Vida de Cristo

Parte Cuarta. PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

CAPÍTULO II. EL LUNES Y EL MARTES SANTO

I– Lunes Santo: Maldición de la higuera estéril.

El episodio de la maldición de la higuera sólo se refiere en el primero y segundo Evangelios 1. San Marcos, que tanto gusta de la perspectiva histórica, distingue claramente dos actos en este breve drama: la higuera fué maldecida el lunes por la mañana; pero solamente al alba del martes advirtieron los apóstoles que se había cumplido la sentencia pronunciada por su Maestro. San Mateo, que, aquí como en otras ocasiones, quiso seguir el orden lógico con preferencia al cronológico, refiere el incidente como sucedido todo de una vez, aunque tuvo dos fases distintas. Por lo demás, los dos narradores coinciden en asignar a este milagro una misma fecha: acaeció al día siguiente de su entrada triunfal en la ciudad santa.
Hemos viste cómo Jesús, después de su entrada triunfal en Jerusalén, volvió por la tarde a Betania. El lunes, muy de mañana 2, dejó aquel apacible retiro, para volver, en compañía de sus apóstoles, a Jerusalén. Ya de camino «tuvo hambre», lo que no es para extrañar, después de las fatigas y agotadoras emociones de la víspera, sobre todo si, como se puede suponer, pasó una parte de la noche en oración. Es, pues, inútil recurrir a una ficción o a un milagro para explicar esta hambre. ¿No había tomado Jesús nuestra naturaleza con todas sus debilidades, salvo el pecado? Como viese, pues, a cierta distancia, a la vera del camino, una higuera solitaria 3, que, aunque poco adelantada aún la primavera, estaba cubierta de espeso follaje, y que, por eso mismo, llamaba más la atención, se acercó a ella por ver si hallaba 4 higos; pero no halló sino hojas.
Preciso es dar aquí alguna breve explicación para presentar en su verdadero aspecto el proceder del Salvador. Ante todo, hagamos caso omiso de su presciencia sobrenatural, de la que no se trata ahora. Al dirigirse hacia el árbol, harto sabía que no tenía éste fruto ninguno; pero Nuestro Señor quiere obrar aquí como hombre. La higuera ostenta sus frutos, en estado embrionario, bastante antes de cubrirse de hojas 5; pero en Jerusalén los primeros higos o brevas no maduran hasta junio, y los higos de estío no maduran hasta agosto. Por esto San Marcos tiene cuidado de advertir que «no era entonces la estación de los higos». Pero aquel follaje exuberante, que era señal de precocidad extraordinaria, ya porque el árbol estuviese plantado en terreno más fértil, ya porque gozase de mejor exposición, permitía esperar que, aun estando entonces a fines de marzo o primeros de abril, había ya frutos maduros. Y he aquí que, por el contrario, la higuera aquella era estéril y ocupaba inútilmente el suelo. Procediendo, pues, Jesús como si la higuera fuese un ser dotado de razón, un agente libre y responsable, la castigó, profiriendo contra ella esta grave sentencia: «Nunca más coma nadie fruto de ti» 6. La sentencia se cumplió inmediatamente, como observa San Mateo; pero sus efectos no aparecieron hasta el día siguiente, como se infiere del resto de la narración.
Este anatema, lanzado contra un ser sin conocimiento, tendría dificultosa explicación, especialmente tratándose de Nuestro Señor, si no encerrase algún símbolo notable... Pero todo se aclara si, con Bossuet 7, y siguiendo a Orígenes, San Jerónimo y a la mayoría de los comentadores antiguos y modernos, decimos: «Es una parábola de cosas, semejante a la de las palabras que se refiere en San Lucas, Lc 13, 6.» En efecto, la comparación entre la parábola de la higuera que arriba citamos y el anatema que acabamos de oír, surge espontáneamente; en ambos casos tenemos la misma idea: la amenaza de un castigo grave, dirigida a un árbol estéril, aunque con esta diferencia: que en la parábola esta amenaza era condicional y aquí es absoluta. Es, por otra parte, cosa notoria que Jesús no amenaza ni castiga a la higuera por sí misma, puesto que no podía ser responsable de su esterilidad. En los dos textos la higuera representa simbólicamente a la nación judía, que, colmada de favores divinos desde hacía largos siglos, y muy superior a los demás pueblos –gracias a su legislación, a su culto, a sus profetas y a su fe en el verdadero Dios 8–, por su propia culpa estaba desprovista de frutos, de méritos, y ocultaba debajo de hermosas apariencias el vacío y hasta la malicia de sus obras. El divino agricultor anuncia, pues, con esta expresiva imagen, que va a tomar el hacha para cortarla. Varios de los discursos que pronunciará el Salvador en la jornada del Martes Santo serán un comentario viviente de esta maldición, harto justificada 9.
Los discípulos que acompañaban a Nuestro Señor no debieron de oír sin extrañeza sentencia semejante 10; mas por el momento nada dijeron. Entraron con su Maestro en la ciudad y luego en el Templo 11.
La entrada triunfal, la curación de los enfermos, las aclamaciones de los niños excitaron a más no poder la indignación de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas 12. Una vez más comprobaban, como ya habían dicho el día anterior 13, que nada conseguían contra Jesús. Cuanto más se esforzaban por estorbar su ministerio y aminorar su influencia con la muchedumbre, tanto más crecía su popularidad. El pueblo concurría al Templo muy de mañana para escuchar su palabra, siempre tan conmovedora, pues Jesús continuaba predicando con celo infatigable 14. Estaban «pendientes» de sus labios, dice San Lucas 15, empleando una frase familiar a los escritores de Roma 16. En una palabra, la gente del pueblo seguía manifestándole tal afecto y formaban en derredor de Él como una muralla tan sólida, que sus adversarios, a despecho de sus vehementes deseos y de sus reiterados propósitos de darle muerte, no se atrevían a poner en ejecución sus siniestros designios. Varios de ellos, en oyendo el Hosanna de los niños, se atrevieron a interpelarle: «¿Oyes –le preguntaron– lo que dicen éstos?» 17. Lo cual era como decirle: «¿No adviertes que te tratan como si fueses el Mesías? ¿Cómo puedes tolerar tamaña blasfemia? ¿Por qué no mandas que se callen estos niños, que no saben lo que dicen?» Respondióles El: «Sí (lo oigo)»; y a su vez les hizo una pregunta: «¿Nunca leísteis que de la boca de los niños y de los que están al pecho sacaste perfecta alabanza?” El autor del Salmo 8 (versículo 3) dirigía al Dios de Israel estas palabras para indicar que tiene la bondadosa dignación de ser alabado y glorificado 18 por lo que hay de más humilde y pequeño. Apropiándoselas Jesús consideraba a aquellos niños como si fuesen un coro de profetas que, sin advertirlo, hablaban movidos de divino impulso.
Al oír los fariseos esta noble y justa respuesta, a duras penas pudieron contener su furor; ¿pero qué podían hacer mientras el pueblo estuviese al lado de Jesús con aquel ardoroso entusiasmo? El Salvador pudo, pues, enseñar todo aquel día sin que nadie osase poner las manos en Él. Con todo, estos últimos días, con prudente cautela y para evitar que le molestasen en el ejercicio de su ministerio mientras no llegase su hora, se retiraba, como lo hizo aquella misma tarde, a Betania o al Monte de los Olivos 19. Después volvía al Templo cada mañana.

II– Martes Santo: El gran conflicto entre Cristo y sus enemigos.

La mañana del Lunes Santo maldijo Jesús la higuera estéril. Por la tarde, al regresar a Betania con su Maestro, no observaron los apóstoles el terrible efecto del anatema, o porque fuese ya de noche, o porque hubiesen tomado otro camino.
Pero el martes, al volver de nuevo, muy de mañana, a la ciudad santa, advirtieron que las anchas hojas de la higuera, enteramente marchitas, colgaban de las ramas. Evidentemente el árbol se había secado. A vista de esto, Pedro, en nombre de los Doce, conforme a su costumbre, no pudo menos de exclamar: «Maestro, mira cómo la higuera que maldijiste se ha secado.» La admiración de los discípulos 20 provenía quizá de creer que Jesucristo no había condenado el árbol más que a una esterilidad perpetua, y no a una muerte inmediata.
El divino Maestro, sin entrar en explicaciones respecto de la higuera, pues el porvenir, preñado de amenazas, se encargaría de dárselas, aprovechó esta ocasión para repetir a sus apóstoles las importantes enseñanzas que ya antes les había dado sobre el poder y eficacia de la fe 21.
Díjoles 22:

«Tened fe en Dios. En verdad os digo que quienquiera que dijere a este monte: Levántate y échate en el mar, si no dudare en su corazón, mas creyere que se hará cuanto dijere, todo le será hecho. Por eso os digo: Todas las cosas que pidiereis orando, creed que las recibiréis y os vendrán. Y cuando estuviereis de pie para orar 23, si tenéis alguna cosa contra alguno, perdonadle, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone también vuestros pecados. Porque si vosotros no perdonareis, tampoco vuestro Padre, que está en los cielos, os perdonará vuestros pecados» 24 .

Para obtener la omnipotencia supplex prometida por el Salvador son indispensables dos condiciones. Sólo la alcanzará quien posea una fe viva y practique la caridad cristiana concediendo perdón generoso a sus hermanos que le hubieren ofendido. La montaña que Jesús indicaba con el dedo no era otra que el Monte de los Olivos, donde entonces se hallaba. El mar en que un hombre de fe podría precipitarlo no era probablemente el Mediterráneo, sino el Mar Muerto, que se ve a lo lejos, al Este, desde la cumbre del Monte de los Olivos. Como a su tiempo dijimos, el lenguaje de Nuestro Señor es aquí «algo proverbial» y, por tanto, hiperbólico. Y, claro es, como ya notaba Víctor de Antioquía, el comentador más antiguo del segundo Evangelio, que Jesús no promete conceder a cualquiera que lo pida el poder de obrar milagros inútiles 25.
Cuando Jesús llegó, como el día precedente, al patio del Templo, primeramente «se paseó» –circunstancia que sólo menciona San Marcos– por espacio de algún tiempo en los atrios, que, aquellos días de preparación a las solemnidades de Pascua, estaban llenos de peregrinos forasteros. No tardó en ser reconocido, y como en torno de Él se hubiese congregado numerosa muchedumbre, se puso en seguida a instruirla, a «evangelizarla», dice San Lucas. Este oficio de predicador de la buena nueva era el que más gustaba de ejercer, y causa profunda emoción el ver con cuánto celo dedicaba las últimas horas de su vida a instruir a aquellas ovejas de Israel, a las que sus malos pastores extraviaban y perdían con sus falsas doctrinas.
El Lunes Santo, los jerarcas, dominados todavía por la impresión de su entrada triunfal, cuyo buen suceso les había intimidado, creyeron inoportuno, y quizá peligroso, intervenir y disputar con Él. Después, cobrado ya ánimo, se reúnen y conciertan entre sí un plan que creen ha de causarle infaliblemente una humillante derrota. Unos tras otros –miembros del Sanedrín, fariseos, herodianos y saduceos– vendrán a contender con Jesús; le tenderán hábilmente lazos para comprometerle ante sus compatriotas y ante los romanos, esperando así fácilmente apoderarse de su persona y entregarle a la muerte. ¡Qué día aquel! El último de su ministerio activo, el último que pasó en el Templo, ocupado en enseñar. Día de reiteradas victorias y de graves profecías sobre el porvenir de Jerusalén, del pueblo judío y del fin del mundo. Los sinópticos se complacen en referir hasta los menores incidentes, y San Juan completará sus relatos con gravísimas consideraciones acerca del endurecimiento de los judíos respecto del Salvador.
Una delegación del Sanedrín, compuesta de príncipes de los sacerdotes, de doctores de la ley y de ancianos 26, fué la encargada de inaugurar lo que con razón se ha llamado «el gran conflicto». Llegando de improviso 27 y abriéndose pase por entre la muchedumbre, se acercaron a Nuestro Señor, y con altanero lenguaje, como de quien manda y está seguro de su triunfo, le hicieron esta doble pregunta: «¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado potestad de hacer estas cosas?» Con esto se entablaba la lucha sobre un punto capital: el ejercicio de los derechos que Jesús se había atribuido particularmente en los últimos días, pues las «cosas» 28 a que sus adversarios aludían eran, según del contexto se colige, la entrada triunfal y la expulsión de los vendedores, que habían puesto en conmoción a la ciudad y aun al Templo. La pregunta tiene dos partes bien distintas. En primer lugar: ¿Tienes poderes personales que te consientan obrar como lo haces? Como si dijeran: ¿Eres profeta? ¿Eres un reformador? En una palabra: ¿Cuál es tu misión? En segundo lugar: Supuesto que tengas título verdadero, ¿quién te lo ha conferido?
Una pregunta parecida, aunque con intenciones no tan pérfidas, había hecho el Sanedrín a Juan Bautista 29. Mas entonces tal injerencia estaba en alguna manera, justificada, pues el primer deber de los jefes del judaísmo era velar por la pureza de la doctrina; ahora, en cambio, después de las pruebas, manifiestas y reiteradas, que Jesús ha dado en su misión divina, la intervención del Sanedrín no es sino una nueva indignidad, encubierta con legales apariencias. «Maestro –había dicho con razón Nicodemo tres años antes 30, sabemos que Dios te ha constituido doctor, porque ninguno puede hacer estos milagros que Tú haces si Dios no estuviere con el.» ¿Qué hubiera valido, en comparación de este título otorgado por Dios mismo, el que pudieran dar un Hillel o un Gamaliel? ¿Pero qué se les daba de esto a los enemigos del Salvador cuando, al pedirle ante las turbas que justificase poderes que, a juicio de ellos, usurpaba, no pretendían otra cosa que ponerle en apurado trance? Por seguro tenían que no podría darles respuesta satisfactoria; lo que no habían pensado era que ellos pudieran quedar cogidos en sus propios lazos.
Jesús no respondió directamente a su pregunta, y, ciertamente, estaba en su derecho: ¡tan patente era la dañada intención con que procedían! Se contentó con decirles, con calma y oportunidad admirables: «Yo, a mi vez, voy a haceros una sola pregunta 31. Y si me la respondiereis, también os diré yo con qué potestad hago estas cosas. ¿El bautismo de Juan de dónde era: del cielo o de los hombres?» Lo que equivalía a preguntar: ¿Era Juan Bautista un profeta o un impostor? Con estas solas palabras quedó frustrada la maniobra de los adversarios. El dilema era irrefutable, y el hecho en que se fundaba, es decir, el ministerio del Precursor 32, estaba tanto mejor elegido cuanto de labios humanos no había salido testimonio tan favorable a la mesianidad de Jesús como el del mismo Juan Bautista 33. Reconocer que Juan había recibido de Dios su misión era admitir que también la de Jesús era divina. Los enviados del Sanedrín, lo entendieron sin dificultad. Por lo que, puestos en grande embarazo, deliberaban entre sí sobre la respuesta que podrían dar. Se decían unos a otros: «Si dijéramos: Del cielo, nos dirá: ¿Pues por qué no le creísteis? Y si dijéramos: De los hombres, son de temer las gentes 34, pues todos tenían a Juan por profeta.» ¡Qué bien pesan estos hipócritas el pro y el contra, las dos eventualidades posibles! Mas no conseguirán hallar un arbitrio para escapar honrosamente del callejón sin salida en que se han metido; antes al contrario, agravarán su situación con dejarse guiar, no de la verdad, sino de sus personales intereses.
Terminada su deliberación, respondieron a Jesús: «No lo sabemos.» Era pura mentira; era además torpísima escapatoria, pues al declararse incapaces de formar juicio sobre la naturaleza del ministerio de Juan Bautista, se muestran por eso mismo ineptos para resolver acerca del origen de la misión de Jesús. ¿No era vergüenza y vileza abdicar así de su autoridad en cuestión de tanta monta? Así hubieron de entenderlo ellos mismos cuando el Salvador concluyó el debate diciendo gravemente: «Pues tampoco yo os digo con qué potestad hago estas cosas.» No merecían otra respuesta quienes rehusaban cumplir la condición que tácitamente habían aceptado 35.
Ahora ya no son ellos los que acometen; es Jesús mismo quien va a impugnarlos con brío irresistible. Lo hace primeramente con tres delicadas parábolas, que, como la de las diez vírgenes y la de los talentos, que más adelante veremos 36, pertenecen al tercer grupo que en otro lugar quedó mencionado. Se refieren, como las del primer grupo, al reino de Dios, pero visto a diferente luz, pues lo consideran particularmente en el momento de su consumación, en el fin de los tiempos. Una sola de ellas, la de los viñadores homicidas, nos ha sido conservada por los tres sinópticos; bien es verdad que es la más significativa. Las otras dos sólo se leen en el Evangelio de San Mateo.
La primera, la más breve de las tres, es la de los dos hijos 37. Comienza así:

«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y llegándose al primero, le dijo: Hijo mío, vete hoy a trabajar en mi viña. Respondióle éste: No quiero. Mas luego, movido de arrepentimiento, fué. Y llegándose después al otro, le dijo del mismo modo. Y respondió él: Voy, señor. Mas no fué.»

Este cuadrito de costumbres está vigorosamente trazado. El «No quiero» del primer hijo es brutal y grosero. La adhesión aparente del segundo a la orden paterna es de una finura afectada 38, pero que pone más de relieve la desobediencia de este hipócrita. El Padre de familia, aquí como en las demás parábolas evangélicas, simboliza al Dios de Israel, que invita a las diversas categorías de su pueblo a trabajar en su viña mística para que la hagan producir abundosos frutos.
Después que Jesús acabó su breve historia, queriendo hacer más punzante su aplicación, preguntó a sus adversarios: «¿Cuál de los dos hijos hizo la voluntad del padre?» No era dificultosa la respuesta. «El primero», dijeron sin titubear. Cierto; aunque al principio respondió groseramente a la orden de su padre, se arrepintió luego, y de hecho obedeció; no así el segundo, que al punto contradijo y anuló con su proceder su afectada aceptación. Después, Jesús, haciendo con lenguaje vigoroso una aplicación aún más completa y clara de la parábola, añadió:

«En verdad os digo que los publicanos y las rameras os precederán en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras lo creyeron, y vosotros, viéndolo, no os habéis arrepentido aún para creerle.»

El segundo de los dos hijos representaba, pues, a los más de los judíos, pero sobre todo a sus directores espirituales y a los miembros del Sanedrín, a quienes particularmente se dirigía entonces Jesús. El primero era figura de los pecadores de toda especie, y en especial de los publicanos, que se habían convertido al oír la predicación de Juan Bautista 39. La mayor parte de la nación teocrática pareció que al principio aceptaba deferentemente los preceptos divinos; pero esta deferencia no era sino externa y efímera. Su «Sí», lleno de énfasis, habíase convertido casi inmediatamente en un «No» al venir al terreno de los hechos. Los otros, por el contrario, después de haber respondido al llamamiento divino con una negativa insolente, habían vuelto a mejores sentimientos y se habían esforzado en reparar sus faltas, obedeciendo a los mandamientos divinos. Y este hermoso ejemplo había sido dado por la porción más despreciada de la nación judía; así que también les será concedido preceder en el reino de Dios a los orgullosos jerarcas, a los hipócritas fariseos y a cuantos se dejaban guiar de ellos. ¡Cuántos, aun entre aquellos que más seguros se creían de su salvación, fueron excluidos para siempre del reino mesiánico!
Los representantes del Sanedrín, tan altaneros cuando fueron a contender con Nuestro Señor, estaban ahora delante de Él confusos y humillados. Pero mayor aún será su confusión cuando les exponga la segunda parábola, la de los viñadores pérfidos y homicidas, tan trágica en su sencillez, y que contiene una profecía contra el pueblo judío y sus corifeos más sombría aún y más triste que la anterior. Jesús, al pronunciarla, miraba principalmente a los jefes; pero tampoco excluía al pueblo 40, que seguía la discusión con vivísimo interés. Los relatos de los tres sinópticos tienen entre sí mucha semejanza en cuanto al fondo 41; indicaremos sus principales diferencias en lo que hace a los pormenores. La parábola se puede dividir en dos partes, una histórica y la otra profética. Al principio de la primera hallamos un preámbulo que sirve de introducción.

«Había un padre de familias que plantó una viña, la cercó de vallado y cavó en ella un lagar y edificó una torre; después la dió a renta a unos labradores y se partió lejos por mucho tiempo.»

Esta viva descripción está tomada de las costumbres vitícolas de Palestina, tal como las observaba ya Isaías en un cuadro justamente célebre 42, conocido de los comentadores con el título de «cántico de la viña», y en el que casi se dijera se había inspirado Nuestro Señor. «Todas las viñas están rodeadas en Palestina de una cerca de piedras. Dentro se construye una torre, también de piedras, que permite al propietario vigilar su viña cuando aparecen los racimos, pues son éstos muy apetecidos de los chacales 43 y de la gente. Un techo de ramaje sobre estas torres ofrece un abrigo para la noche. Hoy ya no tiene cada viña su lagar; pero a menudo se hallan huellas de antiguos lagares, y precisamente el hypolenion o cuba debajo del lagar» 44. El lagar de los antiguos judíos consistía en dos cubas sobrepuestas; en la superior se amontonaban los racimos, que los viñadores aplastaban con sus pies. El jugo, que salía por una abertura hecha en la parte inferior, caía en la segunda cuba, colocada debajo de tierra, y con frecuencia tallada en la roca.
Estos diversos pormenores, resumidos por Isaías y por Nuestro Señor, muestran cuán grande era la solicitud del propietario de la viña. Aquel amado viñedo era precisamente Israel, el pueblo tan favorecido del cielo, y el propietario era el Señor mismo. Ninguna imagen aparece con tanta frecuencia en los escritos del Antiguo Testamento como la de la viña para representar la teocracia judía 45. Por esto la emplea aquí el Señor, y con tanta mayor oportunidad cuanto Palestina era en pasados tiempos 46, y lo es aun hoy, en parte, muy a propósito para el cultivo de la viña. Cuando el propietario la daba en arriendo, la renta se pagaba, ya en dinero, ya en especie. En el caso presente, según se deduce de la parábola, se había preferido este segundo modo. La partida del dueño, como se trata de Dios, es una simple ficción exigida per el conjunto del relato. Después de haber confiado su viña mística a los encargados de hacerla producir en su nombre, el Dios de Israel los dejó obrar conforme a su libre albedrío, según ley ordinaria de su providencia.
La continuación de la parábola describe largamente el indigno proceder de los viñadores:
«Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para que percibiesen los frutos de ella. Mas los labradores, echando mano de los criados, hirieron al uno, mataron al otro, y al otro le apedrearon. De nuevo envió otros criados, en mayor número que los primeros, y los trataron del mismo modo. Por último, envióles su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid matémosle, y tendremos su herencia. Y apoderándose de él, le echaron fuera de la viña y lo mataron.»

Todo es perfectamente claro en estas trágicas líneas, que dan un resumen harto preciso de la historia religiosa del pueblo israelita, y en particular de sus directores, en el curso de largos siglos. Muchas veces, sus reyes, sus sacerdotes, y después, en tiempo de Nuestro Señor, sus doctores y demás clases directoras, se habían mostrado gravemente infieles en su cargo y habían tratado, no solamente con insolente desdén, sino también con verdadera crueldad, a los mensajeros que Dios les enviara de tiempo en tiempo para pedirles su legítima parte de la cosecha, es decir, para pedirles rigurosa cuenta de la dirección que daban a su pueblo. ¡Qué admirable serie de profetas –porque ellos principalmente fueron aquellos sucesivos embajadores– había enviado Dios a su nación escogida y a los guías de ella, así temporales como espirituales, para recordarles sus deberes para con Él y, cuando se desviaban, para volverlos a mejores sentimientos! Esta es, ciertamente, una de las más hermosas páginas de la historia del pueblo judío. Pero también una de las más tristes, como lo dirá San Esteban 47, después de Jeremías 48 y del mismo Salvador 49 «¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?» Ahí están Elías, injuriado por Jezabel; Miqueas, aprisionado por Acab; Eliseo, amenazado por Joram; Zacarías, apedreado por orden de Joás; Jeremías, lapidado en Egipto por sus compatriotas; Isaías, aserrado con una sierra de madera, según la tradición judía 50. Y no citamos sino los más conocidos.
La parábola pone muy de relieve, por parte de los labradores, una perfidia cada vez mayor y al mismo tiempo una como locura que llega hasta imaginar que su atentado homicida contra el hijo del propietario, por consiguiente contra el mismo Jesús, los pondrá en posesión de la viña; por parte de Dios, una paciencia y una bondad incansables, hasta que el vil asesinato de su hijo pide justa venganza, un castigo ejemplar de los culpables. El envío de mensajeros y el mal trato que les dieron los labradores no se nos describen del mismo modo en los tres Evangelios. San Mateo, cuyo texto hemos citado, divide los servidores en dos grupos, que se presentan sucesivamente. San Lucas sólo habla de tres mensajeros. Otro tanto hace San Marcos al principio; pero luego menciona «otros varios» más. Puras variantes de expresión que en nada afectan al fondo. En los malos tratamientos hay una gradación ascendente: primero, simples insultos; luego los labradores pasan a vías de hecho, y, por fin, llegan hasta dar muerte a los mensajeros y hasta al «hijo único, amadísimo». Con esta última circunstancia la simple historia da lugar a la profecía. Jesús tiene ante sus ojos las escenas de su Pasión, que da ya como sucedidas: ¡tan seguro está de que sus enemigos procederán contra Él hasta el último extremo! Pero donde entramos de lleno en la predicción es en la última parte de la parábola, pues pinta con espantosa claridad las represalias que tomará el padre, tan gravemente ofendido.
«Pues cuando viniere el señor de la viña –continuó Nuestro Señor–, ¿qué hará a aquellos labradores?» Según el texto de San Mateo, Jesús hizo directamente esta pregunta a los miembros del Sanedrín, que le rodeaban, y que, con entera justicia, pudieron responder: «Hará perecer miserablemente a aquellos miserables 51, y arrendará su viña a otras labradores que paguen el fruto a sus tiempos.» Así, pues, el castigo será doble. Los jefes criminales del judaísmo padecerán personalmente el suplicio que ellos habían infligido al hijo del señor de la viña y arrastrarán a su pueblo consigo al castigo. Los soldados de Tito y aun los sicarios judíos serán los encargados de ejecutar más adelante esta sentencia. Además, la viña mesiánica pasará a otras manos más fieles, a las de los gentiles, cuya conversión futura y cuya entrada en la Iglesia de Cristo se predicen aquí nuevamente.
Después, Jesús, mirando, como nos dice San Lucas, con severidad y ahínco a sus interpeladores, continuó:

«¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los que edificaban, ésta fué puesta por cabeza de esquina? El Señor fué quien hizo esto, y es cosa maravillosa en nuestros ojos. Por tanto, yo os digo que se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado, y si ella cayere sobre alguien, será aplastado.»

La imagen cambia de pronto: ¡tan rápido y variado es el lenguaje del Salvador!; pero la idea permanece siempre la misma. Los labradores se convierten en constructores que, con culpabilísimo menosprecio, se desdeñan de emplear la piedra que Dios había destinado para su sitio principal en el edificio levantado por orden suya. Había ésta de servir de esquinal, de «piedra angular», que uniese los dos muros y les fuese cimiento inquebrantable. Como quiera que sea, ocupará su verdadero lugar, porque, como se ve por el pasaje del salmo de donde tomó 52 Jesús la cita y por los vaticinios de Isaías y de Daniel 53, es figura del Mesías, en cuanto fundamento indestructible de la Iglesia, y ninguna fuerza humana podrá prevalecer contra ella. Aquí también el castigo caminará al paso del pecado, pues esta piedra, que, según el plan divino, no había de ser sino instrumento de salvación, se convertirá, por obra de los enemigos de Cristo, en ocasión de ruina, ya porque ellos vengan a chocar violentamente contra ella, ya porque ella, cayendo sobre ellos, los aplaste con todo su peso. A esta amenaza contra los judíos culpables va unida una vez más la promesa, tan dulce y gloriosa para los gentiles. Esta metáfora de la piedra angular impresionó tan vivamente a los apóstoles, que muchas veces la emplearán en adelante, aplicándola a Jesús 54.
Los tres evangelistas a una indican expresamente la impresión que las últimas palabras del Salvador 55 produjeron en los delegados del Sanedrín, a quienes no se les ocultó que a ellos aludían y a ellos condenaban personalmente.
De tal manera se exasperaron con esto, que una vez más quisieron apoderarse de Jesús para ejecutar la sentencia de muerte que desde hacía tiempo habían pronunciado contra El; pero les contuvo el temor. Recurriendo imprudentemente a la violencia, se arriesgaban a concitar contra sí la cólera del pueblo, que manifestaba adhesión cada vez más ardorosa hacia Jesús, pues le consideraban por lo menos como un gran profeta. Se retiraron, pues, confusos, sin llegar a saber lo que pretendían, y después de haber aprendido lo que prefirieran ignorar.
Después de breve pausa 56, Jesús, por quien a las claras había quedado la victoria, propuso una tercera parábola, que venía a completar la de los labradores homicidas. En aquélla se representaba a Dios bajo la figura de un propietario que reclama su parte a deudores sin conciencia; en esta otra, en figura de rey benévolo, generoso, que convida a sus súbditos a su mesa y les hace ricos presentes. En ambas; a la paciencia y bondad divinas va unida una grave amenaza, ya que en esta tercera parábola, como en las dos anteriores, Nuestro Señor predice bien ostensiblemente la ruina de la nación judía y el castigo de sus indignos jefes. Solamente la trae San Mateo 57, y se la suele llamar la parábola del Convite nupcial o de las Bodas reales. Tanto por su fondo coma por muchos de sus pormenores, tiene gran semejanza con la del Gran Convite, que en otro lugar citamos, según el tercer Evangelio 58. Por lo que muchos comentadores 59 han creído que ambas composiciones son idénticas. Pero no han advertido suficientemente que se refieren a ocasión y tiempo muy distintos. Aquí, por ejemplo, Jesús está en los patios del Templo y se dirige a los miembros del Sanedrín; allí estaba en casa de un fariseo y hablaba a los convidados. Además, algunas circunstancias son del todo diferentes, y aun las que son semejantes están presentadas en forma nueva. Por último, el fin que el Salvador intentaba no es enteramente el mismo en ambos casos. Como quiera que sea, la alegoría del reino de Dios, comparado a un festín, era entonces muy popular; de suerte que bien pudo Jesús emplearla en diversas ocasiones para enseñar al pueblo, introduciendo cada vez algunas modificaciones.
Esta misma imagen aparece muchas veces en los escritos rabínicos, en particular en una parábola del Talmud, cuya traducción se leerá, sin duda, con gusto. Su autor es el rabino Jochanan ben Zaccai, que vivía en el último tercio del siglo primero de la Era cristiana. «Parábola: Un rey invitó a sus servidores a un festín, pero sin señalar el momento preciso en que se celebraría. Los más prudentes se pusieron sus vestidos de fiesta y se sentaron a la puerta de la casa del rey. Decían: Quizá falte (aún) algo en la casa del rey. Los menos prudentes se fueren a sus trabajos. Decían: ¿Se prepara acaso un festín sin mucho trabajo? Pero de repente el rey mandó llamar a sus servidores. Los que habían sido prudentes entraron vestidos con sus trajes de fiesta. Pero los que no habían sido prudentes entraron cubiertos con vestidos desaliñados. Entonces el rey manifestó su satisfacción a los prudentes y se irritó contra los otros. Exclamó: Estos que se han puesto sus vestidos de fiesta para el convite pueden entrar, comer y beber, mas esos otros que no se han ataviado para el festín se quedarán de pie y mirarán (a los otros)».
Los vestidos de fiesta son lo mismo que el vestido nupcial de que se habla en las últimas líneas de la parábola del Convite real. Se compone éste de tres actos, de los cuales cada uno corresponde a una idea nueva. Acto primero:

«Semejante es el reino de los cielos a cierto rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas; mas éstos no quisieron ir. Volvió a enviar otros siervos, diciendo: Decid a los convidados: He aquí que he preparado mi banquete, mis toros y los animales engordados están ya muertos, y todo está prevenido; venid a las bodas. Mas ellos no hicieron caso y se fueron, uno a su granja y otro a sus negocios. Y otros echaron mano de los criados y, después de haberlos ultrajado, los mataron. Y el rey, cuando lo oyó, se irritó, y, enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas y puso fuego a su ciudad.»

Todo está claro en esta narración. El rey figura a Dios-Padre, soberano Señor del cielo y de la tierra, y más particularmente rey de la teocracia judía. Su Hijo es Cristo, que contrae con la Iglesia una unión estrecha e indisoluble, que los escritos del Nuevo Testamento, comenzando por los Evangelios, suelen representar en forma de un matrimonio místico 60. Ya dejamos dicho, al explicar la parábola del Gran Convite, que entre los orientales, tan amigos de guardar las formas y las ceremonias, el anfitrión dirige casi siempre a sus convidados reiteradas invitaciones. En lo que hemos llamado primer acto hallamos hasta tres de éstas. Los invitados, simplemente reacios al principio, y luego después rebeldes y asesinos, y en ambos casos gravemente culpables, puesto que la repulsa era ya de suyo un insulto al rey, pertenecían a las clases superiores y directoras del reino. Simbolizan, pues, a los jerarcas, a los miembros del Sanedrín, a los fariseos y a los escribas; en una palabra, a los jefes civiles y espirituales de la nación judía. También ellos habían respondido con una insolente y criminal negativa a la honrosísima invitación que les había hecho el divino Rey para que asistiesen a las bodas de su Cristo. Permanecieron sordos a los sucesivos mensajes que se había dignado enviarles por medio de Jesús mismo y de sus discípulos y que aún les enviaría por los apóstoles y demás predicadores del Evangelio. Así como lo restante de la narración evangélica nos permitirá asistir a la dolorosa Pasión del Salvador, cuyos principales autores fueron los jerarcas, así el libro de los Actos nos presentará a los apóstoles y discípulos del Mesías presos, como si fueran malhechores, afrentosamente maltratados y cruelmente muertos 61. Pero a su tiempo vendrá el castigo de los perseguidores, y los romanos serán los terribles instrumentos de la venganza divina. Muchos de los que entonces escuchaban esta amenaza perecieron quizá, aplastados o quemados vivos, debajo de las humeantes ruinas del Templo, junto al cual fué pronunciada esta predicción.
El rey, aunque tan gravemente ofendido por aquellos a quienes había honrado invitándolos los primeros, no renunció a celebrar dignamente las bodas de su hijo. Como todo estaba preparado para el festín, sólo era menester hallar nuevos convidados. Esto es lo que nos dice el segundo acto de la parábola.

«Entonces el rey dijo a sus siervos: Las bodas están aparejadas; mas los que habían sido convidados no eran dignos. Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos hallareis, llamadlos a las bodas. Y habiendo salido los criados por los caminos, juntaron a cuantos hallaron, malos y buenos, y la sala de las bodas se llenó de convidados.»

La parábola del Convite nupcial vuelve a coincidir aquí con la que nos ha referido San Lucas. Esta vez la invitación es general, y los enviados del rey llevan, conforme a la orden que habían recibido, convidados de toda clase, «malos y buenos», sin tener cuenta con su estado moral presente. Los malos tendrán excelente ocasión de convertirse y llegar a ser buenos. La invitación no pone tampoco distinción alguna entre judíos y gentiles: estas categorías han cesado de existir en la Iglesia del Mesías, pues la catolicidad es precisamente una de sus notas esenciales. Por lo cual Jesús, antes de tornar al cielo, dirá a sus apóstoles: «Id, enseñad a todas las gentes» 62. Habrán de echar la red evangélica en el vasto océano del mundo para recoger peces de toda especie.
Tercer acto. Cuando todos los convidados se hubieron colocado, al modo oriental, sobre divanes puestos alrededor de las mesas,

«entró el rey para ver a los que estaban a la mesa, vió allí a un hombre que no estaba vestido con vestidura de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí no teniendo vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a los criados: Atado de pies y manos, arrojadle en la oscuridad de fuera: allí será el lloro y rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

No entra el rey en la sala del festín para comer con sus convidados, sino, al modo de las personas de calidad, cuando invita a considerable número de sus vasallos, iba a saludarles y ver si todo estaba en orden. De repente observa que uno de los convidados había faltado a las reglas elementales del decoro, presentándose en palacio y asistiendo al festín vestido con sus vestidos ordinarios, como los «necios» de la parábola talmúdica, sin ataviarse con el «vestido nupcial», es decir, sin traje de fiesta, cual convenía a tan gran convite celebrado en tan digno lugar. Cierto, la última invitación había sido apresurada, y encontró a las gentes en los caminos y en las plazas públicas y, por tanto, en traje que nada tenía de lujoso. Pero hay en Oriente una costumbre especial que hacía imperdonable la conducta de aquel convidado. Cuando una persona de clase distinguida invita a un banquete solemne, cuida de ofrecer a los invitados un traje de ceremonia, que han de vestir cuando vayan al banquete. Así, pues, por pobre que fuese, no podía alegar excusa si concurría a la fiesta sin vestido adecuado. De ahí la indignación del rey, que al punto se manifiesta con un duro reproche y con la inmediata expulsión de aquel desvergonzado que se había atrevido a cometer tan gran falta de respeto.
Dejando a un lado la discusión de antiguos autores respecto de la significación precisa del traje nupcial, nos limitaremos a decir que este vestido de fiesta representa, en general, la santidad que deben poseer todos aquellos a quienes se ha concedido el inmenso honor de ser admitidos como ciudadanos del reino mesiánico, como miembros de la Iglesia de Cristo. Pueden, según acaba de decirnos la parábola misma, ser malos cuando reciben el divino llamamiento; pero deben salir lo antes posible de este estado y revestirse de las virtudes y de la santidad cristianas. Así, pues, los judíos rechazados por incrédulos; los gentiles, llamados en su lugar, pero rechazados a su vez de la salvación mesiánica, si se hacen indignos de ella: tal es el resumen y enseñanza de esta grave instrucción de Nuestro Señor.
Hemos asistido a la primera fase de la lucha del Salvador con sus enemigos. Los delegados del Sanedrín han quedado reducidos a vergonzoso silencio. Pero, al retirarse, prosiguen la intriga contra Jesús, enviando inmediatamente –San Marcos y San Lucas lo dicen expresamente 63 a sus amigos los fariseos con encargo de continuar la discusión. Aceptaron éstos de buen grado, esperando tener mejor suceso 64. Tras breve deliberación combinaron un plan de ataque. Deseando inducir a Jesús a que pronunciase palabras comprometedoras que diesen ocasión de acusarle, bien ante los romanos, bien ante su propio pueblo, van a intentar una diversión hacia el terreno político, tan peligroso entonces. Su perversa intención está dramáticamente expresada en las imágenes de que se sirven los narradores. Querían cogerle como en un lazo, darle caza, sorprenderle 65. No lucharán contra Él con armas honrosas, sino con una astucia indigna.
Por eso al principio se guardarán bien de presentarse en persona, temerosos de excitar su desconfianza. Le enviarán algunos de sus jóvenes talmidim o discípulos, que, con candor aparente, vendrán a proponerle un caso de conciencia, esperando que lo resuelva de modo que quede en trance muy difícil. Varios herodianos, así llamados, según ya dijimos, porque eran partidarios resueltos de la dinastía de los Herodes, se juntaron a los emisarios de los fariseos. Como afectos que eran al gobierno de Roma, harían de acusadores y de testigos si la respuesta de Jesús les pareciese contraria a los intereses del Imperio.
Llegáronse, pues, a Nuestro Señor varios alumnos de las escuelas rabínicas, con grandes muestras exteriores de profundo respeto. «Rabbi –le dijeron en un breve preámbulo muy halagador, encaminado a encubrir lo insidioso de su actitud y a desvanecer sospechas–, Rabbi, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios en verdad, y que no eres aceptador de personas porque no miras a las apariencias de los hombres.» ¡Qué cúmulo de elogios tan odiosamente hipócritas, aunque tan bien merecidos del Salvador! Estos discípulos, dignos de sus maestros, ponen, pues, de relieve con afectación la ortodoxia de Jesús 66, su independencia, bien reconocida, respecto de los juicios humanos y su entera imparcialidad. Con esto manifiestan la ilimitada confianza que les inspira, y se muestran propicios de antemano a aceptar su decisión sobre el problema que van a proponerle. Razón tenía un antiguo comentador 67 al compararlos a las abejas, que, teniendo la boca llena de miel, llevan oculto un venenoso aguijón.
Después del exordio propusiéronle su caso de conciencia en términos clarísimos: «Dinos, pues, qué te parece: ¿Es licito dar tributo al César o no? ¿Lo pagaremos o no lo pagaremos?» 68. Proponen, como se ve, dos cuestiones diferentes. La primera es general y teórica: ¿Es lícito o no pagar el tributo al emperador romano? La segunda es particular y práctica: Nosotros, miembros de la nación israelita, ¿hemos de pagar este impuesto? 69 En su lugar dejamos dicho cuán pesada era para los judíos la dominación romana. Particularmente odioso les era el tributo que tenían que pagar regularmente a los aborrecidos publicanos, que se lo reclamaban en nombre del César reinante, pues, demás de que solía ser abrumador, era también clara serial de su servidumbre. Verdad es que el problema así propuesto no hubiera puesto en aprieto ni al santo rey Ezequías, ni al profeta Jeremías, ni a personas tan solícitas de la independencia nacional como Esdras y Nehemías, pues, sin dejar de ser verdaderos israelitas, no dudaron en reconocer el dominio de Nínive, de Babilonia o de Persia. Pero los mezquinos principios y el orgullo de los fariseos habían producido en muchas almas escrúpulos angustiosos, que ahora se tomaban como base de un capcioso caso de conciencia.
No olvidemos que, por su parte, los romanos eran celosos hasta el exceso del derecho que, después de cada conquista, se arrogaban, de imponer tributos de varias clases a las naciones vencidas. Negarse a pagar el tributo al César se hubiera reputado por crimen de lesa majestad, que llevaba consigo terribles represalias. Bien a costa suya lo aprendieron los judíos que, siguiendo a Judas el Galaunita, se sublevaron, poco después del nacimiento de Jesús 70, por no pagar el tributo a los dominadores. De ahí que los fariseos, aunque hostiles a Roma y opuestos al principio a pagar el tributo, lo satisfacían fielmente como los demás.
Fácil es entender por estos pormenores en qué consistía el lazo que tendían a Nuestro Señor. Si respondía negativamente lo entregarían «a la autoridad y al poder del gobernador» romano, como explica San Lucas. Si decía que «Sí», lo desacreditaban ante el pueblo, presentándolo como enemigo declarado de los derechos sacratísimos de la teocracia. Al parecer, daban por seguro que Jesús no se atrevería a aconsejar que no se pagase el tributo. Aunque era hábil la treta, mayor aún fue la habilidad con que quedó frustrada. Mas todavía Jesús, antes de dar la solución que se le pedía, mostró a los que le preguntaban que no era juguete de su hipócrita maniobra y que conocía sus maliciosos designios. «¿Por qué me tentáis, hipócritas?», les increpó. Luego, con tono majestuoso, pero severo, añadió: «Mostradme la moneda con que se paga el tributo» 71. ¡Cuán viva, aunque callada, no sería la ansiedad de los presentes, mientras que algunos se fueron a buscar la moneda que Jesús les pedía! Cuando éstos volvieron con un denario de plata, Jesús, mirándolo, replicó: «¿Cúya (de quién) es esta figura e inscripción?» Los jóvenes fariseos respondieron: «Del César.” El César reinante a la sazón era Tiberio. Su semblante, grabado en el denario, es bien conocido de anticuarios y numismáticos.
Difícil fuera hallar otro más hermoso; pero acaso tampoco hubo entre los emperadores romanos otro tan cruel como Tiberio. En el anverso de la moneda que tenemos a la vista se lee este exergo: TI(berius) CÆSAR DIVI AUG(usti) F(ilius) AUG(ustus) PONT(ifex) MAX(imus).
Tomando por base la respuesta de los fariseos, el divino Maestro pronunció una sentencia profundísima, que produciría frutos felicísimos si en la práctica siempre se la tuviese en cuenta: «Pues devolved al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.» «Devolved». Los tentadores habían preguntado si era permitido «dar» el tributo, y Jesús les responde que lo «devuelvan» 72, es decir, que lo paguen como una deuda. Principio admirable que hermana las relaciones del hombre, y en particular las del cristiano, con Dios y con el Estado, dejando siempre a salvo los derechos respectivos. Al decir de los Zelotes judíos y de algunos fariseos, había verdadera incompatibilidad entre el pago del impuesto y la soberanía de Dios sobre la nación escogida. Jesús afirma que no hay tal incompatibilidad; su lección de cosas es de singular fuerza. Ese denario viene de Roma y pertenece a Roma. Con sola su presencia en Palestina, atestigua la dominación de Roma: ¡que vuelva, pues, a Roma en forma de tributo! Pero también es justo dar a Dios lo que le pertenece, pues por cima de las autoridades de la tierra está la autoridad divina, a la que debemos respeto, obediencia y amor. Dios y el Estado, el orden religioso y el orden político: dos órdenes ciertamente muy distintos, y uno de ellos muy superior al otro, pero no son opuestos; antes pueden coexistir pacíficamente para procurar la dicha del linaje humano. Mas para esto, claro está que el Estado no ha de traspasar los límites de sus derechos, sino, al contrario, -respetar siempre los de la religión y de la conciencia y aliarse con Dios, es decir, con la Iglesia de Cristo, para impedir el mal, para ayudar a la dilatación de la verdad, para conseguir el bien material, el bien intelectual, y sobre todo el bien moral de los pueblos. He ahí lo que se deduce de las hermosas palabras de Jesús.
El Salvador respondió a la pregunta con tanta claridad y habilidad, que los mayores enemigos de Roma y los más ardientes zelotes no pudieron ofuscarse. San Pablo 73 desenvolverá un día este mismo pensamiento. Los que habían ido a preguntar se retiraron, pues, en silencio, confusos y al mismo tiempo obligados a admirar 74 la sabiduría de Aquél a quien habían querido coger en sus redes.
En aquel «día de preguntas», como lo llama Bossuet, todos los partidos más influyentes de la nación judía –los miembros del Sanedrín, los fariseos y los herodianos, y luego los saduceos– llegan sucesivamente a proponer a Nuestro Señor cuestiones insidiosas. Ahora toca el turno a los saduceos. Ya los vimos una vez, tan sólo una 75, cara a cara con Jesús, pidiéndole insolentemente «una señal en el cielo». A lo que parece, aquellos hombres de ideas liberales, miembros casi todos del clero superior y casi indiferentes al yugo romano, poco o nada se habían preocupado de la reputación y autoridad, cada vez mayores, del Salvador durante su vida pública. No tenían las mismas razones que los fariseos para temer su doctrina, porque, siendo semirracionalistas –como diríamos hoy–, se les daba muy poco de aquellas tradiciones que tanto estimaban sus rivales, y que Jesús más de una vez había impugnado. Pero los acontecimientos de los últimos días les han revelado en el Templo, en su propio terreno, el poder de Nuestro Señor, y como además ven en Él un competidor peligroso, conciben el designio de desembarazarse de Él cuanto antes puedan. Van a llevar la discusión al terreno dogmático; pero el arma que con preferencia manejarán será la de la irrisión, que permite a veces asestar tiros terribles contra el adversario, sobre todo en presencia del pueblo, que gusta de esta clase de combates 76.
Sabemos también, especialmente por el historiador Josefo y por el Talmud 77, que los saduceos, según nos advierten aquí los tres sinópticos, no concedían gran importancia a los más sagrados dogmas del judaísmo. Negaban a un tiempo la inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos. Sobre este último punto precisamente versará la dificultad que van a presentar a Jesús. Dejando a un lado todo preámbulo, se contentan con dar al Salvador el título de Rabbi, y van derechamente a la exposición de su caso. «Rabbi –le dicen–, Moisés nos dejó escrito que, si el hermano de uno muriere y dejare mujer, pero no dejare hijos, el hermano suyo tome a la mujer de él y suscite prole a su hermano». La ley a que aluden estaba redactada en estos términos 78: «Cuando habitaren dos hermanos juntos y uno de ellos muriere sin hijos, la mujer del difunto no se casará con un extraño, sino que la tomará el hermano del muerto, para suscitar descendencia a su hermano. Y al primogénito que tuviere de ella, dará el nombre de su hermano, para que el nombre de éste no sea borrado en Israel.» Por donde se ve que la cita de los saduceos era exacta en cuanto al sentido. Esta prescripción, que no era particular de los judíos, pues también se halla en varios pueblos antiguos, como los egipcios, los persas y los hindús, y aun hoy entre los circasianos, es conocida con el nombre de ley del levirado 79, que es como decir ley que regula el matrimonio entre cuñados y cuñadas. Tenía por objeto conservar la rama primogénita de cada familia e impedir la excesiva enajenación de los bienes. No estaba limitada a los hermanos del marido muerto sin hijos, sino que se extendía también a los parientes próximos, coma sabemos por el libro de Ruth 80. No era estrictamente obligatoria; pero el que rehusase cumplirla tenía que someterse a una ceremonia humillante 81. Aunque por el tiempo de Nuestro Señor había caído ya en descrédito, que irá aumentando con los años, no había cesado de estar en vigor en Palestina.
Después de mencionado en resumen el texto legal, los saduceos citan un hecho, probablemente fingido, aunque de suyo posible 82, que presentan con agudo ingenio para ridiculizar la creencia en la resurrección de los muertos.

«Pues eran siete hermanos, y el mayor tomó mujer, y murió sin dejar sucesión. Luego la tomó el segundo, y murió también sin dejar hijos. Y el tercero, de la misma manera. Y asimismo la tomaron los siete, y no dejaron hijos. Y, la postrera de todos, murió también la mujer. ¿Al tiempo, pues, de la resurrección, cuando volviesen a vivir, de cuál de éstos será mujer?, porque todos siete la tuvieron por mujer.»

Esta breve narración, picante y rápida, es un modelo de casuística refinada. Sus autores daban por seguro que la cuestión que acababan de proponer a Jesús le pondría de cierto en apurado trance. ¿Cómo podrá responder a esta deductio in absurdum? ¿No parece que hiere de muerte al dogma de la resurrección de los cuerpos, probando que de él nacen dificultades insolubles? Aunque no hubiese habido más que dos matrimonios, la cuestión se presentaría del mismo modo 83; pero multiplicándolos sobremanera, los saduceos consiguen poner más de relieve la objeción.
Sin embargo de esto, ¡con qué facilidad va a resolverla el divino Maestro! Su respuesta lleva un sello de sabiduría, de dignidad y de noble serenidad. También a aquellos orgullosos jerarcas les dirá sin rebozo las verdades. «Erráis –comienza diciéndoles–, porque no sabéis las Escrituras ni el poder de Dios.» El reproche era severo, y más cuando se hacía a los jefes espirituales del judaísmo. La dificultad que presentaban como insuperable nacía en realidad de un grave error de ellos, y este error provenía de una ignorancia no menos grave. Jesús va a darles la prueba de esta doble ignorancia comenzando por la que había señalado en segundo lugar. «Los hijos de este siglo –replicó– se casan y son dados en casamiento 84; pero en la resurrección, ni se casan los hombres ni las mujeres son casadas, porque no podrán ya más morir, par cuanto serán iguales a los ángeles.» Los saduceos suponían que en la otra vida las condiciones de la vida serían las mismas que acá abajo, especialmente en lo tocante al matrimonio, como si fuese imposible a Dios el cambiarlas. Grosero error. ¿No es Dios todopoderoso? Quien formó la naturaleza humana, ¿no podrá también transformarla según su querer? En la vida presente el matrimonio es necesario para llenar los puestos vacíos que a cada instante causa la muerte en el género humano. En el cielo, donde nadie muere, no serán menester ni matrimonio ni generación 85. Los resucitados, ya gloriosos, serán, en cuanto a esto, semejantes a los ángeles. Por donde se ve que la objeción de los saduceos era enteramente infundada. Verdad es que negaban la existencia de los ángeles como la resurrección de los cuerpos 86; pero Jesús tampoco temía esta negación, y estaba dispuesto a argumentar con sus adversarios acerca de este otro artículo de la teología judaica.
Pasando a la segunda causa del error de los saduceos, la ignorancia de las Escrituras, añadió el Salvador: «Por lo que toca a que los muertos hayan de resucitar, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la Zarza 87, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Ahora bien; Dios no es Dios de muertos, sino de vivos.» Como frecuentemente se ha observado, siguiendo a San Jerónimo 88, lo que el razonamiento del Salvador demuestra directamente no es la futura resurrección de los cuerpos, sino la inmortalidad del alma. Con todo, y muy especialmente según las ideas de los judíos, estos dos dogmas son inseparables, pues como quiera que el cuerpo es parte esencial de la naturaleza humana, de la inmortalidad del alma, se sigue la resurrección de los cuerpos. Si los Libros sagrados proclaman la existencia de una vida eterna para el hombre, ésta debe ser para el hombre completo, tal como salió de manos del Creador y tal como vive sobre la tierra. Sin la resurrección de los cuerpos, el hombre sería imperfecto, incompleto. Por esto algún día será restablecido en su primer estado y el cuerpo tornará a juntarse con el alma para no separarse ya más de ella.
Nuestro Señor hubiera podido citar en apoyo de su doctrina textos más explícitos 89; pero como los saduceos habían traído a cuento a Moisés, los refuta con un pasaje de los escritos de Moisés 90. Puesto que el Señor, aun después de la muerte de Abraham 91 y de los demás patriarcas 92, se dignó llamarse Dios de Abaham, de Isaac y de Jacob, claro es que no lo hacía sin profundo misterio. Quería darnos a entender que Él no desampara después de la muerte a quienes le han servido fielmente durante su vida y a quienes Él ha amado tiernamente; tal era el caso de Abraham, de Isaac y de Jacob. De esta unión íntima de los justos con Dios tomaba motivo el salmista 93 de una firme esperanza de la inmortalidad. Queriendo el Dios de Israel tomar un título glorioso, ¿hubiérase llamado Dios de algunos huesos reducidos a polvo hacía ya siglos? Bien, pues, pudo Jesús concluir diciendo a sus adversarios: «Erráis.» Tan perentoria había sido su argumentación, que los saduceos no hallaron cosa que responderle: les puso como una mordaza en la boca, según la enérgica expresión de San Mateo. Por su parte, las turbas que, agrupadas en torno al Salvador, habían asistido a la discusión, no disimulaban su admiración y su alborozo 94. Los enemigos de Jesús habían pretendido desacreditarle ante el pueblo, y he aquí que ocurría lo contrario: quienes quedaban desacreditados y confundidos eran sus adversarios.
La victoria del Salvador le valió hasta públicos parabienes que no eran de esperar. Procedían éstos, según nos dice San Lucas 95, de algunos escribas que había entre el auditorio, y que no pudieron menos de exclamar: «Maestro, bien has hablado.” El elogio era tanto más de extrañar cuanto, por lo común, los escribas –varios episodios nos lo han manifestado– eran declaradamente hostiles a Jesús. Pero a veces la verdad triunfa aun sobre los prejuicios y el odio, fuera de que, en muchos puntos, las ideas religiosas de los escribas eran diametralmente opuestas a las de los saduceos; y así, los doctores que habían presenciado la derrota de sus rivales no pudieron disimular la satisfacción que experimentaban: por eso su elogio de la victoriosa argumentación de Jesús fué más caluroso.
Antes de pasar al incidente que ocurrió después de esta intervención de los saduceos hemos de explicar una ligera diferencia de los dos evangelistas que lo refieren 96. «Los fariseos –escribe San Mateo–, cuando oyeron que (Jesús) había hecho callar a los saduceos, se juntaron en consejo, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para tentarle: «Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento en la Ley?» Según San Marcos, «uno de los escribas que había oído la disputa, viendo que Jesús les había respondido bien, se llegó a Él y le preguntó cuál era el mayor mandamiento de la Ley». Este escriba, según el segundo Evangelio, no sólo no parece movido de mala intención al preguntar a Nuestro Señor, sino que el resto de la narración nos lo presenta en un aspecto favorable. Mas la diferencia entre los dos evangelistas tan sólo es aparente. Fácil es conciliarlos suponiendo (y es muy natural la hipótesis) que cada uno consideraba el hecho a una luz distinta. Lo que principalmente impresionó a San Mateo fué el motivo que indujo al escriba a dirigirse a Jesús. De hecho, se presentaba para tenderle un lazo, a título de campeón de los fariseos. Mas con todo eso, ni sus intenciones eran tan malas ni sus ideas tan estrechas como las de otros fariseos, por lo que, movido de la santa y sabía doctrina del Salvador, pronto vuelve a mejores sentimientos. Este aspecto recomendable del doctor, esta imparcialidad y el candor con que reconoció la verdad es lo que San Marcos quiso poner de resalto en su dramática narración. Añadamos que el primer Evangelio no nos da más que un simple sumario de los hechos.
«¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» Tal fué la pregunta del escriba, según la traducción corriente 97. Pero la palabra «cuál» no expresa con exactitud el sentido del adjetivo griego correspondiente, que antes significa: «¿de qué naturaleza?» 98. Por consiguiente, ¿qué cualidades ha de tener, qué requisitos debe llenar un precepto de la ley mosaica para que merezca se le coloque en primer lugar? Esta pregunta, que a nosotros nos parece tan inocente, era tenida entonces por muy dificultosa, por lo que en las escuelas rabínicas era materia de interminables discusiones. En efecto, al decir de los rabinos, la ley judía contaba hasta 613 preceptos. Ahora bien; ante tal suma de mandamientos, natural era que se preguntasen cuáles son los más importantes, los mayores, los más obligatorios. «Si Moisés nos prescribió 365 leyes negativas y 248 positivas, decía Rabbi Simlai 99 seguramente que no serán todos estos preceptos igualmente importantes ni todas las transgresiones igualmente culpables. ¿Cuáles son, pues, los mandamientos importantes, cuáles las leyes menos urgentes?» Los doctores, no llegando a ponerse de acuerdo, ni sabiendo cuáles preferir entre tantos preceptos «pesados» o «ligeros», según ellos los clasificaban, vinieron a declarar que el divino Legislador no había hecho distinción entre sus mandatos por orden de su respectiva importancia, para que así ninguno se descuidase 100. ¡Y he aquí que quieren poner a Jesús en trance apurado haciéndole esta pregunta! Su respuesta, tan sencilla, tan espontánea y tan verdadera, extiende ante sus oyentes un horizonte maravilloso. «El primer mandamiento –dice– es éste: ¡Escucha, Israel! El Señor tu Dios es un Señor único, y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu entendimiento, y con todas tus fuerzas.»
En estas líneas, que hemos citado según San Marcos, habrá notado el lector la breve introducción: «¡Escucha, Israel! El Señor tu Dios es un Señor único.» Son palabras célebres en Israel, donde, desde hace quizá dos mil años 101, eran la fórmula popular y compendiosa de la fe en un solo Dios y en todo lo que esta unidad supone. Se las llama el Shemá, de su primera palabra en hebreo. Todo judío fiel había de recitarlas al menos dos veces al día, en sus oraciones de la mañana y de la tarde. Sh'iná Israel es una exclamación, una especie de oración jaculatoria, que salía con frecuencia de los labios de las personas piadosas 102. Después de este preámbulo viene el texto propiamente dicho del gran precepto del amor 103, que está redactado con algunas ligeras variantes en el texto hebreo, en la traducción de los Setenta, en el primero y segundo Evangelios. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas», dice el texto hebreo. Los Setenta traducen: «Amarás con toda tu inteligencia, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.» Se lee en San Mateo: «Con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu inteligencia»; en San Marcos: «Con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu inteligencia, y con todas tus fuerzas.» Simples variantes para representar todas las facultades y todas las potencias del ser humano. Todo, pues, en nosotros debe en su manera, amar a Dios: el corazón, en quien se simboliza por excelencia el amor; el alma y la inteligencia, es decir, las facultades intelectuales, y también la fuerza, es decir, el conjunto de nuestras energías, cualesquiera que sean. Según la bellísima y riquísima sentencia de San Bernardo, «la medida de amar a Dios es amarle sin medida». Así, pues, Jesús comunica a este texto elocuente del Deuteronomio una nueva vitalidad y una extensión que no podía tener en la Antigua Alianza 104.
Aunque la pregunta del escriba no se refería más que a un solo mandamiento divino, Jesús tuvo por bien completar su respuesta añadiendo: «Este es el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» De nuevo el divino Maestro cita otro pasaje del Pentateuco 105, pero entendiéndolo en un sentido mucho más amplio, pues en el libro del Levítico las palabras «tu prójimo» parece, según el contexto, que no se refieren más que a los miembros de la nación teocrática; mas aquí, como sabemos, por haberlo declarado el Salvador mismo 106, denotan a todos los hombres, incluso a los extranjeros y aun a los enemigos. Jesús no entendía el amor de Dios sin el del prójimo, ni toleraba que en adelante se los separase. El precepto del amor de Dios es, con mucho, el primero; pero de él, como de su fuente, mana la caridad fraterna; en él, como en un hogar abrasador, se encienden las llamas del amor al prójimo. De ahí también –Jesús insiste en ello– que los preceptos que imponen al hombre este doble amor son semejantes entre sí e inseparables el uno del otro. Por sí solos resumen toda la ley, todas las enseñanzas de los profetas, y en particular las del Decálogo. En ese sentido se complacerá también San Pablo en decir que «el amor es la plenitud –es decir, el cumplimiento total e integral– de la ley» 107.
Salvo raras excepciones 108, los fariseos y los escribas, gentes, por lo común, de corazón seco y de espíritu rígido, no entendieron este gran pensamiento. Pero el doctor que había interrogado al divino Maestro, no acertando a contener su admiración, exclamó, repitiendo con algunas adiciones las palabras del Salvador: «Bien, Maestro; con verdad has dicho que uno es Dios y no hay otro fuera de Él y que se le ha de amar can todo el corazón, y con todo el entendimiento, y con toda el alma, y con todo el poder, y que amar al prójimo como a sí mismo es más que todos los holocaustos y sacrificios.»
El último pensamiento es tan bello como justo. Honra a quien, siguiendo a muchos santos personajes del Antiguo Testamento 109, lo expresaba con tanta franqueza. Aquel escriba había comprendido la superioridad de la ley del amor sobre los sacrificios cruentos o incruentos, la superioridad del culto interior que damos a Dios amándole sobre todas las cosas y amando a nuestros hermanos por amor de Él sobre el culto puramente exterior. Jesús le recompensó al punto diciéndole con inefable bondad: «No estás lejos del reino de Dios.» En efecto, había expresado en atinadísimo lenguaje uno de los principios fundamentales de este reino. Estaba, digámoslo así, en el umbral y no le faltaba sino dar un paso para penetrar en su interior. De ahí las palabras de ánimo con que Jesús le impulsa a dar este paso preciso, que consistía en buscar y reconocer al Mesías. De creer es que, tarde o temprano, recibiese la fe cristiana.
Los tres evangelistas coinciden en notar, a propósito de las victorias que Nuestro Señor consiguió en aquel «día de conflictos» sobre todos los que habían osado contender con Él, que «nadie se atrevió ya a preguntarle más» 110. Tal fué el éxito final de aquellas reiteradas discusiones. Unos tras otros, los miembros del Sanedrín, los fariseos, los herodianos, los saduceos y los escribas habían sucumbido debajo del peso de los argumentos y de las sabias réplicas de Cristo. Entonces se percataron de que cualquier nuevo intento, por hábil que fuese y por bien trazado que estuviese, de nada serviría como no fuese de procurar a Jesús nuevas pruebas de su superioridad y aumentar su influencia en el pueblo. Habían sido batidos cuatro veces seguidas: en lo referente al origen de su autoridad, en las cuestiones del tributo, de la resurrección de los muertos y del principal mandamiento. En vista de ello renunciaron a la lucha, y sólo pensaron ya en buscar un medio más fácil de vencerlo, acudiendo a la violencia.
Mas Él, tranquilo siempre, les infligirá nueva derrota, proponiéndoles una cuestión a la que no sabrán responder 111. Cuestión altísima, pues versará acerca de un problema religioso de inmensa trascendencia: el origen superior del Mesías. San Mateo observa que fué especialmente dirigida a los fariseos que aún se hallaban en el auditorio. Según San Marcos, Jesús, al proponerla, quería también dar una «enseñanza» a los que le rodeaban. Sin tratar a fondo este grave asunto, que, por otra parte tantas veces había explicado en Jerusalén, en aquellas mismas galerías del Templo, levantó algún tanto el velo, preguntando de improviso: «¿Qué os parece del Cristo? ¿De quién es hijo?» La respuesta a esta primera parte de la cuestión no ofrecía dificultad alguna. «De David», respondieron los fariseos. Los antiguos vaticinios eran tan claros y terminantes acerca de este particular, que cualquier niño judío habría sabido responder de modo satisfactorio. ¿No vimos poco ha que el nombre de «Hijo de David» era el título más popular y frecuente del Mesías? Pero Jesús, entrando en lo más arduo del asunto, añadió: «¿Pues cómo David le llama su Señor, cuando habla inspirado per el Espíritu Santo?» 112.

«Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha
hasta que ponga tus enemigos por escabel de tus pies.»

En este célebre texto citado por Jesús 113 habrán reconocido nuestros lectores las primeras palabras del Dixit Dominus 114 , cuya composición todos los judíos de aquel tiempo atribuían a David, y que unánimemente aplicaban al Mesías, como se ve par numerosos pasajes del Nuevo Testamento 115 y de los escritos rabínicos. En el texto hebreo, a la palabra «Señor» corresponden dos sustantivos distintos. La traducción literal sería: «Oráculo de Yavé a mi Adán», es decir, a mi «Señor». En este título se apoya toda la demostración. Denota necesariamente un ser superior, ya que un rey tan poderoso como David se cree obligado a dárselo al personaje cuyas grandezas canta en este salmo. La continuación del cántico demuestra, en efecto, que el poeta-rey no podía referirse sino a un ser verdaderamente divino, pues nos lo representa sentado para siempre a la diestra de Dios, y con Dios ejerciendo un poder sobrehumano; en otros términos, que posee la naturaleza divina al mismo tiempo que la humana. El Mesías es, pues, a la vez hijo de David, por su generación temporal, el Hijo de Dios, por su generación eterna: ahí está la clave del problema. David se postra de antemano ante el Mesías y le llama su Señor, aunque había de ser hijo suyo según la carne, porque en virtud de una iluminación sobrenatural sabía que tendría plenamente la divinidad.
Los fariseos fueron incapaces de dar con esta clave, aunque en no pocos pasajes del Antiguo Testamento 116 hubieran podido hallarla. Pero en lo tocante al Mesías, tanto ellos como la mayor parte del pueblo paraban demasiado la atención en la filiación davídica y en su reino, entendido en un sentido exclusivamente nacional. Por este motivo olvidaban o desatendían los textos que mencionan su origen celestial. Así que, a pesar de la sutileza de su dialéctica escrituraria, tuvieron que confesar su ignorancia, guardando silencio. Por lo menos, después de los graves acontecimientos de los últimos días, a ninguno de ellos ni a ninguno de los oyentes se le podía ocultar ya que Jesús, al suscitar este problema, había querido aplicarse a sí mismo el salmo CIX y afirmar, en esta nueva forma, que Él era Mesías, tal como David lo había representado. Y «una grande multitud de pueblo, observa San Marcos, le oía con gusto». En el curso del conflicto la turba había permanecido a su lado, siguiendo con vivísimo interés las discusiones, gozándose de sus reiterados triunfos, oyendo, embelesada, su palabra. Como habían dicho antes los humildes servidores del Sanedrín, jamás hombre alguno había hablado como El 117.

III– Anatemas de Jesús contra los fariseos y los escribas; Los helenos se acercan a Jesús.

Las circunstancias eran propicias para denunciar, o mejor, para flagelar públicamente los defectos y vicios de aquellos de quienes Jesús había triunfado en las precedentes discusiones. Perdida toda esperanza de traerlos a mejores sentimientos, importaba prevenir una vez más a los discípulos y a las turbas contra sus malos ejemplos y su funesta influencia. Así va a hacerlo Nuestro Señor en un elocuente discurso en que, quitando la máscara de falsa santidad a los fariseos y a los escribas, descubre su avaricia, su egoísmo, su orgullo y, sobre todo, sus hipócritas artificios. Pocas pinceladas habrá menester el Salvador para pintar este cuadro; pero esas serán tan vigorosas, que el triste retrato de aquellos hombres funestos se imprimirá tan hondamente en la memoria que quedarán infamados para siempre. «Como que los señala con fuego», escribía enérgicamente San Jerónimo 118. Su santa indignación se desborda sobre aquellas almas viles, cuyo dañado espíritu había perjudicado ya tanto al progreso del Evangelio. Esto no quiere decir que no hubiese algunos fariseos buenos –pocos, por desgracia– quienes no alcanzaron los reproches y anatemas de Jesús. Sus terribles acusaciones se dirigen a la generalidad del partido, al que con tanta verdad caracterizan. Son a la vez un acto vengador y un acto protector, un castigo de los culpables y una advertencia para los demás.
Mientras el primer Evangelio trae aquí un largo discurso, San Marcos y San Lucas se contentan con dar un sumario brevísimo, pero que resume muy bien el pensamiento de Jesús 119. Más de una vez hemos recordado que el autor del Segundo Evangelio, por requerirlo así su plan, gusta más de narrar hechos que de referir discursos. En cuanto a San Lucas, había especial motivo para que en esta ocasión fuese compendiosa, ya que en otro lugar insertó otro discurso, no tan largo como éste, pero que contiene sus ideas principales 120. Al explicarlo indicamos ya que no es admisible que San Lucas anticipase allí este discurso de ahora, pues al ponerlo también aquí, en circunstancias muy diferentes, claramente da a entender que los consideraba históricamente distintos. Y era natural que Nuestro Señor censurase en diferentes ocasiones los gravísimos y peligrosos vicios del fariseísmo. Además, entre los dos discursos hay, a pesar de su mucha semejanza, diferencias considerables de fondo y de forma 121.
De la breve fórmula con que lo encabezan San Mateo y San Lucas 122 se infiere que el divino Maestro se dirigió primeramente a los discípulos que entonces le rodeaban y a la numerosa turba que había quedado agrupada junto a Él. Sólo algo después se encara con los escribas y fariseos. Su requisitoria comprende tres puntos 123]. En el primero describe Jesús sumariamente el carácter moral de sus enemigos y exhorta a sus discípulos a apartarse de tan perniciosa influencia. En el segundo pronuncia contra aquellos hipócritas ocho terribles anatemas. En el tercero predice su próximo castigo y llora sobre la desventurada Jerusalén, a la que, por no creer en el Salvador, le cabrá igual suerte que a aquéllos.
Digno de especial consideración es el principio:

«Sobre la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y los fariseos. Guardad, pues, y haced todo lo que os dijeren; mas no hagáis según sus obras, porque dicen y no hacen.»

Antes de reprobar la conducta de aquellos perversos guías, hace Jesús diferencia entre su autoridad legítima (pues eran, en alguna manera, sucesores de Moisés y, por tanto, encargados de interpretar oficiosamente la ley divina) y sus vicios personales y los móviles secretos de su indigno proceder. De ahí esta doble conclusión: Obedecedlos, respetad su oficio; pero guardaos de imitarlos. Y aun la obediencia que aquí recomienda el Salvador supone que lo mandado por los escribas no esté en contradicción ni con el espíritu de la Ley ni con los principios fundamentales de la moral, como se colige de varias restricciones que más adelante veremos 124. «Dicen y no hacen.» ¡Qué censura en estas simples palabras! Saulo, el futuro apóstol, que había estudiado a los pies de los escribas; Saulo, el fariseo celoso, que conocía a fondo las costumbres de sus maestros, ampliará algún día las palabras del Salvador en estas líneas acusadoras, que endereza contra los doctores judíos: «Tú, que enseñas a otro, no te enseñas a ti mismo; tú, que predicas que no se ha de hurtar, hurtas; tú, que abominas de los ídolos, profanas el Templo; tú que te glorías en la Ley, deshonras a Dios, quebrantándola» 125. Jesús justifica luego este reproche, añadiendo este detalle dramático, que ya antes nos refirió San Lucas 126:

«Atan fardos pesados e intolerables y los cargan en los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo suyo los quieren mover.»

Según los designios divinos, la ley mosaica había de ser para los israelitas un privilegio y no una carga; y, con todo, por obra de los fariseos y de millares de pescripciones añadidas por ellos, pesaba de modo abrumador sobre los hombros de los judíos. ¡Qué diferencia de lo que el Salvador llamaba su yugo y su carga! 127 Y Él mismo, con ser Dios, ¡cómo nos dió ejemplo sometiéndose a la Ley, factus sub lege 128 sin dispensarse de las cargas más pesadas!
Pero he aquí que los fariseos van a desplegar ante sus ojos una actividad incansable, pero en provecho propio y en servicio de su desmesurado orgullo.

«Hacen todas sus obras para ser vistos de los nombres, y así ensanchan sus filacterias y alargan sus fimbrias. Aman los primeros lugares en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y ser saludados en la plaza, y que los hombres los llamen Rabbi.»

Todo para ser vistos, para ser admirados; todo, por consiguiente, por sí mismos: he aquí el balance de sus intenciones y de sus obras. Balance de egoísmo, de ostentación y de vanidad desapoderada, sutil y ardorosa, para manifestarse en todas las cosas y en todo lugar: en las calles y en las plazas públicas como en el interior de las casas, en las asambleas religiosas como en las reuniones profanas, en sus vestidos ordinarios como en ciertos ornamentos sagrados que una piadosa costumbre había introducido desde hacía tiempo. En todas partes reclamaban los primeros puestos y particulares muestras de respeto, en forma de saludos y de títulos honoríficos, vehementemente ambicionados. En punto a vestidos, San Marcos y San Lucas mencionan las stolas, es decir, los vestidos largos y flotantes que descendían hasta los talones 129. Ya tuvimos ocasión de hablar de las franjas sagradas. Las filacterias 130 o tephillin, como las suelen llamar los judíos, consisten en tirillas de pergamino, donde se escriben varios pasajes del Pentateuco 131. Estas tiras, delicadamente plegadas, van encerradas en cajitas también de pergamino, que, mediante largas correas de cuero, se atan, ora a la frente, ora al brazo izquierdo, durante las oraciones y durante otros varios actos religiosos del día. Los fariseos, para señalarse entre los otros y darse aires de piedad, se complacían en alargar sus franjas, ensanchar desmesuradamente el estuche y las correas de las filacterias. Para aquellos orgullosos no había bastantes títulos honoríficos: ¡tan superiores se creían a todos los demás hombres! ¿Pues no llegaban a enseñar que un discípulo que no saluda a su maestro, diciéndole Rabbi, provoca a la majestad divina a alejarse de Israel? 132. ¡Y con qué complacencia cuentan que como un día cierto doctor de la Ley volviese a su ciudad natal, sus conciudadanos se precipitaron a su encuentro exclamando: Rabbi, Rabbi!
Después de haber censurado la conducta de los fariseos, el Salvador, dirigiéndose especialmente a sus propios discípulos, les enseña cómo han de proceder, y al espíritu de farisaica ostentación opone la humildad cristiana que deberán practicar los jefes mismos de su Iglesia.

«Mas vosotros no queráis que os llamen Rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos sois hermanos. Y a nadie en la tierra llaméis vuestro padre, pues uno solo es vuestro Padre: el que está en los cielos. Ni os llaméis maestros, porque uno es vuestro Maestro: el Cristo. El que es mayor entre vosotros, será vuestro servidor. Porque el que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado.»


En estas recomendaciones tenemos un nuevo caso de la forma hiperbólica que toma a veces el lenguaje del Salvador para expresar con más fuerza su pensamiento. Siempre habrá en la Iglesia una jerarquía representada por los que ejerzan la autoridad espiritual en sus diversos grados, y la voluntad de Cristo, de quien reciben el poder, es que vivan rodeados de respeto, de obediencia y de afecto, lo que forzosamente requiere el uso de apelativos honoríficos. Lo que Jesús quiso decir se reduce a estos dos principios. La verdadera superioridad pertenece a sólo Dios, y nada posee el hombre que no sea don del cielo. Con respecto al prójimo, el sentimiento que mejor dice en un cristiano, y más si está revestido de dignidad espiritual, es el de la caridad fraterna, de donde nace la verdadera igualdad entre todos los hombres. Si, pues, un discípulo de Jesús quiere ser más que sus hermanos, procure hacerles ventaja en la abnegación humilde que le convierte en servidor de todos 133.
La segunda parte del discurso se compone de ocho apóstrofes vehementes, a los que la interjección Vae 134 , que les precede, da cierta forma de maldición. Y, con todo, Jesús vino para bendecir; pero ¡cómo no había de maldecir a aquellos hombres que, en cuanto ellos podían, anulaban en su pueblo su obra de salvación! Cada uno de estos anatemas está justificado con alguna nota característica de la conducta de los fariseos. Uno tras otro caen como rayos sobre la cabeza de los culpables. El lenguaje de Jesús es enérgico, animado, lleno de imágenes y de comparaciones. La idea dominante es siempre, como en la primera parte, la vergonzosa hipocresía de aquellos a quienes Nuestro Señor tan justamente recrimina y condena.
El primer anatema es ya de gravedad extraordinaria:

« ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis el reino de los cielos delante de los hombres, porque ni vosotros entráis ni a los que entrarían dejáis entrar!»

Lo cual venía a decir: Estando encargados, por vuestro noble oficio, de abrir las puertas del cielo, conducís, sin embargo, a la condenación a los que os han sido encomendados. ¡Con cuánta frecuencia nos ha mostrado el Evangelio al pueblo muy bien dispuesto en favor de Jesús y adelantándose con alegría y prontitud hacia la entrada del reino mesiánico! Muchas veces hubiera bastado una palabra de aliento pronunciado por los doctores para transformar aquel feliz principio de fe viva y profunda; pero, muy al revés, los fariseos se aplicaron a ahogar estos buenos sentimientos de las turbas e indisponerlas con el Salvador.
El segundo anatema nos revela que los fariseos y los escribas traficaban vergonzosamente con la piedad:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas, so pretexto de largas oraciones; por esto recibiréis un juicio riguroso!»

No consta ciertamente que este anatema pertenezca al texto genuino del primer Evangelio, pues lo omiten importantes documentos, y bien podría ser que le hubiera insertado aquí tomándolo de San Marcos o de San Lucas. Pero, como quiera que sea, el hallarse en los otros dos sinópticos es prueba plenaria de su historicidad. El historiador Flavio Josefo 135 menciona también la influencia que los fariseos ejercían sobre las mujeres merced a su piedad, sincera o afectada. Despojar a las viudas 136, que la Biblia recuerda a menudo como particularmente dignas de compasión, porque carecen de defensa 137, era señal de una rapacidad indigna, que más de una vez habían reprochado los profetas a sus contemporáneos 138. Despojarlas prometiéndoles largas oraciones, pagadas a carísimo precio, era agravar aún más la falta con el pecado que más adelante se llamó simonía. Quizá cohonestaban su proceder con aquel dicho rabínico: «Largas oraciones dan larga vida». Era esto lo que el Talmud llama irónicamente «el golpe de los fariseos». Tráfico tan infame bien merecía ser severamente castigado.
La tercera maldición condena a los fariseos por su propaganda religiosa de mala ley:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque rodeáis el mar y la tierra por hacer un prosélito, y cuando llega a serlo lo hacéis hijo del infierno, dos veces peor que vosotros!»

La descripción rebosa de ironía. El beneficio de tantas idas y venidas por tierra y por mar es la conquista aparente de un prosélito. ¡Y qué beneficio, ya que con frecuencia las conversiones aparentes que con indecibles trabajos conseguían los fariseos entre los paganos no tenían otro efecto que el de alistar en sus filas pésimos soldados! El Talmud da a entender con significativas frases el caso que los judíos honrados hacían de la mayoría de los prosélitos, y los representa como un obstáculo a la venida del Mesías, como afrentosa enfermedad de Israel 139. En sí el proselitismo judío era loable acto de celo, ya que se enderezaba a conducir al conocimiento de la verdadera religión a los adoradores de los ídolos, y de hecho, por entonces, muchos paganos pertenecientes a las clases superiores de la sociedad se sentían atraídos hacia el judaísmo.
Pero la propaganda era a veces tan poco hábil y, como acaba de decir Jesús, tan defectuosa en sus frutos morales, que provocaba las mofas de los escritores romanos 140. Los supuestos convertidos no era raro que reuniesen en lamentable mezcolanza los vicios farisaicos y los vicios paganos, con lo que venían a ser «hijos de la gehenna», futuros tizones del infierno.
El cuarto anatema denuncia la falsa doctrina de los doctores judíos en orden a los juramentos:

«¡ Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: Si alguno jurare por el Templo, nada es; mas el que jurare por el oro del Templo, deudor es! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es mayor, el oro o el Templo que santifica al oro? Y si alguno jurare por el altar, nada es; mas si alguno jurare por la ofrenda que está sobre él, deudor es. ¡Ciegos! ¿Cuál es mayor, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Aquel, pues, que jura por el altar, jura por el altar y por todo cuanto sobre él está. Y todo el que jura por el Templo, jura por el Templo y por quien en él mora, y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y oor Aquel que sobre él está sentado.»

«¡Guías ciegos!» Ciego voluntario había de ser quien sentase principios tan perniciosos y estableciese aquellas sutiles distinciones al amparo de las cuales los fariseos multiplicaban los juramentos por cualquier causa y se desembarazaban de ellos con la misma facilidad. También esto era perversidad e hipocresía. No insistiremos acerca de este punto, que Jesús explicó ya al principio del Sermón de la Montaña 141. Aquí desarrolla preferentemente los ejemplos, para encarecer más la absurda inconsecuencia y la inmoralidad de las prácticas recomendadas por los fariseos, y con razón hecha por los escritores romanos blanco de sus mofas 142.
El siguiente anatema, el quinto, describe con ironía mordaz la meticulosa conducta de los escribas y de sus secuaces en punto a obligaciones puramente imaginarias y de su extraña laxitud de conciencia respecto de preceptos importantísimos y terminantes de la religión.

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que diezmáis la hierbabuena, y el eneldo, y el comino, y habéis dejado las cosas que son más importantes de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era menester hacer y no omitir lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!»

Ya vimos en el Evangelio de San Lucas la primera parte de este anatema, que a su tiempo quedó explicado 143. En aquel lugar sólo se mencionan expresamente dos plantas, la menta y la ruda, cuyo diezmo pagaban escrupulosamente los doctores fariseos 144. Aquí, en lugar de la ruda, se citan el eneldo y el comino, otras dos plantas odoríferas, empleadas por los antiguos como medicina y condimento 145. Los judíos las cultivaban en sus huertos. La segunda parte del anatema encarece aún más, con una notabilísima antítesis, la culpable inconsecuencia de los fariseos. Filtraban con cuidado sus diversas bebidas, temerosos de que, si por descuida tragaban algún mosquito que hubiese caído en ellas, quebrantasen las leyes relativas a la pureza legal; pero, en cambio, muchas veces descuidaban las prescripciones divinas más urgentes. Esto es lo que expresa de un modo mordaz la hipérbole «tragar un camello» 146.
El sexto anatema, cuyo equivalente hemos hallado también en el tercer Evangelio 147, condena a los fariseos, porque eran tanto más impuros en el fondo de su alma cuanto más se esforzaban en aparecer puros exteriormente. También flagela aquí Jesús su hipocresía y orgullo empleando una forma nueva, cuando alude a las abluciones innumerables a que sometían todos los objetos de que se habían de servir en la mesa 148.

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis lo de fuera, de la copa y del plato y por dentro estáis llenos de rapiña y dé inmundicia! Fariseo ciego, limpia primero lo interior del vaso y del plato para que sea también limpio lo que está por fuera.»

El apóstrofe «Fariseo ciego...», con que reprende a cada uno de los culpables, es verdaderamente sangriento. Las palabras «el interior está lleno de rapiña...» significan que las manjares de los fariseos más de una vez habían sido adquiridos por medios deshonrosos 149.
Con una imagen aún más expresiva, el séptimo anatema, que tiene igualmente su paralelo en el Evangelio de San Lucas 150, declara casi el mismo pensamiento que el anterior. Alude también a las costumbres de aquel tiempo. Cada año, algunas semanas antes de la Pascua, se encalaban todos los sepulcros, para honrar a los difuntos, ya, particularmente, para que, viéndose de lejos las tumbas blanqueadas, ninguno las tocase involuntariamente, lo cual hubiera sido suficiente para contraer una mancha legal 151.

« ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que sois semejantes a los sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a los hombres y dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suerte de podredumbre! Así también vosotros, por fuera, os mostráis justos a los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.»

Los sepulcros recién blanqueados producían grata impresión en medio del verdor y del paisaje, como se ve hoy por los sepulcros musulmanes, que, enlucidos con frecuencia con lechadas de cal, como los de los judíos, resaltan agradablemente entre la espesura de los cipreses que los rodean. Pero no por eso dejaba de haber espantosa corrupción debajo de aquellas piedras pintadas o esculpidas. He ahí, dice Nuestro Señor, una fiel imagen de los fariseos.
El culto de los sepulcros, tenido en mucho entre los judíos, como lo prueba la veneración que todavía tributan a los sepulcros de Abraham y de Sara, de Isaac y de Jacob en Hebrón, de Raquel cerca de Belén, de David y de varios antiguos profetas en Jerusalén, de José no lejos de Naplusa, ofrecerá también al Salvador ocasión de su octavo anatema, que con su expresiva e inesperada aplicación descargará sobre aquellos cuya conducta describe el golpe más certero.

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido compañeros suyos en derramar la sangre de los profetas! Así testificáis contra vosotros mismos que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. Y llenad vosotros la medida de vuestros padres.»

También leímos ya este anatema en el tercer Evangelio 152 en forma algo variada. Con pasar la vista por un mapa que represente a Jerusalén y sus alrededores, se notarán varios sepulcros célebres, abiertos en la roca, que de cierto existían ya en días de Nuestro Señor, y que se llaman tumbas de los reyes, de los profetas, de Absalón, de Zacarías. Los fariseos emulaban el afán de sus antepasados en construir espléndidos mausoleos en honor de sus santos personajes o en conservar y embellecer los ya existentes. Pero, continúa Nuestro Señor, dando de improviso otro sesgo a su pensamiento, ¡qué hipocresía también en esto, pues estaban decididos a dar muerte en breve al mayor de todos los profetas, y con la misma crueldad tratarían a sus misioneros y discípulos! Con esto demuestran que también en el orden moral eran en verdad hijos de aquellos que habían hecho morir criminalmente a los antiguos profetas, pues respiraban el mismo odio a la verdad, el mismo espíritu de venganza contra cualquiera que reprendiese – ¡y daban tantos motivos para ello!– su vicioso proceder. El rasgo con que acaba el anatema, «colmad vosotros la medida de vuestros padres», es de gran fuerza. Jesús parece como que provoca a sus enemigos a hacer rebosar, con sus inicuas persecuciones, la copa de las venganzas divinas, o mejor dicho, profetiza lo que presto harán y los castigos que de este modo atraerán sobre sí mismos
Este concepto de los castigos futuros, que vendrán a un tiempo sobre los jefes de Israel y, por causa de ellos, sobre toda la nación judía, y especialmente sobre Jerusalén, llena la tercera parte del discurso. Desde las primeras palabras insinúa Jesús la amenaza dando a sus enemigos los calificativos de «serpientes» y «raza de víboras», que ya hemos oído en otras ocasiones de sus labios y de los de Juan Bautista 153; después pronuncia la sentencia fulminante, precedida de sus «considerandos».

«Serpientes, raza de víboras, ¿cómo huiréis del juicio de la gehenna? Por lo cual he aquí que os envío profetas, y sabios, y doctores, y a unos mataréis y crucificaréis y a otros azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente que se ha vertido sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al cual matasteis entre el templo y el altar. En verdad os digo que todas estas cosas vendrán sobre esta generación.»

«El juicio de la gehenna» es aquí un juicio que condena al infierno. El lector habrá notado que el Salvador da a sus futuros mensajeros, a sus apóstoles y demás misioneros, denominaciones judías. Serán, en efecto, sus profetas, sus sabios y sus doctores. Afectos a su persona y a su causa, recorrerán primero Palestina y luego el mundo romano, sin miedo y sin tacha. Pero serán corderos entre lobos 154. Y ¡cuántos peligros y persecuciones les aguardan, como ya les había predicho Jesús! 155. Los Hechos de los Apóstoles cuentan los principios de esta enemistad, que a veces fué sangrienta, y los anales de los primeros siglos de la Iglesia describen largamente las gloriosas Actas de los mártires y de los confesores
San Lucas, que cita casi en su totalidad esta misma sentencia del Salvador contra los fariseos homicidas, nos ofreció ya ocasión de explicarla brevemente 156. Con la muerte de Abel corrieron las primeras gotas de sangre inocente. Desde entonces, ¡qué larga cadena de crímenes semejantes en la historia de Israel! Jesús hace responsable de ellos a la generación judía de su tiempo, y en particular a los fariseos, a causa de la solidaridad que une a todos los miembros de una misma familia. Como se ha dicho, «en virtud de la unidad de la especie» nadie vive enteramente aislado de los otros, para sí solo; vive en el conjunto a que pertenece, y de cuyos destinos participa, como la rama tiene su parte en los del árbol a que pertenece. Según esta ley, cada generación no comienza a pecar en su propio nombre, sino que continúa los crímenes de la generación que le ha precedido, y así la deuda se acumula y se suma, aunque esta adición se haga según reglas que están fuera de nuestro alcance. Después, cuando llega el tiempo de saldar las cuentas, cuando viene la hora de los castigos divinos, los descendientes expían verdadera y literalmente las faltas de sus antepasados. Claro es que, al expresarnos así, no nos referimos sino al castigo temporal y terreno. Ahora bien; este castigo, aunque diferido por Dios durante siglos, nunca deja de cumplirse. La historia de todos los pueblos encierra espantosos ejemplos de esta solidaridad 157. Acabada la acusación y la sentencia, Jesús resume ésta solemnemente debajo de la fe del juramento: los duros golpes del castigo divino caerán sobre la generación actual.
Tras breve pausa, pensando Jesús en los males espantosos de que Jerusalén iba a ser teatro y víctima, conmovióse su alma y dirigió a la ciudad tan amada, aunque tan culpable, estas palabras de maternal ternura:
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas los profetas y apedreas a aquellos que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!» 158.
En estas líneas tan patéticas está todo el corazón de Jesús. Tendrá que castigar, porque harto prevé la inutilidad de este último llamamiento, pues han sido desoídos todos los demás. « ¡Cuántas veces!» Estas palabras tienen su valor exegético, pues demuestran que, aunque los tres primeros evangelistas no mencionan explícitamente ninguna otra visita del Salvador a Jerusalén durante su vida pública, sino la de la última Pascua, sí dan por supuesto que había ido allá con frecuencia y había ejercitado en ella el ministerio activísimo tan bien narrado por San Juan. La comparación de la gallina 159, que en cuanto presiente cualquier peligro llama a sus polluelos y los cobija debajo de sus alas, es de una gran belleza 160. Y qué profunda tristeza en la frase final: « ¡No quisiste!» Con esto, Jesús eludía toda responsabilidad en la miserable suerte que esperaba a Jerusalén. Las alas protectoras debajo de las cuales Jerusalén no había querido abrigarse no la prestarán ya amparo en lo venidero. «He aquí –dice a sus habitantes– que os quedará desierta vuestra casa.» ¡A qué espantoso estado la reducirán las bárbaras águilas de Roma!
Sin embargo, por culpables que fuesen los judíos, no quiso Jesús dejarlos debajo del temor de estas amenazas sin darles a un tiempo alguna esperanza de salvación. Por esto concluyó con estas palabras algún tanto consoladoras: «Dígoos que ya no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.» Esta aclamación es la misma con que Jesús había sido recibido dos días antes por las turbas en su entrada triunfal 161. Los judíos la repetirán en honor de Cristo, pero en días lejanos, pues aquí no se puede tratar sino de su segunda venida al fin de los tiempos. Entonces la nación en general, arrepentida y convertida, le reconocerá y saludará como a Mesías. ¡Perspectiva consoladora que nada hacía prever en el conjunto del discurso, y que San Pablo, divinamente inspirado, iluminará con nuevas luces! 162.
A esta gran lucha, de la que los tres sinópticos nos han dado pormenores tan completos, siguió un episodio singularmente conmovedor y edificante. San Mateo lo pasa en silencio; pero San Marcos y San Lucas, especialmente el primero, lo describen como verdaderos pintores 163. Deseoso Nuestro Señor de descansar algún tanto después de aquellas prolongadas y fatigosas discusiones, subió las gradas que conducen desde el Patio de los Gentiles al de las Mujeres y fué a sentarse frente a los trece cepillos de forma de trompetas 164, que estaban colocados debajo de las arcadas de este atrio y que servían para recibir las ofrendas que voluntariamente hacían los fieles para los gastos del culto y sostenimiento de los edificios sagrados. Cada uno de los cepillos tenía una inscripción en que se indicaba el empleo de las ofrendas que en él se depositaban. Por ejemplo: «Para (los sacrificios de) palomas.»
Tranquilamente sentado a alguna distancia de sus apóstoles, que le habían acompañado y que sin duda conversaban entre sí, miraba Jesús atentamente lo que pasaba en torno suyo 165. La escena era, a la verdad, interesante. Los peregrinos, que a millares habían acudido para asistir a las solemnidades de la Pascua, se llegaban a los cepillos para depositar en ellos sus limosnas. Muchos ricos dejaban caer en ellos las suyas, ricas también, con farisaica ostentación: multi divites jactabant multa. Llegóse también una humilde mujer 166, pobre, según claramente se veía, y viuda, como indicaban sus vestidos, y tímidamente depositó en uno de los cepillos dos monedas pequeñas– dos lepta 167 , dice el texto griego; dos pendah, hubiera dicho un judío–, que entre las dos no valían más de céntimo y medio. Y eso no obstante, Jesús, que no se había conmovido con las ofrendas de los ricos, enternecióse al contemplar el pequeñísimo óbolo de la viuda.
Entonces, llamando a sus apóstoles, les encareció este acto, tan vulgar en apariencia, y declaró su grande mérito, que Él conocía por su ciencia sobrenatural. Tales lecciones, concretas y vivas, eran muy del gusto de Nuestro Señor. «En verdad os digo –comenzó–, que más echó esta pobre viuda que todos los otros que echaron en el gazofilacio.» Mas esta aserción paradójica necesitaba una explicación. «Todos (los otros) –continuó el Salvador– han echado de aquello que les sobraba; mas ésta, de su pobreza, echó todo lo que tenía, todo su sustento.» En efecto, aunque, considerada la cantidad, esta mujer no había hecho más que una pequeñísima limosna, se había mostrado generosa hasta el heroísmo en razón de la calidad. Por Dios y por su culto había sacrificado cuanto tenía, no guardando para sí ni uno solo de sus dos lepta. Este acto, aunque tan diferente del de María, hermana de Lázaro, que había vertido sobre la cabeza del divino Maestro un perfume que valía trescientos denarios, todavía lo recuerda, pues, como aquél, nacía de un amor grandísimo. Por esto la memoria de estas dos mujeres durará cuanto el mundo mismo 168.
Aquí es donde probablemente ha de colocarse un incidente algo misterioso, pero lleno de esperanzas para lo venidero, que únicamente San Juan nos refiere 169, y que intitularemos Homenaje de los Helenos. Verdad es que el evangelista lo coloca luego después de la entrada triunfal del Salvador en Jerusalén; pero nada se deduce de ahí en contrario, ya que nada nos dice de los demás incidentes del Lunes y del Martes Santos, fuera de que el episodio a que nos referimos no pudo acaecer en la tarde del Domingo de Ramos, inmediatamente después del triunfo, pues San Marcos nos dice 170, con su usada puntualidad, que era ya tarde y que Jesús, así que echó una mirada al Templo, se retiró a Betania; y, por último, más adelante veremos cómo este mismo incidente cerró el ministerio público de Nuestro Señor, lo que también nos lleva a la tarde del Martes Santo.
Todo induce a creer que Nuestro Señor estaba aún con los Doce en el patio llamado de los Gentiles, cuando algunos «Helenos», como los llama el escritor sagrado 171, se llegaron al apóstol Felipe y le dijeron respetuosamente: «Señor, queremos ver a Jesús.» Aquellos hombres, cuyo número ignoramos, no eran ciertamente judíos domiciliados en territorio griego, pues, de ser así, el evangelista hubiera empleado el acostumbrado apelativo de «Helenistas» 172. Eran, pues, paganos de origen, aunque, ciertamente, afiliados al judaísmo a título de prosélitos, pues añade San Juan que «habían subido (a Jerusalén) para adorar (al verdadera Dios)» con ocasión de la fiesta de Pascua. Han preguntado algunos por qué se dirigieron con preferencia a Felipe; pero en este punto cuanto se diga será pura hipótesis. El evangelista recuerda que era «de Bethsaida, en Galilea», donde abundaban los gentiles; de donde han inferido algunos que estos helenos habitaban también en la región de Bethsaida y conocían quizá al apóstol. Confesamos llanamente nuestra ignorancia. Por delicadeza, estos extranjeros no se dirigen personalmente al mismo Salvador, sino a alguno de los que le rodeaban. Su lenguaje expresa resolución: «¡Queremos!» La ocasión, en efecto, era excelente. «Ver a Jesús» significaba aquí entrevista con Él, conversar con Él por algún rato 173 No nacía de vana curiosidad su deseo: querían acaso consultarle sobre algún punto de religión, quizá sobre su condición de Mesías, pues les había llenado de admiración lo que de Él habían oído decir y lo que por sí mismos habían visto en aquellos días. Su petición dejó algún tanto perplejo a Felipe, pues su Maestro había evitado hasta entonces disculparse personalmente de los paganos No atreviéndose, pues, a resolver por sí propio, consultó el caso con su amigo Andrés, ambos juntos advirtieron a Nuestro Señor 174 de lo que pasaba.
¿Se celebró la entrevista que tan ardientemente deseaban aquellos Helenos 175. El evangelista no lo dice, sino que, brevemente expuestos los hechos que preceden pasa sin transición a exponer una instrucción admirable que dió el Salvador todo el auditorio que entonces le rodeaba. Con todo, de creer es que el Salvado no negó a estos prosélitos el favor que le pedían. Varias veces hemos observad la bondad con que recibía a cuantos querían acudir a Él. Sea de ello lo que fue les respondió, al menos indirectamente, indicándoles las condiciones que habían de cumplir para ser verdaderos y constantes discípulos suyos. No dice más San Juan, pues, como ya tenemos dicho, no le importa tanto el aspecto externo de los hechos como su substancia moral 176. Los Magos, como primicias de la gentilidad, fueron a adorar al Niño Dios en su cuna; estos Helenos que nos presenta el cuarto Evangelio se llegan a Él, los últimos días de su vida, venerando así en Él al Cristo redentor. Este nuevo homenaje que el mundo gentil rinde al Salvador del género humano es como presagio de la próxima propagación del Evangelio por el Universo entero. Por eso Jesús mismo queda profundamente impresionado, pues, según Él nos va a decir, este momento era decisivo, así para su persona como para el linaje humano y para Israel. He aquí el comienzo de su breve discurso:
«Llegó la hora en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muriere, queda solo; mas si muriere, lleva mucho fruto. Quien ama su vida, la perderá, y quien aborrece su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna. Si alguno me sirve, sígame, y en donde yo estoy, allí también estará mi servidor. Y si alguno me sirviere, mi Padre le honrará»
La primera sentencia es de majestuosa solemnidad. Ya sabemos lo que Nuestro Señor suele significar con la alocución «su hora». Muchas veces ha hablado de ella para que entendamos bien su sentido. Indica, ante todo, la hora de su pasión y de su muerte. Esta hora dolorosa está ya cercana; ¡y, con todo, Jesús habla de ella como de una glorificación! Porque sus padecimientos y humillaciones le granjearían pronto su triunfo eterno, no sólo en el cielo, después de su ascensión, sino también en la tierra, que su nombre, su Evangelio y su Iglesia iba a invadir y conquistar.
Jesús explica de dos maneras la aparente paradoja de su glorificación por medio de una muerte ignominiosa. En primer lugar, con el ejemplo del grano de trigo echado en tierra, y que no es fecundo sino después que ha perdido su primera vida 177. En segundo lugar, con una ley muy semejante del mundo moral, que el divino Maestro ha citado ya varias veces 178, y que demuestra asimismo que la muerte es con frecuencia necesaria para producir una vida superior: «El que ama su vida la perderá...» Dicho esto, Jesús aplica a sus discípulos este mismo principio: «Si alguno me sirve, sigame...» Si quieren adquirir la vida y la gloria eternas, antes habrán de pasar como su Maestro por las tribulaciones y por los sacrificios. La próxima y humillante muerte del Cristo no será, pues, obstáculo al buen éxito de su obra y a su personal glorificación, sino muy al contrario.
Mas he aquí que repentinamente de estas gloriosas perspectivas pasamos a un combate violento y doloroso, de que, por algún espacio, fué campo el alma de Jesús. Su lenguaje se hace trágico. El discurso se transforma en una especie de monólogo, que por dos veces se interrumpe con una breve plegaria dirigida a su Padre celestial. El Salvador se estremece a la vista de la cruz y como que saborea anticipadamente las hieles de Getsemaní.

«Ahora mi alma está turbada. ¿Y qué diré? (Diré): Padre, sálvame de esta hora. Mas por eso he venido a esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»

Preciosa turbación 179, pues esta lucha que hubo en el alma de Jesús entre la parte superior y la parte inferior, si es permitido aplicarle estas expresiones –entre el espíritu y la carne, habría dicho San Pablo–, nos enseña cuán enteramente había tornado la naturaleza humana, con sus múltiples enfermedades. Pero esta emoción, aunque en extremo angustiosa, no fué de larga duración. Una generosa reacción devolvió en un punto paz profundísima a su noble corazón. ¡Qué elocuencia en estas simples palabras: «por eso»! Es decir, para padecer y morir cruelmente. Notemos también que Jesús no pide en recompensa su propia glorificación, aunque sepa y haya predicho que ella ha de venir infaliblemente. Piensa, ante todas cosas, en la gloria de su Padre: lo demás le es cosa secundaria.
No bien hubo acabado Jesús su tierna plegaria, se dejó oír una voz del cielo, que decía: «Yo he glorificado mi nombre y otra vez lo glorificaré.» Recompensa magnífica del Padre celestial, que una vez más, como en el bautismo y en la transfiguración 180, acreditaba públicamente a su amado Hijo y aprobaba su conducta. El evangelista describe la impresión que experimentaron los asistentes cuando oyeron resonar la voz. Tal fué ésta, que muchos creyeron haber oído un trueno. Otros, que percibieron algunas palabras, aunque sin entender su sentido, decían entre sí: «Un ángel le ha hablado.» Sólo Jesús y sus discípulos –entre éstos San Juan– habían entendido el celestial lenguaje 181.
El divino Maestro, tomando este misterioso fenómeno como principio de su razonamiento, continuó:

«No ha venido esta voz por mi causa, sino por causa de vosotros. Ahora es el juicio del mundo; ahora será lanzado fuera el príncipe de este mundo. Y yo, cuando fuere levantado de la tierra, traeré hacia mí todas las cosas.»

El prodigio que acababa de obrarse no afectaba a Jesús sino indirectamente, pues Él no tenía necesidad de tal testimonio. Mas su Padre había dado así a los judíos, y aun a todos los hombres, un supremo aviso para atraerles a todos a su Cristo. Las líneas que siguen a este Nota bene son notables por más de una razón, pues Jesús, elevándose a esferas superiores, contemplaba todo el porvenir de su Iglesia. Son como un himno triunfal, de estilo majestuoso, tierno y rítmico. Con la clara luz de su ciencia divina, el Salvador contemplaba su futura victoria sobre todos sus enemigos como si fuese ya una realidad. Ve al mundo perverso, a este adversario poderoso, juzgado ya y condenado; al «príncipe de este mundo», es decir, a Satanás, como le llama a la manera de sus compatriotas 182, expulsado, gracias a la conversión de los gentiles, de la mayor parte de sus dominios. Mas éste era un efecto negativo de la redención. Pronto sabremos su fruto positivo, mil veces mayor y más consolador aún: mientras el mundo y el jefe de los poderes infernales serán vencidos, Jesús será «exaltado», y desde lo alto de su trono atraerá hacia sí a todo el género humano 183. ¡Pero qué «exaltación» y qué trono para el Mesías! ¡La cruz, el patíbulo infame! Porque, como sabemos por otras palabras de Nuestro Señor 184 y aquí dice expresamente el evangelista, Jesús con este lenguaje aludía a la cruz en que sería alzado y clavado, para morir en ella en horrorosas angustias. Pero ahora olvida las humillaciones y dolores del suplicio para no pensar más que en sus felices consecuencias. Desde su cruz, con los brazos extendidos como para llamar y acoger bondadosamente a todos los hombres, ¡a cuántos atraerá hacia sí, sin violencia, ejerciendo ese atractivo moral que en nada merma la libertad humana! Una vez más pone a su propia persona por centro de la fe, de las adoraciones y del amor de su Iglesia. «Ha conquistado el mundo, dice elocuentemente San Agustín 185, no con el hierro, sino con la cruz.»
Entendiéronlo en parte sus oyentes. Cuando menos, advirtieron que la exaltación a que Jesús atribuía tan gloriosos frutos suponía, como condición previa, su muerte más o menos próxima, y de ahí van a sacar –en términos poco afables, según observa San Juan Crisóstomo-un argumento contra su reivindicación del título de Mesías. «Nosotros hemos aprendido en la ley –dijeron– que el Mesías permanece para siempre: ¿Cómo, pues, dices tú: Conviene que sea alzado el Hijo del hombre? ¿Quién es este Hijo del hombre?» ¡Con qué desdén mencionan este título! ¡Con qué menosprecio oponen a la autoridad de Jesús, que les habla de un Mesías mortal, la de la Ley, es decir, la de los escritos inspirados, según los cuales el reino del Mesías había de ser eterno! Recordaban varios pasajes proféticos del Antiguo Testamento 186, que interpretaban torcidamente porque no sabían distinguir entre el primer y segundo advenimiento de Cristo y estaban imbuidos de prejuicios sobre el más bello y consolador de todos sus dogmas.
Nuestro Señor, sin responder a semejantes preguntas insolentes, dió una grave lección, en forma de apremiante exhortación, a los que habían osado hacérselas.
«Todavía está entre vosotros la luz por algún tiempo. Caminad mientras tenéis luz por que no os sorprendan las tinieblas. El que anda en tinieblas no sabe a dónde va. Caminad mientras tenéis luz para que seáis hijos de luz.»
Lo cual era decirles que anduviesen solícitos en aprovecharse de su presencia, para llegar a la salud por la fe y las buenas obras. Con la hermosa figura de la luz, que con tanta frecuencia se le aplica en el cuarto Evangelio 187, bien a las claras se designaba a sí propio. Ahora bien; aquel sol brillante iba a desaparecer pronto para Israel, que, sumergido en espesas tinieblas morales, semejaría a un viajero que, extraviado en obscura noche, no pudiese hallar el camino. En estas palabras, las últimas que dirigió en público a sus compatriotas, se percibe un dejo de tristeza y a la vez de ternura. ¡Amaba entrañablemente a su pueblo, hubiera querido que le fuera provechoso su oficio de salvador, y lo veía obstinado en la indiferencia o la incredulidad! Con el corazón lastimado, se «fué y se escondió de ellos», como ya hiciera en otra ocasión anterior 188; pero ahora se iba definitivamente: les había dicho su adiós postrero.
San Juan, acabada la primera parte de su relato, y antes de comenzar la pasión propiamente dicha del Salvador, se detiene un instante para echar una ojeada retrospectiva a la vida pública de Jesús y ver sus resultados. Esta mirada de conjunto 189 le revelará mejor aún que muchos incidentes aislados la trágica suerte de una nación tan favorecida de Dios como eran los judíos, la cual, a pesar de las pruebas que Jesús había dado de su origen y de su misión divinas, desechó al que era la clave de su historia y el fin principal de su existencia, al que había esperado impacientemente durante siglos, a su libertador, a su Mesías. San Pablo, en la epístola a los Romanos 190, estudia con más detención este misterioso problema y lo relaciona, como el apóstol amado, con su verdadera causa: el endurecimiento predicho por los profetas, pero voluntario, de Israel. La historia religiosa no contiene hecho más sorprendente, más paradójico ni más desolador. San Juan nos expone primeramente algunas reflexiones suyas sobre la incredulidad de los judíos 191.
«Mas aunque había hecho delante ellos tantas señales, no creían en El; para que se cumpliesen las palabras del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quién ha creído a nuestro dicho? ¿Y a quién ha sido revelado el brazo del Señor? Por esto no podían creer, porque dijo también Isaías: Les cegó los ojos y les endureció el corazón, porque no vean de los ojos y entiendan de corazón y se conviertan y yo los sane. Estas cosas dijo Isaías cuando vió su gloria y habló de Él.»
El evangelista señala primero el hecho y luego su causa. El hecho estaba a la vista, palpable, punzante, y ya antiguo en la historia del Salvador, quien por sí mismo lo había comprobado 192. Los judíos, como nación, no habían querido recibir a Cristo, en lo cual eran tanto más imperdonables cuanto Él les había puesto ante los ojos, a cada instante, pruebas evidentísimas de su misión, como eran sus señalados milagros, según advierte el evangelista. Indagando, pues, San Juan la causa de este hecho doloroso, hallaba en un vaticinio de Isaías 193, que era comúnmente aplicado al Mesías, y en el que el profeta se queja, en nombre del Cristo, del ningún fruto de su predicación. La culpable obstinación de Israel en la incredulidad entraba, pues, en el plan divino, puesto que había sido predicha tantos siglos antes. En cierto sentido, los judíos contemporáneos de Nuestro Señor «no podían creer», aunque por su propia culpa, como lo demuestra San Juan con otro texto, que toma del mismo profeta 194, y que Jesús había utilizado ya en otra ocasión para fundar sobre él una demostración muy semejante 195. Hay en todo esto, como entonces dijimos, un profundo misterio: el conciliar la libertad humana con la presciencia de Dios. Pero como quiera que sea, cierto es que esta presciencia por ningún caso se opone a nuestra libertad. Los judíos hubieran podido creer si hubieran querido aceptar las gracias que abundantemente se les concedieron. Si no lo hicieron así, sobre ellos únicamente recae la responsabilidad de su ceguera y de su endurecimiento.
Después de citado el segundo texto de Isaías, el evangelista hace una extraña reflexión. ¿Gozó el gran profeta de la inefable merced de contemplar anticipadamente la gloria del Mesías? Sí, ciertamente, con ocasión de la célebre visión que describe en el capítulo VI de su libro, y en la que le fué dado contemplar a Jehová, el Dios de Israel, adorado por los serafines. Pero el Jehová del Antiguo Testamento, según la revelación cristiana, es Dios en la Trinidad de personas; de modo que este pasaje contiene una fortísima prueba de la preexistencia y de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Después de haber insistido sobre la incredulidad de sus compatriotas, San Juan siente como una especie de escrúpulo, y cual si temiese haberles acusado con exceso, dice que «muchos de ellos, aun entre los cabezas «de la nación» habían creído» en Jesús y le habían reconocido por Mesías. Entre éstos podemos contar a Nicodemo y a José de Arimatea, que pertenecían al Sanedrín 196. Con todo eso, el evangelista se ve obligado en seguida a atenuar su afirmación, declarando cuán flaca había sido en algunos de estos discípulos, al menos por algún tiempo, una fe que se avergonzaba de mostrarse en público. El miedo a los fariseos, añade, y, por consiguiente, el respeto humano, acobardaba a aquellas almas y los retraía de darse por entero al Salvador; temían, sin duda, la excomunión con que estaban amenazados los partidarios de Jesús 197. ¿Pero no era esto «amar la gloria que viene de los hombres más que la que viene de Dios?»
Al obstinado endurecimiento de los judíos opone San Juan la enseñanza de Jesús, que una vez más se proclama Mesías, y declara necesario creer en Él y en su doctrina 198. Ha hecho cuanto ha podido por convertir a su pueblo; de ahí que la falta de éste será más imperdonable. La fórmula: «Jesús clamó y dijo», con que estas líneas se encabezan, ha sido ocasión de que algunos creyesen que Jesús había pronunciado un nuevo discurso; pero de antemano ha refutado esta opinión el evangelista, anotando expresamente 199 que el Salvador había dicho a los judíos el adiós definitivo pocos momentos antes. Parece, pues, que San Juan quiso simplemente compendiar aquí, en breve resumen, la doctrina que su Maestro había predicado sin descanso en el decurso de los tres años de su vida pública. Resumen, por lo demás, excelente, que reproduce por modo admirable así el lenguaje como el pensamiento de Nuestro Señor.

«Quien cree en mí no cree en mí, sino en Aquel que me envió. Y el que me ve a mí ve a Aquel que me envió. Yo he venido como una luz al mundo, para que todo aquel que en mí cree no permanezca en tinieblas. Y si alguno oyere mis palabras y no las guardare, no soy yo quien lo juzga, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me despreciare y no recibiere mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero. Porque yo no he hablado por mí mismo; mas el Padre que me envió, Él me dió mandamiento de lo que he de decir y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es la vida eterna, porque lo que yo hablo, como el Padre me lo ha dicho, así lo hablo.»

Fuerza es reconocer que no fuera fácil encarecer mejor la gravísima responsabilidad de los judíos incrédulos. Tanto en la persona de Jesús como en su doctrina, ¿no había estado todo perfectamente ajustado con el pensamiento y con la voluntad de su Padre celestial? Tenía, pues, cumplido derecho a apelar a su misión y a su autoridad, de la que había sido revestido por el Padre mismo, y los judíos, sobre quienes no había cesado de esparcir la luz de su doctrina y de sus ejemplos, tenían el deber de adherirse a Él por la fe.

IV– Profecía solemne de Cristo acerca de la ruina de Jerusalén y su segundo advenimiento al fin de los tiempos.

Los sinópticos describen con dramática precisión el hecho que sirvió de ocasión a este grandioso discurso 200. La tarde del Martes Santo, después de haber triunfado de las asechanzas de sus enemigos, después de haber lanzado contra los fariseos sus abrumadores anatemas y de haber dicho a los judíos incrédulos su postrer adiós, salió Jesús del recinto del Templo para no volver más, y como los dos días anteriores, tomó el camino de Betania, acompañado de sus apóstoles. Cuando salía del recinto sagrado, por la parte del valle del Cedrón, uno de ellos –quizá Pedro, que era quien solía hablar en nombre de todos–, recordando probablemente aquella reciente predicación: «He aquí que quedará desierta vuestra casa» 201, dijo: «Maestro, mira qué piedras y qué fábrica.» Cual si dijera: ¿Un edificio tan sólido no reúne todas las condiciones necesarias para resistir a las injurias del tiempo? Otros discípulos, nos dice San Lucas, aludieron a las riquezas del Templo y a los valiosos dones de que lo habían colmado varios ilustres personajes pertenecientes a diversas clases de la sociedad judía y hasta de la pagana. Ptolomeo Evergetes, Augusto, Julia, Herodes el Grande, fueron otros tantos bienhechores insignes, sin hablar de las personas particulares que habían dado en depósito parte de su fortuna al tesoro del Templo 202. Especialmente era materia de admiración una vid de oro macizo, puesta a la entrada del Templo, y cuyos racimos tenían la altura de un hombre de estatura regular 203. Sin exageración, pues, podía decir Tácito que era un «Templó de inmensa opulencia» 204. En cuanto a las piedras a que aludía el discípulo de Jesús, las había tan grandes, que Josefo 205 llega hasta mencionar bloques de veinticinco codos de longitud por ocho de altura y doce de anchura. Y aunque demos su parte a la exageración en que suele incurrir el historiador judío, todavía queda otra parte considerable de verdad que los hechos atestiguan, pues aún subsiste un muro, el llamado de las Lamentaciones o de los Llantos –al pie del cual los judíos van a orar y gemir por la ruina de Jerusalén, y que servía de sostén a la terraza del Templo en el lado Este–, compuesto de enormes piedras, varias de las cuales tienen de cuatro a cinco metros de largo.
Tomando pie de estas palabras, dijo Jesús gravemente a sus apóstoles: «¿Veis todas estas grandes construcciones? En verdad os digo que vendrán días en que no quedará piedra sobre piedra.» Menos de cuarenta años después de esta predicción habíase cumplido ya puntualmente, y desde entonces nada queda de aquel suntuoso edificio, que parecía hecho para resistir todas las pruebas. En efecto, del Templo propiamente dicho, de sus edificios secundarios, de sus galerías y columnatas no queda verdaderamente piedra sobre piedra. Testigo de ello es el historiador Josefo 206: «César (Tito) –nos dice– ordenó destruir la ciudad entera y el Templo», que en un principio hubiera querido salvar, pero al que los feroces zelotes prendieron fuego. Los enormes bloques que hemos mencionado no eran parte del edificio sagrado, sino solamente de los muros que lo cercaban o de las construcciones inferiores que sostenían las terrazas. El huracán de los juicios divinos pasó, pues, sobre el Templo de Jerusalén como en otros tiempos sobre los palacios de Nínive y sobre la Tebas egipcia.
Los apóstoles, llenos de estupor, no hicieron al principio observación ninguna sobre tan siniestro vaticinio, y subieron lentamente, en silencio, siguiendo a Jesús, la vertiente occidental del Monte de los Olivos. Cerca ya de la cumbre, el divino Maestro se detuvo y se sentó en el suelo. Enfrente de Él se alzaba el Templo, que desde aquel sitio elevado parecía aún más hermoso y vasto que de cerca, señaladamente cuando el sol, al trasponer, iluminaba sus blancos mármoles, sus galerías de columnas, su ornamentación de oro y la ciudad que le servía de magnífico fondo. Siempre bajo la impresión de la espantosa profecía que acababan de oír, cuatro de los discípulos más íntimos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, se llegaron al Salvador, mientras los demás permanecían a cierta distancia. Como ellos eran los primeros a quienes el Salvador había admitido definitivamente en su compañía 207, tenían cierta familiaridad, aunque respetuosa, por lo que no temieron hacerle esta pregunta: «Maestro, dinos: ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida y de la consumación del siglo?» 208
A la pregunta de sus amigos dió Jesús una larga respuesta, que San Mateo nos ha conservado en forma de grandioso discurso, y más amplificado, según uso suyo, en el primer Evangelio que en los otros dos sinópticos 209. El tema tratado es doble, conforme a la pregunta de los apóstoles. Jesús tratará sucesivamente de la ruina de Jerusalén y de su segundo advenimiento, pero sin indicar fecha, contentándose con apuntar algunas señales precursoras que anunciarán la proximidad de las dos catástrofes: la del juicio de Jerusalén y de la nación judía y la del juicio universal, al fin del mundo. En razón de esta doble «consumación», según se expresa San Mateo 210, este discurso de Jesús se llama escatológico 211 , nombre que de ordinario se le da en nuestros días. El fin que intentaba Nuestro Señor al hacer estas importantes revelaciones se indica ya en las primeras palabras: « ¡Cuidad de que no os engañe alguno!” El divino Maestro insiste de vez en vez en esta idea, especialmente según el texto de San Marcos; después le dedica una larga conclusión. Importaba que sus discípulos conociesen de antemano, hasta cierto punto, lo que había de suceder cuando llegasen los dos trances mencionados para que supiesen cómo habían de proceder en tal coyuntura. Este conocimiento esforzaría su fe contra inminentes peligros. Hay, pues, en este discurso de Jesús altísimas enseñanzas teóricas y prácticas para la Iglesia y para todos sus miembros. Si el lenguaje es a veces obscuro, el conjunto de la oración es suficientemente claro, particularmente después que podemos examinar separadamente las predicciones que atañen a la ruina de Jerusalén y las que se refieren al fin del mundo.
Por el giro mismo que los apóstoles dieron a su pregunta, parecen indicar que, a su vez, la destrucción del Templo, el segundo advenimiento del Mesías y el fin del mundo actual formarían un solo suceso. Tal era también a la sazón el sentir de la mayoría de los judíos sobre los dos últimos puntos, que tanto les preocupaban. Para un porvenir próximo esperaban trastornos de todas clases, que serían preludio del establecimiento de un nuevo orden de cosas debajo de la dirección del Mesías. Acerca de este punto hay toda una literatura, llamada apocalíptica 212, cuyos escritos más célebres son el libro de Henoch, los Salmos de Salomón, el Libro de los Jubileos, la Asunción de Moisés, la Ascensión de Isaías, y el Apocalipsis de Baruch. Extraña confusión, descripciones descabelladas, esperanzas políticas, que nada tienen de sobrenatural. No faltan batallas sangrientas, ni victorias de los judíos sobre los paganos, ni interminables banquetes, de los que sólo disfrutan los descendientes de Abraham, y que los gentiles contemplan con despecho. En el discurso escatológico, Nuestro Señor trazará también algunos cuadros relativos a la consumación de los tiempos y al advenimiento del Mesías, y empleará imágenes que tienen algunas semejanzas externas con las de aquella literatura extraordinaria; pero, como siempre, ¡con qué elevación de sentimientos y de lenguaje, con qué nobleza y sublimidad de doctrina se expresa! Todo lo transforma y espiritualiza, todo lo eleva a regiones ideales.
El discurso se divide en dos partes bien distintas. La primera es casi toda teórica, pues Jesús responde en ella a la segunda pregunta de sus apóstoles. «¿Cuál será la señal...?» Describe varios acontecimientos que anunciarán, de manera próxima o remota, la destrucción de Jerusalén y la aparición personal de Cristo al fin del mundo 213. La segunda, toda ella práctica, es una apremiante exhortación a vigilar de continuo para no ser sorprendidos a la hora en que sobrevenga el terrible trastorno 214. Cada una de estas partes se subdivide a su vez en varias secciones.
La primera parte comienza describiéndonos las señales precursoras que, de lejos aún, anunciarán la ruina de Jerusalén. Desde el principio el Salvador revela a los suyos toda la gravedad de la situación.

«Guardaos que no os engañe alguno. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañarán. Oiréis hablar de guerras y de rumores de guerras. Mirad que no os turbéis. Porque conviene que esto suceda, mas aún no es el fin. Porque se levantará gente contra gente y reino contra reino, y habrá pestilencias, y hambres, y terremotos en diversos lugares. Y todas estas cosas no serán sino principio de los dolores» 215 .

Cierto que no era ésta la respuesta que esperaban los discípulos. ¡Qué enumeración de acontecimientos dolorosos y terribles que turbarán la vida de los pueblos y de la de los individuos, desde la Ascensión de Nuestro Señor hasta el fin de la nación judía! Y, con todo, Jesús dice que esto no será sino comienzo, preludio de males aún mayores. ¿No se creería que Tácito quiso señalar el cumplimiento de estas primeras líneas del vaticinio cuando escribió este célebre texto, para caracterizar el período indicado por Nuestro Señor: opimun casibus, atroz proeliis, discors seditionibus, ipsa etiani pace saevum... Trina bella civilia, plura externa ac plerumque permixta? 216 . Si con certeza no se puede citar por este tiempo ningún falso Mesías propiamente dicho, hubo al menos, para hacer un papel semejante, un Simón Mago 217, aquel Theudas cuya siniestra aventura cuenta Josefo 218, y otros más 219, que, en una u otra forma, se ocuparon en seducir al pueblo. Era preciso, dijo Jesús, que todo esto sucediese, porque así estaba previsto en el plan divino. Si tantos males no han de ser más que «el comienzo de los dolores», ¿qué será el dolor mismo? El texto griego de San Mateo y de San Marcos lo representa muy gráficamente empleando el sustantivo que denota los dolores del parto 220.
Demás de estas primeras calamidades de índole general, otros males más personales y directos herirán a los discípulos de Cristo, el cual les previene para que, estando apercibidos, soporten con valor esta otra especie de prueba.

«Entonces os entregarán a los tormentos y os matarán, y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre. Y muchos entonces serán escandalizados, y se entregarán unos a otros, y se aborrecerán entre sí. Y se levantarán muchos falsos profetas y engañarán a muchos. Y porque se multiplicará la iniquidad, se resfriará la caridad de muchos. Mas el que perseverare hasta el fin, éste será salvo. Y este Evangelio del reino será predicado por todo el mundo, para que sea testimonio a todas las gentes, y entonces vendrá el fin» 221 .

San Marcos y San Lucas completan este cuadro desolador con pormenores que ya vimos en San Mateo, con ocasión de la instrucción que Nuestro Señor dió a sus apóstoles cuando les envió por primera vez a predicar la buena nueva 222. Leemos en el segundo Evangelio:

«En cuanto a vosotros, guardaos, porque os entregarán a los tribunales y seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante los gobernadores y reyes por causa de mí, para darme testimonio delante de ellos. Y cuando os llevaren para entregaros, no premeditéis lo que habéis de hablar; mas decid lo que os fuere inspirado en aquella hora, porque no sois vosotros quienes habláis, sino el Espíritu Santo. Y el hermano entregará al hermano a la muerte, y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra los padres y los harán morir.»

Será, pues, para los cristianos una persecución universal, de parte de los judíos y de parte de los paganos; aún más: en el seno mismo de la familia serán perseguidos, pues los que sean hostiles al Cristianismo odiarán a sus hijos o a sus hermanos convertidos y les harán padecer toda suerte de malos tratos y aun la muerte misma. Abundarán también entonces falsos profetas y falsos doctores, que añadirán un peligro más: el de la seducción. Todas estas causas juntas producirán un lamentabilísimo efecto, que Jesús expresa con una imagen admirable: la caridad; es decir, el amor de muchos se resfriará. Únicamente los más esforzados se mantendrán fieles entre tantos peligros.
También aquí la historia profana coincide con la religiosa en señalar el literal cumplimiento de estas diversas predicciones. Ya remitimos a nuestros lectores a los Hechos de los Apóstoles, a propósito de las persecuciones que judíos y gentiles movieron a los primeros cristianos. La circunstancia «se harán traición unos a otros» es notada por Tácito 223. Por lo que toca a los falsos profetas, es decir, a los heresiarcas, los vemos pulular en la Iglesia primitiva, combatiendo la pureza de la fe, pero enérgicamente denunciados por los apóstoles 224. También Tácito 225 y los Hechos de los Apóstoles 226 mencionan el odio universal de que serán blanco los discípulos del Salvador. Entre tantos sufrimientos, los cristianos gozarán también de algunos consuelos. Saben que los amparará una providencia especialísima paternalmente amorosa 227. Saben también que, sufriendo valerosamente estas pruebas, cooperarán a demostrar la divinidad de la obra de Cristo. En fin, tendrán la dicha de ver el Evangelio dilatado por todo el mundo romano antes de que se cumpla la amenaza del juicio contra Jerusalén. Esfuércense, pues, en perseverar hasta el fin, sin dejar que se mancille su fe ni que disminuyan su esperanza y su caridad.
Hasta aquí el divino Maestro se ha concretado a describir seriales preliminares de índole general en su mayor parte; mas ahora va a predecir las señales «del fin» por lo que toca a Jerusalén. El cuadro, muy circunstanciado, es sobremanera terrorífico 228. Cuando menos, los apóstoles hallarán en esta dolorosa predicción, cuando sea llegada la hora de su cumplimiento, preciosas luces para su propio gobierna y para la dirección de la Iglesia.

«Por tanto cuando viereis que la abominación de la desolación, que fué dicha por el profeta Daniel, está en el lugar santo, el que lee, entienda. Entonces los que estén en Judea huyan a los montes, y el que esté en la azotea no descienda a tomar cosa alguna de su casa, y el que esté en el campo no vuelva a tomar su túnica. ¡Ay de las que estuviesen encintas y de las que criaren en aquellos días! Pedid, pues, que vuestra huida no suceda en invierno o en sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni habrá. Y si no fuesen abreviados aquellos días, ninguna carne sería salva; mas por los escogidos, aquellos días serán abreviados.»

Aquella locución, de sabor enteramente hebraico, «la abominación de la desolación», está tomada del profeta Daniel 229, según la traducción de los Setenta. El primero de los dos sustantivos expresa la idea principal, y se aplica en la Biblia especialmente al culto de los ídolos, que para los israelitas fieles era cosa sobre todas abominable. Los antiguos exegetas judíos tenían por cierto que Daniel, con esta expresión, se refería a la profanación que hizo del Templo de Jerusalén Antioco Epífanes, según se cuenta en los libros de los Macabeos 230. Es, pues, moralmente cierto que el Salvador se sirvió de ella para indicar también algún atentado criminal contra la santidad del Santuario judío 231. ¿Se refería a algún acto particular de profanación? Algunos Padres han supuesto que aludía a la estatua del emperador, o a la de Tito, que habría sido colocada en el Templo antes o después de la toma de Jerusalén. Mas esta opinión no pasa de simple conjetura, fuera que, en la profecía de Jesús, no podía ser caso sino de un hecho que había de preceder a la ruina de Jerusalén, pues dice que habrá aún tiempo de huir cuando suceda «la abominación». Consta que los mismos zelotes judíos profanaron el Templo, asaltándolo y librando en él sangrientos combates 232. Los romanos completaron su obra después del asalto. Como quiera que sea, se cometieron entonces sacrilegios espantosos. El paréntesis: «El que lee, entienda» 233 contiene un aviso del evangelista, que incita a sus primeros lectores a examinar con cuidado los acontecimientos para ver si llega ya la hora anunciada por Cristo y si es tiempo de tomar las precauciones que con previsora bondad indica Jesús a sus fieles servidores para evitar las calamidades que iban a caer sobre Jerusalén. La consigna es que huyan lo más pronto posible al abrigo de los montes de Judea o a cualquiera otra parte 234.
Como en muchos otros lugares, el lenguaje del Salvador es aquí concreto, figurado, paradójico, con lo que su pensamiento gana en energía. Es preciso huir a toda costa por el camino más breve, y sacrificarlo todo, si se quiere salvar la vida. El recuerdo de las jóvenes madres, cuyo viaje por fuerza se ha de hacer lentamente, muestra la compasión de Jesús. En invierno, los caminos, siempre malos en Palestina, llegaban a ser pésimos. En días de sábado no permitía el uso andar sino muy corta distancia (2.000 codos, 1.050 metros), y muchos cristianos de origen judío podían tener escrúpulos de andar una distancia mayor. Aquellas palabras últimas: «habrá grande tribulación...» se cumplieron de modo terrible. Causa estremecimiento el leer las noticias que nos ha conservado Josefo del sitio y toma de Jerusalén. Hubo entonces crueldades atroces. Sólo en Jerusalén, si el dicho historiador no exagera, perecieron 1.100.000 judíos 235, y otros 97.000 fueron hechos prisioneros y condenados a crueles suplicios o a dura esclavitud. Fueron tantos los crucificados, que llegó a faltar espacio para las cruces y cruces para los condenados. El hambre arrebató familias enteras; las madres comían a sus propios hijos 236. Pero no olvida Dios a sus «elegidos», y para salvarlos abrevió la duración de la catástrofe, pues el sitio de Jerusalén, que comenzó por la Pascua, no duró más que hasta los primeros días de septiembre.
Sin más transición que un simple «Entonces», el divino Maestro traslada a sus oyentes, profundamente atentos, a muchos siglos de distancia –de cierto sin que ellos lo advirtiesen–, pasando de los últimos días de Jerusalén a su segundo advenimiento y al fin del mundo. De igual modo los antiguos profetas de Israel, bajo la inspiración del Espíritu Santo, pasaban rápidamente de una era a otra. Jesús comienza dando a los fieles de los últimos tiempos algunas instrucciones prácticas para prevenirlos de los peligros que les sobrevendrán de parte de los falsos profetas y de los falsos Cristos.

«Entonces, si alguno os dijere: Mirad el Cristo está aquí o allí, no lo creáis. Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas y harán grandes señales y prodigios, de modo (que si posible fuese) caigan en error aun los escogidos. Ved que os lo he dicho de antemano. Por lo cual, si os dijeren: He aquí que está en el desierto, no salgáis; he aquí que está en lo más retirado de la casa, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente y se deja ver hasta el Occidente, así será también la venida del Hijo del hombre. Dondequiera que estuviere el cadáver, allí se juntarán también las águilas» 237 .

Ya desde el principio del discurso 238, Nuestro Señor habían prevenido a sus discípulos contra los seductores que se presentarían en nombre de Él, es decir, a título de Mesías. Ahora renueva la advertencia con tanto más encarecimiento cuanto se trata de su segunda venida. Su lenguaje es apremiante y dramático. Como quiera que su aparición ha de ser repentina cual la del relámpago, y se manifestará a un tiempo en todas partes, no será menester ir a buscarle en tal o cual sitio. Según la interpretación que parece más natural, el proverbio «dondequiera que estuviese el cadáver, allí se juntarán también las águilas», expresa la prontitud con que los hombres comparecerán en el lugar donde estuviere el Cristo para ser juzgados por Él.
Luego Jesús pasa a describir las principales escenas del sublime drama de su retorno a la tierra al tiempo de la consumación de los siglos.

«Y luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se obscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las estrellas caerán del cielo, y las virtudes del cielo serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces todas las tribus de la tierra plañirán y verán al Hijo del hombre, que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad. Y enviará sus ángeles, con trompetas y con grande voz, y allegarán sus escogidos de los cuatro vientos, desde un término de los cielos hasta el otro» 239.

Aquí volvemos a hallar las imágenes, grandiosas y terribles a la vez, con que los antiguos profetas 240 pintaron cuadros semejantes a éste. El Salvador nos hace asistir a trastornos espantosos, que como dijo San Pedro, siguiendo a su Maestro 241, transformarán y renovarán nuestro mundo físico. La descripción de la majestuosa llegada del Hijo del hombre, rodeado de ángeles que formarán su corte, con ser brevísima, es admirable.
Desde los primeros siglos han indagado los intérpretes qué se ha de entender por la «señal del Hijo del hombre», cuya aparición precederá a la del mismo Mesías. Según varios Padres 242, será la cruz del Redentor, símbolo de nuestra salvación; y aunque esta opinión no conste ser enteramente cierta, ningún reparo serio puede oponérsele 243. Jesús describe también con estilo vigoroso el pesar que a la vista de esta señal del Hijo del hombre sentirán las gentes congregadas para el juicio universal; se golpearán el pecho 244, deplorando unos su incredulidad, otros el indigno trato que dieron al Salvador. Ya Daniel, en un texto célebre 245, había representado al Mesías en figura del Hijo del hombre que asciende sobre las nubes hasta el trono de Dios y recibe de Él «dominación, gloria y reinado» sobre todas las naciones. Nuestro Señor alude a las claras a este pasaje, con lo que evidentemente afirma que Él mismo era el Cristo anunciado por los profetas. El cuadro que sigue es de gran belleza. El Salvador, usando de todo su poder, enviará a sus ángeles por toda la tierra para que reúnan delante de Él a todos los hombres que han de ser juzgados. San Pablo completará esta descripción e insistirá sobre la realidad de la trompeta, a cuyo penetrante sonido los muertos saldrán de sus sepulcros y acudirán al tribunal del Soberano Juez 246.
Jesús, descendiendo de estas alturas sublimes, puso de relieve con una breve parábola llena de frescura, la infalibilidad de sus predicciones.
«Aprended de la higuera una comparación: cuando sus ramas están ya tiernas y las hojas han brotado, sabéis que el estío está cerca; pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca, a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación 247, sin que sucedan todas estas cosas. Pasarán el cielo y la tierra; mas mis palabras no pasarán» 248.
Por tercera vez recurre Nuestro Señor a la comparación de la higuera para dar una lección a sus discípulos 249, pues como quiera que este árbol era muy común en Palestina, cualquier figura que se tomase de su cultivo o de su vida era fácilmente entendida. Comenzaba a la sazón la primavera, y la savia subía por las ramas y las hacía tiernas y flexibles; las yemas se hinchaban, se abrían, y las hojas empezaban a aparecer. Cuando éstas se han desarrollado por entero, está próximo el verano 250. Así también, cuando se vea que se cumplen las diversas señales que el Salvador ha anunciado en la primera parte de su discurso, se sabrá que los acontecimientos de que estos signos son precursores se cumplirán sin tardanza. Jesús lo afirma con seguridad asombrosa. De ordinario, nada hay tan frágil ni fugaz como una palabra; las de Cristo sobrepujan en solidez a los elementos más estables y robustos.
En la segunda parte del discurso escatológico, Nuestro Señor saca de sus anteriores enseñanzas exhortaciones prácticas, que habían de ser para sus apóstoles y para su Iglesia de grandísima utilidad. Son la respuesta a la pregunta que le habían hecho al principio: «Dinos cuándo sucederán estas cosas», mas no para determinar fechas precisas y ciertas, sino, al contraria, para insistir sobre la incertidumbre del instante de su cumplimiento. De ahí esta continua vigilancia que ahincadamente recomienda. Las dichas exhortaciones se resumen en las palabras tantas veces repetidas: «¡Velad y estad preparados!»
La solemne aserción con que principian, según el texto de San Marcos, es para extrañar a primera vista:

«Mas en cuanto a aquel día y aquella hora, nadie los conoce: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» 251 .

La ciencia de los ángeles, aunque muy superior a la de los hombres, es limitada, particularmente en lo que toca a los misterios de la redención 252. En cuanto al Hijo del Hombre, según lo que ya dijimos, cosa evidente es que no puede admitirse ignorancia sobre un hecho en que Él ha de desempeñar el oficio principal, porque esto sería inconciliable con su divinidad. De estas palabras hacían argumentos los arrianos y agnoetas para negar la divinidad de Nuestro Señor; pero ya los Padres, y después los teólogos, con distinciones tan claras como sólidas, expusieron la verdadera significación de estas palabras. Sólo en apariencia son restrictivas. Así lo conceden muchos de los mismos neocríticos, de acuerdo con nosotros esta vez. Prueba de que Jesús sabía el día y la hora del fin del mundo sería, si otras nos faltasen, la descripción misma, tan precisa y concreta, que acaba de hacer. No sólo como Dios, sino aun como hombre, conocía hasta los mínimos pormenores del plan divino 253. Con todo, aun a sus más íntimos amigos no les comunicaba de este plan sino lo que su Padre le había dado la misión de revelar; ahora bien, esta misión no se extendía a revelar el punto indicado. Poco antes de su ascensión, a una pregunta muy semejante de los apóstoles, dará esta significativa respuesta: «No toca a vosotros conocer los tiempos ni las razones que el Padre ha determinado de su poder» 254. Las últimas palabras declaran bien, de parte del Padre y con respecto al Hijo, la restricción de que hemos hablado.
San Mateo es el único que trae en este lugar ciertas correlaciones señaladas por Nuestro Señor entre el diluvio y su segundo advenimiento, para dar a entender lo inesperado y lo repentino del último juicio y la necesidad de estar apercibidos 255.

«Como en los días de Noé, así será también a la venida del Hijo del hombre. Porque así como en los días antes del diluvio los hombres comían y bebían, se casaban y casaban sus hijos, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no lo entendieron hasta que vino el diluvio y los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del hombre.»

En unos y en otros hay el mismo descuido, a pesar de las graves y reiteradas advertencias; pero sobreviene también la misma espantosa sorpresa. Con dos ejemplos familiares 256, Jesús va a demostrar una vez más cuán repentina será su llegada como soberano Juez y cuántos hombres serán sorprendidos en estado de pecado:

«Entonces estarán dos en el campo: el uno será tomado y el otro será dejado. Dos mujeres molerán en un molino: la una será tomada y la otra será dejada. Velad, pues, porque no sabéis a qué hora vendrá vuestro Señor.»

«El una será tomado», es decir, tomado por los ángeles y puesto en el número de los elegidos. «El otro, dejado», esto es, dejado a un lado, desamparado entre los réprobos. «Velad, pues», es la segunda conclusión, que en el segundo Evangelio es aún más apremiante 257: «¡Estad atentos; velad y orad!» Este Señor que ha de venir es el mismo Cristo.
Aquí trae el primer Evangelio una larga exhortación a la vigilancia, de la que los otros dos sinópticos sólo contienen un breve resumen 258. Se compone casi únicamente de parábolas más o menos desarrolladas, que presentan la lección en forma fácilmente inteligible. La primera de la serie, muy breve 259, no está más que bosquejada.

«Sabed que si el padre de familias conociese a qué hora había de venir el ladrón, velaría sin duda, y no dejaría minar su casa. Por tanto, estad apercibidos también vosotros, porque a la hora que no pensáis ha de venir el Hijo del hombre.»

En Palestina las casas solían estar construidas con ladrillos secados al sol, o de tierra apisonada, o de piedras sueltas. Así que no era dificultoso a los malhechores hacer en los muros aberturas por donde entrar. El Salvador exhorta a sus discípulos a hacer en lo espiritual lo que un padre de familia previsor no dejaría de hacer en lo temporal. Una morada o una conciencia bien guardada nada tendrá que temer.
La segunda parábola nos es ya conocida por haberla oído en otro discurso de Jesús 260, pero en diferentes circunstancias y con manifiesta variedad de pormenores.
«¿Quién creéis que es el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso sobre su gente para que les dé de comer a tiempo? ¡Bienaventurado el siervo si, cuando viniere su señor, lo hallare obrando así! En verdad os digo que le pondrá sobre todos sus bienes. Mas si el siervo fuera malo y dijere en su corazón: Mi señor tarda en venir; y comenzara a maltratar a sus compañeros y a comer y beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y a la hora que no sabe, y lo separará 261, y le asignará su parte con los hipócritas. Allí será el llorar y el crujir de dientes» 262.
El primero de los dos mayordomos ha sido fiel y prudente durante todo el tiempo de la ausencia de su señor, y así la imprevista llegada de éste no le ha sorprendido. El segundo, por el contrario, se ha portado de manera indigna, y por esto sufrirá un castigo justo y severo. La fórmula «allí será el lloro...» parece significar, así en este pasaje como en todos los otros donde la hemos encontrado ya 263, la condenación eterna y los tormentos del infierno.
En el segundo Evangelio el discurso escatológico acaba con esta recomendación: «Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!» 264. San Lucas pone en boca del Señor la siguiente peroración 265:

«Mirad por vosotros, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y de embriaguez y de los afanes de esta vida, y que no venga de repente sobre vosotros aquel día, porque así como un lazo vendrá sobre todos los que están sobre la haz de toda la tierra. Velad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis dignos de evitar todas estas cosas que han de ser, y de estar en pie delante del Hijo del hombre.»

Es grato recoger todas estas perlas preciosas, todas estas divinas enseñanzas que la tradición cristiana conservó piadosa y fielmente.
Como ya dijimos, San Mateo es el único que nos ha conservado lo demás del discurso, que continúa, primero con dos parábolas más largas que las precedentes, y luego con una majestuosa descripción del juicio final. La parábola de las diez vírgenes es justamente célebre 266. Poco ha 267, Nuestro Señor aplicaba al buen servidor los epítetos de fiel y de prudente; ahora va a insistir en que sus verdaderos discípulos han de ser prudentes; en la otra parábola la nota dominante será la fidelidad.

«Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa. Mas cinco de ellas eran fatuas y cinco prudentes. Y las cinco fatuas, habiendo tomado sus lámparas, no tomaron consigo aceite. Mas las prudentes tomaron aceite en sus vasos juntamente con las lámparas. Y como el esposo tardase en venir, se adormecieron todas y se durmieron» 268 .

En otro lugar quedaron descritas las principales ceremonias de las bodas entre los judíos. A ellas recurre una vez más el Salvador para sacar una lección de moral. El rito más llamativo consistía en la alegre procesión que conducía a la desposada, por la tarde, a la casa de su marido, a la luz de lámparas y antorchas, con acompañamiento de cantos y de instrumentos de música. Las diez jóvenes de que habla la parábola eran las amigas de la esposa, que, según parece, esperaban en casa de ella, en la de sus padres, la llegada del esposo. Como éste habitaba a alguna distancia, tarda en llegar. De antemano se las califica de «locas», es decir, irreflexivas, y de «prudentes», según la conducta que van a observar. Fatigadas por una larga espera en plena noche, todas se durmieron. Como aquel sueño en nada era culpable, no se las reprende por haberse dormido; se introduce en la parábola para poner de relieve lo repentino de la llegada del esposo, circunstancia esencial de la parábola.

«Mas a media noche se oyó gritar: Mirad, que viene el esposo; salid a recibirle. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y aderezaron sus lámparas. Y dijeron las fatuas a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes respondieron diciendo: Porque tal vez no alcance para nosotras y para vosotras, id antes a los que lo venden y comprad para vosotras. Y mientras que ellas fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban apercibidas entraron con él a las bodas, y fué cerrada la puerta. Al fin vinieron también las otras vírgenes, diciendo: Señor, Señor, ábrenos. Mas respondiendo él, dijo: De cierto os digo que no os conozco. Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora» 269 .

Cuando, al despertar de improviso, fueron a preparar sus lámparas, notaron las vírgenes locas que se apagaban por falta de aceite. Como las lámparas de los antiguos, tanto en Oriente como en Occidente, solían ser muy pequeñas, era preciso llenarlas a menudo de aceite. Por lo que, en casos como el descrito, cada uno llevaba consigo la provisión necesaria. Precisamente en no haber tomado esta precaución elemental, por una negligencia grave, consistió la «locura» de las cinco vírgenes necias. ¿No sabían que era incierta la hora de la llegada del esposo? Por esto serán justamente castigadas con hallar cerrada la puerta y con que el esposo se niega a abrirles. Podían y debían haberlo previsto, y, cuando menos, en el largo tiempo de espera hubieran tenido espacio sobrado para ir a comprarlo. Pero fueron «locas», descuidadas hasta el fin. Algunos han acusado de egoísmo a las vírgenes prudentes que no quisieron partir su aceite con sus compañeras; mas ellas mismas responden a la objeción alegando juiciosamente que, si así lo hicieran, correrían el riesgo de que faltase aceite a todas cuando llegase el esposo, fuera de que se supone que las cinco vírgenes negligentes podían hallarlo en cualquier tienda cercana.
Esta parábola es tan clara en todas sus partes que la aplicación se hace por sí misma. El esposo es evidentemente figura de Nuestro Señor, que, al fin de los tiempos, celebrará sus bodas con la Iglesia 270 e introducirá para siempre en el cielo a estas esposas santísimas. Las diez jóvenes simbolizan a todos los cristianos. Sólo las almas vigilantes, cuya lámpara esté de continuo encendida, es decir, que hayan conservado en todo su esplendor su fe y su caridad, serán admitidas al eterno festín de estas bodas místicas.
Jesús propuso luego la parábola de los talentos, que se divide en tres partes: la primera consiste en una simple presentación de los principales personajes.

«Es como un hombre que, al partirse lejos, llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A éste dió cinco talentos; al otro, dos, y al otro uno; a cada cual según sus facultades, y se partió luego» 271 .

En este hombre prudente, que, estando para hacer un largo viaje entrega sus bienes a sus servidores para que los beneficien, es fácil también reconocer una figura del Salvador. También Él iba a alejarse pronto, por largo tiempo, y quiere mostrar con nuevos símbolos la activa vigilancia con que deben vivir todos sus discípulos, todos los cristianos, hasta su vuelta. Las sumas entregadas equivalían, si se trata del talento ático, la primera, a 27.480,50 pesetas; la segunda, a 11.121,80, y la tercera, a 5.560,90. Figuran las gracias de diverso género que Cristo y su divino Padre conceden sobreabundantemente a todos los cristianos. Y aunque son desiguales, justificase esta desigualdad en el reparto con la locución «a cada uno según su facultad». La divina bondad proporciona, pues, de ordinario sus dones a las disposiciones de cada uno. Y conforme a los dones recibidos será la responsabilidad, mayor en el que más hubiere recibido.
Lo que sigue de la narración nos da a conocer lo que, después de la partida del señor, sucedió con las sumas confiadas a los tres siervos.

«El que había recibido cinco talentos se fué a negociar con ellos, y ganó otros cinco. Asimismo el que había recibido dos, ganó otros dos. Mas el que había recibido uno, fué y cavó en la tierra y escondió allí el dinero de su señor» 272 .

Los dos primeros se pusieron en seguida a trabajar, y tan activo e industrioso fué su celo, que consiguieron doblar la suma que se les había fiado. El ciento por ciento es, sin duda, un beneficio considerable, pero no raro en negocios comerciales cuando todo va a pedir de boca, fuera de que, según veremos los dos servidores tuvieron mucho tiempo para obtener este buen resultado. En cuanto al tercero, se contentó con cavar un hoyo en tierra y depositar en él el dinero de su amo. Los antiguos, especialmente los orientales, usaban ocultar así el dinero y los objetos preciosos que querían tener seguros. Más de un campo guarda aún su secreto.
Llegamos al desenlace, un tanto extenso, conforme pide su importancia.

«Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos e hizo cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: «Señor, cinco talentos me entregaste; he aquí que he ganado otros cinco sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, siervo bueno y fiel; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré sobre lo mucho: entra en el gozo de tu señor. Y se llegó también el que había recibido dos talentos, y dijo: Señor, dos talentos me entregaste; he aquí que he ganado otros dos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, servidor bueno y fiel; porque fuiste fiel sobre lo poco, te pondré sobre lo mucho: entra en el gozo de tu señor. Y llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, sé que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste, y teniendo miedo me fuí y escondí tu talento en tierra; helo aquí, tienes lo que es tuyo. Y su señor, respondiendo, le dijo: Siervo malo y perezoso, sabías que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí; debiste, pues, haber dado mi dinero a los banqueros, y viniendo yo hubiera recibido con usura lo que es mío. Quitadle, pues, el talento y dárselo al que tiene diez talentos, porque a cualquiera que tuviere le será dado y tendrá más; empero al que no tuviere, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil echadlo en las tinieblas exteriores: allí será el llorar y el crujir de dientes» 273 .

En cuanto el señor vuelve, pide cuentas rigurosas a cada uno de sus siervos. En el lenguaje de los dos primeros se adivina alegría y satisfacción. Los parabienes, los elogios y la recompensa del señor, cuyos bienes administraron con loable celo, colman su alegría 274. ¡Pero cómo cambia la escena al llegarse el tercero!
Por demás es que alegue vanas excusas para paliar su falta; sólo consigue que la arrogancia de su actitud y de sus palabras la agraven más aún. El señor, justamente irritado, vuelve contra él su insolente argumento. Si aquel siervo perezoso no quería trabajar personalmente como sus dos colegas, para acrecentar la hacienda de su señor, ¿no estaban a su disposición los banqueros? Bastárale «echar» 275 el dinero en la mesa de uno de ellos, cosa aún más fácil que cavar un hoyo para ocultarlo, y no perdiera el tiempo, pues en la época de Nuestro Señor 276 el dinero dado a préstamo produciría elevados intereses.
La sentencia, precedida de sus motivos, es justamente severa. El culpable es despojado del talento que le había sido confiado y expulsado de la presencia del señor, que tan bueno se había mostrado con él y a cuya benevolencia no había correspondido 277. Como en la parábola de las vírgenes necias, este hombre no es acusado de crimen positivo; no es acusado, por ejemplo, de robo. Pero ha sido un «siervo inútil»; no ha beneficiado el talento que su señor había puesto en sus manos para que con él grangease frutos abundantes. Esto era ya bastante para merecer un castigo, pues no quiere Dios que los dones que con tanta liberalidad derrama sobre nosotros permanezcan estériles. Quienes no desplegaren en su servicio actividad infatigable en usar de sus gracias, se hacen reos de ingratitud, que Él con entero derecho puede castigar rigurosamente.
Otra observación de mucha importancia, de un orden más general, nos sugieren varios detalles de esta parábola de los talentos, como también las palabras anteriores de Jesús. El señor de los tres siervos va a un país lejano, y no vuelve sino «mucho tiempo después» 278. En la parábola de las tres vírgenes, el esposo, que representa a Jesucristo, se hace esperar hasta media noche. Estos rasgos y otros semejantes 279 demuestran perentoriamente que Nuestro Señor nunca dijo que su advenimiento estaba próximo. Más adelante volveremos a tratar de esto.
En fin, es digno de notar que la última de las cuatro parábolas, la de los talentos, no se ha de considerar, a pesar de la opinión contraria de muchos comentadores antiguos y contemporáneos, como repetición de la de las minas, que atrás quedó estudiada 280. Cierto que entre ellas hay semejanzas notables; pero también hay considerables diferencias en cuanto al tiempo, lugar y otras circunstancias. En la de las minas, Jesús estaba en Jericó y se dirigía a un auditorio muy heterogéneo; en esta está sentado en la cumbre del Monte de los Olivos, y solamente tiene junto a sí a cuatro de sus apóstoles. Cuando Jesús dijo aquélla, faltaban aún ocho o diez días para su muerte; esta otra de los talentos la dijo en la antevíspera de su Pasión. Por lo que toca al fondo, San Lucas menciona minas; San Mateo, talentos; San Lucas habla de un noble que va lejos en busca de una corona; San Mateo, de un simple propietario que viaja por sus negocios. Allí las minas son distribuidas por igual entre los siervos; aquí éstos reciben sumas desiguales. En ambas parábolas difieren también las recompensas y los castigos; sobre que, según repetidas veces hemos dicho, era natural que Nuestro Señor diese en diferentes ocasiones las mismas enseñanzas sirviéndose de las mismas imágenes. Creemos, pues, que no haya ninguna razón de peso para identificar las dos parábolas. Esta identificación supondría, además, en los evangelistas una confusión difícilmente admisible.
Nuestro Señor acaba magníficamente el discurso escatológico describiendo el juicio final 281. Después de haber predicho brevemente su vuelta como Juez soberano 282, para pasar luego a una larga exhortación a la vigilancia, torna a hablar de este gran hecho, y con lenguaje sencillo y a la par majestuoso, pinta el cuadro del juicio universal en que acabará la era actual, después de la cual no habrá más que la eternidad feliz o desventurada. Ante nuestros ojos aparecen Cristo como Juez supremo, los elegidos y los réprobos. Oímos la doble e irrevocable sentencia y el conmovedor diálogo que, a propósito de ella, se entabla entre el Mesías y los que ha admitido en el cielo o los que son arrojados en el infierno.
«Y cuando el Hijo del hombre venga en su majestad y todos los ángeles con Él, entonces se sentará sobre el trono de su majestad, y serán congregados delante de Él todas las gentes, y los apartará los unos de los otros, como el pastor aparta las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda» 283.
¡Sublime comienzo! Había anunciado Jesús hacía algún tiempo que «el Hijo del hombre vendría a su reino» 284. Este glorioso advenimiento se da como ya realizado. Ahí está el Cristo en su trono, rodeado de millares de ángeles. Todas las generaciones que se han sucedido en la tierra desde la creación de Adán y Eva han acudido al llamamiento de la trompeta que ha resonado en todos los ángulos del mundo, y están de pie delante de su Juez, en ansiosa espera y en silencio. Un acto de la omnipotencia de Cristo separa en grupos opuestos, no ya los pueblos, pues entonces habrá desaparecido ya toda nacionalidad, sino los buenos y los malos, los salvados y los condenados. Una comparación, tomada de la vida pastoril de Oriente, sirve para representar esta grandiosa y terrible escena. En los países bíblicos las ovejas son de ordinario de color blanco. Aquí son figura de los buenos, porque en todos los pueblos simbolizan la mansedumbre, la docilidad y la inocencia. Al revés, los cabritos, cuyo color es por lo común negro en Palestina, son emblema de los malos. Los elegidos son colocados a la derecha del Hijo del hombre, es decir, al lado que siempre se ha considerado como el más honroso, como lugar de bendición y de dicha 285. Los condenados son relegados a la izquierda, lugar de desventura 286, cuyo solo nombre era mirado entre los griegos como pronóstico fatal. Añadamos, para explicar aún mejor la comparación, que en los países orientales, aunque las ovejas y las cabras forman con frecuencia un solo rebaño durante el día, se les separa por la noche en establos o en apriscos distintos.
Ahora se promulga ya la sentencia, y en primer lugar para los buenos.

«Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os está preparado desde la fundación del mundo; porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, era peregrino, y me recogisteis; desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis: estaba en la cárcel, y me vinisteis a ver. Entonces le responderán los justos y dirán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos peregrino, y te recogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el Rey, respondiendo, les dirá: En verdad os digo que cuantas veces lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis» 287 .

Ya queda inaugurado el reino eterno del Mesías, por lo que, en la breve fórmula con que comienza la sentencia, toma ya el título de Rey. En esta sentencia de bienaventuranza, todas las palabras son para consideradas. La primera contiene una suavísima invitación: « ¡Venid!» Mas esto no expresa bastante, pues la expresión griega que corresponde a este verbo es más enérgica; a la letra significa « ¡Vamos!» Es un llamamiento urgente. «Benditos»: ¡cuántas cosas en esta sola palabra! ¡Benditos por toda la eternidad, benditos por los siglos de los siglos, predestinados, justificados, glorificados. ¡Incomparable! Se los pone para siempre en posesión del reino que se les había prometido; lo reciben, según la fuerza del texto griego 288, como herencia eterna. Para hacer resaltar mejor aún el valor de esta posesión, añade Jesús que les ha sido preparado desde el principio del mundo en la sabiduría de Dios, que con paternal ternura quería concederles delicias y gloria sin fin.
Pero ¡qué sorpresa no experimentamos, como los elegidos mismos, al escuchar con qué actos han merecido su corona! No habla Jesús ni de la fe ni del amor de Dios, virtudes cuya absoluta necesidad ha indicado en otras ocasiones. Se limita a enumerar seis obras de misericordia, seis prácticas de caridad para con el prójimo. Pero observemos que estas obras sólo se citan a título de ejemplos. Por lo demás, todos los actos que aquí menciona Cristo requieren más o menos esfuerzos y sacrificios; pero de industria ha elegido las menos difíciles, para enseñarnos que si se puede obtener semejante recompensa por un vaso de agua, por una buena palabra, con mayor razón se hará digno de ella quien practique obras de mayor perfección. Hallamos en esto un argumento a fortióri que no es para olvidado. Sobre todo, no olvidemos que es aquí caso de poner en ejecución lo que el Salvador llamará luego su mandamiento por excelencia, el de la caridad fraterna, al que tan gran valor ha concedido emparentándolo con el amor de Dios 289. En fin, Jesús supone que la buena obra hecha en favor de los prójimos es como si realmente a Él mismo se le hiciese. He aquí que una vez más se constituye como centro de toda la religión instituida por Él. ¿Quién sino Él hubiera podido pronunciar con toda verdad tales palabras?
Paralela a esta primera sentencia es la segunda, la de los réprobos; ambas se corresponden hasta en los términos; pero esta semejanza parcial sólo sirve para que resalte mejor la dolorosa diferencia; porque, en efecto, los dos decretos son totalmente opuestos entre sí como, de otra parte, lo habrá sido la vida de los hombres sobre quienes recaen.

«Entonces dirá también a los que están a su izquierda: Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno, que está aparejado para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era peregrino, y no me recogisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis. En¬tonces ellos también le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te asistimos? Entonces les responderá: En verdad os digo que cuando no lo hicisteis a uno de estos pequeñitos, ni a mí lo hicisteis. E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna» 290 .

Las primeras palabras de la sentencia, «Apartaos de mí», son las que imponen a los condenados la parte más copiosa de su castigo. Como dijo Bossuet 291, «en vez de aquel «Venid» embelesador, dulcísimo, que satisfará el corazón del hombre sin que tenga nada más que desear, los impenitentes oirán este inexora¬ble: «Id, apartaos...» ¡ Oh palabras nunca bastante meditadas: «Venid», «Id»! ... Alma mía, pesa estas palabras, que encierran toda la felicidad y la desdicha y toda la idea de una y de otra: «Venid», «Id». Venid a mí donde está todo el bien; id lejos de mí, a donde está todo el mal.» Después de esta pena de «daño», como se llama en Teología; después de esta separación de Dios, viene la pena de sentido, cuyo instrumento principal será el fuego real y propiamente dicho, que atormentará eternamente a los réprobos. Pero notemos una delicadísima va¬riante en la fórmula final de los dos decretos. Jesús ha dicho que el reino ha sido expresamente preparado para los buenos; mas, al tratar de los malos, sólo dice que el infierno fué preparado para Satán y sus ángeles. Los pecados de los demo¬nios y los de los hombres son, por tanto, los que han creado el infierno; Dios no es autor de él, sino, digámoslo así, contra su propia voluntad.
El segundo decreto va razonado como el primero y en la misma forma. La omisión de las prácticas más elementales de la caridad cristiana puede, pues, venir a ser ocasión de eterna desventura. Quien deliberadamente descuida las obras de misericordia, prueba con ello que no ama a Dios ni a sus hermanos, e infalible¬mente viene a caer en toda clase de desórdenes graves. Así que cuando los con¬denados aleguen su ignorancia, el Mesías no querrá aceptar esta vana excusa.
¡Qué majestad, suave y temible a la, vez, en el breve epílogo del discurso! «Irán (los condenados) al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna.» Estas dos sentencias se ejecutan al punto; queda cerrado el período de prueba y comienzan las dos eternidades, pues la decisión no deja lugar a apelación.