Vida de Cristo

Parte Segunda. LA INFANCIA

CAPÍTULO VI. LA VISITA DE LOS MAGOS Y SUS CONSECUENCIAS

I– La Adoración de los Magos.

Hemos indicado ya antes el sencillísimo y natural procedimiento con que puede establecerse entre las narraciones de San Mateo y San Lucas la más cabal armonía en lo tocante a la sucesión cronológica de los acontecimientos que integran la historia de la Santa Infancia. Basta para ello encajar, por decirlo así, los relatos de uno en los del otro; lo cual se puede conseguir sin roces y sin violencia, pues son suficientemente elásticos para amoldarse a tal disposición. Según la hipótesis más verosímil, debe, pues, ponerse inmediatamente después de la purificación de María y rescate de Jesús la llegada de los Magos a Belén, la huída de la Sagrada Familia a Egipto, el degüello de los Inocentes, la permanencia de Jesús, María y José en tierra extranjera y su definitivo establecimiento en Nazaret. Desde el siglo II fue recibido este orden de acontecimientos por Taciano en su armonía evangélica, conocida con el nombre de Diatessaron 1; lo aceptan asimismo la mayoría de los comentaristas contemporáneos.
Pero también han sido agrupados en otra forma los episodios que constituyen esta parte de la Infancia del Salvador. Según San Agustín 2, los Magos habrían ido a Belén algunos días solamente después del nacimiento (6 de enero); los misterios de la purificación de María y presentación de Jesús habrían tenido lugar después; la huida a Egipto e incidentes que con la misma se relacionan habrían ido desarrollándose más tarde. Pero no es creíble que los padres de Jesús fuesen a Jerusalén después de la visita de los Magos: hubiera sido exponer inútilmente al Niño-Dios a gravísimos peligros. Otros han preferido el siguiente orden de los hechos: nacimiento, circuncisión, visita de los Magos, huida y estancia en Egipto, regreso a Palestina después de la muerte de Herodes, purificación y presentación en el Templo; finalmente, instalación en Nazaret. No es, ciertamente, imposible que así acaeciesen los hechos; pero ¿es verosímil que en el espacio de los treinta y dos días que transcurrieron desde la circuncisión de Jesús hasta la purificación de su Madre se acumulasen tantos acontecimientos? Admitida esta hipótesis, la permanencia en Egipto no habría podido durar arriba de quince días.
Si después de María y José y los ángeles fueron los pastores los primeros adoradores de Jesús y representaron junto a su cuna a todos los verdaderos y fieles israelitas, justo era, y muy conforme con los designios providenciales –nos lo acaba de recordar el anciano Simeón–, que el mundo pagano tuviese también desde el primer momento sus representantes cerca de Aquel que a todos los hombres, sin excepción alguna, traía la salvación. Por eso acuden ahora los Magos a la ciudad de David, como primicias de la gentilidad.
Su nombre, que nada tiene de semítico, sino que es de origen ario e indogermánico 3 era entonces bien conocido en el mundo grecorromano. Por lo que San Mateo se conforma con citarlo sin explicación alguna, suponiéndolo claro para sus lectores. Primitivamente formaron los Magos en Media y en Persia una casta sacerdotal muy respetada, que se ocupaba de Ciencias naturales, de Medicina, de Astronomía (más exactamente, de Astrología), al mismo tiempo que del culto divino 4. La Biblia nos los muestra en Caldea, en la época de Nabucodonosor. Este príncipe llegó a conferir a Daniel el título de Rab-Mag, es decir, el Gran Mago, en recompensa de sus servicios 5. Su doble título de sacerdotes y de sabios les daba considerable influencia sobre las diferentes clases de la sociedad. En varias regiones formaban también parte del Consejo de los Reyes 6. Verdad es que su crédito había ya decaído notablemente en tiempo de Nuestro Señor, pues muchos de ellos, especialmente los que, en número no pequeño, habían venido a establecerse en las provincias occidentales del imperio no eran más que unos pobres hombres que se dedicaban a las artes ocultas, sin otro oficio que el de embaucadores y hechiceros. Los Hechos de los Apóstoles señalan algunos ejemplos de esta degradación del nombre y de las funciones 7. Eso no obstante, San Mateo toma aquí el nombre de Magos en buen sentido, según la acepción primitiva; así se deduce del conjunto de su relato 8.
Desde antiguo, una tradición popular, que se generalizó a partir del siglo VI, atribuyó dignidad real a los Magos del Evangelio. Equivocadamente se les han aplicado ciertos textos bíblicos que de antemano describían no el hecho particular de su visita al Niño-Dios, sino, en términos elevados y metafóricos, la conversión general de los gentiles a la religión del Mesías 9. Nada hay en la narración evangélica que favorezca a esta opinión, contradicha ya por los monumentos más antiguos del arte cristiano, en los que los Magos de Belén nunca llevan atributos reales, sino que están simplemente representados con trajes de ricos persas 10.
Se ha discutido largamente de su patria, su número y época exacta de su llegada a Palestina 11. ¿De dónde venían? San Mateo, que no suele ocuparse gran cosa de detalles topográficos y cronológicos, no responde a esta pregunta sino con la expresión general: «Magos del Oriente» 12 Para explicar esta fórmula se han propuesto, desde .tiempos muy antiguos, varias opiniones. Quiénes han creído que venían de Caldea, antiguo país de astrónomos y astrólogos; quiénes que del reino de los Partos; quiénes que de Persia o de Media, de donde era oriunda la casta de los Magos, según acabamos de decir 13; quiénes, por fin, que de Arabia, porque produce incienso y mirra, ofrecidos por los Magos como presente 14. Siendo el texto tan vago y la tradición tan varia y discordante, no es posible determinar con certeza el país de donde vinieron los Magos.
Tampoco se puede fijar exactamente su número, ni existe tradición sólida acerca de este punto. Los sirios, los armenios y San Juan Crisóstomo cuentan hasta doce Magos. Entre los latinos se encuentran desde época bastante remota la cifra de tres, que parece haberse fijado definitivamente a partir de San León Magno; pero es probable que no tenga otra base que la triple ofrenda hecha a Jesús por sus visitadores orientales, si ya no provino de la leyenda que ha relacionado a los Magos con las tres grandes razas humanas: la de Sem, la de Cam y la de Jafet. En los monumentos antiguos se representan dos, tres, cuatro y aún más.
La misma variedad de interpretaciones reina en orden a la época exacta de su viaje. Varios autores antiguos 15, tomando por base de sus cálculos la bárbara conducta de Herodes, quien, para estar más seguro de no dejar escapar a su rival, hizo dar muerte a los niños de dos años abajo, suponen que dos años era el tiempo transcurrido entre el nacimiento y la visita de los Magos. Pero esto es manifiesta exageración. Como ya hicimos notar, la mayoría de los Padres creen, por el contrario, que los Magos llegaron junto a la cuna del Salvador poco después del nacimiento. El texto mismo del Evangelio favorece a esta opinión, pues indica no haber pasado mucho tiempo entre el nacimiento de Jesús y la llegada de los adoradores orientales: «Habiendo nacido Jesús en Belén... vinieron del Oriente a Jerusalén unos Magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto en Oriente su estrella y venimos a adorarle.»
Su repentina llegada y su inquietante pregunta, en aquel ambiente que la espera del Mesías hacía en extremo impresionable, excitaron vivísima conmoción. Pero antes de hablar de esta turbación que describe el escritor sagrado, hemos de inquirir todavía, para mejor comprender el alcance de las palabras de los Magos cuál era la naturaleza de aquella estrella que dio ocasión a tan largo viaje y cómo de la aparición de este astro concluyeron que acababa de nacer aquel a quien ellos llamaban rey de los judíos.
La misteriosa estrella de los Magos ha sido y seguirá siendo asunto de largas discusiones. ¿Era una estrella fija y ordinaria que apareció entonces por primera vez y cuyas sucesivas fases –claridad deslumbradora al principio; después eclipse temporal, brillante reaparición, desaparición repentina– corresponderían más o menos exactamente a las condiciones descritas por el evangelista? ¿Era un corneta, como se ha pensado alguna vez, siguiendo a Orígenes? 16. ¿Era la conjunción de varios planetas, según la sabia teoría del gran astrónomo Kepler, que en otro tiempo tuvo gran aceptación y que aún no ha perdido todos sus partidarios? He aquí un resumen de este sistema. «A fines del año 1603, observó Kepler la conjunción de Júpiter y Saturno, completada por Marte en la primavera siguiente. Durante el otoño de 1604, un cuerpo celeste, desconocido hasta entonces, apareció cerca de los primeros planetas. El conjunto formaba un cuerpo luminoso de vivísima claridad. Iluminado por repentina idea, dedicóse Kepler a indagar si por ventura no se habría producido un fenómeno sideral semejante hacia la época del nacimiento del Salvador, y sus cálculos le condujeron a reconocer que, efectivamente, hacia el año 747 de Rama acaeció una conjunción de idéntica naturaleza, y de este hecho dedujo que esta misma conjunción fue la estrella de los Magos. Este sistema, renovado, completado y modificado por astrónomos posteriores, sedujo a gran número de sabios y exegetas, que lo adoptaron al momento» 17. ¡Pero qué complicación frente al sencillísimo relato del Evangelio! ¿Y por qué los astrónomos que después de Kepler han estudiado el fenómeno en cuestión no han podido concertarse respecto al año en que habría sucedido? ¿No consistiría más bien la estrella de que habla San Mateo en una especie de meteoro móvil que apareciese y desapareciese, avanzase y se parase sin salir de nuestra atmósfera, a la manera de la nube de fuego que en otro tiempo sirvió de guía a los hebreos en el desierto? 18. Interpretado a la letra, el texto del Evangelio favorece a la opinión popular, que ha sido la de la mayor parte de los Padres 19. En este caso trataríase de un fenómeno enteramente sobrenatural, y tal es la impresión que la narración produce. Sin embargo, como los términos empleados por San Mateo no indican forzosamente que se trata de un hecho milagroso, libre es cada uno para seguir cualquiera de las tres primeras hipótesis, aunque estas tres suponen que la aparición de la estrella fue un acontecimiento natural 20.
Notemos todavía, en la pregunta formulada por los Magos, la notable expresión «su estrella» 21: la estrella del rey recién nacido, el astro que le designaba personalmente y que, por decirlo así, le pertenecía. Este rasgo está en perfecta conformidad con las ideas del mundo antiguo, según las cuales fenómenos celestes presidían a los principales acontecimientos que suceden en la tierra y aun al nacimiento, vida y muerte de los grandes personajes 22.
Mas ¿cómo los Magos, al contemplar y examinar aquella estrella, cualquiera que su naturaleza fuese, entendieron que era el astro especial del rey de los judíos y que este rey acababa de nacer? Para responder a esta pregunta menester es recordar que se había difundido entonces por todas las partes del imperio romano, y en Oriente más que en otra alguna, cierto presentimiento, vago unas veces, más preciso otras, de una nueva era que iba a inaugurarse para la humanidad. Punto de partida de esta edad de oro, a la que debía presidir un poderoso y glorioso personaje, había de ser la Judea, según la opinión común. Ya hemos dicho con cuánta ansiedad esperaban los judíos al Mesías, precisamente en esta misma época. Toda su literatura era mesiánica, como lo manifiestan los abundantes libros apócrifos, que sin cesar avivaban el fuego y hacían que la esperanza fuese aún más intensa. Los hijos de Israel habían invadido la mayoría de las provincias del imperio y se entregaban en todos los sitios a un ardiente proselitismo, sin hacer misterio ni de su religión ni de su Mesías; gracias a ellos se habían originado y extendido aquellas esperanzas que a tantos espíritus tenían en suspenso. Las religiones paganas se descomponían y caían en ruinas. Los espíritus más elevados se afiliaban en gran número al judaísmo por lazos más o menos estrechos.
El presentimiento de que hablamos está formalmente atestiguado por varios de los grandes escritores de Roma, en particular por Virgilio 23, Tácito 24 y Suetonio 25, así como también por el historiador judío Flavio Josefo 26. Ya las antiguas tablas astronómicas de Babilonia manifestaban vivo interés por la Palestina. En ellas se pueden leer con bastante frecuencia predicciones expresadas en estos términos «Cuando tal o cual cosa suceda, se levantará en el Occidente un gran rey», y con él comenzará una verdadera edad de oro.
Estas sumarias notas históricas explican que hasta en el lejano Oriente hubiese hombres que esperaban al libertador del linaje humano y que buscaban en los astros, donde entonces se creía que todo se podía leer y aprender, las señales precursoras de su advenimiento. A esa clase de hombres pertenecían los Magos; así es que cuando de improviso apareció en el límpido cielo de su país un fenómeno astral que juzgaron prodigioso, lo tuvieron por presagio, y al punto lo relacionaron con el nacimiento del futuro Redentor. Para aquellos astrónomos era la estrella, según la hermosa expresión de San Agustín 27, un lenguaje exterior muy adecuado para excitar su atención y su fe. Pero, evidentemente, a este lenguaje de fuera se asoció una palabra mucho más clara, una revelación divina, que precisó su sentido y les impulsó a ir a ofrecer en persona sus homenajes al rey de los judíos 28.
Notemos, aunque sólo sea de paso, los admirables caminos de Dios, que providencialmente adapta sus gracias e inspiraciones a las disposiciones íntimas de aquellos a quienes se digna atraer hacia sí. Más tarde cautivará Jesús el ánimo de los pescadores de Galilea por pescas milagrosas; la de los enfermos, por curaciones; de los doctores de la ley, por la explicación de los textos de la Escritura. He aquí que hoy llama a los Magos, es decir, a los astrónomos, por un astro del firmamento.
Pero volvamos a Jerusalén, donde los hemos dejado en el momento en que se dirigían a los que encontraron a su paso aquella pregunta tan sencilla en apariencia, pero que inmediatamente produjo impresión mucho más honda de lo que ellos pudieran prever. Habíales revelado la estrella el nacimiento del rey de los judíos; pero no les había mostrado el lugar preciso en que podían encontrarle. Se encaminaron, pues, directamente a Jerusalén, la capital del reino judío, seguros de obtener allí informes auténticos acerca del punto que ignoraban todavía: «¿Dónde ha nacido –preguntaban– el rey de los judíos? Porque hemos visto en Oriente 29 su estrella y venimos a adorarle» 30.
En unas cuantas palabras describe dramáticamente el escritor sagrado el efecto producido en la corte real, y en la ciudad entera, por la inesperada noticia que traían los Magos. Volando de boca en boca, pronto traspasó el umbral del regio palacio, suscitando por doquier profunda conmoción o violento terror. «Herodes se turbó y toda Jerusalén con él.» Varias veces, y por motivos harto menos graves, había temblado el viejo déspota por su vida y por su usurpado trono. Rey de Palestina no por derecho, sino a poder de intrigas y violencias, detestado de la mayoría de sus súbditos por su tiranía y por su conducta antiteocrática, solícito hasta el exceso de su autoridad, ve levantarse inopinadamente cerca de sí un poderoso rival: el Mesías mismo, y se pregunta con angustia si podrá luchar ventajosamente contra él. También los habitantes de Jerusalén tenían sus razones para turbarse. De un lado, el pensamiento de que, al fin, iban a realizarse las esperanzas mesiánicas que hacían latir todos los corazones; de otro el temor de los torrentes de sangre que la cólera de Herodes haría probablemente correr de nuevo para conservar por lo menos su trono y su corona 31, engendraban en los ánimos fortísima excitación.
El rey supo dominarse pronto. No se desmintieron en esta delicada situación su astucia y su habilidad. No estaba menos interesado que los Magos en conocer la residencia actual de su competidor. Sin perder, pues, un instante, tomó dos medidas –oficial y pública la una, secreta la otra– que, a su juicio, habían de manifestárselo con seguridad. Disimuló su inquieta rabia, y como se trataba de un hecho ante todo religioso, convocó a sesión extraordinaria al gran consejo eclesiástico de los judíos, al sanedrín 32, al que propuso claramente la cuestión: «¿Dónde ha de nacer el Mesías?» Fácil era la respuesta, y habría podido el rey dársela a sí propio si no hubiera tenido más de idumeo que de judío. Así, aquellos a quienes preguntó le respondieron al momento, clara y brevemente: «En Belén de Judá», y luego en abono de su respuesta adujeron el vaticinio del profeta Micheas, citado bastante libremente en cuanto a la letra, pero muy exactamente en cuanto al sentido, como suele acontecer en los Evangelios 33 : «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el caudillo que gobierne a Israel, mi pueblo.»
Ya tiene Herodes dos noticias seguras. Por los Magos sabe que ha nacido el Mesías; por el sanedrín, el lugar exacto de su nacimiento. Pero desea todavía conocer una tercera que le permita ejecutar con más seguro éxito el plan homicida que ya se agitaba en su espíritu. Espera que también se la facilitarán los Magos. Les reúne, pues, en su palacio, en audiencia secreta, para no excitar la atención, y se informa cuidadosamente de ellos 34 acerca de la época precisa de la aparición de la estrella, pues suponía con fundamento que debía de existir alguna relación entre aquella fecha y la del nacimiento del Mesías. Después, enviando a los Magos a Belén, les dijo: «Id y preguntad con diligencia por el Niño, y en hallándole, dadme noticias para ir yo también a adorarle.» Lenguaje pérfido, cruelmente hábil, que, de no haberlo estorbado la intervención divina, habría conseguido hacer de aquellas almas honradas y cándidas inconscientes instrumentos de los negros designios del tirano.
Satisfechos de los informes que habían obtenido, dejaron los Magos sin demora la ciudad santa y tomaron el camino de Belén. Inmensa fue su alegría 35 cuando al salir de Jerusalén vieron ante sí, más brillante que nunca, la estrella que se les apareciera en Oriente, pero que después se había eclipsado porque Dios quería poner a prueba su fe. Por lo demás, en su país todo el mundo conocía el camino de Palestina 36. Había llegado la noche, y ante ellos iba el astro bienhechor 37, no sólo mostrándoles el camino, sino también dándoles seguridad de no haber sido engañados por su imaginación, y de que se aproximaban ya al deseado término. De repente se detuvo la estrella, con lo cual entendieron los viajeros que allí se albergaba el rey a quien de tan lejos venían buscando. Por el relato de San Lucas sabíamos que Jesús nació en un establo. Si San Mateo habla ahora de una casa, es sin duda porque, después de las apreturas de los primeros días, en que tantos extranjeros habían acudido a Belén por causa del empadronamiento, José habría podido procurarse instalación más conveniente.
«Y habiendo entrado con qué emoción!– (los Magos), hallaron al Niño con María su madre, y postrándose, le adoraron.» En estos términos de delicada sencillez cuenta San Mateo la entrevista de los viajeros orientales con el Rey de los judíos, y Rey del mundo entero. ¿Debemos tomar a la letra las palabras «le adoraron» y atribuirles su plena y entera significación teológica? En sí considerada, puede esta fórmula significar solamente un homenaje muy respetuoso, expresado por la humilde actitud de la postración. Sin embargo, todo induce a creer que los Magos recibieron una revelación más especial aún, reconocieron la divinidad del Hijo de María y le adoraron como a verdadero Hijo de Dios. De ello no dudaron nunca los Santos Padres 38.
No hicieron mella en el ánimo de aquellos fervientes adoradores de Cristo las circunstancias exteriores que tan desfavorables al divino Niño parecían a primera vista. Ni su pobreza, ni su aparente impotencia, ni su silencio fueron obstáculo a la fe de los Magos. Los presentes que, según antigua costumbre oriental que no permite acercarse a un gran personaje con las manos vacías, ofrecieron a Jesús, son nueva prenda de la plenitud de aquella fe sencilla y generosa: «Abiertos sus tesoros, le ofrecieron oro, incienso y mirra». En su pensamiento tenían estos dones ciertamente una significación simbólica, que nuestros más antiguos escritores eclesiásticos han indicado con algunas variantes. La interpretación más natural y corriente es la que se expresa en esta prosa de Navidad:

Auro Rex agnoscitur
Homo myrha colitur,
Thure Deus gentium 39.

Muy corta debió de ser, a lo que parece, la permanencia de los Magos en Belén. El relato evangélico casi da a entender que, a lo sumo, pasaron allí unas horas. Hombres sin doblez, habían tomado en serio las hipócritas protestas de Herodes y se disponían a volver a Jerusalén para llevarle las noticias que les había pedido. Mas fue desbaratado el designio del cruel tirano por la Providencia, que en un sueño milagroso, advirtió a los viajeros que tomasen otro camino para volver a su país. Obedecieron ellos con presteza, y desaparecieron misteriosamente como habían venido. Desde Belén hacia el Este, no faltaban caminos que, atravesando el Jordán, conducían a la meseta de Moab, por donde pasaba ya la ruta de las caravanas orientales.
Muchas veces se ha ponderado el expresivo contraste que hay en este encantador episodio entre la conducta de aquellos gentiles y la de los judíos de Jerusalén respecto al Mesías recién nacido. Comienza a cumplirse ya la profecía de Simeón. El judaísmo rechaza a Jesús; la gentilidad viene hacia El. Emprenden los Magos largo y trabajoso viaje para ir a adorarle; Herodes quiere quitarle la vida. Los príncipes de los sacerdotes y los escribas se contentan con indicar fríamente el lugar donde había de nacer; semejantes a esas piedras milenarias que, inmóviles siempre, muestran el camino a los viajeros, ni siquiera piensan en moverse para ir a buscarle. ¡Qué horizontes, cargado uno de esperanzas y otro doloroso, para el porvenir del Divino Maestro y de su Iglesia! Israel, rechazado por su culpa, cede al mundo gentil el puesto de honor que con soberana bondad le había otorgado el plan divino 40.

II– Huída a Egipto y degüello de los Inocentes.

Cerníase el peligro sobre el Mesías; pero Dios no le abandonó a la crueldad de Herodes. La noche misma en que los Magos se alejaban de Belén, un ángel se apareció a José durante un sueño y le dijo: «Levántate, y toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estáte allí hasta que yo te avise. Porque Herodes buscará al Niño para matarle.» Apremiante era el mensaje, tanto como el peligro. Comprendiólo José; y sin pedir explicaciones, tomó al Niño y a su Madre, aquellos dos seres que le eran tan queridos y que entonces tantas angustias le costaban, y presurosamente se dirigió hacia Egipto. ¡Qué admirable obediencia la suya, siempre pronta y sin reserva, aun a costa de molestias y de sacrificios!
Varios caminos bien conocidos conducían desde Belén al país de los Faraones. El más corto, y también el menos molesto y el más frecuentado, iba primero a Ascalón y Gaza, en la antigua región de los filisteos; después a Raphia, desde donde seguía a lo largo de la playa del Mediterráneo hasta Casium y Pelusa, en el bajo Egipto. Pero este camino era menos seguro para los fugitivos, pues los emisarios de Herodes podrían alcanzar fácilmente a la Sagrada Familia antes que ésta tuviese tiempo de atravesar la frontera. Así, es probable que José prefiriese encaminarse hacia el limite meridional de Palestina por Hebrón y Bersabé, y que desde allí se entrase por el desierto de Farán 41, donde no faltaban varios caminos bastante directos. Sólo al cabo de seis o siete días de fatigosa marcha debieron de arribar los viajeros a la antigua provincia de Gessen, durante mucho tiempo habitada antiguamente por los hebreos 42. De allí, según tradición digna de respeto, tras una parada cerca de Heliópolis, en el sitio que lleva hoy el nombre de Matanyée 43, llegaron a Menfis, donde vivieron todo el tiempo que duró su permanencia en Egipto. La iglesia copta del Antiguo Cairo ocupa, según se cree, el emplazamiento de la casa en que habitaron 44.
Aunque sumido Egipto en el paganismo, fue señalado a José como lugar de refugio porque era el país más a su alcance para escapar de las asechanzas de Herodes. Dependía entonces esta región directamente de Roma y el tirano carecía en ella de toda jurisdicción. Desde el reinado de Tolomeo Lago (muerto el año 233 a. J. C.), muchedumbre de emigrados judíos se habían ido estableciendo allí; unos para entregarse a fructíferas empresas comerciales; otros, más recientemente, para ponerse a cubierto del furor de Herodes. En la época en que llegó allí la Sagrada Familia formaban una colonia floreciente, sobre todo en Alejandría, en Heliópolis y en Leontópolis. En esta última ciudad habían construido, hacia el año 160 antes de nuestra Era, un templo magnífico, tan grande, dice ingenuamente el Talmud, que, por no alcanzar la voz del ministro oficiante hasta los extremos, era necesario que el sacristán agitase un velo para advertir a los asistentes cuándo habrían de responder «Amén» a las diversas oraciones. Entre aquellos judíos había muchos y hábiles obreros, que estaban organizados en corporaciones, según sus diversos oficios, y se procuraban mutuos socorros en caso de enfermedad o de falta de trabajo. En el distrito en que se fijó la Sagrada Familia podía, pues, hallar recursos y la protección que necesitaba.
Entretanto, Herodes, en acecho, había esperado con impaciencia y sobreexcitación creciente la vuelta de los Magos a Jerusalén y la respuesta que le prometieran. Cuando, cansado de esperar, se persuadió que ya no volverían –y fácil fue a sus agentes cerciorarse de que ya habían salido de Judea–, tuvo aquel proceder por grosero insulto y por traición urdida contra él para destronarle en provecho de su rival. Entonces se entregó a uno de aquellos ciegos arrebatos de cólera y rabia a que tan propenso fue, sobre todo hacia el fin de su vida, y dejando a un lado disimulo y aun prudencia, se lanzó al cumplimiento de su bárbara venganza. Dio, pues, órdenes a los soldados de su guardia, que eran también sus ordinarios verdugos, de degollar sin compasión, no sólo en el interior de Belén, sino también en los caseríos inmediatos y viviendas aisladas que de Belén dependían, a todos los niños varones de dos años para abajo, conforme a las noticias que de los Magos había adquirido acerca del tiempo en que se les apareciera la estrella. Esperaba que ampliando así sus bárbaras órdenes, así en cuanto al tiempo como en cuanto al espacio, no saldrían fallidos sus propósitos, y que -no se le escaparía Aquel a quien en su presencia habían osado llamar «Rey de los judíos». Ni gustaba de tomar a medias sus disposiciones, ni la sangre de sus súbditos tuvo gran valor ante sus ojos.
La cruel sentencia fue rigurosamente ejecutada. Se ha preguntado, naturalmente, cuántas fueron las inocentes víctimas que gozaron del privilegio de ser los primeros mártires de Cristo. Se ha exagerado a veces su número por modo extraordinario, fijándolo en tres mil y hasta en ciento cuarenta y cuatro mil 45. La estadística nos procurará datos bastante precisos. Dando a Belén una población de dos mil almas aproximadamente, y suponiendo que, según ley ordinaria, a cada mil habitantes correspondiesen poco más o menos treinta nacimientos anuales, que han de repartirse casi por igual entre los dos sexos, se obtiene el número de quince niños varones por año, y de treinta para dos años. Y aun esta cifra parece elevada a la mayor parte de los intérpretes, que creen que el degüello no debió de alcanzar a más de quince o veinte víctimas 46.
Crimen espantoso, en todo caso, cualesquiera que fuesen sus proporciones. Así el escritor sagrado lo encarece por medio de una de esas comparaciones, tan de su gusto, entre los hechos evangélicos y los vaticinios de la Antigua Ley : «Entonces se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías: Una voz se ha oído en Rama, llanto y alaridos grandes: la voz de Raquel que llora a sus hijos, y no ha querido ser consolada, porque ya no son» 47 Esta cita, como la que poco ha hemos visto tomada de Miqueas, está hecha con bastante libertad, tanto si se mira al texto hebreo como a la versión alejandrina; pero reproduce muy bien el pensamiento del profeta. Acababa Jeremías de describir en lenguaje brillante el futuro restablecimiento del pueblo teocrático y el fin del destierro de Babilonia. De pronto se interrumpe, para recordar los dolorosísimos tiempos en que vivía, y contempla en espíritu una de las escenas más amargas de la historia de Israel. Poco hacía, después de la completa victoria de los soldados de Nabucodonosor y de la caída del reino de Judá, los judíos que iban a ser deportados a Caldea habían sido reunidos en Rama 48 pequeña ciudad situada a ocho kilómetros de Jerusalén, y que aún lleva el nombre de er Ram. Por una dramática prosopopeya, nos muestra el profeta a Raquel saliendo entonces de su sepulcro –situado cerca de Belén 49, en el camino de Jerusalén, probablemente en el mismo sitio en que hoy se ve todavía– y lanzando lúgubres gemidos, como madre inconsolable a quien han arrebatado sus hijos. En el antiguo duelo de Raquel, ascendiente ilustre del pueblo judío, ve San Mateo la imagen anticipada del de aquellas madres betlemitas cuyos hijos acababan de ser degollados por los verdugos herodianos. Debajo de la significación propiamente histórica del texto de Jeremías veía San Mateo otra significación típica, pero muy real, e intentada por el Espíritu Santo. Aplicándola al degüello de los Inocentes, ponía de manifiesto, con patética expresión, la barbarie criminal de Herodes.

III– A su vuelta de Egipto la Sagrada Familia se establece en Nazaret.

No gozó por largo tiempo aquel odioso príncipe de la ficticia seguridad que le había procurado su conducta repugnante. Según la fecha fijada por Josefa 50, murió a principios de abril del año 750 de Roma, muy poco después de aquella inútil crueldad. Tenía entonces setenta años, y había reinado treinta y siete. No se puede menos de ver la mano vengadora de Dios en los horrorosos sufrimientos que hubo de soportar durante la enfermedad que le llevó al sepulcro. «Un fuego interior –cuenta el historiador judío 51– le consumía lentamente; a causa de los horribles dolores de vientre que experimentaba, érale imposible satisfacer el hambre ni tomar alimento alguno. Cuando estaba de pie apenas podía respirar. Su aliento exhalaba olor hediondo, y en todos sus miembros experimentaba continuos calambres. Presintiendo que ya no curaría, fue sobrecogido de amarga rabia, porque suponía, y con razón, que todos se iban a alegrar de su muerte. Hizo, pues, juntar en el anfiteatro de Jericó, rodeados de soldados, a los personajes más notables y ordenó a su hermana Salomé que los hiciese degollar así que él hubiese exhalado el último suspiro para que no faltasen lágrimas con ocasión de su muerte. Por fortuna, Salomé no ejecutó esta orden. Como sus dolores aumentaban por momentos y estaba además atormentado por el hambre, quiso darse una cuchillada; pero se lo impidieron. Murió, por fin, el año treinta y siete de su reinado.» No es mucho que este trágico fin inspirase a Lactancio la primera página de su tratado De la muerte de los perseguidores de la Iglesia.
Tuvo Herodes espléndidos funerales. Un cortejo verdaderamente real condujo de Jericó a Herodium, en una litera de oro, su cadáver, vestido de púrpura y adornado con piedras preciosas, ostentando cetro y corona, y alrededor del cual se iba quemando incienso 52. Pero la maldición de su pueblo y la de Dios pesaban sobre él.
Al ordenar a José que huyese a Egipto, el mensajero celeste que se le había aparecido en sueños habíale anunciado que sería advertido sobrenaturalmente cuando llegase el momento de volver a Palestina 53. En efecto, muerto el tirano, un ángel le reveló durante el sueño que el tiempo de su destierro había concluido. «Levántate –le dijo–, toma al Niño y a su Madre y encamínate a tierra de Israel, porque han muerto los que buscaban la vida del Niño» 54. Se levantó, pues, José, tomó al Niño y a su Madre y volvió a Palestina bendiciendo a Dios. Después de mencionar este feliz suceso, cita San Mateo otro pasaje del Antiguo Testamento, en el que ve una figuración profética de la vuelta de Jesús al suelo de la Tierra Santa. La estancia de Jesús en el destierro había tenido lugar, según la intención divina, «para que se cumpliese» lo anunciado por el profeta Oseas 55: «de Egipto llamé a mi Hijo». Acababa el profeta de describir con enérgicos trazos la ingratitud de Israel hacia su Dios. A los continuos actos de idolatría y a las innumerables desobediencias había contrapuesto el amor infatigable del Señor. Como prueba de este amor paternal, recuerda la liberación del yugo de los egipcios, aquel gran prodigio con que se inauguró la historia de los hebreos como nación privilegiada del cielo: «Cuando Israel era joven, yo le amé y llamé a mi hijo de Egipto» 56 Lo que en otro tiempo había sucedido con Israel, a quien el Señor se dignó llamar hijo suyo en sentido figurado, acababa de tener lugar también respecto de Jesús, Hijo de Dios en -el sentido más estricto de la palabra. El destino del hijo adoptivo había sido de este modo tipo del Hijo verdadero: conducidos uno y otro a Egipto, ambos fueron sacados de allí en singulares circunstancias, que tienen entre sí más de una analogía. El paralelo histórico subrayado por el evangelista no carece, pues, de fundamento.
¿Cuánto tiempo duró la permanencia de la Sagrada Familia en Egipto? San Mateo nos dice que aquel penoso destierro terminó con la muerte de Herodes; pero no fija el momento preciso en que había comenzado. Como, por otra parte, no conocemos exactamente la fecha del nacimiento del Salvador, no es posible determinar con seguridad la duración de aquella estancia de Jesús, de María y José en tierra extranjera. Desde muy antiguo se han expuesto opiniones contradictorias acerca de este particular. Según los autores que ponen la visita de los Magos y los sucesos que la siguieron antes de la presentación de Jesús en el Templo, el destierro no habría durado arriba de unas cuantas semanas; antiguos intérpretes lo hacen ascender a ocho o diez años; otra opinión, que nos parece la más aceptable, admite una duración de dos o tres años por lo menos.
Al ordenar el ángel a José que abandonase la tierra de Egipto, le señaló simplemente «la tierra de Israel» como lugar de su futura residencia. Su primera intención cuando volvió a Palestina parece haber sido establecerse con Jesús y María en la provincia de Judea; sin duda en Belén, donde el Niño-Dios había nacido de manera providencial. Pero cuando, pasada la frontera, se enteró de que la Judea formaba parte de la herencia de Arquelao, hijo mayor de Herodes, renunció inmediatamente a su propósito, temiendo exponer a Jesús a nuevos peligros. Harto fundado era este temor, pues nadie ignoraba en Palestina que aquel príncipe era tan receloso y tan cruel como su padre. Desde los primeros días de su gobierno reprimió un conato de sedición popular que había estallado en los patios del Templo haciendo asesinar a tres mil peregrinos por medio de sus jinetes 57. Así fue que sus súbditos se apresuraron a enviar a Roma una delegación compuesta de cincuenta miembros, para acusarle ante el emperador y obtener su destitución 58.
Por medio de otro sueño milagroso aprobó Dios la resolución del padre nutricio de Jesús, y al mismo tiempo le indicó que fijase su residencia en Galilea con el precioso depósito que le había confiado. El tetrarca Herodes Antipas, heredero de esta provincia, era un administrador benévolo, que se esforzaba por ganar la confianza de sus súbditos, procurándoles una existencia tranquila y feliz 59. Encaminado a Galilea por Dios mismo, no titubeó José acerca del lugar en que había de establecerse, pues ya antes del nacimiento de Jesús había vivido con María en Nazaret. Allí, pues, fijará definitivamente su domicilio, como en dulce y santo asilo, donde el Niño-Dios podrá crecer en paz después de tantos peligros y fatigas.
En esta reinstalación ve el evangelista nuevo cumplimiento de antiguos vaticinios. José, dice, «vino a morar en una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliese lo que habían dicho los profetas: Será llamado Nazareno». Es para notarse que la fórmula de citación que emplea esta vez San Mateo es muy general. No toma su texto de Isaías, de Jeremías, de Oseas o de otro profeta particular, sino del conjunto de los profetas. Esto explica por qué las palabras «será llamado Nazareno» no se hallan en ningún libro del Antiguo Testamento. No se refiere, pues, en este caso el escritor sagrado a un vaticinio especial, sino más bien a una idea expresada por el conjunto de los profetas en orden al Mesías, que se cumplió por la instalación de la Sagrada Familia en Nazaret. ¿Pero cuál puede ser esta idea? Está envuelta en cierta oscuridad, por lo que se han multiplicado las hipótesis para descubrirla. Antes de examinarlas comencemos por decir que, a propósito del Nombre de Nazaret y del epíteto «Nazareno» 60, hace aquí el evangelista un juego de palabras, una de esas combinaciones al estilo oriental que los escritores sagrados se permiten algunas veces respecto de los nombres propios. De hecho, según puede comprobarse fácilmente, el Salvador es llamado con frecuencia «Jesús de Nazaret» en la literatura evangélica, y aun en la cruz recibe el nombre de «Nazareno». Ahora bien; es moralmente cierto que, según la ortografía hebrea del nombre de Nazaret, la zeda se representaba por la letra tsade, que equivale a ts. Nos proporciona la prueba el Talmud, pues, por burla, llama a Jesús ha-Notseri, es decir, el habitante de Nazaret. La raíz, pues, del nombre de esta población es Natsar, que significa «reverdecer, germinar, florecer», como elegantemente lo dijo San Jerónimo357: «Iremos a Nazaret, y, según la significación de su nombre, veremos la flor de Galilea.» Por otra parte, según hizo ya notar el mismo sabio Doctor357, Isaías atribuye precisamente al Mesías el nombre figurado de Netser, «rama, renuevo», en un pasaje célebre358: «Saldrá una vara del tronco de Jessé359, y de su raíz brotará un renuevo.» En otras partes Isaías, y después Jeremías y Zacarías 61, emplean para designar al futuro libertador una expresión análoga, tsemahh, que significa «germen». Es, pues, muy probable que a estos diversos pasajes proféticos aluda aquí San Mateo.
También se ha relacionado por algunos la palabra «Nazareno», en la que el Evangelio ve un nombre anticipado del Mesías, con el sustantivo hebreo nazir, «consagrado» a Dios por el voto del nazirato, como Sansón 62. Pero Jesús no fue nazir en este sentido, y, por lo demás, este sustantivo podría haber dado el adjetivo derivado «Nazireno» 63, pero no ha podido servir de raíz a la palabra «Nazareno».
El evangelista quiso, pues, decir que la aldea de Nazaret, hasta por su mismo nombre, estaba predestinada para recibir en su seno, para protegerlo y verlo crecer, al divino «renuevo» que Dios le confiaba por largos años. Por consiguiente, la elección de esta residencia para el Verbo encarnado no fue un hecho fortuito, sino un acontecimiento ordenado por singularísima providencia 64.