Vida de Cristo

Parte Cuarta. PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

CAPÍTULO V. LA RESURRECCION DEL SALVADOR

Además de los milagros obrados en número tan grande por Nuestro Señor Jesucristo, el Evangelio contiene tres de un orden superior, que podemos considerar como esenciales: el de su nacimiento, el de su persona y el de su resurrección. Están indisolublemente unidos entre sí, y se explican y completan mutuamente. Si Jesús era verdaderamente el Hijo de Dios, era por extremo conveniente que naciese de una virgen y que sus restos mortales no permaneciesen en el sepulcro. Este último prodigio había sido anunciado hacía más de mil años por David, en un texto clarísimo, que San Pedro y San Pablo aplican a Nuestro Señor 1:

«Por esto se alegró mi corazón y regocijóse mi alma.
Mi cuerpo mismo descansa en seguridad,
Porque no entregarás el alma mía a la morada de los muertos,
Ni permitirás que el que te ama vea la corrupción.»

Así se había expresado el real profeta 2 respecto del Mesías, que no había de «gustar la muerte» sino de paso, pues no era conveniente que el «Príncipe de la vida», como le llama San Pedro 3, permaneciese largo tiempo en la tumba al modo de los demás hombres.
No sólo para Jesús era conveniente la resurrección, sino también para toda su obra, que se apoya en este misterio como en su fundamento principal. Así lo demuestra San Pablo 4, con todo el vigor de su dialéctica: «Si Cristo no resucitó luego, vana es nuestra predicación y también es vana vuestra fe. Y aun seríamos falsos testigos respecto de Dios, pues habríamos dado testimonio contra Dios diciendo que resucitó a Cristo, siendo así que no habría resucitado... Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados.» El Cristianismo todo se vendría a tierra de una vez si la resurrección de Jesús no fuese un hecho histórico. Caso que Jesús de Nazaret no hubiera salido vivo del sepulcro de José de Arimatea, este sepulcro sería no sólo la tumba de un hombre, sino también de la religión que su nombre lleva.
Percatados de esto los enemigos del Cristianismo han multiplicado sus esfuerzos para destruir el hecho de la resurrección del Salvador. Vanos esfuerzos. Lo había previsto Jesús, por lo cual, antes de subir al cielo, puso expresamente a sus apóstoles por «testigos» 5 de este grandioso prodigio, que con tanta frecuencia les había anunciado. Lo habían entendido también los apóstoles, que luego al punto que su Maestro subió a los cielos se pusieron a cumplir su oficio de testigos con celo infatigable, comenzando por la misma Jerusalén, a la faz de los que hicieron condenar a Jesús a muerte, y que habían podido contemplarlo sangrando en la cruz 6. Pero ninguno de los apóstoles entendió mejor que San Pablo la sublime grandeza y magníficas consecuencias de este dogma de la resurrección de Cristo: por esto habla de él con tanta frecuencia en sus epístolas, considerándolo en todos sus aspectos, así teóricos como prácticos, y sacando la conclusión de que Jesús es manifiestamente el Hijo de Dios, el fundador del Cristianismo.
Pero semejante prodigio pide, naturalmente, pruebas para excitar y afianzar la fe. Y estas pruebas quiso Dios que nos fuesen dadas, sólidas, abundantes, expuestas con mano maestra, por los cuatro evangelistas y por el apóstol de los gentiles. Con todo eso, ninguno de los escritores sagrados describe el hecho mismo de la resurrección de Cristo, que, según toda probabilidad, fué invisible a las miradas humanas. Ni una sola palabra tienen para indicar el momento preciso o el modo de ella. De sus indicaciones se deduce solamente que al tercer día después de la crucifixión, que era el día siguiente del sábado, las santas mujeres que acudieron de madrugada al sepulcro donde había sido sepultado el cuerpo del Salvador lo hallaron vacío. En el instante de la resurrección, el alma de Cristo, volviendo del limbo, se unió de nuevo al cuerpo, del que le había separado la muerte, y este cuerpo, permaneciendo substancialmente el mismo, como lo demostraban las señales de sus heridas principales, y permaneciendo siempre verdadero cuerpo, ya que se le podía tocar y podía tomar alimento 7, estaba dotado de cualidades nuevas, que le permitían hacerse invisible, atravesar en un punto las distancias y pasar a través de los cuerpos más compactos. La misma era también la persona de Cristo, aunque exteriormente tuviese algo de más celestial y de más digno; pero continuaba siendo igualmente amabilísima, familiar y tiernamente afectuosa.
Pero si los evangelistas y San Pablo guardan sobre el hecho mismo de la resurrección de Jesús un silencio que es nuevo indicio de su veracidad, exponen tantas manifestaciones y apariciones del divino Resucitado a personas muy diversas, ya solas, ya reunidas en grupos, tanto en Jerusalén como en Galilea, que no puede haber duda razonable de la realidad del prodigio. Pero ciñámonos aquí a los relatos evangélicos. Las narraciones de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan son, como de costumbre, de una gran sencillez, a la par que de gran belleza. Pero no obstante esa sencillez siéntese vibrar en sus palabras un dulcísimo sentimiento de alegría y de triunfo, muy natural después de hechos tan tristes y tratando de misterio tan grandioso. Cada uno de los cuatro narradores conserva su carácter individual, y, en la elección de los episodios que cuenta, mira a su fin general y particular. Por lo que cada uno tomó de sus recuerdos o de la tradición los que mejor cuadraban a su intento. San Mateo y San Marcos, como de ordinario, caminan casi a la par; sus relatos son los más breves. San Mateo, referidas las impresiones de los amigos y de los enemigos de Jesús cuando vieron el sepulcro vacío, nos conduce a Galilea, para donde Jesús había dado cita a sus discípulos. Sólo refiere dos apariciones del Salvador: una, a las santas mujeres en Jerusalén, y otra, a los discípulos en la montaña de Galilea. La narración de San Marcos es por extremo concisa; no refiere más que la aparición de Jesús a María Magdalena, a los dos discípulos de Emmaús y a los apóstoles 8. Las investigaciones personales de San Lucas le pusieron en conocimiento de varios hechos nuevos, que expone con su habitual manera, animada y dramática. La mayor parte de su narración podría intitularse: «El día de la resurrección en Jerusalén.» Nos da interesantes noticias de la aparición de Cristo a los discípulos de Emmaús y a los apóstoles congregados en Jerusalén. Menciona también, aunque brevemente, la aparición de Cristo a San Pedro; pero nada dice de las manifestaciones del divino Resucitado en Galilea. El relato de San Juan, casi desde el principio hasta el fin, consta de hechos nuevos. Las apariciones a María Magdalena y a los siete apóstoles que se dedicaban a la pesca en el lago de Galilea son de las páginas más hermosas de su Evangelio. Los retratos individuales que traza de María Magdalena, de Juan, de Pedro, de Tomás y del mismo Jesús son verdaderas obras maestras.
De lo dicho resulta que si cada uno de los cuatro relatos evangélicos de la resurrección contiene particularidades propias que, reunidas, forman un conjunto riquísimo, presentan por lo mismo muchas e importantes variantes. Si alguna vez coinciden en referir ciertos puntos principales, luego se separan refiriendo, cada uno a su modo, hechos particulares. Eso no obstante, todos son veraces; sus diferencias provienen de que consideran aspectos distintos de un acontecimiento muy complejo. En ningún caso puede decirse que haya entre ellos desacuerdo real. La principal dificultad para el historiador consiste en encadenar y encuadrar las noticias que los cuatro evangelistas nos ofrecen, de modo que se obtenga un orden cronológico, al menos, aproximado. Cuanto a esto, es imposible llegar a una seguridad completa, por lo que habremos de contentarnos con exponer el orden más verosímil.

I.–Junto al Santo Sepulcro.

Los evangelistas nos refieren primeramente varios hechos acaecidos en el sepulcro y en el huerto que lo rodeaba. Allí veremos ir y venir, en la madrugada del Domingo de Resurrección, a los discípulos de Jesús, inquietos, conmovidos, turbados por los hechos extraordinarios que en aquella mañana sucedieron.
Estos hechos acaecieron, según lo dicen expresamente los cuatro evangelistas, al día siguiente del sábado, o sea en el primer día de la semana judía. Muy de mañana (también los narradores insisten en este punto), las piadosas galileas que tan afectas se habían mostrado a Jesús en su vida pública y en su muerte, se pusieron en camino para ir a completar, en el interior del sepulcro, el embalsamamiento que la llegada del sábado les había impedido hacer con la debida perfección que su afecto hubiera deseado. Llegaron al huerto cuando acababa de salir el sol. Los evangelistas citan los nombres de las más de ellas: eran, en primer lugar, María Magdalena, y luego María, madre de Santiago Menor, Salomé y Juana. Fueron las últimas que la antevíspera dejaron el sepulcro de Jesús, y hoy son las primeras en acudir allí en cuanto pueden hacerlo para acabar su amorosa y dolorosa tarea. Mientras caminaban, con el corazón oprimido, preocupábalas la gran piedra que habían visto colocar delante de la abertura de la tumba. «¿Quién nos la apartará?», se preguntaban con inquietud. Sabían muy bien que, aun entre todas, no serían poderosas a hacerla rodar, y temían que a aquellas horas no hallarían quien las ayudase. Ignoraban aún que las autoridades judías habían puesto guardias cabe el sepulcro y sellado la piedra. No pensaban, pues, que el Salvador pudiera resucitar. Por eso fué grande su admiración cuando, llegadas ya cerca del Gólgota, levantando sus ojos, advirtieron que la piedra estaba corrida hacia un lado y que la tumba estaba abierta.
San Mateo nos da aquí algunas noticias retrospectivas sobre lo que había sucedido poco antes de que llegasen 9 quizá en el instante mismo de la resurrección de Cristo. Sobrevino un violento temblor de tierra, como a la hora de la muerte de Jesús; en el mismo punto descendió del cielo un ángel, en forma visible, y se acercó al sepulcro, y, dejando burladas las precauciones del Sanedrín, hizo rodar la piedra que servía de cierre y se sentó sobre ella, en actitud de vencedor y de guardián. Su rostro brillaba como el relámpago, y era su vestidura blanca como la nieve. Todo su exterior era resplandeciente, como lo había sido el cuerpo de Jesús cuando se transfiguró 10. En viéndole los soldados apostados junto al sepulcro, quedaron aterrorizados, y, cayendo de espaldas, quedaron como muertos por algún espacio, sin poder levantarse.
Pero volvamos a las santas galileas. Cuando se hubo calmado algún tanto la viva sorpresa y también el temor que las sobrecogiera a la vista del sepulcro abierto, entraron en la cámara donde había sido depositado el cuerpo del Salvador. Les esperaba allí un nuevo motivo de estupor, pues, sobre que «no hallaron el cuerpo del Señor Jesús», como lo dice San Lucas, otro ángel, vestido también de larga túnica blanca, se hallaba sentado al lado derecho 11. El mismo San Lucas nos las presenta perplejas, bajando tímidamente la cabeza, sin osar levantar los ojos, según estaban turbadas por aquella aparición. Dijéronles los ángeles:
«No os asustéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el que fué crucificado: ¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí; ha resucitado, como dijo. Venid y ved el lugar donde el Señor había sido puesto. Acordaos de lo que os habló cuando estaba en Galilea, diciendo: Menester es que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado y resucite al tercero día» 12.
¡Cuánta vida en este breve discurso y cuán sincera emoción en estas frases entrecortadas! El ángel mira primeramente a tranquilizar a las santas mujeres. Ellas, las amigas del Salvador, ninguna razón tienen de temer 13; dejen esos miedos y terrores para sus enemigos. En la pregunta que sigue parece advertirse un ligero tono de reprensión. ¿Cómo van a buscar en un sepulcro al Salvador resucitado? 14. ¿No era esto un verdadero contrasentido? Mas luego las anima el ángel, invitándolas a que se lleguen más para cerciorarse de que el cuerpo de Jesús, que poco ha vieron ellas mismas colocar en aquel sepulcro, ha desaparecido porque ha vuelto a la vida. Les recuerda después que algún tiempo antes, cuando se hallaban aún en Galilea, el divino Maestro les había predicho claramente su muerte y también su resurrección 15. Y entonces recordaron ellas aquellas palabras que no habían comprendido cuando Jesús se las dijo a la vez que a los apóstoles.
Uno de los ángeles añadió: «Id pronto a decir a sus discípulos y a Pedro que ha resucitado y que va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis como os dijo» 16. Conmovedora es esa mención especial de Pedro. Con nombrarle aparte le manifestaba el ángel, en nombre de Jesús, que su pecado estaba perdonado. Posible es también que mencionase singularmente a Pedro por su dignidad de cabeza del colegio apostólico. Como quiera que sea, el divino Maestro mismo tranquilizará pronto a su Vicario, que sólo momentáneamente le había sido infiel. Lo que más extraña a primera vista es que el ángel no haga aquí alusión alguna a las próximas apariciones con que el Salvador va a favorecer a sus apóstoles en Jerusalén, aquel mismo día y ocho días después. Pero el celeste mensajero no tenía encargo de anunciar todas las manifestaciones de Jesús resucitado. Les anuncia, como pronto lo hará Nuestro Señor por sí mismo, las que iban a acontecer en Galilea por su mayor importancia y solemnidad; pero por ningún caso excluye las otras. «¡A Galilea!» Allí había inaugurado Jesús su ministerio; allí había asociado a su persona y a su misión los primeros discípulos y allí habían vivido felices con Él. Quería verlos de nuevo en aquellos parajes llenos de dulces recuerdos y darles sus últimas instrucciones.
María Magdalena no asistió a esta escena, pues en cuanto reparó que el sepulcro estaba abierto, volvió sobre sus pasos, corriendo sin ni aun detenerse a echar una ojeada al interior del sepulcro, y, presa de violenta emoción, se fué a comunicar a Pedro y a Juan esta grave noticia: «Han quitado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde lo han puesto» 17. Tampoco a ella le había pasado por el pensamiento que el Salvador hubiera resucitado. Puesto que estaba abierto el sepulcro, supuso que el cadáver había sido robado por malhechores o por sus enemigos. Sólo el pensamiento de semejante profanación la consterna y llena de espanto.
Los dos apóstoles, deseando comprobar los hechos por sí mismos, partieron al punto. El cuarto Evangelio nos da una narración dramática y muy circunstanciada de este episodio 18. Al principio, Pedro y Juan corrieron uno a par de otro a un mismo paso; pero Juan, más joven y más ágil, no tardó en adelantarse a su amigo, y llegó el primero al sepulcro. Sin entrar hasta el interior, se inclinó desde fuera y vió 19, cuidadosamente colocados en tierra, los lienzos –o, hablando con propiedad, «las vendas»– con que habían envuelto los inanimados miembros de Cristo. De creer es que la emoción y no, según algunos han supuesto, el sentimiento de la superioridad jerárquica de Pedro fué lo que le detuvo a la puerta del sepulcro. Cuando llegó Pedro, con su impetuosidad acostumbrada, se entró resueltamente en la cámara sepulcral. Entonces 20 comprobó que no sólo estaban en tierra las vendas que ya había visto San Juan, sino que también, en otro lugar del sepulcro, estaba, plegado, el sudario con que habían cubierto la cabeza de Jesús. Todo esto era prueba de que el sepulcro no había padecido violencia alguna, pues los malhechores o los enemigos no hubieran tratado estos lienzos con tanto respeto. Quizá los mismos ángeles tomaron a su cargo estas delicadas atenciones después de la resurrección del Salvador. También Juan penetró en el interior del sepulcro y examinó estos lienzos santificados con el contacto de los divinos miembros de Cristo. Fruto de su examen fué una fe completa en la resurrección de su amado Maestro. «Y vió y creyó»: esta es la conclusión de su relato. Hasta entonces, lo confiesa cándidamente, tampoco él había entendido que era preciso, según las Escrituras, que el Cristo resucitase de entre los muertos; ¡con cuánta lentitud y trabajo penetraba este concepto en el espíritu de todos ellos! «No fué la creencia, derivada de las Escrituras, de que el Cristo había de resucitar de entre los muertos la que excito a los discípulos a esperar esta resurrección, sino que, al revés, la evidencia de que había resucitado fué la que los condujo al conocimiento de lo que la Escritura enseñaba a este respecto» .
Mientras los dos apóstoles volvían a su casa para esperar el curso de los acontecimientos, Pedro revolvía en su mente todas estas circunstancias que había visto 21. Y entonces, quizá, su entendimiento alcanzó claridad perfecta.

II.–Las apariciones de Jesús a las Santas Mujeres.

San Marcos nos refiere cómo «Jesús se apareció primeramente a María Magdalena», y San Juan, con su habitual delicadeza, expone los pormenores de aquella conmovedora aparición 22. Pero antes de referirlos razón es que mencionemos la piadosa conjetura, adoptada ya en el siglo II por Taciano, en su Diatessaron, según enseña San Efrén 23; luego, por otros escritores cristianos 24, y más adelante aun por insignes teólogos 25, según la cual Jesús se apareció primero que a nadie a su Madre Santísima. Su corazón filial no veía la hora, digámoslo así, de consolar con su presencia a aquella amadísima Madre, que tanto había padecido con Él y por causa de Él, y quería que fuese quien gustase las primicias de su vida gloriosa. Ella nunca había dudado; antes esperó siempre con entera confianza su resurrección.
María Magdalena, vuelta junto al sepulcro después que partieron Pedro y Juan, se quedó a la entrada llorando 26 y sollozando, dando rienda suelta a su dolor. Desde allí vió en el interior de la cámara a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno donde había reposado la cabeza del Salvador y el otro donde habían estado sus pies. Estaban allí como los querubines encima del propiciatorio del arca. Con acento de viva simpatía preguntaron a Magdalena: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella, sin notar, a lo que parece, que sus interlocutores eran ángeles – ¡tan grande era su turbación y tanto absorbía su atención la desaparición del sagrado cuerpo!–, respondió: «Porque han llevado de aquí a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.» ¡Su Señor! Con su profundo afecto, ella se lo ha apropiado en cierto modo.
Después de esta respuesta cortó la conversación y volvió a mirar hacia fuera. Entonces vió a Jesús de pie y no lejos de ella; mas no lo reconoció. La resurrección había transfigurado, sin duda, el aspecto exterior del divino Maestro, haciéndole aún más celestial, si ya no cambió Él mismo sus facciones de modo que al principio no fuese conocido. El Salvador, como los ángeles, preguntó a la Magdalena: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Con esta segunda pregunta indicaba que no ignoraba la causa de su dolor. Turbada y absorta aún, supuso que aquel desconocido, a quien apenas había mirado a la cara y que tan de madrugada estaba en un huerto, sería el hortelano del mismo. Por lo que, empleando un término de cortesía, con el fin de ganarle la voluntad, respondió: «Señor 27, si tú lo has llevado de aquí, dime en dónde lo has puesto y yo lo llevaré.» Persevera en su primer pensamiento; no concibe que el cuerpo de Jesús haya desaparecido, sino hurtado. El amor no reflexiona. María habla como si ella sola pudiera llevarse el cuerpo de Jesús para darle sepultura en algún otro sitio. Ni aun nombra a Jesús, imaginándose que el que llenaba su propio espíritu ocupaba también el de los demás. ¡Qué natural y qué verdadero es todo esto!
Entonces el divino Resucitado pronunció una sola palabra, un simple nombre: «¡María!» Esta palabra, este nombre, entrándose derechamente en el corazón de la Magdalena, hizo caer la venda que le cubría los ojos. Volviéndose rápidamente, y exclamó, trémula de emoción: Rabboni!, «¡Maestro!» No pudo pronunciar más que esta palabra; pero ella era bastante para expresar los sentimientos de fe, de amor y de dulcísima alegría que la vista de tan buen «Maestro» hacía rebosar en su corazón. Su solo nombre, pronunciado con la usada familiaridad del Salvador, había sido para ella una revelación completa. «La memoria de los sonidos –se ha dicho– es la más tenaz de todas, y con más prontitud y seguridad se reconoce a uno por su voz cuando le da cierta expresión que por el conjunto de su fisonomía.»
María Magdalena se arrojó entonces, sin duda, a los pies de Jesús para besárselos con profundo respeto y ternura; pero Él la detuvo, diciendo: «Deja de tocarme, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» 28.
San Mateo nos va a llevar nuevamente junto al Santo Sepulcro para decirnos lo que había sido de los guardas puestos por las autoridades judías y denunciar una nueva infamia del Sanedrín. Cuando aquéllas recobraron el uso de sus sentidos y se sobrepusieron al terror que les había causado la aparición del ángel, despacharon a algunos a dar noticias a los príncipes de los sacerdotes de los hechos extraordinarios que habían pasado ante sus ojos. Se convoca el Sanedrín para deliberar con urgencia sobre tan grave asunto, que venía a ocasionarles una humillante derrota a la hora misma en que ellos se ufanaban de haber obtenido sobre Jesús un triunfo completo. Fruto de la deliberación fué que sin dilación se comprase a cualquier precio el silencio de los soldados, como antes habían comprado la complicidad de Judas. Una vergüenza más para aquellos hombres que, respecto al Salvador, no habían tenido más ley que la de su odio. Dieron, pues, a los pretorianos de la guardia una fuerte suma, con esta orden, que es la más elocuente condenación de su propia vileza: «Decid que sus discípulos vinieron de noche y lo hurtaron mientras que vosotros estabais durmiendo. Y si llegare esto a oídos del presidente, nosotros le persuadiremos y miraremos por vuestra seguridad.» Los soldados romanos, aceptando esta propuesta, se acusaban a sí mismos de negligencia gravísima que podría costarles la vida. El cebo del dinero y la seguridad que les dieron los sanedritas de que ellos aplacarían a Pilato, si el asunto llegaba a divulgarse, los decidieron a aceptar esta compra vergonzosa. Hicieron, pues, correr el rumor de que el cuerpo de Jesús había sido robado, y, a pesar de toda inverosimilitud, la mentira prevaleció en el pueblo. Los sanedritas, al decir de San Justino 29 llegaron a enviar emisarios que divulgasen la calumnia en las comunidades israelitas dispersas por el mundo.
Pero según nota agudamente San Agustín, «si los soldados estaban durmiendo, ¿qué pudieron ver? Y si nada vieron, ¿qué valor tiene su testimonio?» 30. Así, la verdad quedó victoriosa, a pesar de tan inicuo proceder.

III.– Se aparece Jesús a dos discípulos que iban camino de Emaús, y a los Apóstoles en el Cenáculo.

El episodio en que fueron parte los discípulos de Emmaús, y que San Marcos refiere en brevísimas líneas, es uno de los relatos más bellos del tercer Evangelio 31, y a la vez contiene una de las pruebas más convincentes de la resurrección de Nuestro Señor. Por desgracia, la identificación de la aldea de Emmaús, que ocupa aquí lugar tan importante, ha suscitado muchas controversias: ¡nada menos que a unas diez localidades distintas se ha atribuído el privilegio de haber gozado de la presencia del Salvador resucitado! De ellas, dos solamente merecen discusión seria: la antigua Nicópolis, hoy Amuas, situada a unos 30 kilómetros de Jerusalén, en el camino de esta ciudad a Jaffa, y la aldehuela actual de Kubeibeh, igualmente al Noroeste, pero a solos 11 kilómetros de la ciudad santa. Una tradición que se remonta a los siglos III y IV, cuyos testigos principales en los tiempos antiguos son Eusebio y San Jerónimo 32, favorece a Amuas; la que coloca a Emmaús en Kubeibeh no pasa de la época de las Cruzadas. La mayor dificultad proviene de la distancia que al principio de su narración pone San Lucas entre Emmaús y Jerusalén. En tanto que algunos manuscritos antiguos del texto griego hablan de 160 estadios, que equivalen a unos 30 kilómetros 33, otros, en mayor número, sólo hablan de 60, algo más de 11 kilómetros. La primera de estas lecciones favorece a Amuas-Nicópolis; la segunda, a Kubeibeh. Pero, además, se dice en esta narración –y no es para olvidado– que los dos discípulos, apenas los dejó Jesús, se apresuraron a volver a Jerusalén, donde hallaron a los apóstoles reunidos en el cenáculo. ¿Habrían llegado a tiempo si, partiendo de Amuas a la caída de la tarde, hubiesen tenido que andar 30 kilómetros? La cuestión es, pues, harta complicada. Pero como quiera que se mire, no cabe duda que el texto más favorece a Kubeibeh 34 .
Dejando, pues, a un lado esta cuestión, por otra parte secundaria, el narrador nos presenta a dos discípulos del Salvador yendo de Jerusalén a Emmaús el día mismo de la resurrección. Uno de ellos se llamaba Cleofás 35, personaje desconocido, que no hay que confundir con el «Clopas» mencionado por San Juan 36. Como no se nombra al segundo, es superfluo hacer conjeturas para identificarlo. Por el camino conversaban sobre los extraordinarios acontecimientos de los últimos días y se esforzaban por hallarles una explicación. Mientras así conversaban, alcanzóles otro viajero que, al parecer, iba también de la ciudad santa. Por algún espacio caminó en silencio a par de ellos. Una virtud sobrenatural, semejante a la que debió de influir sobre María Magdalena cerca del Santo Sepulcro, les impidió reconocerle 37, a no ser que se prefiera tomar a la letra lo que dice San Marcos 38: que Jesús se les apareció «en otra forma», es decir, con un rostro transformado y transfigurado por la resurrección.
Luego, volviéndose hacia ellos, preguntóles cortésmente: «¿Qué pláticas son esas que traéis entre vosotros, caminando, y por qué estáis tristes?» Todo en ellos –no sólo el lenguaje, sino también su continente, y en especial sus rostros– manifestaba profundísima tristeza. Respondió Cleofás con extrañeza: «¿Tú eres el único forastero venido a Jerusalén (para la fiesta de la Pascua) que no sabes lo que ha pasado allí estos días?» La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la expulsión de los vendedores del Templo, sus discursos en los atrios sagrados, luego su prisión, su condenación y crucifixión, habían causado en la ciudad entera, como ya deja entender, excitación vehementísima, por lo que parecía imposible que los judíos extranjeros que desde las distintas provincias de Palestina o del Imperio romano habían concurrido a las fiestas de Pascua no tuviesen noticia de tales hechos. «¿Qué cosas?», replicó el Salvador, como si de todo estuviese ignorante. Con su pregunta invitaba a sus compañeros a hablar con el corazón en la mano. Aquel a quien tenían por extranjero les infundió tal confianza, que con ingenua sencillez le descubrieron todo lo que pasaba en su alma. Le respondieron, pues, hablando alternativamente:
«Hablábamos de Jesús Nazareno, que fué un profeta, poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y de cómo los Sumos Sacerdotes y nuestros príncipes lo entregaron para que fuese condenado a muerte, y lo crucificaron. Mas nosotros esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel, y ahora, sobre todo esto, hoy es el tercer día que han acontecido estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que estaban entre nosotros nos han asustado, las cuales, habiendo ido antes de amanecer al sepulcro, y no habiendo hallado su cuerpo, volvieron diciendo que habían visto allí a unos ángeles, los cuales dicen que Jesús vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo hallaron así como las mujeres lo habían referido; mas a Él no lo hallaron.»
Este breve relato es reflejo fiel de los sentimientos que desde la noche del Jueves Santo habían experimentado los discípulos de Jesús que a la sazón estaban en Jerusalén. La nota dominante es la turbación, la perplejidad y la tristeza. ¿Qué había de cierto en aquellos acontecimientos? ¿Qué podían esperar ellos después de tal derrumbamiento de las más caras esperanzas que habían fundado en Jesús? Con todo, había algo que aún permanecía firme: un amor ardiente a Nuestro Señor, una gran unión entre sus fieles partidarios y una vaga esperanza de que el porvenir traería, si no el establecimiento del reino mesiánico, por lo menos su preparación. No sabían, pues, a qué atenerse respecto del Maestro, así en cuanto a lo pasado como en cuanto al porvenir. Los dos viajeros ignoraban aún, cuando dejaron Jerusalén, las apariciones a las santas mujeres. El retrato que trazan de Jesús, de su predicación y de sus milagros, revela cuánta confianza había infundido a los que le seguían. Pero sus palabras dejan entrever esperanzas frustradas: «Esperábamos». Pero tampoco habían olvidado por entero la profecía en que Jesús había anunciado que resucitaría tres días después de su muerte, si bien sólo a medias la habían entendido, y se asen a ella como a un áncora de salvación. Pero he aquí que el tercer día tocaba a su fin; ¿qué podían esperar ya? La narración de los dos discípulos es de una perfecta imparcialidad. «A Él no lo hallaron»: tal es su trágica conclusión.
Jesús escuchó a sus compañeros de viaje sin interrumpirles. Cuando cesaron de hablar, les díjo con tono entre severo y bondadoso: «¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los Profetas! ¿Por ventura no convenía que el Cristo padeciese estas cosas y que así entrase en su gloria?» Hartas veces lo hemos visto en el discurso de la vida pública del Salvador y también después de su prisión en Getsemaní: ni los apóstoles ni los demás discípulos habían entendido esta necesidad de humillaciones y padecimientos de parte del Mesías, aunque su Maestro con frecuencia se la había recordado. De los vaticinios relativos al Mesías, sólo habían entendido, como la mayoría de sus compatriotas, los que se referían a sus glorias y triunfos. Nuestro Señor tuvo a bien exponer su grandiosa tesis, repasando todos los pasajes mesiánicos del Antiguo Testamento que a Él se referían. Comenzando, pues, por los libros de Moisés, que van a la cabeza de la Biblia, y recorriendo los demás escritos inspirados, especialmente los de los profetas, puso de relieve todo cuanto habían predicho del Cristo. ¡Cuánto diéramos por haber asistido a este curso de sublime exégesis! Se adivina el consuelo que con estas explicaciones claras y persuasivas recibirían aquellos discípulos, que las escuchaban con gozosa atención.
Cuando se aproximaron a Emmaús, Jesús hizo como que iba más adelante; pero sus dos compañeros le rogaron con insistencia: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde y está cayendo el día.» Le convidaban a pasar la noche con ellos, ya en su casa, si residían en Emmaús 39, ya en la posada, en caso contrario. Jesús aceptó y se sentó a la mesa con ellos. Cuando se les sirvió de cenar, haciendo el oficio de padre de familia, como tantas veces lo había hecho con sus apóstoles, tomó un pan, pronunció sobre él la fórmula ordinaria de bendición, lo partió con sus manos y dió una parte a cada uno de los otros dos comensales. Sin razón suficiente, han supuesto algunos que lo consagró antes de ofrecérselo. En aquel punto, dice el evangelista, «se abrieron sus ojos» y reconocieron a Jesús. Pero ya no les fué dado gozar por más tiempo de su presencia, pues al instante desapareció, como en sus precedentes apariciones, en virtud de la agilidad que poseía ahora su carne resucitada, exenta ya de las leyes ordinarias del espacio y de la gravedad.
Cuando los dos dichosos discípulos recobraron su serenidad, se comunicaron sus impresiones: «¿Por ventura no ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?» Al principio no se habían percatado de ello; ahora ya sabían que era efecto de la presencia de su amado Maestro. Aunque era ya de noche –precisamente por esto habían convidado a Jesús a quedarse con ellos–, al punto toman el camino de Jerusalén, para contar a los apóstoles el gran hecho que acababan de presenciar. Después de haber desandado el camino que habían recorrido en la amable compañía de Jesús –ahora ya no iban tristes– hallaron reunidos, probablemente en el cenáculo, «a los Once y a los que estaban con ellos». En cuanto entraron recibieron una noticia tan alegre como la que ellos traían. «Verdaderamente –les dijeron– ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.» Ellos, a su vez, contaron lo que les había acontecido en el camino de Emmaús y cómo reconocieron a Jesús en el momento en que partía el pan. Su relato excitó al principio algunas dudas, según nos dice San Marcos; pero no duraron éstas mucho, porque de improviso el Salvador mismo se apareció en medio de la asamblea.
Esta fué «la corona» de las manifestaciones del divino Resucitado en aquella magnífica jornada. Las demás apariciones habían sido individuales; ésta se endereza directamente a la naciente Iglesia, representada por los apóstoles y por algunos discípulos. San Lucas y San Juan refieren circunstanciadamente, con noticias que mutuamente se completan, aquella conmovedora escena, a la que San Marcos sólo alude como de pasada 40. Algunas particularidades señaladas por el evangelista médico son de tal precisión –tienen todo el aspecto de una comprobación médica–, que constituyen un argumento invencible en favor de la realidad de la resurrección de Jesús.
Nuestro Señor, cuyo cuerpo, como va dicho, no hallaba ya obstáculos, se halló, pues, de repente en medio de la sala cuyas puertas, por precaución tenían cerradas con llave los discípulos, temerosos de que, por el caso mismo de haber desaparecido el cuerpo del Salvador, cayese sobre ellos la cólera del Sanedrín. «¡La paz sea con vosotros!», dijo el Salvador, empleando el saludo usual de los judíos, que tan bien cuadraba con aquellas circunstancias. Y añadió: «¡Soy yo, no temáis!», porque en los rostros de los discípulos leía el espanto y la turbación que habían invadido sus almas. En efecto, se imaginaban ver ante sí 41 un fantasma. «¿Por qué estáis turbados y espantados –les dijo, para infundirles confianza– y asaltan a vuestros corazones pensamientos extraños? Ved mis manos y mis pies; soy yo mismo; palpad y ved: el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.» Y uniendo el ademán a las palabras, para mejor convencerles de su identidad, les mostró sus manos y sus pies, que aun después de su resurrección tenían y tendrán, sin duda, para siempre impresas las cicatrices, ahora gloriosas, de los clavos que los habían atravesado 42. En efecto, la certeza que proviene del sentido del tacto es más fuerte aún que la que procuran los ojos. Con todo eso, aun ante prueba tan perentoria, varios de los asistentes, los mismos que pocos momentos antes habían dado fe a las apariciones con que Nuestra Señor había favorecido a Simón Pedro y a los discípulos de Emmaús, dudaban todavía. Pero, coma hace notar San Lucas con aguda perspicacia psicológica, su mismo gozo los hacía desconfiados. Era tan grande su dicha de volver a hablar a su Maestro lleno de vida, que no osaban fiarse del testimonio de sus propios ojos 43. Los evangelistas están concordes en poner de relieve la lentitud con que los apóstoles y los discípulos se dejaron convencer de la resurrección del Salvador 44. Y así dice San Marcos en este mismo lugar que Jesús se lo echó en cara con alguna severidad 45. Mas en esto mismo tenía la Providencia especiales designios. Con permitir que la convicción de los más íntimos amigos de Cristo exigiese tantas pruebas, preparaba a nuestra fe firmísima seguridad. Como se ha dicho muy bien, «si hubieran sido más dóciles infundieran sospecha de haberse dejado llevar de las ilusiones de una imaginación que por doquier les hacía ver a Cristo resucitado. Pero mostrándose tercos y viéndose forzados a rendirse, como a pesar suyo, a la evidencia del milagro, son testigos competentes e irrecusables del gran acontecimiento en que reposa la credibilidad de los Evangelios» 46.
Para poner fin a las dudas de los más recelosos de sus discípulos, Jesús les preguntó: «¿Tenéis aquí algo que comer?» Ellos le presentaron parte de un pez asado y un panal de miel 47. Eran los restos de la frugal comida que estaban acabando, dice San Marcos, cuando se presentó el Señor delante de ellos. Comió en presencia de ellos. Cierto que el cuerpo de Jesús resucitado ninguna necesidad tenía de alimentarse; pero con todo conservaba la facultad de recibir los alimentos, y aun en alguna manera de absorberlos.
Cuando vió el Salvador que todos estaban ya convencidos de su resurrección les dijo de nuevo: «¡La paz sea con vosotros!» A este deseo añadió estas sencillas pero grandiosas palabras, con que les confería extraordinarios poderes: «Como el Padre me envió, así también yo os envío.» Así los constituía oficialmente continuadores de su obra divina. Pronto le oiremos renovar esta misión con lenguaje más amplio y majestuoso. Luego sopló sobre ellos diciendo: «Recibid el Espíritu Santo; a los que perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos.» Con esta inspiración simbólica, que recordaba aquella otra con que el Creador comunicó la vida al primer hombre 48, Jesús infundía, digámoslo así, una vida nueva a sus discípulos para ayudarlos a cumplir dignamente la sublime misión que les encomendaba. En este momento recibieron una verdadera, aunque parcial, efusión del Espíritu Santo, mientras llegaba la hora de la comunicación plena y más solemne de sus dones en el día de Pentecostés. Esta santa efusión iba acompañada de un poder de todo en todo celestial: el de perdonar los pecados como el mismo Dios. Revistiéndolos de este poder sobrehumano acaba Jesús de consagrarlos como embajadores y representantes suya ante los hombres. Entonces instituyó definitivamente el Sacramento de la Penitencia 49.
San Juan nos refiere también, con lenguaje vivo y dramático un incidente estrechamente relacionado con esta aparición de Jesús a los discípulos reunidos et el cenáculo 50. El apóstol Tomás, por providencial circunstancia, nacida tal vez de una especie de desaliento y melancolía que le había impulsado a huir la compañía de los demás apóstoles, no había tenido la dicha de ver al divino Resucitado. Cuando los otros, alborozados, le dijeron: «Hemos visto al Señor», le respondió él con firmeza digna de mejor causa: «Si no viere en sus manos la abertura de los clavos, y metiera mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.» Poniendo todas estas condiciones daba a entender que estaba bien resuelto a no dar crédito a otros testimonios que al de sus sentidos y experiencia personal. No le bastaba ver; quería una demostración palpable. ¡Qué terca obstinación! Se adivina la huraña energía con que el desconsolado y medio desesperado apóstol pronunció las últimas palabras «no creeré».
El Señor, en su infinita bondad, se dignó conceder al infortunado discípulo, a quien la tristeza había llevado momentáneamente a tal exceso de incredulidad, las pruebas que pedía. Ocho días después estaban nuevamente reunidos los apóstoles, y entre ellos estaba Tomás. Como en la tarde de la resurrección, Jesús se les apareció repentinamente, en las mismas circunstancias que la primera vez. Después del saludo acostumbrado «¡La paz sea con vosotros!», se volvió a Tomás y le dijo: «Mete aquí tu dedo, y mira mis manos y trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino fiel.» Así le daba ocasión de comprobar todas las condiciones que había puesto como indispensables para creer en la resurrección. Todo confuso al oír estas palabras, que eran casi las suyas, tan inconsideradas y tan atrevidas, y que por lo mismo le recordaban más vivamente su falta, se sintió como abrumado, y no pudo responder más que con una simple palabra de adoración: «Señor mío, y Dios mío.» Hermoso acto de fe que reparaba su incredulidad pasada. Jesús aceptó bondadosamente esta confesión, algo tardía, y con acento de cariñosa reconvención dijo al apóstol: «Porque has visto, Tomás, has creído; bienaventurados los que no vieron y creyeron.» Creer sin aquellas pruebas tangibles hubiera sido más perfecto; con todo, era preciso que los discípulos viesen y tocasen a Jesús resucitado para procurar argumentos a nuestra creencia.

IV.–Las apariciones del Divino Resucitado en Galilea.

Los evangelistas sólo cuentan ex profeso de ellas una que ocurrió a orillas del lago de Genesaret 51, y otra en una montaña 52 cuya situación exacta no se indica. Los relatos de San Marcos y de San Lucas 53 que en este lugar son por extremo concisos, parece, a primera vista, que se refieren aún a las apariciones de Jesús en Jerusalén; pero más probable es que el de San Marcos se refiere a la manifestación que tuvo lugar en la montaña de Galilea, y el de San Lucas a una de las que precedieron casi inmediatamente a la ascensión del Salvador.
Poco después de la última aparición que dejamos relatada, los apóstoles dejaron Jerusalén para volver a Galilea, conforme a la promesa y luego a la orden que habían recibido de su maestro. Entretanto que nuevas indicaciones les diesen a conocer lo que habían de hacer volvieron, al menos en parte, a sus antiguas ocupaciones para ganarse el pan de cada día.
La aparición a orillas del lago, que nos lleva a los parajes galileos que más favorecidos, habían sido con la presencia, predicación y milagros de Jesús, es uno de los relatos más hermosos del cuarto Evangelio. Los pintorescos pormenores que en ella abundan son prueba de que el historiador fué testigo presencial. Una tarde, pues, Simón-Pedro, que había regresado sin duda a su casa de Cafarnaún, dijo a seis de sus colegas, que entonces se hallaban con él (eran los dos hijos de Zebedeo, es decir, Santiago el Mayor y Juan, Natanael-Bartolomé, Tomás-Dídimo y otros dos que no se nombran, pero que, al parecer, pertenecían también al colegio apostólico): «Voy a pescar.» Como siempre, él es el motor, el propulsor, digámoslo así de la sociedad de los apóstoles. Se nos muestra una vez más con su ardor acostumbrado, con su temperamento impetuoso. Sus compañeros aceptan al punto su invitación indirecta: «Vamos también nosotros contigo», le responden. Subieron a una barca y trabajaron toda la noche; pero, aun siendo la noche el tiempo más favorable para la pesca, nada cogieron, como ya en otra ocasión solemne les había sucedido 54. Al alba del día siguiente, Jesús se apareció en la playa; pero los pescadores no le reconocieron al principio; así había acontecido a María-Magdalena y a los discípulos de Emmaús. Preguntóles Él familiarmente: «¿Muchachos 55, no tenéis nada que comer?» 56. Lo que venía a decir: ¿Habéis pescado algo? A su respuesta negativa, que indicaba el mal suceso de su trabajo nocturno, replicó: «Echad la red a la derecha de la lancha y hallaréis.» Siguieron el consejo de su desconocido interlocutor, y en breve rato la red se llenó de tal cantidad de peces que no podían ya levantarla. Con ocasión de la primera pesca milagrosa hablamos de los bancos de peces del lago de Tiberiades. Jesús, por su presciencia sobrenatural, sabía que a la derecha de la barca pasaba uno de aquellos bancos enormes a la hora misma que los apóstoles echaban su red.
El discípulo amado, al ver tan grande prodigio, que le recordaba aquel que en aquel mismo lago había presenciado cuando Jesús lo llamó definitivamente tuvo una intuición repentina: «Es el Señor», exclamó gozoso. Justo era que entre todos los apóstoles fuese él quien primero reconoció a Aquel a quien volvía amor por amor. ¡Cuánta claridad da a la vista un afecto santo! En cuanto Simón-Pedro oyó esta observación de su amigo se vistió a toda prisa su túnica, por respeto al divino Maestro, pues estaba medio desnudo, al estilo de los pescadores; la recogió hacia la cintura e impetuoso como de costumbre se arrojó al lago para llegar lo antes posible nadando hasta donde estaba Jesús en la playa 57. Los demás discípulos permanecieron en la barca, que remolcaba lentamente la red llena de peces. El evangelista observa que sólo estaban entonces de la orilla como unos 200 codos, es decir, unos 105 metros 58.
Cuando llegaron a la playa vieron unas brasas, y sobre ellas, al lado, había también pan. Es evidente que, a juicio del evangelista, Jesús había preparado estos alimentos milagrosamente. «Traed acá de los peces que cogisteis ahora», dijo e Maestro a los apóstoles. Es de observar que el Salvador no pidió aquellos peces para agregarlos al que ya estaba encima de las brasas. La continuación del relato muestra, en efecto, que la comida consistió únicamente en el pan y el pez milagroso que antes mencionamos. Los peces que pide Jesús serán para Él. Figuran simbólicamente las almas que sus apóstoles irán a ganarle por el mundo y que traerán luego con alegría. En cuanto a la comida misma, cuyos manjares procuró el Señor, expresaba, según enseñan antiguos autores, la necesidad del concurso divino y de las gracias celestiales para cumplir con fruto el oficio de pescadores místicos. ¿Qué habrían logrado los apóstoles, con todos sus esfuerzos, sin la asistencia de Cristo?
Cumpliendo el mandato de Jesús, Pedro subió a la barca, que ya estaba amarrada muy cerca de la playa, desató la red y comenzó a arrastrar hacia tierra, ayudado de los otros apóstoles. Contaron los peces: había ciento cincuenta y tres, todos grandes; y con tanto peso la red no se había desgarrado. Antiguamente los comentadores se complacían en interpretar en sentido místico el número 153; hoy se admite sencillamente que el narrador, al citarlo, no tuvo otra intención que la de mostrar la magnitud del prodigio.
Entonces Jesús dijo a los discípulos: «Venid y comed.» Quizá los contenía a alguna distancia cierto temor respetuoso; de ahí la invitación que les hace con su bondad acostumbrada. Aquella frugal comida matutina era, pues, emblema de las fuerzas que confería a sus amigos para los arduos trabajos que en breve iban a emprender por Él. El evangelista nota que ninguno de los convidados «se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?, sabiendo que era el Señor». Se deja entender que en presencia de Cristo resucitado, y después de tan señalado prodigio, los discípulos no se atreviesen a tratarle con su antigua familiaridad; pero aunque el respeto detenía en sus labios las preguntas, estaban absolutamente ciertos de que Él era. Haciendo, pues, como antes de su muerte, el oficio de padre de familia, el Salvador tomó el pan y lo distribuyó entre los siete discípulos, y otro tanto hizo con los peces. Antes de la comida debió de pronunciar la bendición ritual, aunque el historiador no la menciona. Probable es que Jesús comió también con sus convidados.
En cuanto a Pedro, esta segunda pesca milagrosa fué acompañada como la primera 59, de graves palabras de Cristo, que le conferían poderes sublimes; pero la presente ocasión es de mayor solemnidad. En la aparición especial con que Jesús había honrado a Pedro, lo absolvió de su falta; ahora va a confirmarle en su dignidad de cabeza del colegio apostólico. Después de la elección y de la promesa, viene ahora la instalación completa y definitiva 60.
Cuando terminó la comida le preguntó Jesús en presencia de los otros discípulos: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Cosa notable: mientras que el evangelista continúa en su relato dando al apóstol los nombres de Simón-Pedro, o de Pedro, Jesús, por tres veces, le interpelará con su nombre de familia «Simón (hijo) de Juan 61, como si quisiera hacerle reconquistar el noble apelativo de «Cefas» que transitoriamente había dejado de merecer, cediendo a la carne y a la sangre. El amor, y un amor más generoso que el de todos los demás apóstoles, era el precio a que Jesús había de conceder al hijo de Juan una prerrogativa tan eminente. Era justo que de aquel que se había ufanado de no dejar a su Maestro, aun cuando todos le desamparasen, y que luego le había tristemente negado, exigiese Cristo un afecto mayor antes de conferirle mayor potestad y honor. Pedro, acordándose de su presunción, a la que siguió tan lamentable caída, se contentó con responder humildemente: «Sí, Señor Tú sabes que te amo.» Se refiere, pues, a la ciencia infalible de Jesús antes que a sus propios sentimientos, cuya fragilidad había experimentado. El examen atento de los textos nos enseña que el apóstol no usa, para expresar su respetuosa adhesión, la misma locución que su Maestro. Jesús había empleado un verbo 62 que se aplica al afecto llamado de voluntad, que es más firme y de naturaleza más elevada; Pedro emplea otro verbo 63, que denota un afecto quizá más tierno y ardiente pero también más humano. Recordando su falta, no se atreve a asegurar que posee ese amor constante, seguro de sí mismo, que pide su Maestro; pero, cuando menos, promete a Jesús toda la ternura natural de su corazón. «Apacienta mis corderos» 64, le responde Nuestro Señor, que de este modo le confiaba la honrosísima y delicada misión de apacentar el rebaño cuyo Pastor supremo era Él mismo 65.
Después de una breve pausa, preguntó Jesús por segunda vez a Pedro, en términos casi idénticos: «Simón (hijo) de Juan, ¿me amas?» Volvió a responderle el apóstol: «Sí, Señor; Tú sabes que te amo.» La réplica del Salvador presenta una ligera variante según el texto original: «Cuida de mis ovejas» 66. Han crecido los corderos y requieren ya más cuidados: esto expresa muy bien los matices del lenguaje empleado por Cristo. Por tercera vez hizo Jesús la misma pregunta a Pedro: «Simón (hijo) de Juan, ¿me amas?» Él apóstol había negado tres veces a su Maestro; para que borre enteramente su falta, el Maestro le pide ahora una triple y pública protesta de amor 67. Mas el apóstol, no conociendo las intenciones de Jesús, quedó profundamente contristado con aquella insistencia que parecía poner en duda su cariño. Por lo que respondió con redoblada energía: «Señor, Tú sabes todas las cosas; Tú sabes que te amo.» Esta vez, generalizando el pensamiento, apela a la ciencia universal de Cristo, que, conociendo todas las cosas y leyendo en el fondo de los corazones, no ignora cuáles son los sentimientos que respecto de Él tiene el apóstol. Satisfecho Jesús, replicó con majestuosa bondad: «Apacienta mis ovejas.» También tiene un matiz especial esta fórmula, que no es del todo igual a las dos precedentes. Los corderos se han convertido ya en ovejas; pero también éstas quedan encomendadas a Pedro.
De antiguo los doctores de la Iglesia sacaron de este diálogo conmovedor conclusiones teológicas relativas al primado de San Pedro y sus sucesores. Nadie ha resumido mejor que Bossuet, en su célebre Sermón sobre la unidad de la Iglesia 68, esta tradición basada en la palabra infalible de Cristo. «Jesucristo prosigue su intento: después de haber dicho a Pedro, eterno predicador de la fe: Tú eres Pedro..., añade: Y yo te daré las llaves del reino de los cielos... Todo está sometido a estas llaves, todo: reyes y naciones, pastores y rebaños. Lo publicamos con alegría..., y tenemos a gloria nuestra obediencia. A Pedro es a quien ordena Jesús apacentar y gobernar los corderos y las ovejas, los pequeñuelos y las madres, y hasta a los mismos pastores. Pastores respecto de los pueblos, y ovejas respecto de Pedro, honran en él a Jesucristo.»
Prosiguiendo la conversación dice Jesús a Pedro: «En verdad, en verdad te digo que, cuando eras mozo, te ceñías e ibas a donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos y te ceñirá otro y te llevará a donde tú no quieras.» Cuadro primoroso en que se profetiza al príncipe de los apóstoles el martirio con que acabaría su vida en servicio de Jesús. Los colores de él están tornados de los usos ordinarios de la vida, como ocurre en otros lugares de los Evangelios. Los orientales acostumbran recoger sus amplios vestidos con un cíngulo para andar y para trabajar con más comodidad. Cuando uno es joven, él mismo se ciñe sin necesidad de ayuda ajena; pero cuando, por causa de la edad, se ha perdido la agilidad de los miembros y cae uno bajo el yugo de esa necesidad tan agudamente descrita en el libro del Eclesiastés 69, se ve en el trance de que otros le ciñan, y entonces se ve obligado a levantar y extender los brazos. Ahora bien: esta es precisamente la actitud de los crucificados, como lo notan los Padres, siguiendo a los escritores clásicos de Grecia y de Roma 70. Se predice aquí a Pedro la muerte de cruz, según la interpretación común de la antigüedad, que se ajusta a lo que dice el mismo evangelista: « (Jesús) dijo esto indicando con qué muerte había de glorificar a Dios.» La crucifixión de San Pedro en Roma es un hecho histórico rigurosamente demostrado. Los testimonios se remontan hasta San Clemente Papa 71 y Tertuliano 72. Cuando San Juan transcribía el vaticinio de Jesús hacía ya muchos años que había muerto el príncipe de los apóstoles.
Nuestro Señor dijo todavía a Pedro: «Sígueme.» Quería llevarlo aparte para darle algunas instrucciones particulares acerca del próximo porvenir de la Iglesia. Pero como Pedro volviese el rostro, vió ir detrás de sí «al discípulo a quien Jesús amaba y que, durante la cena, se había recostado sobre su pecho, y había dicho: Señor, ¿quién es el que te va a entregar?» Aunque la invitación sólo había sido hecha a Pedro, Juan, a título de discípulo privilegiado, se fué también en pos de Jesús, pero discretamente a alguna distancia.
Pedro, pues, cuando lo hubo visto, preguntó al Salvador: «Señor, y éste ¿qué?» Pedro y Juan estaban unidos por los lazos de una estrecha amistad, y así no era mucho que el primero se interesase por el segundo y pretendiese inquirir acerca de su futuro destino 73. Respondió Jesús con entereza: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué se te da? Tú sígueme a mí.» Aun rehusando dar satisfacción a la curiosidad de Pedro, el Salvador deja entender que el discípulo amado viviría aún mucho tiempo. Pero su respuesta, vaga de intento, se transformó pronto en leyenda 74, y por mucho tiempo anduvo muy valido entre los fieles el rumor de que aquel discípulo no moriría. Por eso San Juan, para desmentir este falso rumor, añade: «Y no dijo Jesús: No morirá, sino: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a tí qué te importa?» Y con esta observación del evangelista acaba bruscamente el relato de la aparición de Jesús a orillas del lago de Tiberíades.
San Mateo refiere 75 otra aparición del Salvador resucitado, que acaeció en una montaña de Galilea, donde probablemente habían sido convocados de antemano los discípulos, pero cuyo nombre no nos ha sido transmitido, por lo que es inútil proponer conjeturas respecto de ella 76. Aunque el narrador sólo menciona a los «once» apóstoles como testigos de la aparición, muchos exegetas creen poder identificarla con la que San Pablo menciona en su primera epístola a los Corintios 77, y a la que asistieron «más de quinientos discípulos». En este caso, que nos parece verosímil, San Mateo habría hablado solamente de los «once» porque ellos eran los principales y también porque a ellos, en primer término, se enderezaron las palabras que en aquella ocasión solemne pronunció Jesús.
En cuanto apareció el Salvador –repentinamente, como solía desde su resurrección–, los discípulos se prosternaron para ofrecerle el homenaje de su adoración. Y con todo, aun en esta ocasión, a pesar de la evidencia, algunos de los que asistían andaban al principio perplejos; indicio de que no estaban solos los apóstoles, en quienes sería incomprensible toda vacilación después de haber visto varias veces a Jesús resucitado. Pero no le fué dificultoso al divino Maestro el triunfar de aquella lentitud en creer con un discurso del que, por desgracia nuestra, sólo poseemos un sumario precioso, es cierto, o tal vez su conclusión.

«Todo poder me ha sido dado en el Cielo y en la Tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándolas a guardar todas las cosas que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos.»

Estas breves palabras, de riqueza inagotable, fueron pronunciadas con autoridad real, con autoridad divina. Contienen la reivindicación de un derecho supremo, una orden que toca al universo entero, la más magnífica de las promesas. La reivindicación sirve de exordio y como base a todo lo restante, y es de inmensa trascendencia. San Pablo, en varias de sus epístolas, acumula expresiones con que trata de describir la gloria y el poder de que Dios-Padre invistió a su amadísimo Hijo después que éste resucitó. Así, por ejemplo, al principio de la epístola a los Colosenses 78, escribe: «El Hijo (Jesucristo) es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fué creado por Él y para Él. El es ante todas las cosas, y todas subsisten en Él. El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Él, que es el principio, primogénito de entre los muertos, para que Él tenga el primado en todas las cosas. Porque en Él quiso (Dios) que habitase toda plenitud, y por Él quiso reconciliar todas las cosas consigo» 79. Admirable es esta amplificación, pero con todo no es más expresiva que aquellas palabras tan sencillas en apariencia: «Todo poder me ha sido dado en los Cielos y en la Tierra», en las cuales se le atribuye poder universal, tanto sobre los ángeles como sobre los hombres y sobre toda la naturaleza. Y nótese mucho que no se trata aquí de la autoridad que Cristo posee en cuanto Hijo de Dios, que ésta no le ha sido dada, sino de una autoridad nueva que le han merecido sus humillaciones y sus padecimientos. Expresan estas palabras la realización magnífica e integral del Salmo 8, que en tan bellos términos habla del poder del hombre ideal, y, por tanto, del Mesías. Expresan también la realización de varias promesas gloriosas hechas por Dios a su Cristo en los escritos proféticos del Antiguo Testamento; entre otras, de ésta: «Y dióle la potestad, y la honra, y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán; su potestad es potestad eterna, que no se le quitará» 80. Nada, pues queda fuera de su dominación. Sólo Dios no le está sometido. Quizá en toda su vida pública nunca se atribuyó Jesús tales derechos y poder tan universal.
En virtud de estos plenísimos poderes da órdenes a los que había elegido como continuadores de su obra. En Galilea les había conferido sus primeros privilegios cuando los envió a predicar, y en esta misma provincia completa y confirma sus títulos, acabando con este acto soberano su obra mesiánica sobre la tierra. En otro tiempo había puesto límites al ministerio de los apóstoles; ahora los envía a conquistar el mundo entero: «Id, enseñad a todas las naciones»; a la letra, según el texto griego: «Convertid en discípulos a todas las naciones.» Ahora bien; para formar discípulos dos cosas son menester: primero, la iniciación, y luego, la instrucción. La iniciación consistirá en el rito del bautismo, administrado en el nombre de la Santísima Trinidad. La instrucción comprenderá el dogma y la moral cristiana, la aceptación de las verdades cristianas de que se compone el Evangelio y el cumplimiento de los preceptos de Cristo. Pero los apóstoles no han de anunciar a Jesús solamente como Mesías del pueblo judío, sino como Salvador de todo el mundo.
¡Tarea sobrehumana para los apóstoles y que los hubiera llenado de espanto si al imponérsela no les hubiera prometido Jesús permanecer siempre con ellos, para ayudarlos, en medio de sus dificultades y de sus fatigas! Pero les da, y con palabras dulcísimas, seguridad de no dejarlos nunca; de que su presencia íntima y eficaz en medio de ellos será continua y se prolongará «hasta la consumación de los siglos», es decir hasta el fin del mundo.
Hacia el final del segundo Evangelio leemos 81 estas otras palabras de Jesús, que el evangelista trae a propósito de la primera aparición a los apóstoles en el cenáculo, porque abrevia y condensa su relato; pero quizá fueron pronunciadas en Galilea cuando el Salvador se apareció en la montaña.

«Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado. Y estas señales seguirán a los que creyeren: lanzarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes, y si bebieren alguna cosa mortífera, no les dañará; impondrán las manos a los enfermos, y éstos sanarán.»

Comienzan estas palabras con una orden que se íntima a los apóstoles, muy semejante a la que poco ha leímos en San Marcos: «Id, enseñad a las naciones bautizadlas...» 82. También aquí quiere Jesús que caigan todas las barreras de nacionalidad ante la predicación evangélica, que en adelante se extenderá «a toda la creación», es decir, a todo el linaje humano; pero aquí la orden está motivada y ampliada. La predicación excitará la fe, y la fe, cuya prenda será el bautismo completada con las obras, alcanzará la salvación. Los que no quisieren creer, incurrirán en condenación eterna.
En el Evangelio de San Mateo, Jesús promete a los apóstoles que aun cuando los dejará exteriormente para volver al cielo, seguirá morando con ellos; en el de San Marcos la promesa es, a la vez, más general y más particular: más general porque se endereza a «todos los que creerán»; más particular, porque lleva con sigo el don de hacer milagros, de los cuales, por vía de ejemplo, se enumeran los principales. Tenía por fin procurar el bien común de la Iglesia, y particularmente el confirmar la predicación del Evangelio. El libro de los Hechos Apostólicos 83, los escritos de los primeros Padres y toda la historia de la Iglesia nos enseñan el santo uso que de ese don se ha hecho en todo tiempo y los opimos frutos que de él han dimanado.