Magisterio por temas

Eucaristía y liturgiaIndice general

Reflexiones sobre la encíclica «Ecclesia de Eucharistia»

De su santidad Juan Pablo II (L’Osservatore Romano, VII-XII.2003)

«ECCLESIA DE EUCHARISTIA» ENCIERRA EL NÚCLEO DEL MISTERIO DE LA IGLESIA
Misterio de fe
La Eucaristía edifica la Iglesia
Apostolicidad de la Eucaristía y de la Iglesia
Eucaristía y comunión eclesial
Decoro de la celebración eucarística
En la escuela de María mujer «eucarística»
LA CENTRALIDAD DE LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Una nueva encíclica sobre la Eucaristía
«La Iglesia vive de la Eucaristía»
La Eucaristía «fuerza generadora» de la comunión eclesial
Un banquete de acción de gracias
LA EUCARISTÍA EN LAS FUENTES ESCRITURÍSTICAS
LA EUCARISTÍA EN LOS PADRES DE LA IGLESIA
La disciplina del arcano
Los diversos contextos
La Eucaristía en la catequesis
EL SECRETO DE LA RESURRECCIÓN
IGLESIA Y EUCARISTÍA
EUCARISTÍA Y ESPÍRITU SANTO
La epíclesis en la liturgia eucarística
La epíclesis en la liturgia eucarística
La epíclesis del Espíritu en la Encarnación y en la celebración eucarística
LA APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA
EUCARISTÍA Y DIÁLOGO ECUMÉNICO
EUCARISTÍA Y SACERDOCIO
LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
LOS SANTOS, ESPLENDOR DE LA VIDA EUCARÍSTICA
EL CULTO DE LA EUCARISTÍA FUERA DE LA MISA
Valor eclesiológico.
La adoración eucarística y la edificación de la Iglesia
Valor antropológico.
La Eucaristía revela el hombre al hombre
Valor filosófico.
La Eucaristía manifiesta la categoría de la relación
Con los ojos de María
EL CULTO EUCARÍSTICO EN LA TRADICIÓN
Mirada a la historia
La doctrina de la encíclica
Culto eucarístico y esfuerzo de conversión
La referencia es instructiva, y conviene desarrollarla de modo adecuado.
EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA TRADICIÓN ORIENTAL
LAS NORMAS CANÓNICAS EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
Relación entre sacerdocio y Eucaristía
Participación sacramental en ausencia de plena comunión
La Eucaristía y el estado de gracia
Otras cuestiones canónicas
Conclusión
EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER «EUCARÍSTICA»
María y Eucaristía binomio inseparable
La Eucaristía, misterio de fe
«Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!»
María, «odigitria»
La celebración artística
EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
El decoro remite a valores esenciales
Celebrar con decoro
Antes, durante y después: una celebración decorosa
El «antes» celebrativo
El «durante» celebrativo
El «después» celebrativo
Entre decoro y vida eucarística


«ECCLESIA DE EUCHARISTIA» ENCIERRA EL NÚCLEO DEL MISTERIO DE LA IGLESIA

L’Osservatore Romano, n. 25 - 20 de Julio de 2003

+ Mons. Antonio SANTARSIERO, o.s.j.
Obispo-prelado de Huarí (Perú)

Durante 24 años, Juan Pablo II, el día de Jueves santo, nos ha regalado una carta a todos los sacerdotes del mundo, como signo de su particular atención hacia nosotros y prueba de su cercanía personal. Este año, vigésimo quinto de su pontificado, nos ha sorprendido regalándonos nada menos que una encíclica, Ecclesia de Eucharistia, involucrando más plenamente a toda la Iglesia en esta reflexión eucarística, cuya lectura y estudio no puede dejar de suscitar en nosotros sentimientos de gran asombro y gratitud. En castellano su nombre viene a ser «La Iglesia vive de la Eucaristía». En otras palabras, la Iglesia vive del Cristo eucarístico, de él se alimenta y por él es iluminada. Esta verdad encierra, en síntesis, el núcleo del misterio de la Iglesia. Con el don eucarístico, Jesucristo entregó a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual.
La encíclica consta de seis capítulos y, si bien es cierto que la materia de la cual trata el texto es muy conocida por nosotros, y que no anuncia novedad alguna, sino, al contrario, recuerda lo que la Iglesia siempre ha enseñado, no es de fácil lectura en sí, pero es de una riqueza tal que merece de nuestra parte un estudio serio que nos ayude a una asimilación total del documento, para que cada jornada nuestra sea verdaderamente eucarística. El compromiso esencial en la vida de todo cristiano y con mucha mayor razón el de nosotros, los sacerdotes, es el de crecer espiritualmente en el clima de la sagrada Eucaristía.
La encíclica tiene dos aspectos: uno doctrinal, de gran riqueza teológica, que habla de la esencia y la importancia de la Eucaristía, y el otro, mas bien disciplinar, o por llamarlo así, de cuestiones prácticas sobre la celebración eucarística. Estas últimas pueden variar de acuerdo a la época y son las que mas atención han recibido de la prensa escrita y hablada en nuestro país. Normalmente nos fijamos más en la parte disciplinaria, pero lo más importante en la encíclica es la parte doctrinal y teológica La mirada de la Iglesia se dirige permanentemente a Cristo, su Señor, presente en el Sacramento del altar.
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La Iglesia experimenta cómo se realiza esta promesa continuamente, y en las formas mas diversas; pero se alegra de una manera especial de esta presencia de Jesús en la sagrada Eucaristía, por la conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor.
Cuando Cristo instituyó este sacramento, tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo «Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre...». Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿entenderían estas palabras?... Es posible que no haya sido así y que sólo al final del triduo sagrado, es decir, después de vivir los acontecimientos que sucedieron desde el jueves hasta la mañana del domingo las hayan comprendido. Porque, en realidad, la Eucaristía anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar un poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemani.
La Iglesia nace en Pentecostés con el don del Espíritu Santo, pero un momento decisivo de su formación es la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. La Iglesia vive de la Eucaristía. Se alimenta del pan vivo y es lo más precioso que tiene en su caminar por la historia. En la Eucaristía, el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a él, redimido por Cristo.
El Santo Padre reconoce que la reforma litúrgica del último Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación mas consciente, activa y fructuosa de los fieles en el santo sacrificio de la misa. Sin embargo, señala también que en diversos contextos eclesiales se dan ciertos abusos que oscurecen la fe y la recta doctrina católica sobre este sacramento. Y nombra los siguientes: una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico; se oscurece la necesidad del sacerdocio ministerial; surgen iniciativas ecuménicas que transigen con practicas eucarísticas contrarias a la disciplina de la Iglesia.

Misterio de fe

La Eucaristía nació, en circunstancias dramáticas, la noche en que el Señor Jesús fue entregado. Y la Iglesia la ha recibido como el don por excelencia, porque es don de Cristo mismo, de su persona en su santa humanidad y de su obra de salvación. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, el santo sacrificio de la misa, el memorial de la muerte y resurrección de su Señor, el evento más importante en la historia del mundo acaecido en la plenitud de los tiempos, este acontecimiento central de salvación se hace realmente presente y se realiza la obra de nuestra redención. Es misterio grande, misterio de misericordia. Es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha repetido continuamente.
La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor. Este sacrificio se hace presente y se perpetua en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. La misa hace presente el sacrificio de la cruz, por ella el sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo.
La Eucaristía es sacrificio en sentido propio el don del amor de Cristo y su obediencia hasta el extremo de dar la vida, es en primer lugar un don a su Padre, pero es también un don a favor nuestro. Por eso, al participar en el sacrificio eucarístico los cristianos ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella.
El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. Por eso, en la Eucaristía recibimos la garantía de la resurrección corporal al final del mundo. «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54).
Si con lo dicho hasta aquí reconocemos la importancia a la santa misa, tenemos que preguntarnos: ¿por qué la gente no la frecuenta y la aprecia más? Aún entre aquellos que creen que Jesús murió por nuestros pecados y resucitó de entre los muertos, existen aquellos que no consideran la misa tan importante y algunos quizás ni siquiera creen que Jesús esta realmente presente en la Eucaristía. Si bien es cierto que esto es un tema bastante complejo, yo creo que gran parte del problema proviene de entender mal lo que es un «memorial»
En un extremo están las personas que relegan el sacrificio de Cristo a un pasado lejano. Creen que en la misa nosotros recordamos lo que Jesús hizo por nosotros, pero que aquellos acontecimientos no se convierten en realidades presentes. Y así, conforme transcurren las generaciones, la memoria se debilita y se oscurece. La Eucaristía se convierte en un recuerdo simbólico de que Jesús nos ama. Esto lleva a un énfasis exagerado de la dimensión «horizontal» de la misa: la «asamblea reunida», la participación externa de los fieles y las aspiraciones y necesidades humanas de la comunidad. Si bien es cierto que estos elementos tienen su lugar, se vacían de contenido si están divorciados de la presencia salvadora de Cristo.
En el otro extremo esta una postura que llamaremos «privatizadora» (Jesús y yo) del cristianismo. Cristo esta tan presente entre nosotros que no necesitamos de la liturgia sagrada para encontrarlo.
Una postura diferente es la de algunos cristianos que tienen una idea fundamentalmente equivocada del carácter sacrificial de la misa y creen que el sacrificio de Cristo se repite una y otra vez. Esto es contrario a la enseñanza bíblica que dice que Cristo se ofreció a sí mismo «de una vez para siempre» (Hb 7, 27). Como memorial, la Eucaristía no es solamente el recuerdo de la salvación que Cristo nos mereció, sino que «en la celebración litúrgica estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1363). El sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1364). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la misma sangre que derramó por muchos para la remisión de los pecados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1365).
La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga: recibimos a Cristo mismo que se ha ofrecido por nosotros: su cuerpo, que él ha entregado por nosotros en la cruz; su sangre, «derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28). Y, por la comunión de su cuerpo y sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu, infundido ya en el bautismo.
Como en la Eucaristía recibimos la garantía de la resurrección, podemos decir que ella es anticipación del Paraíso, «prenda de gloria futura». Esta tensión escatológica propia de la Eucaristía da impulso a nuestro camino histórico.

La Eucaristía edifica la Iglesia

La celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «tomad, comed... bebed de ella todos» (Mt 26, 26-27), entraron por primera vez en comunión sacramental con él. Fueron sólo «doce» quienes se unieron con Jesús en la última Cena... Desde aquel momento y hasta el final de los siglos la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros. La incorporación a Cristo que tiene lugar en el bautismo se renueva y consolida con la participación en el sacrificio eucarístico, sobre todo cuando es plena mediante la comunión sacramental.
Al unirse a Cristo, el pueblo de la nueva alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad, es decir, en signo e instrumento de salvación. Así pues, la misión de la Iglesia continúa la misión de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea comunidad entre los hombres, colma los anhelos de unidad fraterna que tiene todo corazón humano y eleva la experiencia de fraternidad. Por eso, podemos afirmar que la Eucaristía es al mismo tiempo la fuente y la cumbre de toda la evangelización, porque su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo, y en él con el Padre y con el Espíritu Santo.

Apostolicidad de la Eucaristía y de la Iglesia

SI la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, entonces se hace evidente que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. El Catecismo de la Iglesia Católica (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 857), al explicar que la Iglesia es apostólica, se refiere a un triple sentido de esta expresión:
1. «Fue y permanece edificada sobre el fundamento de los Apóstoles». Asimismo, los Apóstoles están en el fundamento de la Eucaristía, porque fue confiada a los Apóstoles por Jesús y transmitida por ellos y sus sucesores hasta nosotros.
2. «Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los Apóstoles». Así, en este segundo sentido, la Eucaristía también es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles.
3. La Iglesia es apostólica porque «sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral, el colegio de los obispos». La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden.
La Eucaristía expresa también este sentido de apostolicidad porque es el sacerdote ordenado quien realiza in persona Christi el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo.
In persona Christi quiere decir mucho mas que «en nombre de» o también «en vez» de Cristo. «In persona» expresa una identificación especifica sacramental con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que no puede ser sustituido por nadie. La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente que un sacerdote ordenado la presida. Y la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Este es un don que se recibe a través de la sucesión episcopal y que se remonta a los Apóstoles. Es el obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, y le otorga el poder de consagrar la Eucaristía.
El Papa, al referirse a la actividad ecuménica, llama seriamente la atención sobre la obligación que los fieles católicos tienen de abstenerse de la comunión distribuida en las celebraciones de las comunidades eclesiales separadas (las que surgieron en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica) para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía. La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir confusiones y reducciones. Por eso, señala también que no se puede pensar en reemplazar la santa misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra, con encuentros de oración en común con los cristianos miembros de esas comunidades separadas, o con la participación en su servicio litúrgico. Estas celebraciones en sí mismas son buenas y meritorias en circunstancias oportunas, pero no pueden reemplazar a la Eucaristía.
Hemos dicho que la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia. Ahora agregamos: la Eucaristía es también centro y raíz de toda la vida sacerdotal. Siendo tan importante para la vida espiritual del sacerdote como para el bien de la Iglesia y del mundo, la encíclica retoma la recomendación conciliar y pide a los presbíteros celebrar cotidianamente la Eucaristía. De este modo el sacerdote encontrará en el sacrificio eucarístico la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales y cada jornada será verdaderamente eucarística.

Eucaristía y comunión eclesial

La Iglesia está llamada a promover tanto la comunión con Dios como la comunión entre los fieles. Para ello cuenta con la Palabra y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, que se manifiesta como la culminación de todos los sacramentos en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios: en ella culmina todo deseo humano, porque en ella llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta.
La comunión que nos une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo supone la vida de gracia así como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el «cuerpo» y el «corazón». El cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía, comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo, tiene el deber moral de vigilar que estos vinculas existan en su integridad. Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica establece que «quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la reconciliación antes de acercarse a comulgar». La Eucaristía y la penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. El juicio sobre el estado de gracia corresponde solamente al interesado, pues se trata de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de comportamiento externo grave, abiertamente contrario a la norma moral, la Iglesia en su cuidado pastoral no puede manifestarse indiferente y no puede permitir la admisión a la comunión eucarística de tales personas. Tampoco se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad integra de fe sobre el misterio eucarístico.
La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular. Sería, por tanto, una gran incongruencia que el sacramento de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el obispo. Asimismo, como el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, es el fundamento visible de la unidad, tanto de los obispos como de los fieles, toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión con el Papa, con el orden episcopal, con el clero y el pueblo entero. Por eso se afirma que la Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. Esta eficacia singular de la Eucaristía es uno de los motivos de la importancia de la misa dominical, por lo que la encíclica nos recuerda que participar en la misa dominical es una obligación para los fieles, a no ser que tengan un impedimento grave.

Decoro de la celebración eucarística

Jesús da a los discípulos el encargo de preparar cuidadosamente la «sala grande» necesaria para celebrar la cena pascual. Sin embargo, los evangelios sinópticos relatan la escena de la institución de la Eucaristía de tal forma, que uno queda impresionado por la sencillez con la cual Jesús la instituye. La Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto que sea señal de tan gran misterio. La liturgia cristiana ha nacido en conformidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. La Iglesia no ha tenido miedo de dedicar sus mejores recursos para expresar su reverente asombro y admiración ante el don de la Eucaristía. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía un motivo de gran inspiración.
El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es «pan de los ángeles» al cual no es posible acercarse sino con la humildad del centurión del Evangelio: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa»...
En este esfuerzo de adoración del Misterio desde el punto de vista ritual y estético. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen creativo, como lo demuestra la historia. Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según las indicaciones pastoral es expresadas oportunamente por la autoridad competente.
Los sacerdotes tienen una gran responsabilidad en la celebración eucarística. A ellos les corresponde presidirla in persona Christi, dando un testimonio de servicio y de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. El Papa lamenta en la encíclica que a partir de la reforma litúrgica posconciliar, por un malentendido de creatividad y de adaptación, se hayan cometido algunos abusos y por eso hace ahora un llamado a que se observen con fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. El sacerdote que celebra fielmente la misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: este es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.

En la escuela de María mujer «eucarística»

Como era de esperar, el Papa concluye la encíclica con una referencia a María, Madre y modelo de la Iglesia.
En el relato de la institución de la Eucaristía el Evangelio no menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya ciertamente no pudo faltar en las celebraciones eucarísticas posteriores de los fieles de la primera generación cristiana.
María es mujer eucarística. Puesto que la Eucaristía es misterio de fe que supera de tal manera nuestro entendimiento, nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios. Nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como esta.
A María se le pidió creer que aquel que concibió por obra del Espíritu Santo era «el Hijo de Dios». En continuidad con la fe de la Virgen, se nos pide a nosotros creer en el misterio eucarístico: el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María se hace presente en su humanidad y divinidad en las especies del pan y del vino.
María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
María anticipó en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. «¡Feliz la que ha creído! » (Lc 1, 45). Hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario. Su entrega a Jesús culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después en el periodo pospascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión. Recibir la Eucaristía debió significar para María algo así como acoger de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que habla experimentado en primera persona al pie de la cruz.
Mirándola a ella conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía. En el humilde signo del pan y el vino, convertidos en su cuerpo y su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos.
Contemplar el rostro de Cristo y contemplarlo con María, es el «programa» que Juan Pablo II le ha indicado a la Iglesia al inicio del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro con el entusiasmo de la nueva evangelización.

LA CENTRALIDAD DE LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

L’Osservatore Romano, n. 26 - 27 de Junio de 2003

+ Card. José SARAIVA M., c.m.f.
Prefecto de la Congregación para las causas de los santos

El pasado día 17 de abril, durante la santa misa In Cena Domini, el Santo Padre Juan Pablo II firmó la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre el sacramento de la Eucaristía en su relación con la Iglesia. Se trata de un documento de gran relevancia eclesial, tanto por su importancia como por la urgente actualidad de su rico contenido doctrinal y pastoral. Debe considerarse un nuevo don del Papa hecho a la Iglesia al inicio del nuevo milenio, en el vigésimo quinto aniversario de su fecundo pontificado
Esta nueva encíclica ofrece magnificas pistas de reflexión y orientaciones seguras a quien quiera profundizar y vivir cada vez con mayor intensidad el Mysterium fidei, que el Señor nos dejó como su testamento más valioso.

Una nueva encíclica sobre la Eucaristía

La Eucaristía es la presencia salvífica de Cristo, muerto y resucitado, en medio de su pueblo, el cual quiso quedarse con nosotros, de modo especial, en el sacramento eucarístico. Precisamente por eso, la Eucaristía ocupa un lugar central en la vida del nuevo pueblo mesiánico. Esta centralidad es lo que la encíclica Ecclesia de Eucharistia subraya con vigor. Como sacramento por excelencia del misterio pascual –se lee en ella–, «la Eucaristía (...) está en el centro de la vida eclesial» (n. 3); y también: «la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia» (n. 31). Eso significa que la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» (n. 26).
La centralidad del sacramento del altar en la vida de la Iglesia explica la solícita atención que ha dedicado al sacramento eucarístico. Recordemos, por ejemplo, los decretos doctrinales tridentinos al respecto, que han guiado, a lo largo de los siglos sucesivos, tanto la reflexión teológica como la catequesis, y que siguen siendo hoy un punto de referencia dogmático válido en el campo de la renovación y del crecimiento de los fieles en la devoción a la Eucaristía (cf. n. 9). En tiempos más cercanos a nosotros, cabe mencionar las tres grandes encíclicas eucarísticas: la Mirae caritatis de León XIII, la Mediator Dei de Pío XII y la Mysterium fidei de Pablo VI. El contenido de esas encíclicas confluyó luego en los documentos del concilio Vaticano II, sobre todo en la Lumen gentium y en la Sacrosanctum Concilium.
En este marco se inserta el magisterio eucarístico del actual Pontífice. Ya en los primeros años de su ministerio petrino, había tratado, en la carta apostólica Dominicae Cenae, publicada el 24 de febrero de 1980, algunos aspectos del misterio eucarístico y su influjo en la vida de sus ministros. En esta encíclica recoge el hilo de ese discurso para esclarecer algunos puntos y disipar algunas dudas, surgidas en diversas partes, con respecto al misterio eucarístico.
No cabe duda de que existen hoy muchos signos positivos de fe y amor a la Eucaristía. En efecto, se nota una participación más consciente y activa de los fieles en la celebración de la Eucaristía, fruto de la reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II; se reserva cada vez mayor espacio diariamente a la adoración eucarística; y es cada vez mayor el número de participantes en la procesión eucarística del Corpus Christi, que la convierte, cada año, en una conmovedora profesión pública de amor a Jesús Eucaristía.
Pero es preciso admitir que «desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras» (n. 10) y, entre ellas, el Papa destaca sobre todo las siguientes: un progresivo abandono, en algunos lugares, del culto de adoración eucarística; ciertos abusos, en algunos ambientes, que contribuyen a deformar la doctrina católica genuina sobre la Eucaristía; a veces, una comprensión muy reductiva del misterio eucarístico, que tiende a despojarlo de su valor sacrificial intrínseco, considerándolo más bien como un simple banquete fraterno. A eso se añaden un cierto oscurecimiento de la naturaleza y la necesidad del sacerdocio ministerial. Por último, no faltan, en diversos ambientes eclesiales, iniciativas ecuménicas que, «aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe» (Ib.).
Ahora bien, la nueva encíclica tiene precisamente como finalidad directa e inmediata «contribuir eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga brillando con todo el esplendor de su misterio»

«La Iglesia vive de la Eucaristía»

La centralidad del sacramento eucarístico en la vida de la comunidad eclesial, que es, como hemos dicho, la idea clave de la encíclica, se expresa ante todo en el hecho indiscutible de que «la Iglesia vive de la Eucaristía» (n. 1). Es muy significativo que estas sean las primeras palabras del texto, que, por lo demás, constituyen el título mismo del documento. La afirmación se repite con distintas palabras más adelante: «La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de él se alimenta y por él es iluminada» (n. 6; cf. n. 7).
La encíclica habla, obviamente, de la Eucaristía considerada en sus dos aspectos fundamentales, sacrificio y banquete, que, por lo demás, son absolutamente inseparables, porque pertenecen a la naturaleza misma de la Eucaristía. Es un sacrificio convival o, si preferimos, un banquete sacrificial. La Eucaristía es, por su naturaleza, cena y cruz, mesa y altar; altar que es mesa; mesa que es altar. Separar los dos elementos, ignorando o subestimando uno u otro, sería deformar completamente el misterio eucarístico. El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo recuerda cuando dice: «La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1382). Es lo que subraya también el Papa en su encíclica, cuando dice que Jesús «no afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde por la salvación de todos» (n. 12).
La Eucaristía, sacrificio y banquete, es lo más valioso que la Iglesia tiene en su camino como peregrina en el tiempo y en la historia; es el don más valioso recibido de su Señor, «el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad, así como de su obra de salvación» (n. 11), porque es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11; cf. Ecclesia de Eucharistia, 1).
En efecto, la Eucaristía es la fuente de toda gracia concedida por Dios. Es verdad que todos los sacramentos, como actos de culto santificantes de Cristo y de la Iglesia, son fuentes inagotables de gracia para los que los reciben con fe. Pero también es verdad que la Eucaristía es la fuente de toda gracia, en cuanto que toda gracia, en la actual economía de la salvación, siempre tiene relación, explícita o implícita, con la Eucaristía. Lo dice expresamente santo Tomás de Aquino, «teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico» (n. 62): “Nec aliquis habet gratiam ante susceptionem huius sacramenti nisi ex aliquali voto ipsius» (S.Th. III, q. 79, a. 1, ad 1). Ese deseo («voto») se halla contenido en la recepción de los demás sacramentos, los cuales están ordenados a la Eucaristía como a su fin. Por tanto se puede decir que, en la actual economía de la salvación, toda gracia es cristiana, sacramental y eucarística, en cuanto que guarda relación, al menos implícita, con Cristo, con los sacramentos y con la Eucaristía, verdadero centro de gravitación del nuevo pueblo mesiánico.
Y la Eucaristía es la fuente de toda gracia porque «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su carne vivificada por el Espíritu Santo» (Ecclesia de Eucharistia, 1, citando Presbyterorum ordinis, 5). O sea, contiene al autor mismo de la gracia, al que está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14), es decir, al que es la gracia fontal.

La Eucaristía «fuerza generadora» de la comunión eclesial

La Eucaristía, en la que actúan conjuntamente el Hijo y el Espíritu Santo (cf. n. 23), es también la fuente de la unidad de la Iglesia. La encíclica habla, al respecto, de «eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico» (Ib.) y de «fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo» (Ib., 24).
Al expresarse así, el texto no hace más que retomar, subrayándolo, el pensamiento del Concilio, según el cual, «el sacramento del pan eucarístico representa y al mismo tiempo realiza la unidad de los fieles, que forman un solo cuerpo en Cristo (cf. 1Co 10, 17») (Lumen gentium, 3; cf. Ecclesia de Eucharistia, 21).
Así pues, la Eucaristía es el sacramento de la koinonía cristiana, el «sacramentum unitatis» como lo llama el Doctor Angélico (cf. Supplementum, q. 71, a.9).
La última Cena, de la que la Eucaristía no es más que una actualización en el tiempo, se desarrolló ciertamente en un clima de unidad, de una íntima comunión de amor. Esto se deduce claramente de las circunstancias en que tuvo lugar, así como de las palabras y los gestos de Jesús en esa solemne ocasión: el gran deseo de comer con sus discípulos el cordero pascual antes de la pasión, el ejemplo de humildad y caridad que les dio con el lavatorio de los pies, la oración por la unidad de sus discípulos y de cuantos creyeran en él... Todo esto expresa la voluntad de Cristo de que su última cena estuviera animada y vivificada por un amor sincero, por una unión intima de los corazones. La gravedad del pecado de Judas consistió precisamente en que, al traicionar a Cristo, no sólo se alejó del Mesías, sino también de la comunión de todo el pueblo mesiánico, y precisamente en el momento en que estaba a punto de ser definitiva.
El clima de la última Cena debe ser también el clima propio de toda celebración eucarística. En efecto, la última Cena fue la primera eucaristía cristiana. En realidad, la Iglesia fiel al mandato recibido: «Haced esto en conmemoración mía» no hace más que repetir de generación en generación, por medio del ministerio sacerdotal, lo que aconteció en el Cenáculo (cf. n. 5). Y, al repetirlo, lo hace presente, de modo misterioso pero real, para que todos puedan participar de él.
Más en particular, la Eucaristía es fuente de la unidad de los cristianos porque en ella esa unidad no sólo es representada, sino también producida (cf. n. 21). La Eucaristía es el principio, la raíz de la unidad. La Iglesia es una porque es una la Eucaristía. San Pablo es muy explícito al respecto; escribiendo a los fieles de Corinto, dice: «y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10, 16-17)
La unidad como efecto de la Eucaristía aparece también en el discurso de la promesa, referido por san Juan. En la comunión eucarística Cristo comunica su propia vida a quien lo recibe bajo las especies del pan y del vino: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. (...) El que me coma vivirá por mí», (Jn 6, 56-57). Ahora bien, los que viven la misma vida, la de Cristo, no pueden por menos de estar unidos entre sí, formando un único cuerpo: el de Cristo, que es la Iglesia.
Los santos Padres afirman con fuerza la «eficacia unificadora» de la participación en la Eucaristía, usando para ello figuras y expresiones muy hermosas y precisas. Pero tal vez nadie ha insistido tanto en esta vis unitiva del «sacramentum amoris» como san Agustín. «La virtud propia de este alimento –dice– es la unidad: una unidad tal que, reunidos en su cuerpo y convertidos en miembros suyos, somos lo que recibimos. (...) Por eso, es necesario ver en este alimento y en esta bebida la sociedad de su cuerpo y de sus miembros, es decir, la santa Iglesia» (Sermo 57: PL 38, 389).
Antes de abandonar este mundo, Cristo oró al Padre por la unidad de todos sus discípulos (cf. Jn 17, 21). Eso se realiza plenamente en la Eucaristía. Las primeras comunidades cristianas tenían «un solo corazón y una sola alma» porque participaban en el «banquete del Señor» (cf. 1Co 10, 21) Y en la «fracción del pan» (cf. Hch 2, 42; Ecclesia de Eucharistia, 3)
A este propósito, recordemos las palabras de un gran teólogo de la Eucaristía, De la Taille: «Cristo, después de la institución de la cena, dejó el mandato de la caridad fraterna como el nuevo mandamiento, su mandamiento, porque él mismo en la Eucaristía es el nuevo principio generador de caridad fraterna y nueva razón obligante que exige por sí y por los miembros, en virtud de su incorporación, una sola caridad. Si hieres la caridad, ofendes la Eucaristía. Si buscas la caridad, la encuentras en la Eucaristía. Esta es la ley del Nuevo Testamento, edificada (...) sobre el Cuerpo-hostia, consagrado a Dios en la Cena y distribuido a los discípulos» (Mysterium fidei, 487).

Un banquete de acción de gracias

La nueva encíclica del Santo Padre subraya la dimensión esencialmente pascual de la Eucaristía. Fue instituida en el Cenáculo, durante la última Cena (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5). Con ella Jesús quiso celebrar con los Doce la Pascua judía, o sea, del Éxodo. Por tanto, fue su cena pascual.
Ahora bien, la Pascua del Éxodo era un misterio que implicaba a todos los hijos de Israel, los cuales se reunían para recordar su liberación de la esclavitud de Egipto y dar gracias a Yahveh por el don de la libertad. En el Haggadhah «narración», ceremonial judío para la celebración de la tarde de Pascua, introduciendo el canto del Hallel, se dice: «En toda generación cada uno tiene el deber de considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto, (...) porque el Santo –¡bendito sea!– no sólo liberó a nuestros padres, sino que también nos liberó a nosotros juntamente con ellos. Por tanto, tenemos el deber de dar gracias, alabar, celebrar, glorificar, exaltar, ensalzar (...) a Aquel que hizo todos estos prodigios en favor de nosotros y de nuestros padres, a Aquel que nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la sujeción a la redención, del dolor a la alegría, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz esplendorosa. Digamos, pues, ante él: Aleluya» (Haggadhah, 34, 40).
La alegría, la alabanza y la acción de gracias por el don de la liberación eran, por consiguiente, las notas características de la Pascua judía. Estos son también, en un contexto totalmente nuevo, los sentimientos propios de la Pascua cristiana, comenzando por la que celebró Jesús con sus discípulos en el Cenáculo.
De hecho, como se deduce de los relatos de la institución de la Eucaristía, Jesús «tomó el cáliz, dio gracias y se lo dio» (Mc 14, 23).
El motivo por el cual Jesús, en ese momento solemne dio gracias al Padre es evidente: la redención de los que le habían sido encomendados, el don de la salvación mesiánica, predicha por los profetas, finalmente y de manera definitiva, otorgada a la humanidad. Así pues, da gracias porque ya se ha producido lo que se esperaba, se ha realizado lo que había sido prometido, se había consumado lo que había sido prefigurado en el Antiguo Testamento. Los últimos tiempos, de plenitud, de gracia, e intimidad divina, ya han iniciado. La historia humana ha sido renovada radicalmente. Un mundo nuevo, profundamente marcado por la presencia en él del Verbo de Dios encarnado, ha comenzado. Por todo esto, Jesús da gracias en la última Cena, que fue la primera celebración eucarística (cf. Ecclesia de Eucharistia, 2).
Esto es, también hoy, la Eucaristía celebrada, a lo largo de los siglos, en las iglesias de las comunidades cristianas. Como actualización de la última Cena, la Eucaristía es esencialmente un banquete de alegría y de acción de gracias al Señor por el don de la liberación de la esclavitud del pecado. La misma liturgia subraya con fuerza este aspecto fundamental de la Eucaristía. El celebrante invita a los fieles a «dar gracias al Señor nuestro Dios»: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno». (Prefacio, Misal Romano).
Todo el nuevo pueblo de Dios se reúne en el amor para dar gracias, con alegría íntima e incontenible, por la deseada venida de la redención mesiánica, y al hacerla así, prolonga en el tiempo y en la historia la acción de gracias de Cristo en la última Cena con sus discípulos «priusquam pateretur».
Con todo lo dicho hemos puesto de relieve la relación, íntima y profunda, inseparable, entre la Eucaristía y la Iglesia. La Eucaristía es realmente el centro vital y dinámico de la Iglesia. Es su «corazón» mismo. Sí, la Iglesia tiene un corazón esencialmente eucarístico.
La Eucaristía, como memorial de la Pascua de Cristo, forma parte de su vida, pertenece a su identidad misma. Verdaderamente «la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» (n. 26).
Este es el Mysterium fidei que la comunidad eclesial está llamada a vivir con renovado empeño en el alba del nuevo milenio, cada vez más consciente de que la Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia, porque en ella lo tiene todo: el sacrificio redentor de Cristo, su resurrección, el don del Espíritu; porque en ella, bajo la forma de las humildes especies eucarísticas, es el mismo Cristo quien camina con su Esposa, aún peregrina en la tierra, iluminándola y haciéndola testigo de inquebrantable esperanza para sus hijos y para el mundo; porque es la prenda de la meta que todo hombre, aunque sea de forma inconsciente, anhela (cf. nn. 59 y 62): en efecto, la Eucaristía tiene una dimensión esencialmente escatológica, subrayada con fuerza por la encíclica.
Para vivir cada vez con mayor profundidad e intensidad el misterio de la Eucaristía, el Sumo Pontífice nos invita a seguir «la enseñanza de los santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. En ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos contagia y, por así decir, nos enciende» (n. 62). Pero el Papa nos invita sobre todo a ponernos «a la escucha de María santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía» (ib.), la cual no es más que la fuerza transformadora y renovadora de Aquel que vino «para hacer nuevas todas las cosas».

LA EUCARISTÍA EN LAS FUENTES ESCRITURÍSTICAS

L’Osservatore Romano, n. 28 - 11 de Julio de 2003

+ P. Albert VANHOE, s.j.
Consultor de la Congregación para la doctrina de la fe

Ya desde su Introducción, la nueva encíclica Ecclesia de Eucharistia cita los textos del Nuevo Testamento que refieren la institución de la Eucaristía.
Vuelve a citarlos a menudo más adelante, añadiendo otros textos que atañen a este don de Cristo. En efecto, las fuentes escriturísticas son abundantes al respecto y nos abren perspectivas iluminadoras, consoladoras y estimulantes.
Desde el punto de vista de la historicidad del acontecimiento, los textos aseguran una situación excepcionalmente buena, porque se basa en la convergencia de dos tradiciones antiquísimas: por una parte, la de Marcos y Mateo, y por otra, la de Pablo y Lucas. Algunos detalles divergentes –particularmente en las palabras pronunciadas por Jesús sobre el cáliz– demuestran que estas dos tradiciones no dependen una de otra, lo cual confiere mayor fuerza aún a su testimonio sobre los hechos principales.
Es posible fijar con bastante precisión la fecha del testimonio de Pablo, contenido en su primera carta a los Corintios (1Co 11, 23-25), porque esta carta fue escrita alrededor del año 55 y Pablo recuerda en ella su catequesis anterior sobre la Cena del Señor, impartida durante su estancia en Corinto en los años 50-52, «siendo Galión procónsul de Acaya» (Hch 18, 12). Una inscripción griega, encontrada en Delfos en año 1905, nos informa acerca de las fechas del procónsul Galión. Además, Pablo especifica que él mismo transmitía entonces una tradición anterior, por consiguiente antiquísima.
Con respecto a la otra tradición, la de Marcos y Mateo, nuestras informaciones son menos precisas. No conocemos la fecha de la redacción final de estos evangelios. Fue bastante posterior a la del envío de la primera carta a los Corintios. Sin embargo, la catequesis evangélica se realizó indudablemente mucho antes, como lo demuestra el matiz semítico de los relatos.
Con todo esto llegamos a un tiempo muy cercano al acontecimiento. En el Nuevo testamento hay pocos casos tan favorables a una demostración de historicidad. El caso más semejante es el de la resurrección de Jesús, gracias a la lista de apariciones que se encuentran en la primera carta a los Corintios (cf. 1Co 15, 4-8). De modo diverso, pero no menos convincente, la pasión de Jesús y su crucifixión son sucesos abundantemente atestiguados.
Desde el punto de vista de la fe, la institución de la Eucaristía es una fuente de luz estupenda; ilumina el acontecimiento del Calvario, revelándonos su sentido más profundo. Lo demuestra muy bien la encíclica, especialmente en su capítulo sobre el «misterio de la fe». De por sí, el acontecimiento del Calvario fue oscuro, más aún, tenebroso. ¿Qué significa la muerte de Jesús en una cruz? Fue una muerte de condenado. Jesús «se hizo él mismo maldición», escribe san Pablo (Ga 3, 13). Sabemos que la condena era atrozmente injusta. ¿Qué sentido tiene una condena injusta? A primera vista, ningún sentido; es absurda, escandalosa, trágica. La vida pública de Jesús concluyó con ese fin trágico, con esa derrota. Si sólo se conservaran los relatos de la Pasión, no tendríamos ningún fundamento explícito para las afirmaciones fundamentales de la fe: «Cristo murió por nosotros» (Rm 5, 8); «se entregó a sí mismo por nuestros pecados» (Ga 1, 4); «nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros» (Ef 5, 2).
En cambio, el hecho de la institución de la Eucaristía cambia radicalmente la situación: revela que el suceso del Calvario tiene un sentido muy positivo; y nos sólo revela este sentido, sino que lo establece, lo confiere. En la última Cena, Jesús hizo presente de forma anticipada su muerte en la cruz y le confirió un sentido positivo por medio de un gesto y de algunas palabras. El gesto fue un gesto de don: Jesús dio a sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, el pan partido, el vino derramado Al mismo tiempo, Jesús pronunció las palabras que establecían el sentido misterioso del don, el cual, a primera vista, parecía ordinario: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros», «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; es derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20).
Estas palabras revelan que el gesto hacía presente de forma anticipada el acontecimiento del Calvario y lo transformaba en don de amor y en fundación de una alianza. No era posible una transformación más radical del acontecimiento. Manifestaba una generosidad ilimitada.
En las palabras pronunciadas entonces por Jesús, la mas iluminadora es la de «alianza», porque define el alcance de todo el acontecimiento, revela lo que Jesús quiso realizar y realizó con su muerte. Quiso fundar una «alianza». Aquí las dos tradiciones citadas aluden a dos textos diversos del Antiguo Testamento. La fórmula de Marcos y Mateo –«Esta es mi sangre de la alianza» (Mc 14, 24; Mt 26, 28)– alude al rito fundador de la alianza del Sinaí, cuando «tomó Moisés la sangre (de los animales inmolados), roció con ella al pueblo y dijo: «Esta es la sangre de la alianza» (Ex 24, 8).
El «valor sacrificial» de la muerte de Jesús se expresa así (cf. Ecclesia de Eucaristia, 12). Esta muerte es un sacrificio semejante al del Sinaí, pues se hace también con sangre, Sin embargo, al mismo tiempo, es muy diverso, por que ya no usa la sangre de bestias inconscientes, sino la sangre de un hombre consciente y libre, que sacrifica su propia vida.
Por consiguiente, la alianza fundada en el sacrificio de Jesús es una nueva alianza, aunque la fórmula que usan Marcos y Mateo no lo diga explícitamente. Sí lo dice, en cambio, la fórmula referida por Pablo y Lucas, que reza así: «Este cáliz es la nueva alianza en «mi sangre» (1Co 11, 25; Lc 22, 20); de este modo alude al célebre oráculo de Jeremías que anunciaba la fundación de una «nueva alianza», muy diferente de la del Sinaí (cf. Jr 31, 31-34). Al tratar sobre la «Eucaristia en, su relación con la Iglesia», la nueva encíclica se encuentra en relación profunda con este aspecto esencial de la Eucaristía, especialmente en su capítulo segundo, titulado «La Eucaristia edifica la Iglesia» (cf. nn. 21-22).
En efecto, la institución de la Eucaristía con la palabra «alianza» pone de relieve el aspecto comunitario. En el Calvario este aspecto no se manifiesta. Jesús muere solo, rechazado por la multitud, abandonado por sus discípulos. En el Cenáculo, en cambio, está con ellos, en el marco de una cena compartida. Comer juntos tiene un sentido de comunicación entre las personas, de acogida recíproca, de relaciones afectuosas. En este contexto, Jesús ofrece su cuerpo como alimento y su sangre como bebida.
No se puede imaginar un modo de lograr una comunión más total entre cada discípulo y Jesús, así como entre todos sus discípulos. Se trata de una interioridad reciproca con Cristo («El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él»: Jn 6, 56) Y de una unión entre todos («El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan»: 1Co 10, 16-17).
Después de mostrar que la comunión eucarística produce la unión entre todos, el apóstol Pablo describe también las exigencias que derivan para la vida fraterna de los creyentes. El que recibe la Eucaristía, fuente de intensa caridad, ya no tiene ningún pretexto para vivir en el individualismo y el egoísmo (cf. 1Co 11, 20-22).
En el discurso sobre el Pan de vida, el cuarto evangelio insiste en la necesidad de recibir la Eucaristia para tener ya desde ahora «la vida eterna», que es participación en la vida de Dios mismo y asegura a los creyentes la resurrección (cf. Jn 6, 53-58). Esta «vida eterna» es una vida de amor, ya que «Dios es amor» (1Jn 4, 8.16). La Eucaristía, expresión de un amor extremo, esta en múltiples relaciones con todos los dones divinos revelados y comunicados en la Sagrada Escritura. Estudiar estas relaciones es una tarea fascinante. En este sentido, se puede decir que las fuentes escriturísticas de la Eucaristía son inagotables.

LA EUCARISTÍA EN LOS PADRES DE LA IGLESIA

L’Osservatore Romano, n. 28 - 11 de Julio de 2003

+ P. Nello CIPRIANI, o.s.a.
Instituto Patrístico Agustiniano

En la última encíclica de Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, no faltan las citas patrísticas, aunque son mucho más numerosas las referencias a los documentos conciliares y eclesiales más recientes. Esto no debe sorprender; es totalmente comprensible, porque sobre la Eucaristía, como sobre otras muchas doctrinas, la fe de la Iglesia ha hecho grandes progresos a lo largo de los siglos. Sin embargo, los textos patrísticos conservan intacta su fascinación e importancia, porque permiten captar la continuidad de la fe y sentirnos en comunión con la Iglesia de los orígenes. Dado que no es posible aquí hacer una exposición completa del pensamiento de los Padres sobre la Eucaristía, tenemos que limitarnos a hacer algunas reflexiones. Comenzamos llamando la atención sobre un aspecto poco considerado.

LA DISCIPLINA DEL ARCANO

En una inscripción sepulcral, que se remonta fines del siglo II, el autor, narrando su vida, alude a la participación en la Eucaristía en términos figurados, accesibles sólo a los cristianos: «La fe me guiaba por doquier. En todas partes me proporcionó como alimento un pez de agua de manantiales, grandísimo, purísimo, pescado por una virgen inmaculada. Ella lo daba incesantemente a comer a sus amigos; posee un vino delicioso, que da juntamente con el pan» (Enchiridion fontium historiae ecelesiasticae antiquae, C. Kirch, p. 93). Las palabras de Albercio son un eco claro de la «disciplina del arcano», con la que la Iglesia antigua solía rodear de religiosa reserva los misterios más augustos de su fe, como el bautismo y la Eucaristía, prohibiendo que se hablara de ellos a los extraños e incluso a los catecúmenos.
Las alusiones más claras las encontramos en los Padres del siglo IV. San Ambrosio escribe: «El misterio debe quedar sellado en ti (...), para que no se divulgue entre los que no deben conocerlo, a fin de que por una excesiva locuacidad no se difunda entre los incrédulos» (Myst. 9, 55: CSEL 73, 113). San Agustín, en el comentario a un salmo, afirmaba que en la Iglesia los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía son ocultos y no públicos, «pues las buenas obras que realizamos las ven también los paganos, pero los sacramentos se les ocultan» (Enarrationes in psalmos 103, d1, 14: NBA XXVII, 664, Cita Nuova). La referencia más explicita se lee en una de las cartas descubiertas recientemente: «Los misterios de la regeneración no se dan a conocer de modo directo y ordenado salvo a los que los reciben» (Carta 2, 4: NRA XXIIII A, 16).
Por desgracia, la disciplina del silencio, signo del gran respeto hacia los misterios más augustos de la fe, tuvo como consecuencia secundaria que se grabara poco de ellos, y sólo en la sede más adecuada, es decir, en la catequesis. Eso explica por qué en algunas obras patrísticas, en las que se podía esperar un trato más amplio y profundo sobre la Eucaristía, no encontramos más que escasas alusiones, que defraudan.

LOS DIVERSOS CONTEXTOS

En efecto, los santos Padres nunca afrontaron directamente el tema de la Eucaristía; casi siempre lo trataron desde el punto de vista que requerían las circunstancias.
Por ejemplo, San Ignacio de Antioquía, en las cartas escritas a las diversas comunidades cristianas con las que se encontró a lo largo del camino que lo llevaba al martirio, alude a menuda a la Eucaristía, pero siempre lo hace con pocas palabras y para exhortar a las comunidades a conservar la unidad eclesial. A los Efesios escribe: «Poned empeño en reuniros con mas frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria. Porque, cuando apretadamente os congregáis en uno, se derriban las fortalezas de Satanás y por la concordia de vuestra fe se destruye la ruina que él os procura» (Carta a los Efesios XIII, 1: Padres Apostólicos, BAC 1993, p. 455). A la comunidad de Filadelfia dirigió una invitación mas fuerte a la unidad: “Poned, pues, todo ahínco en usar de una sola Eucaristía; porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay mas que un solo obispo, juntamente con el colegio de ancianos y con los diáconos, consiervos míos» (Carta a los Filadelfios IV: Padres Apostólicos, BAC 1993, p. 483).
El mártir San Justino, a su vez, en la primera Apología, quería mostrar a los calumniadores de los cristianos su integridad de vida y la santidad de su culto. El es el primero en describir de manera detallada los ritos de la regeneración y de la Eucaristía, porque quiere que los paganos, que consideran criminales a los cristianos, se den cuenta de su error. De todos modos, a pesar de la evidente intención apologética, la descripción que nos ha dejado tiene una importancia extraordinaria: «El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces, y una vez terminadas estas, como ya dijimos, se ofrece pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus preces y acciones de gracias y todo el pueblo exclama diciendo “amén”. Luego viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes» (1 Apol., 67, 3-5: PG 6, 439).
Más tarde, San Ireneo, obispo de Lyon, habla de la Eucaristía en un contexto anti-gnóstico. Con el prejuicio contra el cuerpo, propio de los platónicos, los gnósticos afirmaban que la carne no puede participar en la vida eterna, y San Ireneo argumenta contra ellos así: «Pues si esta (la carne) no se salva, entonces ni el Señor nos redimió con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es comunión con su sangre, ni el pan que partimos es comunión con su cuerpo (...) ¿Cómo pueden ellos negar que la carne sea capaz de recibir el don de Dios que es la vida eterna, ya que se ha nutrido con la sangre y el cuerpo de Cristo, y se ha convertido en miembro suyo?» (Adv haer., V, 2, 2-3: SCh 153, 30-34).
En cambio, era muy diversa la preocupación que impulsó a San Cipriano, obispo de Cartago, a escribir una carta, considerada un auténtico tratado sobre el tema. Quería criticar fuertemente un abuso que corría el peligro de alterar totalmente el significado sacramental de la celebración eucarística. En alguna región, que no se cita, y por motivos poco claros, en vez del vino se consagraba agua. El obispo expresa su sorpresa por el hecho de que sobre una materia de tanta importancia se atrevieran a ir contra la disciplina evangélica y apostólica, y dirige una fuerte exhortación para que «en la oblación del cáliz se guarde la tradición del Señor y no hagamos otra cosa que lo que él hizo primero para nosotros: ofrecer con una mezcla de vino y agua el cáliz que se ofrece en su memoria».
Además de la referencia a la institución de Cristo, San Cipriano ofrece también otras razones teológicas de esta disciplina: «En efecto, diciendo Cristo: “yo soy la verdadera vid” ( Jn 15, 1), la sangre de Cristo no es agua solamente, sino vino. Ni puede parecer que su sangre, con la que nos redimió y vivificó, esté en el cáliz cuando no hay en el cáliz vino que represente la sangre de Cristo» (Carta 63, 2: CSEL 3, 11, 702). En definitiva, «cuando se consagra el cáliz del Señor, no puede ofrecerse sólo agua, como no puede tampoco sólo vino», porque «cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se mezcla con Cristo, y la masa de los creyentes se adhiere y une a aquel en quien cree. (...) Pues si se ofrece sólo vino, la sangre de Cristo está sin nosotros. Pero si sólo agua, el pueblo está sin Cristo» (Carta 13: CSEL 3, 11.711).
En esa carta de San Cipriano, aunque predomina el interés disciplinario, se tratan otros aspectos doctrinales importantes, como la presencia real de Cristo, el carácter sacrificial y de memorial de la pasión y muerte del Señor, y el vínculo del sacramento con la vida y la unidad de la Iglesia. Todos estos aspectos, y otros más, como los efectos saludables del sacramento, se explican con mayor claridad aún en las catequesis que los obispos hacen a los neófitos. Nos limitamos a recordar algunos.

LA EUCARISTÍA EN LA CATEQUESIS

En las catequesis mistagógicas, San Cirilo de Jerusalén insiste así en la presencia real de Cristo: «Jesús mismo lo declaró, y dijo del pan: “Esto es mi cuerpo”; por tanto, ¿quién se atreverá aún a dudar? Dado que afirmó y dijo: “Esta es mi sangre”, ¿quién puede querer negarlo y declaró que no es su sangre?» (Cat. Myst., 4, 1Ssc 126, 134).
Subraya la auténtica conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, que se realiza por obra del Espíritu Santo invocado por el ministro; destaca que «cuando se ha realizado el sacrificio espiritual, el culto incruento, sobre esta hostia de propiciación, “la Iglesia invoca paz para todo el mundo y ora por los vivos y por los muertos” (ib., 5, 7-8: SCh 26, 154-156). Por último, exalta la eficacia del sacramento, diciendo que al participa en el cuerpo y en la sangre de Cristo, el creyente se hace «concorpóreo y consanguíneo de Cristo», se transforma «en portador de Cristo y llega a ser “participe de la naturaleza divina» (ib., 4, SCh 126, 136).
También en las catequesis de San Ambrosio de Milán se expresa con gran claridad la fe en la presencia real de Cristo en el sacramento, la conversión y el cambio del pan y del vino por obra de la consagración: «Antes de ser consagrado, es pan; cuando se pronuncian las palabras de Cristo, es cuerpo de Cristo. Escucha, además, cómo dice: “Tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo”. Antes de las palabras de Cristo es un cáliz lleno de vino y de agua; cuando han actuado las palabras de Cristo, en el cáliz se forma la sangre que ha redimido al pueblo. Así pues, ved de cuántos modos la palabra de Cristo tiene el poder de transformar todas las cosas». San Ambrosio recuerda a los neófitos que «mientras los que comieron el maná murieron, los que coman este cuerpo obtendrán el perdón de sus pecados y no morirán eternamente» (De sacramentis, IV, 23-24 esa 73, 56).
De ordinario no hay discrepancias con respecto a la Eucaristía. Sin embargo, en algunos Padres se leen a veces explicaciones que parecen reductivas. Reaccionando ante estas explicaciones, Teodoro de Mopsuestia, en una de sus homilías catequéticas, criticaba el uso de la palabra figura referido a la Eucaristía: «Es evidente que al dar el pan él no dijo “Esto es la figura de mi cuerpo”, sino “Esto es mi cuerpo”; y del mismo modo, al dar el cáliz, no dijo: “Esto es la figura de mi sangre”, sino “Esta es mi sangre”; porque quería que, al recibir (estos elementos) la gracia y la venida del Espíritu Santo, no miráramos ya a su naturaleza, sino que los tomáramos como constituyentes del cuerpo y la sangre de nuestro Señor» (Hom Cat XV, 10: Tonneau-Devreesse, Studi e Testí 145, 475),
No sabemos a quién se dirigían esas criticas Sin embargo, sabemos que en Oriente no faltaban quienes, aun sin negar la presencia real, habían dado interpretaciones alegóricas del sacramento, como los alejandrinos Clemente y Orígenes, También en Occidente autores como San Ambrosio y San Agustín habían usado en algunos casos términos impropios, como figura o similitudo, que podían sugerir un valor puramente simbólico del sacramento, Con todo, la ortodoxia de su fe está fuera de toda duda.
El obispo de Hipona no dejaba de enseñar con claridad a los neófitos la presencia real de Cristo en el pan y en el vino consagrados: «Debéis conocer lo que habéis recibido, lo que vais a recibir y lo que debéis recibir a diario, Este pan que vosotros veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo, Este cáliz, mejor, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y su sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados» (Sermón 227, 1; 229, 1, NBA XXXII/1, 386),
En otro sermón, después de aludir a los sacrificios antiguos, precisaba que «el sacrificio de nuestro tiempo es el cuerpo y la sangre del sacerdote mismo, (…) Cristo, nuestro Señor, que en su pasión ofreció por nosotros lo que había tomado de nosotros en su nacimiento, constituido príncipe de los sacerdotes para siempre, ordenó que se ofreciera el sacrificio que estáis viendo, el de su cuerpo y sangre», Por eso, exhortaba a los neófitos: «Reconoced en el pan lo que colgó del madero, y en el cáliz, lo que manó del costado» (Sermón 228/B, 1-2: NBA XXXII/1, 3gB)
Entre los efectos del sacramento, juntamente con el perdón de los pecados, el obispo de Hipona subrayaba el don de la vida eterna, puesto que en sacramento, explicaba, «recibís aquella carne de la que dice la Vida misma: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” y “Quien no coma mi carne y beba mi sangre, no tendrá vida en él” (Jn 6, 53)». Al vivir en Africa, es decir, en una Iglesia desde hacia mucho tiempo herida por el cisma donatista, solía exaltar de modo particular la Eucaristía como el sacramento y el vínculo de la unidad de la Iglesia. En el bautismo, explicaba a los recién bautizados, «habéis comenzado a estar unidos a Cristo y a formar en él un solo cuerpo», pues bien, «no os desvinculéis, comed el vínculo que os une; no os estiméis en poco, bebed vuestro precio. A la manera como se transforma en vosotros cualquier cosa que coméis o bebéis, transformaos también vosotros en el cuerpo de Cristo, viviendo en actitud obediente y piadosa» (Sermón 228/B, 3 NBA XXXII/1, 400).
Recogiendo y desarrollando un pensamiento ya presente en la Didaché y en otros autores anteriores, San Agustín ve en el pan y en el vino ofrecidos sobre el altar una imagen para exhortar a los cristianos a la unidad: «Veis cómo el conjunto de muchos granos transformado en un solo pan; de idéntica manera, sed también vosotros una sola cosa amándoos, poseyendo una sola fe, una misma esperanza y un solo amor. Cuando los herejes reciben este sacramento, reciben un testimonio en contra suya, puesto que ellos buscan la división, mientras este pan les está indicando la unidad» (Sermón 229, 2: NBA XXXII/1, 404).

EL SECRETO DE LA RESURRECCIÓN

L’Osservatore Romano, n. 29 - 18 de Julio de 2003

+ Rev. Nicola BUX
Consultor de la Congregación para la doctrina de la fe

1. «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). Eso se puede pensar ante la encíclica Ecclesia de Eucharistia. porque habla de la verdad sobre Cristo, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre el mundo, sobre el presente, sobre el futuro..., de la verdad de la Encarnación, que irrumpe en el hoy y lo proyecta hacia el último día, el definitivo, en el que ya no habrá lamento ni llanto, porque la Eucaristía guarda relación con la muerte, la afronta y le dice: ¿Dónde está tu victoria? Porque se puede morir y basta. Pero se puede morir y dar la vida, es decir, el cuerpo y la sangre, hacer de ellos un don para los demás, incluso para los enemigos. ¿Quién no recuperaría vida y darla gracias (en griego, eucharistia; aún hoy los griegos suelen decir eucharistó) por ese gesto?
Juan Pablo II envía una «circular» –una encíclica– al mundo católico para esclarecer algunas cuestiones sobre el sentido y el modo de esa acción de gracias: sagrada eucaristía, que los latinos llaman más comúnmente “santa misa”, y los griegos “divina liturgia”. El Pontífice lo hace al estilo de los documentos papales, no sin cierto tono poético y con el asombro de quien sabe que ante ese misterio de la fe la actitud fundamental es la adoración.
Pero, ¿qué es lo que lo ha impulsado? Un generalizado oscurecimiento del punto más original de la doctrina católica: creer que Jesucristo está también hoy vivo y presente en una hostia y en un cáliz. Las dudas comenzaron en Cafarnaúm, cuando Jesús pronunció el discurso del pan de vida, afirmando que quien no coma de él no vivirá y no resucitará después de la muerte. Afirmó: «Pero hay entre vosotros algunos que no creen» (Jn 6, 64). Aquel discurso no tenia por qué sorprender: él, siendo Dios, se había hecho hombre. ¿Por qué, una vez resucitado, no habría podido «entrar» en el pan y en el vino, cuando los Apóstoles y sus sucesores pronunciaran en conmemoración suya sus palabras «comed», «bebed», «bebed todos de él»? Pues bien, en la historia de la Iglesia, los que más han dudado de este milagro –¿de qué otro modo se le podría llamar?– han sido precisamente los que habían recibido el poder de decir esas palabras: los sacerdotes. Basta recordar Bolsena y Lanciano.
No por casualidad el Santo Padre publicó la encíclica precisamente el Jueves santo. Sí, evoca las luces de la reforma litúrgica del Concilio, pero no oculta su preocupación –habla de sombras– ante el hecho de que en la Iglesia son precisamente los ministros los que manipulan el «santísimo Sacramento» (otro nombre de la Eucaristía) y repetidamente pone en guardia frente a dos errores: creer que se puede reducir a un encuentro convival fraterno, olvidando que se trata de una muerte sacrificial, y que es el principio de la comunión eclesial, mientras que, por el contrario, debe suponerla ya existente para hacer que crezca y se perfeccione. La comunión no es sólo mística; debe ser también visible en la profesión de la misma fe. En efecto, no faltan en la encíclica algunas advertencias: los no católicos y los católicos no pueden ordinariamente recibir la comunión los unos de los otros, porque no creen en la Eucaristía del mismo modo. Luego a quienes consideran que para comulgar no hace falta acudir al sacramento de la Penitencia, es decir, confesarse antes, el documento pontificio les recuerda que no se ha de actuar así, pues los dos sacramentos están íntimamente unidos (cf. Ecclesia de Eucharistia, 37).
2. Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54). La vida eterna es creer en Jesucristo; comienza cuando el hombre tiene fe en el Señor Jesús (cf. n. 18). Esto sucede porque la carne de Jesucristo, de la que nos alimentamos, «es su cuerpo en el estado glorioso de resucitado» (ib.). La vida eterna comienza ya en la tierra, no después de la muerte. Se puede decir que la “escatología” de la Eucaristía es el objetivo final del que es signo eficaz: el ingreso del Señor en el cosmos y en la historia, en la materia, en la carne; un ingreso que, una vez por todas, lo hace presente hasta el fin del mundo. Esto es el eschaton, o sea, el último acontecimiento dentro del tiempo, por lo cual, de celebración en celebración, se realiza el paso de su presencia mística a su visión tal como es (parusía). Así pues, gracias a su presencia en el Sacramento. Dios ya no está ausente.
El cardenal Joseph Ratzinger, en una conferencia recogida en su ultimo libro –«El Dios cercano» (pp. 139-159)– ofrece una especie de comentario a esta «proyección escatológica» (n. 18) de la Eucaristía. ¿Qué es la vida eterna? Es una cualidad de la existencia en la que no hay duración entendida como sucesión de instantes. La eternidad no es simplemente un tiempo sin fin, sino que es otro nivel de la existencia del hombre. Por tanto, no se puede hacer una distinción puramente cronológica; no expresaría bien el significado de la vida eterna. La línea de distinción entre vida eterna y vida temporal se encuentra precisamente dentro de nuestra vida en la tierra. ¿Cuál es la diferencia? O vivimos “biológicamente” o vivimos “verdaderamente”: san Juan distingue precisamente bios, una vida transitoria en este mundo, de zoé, una vida verdadera, consciente de su significado.
En este sentido Jesús dice: «El que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna (...), ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). Y en Betania, frente al sepulcro de Lázaro: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mi, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mi, no morirá jamás» (Jn 11, 25). San Pablo llega a afirmar: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» Flp 1, 21). Y en la carta a los Romanos: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rm 14, 8). No basta vivir biológicamente; es preciso vivir plenamente. Esta es la diferencia entre la vida temporal y la vida eterna. La vida eterna comienza cuando tomamos conciencia de nosotros mismos en relación con Dios. En ese momento comienza la vida nueva, la vida de la nueva conciencia, o sea, la vida eterna, que no terminará con la muerte.
Cuando el hombre dice: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo» (Sal 62, 1), comienza la vida eterna. El bautismo es el inicio de la vida eterna, porque en el bautismo hemos sido sumergidos en el Señor resucitado y vivo. Por tanto, incluso el cuerpo, que en nuestra existencia diaria constituye un limite, con la resurrección de Jesús ya no lo es. Jesús resucitado pasaba a través de puertas cerradas, para demostrar que la vida eterna supera el tiempo y el espacio.
3. En la encíclica, el Papa evoca sus misas en los ámbitos más diversos, desde los estadios hasta las montañas, en los momentos dramáticos de las guerras y conflictos sociales, así como en los encuentros mundiales y festivos de los jóvenes. La misa da impulso a los cristianos en su camino histórico y alimenta la esperanza en la entrega diaria. Este es su valor «político». Si hay un modo de decir «paz», es precisamente la misa. Pero una eucaristía cósmica, dice Juan Pablo II, celebrada en el altar del mundo, «aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad» (n. 39). Un cristiano católico, en todas las latitudes, a pesar de las legitimas diferencias culturales, tiene derecho a participar sobre todo en una misa católica, no en la de este o ese sacerdote, de esta o esa comunidad. El sacrificio es siempre único. El Papa cita a san Juan Crisóstomo: «Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana» (n. 12).
Urs van Balthasar, en una conferencia de 1960, afirma que la Iglesia vive en un lugar incomprensible entre la tierra y el cielo, entre la muerte y la vida eterna, entre el mundo antiguo que pasa y el mundo nuevo que es imperecedero. En el bautismo, el cristiano ha muerto con Cristo, pero también, como dice san Pablo, ha resucitado con él y ha subido al cielo; vive en el tiempo tomando de la vida eterna con vistas a la vida eterna. De este modo, la existencia cristiana se desarrolla en una tensión entre penitencia y fiesta Lo recuerda el Año litúrgico con su tiempo de Adviento y Cuaresma, pero con una serie ininterrumpida de fiestas grandes y pequeñas. De este modo se nos representa sensiblemente, en sucesión y en profundidad, una interpretación de nuestra paradójica existencia cristiana. La Eucaristía constituye la paradoja del misterio, la paradoja de nuestra existencia cristiana.
Es sabido que todas las fiestas solemnes del Antiguo Testamento se desarrollaron a partir de celebraciones de acción de gracias por la cosecha. Más tarde se vincularon con recuerdos históricos. Pero, ¿qué son esas fiestas comparadas con la mies inconmensurable de pan y de vino del Nuevo y eterno Testamento? Toda la tierra es ahora pan y vino. Aquí deberla explotar la alegría auténtica mente humana, expresión de lo que dice el Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias (eucharistia). Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 4-7).
La fiesta de la Eucaristía no debe llevarnos a un entusiasmo mundano; debe darnos una capacidad de penetrar en la esencia del amor de Dios, fortaleciéndonos gracias a ella. La realidad es Dios, que se hace hombre entre nosotros para morir por nosotros. El objeto de nuestra celebración es Jesucristo, con su amor llevado hasta el extremo, con su poder de dar y sacrificar su vida, y de volverla a tomar, con su fuerza creadora de ofrecerse y entregarse a nosotros en el pan y en el vino, para hacerse uno con la humanidad de forma inconcebible.
Y si los católicos implicamos en ese objeto también el milagro de la conversión, que, balbuciendo, tratamos de designar con el término transubstanciación, el objeto de nuestra fiesta no es este, sino en sentido absoluto el amor divino que se hizo hombre, el Verbo encarnado, que, según los cristianos orientales, se «metaboliza»; y el misterio de la última Cena, que también nuestros hermanos protestantes conocen y celebran. Nosotros no participamos en una fiesta surgida contra la Reforma, pues se remonta hasta el medievo de la cristiandad aun indivisa. Y, ¿cómo podríamos celebrarla sino con el espíritu de la Iglesia una sancta?
De este modo, como dice la encíclica, hay una consecuencia para la historia: la transformación de la vida en Eucaristía «hasta que venga» (n. 20). La Eucaristía hace crecer a la Iglesia en la medida en que sus miembros se dejan implicar en el sacrificio, en el don de sí, como los granos de trigo y los granos de uva se dejan anular para que pueda nacer un pan y un vino (cf. n. 21). Cada uno de nosotros recibe a Cristo, y Cristo recibe a cada uno de nosotros: esta es la incorporación: «El que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). El hombre que mora, que permanece en Jesucristo (cf. n. 22), como luz y sal, tiene el poder de transformar, de redimir al mundo. En este sentido, la Eucaristía es la fuente y la cima de la evangelización.
El cuerpo de Cristo es el nuevo cielo. Ahora el cielo ya no esta cerrado, si también nosotros hemos llegado a ser miembros del cuerpo de Cristo, si nuestras almas esta n arraigadas en este cuerpo, que se ha convertido en su cuerpo. Nuestras almas esperan la resurrección definitiva, en la que Dios será todo en todos. Por consiguiente, nuestra alma esta arraigada en el cuerpo de Cristo. Así, podemos decir que el cuerpo de Cristo es nuestro cuerpo. Por tanto, si el cielo ha bajado a la tierra, si la Jerusalén celestial ha descendido en la Iglesia, se realiza la comunión con la Iglesia celestial, con la Virgen, con los santos y los justos que han abandonado ya este mundo (cf. n. 19). No hay otro modo de estar en contacto con ellos.
En la misa de primera comunión, después de ayunar desde la medianoche –un ayuno largo para los niños–, llegaba el momento culminante: de rodillas, en adoración, ante el Cuerpo de Cristo en el copón, ya fuera del Sagrario, el párroco, con fervor, entablaba un diálogo entre Jesús y nosotros: «Hoy recibís un secreto que os acompañara siempre. Es el día más hermoso de vuestra vida». Ciertamente, es así –pensábamos– con el «secreto» para vivir eternamente. Esta era la dimensión cósmica de la Eucaristía, que entra en la historia y la redime, la involucra y la transforma a fondo, encaminándola hacia el último día, el día escatológico. Precisamente la encíclica de Juan Pablo II vuelve a recordar esta constante del pensamiento patrístico: «Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el “secreto” de la resurrección» (n. 18), que es mucho más que la inmortalidad del alma.

IGLESIA Y EUCARISTÍA

L’Osservatore Romano, n. 29 - 18 de Julio de 2003

+ Cardenal Avery DULLES, s.j.

La fórmula «la Eucaristía edifica la iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» que se encuentra en el número 26 de Ecclesia de Eucharistia, no es nueva. Fue utilizada en varias ocasiones por el cardenal Henry de Lubac, cuya obra probablemente influyó en esta encíclica (The Splendor of the Church: San Francisco, Ignatius Press, 1986, p. 134. Se trata de una traducción de Méditation l’Eglise, 1953. De Lubac analiza el mismo tema de modo más amplio en su obra Corpus Mysticum: L ‘Eucharistie el ise au, Moyen-Age, 1944). El mismo pensamiento se halla implícitamente en la doctrina del concilio Vaticano II, el cual en la constitución Sacrosanctum Concilium, afirmó que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de le mana toda su fuerza» (n. 10). Más adelante, en el mismo documento, leemos que entre todas las acciones litúrgicas la Eucaristía es la fuente principal de la gracia y de la santificación.
La fecundidad eclesial de la Eucaristía se puede comprender mejor si se reflexiona en la naturaleza íntima de la Iglesia misma. La Iglesia es descrita de varios modos: cuerpo de Cristo, pueblo de Dios de la nueva alianza, sacramento de unidad y comunión de los creyentes en Cristo. Estas cuatro imágenes pueden aplicarse también a la Eucaristía.
La imagen de la Iglesia como cuerpo de Cristo tiene su origen en san Pablo, el cual declara que todos los miembros del cuerpo, aun siendo muchos, forman un solo cuerpo en Cristo (cf. 1Co 12, 12). Indica claramente que la unidad del cuerpo eclesial tiene su manantial en el cuerpo eucarístico de Cristo. «Y el pan que partimos –pregunta–, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos; de un solo pan» (1Co 10, 16-17). El Santo Padre, después de citar este texto desarrolla la analogía con unas palabras de san Juan Crisóstomo a propósito del modo en que numerosos granos de trigo integrados en el único pan simbolizan la unidad de la Iglesia, dado que esta constituida por muchas personas, todas incorporadas en Cristo (cf. Ecclesia de Eucharistia, 23). Para poderse realizar como un único cuerpo sacramental o místico, constituido por muchos miembros animados por el mismo Espíritu, la iglesia debe alimentarse de la Eucaristía.
Varios años antes de esta encíclica, el Cardenal Joseph Ratzinger desarrolló ese mismo concepto. Escribió: «la fórmula “la Iglesia es el Cuerpo de Cristo” afirma, por tanto, que la Eucaristía, en la que el Señor nos da su cuerpo y nos hace un cuerpo solo, sigue siendo siempre el lugar donde la Iglesia es engendrada, donde el Señor mismo no cesa de hacerse presente nuevamente; en la Eucaristía la Iglesia es ella misma de la manera más plena, en todo lugar y, a pesar de ello, es una sola, precisamente como él es uno solo» (Called to Comunion: San Francisco, Ignatius Press, 6, p. 37).
En segundo lugar, la Iglesia es un sacramento. El concilio Vaticano II la definió: «el sacramento visible de esta unidad que nos salva» (Lumen gentium, 9), el «sacramento universal de salvación» (Ib., 61). lo mismo se puede decir de la Eucaristía, el sacramento por excelencia. Según santo Tomás de Aquino y otros, la Eucaristía es el signo eficaz de la unidad de la Iglesia (S.Th. III, q. 73, a. 2, sed contra; cf. a. 3c).
La presencia de Cristo, sin detrimento de su naturaleza real y sustancial, se puede definir mística o sacramental, pues se concreta en las especies del pan y del vino. Los signos, como ya se ha dicho, significan unidad, dado que el pan es uno solo aunque esté constituido por muchos granos de trigo y el vino es uno solo aunque esté hecho de muchos granos de uva.
«El sacramento del pan eucarístico representa y al mismo tiempo realiza la unidad de los fieles» (Lumen gentium, 3; cf. Ecclesia de Eucharistia, 21). Al fortalecer la unidad, la Eucaristía permite a la Iglesia ser, como ella, sacramento de unidad. la Iglesia se convierte así en el signo de una humanidad renovada, utilizada por el Señor como instrumento para la redención de todos (cf. Lumen gentium, 9). la Eucaristía, que está en el centro mismo de la Iglesia visible, es la fuente vital de su dinamismo unificador.
En tercer lugar, la Iglesia es el nuevo Israel, o sea, el pueblo de Dios de la nueva alianza. Por medio de esta alianza somos constituidos como «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, (...) pueblo de Dios» (1P 2, 9-10). El primer Israel fue instituido con la alianza del Sinaí, cuando Moisés roció el altar y al pueblo con la sangre de machos cabríos y novillos (cf. Ex 24, 8; Hb 9, 13; Ecclesia de Eucharistia, 21).
Jesucristo formó el nuevo y definitivo Israel al instituir la Eucaristía como la nueva alianza en su sangre, que estaba a punto de ser derramada en el Calvario (cf. Mt 26, 28; 1Co 11, 25). Como la última Cena miraba al futuro, hacia la crucifixión, la misa mira a la última Cena volviendo hacia el pasado. Cada celebración de la santa misa es una renovación de la alianza en virtud de la cual la Iglesia existe. La Iglesia como pueblo de la alianza se regenera volviendo a sus raíces.
Por último, la Iglesia es una comunión, o sea, la comunidad de los creyentes en Cristo, animada por su Espíritu Santo. Según el concilio Vaticano II, Cristo constituyó la Iglesia para llevar a sus miembros a una comunión de vida, de caridad y de verdad (cf. Lumen gentium, 9). La comunión eucarística lleva a los miembros de la Iglesia a esa comunión con Cristo, su Señor. Como la Eucaristía estaría incompleta si el banquete sacrificial no llevara a la sagrada comunión, así también la Iglesia estaría incompleta si no realizara entre sus miembros una comunión de gracia y amor.
La comunión entre los miembros de la Iglesia a lo largo de la historia será siempre incompleta y frágil. Debe ser renovada constantemente por la comunión sacramental. Por medio de la sagrada comunión, la Eucaristía prepara a la Iglesia para entrar en la plenitud de la comunión en la vida futura.
Su Santidad Juan Pablo II lo explica en una de sus catequesis: «De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia encierra en sí el germen de una comunión realmente universal y eterna, la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo san Pablo (cf. Ef 1, 10). (Audiencia general del 15 de enero de 1992, n. 5: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de enero de 1992, p. 3).
La analogía entre la Eucaristía y la Iglesia podría profundizarse aún más mediante una reflexión sobre las notas de la Iglesia. En el capítulo tercero de su encíclica, el Santo Padre recuerda a los lectores que en el Credo profesamos que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica. luego prosigue demostrando que esas cuatro notas se pueden aplicar también a la Eucaristía. la Eucaristía, una y católica, se celebra en todo tiempo y lugar, sin detrimento de su unidad. Como presencia verdadera y sustancial de Cristo, la Eucaristía es santa de modo único. Es apostólica sobre todo porque el sacerdote celebrante debe ser ordenado en la sucesión apostólica. Este ensayo, centrado en el capítulo segundo, deja a otros un examen más profundo de las cuatro notas de la Iglesia y de la Eucaristía.

EUCARISTÍA Y ESPÍRITU SANTO
La epíclesis en la liturgia eucarística

L’Osservatore Romano, n. 30 - 25 de Julio de 2003

+ Mons. Marcello BORDONI
Presidente de la Academia pontificia de teología

La Iglesia se reencuentra a sí misma y crece siempre en su identidad «celebrando la Eucaristía». Cuando, a lo largo de los siglos, se quiso profundizar en el «misterio de la Iglesia y de la Eucaristía» solamente en los bancos de las aulas escolásticas, fuera del movimiento y del dinamismo vital de la lex orandi, entonces se produjo un alejamiento también de la regla de la fe, lex credendi, que la Iglesia vive como «asamblea orante y celebrante», que anuncia y hace presente a «Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de vida, que da la vida a los hombres por medio de su sangre vivificada por el Espíritu Santo. Así, los hombres son invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas junto con Cristo» (Presbyterorum ordinis, 5). Únicamente celebrando el acontecimiento de la Encarnación y la Pascua, del que la Eucaristía es «el sacramento por excelencia», la Iglesia profundiza en su propio «misterio», y anuncia la muerte y la resurrección de Cristo hasta su vuelta futura, edificando la comunión de los creyentes en él en un solo cuerpo.
La profunda unidad entre misterio y anuncio que hace de la Eucaristía el momento fundamental de la vida eclesial y de su expansión misionera en el mundo, tiene su centro celebrativo en las plegarias eucarísticas. Ahora bien, estas no deben reducir su extensión integral únicamente en beneficio del momento consagratorio. La preocupación por defender, con razón, la verdad de la «presencia real» ha llevado a veces a disputas interminables sobre «cuándo» y «cómo» se hacen eficaces las palabras de la consagración, y eso ha llevado como consecuencia a descuidar a menudo el valor del movimiento integral de la oración y del gesto litúrgico, separando también la acción del sacerdote celebrante, que actúa «en la persona de Cristo», de la participación activa de toda la Iglesia orante, como «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar sus alabanzas» (1P 2, 9). Sólo así la Iglesia, mientras celebra la Eucaristía, crece y se edifica en su celebración.
El profundo vínculo que existe entre la Eucaristía y la Iglesia se ha de reconocer considerando que toda celebración, por la que, con el cuerpo y la sangre del Señor, se hace realmente presente su mismo sacrificio redentor, no es fin en sí misma, sino que tiene por finalidad construir la Iglesia, transformándonos a todos, en Cristo, en un solo cuerpo, al participar todos de un único pan (cf. 1Co 10, 16-17).
De esta forma, se impone cada vez más la exigencia de meditar y reflexionar sobre el Misterio por excelencia de nuestra fe, siguiendo la gran tradición de los Padres, para los cuales la Eucaristía se estudiaba mediante la contemplación y la celebración, se profundizaba «en el culto» y «a partir del culto» en una comprensión orante de este gran sacramento. En efecto, la Iglesia, comunidad celebrante, es «el lugar de la fe» en el que la lex orandi ocupa la cátedra, la cátedra del altar, y enseña qué es la Eucaristía haciéndonos vivir de ella.

La epíclesis en la liturgia eucarística

En el marco del movimiento de la plegaria eucarística, partiendo de la confesión (jadah) de la fidelidad de la gracia de Dios, nos vemos impulsados a pasar de la conciencia y el reconocimiento de nuestros pecados a la espera siempre viva y renovada de redención, pidiendo a Dios que, a través de nuestra comunión con el cuerpo sacramental de Cristo, nos transformemos en su «único cuerpo eclesial».
En el vértice de este movimiento de súplica se sitúa el momento cumbre de la plegaria eucarística, que comprende una doble epíclesis (invocación de la venida del Espíritu sobre las ofrendas y sobre los oferentes), dentro de la cual se inserta el relato de la institución y de la aclamación anamnética (cf. Cesare Giraudo, «La struttura letteraria della preghiera eucaristica», PIB, Roma 1989; en particular, il rapporto tra la sezione anamnetica e la sezione epicletica nell’anafora, pp. 237 ss. Del mismo autor, «Conosci davvero l’Eucaristia?», Qiqajon, Comunita di Bose, Magnano 200l Manlio Sodi, «Celebrazione», NDL, ed. Paoline, Roma 1984, p. 243).
En esta sección nos encontramos precisamente en el centro de la plegaria eucaristica, en la que la presencia del Espíritu creador y santificador muestra toda su eficacia consagratoria y santificadora, juntamente con la palabra de Cristo, por la cual el Espíritu, invocado por la palabra y juntamente con la palabra, obra la conversión de las ofrendas. La plegaria eucarística tercera expresa el primer momento de la epíclesis, diciendo: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios».
En este primer acto de epíclesis se realiza lo que se lleva a cabo, no sólo según la tradición litúrgica oriental clásica, sino también según la occidental, por la invocación del Espíritu Santo, para que descienda sobre las ofrendas y las convierta en la presencia real del Cuerpo y la Sangre del Señor, como afirmaba san Agustín en su libro De Trinitate (cf. IV, 4, 10): el elemento que ponemos en el altar «es consagrado para ser un sacramento tan grande sólo mediante la acción invisible del Espíritu». En la edad media reafirmaba esta tradición litúrgica Pascasio Radberto: «El verdadero Cuerpo de Cristo con fuerza divina es consagrado en el altar por el sacerdote in verbo Christi per Spiritum Sanctum» (De Corpore et Sanguine Domini, IV, 3; cf. M. Augé, «Eucarestia», NDL, 499).
Así, la primera epíclesis, en la plegaria eucarística, pone de relieve, en la confluencia de la Palabra consagratoria, pronunciada por el ministro que ha recibido el orden sagrado, la virtud del Espíritu Santo, invocado solemnemente con la imposición de las manos (La palabra de Cristo tiene su eficacia como acto de la persona del ministro ordenado a través de la sucesión apostólica, que de este modo hace que la Eucaristía sea apostólica, «porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles»: Ecclesia de Eucharistia, 27). «Haber explicitado esta epíclesis, que estaba como latente en el canon romano, no carece de significado ecuménico, especialmente con respecto a nuestros hermanos orientales» (Giraudo, o.c.), los cuales, sin embargo, normalmente ponen su epíclesis después de nuestra consagración, no antes.
Es necesario comprender toda la importancia de esta «dimensión pneumatológica», puesto que testimonia, en el ámbito del culto, la unidad inseparable del acontecimiento pascual y pentecostal con su profundo sentido eclesial, como se aprecia en la segunda epíclesis después de la consagración. Tomada en su conjunto, la doble invocación de epíclesis nos atestigua, en la plegaria eucarística de la celebración, que la actualidad de la presencia sacrificial de Cristo crucificado y resucitado en el culto sacramental, especialmente eucarístico, de la Iglesia, debido a la Palabra y a la acción de la virtud divina del Espíritu Santo, lleva eficazmente a los participantes a vivir en plena sintonía de comunión con el misterio sacerdotal de la cruz y de la resurrección de Cristo y entre sí.
Esta dimensión pneumatológica merece una atención particular, como nos enseña la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cf. nn. 23-24), en la que se recuerdan las palabras de la Liturgia de Santiago (cf. Patrologia orientalis, 26, 206): «En la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo “sirvan a todos los que participan en ellos (...) para la santificación de las almas y los cuerpos”» (n. 23).
La oración que se hace en la epíclesis de la Eucaristía testimonia la convicción de la fe orante de que el acto de consagración, por medio de la palabra y de la acción del Espíritu Santo, tiende no sólo a realizar la conversión de las ofrendas y la santificación de los creyentes, sino también a su profunda unidad como «Cuerpo místico de Cristo». La plegaria eucarística tercera lo pone muy bien de relieve: «Para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu».
Debemos afirmar también que con esta profunda «comunión eucarística» la Iglesia se edifica y fortalece en su unidad, no sólo como «comunión fraterna»en Cristo, sino también como «pueblo sacerdotal»; por esa comunión ejerce y vive el sacerdocio bautismal de todos los fieles haciéndose «ofrenda viva en Cristo para alabanza de tu gloria» (IV anáfora y primera parte de la II anáfora), precisamente a través del don de la «plenitud del Espíritu Santo» (II anáfora). En efecto, el Espíritu Santo nos hace participar, de modo personal y comunitario, en la comunión del sacrificio de Cristo, convirtiéndonos con él en «un solo sacrificio», una sola «ofrenda», un solo pueblo sacerdotal (cf. 1P 2, 9).
Recogiendo la reflexión del teólogo medieval Tomás Netter de Walden (+ 1430), se podría decir, con las debidas precisiones, que cada cristiano, gracias a la comunión eucarística, en cierto modo es místicamente transubstanciado, en Cristo, formando su cuerpo eclesial, por lo cual, mientras «la epíclesis sobre las ofrendas pide a Dios Padre que envíe al Espíritu Santo para que convierta el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor Jesús, la epíclesis sobre los participantes pide, para quienes se disponen con la Iglesia entera a hacer esta ofrenda agradable al Padre, la conversión en un solo cuerpo. Esas dos peticiones no son independientes, sino que constituyen de hecho una sola súplica» (Giraudo, «Conosci davvero l’Eucarestia?», p. 67). Así, se puede decir, en cierto sentido, pero con propiedad, que el término último de la celebración eucarística no es el «Cristo sacramental», sino el «Cristo eclesial y total».

La epíclesis del Espíritu en la Encarnación y en la celebración eucarística

La invocación realizada en la epíclesis de la Eucaristía nos revela su importante nexo con el misterio de la Encarnación y el misterio pascual. El Santo Padre, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, pone de relieve este aspecto cuando afirma: «La Eucaristía, a la vez que remite a la pasión y la resurrección, está también en continuidad con la Encarnación» (n. 55). A la luz de esta verdad esencial, en la epíclesis eucarística se puede ver ante todo una continuación, en el ámbito sacramental-cultual, de la epíclesis de la Encarnación. Las palabras del ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35) no sólo son evocadas en las palabras de la Eucaristía como un recuerdo lejano, sino que también son perpetuadas y actualizadas en el hoy de la invocación litúrgica de la Iglesia a través de la consagración del verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo, concebido por obra del Espíritu Santo de María Virgen: «Por el poder del Espíritu se realizó la primera venida de Cristo; por su poder se realiza también el misterio de la celebración (la epíclesis de consagración de la plegaria eucarística); y por su poder el hombre es insertado progresivamente en ese misterio hasta la vuelta de Cristo» (M. Sodi, o.c., p. 243).
Así, en ella, continúa el gran «misterio de fe de la Encarnación», en el que el Espíritu Santo realizó su primera epíclesis personal. En ella se manifiesta también el lugar singular que corresponde a la santísima Virgen María, en su divina maternidad, llevada a cabo por obra del mismo Espíritu, que se hace presente en la consagración eucarística en comunión con el acto consagratorio del sacerdote ordenado. Por eso Pablo VI en una catequesis, durante una audiencia general, vinculaba, en la Eucaristía, la acción de María a la del sacerdote ordenado, considerando a ambos «instrumentos de comunicación salvífica entre Dios y los hombres», aunque de modo diverso: «La santísima Virgen mediante la Encarnación, y el sacerdote mediante el poder del Orden» (Audiencia general del 7 de octubre de 1964; citado en la Instrucción de la Congregación para el clero: «El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial», 4 de agosto de 2002, n. 8).
Una segunda consideración importante sobre la Eucaristía, sacramento del misterio pascual, es la perspectiva abierta en la segunda plegaria de epíclesis, que completa la primera. El don del Espíritu que actúa en la Encarnación y en la consagración eucaristica no se agota en la constitución y en la presencia real del hombre-Dios. Se prolonga y culmina en la formación del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, tanto a través de su estructura visible, sacramental y ministerial, como en la santificación personal y comunitaria de todo creyente. La efusión del Espíritu, que, juntamente con las palabras pronunciadas por el ministro ordenado, realiza la conversión sustancial del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, y edifica la Iglesia como su Cuerpo místico, continúa también en la historia del mundo, en la evangelización de las culturas, en lo más íntimo de los corazones (cf. Gaudium et spes, 22), realizando perennemente el encuentro salvífico del Verbo encarnado, crucificado y resucitado, con la humanidad entera.
En este sacramento, que bajo la acción del Espíritu regenera continuamente a la Iglesia y abre sus confines al horizonte universal de la historia, se hace también presente y operante la acción materna de María, que nos guía «hacia este santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él» (Ecclesia de Eucharistia, 53). Juan Pablo II la describe a través de «una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor» (ib., 55). «Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía» (ib., 57).
En las palabras de la plegaria eucarística, se invoca al Espíritu Santo en su plenitud, no sólo para que prosiga el gran acontecimiento de la Encarnación en la conversión sustancial de las ofrendas, sino también para que a través de él realice la santificación de los participantes, a fin de que se hagan eucarísticos en María, «mujer “eucarística” con toda su vida» (ib., 53).
Por su cercanía materna (cf. Pablo VI, Marialis cultus, 11, 32, 50 Y 56) al misterio de la cruz (cf. Jn 19, 25-27), «la Madre del Hijo de Dios nos introduce en el misterio de su ofrenda de redención. De este modo, se convierte en mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles» (Palabras de Juan Pablo II al inicio de una misa en la memoria litúrgica de la Virgen de Czestochowa, en Castelgandolfo, 25 de agosto de 2001: L ‘Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de agosto de 2001, p. 1).
El Cristo crucificado y resucitado que concede el don sobreabundante de su Espíritu a la Iglesia, personificada en María, «asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo (...), la primera persona y la que con más perfección participó espiritualmente en su oblación de sacerdos et hostia» (Catequesis del Papa Juan Pablo II durante la audiencia general del miércoles 30 de junio de 1993, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1993, p. 3), nos invita a acoger y vivir el momento de la epíclesis de la Eucaristía, para la edificación del Cuerpo del Cristo total en un camino incesante hacia su plena revelación en el acontecimiento de la vuelta final de su Cabeza, cuando todo el mundo le quedará sometido y a través de él todo quedará sometido al Padre, para que «Dios sea todo en todos» (1Co 15, 28).

LA APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA

L’Osservatore Romano, n. 31 - 1 de Agosto de 2003

+ P. Antonio MIRALLES
Universidad pontificia de la Santa Cruz

No es frecuente que la cuarta nota de la Iglesia, el hecho de ser apostólica, como se declara en el Símbolo de Nicea-Constantinopla, sea referida a la Eucaristía. No hallamos esta perspectiva eclesiológica en la mayor parte de las publicaciones sobre el Misterio eucarístico. En cambio, Juan Pablo II la pone como tema en la última encíclica, más aún, le dedica un capítulo entero, y así encuentra un marco adecuado para afrontar varios puntos doctrinales y pastoral es de indudable actualidad.
Son tres los puntos de vista desde los cuales se puede considerar la apostolicidad del sacramento de la Eucaristía. En primer lugar, es apostólico porque «fue confiado por Jesús a los Apóstoles y transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedeciendo al mandato del Señor» (Ecclesia de Eucharistia, 27). El hecho de que Jesús haya confiado la Eucaristía a la Iglesia y la respuesta obediente de la Iglesia son los dos pilares en los que se apoya la celebración de la Eucaristía a lo largo de los siglos, y los Apóstoles son su elemento integrante. Las palabras de la encíclica que acabamos de citar se han de leer en continuidad con las del capítulo anterior: «Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles “fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada” (Ad gentes, 5) (...). Los gestos y las palabras de Jesús en la última Cena pusieron los fundamentos de la nueva comunidad mesiánica, el pueblo de la nueva alianza» (n. 21). Por consiguiente, la Iglesia continúa lo que se inició con los Apóstoles y así hace constantemente actual su origen.
Un segundo punto de vista lleva a afirmar esta otra verdad: «La Eucaristía es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles» (n. 27). La continuidad con la acción de los Apóstoles es también continuidad con su fe eucarística. Esta permanencia de fe forma parte de la conciencia creyente de la Iglesia desde los primeros tiempos. Ya la atestigua san Pablo, cuando explica a los Corintios el sentido de sus asambleas para comer la cena del Señor: «Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido...» (1Co 11, 23), Y san Justino, a mediados del siglo II: «Pues no lo tomamos como pan común ni como bebida común (...). Se nos ha enseñado que este pan “eucaristizado” (...) es la carne y la sangre del Verbo encarnado. En efecto, los Apóstoles, en las memorias que nos han dejado y que se llaman Evangelios, transmiten que a ellos así se les mandó» (Apología 1, 66, 2-3).
La Eucaristía es misterio de fe en el que convergen todos los artículos del Símbolo apostólico. Si se ofuscara alguna de las verdades relativas al Misterio eucarístico, todo el edificio de la fe de la Iglesia se resquebrajaría. Por eso, con razón, el Santo Padre afirma que la fe apostólica en este excelso Misterio «permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así» (n. 27).
La Eucaristía también es apostólica porque en ella se expresa que la Iglesia «sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral» (n. 28, citando el número 857 del Catecismo de la Iglesia católica). En efecto, no hay Eucaristía sin sacerdocio ministerial. «El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden (...), es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la cruz y a la última Cena» (n. 29).
No basta la asamblea de los fieles, que recuerda el misterio pascual e invoca el don del Espíritu Santo, para tener la Eucaristía; hace falta la acción de la persona que es capaz de actuar «en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie» (ib.). Esa identificación sacramental se obtiene solamente a través del sacramento del Orden en el grado del sacerdocio. «Por otra parte, la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Este es un don que recibe a través de la sucesión episcopal, que se remonta a los Apóstoles» (ib.).
El vínculo entre la Eucaristía, el sacerdocio ordenado y la sucesión apostólica es una verdad de fe, explicitada ya muy bien por el IV concilio de Letrán, citado en la encíclica por Juan Pablo II. En efecto, ese concilio, en su profesión de fe, definió con respecto al Sacramento del altar: «Este sacramento nadie ciertamente puede realizarlo sino el sacerdote que hubiere sido debidamente ordenado, según las llaves de la Iglesia, que el mismo Jesucristo concedió a los Apóstoles y a sus sucesores» (DS, 802).
La sucesión episcopal, que determina la existencia misma del sacerdocio ordenado y, por consiguiente, de la Eucaristía, se remonta a los Apóstoles de un modo muy preciso, es decir, a través de «la serie ininterrumpida, que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas» (n. 28). No es la existencia de comunidades cristianas desde los orígenes que se organizan a sí mismas lo que garantiza la efusión del Espíritu Santo, el cual hace presente a Cristo en la Iglesia a través del ministerio apostólico. Como enseña el concilio Vaticano II, la gracia de los Apóstoles, o sea, la especial efusión del Espíritu con la que fueron enriquecidos para ese ministerio, ellos mismos la transmitieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, y esta transmisión ha proseguido hasta hoy en la consagración episcopal (cf. Lumen gentium, 21).
Después de afirmar, desde estos tres puntos de vista, la apostolicidad de la Eucaristía, el Santo Padre saca algunas consecuencias prácticas para la vida de los sacerdotes y de todos los fieles y, a la vez, para la actividad pastoral de la Iglesia. La primera consecuencia se refiere a las relaciones con las comunidades eclesiales surgidas en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica: «Sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico» (n. 30, citando el número 22 de Unitatis redintegratio).
Las diferencias en lo que atañe a la doctrina eucarística existen y no se han de subestimar; con todo, hubieran podido no impedir la conservación de la sustancia de la Eucaristía, como sucedió con respecto al bautismo. En efecto, la Iglesia católica reconoce la validez del bautismo, primer vínculo de comunión, en esas comunidades eclesiales, aunque aún permanecen divergencias doctrinales importantes en lo relativo a la justificación bautismal. En cambio, con respecto al Misterio eucarístico, es decisiva la falta del sacramento del Orden.
Sobre la base del bautismo común, los fieles católicos consideran hermanos a los miembros de esas comunidades eclesiales, y las relaciones mutuas se multiplican constantemente, cada vez con mayor comprensión y amistad. Sin embargo, esas buenas relaciones no pueden promoverse pagando el alto precio de la pérdida de la vida eucarística. «Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones» (n. 30). Lo exige el amor a la verdad y a Jesús mismo; un amor que impulsa a buscar la íntima unión con él a través de la comunión, recibiendo realmente su cuerpo. «De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico» (ib.). Sería cambiar un Don valiosísimo por artículos de un valor muy inferior.
El vínculo estrecho y esencial entre la Eucaristía y el sacerdocio ministerial se da en los dos sentidos: es necesario el sacerdote ordenado para que tenga lugar la celebración eucarística y, por otra parte, «la Eucaristía es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (n. 31). Desde luego, el ministerio de la Eucaristía no agota el contenido del ministerio sacerdotal, que abarca también otros aspectos importantes, como la predicación del Evangelio, el culto divino y la dirección de la comunidad cristiana. Sin embargo, la característica más valiosa y elevada del sacerdocio ministerial, la que sirve para definirlo, es su referencia al Misterio eucarístico.
Esta verdad, que atañe al núcleo esencial del sacerdocio ordenado, afecta también al nivel existencial de su ministerio. Así, por tanto, «si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal» (ib.). De este principio se pueden sacar muchas consecuencias y la encíclica ofrece varias sugerencias. Sin embargo, en este punto, el Papa pone de relieve un aspecto de indudable dimensión práctica, reafirmando «lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar diariamente la Eucaristía (...). De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar las diversas tareas pastorales. Así cada jornada será verdaderamente eucarística» (Ib.).
Se impone una conclusión: «Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales» (Ib.). El Santo Padre especifica dos momentos de actuación: la oración por las vocaciones sacerdotales en la misa y el testimonio de atención solicita al ministerio eucarístico por parte de los sacerdotes. En efecto, los jóvenes acogen más fácilmente la semilla divina de la llamada al sacerdocio si ven y aprecian la necesidad que la Iglesia tiene de la Eucaristía.
Las comunidades cristianas que, aun pudiendo ser parroquias por número y variedad de fieles, carecen sin embargo de un sacerdote que las guíe, sufren una auténtica «hambre» de la Eucaristía (cf. nn. 32-33). En estas circunstancias es normal que se trate de aliviar de algún modo esa privación organizando al menos celebraciones dominicales de oración y escucha de la palabra de Dios. «Pero esas soluciones se han de considerar únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote» (n. 32).
No es sólo la constatación de la ausencia del sacerdote, sino la auténtica espera de su presencia. Una espera operativa, con mayor impulso de oración y de actuación de todos los elementos que exige una adecuada pastoral vocacional. «En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?» (n. 60).

EUCARISTÍA Y DIÁLOGO ECUMÉNICO

L’Osservatore Romano, n. 32 - 8 de Agosto de 2003

+ P. Charles MOREROD, o.p.
Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, Roma

Ya desde hace tiempo, a la Eucaristía se le presta una atención notable en los diálogos ecuménicos bilaterales y multilaterales, por ejemplo en el documento «Bautismo, Eucaristía y Ministerio» (BEM), publicado en 1982 por la comisión «Fe y constitución». Al ser fuente y manifestación suprema de la unidad de la Iglesia, la Eucaristía no puede por menos de estar en el centro del diálogo.
La encíclica Ecclesia de Eucharistia expresa, ya en su título, que la Eucaristía hace a la Iglesia, que es una. «Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo» (n. 23). Esa unidad de la Iglesia debe recapitular en Cristo todo el universo (por ahora en círculos concéntricos): «Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el pueblo de la nueva alianza se convierte en “sacramento” para la humanidad» (n. 22). Por eso, el Santo Padre puede decir que «aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira» (n. 59). En la Eucaristía «entra toda la historia» (n. 5); la Eucaristía «abarca e impregna toda la creación» (n. 8). La Eucaristía, fuente de unidad del mundo, es también «la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización» (n. 22). Unidos por estos objetivos, los cristianos se deben unir en el medio principal para obtenerlos.
La Eucaristía, que realiza y manifiesta la unidad de la Iglesia católica en sentido estricto, impulsa hacia la comunión plena con los hermanos separados: «El tesoro eucarístico (...) nos estimula hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con quienes nos une el mismo bautismo» (n. 61). La aspiración a la unidad plena en Cristo es una aspiración a compartir también la Eucaristía. Mientras la unidad no sea plena, la participación común en la Eucaristía resultará imposible. Esta dolorosa situación, que coincide con el dolor de la división, se debe a que «la Eucaristía, al ser la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión» (n. 38).
Algunas iniciativas ecuménicas inoportunas provienen de una comprensión errónea o incompleta de la Eucaristía (cf. n. 10). La Eucaristía «requiere que los vínculos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el bautismo y en el orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico» (n. 38). Por consiguiente, además de la exigencia, que acabamos de recordar, de los vínculos de comunión, hacen falta tres elementos para la participación «normal» en la Eucaristía celebrada en la Iglesia católica. El primero atañe al ministro, que debe ser un ministro ordenado válidamente. Los otros dos se refieren a las personas que reciben la comunión: deben estar bautizadas y tener fe en el Misterio eucarístico.
Por lo que concierne al ministro, su importancia es fundamental: «La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida» (n. 29). Un bautizado se convierte en ministro a través de la ordenación, realizada por un obispo, que expresa que el ministerio viene de Cristo a través de la historia. Esa exigencia afecta de varias maneras a las comunidades de fieles separados. Las Iglesias, sobre todo orientales, en las que la Iglesia católica reconoce el episcopado pueden celebrar válidamente la Eucaristía, aunque la ausencia de la comunión plena impida por ahora la celebración común y la intercomunión.
La Eucaristía celebrada por esas Iglesias contiene en sí misma un dinamismo hacia la comunión plena con el Obispo de Roma (cf. n. 39). Las comunidades eclesiales vinculadas más o menos directamente a la Reforma protestante no tienen un sacramento del Orden reconocido por la Iglesia católica. A menudo, ellas mismas niegan la existencia del Orden en cuanto sacramento o, al menos, niegan su necesidad. La encíclica recuerda la doctrina del Vaticano II, es decir, que las comunidades eclesiales, «sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico; sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa» (n. 30). El diálogo ecuménico sobre la Eucaristía está estrechamente vinculado al diálogo sobre el ministerio ordenado, que, sin embargo, no es el tema de la Encíclica.
Están, luego, las dos exigencias con respecto a los fieles que reciben la Eucaristía: deben estar bautizados y tener fe en el Misterio eucarístico. Que deban estar bautizados no tiene nada que ver directamente con el diálogo ecuménico, dado que por «ecuménico» se entiende un diálogo entre bautizados, salvo en los casos excepcionales de cristianos que no bautizan. Sin embargo, el hecho de que algunos protestantes comiencen a admitir a la santa Cena a los no bautizados plantea un nuevo problema ecuménico. El punto más delicado es la exigencia de la fe eucarística, que implica reconocer la presencia real (en el sentido de que ya no están presentes el pan y el vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo, cf. n. 15) y el sacrificio eucarístico (el diálogo ecuménico ha dado algunos pasos hacia una comprensión mutua más clara del vínculo entre el único sacrificio de la cruz y el sacrificio eucarístico).
La Eucaristía debe celebrarse en comunión con el obispo, que está en comunión con el Papa (cf. n. 39). Así pues, normalmente, la celebración eucarística manifiesta una comunión ya plena, que contribuye a profundizar (cf. n. 35). ¿Hay casos en los que se puede compartir la Eucaristía con los hermanos separados? Se debe distinguir, por una parte, entre una concelebración entre los ministros de diversas Iglesias y, por otra, la admisión a la comunión de los fieles en la celebración de una Iglesia: «Si en ningún caso es legítima la concelebración cuando falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, individualmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial» (n. 45).
Así pues, la concelebración nunca es posible; en vez de favorecer la unidad, «una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría constituir más bien un obstáculo para la consecución de la comunión plena, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe» (n. 44).
La admisión de fieles no católicos a la comunión eucarística es posible en algunos casos, con la finalidad de que no se vean privados de ayuda espiritual. Se trata de hermanos separados «que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar los mismos sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos» (n. 46, que cita la encíclica Ut unum sint, la cual se refería al Directorio ecuménico de 1993; se trata de hermanos separados que se ven impedidos, física o moralmente, a acceder a sus propios ministros: cf. Directorio, n. 131, Enchiridion Vaticanum 13, 2412; Código de derecho canónico, 844).
Así pues, no se trata de una intercomunión real, sino de una ayuda en casos de necesidad. La encíclica no dice si a los no católicos que reciben la comunión en esos casos se les debe aplicar la regla de la necesidad de la confesión, no en todos los casos, sino para quien es consciente de pecado grave (cf. nn. 36-37). Esto requiere alguna reflexión.
El Directorio ecuménico de 1993 preveía que los hermanos separados pudieran recibir el sacramento de la reconciliación en casos de necesidad, como la Eucaristía (cf. n. 129: Enchiridion Vaticanum 13, 2410), pero sin desarrollar el vínculo entre los dos sacramentos. El concilio de Trento, en uno de los dos números citados por la encíclica Ecclesia de Eucharistia (Denz. 1661, citado en el n. 36), negaba que la fe pudiera ser por sí misma una preparación para la Eucaristía y, por eso, insistía en la confesión (cf. Denz. 1647, citado en el n. 36). Por tanto, tal vez ahora, en los casos excepcionales en los que un no católico recibe la Eucaristía, sobre todo in articulo mortis, se podría aplicar la regla «que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia» (n. 36). Esta regla proviene originalmente de la primera carta a los Corintios: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. (...) Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11, 27-29). La recepción excepcional de la Eucaristía por parte de no católicos debe ser para ellos una ayuda espiritual; no debería convertirse en peligro de pecado más grave, para quien tal vez nunca ha tenido en su vida la oportunidad de recibir el sacramento de la reconciliación.
Con frecuencia, los hermanos separados, e incluso muchos católicos, no entienden la imposibilidad de la intercomunión, que consideran un juicio del fuero interno, una puesta en duda de la sinceridad de su fe en Cristo. Este dolor profundo se debe comprender y respetar. Pero el mismo respeto por el dolor y la ayuda a quien sufre por él implican también explicar la posición de la Iglesia católica.
Lo que muchos no ven es que la Eucaristía no es sólo un vínculo interior con Cristo. La comunión eucarística es, a la vez, comunión con Cristo y con la Iglesia. No hay modo más solemne y más profundo de declararse católico que recibir la Eucaristía en una celebración católica, y es una contradicción declararse católico proclamándose a la vez no católico.
Tanto la comunión con Cristo como la comunión con la Iglesia, además de su dimensión invisible, tienen una dimensión visible (cf. nn. 35, 49 y 50). Separar las dos dimensiones manifiesta una antropología equivocada, una «evangelización» del hombre. Dios entra en relación con los hombres teniendo en cuenta lo que son: seres a la vez espirituales y corporales.
Algunos otros temas de la encíclica tienen una dimensión ecuménica, aunque no estén tratados explícitamente desde esa perspectiva. Por ejemplo, se puede ver cómo «el binomio María y Eucaristía» (n. 57) une a católicos y hermanos separados de Oriente, pero sorprende a la mayor parte de los protestantes. Lo mismo se puede decir de la comunión eucarística con los santos del cielo (cf. n. 19).
Otro tema potencialmente ecuménico es la recomendación de celebrar a diario la Eucaristía (cf. n. 31). Sobre este punto la Iglesia católica se distingue también de las Iglesias ortodoxas, en las que la disciplina del ayuno y la confesión, así como la amplitud de las celebraciones, lleva a no celebrar la Divina Liturgia todos los días.
Esta diferencia no es nueva, más aún, es anterior a la división, y no es motivo de división, sino objeto de diálogo. Ya san Ambrosio sugería en este punto un tema de diálogo fraterno con los griegos: ¿por qué un enfermo no ha de poder recibir cada día su medicina? (cf. De Sacramentis, V, 25).
Por último, también la adoración eucarística fuera de la misa, tan apreciada por los católicos y recomendada vivamente por la encíclica (cf. n. 25), es una característica católica; el diálogo también debe ser ocasión para presentar a los hermanos separados esta respuesta del católico a la amistad de Cristo (cf. Santo Tomás de Aquino: «Es connatural a la amistad compartir la vida con los amigos, como dice Aristóteles; Cristo nos ha prometido su presencia corporal, como premio», S.Th. III, q. 75, a. 1).
La Eucaristía, fuente y signo de unidad por excelencia, es también signo de división. Esa paradoja se vuelve a encontrar en todos los puntos fundamentales de la fe. El cardenal Giovanni Battista Montini decía, el 25 de enero de 1963: «Notamos un fenómeno extraño. Lo que debería constituir la base de la unión ?el pensamiento, la doctrina, la fe común? en vez de ser argumento de unión, es tropiezo, obstáculo para la unidad. La fe nos divide».
Ante todo, es el mismo Cristo, el máximo principio de unidad, quien divide a los hombres incluso dentro de sus familias. Y ¡cuántos, también en el ámbito profano, están divididos en nombre del amor! Las cosas que más unen son también las que más dividen, aunque su dinamismo hacia la unión sea lo principal. La Eucaristía es, ante todo, ya ahora, el máximo instrumento y signo de unidad entre los cristianos, la acción de gracias con vistas a la unidad ya real.

EUCARISTÍA Y SACERDOCIO

L’Osservatore Romano, n. 34 - 22 de agosto de 2003

+ Mons. Gerhard LUDWIG MÜLLER
Obispo de Ratisbona

Las actuales corrientes del ecumenismo, con la práctica de la así llamada «intercomunión», tratan de presentar como superadas las diferencias fundamentales que existen en la comprensión de la Eucaristía católica y de la comunión protestante. La crítica abierta a la encíclica Ecclesia de Eucharistia exhorta a no tener para nada en cuenta la resolución del Santo Padre. Y precisamente esta manera de pensar, sostenida por una minoría, es lo que pone en peligro el proceso ecuménico. Lo que les interesa no es la búsqueda de la unidad de la Iglesia de Jesucristo, sino la búsqueda de una Iglesia que, sobre la base de una verdad relativizada, abandone sus cimientos apostólicos.
En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Papa Juan Pablo II subraya la apostolicidad de la Iglesia como su momento vivo. La Iglesia es apostólica, puesto que en ella los Apóstoles seguirán enseñando, gobernando y santificando hasta la vuelta de Cristo. A través de los obispos, sucesores de los Apóstoles, con la ayuda de los sacerdotes, la obra salvífica iniciada por Cristo prosigue en la Iglesia en favor de los hombres.
La transmisión auténtica de la fe se lleva a cabo a través del sacramento del orden implicado en la sucesión. La sucesión apostólica garantiza la autenticidad de la doctrina presentada como vinculante. Así se expresa el criterio fundamental de la sucesión, es decir, la identificación interior con la fe de los Padres, la doctrina de la Iglesia y del Papa como Pastor supremo de la Iglesia, pues la sucesión no se debe reducir a un mecanismo vacío, no se ha de degradar a un formalismo de manera puramente material. La sucesión es la aceptación interior de la fe que la persona a la que se le confiere el mandato ha recibido de la Iglesia.
Ante el resto del pueblo de Dios, el sacerdote ministerial realiza el sacrificio eucarístico in persona Christi. No lo realiza simplemente haciendo sus veces, sino «en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno Sacerdote» (Ecclesia de Eucharistia, 29), el cual, con el ofrecimiento del sacrificio eucarístico, reconcilia al hombre con Dios.
El sacerdote celebra el don que Jesucristo hizo a su Iglesia. El don del pan y del vino debe quedar incluido en el don que Jesús ha hecho de sí al Padre, de forma que se convierte en él y se nos ofrece como cuerpo y sangre de Jesús.
Al participar del cuerpo y de la sangre de Cristo, también se nos da en Jesucristo la comunión del Hijo con el Padre. Él vive en nosotros y nosotros vivimos por él, pues él es para nosotros alimento en el camino hacia la vida eterna. Cristo mismo nos hace partícipes de su sacrificio de reconciliación y nos incluye en la comunión con Dios.
Por eso, la misión de servicio de la Iglesia no puede ser manipulada por el hombre, ya que el carácter gratuito del don sólo se conserva a través de la concesión del poder por parte del obispo. El centro permanente de la Eucaristía es Jesús mismo, de cuyas manos recibimos los dones; él nos acoge con la promesa de su presencia perenne.
El poder específicamente sacramental recibido en la ordenación compromete la propia existencia. Ese poder da al ordenado la certeza de que su vida, a pesar de las múltiples obligaciones que le impone su oficio, queda vinculada al amor generoso de Cristo a los hombres. El decreto Presbyterorum ordinis del concilio Vaticano II sobre el ministerio y la vida de los presbíteros afirma que la Eucaristía «es el centro y raíz de toda la vida del presbítero» (n. 14).
A través de la celebración diaria de la Eucaristía, el amor generoso de Cristo en la cruz se transforma para el sacerdote en ejemplo y estímulo a considerar su vida como un servicio al hombre y a la construcción del reino de Dios.
La intensidad y la generosidad con que se acepta la vocación sacerdotal se convierten también en ejemplo para muchos jóvenes, impulsándolos a responder a la llamada de Dios. A menudo el encuentro personal entre un joven y un sacerdote que modela su vida a partir de la Eucaristía se ha transformado en punto de partida de su vocación. Lo que atrae, a este respecto, es la realización absoluta del amor pastoral del sacerdote, el cual, con la celebración de la Eucaristía, confiere sentido y orientación a toda su vida.
Por tanto, es motivo de gran dolor que en muchas parroquias la celebración de la Eucaristía no sea ya lo normal. El sacrificio de la santa misa ha sido sustituido con celebraciones de la Palabra, dirigidas por religiosos y laicos, los cuales se esfuerzan por proseguir la celebración dominical, ejerciendo «de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gracia del bautismo» (Ecclesia de Eucharistia, 32).
Sin embargo, esta omisión de la Eucaristía, que sólo puede celebrar un presbítero, no se debe elevar a modelo para el futuro. En la Eucaristía todo el pueblo de Dios se convierte en cuerpo de Cristo, cuya cabeza es Cristo mismo. Sólo en la celebración del santo sacrificio eucarístico nos unimos a Cristo de un modo tan directo que permite a los fieles reunidos experimentar su identidad de comunidad de bautizados.
La Iglesia se concreta en la comunión eucarística. En ella se edifica y recibe la forma del cuerpo de Cristo. Por eso, es indispensable que la Eucaristía sea celebrada por un presbítero. Al ofrecer el sacrificio eucarístico, representa a Cristo mismo, el cual transforma en Iglesia a los creyentes reunidos.
La encíclica Ecclesia de Eucharistia del Papa Juan Pablo II recuerda muy claramente el nexo entre Eucaristía y sacerdocio. Es inseparable el vínculo fundamental que une la celebración sacramental de la conversión del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, como realización del misterio eucarístico, y el ministerio ordenado.
Si esta conciencia del sacrificio eucarístico vuelve a estar en el centro de la Iglesia, entonces se encontrarán de nuevo jóvenes que se entreguen con generosidad y disponibilidad totales al verdadero centro de nuestra fe.
En el misterio eucarístico, Cristo nos reconcilia con Dios. Juntamente con la Eucaristía, instituida por Jesucristo, fue instituido el sacerdocio. La realidad de la acción de Jesús no permite separar la Eucaristía del ministerio ordenado.

LA EUCARISTÍA Y EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

L’Osservatore Romano, n. 35 - 29 de Agosto de 2003

+ Cardenal Leo SCHEFFCZVK

La encíclica Ecclesia de Eucharistia no sólo es un testimonio extraordinario de la fe en el misterio eucarístico; también, con argumentos importantes, pone nuevamente de relieve el sacramento de la Penitencia, hoy con frecuencia descuidado. Según la enseñanza del Papa, «la Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí» (n. 37). Ambos hunden sus raíces en la misma tierra, es decir, en la Iglesia como comunidad de los bautizados, única en su género. Por eso, sólo es posible comprender el vínculo que existe entre ellos si primero se reconoce exactamente la naturaleza de la Iglesia como comunión, pues la comunión es el fundamento en el que se basan todas las afirmaciones teológicas de la carta encíclica relativas a los sacramentos.
Esta comunión tiene una «dimensión visible», en cuanto que representa «la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico» (n. 35). Con todo, también es una realidad «invisible» , pues «supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace “partícipes de la naturaleza divina” (2P 1, 4)» (n. 36). Además, supone «la práctica de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (ib.). Poniendo de relieve el punto de vista de la fe católica, dice literalmente: «No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el “cuerpo” y con el “corazón”» (ib.). A los miembros de la Iglesia se les exhorta, con palabras de san Pablo, a tener «”la fe que actúa por la caridad” (Ga 5, 6)» (ib.).
La Iglesia, por su auténtica naturaleza, es una comunión de la gracia a imagen de la vida divina, una y trina; es la «comunión de los santos» en la tierra, a la que pertenecen también los beatos y los ángeles. Contra cualquier falsa interpretación moderna, que quiera reducir la Iglesia a una asociación religioso-social para la mejora del mundo del hombre, o que la quiera declarar, por su naturaleza, «Iglesia pecaminosa», aquí a la Iglesia se la reconoce como comunidad santificada en Cristo y en su Espíritu, aunque en ella haya pecadores. Estos se han de considerar como miembros enfermos del Cuerpo de Cristo, pero que no deben y no pueden permanecer en esta situación de enfermedad y de no santidad.
Esa descripción de la naturaleza de la Iglesia contiene, sin embargo, una frase importante para la comprensión del vínculo que existe entre Eucaristía y Penitencia. En efecto, de la «comunión invisible» de la gracia y del amor se dice que está «por naturaleza en crecimiento continuo» (ib.). Por eso, la comunión de la gracia de los miembros con Cristo y entre sí no es automáticamente inmutable, pasiva o persistente, sino que, más bien, es algo que crece orgánicamente, algo que debe completarse, algo orientado a una plenitud en la que la unidad terrena debe realizarse e indicar escatológicamente la futura unión ultraterrena. Esta elevación y esta realización de la comunión de la gracia terrena de la Iglesia se hacen realidad en el mismo sacramento en el que se concreta con más fuerza el anuncio del Señor a sus discípulos: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Este sacramento es la Eucaristía.
El sacramento eucarístico es signo e instrumento de la más elevada unión, en este mundo, de los «santos», o sea, de los justificados, con Cristo y entre sí. Alcanza esa elevación y ejerce esa suprema fuerza unificadora porque el Señor está presente y actúa en ella de la manera más plena: como el que preside el banquete, como el que celebra el sacrificio y como la ofrenda sacrificial, con su cuerpo y su sangre sacramentales, pero reales, ofrecidos en el sacrificio de la cruz.
De él pueden participar los justificados, recibiendo el fruto del sacrificio, o sea, el Señor mismo, para realizar de ese modo la unión con Cristo y entre sí con un maravilloso intercambio y de un modo supremo, que en la tierra no tiene igual.
Si la Eucaristía es el modo supremo de realizarse de la Iglesia y de sus miembros, en camino hacia una unidad cada vez mayor, entonces resulta comprensible que nadie la puede recibir sin estar verdaderamente insertado en la Iglesia, tanto visible como invisible. No es posible alcanzar la cumbre de la fe, del amor y de la unidad, si no se pertenece ya a la comunidad creyente y si no se funda en sus bases; no es posible llegar al centro del círculo sin recorrer todo el rayo, es decir, sin recorrer el camino de la fe y del amor juntamente con todos los miembros del Cuerpo de Cristo; no se puede llegar al sancta sanctorum sin haber atravesado el recinto sagrado. Es necesario estar profundamente insertados «en el seno la Iglesia» (n. 36) para llegar, junto con ella, al Altísimo.
Por eso, sustancial mente, se excluye de la participación en el sumo sacramento de la Iglesia a los que no pertenecen a la Iglesia visible. Ahora bien, dado que la Iglesia es santa por naturaleza, sus miembros no pueden recibir la comunión si no están en estado de gracia o de santidad. Precisamente por eso, la Eucaristía se define, con una fórmula teológica sencilla y clara, el (supremo) «sacramento de los vivos». Por tanto, no pueden recibirla los que están «muertos», por lo que atañe a la gracia, es decir, los que se encuentran en pecado.
Sin embargo, también los pecadores, como miembros del Cuerpo de Cristo, están llamados a vivir de nuevo en santidad. También ellos siguen orientados decididamente hacia el supremo sacramento, sólo que ahora no pueden recibirlo sin la previa remisión del pecado, sin la expiación y la liberación de la culpa personal. Por eso, Jesucristo, que conocía muy bien la predisposición de sus discípulos al pecado, donó a la Iglesia un signo suyo, el sacramento de la Reconciliación, de la Penitencia o de la Confesión.
En el fiel seguimiento de Cristo, que tomó sobre sí la condena que Dios hizo del pecado del hombre y la completó mediante su muerte por amor, ya desde los inicios la Iglesia indicó la recepción del sacramento de la Penitencia como condición imprescindible para una digna recepción de la sagrada Comunión.
En su encíclica, Juan Pablo II recuerda ese requisito cuando cita las palabras de san Pablo: «“Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz” (1Co 11, 28)» (ib.). Para proteger el santísimo Sacramento de la recepción indigna de la Eucaristía, cita también la exhortación del Padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida», pues hacerlo conlleva «condena, tormento y mayor castigo» (ib.). Por eso, el Pastor supremo de la Iglesia recuerda también la enseñanza vinculante del concilio de Trento, según el cual «debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal» (ib.).
Ese requisito no se impone a los católicos, por decirlo así, «desde fuera», o sea, desde la autoridad eclesiástica. Brota de la misma Eucaristía, que implica «una exigencia continua de conversión» (n. 37) y reconciliación. A esta exigencia es necesario responder siempre que el creyente haya cometido un pecado grave. Asume un significado especial en los tiempos actuales, en los que se ha producido una ofuscación de la conciencia del pecado. Como puede comprenderse muy bien, esa exigencia resulta particularmente urgente en los casos de «un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral», como el de «los que “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”» (ib.). En efecto, al recibir así la Eucaristía, se viola de forma evidente el orden sagrado de la Iglesia, establecido por Dios, y el respeto al supremo sacramento; y esa recepción no puede servir para la salvación de las personas implicadas, sino que les resulta fatal.
La Iglesia antigua observaba con mucho rigor estos principios: durante el acto público de penitencia, la Iglesia, que en cuanto comunión de gracia había sido herida por el pecado, conminaba al pecador una «excomunión», o sea, la exclusión del sacramento del altar, para luego readmitirlo, con un acto solemne, después de un tiempo adecuado de penitencia, al supremo sacramento de la Eucaristía. El sacramento de la remisión de los pecados se celebraba como «exclusión» (excommunicatio) de la Eucaristía y «reconciliación» (reconciliatio) con la Iglesia y su centro en la Eucaristía.
Aunque el rito exterior haya cambiado, en el fondo, en su esencia e interiormente, este orden se ha conservado. Permite reconocer la relación que existe entre el sacramento de la Penitencia y la Eucaristía, la cual, a pesar de que las condiciones externas siguen cambiando, ha permanecido inmutable: la Penitencia sirve para sacar al hombre del abismo del pecado, la Eucaristía lo eleva hasta la cima de la santificación; la Penitencia libra de la muerte espiritual, la Eucaristía lleva a la unión máxima con la vida de Cristo; la Penitencia renueva la comunión de la gracia con la Iglesia, la Eucaristía la lleva a su grado más alto en la comunión con el Señor crucificado y resucitado.
Para el hombre, pecador, la Eucaristía es la meta luminosa, y la Penitencia es el arduo camino hacia la meta. Nadie podrá alcanzar la meta luminosa sin recorrer ese arduo camino; y no es posible orientarse a la vida sin alejarse del pecado. Por eso, en la Iglesia herida por el pecado, estos dos sacramentos están unidos como el inicio y el fin, como el punto de partida y la meta, como la subida y la cumbre.
La encíclica, que busca siempre la participación del hombre en la recepción de los sacramentos, no deja de recordar una circunstancia importante desde el punto de vista de la teología pastoral: el juicio último sobre la gracia y el pecado es una cuestión de conciencia y compete sólo al interesado.
Sin embargo, esto no se ha de entender en el sentido de una conciencia «autónoma» y una mal llamada «decisión según la conciencia», por la que la persona misma decide, según sus propias intenciones, lo que está bien y lo que está mal. Se trata, más bien, de una conciencia que reconoce, valora o condena, sobre la base de los parámetros de la norma divina interior, el bien o el mal objetivos de sus acciones. Se trata de la conciencia recta, para cuya formación es necesaria asimismo la enseñanza de la Iglesia. También en esto la Iglesia, como comunión en la gracia y en la verdad, manifiesta que es indispensable para cada uno de los creyentes en su camino desde el sacramento de la expiación del pecado hasta el sacramento de la plenitud de vida.

LOS SANTOS, ESPLENDOR DE LA VIDA EUCARÍSTICA

L’Osservatore Romano, n. 36 - 5 de Septiembre de 2003

+ P. Réal TREMBLAY, c.ss.r.
Profesor de moral fundamental en la Academia Alfonsiana de Roma y miembro de la Academia pontificia de teología

El título de este estudio, inspirado en un pasaje de la parte final de la encíclica Ecclesia de Eucharistia (n. 62), nos introduce inmediatamente en el ámbito de la vida moral. En efecto, quien evoca la figura de los santos evoca a hombres y mujeres que acogieron seriamente la llamada de Jesús a ser perfectos «como es perfecto el Padre celestial» (cf. Mt 5, 48) Y que, con la ayuda de la gracia, pusieron en acción todas las fuerzas vivas de su ser.
Sin embargo ?conviene añadir? esta alusión a la vida moral posee unos rasgos propios. En efecto, se trata de una perfección vinculada a la Eucaristía. Se puede suponer con fundamento que para los santos y santas, a los que nos referimos, la Eucaristía fue un faro que orienta, una fuente que sacia y alimenta, una prenda que permite gustar anticipadamente la meta definitiva y que aumenta el deseo de poseerla en plenitud.
Más aún. Esta perfección obtenida gracias a la Eucaristía rebosa vida y calor. Asume precisamente la forma de rostros radiantes y ardientes por la gloria divina asimilada mediante la comunión del cuerpo sacramental de Cristo resucitado.
Además de insistir en que la vida moral resulta atractiva por el testimonio de los santos y, de ese modo, reveladora o «escuela» de su fuente, el pasaje que comentamos da a entender que una vida moral alimentada por la Eucaristía presenta rasgos muy precisos. ¿Se encuentran indicaciones en ese sentido en el cuerpo de la encíclica? Es lo que en primer lugar quisiera examinar brevemente antes de añadir algunas reflexiones complementarias sobre un punto muy importante de esta moral.
A) Una primera alusión significativa a la dimensión ética de la Eucaristía se halla presente al final del capítulo primero, que habla del sacramento en su triple dimensión de sacrificio, presencia y alimento. Después de recordar la «tensión escatológica» inherente a la Eucaristía, que «expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial» (n. 19), el Santo Padre precisa que esa tensión no aparta a los creyentes de sus tareas terrenas. De hecho, esa tensión «da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas» (n. 20).
Ahora bien, precisamente en el marco del «sentido de responsabilidad con respecto a la tierra presente» (ib.) , estimulado por la mirada cristiana hacia la «tierra nueva» y el «cielo nuevo», aparecen las primeras alusiones al obrar cristiano. El Papa lo define en términos de construcción del mundo «habitable» y «plenamente conforme al designio de Dios» (ib.). Lo especifica ulteriormente hablando de «la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural» (ib.).
Y, aludiendo a «las numerosas contradicciones de un mundo “globalizado”, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar», afirma que, de cualquier forma, es en este mundo «donde tiene que brillar la esperanza cristiana» (ib.). Por eso, prosigue, el Señor ha querido «quedarse con nosotros» en el sacramento, grabando en él «la promesa de una humanidad renovada por su amor» (ib.). Es lo que da a entender la escena del «lavatorio de los pies» descrita por el evangelista san Juan (cf. Jn 13, 1-20), comentando el relato de la institución del sacramento hecho por los sinópticos, «en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio» (ib.).
Así pues, se trata de una llamada implícita a los cristianos a convertirse en discípulos «de comunión y servicio», como piensa también san Pablo cuando «califica como “indigno” de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres» (ib.). La dimensión escatológica inherente a la Eucaristía implica, por consiguiente, «el compromiso de transformar su vida» para que llegue a ser «eucarística». En cambio, esta «transfiguración de la existencia» y este «compromiso de transformar el mundo» «hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana» (ib.).
A este primer intento de definir la moral vinculada a la Eucaristía se añaden otros más difíciles de percibir, y de diverso tipo. Citemos algunos de los más significativos. Pero, antes de hacerla, quiero señalar que no me detendré en los textos que ilustran las «normas» que se han de seguir ante algunas situaciones o ante algunas cuestiones de orden doctrinal o de otro orden, como la conveniencia o no de participar en la celebración eucarística en ciertas circunstancias específicas (cf. n. 30); las diversas condiciones de una celebración legítima y de una auténtica participación en el sacramento (cf. nn. 35-39); el modo de celebrar según las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas (cf. n. 51), pero sin perder de vista el respeto debido al misterio y con la conciencia de que la liturgia «nunca es propiedad privada de alguien» en detrimento de su dimensión universal (cf. n. 52); el culto eucarístico (cf. nn. 25 y 34); la aplicación del arte sacro (cf. nn. 50-51), etc. Hecha esta precisión, volvamos a nuestro tema.
Mediante esta unidad con Cristo realizada por el sacramento, el pueblo de la nueva alianza se transforma en «luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16) para la redención de todos» (n. 22). Esta alusión a un elemento del Sermón de la montaña aplicado al pueblo de Dios alimentado por la Eucaristía es, sin duda, significativa para nuestro propósito. Volveremos sobre ello.
En otro punto, el Santo Padre afirma que la celebración eucarística presupone una comunión con Dios, que consolida y lleva a perfección. Bajo su aspecto invisible, esta comunión que «nos une al Padre y entre nosotros» (n. 35) en Cristo y mediante el Espíritu, supone la vida de gracia, percibida aquí como participación en la “naturaleza divina», y «la práctica de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad» (n. 36). En este marco, el Santo Padre precisa que «la integridad de los vínculos invisibles (fe y caridad) es un deber moral preciso del cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo»(ib.). Si alguien es consciente de haberse hecho culpable de un pecado grave, es necesario que pase por el sacramento de la reconciliación para acceder a la plena participación en el sacrificio eucarístico (cf. n. 37).
La Eucaristía, al consolidar la comunión, educa también para la comunión (cf. n. 40). Conservar y promover la comunión eclesial se transforma entonces en «una tarea de todos los fieles» (n. 42) y especialmente de los pastores de la Iglesia. Este es el ámbito, por decir así, natural del «compromiso ecuménico», que el concilio Vaticano II considera un «don especial de Dios» (n. 43). Sin embargo, su aplicación no debe dar lugar a comportamientos demasiado apresurados (por ejemplo, una concelebración sin la unidad doctrinal requerida), comportamientos que se oponen a las normas establecidas por el Concilio y que, en definitiva, perjudican la unidad (cf. n. 44).
Después de hacer una apremiante invitación a respetar las normas litúrgicas que atañen a la celebración de la Eucaristía, a fin de respetar el carácter sagrado del misterio que contiene y su dimensión universal (cf. n. 52), el Santo Padre pone a la Iglesia en la presencia de María, a la que define «mujer eucarística» y a la que considera presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en toda celebración eucarística (cf. n. 53). De las relaciones de María con Jesús la Iglesia aprenderá cómo debe comportarse ante el Sacramento. En este contexto el Santo Padre propone una relectura del Magnificat desde una perspectiva eucarística.
A este respecto, hay que tener presentes tres actitudes marianas. María «alaba al Padre “por” Jesús (presente en su seno), pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús (n 58). María recuerda las innumerables maravillas que Dios ha realizado en el pasado y anuncia «la que supera a todas ellas, la Encarnación redentora» (ib.). En su himno a la exaltación de los últimos, María «canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva”» que en la «”pobreza” de las especies sacramentales» (ib.) encuentran su principal realización. Y el Santo Padre concluye dando la vuelta al planteamiento: «La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un Magnificat» (ib.).
¿Qué se puede deducir de esta panorámica de la encíclica, considerada desde la perspectiva de la relación entre la Eucaristía y la moral?
Un primer punto que conviene destacar es que el texto del Papa, a pesar de su fuerte tono doctrinal, posee un valor ético considerable. Para el Santo Padre, la contemplación de la grandeza del misterio eucarístico nunca está separada o aislada de la vida. Es un misterio que exige comportamientos adecuados, pero que se abre también a una moral de tipo específico. ¿Qué quiere decir? Una moral de alabanza agradecida ante todo hacia el amor trinitario pro nobis, que se encarna en esa «invención de amor» (san Alfonso María de Ligorio), imprevisible e inagotable, que es el Sacramento. Luego, una moral de servicio fraterno. Volveremos sobre ello. Por último, una moral de compromiso en favor del mundo presente, en cuanto moral orientada hacia la plena realización del plan de Dios en el más allá.
Un segundo punto que se ha de tener presente es que la moral de la encíclica nunca es «heterónoma» e impuesta artificialmente desde lo alto. Siempre está profundamente arraigada en la doctrina y es su reflejo.
Un tercer punto que conviene considerar es el carácter estético de esta moral. Es una moral que resplandece en el rostro del pueblo de Dios en general y en el rostro de los santos en particular (véase el título que hemos dado a estas reflexiones), pues está vinculada a una fuente que «encarna» o traduce sacramentalmente el amor trinitaria. Por consiguiente, es una moral que irradia su contenido y por eso resulta atractiva, subyugadora (Para precisiones sobre la estética teológica, cf. H.U. von Balthasar, Herrlichkeit. Eine theologische Asthetik. Bd.l.: Schau dar Gestalt, Einsieldeln, 1961, 424s. Sobre la moral y la estética, cf. el libro, de próxima publicación, de A.-M. Jérumanis, L’uomo, splendore dalla gloria. I fondamenti estetici dalla morale cristiana di fronte alla sfida estetica dalla cultura postmoderna).
B) Para concluir, quisiera volver al pasaje de la encíclica mencionado antes a propósito de la relación entre Eucaristía y moral. El texto es el siguiente: «En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el evangelio de Juan, donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del “lavatorio de los pies”, en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20)» (n.20).
Así pues, según el Santo Padre, el gesto del «lavatorio de los pies» se convierte, en la línea del sacramento, en expresión concreta de esa promesa. Con todo, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿Cómo sucede eso? ¿Qué alcance es preciso atribuirle para que se transforme en el eco actual de la institución del sacramento y de la promesa que contiene?
Sabemos que en el mundo judío ese gesto estaba reservado a los esclavos (cf. H. Strack-F. Billerbeck, Kommentar z. Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, Munich 1922-1924, I, 41s 405.706; II, 557). Por eso, el «Señor y Maestro» (Jn 13, 13-14) se hace servidor. Esta ecuación nos recuerda otro texto procedente, esta vez, de la tradición paulina, donde se dice que Jesús «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 6-8).
Por consiguiente, el exegeta alemán K.H. Rengstorf tiene razón cuando afirma que la divinidad de la que habla san Pablo coincide con el ser servidor; de Jesús, que constituye el trasfondo del episodio del «lavatorio de los pies» (cf. TWNT, II, 291). Este hecho es importante para nuestra cuestión. Más aún, es decisivo. Mediante el lavatorio de los pies, Jesús se manifiesta como el «Maestro de comunión y de servicio», pues ama a sus hermanos, los hombres, hasta la muerte en la cruz por obediencia, muerte que se hace presente en su cuerpo y en su sangre eucarísticos.
Esta «competencia» o esta «excelencia» de Jesús contienen también una llamada a todos los que participan en la Eucaristía: hacer de su vida un servicio fraterno, que infunda en el mundo en que viven una energía nueva, permitiendo así a este mundo elevarse, a pesar de los vientos y las tempestades, hacia el cielo, en espera de ser transportado a las orillas del río de la Vida, donde dará «doce cosechas» y producirá «frutos cada mes» (Ap 22, 2). Todo ello recuerda, con palabras diversas, el comentario de la encíclica sobre el deseo de la Iglesia de ver, por fin, romperse el velo que la hará pasar de la Eucaristía mysterium fidei a la clara visio mysterii.

EL CULTO DE LA EUCARISTÍA FUERA DE LA MISA

L’Osservatore Romano, n. 37 - 12 de Septiembre de 2003

+ Pbro. Thomas NORRIS
Miembro de la Comisión teológica internacional

La encíclica Ecclesia de Eucharistia está impregnada de un sentimiento de asombro ante el Sacramento del altar. Más aún, una de las finalidades del Papa Juan Pablo II al hacer a la Iglesia el don de esta encíclica es despertar en los fieles esta actitud de asombro, reavivar en ellos el estupor ante el santísimo Sacrificio (cf. nn. 5-6). Esta actitud no es sólo un sentimiento afectivo, pues está en la raíz de toda ciencia, tanto teológica como humana: fue la convicción de Platón y Aristóteles, para los que el asombro es el motor que impulsa toda investigación y ciencia humana. Por eso, el culto tributado a la Eucaristía fuera de la misa tiene gran importancia para la teología católica, especialmente para la teología eucarística.
La encíclica habla del culto fuera de la misa en el número 25. Comienza así: «El culto que se da a la Eucaristía fuera de la misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia». Como afirma el Santo Padre, no sorprende que este culto haya sido recomendado en repetidas ocasiones por el magisterio de la Iglesia. Este artículo se propone considerar algunos aspectos de este culto, que se manifiesta en la bendición del Santísimo, en la adoración y en las procesiones, principalmente con ocasión de la fiesta del Corpus Christi. Trataré los siguientes temas: la adoración y la edificación de la Iglesia como caridad de Cristo Eucaristía extendido en el espacio y en el tiempo; el valor antropológico del culto; y la importancia filosófica del tema de la adoración. Por último, me referiré a la dimensión mariana que se manifiesta a través del culto.

Valor eclesiológico.

La adoración eucarística y la edificación de la Iglesia

Es importante que el número central sobre el culto tributado a la Eucaristía fuera de la misa se encuentre en el capítulo segundo de la encíclica, titulado: «La Eucaristía edifica la Iglesia». El Vicario de Cristo cita a san Pablo, tomando un texto de su «mini-tratado eucarístico» que se halla en los capítulos 10 y 11 de la primera carta a los Corintios: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10, 16-17). La comunión con la sangre y el cuerpo del Señor resucitado no sólo construye la comunión vertical con el Señor resucitado; por decirlo así, construye también la comunión entre todos los que comulgan con el Señor. La comunión vertical construye la comunión horizontal, mientras que la comunión horizontal se transforma en epifanía de la comunión vertical. La comunión con Cristo en el sacramento se convierte necesariamente en comunión también con todos cuantos lo reciben (cf. cardenal Joseph Ratzinger, Weggemeinschaft des Glaubens. Kirche als Communio, Augsburgo 2002, pp. 68-73).
Así se abre el «yo» del hombre y se crea un «nosotros» nuevo. De esa manera, la Eucaristía edifica la Iglesia (De Lubac). En efecto, la Iglesia es el cuerpo del Señor producido por el cuerpo y la sangre de Cristo como cabeza de la humanidad y Señor de la historia, que quiso dar su carne como alimento «para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
En la tradición joánica encontramos perspectivas que explican el pensamiento paulino al que nos referimos. Cuando Caifás, en calidad de sumo sacerdote, explica que «conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11, 50), el evangelista interpreta ese consejo así: «Jesús debía morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Seria difícil encontrar una formulación más clara de la finalidad del misterio pascual. Precisamente por eso, Jesús, al entrar en la hora en la que debía pasar de esta vida al Padre, ora «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17, 21).
Si por la comunión todos formamos esa unidad, más aún, un solo cuerpo, es decir, el cuerpo de Jesús, al ser así miembros cada uno del otro, ¿cómo debemos comportarnos? Debemos amarnos los unos a los otros. No hay otro camino. Es bellísimo el pensamiento de san Agustín a este respecto: «Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo. Y en este pan se os recomienda cómo debéis amar la unidad, pues ¿acaso ese pan está hecho de un solo grano de trigo? ¿No eran muchos los granos?» (San Agustín, Sermón 227: cf. L’Eucaristia, corpo della Chiesa, a cargo de Vittorino Grossi, Roma 2000, p. 90. En general, los Padres combinan con gran facilidad ontología y simbolismo, y por tanto realismo e idealismo: cf. Henry de Lubac, Corpus Mysticum, París 1949. Santo Tomás describe la Eucaristía como el «sacramentum unitatis»: In IV Sent., 12, 2, 1, 1; S.Th. III, q. 79, a. 1, 5).
En las páginas del Nuevo Testamento, en el Evangelio, a través de los gestos y las palabras de Jesús, descubrimos el arte de amar. Este arte es una «técnica» que nos ayuda a ser lo que somos, el cuerpo eucaristizado del Cristo pascual. Veamos en seguida algunos de los pasos que se han de dar en este arte de amar. Debemos ser los primeros en amar. «Dios nos amó primero» (1Jn 4, 19). Además, tenemos que amar a todos: no sólo a los amigos, a los católicos, a los simpáticos, como Jesús, que se entregó a sí mismo por todos (cf. Mc 10, 45). En tercer lugar, no debemos amar sólo con palabras (cf. 1Jn 3, 18), sino también con obras, con gestos concretos de servicio. Asimismo, debemos amar haciéndonos uno con los demás en todo, menos en el mal.
Este paso del arte de amar nos lo enseña el misterio mismo de la Eucaristía. El Verbo, que es Dios, se hizo carne de la carne de María y luego, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Por eso, se convirtió él mismo en nuestro alimento y nuestra bebida. Así nos mostró de modo admirable la profundidad de su unidad con nosotros. Y nosotros, eucaristizados, ¿qué debemos hacer? También nosotros debemos hacernos uno con cada uno: «Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran» (Rm 12, 15; cf. Flp 2, 2).
Aquí se inserta la importancia, más aún, la necesidad del culto eucarístico fuera de la misa. Para descubrir nuestra identidad cristiana es necesario constatar que es una identidad eucarística. Se descubre adorando, porque adorando se realizan las cosas, y la realización es la vida de la religión (cardenal Newman). Es necesario adorar. Debemos despertarnos al Amor que duerme en nosotros y entre nosotros; más aún, debemos despertar el Amor dentro de nosotros, el Amor que nos une a todos en una nueva humanidad.
Este es un fruto inmenso de la adoración eucarística: descubrirnos todos miembros del único cuerpo de Cristo y descubrir la fuente del arte de amar como camino necesario, como la verdadera aventura para todos los cristianos. Y, no sólo eso; en la adoración encontramos, además, la fuerza para amar según ese arte de amar. La madre Teresa de Calcuta decía: «Cuando miro al Santísimo, pienso en los pobres; y cuando veo a los pobres, pienso en el Santísimo».

Valor antropológico.

La Eucaristía revela el hombre al hombre

Blas Pascal decía: «El hombre sobrepasa infinitamente al hombre» (Pensées, 434, Ed. Brunschvicg). Ya Aristóteles había intuido lo mismo y santo Tomás lo seguía: «Anima, quodammodo omnia» (S.Th. I, q. 80, a. 1, c), o sea, el alma, en cierto modo, es todo. Eso quiere decir que el hombre se trasciende a sí mismo inmensamente. Siente la necesidad de trascenderse a sí mismo hacia Otro que es inmensamente más grande. Tal vez san Agustín adivinó la mejor fórmula: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1; cf. Klaus Hemmerle, Wie Glauben im Leben geht, Munich 1995, pp. 220-242). También la cultura moderna reconoce la verdad de la grandeza del ser humano, aunque a menudo niega formalmente la existencia de Dios.
Este anhelo, constitutivo de la persona humana, manifiesta y subraya un interrogante que no se puede esconder porque brota del corazón humano mismo, es decir, ¿dónde y cómo encontramos al Ser supremo, más aún, al Ser cada vez más grande? Este es el auténtico interrogante.
Los que visitan Asia observan a menudo cómo las poblaciones practican, a su modo, una latría hacia sus imágenes religiosas. Se inclinan o se arrodillan, con la cabeza en tierra, hacia formas concretas. Y les ofrecen dones valiosos. Ciertamente, es una manera de seguir el impulso primario hacia el Ser cada vez más grande. Y expresa el anhelo, constitutivo del hombre, de reconocer su dependencia de Otro.
Esto nos permite comprender el significado humano de la adoración. Como hemos visto, «Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 2). El Hijo invisible del Padre invisible se hizo hombre, y siendo hombre y visible, se quedó él mismo totalmente presente bajo las especies eucarísticas. Este es el sentido de la adoración: reconozco ante mí el misterio que me envuelve, me arrodillo ante la Hostia sagrada que contiene todo el misterio de Cristo como misterio mío. «Eres lo que eres, y yo tengo el privilegio de la vida para reconocer esto». Un poeta irlandés escribió: «Oh Cristo, esto es lo que has hecho: en un trocito de pan encerraste todo el misterio» (Patrick Kavanagh).
Toda la vida de san Pedro Julián Eymard, fundador de los Sacramentinos, fue una especie de descubrimiento continuo de los tesoros infinitos que encierra la Eucaristía. Fue él quien dijo la famosa frase: «Nuestro siglo está enfermo porque no se adora» (O. Moraschine y M. Pedrinazzi, San Pietro Giuliano Eymard, apostolo dell’Eucaristia, Roma 1962, p. 5). Para vivir una vida auténticamente humana, es decir, en sintonía con nuestra realidad de criaturas, dependientes de Otro, que es el Ser cada vez más grande, es preciso adorar. Al adorar a Jesús eucaristía, llegamos a ser más lo que somos.

Valor filosófico.

La Eucaristía manifiesta la categoría de la relación

Según la revelación, la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Eso quiere decir que el hombre es un «tú» para Dios. Precisamente por eso, la religión no es algo añadido a la naturaleza humana, como si fuera un adorno. Al contrario, el hombre sólo se realiza en la entrega generosa de sí, o sea, actuando su dimensión relacional, que es constitutiva de su ser como hombre. Esto es lo que enseña el famoso texto del número 22 de la constitución Gaudium et spes del concilio Vaticano II, frecuentemente recordado por el Papa Juan Pablo II a lo largo de su magisterio.
El Nuevo Testamento subraya esa dimensión relacional. Dios se revela como una Trinidad de Personas infinitas. Cada Persona divina es una relatio subsistens. Viven en una pe?????ed?? eterna de amor. Esto explica por qué Jesús, al traer a la tierra y a la historia la cultura trinitaria, pone en el centro el amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 28-34). Quiere decir que la relación está en el centro de la existencia humana. Ser persona quiere decir descubrir y vivir esa dimensión relacional y con vistas a ella. En efecto, Jesús ora al Padre y sufre para que todos «sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí» (Jn 17, 22-23).
La adoración eucarística, en sus diversas formas, debe verse desde esta perspectiva; ayuda de forma increíble a la persona humana a llegar a ser lo que es. Más aún, el culto tributado a la Eucaristía no sólo impulsa al hombre a vivir la relación con Cristo en el Sacramento, sino también la relación con todos sus hermanos. Abre cada vez más al hombre a la comunión con los demás. La adoración no es una negación de la dignidad humana individual; más bien, revela la auténtica grandeza del ser humano. Pone de relieve que yo llego a ser yo mismo únicamente entablando relaciones con Dios y con los demás. La adoración nos enseña que nuestra vida se realiza como una flecha en vuelo.

Con los ojos de María

Con una originalidad que conmueve, Juan Pablo II escribe un capítulo entero «sobre la mujer eucarística», la santísima Virgen María. Nos presenta a María como «el primer ‘tabernáculo’ de la historia» (n. 55). El Santo Padre establece un paralelismo muy significativo: «Hay una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor» (ib.). Todo creyente se convierte, de alguna manera, en un tabernáculo de Jesús. Sabemos que «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; Lc 2, 51).
Aquí se invita a toda la Iglesia a apreciar cada vez más el don del Hijo de Dios a la humanidad, como prueba del amor eterno del Dios trino a la humanidad (cf. Jn 3, 16; Rm 5, 8; Rm 8, 32). Pero, ¿no es precisamente esta la razón de ser del culto tributado a la Eucaristía fuera de la misa? María es, para todos y cada uno, el modelo de ese culto. María, impulsada por el Amor encarnado en su seno, va a visitar a Isabel para vivir el amor a su prima con su presencia, y así comienza la peregrinación de fe de la madre de Jesús, «el camino de María» (Rosarium Virginis Mariae, 24). La adoración estimula a los cristianos a caminar en el amor a los demás (cf. Ef 5, 2), sirviéndoles con actos concretos de amor, y llegando a ser así «eucaristía viva» para ellos.

EL CULTO EUCARÍSTICO EN LA TRADICIÓN

L’Osservatore Romano, n. 39 - 26 de Septiembre de 2003

+ D. Enrico DAL COVOLO, s.d.b.
Consultor de la Congregación para la doctrina de la fe

La decimocuarta encíclica de Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, habla del culto eucarístico fuera de la misa sobre todo en los números 10 y 25.
Ante todo, trataremos de centrar la cuestión con una mirada rápida a la historia de la Iglesia; luego, volveremos a leer a esta luz los dos pasajes citados. Por último, comentaremos una referencia de la encíclica a la Tradición patrística, donde el culto eucarístico se prolonga en el esfuerzo de la conversión y de la caridad.

Mirada a la historia

Desde los orígenes se manifiesta en la Iglesia la fe en el carácter permanente de la presencia de Cristo en la Eucaristía. En esta fe se funda el culto eucarístico también fuera de la misa.
Entre los testimonios más antiguos se puede citar el de san Justino, martirizado en Roma alrededor del año 165. En su primera Apología, san Justino alude al hecho de que el alimento eucarístico se llevaba a las casas de los fieles que no habían estado presentes en la celebración. En efecto, el santo mártir atestigua que durante la misa el que presidía elevaba oraciones, pronunciaba la acción de gracias, y el pueblo lo aclamaba diciendo: «Amén». Venía luego la partición del Alimento y la comunión. Luego, los diáconos lo llevaban también a los que habían estado ausentes (cf. Primera Apología, 17).
Es evidente la íntima relación que une entre sí los dos momentos, es decir, la celebración de la misa y el culto eucarístico fuera de ella, y podemos afirmar que este vínculo permaneció firme a lo largo de toda la época de la Iglesia antigua.
Es preciso reconocer, sin embargo, que en el medievo y en la época moderna las diversas controversias teológicas sobre la Eucaristía debilitaron en los fieles la conciencia de esa relación. Así, en la experiencia del pueblo de Dios se introdujeron actitudes no siempre equilibradas. A veces se corrió el peligro de perder la profunda unidad que vincula entre sí los diversos momentos del misterio eucarístico. Lo positivo es que, a lo largo de los siglos, la fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía se fue profundizando cada vez más, tanto en la doctrina teológica como en las expresiones del culto.
Los documentos conciliares y posconciliares han llevado nuevamente a la Iglesia a una concepción unitaria e integral del culto eucarístico. Desde este punto de vista, es fundamental la instrucción Eucharisticum mysterium (1967), que afirma: «Los fíeles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerden que esta presencia deriva del sacrificio y tiende a la comunión, tanto sacramental como espiritual. Así pues, la piedad que impulsa a los fieles a postrarse ante la sagrada Eucaristía los lleva a participar más profundamente en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de Aquel que con su humanidad infunde sin cesar la vida divina en los miembros de su cuerpo. Al estar en la presencia de nuestro Señor Jesucristo, gozan de su íntima familiaridad y ante él abren su corazón para beneficio de sí mismos y de todos sus seres queridos, y piden por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, obtienen de ese admirable intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. Así, cultivan las debidas disposiciones para celebrar, con la devoción conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre» (n. 50).
La Iglesia, fiel a estas orientaciones, sigue reafirmando y recomendando el culto eucarístico también fuera de la celebración de la misa, procurando que no esté aislado de la dimensión completa que debe tener. Esta atención funda y sostiene una vida de fe «totalmente eucarística» y hace inmensamente fecundo el esfuerzo de la conversión y de la caridad con los hermanos.

La doctrina de la encíclica

A esa luz se han de volver a leer los números 10 y 25 de la encíclica Ecclesia de Eucharistia. En efecto, en ellos el Papa se refiere de modo explícito al crecimiento espiritual progresivo de la comunidad cristiana frente al Misterio eucarístico. Ese crecimiento está en íntima relación con el compromiso de anuncio por parte del Magisterio, y ¿prosigue el Papa? «no hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el santo Sacrificio del altar» (n. 10). Aquí, el texto magisterial quiere referirse en particular al culto eucarístico fuera de la misa. En efecto, la encíclica prosigue: «En muchos lugares, además, la adoración del santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad» (ib.).
El Papa, en este punto, cita una de las manifestaciones características del culto eucarístico, que es la procesión con el santísimo Sacramento. Como es sabido, la más importante es la que se realiza con ocasión de la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. «La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo ?escribe al respecto el Papa? es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella» (ib.).
Con todo, la encíclica no pretende tratar de modo exhaustivo el tema del culto eucarístico fuera de la misa. En ese caso, el Papa hubiera podido hablar también de otras devociones, como la de las Cuarenta Horas, y de otras expresiones de la liturgia eucarística fuera de la misa, como el viático.
En este punto, sin embargo, prefiere indicar algunas sombras, es decir, algunos aspectos negativos que se registran hoy en la vida del pueblo de Dios con respecto al culto eucarístico. «Hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística» (ib.). Estas sombras de la praxis dependen evidentemente de un «oscurecimiento» de la recta fe y de la doctrina católica. «Se percibe a veces ?explica Juan Pablo II? una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (ib.).
Este tema se desarrolla y se esclarece ulteriormente en el número 25 de la encíclica. Las dos afirmaciones iniciales son de suma importancia. Ante todo, el Papa reafirma que «el culto que se da a la Eucaristía fuera de la misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia» (n. 25). Este punto ya ha quedado definitivamente consolidado en la Tradición de la Iglesia.
Pero inmediatamente el Papa ilustra otro aspecto de la doctrina eucarística que, a lo largo de los siglos, desde el medievo hasta el Vaticano II, se había ido oscureciendo un poco: el hecho de que el culto eucarístico fuera de la misa «está íntimamente unido a la celebración del sacrificio eucarístico» (ib.). Y a renglón seguido explica: «La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la misa ?presencia que perdura mientras subsistan las especies del pan y del vino?, deriva de la celebración del sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual» (ib.). Lo que aleja a la comunidad creyente del culto eucarístico fuera de la misa es precisamente una comprensión errónea de la Eucaristía, «privada de su valor sacrificial» (n. 10).
Así, se cierra el círculo. El desarrollo del culto tributado a la Eucaristía fuera de la misa no puede considerarse como un énfasis arbitrario o insignificante con respecto a la celebración del Sacrificio. Más bien, este culto, fuertemente unido a la celebración misma, atestigua un nivel de recepción integro y maduro, en la doctrina y en la praxis litúrgica. Por consiguiente, «corresponde a los pastores animar, también con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas» (n. 25).
La citada referencia al testimonio personal de los pastores impulsa al Papa a uno de los pasajes más vibrantes de la encíclica. Se refleja la experiencia mística personal de Juan Pablo II, de la que dependen muchas de sus enseñanzas sobre la oración y, en particular, los números 32-34 de la carta apostólica Novo millennio ineunte, a los que aquí acertadamente se alude. «Es hermoso ?escribe el Papa? estar con él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), experimentar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas ?afirma al final el Papa?, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!» (n. 25).
Como es sabido, la Tradición de la Iglesia ha propuesto muy a menudo a la imitación de los creyentes la actitud del discípulo que reclina su cabeza sobre el pecho de Jesús. Ya para Orígenes (+ 254), san Juan era un modelo de todo cristiano que trata de avanzar por el camino de la perfección. En efecto, san Juan «estaba reclinado sobre el pecho del Logos en el sentido de que se adhería al Logos y descansaba en él incluso en los aspectos más místicos» (Comentario al evangelio de san Juan 32, 264: SCh 385, p. 298).
Con todo, aquí el Papa se refiere más bien al ejemplo de «numerosos santos» y, en particular, a san Alfonso María de Ligorio (+ 1787) que escribió: «Entre todas las devociones, la de adorar a Jesús sacramentado es la primera después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros» (Visite al Ss. Sacramento ed a Maria Santissima, Introduzione: Opere ascetiche, Avellino 2000, p. 295, citado en el n. 25 de la encíclica).

Culto eucarístico y esfuerzo de conversión

En la encíclica el Papa alude también a un «culto eucarístico» que se prolonga fuera de la misa como esfuerzo de conversión de la vida personal y comunitaria.
Para ilustrar este último aspecto de nuestra reflexión, conviene referirse sobre todo al número 20 de la encíclica, que dice: «Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es también que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un ‘cielo nuevo’ y una ‘tierra nueva’ (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad con respecto a la tierra presente. Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más comprometidos que nunca a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. (...) Son muchos los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Basta pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las numerosas contradicciones de un mundo ‘globalizado’, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? (...) También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. (...) El apóstol Pablo, por su parte, califica como «indigno» de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres». Y en la nota el Papa cita la célebre Homilía 50 de san Juan Crisóstomo (+ 407) sobre el evangelio de san Mateo, que ya había utilizado en la encíclica Sollicitudo rei socialis.

La referencia es instructiva, y conviene desarrollarla de modo adecuado.

En su conjunto, la Homilía comenta el pasaje conclusivo del capítulo 14 del evangelio de san Mateo, pero el último versículo de ese capítulo, donde se lee que los habitantes de Genesaret llevaron a Jesús sus enfermos «suplicándole que les dejase tocar siquiera la orla de su vestido» (Mt 14, 36), da pie a san Juan Crisóstomo para una ampliación parenética fundamentalmente autónoma, que ocupa ?ella sola? la segunda mitad de la homilía. Esa ampliación encuentra su justificación en el contexto de la liturgia eucarística, en la que se sitúa la homilía: «Toquemos también nosotros la orla de su manto ?invita san Juan Crisóstomo?. Más aún, si queremos, tenemos a Cristo entero, pues su cuerpo está aquí ahora ante nosotros». Y prosigue: «Creed que también ahora tenemos aquí la mesa a la que Jesús se sentó».
Según san Juan Crisóstomo, esa certeza de fe interpela de modo decisivo la responsabilidad de los cristianos, pues la participación en la mesa del Señor no admite ningún tipo de incoherencias: «¡Que ningún Judas se acerque a esta mesa!», exclama el predicador. Y no es un criterio suficiente de dignidad presentarse a la mesa con cálices de oro: «No era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz del que Cristo dio su sangre a los discípulos... ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que él esté desnudo: no lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, si luego permites, fuera de aquí, que él mismo muera de frío y desnudez. El que dijo: ‘Esto es mi cuerpo’, dijo también: ‘Tuve hambre y me diste de comer’, y ‘Lo que no habéis hecho a uno de estos pequeños, no lo habéis hecho a mí’. Así pues, aprendamos a ser sabios, y a honrar a Cristo como él quiere, utilizando las riquezas en beneficio de los pobres. Dios no necesita objetos de oro, sino almas de oro. ¿Qué gana cuando su mesa está llena de cálices de oro, pero él mismo muere de hambre? Primero sacia su hambre, y luego, con lo superfluo, adorna su mesa» (Homilía sobre el evangelio de san Mateo, 50, 3-4: PG 58, coll. 508-509).
Las afirmaciones citadas bastan para demostrar la plena identificación de Cristo con el indigente, constantemente reafirmada no sólo por la predicación de san Juan Crisóstomo, sino también por toda la tradición cristiana; en efecto, antes que cualquier precisión ulterior, vale la declaración de principio: Quien sirve al pobre, sirve a Cristo; quien rechaza al pobre, rechaza a Cristo. De esto seremos juzgados (se alude explícitamente al capítulo 25 de san Mateo). La celebración eucarística que, como afirma san Juan Crisóstomo, lleva a la comunidad cristiana a ese compromiso, tiene una enorme importancia en la sociedad, insertando en su tejido elementos decisivos de discernimiento y conversión. Precisamente esta conversión representa el «culto eucarístico» agradable a Dios, que se prolonga fuera de la misa en la práctica diaria de la caridad.
«Este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio ?concluye el Papa? hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: ‘¡Ven, Señor Jesús!’» (n. 20).
De este modo, el culto eucarístico, lejos de permanecer aislado de la celebración de la misa, se prolonga en la vida del creyente, hasta transformarla totalmente en «pan partido» y en «vino derramado» para la salvación del mundo.

EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA TRADICIÓN ORIENTAL

L’Osservatore Romano, n. 39 - 26 de septiembre de 2003

+ P. Cyril VASIL’, s.j.
Facultad de derecho canónico oriental del Pontificio Instituto Oriental

La encíclica Ecclesia de Eucharistia, entre los diversos puntos doctrinales y disciplinares, recuerda que «la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se ha expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas» (n. 49), es decir, a través de los fenómenos que llamamos el culto, la liturgia, el rito. Esta rica diversificación externa de la celebración del Misterio se percibe de una forma particular en el Oriente cristiano.
En efecto, la identificación de todo el Oriente cristiano y de cada una de las Iglesias orientales con el «rito», entendido principalmente en el sentido de una expresión litúrgica específica, sigue siendo hoy uno de los medios principales a través de los cuales el Occidente ve a las Iglesias orientales. A esa identificación contribuyen los mismos orientales que, cuando se les pide que definan o determinen la característica especifica de su Iglesia, responden que pertenecen a «una Iglesia que celebra la divina liturgia» (Respuesta del patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa Alexis I a una pregunta de un visitante anglicano. cf. Mensuel Service Oecumenique du Presse d’Information, 10 [1977] 7, citado y explicado desde el punto de vista eclesiológico y litúrgico por R. Taft, Oltre l’oriente e l’occidente, Roma 1999, 153).
En este contexto, no resulta exagerado afirmar que la imagen común de las Iglesias orientales, aun siendo multiforme y capaz de asumir los rasgos característicos de cada cultura (cf. Orientale Lumen, 5), se ha expresado a lo largo de los siglos precisamente a través del rito. Eso depende del lugar que ocupa la liturgia en la vida pastoral y eclesial del Oriente cristiano. En efecto, «la Iglesia oriental es ante todo una Iglesia que vela ante Dios, celebrando los misterios de su Hijo en los antiguos ritos transmitidos por los Padres en la fe» (R. Taft, Oltre l’oriente e l’occidente, p. 153). El concilio Vaticano II subrayó esta percepción recordando que «todos conocen también con cuánto amor los cristianos orientales realizan el culto litúrgico, principalmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la gloria futura» (Unitatis redintegratio, 15). El nexo entre la fe profesada y la fe celebrada es tan antiguo como el proverbio: «lex orandi, lex credendi».
La crónica más antigua de la Rus’ de Kiev, Povest’ vremennych let («Crónica de los tiempos pasados») narra la llegada de mensajeros de varias naciones y religiones a la corte de Vladimiro, gran príncipe de Kiev. Cada uno de los enviados, del islam de los antiguos búlgaros, del judaísmo kazajo, de la fe cristiana de los pueblos germánicos y, por último, de los griegos, proponía abandonar el paganismo y pasar a una nueva religión. Después de haberlos escuchado a todos, Vladimiro, insatisfecho de la mera descripción de los contenidos doctrinales de las diversas confesiones, mandó a sabios de su pueblo a ver de cerca cómo servían a su Dios las naciones respectivas. A su regreso, en el año 987, los sabios refirieron que las mezquitas y el culto islámico carecían de «alegría». Luego visitaron las celebraciones de los germanos «sin encontrar belleza alguna». Por último, llegaron a Constantinopla. En aquel lugar, los eslavos de las estepas del Dnieper se quedaron asombrados y extasiados cuando el patriarca de Constantinopla, en el magnífico y sugestivo marco de la basílica de Santa Sofía, «ordenó convocar al clero y celebró según la costumbre el oficio festivo, con las volutas de incienso y la armonía de los cantos y los coros». En efecto, los sabios refirieron a Vladimiro: «Nos llevaron al lugar donde los griegos dan culto a su Dios, y no sabíamos si estábamos ya en el cielo o todavía en la tierra, porque no se encuentra en la tierra una maravilla y belleza semejante, ni sabemos cómo narrar estas cosas; sólo sabemos que allí habita Dios en medio de los hombres».
Esa narración, aunque sea de forma popular y legendaria, expresa muy bien las exigencias religiosas de todos los pueblos y, especialmente, de los orientales. La esencia del relato de la antigua crónica de la Rus’ de Kiev, con la fábula de la «competencia» y de la confrontación entre las religiones, puede verse reflejada, en cierto modo, en las palabras de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, que recuerda cómo en el «esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho la “competencia”. (...) En Oriente el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe» (n. 7).
El concepto de lo sagrado, donde la sencillez de los signos esconde el abismo de la santidad de Dios, encuentra su expresión privilegiada en el banquete eucarístico. Precisamente por eso Pavel Evdokimov sostiene que la liturgia inicia a quien la celebra en el lenguaje mistagógico y lo introduce en el mundo de los símbolos que ayudan a percibir el misterio. El símbolo ?templo, icono, cruz? representa una participación en lo sagrado en su configuración material. Todo es virtualmente sagrado, porque todo se refiere a Dios. El hombre se acostumbra a vivir en el mundo de Dios, en cuyas profundidades descubre un destino paradisíaco, el universo se convierte en liturgia cósmica, en templo de la gloria de Dios.
Lo sagrado revela la pertenencia total a Dios, hasta el punto de que un fragmento del tiempo y del espacio se transforma en manifestación de lo divino (hierofania), aunque siga formando parte del marco empírico. Entre lo sagrado y su soporte material existe una comunión anta lógica, que en la Eucaristía, expresión suprema de lo sagrado, se hace tras-mutación, conversión real, es decir, transubstanciación: el pan y el vino eucarísticos no significan ni simbolizan la carne y la sangre, sino que lo son (cf. P.N. Evdokimov, Teologia della belleza, ed. Paoline, Cinisello Balsamo, Milán 1990, p. 133-134). La Eucaristía revela la naturaleza de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquel que es oferente y ofrenda. Así la Eucaristía anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial, revelando la naturaleza escatológica de la Iglesia (cf. Orientale Lumen, 10).
El templo o edificio del culto es el lugar sagrado por excelencia. El rito mismo de la consagración comienza separándolo del área profana. En el momento de la consagración, el obispo que lleva las reliquias de un santo y enciende la primera luz, representa a Dios, que toma posesión del lugar y lo transforma en su casa. El templo se convierte en puerta que se abre desde la tierra al cielo de Dios. Pero también la arquitectura y la estructura interior del templo siguen «hablando», de acuerdo con «las exigencias de una precisa comprensión del Misterio» (Ecclesia de Eucharistia, 49). En efecto, el arte entra entonces en feliz simbiosis con la fe vivida y celebrada, y en la Eucaristía encuentra un motivo de gran inspiración y el lugar preferido de la realización.
«¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural eslavo?» (ib. 50). En esta tradición, conservada hasta ahora, el templo, partiendo del nártex (atrio de las basílicas bizantinas) que mira hacia occidente, en el espacio amorfo de la oscuridad, se abre y se ensancha la nave central donde se congrega la asamblea de los fieles. La nave, como toda nave, brinda refugio, sirve para transportar y orienta la mirada de la asamblea litúrgica, en una creciente iniciación purificadora, hacia el santuario, hacia el Santo de los santos. Así se subraya que toda la iglesia navega en la dimensión escatológica hacia el Oriente, de donde «surge nuevamente cada día el sol de la esperanza», de donde «regresará nuestro Salvador» (Orientale Lumen, 28).
Una pared de división entre la nave y el santuario ?el iconostasio? con los iconos de los profetas, los Apóstoles y los santos, se halla dominada por el icono de la Oéisis: Cristo pantokrátor, acompañado de la Virgen, Theotókos en oración, y de san Juan Bautista, amigo del Esposo. El iconostasio deja de ser pared de división y se transforma en ventana para contemplar el misterio. Las puertas regias del iconostasio, como recuerdo de las palabras del Señor: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 7), se abren hacia el altar, donde se cumplen en toda celebración eucarística las palabras de Cristo: «Doy mi vida, para recobrarla de nuevo» (cf. Jn 10, 17). El templo es una imagen ideal del cosmos y sus partes indican los diversos grados de acceso a la realidad celestial. San Máximo, en su Poema sobre Santa Sofía de Edesa, describe así el templo: «Es algo maravilloso que, en su pequeñez, el templo sea semejante al vasto universo».
Incluso un asistente ocasional que no esté especialmente instruido en el significado simbólico y místico de cada uno de los elementos percibe que en la celebración litúrgica es difícil quedar indiferentes. Toda la liturgia eucarística es un diálogo entre la asamblea y el celebrante, asistido por el diácono. Ambos se han revestido de los paramentos sagrados, rezando las oraciones correspondientes a cada indumento, con la perspectiva de presentarse ante el Señor con alegría y justicia, como dice la oración que se reza al vestirse el felonion (planeta): «Tus sacerdotes, Señor, se revestirán de justicia y tus santos exultarán de alegría».
El celebrante actúa in persona Christi, mientras que el diácono se transforma en heraldo, mensajero, intermediario entre el Sancta sanctorum y la asamblea. Aunque el diácono pronuncia las letanías ante la puerta regia, para pasar entre el santuario y la nave utiliza las pequeñas puertas laterales del iconostasio. A través de las puertas regias pasa sólo juntamente con el sacerdote, llevando el Evangelio o los dones sagrados al altar. Estos dos «ingresos» van acompañados por las oraciones, que subrayan la dimensión «cósmica» y escatológica de la liturgia, que se realiza siempre en presencia de toda la creación, visible e invisible.
En efecto, en el llamado Pequeño ingreso, el sacerdote reza: «Soberano Señor, Dios nuestro, que en los cielos has constituido legiones y ejércitos de ángeles y arcángeles para servicio de tu gloria, concede que nuestro ingreso vaya acompañado por los ángeles santos que con nosotros concelebran y con nosotros glorifican tu bondad». En el así llamado Grande ingreso, al llevar al altar el pan y el vino que se convertirán en la Eucaristía, toda la asamblea se implica en esta dimensión celestial con el canto: «Nosotros, que místicamente representamos a los querubines y a la Trinidad vivificante, cantamos el himno trisagio, deponemos toda preocupación mundana, para poder acoger al Rey del universo, escoltado invisiblemente por las legiones angélicas».
La alegría, la belleza, el decoro y la solemnidad son signos externos visibles de la fe cristiana celebrada, de la fe en «Dios, que habita en medio de los hombres». Como recuerda la encíclica Orientale lumen, «la oración litúrgica en Oriente muestra gran capacidad para implicar a la persona humana en su totalidad: el misterio es cantado en la sublimidad de su contenido, pero también en el calor de los sentimientos que suscita en el corazón de la humanidad salvada. En la acción sagrada incluso la corporeidad es convocada a la alabanza, y la belleza, que en Oriente es uno de los nombres más apreciados para expresar la divina armonía y el modelo de la humanidad transfigurada, se muestra por doquier: en las formas del templo, en los sonidos, en los colores, en las luces y en los perfumes. La larga duración de las celebraciones, las continuas invocaciones, todo expresa un progresivo ensimismarse en el misterio celebrado con toda la persona. Y así la plegaria de la Iglesia se transforma ya en participación en la liturgia celeste, anticipo de la bienaventuranza final» (n. 11).
La alegría, la belleza y el decoro son elementos que hace mil años conmovieron a los pueblos paganos y los impulsaron a abandonar el culto pagano y a aceptar el mensaje de «Días, que habita en medio de los hombres».
También hoy, al inicio del tercer milenio, las personas buscan la alegría y la belleza, cosas que no se pueden percibir permaneciendo en el ámbito del paganismo antiguo o nuevo. Para estas personas, defraudadas por las mil propuestas del mercado libre de ideas, el decoro y la profunda y mística belleza de nuestras celebraciones litúrgicas puede ser un estímulo a la búsqueda profunda de la verdad para su vida, búsqueda que los deberá llevar a Aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

LAS NORMAS CANÓNICAS EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

L’Osservatore Romano, n. 45 - 7 de Noviembre de 2003

+ P. James J. CONN s.j.
Profesor de derecho canónico en la Pontificia Universidad Gregoriana

En la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia del Jueves santo de este año, el Papa Juan Pablo II trata de reavivar «sentimientos de gran asombro y gratitud» (n. 5) en todos los sacerdotes del mundo, a través de cuyo ministerio Dios hace presente el misterio pascual de Cristo en el don de la Eucaristía que ha hecho a la Iglesia. Las palabras «sentimientos de gran asombro y gratitud» reflejan los «signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10) hacia los que el Santo Padre llama la atención en su encíclica, incluida la participación más consciente, activa y fructuosa de todos los fieles en la celebración de la misa, fruto de la reforma litúrgica del concilio Vaticano II, así como la ferviente adoración del santísimo Sacramento por parte de los fieles, en diversos contextos. Al mismo tiempo, el Sumo Pontífice subraya también «algunas sombras», como son: abusos en la práctica eucarística y confusión en lo referente a la doctrina católica sobre los sacramentos. En particular, advierte que algunas iniciativas ecuménicas han sido contrarias a la disciplina eucarística «con la cual la Iglesia expresa su fe» (ib.).
El hecho de que la disciplina eclesiástica o el derecho canónico expresan la fe de la Iglesia ha sido un elemento constante en la enseñanza de Juan Pablo II. En la constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, con la que promulgó el Código de derecho canónico en 1983, afirmó que el derecho «no tiene como finalidad, de ningún modo, sustituir la fe, la gracia, los carismas y sobre todo la caridad de los fieles en la vida de la Iglesia» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 15), sino que es un medio para establecer un orden en el que esos valores, que mantienen su primacía, puedan desarrollarse con más facilidad.
El derecho canónico, dice Juan Pablo II, debe corresponder a la autocomprensión de la Iglesia, que hoy se manifiesta de modo especial en la eclesiología del concilio Vaticano II. De modo análogo, en la última encíclica, la primacía corresponde a los principios teológicos y espirituales que fundan la fe de la Iglesia en la Eucaristía. Al mismo tiempo, esos valores tienen consecuencias concretas para la vida diaria de la Iglesia y para su práctica eucarística, que el Santo Padre pone de relieve. No hacer lo posible por disipar «las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables» (n. 10) equivale a traicionar la fe y el misterio que celebramos y adoramos en la Eucaristía.
A lo largo de la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Santo Padre se refiere en repetidas ocasiones al Código de derecho canónico de 1983, para la Iglesia latina, y al Código de cánones de las Iglesias orientales, de 1990. Además, en la encíclica se tratan otros puntos que afectan directamente al derecho canónico, aunque en las notas no se haga ninguna referencia específica al Código. En este artículo comentaré las referencias más significativas a cuestiones de índole canónica.

Relación entre sacerdocio y Eucaristía

Entre los documentos a los que hace referencia la encíclica se encuentra la carta Sacerdotium ministeriale de la Congregación para la doctrina de la fe, que declara que «el misterio eucarístico no puede ser celebrado en comunidad alguna sino por un sacerdote ordenado» (n. 29). Aunque esta enseñanza, que tiene su fuente de índole doctrinal definitiva en el IV concilio de Letrán (año 1215), pueda parecer obvia, se repite en la carta mencionada y, sin duda, también en la encíclica, precisamente como respuesta a las nociones erróneas según las cuales no existiría una diferencia notable entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio universal de todos los bautizados, que todos los bautizados son sucesores de los Apóstoles, y que la capacidad de presidir la Eucaristía no viene de un carácter sacramental, sino sólo de un mandato de la comunidad.
La Iglesia católica, en cambio, enseña que con la imposición de las manos y la invocación del Espíritu Santo, los obispos son constituidos sucesores de los Apóstoles y se les encomienda la misión (munus) de Cristo de enseñar, gobernar y santificar (cf. Lumen gentium, 21). Los obispos, a su vez, al administrar el sacramento del orden confieren esta misma función en varios grados (cf. ib., 28). Por esto, los obispos y los presbíteros tienen el poder exclusivo de renovar, en el misterio de la Eucaristía, el acto realizado por Cristo durante la última Cena, y de hacer presente en la Iglesia el misterio pascual hasta el final de los tiempos. A través del carácter sacramental, Cristo configura a sí mismo a los sacerdotes de manera que cada vez que pronuncian las palabras de la consagración no actúan ya en su propio nombre o por un mandato de la comunidad, sino en la persona de Cristo, sumo y eterno sacerdote. Así pues, la Eucaristía, como dice la encíclica, «es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea» (n. 29).
Esta enseñanza de la Iglesia se halla contenida en el canon 900, § 1, del Código de derecho canónico, que dice: «Sólo el sacerdote válidamente ordenado es ministro capaz de celebrar el sacramento de la Eucaristía, actuando en la persona de Cristo». El canon paralelo del Código de cánones de las Iglesias orientales (c. 699, § 1), establece: «Sólo los obispos y los presbíteros tienen la potestad de celebrar la divina Liturgia». Los que no han recibido la ordenación sacerdotal son absolutamente incapaces de realizar ese acto en cualquier circunstancia. Quien viola este principio cae en una pena latae sententiae (Código de derecho canónico, 1378, § 2, 1°; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1443).
Esta distinción entre personas ordenadas y no ordenadas, afirma el Santo Padre, «no significa menoscabo alguno para el resto del pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, es un don que redunda en beneficio de todos» (n. 30). La noción de una igualdad y una diversidad entre los miembros de la Iglesia, con fuentes en las dos constituciones conciliares sobre la Iglesia (cf. Lumen gentium, 32, y Gaudium et spes, 49 y 61) se resume en el canon 208 del Código de derecho canónico: «Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del cuerpo de Cristo». La reafirmación de este principio en la encíclica, en el marco de la Eucaristía, puede contribuir a corregir cierta confusión y una serie de abusos, como por ejemplo la asunción por parte de no ordenados de funciones reservadas a los ministros sagrados, especialmente cuando se trata de determinadas oraciones de la misa y de la plegaria eucarística, a tenor del canon 907 del Código de derecho canónico.

Participación sacramental en ausencia de plena comunión

La norma del canon 900, según la cual el sacerdote es el único capaz de celebrar la Eucaristía no es sólo una cuestión de disciplina eclesiástica; por el contrario, refleja una verdad divina: la conexión inseparable entre el sacramento del orden y el de la Eucaristía. En la encíclica Juan Pablo II llama la atención sobre las consecuencias ecuménicas de esta enseñanza cuando cita las palabras del decreto Unitatis redintegratio (n. 22) del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo, con respecto a las comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica: «Sobre todo por defecto del sacramento del orden, no han conservado la sustancia genuina e integra del misterio eucarístico» (n. 30).
También de esta verdad deriva una norma: aunque las comunidades eclesiales profesen que en la santa Cena «en la comunión de Cristo se significa la vida», el Santo Padre en la encíclica prosigue diciendo que «los fieles católicos, (...) aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la Comunión distribuida en sus celebraciones» (ib.). La razón de esta prohibición es: «para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad» (ib.).
Esta norma disciplinaria puede encontrarse también en el canon 844, § 2, del Código de derecho canónico, que permite a los católicos recibir la Eucaristía (así como el sacramento de la penitencia y el de la unción de los enfermos) «de aquellos ministros no católicos en cuya Iglesia son válidos esos sacramentos». Ese canon impone otras tres condiciones: «En caso de necesidad, o cuando lo aconseje una verdadera utilidad espiritual»; «con tal de que se evite el peligro de error o de indiferentismo»; y que «resulte física o moralmente imposible acudir a un ministro católico».
Las Iglesias en las que son válidos los sacramentos son las Iglesias orientales separadas y las demás Iglesias que, a. juicio de la Sede apostólica, se encuentran en esa misma condición. El Directorio para la aplicación de los principios y las normas sobre el ecumenismo, publicado por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos en 1993 (n. 132), va un poco más allá del canon 844, § 2, cuando dice que, en las mismas circunstancias, los católicos pueden pedir los sacramentos también «a un ministro que, según la doctrina católica de la ordenación, es reconocido como válidamente ordenado». Este documento sugiere que en casos particulares un hombre ordenado válidamente puede celebrar válidamente la Eucaristía en una comunidad eclesial que por sí misma no tiene una Eucaristía válida por la falta más general de órdenes válidas. Pero la encíclica no hace ninguna referencia a este documento. Más aún, parece pronunciar una prohibición absoluta, cuando dice: «Un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido sacramento del orden» (n. 46).
La encíclica indica también otra consecuencia de la doctrina de la conexión inseparable entre órdenes válidas y Eucaristía válida, la cual tiene una importancia ulterior en el marco del ecumenismo. Uno de los requisitos necesarios para que un cristiano no católico pueda recibir la Eucaristía en circunstancias extraordinarias es que tenga la fe católica en el sacramento. En el caso de un fiel de las Iglesias orientales separadas esa fe es evidente; en cambio, entre los cristianos que pertenecen a las diversas comunidades eclesiales, la fe católica en la Eucaristía no se puede dar por supuesta. Entre las muchas dimensiones de la fe católica en los sacramentos de la Eucaristía, la penitencia y la unción de los enfermos, la encíclica indica una en particular como necesaria para su recepción, o sea, la verdad «referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos» (ib.).
En la concepción de la conexión entre órdenes válidas y Eucaristía válida es central la realización de la oración del Señor: que todos sean uno. Esta unidad en sentido más amplio requiere, como dice la encíclica, «la comunión completa en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico» (n. 44), un punto que se vuelve a encontrar en el canon 205 del Código de derecho canónico y en el canon 8 del Código de cánones de las Iglesias orientales. La disciplina de la Iglesia por lo que respecta a los actos de culto en común, especialmente del culto eucarístico (communicatio in sacris), se basa en el doble principio recogido en el número 8 del decreto Unitatis redintegratio: aunque ordinariamente la unidad de la Iglesia debería corresponder a lo que la Eucaristía expresa, la Eucaristía, como medio de la gracia, justifica su recepción, en circunstancias especiales, también fuera del contexto de la comunión plena. En consecuencia, el Concilio enseña que «no es lícito considerar la communicatio in sacris como un medio que puede usarse indiscriminadamente para restaurar la unidad de los cristianos».
Con todo, las circunstancias especiales que justifican la admisión de no católicos a la sagrada Comunión no pueden justificar nunca la concelebración entre sacerdotes católicos y sacerdotes o ministros de otras Iglesias o comunidades eclesiales. Eso está absolutamente prohibido por el canon 908 del Código de derecho canónico y el canon 702 del Código de cánones de las Iglesias orientales, que el Papa cita en la encíclica (cf. n. 44), como normas que corresponden a la doctrina conciliar.
La violación de esta prohibición está sujeta a penas canónicas (cf. Código de derecho canónico, 1365; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1440). Esa concelebración no sólo sería un medio ineficaz para la promoción de la unidad, sino, como explica el Santo Padre en su encíclica, «podría constituir más bien un obstáculo para la consecución de la comunión plena, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe» (n. 44). La encíclica cita la afirmación del decreto Orientalium Ecclesiarum del Vaticano II sobre las Iglesias orientales, según la cual todo acto de culto realizado en común «que daña la unidad de la Iglesia o lleva consigo adhesión formal al error o peligro de desviación en la fe, de escándalo o indiferentismo» (n. 26) es contrario a la ley divina.
Mientras que la celebración y la intercomunión entendida en sentido más amplio sólo puede realizarse tras el restablecimiento de la comunión visible, la admisión a la Comunión de no católicos puede justificarse en casos individuales y excepcionales, y en circunstancias especiales, precisamente, según la encíclica, para «satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, individualmente considerados» (n. 45). Es preciso entender correctamente esas palabras. Los «casos individuales» se refieren a personas identificables, no a un conjunto de personas como tal. «Excepcionales» significa «extraordinarios» con respecto a las situaciones concretas de tiempo y lugar; la admisión de no católicos a la Comunión no puede convertirse en una práctica ordinaria, en una regla. Las «circunstancias especiales» en este contexto son ciertas condiciones bien definidas, objetivas y subjetivas, que se deben verificar.
El Santo Padre cita el canon 844, § § 3-4, del Código de derecho canónico y el canon 671, § § 3-4, del Código de cánones de las Iglesias orientales como fuentes de la disciplina de la Iglesia para la admisión de no católicos a la Comunión eucarística. Los dos Códigos establecen las mismas normas. En los dos cánones citados, el § 3 trata de la admisión de fieles de las Iglesias orientales separadas, y de las comunidades equivalentes a ellas, a la Eucaristía, a la penitencia y a la unción de los enfermos; mientras que el § 4 se refiere a la recepción de esos mismos sacramentos por parte de miembros de comunidades eclesiales. La disciplina con respecto a los primeros es menos complicada. Simplemente requiere que la persona solicite espontáneamente el sacramento (es decir, por propia iniciativa y no por invitación) y que esté debidamente dispuesta (debe tener la recta intención de recibir el sacramento, estar adecuadamente catequizada sobre el mismo, y hallarse en estado de gracia).
Aunque el canon no imponga ninguna otra condición objetiva, el texto conciliar al que la encíclica se refiere sugiere que la solicitud espontánea por parte del no católico de recibir la Eucaristía debería brotar al menos de una necesidad espiritual subjetivamente grave. El Directorio ecuménico advierte que «en tales casos es preciso prestar atención a la disciplina de las Iglesias orientales para sus fieles» (n. 125). Algunas de esas Iglesias prohiben a sus fieles recibir la Eucaristía de un ministro católico.
En el caso de un fiel que pertenezca a comunidades eclesiales, existen más restricciones para la admisión a la Eucaristía. Como circunstancias objetivas especiales, los cánones se refieren a un peligro de muerte u otras situaciones de necesidad que el obispo diocesano o la Conferencia episcopal consideren justificadamente graves. Ese juicio debe tomar la forma de una norma general establecida por el obispo diocesano o por la Conferencia episcopal, después de consultar, como se especifica en el § 5, a la autoridad eclesial implicada. Un ejemplo de esas normas generales es el documento One Bread One Body, publicado en 1998 por las Conferencias episcopales de Inglaterra y Gales, Escocia e Irlanda. Cuando no existen esas normas previas, el obispo diocesano puede juzgar caso por caso. El Directorio ecuménico, sin embargo, prefiere esas normas cuando dice que «se recomienda vivamente que el obispos diocesano (...) establezca normas generales que permitan el discernimiento en situaciones de grave necesidad» (n. 130).
Estas normas pueden determinar también los medios para comprobar si se han cumplido las condiciones subjetivas previstas por los cánones. Dos de estas condiciones son idénticas a las dos que se requieren en el caso de fieles de las Iglesias orientales: la solicitud espontánea y la debida disposición. Con todo, los otros no católicos deben manifestar la fe católica con respecto a los sacramentos que deben recibir, y se requiere que no puedan acudir a un ministro de su comunidad. Esa imposibilidad debe ser física o moral. La verdadera índole extraordinaria de la communicatio in sacris, las numerosas situaciones en las que se han producido abusos, y un sentido mal entendido de hospitalidad y caridad por parte de algunos ministros católicos de la Eucaristía, sugieren que las normas determinen cuáles son los elementos necesarios de la fe católica en los sacramentos y qué constituye la imposibilidad de acceder al ministro no católico.
En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Santo Padre niega la posibilidad de dispensar de estas condiciones, sin duda por su fundamento teológico. Aunque la disciplina parezca exigente, la fiel observancia de estas normas, escribe el Papa, «es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la promoción de la unidad» (n. 46).

La Eucaristía y el estado de gracia

Todo lo que hemos dicho guarda relación con la comunión visible; lo que diremos ahora se refiere a la «comunión invisible» de los fieles con Dios y con la Iglesia, una comunión que puede romperse por un pecado grave y que se restablece con la conversión, ordinariamente con la confesión individual e íntegra y, por consiguiente, con la absolución (cf. c. 960). En la encíclica, el Santo Padre reafirma de forma inequívoca la doctrina perenne de la Iglesia, arraigada en la enseñanza de san Pablo, según la cual el fiel debe estar reconciliado antes de participar en la Eucaristía (cf. n. 36).
La encíclica cita algunos cánones que tratan sobre la relación entre la Eucaristía y el pecado grave, ante todo el canon 916 del Código de derecho canónico y el canon 711 del Código de cánones de las Iglesias orientales (cf. ib.). Estos cánones prohiben que una persona consciente de encontrarse en pecado grave celebre la misa o reciba la sagrada Comunión sin la previa confesión sacramental.
Sólo cuando una razón grave, como la necesidad de los fieles o la protección del escándalo, impulsa a la celebración o la recepción de la Eucaristía, y cuando no hay oportunidad, física o moral, de confesarse, entonces es posible una excepción a este principio. En tal caso, la persona está obligada a hacer un acto de contrición perfecta (arrepentimiento motivado por el amor a Dios) y a confesarse lo más pronto posible. Por consiguiente, mientras que para el perdón con la absolución sacramental basta la contrición imperfecta, (arrepentimiento motivado por el miedo al castigo), para la remisión del pecado sin la absolución sacramental se requiere la contrición perfecta, juntamente con el propósito de confesarse lo más pronto posible (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn, 1452-1453).
La encíclica (cf. n. 37) se refiere también al canon 915 del Código de derecho canónico y al canon 712 del Código de cánones de las Iglesias orientales. Estos cánones, dirigidos expresamente a los que se encargan de la cura de almas, prohiben la admisión a la sagrada Comunión a los que han sido excomulgados o están en entredicho, después de la imposición o la declaración de una pena, «y los que obstinadamente persistan en un pecado grave manifiesto».
Aunque la encíclica afirma que el juicio sobre el estado de gracia se hace en el examen de la propia conciencia, reconoce que la naturaleza pública de las situaciones descritas en los cánones requiere una toma de posición de la Iglesia «en su solicitud pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento» (n. 37). A pesar de que son numerosas las situaciones , en las que se puede persistir obstinadamente en un pecado grave manifiesto –y tal vez debería haber una censura más grave para los que permanentemente oprimen a los pobres o de modo ultrajoso violan los derechos humanos más fundamentales–, la situación descrita en estos cánones a menudo se asocia a la de los divorciados que se han vuelto a casar.
En junio de 2000, el Consejo pontificio para los textos legislativos publicó una Declaración sobre los divorciados que se han vuelto a casar, la cual afirma que la prohibición del canon 915 deriva de la ley divina. Llamando la atención hacia las palabras del canon 712 del Código de cánones de las Iglesias orientales, que dice: «Los públicamente indignos han de ser apartados de recibir la divina Eucaristía», la Declaración afirma que la recepción de la Eucaristía por parte de los indignos constituye, un daño objetivo a la comunión eclesial, es decir, un escándalo que atañe al mismo tiempo a la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Además, la Declaración rechaza las interpretaciones del canon 915 que lo vacían de significado al sugerir que nunca se puede comprobar «la obstinada perseverancia en el pecado grave».

Otras cuestiones canónicas

La encíclica Ecclesia de Eucharistia se refiere a otras varias cuestiones canónicas. Entre ellas se encuentra la exhortación del canon 904 del Código de derecho canónico y del canon 378 del Código de cánones de las Iglesias orientales dirigida a los sacerdotes para celebrar la Eucaristía diariamente (cf. n. 31); el precepto contenido en el canon 1427 del Código de derecho canónico y en el canon 881, § § 1 Y 2, del Código de cánones de las Iglesias orientales, de asistir a la misa el domingo y los demás días prescritos (cf. nn. 30 y 41), incluyendo las situaciones en las que los fieles participan en servicios ecuménicos el domingo (cf. n. 30); y el fenómeno de las celebraciones dominicales en ausencia de sacerdote, descritas en los cánones 230, § 3, y 1248, § 2, del Código de derecho canónico (cf. nn. 32-33).
La encíclica afronta un último punto, importante, que ya tomó en consideración Juan Pablo II en una de sus precedentes cartas con ocasión del Jueves santo, la Dominicae caenae (1980), que trata también el tema de la Eucaristía. Tal vez uno de los puntos más significativos del documento se encuentra en el número 12: los ministros son los administradores a los que ha sido confiado ese bien común de la Iglesia que es la Eucaristía. En efecto, el sacerdote «no puede Considerarse como “propietario” que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien propio de manera que pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto puede, a veces, parecer de mayor efecto; puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que de modo especial debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad».
Este principio, fundado en la constitución Sacrosanctum Concilium (nn. 4 y 22), se encuentra ahora recogido en el Código de derecho canónico, que garantiza a los fieles que «tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos pastores de la Iglesia» (c. 214) y obliga a todos los sacerdotes a observar fielmente las normas y los textos contenidos en los libros litúrgicos (cf. c. 846, § 1). Esa disposición se encuentra también en los cánones 17, 668 § 2 y 674 del Código de cánones de las Iglesias orientales. La encíclica Ecclesia de Eucharistia afirma asimismo: «La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los misterios» (n. 52). Por eso, el Santo Padre hace «una apremiante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística» (ib.).

Conclusión

La índole canónica asignada a este artículo ha impedido una investigación más profunda en el ámbito teológico sobre varios temas de la encíclica. Podemos concluir que, desde el punto de vista disciplinario, el documento no parece cambiar el ordenamiento canónico sobre la Eucaristía. En cambio, el Santo Padre ha subrayado algunas normas del derecho vigente y ha explicado más ampliamente los valores eclesiológicos que las normas canónicas deben expresar, promover y garantizar siempre.
Normalmente, un documento de índole doctrinal, como este, ofrece el fundamento para otros textos que incluyan disposiciones o aplicaciones. Precisamente como, en el inicio de su pontificado, la instrucción Inaestimabili donum trató detalladamente de cierto número de abusos litúrgicos puestos de manifiesto antes en la Dominicae caenae, así nosotros ahora podemos esperar recibir de los dicasterios competentes de la Curia, como prometió el Santo Padre en la encíclica, «un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia» (n. 52).

EN LA ESCUELA DE MARÍA, MUJER «EUCARÍSTICA»

L’Osservatore Romano, n. 47 - 21 de Noviembre de 2003

+ Mons. Angelo AMARO, s.d.b.
Secretario de la Congregación para la doctrina de la fe

María y Eucaristía binomio inseparable

Es un hecho innegable que, tanto en las Iglesias católicas de Oriente como en las de Occidente, el recuerdo de María mediante un icono o una estatua es tan constante y común como la presencia misma de Jesús Eucaristía en el sagrario. Por eso, en el capítulo sexto ?y último? de la encíclica Ecclesia de Eucharistia el Santo Padre quiso dar razón de la presencia de María en la Iglesia que celebra la Eucaristía.
El nexo entre María y la Eucaristía es el vínculo que existe entre la madre y el hijo. Se trata de una relación profunda: «María ?dice el Papa? está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía» (n. 57).
Por eso, el Santo Padre recuerda la experiencia de la primera comunidad cristiana a la espera de Pentecostés, en la que María estaba presente entre los Apóstoles, los cuales perseveraban en la oración, con un mismo espíritu: «Esta presencia suya no pudo faltar, ciertamente, en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos “en la fracción del pan” (Hch 2, 42)» (n. 53).
Los Padres de la Iglesia nos han transmitido innumerables testimonios eucarístico-marianos. Se puede recordar, por ejemplo, la antiquísima inscripción de Abercio, obispo de Hierápolis, en Frigia (fines del siglo II), el más antiguo monumento lapidario que menciona la Eucaristía distribuida por María en la Iglesia. Se trata de un epitafio en veintidós versículos, dictado por el obispo mismo, el cual, en su viaje de regreso de Roma a su patria, encuentra en las diversas ciudades comunidades cristianas que le ofrecen la Eucaristía: «"13" Ella (es decir, la fe) me proporcionó como alimento un pez de agua de manantial, "14" grandísimo, puro, que había pescado una virgen casta. "15" Ella lo daba de comer todos los días a los amigos; "16" ella tenía un vino óptimo y, mezclado, lo daba juntamente con el pan» (cf. G. Bosio, Iniziazione ai Padri, SEI, Turín 1964, v. I, p. 283; también puede verse B. Emmi, La testimonianza mariana nell’epitaffio di Abercio, en Angelicum 46 [1969] 232-302).
Esta «virgen casta» que distribuye a diario el pez (nótese que la palabra griega que significa «pez», era el acróstico de «Jesucristo Hijo de Dios Salvador») grandísimo y puro bajo las especies del pan y del vino, es la Virgen María (así lo interpretan, por ejemplo, H. Crouzel, Les préparations du rapprochement entre Marie, l’Église et l’Eucharistie chez les Péres anténicéens en Études Mariales 36-37 [1979-1980] 38-48; J. Quasten, Patrologia, Marietti, Casale M., vol. I, pp. 154-155).
San Efrén sirio (306-373), en uno de sus himnos, canta así a Maria, la nueva Eva, que dio al mundo a Jesús, presente bajo las especies eucarísticas: «En lugar del fruto amargo que Eva tomó del árbol, María dio a los hombres un fruto dulce. Y he aquí que todo el mundo goza del fruto de María. La Vid virginal dio una uva cuyo dulce vino ha consolado a todos los que lloran» (Himnos sobre santa María, himno 1, 10.14: Monumenta Eucharistica, I, p. 340).

La Eucaristía, misterio de fe

El Santo Padre, citando la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, vuelve a proponer a María como maestra de los fieles en la contemplación del rostro eucarístico de su Hijo divino mediante tres actitudes: la obediencia en la fe, la participación en la pasión y la espiritualidad del Magníficat.
La Eucaristía es, ante todo, una invitación a la obediencia a Jesús en la fe: «Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como esta» (n. 54). María, presente con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas nos invita a tener fe en su Hijo divino, a hacer lo que él nos diga: del mismo modo que Jesús pudo cambiar el agua en vino, también es capaz de convertir el pan y el vino en su cuerpo y su sangre para la vida del mundo.
María vivió la fe eucarística antes aún de la institución de este sacramento, puesto que la Eucaristía está en continuidad con el misterio de la Encarnación, del que es extensión y realización: «María concibió en la Anunciación al Hijo divino, en la realidad también física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor» (n. 55). Por eso, existe una profunda analogía entre el fiar de la santísima Virgen y el amén del fiel en la Comunión, el cual está llamado a «creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino» (ib.).
María anticipó también la fe eucarística de la Iglesia desde que, en el misterio de la Visitación, se convirtió en «tabernáculo» vivo del Hijo, todavía invisible a los ojos de los hombres, ofreciéndolo a la adoración de Isabel: «y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido (...) ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística? (ib.).
Por esto, san Juan Crisóstomo comparaba el pesebre de Belén con la mesa eucarística: «¿Cómo es posible que mientras los Magos, que eran paganos y extranjeros, acudieron desde Persia para ver al Señor recostado en el pesebre, tú, en cambio, que eres cristiano, no logras sacar ni siquiera un poco de tiempo para gozar de este espectáculo gozoso? Sí; si nos acercamos con fe, ciertamente lo veremos recostado en el pesebre. Pues bien, esta mesa (eucarística) ocupa el lugar del pesebre» (Panegírico sobre san Filogonio obispo, homilía 6, texto citado en G. Di Nola, La dottrina eucaristica di Giovanni Crisostomo, LEV, Ciudad del Vaticano 1997, p. 59).
Una segunda actitud eucarística que nos enseña María es la del sacrificio. Desde la presentación de Jesús en el templo hasta el Calvario, María vive una especie de comunión espiritual anticipada de deseo y de ofrenda, que culminará en la unión con su Hijo tanto en la pasión como en las celebraciones eucarísticas pospascuales presididas por los Apóstoles. Aquel cuerpo ofrecido en sacrificio y ahora presente en las especies sacramentales del pan y el vino es el mismo cuerpo que ella concibió por obra del Espíritu Santo. Al recibir la Eucaristía, María vuelve a acoger a Jesús en su seno, reviviendo con él el sacrificio de la cruz.
Pero en el memorial del Calvario está presente también la entrega que Jesús hizo de cada uno de nosotros a María: «He aquí a tu madre» (Jn 19, 27). Por tanto, el sacrificio eucarístico implica este don mariano. A ejemplo de Juan, el fiel debe acoger en su casa a aquella que nos fue dada como Madre: y esto significa «asumir, al mismo tiempo, el compromiso de configurarnos con Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella» (n. 57).
Una tercera actitud que, según el Papa, nos enseña María es la de la espiritualidad del Magníficat, pues la Eucaristía es un cántico de alabanza y acción de gracias: «En la Eucaristía la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María» (n. 58). En el Magníficat, María, además de recordar las maravillas que ha realizado el Señor en la historia de la salvación, anuncia tanto la maravilla que las supera a todas, la Encarnación redentora, como el cielo nuevo y la tierra nueva, «que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su “designio” programático» (ib.). La espiritualidad eucarística del Magníficat nos lleva a la dimensión escatológica, dirigiendo nuestra mirada hacia la Jerusalén celestial.

«Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!»

La dimensión mariana de la Eucaristía ha constituido, desde siempre, una prueba de ortodoxia doctrinal: el cuerpo eucarístico de Cristo es el mismo cuerpo que fue formado en el seno de la Virgen María y que nació de ella. Esta solemne verdad fue reafirmada, por ejemplo, en la profesión de fe de Berengario de Tours, realizada el 11 de febrero de 1079: «Yo, Berengario, creo de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten sustancial mente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro Señor, y que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que, ofrecido por la salvación del mundo, estuvo pendiente en la cruz y está sentado a la diestra del Padre» (Denz. n. 700). Por eso, la tradición litúrgica canta a Jesús Eucaristía llamándolo «fruto de un vientre generoso, dado a nosotros, nacido por nosotros de una virgen intacta» «fruto de un vientre generoso, dado a nosotros, nacido por nosotros de una virgen intacta» («Fructus ventris generosi. Nobis datus, nobis natus ex intacta Virgine». Cf. Santo Tomás de Aquino, Opuscoli spirituali, ESD, Bolonia 1999, p. 300).
La Eucaristía es el don de María que, al aceptar libremente su maternidad divina, se convierte en la morada del Pan de vida, en la tierra inmaculada que produce la espiga que alimenta el universo, en el paraíso espiritual donde brotó el árbol de la vida, cuya dulzura vivifica a los que participan de él (cf. T. Minisci, Il rito bizantino, en: Academia Mariana Internationalis, Alma Socia Christi, vol. VI?Fasc. 1: De B.V. Maria et SS.ma Eucharistia, p. 66; J. Hajjar, Le rife melkite, ib., p. 69). Se trata de imágenes comunes en las liturgias orientales. San Gregorio de Narek, el gran doctor de la Iglesia armenia, canta así a María: «Si no se hubiera desarrollado de ti la rama celestial, nuestros labios no habrían gustado su fruto, es decir, la Eucaristía» (citado en G. Kaftaandjian, Il rito armeno, ib., p. 73).
En la Iglesia caldea se celebran tres fiestas en honor de la santísima Virgen: la llamada «fiesta de las semillas», que se celebra el segundo día después de Navidad; la «fiesta de las espigas», el 15 de mayo; y la «fiesta de las viñas», el 15 de agosto, solemnidad de la Asunción. Es sugestivo el significado eucarístico de estas fiestas marianas, tal como lo ilustra una antigua tradición que se remonta a san Juan evangelista: «María protege de la corrupción terrena las semillas de trigo en diciembre, y cuando han crecido y madurado, en el mes de mayo, las defiende de los insectos y las riega con la lluvia, porque con estos granos se confecciona el pan para la Eucaristía; luego, en el mes de agosto, en la fiesta de su Asunción al cielo, bendice las viñas, porque de ellas se produce el vino que, juntamente con el pan, sirve para el sacrificio de la misa» (G. Nissan, La liturgia caldea, ib., p. 77).
En la liturgia melkita, la santísima Virgen no sólo es considerada el sagrario viviente del Verbo encarnado, sino también el altar místico del pan verdadero y vivificante, que nos proporciona el santo alimento (cf. J. Hajjar, Le rite melkite, ib., p. 69). La liturgia etiópica tiene anáforas eucarísticas marianas para confirmar que la mediación de María se ejerce también con respecto al don más grande de Jesús a la humanidad, como es precisamente el sacrificio eucarístico, que se nos ofrece cada día por intercesión de la santísima Virgen (Abba F. Abraha, La liturgia etiopica, ib., p. 69).

María, «odigitria»

Al dedicar un capítulo entero a la presencia de María en la Iglesia que celebra la Eucaristía, el Santo Padre no hace más que explicitar lo que había dicho de modo muy sintético en su encíclica mariana a propósito de la maternidad espiritual de la santísima Virgen: «Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete –celebración litúrgica del misterio de la Redención–, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente. Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, y en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía» (Redemptoris Mater, 44).
En otras palabras, María es la odigitría. Tiene la función carismática de guiar a los fieles a Jesús Eucaristía. Por esto, la devoción popular mariana, que se manifiesta a menudo con la peregrinación a santuarios marianos y las visitas a las iglesias marianas, desemboca en los sacramentos de la reconciliación y la Eucaristía.
María no sólo ofrece a Jesús niño a la contemplación y adoración de los pastores y de los Magos en Navidad, sino que, además, como Madre deja Iglesia, presenta a los fieles a su Hijo Eucaristía para que lo adoren y se alimenten de él cada día durante su viaje terreno. Guiado por María, el «sensus fidelium» se transforma en «sensus eucharisticus». Dice san Buenaventura: «Como por María se nos dio este sacratísimo cuerpo, así por sus manos debe ofrecerse y por sus manos debe recibirse en el sacramento» (Sermo de Ss.mo corpore Christi, en Opera omnia, 5, p. 559).

La celebración artística

La relación entre el misterio de la Encarnación y la Eucaristía mediante la mediación de María es una constante también en la tradición artística, sea de Oriente sea de Occidente. Aludimos brevemente a algunas representaciones. En el Museo cristiano Vaticano se expone una cruz eucarística, de plata repujada, del siglo IX. María está presente en las tres escenas reproducidas en el brazo horizontal: el milagro de Caná, la institución del Sacramento y la distribución de la Eucaristía por parte de Jesús. Una miniatura del siglo IX de un códice latino (Cod. Lat. 39 de la Biblioteca apostólica Vaticana) representa a la Virgen en trono con el Niño Jesús en su brazo: ambos, Madre e Hijo, sostienen el mismo pan eucarístico.
Un fresco en la bóveda de la iglesia de Klérant (Bressanone), del siglo XV, representa a Eva que ofrece a la humanidad el alimento de muerte, mientras que María da la Eucaristía, el pan de vida. También se remonta al siglo XV una tela, actualmente en el Museo de Cluny (Francia), que representa a la Virgen del trigo: a María se la llama el valle donde crece el trigo del pan de vida.
Sandro Botticelli es el autor de la famosa Virgen de la Eucaristía (actualmente en el Museo Gardner, de Boston): la Virgen, que con la mano izquierda sostiene al Niño, apoya su mano derecha en un cesto de uvas y espigas, que ofrece un ángel. Menos conocida, pero igualmente significativa, es la Inmaculada eucarística del pintor ecuatoriano Miguel de Santiago (siglo XVII), presente, por ejemplo, en la iglesia de San Francisco en Quito (actualmente en el museo anexo). La santísima Virgen sostiene el ostensorio con la hostia consagrada y lo presenta a la humanidad, bajo la mirada de la santísima Trinidad. Del mismo modo que en Belén mostró al mundo al Hijo encarnado, así ahora presenta a toda la humanidad al Hijo eucarístico (cf. A. Moreno Proaño, Tesoros artísticos, Museo Filanbanco, Guayaquil-Quito 1983, p. 15).
En el siglo XIX, en Roma, el pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867) pintó varios cuadros de la Virgen adorando la hostia consagrada. Pero su cuadro más famoso se encuentra en el museo del Louvre. Se lo encargó, en 1854, el ministro del Interior de Francia. El cuadro se llama: La Virgen de la Hostia, y representa a María en actitud de oración ante el cáliz con la hostia consagrada.
A partir de noviembre de 1999, en la capilla Redemptoris Mater de la Ciudad del Vaticano, se puede admirar, en el mosaico de la pared de la Encarnación, una escena eucarístico-mariana muy simbólica. En el Calvario, Jesús en la cruz es sostenido por el abrazo compasivo de María, su madre. La originalidad de la representación consiste en la figura de María que, abrazando fuertemente a su Hijo, recoge en sus manos la sangre y el agua, símbolo de los sacramentos de la Iglesia y sobre todo de la Eucaristía. Se trata de una escena común en las representaciones medievales: María, madre de Jesús e imagen de la Iglesia, con el cáliz recoge del costado abierto de su Hijo la sangre y el agua del sacrificio eucarístico, fuente de redención universal (cf. La Cappella «Redemptoris Mater» del Papa Giovanni Paolo II, Librería Editora Vaticana, Ciudad del Vaticano 1999, p. 73, fig. 49).
En el magisterio del Santo Padre el aspecto mariano de la Eucaristía no es algo opcional, una devoción, sino una realidad bíblica y teológica que ha alimentado la gran tradición de la Iglesia y que llega hasta nosotros con su perenne esplendor: «En el sacramento de la Eucaristía –decía el Papa al preparar el gran jubileo del año 2000– el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (Tertio Millennio Adveniente, 55).

EL DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

L’Osservatore Romano, n. 52 - 26 de diciembre de 2003

+ D. Manija SODI, s.d.b.
Decano de la facultad de teología de la Universidad Pontificia Salesiana

Para comprender adecuadamente la encíclica Ecclesia de Eucharistia de Juan Pablo II, conviene situar su contenido en el variado cauce de una serie de documentos sobre el misterio eucarístico emanados por la Iglesia. Sobre todo en el segundo milenio de la fe cristiana, el Magisterio ha realizado intervenciones de muchos tipos, con el fin de ayudar a captar aspectos particulares o generales acerca de la Eucaristía, que es «lo más valioso que la Iglesia puede tener en su camino por la historia» (n. 9).
El siglo XX, en el que se desarrolló un amplio movimiento litúrgico, ya ha pasado a la historia como el siglo de la Eucaristía, en el sentido de que el progresivo redescubrimiento de la participación en los sagrados misterios ha hecho que se profundizara en su celebración bajo diversos aspectos (encíclicas, instrucciones, documentos varios, etc.). La confluencia de este río de ideas y hechos se realizó en la reforma más profunda y radical que la historia de la liturgia haya conocido jamás, la que impulsó el concilio Vaticano II. Podemos afirmar que desde la constitución Sacrosanctum Concilium en adelante con la reforma litúrgica se ha escrito sin duda la página más amplia y elocuente acerca de la Eucaristía.
En esta línea, la constitución Sacrosanctum Concilium –considerada en su totalidad, sobre todo a partir de los principios enunciados en el amplio capítulo primero– reabrió algunos horizontes. Después, la encíclica Mysterium fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965) y sobre todo la instrucción Eucharisticum mysterium de la Congregación de Ritos (25 de mayo de 1967) pusieron las bases para una renovación de la celebración y del culto, y, por consiguiente, de la vida litúrgica (celebración, culto, catequesis, pastoral, espiritualidad) con una visión global que encontró luego una actualización coherente en los libros litúrgicos, particularmente en el Misal, en el Leccionario y en el rito del culto eucarístico. Las Introducciones a estos libros (especialmente al Misal y al Leccionario) son las que ofrecen la síntesis más amplia y detallada de lo que la Iglesia celebra y, por tanto, cree y vive.
Las sucesivas intervenciones no han hecho más que proponer profundizaciones, precisiones, llamadas de atención sobre puntos específicos de teología, de disciplina, de orientación pastoral. Pensemos, a este respecto, en la dimensión pedagógica actuada en los tres años de preparación para el gran jubileo y estructurada según la lógica del Año litúrgico, y, en cualquier caso, orientada totalmente al Año jubilar como «año intensamente eucarístico». Con todo, la pedagogía implicada en esa línea ponía de relieve la idea de que todo Año litúrgico es un año jubilar y, por consiguiente, un año profundamente eucarístico. Precisamente por eso la carta apostólica Novo millennio ineunte impulsó el proyecto, afirmando que «hace falta poner el máximo empeño en la liturgia» (n. 35) y, particularmente, en la Eucaristía dominical.
La encíclica Ecclesia de Eucharistia quiere situarse en esta gran corriente con una finalidad muy precisa: captar la relación entre la Eucaristía y la Iglesia, para sacar algunas conclusiones, de modo que precisamente a través de la celebración de la Eucaristía se presente más claro y elocuente el rostro de la Iglesia. En este sentido, la encíclica no trata exhaustivamente los diversos aspectos del misterio. Tanto el teólogo como el agente pastoral deberán tener necesariamente en cuenta también otros aspectos propios de la celebración, con vistas a una propuesta educativa más global y unitaria.
¿Por qué prestar una atención renovada al misterio eucarístico? Y, ¿por qué se han puesto de relieve sólo algunos aspectos? La respuesta se halla en una visión más amplia de la problemática, que sin duda no puede abarcarse en un documento, pero que, de cualquier modo, ese documento propone a la atención de la comunidad eclesial. Entre los diversos aspectos tratados, el capítulo quinto versa sobre el «decoro de la celebración eucarística». ¿Por qué esta atención?

El decoro remite a valores esenciales

El término «decoro» deriva de la palabra latina decorus, en su acepción de «conveniente». Ya en el lenguaje de Cicerón encontramos la expresión: «Color albus praecipue decorus deo est» –El color blanco es muy adecuado para el culto»–. Pero el término decorus significa también «adornado, bello, hermoso, elegante, magnífico». Este adjetivo remite al sustantivo decor (el cual, a su vez, hace referencia a deceo, usado en la forma impersonal decet) para indicar lo que es conveniente o decoroso; para indicar ornamento, gracia, belleza, nobleza. Por tanto, el adverbio decore se usa para caracterizar decorosamente, convenientemente, artísticamente, una realidad.
Analizando el desarrollo semántico del término, considerado en sus diversas acepciones, se deducen dos líneas de significado. En primer lugar, el término denota una actitud de dignidad que, en el aspecto, en los modales, en el actuar, conviene a la condición social de una persona o de una clase de personas (vivir, comportarse, vestir... con decoro), como también el decoro de la lengua, del estilo, del arte. En segundo lugar, el término alude al sentimiento de la propia dignidad, a la conciencia de lo que conviene y es debido al propio grado, a la propia función o condición (cf. la expresión: «no tener decoro...»). En esta misma línea el Código de derecho canónico de 1917, en el canon 124, hablaba del «decoro clerical», presentándolo como un ideal de mayor santidad interior, y como carácter de comportamiento exterior ejemplar que, en virtud de su alta profesión, los clérigos deben realizar en comparación con los laicos.
Estos son algunos de los principales aspectos que entraña el término, el cual, a lo largo del tiempo, entró con pleno derecho en la pluralidad de lenguajes que estructuran en particular la compleja realidad litúrgica y celebrativa. Precisamente en esta línea, ese término se halla presente en numerosos documentos, sobre todo en la eucología del Misal Romano. Por consiguiente, si el término se encuentra ya en el título del capítulo quinto de la encíclica, es porque puede ser valorado para impulsar una perspectiva educativa con vistas a una comprensión y sobre todo a la celebración del misterio eucarístico, en cuanto que «la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones» (n. 10).
Así pues, en esta línea, aunque el término –tal como la gente lo entiende, según se refleja en el lenguaje de cada día– pueda parecer algo pasado de moda, de hecho en el contexto del culto no tiene equivalentes o sinónimos que puedan expresar la referencia a valores esenciales como los que se transmiten, expresan y realizan en la celebración eucarística. En esta perspectiva se sitúan las reflexiones que siguen.

Celebrar con decoro

El número 47 de la encíclica introduce la reflexión sobre el decoro de la celebración remitiéndose a lo que aconteció en los últimos días anteriores a la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Las referencias a la unción de Betania y al esfuerzo por preparar esmeradamente una gran sala necesaria para consumar la cena pascual, constituyen una ayuda para comprender –pero antes aún para establecer– el criterio que estuvo y está en la base del estilo de la Iglesia, la cual «se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio» (n. 48). Y lo ha hecho dejándose guiar por una lógica que la encíclica precisa inmediatamente después: «Aunque la lógica del ‘banquete’ inspira familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta ‘cordialidad’ con su Esposo, olvidando que él es también su Señor y que el ‘banquete’ sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota» (ib.).
La encíclica explica luego esas afirmaciones generales refiriéndose a una «serie de expresiones externas –leídas siempre como expresión de ‘una actitud interior de devoción’– orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra» (n. 49). En esta línea se hace referencia explícita A] al arte y a su rico patrimonio, que, surgido de la Eucaristía, «ha tenido una fuerte incidencia en la ‘cultura’, especialmente en el ámbito estético» (ib.) a la construcción y decoración de los edificios sagrados, así como a las artes figurativas y a la música, consideradas como «espacio» para «expresar adecuadamente el misterio captado en la plenitud de la fe de la Iglesia» (n. 50); C] a los desafíos siempre presentes en el entramado eclesial, vinculados a la tarea de adaptación y de la inculturación; y D] a la responsabilidad y las competencias de quienes están llamados a presidir la celebración eucarística in persona Christi.
Estos cuatro ámbitos que señala la encíclica no agotan todos los aspectos que implica el «decoro» según el sentido que tiene en el lenguaje celebrativo, pero llaman la atención hacia los contenidos de los «instrumentos» que están ordinariamente al servicio de la celebración. En efecto, el educador sabe que el tratado más completo y exhaustivo –incluso desde la perspectiva específica que estamos desarrollando– es el que encontramos en las Introducciones a los libros litúrgicos y, de modo particular, en el Proemio al Misal, al Leccionario, al rito del Culto eucarístico, y a la Liturgia de las Horas.
Los Principios y normas que regulan el uso del Misal Romano comienzan con esta afirmación: «El Señor, cuando iba a celebrar la cena pascual, en la que instituyó el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, mandó preparar una sala grande, ya dispuesta. La Iglesia se ha considerado siempre comprometida por este mandato, al ir estableciendo normas para la celebración de la Eucaristía relativas a la disposición de las personas, de los lugares, de los ritos y de los textos. También las normas actuales (...) constituyen una nueva demostración de este interés de la Iglesia, de su fe y de su amor inalterable al sublime misterio eucarístico, y testifican su tradición continua y homogénea» (n. 1).
Desde esa afirmación de principio se desarrolla toda la arquitectura del contenido de la Premisa, orientada a facilitar la participación en el misterio eucarístico con atenciones específicas a los ámbitos y lenguajes que se hallan implicados de modo diverso y por diferentes motivos.
El educador que quiera asimilar el lenguaje de la celebración como expresión de una participación plena en el Misterio debe necesariamente tener en cuenta esos contenidos. Allí encontrará elementos valiosos para comprender los diversos aspectos del lenguaje celebrativo; detalles peculiares para activar un lenguaje musical que «cante» la fe; orientaciones elocuentes para embellecer el templo; ideas plausibles para una nueva estética, que salve a la Iglesia del tercer milenio del peligro de lo trivial; advertencias específicas para una comunicación litúrgica que respete las leyes de la comunicación; indicaciones pedagógicas para usar el Misal de forma que esté al servicio del Misterio y de la asamblea. Y todo esto desde la perspectiva de un «espacio celebrativo» considerado en su totalidad: en su preparación (antes), en su realización (durante) y en la relación con la vida de cada día (después); tres momentos de una sola realidad.

Antes, durante y después: una celebración decorosa

La celebración es un acontecimiento en el que, en la lógica del memorial (cf. n. 12 y passim) y por la fuerza del Espíritu Santo, se hace actualmente presente –«una presencia especialísima» (n. 15)– el sacrificio único de Cristo redentor. El acontecimiento se realiza entrelazando el centro de la historia de la salvación –aquel mysterium paschale al que se alude en el número 2 de la encíclica– con la vida del creyente, según el ritmo del tiempo (Año litúrgico) y las etapas de la vida (sacramentos). Si el acontecimiento de «la representación sacramental (...) del sacrificio de Cristo» (n. 15) es «puntual», es diverso el modo de vivirlo cuando está positivamente condicionado por un antes y un después celebrativo. Por tanto, en esta línea, pueden tener sentido las anotaciones que siguen, con el fin de comprender más a fondo la «misteriosa contemporaneidad entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos» (n. 5).

El «antes» celebrativo

La gracia, la belleza y la nobleza del acontecimiento celebrativo no se improvisan: exigen una actitud previa que conlleva algunas atenciones específicas. En efecto, una celebración, para ser digna de su «contenido», requiere una preparación, una formación y una actitud.
La preparación inmediata implica tener en cuenta lo que el libro litúrgico ya indica y recuerda al inicio de toda estructura ritual; la improvisación en la celebración es el signo elocuente de una actitud no conforme al mandato del Maestro, el cual, como hizo para la última Cena, siempre pide a su Iglesia que prepare los corazones, los lugares, los ritos, los textos... para una experiencia plena de él.
Sólo es posible contextualizar de modo adecuado la preparación inmediata si esta es la expresión de una formación más amplia y sólida, que ayude a comprender el significado y, por tanto, el papel de las diversas competencias que se deben actuar en la animación. Como en el antiguo Caeremoniale episcoporum se indicaban los textos esenciales para la formación del maestro de la celebración, hoy esos contenidos se encuentran recogidos –y con mayor abundancia y pertinencia– en las Introducciones a cada uno de los libros litúrgicos. Consultándolas, se descubren todos los elementos que contribuyen a hacer que una celebración sea «decorosa», es decir, digna de su nombre.
La preparación y la formación generan una actitud: la actitud típica de quien se acerca al libro litúrgico como instrumento para la celebración y para la vida, de modo que la celebración sea una experiencia cada vez más plena de la vida del Resucitado. Una actitud que se concreta, además, en opciones que ya disponen a la celebración, como enseñaba san Carlos Borromeo a sus presbíteros: «Algún otro se queja de que, cuando va a (...) celebrar la misa, al momento le acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero este, antes de (...) celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía?, ¿cómo se ha preparado?, ¿qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención?».

El «durante» celebrativo

El momento más complejo de la experiencia del Resucitado –presente en la Palabra, en la asamblea, en quien preside y sobre todo en los signos sacramentales (cf. Sacrosanctum concilium, 7)– es el constituido por la acción ritual. La gran variedad y riqueza de sus elementos no permite ejemplificar con detalle, pero remite a las atenciones que exigen las secuencias rituales en que están estructuradas las cuatro partes de toda celebración y, en particular, de la celebración eucarística.
Es decorosa una celebración cuando los Ritos iniciales cumplen su función de «introducir» y no se prolongan de modo excesivo, hasta el punto de quitar equilibrio y proporción a los demás momentos. La animación desempeña un papel determinante para que todo se pueda concentrar en el elemento más importante, es decir, en la oración «colecta».
Es decorosa una celebración cuando los diversos elementos de la Liturgia de la Palabra se viven de forma que reflejen (y respeten) el movimiento de diálogo dentro del cual se mueve la relación entre Dios y su pueblo. Todos estos elementos, desde la primera lectura hasta la oración de los fieles, tienen una lógica, orientada a una experiencia personal y comunitaria de la palabra de Dios, que encuentra en la liturgia eucarística su plena actuación.
Es decorosa una celebración cuando el conjunto de la Liturgia eucarística refleja de modo armónico lo que los evangelios han sintetizado con las palabras: «tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio...», y la liturgia eucarística actualiza desde la preparación de los signos sacramentales hasta la participación en la mesa del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Es decorosa una celebración cuando los Ritos de conclusión –aunque sea dentro de su típica brevedad– confirman la experiencia del misterio celebrado para que se actualice en la vida, a ejemplo de María, «mujer ‘eucarística’».

El «después» celebrativo

Los efectos de una celebración «decorosa» se perciben en la vida cuando el mensaje de la homilía impregna la formación de la conciencia; cuando el tiempo que se puede dedicar al culto eucarístico se busca como espacio de una oración personal más intensa; cuando se realizan celebraciones dominicales en ausencia de presbítero, para sostener a la comunidad en su camino de fe y de vida; cuando la atención a los enfermos hace que estos no se vean privados de la comunión «sacramental» a través del servicio de los ministros extraordinarios de la Eucaristía; cuando a la comunidad se le recuerda, de vez en cuando, el significado del Viático; cuando se ayuda al fiel a experimentar en la Liturgia de las Horas la actitud de acción de gracias y de súplica que tiene su cumbre y su fuente en la misma celebración de la Eucaristía; en una palabra, cuando se comprende y vive la Eucaristía como «el sacramento por excelencia (sacramentum sacramentorum)».

Entre decoro y vida eucarística

Celebrar con decoro es, por consiguiente, situarse en una actitud eclesial que permita participar en el Misterio, favoreciendo así una auténtica experiencia mística. Es posible alcanzar esta meta cuando se facilita el conocimiento y la valoración de todos los lenguajes –son los más variados y completos que puede ofrecer la experiencia cristiana– «propios» de la celebración, orientados «a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra» (n. 49).
Educar en la lógica y en los contenidos de esos lenguajes es el desafío que interpela la formación en los diversos niveles de competencia: desde la formación litúrgica de los futuros presbíteros hasta la de los diferentes animadores de la comunidad, también como fruto de un método teológico como el que describe el número 16 del decreto conciliar Optatam totius. Esas directrices del Concilio, que aún es preciso comprender y actuar, encierran e impulsan una propuesta de síntesis que cuando comience a ser patrimonio de la cultura teológica y de la formación pastoral y catequística, será realmente eficaz con vistas a una vida eucarística.
El resultado no se verá en una celebración «más decorosa» aún, sino en una acción litúrgica que, mientras sintetiza con su lenguaje simbólico la vida del fiel orientada a la Pascua de Jesucristo, introduce a un lenguaje teológico que llega a una síntesis entre lex credendi y lex vivendi a través y en el contexto de la lex orandi. En esta lógica –y de esta forma podemos concluir también a la luz de la lección de toda la Tradición– la Ecclesia seguirá desarrollándose en el tiempo porque paschali nascitur de mysterio y de Eucharistia vivit.