Viene a continuación el tema del objeto de la caridad. En él hay dos cosas a considerar. La primera, qué debe amarse por caridad. La segunda, en qué orden se debe amar. La primera plantea doce preguntas:
El amor de caridad, ¿termina en Dios o se extiende también al prójimo?
Objeciones por las que parece que el amor de caridad termina en Dios y no se extiende al prójimo:
1. Así como a Dios debemos amor, le debemos también temor, a tenor de estas palabras de la Escritura: Y ahora, Israel, ¿qué te pide el Señor sino que le temas y le ames? (Dt 10, 12). Ahora bien, es distinto el temor que inspira el hombre, o temor humano, del que inspira Dios, que es o servil o filial, como hemos expuesto (q.19 a.2). Es, pues, distinto el amor de caridad con que amamos a Dios y el amor con que amamos al prójimo.
2. Según el Filósofo en VIII Ethic., ser amado es ser honrado. Y es distinto el honor debido a Dios, que es honor de latría, y el debido a la criatura, honor de dulía. Es, por lo mismo, distinto el amor de Dios y el amor del prójimo.
3. La esperanza --según la Glosa engendra la caridad. Pero la esperanza se ha de poner en Dios de tal forma, que son reprendidos quienes la ponen en el hombre, según la Escritura: Maldito el hombre que espera en el hombre (Jr 17, 5). En consecuencia, a Dios se le debe una caridad que no se extiende al prójimo.
Contra esto: está el testimonio de la Escritura: Mandamiento tenemos de Dios: que el que le ame ha de amar a su hermano (1Jn 4, 21).
Respondo: Según hemos expuesto (1-2 q.54 a.3), los hábitos no se diferencian sino porque cambia la especie de sus actos; todos los actos de una especie pertenecen al mismo hábito. Pues bien, dado que el carácter específico de un acto lo constituye la razón formal de su objeto, por fuerza han de ser de la misma especie el acto que versa sobre la razón formal del objeto y el que recae sobre un objeto bajo tal razón formal, como son específicamente lo mismo la visión con que se ve la luz y la visión con que se ve el color por medio de la luz. Ahora bien, la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que exista en Dios. Es, por lo tanto, evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo. Por eso el hábito de la caridad comprende el amor, no sólo de Dios, sino también el del prójimo.
1. El prójimo tanto puede ser temido como amado de dos maneras. Primera, por lo propio de él, como el tirano es o temido por su crueldad o amado por el deseo de conseguir algo de él. En este sentido, el temor y el amor humano se distinguen del temor y del amor de Dios. En segundo lugar, también es temido y amado el hombre por lo que hay de Dios en él. Y así, es temido el brazo secular, porque ha recibido de Dios la misión de castigar al malhechor, y es amado por justicia. Este temor y amor del hombre no se distinguen del temor de Dios, como tampoco de su amor.
2. El amor se refiere al bien en general, mientras que el honor se refiere el bien propio de la persona honrada, ya que se le tributa como testimonio de la propia virtud. Por eso el amor no se diferencia específicamente por la diversidad de bienes diferenciados con tal que se refieran a un bien común; el honor, en cambio, se diferencia por los bienes particulares de cada uno. Según eso, amamos con el mismo amor de caridad a todos los prójimos, en cuanto les referimos a un bien común que es Dios, mientras que les rendimos honores distintos según la cualidad intransferible de cada uno. Igualmente, tributamos a Dios el honor especial de latría por su excelencia única.
3. Son vituperados los hombres que esperan en el hombre como principal autor de salvación; mas no los que esperan en él como instrumento en dependencia de Dios. Sería asimismo reprensible quien amara al prójimo como fin principal; pero no quien lo ame por Dios, lo cual es propio de la caridad.
Objeciones por las que parece que la caridad no debe ser amada por caridad:
1. Qué debamos amar por caridad está expresado en los dos preceptos de la caridad que vemos en San Mateo (22, 37 ss). Ahora bien, en ninguno de ellos está la caridad, pues la candad no es ni Dios ni el prójimo. Por consiguiente, no se debe amar la caridad por caridad.
2. Según hemos visto (q.23 a.1 y 5), la caridad está fundada sobre la comunicación de la bienaventuranza. Pues bien, la caridad no puede participar de esa bienaventuranza. En consecuencia, la caridad no puede ser amada por caridad.
3. La caridad, según queda expuesto (q.23 a.1), es una amistad. Pero nadie puede tener amistad con la caridad ni con cualquier accidente, dado que entre ellas no hay reciprocidad de amor, elemento esencial de la amistad, como se lee en VIII Ethic. Por consiguiente, la caridad no deber ser amada por caridad.
Contra esto: está lo que afirma San Agustín en VIII De Trin.: El que ama al prójimo, debe amar también, en consecuencia, el amor mismo . Al prójimo se le ama por caridad. Luego se ha de amar también la caridad por la caridad.
Respondo: La caridad es amor, y el amor, por la naturaleza de la potencia de que es acto, puede volver sobre sí mismo. En efecto, dado que el objeto de la voluntad es el bien universal, puede caer bajo el acto de la misma todo cuanto tenga razón de bien. Pues así como el acto de querer es un bien, la voluntad puede querer el querer, lo mismo que el entendimiento, cuyo objeto es la verdad, entiende que entiende, porque también esto es una verdad. El amor igualmente, por razón de su naturaleza específica, puede volver sobre sí, ya que es impulso espontáneo de quien ama hacia el ser amado. Por el hecho, pues, de que uno ame, ama el amar.
Pero la caridad, según hemos visto (q.23 a.1), no es solamente amor; es también amistad. Y en la amistad amamos dos cosas. La primera, al amigo con el que tenemos la amistad y para el que queremos el bien; la segunda, el bien que le deseamos. De este modo, y no del primero, se ama la caridad por caridad, pues la caridad es el bien que deseamos para cuantos amamos en caridad. Por esta misma razón, amamos la bienaventuranza y las demás virtudes.
1. Dios y el prójimo son aquellos con quienes tenemos amistad. Ahora bien, nuestro amor hacia ellos entraña el amor de la caridad. Efectivamente, amamos a Dios y al prójimo en cuanto que lo que amamos es el amor que nosotros y el prójimo tenemos a Dios, lo cual es amar la caridad.
2. La caridad es comunicación misma de vida espiritual, que lleva a la bienaventuranza. Por eso es amada como el bien que deseamos a cuantos amamos por caridad.
3. Esa objeción procede de creer que son amados con amistad aquellos con quienes la tenemos.
¿Se deben amar por caridad incluso las criaturas irracionales?
Objeciones por las que parece que se deben amar con caridad incluso las criaturas irracionales:
1. Por caridad nos conformamos en grado sumo con Dios. Pues bien, Dios ama a las criaturas irracionales, como se ve en la Escritura: Ama todas las cosas que existen (Sab11, 25), y cuanto ama lo ama por sí mismo, que es caridad. Por tanto, también nosotros debemos amar por caridad a las criaturas irracionales.
2. La caridad se dirige principalmente hacia Dios; a los demás, en cambio, sólo en cuanto pertenecen a El. Dado, pues, que la criatura racional pertenece a Dios en cuanto tiene la semejanza de su imagen, también le pertenece la criatura irracional por tener la semejanza de su huella. En consecuencia, la caridad se extiende también a las criaturas irracionales.
3. Como el objeto de la caridad es Dios, lo es igualmente de la fe. Ahora bien, la fe se extiende a las criaturas irracionales, pues creemos que el cielo y la tierra han sido creados por Dios; y que los peces y las aves han sido producidos de las aguas, y de la tierra los animales que andan y las plantas. Por tanto, la caridad se extiende también a las criaturas irracionales.
Contra esto: está el hecho de que la caridad comprende solamente a Dios y al prójimo, y con el nombre de prójimo no puede entenderse la criatura irracional, pues no comunica con el hombre en la vida racional. Por consiguiente, la candad no se extiende a las criaturas irracionales.
Respondo: La caridad, según hemos expuesto (q.23 a.l), es una amistad, y en ésta se incluyen dos cosas: el amigo con el que se tiene la amistad, y los bienes que se le desean. Del primer modo, ninguna criatura irracional puede ser amada por caridad, por tres razones. Las dos primera atañen a la amistad en general, que es imposible tener con las criaturas irracionales. En primer lugar, porque se tiene amistad con aquel al que queremos el bien, y propiamente no puedo querer el bien a la criatura irracional. Efectivamente, la criatura irracional no es apta para poseer como propio el bien, sino que este privilegio está reservado a la criatura racional, la única que, por libre albedrío, puede disponer del bien que posee. Por eso afirma el Filósofo en II Physic. que, hablando de las criaturas irracionales, no afirmamos que les suceda algo bueno o malo sino por analogía. En segundo lugar, porque toda amistad se basa en alguna comunicación de vida, ya que nada hay tan propio de la amistad como convivir, según afirma el Filósofo en VIII Ethic.; y las criaturas irracionales no pueden tener comunicación en la vida, que es por esencia racional. No es, pues, posible tener amistad con ellos sino metafóricamente. La tercera razón es propia de la caridad, porque ésta se funda en la comunicación de la bienaventuranza eterna, de la cual no es capaz la criatura irracional. En consecuencia, con la criatura irracional no se puede entablar amistad de caridad. Se puede, sin embargo, amar por caridad a las criaturas irracionales, como bienes que queremos para otros, en el sentido de que por caridad queremos su conservación para honor de Dios y utilidad de los hombres. De esta manera, las ama también Dios en caridad.
1. Con lo expuesto queda dada la respuesta.
2. La semejanza de huella no da capacidad de vida eterna como la semejanza de imagen. No hay, pues, paridad de razones.
3. La fe se puede extender a cuanto de alguna manera es verdadero. La amistad de caridad, en cambio, abarca solamente lo ordenado a poseer el bien de la vida eterna. De ahí que no sea lo mismo.
¿Debe amarse a sí mismo el hombre por caridad?
Objeciones por las que parece que el hombre no se ama a sí mismo por caridad:
1. Dice San Gregorio en una homilía que la caridad no puede darse sino al menos entre dos. En consecuencia, nadie tiene caridad consigo mismo.
2. La amistad, en su esencia, entraña reciprocidad e igualdad, como consta en VIII Ethic., dos cosas que no las puede tener respecto de sí mismo el hombre. Ahora bien, como hemos dicho (q.23 a.1), la caridad es cierta amistad. Por tanto, no la puede tener el hombre consigo mismo.
3. No puede ser vituperable lo concerniente a la caridad, porque la caridad no daña ( 1Co 13, 4). Es, sin embargo, vituperable amarse a sí mismo, según el testimonio del Apóstol: En los últimos días correrán tiempos peligrosos y serán los hombres amadores de sí mismos (2Tm 3, 1-2). Por tanto, el hombre no se puede amar a sí mismo por caridad.
Contra esto: está el testimonio de la Escritura: Amarás a tu amigo como a ti mismo (Lv 19, 18). Y como al amigo le amamos por caridad, por caridad debemos amarnos también a nosotros mismos.
Respondo: Siendo la caridad, como hemos visto (q.23 a.1), amistad, podemos hablar de ella en dos sentidos. Uno, bajo la razón común de la amistad. En este sentido hay que decir que propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella. La amistad, en efecto, entraña cierta unión, ya que, como escribe Dionisio, el amor es un poder unitivo, y cada uno tiene en sí mismo una unidad superior a la unión. Y así como la unidad es principio de unión, el amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, ya que con los demás tenemos amistad en cuanto nos comportamos con ellos como con nosotros mismos: Lo amistoso para con otro --escribe el Filósofo-- proviene de lo amistoso para con uno mismo; como tampoco hay ciencia sobre los principios, sino algo mayor, es decir, el entendimiento.
En otro sentido podemos hablar también de la caridad según su naturaleza propia, es decir, en cuanto es principalmente amistad del hombre con Dios, y, como consecuencia, con todas las cosas de Dios, entre las cuales está también el hombre mismo que tiene caridad. De esta forma, entre las cosas que por caridad ama el hombre como pertenecientes a Dios, está que se ame también a sí mismo por caridad.
1. San Gregorio habla de la caridad conforme a la razón común de amistad.
2. Procede en el mismo sentido que la anterior.
3. Son vituperados quienes se aman a sí mismos por amarse en conformidad con la naturaleza sensible a la que obedecen. Y eso no es amarse verdaderamente a sí mismo según la naturaleza racional, que dicta que amemos para nosotros los bienes que atañen a la perfección de la razón. De este segundo modo principalmente atañe a la caridad amarse a sí mismo.
¿Debe amar el hombre su cuerpo por caridad?
Objeciones por las que parece que el hombre no debe amar su cuerpo por caridad:
1. No amamos aquello con lo que no podemos convivir. Pues bien, quienes tienen caridad huyen la convivencia con el cuerpo, según enseña el Apóstol: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rm 7, 24); y en otro lugar: Tengo deseo de morir y estar con Cristo (Flp 1, 23). No se debe, pues, amar el cuerpo por caridad.
2. La amistad de caridad se funda en la comunicación del gozo divino, y de éste no puede participar el cuerpo. Por lo tanto, no se le puede amar por caridad.
3. Por ser amistad, tenemos caridad con quienes somos capaces de reciprocidad. Pues bien, nuestro cuerpo no puede aportarnos esa reciprocidad. Luego no se le debe amar por caridad.
Contra esto: está la enseñanza de San Agustín, que en I De doctr. christ. señala cuatro cosas que se deben amar por caridad, y entre ellas pone el propio cuerpo.
Respondo: Nuestro cuerpo puede ser considerado bajo dos aspectos. Primero, en su naturaleza; segundo, en su corrupción de culpa y de pena. Ahora bien, la naturaleza de nuestro cuerpo no ha sido creada por un principio malo, como cuentan los maniqueos. Por eso podemos usarlo en servicio de Dios, a tenor de lo que escribe el Apóstol: Usad vuestros cuerpos como arma de justicia para Dios (Rm 6, 13). De ahí que podamos amar también nuestro cuerpo con el amor de caridad con que amamos a Dios. No debemos, sin embargo, amar en él la infracción de la culpa y la corrupción de la pena; debemos, más bien, anhelar la extirpación de estos males con el deseo de caridad.
1. El Apóstol no rehuía la comunión con el cuerpo en cuanto a su naturaleza; antes bien, bajo este aspecto, en manera alguna quería verse despojado de él, como lo declara en estas palabras: No queremos desnudarnos, sino revestirnos (2Co 5, 4). Quería, empero, carecer de la infección de la concupiscencia, que permanece en el cuerpo, y de la corrupción que grava al alma (Sab9, 15), impidiéndole ver a Dios. Por eso expresamente dijo de este cuerpo de muerte.
2. Aunque nuestro cuerpo no puede gozar de Dios conociéndole y amándole, sin embargo, por las obras que hacemos con él, podemos llegar a la acabada fruición de Dios. Por eso, del gozo del alma redunda cierta bienaventuranza en el cuerpo, es decir, vigor de salud y de incorrupción, en expresión de San Agustín en la epístola Ad Diosc. . De esta manera, porque el cuerpo participa en cierto modo de la bienaventuranza, puede ser amado con amor de caridad.
3. La reciprocidad tiene lugar en la amistad con otro, mas no en la amistad con uno mismo, sea en cuanto al alma, sea en cuanto al cuerpo.
¿Se ha de amar a los pecadores por caridad?
Objeciones por las que parece que los pecadores no han de ser amados por caridad:
1. En el salmo se dice: Tuve odio a los inicuos (Sal 119, 113). Ahora bien, David tenía caridad. Luego los pecadores más han de ser odiados que amados.
2. En expresión de San Gregorio en la homilía de Pentecostés, la prueba del amor es la acción visible. Ahora bien, a los pecadores, los justos, lejos de obras de amor, les dan muestras de odio, como vemos en el salmo: Desde la mañana mataba a todos los pecadores de la tierra (Sal 101, 8); y el Señor, por su parte, ordenó: No consentirás que viva el malhechor (Ex 22, 18). En consecuencia, los pecadores no deben ser amados con caridad.
3. Corresponde a la amistad querer y desear el bien para los amigos. Mas, a título de caridad, los santos desean el mal para los pecadores, según la Escritura: Vayanse al infierno los pecadores (Sal 9, 18). Luego éstos no deben ser amados con caridad.
4. Es propio de los amigos gozarse y querer lo mismo. Pues bien, la caridad no hace querer lo que los pecadores quieren ni gozarse en lo que ellos se gozan, sino más bien al contrario. En conclusión, los pecadores no deben ser amados con caridad.
5. Finalmente, es propio de los amigos convivir, como se dice en VIII Ethic. Pero el Apóstol amonesta a no convivir con los pecadores diciendo: Salid de en medio de ellos (2Co 6, 17). Por tanto, no se debe amar a los pecadores por caridad.
Contra esto: está lo que afirma San Agustín en I De doctr. christ. : Amarás a tu prójimo, lo cual equivale a hay que tener a todo hombre por prójimo. Pues bien, los pecadores no dejan de ser hombres, ya que el pecado no destruye la naturaleza. Luego los pecadores deben ser amados por caridad.
Respondo: En los pecadores se pueden considerar dos cosas; a saber: la naturaleza y la culpa. Por su naturaleza, recibida de Dios, son en verdad capaces de la bienaventuranza, en cuya comunicación está fundada la caridad, como hemos visto (a.3; q.23 a.1 y 5). Desde este punto de vista, pues, deben ser amados con caridad. Su culpa, en cambio, es contraria a Dios y constituye también un obstáculo para la bienaventuranza. Por eso, por la culpa que les sitúa en oposición a Dios, han de ser odiados todos, incluso el padre, la madre y los parientes, como se lee en la Escritura (Lv 14, 26). Debemos, pues, odiar en los pecadores el serlo y amarlos como capaces de la bienaventuranza. Esto es verdaderamente amarles en caridad por Dios.
1. El profeta odió a los inicuos en cuanto tales, detestando su iniquidad, que es su maldad. Este es el odio perfecto del que dice: Con odio perfecto les odié (Sal 139, 22). En verdad, el mismo motivo hay para detestar el mal de uno que para amar su bien. Por lo tanto, incluso ese odio perfecto pertenece a la caridad.
2. A los amigos que incurren en pecado, según el Filósofo en IX Ethic., no se les debe privar de los beneficios de la amistad en tanto haya esperanza de su curación. Al contrario, mayor auxilio se les debe prestar para recuperar la virtud que para recuperar el dinero, si lo hubieran perdido, dado que la virtud es más afín a la amistad que el dinero. Mas cuando incurren en redomada malicia y se tornan incorregibles, no se les debe dispensar la familiaridad de amistad. Por eso, esta clase de pecadores, de quienes se supone que son más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a la vida de una persona privada. No obstante, la muerte infligida por el juez aprovecha al pecador: si se convierte, como expiación de su culpa; si no se convierte, para poner término a su culpa, ya que con eso se le priva de la posibilidad de pecar más.
3. Las imprecaciones que vemos en la Escritura se pueden interpretar de tres maneras. La primera, a modo de presagio, no como deseo; así vayan los pecadores al infierno quiere decir: los pecadores irán al infierno. La segunda, como deseo, con tal de que el anhelo del que desea no se refiera al castigo de los nombres, sino a la justicia de quien castiga, conforme al salmo57, 11; Se alegrará el justo al ver la venganza. Ciertamente, ni el mismo Dios castigador se alegra con la perdición de los impíos, como afirma también la Escritura (Sab1, 13), sino en su justicia, como afirma el salmo: Porque el Señor es justo y ama la justicia (Sal 11, 7). La tercera, como deseo de remoción de la culpa, y no como deseo de la pena misma: se desea que sean eliminados los pecados y que vivan los hombres.
4. Por caridad amamos a los pecadores, no para querer lo que quieren ellos, o gozarnos de lo que ellos gozan, sino para llevarlos a querer lo que queremos nosotros y a gozarse de lo que nos gozamos. De ahí estas palabras de Jeremías (15, 19): Ellos se convertirán a ti y tú no te convertirás a dios.
5. Se debe evitar, ciertamente, que los débiles convivan con los pecadores por el peligro que corren de verse pervertidos por ellos. En cuanto a los perfectos, en cambio, cuya corrupción no se teme, es laudable que mantengan relaciones con los pecadores para convertirlos. Así el Señor comía y bebía con ellos, como consta en la Escritura (Mt 9, 10-11). Sin embargo, se debe evitar la convivencia con los pecadores en un consorcio de pecado. Así dice el Apóstol: Salid de en medio de ellos y no toquéis nada inmundo (2Co 6, 17), o sea, el consentimiento en el pecado.
¿Se aman a sí mismos los pecadores?
Objeciones por las que parece que los pecadores se aman a sí mismos:
1. Lo que es principio de pecado se encuentra sobre todo en los pecadores. Pues bien, el amor propio es principio de pecado, según el testimonio de San Agustín en XIV De civ. Dei, que dice: Forma la ciudad de Babilonia . Luego los pecadores se aman extraordinariamente a sí mismos.
2. El pecado no destruye la naturaleza. Pues bien, a todos atañe por naturaleza amarse a sí mismos, y por eso incluso las criaturas irracionales apetecen, por naturaleza, su bien propio, como es la conservación en el ser y cosas semejantes. Por tanto, los pecadores se aman a sí mismos.
3. Según Dionisio en el cap.4 De div. nom.: A todos es amable el bien, y hay muchos pecadores que se consideran buenos. En consecuencia, muchos pecadores se aman a sí mismos.
Contra esto: está la afirmación de la Escritura: El que ama la iniquidad odia su alma (Sal 11, 6).
Respondo: Amarse a sí mismo en un sentido es común a todos; en otro sentido, es peculiar de los buenos, y en otro es característico de los malos que uno ame lo que tiene como su propio ser, es común a todos. Pues bien, se dice que el hombre es algo de dos maneras. La primera, en lo que afecta a su sustancia y naturaleza. En este sentido, todos se estiman en lo que son, es decir, compuestos de cuerpo y alma. De esta forma se aman todos los hombres, buenos y malos, porque desean la conservación de sí mismos. En segundo lugar, se dice que el hombre es algo según su principalidad, como del príncipe de la ciudad se dice que es la ciudad misma, y por eso lo que hace el príncipe se dice que lo hace la ciudad. De este modo no todos se tienen en lo que son. Efectivamente, lo principal que hay en el hombre es su alma racional, y es, en cambio, secundario su naturaleza sensible y corporal, llamando el Apóstol a la primera hombre interior, y a la segunda, exterior (2Co 4, 16). Los buenos aprecian en sí mismos como principal su naturaleza racional, es decir, el hombre interior, y se estiman en ello; los malos, en cambio, consideran que lo principal es la naturaleza sensible y corporal, o sea, el hombre exterior. Por eso, al no conocerse bien, no se aman de verdad a sí mismos, sino que aman lo que creen que son. Los buenos, en cambio, conociéndose bien, se aman de verdad.
Esto lo demuestra el Filósofo en IX Ethic. por cinco condiciones propias de la amistad. Cada uno de los amigos quiere: 1.° la existencia de su amigo y que viva; 2.° le quiere bienes; 3.° le hace el bien; 4.° convive con él plácidamente; 5.° coincide con sus sentimientos contristándose o deleitándose con él. Conforme a esto, los buenos se aman a sí mismos según el hombre interior: quieren que se conserve en su entereza y le desean sus bienes, que son espirituales; trabajan para alcanzarlos, y gustosamente se vuelven a su corazón, pues en él encuentran buenos pensamientos al presente, y el recuerdo de bienes pasados y la esperanza de los futuros, con que también reciben placer. De igual manera no toleran en sí mismos división de la voluntad, porque toda su alma tiende a una sola cosa. Los malos, por el contrario, no quieren conservar la integridad de su hombre interior, ni aspiran a los bienes espirituales, ni trabajan por alcanzarlos, ni les deleita convivir consigo mismos, volviéndose al corazón en el que encuentran males presentes, pasados y futuros que detestan; ni siquiera están en paz consigo mismos por los remordimientos de su conciencia, a tenor de las palabras de la Escritura: Te argüiré y me opondré a tu paz (Sal 50, 21). Con esto mismo se puede probar que los malos se aman a sí mismos según la corrupción del hombre exterior. Los buenos no se aman de esta manera.
1. El amor propio, principio del pecado, es el característico de los pecadores, que llegan hasta el desprecio de Dios, como allí mismo se dice, pues los malos de tal modo codician los bienes externos que menosprecian los espirituales.
2. El amor natural, aunque no quede del todo destruido en los malos, está, sin embargo, degradado del modo expuesto.
3. Los malos, en cuanto se consideran buenos, participan algo en el propio amor. Sin embargo, ni siquiera éste es un amor verdadero, sino aparente. Pero en los muy malos ni siquiera es posible este amor.
¿Obliga la caridad a amar a los enemigos?
Objeciones por las que parece que la caridad no obliga a amar a los enemigos:
1. Dice San Agustín en Enchir.: Este gran don (amar a los enemigos) no lo tienen cuantos creemos que son escuchados al decir en la oración "perdónanos nuestras ofensas" . Pues bien, a nadie se le perdona el pecado sin caridad, a tenor de lo que leemos en la Escritura: La caridad cubre los pecados (Pr 10, 12). Por tanto, no es exigencia de caridad amar a los enemigos.
2. La caridad no destruye la naturaleza. Ahora bien, todas las cosas, incluso las irracionales, odian naturalmente a sus contrarios: el lobo a la oveja; el agua al fuego. La caridad, pues, no hace amar a los enemigos.
3. La caridad no obra de manera perversa (1Co 13, 4). Pero sería ciertamente perverso amar a los enemigos, igual que odiar a los amigos. Por eso, reprobándolo, dijo Joab a David: Amas a quienes te odian y odias a quienes te aman (2S 19, 6). La caridad, pues, no hace amar a los enemigos.
Contra esto: está lo que dice el Señor: Amad a a vuestros enemigos (Mt 5, 44).
Respondo: El amor a los enemigos se puede entender de tres maneras. Primero, amarles en cuanto enemigos. Esto es malo y contrario a la caridad, pues sería amar la maldad ajena. Segundo, se puede tomar el amor a los enemigos como amor universal por la naturaleza común que tenemos con ellos. Desde este punto de vista, el amor a los enemigos es exigencia necesaria de caridad en el sentido de que quien ama a Dios y al prójimo no puede excluir a sus enemigos del amor general al prójimo. En tercer lugar, el amor a los enemigos puede entenderse en sentido particular, es decir, como un movimiento especial de amor de alguien hacia su enemigo. Esto no es en absoluto exigencia necesaria de la caridad, ya que esta virtud no implica amor especial a cada uno de nuestros semejantes en particular, extremo que resultaría imposible. No obstante, ese amor especial, entendido como disposición de ánimo, es exigencia necesaria de la caridad en el sentido de estar dispuesto a amar a un enemigo en particular si hubiera necesidad. El hecho de que, fuera de un caso de necesidad, se dé testimonio, con obras, del amor hacia el enemigo por amor de Dios, pertenece a la perfección de la caridad . Efectivamente, amando en caridad al prójimo por Dios, cuanto más se ama a Dios, tanto mayor se muestra el amor hacia el prójimo, a pesar de cualquier enemistad. Es lo que sucede cuando se ama mucho a una persona: por este amor se ama también a sus hijos, incluso aunque fueran nuestros enemigos. En este sentido se expresa San Agustín.
1. Con lo expuesto queda dada la respuesta a la primera.
2. Todas las cosas odian a sus contrarios en cuanto tales, y nuestros enemigos, en cuanto tales, son nuestros contrarios. Eso es lo que debemos odiar en ellos: nos debe desagradar que sean enemigos. Pero no son enemigos nuestros en cuanto hombres, capaces también de la bienaventuranza. Desde este punto de vista debemos amarles.
3. Es vituperable amar a los enemigos en cuanto enemigos, y esto, como hemos expuesto, no lo hace la caridad.
La caridad, ¿debe dar necesariamente señales o muestras de amor al enemigo?
Objeciones por las que parece que es necesidad de la caridad dar señales o muestras de amor al enemigo:
1. Dice San Juan: No amemos de palabra, sino en verdad y con obras (1Jn 3, 18). Pues bien, se ama de obra dando muestras y señales de amor a quien se ama. Por tanto, es exigencia necesaria de caridad dar muestras y señales de amor a los enemigos.
2. El Señor dice, al mismo tiempo: Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os odian (Mt 5, 44). Ahora bien, es exigencia de la caridad amar a los enemigos. Por tanto, lo es también beneficiarles.
3. Por caridad amamos no sólo a Dios, sino también al prójimo. San Gregorio escribe en la homilía de Pentecostés que el amor de Dios no puede estar ocioso; si existe, hace cosas grandes; si deja de obrar, no es amor. En consecuencia, el amor al prójimo no puede ser inoperante. Ahora bien, dado que la caridad exige necesariamente amar al prójimo, incluso al enemigo, es también necesario extender hasta ellos las señales y muestras del amor.
Contra esto: está el hecho de que, a propósito de lo que escribe San Mateo (5, 44): Haced bien a los que os odian, comenta la Glosa: Hacer bien a los enemigos es el culmen de la perfección . Pues bien, lo que atañe a la perfección de la caridad no es exigencia necesaria de ella. Luego no es exigencia necesaria de la caridad dar muestras y señales de amor a los enemigos.
Respondo: Las pruebas y señales de caridad provienen del amor interno y le son proporcionadas. Es de necesidad absoluta de precepto el amor interno general a los enemigos; no lo es, sin embargo, el amor a un enemigo particular, sino sólo como disposición de ánimo, según hemos visto (a.8). Otro tanto debemos decir de las muestras y señales exteriores de amor. Hay, es verdad, ciertos beneficios y pruebas de amor que deben darse al prójimo en general, por ejemplo, orar por todos los fieles o por todo el pueblo, o beneficiar a toda la comunidad. Es entonces de necesidad de precepto mostrar esas señales a los enemigos. Si así no se hiciera, se achacaría al odio de la venganza, contra lo cual pone en guardia la Escritura en estos términos: No busques la venganza ni te acuerdes de las injurias de tus conciudadanos (Lv 19, 18).
Hay, sin embargo, otros beneficios y pruebas de amor que se dan en particular a determinadas personas. Comportarse de esta manera con los enemigos no es necesario para salvarse, sino en la disposición del ánimo, o sea, que se esté dispuesto a socorrerles en caso de necesidad, como indica la Escritura: Si tuviere hambre tu enemigo, dale de comer; si tiene sed, dale de beber (Pr 25, 21). Ahora bien, el hecho de dar semejantes muestras de amor al enemigo, fuera del caso de necesidad, atañe a la perfección de la caridad, ya que, no satisfecho con no dejarse vencer por el mal, exigencia necesaria, quiere incluso vencer al mal con el bien (Rm 12, 21), y esto es ya de perfección. Efectivamente, no sólo se precave de llegar al odio por la injuria recibida, sino que incluso con los beneficios se esfuerza por traer a su amor al enemigo.
A las objeciones: Con lo expuesto se da respuesta a todas las objeciones.
¿Debemos amar por caridad a los ángeles?
Objeciones por las que parece que no debemos amar por caridad a los ángeles:
1. San Agustín, en el libro De doctr. christ., afirma: Es doble el amor de caridad, a saber, Dios y el prójimo . Pues bien, el amor a los ángeles no va incluido en el amor a Dios, ya que son seres creados, ni en el amor al prójimo, ya que no son de la misma especie que nosotros. No deben, pues, ser amados por caridad.
2. Nos parecemos más a los animales brutos que a los ángeles, ya que estamos en el mismo género próximo que los animales. Ahora bien, hemos dicho (a.3) que no tenemos caridad con los animales. En consecuencia, tampoco con los ángeles.
3. Y también, como se escribe en VIII Ethic.: Lo más propio de amigos es convivir. Pues bien, los ángeles ni conviven con nosotros ni les podemos ver. Por lo tanto, tampoco podemos tener con ellos amistad de caridad.
Contra esto: está lo que afirma San Agustín en XI De civ. Dei: A quien debemos dar o de quien podemos recibir favor de misericordia, justamente se le llama prójimo. Es evidente que en el precepto en el que se nos manda amar al prójimo va comprendido también el amor a los santos ángeles, que nos hacen muchos favores de misericordia .
Respondo: Como queda expuesto (a.3 y 6; q.23 a.1 y 5), la amistad de caridad se funda en la comunicación de la bienaventuranza eterna, en cuya participación comunican los hombres con los ángeles, según el testimonio de San Mateo (22, 30): En la resurrección serán los hombres igual que los ángeles. Por lo mismo, es evidente que la amistad de caridad se extiende también a los ángeles.
1. La denominación de prójimo se apoya en la comunicación no sólo en la especie, sino también en la comunicación de beneficios que pertenecen a la vida eterna, en la cual se funda la amistad de caridad.
2. Los animales brutos conviven con nosotros en el género próximo de la naturaleza sensitiva, por la cual no somos partícipes de la bienaventuranza eterna; lo somos por la naturaleza racional, que nos pone en comunicación con los ángeles.
3. Los ángeles no conviven con nosotros la vida exterior que resulta de nuestra naturaleza sensitiva. Convivimos, sin embargo, con ellos según la mente: de manera imperfecta, en esta vida; de manera, en cambio, perfecta, en la patria, como ya hemos dicho (q.23 a.1 ad 1).
¿Debemos amar a los demonios en caridad?
Objeciones por las que parece que debemos amar a los demonios en caridad:
1. Los ángeles son en realidad nuestros prójimos por tener en común con ellos la mente racional. Pero también los demonios tienen de común con nosotros la mente racional, puesto que sus dones naturales permanecen íntegros, según el parecer de Dionisio en el c.4 De div. nom. Por tanto, debemos amar con caridad a los demonios.
2. Los demonios se diferencian de los ángeles bienaventurados en el pecado, igual que los pecadores se diferencian de los justos. Ahora bien, los hombres justos aman con caridad a los pecadores. En conclusión, también deben amar con caridad a los demonios.
3. Debemos amar con caridad como prójimos a cuantos nos hacen beneficios, como se echa de ver por la autoridad de San Agustín antes aducida (a.10 sed cont.). Pues bien, los demonios nos son útiles en muchas cosas, ya que, tentándonos, nos entretejen coronas, como escribe San Agustín en XI De civ. Dei . Por lo tanto, debemos amar a los demonios en caridad.
Contra esto: está lo que afirma la Escritura: Vuestro pacto con la muerte quedará roto, y no tendrá vigor vuestro pacto con el infierno (Is 28, 18). Ahora bien, la perfección de la paz y de la alianza se hacen por caridad. Por consiguiente, no debemos caridad a los demonios moradores del infierno y procuradores de la muerte.
Respondo: Como ya hemos expuesto (a.6), en los pecadores debemos amar por caridad la naturaleza y odiar el pecado, y la palabra demonio significa una naturaleza deformada por el pecado. Por eso los demonios no deben ser amados en caridad. Y si no argumentamos basándonos en el nombre, y nos preguntamos si deben ser amados en caridad los espíritus llamados demonios, a tenor de lo expuesto (a.2 y 3), hemos de responder que hay una doble manera de amar algo en caridad. Primero, se puede amar como se ama a aquel con quien se tiene amistad. En este sentido no se puede entablar amistad de caridad con esos espíritus. Efectivamente, es de esencia de la amistad querer el bien para nuestros amigos, y no podemos querer en caridad el bien de la vida eterna, objeto de la caridad, para los espíritus condenados eternamente por Dios. Esto se opondría a la caridad de Dios con que aprobamos su justicia.
En segundo lugar, se puede amar una cosa en el sentido de que queremos que permanezca para bien de otro. De este modo queremos en caridad a las criaturas irracionales, porque queremos que permanezcan para gloria de Dios y utilidad del hombre, como hemos expuesto (a.3). Bajo este aspecto, podemos amar también en caridad la naturaleza de los demonios, deseando que esos espíritus se conserven en su naturaleza para gloria de Dios.
1. Es incompatible con la mente de los ángeles la imposibilidad de la bienaventuranza eterna, no así con la mente de los demonios. De ahí que la amistad de caridad, fundada más sobre la comunidad de la vida eterna que sobre la comunidad de naturaleza, se tiene con los ángeles, no con los demonios.
2. Los pecadores tienen en esta vida la posibilidad de llegar a la bienaventuranza eterna. No la tienen, en cambio, quienes están condenados en el infierno. En este sentido vale la misma razón que para los demonios.
3. La utilidad que nos reportan los demonios no proviene de su intención, sino por ordenación de la divina providencia. Por eso no nos compele a su amistad, sino a ser amigos de Dios, que torna su perversa intención en provecho nuestro.
¿Están bien enumeradas las cuatro cosas que han de ser amadas con caridad, a saber: Dios, el prójimo, nuestro cuerpo, nosotros mismos?
Objeciones por las que parece que no están bien enumeradas las cuatro cosas que debemos amar con caridad, a saber: Dios, el prójimo, nuestro cuerpo, nosotros mismos:
1. San Agustín dice: Quien no ama a Dios, tampoco se ama a sí mismo . Ahora bien, en el amor de Dios va incluido el amor a uno mismo. En conclusión, no hay lugar para distinguir el uno del otro.
2. La parte no debe contradividirse con el todo. Pues bien, nuestro cuerpo es una parte de nosotros mismos. Por lo tanto, no se puede dividir nuestro cuerpo como objeto que debamos amar distinto de nosotros mismos.
3. Como nosotros tenemos cuerpo, lo tiene también nuestro prójimo. De ahí que, como el amor con que amamos al prójimo se distingue del amor con que nos amamos a nosotros mismos, también el amor con que uno ama el cuerpo del prójimo debe distinguirse del amor con que ama el suyo. En conclusión, no está bien hecha la división de las cuatro cosas que hay que amar.
Contra esto: está lo que expone San Agustín en De doctr. christ.: Cuatro cosas hay que amar: al que está sobre nosotros, Dios; al que es nosotros mismos; lo que está junto a nosotros (el prójimo); lo que está por debajo de nosotros, nuestro cuerpo .
Respondo: Según hemos expuesto (a.3, 6 y 10; q.23 a.1 y 5), la amistad de caridad se funda en la comunicación de la bienaventuranza. Pues bien, en esa comunicación hay en realidad algo que se debe considerar como principio efectivo de la bienaventuranza, es decir, Dios; hay también algo que la participa directamente, o sea, el hombre y el ángel; y, por fin, aquello hacia lo que deriva por redundancia, a saber, el cuerpo humano. El que establece la bienaventuranza es digno de ser amado por la razón de que es la causa de la misma. En cambio, el que participa de ella puede ser amado por doble motivo: o porque es uno con nosotros, o porque está asociado a nosotros en la participación. Bajo este aspecto hay dos cosas dignas de ser amadas con caridad: el hombre que se ama a sí mismo y el prójimo.
1. La diversa relación que hay entre el sujeto que ama y los objetos amados por él funda el motivo distinto del amor. Según eso, ya que quien ama tiene relación distinta con Dios y consigo mismo, esto da lugar a establecer dos objetos dignos de amor, pues el amor de uno es causa del amor del otro. Por eso, eliminada una, desaparece la otra.
2. El sujeto de la caridad es el alma racional, que puede ser capaz de bienaventuranza; de ella no participa directamente el cuerpo, sino sólo por cierta redundancia. Por consiguiente, se ama el hombre con caridad de una manera distinta en cuanto al alma racional, que es lo principal en él, de la que ama su propio cuerpo.
3. El hombre ama al prójimo no sólo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo por razón del consorcio en la bienaventuranza. En consecuencia, por parte del prójimo es uno solo el motivo de amor. De ahí que el cuerpo del prójimo no figure como objeto especial que se deba amar aparte.
Suma Teológica - II-IIae (Secunda secundae)
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