Vida de Cristo

Parte Segunda. LA INFANCIA

CAPÍTULO II. EL MESÍAS REVELADO A ISRAEL POR LAS PROFECÍAS MESIÁNICAS

Aunque permaneciendo oculto en el seno de su Padre, el Verbo encarnado, el futuro Mesías, no dejó de anunciar paulatinamente su venida durante el largo período de preparación que transcurrió desde la caída de nuestros primeros padres hasta la bendita hora de su encarnación. Lo hizo, sobre todo, por medio de una sucesión gradual de oráculos de índole singular, a los que se ha dado el nombre de profecías mesiánicas. Forman éstas una admirable cadena de testimonios cuyo primer eslabón fue colocado, por decirlo así, en la mano del mismo Adán, mientras que el último anillo se une directamente al Mesías por el intermedio de su precursor Juan Bautista. Es una larga serie de rayos luminosos, que alumbran sucesivamente a manera de brillantes faros todas las épocas de la historia anterior a la venida de Cristo. Son voces sonoras que, una tras otra, claman por orden y bajo la inspiración de Dios: Vendrá el Mesías, tened confianza; ya viene, preparaos a recibirle; ya ha venido, acogedle dignamente.
Dispersas por la Biblia, ricamente engarzadas en su medio histórico y literario, todas estas profecías tienen su belleza particular. Pero cuando se las agrupa, forman un conjunto que les hace aún más sorprendentes y maravillosas. Podría comparárselas con un majestuoso edificio, construido poco a poco por el mismo Espíritu Santo, con la cooperación de arquitectos secundarios, que no son otros que los escritores sagrados. Cada uno de éstos ha ido colocando, sin pensarlo, piedras de resalto, sobre las cuales ha venido a apoyarse la obra de sus sucesores. En efecto, y no es esto lo menos sorprendente en este edificio místico, a pesar del gran número y diversidad de constructores y aunque se hayan empleado millares de años en construirlo, el conjunto es divinamente armónico. Como escribió Pascal 1: «Si un hombre solo hubiese compuesto un libro de profecías y Jesucristo hubiese venido conforme a dichas profecías, la cosa sería de infinito valor. Pero aquí hay algo más. Trátase de una serie de hombres que, durante cuatro mil años, constantemente y sin variación, vienen uno tras otro a predecir el mismo acontecimiento», y que, al predecirlo de este modo, se completan mutuamente. Y no solamente se completan, sino que se sirven de intérpretes, ya añadiendo algún nuevo pormenor, ya desenvolviendo, para hacerlo más claro o más expresivo, algún rasgo trazado por sus predecesores.
Después de esta simple enunciación de hechos, fácil es comprobar que los oráculos mesiánicos son el punto culminante de las revelaciones de la Antigua Alianza. Como expresivamente dijo Leibnitz, «probar que Jesucristo es el Mesías anunciado por tantos profetas, es, después de la demostración de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma, dar la prueba más concluyente de la religión. Porque la realización íntegra por Nuestro Señor, en el tiempo señalado, de predicciones tan divergentes a primera vista, y con frecuencia separadas por intervalos considerables, no ha podido tener lugar en virtud de una coincidencia fortuita. No puede ser sino obra de Dios, pues, humanamente hablando, era imposible que fuese prevista y organizada por los que la anunciaron.» Esta prueba es de fuerza extraordinaria.
En la mente de Dios aquellas célebres profecías tenían por fin principal preparar a los hombres, y en particular al pueblo de Israel, a la venida del Mesías. Porque era difícil que un acontecimiento cuyas consecuencias fueron tan venturosas y tan graves para la salvación del linaje humano sobreviniese, por decirlo así, ex abrupto. Resuelto desde toda la eternidad en el divino consejo, fue, pues, anunciado lentamente, delicadamente, durante unos cuarenta siglos. Así como el Creador ha dispuesto en el mundo de la naturaleza transiciones que admiramos sin cesar, así también ha procedido como por etapas sucesivas a la más perfecta de todas sus obras: la de la redención del género humano por Jesucristo. Así convenía para que el Salvador fuese dignamente acogido y para que los hombres se aprovechasen mejor de sus bendiciones.
Seguramente hubo más de un punto oscuro en varios de estos vaticinios antes de que tuviesen cumplimiento. A primera vista, hasta parece que hay contradicciones entre algunos de ellos. Pero Jesús, y después de Él sus apóstoles, han rasgado los velos, han roto los sellos. La vida del Salvador lo ha explicado todo, todo lo ha conciliado. Por otro lado, aunque la mayor parte de las profecías mesiánicas deben ser interpretadas a la letra, hay otras que exigen interpretación figurada: tales, entre otras, las que atañen a lo que suele llamarse la edad de oro del Mesías. Jesús había de ser juntamente hijo del hombre e Hijo de Dios. Es descendiente y heredero de David, y, sin embargo, si ha llevado corona real, la ha llevado también de espinas. Vino a la tierra a fundar el reino de Dios, pero este reino tardará en llegar a su consumación y sólo entonces gozará Jesús de toda su gloria y de todo su poder. Así todo es armonía en los antiguos vaticinios, entendiéndolos según el Espíritu Santo, que los ha dictado.
Para comprender bien y poner de relieve toda su fuerza, sería necesario transcribirlos casi por entero, y explicarlos cuando menos sucintamente. Mas para esto ni un volumen entero sería bastante. Nos contentaremos, pues, con señalar aquí los principales rasgos, no sin invitar a nuestros lectores a estudiar más a fondo esta cuestión tan atractiva como importante, bien sea en los comentarios del Antiguo Testamento, bien sea en obras que de ella tratan ex profeso 2.
El encadenamiento de estos magníficos oráculos será más patente si los mencionamos, por lo menos en general, según su orden cronológico. Bajo este aspecto se dividen por sí mismos en tres grupos. En primer término, los que se leen en los cinco libros del Pentateuco, y que corresponden a los tiempos primitivos de la historia sagrada; después, los contenidos en los libros de los Reyes, y a partir del reinado de David, en los Salmos y en los demás libros poéticos del Antiguo Testamento; en fin, los que datan de la época de los profetas mayores y menores. Véase ya por esta sencilla enumeración que la idea mesiánica resplandece, aunque en diversos grados, en toda la existencia del pueblo de Dios. No hay uno de sus anales que de ella no esté saturado. Es un hilo de oro que une estrechamente todas las partes de la Biblia.

I

La época que se extiende desde Adán hasta la muerte de Moisés se subdivide en tres períodos: el del paraíso terrenal, el de los patriarcas, el que siguió a la salida de Egipto.

1° Entre las sombras mismas del Edén, tristemente oscurecido por el pecado de nuestros primeros padres, Dios, que perdonaba al mismo tiempo que castigaba, hizo oír a los culpables lo que tan acertadamente se ha llamado el Protoevangelio, es decir, la «primera buena nueva» 3. A la sentencia contra la serpiente tentadora añadió estas palabras, que Adán y Eva llevaran consigo del Paraíso, como dulce consuelo en su aflicción 4: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu posteridad y la suya; ésta te acechará a la cabeza, y tú la acecharás al calcañal» 5. Verdad es que la promesa de la redención es aún vaga e indeterminada; el Salvador de la humanidad corrompida por el pecado de Adán no aparece aquí sino de una manera colectiva. Y, sin embargo, el Mesías representa, a pesar de su generalidad, la expresión «la posteridad de la mujer»; Él será quien reporte la victoria final sobre el demonio, hostil a esta pobre humanidad, de la cual, un día, se dignará formar parte. La victoria es cierta, y los oráculos posteriores se la atribuirán claramente.

2° La segunda profecía mesiánica nos transporta a la segunda cuna de la humanidad. Avanza un paso más, pues vincula a un nombre individual, al jefe de una familia especial; la bendición prometida a toda la descendencia de la mujer. Divinamente inspirado, Noé anuncia a su hijo Sem que Yavé será de particular manera su Dios 6 y el de sus descendientes, y que establecerá con ellos íntimas relaciones, pues de su posteridad –podemos ya deducirlo– es de donde ha de nacer un día el Redentor.
El círculo, muy amplio todavía, se estrecha de nuevo en Abraham, justamente llamado el padre de los creyentes, y miembro de la gran familia de Sem. De la remota Caldea, donde nació, le condujo Dios al país de Canaán, la futura Palestina, que un día será el país de Cristo, y allí le hizo, una tras otra, varias promesas, por las cuales establecía con él y su posteridad una alianza íntima, permanente. Hízole, sobre todo, en términos solemnes, centro y fuente de bendiciones para todos los pueblos de la tierra 7. Abraham quedaba así constituido en ascendiente, uno de los más gloriosos ascendientes, del Mesías. En efecto, San Pedro y San Pablo 8 afirman de explícita manera que en la persona de Cristo se realizó plenamente la bendición que a la descendencia de Abraham había sido prometida. Jesús mismo 9 hace alusión a estos oráculos cuando dice: «Abraham... se estremeció de gozo deseando ver mi día; lo vio y se alegró.»
Después de la muerte de Abraham fue renovada la promesa mesiánica a Isaac 10 Jacob 11 convertidos a su vez en medianeros de la bendición divina para todo el género humano. Al mismo tiempo quedó más circunscrita y se hizo más concreta, gracias a eliminaciones sucesivas, que del mismo modo que en otro tiempo habían separado a Cam y Jafet, más tarde a los hermanos de Abraham, después a Ismael, separaron también de la raza escogida al profano Esaú y a los hermanos de Judá. Poco antes de morir, Jacob, con iluminación de lo alto, pronunció también en este sentido un célebre oráculo 12, en el que, profetizando el porvenir de sus hijos y de su posteridad, anunció en majestuoso lenguaje que el Salvador del mundo formaría parte de la tribu de Judá y que tendría en sus manos el cetro real. Con David la realeza quedó vinculada como patrimonio a esta gloriosa tribu, y conforme demuestra claramente el árbol genealógico de Jesús según San Mateo, último heredero de aquel príncipe fue el Mesías.

3° Algunos siglos más tarde, Balaam, llamado por el rey de Mohab para que maldijese a los hebreos, que, a punto de penetrar en la tierra prometida, amenazaban su territorio, los bendijo, por el contrario, en cuatro oráculos sucesivos, de los que el último tiene gran trascendencia mesiánica:

Le veo, mas no como presente;
Le contemplo, mas no de cerca.
Una estrella sale de Jacob,
Un cetro se levanta de Israel.

Se reitera, en suma, la profecía de Jacob: el Mesías futuro es representado una vez más bajo los rasgos de un rey victorioso 13, figurado por el cetro y por la estrella.
Después de haberse individualizado poco a poco, la promesa divina va a dar con Moisés un paso más en la misma dirección. El gran legislador de Israel, que recogió, para transmitir a los siglos venideros, los vaticinios que acabamos de apuntar, recibió también él uno, y no de los menores, de boca del Señor. «Yo les suscitaré –le dijo Dios 14– un profeta de en medio de sus hermanos semejante a ti: y pondré mis palabras en sus labios, y les hablará todo lo que yo le mandare. Y si alguno desoyere las palabras que hablará en mi nombre, yo le pediré cuenta de ello.» De donde se sigue que el Cristo debía cumplir, como Mesías, las funciones de un legislador, de mediador y de profeta. «De mí escribió Moisés», dirá un día Nuestro Señor, aludiendo a este grande vaticinio 15.

II

Hacia el fin del revuelto período de los Jueces, leemos en el cántico de Ana, madre de Samuel –ese poema tan dulce y enérgico a la vez, en el que María, madre de Jesús, halló algunas ideas para su Magnificat, cántico más suave todavía–, una vibrante nota mesiánica 16:

El Señor juzgará los términos de la tierra,
Y dará el imperio a su rey,
Y ensalzará el poder de su Cristo 17.

Esta idea de la realeza del Mesías, que hemos visto apuntar varias veces, no se detendrá ya en su camino –a no ser, en cierta medida, durante los dolorosos y abatidos tiempos de la cautividad de Babilonia–; antes bien, hará rápidos progresos. En primer lugar, durante el reinado de David. Raros y aislados los rayos de la idea mesiánica durante largos siglos –aunque suficientes para iluminar y caldear períodos enteros–, se multiplican de repente y adquieren incomparable claridad a partir de este príncipe, que «contempló de lejos al Mesías y lo cantó con magnificencia que nunca será igualada» 18.
Volvamos al Mesías Rey. Cuando David, hacia el fin de su vida, concibió el proyecto de construir un Templo magnífico en honor del Dios de Israel, le fue enviado el profeta Nathan, para advertirle que este privilegio estaba reservado a su hijo Salomón, y prometerle, en premio de tan generoso designio, que sus descendientes se sentarían para siempre en el trono teocrático 19. Aunque algunos detalles de esta profecía se aplican inmediatamente a Salomón y a otras sucesores de David, otros, en cambio, no pueden convenir más que al Mesías, único en quien podían cumplirse. Tal es, pues, el rey ideal cuyo advenimiento se anuncia: este Ungido del Señor, este Cristo por excelencia, será rey eterno, y su reino no tendrá fin, como más tarde se lo repetirá a María el Arcángel Gabriel. He ahí al «Hijo de David» designado con nueva claridad. Si no se le nombra directamente, su imagen flota, por decirlo así, en un porvenir glorioso, como término supremo de los herederos directos de David.
Este mismo príncipe, según nos lo acaba de recordar Bossuet, contempló de antemano a su ilustre descendiente en una serie de espléndidos oráculos que lo presentan como persona bien determinada y que describen con claridad varias circunstancias de su vida.
Según los vaticinios de los Salmos cuya composición debe atribuirse a David, si el Mesías participa de la naturaleza humana, posee también realmente la naturaleza divina. El Señor mismo se lo ha dicho a su Cristo: «Mi Hijo eres tú; yo te he engendrado hoy» 20; y le ha comunicado un poder eterno, ilimitado, una gloria sin igual, que todos los pueblos deberán reconocer, si no quieren sufrir el peso de su justa cólera 21. El rey poeta tuvo el privilegio de predecir para el Cristo una función sublime que los antiguos vaticinios no habían señalado aún: con la dignidad de rey, el Mesías reunirá en su persona la de «sacerdote según el orden de Melquisedec» 22, y con este título inmolará al Señor una víctima de precio infinito, que no será distinta de sí mismo y. sustituirá a todos los sacrificios 23. Esta idea del Christus patiens (Cristo paciente) se desarrolla con sorprendente claridad en el Salterio, particularmente en el Salmo 21, del que se ha podido decir que más que una predicción parece una narración histórica: tan abundantes y precisas son las circunstancias que contiene acerca de la sangrienta tragedia del Calvario 24. Pero la augusta víctima no permanecerá en el sepulcro sino un tiempo muy limitado; una pronta y gloriosa resurrección consagrará para siempre su gloria y su autoridad 25.
Con toda exactitud, pues, podemos decir que los oráculos mesiánicos de los Salmos «nos ayudan por maravillosa manera a seguir los progresos de la revelación acerca de la más hermosa y grave de las profecías (de la Antigua Alianza)» 26. No sólo está el Salterio impregnado en su conjunto de la idea del Mesías tal como la habían transmitido las predicciones anteriores, sino que esta idea recibe en los Salmos magnífico desarrollo. Se precisa y esclarece cada vez más. Así no es maravilla que de todos los libros del Antiguo Testamento sea el Salterio el que se cita en el Nuevo con mayor frecuencia 27.
Por lo demás, hay otros poemas que, como los de David, se refieren directamente al Mesías: tal el Salmo 44 (hebreo, 45), compuesto por un levita de la familia de Coré, quien canta, en escogido lenguaje, la unión mística de Dios y de la sinagoga, y sobre todo la de Cristo y de la Iglesia 28; tal asimismo el Salmo 71 (hebreo, 72), en el que Salomón celebra a su vez la perfecta justicia del Rey Mesías, su amor compasivo hacia los humildes y los pobres, la catolicidad, perpetuidad y prosperidad de su reino.
Este mismo príncipe tuvo la honra de ser elegido por Dios para presentar al mundo una idea nueva relativa al Mesías, añadiendo de este modo un nuevo florón a la corona de Cristo. El, que al principio de su reinado había instado al Señor que le concediese la sabiduría con preferencia a cualquier otro don, tuvo por misión especial, como escritor sagrado, celebrar la identidad entre el Mesías y la sabiduría personificada, que ostenta de atributos divinos, preparando así la noción del Logos o del Verbo tal como la leemos al principio del Evangelio de San Juan. Esto es lo que hace en el libro de los Proverbios en una bellísima descripción 29. Mucho tiempo después de Salomón, otro poeta israelita, cuyo nombre nos es desconocido, reasumió este mismo tema, para pintar también la sabiduría 30 con colores que nos la presentan realmente como una divina hipóstasis. Otro tanto hizo el hijo de Sirac en el libro del Eclesiástico 31, empleando imágenes admirables.

III

Cuando en el siglo IX se abrió la era de los profetas propiamente dichos, resonó la promesa del futuro Redentor con nuevo vigor y nueva claridad, gracias a múltiples revelaciones que se referían ora a circunstancias particulares de la vida del Mesías, ora a ideas de índole general.
Tres de estas últimas merecen mención aparte. En primer lugar la que describe, con elocuencia nunca hasta entonces igualada, y en colores unas veces suaves y otras brillantes, lo que hemos llamado la edad de oro mesiánica, es decir, la paz, la gloria y la felicidad del reino de Cristo en este mundo y en el otro. Cierto que se trata casi siempre de simples figuras, que nos debemos guardar de tomar a la letra, como tan tristemente lo hicieron los judíos contemporáneos del Salvador. Sin embargo, son sumamente expresivas y características para representar las múltiples bendiciones que el Mesías debía derramar sobre Israel y sobre el linaje humano Isaías adquirió justa celebridad por estas gloriosas descripciones, que nos presentan la tierra como transformada en nuevo Edén, más perfecto aún que el primero.
Otra idea general admirable. Antes del destierro, por muchos títulos se había hecho la masa de Israel grandemente culpable para con Dios, y merecedora, por tanto, de gravísimos castigos. Será, pues, severamente castigada. Pero el Señor se dignará perdonarla en parte. Un «resto», que había pecado menos, escapará de los azotes suscitados por la divina venganza y quedará en reserva para formar un pueblo digno del. Mesías 32. Este pensamiento no sólo manifiesta la misericordia del Señor, sino también la naturaleza irrevocable de su plan relativo a la salvación de los hombres. Nada podrá estorbar el cumplimiento de sus designios providenciales. La estirpe real de David recibirá igualmente su parte de castigo, harto merecido por cierto, y a la venida del Mesías será semejante a un tronco mutilado 33; pero el Cristo la restaurará también 34.
Una tercera idea general, corolario natural de la segunda, es la inutilidad de las empresas tramadas por los imperios paganos para aniquilar la nación teocrática antes de que hubiese cumplido su misión. Complaceráse el Señor en servirse de ellos como de varas terribles para flagelar a sus hijos rebeldes; pero los quebrantará en el momento en que, saliéndose de su papel, quieran destruir a aquellos a quienes sólo habían sido llamados a castigar 35.
En cuanto a los rasgos particulares de la vida del Mesías, son abundantes en los escritos de los profetas de Israel. Nada hay de grande ni de glorioso que de Él no lo hayan dicho. «Uno ve Belén, la ciudad más pequeña de Judá, ilustrada por su nacimiento, y al mismo tiempo, remontándose más alto, ve otro nacimiento
Los libros de los profetas Nahum y Habacuc están enteramente consagrados a esta idea por el cual desde la eternidad sale del seno de su Padre 36; otro ve la virginidad de su Madre 37... Este le ve entrar en su Templo [38; el otro le ve glorioso en su sepulcro, donde había sido vencida la muerte 39. Al publicar sus magnificencias no callan sus oprobios. Lo han visto vendido; han sabido el número y empleo de las treinta monedas de plata en que fue comprado 40... Y para que nada faltase a estos vaticinios, han contado los años hasta su venida 41, y a menos de estar ciego no hay medio de desconocerlos».
Fácil es completar la enumeración de Bossuet. En los libros de los profetas mayores y menores hallamos alusiones, ya directas, ya tan sólo típicas, al precursor del Mesías 42, a la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a la venida del Cristo al Templo de Jerusalén, a su dignidad sacerdotal, a su título de Hijo del Hombre, tantas veces empleado por Jesús; a su entrada triunfal en la Ciudad Santa, a sus milagros y delicada dulzura, a su pasión, a su resurrección, a la divina Eucaristía, a la efusión del Espíritu Santo, a la conversión de todos los pueblos, al endurecimiento de los judíos, al Cristo consolador y redentor, al gran juicio del fin de los tiempos que será presidido por el Mesías 43.
Entre la brillante pléyade de profetas ha adquirido renombre especial Isaías, desde el punto de vista mesiánico, pues ninguno de los otros ha cantado de modo tan sublime las alabanzas del Cristo ni ha descrito tan minuciosamente su persona y obras, las circunstancias, ya gloriosas, ya dolorosas, de su vida. Así los Santos Padres se complacen en considerarle como el evangelista del Antiguo Testamento 44. A los rasgos particulares o generales que hemos tomado de la colección de sus vaticinios, justo es añadir, para ponerlos más de relieve, los que se refieren a la naturaleza divina del Mesías. Está afirmada en los términos más expresivos en el breve «Libro de Emmanuel» 45, sobre todo en el conmovedor pasaje en que el profeta, después de haber anunciado que el Mesías nacería milagrosamente de una Virgen, exclama al contemplarle en la cuna: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado... y llamarase su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de la paz» 46. Más adelante, en la segunda parte de su regio escrito 47, del que se ha dicho que es «un prefacio del Evangelio y como la aurora de su deslumbrante luz» 48, traza maravillosamente el retrato del «Servidor de Yavé», que no es otro que el Mesías. Si cuenta sus glorias en un estilo rebosante de santo entusiasmo, pinta también de antemano, en un cuadro incomparable 49 que recuerda el Salmo 21 (Hb, 22), otro retrato que arranca lágrimas: el de «El varón de dolores», de Cristo hecho nuestro rescate y muerto en media de sufrimientos indecibles para expiar los pecados de los hombres.
Con sus tristes lamentaciones mezcló Jeremías algunas notas vibrantes y alegres sobre el Mesías. La idea que más importa ahora recoger de él es la de la nueva alianza, mucho más perfecta que la primera y de duración eterna, que Dios pactará con su pueblo regenerado 50: el Mesías será el medianero de esta alianza. Las descripciones que consagra Ezequiel, hacia el final de su libro 51, a la nueva teocracia, al nuevo templo de Jerusalén y al nuevo culto tampoco pueden convenir más que a los días del Cristo.
Aunque incompleto, este catálogo de profecías basta para mostrar hasta qué punto son ricos en tesoros mesiánicos los escritos del Antiguo Testamento. Por doquier aparece en ellos la dulce y majestuosa figura del Redentor. Penetró en toda su trama; invadió, por decirlo así, toda la historia de Israel, en espera de invadir un día la historia de todo el mundo.
Añadamos todavía unas palabras más. En estos múltiples vaticinios el progreso de la revelación se va delineando maravillosamente. El Espíritu Santo ha ido evocando paulatinamente, por grados, esta majestuosa figura, que se yergue ante nosotros tanto más viviente cuanto más se acerca «la plenitud de los tiempos», la época en que se han de cumplir los oráculos. Casi cada profeta añade un nuevo rasgo. Y cuando el último de ellos haya desaparecido estará perfecto el cuadro, y la imagen será de tal precisión, que bastará encontrarse con el personaje así representado para exclamar al momento: ¡Él es! He ahí el Cristo, cuya fisonomía llena y anima todo el Antiguo Testamento 52. Veremos qué buen uso saben hacer los evangelistas de tan ricos tesoros y con qué exactitud aplican a Jesús los vaticinios que a él se referían.