿Qué haré, pues, de Jesús, que es llamado el Cristo?», o, según la redacción de San Marcos: «¿Qué queréis que haga del rey de los judíos?»
Cualquiera que fuese la forma de la pregunta no era nada feliz en aquella ocasión, pues presentando a Jesús ante aquella turba, ya sobrexcitada contra El, como su Cristo y su rey, claro era que iba a aumentar su rabia. En efecto, todos, tanto el pueblo como los miembros del Supremo Consejo, prorrumpieron en esta bárbara exclamación 146: «¡Sea crucificado!» No piden para Jesús pura y simplemente la muerte, sino el suplicio ignominioso y cruelísimo de la cruz. En adelante, aquella turba, que Orígenes compara con una fiera desencadenada 147, cumpliendo las órdenes recibidas de sus jefes, subrayará con sus gritos homicidas cada una de las preguntas de Pilato; los jerarcas han logrado comunicarla su fanático furor. «¿Pues qué mal ha hecho? –preguntó el gobernador–. Yo no hallo en Él ninguna causa de muerte.» Y esperando todavía calmarlos, renovó la inicua proposición que había hecho poco antes: «Lo castigaré, pues (lo mandaré azotar), y lo soltaré.» Mas ellos, con gran vocerío, pidieron nuevamente que hiciese morir a Jesús en la cruz. Sus vociferaciones salvajes crecían por momentos, como expresamente notan los sinópticos: «¡Crucifícale! ¡Sea crucificado!» Un día San Pedro echará en cara a los judíos su conducta, diciéndoles: «El Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, que se inclinaba a ponerlo en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os diese un hombre homicida. Y matasteis al Autor de la vida 148 ».
Pilato advirtió tarde que había cedido ya demasiado. Ninguna ventaja obtuvo con transigir cobardemente; antes hizo que la turba se volviese más exigente y violenta. ¿Entenderá, al fin, que sólo un acto de vigor podrá arrancar de la muerte a Aquel cuya inocencia ha reconocido y proclamado? No; según refiere San Mateo 149, recurrirá a un nuevo expediente, más vano aún que los primeros. Manda traer un jarro lleno de agua, una jofaina y una toalla, se lava las manos ante la muchedumbre y exclama con voz fuerte: «Yo soy inocente de la sangre de este justo; vosotros veréis» 150. ¡Y con este acto simbólico 151, con este nuevo certificado de inocencia que da a Jesús, con esta protesta con que intenta legitimar su conducta, creerá haber eludido toda responsabilidad y purgado de toda culpa su conciencia de magistrado. En realidad, así delante de Dios como de la historia, cometió un verdadero asesinato judicial en la persona adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Con reconocer una vez más la inocencia del acusado ponía aún más de relieve la iniquidad de su propia conducta. Con justa indignación se ha escrito: «Desde hace dieciocho siglos todos los labios cristianos recitan cada día un formulario en doce artículos. En este sumario de nuestra fe figuran, además de los nombres adorables de las tres divinas personas, el nombre mil veces bendito de la mujer de la que nació el Hijo de Dios y el nombre mil veces execrable del hombre que le dió la muerte. Ahora bien; ¿cuál es el hombre marcado de este modo con el estigma deicida...? No es Herodes, ni Caifás, ni Judas, ni ninguno de los verdugos judíos o romanos; este hombre es Poncio Pilato. Y, con razón, Herodes, Caifás, Judas y los demás tuvieron su participación en el crimen; pero, al fin, nada se hubiera hecho sin Pilato. Pilato podía salvar a Cristo y sin Pilato no se podía dar muerte a Cristo. Lava tus manos, ¡ oh Pilato!, declárate inocente de la muerte de Cristo; por toda respuesta, nosotros diremos cada día, y lo dirá también la más remota posteridad: Creo en Jesucristo, Hijo único del Padre, que fué concebido por obra del Espíritu Santo, que nació de la Virgen María y que padeció muerte y pasión bajo el poder de Poncio Pilato» 152.
Si el presidente de un Tribunal, después de seria indagación, declara oficialmente que cree en la inocencia de un acusado y confirma esta convicción con un acto como el de Pilato, con el cual manifiesta que rehúsa toda participación en una sentencia de muerte, ¿se hallará un Jurado capaz de pronunciar esta sentencia? Pero las bandas judías que habían invadido las cercanías del pretorio no se preocupaban de la justicia, ni en aquel momento, excitadas por el fanatismo, les arredraba su responsabilidad. Lo que un juez pagano no hacía sino con repugnancia, lo ponía por obra aquella turba sin corazón. Exclamaron, pues, con voz unánime: «Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos.» Era costumbre entre los judíos que cuando los jueces habían pronunciado una sentencia de muerte, en testimonio de imparcialidad, se acercasen al condenado, y, levantando las manos sobre su cabeza, dijesen: «Tu sangre recaiga sobre ti». Aquí, por el contrario, la siniestra turba que reclama violentamente la muerte de Jesús pronuncia un voto execrable, cuyo gravísimo peso no tardará en llevar sobre su cabeza. El anatema que lanzaba contra sí misma y contra sus hijos se realizó plenamente, cuarenta años después, cuando los romanos se apoderaron de Jerusalén, llevándolo todo a sangre y fuego. Fueron tantos los desventurados habitantes de la ciudad a quienes crucificaron, que, según el relato de Josefo 153, llegó a faltar madera para fabricar cruces; espectáculo horrible en el que no se puede menos de ver el castigo que la nación deicida había demandado contra sí misma.
Pilato, simulando entonces que renunciaba a toda resistencia, mandó poner a Barrabás en libertad, como querían los judíos, y, conforme al deseo que por dos veces habían manifestado 154, entregó a Jesús a los lictores para que lo flagelasen.
Los evangelistas, siguiendo hasta el fin su método de referir objetivamente los hechos, así los más dolorosos como los más gloriosos de la vida del Salvador, se limitan a mencionar el nombre 155 de aquel suplicio degradante y cruelísimo, del que los autores antiguos –especialmente Cicerón 156 y Filón 157– nos han dejado descripciones trágicas, de las que tomamos la mayor parte de las noticias que siguen 158.
Entre los romanos la flagelación se imponía unas veces como castigo aislado y completo en sí mismo y otras como preludio de la crucifixión 159. Los sucesos posteriores demuestran que, en este caso, la flagelación fué un expediente a que acudió Pilato para arrancar a Jesús de la muerte, excitando la compasión del pueblo. Ya antes, usando de un extraño eufemismo 160, ha presentado la flagelación como castigo pasajero, como una advertencia que haga al condenado más circunspecto en el porvenir. El paciente, desnuda la parte superior de su cuerpo y atada las manos, era sujetado a un pilar poco elevado, o a una columna baja 161, con la espalda encorvada, de modo que, al descargar sobre ésta los golpes, nada perdiesen de su fuerza. Recibida orden del que presidía el suplicio, dos Actores por lo menos –a veces cuatro y hasta seis–, hombres vigorosos, hechos a manejar el látigo «horrible», como lo llama Horacio 162, golpeaban con todas sus fuerzas, sin compasión. A los primeros azotes, se rasgaba la carne, y la sangre salía de las venas a borbotones. Para la flagelación se usaban látigos hechos de cuerdas o correas, en cuyos extremos se solían poner huesecillos o pedacitos de hierro o plomo. Aunque los golpes se descargaban directamente sobre la espalda, los extremos de las cuerdas, enroscándose al cuerpo, iban a herir el pecho y el vientre. Entre los judíos, la ley limitaba el número de azotes; pero el derecho romano no señalaba límite alguno; de modo que el condenado era entregado sin defensa al arbitrio, es decir, a la ferocidad de los lictores. Después del suplicio, quedaban a veces al descubierto las venas y aun las entrañas de los flagelados. El rostro mismo quedaba desfigurado por los golpes. Muchos de ellos eran retirados medio muertos, y no tardaban en sucumbir 163. Y hasta se daba el caso de que la muerte del paciente pusiese fin a la flagelación 164. Varias leyes, entre otras la ley Parcia y la ley Sempronia 165, mandaban que ningún ciudadano romano fuese sometido a este tratamiento bárbaro e infamante, que se reservaba para los esclavos; pero los habitantes de las provincias sometidas al Imperio no estaban exentos de él. Por esto lo padeció Jesús sin la menor atenuación, como un vulgar criminal, según Él mismo había predicho: «Será entregado a los gentiles, quienes le azotarán» 166.
Otros ultrajes sangrientos había de padecer aún el Cristo antes de los horrores de la crucifixión. Así como los criados del Sanedrín le habían hecho blanco de toda suerte de insultos después de su condenación a muerte, así también los pretorianos de Pilato hicieron de Él mofa y ludibrio, aplicándole con todo el refinamiento de la malicia brutal un género de tortura que hería a un tiempo al alma y a los miembros del cuerpo. Como nota San Juan Crisóstomo, no parece sino que todo el infierno se había desatado contra el Hijo de Dios para aumentar el número y acerbidad de sus dolores. La escena tan dolorosamente conmovedora de la coronación de espinas, que San Mateo y San Marcos refieren circunstanciadamente, y que San Juan apunta en pocas palabras, tuvo un carácter verdaderamente diabólico.
Como Jesús había afirmado que era rey, la soldadesca romana va a divertirse innoblemente a sus expensas, rindiéndole burlescos honores reales. Se juntó toda la cohorte que estaba de guardia en el pretorio. Después de la flagelación habían vuelto a poner a Jesús su túnica; se la quitaron otra vez y le vistieron una «clámide de escarlata» 167, es decir, un viejo manto de soldado, que figuraba la púrpura de que se revestían los reyes. Tejieron luego, con ramas flexibles, una tosca corona y la colocaron sobre la frente de Jesús a guisa de diadema. ¿De qué árbol cortaron las ramas que sirvieron para tan cruel uso? En Palestina abundan los arbustos espinosos que pudieron servir para este fin; se utilizó el Zizyphus, o Azufaifo, llamado Spina Christi, de espinas agudas, largas y corvas. Para figurar el cetro del mando pusieron en la mano derecha del Salvador una caña, parecida al junco de Chipre y de España. Después de la burlesca ceremonia de la investidura, los soldados pasaron a la del homenaje, que fué también una caricatura irrisoria de los usos prescritos en semejantes casos. Obligaron a Jesús a sentarse en un estrado 168, y, uno tras otro, fueron haciendo genuflexión delante de El, diciéndole: «Salve, rey de los judíos», que era una parodia del célebre Ave Caesar, victor, imperator 169 . Después lo escupían en el rostro, sustituyendo con esta grosera injuria el beso del ceremonial de los orientales. Aún pasaron más adelante: unos, arrancándole de la mano la caña, le golpeaban con ella en la cabeza, hincándole las espinas de la corona, mientras que otros le daban infames bofetadas, como tributo que aquella banda salvaje pagaba al rey de los judíos. Y Jesús soportaba todo esto con paciencia incomparable, sin proferir una sola queja; se consolaba ofreciendo por nosotros a su Padre sus horribles padecimientos.
De este modo se parodió en el interior del pretorio la entronización real del Mesías. Nadie, ni aun Pilato, pensó en arrancar al divino sentenciado de las manos de los pretorianos. Según testifica Tácito 170, con frecuencia se colmaba de ultrajes en aquellos tiempos a los que iban a sufrir una pena capital: pereuntibus addita ludibria. El procurador juzgó que era aquella buena ocasión para intentar conmover a los judíos, mostrándoles el horrible estado a que los tormentos habían reducido a Jesús. San Juan narra, en lenguaje sencillo y expresivo, esta escena del Ecce homo, en la que tantas almas afligidas han hallado paz y consuelo, tantos pecadores arrepentimiento sincero y tantos pintores ilustres nobilísimas inspiraciones 171. Pilato, sacando consigo a Jesús a la puerta del pretorio, dijo a los judíos: «He aquí que os le traigo fuera para que sepáis que no hallo en Él causa ninguna (de condenación).» No se cansaba de proclamar la inocencia de Cristo, y conservaba todavía la vana esperanza de aplacar el odio de la turba mostrándole el triste estado en que se hallaba Jesús.
Entonces apareció el Salvador cubierto con un manto rojo, coronado de espinas, con el rostro ensangrentado, desfigurado por los azotes y los salivazos. El gobernador lo presentó al pueblo, diciendo: « ¡He aquí al hombre!» Con estas palabras de compasión quería mover a piedad al pueblo, que, cierto, no permanecería indiferente a la vista de tales humillaciones y dolores. Aun los enemigos más encarnizados de Nuestro Señor tendrían que darse ya por satisfechos. Pero una vez más se engañaba Pilato. Al punto que los príncipes de los sacerdotes y los criados del Sanedrín, vieron a Jesús, comenzaron a vociferar: «¡Crucifícale, crucifícale!» Se entabló entonces un diálogo rápido y animado entre el procurador y los judíos. «Tomadle vosotros y crucificadle, porque yo no hallo en Él causa.» Al repetir por segunda vez estas palabras 172, harto sabía el gobernador que sin su expresa licencia los sanedritas no osarían poner en ejecución la sentencia de muerte que habían pronunciado contra el Salvador. Esta concesión aparente era una nueva ironía de Pilato. Pero las autoridades judías replicaron: «Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios.» La ley mosaica decretaba la pena de muerte contra los blasfemos, y Jesús, al decir de sus enemigos, había cometido un crimen de lesa majestad divina reivindicando el título de Hijo de Dios. Los jerarcas se habían percatado de que Pilato sólo les concedía un derecho ilusorio; para obtener, pues, la sanción positiva sacan a plaza esta nueva acusación. El odio los hacía hábiles: habían acusado primero a Jesús de un delito político; le acusan ahora de un delito religioso, y luego volverán a presentar contra él una acusación política; acomodan su proceder a las circunstancias. El título de «Hijo de Dios» ha de tomarse aquí en sentido estricto, y no puramente como sinónimo de Mesías, pues ya antes habían acusado a Nuestro Señor de llamarse «Cristo-rey», y claro es que aquí querían agravar la acusación.
Si ya la noble actitud de Jesús había impresionado a Pilato, más aún le impresionó esta acusación de los sanedritas 173, que él, naturalmente, interpretó conforme a sus ideas paganas. Si aquel hombre, de semblante tan majestuoso, era verdaderamente hijo de una divinidad, ¡a qué venganza no quedaría expuesto si ratificaba la sentencia del Sanedrín! Se apresuró, pues, a entrar con Jesús en el interior del pretorio para interrogarle de nuevo. «¿De dónde eres tú?», le preguntó secamente. La pregunta era algún tanto vaga. Podía significar simplemente: «¿Cuál es tu patria?» Pero Pilato esperaba descubrir en las noticias que le diese Jesús acerca de su origen algún indicio de su naturaleza verdadera. Mas Jesús no le dió respuesta alguna. ¿Hubiera querido y podido entenderla aquel pagano? Pilato, disgustado, le dijo con tono severo, haciendo valer su omnímoda autoridad para intimidarle: «¿A mí no me hablas?» ¿No sabes que tengo poder para crucificarte y que tengo poder para soltarte?» Ahora sí le responde Jesús. ¡Y con qué majestad y nobleza! ¡Y cuán superior se muestra a aquel soberbio juez! «No tendrías poder alguno sobre mí –le dice– si no te hubiera sido dado de arriba. Por esto el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado.» Pilato habla de su poder absoluto y Jesús le recuerda su dependencia y su responsabilidad. Se mudan los papeles: el presidente del Tribunal viene a ser ahora el acusado. Por grande que fuese el poder que del emperador había recibido, ¿qué era un procurador de Judea en parangón con Dios, a quien algún día tendría que dar cuenta de su conducta? Pero Jesús reconoce que Caifás y el Sanedrín han cometido «mayor pecado» que Pilato, pues le han condenado a muerte a El, que es el Mesías, y lo han llevado luego al pretorio para que Pilato ratifique su criminal sentencia.
Al oír estas palabras, el gobernador quedó aún más turbado, y, para calmar su conciencia, se resolvió a hacer un postrer esfuerzo, más vigoroso que los anteriores, para arrancar a Jesús de la muerte. San Juan nos describe también admirablemente este último intento y su resultado 174. Trató, pues, Pilato de parlamentar 175 de nuevo con los sanedritas. Pero éstos, percatándose de que flaqueaba su resistencia, redoblaron su astucia para impedir que les quitase la víctima. «Si sueltas a éste –gritaron 176, acriminando todavía a Jesús un delito político–, si sueltas a éste, no eres amigo del César. Porque todo aquel que se hace rey contradice al César.» Cristo había admitido que era rey. Ahora bien; proclamarse rey en un reino ya establecido, alzarse contra el soberano reinante, es cometer un crimen de lesa majestad, crimen cuya sola sospecha excitaría la cólera y venganza «atroz» de Tiberio 177. Confundiendo el reino espiritual de Cristo con un reino político y terreno, hacían un tiro certero. Insinuaban que Pilato, poniendo en libertad a Jesús, trabajaría contra los intereses de Tiberio, su bienhechor y señor, y se pondría en riesgo de perder su favor.
No se le ocultó al procurador la amenaza que implicaban estas palabras, y más cuando vivía en continuo temor de desagradar a su terrible soberano. ¿Iba él a exponerse a tan grave riesgo par impedir la muerte de un judío a quien apenas conocía y hacia quien no sentía sino un interés superficial y pasajero? Sin responder a sus interlocutores, hizo salir de nuevo a Jesús del pretorio y lo condujo delante de las turbas. Se sentó luego solemnemente en su silla curul. Los hechos se precipitan y parece llegada ya la hora decisiva. San Juan nos ha conservado en griego y en arameo el nombre del sitio donde estaba el tribunal. En griego se llamaba Lithostratos, «lugar pavimentado de mosaico», y en arameo, Gabbatha, «lugar elevado». El nombre hebreo no era, pues, equivalente al griego, aunque significaba el mismo lugar 178. También San Juan precisa el día y la hora de este juicio, de tan graves consecuencias en la historia del mundo. Era, dice, el viernes de la octava pascual. Aquel año era también, según atrás intentamos probar, el 15 de nisán, el gran día de Pascua. San Juan añade que era «como la hora de sexta», es decir, hacia mediodía. ¿Pero cómo conciliar esta noticia con otra que más adelante nos da San Marcos 179, según la cual Jesús fué crucificado a la hora de tercia, es decir, a las nueve de la mañana, según nuestro modo de contar? Ya San Agustín 180 ponderaba esta dificultad, que se ha tratado de resolver de varias maneras. Parece difícil que el proceso, que comenzó muy de mañana en casa de Pilato, durase más de tres horas, aun contando el intermedio de la visita al palacio de Herodes. Por otra parte, no se ha de olvidar en esta clase de cuestiones que los antiguos, no teniendo relojes, no podían determinar las horas con tanta facilidad como nosotros; de ahí las expresiones: «Hacia tal hora; a tal hora poco más o menos», que más de una vez aparecen en los escritores sagrados 181. Se ha observado además que San Marcos no siempre guarda estricta puntualidad en las indicaciones cronológicas; de modo que en el caso actual la discrepancia ha de resolverse en favor de San Juan, aunque tomando un término medio razonable, según nos persuade el adverbio «hacia», y admitiendo que Pilato pronunciaría la sentencia contra Jesús algo antes de las once.
A punto ya de ceder cobardemente a las exigencias de los judíos, el gobernador quiso gozar de la vana satisfacción de burlarse de ellos en venganza de su derrota. «He aquí vuestro rey», les dijo. Esta vez ya no había en sus palabras compasión, sino sarcasmo. « ¡Quita, quita, crucifícale!», gritaron ellos, llenos de rabia. «¿A vuestro rey he de crucificar?», insistió Pilato, cada vez con más ironía. Los jefes de Israel, los órganos oficiales de la teocracia, no se avergonzaron de envilecerse para siempre con esta odiosa réplica: «No tenemos más rey que a César.» Antes que reconocer a Jesús por Mesías acataban por rey al infame Tiberio. Renegaban de toda su historia y de los gloriosos privilegios de su pueblo para declararse vasallos del emperador romano, a quien de corazón detestaban. A su bajeza sacrílega correspondió la de Pilato, que, dirigiéndose a Jesús, pronunció en latín la fórmula oficial con que se decretaba el suplicio de la cruz: Ibis ad crucem, «Irás a la Cruz».
Los evangelistas no se desvían de la verdad histórica cuando, aludiendo a los judíos que habían conseguido obtener la ratificación de su sentencia, dicen que el procurador «les entregó a Jesús para que fuese crucificado» 182, o que «entregó a Jesús a la voluntad de ellos» 183. Quieren dar a entender que en aquel gran crimen judicial los judíos tuvieron, con mucho, la parte más considerable y que cometieron, como ya lo había dicho Jesús, «mayor pecado» que Pilato, si bien éste fué su siniestro cómplice, que, como ellos, había de experimentar también la venganza del cielo. En efecto, pocos años después de la muerte del Salvador (el año 36), perdió su situación honorífica y lucrativa, a la que, hollando toda ley, había sacrificado la sangre de la más inocente y más santa de las víctimas. A pesar de lo cual, este triste personaje excitó la simpatía de la leyenda cristiana, que le mostró gratitud de que proclamó varias veces la inocencia de Jesús e hizo algunos esfuerzos por salvarle la vida. Por esto el Evangelio (apócrifo) de Nicodemo 184 le llama «incircunciso de carne, pero circunciso de corazón», y aun el grave Tertuliano 185 llega a decir de él que era jam pro conscientia sua christianus 186 .
IV. –El último suplicio.
Hemos llegado ya al desenlace trágico de la Pasión y de la vida terrestre del Salvador. La última vez que Jesús predijo a sus apóstoles este cruento final de su ministerio declaró en términos precisos, según San Mateo 187, que padecería el suplicio de la cruz. Aunque David, en el Salmo 21 188, que, con el capítulo LIII de Isaías, nos da una clara visión de los padecimientos del Mesías, no menciona expresamente este horrible suplicio, bastante da a entender que el Cristo había de morir en una cruz, por cuanto pone en labios de la augusta víctima estas palabras. «Taladraron mis manos y mis pies», que de cierto aluden a la crucifixión.
« ¡El Mesías crucificado», según la expresión enfática de San Pablo 189, y crucificado a petición de los jefes de su pueblo! ¡Qué profundo misterio! ¡Qué hecho tan extraordinario en la historia religiosa del mundo! Entenderemos aún mejor lo que hay de extraño y casi dijéramos increíble en la asociación de esas dos palabras cuando hayamos descrito lo que era este suplicio de la cruz. ¡La cruz, volverá a decir San Pablo 190, «escándalo para los judíos y locura para los gentiles!» Según las ideas de los judíos 191, quien moría en el infame madero no sólo quedaba deshonrado para siempre, sino que, en el mismo orden religioso, era tenido por maldito y execrado. Por lo que los miembros del Sanedrín sabían bien lo que hacían cuando con cruel tenacidad proferían aquel grito que triunfó de la debilidad de Pilato: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» ¡De grandes delitos tenía que ser culpable quien fuese condenado a semejante muerte! Así fue que los Padres tuvieron que refutar las objeciones que tanto los judíos como los paganos sacaban de la cruz de Jesús contra su misión y su naturaleza divinas. «Si verdaderamente era Dios y quería morir, decían, ¿por qué no eligió un género de muerte honrosa? ¿Por qué eligió especialmente la cruz, ese suplicio infame, indigno de un hombre libre, aunque sea culpable?» 192.
Y con todo, a los ojos de la fe, esta cruz, tan degradante de suyo, no ayudó poco a ganar al divino Crucificado millares y millares de discípulos, que por siempre le permanecieron fieles. Aludiendo a su género de muerte, había dicho El: «Y si yo fuere alzado de la tierra –es decir, levantado en la cruz–, todo lo atraeré a mí mismo» 193. Esta profecía se cumplió pronta y plenamente. Lo que, al parecer, habría de acarrear a Jesús desprecio duradero, le fué ocasión de una gloria única y sin fin. Bien al revés de humillarle y perjudicarle, le ensalzó e idealizó; le conquistó espíritus y corazones. Y así luego, después de Pentecostés, los apóstoles no se avergonzaron de haber tenido a un crucificado por maestro; antes se complacen en dar este nombre a Jesús, a ejemplo de los ángeles 194, como título honorífico; y en su predicación, en vez de echar un velo sobre lo que hubo de ignominioso en su muerte a los ojos de los hombres, lo convierten en centro de la nueva religión 195.
Pero haciendo caso omiso de estas consideraciones generales, por útiles y atractivas que sean, pasemos a los pormenores que nos dan los Evangelios sobre la muerte ignominiosa y gloriosa a un tiempo de Nuestro Señor Jesucristo. «Es cosa de maravilla, escribíamos en otra parte, la severa sencillez con que los cuatro historiadores de Jesús cuentan las conmovedoras escenas de su Pasión, lo cual es prenda manifiesta de su cumplida imparcialidad. Sus narraciones no serían más incoloras si fuesen informes oficiales, procedentes de Pilato o de sus subordinados. Nó se lee en ellos ni un solo epíteto que exprese o excite indignación contra los verdugos o compasión hacia la víctima... Los escritores sagrados se ciñeron a registrar los hechos... Expusieron el drama del Calvario a los ojos del mundo tal como ellos lo vieron o conocieron. Cada nueva generación contempla a través de una atmósfera clara y limpia la imagen del divino Crucificado, sin que la encubra el ropaje de una retórica sentimental» 196. El fondo de su relato es el mismo en los cuatro evangelistas; pero cada uno de ellos trae algunas noticias nuevas de esta dolorosa historia, de modo que se completan mutuamente y nos dan, sobre las últimas horas de Cristo, si no todo lo que desearía nuestra piedad, todo lo que el Espíritu Santo tuvo por útil para nuestra instrucción y edificación. En sus narraciones resplandecen la sobriedad y la ecuanimidad 197. Como el suplicio de cruz, muy usado entonces, era bien conocido de la mayoría de sus lectores con todas sus horrorosas circunstancias, creyeron suficiente trazar sus rasgos principales. Sin embargo, fácil nos será colmar esta laguna, gracias a las noticias de los antiguos autores griegos y romanos, así paganos como cristianos. Noticias interesantes nos ofrece también el historiador judío Josefo.
En las escenas, a un tiempo lastimeras y consoladoras, de que se compone la tragedia de la crucifixión, se nos mostrará Jesús con una hermosura singular, acaso más que en todas las otras circunstancias de su vida. Sin el Calvario y sin la cruz, sólo hubiéramos conocido imperfectamente la soberana belleza de su carácter. Dos notas principales son como resumen de este esplendor moral: de un lado, una paciencia y una mansedumbre perfectas 198 y una entera resignación a la voluntad del Padre celestial; de otro, una fortaleza heroica, que soporta las torturas más violentas. Así, Jesús, en aquellas horas horribles, realizó el ideal del sacrificio como nadie lo hizo antes que Él ni nadie lo hará jamás después de El.
Entre los pueblos antiguos, particularmente los romanos y los judíos, apenas había intervalo de tiempo entre las sentencias judiciales y su ejecución 199. Así que, en cuanto se pronunció la sentencia del Salvador, Pilato mandó que se preparase la cruz 200 –si ya no lo estaba de antemano– y que se dispusiese todo lo necesario para la crucifixión. El suplicio de cruz 201, de origen oriental, y recibido de los persas, asirios y caldeos por los fenicios, griegos, cartagineses, egipcios y romanos 202, se modificó en varias formas en el curso de los tiempos. Fué al principio un simple poste, al que se ataba o en que se empalaba al condenado. Luego se fijó en el remate una horca (furca), de la que se suspendía al reo por el cuello. Después, con la adición de un brazo transversal (patibulum), tomó un nuevo aspecto, y, según la forma en que el brazo transversal se sujetaba al palo vertical, se originaron tres clases de cruces: la crux decussata, la cruz commissa y la cruz immissa. La primera, más conocida con el nombre de Cruz de San Andrés, tenía la forma de X. La segunda, que algunos llaman Cruz de San Antonio, se parecía a la letra T. La tercera no difería de la segunda sino por la prolongación del poste vertical sobre la rama transversal; es la cruz llamada «latina», † , que todos conocemos. Puede tenerse por cierto que la cruz del Salvador era de esta última forma, y así lo atestigua una antiquísima tradición. En efecto, las comparaciones de que se sirven los Padres para describir la cruz de Jesús –Moisés, orando con los brazos extendidos 203; el estandarte romano 204, los cuatro puntos cardinales 205, un hombre que nada o un ave que vuela 206, etc.– no pueden aplicarse más que a la crux immissa. Y si realmente no tuvo esta forma, la tablilla que se puso sobre la cabeza de Nuestro Señor habría dado a la crux commissa el aspecto de una cruz latina. Por desgracia, en este caso la iconografía nos es de escasa utilidad, pues hasta el siglo V no se comenzó a representar la cruz en los monumentos cristianos, y aun al principio no se ponía la imagen de la divina víctima, que no apareció en ella sino un siglo después 207.
Cuando todo estuvo presto, se puso en camino el lúgubre cortejo. Según costumbre, iba a la cabeza el «centurión encargado del suplicio», como lo llama Séneca 208. Detrás de él iba un heraldo, que proclamaba el motivo de la condenación. Luego, andando penosamente, agotado por el insomnio, por la falta de alimento y más aún por las emociones, por la flagelación y por el brutal tratamiento, caminaba el divino Cruciarius (este era el nombre clásico de los crucificados), cargado con su pesada cruz 209. Iba vestido no con la clámide que, por burla, le habían puesto para la coronación de espinas, sino con sus propias vestiduras. Le rodeaban los soldados –cuatro de ordinario 210– que habían de hacer de verdugos y custodiar luego al condenado hasta que fuese bajado de la cruz después de muerto. Quizá, para más seguridad, acompañó al cortejo hasta el lugar del suplicio un pelotón de otros pretorianos. Los antiguos escritores eclesiásticos con frecuencia compararon a Jesús cargado con el instrumento de su suplicio 211 con Isaac otra víctima mansa e inocente, cuando subía al monte Moriah, cargado con la leña que había de consumirle después que recibiese el golpe de muerte 212. Dos malhechores, quizá dos revoltosos de la banda de Barrabás, y que también habían sido condenados a muerte de cruz, iban detrás de Jesús llevando, como El, su cruz y acompañados de sus verdugos. A cada lado, en las estrechas calles de la ciudad, se apretaba una turba vocinglera, que lanzaba a los cruciarii, pero sobre todo al que se había proclamado Mesías e Hijo de Dios, injurias y denuestos.
Así entre los judíos como entre los romanos, las sentencias capitales solían ejecutarse fuera de las ciudades 213; pero de ordinario cerca de una vía frecuentada, para que el castigo sirviese de escarmiento a los demás. Arduo problema es el hallar en Jerusalén el camino que Jesús recorrió y bañó en su sangre durante su Pasión. Por desgracia, las tradiciones relativas al Via Crucis son casi modernas, es decir, que las estaciones que hoy se señalan no fueron definitivamente determinadas hasta la Edad Media. Los únicos puntos conocidos con certeza son: el Calvario y el sepulcro; en todo lo demás hemos de contentarnos con conjeturas. Las profundas y sucesivas transformaciones de la Ciudad Santa hacen casi imposible reconocer exactamente el itinerario que Jesús recorrió; un dédalo de construcciones modernas impiden seguir su rumbo 214.
La dirección general de la Vía dolorosa va de Este a Oeste; su longitud es como de 1.200 pasos. De las catorce estaciones, sólo las nueve primeras están actualmente en las calles de Jerusalén; las otras cinco están en el interior de la basílica del Santo Sepulcro. Todo el camino hasta el Santo Sepulcro es muy pendiente y de pintoresco aspecto.
En el instante mismo en que el cortejo salía por la puerta de la ciudad más próxima al lugar escogido para la ejecución de los tres condenados, entraba un judío, llamado Simón, que volvía del campo 215, donde quizá vivía, a corta distancia de las murallas. A su nombre añaden los tres sinópticos el epíteto de Cireneo, porque era oriundo de la Cirenaica, provincia situada en la costa septentrional del África, al Este o quizá de la misma Cirene, su capital, cuya cuarta parte de población era judía 216. Los Cireneos constituían entonces en Jerusalén un número bastante grande para tener una sinagoga que llevaba su nombre 217. Cuando los soldados vieron a Simón, asiéndolo 218 le obligaron, en virtud del derecho de requisa tan común en Oriente, a llevar la cruz de Jesús en todo el resto del recorrido, no movidos de compasión hacia Nuestro Señor, pues sus almas habían olvidado la piedad, sino porque, viéndolo tan agotado de fuerzas, temieron que no pudiese llegar al lugar del suplicio si no le descargaban del peso de la cruz. Los soldados mismos, si se toma a la letra una expresión de San Marcos, se habrían visto obligados a «llevar» a Jesús, o por lo menos a sostenerle, durante la última parte del camino 219. No han entendido bien estas palabras de San Lucas: «Obligaron (a Simón) a llevar la cruz detrás de Jesús» muchos pintores y algunos exegetas, que se imaginan que el Señor siguió llevando sobre sus hombros la cruz y que el Cireneo sólo tuvo que sostener la extremidad del tramo vertical; los textos de los otros dos sinópticos no dejan lugar a duda en este punto. Se concibe la repugnancia con que Simón hubo de cumplir, bien a pesar suyo, aquel oficio humillante; de cierto que no pensaba entonces que con aquella humillación hacía célebre su nombre. Y aun es probable que le valió más alta recompensa, pues San Marcos, al añadir, para sus lectores de Roma, que Simón era el «padre de Alejandro y de Rufo», parece indicar que estos dos hijos del Cireneo eran cristianos conocidos de los romanos, San Pablo, en su epístola a los fieles de Roma 220 envía un saludo especial a un cristiano distinguido, llamado Rufo, a quien generalmente se le identifica con el segundo hijo de Simón. Si esta identificación, como todo induce a creer, es fundada, tendríamos un indicio de que el Cireneo se convirtió al Cristianismo con toda su familia.
El lugar del suplicio no estaba lejos de las murallas. Conseguido ya el fin principal que los judíos intentaban, que era afrentar a Jesús, llevándolo por las calles de Jerusalén, tan llenas entonces de gentes, con la infamante cruz sobre sus hombros y recibiendo mil ultrajes, según la bárbara costumbre de aquellos tiempos 221, no hubo reparo en descargarlo del peso de la cruz. Por San Lucas 222 conocemos otro incidente de la Vía dolorosa que revela afectuosa simpatía hacia la augusta víctima. La turba que seguía al cortejo, o que lo contemplaba al pasar, no se componía solamente de enemigos de Jesús o de curiosos vulgares; entre ella había también personas amigas. El evangelista señala en particular algunas mujeres de Jerusalén –distintas, por consiguiente, de las piadosas galileas con las que erróneamente se las ha confundido a veces–, que no temían manifestar públicamente con lágrimas y sollozos e hiriéndose el pecho en señal de duelo 223 la viva compasión que les inspiraba «el varón de dolores». Un edicto especial prohibía manifestaciones de este género al paso de los condenados a muerte 224; mas para aquellas mujeres de nobles sentimientos, Jesús era mucho más que un vulgar «cruciarius». La presencia y el proceder de aquellas mujeres eran prueba de que, si bien los habitantes de Jerusalén eran, en su mayoría, indiferentes hacia el Salvador, había también almas delicadas conquistadas por su santidad, su predicación, sus milagros y su bondad. Por lo que, olvidando sus propios dolores y volviéndose hacia aquellas compasivas mujeres, les dijo gravemente:
«Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí; antes llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos. Porque he aquí que vendrán días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles y las entrañas que no concibieron y los pechos que no dieron de mamar. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el madero verde hacen esto, ¿qué se hará en el madero seco?».
Con estas palabras no quería el Salvador reprender la conducta de las personas a quienes se dirigía ni rechazar su afecto. Pero olvidando sus propios padecimientos, que pronto le conducirían a la gloria, les predijo, como ya lo había hecho varias veces en sus recientes discursos 225, las desgracias que a ellas mismas alcanzarían, directamente o en sus hijos, cuando la ciudad deicida, cuarenta años después, padeciese horribilísimas desventuras antes de ser destruida por los romanos. Cierto día una mujer había dicho, aludiendo a la madre del Salvador: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos de que mamaste» 226. Ahora oímos una bienaventuranza muy distinta, que invirtiendo el orden de la naturaleza, y aun en cierta forma la palabra revelada 227, así como también los sentimientos más arraigados de los judíos y de todos los pueblos antiguos 228, considera la maternidad como una desgracia en aquel día terrible, a causa de las angustias que las madres padecerán por amor a sus hijos. Las palabras «Caed sobre nosotros, cubridnos», dirigidas a los montes y a los collados, están tomadas del libro del profeta Oseas 229, que las empleó para describir calamidades tan intolerables, que una muerte repentina parecía remedio llevadero. San Juan, en el Apocalipsis 230, pondrá palabras idénticas en labios de los condenados. Jesús, para justificar su terrible amenaza, recurrió a una expresiva comparación. El árbol verde, cargado de hojas, de flores y de frutos, era Él mismo. El árbol seco, cortado desde mucho tiempo hacía y destinado al fuego, era Israel culpable e impenitente. Si, pues, Cristo, a pesar de su perfecta santidad, soportó tales padecimientos, ¿qué podían aguardar los judíos, cuya malicia clamaba venganza del cielo? 231.
Pronunciadas estas palabras –las únicas que parece salieron de sus labios mientras caminaba hacia el lugar de la crucifixión–, volvió Jesús a su majestuoso silencio. Los Evangelios canónicos no refieren ningún otro incidente acaecido en la Vía dolorosa. ¿Habrá algún elemento histórico en las narraciones que se refieren ya a la Verónica, que habría enjugado con su velo la santa faz del Salvador, manchada de sudor, de polvo y saliva, ya al encuentro de Jesús con su Madre? Desde luego, en el primero de estos dos relatos hay varias circunstancias legendarias, y en el segundo algunos rasgos poco dignos de María. Graves autores niegan la verdad de ambos 232.
Por fin llegó el cortejo al lugar del suplicio, cuyo nombre en arameo, que era la lengua a la sazón hablada en Palestina, citan San Mateo, San Marcos y San Juan. Llamábase Golgotha, o, más exactamente, Gulgolta (equivalente al hebreo gulgolet), que significa «lugar de la calavera», según explican los mismos evangelistas 233, o simplemente «calavera», según San Lucas 234, lo que es más conforme a la etimología. El Calvario, como ahora lo llamamos siguiendo la traducción latina, no era un monte como muchos se lo imaginan, sino una protuberancia rocosa, un pequeño altozano, que, según la opinión más probable, recibió su nombre de cierta semejanza que tenía con un cráneo humano 235. Nada indica, contra el parecer de San Jerónimo 236, que el Gólgota fuese en Jerusalén el lugar habitual de las ejecuciones capitales, y menos aún que por allí anduviesen tirados, sin sepultura, los cráneos de los ajusticiados, pues nunca lo hubieran tolerado los judíos, cuyas ideas religiosas se oponían a ello. Fuera de que, en este caso, se habría llamado «lugar de las calaveras» y no simplemente «de la calavera». Según otra opinión, de que hacen mérito varios Padres 237, el nombre de Gólgota provino de que allí recibió Adán sepultura; pero con razón San Jerónimo 238 colocó ya esta tradición entre las leyendas. «Halaga a los oídos –dice, con el acostumbrado vigor de su crítica–, pero no es verdadera.» Nació, sin duda, de la idea, extendida posteriormente, de que el segundo Adán había de morir en el mismo sitio en que fué enterrado el primero. De esta leyenda viene la antigua costumbre de colocar debajo del crucifijo dos huesos cruzados que llevan encima una calavera.
Los evangelistas nos dicen expresamente que el Gólgota estaba situado fuera de Jerusalén, aunque a corta distancia de las fortificaciones. Si actualmente tanto el sitio de la muerte como el de la sepultura de Jesús se veneran en el recinto de la ciudad, es porque una nueva muralla, construida por Agripa I, pocos años después de la Pasión 239, incluyó el Calvario y una parte considerable de los alrededores de la ciudad santa, al Noroeste.
Por antigua costumbre, tolerada por los romanos y mencionada por el Talmud 240, en el momento en que iba a comenzar el suplicio, los judíos ofrecían a los condenados a muerte una copa llena de vino generoso, al que previamente se había mezclado un poco de mirra e incienso. Los antiguos gustaban mucho de esta mezcla, a causa de su gusto aromático 241; pero además lo consideraban como poderoso narcótico 242; por esto precisamente se lo daban a los condenados a muerte. Esta costumbre se fundaba también en un texto bíblico, interpretado demasiado a la letra: «Dad licores fuertes al que va a perecer –se dice en el Libro de los Proverbios 243– y vino al que tiene el corazón lleno de amargura; beba y olvídese de su miseria y no se acuerde más de su dolor.» En Jerusalén, las damas de elevada alcurnia se habían reservado el privilegio de preparar esta bebida, a la que San Marcos, con su habitual precisión, da el nombre de «vino mezclado con mirra». San Mateo, que también refiere que este brebaje fué ofrecido a Nuestra Señor, es causa de alguna dificultad, pues dice que era «vino mezclado con hiel» 244. Si sus palabras se hubiesen de tomar a la letra, aquella bebida no habría sido un alivio a los padecimientos del Salvador, sino un nuevo ultraje añadido a tantos otros. Pero, entre griegos, la palabra con que suele designarse la hiel servía también para indicar en general las substancias amargas, una de las cuales era la mirra.
Cuando presentaron a Jesús este brebaje, se contentó con humedecer con él los labios resecos; pero no quiso beberlo. Adivinase el motivo. Quien se disponía rescatar al mundo con sus padecimientos quería soportar el último suplicio sin alivio alguno, mirando frente a frente a la muerte y con pleno dominio de sí mismo; deseaba apurar el cáliz de amargura que le presentaba su divino Padre, como si a ello se hubiese obligado desde mucho tiempo antes.
«Le crucificaron»: esto es cuanto nos dicen los cuatro evangelios respecto de este horrible suplicio, en que la crueldad humana había acumulado torturas y desplegado horrible habilidad para retardar la muerte.
Primeramente, el condenado era despojado de todos sus vestidos. Nudi crucifiguntur era la regla general 245, que se aplicó a Nuestro Señor como a los otros cruciarii. Pero todo induce a creer que, también en este punto, se conformaron con el uso judío, mencionado por el Talmud 246, de envolver con un lienzo la cintura de la víctima. Los sanedritas que asistían al suplicio y ejercían cierta inspección exigieron sin duda que no se faltase gravemente a las leyes de la decencia acostumbrada entre los judíos 247.
Procedióse luego a la crucifixión. Las cruces no solían ser muy altas; por lo general no excedían del doble de la estatura humana. El cuerpo del paciente quedaba bastante próximo a tierra para que los animales salvajes pudiesen devorarlo 248. En medio del palo vertical se fijaba una clavija de madera, que sobresalía a modo de un «cuerno» –este era el nombre que a veces se le daba 249–. Sobre esta especie de caballete se izaba al condenado por medio de cuerdas o de correas 250. Este soporte servía de sostén al cuerpo del crucificado e impedía que, al desgarrarse las manos, el ajusticiado cayese a tierra 251. El otro sostén que suele colocarse debajo de los pies de Jesús en la cruz habría podido servir para el mismo oficio; pero los autores más antiguos no lo mencionan.
De dos modos se ejecutaba la crucifixión. Algunas veces se extendía primero la cruz en tierra; los verdugos ataban a ella al condenado, y después la levantaban y fijaban en el suelo 252. Pero lo más frecuente era comenzar plantando la cruz en tierra; luego se levantaba al paciente sobre el caballete antes descrito, y se le clavaban manos y pies con clavos enormes 253; primero, las manos, en el palo horizontal, y luego, los pies en el vertical.
No han faltado quienes dijesen que los pies del Salvador no fueron clavados, sino simplemente sujetos a la cruz con cuerdas; pero tal hipótesis tiene en contra, así el testimonio unánime de la tradición 254, que ve en la crucifixión de Jesús el cumplimiento de aquel célebre vaticinio: «Han taladrado mis manos y mis pies» 255 como el de los mismos Evangelios, pues leemos en San Lucas 256. «Ved mis manos y mis pies; yo mismo soy; palpad y ved... Y, dicho esto, les mostró las manos y los pies» 257. ¿Se clavaron ambos pies con un solo clavo o se empleó un clavo para cada pie? También esta es una cuestión controvertida. Pero es mucho más probable que cada uno de los pies del Salvador estuvo fijado a la cruz con clavo distinto. San Cipriano, que más de una vez había presenciado crucifixiones, habla en plural de los clavos que traspasaban los pies 258. San Ambrosio 259, San Agustín 260, Rufina 261, Teodoreto 262 y otros más mencionan expresamente los cuatro clavos que se emplearon para crucificar a Nuestro Señor. Fuera de que no era cosa fácil sujetar los dos pies con un solo clavo.
Asimismo se ha preguntado si Jesús fué crucificado con la corona de espinas en su cabeza, como se le representa de ordinario. Varios autores antiguos responden afirmativamente: por ejemplo, Orígenes 263, los Oráculos Sibilinos 264 y el Evangelio de Nicodemo 265. Natural era que «el rey de los judíos» fuese crucificado por los romanos con este emblema irónico de su realeza. Cierto que era una crueldad más; pero eso daba poco cuidado a aquellos verdugos.
¡Una crueldad más! ¿Quién podría decir todos los padecimientos que Jesús tuvo que soportar en la cruz, durante seis horas, si se toma a la letra la indicación cronológica de San Marcos , o al menos durante tres, según parece indicar San Juan? Ya dijimos que la cruz era un suplicio infamante, que en el Imperio romano se reservaba a los esclavos 266 y a los criminales insignes; pero, sobre degradante, era atrozmente doloroso. No exageró Cicerón cuando lo calificaba de teterrimurr cruddissimumque supplicium 267 . Con razón dijo Bossuet que « de todas las muertes, la de cruz era la más inhumana»; de suerte que Jesús pasó las últimas horas de su vida «en medio de dolores increíbles» 268. Los padecimientos físicos, ya tan violentos al hincar los clavos –«los clavos amargos y acerados», escribía San Melitón de Sardes 269– en órganos por extremo sensibles y delicados, crecían aún más por el peso del cuerpo suspendido de los clavos, por la forzada inmovilidad del paciente, por la intensa fiebre que sobrevenía, por la ardiente sed producida por esta fiebre, por las convulsiones y espasmos, y también –circunstancia para tenida en cuenta en el Oriente– por las moscas que la sangre y las llagas atraían a centenares. Y con todo, como ningún órgano vital estaba herido, aunque todos los miembros estaban como en tensión, quebrantados por aquella suspensión horrible, el crucificado podía permanecer un día, dos y aun más en el cruel árbol antes que la muerte lo libertase de tal suplicio 270.
Y ¿cómo describir los padecimientos morales que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su horrorosa agonía? No parece, dice Bossuet 271, «que fue elevado sobre aquel infame madero sino para alcanzar a mirar de más alto a una muchedumbre de gente que sacia sus ojos con el espectáculo de aquella agonía». Pronto asistiremos a los ultrajes de que le colmaron hasta en sus últimos momentos, y le oiremos a Él mismo declarar su indecible angustia al verse desamparado aun de su mismo Padre. La vista misma de su Madre amadísima y de abnegados amigos, a quienes sus dolores tenían sumidos en profunda tristeza, le era nuevo tormento. Todo Él era, digámoslo así, un tormento en sus miembros, en su espíritu, en su corazón y en su alma. Allá, en aquella cruz, tan abominable, que los romanos habían exceptuado de ella a cualquiera que llevara el título de civis romanus, moría Él gota a gota, si vale la expresión, atormentado sobremanera, pero consolado con el pensamiento de que cumplía la voluntad del Padre y que procuraba nuestra salvación.
Mientras se hundían los clavos en aquellas manos que tantas bendiciones y beneficios habían derramado, la inocente Víctima rompía por primera vez el silencio desde su llegada al Gólgota. Y no para quejarse, sino para implorar perdón para sus verdugos. «Padre –dijo–, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» «La Humanidad ha contado las palabras de Cristo moribundo. Son siete, que llevan un sello de elevación, de fuerza, de ternura y dulzura infinitas. Estas siete palabras terminan la vida pública de Jesús como la habían principiado las ocho bienaventuranzas, con la revelación de una grandeza que no es de la tierra. Sino que aquí hay algo más hermoso, más desgarrador, más punzante, más divino» 272. San Mateo y San Marcos no nos han transmitido más que una sola 273. San Lucas cita tres, y San Juan otras tres 274. Las tres primeras fueron pronunciadas al principio de la crucifixión; las otras cuatro, poco antes de la muerte del Salvador. Forman así dos series: una, tocante a las relaciones de Jesús con los hombres y con el mundo; otra, a sus relaciones con el Padre. A su modo manifiestan también en el Christus patiens una dignidad sobrehumana. En torno de Él se encarnizan la violencia y el odio para atormentarle y ultrajarle, en Él se manifiestan una paciencia divina, una majestad celestial y una confianza que no se turbará más que un instante.
« ¡Padre, perdónalos!» Este generoso perdón que implora y la no menos generosa excusa que aduce 275, no se referían solamente a los soldados romanos, que hacían oficio de verdugos y que eran instrumentos inconscientes, sino a todos los enemigos de Jesús, y más particularmente a los judíos, que eran la causa directa de su muerte. Cierto que su ignorancia era gravemente culpable, pues les hubiera sido fácil reconocer la divina misión de Jesús si no se dejaran cegar del odio; pero, con todo eso, Jesús atenuaba aún la culpabilidad de sus enemigos. En forma idéntica se expresarán después San Pedro y San Pablo 276. En medio de sus horribles dolores, el Salvador se olvidaba de sí mismo, para no pensar más que en los pecadores de todos los tiempos, cuyos pecados expiaba.
Cuando los soldados acabaron su siniestra tarea, dividieron los vestidos de su víctima 277, que la ley les adjudicaba. Como eran cuatro hicieron cuatro partes, que bien pudieron ser: el manto, el turbante, el cinturón y las sandalias; mas siendo desiguales estas partes, resolvieron repartirlas por suerte. San Juan nos ha conservado algunas noticias respecto a la túnica, que era la parte principal del vestido. Era inconsútil, sin costura alguna, y de un solo tejido toda ella. La habrían tejido las manos maternales de María, si ya no era regalo de alguna de las santas mujeres. Ninguno de los soldados quería renunciar a sus derechos sobre ella, y como dividirla era destruirla, vinieron a este acuerdo: «No la partamos, mas echemos suerte sobre ella para saber cuya será.» Y así lo hicieron al punto, con lo cual, como nos advierte San Juan, se cumplió a la letra otro pasaje del Salmo 278, todo el cual se refiere al Mesías, cuya pasión y crucifixión describe circunstanciadamente y en términos conmovedores. El evangelista cita el texto literalmente según la traducción de los Setenta: «Repartieron mis vestidos entre sí y echaron a suerte mi túnica.» Hecho el reparto, los verdugos se sentaron al pie de la cruz, pues era costumbre montar la guardia cerca de los crucificados, según testifican los autores clásicos 279, para impedir que los parientes y amigos de los ajusticiados los desclavasen de la cruz y tal vez los librasen aún de la muerte 280. Como va dicho, la crucifixión no producía inmediatamente la muerte, ya que la hemorragia era pronto contenida por la hinchazón de los miembros traspasados por los clavos; de suerte que podía prolongarse largas horas la vida en la cruz.
Otro incidente muy característico refieren aún los evangelistas 281. En la parte superior de la cruz se colocaba comúnmente una tabla en que se escribía, con color negro o rojo, la causa de la condenación de los crucificados 282. Pilato mismo, a título de juez supremo, dictó la inscripción que se había de poner en la cruz de Jesús. Estaba escrita en tres lenguas: en latín, lengua oficial del Gobierne romano, y en griego y en hebreo –o más exactamente, en arameo–, que eran los idiomas hablados por la mayoría de los habitantes de Palestina. Es algo distinta en cada una de las cuatro narraciones, y quizá lo era también en cada una de las tres lenguas. San Juan es quien la transcribe en forma más completa: «Jesús Nazareno, rey de los judíos» 283. Indica el nombre del crucificado, su patria y el motivo de la crucifixión. Las palabras «rey de los judíos» se leen en todas las redacciones. En realidad eran las principales: quiso la Providencia que la realeza mesiánica de Jesús fuese así proclamada, como un título glorioso, hasta en el instrumento de su suplicio, y esto en las lenguas de los tres pueblos más célebres y civilizados de aquel tiempo.
Como el Gólgota estaba situado muy cerca de la ciudad y junto a un camino muy frecuentado, muchos judíos pudieron leer esta inscripción, no sin extrañeza de que pública y oficialmente se diese a un crucificado el título de rey de su nación. Los sanedritas que, mayormente después de los incidentes del pretorio, sintieron más que otro alguno la humillación que les inferían aquellas palabras, se dieron prisa de enviar a Pilato mensajeros que le pidiesen que mudase el texto de modo que todos pudiesen aceptarlo. «No escribas rey de los judíos –le dijeron–, sino que él dijo: Yo soy rey de los judíos.» Esta nueva redacción daba al rótulo sentido enteramente distinto; pero ahora el gobernador se mantuvo firme en su resolución, y pues nada tenía ya que temer, respondió, desdeñosamente: «Lo que he escrito, escrito está.» Aquellos judíos soberbios habían puesto ahínco en que Jesús fuese condenado como pretendiente del trono, y Pilato quiere que se sepa que a título de tal lo ha hecho crucificar. Había conseguido su fin, que era el humillar a los sanedritas y vengarse de ellos.
Con Jesús habían sido crucificados los dos «ladrones», según es uso llamarlos conforme a la traducción latina, si bien, según el texto griego, antes eran verdaderos bandidos 284 salteadores sediciosos, como Barrabás. Toda Palestina estaba por entonces infestada de gentes de esta condición 285. Levantáronse sus cruces, una a la derecha y otra a la izquierda de la de Jesús, como para honrar al «rey de los judíos», aunque en realidad para mayor mofa. Así lo permitió Dios, añade San Marcos, para que se cumpliese una circunstancia notable del vaticinio de Isaías relativo a la pasión del Salvador. «Y fué contado entre los malvados» 286.
Ya dos veces, primero en casa de Caifás y luego en el pretorio, después de pronunciada contra Nuestro Señor la sentencia de muerte, hemos visto a criados y soldados hacer irrisión del divino sentenciado. Los ultrajes le acompañarán en la cruz misma, y las gentes más diversas, de todas las clases sociales –la turba de curiosos y transeúntes, el mismo Sanedrín, los soldados y los ladrones–, participarán sucesivamente en aquel juego cruel, en aquel desbordamiento de la pasión fanática 287. Comenzó, como en casos tales suele suceder, la turba despiadada, que lo hizo blanco de groseras y vulgares injurias. San Lucas, con estilo dramático, nos la representa «de pie y mirando» el espectáculo con cruel alegría. Los transeúntes, y eran muchos, pues la crucifixión se ejecutó, según costumbre 288, en lugar muy frecuentado, uniendo el ademán con las palabras, movían la cabeza en señal de desprecio, y decían: «¡Ah 289, tú, que derribas el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz.» Si Jesús era poderoso a destruir el gigantesco edificio del templo de Jerusalén y volverlo a levantar en tres días; si, como él afirmaba, era Hijo de Dios, el Mesías, fácil cosa había de serle descender de la cruz, sin que le fueran estorbo los clavos que le sujetaban a ella. Ignoraban que precisamente porque era Mesías e Hijo de Dios quería permanecer en la cruz.
Los evangelistas nos han conservado también los sarcasmos de algunos miembros del Sanedrín, que hasta el último momento querían gozarse en los padecimientos y humillaciones de su víctima. Las mofas de la turba iban directamente contra Jesús; los sanedritas, como más resabidos, hablan entre sí de Él en tercera persona; pero por eso mismo sus insultos eran más mordaces: «A otros salvó y a sí mismo no se puede salvar; si es el rey de Israel descienda ahora de la cruz y le creeremos. Confía en Dios; líbrele ahora, si le ama, pues dijo: Yo soy el Hijo de Dios.» Ni el sarcasmo podía ser más punzante ni la ironía más sacrílega; pero al menos, aun mofándose, aquellos hombres sin corazón daban testimonio de la realidad de los milagros de aquel a quien insultaban. ¿Habrían creído por ventura en Él si le hubieran visto descender de la cruz? San Jerónimo juzgaba que bien podía responder negativamente. ¿No habían permanecido insensibles ante la predicación del Salvador, ante sus prodigios, ante su santidad inmaculada aquellos hombres endurecidos en la incredulidad? La misma resurrección de Jesús no hizo mella en su ánimo. Quizá habrían atribuido también a Beelzebub o a magia el milagro que con insolencia le pedían y habría tomado más cuerpo su odio. Con todo eso es grato leer en el libro de los Hechos 290 que después de la Ascensión del Salvador «gran número de sacerdotes (judíos) obedecía a la fe» es decir, se hicieron cristianos.
Siguiendo el ejemplo de los sanedritas, los pretorianos, que estaban de guardia cabe la cruz, injuriaban también al Salvador, diciendo: «Si tú eres el rey de lo, judíos, sálvate a ti mismo.» Luego, llegándose al divino crucificado, le presentaban en un vaso una mezcla de agua y vinagre, llamada en latín posca 291 , que es bebida ordinaria de los soldados romanos.
También los ladrones que habían sido crucificados a ambos lados del Salvador juntaron sus voces a aquel lamentable coro de injurias 292. «Si tú eres el Cristo –repetían siguiendo al pueblo y a los príncipes de los sacerdotes, pues ambos eran judíos–; si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo, y a nosotros contigo.» Pero he aquí que Jesús va a hallar un defensor inesperado en la persona misma de uno de aquellos ladrones, en aquel a quien el lenguaje popular ha dado el nombre de «buen ladrón». En medio de aquella multitud fanática, alborotada contra el Cristo, sólo él osa levantar la voz para hacer de Él una conmovedora apología. Encarándose primeramente con el otro ladrón, le dijo: «¿Ni aun tú temes a Dios, estando en el mismo suplicio? Y nosotros, en verdad, justamente padecemos, pues cobramos el merecido pago de lo que hicimos; pero éste ningún mal ha hecho.» Cual si dijera: De aquí a unas horas vamos a comparecer delante de Dios, y tenemos que responder de nuestros crímenes. ¿No temes, pues, ofenderle una vez más en este momento supremo, pues insultas a este inocente? Semejante elogio, salido de tales labios, tiene más valor aún. Poco tiempo fué menester a la perspicacia de aquel criminal para reconocer la santidad de su compañero de infortunio, cuya resignación y noble serenidad le había puesto en admiración. Volviéndose, pues, hacia el Salvador, le dirigió esta súplica con expresión de fe vivísima: «Señor 293, cuando vinieres como rey 294, acuérdate de mí.» Hablar así era proclamar en términos explícitos su creencia en la mesianidad de Jesús. En efecto, el reino a que aludía era el mismo cuyo establecimiento, así los judíos como el Evangelio, atribuían al Mesías. El acto de fe del «buen ladrón» era verdaderamente admirable, mayormente en las circunstancias en que a la sazón se hallaba Nuestro Señor. Pero, según observa San Agustín 295, la cruz había sido para él escuela perfecta. ¡Y cuán grande era el Maestro que le había instruido!
Jesús, que había callado noblemente al oír las blasfemias que de todas partes se le dirigían, se dignó dar amorosísima respuesta a la súplica del ladrón penitente: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.» Concedía mucho más de lo que se le había pedido, pues no sólo prometía al buen ladrón darle un lugar en su futuro reino cuando llegase la hora de su segundo advenimiento, sino también introducirle aquel mismo día en el «Paraíso», es decir, en el lugar de descanso donde las almas de los justos estaban esperando que el Mesías fuese a buscarlas para conducirlas al cielo 296. Tal fué la segunda palabra de Cristo moribundo. ¡Qué serenidad y qué confianza! ¡Dichoso aquel en cuyo favor se pronunció, pues alcanzó en breves instantes de arrepentimiento la salvación eterna 297
La tercera palabra, que puede dividirse en dos, forma parte de una escena por extremo tierna, descrita con tanta delicada sencillez por el discípulo amado 298. Junto a la cruz se hallaba, con el corazón traspasado, pero con ánimo varonil, aquella santa Madre, a quien ni temores ni obstáculos habían podido separar de su Hijo en aquel trance supremo. Con ella estaban su hermana María, mujer de Cleofás y madre de los apóstoles Santiago el Menor y Judas, María Magdalena y San Juan 299. La piadosa penitente de Magdala no podía faltar en aquella escena de generosa y noble compasión. Los sinópticos mencionan también, como formando parte del mismo grupo, a Salomé y a varias otras santas mujeres 300.
La madre de Cristo padecía entonces todas las angustias que le había predicho el anciano Simeón treinta y tres años antes; pero, olvidando sus propios dolores, no pensaba más que en los de su Hijo. A su vez, Jesús participaba de los dolores íntimos que traspasaban el alma de María, como aguda espada. ¡Qué trance tan doloroso para Él cuando la vió a par de la cruz, y qué tristeza tan honda en aquella amorosa mirada que entre ellos se cruzó! Pero Jesús sabrá sacar de su mismo dolor consuelo para su Madre. Al lado de ella vió también a San Juan, su apóstol predilecto, fiel en el puesto de honor a que le había llevado la santa ternura de su Maestro y la que él mismo le profesaba. Queriendo entonces Jesús dar a María el último consuelo antes de morir y templar la amargura de lo restante de su vida, la dijo: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» Y a la vez indicaba a su discípulo con una mirada. Luego dijo a éste: «¡He ahí a tu Madre!» Trueque inefablemente doloroso para María, pues ¿quién podía ocupar a su lado el lugar de su divino Hijo? Pero ¡qué honor para Juan, a quien Jesús daba, antes de expirar, muestra tan grande de afecto, confiándole aquel incomparable tesoro! Cuando menos quedaría María desamparada después de la muerte de su Hijo. Así lo advierte el evangelista al decir, por anticipación, que luego que Jesús hubo dado el último suspiro, Juan condujo a María «consigo», es decir, probablemente a la casa que él poseía u ocupaba en Jerusalén. La tradición nos muestra al discípulo amado viviendo al lado de la Virgen, consolándola con atenciones filiales todo el tiempo que ella vivió 301.
De este tierno cuadro de solicitud filial pasemos a las conmovedoras descripciones que los escritores sagrados hacen de los últimos instantes de Cristo Redentor. Primeramente mencionan un fenómeno extraordinario que aconteció hacia la hora sexta, es decir, hacia medio día, poco después que Jesús fué puesto en la cruz. Desde este momento, hasta la hora de nona (tres de la tarde), y, por consiguiente, hasta el punto en que el Salvador exhaló el último suspiro, se obscureció el sol, y unas tinieblas, milagrosas ciertamente, envolvieron no sólo la ciudad deicida, sino «toda la tierra»; expresión a las claras hiperbólica, que, como en otros pasajes de la Biblia, denota «todo el país», es decir, toda Judea 302, y aun la Palestina entera, y acaso también alguna parte de los países circunvecinos. Tales tinieblas no provenían de un eclipse, como ya lo notaron algunos escritores del siglo II 303, pues siendo aquel día el 15 de nisán, la luna se hallaba en su plenilunio. Era un hecho providencial, un verdadero prodigio; como si la misma naturaleza se vistiese de duelo en el instante en que el Hijo de Dios iba a morir en una cruz. Si los hombres se le mostraban despiadados, el mundo inanimado le rendía tributo y protestaba a su manera contra aquel crimen, el mayor de los cometidos en la tierra 304.
Poco antes de las tres pronunció Jesús con voz fuerte estas palabras, que San Mateo y San Marcos 305 han conservado en idioma arameo: Eh, Eh –o, según la pronunciación galilea, reproducida por San Marcos: Eloi, Eloi–, lamma sabachtani? Que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Grito de angustia, de indecible aflicción, que Jesús tomó del Salmo 21, el cual, como dicho quedó, contiene, según Tertuliano 306 y muchos Padres de la Iglesia, «toda la pasión del Mesías». Pero ¿cómo explicar que hubiese en el alma de Cristo tal abismo de dolor, y que en el punto mismo en que se sacrificaba heroicamente por cumplir hasta el último ápice la voluntad de su Padre pudiese decir que el Padre lo desamparaba? Hay en esto un profundo misterio; nuestra inteligencia no acierta a hermanar esta angustia horrible con la bienaventuranza que sabemos reinaba en el alma de Jesús. Mas si no podemos penetrar en las profundidades de este misterio, bien podemos entender, por el desamparo que Jesús padece, mejor aún que por las angustias de Getsemaní, hasta qué punto había tomado las flaquezas de la naturaleza humana. Pero no, Dios no le desamparaba; si Jesús habla de desamparo es para expresar mejor sus padecimientos físicos y morales y el peso abrumador de los pecados de todo el género humano, cuyo fiador había salido. Su queja es desgarradora; pero no es la queja de un desesperado, como alguien ha osado repetir, siguiendo al pagano Celso y a Juliano el Apóstata. Bien al contrario, es una queja resignada, porque es un llamamiento al Padre, llamamiento de hijo sumiso que, aun lamentándose –¡tan grande era su desolación!–, acepta la voluntad paterna, contentándose con preguntar el «porqué» de tantos sufrimientos. Mas este sentimiento de angustia, encerrado en la cuarta palabra de Cristo moribundo, fué de corta duración, pues Jesús luego recobró su calma y serenidad habituales, después de haber repetido desde el fondo de su alma un Fiat perfectísimo.
Esta palabra del Salvador dió lugar a un incidente, que al principio quizá fué sólo efecto de un yerro, pero en el que luego se entrometió la malignidad. Algunos de los asistentes –judíos, sin duda, porque los soldados de guardia ni debían de entender el arameo ni conocer al profeta Elías– se dijeron unos a otros: «¿Mirad, llama a Elías!» Habiendo entendido mal, se imaginaban que Jesús llamaba en su ayuda al célebre profeta, al cual los israelitas atribuyeron siempre poder extraordinario, especialmente para socorrerles en tiempo de tribulaciones. Además, como ya hemos visto, era opinión común que Elías había de desempeñar papel importante en los días del Mesías. Casi al mismo tiempo pronunció Jesús su quinta palabra, que, en su laconismo, describe uno de los tormentos más atroces de los crucificados: «Tengo sed». San Juan, el único evangelista que la cita 307, la introduce con una fórmula solemne: «Jesús, sabiendo que todas las cosas eran ya cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: «Tengo sed.» Esta palabra era, pues, algo más que una simple queja, nacida de una fiebre ardiente. Al pronunciarla, el Salvador quería cumplir los antiguos oráculos que habían especificado la sed como parte integrante de los padecimientos del Mesías: «Mi lengua se pegó a mi paladar 308; y en mi sed me dieron a beber vinagre» 309. Uno de los presentes, movido a compasión, acudió entonces, y tomando una esponja que allí había, y que quizá había servido para las abluciones de los soldados después de la crucifixión, la mojó en la mezcla acidulada de que ya hablamos, la fijó en una rama de hisopo 310 y humedeció con ella los resecos labios de Cristo. Pero los otros trataron de impedirlo, diciendo con cruel ironía: «¡Deja! Veamos si Elías viene a librarlo.»
Cuando Jesús hubo gustado el brebaje, exclamó: «Todo es consumado», es decir: «Todo se ha cumplido» 311. Esta fué su sexta palabra en la cruz. Palabra de perfecta obediencia, pues resume, en su brevedad, toda la obra de Nuestro Señor Jesucristo, predicha en los vaticinios y figuras del Antiguo Testamento, y realizada por Él punto por punto desde que entró en el mundo por la Encarnación hasta el postrer momento de su vida terrestre. Y a la vez, palabra de santa alegría y de glorioso triunfo, pues tantas victorias poclamaba. Ahora ya puede el Cristo morir en paz e ir a descansar en el seno del Padre.
Muy poco después pronunció Jesús su séptima y última palabra 312, que consistió en una nueva cita tomada de los Salmos 313: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.» En ella resplandecen una confianza y ternura filiales. Luego después de haberla pronunciado, dió el Salvador una gran voz, como para indicar que aún no le faltaban fuerzas; inclinó luego la cabeza y, en la plenitud de su libertad, como cuadraba al Mesías, al Hijo de Dios, exhaló su último suspiro 314. Eran las tres de la tarde, hora en que se ofrecía en el templo el sacrificio vespertino. Todos los evangelistas señalan, con locuciones elegidas de propósito, la libertad y espontaneidad de la muerte de Cristo. Ninguno de ellos emplea el término ordinario: murió, sino que todos recurren a locuciones especiales para indicar que «dió su espíritu», que «envió el espíritu», que «entregó o rindió el espíritu» a su Padre con un acto soberano de su voluntad de Hombre-Dios. El mismo había dicho: «Ninguno me quita la vida, mas yo la entrego de mí mismo. Tengo poder de entregarla y tengo poder de volverla a tomar» 315. Tales fueron las circunstancias en que exhaló suavemente su alma, en vez de morir por agotamiento, como los demás crucificados.
Acabamos de mencionar el sacrificio de la tarde, que consistía en la inmolación de un cordero sin mancha. Pero ¿qué era aquel sacrificio, a pesar de su solemnidad, en parangón con el de nuestro verdadero Cordero pascual 316, inmolado en el altar de la cruz? Tenía éste un valor infinito, como el de la víctima que en él se ofrecía; tanto más infinito cuanto el Pontífice que la ofrecía era el mismo Hombre-Dios 317, sacerdote según el orden de Melquisedec, sacerdote y víctima a la par, según aquella hermosa expresión: Sacerdos suae victimae, Victima sui sacerdotii. Y así, este sacrificio sólo se ofreció una vez y reemplazó a todos los otros, que, a su llegada, desaparecieron como se desvanece la sombra ante la luz y la figura ante la realidad 318. No es posible, pues, concebir sacrificio más perfecto ni que mejor reúna todo cuanto puede agradar a Dios, y traer del cielo a la tierra todas las bendiciones que ésta necesita.
El fin y significación de esta inmolación del Salvador en la cruz no ofrecía duda, pues el mismo Jesús los había indicado a las claras en varias circunstancias solemnes. Su muerte en la cruz era una obra de redención y de reconciliación. Si muere y se sacrifica en este infamante árbol, es para expiar los pecados de los hombres y apartar de ellos el castigo eterno que habían merecido ofendiendo al Dios de perfecta santidad y de bondad suma, y a la par de absoluta justicia. Sustituyó, pues, a la humanidad culpable para padecer en lugar de ella, como víctima inocente, perfecta y de valor infinito, pues era Dios, los golpes de la justicia divina. De ahí el nombre de satisfactio vicaria que dan los teólogos a su admirable intervención. «El Hijo del hombre vino... para dar su vida como rescate de muchos» 319. «Esta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de los pecados» 320. Estas palabras del Salvador son de suyo suficientes para demostrar esta magnífica doctrina profundamente consoladora, que era ya la de Isaías cuando profetizaba la pasión del Mesías; que lo fué después de los apóstoles y doctores de la Iglesia, y que sigue siendo uno de los dogmas más hermosos y más sublimes de la fe católica.
Así, la cruz, de instrumento cruel e ignominioso, vino a ser una gloria, no sólo del mismo Jesús, sino también del cristianismo, cuyo símbolo característico es desde que, según el magnífico lenguaje de San Pablo 321, el Salvador destruyó, clavándola en la cruz, el acta de condenación que Dios había promulgado contra nosotros.
V– Después de la muerte de Jesús.
Los cuatro evangelistas nos dan, acerca de este particular, casi tantas noticias como acerca de la pasión del Salvador. Narran primeramente algunos testimonios que inmediatamente después de la muerte del divino crucificado dieron la naturaleza y los hombres, y exponen luego con cuánta diligencia atendieron a su sepultura algunos de sus discípulos.
De parte de la naturaleza, los testimonios consistieron en ciertos fenómenos que los escritores sagrados consideran, sin género de duda, como milagrosos. El primero lo refieren los tres sinópticos 322: «Y he aquí que se rasgó el velo del Templo en dos partes de alto a bajo.» Sabemos por el Talmud 323 que la entrada del naos o santuario propiamente dicho estaba cerrada por dos velos o tapices. El primero estaba colocado delante del Santo para separarlo del vestíbulo; el segundo, entre el Santo y el Santo de los santos 324. Ambos eran muy gruesos, tejidos en parte con hilos de púrpura y oro, y estaban casi por entero cubiertos de querubines bordados. Era menester, en verdad, un señalado prodigio para que se desgarrasen en dos partes, de alto a bajo, tales tapices. Los evangelistas no nos dicen sobre cuál de los dos velos recayó el milagro; pero todo induce a creer que fué sobre el que estaba más próximo a la entrada del Santo de los santos, pues era el velo por excelencia, y para indicarlo, San Mateo y San Marcos emplean su nombre griego más usual 325. Esta ruptura repentina era un altísimo símbolo con que Dios daba a entender que en adelante, por obra de la muerte redentora del Mesías, todos los hombres podrían llegarse a Él libremente, bien al revés de como sucedía en la ley antigua, en la que sólo al sumo sacerdote, y por una vez sola al año, con ocasión de la fiesta de la Expiación, se concedía derecho de entrar por unos momentos en la parte más íntima del santuario 326. En la Nueva Alianza queda suprimido todo obstáculo; cada uno de nosotros puede acudir siempre a Dios, con seguridad de ser acogido bondadosamente.
El desgarramiento de aquel velo fué una grave advertencia para los judíos. Hecho notable: tres documentos distintos, independientes entre sí, además de los Evangelios, cuentan que por aquellos días fué el templo teatro de una catástrofe que puso espanto en toda la nación judía. En el evangelio apócrifo llamado de lo hebreos se leía esta noticia, que nos ha sido conservada por San Jerónimo 327: «El dintel de piedra, del que pendía el velo del templo, con ser enorme y por extremo sólido, se partió en varios pedazos.» A su vez, Josefo refiere 328 que una noche la puerta oriental del templo se abrió por sí sola; lo cual fué considerado como prodigio amenazador. El Talmud 329 refiere el mismo hecho, cuya fecha fija e unos cuarenta años antes de la destrucción del templo, de modo que, sobre poco más o menos, coincidiría con la época de la muerte del Salvador. ¿No serían estas tres tradiciones un recuerdo, algún tanto deformado, del prodigio que acaeció en el Templo a la muerte de Cristo?
A este primer hecho milagroso sucedieron otros varios no menos extraordinarios. En Jerusalén la tierra se puso a temblar, como si fuese presa de movimientos convulsivos y quisiere, a ejemplo del cielo, manifestar el horror que le causaba el deicidio de los judíos. A consecuencia de aquel terremoto hendiéronse las piedras, y se abrieron muchas sepulturas que estaban cavadas en la roca en las cercanías de la ciudad. San Mateo, que es quien nos da estas noticias 330, añade que «muchos cuerpos de santos que dormían –es decir, que estaban muertos– resucitaron». Dice también, por anticipación, para dejar completa la narración de este milagro, que dichos santos, saliendo de sus tumbas después de la resurrección de Nuestro Señor, se fueron a la ciudad santa y se aparecieron a numerosas personas, testificando que también Cristo había vuelto verdaderamente a la vida 331.
El mismo paganismo dió aquel día testimonio irrecusable del Salvador. El centurión romano que había presidido las tres crucifixiones y los soldados que las habían ejecutado habían contemplado y oído todas las cosas extraordinarias que habían acaecido en los últimos momentos y después de la muerte de Jesús. Experimentaron vivísimos sentimientos de terror religioso. Al ver las muestras del sobrenatural poder de Aquel a quien habían crucificado, les asaltó el temor de que iban a incurrir en los rigores de su venganza. Especialmente el centurión, de alma más noble, sintió profundísima impresión en toda aquella tragedia. Había presenciado muchas crucifixiones, y por eso mismo entendió luego que Jesús no era un condenado vulgar, sino mucho más que un hombre ordinario. Su inalterable paciencia, su oración por sus verdugos, sus palabras todas y toda su actitud en la cruz le habían sorprendido y edificado. La grande voz que el Salvador dió antes de exhalar el último suspiro le maravilló de modo particular, pues sabía que comúnmente los crucificados morían de agotamiento, siendo así que Jesús estaba aún lleno de vigor en el trance de su muerte 332. Resumió su opinión en la exclamación siguiente: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» 333. Está fuera de duda que este título de «Hijo de Dios» ha de interpretarse en el sentido amplio que podía tener en labios de un pagano. En el texto de San Lucas las palabras del centurión tienen sentido más general: «Verdaderamente este hombre era justo.» Como quiera que sea, cierto es que el centurión notó en Jesús algo sobrehumano y lo expresó a su manera. Según una tradición que cita San Juan Crisóstomo, aunque sin salir fiador de su autenticidad, el centurión recibió poco después la fe cristiana y murió por confesar a Cristo.
Otros testigos de las escenas del Calvario manifestaron también su compunción: eran muchos judíos, que descendían golpeándose el pecho para expresar el dolor que experimentaban por la muerte de Jesús 334.
Los sinópticos 335 señalan una tercera clase de personas, cuya pena era mucho mayor porque amaban más a Jesús: las santas amigas del Salvador, particularmente las galileas, que tantas veces le habían acompañado en sus excursiones de misionero y socorrido en sus necesidades 336. Entre estas últimas son dignas de singular mención María Magdalena, María, madre de Santiago el Menor y de José; Salomé, madre de Santiago el Mayor y de Juan Ya vimos cómo su presencia alivió algún tanto el desconsuelo del divino Maestro en sus últimas horas. Aun después que murió le permanecieron fieles en el puesto que les señalaba su santo afecto. No se alejarán de allí sino cumplidos ya los últimos oficios para con sus sagrados restos. Bien claramente mostraban «esa constancia tenaz en el afecto, de que las mujeres son más capaces que los hombres en los trances apretados». Con todo, nos es grato saber por San Lucas, que, además de las santas mujeres, estaban también allí, de pie, junto a la cruz, «todos los que habían conocido» 337 a Jesús. La expresión es, a las claras, hiperbólica; parece hacer relación a algunos de los amigos y discípulos más adictos del Salvador, quizá Lázaro de Betania y sus parientes, que, como San Juan, habrían acudido al Calvario para mostrarle en aquella hora suprema su afecto. ¿Cuáles eran ahora sus sentimientos? Su fe, cierto, era vacilante y se habían obscurecido sus esperanzas; pero, cuando menos, permanecía firme su amor. Por lo que hace a la madre de Cristo, si experimentaba acerbísimo dolor, estaba segura de que su divino Hijo resucitaría como lo había anunciado, y daba a todos ejemplo de valor y firmeza.
Se aproximaba ya el sábado, que según antigua regla, empezaba a la puesta del Sol. Era aquel un sábado particularmente solemne, pues caía dentro de la octava de Pascua. Por este motivo, los miembros del Sanedrín, que tanta prisa habían mostrado en lograr la crucifixión de Jesús, no la mostraron menor en conseguir que su cuerpo y el de los dos ladrones desapareciesen de la cruz.
Era costumbre de los romanos que los cuerpos de los crucificados permaneciesen largas horas pendientes de la cruz; a veces hasta que entraban en putrefacción o las fieras y las aves de rapiña los devoraban. Rarísima vez se entregaban a la familia. Por el contrario, la ley mosaica prohibía expresamente que los cadáveres de los ajusticiados pasasen la noche en el patíbulo 338. Dejarlos en él fuera, según los judíos, profanar toda la Tierra Santa y atraer sobre ella la maldición divina. Por lo cual, antes que Jesús expirase, los príncipes de los sacerdotes y sus colegas del Sanedrín pidieron a Pilato que, según la costumbre romana, mandase rematar a los ajusticiados, haciendo que se les quebrasen las piernas a golpes. Esta bárbara operación se llamaba en latín el crucifragium 339 . Si abreviaba la crucifixión, no era sino a costa de nuevos padecimientos 340. El gobernador envió al punto soldados, los cuales quebrantaron primero las piernas de los ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús; mas al llegar al Salvador, como observasen que estaba ya muerto, renunciaron a golpearle; pero uno de ellos, para mayor seguridad, quiso darle lo que se llamaba el «golpe de gracia» y le traspaso el pecho con su lanza 341. La traducción etiópica de los evangelios apócrifos de la infancia de Jesús 342 y de Nicodemo 343 dice que Nuestro Señor recibió la lanzada en el costado, y tal vez esta antigua creencia se apoyase en algún fundamento histórico. De la llaga abierta, suficientemente ancha para que el apóstol Tomás pudiese introducir en ella su mano entera 344, salió a un tiempo sangre y agua (es decir, linfa), de lo cual han concluido los médicos que el pericardio, saco membranoso que envuelve el corazón, debió de ser alcanzado por la lanza. Por la manera como cuenta San Juan este suceso 345, se advierte que lo consideró como extraordinario y quizá como milagroso. Por dos veces certifica que fué testigo presencial del caso, y aun vuelve sobre esto en su primera Epístola 346.
En esta sangre y en esta agua que salieron del costado de Jesús hallaron los Santos Padres ternísimos símbolos: unas veces, de la Iglesia, formada de latere Christi dormientis, al modo que Eva nació de latere Adam 347 , y otras, de los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía 348. En memoria de este hecho misterioso, la Iglesia manda a sus sacerdotes mezclar algunas gotas de agua con el vino del santo sacrificio de la misma.
San Juan nos descubre en esto una coincidencia providencial: el cumplimiento de dos antiguos vaticinios tocantes a la pasión del Mesías. Por mandado de Dios mismo, los judíos habían de abstenerse de quebrantar los huesos del cordero pascual 349, que era tipo del futuro Redentor. Si los soldados no rompieron las piernas de Jesús, como hicieron con los dos ladrones, fué, dice el evangelista, para que se cumpliese aquella Escritura: «No quebrantaréis hueso alguno suyo.» Asimismo, al ser traspasado por la lanza el costado del Salvador, se cumplió otra Escritura que dice: «Verán a aquel a quien traspasaron.» Este último vaticinio está tomado del profeta Zacarías 350, que describe en términos patéticos el arrepentimiento que sentirán los judíos cuando se conviertan y caigan en la cuenta del crimen que cometieron crucificando a su Mesías.
Sería como las cuatro de la tarde cuando ocurrieron los hechos que acabamos de referir, y en Palestina, al principio de la primavera, el sol se pone hacia las seis de la tarde. Era, pues, urgente disponer lo preciso para la sepultura del Salvador. En este punto, según nos dicen los cuatro evangelistas 351 interviene José de Arimatea, yendo a visitar al procurador para rogarle que tuviese a bien dar su consentimiento para que les fuese entregado el cuerpo sagrado de Jesús. Después de lo pasado no carecía de riesgo el acto de José, como lo indica San Marcos 352, pues era declararse amigo de aquel a quien Pilato había condenado al suplicio de la cruz y exponerse al odio de los enemigos del Salvador, que, sin duda, hubieran visto con buenos ojos que su víctima quedase privada de honrosa sepultura. Pero José, que con este acto iba a ganar gloria imperecedera, no lo emprendía sin esperanzas de buen éxito. Primeramente era miembro del Sanedrín 353, lo cual le permitía ser al punto recibido del gobernador. Además, sobre ser persona de considerable hacienda, poseía cualidades personales de orden moral que aumentaban su influencia 354, José de Arimatea era uno de aquellos israelitas «que esperaban el reino de Dios», y por eso mismo al Mesías, a quien Dios había elegido para que fundase aquel reino, y aun había llegado a ser discípulo de Jesús, pero oculto hasta aquel día, «por temor de los judíos», como lo dice expresamente San Juan. En esto se parecía a Nicodemo 355 y cierto que aquel respeto humano no redundaba en gloria suya. Pero la muerte de Jesús desvaneció todos sus temores, y entrambos se unieron valerosamente para procurar al cuerpo sagrado del Maestro los honores que le eran debidos.
José era oriundo de Arimatea; pero desde hacía algún tiempo vivía en Jerusalén, por cuanto allí poseía un sepulcro. Los palestinólogos no han conseguido aún determinar con certeza dónde estaba Arimatea. Unos la sitúan en Ramleh; otros, en Renthis o Renthieh, y otros, en Neby-Samuil. La primera de estas poblaciones, que hoy tiene unos 7.000 habitantes, está edificada en una duna de la llanura de Saron, en el camino de Jaffa a Jerusalén, a unos 30 kilómetros de esta última ciudad. Tiene a favor suyo una tradición que se remonta, por lo menos, al tiempo de las Cruzadas, y aun el testimonio de Eusebio de Cesarea 356 de San Jerónimo 357, que colocan a Arimatea en las cercanías de Lydda, la Ludd actual, de la que está muy próxima Ramleh. La aldea de Renthis, situada algo al Norte, reúne sobre poco más o menos las mismas condiciones; por lo que en nuestros días son bastantes los que la identifican con Arimatea 358.
Dios había encargado a San José cuidar de la infancia y juventud del Salvador; otro José recibió el encargo de atender a su sepultura. Pilato, que después de haber consentido tan cobardemente en la inicua condenación de Jesús, quizá no estaba libre de remordimientos, acogió con benevolencia la petición del noble sanedrita. Al principio mostró algún asombro de que tan pronto hubiera muerto Jesús; lo que no es de extrañar después de lo que antes se dijo acerca de la lentitud con que de ordinario morían los crucificados. Pero cuando, de boca del centurión, consultado al efecto, recibió confirmación oficial de la muerte, de buen grado dió licencia a José de Arimatea para desclavar de la cruz el cuerpo de Jesús y para sepultarlo como a bien tuviese. Permisos de esta clase costaban a veces enormes sumas 359; pero Pilato se mostró generoso y no pidió nada. Tal vez San Marcos quiso aludir a esto con el empleo de un verbo que expresa un don gratuito 360.
José, en saliendo del pretorio, compró una gran pieza de tela, que había de servir de sudario 361 a Jesús; luego volvió al Calvario, donde con Nicodemo, que también había vencido todo temor humano, procedió a bajar de la cruz el cadáver de Nuestro Señor, escena que tantas veces ha sido representada por el arte cristiano. Unas veces se tendía en tierra la cruz 362, para arrancar con más facilidad los clavos; otras, dejándola en pie, se desclavaba 363 el cuerpo del crucificado. ¡Con qué respeto y a la vez con cuánta tristeza José, Nicodemo y los otros discípulos que les prestaron su concurso desclavarían los restos mortales del amadísimo Maestro! María estaba presente, y de cierto intervendría también en la triste ceremonia. Después que lavaron el cadáver de la sangre que lo desfiguraba, lo fajaron miembro por miembro, según la costumbre judía 364, con lienzos previamente salpicados de substancias aromáticas. Para ello había llevado Nicodemo cien libras de una preciosa mixtura de mirra y áloe: dos materias grasas y resinosas muy perfumadas. La mirra que los Magos llevaron a la cuna de Jesús 365 sirvió también para embalsamar su cuerpo y su sepulcro. El áloe aromático proviene de una planta originaria de las Indias 366. Cien libras 367 era una cantidad verdaderamente digna de príncipe, una generosidad que recuerda la de María, hermana de Lázaro 368. Servía no sólo para honrar cuanto posible fuese el cuerpo inanimado del Salvador, sino también, según se creía, para preservarlo de la corrupción, a lo menos por algún tiempo.
Después de estos preliminares se procedió a colocar el sagrado cadáver en la tumba. Envuelto en el sudario que había llevado José de Arimatea –San Mateo advierte que era nuevo–, fué conducido (¡y con qué dolor y veneración!) al sepulcro, propiedad de José, y que estaba a corta distancia, a unos 39 metros del Calvario. Este sepulcro había sido recientemente abierto en la roca, pues en Oriente no es raro que las personas ricas se preparen de antemano su tumba. José tuvo a gran dicha el ponerlo a disposición de la Santísima Virgen. Estaba situado en un jardín que probablemente pertenecía también a José. En cuanto podemos juzgar por diversas noticias que nos da el cuarto Evangelio 369, consistía en una cámara única, abierta horizontalmente en la roca. San Lucas y San Juan tienen cuidado de advertir que nadie había sido sepultado aún en aquella tumba, circunstancia digna de nota, pues ayudará a demostrar mejor la realidad de la resurrección de Jesús. El cuerpo del Salvador fué depositado provisionalmente en la cámara funeraria, mientras llegaba la hora de completar el embalsamiento en cuanto acabase el reposo del sábado. Se cerró luego la puerta del sepulcro, haciendo rodar delante de ella, según costumbre, una gran piedra para impedir que entrasen las fieras y los ladrones. Frecuente era que las piedras con que se cerraban los sepulcros fuesen planas y redondas. Para cerrar el sepulcro se las hacía rodar hacia delante y al revés para abrirlo 370.
En los evangelios sinópticos el relato de la sepultura de Jesús acaba de un modo idéntico al de la crucifixión. En ambas ocasiones vemos en segundo término del cuadro a las santas mujeres, primero de pie junto a la cruz y luego sentadas frente al sepulcro, atentas a lo que pasaba en su rededor 371. Sólo cuando los preciosos restos del Salvador quedaron encerrados en el interior del sepulcro se alejaron. Los evangelistas repiten aquí los nombres de dos de ellas: el de María Magdalena y el de María, madre de Santiago el Menor y de José. Su piadosa ternura, dice Orígenes, las encadenaba a aquel lugar. Y cuando se retiraron fué con propósito de volver en cuanto acabase el sábado para completar el apresurado embalsamamiento del sagrado cadáver con los aromas que aún pudieron comprar aquella misma tarde y con otros que adquirieron después de terminado el sábado 372.
¡Qué vacío y qué dolor en el corazón maternal de María cuando, acompañada del discípulo amado, llegó a la morada de aquel hijo adoptivo que Jesús acababa de legarla! Pero estaba segura de la próxima resurrección de Cristo, y esta certeza le impedía sucumbir.
Respecto a la sepultura del Salvador, cuenta aún San Mateo 373 otro episodio que pone de manifiesto el violentísimo odio de los sanedritas hacia Jesús, a quien perseguían aun después de muerto. El Sábado Santo, por la mañana, fué a hablar a Pilato una delegación de príncipes de los sacerdotes y de fariseos para decirle en nombre del Gran Consejo:
«Señor, nos hemos acordado de que aquel seductor, cuando todavía estaba en vida, dijo: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se guarde el sepulcro hasta el tercero día, porque no vengan sus discípulos y lo hurten, y digan a la plebe: Resucitó de entre los muertos; porque esta impostura sería peor que la primera.»
¡Con qué palabras tan respetuosas y tan melifluas le hablan para mejor alcanzar lo que desean! Y a la vez, ¡con qué desdén hablan de Jesús, a quien una vez más se atreven a llamar «seductor»! Pero aún les infunde temor, con estar encerrado en el sepulcro. Han tenido conocimiento de que anunció que resucitaría al día tercero después de su muerte, y esto les causa inquietud. Temen también a sus discípulos, en cuyas manos ha quedado el cuerpo del Maestro. ¿Qué ocurriría si lo ocultasen para poder afirmar luego que había resucitado? Lo que los sanedritas llaman «la última impostura» sería precisamente la creencia del pueblo en la resurrección de Jesús; «la primera impostura», según ellos, había sido el considerarle como Mesías. En sus palabras se echa de ver su inquietud. Ayer triunfaban porque todo les había salido a medida de su deseo; hoy se espantan, como quien ve burlados sus designios, y vienen humildemente a suplicar a Pilato. ¿Dónde está ahora aquella su orgullosa ufanía?
El procurador accedió a la nueva demanda, aunque con frialdad. Se contentó con responderles: «Guardas tenéis 374, id y custodiadlo como sabéis.» Consiente en poner a disposición de los judíos una compañía de sus pretorianos; pero se desentiende de un asunto en que lamenta haberse mezclado. Los delegados se volvieron muy satisfechos. Se adueñaron del sepulcro, pusieron sellos sobre la piedra que obstruía la entrada, y después colocaron muy cerca los soldados romanos, no sin encomendarles diligentísima vigilancia 375. Todas estas precauciones eran providenciales, pues servirían para que fuera más patente la realidad de la resurrección de Cristo, multiplicando sus testigos. ¿No era imposible cualquier fraude en las circunstancias que se han descrito? 376. Sin la minuciosa previsión del Sanedrín, la mentira de que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús se habría propagado fácilmente.
Entretanto, ¿qué había sido del alma del Salvador, después de haber dejado su cuerpo sin vida, colgado de la cruz? Los evangelistas no nos lo dicen; pero Jesús mismo había anunciado al buen ladrón, poco antes de expirar, que después de su muerte iría al «Paraíso», es decir, al limbo de los justos. Allí pasó, pues, su alma el tiempo que transcurrió entre su último suspiro y su resurrección, consolando a los justos, que estaban esperando la hora dichosa en que el Salvador los introdujese consigo en el cielo el día de su Ascensión. Esto mismo enseña San Pedro cuando dice que Cristo «muerto en la Carne... descendió a predicar a aquellos espíritus que estaban en la cárcel», en la mansión de los muertos 377 . Y la tradición cristiana afirma el mismo hecho 378 que es un dogma de la fe católica, mencionado desde muy antiguo en los símbolos: Descendit ad inferos, «descendió a la mansión de los muertos.»