TESALONICENSES I

1Ts 1, 1. El encabezamiento se ajusta al modelo habitual de la época: consignación del autor, mención de los destinatarios, y palabras de saludo.
En el remitente figuran junto al nombre de Pablo los de sus colaboradores Silvano y Timoteo. El tono es entrañable, pero no es el de una simple carta de familia, sino el de un escrito autorizado en el que, según las normas legales (cfr. Dt 17, 6), dos testigos avalan su contenido. San Pablo, lo mismo que en otras ocasiones (2Ts, Flp, Flm), no emplea el título de Apóstol, pues la sola mención de su nombre hace valer su autoridad. Silvano es el mismo Silas de quien los Hechos de los Apóstoles dicen que era «profeta» y «destacado entre los hermanos» de Jerusalén (cfr. Hch 15, 22.32); aquí aparece con la transcripción latina de su nombre griego. Había colaborado con San Pablo en la evangelización de Tesalónica, de modo que era bien conocido por los fieles de esa ciudad (cfr. Hch 17, 4). Timoteo era hijo de padre gentil y madre judía convertida al cristianismo; San Pablo lo instruyó en la fe al pasar por Listra en su segundo viaje, y desde entonces siempre fue un fiel colaborador. Cuando San Pablo escribe esta carta, Timoteo había llegado a Corinto, procedente de Tesalónica, con buenas noticias sobre la satisfactoria situación espiritual de aquella iglesia (cfr. 1Ts 3, 6).
La carta se dirige a la «iglesia de los tesalonicenses». La palabra griega ekklesía significa «asamblea, reunión del pueblo», y fue empleada desde la época apostólica para designar a la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. De este versículo parte Santo Tomás para definir la Iglesia como «la congregación de los fieles realizada en Dios Padre y en el Señor Jesucristo, por la fe en la Trinidad y en la divinidad y humanidad de Cristo» (Comentario sobre 1Ts, ad loc.). «Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y la paz, y la constituyó como Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica» (Lumen gentium, 9).
«La gracia y la paz sean con vosotros»: Es una fórmula de saludo usual de San Pablo, que expresa el deseo de que alcancen la plenitud de los bienes sobrenaturales. Véase nota a Rm 1, 7.

1Ts 1, 3. La vida interior está afianzada sobre el ejercicio de las virtudes teologales, ya que «la fe estimula a obrar el bien, la caridad ayuda a soportar las fatigas, y la esperanza hace resistir con longanimidad a quienes deben luchar» (Severiano de Gábala, Com. a 1Ts, ad loc.).
La fe se ha de reflejar en el comportamiento, porque «la fe sin obras está muerta» (St 2, 26). Como enseña San Juan Crisóstomo: «La creencia y la fe se prueban por las obras; no diciendo que se cree, sino con acciones reales, cumplidas con perseverancia y con un corazón encendido de amor» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).
Manifestación de caridad es el empeño en el servicio a los demás, realizado por amor a Dios. Quien vive bien esta virtud sabe poner en cada caso el esfuerzo que sea preciso, y no rehuye el sacrificio ni la fatiga.
La esperanza es una virtud que «hace sostener con paciencia las adversidades» (Comentario sobre 1Ts, ad loc.). San Pablo recomienda estar «alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación» (Rm 12, 12), pues la esperanza inunda el alma de alegría y da fortaleza para superar por amor de Dios todas las dificultades.

1Ts 1, 4. Todos los hombres son «amados por Dios» y, como hace notar Santo Tomás, «no sólo de modo común por haber recibido el ser natural, sino especialmente por haber sido llamados a los bienes eternos» (Comentario sobre 1Ts, ad loc.). En efecto, el fin último del hombre es la felicidad, y este fin no lo encuentra de modo absoluto ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la salud, ni en la satisfacción de la sensualidad, sino en el conocimiento y el amor de Dios. Puesto que Dios elevó al hombre al orden sobrenatural, también le puso un fin de ese orden, que consiste en «ver claramente a Dios mismo, trino y uno, tal como es» (Conc. de Florencia, Laetentur coeli).
El hombre, privado de la gracia santificante como consecuencia del pecado original y de sus pecados personales, no podía alcanzar un fin que excede a sus propias fuerzas naturales. Pero Dios nos ama tanto que se ha dignado hacernos aptos para «participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col 1, 12-13). Así pues, quienes han recibido la predicación del Evangelio y los frutos de la Redención por medio del Bautismo y los demás sacramentos, son objeto de una peculiar «elección» divina. «Elección» no es lo mismo que «salvación», pues la elección es una iniciativa divina previa al logro de la salvación. Para salvarse hace falta secundar esa acción de Dios, correspondiendo libremente a la gracia.

1Ts 1, 5. San Pablo recuerda que el objeto de su predicación es el «evangelio», anunciado por los profetas (cfr. Is 40, 9; Is 52, 7; Is 60, 6; Is 61, 1) y realizado en la Encarnación del Verbo y en su obra salvífica. El Apóstol fue un instrumento del Espíritu Santo para la obra de santificación. Los tesalonicenses no fueron persuadidos por la fuerza de meras palabras humanas, sino gracias al «poder» de Dios, que les daba eficacia. El término «poder» no hace referencia exclusivamente a hechos milagrosos, sino a la fuerza divina -virtud sobrenatural con la que el Espíritu Santo remueve las almas- que acompañaba a la predicación de San Pablo. Es cierto que esta obra, como todas las acciones divinas ad extra, es común a las tres Personas de la Santísima Trinidad, pero en el lenguaje de la Escritura y de la Iglesia «se acostumbra a atribuir al Padre -explica el Papa León XIII- las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor» (Divinum illud munus, n. 5).
En los primeros años de la Iglesia el anuncio del Evangelio iba con frecuencia acompañado de algunas gracias especiales del Espíritu Santo, como la profecía, los milagros o el don de lenguas (cfr. Hch 2, 8). Esa abundancia de dones ponía de manifiesto que había llegado la era mesiánica (cfr. Hch 2, 16), pues se cumplían las antiguas profecías: «Derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (Jl 3, 1-3).
«Con poder y con [la fuerza] del Espíritu Santo»: Dentro del plan divino de salvación, el tiempo del Antiguo Testamento, preparatorio para la venida del Mesías, ha tocado a su fin, y se ha abierto una nueva era, la cristiana, caracterizada por la acción del Espíritu de Dios: «Puede afirmarse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: Él es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la palabra de salvación» (Evangelii nuntiandi, n. 75).

1Ts 1, 6. San Pablo agradece con alegría la acción divina en los fieles de Tesalónica. Ciertamente Jesús es el modelo por excelencia a imitar, pero el ejemplo del Apóstol conducía hacia Cristo (cfr. 1Co 11, 1). Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo (Amigos de Dios, 299).
El «gozo», que es uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22-23), va unido a la aceptación incondicional de la palabra de Dios y ayuda a superar las dificultades que se puedan interponer en el camino (cfr. Hch 5, 41). «Se puede estar alegre mientras se sufren latigazos y golpes, cuando se acogen a causa de Cristo -subraya San Juan Crisóstomo-. Es característico de la alegría del Espíritu Santo, que haga brotar del seno mismo de la aflicción y de la tristeza un gozo incontenible (…). Naturalmente las aflicciones por sí solas no producen alegría; ésta es un privilegio de los que aceptan los sufrimientos por Jesucristo, y un beneficio del Espíritu Santo» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).

1Ts 1, 7-8. Tesalónica desarrollaba una gran actividad comercial, y constituía un importante nudo de comunicaciones e influencias en todo Grecia. Entre los cristianos de esta ciudad se contaban personas importantes, e incluso mujeres de la nobleza (cfr. Hch 17, 4). La categoría humana de los convertidos y el prestigio de esta ciudad en su entorno geográfico, explican en parte la rapidez con la que desde ella se extendió la doctrina cristiana.
Las palabras del Apóstol constituyen un testimonio elocuente de que la vida cristiana, vivida en plenitud, está llena de eficacia apostólica. Conscientes y persuadidos de esa realidad, tengamos la valentía de vivir pública y constantemente conforme a nuestra santa fe (Surco, 46).

1Ts 1, 9. Se refleja la alegría del Apóstol al apreciar que la labor evangelizadora había alcanzado el fruto de la conversión a Dios, meta a la que tiende la predicación del Evangelio: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, trasformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (Evangelii nuntiandi, n. 18).
El texto sagrado deja traslucir el detalle entrañable de la transmisión de las buenas noticias en la primitiva comunidad cristiana. Se contaban las incidencias del apostolado y daban gracias a Dios, a la vez que recibían estímulo para mantenerse en la fidelidad a Cristo y extender el Evangelio.

1Ts 1, 10. Es evidente la nota específica del mensaje cristiano en contraste con el judaísmo: la esperanza en Jesucristo. Con claridad emergen los puntos centrales de la doctrina cristiana: Jesucristo es el Hijo de Dios, que resucitó de entre los muertos, y que ha de venir de nuevo como Juez supremo. San Juan Crisóstomo advierte que «en un solo texto San Pablo reúne diversos misterios de Jesucristo: su resurrección gloriosa, su ascensión triunfante, su futura venida, el juicio, la recompensa prometida a los justos, y los castigos reservados a los malhechores» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).
Este versículo probablemente constituye una fórmula acuñada por la predicación oral, y tal vez una profesión de fe de la liturgia primitiva.
«La venida desde los cielos de su Hijo Jesús»: Jesús ha de venir. Es una verdad de fe, que confesamos en el Credo: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Jesucristo será el Juez de todos los hombres, que comparecerán personalmente ante el juicio divino en dos tiempos: «El primero, cuando cada uno de nosotros sale de esta vida; pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios, y allí se hace examen justísimo de todo cuanto en cualquier tiempo se haya hecho, dicho o pensado, y este juicio es el particular. El otro, cuando en un solo día y en un solo lugar comparecerán todos los hombres ante el tribunal del Juez, para que viéndolo y oyéndolo los hombres de todos los siglos, sepa cada uno lo que se ha decretado y juzgado de ellos (…). Este juicio se llama universal» (Catecismo Romano, I, 8, 3).
La «ira venidera» es una metáfora que indica el justo castigo de los pecadores. Nuestro Señor Jesucristo librará de él a quienes de modo habitual se han esforzado por vivir en estado de gracia y amistad con Dios. Como advertía Santa Teresa, «será gran cosa a la hora de la muerte saber que vamos a ser juzgadas de quien hemos amado sobre todas las cosas. Seguras podemos ir con el pleito de nuestras deudas. No será ir a tierra extraña sino propia; pues es la de quien tanto amamos y nos ama» (Camino de perfección, cap. 70, 3).

1Ts 2, 1-2. San Pablo y sus acompañantes, como se sabe por el libro de los Hechos, tras la persecución desencadenada en Filipos (cfr. Hch 16, 19-40), llegaron a Tesalónica. Al poco tiempo los judíos de esta ciudad, movidos por la envidia, promovieron también alborotos hasta expulsarlos de Tesalónica (cfr. Hch 17, 5-10). Las contrariedades no han de ser obstáculo para cumplir el deber de difundir la palabra de Dios. «Dondequiera que Dios abre una puerta a la palabra para anunciar el misterio de Cristo a todos los hombres confiada y constantemente, hay que anunciar al Dios vivo y a Jesucristo, enviado por Él para salvar a todos, a fin de que los no cristianos, bajo la acción del Espíritu Santo que abre sus corazones, creyendo se conviertan libremente al Señor» (Ad gentes, 13).
La pereza o cobardía pueden insinuar las más variadas excusas. De ahí que «no sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero, ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio (cfr. Rm 1, 16)-, o por falsas ideas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto. Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas» (Evangelii nuntiandi, n. 80).
El amor a Dios y la fidelidad a la vocación se concretan «en no tener miedo a exponer la palabra de Dios en medio de la tribulación (…), pues quien tiene una firme esperanza de alcanzar lo prometido no cede, para poder conseguir el premio» (Commentaria in 1 Thes, ad loc.).

1Ts 2, 3-6. Quienes enseñan el Evangelio han de actuar con rectitud de intención, pues Dios «ve el fondo de nuestros corazones». «Consideremos -apunta San Clemente Romano- qué cerca de nosotros está, y cómo no se le oculta ni uno solo de nuestros pensamientos ni propósitos» (Ad Corinthios, I, 21). La instrucción a otros en la fe «es sincera cuando se enseña conforme al tenor y fin por el que Cristo enseñó» (Comentario sobre 1Ts, ad loc.). San Pablo califica de «impureza» la traición a la doctrina de Cristo, de modo análogo a como en el Antiguo Testamento se considera adulterio la infidelidad a Yahwéh (cfr. Is 1, 21-26). La predicación del Apóstol no procede de la «impureza» en el sentido de que no violenta ni altera el contenido del mensaje cristiano. Con palabras de Pablo VI, «el predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, ni de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla» (Evangelii nuntiandi, n. 78).
Hace notar el Apóstol que en ningún momento procedió con engaño ni por afán de lucro, actitud bien distinta de la habitual entre los propagadores de falsas doctrinas, tan abundantes entonces por el Imperio Romano (cfr. Hch 17, 18-21). El Concilio Vaticano II evoca este hecho: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron por convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor, no por la acción coercitiva, ni con artificios indignos del Evangelio, sino, ante todo, por la virtud de la palabra de Dios» (Dignitatis humanae, 11).

1Ts 2, 7-9. Pablo podía haber impuesto su «peso» en un doble sentido: haciendo valer con energía su autoridad apostólica, y ejercitando su derecho a ser mantenido por la comunidad (cfr. 1Co 9, 14); pero no lo hizo de un modo (vv. 7-8) ni de otro (v. 9).
Al contrario, transmitió la doctrina evangélica y, al mismo tiempo, se entregó a sí mismo con el amor de una madre por sus hijos, sin exigir a cambio recompensa material alguna. San Juan Crisóstomo, poniéndose en el lugar de San Pablo, glosaba: «Es verdad que os he predicado el Evangelio para obedecer un mandato de Dios, ¡pero os amo con un amor tan grande que habría deseado poder morir por vosotros! Tal es el modelo acabado de un amor sincero y auténtico. El cristiano que ama a su prójimo debe estar animado por estos sentimientos. Que no espere a que se le pida entregar su vida por su hermano, antes bien debe ofrecerla él mismo» (Hom. sobre 1Ts., ad loc.).
«La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza (…). ¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia. Un signo de amor será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad (…). Será también una señal de amor el esfuerzo desplegado para transmitir a los cristianos certezas sólidas basadas en la palabra de Dios, y no dudas o incertidumbres nacidas de una erudición mal asimilada. Los fieles tienen necesidad de esas certezas en su vida cristiana; tienen derecho a ellas en cuanto hijos de Dios» (Evangelii nuntiandi, n. 79).
La vida de trabajo reforzó la autoridad moral del Apóstol cuando tuvo que denunciar la tentación de holgazanería (cfr. 1Ts 4, 11), y sirvió de admirable modelo para las primitivas generaciones cristianas.
En nuestra traducción hemos modificado ligeramente la puntuación del texto respecto a la Neovulgata, dividiendo con un punto el v. 7, de modo que su última frase quede unida al v. 8. Así parece exigirlo la lógica del texto, para que no se interrumpa la comparación entre el amor de San Pablo y el de una madre.

1Ts 2, 10-12. «A cada uno»: San Pablo no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, o en las reuniones litúrgicas cristianas. Se ocupó de las personas en particular; con el calor de una confidencia amistosa daba a cada uno aliento y consuelo, y les enseñaba cómo debían comportarse en la presencia de Dios. Es ejemplo para el apostolado del cristiano: Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo… Todo eso es 'apostolado de la confidencia' (Camino, 973).
Quienes han recibido el don de la fe procuran, en buena lógica, hacer partícipes de su hallazgo a los demás: «Cuando descubrís algo de provecho, procuráis atraer a los demás -comenta San Gregorio Magno-. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena, y cuando vayáis a Dios no lo hagáis solos» (In Evangelia homiliae, 6, 6). Esta tarea apostólica, como lo muestra claramente la vida de los primeros cristianos, no es competencia exclusiva de los pastores de almas, sino que corresponde a todos los fieles. Por eso, el Concilio Vaticano II ha enseñado que una forma peculiar de apostolado individual, muy en consonancia con nuestro tiempo, «es el testimonio que pueden ofrecer los laicos de toda una vida que surge de la fe, de la esperanza y de la caridad. Con el apostolado de la palabra, absolutamente necesario en determinadas circunstancias, los laicos anuncian a Cristo, explican su doctrina, la difunden cada uno según su condición y capacidad, y la profesan con fidelidad» (Apostolicam actuositatem, 16).
«A su Reino y a su gloria»: La «gloria» es un atributo divino que se hace patente en el «Reino» de Dios; la Iglesia es la incoación en la tierra de ese Reino, cuya manifestación plena tendrá lugar en la Parusía, al final de los tiempos. Dios llama a cada hombre a formar parte de la Iglesia para que, a su debido tiempo, pueda disfrutar de la gloria del Reino de Dios.

1Ts 2, 13. La trasmisión oral de la Revelación divina fue la forma utilizada en un primer momento. «Los Apóstoles con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, trasmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó» (Dei verbum, 7). Por eso, «los Apóstoles, al trasmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que conserven las Tradiciones aprendidas de palabra o por carta (cfr. 2Ts 2, 15) y que se mantengan fieles a la fe ya recibida. Lo que los Apóstoles trasmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y trasmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (Dei verbum, 8).
La predicación es en verdad «palabra de Dios» no sólo porque en ella se trasmite fielmente la divina Revelación, sino también porque el mismo Dios habla por medio de los que la anuncian (ctr 2Co 5, 20). Por eso, «la palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4, 12) y «hay tanta fuerza y tanto poder en la palabra de Dios, que es apoyo y vigor de la Iglesia, y para los hijos de la Iglesia es fortaleza de la fe, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (Dei verbum, 21).

1Ts 2, 14. Nuestro Señor Jesucristo ya advirtió: «Si el mundo os odia sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí (…). Acordaos de la palabra que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 18.20). La predicación del Evangelio, al exponer con toda su exigencia la verdad de Dios, con frecuencia ha suscitado la hostilidad de quienes no la entienden o no quieren entenderla. Sin embargo, la contradicción no debe retraer a los propagadores del Evangelio: «Felicitaos a vosotros mismos; es más, pensad que habéis realizado una obra grande cuando alguno de vosotros padezca por Dios» (Pastor de Hermas, Mand. IX, cap. 28, 6).
El cristiano no busca el aplauso de los hombres, sino sólo cumplir la voluntad divina, «porque harto necio es querer agradar a quienes sabemos no agradan al Señor -afirma San Gregorio Magno- (…). En efecto, el desprecio de los perversos es la aprobación de nuestra vida, porque ya se manifiesta que tenemos algo de justicia los que comenzamos a desagradar a quienes no agradan a Dios» (In Ezechielem homiliae, I, 9, 12).

1Ts 2, 15-16. San Pablo, hebreo, que siente un gran amor por su pueblo, no pretende condenar al pueblo judío, sino la hostilidad al Evangelio que manifestaban algunos de sus miembros. Quizás obraran con buena intención pensando que era intolerable predicar la divinidad de Jesús. Pero no basta que la intención sea buena para que una acción sea moralmente correcta; es necesario poner los medios para adquirir el recto conocimiento: «De acuerdo con su dignidad, todos los hombres, por el hecho de ser personas -es decir, dotados de razón y voluntad libre-, y por lo tanto dignificados con una responsabilidad personal, están impulsados por su misma naturaleza a buscar la verdad (…). Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad» (Dignitatis humanae, 2).
La expresión «ha llegado al límite» no ha de entenderse como la reprobación definitiva de Israel (cfr. Rm 11, 25). Quizá pueda tener un valor profético, y entonces indicaría la justicia vindicativa de Dios, que llegaría hasta el colmo al permitir la enorme desgracia de la destrucción del Templo de Jerusalén (año 70 de la era cristiana), acontecimiento que sucedería dos décadas después de escribir el Apóstol esta carta (año 51 d.C.).

1Ts 2, 17. «Privados»: Una traducción más literal sería «habiendo quedado huérfanos». Esta expresión puede referirse en griego tanto a los hijos que han quedado sin padres, como a los padres que se ven separados de los hijos. San Pablo, que poco antes ha comparado su amor y solicitud por los tesalonicenses con los de una madre que alimenta y cuida a su hijo (vv. 7-8), la usa en el segundo sentido.

1Ts 2, 18. Sobre las dificultades para volver a Tesalónica véase la «Introducción a las Cartas a los Tesalonicenses: Ocasión de las Cartas». En definitiva, era Satanás quien le impedía regresar
Satanás y los demás ángeles que se rebelaron contra Dios (cfr. Concilio IV de Letrán, cap. 1), a los que llamamos demonios, buscan sin cesar seducir a los hombres y poner obstáculos a la doctrina de Jesucristo. Satanás «acometió a los primeros padres en el paraíso, persiguió a los profetas, deseó apoderarse de los Apóstoles, a fin de, como dice el Señor por el evangelista, zarandearlos como el trigo (Lc 23, 31); y ni aun se avergonzó ante la presencia misma de Cristo nuestro Señor» (Catecismo Romano, IV, 15, 6).

1Ts 2, 19-20. El Apóstol alude por vez primera a la «venida» (en griego Parousía) de Cristo, uno de los temas principales de esta epístola. La «Parousía», en el uso profano de la época helenística, era la llegada solemne de un soberano a una ciudad, acompañado de un suntuoso cortejo. En el Nuevo Testamento esta palabra suele designar la venida de Cristo glorioso, con su poder y majestad, para juzgar a los hombres. En este texto se refiere a esa venida definitiva y solemne, al fin de los tiempos. Por otros textos del Nuevo Testamento sabemos que inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular de cada hombre: cfr., p. ej., Lc 16, 19-31 y nota; Lc 23, 43 y nota.
Uno de los mayores motivos de gozo para San Pablo en el día de la venida de nuestro Señor será la santidad de quienes han aprendido de sus palabras y ejemplos a llevar una vida coherente con la fe. «Gracias al maestro, el discípulo es obediente, de modo que su buen comportamiento aprovecha al maestro; el fruto pone de manifiesto su trabajo. Por tanto, el esfuerzo del discípulo en hacer obras buenas proporciona una corona a su maestro en el juicio de Cristo» (Commentaria in 1 Thes, ad loc.).

1Ts 3, 2. Timoteo es «colaborador de Dios». Los cristianos -como Timoteo- están llamados a colaborar con Dios en la extensión de la fe y el amor a todos los hombres. No es tarea fácil ni cómoda, pues «la vida del hombre sobre la tierra es milicia» (Jb 7, 1), y por tanto se requiere obediencia y entrega para alcanzar la victoria. «Consideremos a los que se alistan bajo las banderas de nuestros emperadores -dice San Clemente Romano-. ¡Con qué disciplina, con qué prontitud, con qué sumisión ejecutan cuanto se les ordena! No todos son prefectos, ni todos tribunos, ni centuriones, ni quincuagenarios, y así de todos los demás grados, sino que cada uno en su propio orden ejecuta lo mandado por el emperador y por los jefes superiores. Los grandes no pueden subsistir sin los pequeños ni los pequeños sin los grandes» (Ad Corinthios, I, 37)

1Ts 3, 3-4. En la vida del discípulo de Cristo nunca ha de faltar la cruz. De ahí que no sea extraña la presencia de dificultades en la vida cristiana. San Pablo enseñó desde sus primeros viajes misionales «que es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones» (Hch 14, 22), y repitió la misma idea hasta su última carta: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2Tm 3, 12). La razón es que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios. (…) Así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo (Amigos de Dios, 301).

1Ts 3, 5. El «tentador» es Satanás, el diablo (cfr. Mt 4, 3), que tienta a los hombres, no para probar su virtud y conocer su fidelidad, sino para separarlos del camino de la fe y hacerlos caer en el mal.
El demonio puede instigar al pecado, aunque no tiene poder para obligar a nadie a pecar; por eso suele actuar indirectamente sobre el hombre, a través de la concupiscencia. «En sus tentaciones -explica Santo Tomás- procede con extraordinaria astucia. Como general competente que asedia una fortaleza, estudia el demonio los puntos flacos del hombre a quien intenta derrotar, y lo tienta por el flanco más débil. Así, pues, una vez dominada la carne, tienta en aquellos vicios que más fácilmente seducen al hombre, como la ira, la soberbia, y los otros pecados del espíritu» (Exposición de la oración dominical o Padrenuestro, petición 6).
El cristiano debe, por tanto, mantenerse vigilante -«velad y orad para no caer en tentación» (Mt 26, 41)- y pedir humildemente ayuda a Dios: «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal» (Mt 6, 13). «Cristo nuestro Señor nos ha mandado hacer esta petición para que diariamente nos encomendemos a Dios e imploremos su cuidado y apoyo paternal, no dudando que, si nos separamos de su divina protección, nos veremos presos, atrapados en los lazos de nuestro muy astuto enemigo» (Catecismo Romano, IV, 15, 2).

1Ts 3, 6-8. San Pablo deja entrever con delicadeza la magnitud de su celo por las almas: su situación espiritual no le resulta indiferente, sino que para él es cuestión de vida o muerte. La solicitud por la firmeza en la fe de quienes le han sido confiados colma de sentido la vida del Apóstol.
Timoteo le ha traído el mensaje de que los tesalonicenses permanecen «firmes en el Señor», y éste es el motivo de la alegría de San Pablo.

1Ts 3, 9. La fuerza para perseverar firmes en la fe, a pesar de las persecuciones, no se debe sólo a los méritos de los tesalonicenses, sino, sobre todo, a la gracia de Dios. Por eso San Pablo manifiesta su agradecimiento al Señor por la ayuda que les ha prestado.
«Gozamos ante nuestro Dios»: Esto es, en la presencia del Señor. El alma del cristiano necesita desahogar sus sentimientos y afanes en ese coloquio íntimo con Dios que es la oración; ésta puede hacerse en cualquier momento: Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto (Amigos de Dios, 296).

1Ts 3, 10. La primera estancia de San Pablo en Tesalónica fue breve, pues se vio bruscamente interrumpida a causa de los alborotos promovidos por los judíos, que forzaron la salida precipitada del Apóstol (cfr. Hch 17, 5-10). Éste no pudo ahondar en la instrucción religiosa de aquellos fieles. De ahí que quiera verlos de nuevo para continuar su formación.
Además del buen deseo, San Pablo pone los medios sobrenaturales -entre otros, la oración- para alcanzar lo que se propone, pues la oración ha de preceder y acompañar a la predicación. Sólo así puede esperarse la eficacia apostólica de la tarea que se lleve a cabo. En este sentido, aunque la fe nace de la predicación (cfr. Rm 10, 17), ésta no es por sí misma causa suficiente de la fe. Es preciso, enseña Santo Tomás de Aquino, que la gracia actúe en el corazón de quien escucha (cfr. Comentario sobre Rm, 10, 2).

1Ts 3, 11. Antes había aludido a los impedimentos que interpuso Satanás para impedir su regreso a Tesalónica (cfr. 1Ts 2, 18). Por eso ahora pide al Señor que le guíe en su camino, mediante la oración, que es el arma más poderosa que posee el Apóstol.
«Que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesús, enderece (verbo en singular) nuestro camino»: Llama la atención el verbo en singular, aunque gramaticalmente tiene dos sujetos. No debe hacerse una interpretación trivial de este texto, sino que debe verse cómo, de algún modo, late en la expresión del Apóstol el misterio de la Trinidad de Dios en su Unidad.

1Ts 3, 12-13. La caridad es una virtud sobrenatural que nos inclina a amar a Dios -por ser Él quien es-, sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos, por amor de Dios. Puesto que es Dios quien la infunde, además de ejercitarla es necesario pedirle que nos la aumente.
El amor sobrenatural o caridad es universal, alcanza a todos sin excepción. «Amar a una persona y mostrar indiferencia a otras, observa San Juan Crisóstomo, es característico del afecto puramente humano; pero San Pablo nos dice que nuestro amor no debe tener ninguna restricción» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.). El ejercicio pleno de esta virtud consolida la santidad, pues hace al hombre irreprochable «ante Dios nuestro Padre». «En esto consiste propiamente el mérito real de la virtud, y no simplemente en ser irreprochables delante de los hombres (…). Sí, lo repetiré: es la caridad, es el amor, quien nos hace irreprochables» (Ibid.).
«Con todos sus santos»: Se refiere a los fieles que hayan muerto en gracia de Dios.

1Ts 4, 1. Ante todo, anima «en el Señor Jesús» a seguir sus consejos; no lo hace en nombre propio ni en virtud del ascendiente humano que poseía sobre ellos, sino en nombre de Jesucristo. La obediencia a quien tiene autoridad en la Iglesia se vive sobre todo por razones sobrenaturales -porque ésa es la voluntad de Dios-, y no sólo en atención a las personas que la ejercen. Apoyado en esta visión de fe, dice San Ignacio de Loyola: «Depuesto todo juicio, debemos tener ánimo aparejado y pronto para obedecer en todo a la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra santa madre la Iglesia» (Ejercicios espirituales, n. 353).
Los tesalonicenses ya conocían los mandamientos, pero no basta el conocimiento, sino que es necesario ponerlos por obra. Comenta San Juan Crisóstomo: «Una tierra buena hace algo más que devolver el grano que le ha sido confiado; así también el alma no debe limitarse a cumplir lo que está mandado, sino ir más lejos (…). Dos condiciones configuran la virtud: evitar el mal y hacer el bien. Huir del mal no completa la virtud, sino que es el principio del camino que conduce a ella. Es necesario añadir un celo ardiente por el bien» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).

1Ts 4, 3. Esta afirmación del Apóstol parece un eco de la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo en el Sermón de la Montaña: «Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5, 48). La llamada a la santidad es, por tanto, universal; no se dirige a unos pocos, sino a todos los hombres: «Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu Santo llamamos 'el único santo', amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)» (Lumen gentium, 39).
En el Antiguo Testamento la santidad es el atributo supremo de Dios. Él es santo y pide a los hombres que sean santos, indicando que el modelo y la causa de la santidad del hombre es la santidad de Dios: «Sed santos, porque santo soy yo, Yahwéh vuestro Dios» (Lv 19, 3).
La llamada universal a la santidad es el núcleo fundamental y constante de la enseñanza del Fundador del Opus Dei, desde 1928 hasta su muerte en 1975: Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (…). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén (Amigos de Dios, 294). La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión (Ibid., n. 3).

1Ts 4, 4-8. El hombre «debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día (…). La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo (cfr. 1Co 6, 13-20) y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón» (Gaudium et spes, 14). Además, en los bautizados, se añade una nueva dignidad: nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19-20).
«Impureza»: La palabra del texto original, en el griego más clásico, habría que traducirla por «fornicación»; pero ya en tiempos de San Pablo servía para designar cualquier satisfacción sexual fuera del matrimonio o al margen de sus fines. De otra parte, la palabra que hemos traducido por «cuerpo» significa literalmente «vaso», y puede referirse tanto al «cuerpo» como a la propia «mujer». En el segundo supuesto habría que interpretar este pasaje como una exhortación a la fidelidad conyugal y a la rectitud en las relaciones matrimoniales. En cualquier caso, el texto sagrado enseña que la santidad a la que Dios nos llama exige mantener el dominio del propio cuerpo en santidad y honor, lo cual supone una recta ordenación del cuerpo y de todas sus funciones según lo establecido por Dios. El Señor de la vida ha confiado a los hombres la misión de conservarla y transmitirla de modo digno del hombre. «La índole sexual del hombre y la facultad generativa superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia» (Gaudium et spes, 51).
Por eso -comenta San Josemaría Escrivá-, al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado. Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la voluntad del Señor. Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor (Amigos de Dios, 177).
A las razones aducidas para vivir la virtud de la castidad, añade el Apóstol el castigo de Dios a los transgresores en esta materia. «Estos crímenes que comentamos -dice San Juan Crisóstomo- no quedarán ni mucho menos impunes. El deleite que nos producen causa menos encantos que dolores traerán consigo los sufrimientos con que serán castigados» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).

1Ts 4, 9-10. «El mandamiento supremo de la ley es amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo (cfr. Mt 22, 37-40). Ahora bien, Cristo hizo suyo este mandamiento de la caridad hacia el prójimo y lo enriqueció con nuevo sentido, al querer identificarse con los hermanos como objeto de la caridad cuando dijo: 'Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis' (Mt 25, 40). Asumiendo la naturaleza humana, unió a sí como familia a todo el género humano con una cierta solidaridad sobrenatural, e hizo de la caridad el distintivo de sus discípulos con estas palabras: 'En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros' (Jn 13, 35). Así como en sus comienzos la Iglesia santa, juntando el ágape a la Cena Eucarística, se manifestaba toda unida en torno a Cristo por el vínculo de la caridad, igualmente en todo tiempo se la reconoce por este signo de amor» (Apostolicam actuositatem, 8). La caridad con los demás miembros de la Iglesia es una caridad «fraterna», esto es, un amor entre hermanos, pues la Iglesia es una gran familia. Los tesalonicenses no sólo la practicaban entre sí, sino también con todos los demás fieles que vivían en Macedonia, fomentando de ese modo la unidad, pues la caridad fraterna es condición imprescindible para la unidad de los cristianos.
«La altura a que nos eleva la caridad es inenarrable -enseña San Clemente Romano-. La caridad nos une con Dios, la caridad cubre la muchedumbre de los pecados, la caridad todo lo soporta, la caridad es paciente. Nada hay vil en la caridad, nada soberbio (…). En la caridad se perfeccionaron todos los elegidos de Dios. Sin caridad nada es agradable a Dios» (Ad Corinthios, I, 49).

1Ts 4, 11-12. Todo hombre tiene una serie de obligaciones que derivan de su propio estado y condición, a las que debe atender con diligencia. Entre ellas ocupan un puesto importante el trabajo y los deberes familiares, que pueden ser ocasión de diálogo con Dios. Así lo enseña San Juan Crisóstomo: «Una mujer ocupada en la cocina o en coser una tela puede siempre levantar el pensamiento al cielo e invocar al Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo, puede fácilmente rezar con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de vino, está libre para levantar su ánimo al maestro» (Hom. V de Anna, IV, 6). Además, el trabajo no sólo es una ocasión para hacer oración, sino que en sí mismo, hecho cara a Dios, con rectitud de intención y sentido cristiano, puede convertirse en oración.
El trabajo, por tanto, encierra un inmenso valor humano y sobrenatural, por ser medio habitual de santificación personal y de colaboración con los demás hombres. Sería indigno de un cristiano dedicarse a la holganza, y pretender vivir a expensas de la caridad de sus hermanos. San Pablo amonesta a trabajar de modo que cada cual pueda mantener su casa y «no necesitéis de nadie». Por eso se ordena lo siguiente en uno de los documentos cristianos más antiguos: «Si alguno quiere establecerse entre vosotros, que tenga un oficio, que trabaje y así se alimente. Y si no tiene oficio, proveed conforme a vuestra prudencia, de modo que no haya entre nosotros ningún cristiano ocioso. Caso de que no quiera trabajar, es un traficante de Cristo. Estad alerta contra los tales» (Didaché, XII, 3-5). Por tanto no puede considerarse buen cristiano quien no se empeña en trabajar bien, pues la vocación profesional es parte esencial, inseparable, de nuestra condición de cristianos. El Señor os quiere santos en el lugar donde estáis, en el oficio que habéis elegido ((Amigos de Dios, 60).
Además de estos motivos -santificación personal y colaboración con los demás hombres-, el trabajo compromete al cristiano en la obra de la Redención. Como ha recordado Juan Pablo II: «El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar (cfr. Jn 17, 4). Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a realizar» (Laborem Exercens, 27).

1Ts 4, 13. «Los que han muerto»: Literalmente, «los que duermen». Esta expresión, que ya utilizaban algunas veces los escritores paganos, fue muy empleada por los primeros cristianos para referirse a los que murieron en la fe de Cristo. En los escritos cristianos ese modo de expresarse adquiere todo su sentido a causa de la fe en la Resurrección de Jesús y en que todos resucitaremos. No es un mero eufemismo, sino un modo de dejar claro que la muerte no es el fin. «¿Por qué se dice que duermen -se pregunta San Agustín- sino porque en su día serán resucitados?» (Sermo 93, 6). Por todo ello: Cara a la muerte, ¡sereno! -Así te quiero. -No con el estoicismo frío del pagano; sino con el fervor del hijo de Dios, que sabe que la vida se muda, no se quita. -¿Morir?… ¡Vivir! (Surco, 876).
No obstante esta esperanza, es comprensible que la separación de las personas queridas nos produzca dolor. Esa tristeza, si es moderada, es una manifestación de piedad, pero «afligirse en exceso por la muerte de los amigos es actuar como un hombre al que no anima la esperanza cristiana. Y de hecho, quien no tiene fe en la resurrección y mira la muerte como un aniquilamiento total, tiene razón en llorar, lamentarse y gemir por sus gentes aniquiladas para siempre. Pero vosotros, cristianos, que creéis en la resurrección, que vivís y morís en la esperanza, ¿por qué os lamentáis con exceso?» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).

1Ts 4, 14. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9, 27). Sin embargo, para quien tiene fe, la muerte no es sólo el límite de sus días sobre la tierra. Nuestro Señor Jesucristo murió y resucitó, y su Resurrección es prenda de la nuestra, de modo que la muerte «en Cristo» es la culminación de una vida en unión con Él, y pórtico de entrada en la Gloria. Por eso dice San Pablo al escribir a Timoteo: «Si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él» (2Tm 2, 11-12).
La resurrección del cristiano no guarda sólo una relación de semejanza con la del Señor, sino también de dependencia, pues la Resurrección de Cristo es causa de la nuestra. Así lo explica Santo Tomás: «Cristo es ejemplo de nuestra resurrección porque tomó carne y resucitó en ella. Pero no sólo es ejemplo, sino también causa eficiente porque cuanto ha sido realizado por la humanidad de Cristo, no sólo ha sido realizado conforme al poder de la humanidad, sino por el poder de la divinidad a ella unida. De donde, como su tacto curaba al leproso en cuanto instrumento de la divinidad, así la resurrección de Cristo es causa de nuestra resurrección» (Comentario sobre 1Ts, ad loc.). Aunque en este pasaje de la carta no se diga de modo explícito, se entiende que resucitaremos con nuestro cuerpo, de igual manera que resucitó Jesucristo.

1Ts 4, 15-17. La instrucción de los tesalonicenses había quedado incompleta debido a la precipitada salida de San Pablo. Una de las dudas que les quedaban podría formularse con la siguiente pregunta: ¿Los difuntos tendrán alguna desventaja frente a los que estemos vivos, cuando llegue la Parusía del Señor? El Apóstol responde en dos pasos: primero afirma que no los aventajaremos en nada (vv. 15-18); después aclara que no sabemos cuándo ocurrirá ese acontecimiento (1Ts 5, 1-2).
En su respuesta no habla explícitamente de la resurrección universal, sino sólo de la de aquellos que murieron «en Cristo». Distingue dos grupos, conforme a la situación en la que se encuentren en el día de la segunda venida del Señor: 1º) Los que vivan, que serán «arrebatados», es decir, transformados (cfr. 1Co 15, 51; 2Co 5, 2-4) en virtud del poder de Dios, de manera que pasarán del estado de corruptibilidad y mortalidad al de incorrupción e inmortalidad. 2º) Los que ya hubieran muerto, que resucitarán.
Al responder, se adapta al tenor de la pregunta; así, cuando escribe «nosotros, los que vivamos, los que quedemos», no quiere decir que la Parusía sea inminente ni que permanecerá vivo hasta ese día (cfr. Pontificia Comisión Bíblica, Respuesta De Parousia, 18-VI-1915). Si emplea la primera persona del plural es porque en aquel momento tanto él como sus lectores se encuentran vivos. No obstante, la frase fue mal interpretada por algunos de los tesalonicenses; precisamente por eso les escribió unos meses después la segunda epístola, donde les habla con más claridad: «Acerca de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestro encuentro con él, os rogamos, hermanos, que no se inquiete fácilmente vuestro ánimo, ni os alarméis (…), como si fuera inminente el día del Señor» (2Ts 2, 1-2). Sin embargo, incluso en la primera carta hay indicios suficientes para mostrar que San Pablo no afirmaba que el momento de la Parusía estuviese próximo, pues él mismo da a entender que lo ignora (cfr. 1Ts 5, 1-2).
San Pablo describe los signos que acompañarán la venida del Señor con imágenes usuales en género apocalíptico: la voz del arcángel, el sonido de la trompeta, las nubes del cielo. Estas señales acompañan en el AT (cfr. Ex 19, 16) a las teofanías o grandiosas manifestaciones de Yahwéh; en el día de la Parusía mostrarán, como en esas ocasiones, el dominio absoluto de Dios sobre todas las fuerzas naturales, así como su trascendencia y majestad.
Cuando aparezca Jesucristo con toda su gloria, los que murieron en el Señor -que ya gozaban de Dios en el cielo- y los que hayan sido transformados saldrán a su encuentro «en los aires», pues ya, tanto unos como otros, tendrán cuerpos gloriosos (cfr. 1Co 15, 43), dotados del don de agilidad, «en virtud del cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora lo oprime; y tan fácilmente podrá moverse a donde quisiere el alma, que no será posible hallar nada más veloz que su movimiento» (Catecismo Romano, I, 12, 13).
Después del Juicio Universal, que tendrá lugar ese día, los justos pasarán a estar «siempre con el Señor». Precisamente en eso consiste el premio de los bienaventurados, en gozar para siempre, en cuerpo y alma, de la visión de Dios, y alcanzar esa felicidad que premia con creces todos los esfuerzos que se hayan realizado por conseguirla, pues «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18): Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinito de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva? (Surco, 891).

1Ts 5, 1-3. «El día del Señor» es una fórmula que aparece varias veces en la Sagrada Escritura referida a ese momento, en el que Dios interviene de modo decisivo e inapelable. Los profetas hablan del «día de Yahwéh», unas veces con acento de temor (cfr. Am 5, 18-20), y otras como objeto de esperanza (cfr. Is 6, 13). Jesús, en el sermón escatológico (cfr. Mt 24, 1 ss; Mc 13, 1 ss; Lc 21, 1 ss), anunció la destrucción de Jerusalén con unos rasgos similares a los utilizados por los profetas (cfr. Am 8, 9 ss.) para hablar del «día de Yahwéh». La ruina del Templo clausura la era judaica en la historia de la salvación, y prefigura la segunda venida de Cristo como Juez universal. En las cartas de San Pablo, lo mismo que en otros escritos del NT, el «día del Señor» es el día del Juicio Universal, cuando Cristo aparecerá en plenitud de gloria como Juez (cfr. 1Co 1, 8; 2Co 1, 14). El Apóstol se sirve de algunos ejemplos utilizados por el Señor en su predicación sobre la ruina de Jerusalén y el fin del mundo -«el ladrón en la noche» (cfr. Mt 24, 43), «los dolores de parto» (cfr. Mt 24, 19)-, para prevenir acerca de lo inesperado de ese día, y con el fin de exhortar a estar preparados en todo momento.
El cristiano, por tanto, debe vivir siempre vigilante, pues no sabe con certeza cuál será el último día de su vida. La segunda venida del Señor sorprenderá a los hombres en lo que estén haciendo, ya sea bueno o malo. De ahí que resulte temerario diferir el arrepentimiento para más tarde.

1Ts 5, 4-6. El ladrón llega de noche, cuando amparado por las tinieblas puede sorprender desprevenido al dueño de la casa. También el Señor recurrió a esta metáfora, al decir que si el padre de familia supiera a qué hora vendrían a robarle, estaría entonces vigilando (cfr. Mt 24, 43). Con ello se nos exhorta a vivir siempre en actitud de alerta, siempre en gracia de Dios, inmersos en la luz. De este modo, «si caminamos en la luz, del mismo modo que Él está en la luz, entonces tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado» (1Jn 1, 7).
En el mismo sentido nos enseña la Iglesia que «nuestros corazones se iluminan por medio de la fe» (Catecismo Romano, II, 2, 4). Vivamos, por tanto, una vida transparente, transida por la luz divina. Así «el día del Señor», que también se puede aplicar al día de la muerte de cada uno, no nos encontrará desprevenidos, aunque llegue de repente. El verdadero cristiano está siempre dispuesto a comparecer ante Dios. Porque, en cada instante -si lucha para vivir como hombre de Cristo-, se encuentra preparado para cumplir su deber (Surco, 875).

1Ts 5, 7-8. «La embriaguez de la que San Pablo habla aquí -dice San Juan Crisóstomo- no es solamente la que resulta del vino, sino la que resulta del pecado. La riqueza, la ambición, la codicia y todo su cortejo de pasiones, esto es lo que causa la borrachera del alma. Pero ¿por qué se da al pecado el nombre de sueño? Porque el esclavo del pecado se encuentra sin energía, sin acción para las obras de virtud. Sumergido en las ilusiones y el encanto delirante del mal, sus obras no tienen nada de real, nada de sólido; se limita a correr tras unos fantasmas» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).
Las palabras del Apóstol, especialmente con la mención del yelmo y la coraza, toman pie del armamento usual de la época. En su conjunto, el texto evoca el ambiente de lucha en el que se desenvuelve la vida del cristiano, cuyas armas principales para el combate son las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, con las que se desarrolla la conducta sobria y austera, honesta y limpia del cristiano, que vive cara a Dios y cara a los hombres, a la luz del día, sin nada que ocultar o de que avergonzarse. Es una vida que supone esfuerzo, violencia contra uno mismo, según la enseñanza del Señor (cfr. Mt 11, 12), guerra sin cuartel en esa milicia que es la vida (cfr. Jb 7, 1). En este sentido aconseja también el Apóstol a Timoteo que actúe «como un noble soldado de Cristo Jesús» (2Tm 2, 3). En esa batalla diaria es preciso ir armados con las defensas que Dios nos ha concedido ya en el Bautismo: la coraza de la fe y la caridad, y el yelmo -el casco-, de la esperanza (cfr. también Ef 6, 11-17).

1Ts 5, 9-10. La «ira» es la condenación de los que hayan muerto en pecado. Por «salvación», en cambio, se entiende en el NT la acción de ser protegido de un peligro, para disfrutar establemente de una situación feliz. Así, pues, ser salvado de la condenación tiene por resultado la felicidad eterna.
La salvación nos viene «por medio de nuestro Señor Jesucristo». El nombre de Jesús -«Dios salva»- expresa esta misión (cfr. Mt 1, 21) que Él mismo se atribuyó: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Cristo es el Salvador ya que «en ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que hayamos de ser salvados» (Hch 4, 12). Él otorgará el perdón de los pecados (cfr. Hch 5, 31); para esto «murió por nosotros». Jesucristo, «mediante los sufrimientos» (Hb 2, 10), lleva a su perfección la misión que le había sido encomendada. Muriendo por obediencia al Padre «llegó a ser causa de salvación eterna» (Hb 5, 9). «Por eso hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en las cosas que se refieren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Por haber sido puesto a prueba en los padecimientos, es capaz de ayudar a los que también son sometidos a prueba» (Hb 2, 17-18). De este modo, Jesús intercede por todos los fieles hasta el fin de los tiempos (cfr. Hb 7, 25).
El cristiano, al recibir el sacramento del Bautismo, es objeto de una peculiar identificación con Jesucristo -Sumo y Eterno Sacerdote-, realizada mediante el carácter bautismal, de modo que está destinado a vivir junto con Él. Mientras peregrina por este mundo tiene la posibilidad de gozar, por la gracia, de un anticipo de la vida divina, de la que disfrutará definitivamente y con mayor plenitud en el cielo.
San Pablo hace de nuevo un juego de palabras. Ahora, a diferencia de los vv. 6-7, «dormir» equivale a «morir» (como en 1Ts 4, 13); y, en consecuencia, «estar en vela» significa aquí «estar vivo». Para un cristiano, la muerte supone el paso a «vivir con Cristo» para siempre, en la bienaventuranza eterna.

1Ts 5, 12-13. Quienes constituyen la jerarquía de la Iglesia desempeñan la misión, recibida del Señor, de cuidar espiritualmente, gobernar e instruir. Los puestos que ocupan no son títulos de gloria sino de servicio. Así lo explica San Agustín: «Los que mandan sirven a aquellos a quienes parecen mandar. La razón es que no mandan por afán de poder, sino porque tienen el ministerio de cuidar a los demás; no son los primeros por soberbia, sino por amor, para atenderles» (De civitate Dei, XIX, 14).
También San Juan Crisóstomo exhortaba a manifestar amor y reverencia a los pastores de la Iglesia: «¡Amadlos como un hijo ama a su padre! Por ellos recibís la señal de la regeneración sobrenatural y divina; ellos os abren las puertas del cielo, y por ellos recibís todos los bienes (…). Quien ama a Jesucristo, ama a su pastor, quienquiera que sea, pues por sus manos recibe los sagrados misterios» (Hom. sobre 1Ts, ad loc.).

1Ts 5, 14. El orden de la caridad pide que, después del amor a quienes tienen autoridad en la Iglesia (cfr. vv. 12-13), esté el afán por ayudar a todos los hermanos en la fe a ser santos, «porque si tenemos obligación de apartar a los paganos de los ídolos e instruirlos en la fe -dice San Clemente Romano-, ¡cuánto más hemos de trabajar para que no se pierda un alma que ya conoce a Dios! Ayudémonos, por tanto, los unos a los otros en el empeño de conducir al bien a los débiles, a fin de que todos nos salvemos y unos a otros tratemos de convertirnos y corregirnos» (Ad Corinthios, II, 17).
Los primeros cristianos se prestaban esa ayuda mediante la corrección fraterna, siguiendo así las enseñanzas del Señor (cfr. Mt 18, 15 ss.). Cuando uno observaba un error o defecto en otro se lo advertía con nobleza para que pudiera rectificar. San Clemente Romano, al hablar de esta costumbre, enseñaba a recibirla con agradecimiento: «Recibamos la corrección, por la que nadie, carísimos, ha de irritarse. La reprensión que mutuamente nos dirigimos es buena y sobremanera provechosa, pues ella nos une con la voluntad de Dios» (Ad Corinthios, I, 56).
«Los indisciplinados»: Literalmente, los que rompen la formación. San Pablo se sirve de un término griego propio del lenguaje militar, aplicándolo a la vida cristiana. Estos han de ser ayudados con la corrección fraterna. En cambio los débiles y apocados han de ser animados y sostenidos con paciencia.

1Ts 5, 15. En la Ley de Cristo no queda lugar a la venganza, ni siquiera en términos de igualdad. La ley del talión -«ojo por ojo y diente por diente»- ha sido superada por la ley de la caridad (cfr. Mt 5, 38-39). El mal y la injusticia no se solucionan con ánimo vengativo, ni cometiendo nuevas injusticias. Siempre será conveniente recordar la enseñanza de San Pablo a los Romanos: «No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien» (Rm 12, 21).
La actitud de perdón del cristiano y, en todo caso, la defensa serena de los propios derechos, servirá para acercar a Dios a quienes hayan podido cometer esas injusticias. Así lo enseñaba San Ignacio de Antioquía en los primeros años del siglo II: «Consentidles que al menos por vuestras obras, reciban instrucción de vosotros. A sus arrebatos de ira responded con vuestra mansedumbre. Oponed a sus blasfemias vuestras oraciones; a su extravío, vuestra firmeza en la fe; a su fiereza, vuestra dulzura, y no pongáis empeño alguno en comportaros como ellos. Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad; en cuanto a imitar, sólo hemos de esforzarnos en imitar al Señor» (Ad Ephesios, X, 1-3).

1Ts 5, 16. La paz con Dios y con los demás llena al hombre de gozo y serenidad. Entonces, incluso las mayores penas y dolores llevados con visión de fe no quitan la alegría. Los hijos de Dios ¿por qué van a estar tristes? La tristeza es la escoria del egoísmo; si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados (Amigos de Dios, 92).
Cuando el hombre se deja vencer por la tristeza, incluso la súplica a Dios se torna ineficaz, pues no va acompañada de la aceptación de su voluntad. Un célebre escrito cristiano anónimo del siglo II advertía: «¿Por qué no sube hasta el altar de Dios la súplica del hombre que sufre tristeza? (…) -Porque la tristeza mezclada con la súplica no deja subir a ésta, pura, hasta el altar de Dios. Porque así como el vino mezclado con vinagre no tiene el mismo sabor, así la tristeza, mezclada con el Espíritu Santo, no tiene la misma fuerza de súplica. Purifícate, pues, de esta tristeza mala, y vivirás para Dios. E igualmente vivirán para Dios todos los que arrojen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría» (Pastor de Hermas, Mand. X, cap. 3, 3-4).

1Ts 5, 17. Nuestro Señor Jesucristo inculcó en sus Apóstoles la necesidad de orar en todo tiempo, y subrayó esta enseñanza con su vida de oración (cfr. Lc 18, 1). «El Apóstol nos manda orar siempre. Para los santos -dice San Jerónimo- el mismo sueño es oración. Sin embargo, debemos tener unas horas de oración bien repartidas de modo que, si estamos absorbidos por algún trabajo, el mismo horario nos amoneste a cumplir nuestro deber» (Epístola, 22, 37).
La vida cristiana debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos (…). En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios (Es Cristo que pasa, 11).

1Ts 5, 18. En este versículo se completa el tríptico que contribuye a que la vida del cristiano sea conforme a la «voluntad de Dios»: alegría (v. 16), oración (v. 17) y acción de gracias.
«No hay nadie -dice San Bernardo- que, a poco que reflexione, no halle fácilmente en sí mismo poderosos motivos que le obliguen a mostrarse agradecido a Dios» (Sermo in Dom. VI post Pentec., II, 1). En efecto, además de la vida y de todos los dones naturales, hemos recibido los frutos de la Redención realizada por Cristo, y «el mismo orden natural requiere que quien ha recibido un favor responda con gratitud al que le ha beneficiado» (Suma Teológica, II-II, q. 106, a. 3). De modo que el agradecimiento debe ser una disposición habitual de los hijos de Dios, tanto en las situaciones agradables como en las dolorosas, pues saben que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Por eso, si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. -¿Salen mal? -Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz (Camino, 658).

1Ts 5, 19-22. Nadie debe apagar las gracias y carismas que el Espíritu Santo concede a quienes quiere (cfr. 1Co 13, 1;1Co 14, 40), y debe ser estimado de modo particular el don de profecía (v. 20). Los «profetas» de los que se habla en el NT eran cristianos que recibían gracias especiales de Dios para alentar, consolar, corregir o enseñar a otras personas. No constituían ninguna clase especial como en el AT. Quizás algunos abusaran alguna vez de estos dones y quisieran imponer sus consejos, pero ello no obsta para que quienes recibían el don de profecía fueran muy estimados, ya que gracias a ese carisma prestaban un gran servicio a la Iglesia.
«El Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1Co 12, 11), con que los dispone y prepara para realizar diversas obras y oficios útiles para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común (1Co 12, 7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo bueno (cfr. 1Ts 5, 12.19-21)» (Lumen gentium, 12).

1Ts 5, 21. Directamente se refiere a los carismas y a su correcto discernimiento; pero puede aplicarse también a la actitud reflexiva y prudente que ha de preceder a cualquier decisión, con ánimo de hacer siempre el bien.

1Ts 5, 23. «Espíritu, alma y cuerpo»: Son tres aspectos del hombre que integran todo su ser unitario. En realidad el espíritu y el alma son dos modalidades de un mismo principio. Mientras que aquí «alma» se refiere al principio de la vida sensitiva, el «espíritu» es el principio de la vida superior y más propia del hombre; en él tiene su origen la vida intelectual, que, una vez iluminada por la fe, está abierta a la acción del Espíritu Santo (cfr. Rm 1, 9).
En el versículo se invoca a Dios para que realice la «santificación» de los fieles, la conservación sin mancha de todo el ser humano (espíritu, alma y cuerpo). Como el hombre mantiene, aun después del Bautismo, la inclinación al pecado, y con frecuencia ofende -aunque no siempre sea gravemente- al Señor, tiene necesidad de ejercitarse en la penitencia para purificarse con asiduidad. Además, la «santificación» que Dios realiza en el hombre alcanza a la totalidad de su ser. En definitiva, la santidad cristiana es la plenitud del orden establecido por Dios en la creación, y restablecido después del pecado. Por esto el Apóstol invoca a Dios como «Dios de la paz», es decir, de la tranquilidad en el orden. La santidad lleva a su perfección e integridad todas las facultades humanas, tanto corporales como espirituales; de modo que completa y perfecciona, sin alterarlo, el orden natural.
La santificación es tarea conjunta de Dios y de la correspondencia del hombre. Dios inicia su acción en cada uno a partir del Bautismo, y después va consolidando su obra (cfr. 1Ts 3, 13); pero el logro definitivo de la santidad requiere el esfuerzo de cada día por secundar esta acción de Dios. La conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar -en las nuevas situaciones de nuestra vida- la luz, el impulso de la primera conversión (Es Cristo que pasa, 58).

1Ts 5, 24. «El que os llama»: El texto griego utiliza el participio de presente, que expresa una acción continua. La vocación divina no es un hecho aislado ocurrido en algún momento de la vida, sino una actitud permanente de Dios, que continuamente llama a los fieles a que sean santos. Por eso no se pierde la vocación, lo que se puede perder es la respuesta. La fidelidad es un atributo de Dios, que cumple siempre sus promesas y no retira su voluntad salvífica: «Quien comenzó en vosotros la obra buena, la llevará a cabo» (Flp 1, 6), de modo que la santidad depende de la gracia divina, que nunca falta, y de la correspondencia por parte del hombre. La perseverancia final es una gracia, pero Dios no la niega a quien se esfuerza por obrar el bien. «Así pues -comenta San Clemente Romano-, apoyados en esta esperanza, únanse nuestras almas a Aquél que es fiel en sus promesas y justo en sus juicios. El que nos mandó no mentir, mucho menos mentirá Él mismo» (Ad Corinthios, I, 27).