Vida de Cristo

Parte Segunda. LA INFANCIA

CAPÍTULO IV. LAS DOS NATIVIDADES

I– Nacimiento y circuncisión del Precursor.

Entretanto, «se cumplió el tiempo en que Isabel debía parir y dio a luz un hijo» 1. Pronto la dichosa madre se vio rodeada de un círculo íntimo, formado de amigas y vecinas, que acudieron a felicitarla, y también para alabar al Señor con ella, pues en aquel nacimiento inesperado era imposible no reconocer la intervención divina.
Poco después, conforme a la ley mosaica, se celebró en la casa de Zacarías una fiesta mucho mayor aún en honor de la circuncisión del recién nacido. Por este rito, que tenía lugar al octavo día después del nacimiento 2, todo niño varón de Israel era incorporado a la alianza teocrática y se hacía oficialmente miembro del pueblo de Dios. Así es que la circuncisión era considerada en las familias judías como un acontecimiento santo. Para el hijo de Zacarías e Isabel, destinado a preparar los caminos del Mesías, tenía una significación aún más sagrada. Esta ceremonia no era función reservada a los sacerdotes. Todo israelita estaba autorizado para cumplirla, y con frecuencia era el padre mismo quien se encargaba de realizarla. Sin embargo, como era operación bastante delicada, no solía confiarse el oficio de Molel 3 sino a hombres experimentados. La ceremonia religiosa iba acompañada de regocijos de familia, a los que eran invitados los parientes y los amigos más íntimos.
Según antigua costumbre, que se remontaba hasta el tiempo de Abraham 4, el día mismo de la circuncisión se imponía al recién nacido un nombre, que de ordinario era elegido por el padre. En esta ocasión los asistentes, queriendo, sin duda, dar a Zacarías una grata sorpresa 5, se adelantaron a elegir el nombre mismo del anciano para el hijo de su vejez. Pero Isabel, a quien su marido había dado a conocer por escrito los detalles de su visión, se opuso resueltamente. «No por cierto –exclamó–, sino que ha de llamarse Juan.» «¡Pero si no hay ninguno en tu parentela –replicaron demasiado solícitos los amigos– que se llame con ese nombre!» Supone su objeción que entre los judíos de entonces, como, por lo demás, en la mayoría de los pueblos, ciertos nombres pasaban de padres a hijos, o de abuelos a nietos, y se afianzaban en las familias, manteniendo en ellas el recuerdo de los antepasados 6. Desairados por parte de la madre, recurrieron a Zacarías para que él dirimiese la cuestión. Pidiéronle su parecer por medio de gestos 7. La respuesta no se hizo esperar. Tomando inmediatamente una tablilla de madera cubierta de cera, en la cual, al modo de los antiguos, escribía sus pensamientos por medio de un estile o punzón de acero 8 desde que había quedado mudo, trazó en ellas estas dos palabras: Iochanan schemó, «Juan (es) su nombre». Para él, lo mismo que para Isabel, no había lugar a discutir; el nombre del niño había sido elegido ya por una autoridad superior. Leyendo uno tras otro los asistentes esta enérgica respuesta «quedaron admirados». Ignorando aún lo que había acaecido en el santuario, no comprendían que el padre y la madre así estuviesen de acuerdo para derogar la costumbre, escogiendo para su hijo un nombre extraño.
Llegó al colmo la extrañeza cuando de repente Zacarías recobró por un milagro el uso de la palabra, que otro milagro le había quitado. «Y en aquel mismo instante –dice San Lucas– se abrió su boca, y se desató su lengua.» Había quedado mudo por falta de fe; cesa de serlo tan pronto como ha cumplido un acto de obediencia, imponiendo a su hijo el nombre prescrito por el ángel. Y consagrando inmediatamente a Dios las primicias de la facultad que de tal modo le había sido devuelta, tras un silencio de nueve meses, «empezó a hablar bendiciéndole». Gracias a San Lucas, el evangelista de los cánticos sagrados, podemos oír todavía, después de largos siglos, las principales palabras de bendición –precisamente comienzan por el vocablo Benedictus –que entonces salieron de los labios y del corazón del santo sacerdote. El escritor sagrado ve en esta piadosa efusión el resultado de la inspiración divina, pues nos dice que el padre del Bautista «fue lleno del Espíritu Santo» al pronunciar su himno profético 9 del que damos la traducción literal:

Bendito sea el Señor Dios de Israel,
Porque ha visitado y rescatado a su pueblo,
Y nos ha suscitado un poderoso Salvador 10.
En la casa de David su siervo,
Según había prometido por boca de sus santos,
De sus profetas desde los tiempos antiguos,
Para salvarnos de nuestros enemigos,
Y de mano de todos los que nos aborrecen,
Para hacer misericordia con nuestros padres.
Y acordarse de su pacto santo 11,
Según el juramento que juró a Abraham, nuestro padre,
De otorgarnos esta gracia:
Que libres de las manos de nuestros enemigos,
Le sirviésemos sin temor,
Caminando delante de él en santidad y justicia,
Todos los días de nuestra vida,
Y tú, Niño, será llamado profeta del Altísimo;
Porque irás ante la faz del Señor, para preparar sus caminos,
Para dar a su pueblo el conocimiento de la salud
En remisión de sus pecados,
Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios,
Por cuyo favor nos ha visitado desde lo alto el sol que nace,
Para alumbrar a los que están de asiento en tinieblas y sombras de muerte.
Para enderezar nuestros pies por el camino de la paz.

Tenemos en este cántico una verdadera profecía. Divídese claramente en dos partes: la primera se refiere al Mesías y a los bienes de todo género que su advenimiento traerá al pueblo israelita, mientras que en la segunda expone Zacarías, aludiendo a las palabras del Arcángel San Gabriel, el oficio augusto que su hijo tendrá el honor de desempeñar respecto al gran libertador. Es también un verdadero poema según las reglas de la versificación hebrea, aunque de singular estructura y de estilo algo pesado. Cada parte se compone de un solo período, cuyas proposiciones se entrelazan como los eslabones de una cadena. Improvisado, como el cántico de María, el Benedictus era igualmente explosión repentina de sentimientos que desde hacía tiempo agitaban el alma de Zacarías. Abunda también en reminiscencias del Antiguo Testamento 12; lo que no es de extrañar, siendo su autor un sacerdote. El Magnificat es un monólogo de María; el padre de Juan, aunque dirigiéndose al principio directamente al Dios de Israel, habla también para el círculo de parientes y amigos que entonces le rodeaban. Singularmente conmovedor es el apóstrofe que en las últimas líneas dirige a su hijo. No sin motivo le recomienda que dé al pueblo judío «el conocimiento de la salud», pues el verdadero concepto de la libertad traída por el Mesías había sido tristemente desfigurado y falseado. Deberá, pues, el precursor luchar contra las vanas ilusiones de sus correligionarios y recordarles que la salvación mesiánica no consistirá en la independencia política reconquistada frente a Roma, sino en la victoria conseguida sobre sus enemigos espirituales, en la remisión de sus pecados, en una sincera reconciliación con Dios, en una perfecta santidad de vida. La imagen de un astro brillante, que se ha levantado ya para iluminar nuestra pobre tierra sumida en tinieblas, está tomada de antiguas profecías 13. Se la encuentra también en el Evangelio. Termina el cántico suavemente, con la idea de la paz, que el Mesías procurará al mundo conturbado.

Como el Magnificat, el salmo de Zacarías contiene todo un resumen del Evangelio. Como María, resume el padre de Juan los pensamientos más salientes del Antiguo Testamento relativos al Cristo. Ni una palabra hay en estos cánticos que no se haya realizado. La Iglesia les ha dado cabida en su liturgia cotidiana, lo mismo que al Gloria in excelsis de los ángeles y al Nunc dimittis de Simeón. Y en verdad que no son menos cristianos que israelitas.
Las maravillas visiblemente divinas que acompañaron al nacimiento y circuncisión de Juan Bautista produjeron vivísima impresión, no sólo en los que fueron testigos inmediatos de ellas, sino también en toda la comarca según se iban divulgando. Era tema obligado de reiteradas conversaciones. «¿Quién pensáis que será este niño?», se preguntaban maravillados. Razón tenía de poner en él grandes esperanzas, de creerle llamado a altos destinos, pues manifiesto era, añade el evangelista, que «la mano del Señor –es decir, su protección poderosa– estaba con él».
A esta reflexión añade San Lucas otra no menos importante sobre el desarrollo físico y moral del hijo de Zacarías e Isabel, y sobre el modo como se preparó a cumplir su oficio de precursor: «Crecía 14 y se fortalecía en espíritu 15, y habitaba en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.» Este último rasgo nos transporta a la adolescencia y juventud de Juan. Pronto dejó su familia y se retiró a la soledad para hacer, lejos de los hombres y en compañía de Dios únicamente, vida de silencio, de mortificación y de oración. Cualquiera que fuese el lugar de residencia de Zacarías en el macizo montañoso del Sur de Palestina, no era necesario ir muy lejos para encontrar lugares agrestes e inhabitados, pues todo el distrito del Este se halla ocupado por el famoso desierto de Judá, donde precisamente hallaremos a Juan Bautista al principio de su ministerio 16.

II– Matrimonio de María y José

Otra narración de cosas maravillosas, expuesta esta vez por San Mateo con sencillez inimitable.
Cuando, después de la Anunciación –dejó María Nazaret para ir a visitar a su prima –según nos lo ha dicho San Lucas, y lo advierte también aquí el autor del primer Evangelio– no era más que prometida 17 de José. Los esponsales habían sido contraídos conforme a los ritos acostumbrados. Reunidos en casa de los padres de María y rodeados de invitados escogidos entre los amigos y vecinos de ambas familias, que debían servir de testigos, habían cambiado sus promesas los futuros esposos. «He aquí que tú eres mi prometida», había dicho José a María, deslizando en su mano una pieza de moneda a guisa de arras 18. Y a su vez había dicho la doncella: «He aquí que tú eres mi prometido.» Con frecuencia se hacía también el compromiso por escrito. Solía estipularse como señal o prenda una suma de dinero, que quedaría como propiedad de la novia en caso de que el novio rehusase después cumplir su promesa. Otra suma, designada en hebreo con el nombre de mohar (precio de compra), era estipulada de antemano entre el joven y su futuro suegro, conforme al uso oriental que aún se conserva entre los árabes, para la adquisición de la novia y compensación de servicios que ella prestaba en su familia. Pero el mohar no constituía deuda hasta el momento del matrimonio, y éste no solía celebrarse sino unos meses más tarde, a veces un año entero, después de los esponsales.
Importa añadir para mejor entender la narración que, según la legislación judía, los esponsales unían a los prometidos con un lazo mucho más estrecho que entre nosotros. El compromiso que de este acto dimanaba era casi tan estricto y obligatorio como el matrimonio mismo; de tal manera que para romperlo se necesitaba, de ordinario, un juicio oficial, análogo al que se exigía para pronunciar el divorcio. A los novios se les daba ya por anticipado el nombre de marido y mujer, como lo hace San Mateo en el relato que estamos estudiando 19. Tan poco difería su situación jurídica de la de los casados, que si una joven en tal situación se dejaba seducir, era condenada por la ley mosaica con tanta severidad como la esposa infiel 20.
Tres meses habían transcurrido desde la Encarnación del Verbo y la próxima maternidad de María no tardó en manifestarse por señales exteriores. El evangelista, al anunciar a sus lectores este hecho, como si no pudiese tolerar que, ni por un momento, se formase en su espíritu sospecha desfavorable para la castísima Virgen, recuerda solícito que ésta había «concebido del Espíritu Santo», conforme al mensaje del Arcángel Gabriel. Pero José ignoraba aún tal misterio; así que, cuando se dio cuenta del estado de su prometida, se encontró en la más perpleja y dolorosa situación. Era verdaderamente «hombre justo», como hace notar el escritor sagrado, es decir, riguroso observador de la ley divina, que era de continuo su norma de conducta 21. Ahora bien: ¿podía un justo tomar por mujer a una joven que, según las apariencias, debía de ser gravemente culpable? ¿Tenía él, además, derecho de introducir en la familia de David, de la que era el principal representante, un hijo ilegítimo? El evangelista nos permite echar una discreta y compasiva mirada sobre las angustias íntimas de José, sobre el terrible conflicto en que se hallaba el alma de este hombre probo y delicado antes de resolverse a tomar un partido definitivo. ¡Qué vaivén de amargas reflexiones y de proyectos sobre la conducta que debía seguir! 22. Conocía él mejor que nadie a María, sus virtudes, la pureza de su alma y de su vida; mas los hechos parecían hablar abiertamente contra ella. Si por caso había sido víctima de un ultraje, ¿por qué no se lo había advertido?
Ciertamente el silencio de la Santísima Virgen ante su prometido en trance tan grave parece a primera vista difícil de explicar. Con una sola palabra hubiera podido, tal vez, ahorrar a su prometido y ahorrarse a sí misma tan duros sufrimientos. Pero su secreto era secreto del mismo Dios, y creyó no deber revelarlo sin estar para ello autorizada. Allá en el fondo del alma decíala su fe que el Espíritu divino, que poco antes había dado a conocer milagrosamente a la madre de Juan Bautista el misterio de la Encarnación, advertiría igualmente a José en sazón oportuna. Además, su pudor virginal se resistía a revelar un hecho que le era imposible demostrar.
Entretanto, después de haber pensado bien el pro y el contra, sin quejarse ni prorrumpir en violentos reproches, tomó José una determinación que honra a su espíritu de justicia, al mismo tiempo que ponía a salvo su dignidad. Dos modos había para él de romper las relaciones con su prometida: uno riguroso, otro más suave. Podía citarla ante los tribunales para obtener la ruptura legal de su unión y un documento oficial que lo acreditase; mas para esto hubiera sido preciso divulgar la falta aparente de aquella a quien había amado y estimado, y cubrirla de vergüenza ante toda la ciudad 23.Podía también repudiarla sin ningún procedimiento oficial, romper secretamente con ella; de este modo haría cuanto estaba en su poder para no difamarla y dejaría lo restante en manos de Dios 24.
¿Cuánto duró esta desgarradora perplejidad? No es fácil saberlo. Pero he aquí que la Providencia va a encargarse de soltar el trágico nudo que ella misma había formado. Un ángel –por ventura el mismo Gabriel, según hipótesis no improbable– se apareció en sueños al prometido de María y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella ha nacido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él ha de salvar a su pueblo de sus pecados.» Estas pocas palabras contenían todo lo necesario para tranquilizarle. Al añadir el título de «Hijo de David» a la mención familiar y amistosa de su nombre, el espíritu celestial indicaba ya a José que su mensaje no sólo le interesaba a él personalmente, sino también a los destinos de su ilustre familia. María no había cesado de ser Virgen castísima. Su prometido debía, pues, desechar de su pensamiento todo temor, toda inquietud respecto a su pacto y contraer lo antes posible el matrimonio que mutuamente se habían prometido. El lenguaje del ángel tiene grandísimo parecido con el que había empleado para anunciar a María su divina maternidad: el Espíritu Santo es quien ha formado en su seno virginal el niño que de ella ha de nacer, y que, en su calidad de Mesías, ha de libertar de sus pecados a los judíos, desde hacía mucho tiempo designados como su pueblo especial. Reconciliándolos así con Dios, realizará plenamente la significación de su hermoso nombre de Jesús, es decir, Salvador. De nuevo tenemos aquí la idea mesiánica en toda su pureza. Varios pasajes de los antiguos vaticinios habían insistido sobre este hecho: que una de las principales funciones del Cristo consistiría en borrar los pecados de Israel y que en su reinado la justicia y la santidad resplandecerían con brillo maravilloso.
A las confortadoras palabras del ángel, agrega San Mateo una de esas reflexiones a que es tan inclinado, y que encierran, por decirlo así, la filosofía de la historia de Jesús, para hacer ver las estrechas relaciones que existían entre esta historia y las profecías del Antiguo Testamento. «Y todo esto sucedió para que se cumpliese lo que dijo el Señor por el profeta: He aquí que la Virgen concebirá y parirá un hijo, a quien se dará el nombre de Emmanuel, que significa Dios con nosotros».Todo esto sucedió para que se cumpliese..., o bien: Entonces sucedió lo que se había dicho por el profeta. Esta doble fórmula, que ya hemos tenido ocasión de hacer notar, acude tan a menudo a la pluma de San Mateo, que conviene dar en este lugar una breve explicación de ella. Recordemos primeramente el fin especial que se propuso este evangelista. El pensamiento fundamental en que todo se apoya y al que todo se ordena en su narración es que Jesús realizó punto por punto el ideal mesiánico de los profetas. En todas sus páginas aparece bien definida y perfectamente visible esta tendencia. Con particular insistencia menciona los escritos del Antiguo Testamento para demostrar que en Nuestro Señor se ha cumplido tal o cual oráculo que se refería al Mesías, y suele alegar estos oráculos precisamente con una de las fórmulas que acabamos de citar. En las palabras Hoc totum factum est ut adimpleretur..., Tunc adimpletum est..., se encuentra implícito este razonamiento: Siendo la profecía palabra de Dios mismo y expresando su voluntad, es necesario que se cumpla, y que su realización corresponda exactamente a los términos empleados por el vidente divinamente inspirado. El cumplimiento no se debe, pues, a ciega casualidad, a fortuita coincidencia, sino a providencial disposición de los acontecimientos. Dios mismo ha revelado el oráculo; Él ordena después la serie de hechos de tal modo, que su coincidencia con la profecía sea perfecta 25. Tal era la creencia universal de los judíos en los tiempos evangélicos. De ella participaban los apóstoles y los evangelistas, y muchos detalles de la vida de Jesús prueban que no pensaba Él de otra manera.
Ya el ángel Gabriel había aludido al vaticinio de Isaías 26, que San Mateo cita según la traducción de los Setenta. Mucho se ha discutido, principalmente en nuestra época, sobre la significación precisa de este vaticinio, y en particular de la palabra almáh, que en el texto hebreo corresponde a la palabra latina virgo. Según los neocríticos y otros comentaristas, no indicaría en este lugar una virgen en el sentido estricto. Cierto que el hebreo posee una expresión más característica, bethulah, para indicar la idea de virginidad en una doncella; pero no lo es menos que en el pasaje de Isaías que estamos estudiando el sustantivo almáh tiene precisamente este mismo sentido. Ciento cincuenta años, por lo menos, antes de nuestra Era, los traductores judíos a quienes se da el nombre de los Setenta la expresaron por la palabra griega nap, que equivale a bethuláh, de donde se sigue que interpretaban ya este vaticinio lo mismo que San Mateo. Además, como notó San Jerónimo 27, en todos los pasajes de la Biblia en que se emplea esta palabra está aplicada siempre a mujeres jóvenes, en quienes era de presumir la virginidad. Isaías mismo, en otro lugar de su profecía 28, señala dos estados en los que la mujer no puede tener hijos: la juventud virginal, que designa con la palabra alumim, muy cercana de almáh, y el de la viudez. Importa advertir también que en el oráculo citado por San Mateo no anuncia el profeta que una doncella actualmente virgen se casará más tarde y tendrá un hijo, pues nada habría en esto de extraordinario, ni ello constituiría para el rey Acaz, a quien se dirigía entonces Isaías, la gran señal que Dios quería dar a aquel príncipe incrédulo. La traducción literal sería: «He aquí la almáh concibiendo y pariendo un hijo»; lo cual significaría que lo concebirá y parirá permaneciendo, sin embargo, virgen. También el artículo tiene su importancia en este texto. El profeta señala como con el dedo, en un porvenir cuyo término no indica, a la Virgen por excelencia que realizará su predicción, sin hacer alusión alguna a un hombre que hubiera de ser padre del niño. Todo esto es significativo y no permite dar un sentido típico al oráculo. No se puede aplicar más que a María y a su hijo, el divino «Emmanuel», que, si bien directamente no ha llevado este nombre, ha realizado toda su significación, puesto que es a la letra «Dios con nosotros» 29.
Perdónensenos estos áridos detalles, que nos han parecido necesarios para colocar en su verdadera luz este magnífico oráculo del más grande de los profetas de Israel, del que San Mateo no podía dar una explicación más exacta, y volvamos ahora a la narración evangélica. En adelante ya podía San José estar tranquilo y tomar por mujer a su prometida: no tenía ella mancha alguna, y el hijo que de ella iba a nacer era la santidad misma. Modelo admirable de obediencia y de fe, en circunstancias sumamente delicadas y difíciles, se sometió José sin la menor vacilación. Convínose entonces con María para apresurar la celebración de sus castísimas bodas. En el día fijado, a la hora del anochecer, fuese acompañado de sus amigos a buscarla a la casa de sus padres, para conducirla, en medio de procesional cortejo, vestida con sus más bellas galas, coronada de mirto y rodeada a su vez de sus mejores amigas, a su propia morada, a la luz de lámparas y antorchas, al son alegre de flautas y tamboriles. Según ya dijimos, esta introducción solemne de la prometida en el nuevo hogar, del que iba a ser reina y ornamento, era la ceremonia principal y oficial del matrimonio entre los israelitas. Sin embarga, como María y José eran pobres, todo se hizo sencilla y modestamente. En cambio, Dios, que había bendecido la unión de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob con Lía y Raquel, del joven Tobías con la otra Sara, fue invocado con sentimientos de ardentísimo fervor por estos nuevos esposos, que aportaban al común hogar todo un tesoro, de virtudes y méritos, y a quienes muy pronto iba a ser confiado el Verbo encarnado.
¿Por qué el Señor prefirió para Madre del Mesías a una joven desposada, a una mujer ya ligada con promesa de matrimonio? Era preciso que la Virgen escogida por Dios tuviese en este mundo una ayuda y sostén que cuidase de ella y de su hijo. Convenía que la joven madre tuviese a su lado un protector durante los días del nacimiento del Mesías, que habían de ser días de prueba, de pobreza y hasta de fuga a un país lejano. Convenía también que el niño encontrase cerca de su cuna alguien que, en nombre de su único Padre del cielo, le hiciese las veces de padre terrestre, cuidando de él, trabajando para alimentarle e iniciándole después en aquella vida laboriosa que durante largos años había de practicar. Era, pues, el matrimonio el velo bajo el cual se iba a cumplir el misterio. En esta unión virginal, y, sin embargo, muy real, se dieron los dos esposos verdaderamente uno a otro; pero como se darían joyas ya consagradas a Dios, que se depositasen en manos seguras, para guardarlas con soberano respeto.
San Mateo termina la relación de aquel celestial enlace con una reflexión que no sorprenderá a ninguna alma creyente: «José –dice, empleando el lenguaje usado entre su pueblo– no conoció a María hasta que parió su hijo primogénito.» Pero no sólo hasta aquel momento, sino también durante todo el tiempo que duró su santo matrimonio, vivieron juntos en la más perfecta castidad.
Las palabras de la prometida de José al ángel Gabriel: «yo no conozco varón», ¿no están proclamando en ella, como ya se ha dicho antes, una resolución inquebrantable, aprobada por José y hecha de común acuerdo? Con mayor razón María, después de haber cooperado con el Espíritu Santo a la generación del Mesías-Dios, no hubiera consentido jamás en tener otros hijos, engendrados como los demás hombres. Hubiera habido en ello una grandísima inconveniencia, que el casto José comprendía tan bien como su virginal esposa. La posteridad directa de David se extingue, pues, en José; pero encuentra en Jesús su magnífico coronamiento.

III– Nace Jesús en Belén, y es adorado por los pastores.

Episodio no menos admirable que el de la anunciación. San Lucas lo expone también con sencillez encantadora, que contrasta con la grandiosidad de los hechos y, en otro sentido, con las elucubraciones, por lo común mentirosas y hasta ridículas, de los Evangelios apócrifos.
Comienza por un dato histórico y cronológico a la vez, que según la mente del evangelista sirve de fecha general para fijar la época del nacimiento del Salvador: «Y acaeció que en aquellos días salió un edicto de César Augusto que ordenaba el empadronamiento de toda la tierra. Este fue el primer empadronamiento que se hizo durante el tiempo en que Quirino fue gobernador de Siria.» Nada, en apariencia, más sencillo que esta afirmación. Y con todo esta erizada de dificultades, y ha creado un problema exegético que, después de interminables discusiones, no ha recibido aún solución del todo satisfactoria. Bástenos comentar aquí sumariamente los datos que nos proporciona San Lucas. Manifiesto es el doble propósito que movió al evangelista a escribir estas líneas: explicar por qué nació Jesús en Belén, siendo así que su madre y su padre adoptivo estaban domiciliados en Nazaret, y relacionar este nacimiento con un suceso que interesaba a todo el mundo.
Consistía el mentado censo, como todas las operaciones de esta índole, en inscribir en registros públicos el nombre, la edad, la profesión, la fortuna, los hijos de los cabezas de familia de una comarca, las más de las veces con miras a tributos más o menos próximos. El decreto lanzado por César Augusto, el primer emperador romano, alcanzaba, según el propósito de su autor, a todos los territorios que, por cualquier título –bien fuese como provincias romanas, bien como reinos sometidos o aliados–, dependiesen del inmenso y omnipotente imperio designado por la hiperbólica expresión de «toda la tierra habitada» 30. Ningún otro historiador de aquella época lo menciona; pero la habitual fidelidad de San Lucas es suficiente garantía de su veracidad, tanto en este punto como en todos los otros.
Arqueólogos, juristas e historiadores notables por su saber y por sus obras reconocen hoy que Augusto fue administrador muy metódico y que la compilación de relaciones y documentos estadísticos era uno de los rasgos distintivos de su carácter. Como las guerras civiles que precedieron a su advenimiento al trono habían llevado el desorden a la administración y hacienda romanas, natural era que experimentase la necesidad de una amplia reorganización. Documentos importantes, de los que nos quedan algunos fragmentos, lo demuestran hasta la evidencia. A su muerte, leemos en Suetonio 31, halláronse tres protocolos escritos de su puño y letra y unidos a su testamento. Referíase el primero a sus funerales; contenía el segundo la enumeración de sus hechos y hazañas y la orden de grabarlos sobre láminas de bronce, que se habían de colocar en el frontispicio de su mausoleo, y el tercero era el Breviarium imperii. De la lista de los hechos (Index rerum gestarum) existe una copia célebre grabada a la entrada del templo que fue erigido a la memoria de Augusto en Ancira de Galacia. En él se habla expresamente de tres empadronamientos, uno de los cuales se llevó a cabo el año 746 de la fundación en Roma, y por consiguiente, pocos años antes del nacimiento de Jesucristo. El Breviarium imperii ha desaparecido; sabemos, sin embargo, por los resúmenes que de él hacen los historiadores romanos Tácito y Suetonio, de qué materia trataba. «Indicaba –dice Tácito 32– los recursos públicos, cuántos ciudadanos (romanos) y aliados estaban bajo las armas, el estado de las flotas, de los reinos (asociados), de las provincias, de las tribus, de los impuestos, de las necesidades.» ¿No es evidente que para reunir estos datos había sido menester hacer empadronamientos en toda la extensión del imperio, y hasta en los pueblos aliados? Por otra parte, historiadores posteriores confirman de manera terminante los datos de San Lucas, y esto, inspirándose en fuentes hasta cierto punto independientes de su Evangelio, puesto que añaden minuciosos pormenores. «César Augusto –escribía Suidas–, habiendo escogido veinte hombres de entre los más excelentes, los envió por todas las regiones de pueblos sometidos, y les encargó hacer un registro de hombres y de bienes» 33. En el mismo sentido se expresan San Isidoro de Sevilla, Casiodoro y otros varios.
Verdad es que en la época del nacimiento del Salvador, Palestina no era aún provincia romana y que solamente lo fue diez años más tarde, después de la destitución de Arquelao. Gobernábala en aquella sazón Herodes el Grande, en calidad de rex socius; pero su independencia era puramente nominal, puesto que sólo a condición de permanecer sometido a Roma recibió el reino de manos del emperador 34. La historia contemporánea recuerda varios hechos que constituyen otras tantas pruebas de esta dependencia. Herodes tuvo que pagar con regularidad tributo a los romanos 35. Cuando quiso castigar a sus hijos, que se habían declarado en rebeldía, fuéle necesaria expresa licencia del emperador 36. Para combatir a los salteadores que infestaban una parte de su territorio hizo leva de tropas, con el beneplácito de los generales romanos; pero tal fue el enfado que ello causó a Augusto, que le hizo saber que «si hasta entonces le había tratado como amigo, le trataría en adelante como súbdito» 37. A pesar de llevar el título de rey asociado y tan supeditado estaba al albedrío del emperador, que ni aun siquiera se le reconocía derecho a testar libremente. Así fue que, según ya vimos, el testamento en virtud del cual dividía sus estados entre sus tres hijos, Arquelao, Antipas e Hipo, sólo en parte, después de su muerte, fue aprobado por Augusto 38. Percatábase él de aquella dependencia, y como entre Roma, que le vigilaba orgullosamente, y su pueblo, que le detestaba, sabía que su trono se tambaleaba de continuo, redoblaba las muestras de obsequioso acatamiento hacia su augusto protector. Así es que, antes de su muerte, hizo prestar a sus súbditos juramento de obediencia, no sólo a su persona, sino también a la de Augusto. En estas condiciones se hubiera guardado mucho de oponer la menor resistencia a un edicto cualquiera de su omnipotente protector.
Por lo demás, aun manteniendo y, si llegaba el caso, haciendo sentir su soberanía, los romanos tenían el buen sentido de adaptarse lo posible, en interés de la paz, a las costumbres y hábitos de las naciones que les estaban sojuzgadas. Esto es precisamente lo que hicieron en Palestina: San Lucas nos dará prueba de ello con ocasión del censo ordenado por Augusto.
El oficial imperial que de modo más o menos directo dirigió aquella operación, no deja de tener cierta celebridad en la historia de Roma y de Siria 39. Su nombre completo era Publio Sulpicio Quirino 40. Natural de la pequeña ciudad de Lanuvium, situada no lejos y al sur de Roma, llamó la atención por su valor guerrero y por su habilidad administrativa. Cónsul bajo Augusto, de cuyo favor gozaba, llegó a ser más tarde áyo del joven Gaio César, sobrino del emperador, y probablemente en dos ocasiones propretor de la provincia imperial de Siria.
Según una profecía que pronto mencionará San Mateo 41, el Mesías, hijo de David, debía nacer en Belén, aldea ilustre en la historia de Israel, porque David mismo había nacido en ella, y allí habían residido tanto él como su familia 42. Lejos andaba Augusto de sospechar cuando lanzó su decreto que servía de instrumento a la Providencia para el cumplimiento de aquella profecía. ¡Son admirables los caminos del Señor, lo mismo en sus complicaciones que en su sencillez! Se sirve del edicto de un emperador pagano para conducir a María y José a Belén, para introducir a su Cristo en el marco de la historia universal. ¡Qué contraste! De un lado, el jefe todopoderoso del imperio romano; de otro, el niño que va a nacer de una humilde mujer de Israel en un pobre establo. Y, sin embargo, aquel niño triunfará del inmenso imperio y un día lo someterá a sus leyes.
Según el derecho romano, cuando aparecía un decreto de empadronamiento era costumbre que cada uno se inscribiese en el lugar donde residía. Mas para los judíos, conforme a antiguas costumbres que los romanos se allanaban aún a respetar, debía hacerse la inscripción en las localidades de donde la familia de cada ciudadano fuese originaria. Este uso provenía de la antigua constitución del pueblo hebreo por tribus, por familias y por casas. En virtud del edicto imperial, llegada la época fijada, que no era la misma para todos los distritos, los habitantes de Palestina que no residían en el lugar de origen de su familia «iban a inscribirse cada cual en su ciudad», pues en ella se conservaban los registros públicos, que entre los judíos se llevaban muy escrupulosamente 43. Púsose, pues, José en camino para «subir» 44 de Nazaret a Belén. Para él este viaje era estrictamente obligatorio, «porque –prosigue el evangelista– era de la casa y de la familia de David» 45, y aun el representante principal de aquella estirpe célebre, según nos enseñan las genealogías de Cristo, conservadas por San Mateo y San Lucas.
María, «su mujer desposada» 46, le acompañó en aquel largo y penoso viaje.
¿Estaba obligada a ello? Así lo creen algunos autores, alegando en pro de su opinión varias razones que no tienen fundamento. Unos han supuesto que María poseía en Belén algunas heredades que exigían que ella misma fuese a inscribirse; pero esta hipótesis está en contradicción con la dificultad que experimentó para hallar un miserable albergue. Otros han creído que era necesaria su presencia porque también ella pertenecía a la familia de David. Pero es cierto que entre los judíos no tenían las mujeres necesidad de inscribirse directamente; sus maridos lo hacían por ellas y por sus hijos 47. Las palabras «que estaba encinta», añadidas por el narrador al nombre de María, parecen indicar el verdadero motivo por que José no quiso dejarla sola en Nazaret, cuando todo presagiaba un próximo alumbramiento. Por lo demás, posible es que ambos fuesen guiados por celestial inspiración. Por lo menos, comprendiendo que la «Providencia era quien así disponía los acontecimientos y que era su voluntad que Jesucristo naciese en Belén para cumplir las profecías que así lo habían indicado» 48, María se puso generosamente en camino, entregándose sin reserva en manos del Señor.
Sigamos respetuosamente a los santos esposos mientras que van atravesando la Palestina casi cuan larga es de Norte a Sur. Era su viaje poco más o menos el mismo que María había realizado nueve meses antes, cuando visitó a Isabel. Sólo difería en su término y en proporciones poco considerables, cualquiera que fuese la residencia de la madre del Precursor. Dejando a Nazaret, los humildes viajeros a quienes el cielo contemplaba con amor, y que representaban lo que la tierra tenía de más santo y de más noble, siguieron primero el camino que conduce directamente a la llanura de Esdrelón. A cada momento se hacía más difícil la bajada, porque el sendero se torna rocoso y resbaladizo antes de llegar a la vasta planicie. Atravesáronla de Norte a Sur, dejando a su izquierda la graciosa cima del Tabor, y a su derecha las verdes montañas del Carmelo. Está hoy la llanura a medio cultivar y casi desierta; no así entonces: ciudades y aldeas la poblaban, y su suelo producía cosechas tan abundantes como varias. Adelantándose hacia el Sur, dejaron atrás José y María el pequeño Hermón, en cuyas laderas se escalonaban las aldeas de Naim y Sunem, célebres ambas, la primera en la historia del Salvador y la otra en la de Eliseo. Pasaron después por la ciudad de Jezrael, antigua capital del reino de Acab, construida en una altura que es ramificación de los montes de Golboé, aquellos que David maldijo porque en las cercanías de ellos perecieron Saúl y Jonatás. Engannim, «la fuente de los jardines», así dicha por razón de la abundante fuente que riega su territorio, rodeada de fresca y perenne corona de palmeras, algarrobos, olivos y otros árboles, les ofreció sin duda lugar de reposo. Cerca de allí comienza a levantarse paulatinamente el macizo de montaña de Samaria, a través del cual penetra el camino formando sinuosas curvas, subiendo, bajando, para volver a subir más todavía; y después de haber llegado a la antigua ciudad de Samaria, recién restaurada en aquella sazón por Herodes, conduce en pocas horas a Siquem o Naplusa, que campea en situación admirable entre los montes Ebal y Garizim, casi a medio camino de Nazaret a Belén.
De allí seguíase subiendo más y más, a través de un desierto estéticamente poco interesante, pero en el que no faltaban aldehuelas, como Silo, Betel y Rama, que habían sido ilustres en la historia de Israel. No tardaron en divisar el monte Scopus y el de los Olivos. Atravesaron después Jerusalén, y ya no tuvieron que caminar los santos viajeros más que unos nueve kilómetros. Llegados casi al término de su viaje columbraron la fortaleza que poco antes había hecho construir Herodes en lo alto de la cónica montaña que por el lado del Sudeste cierra el horizonte 49. Pasaron luego por delante del sepulcro de Raquel, y helos, por fin. a las puertas de Belén.
Esta localidad es una de las más antiguas aldeas de Palestina. Durante mucho tiempo se llamó Efrata, «la fértil». Su nombre de Belén 50 quiere decir «casa del pan», y alude igualmente a la fertilidad de su territorio. Los árabes lo han reemplazado por el de Beit-lahm, «casa de la carne», sin duda por el ganado que abunda en el distrito. A los dos nombres hebreos alude San Jerónimo en una de sus cartas 51, cuando dice : « ¡Salve, Belén, casa del pan, donde nació el pan que descendió del cielo! ¡Salve, Efrata, región rica en cosechas y frutos, cuya fertilidad viene de Dios!» San Lucas da a Belén el título de ciudad; pero en realidad seguía siendo una aldea 52, como en los tiempos en que decía de ella el profeta Miqueas : «Y tú, Belén, tierra de Judá (demasiado), pequeña para ser contada entre los millares de Judá» 53, es decir, entre las poblaciones compuestas de mil familias. Así, pues, en la antigüedad nunca fue Belén una ciudad propiamente dicha, y sólo desde hace algunos años data su actual crecimiento, contando hoy 10.500 habitantes 54, en su mayoría cristianos. Pero un rayo de gloria la iluminó ya diez siglos antes de nuestra Era por haber sida patria de David 55 y por las grandiosas esperanzas que estaban vinculadas a ella, pues había de ser cuna del Mesías.
La actual ciudad está construida en el mismo sitio de la antigua aldea, sobre dos altozanos calcáreos próximos entre sí. El del Este es algo más bajo 56, pero más ancho y de pendientes más suaves. Sobre la meseta que le domina se levanta la iglesia de la Natividad. Al pie de las dos colinas se forman, por tres lados, valles bastante profundos. En el interior las calles son estrechas, sucias por lo común; como en todas las ciudades orientales, pinas y resbaladizas. El paisaje que la rodea es gracioso en su conjunto, a pesar de la desnudez de las cumbres rocosas, que se yerguen por todas partes. Al Este, los montes de Moab se levantan como muro gigantesco, de color azulado o violáceo. En las cercanías de Belén se extienden aún, como en tiempo de Jesús, huertos bien cultivados, que descienden formando terrazas hasta los valles inferiores, y sombreados por largas líneas de olivos, de almendros y de vides. Más lejos se ven campos y praderas, en cuyo verdor descansan los ojos cuando llega la estación propicia. A cierta distancia se muestra al peregrino el campo de Booz, donde antes de su matrimonio espigaba Ruth, ascendiente de David y del Mesías.
Pero volvamos a la narración evangélica. Después de haber llevado a José y María hasta Belén, continúa San Lucas: «Y acaeció que estando allí se cumplió el tiempo en que María había de dar a luz.» Esta fórmula, no desprovista de solemnidad, recuerda otras palabras de San Pablo, más solemnes todavía: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» 57. ¡Pero qué sencillez en la frase siguiente del evangelista, que, sin embargo, anuncia un hecho a cuyo lado palidecen todos los acontecimientos de la historia del mundo: «Y dio a luz a su primogénito»! ¡Y cuán conmovedores son los demás detalles: «Y le envolvió en pañales, y le reclinó en un pesebre, porque en el mesón no había sitio para ellos»! Pintores, poetas y oradores cristianos se han complacido, cada cual a su manera, en adornar lo mejor posible la cuna del Verbo encarnado, alrededor de la cual han tejido rica y espléndida corona; pero nada de eso puede compararse con el sobrio y delicioso esbozo de San Lucas. Ni una reflexión hace sobre aquel milagro de los milagros; ni se esfuerza en ponderar la pobreza, las humillaciones, los vagidos lastimeros del Rey de los reyes, del Señor de los señores, hecho niño pequeño y más infortunado que la mayoría de los otros pequeñuelos. Conténtase con poner ante nuestros ojos arrobados al Hijo de Dios y al Hijo de María tendido en el pesebre de los animales, nacido, por consiguiente, en un establo. Harta razón tenía San Agustín para decir 58 que todo es aquí escuela de humildad y que todo nos da admirables lecciones de esta virtud. Pero ¿no es verdad que a un Dios Salvador le conviene mil veces más toda esta pobreza y humildad que le rodea que no la riqueza y esplendor de una regia corte? «Digno albergue –dice Bossuet 59– para el que más tarde había de decir: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza.» Digna cuna, podemos añadir nosotros, para quien había de morir en una cruz 60.
¿Pero cómo se explica que el Mesías naciese en un establo? No olvidemos la circunstancia que había conducido a María y a José a Belén. Otros israelitas, cuyas familias eran asimismo oriundas de la ciudad de David, habían sido también llamadas allí por el edicto de Augusto, y habían llegado antes que los padres de Jesús. Encontraron, pues, éstos completamente llenas no sólo las casas particulares, sino también el único khan o caravanera de la aldea. De ahí la patética frase del evangelista. «Porque en el mesón no había sitio para ellos.» No significa esto, pues, que se les hubiese negado duramente la hospitalidad, que ha sido siempre virtud especial de los judíos. No encontraron otro refugio que un establo, que dependía tal vez del khan 61.
¿Cuánto tiempo hacía que María estaba en Belén cuando dio a luz su divino Hijo? No es posible determinarlo con seguridad. Pero, a juzgar por la impresión que produce la narración de San Lucas, habría sido madre muy poco después de su llegada, durante la primera noche que la siguió. De que ella pudiese cuidar inmediatamente y en persona a su Hijo –¡con qué indecible respeto y ternura!– se ha deducido con frecuencia que fue sin dolor su alumbramiento. Por lo demás, es creencia católica firmísima, clara y unánimemente formulada desde la más remota antigüedad, que la madre de Jesús permaneció Virgen en el parto, como lo había sido en su concepción milagrosa y como lo fue durante toda su vida.
«Desde mediados del siglo II se sabía en Palestina... que Jesús había nacido en una gruta. Así se infiere del capítulo LXXVIII del diálogo de San Justino con Trifón entre los años 155 y 160, y del capítulo XVIII del Protoevangelio de Santiago –hacia el 150» 62–. Por ser San Justino oriundo de Palestina, su aserción tiene valor extraordinario. También Orígenes menciona esta gruta bendita, como bien conocida en su tiempo 63. El erudito Eusebio de Cesarea la recuerda asimismo 64. San Jerónimo tuvo por gran dicha el pasar los últimos años de su vida en otra gruta cercana 65. Tanto en los aledaños de Belén como en toda la región abundan las cavernas naturales formadas en la gruesa capa calcárea que constituye el suelo. «En Judea las grutas son el albergue preferido para el ganado» 66. Tradición que a tal antigüedad se remonta y que está confirmada por las costumbres del país, tiene buen derecho a nuestro respeto. Todavía hoy una gruta, coronada por una basílica que hizo construir Santa Helena entre los años 327 y 333, y que varias veces ha sido restaurada, recibe la veneración de los peregrinos cristianos, que en ella ven el lugar que fue consagrado por el nacimiento del Redentor. Esta pequeña cripta, desde hace mucho tiempo transformada en santuario, tiene unos doce metros de largo, por cinco de ancho y tres de alto. Las paredes de la roca están revestidas de mármoles preciosos. Delante del altar, sobre una losa blanca, adornada con una estrella de plata, se leen, escritas en latín, estas palabras tan sencillas como la narración de San Lucas: Aquí nació Jesucristo de la Virgen María. ¡Dichosos quienes puedan ir a arrodillarse en aquel lugar!
¿Cuál fue el año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo? Hecho en verdad extraño: no es posible hoy determinar con certeza esta fecha capital, que desde hace largo tiempo es objeto de discusiones y cálculos sin fin. Hasta Dionisio el Exiguo, clérigo romano, que vivió a mediados del siglo VI, se habían contado los años eclesiásticos según la Era de Diocleciano, llamada también «Era de los Mártires». Pero Dionisio el Exiguo tuvo la feliz idea de verificar de un modo nuevo la célebre expresión de San Pablo, que considera a Jesús como centro de todos los tiempos, plenitudo témporum, y de referir al nacimiento del Salvador la cronología pasada, presente y futura. Desgraciadamente, por efecto de cálculos defectuosos, esta cronología fue falseada desde su punto de partida, que Dionisio fijó, con un retraso por lo menos de cuatro años, en el 754 de la fundación de Roma.
Sabemos ciertamente, pues nos lo dicen los dos evangelios de la Santa Infancia, que Jesús nació «en los días de Herodes», y que el momentáneo destierro de la Sagrada Familia en Egipto terminó después de la muerte de este príncipe. Ahora bien: Herodes, que había subido al trono el año 714 de Roma, murió a principios del 750, entre fines de marzo y los primeros días de abril 67; lo que equivale a decir que murió a principios del año cuarto de la Era vulgar. Tomada en sentido general, esta fecha es enteramente segura. Es, pues, evidente que Jesucristo no nació después de los primeros días de abril del año 750 de la fundación de Roma; pero pudo nacer dos o tres años antes de esta fecha. Se puede optar entre los años 747, 748 y 749 de Roma, que corresponden a los años 7, 6 y 5 de la Era vulgar 68. Precisar más es casi imposible.
En cuanto al día en que nació Jesús, si bien es cierto que la fecha de 25 de diciembre tiene a favor suyo «una 'antigua tradición», como ya lo reconocía San Agustín 69, ni se apoya en cálculos cronológicos ni tiene valor estrictamente histórico...«Es, sin embargo, incuestionable que desde muy antiguo se celebraba ya en ese día la fiesta de la Natividad no sólo por la Iglesia de Roma, sino también por todo el Occidente. Pero sólo en el siglo IV adoptaron completamente dicha fiesta los cristianos de Oriente y comenzaron a celebrarla también ellos el 25 de diciembre. Hasta entonces no celebraban más fiesta que la de la Epifanía, y algunos conmemoraban en este mismo día de 6 de enero todas las grandes manifestaciones del Señor: la Natividad, la adoración de los Magos, el bautismo del Salvador y el milagro de las bodas de Caná... La tradición de la Iglesia romana, que celebraba la Natividad el 25 de diciembre, pareció mejor fundada que la opinión contraria, por lo que todas las iglesias, así como todos los doctores de Oriente, se apresuraron a adherirse a ella» 70.
Mientras María y José, inaugurando en la pobre gruta nuestras devociones católicas a la Santa Infancia de Jesús, estaban prosternados amorosamente al lado del pesebre, nadie sospechaba en Belén que acababa de realizarse el mayor acontecimiento que registra la historia del linaje humano. Sin embargo, no quiso Dios que su Cristo permaneciese entonces sin más testigos ni adoradores que su madre y su padre adoptivo. Los primeros a quienes le pudo llamar pertenecían a la nación teocrática, para quien ante todo había nacido el Mesías, según repiten a menudo los escritores sagrados. Pero no fueron elegidos entre los grandes de Israel, ni entre los sacerdotes y los sabios, menos aún entre los orgullosos fariseos. No eran más que humildes pastores, aunque llenos de fe y pertenecientes, sin duda, a aquella porción escogida del judaísmo, cuyos ardientes anhelos de la venida del Redentor hemos descrito más arriba. De esta manera sus piadosos homenajes estarán más en armonía con las humillaciones del Niño Dios.
En Palestina no es raro que la temperatura sea suave en el mes de diciembre. Tal sucedió en el año del nacimiento del Salvador. Durante aquella bienaventurada noche de Navidad, aquellos a quienes Dios va a dispensar el honor de llamarlos cerca del pesebre, guardan, turnando en vigilias de tres o cuatro horas, sus rebaños contra posibles acometidas de lobos y de ladrones. Según antigua tradición, fue al Este, a unos dos kilómetros de Belén, donde apacentaban sus ovejas en una fértil llanura, abundante en pingües pastos. De improviso se les apareció un ángel, y quedaron envueltos en esa claridad maravillosa que de ordinario acompaña a las apariciones de Dios y de los espíritus celestiales. San Lucas la designa con el nombre de «gloria del Señor», que se le da en varios pasajes del Antiguo Testamento 71. Aquella luz deslumbradora y aquella aparición repentina llenáronles de espanto. Por lo que la primera palabra del ángel fue para tranquilizarlos: «No temáis», les dijo con bondad. Después les comunicó su feliz mensaje: «He aquí que os traigo una buena nueva 72 que será causa de grande alegría para todo el pueblo : en la ciudad de David os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor.»
¿Qué nueva más alegre, más consoladora podía haber para los judíos, pueblo especial del Mesías, que la del nacimiento de aquel glorioso y poderoso liberador, de cuya espera y deseo están llenos sus gloriosos anales? Otros salvadores les había enviado Dios en épocas de grandes aflicciones; por ejemplo: en la persona de los jueces y en la de Saúl 73; pero ¿qué eran en comparación del «Cristo Señor»? Es de notar la asociación de estos dos títulos, y en el segundo bien podemos hoy ver indicada la divinidad del Mesías 74. Con premeditado designio llama el ángel a la aldea de Belén con el nombre de «Ciudad de David», pues acababa de ser el lugar del nacimiento del Redentor, descendiente de aquel gran rey. El lenguaje hablado a los pastores no era menos claro que el de Gabriel a María; contiene también, en resumen, una definición popular del Mesías. Comprendiéronlo ellos sin trabajo, como lo atestiguará el proceso de la narración.
Pero ante todo, al igual que María misma, recibieron una señal sin haberla solicitado. Añadió, en efecto, el ángel: «Por esta señal le reconoceréis: hallaréis un niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre.» Con esta indicación tan precisa podían los pastores comprobar al mismo tiempo la verdad del mensaje y descubrir fácilmente al niño a quien se les invitaba a buscar sin demora. ¡Y qué señal tan singular la que se les daba para denotar a «Cristo Señor»! ¡Un recién nacido 75 reclinado en el pesebre de un establo! Diversoria angosta et sordidos pan nos et dura praesepia, decía Tertuliano con enérgica frase 76. ¡Qué contraste entre este aparato y el anuncio de la venida de un poderoso Salvador! Pero a estos sus primeros adoradores, como a todos los que en pos de ellos han de venir, como a María y a José, Cristo comienza por exigirles la fe, una fe sencilla, una fe sólida. Por lo demás, la señal indicada bastaba cumplidamente para guiar a los pastores, pues no es probable que durante aquella noche bendita hubiesen nacido otros niños en la ciudad de David. En todo caso, ningún otro, a buen seguro, había nacido ni descansaba en un establo.
Así que el ángel hubo acabado su mensaje, resonó en los aires un armonioso concierto. Según el lenguaje de San Lucas, que aquí torna a ser enteramente hebraico, «una muchedumbre de la milicia celestial» 77, es decir, un grupo numeroso de ángeles cantaba un jubiloso aleluya para celebrar el nacimiento del Mesías. Dícese en el libro de Job 78 que los espíritus celestiales prorrumpieron en gritos de alegría para expresar su asombro ante los esplendores de la creación. He aquí que ahora en un cántico brevísimo, pero sumamente expresivo, dan, por decirlo así, el tono a la adoración de los hombres:

¡Gloria a Dios en las alturas
Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!

Himno de triunfo, doxología sublime, que resume perfectamente la índole, la significación, el fin y las ventajas de la encarnación y nacimiento del Verbo. No es ni un deseo, ni una plegaria, sino sencilla y elocuente comprobación de un hecho. Como el canto de los ardientes serafines ante el trono de Dios 79, el Gloria in excelsis, se compone de dos notas tan sólo. Consiste en dos proposiciones de exacto paralelismo, de las cuales la primera se refiere a Dios y la segunda atañe a los hombres. Las tres conceptos «Gloria, en las alturas, a Dios», corresponden exactamente a las tres expresiones paralelas «paz, en la tierra, a los hombres...». Al Señor, que tiene su trono sobre las esferas celestes, el misterio de la Natividad le procura gloria infinita, digna de él; a los hombres que viven en la tierra les trae la paz, es decir, conforme al sentido que los hebreos daban a esta palabra, el conjunto de bienes que constituyen la verdadera dicha. Sin embargo, no todos los hombres indistintamente gozarán de esta paz bienaventurada, sino solamente, según la fórmula empleada por el evangelista, «los hombres de buena voluntad», o, en otros términos, los que se hagan dignos de la divina benevolencia 80.
Difundida por los aires su melodiosa sinfonía, tornáronse los ángeles al cielo, tan repentinamente como habían descendido; pero las palabras habían penetrado hasta lo más profundo del alma de los pastores, que, llenos de fe y dóciles a la gracia, se animaron mutuamente a ir sin tardanza a ofrecer sus homenajes al Mesías recién nacido. «Vayamos a Belén –se decían– para ver esto que ha sucedido y que el Señor nos ha manifestado.» Con apresuramiento y emoción fáciles de adivinar, anduvieron la distancia que les separaba de la aldea. Después de breves indagaciones 81, pronto coronadas por el buen éxito, hallaron el establo, y en aquel mísero albergue, a María, a José y al Niño, reclinado éste en el pesebre, conforme a lo que el ángel les había anunciado.
Siempre admirable por la sencillez con que cuenta las cosas más altas, San Lucas se contenta de nuevo con este ligero esbozo. Sin embargo, acaba su narración del nacimiento de Cristo recordando las impresiones de tres categorías de personas. Los pastores, hondamente conmovidos por lo que habían visto y escuchado, se volvieron «glorificando y alabando a Dios», cuya grandeza y bondad no se cansaban de pregonar, pues estos dos atributos se habían manifestado principal mente en los misterios de la Natividad. Y cuando más tarde regresaron a su aldea no dejaron de contar al humilde círculo de sus amigos y allegados las maravillas de que acababan de ser testigos 82. Así vinieron a ser los primeros predicadores de la buena nueva. De creer es que sus oyentes admiraron también los misteriosos caminos del Señor. Por ventura, algunos de ellos creyeron y fueron a su Vez a ofrecer sus homenajes al Divino Niño. No obstante, «todo inclina a sospechar que éstos fueron los menos, pues parece que pronto se borró de Belén el recuerdo de Jesús, como se borró más tarde en Jerusalén, a pesar de los acontecimientos extraordinarios que acompañaron a la presentación del Salvador en el Templo». Por lo demás, el texto mismo de San Lucas parece insinuar que su admiración no pasó más allá de una fugaz impresión, que contrasta con la hondísima que experimentó María 83.
En unas cuantas palabras traza el evangelista un delicioso retrato del alma contemplativa de la Santísima Virgen y de su corazón de clara y profunda mirada. Gracias a él, podemos formarnos alguna idea del íntimo trabajo que por entonces se realizaba en el espíritu de la madre de Cristo. Ella reunía y agrupaba, para confiarlas a su memoria, «todas estas cosas», es decir, todos los hechos que veía, todas las palabras que oía respecto a su Jesús, y después las comparaba y combinaba unas con otras para darse más exacta cuenta del plan divino. Trazaba, pues, por decirlo así, la filosofía de la historia del Niño. Serena y recogida en medio de tantas maravillas, a todo prestaba atención y con los recuerdos maternales iba allegando un rico tesoro, que más tarde comunicaría a los apóstoles y más o menos directamente al mismo evangelista. Pero junto a la cuna guardaba silencio, por más que bien pudiera contar muchos prodigios. Como dijo San Ambrosio con exquisita delicadeza, «su boca era tan casta como su corazón» 84.
Al octavo día de su nacimiento fue Jesús circuncidado, como lo había sido el flautista. Apenas formada su sangre, derrama ya por nosotros las primeras gotas de ella, mientras llega la hora, según expresión de Bossuet, de darla «a borbotones» en el Calvario. Apenas nacido de mujer, como se expresa San Pablo 85, se somete a la ley de todo en todo, y, en este caso, a una ley rigurosa, que imprimía en su carne sagrada un carácter de esclavo y parecía incluirle entre los pecadores_ Pero ¿no ha de decir un día que es preciso cumplir «toda justicia» la voluntad entera de su Padre? Pues desde ahora se ajusta a este gran principio que regulará toda su vida.
Al ser circuncidado Nuestro Señor recibió oficialmente el nombre de Jesús o de «Salvador», conforme había sido indicado, primero a María por el ángel Gabriel, el día de su anunciación, y después a José, en su sueño milagroso. ¡Cuán plenamente realizó durante toda su vida el sentido de ese nombre!

IV– Descendencia davídica de Nuestro Señor Jesucristo

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El martes que precedió a su muerte, después de haber refutado Jesús victoriosamente las insidiosas objeciones que sus principales enemigos le habían ido proponiendo para perderle, dirigióles a su vez esta pregunta: «¿Qué os parece del Cristo? ¿De quién es hijo?» 86. Respondiéronle a una voz: «De David.» Tal era, en efecto, desde el célebre vaticinio transmitido a David por Natán 87 la fe sagrada de todo Israel. Esta profecía proclamaba bien alto que la familia de David había sido escogida para ser perpetuamente depositaria de la realeza teocrática, y que, gracias al Mesías, gozaría su trono de duración eterna. Más de una vez fue solemnemente renovada en el decurso de la historia de Israel. Mucho tiempo después de la muerte de aquel gran rey y de sus inmediatos sucesores, aun mucho tiempo después de la ruina, definitiva en apariencia, del Estado judío, oyóse todavía resonar en las páginas del Antiguo Testamento la voz de los profetas que clama que «David», o el «Hijo de David», o «el vástago de la casa de David», restablecerá el trono derrocado y reinará perpetuamente en la nación engrandecida y regenerada. Esta creencia era, en cierto sentido, anterior a David mismo, pues ya el patriarca Jacob, había anunciado a su hijo Judá que entre sus descendientes tendría origen la realeza del futuro Libertador 88.
En el intervalo que separa los dos Testamentos hallamos también claros vestigios de esta misma promesa, sobre todo en los «Salmos (apócrifos) de Salomón» y en los escritos rabínicos. Por esto, cierto día en que las turbas disputaban en los patios exteriores del Templo sobre si Jesús era o no el Mesías, a los muchos que afirmaban: «Sí, es el Cristo», respondían otros, que ignoraban las circunstancias en que se había verificado su nacimiento: «¿Es que el Cristo ha de venir de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Cristo vendrá de la casa de David?» 89.
Esto mismo enseñan indirectamente los Evangelios en varios lugares, cuando dicen que Jesús, el Mesías-Rey, era descendiente y heredero de David. Desde su primera página atribuye San Mateo al Salvador el título de Hijo de David; después, coincidiendo con San Lucas, da la prueba de esta aserción al transcribir su genealogía oficial. Cuando el ángel anunció a María su milagrosa maternidad, díjola que el Señor Dios pondría en el trono de David al hijo que ella daría a luz, y que su reino no tendría fin. Durante toda la vida pública de Jesús se le atribuye con frecuencia el título de «Hijo de David» por las muchedumbres y por los individuos, por los pobres enfermos que imploran humildemente el beneficio de la salud y por la multitud entusiasta el día de su entrada triunfal en Jerusalén. A su vez, los apóstoles San Pedro, San Pablo y San Juan abiertamente entroncan a Jesús, considerado como Mesías, con la estirpe real de David y de Judá.
Estos distintos textos del Nuevo Testamento prueban simultáneamente estos dos hechos paralelos : que era entonces para los judíos verdad indiscutible que el Mesías había de nacer de la familia de David y que la descendencia de Nuestro Señor Jesucristo, tanto a los ojos de sus compatriotas en general como de sus discípulos, era asimismo innegable y estaba debidamente comprobada. La antiquísima tradición de la Iglesia, aparte de los libros inspirados, atestigua también con unanimidad el entronque del Salvador con la familia de David. Voces autorizadas de ella son San Ignacio de Antioquía, al principio del siglo II 90, y San Hegesipo un poco más tarde 91. Este último refiere que, habiendo oído decir el emperador Domiciano que Jesús había tenido próximos parientes que como él pertenecían a la estirpe real de David, experimentó al principio cierta inquietud, temeroso de encontrar en ellos competidores. Hizo, pues, que los condujeran a Roma; pero al ver en su presencia a unos hombres sencillos y modestos cuyas manos callosas revelaban hábitos de trabajo y de quienes evidentemente nada tenía que temer quedaron desvanecidas sus sospechas.
¿Cuál era en la época de Nuestro Señor el significado exacto del título de «Hijo de David»? Directamente supone en quien lo ostenta la dignidad de rey y el ejercicio de las funciones reales. En ese sentido lo empleaban las turbas que, cuando Jesús entró triunfante en las calles de Jerusalén y en el Templo en calidad de Mesías, lanzaban aquellos jubilosos vivas « ¡Hosanna al Hijo de David ¡Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor!». Pero, contrariamente a lo que anunciaban las falsas y hasta extravagantes ideas, que ya tuvimos ocasión de apuntar, la realeza de Cristo era ante todo espiritual y religiosa. Excluía las proezas militares y las ruidosos conquistas; enderezábase a procurar la paz en lo interior y en lo exterior. Con todo, suponía en el Mesías un Salvador tan poderoso como compasivo, capaz de aliviar todos los dolores. Bien comprendieron este carácter del reino de Jesús las muchedumbres que se apretujaban a su paso, pues más de una vez los desgraciados imploraron su piedad invocándole con el título de «Hijo de David». Así es que, habiendo realizado Jesús una curación milagrosa, los que de ella fueron testigos se preguntaban unos a otros: «¿Por ventura no es éste el Hijo de David?»
No podía, pues, ser más claramente atestiguada la descendencia davídica del Salvador por los evangelistas y por los demás escritores del Nuevo Testamento. Y, sin embargo, los dos historiadores de la Santa Infancia, queriendo prevenir cualquier duda acerca de este punto y demostrar de modo irrecusable a sus lectores, tanto judíos como griegos, que Jesús era descendiente del rey David, tejieron la lista de sus antepasados conforme a documentos oficiales. La que nos ha transmitido San Mateo está colocada al frente de su Evangelio 92. San Lucas insertó la suya al principio de la vida pública de Jesús 93.
La atenta lectura de la lista de S. Mateo sugiere varias reflexiones interesantes. Va precedida de un título que anuncia claramente cuál era el designio del escritor sagrado al ponerla ante la vista de los judíos, a quien iba dirigida. Con Abraham había Dios contraído la alianza teocrática, por virtud de la cual fueron los hebreos su pueblo privilegiado; con David se concretó aún más la promesa anunciando que el Mesías había de pertenecer a la familia de este príncipe. Estos dos nombres resumían, pues, la historia religiosa de Israel, que había de desembocar en Cristo, Hijo de Abraham e Hijo de David. Quiso demostrar San Mateo, por medio de este documento oficial, que Jesús llenaba la condición esencial de que antes hemos hablado. Así quedaba comprobado que el Hijo de María, descendiente de David, según la carne, tenía innegables derechos al trono de su antepasado, de quien era legítimo heredero.
Al terminar la enumeración de los antepasados de Jesús, el Evangelio mismo la divide en tres partes, que corresponden a tres períodos de los anales israelíticos. El primero se extiende desde Abraham, fundador de la nación teocrática, hasta David, fundador de la dinastía real: es el período de la preparación a la realeza. El segundo desde Salomón hasta Jeconías, es decir, hasta el principio de la cautividad de Babilonia: es el período real, inaugurado gloriosamente; pero que desde el reinado de Roboam, sucesor de Salomón, fue testigo del lamentable cisma que dividió y debilitó a la nación y que, a vuelta de algunos transitorios conatos de resurgimiento, vino a terminar, de caída en caída y de prevaricación en prevaricación, con el derrumbamiento del trono y del Estado. El tercer período comienza en el destierro: al exterior es un período de profunda y dolorosa decadencia; pero poco a poco abre camino a la resurrección moral de Israel y conduce al Mesías, a Jesús. Repasando esta larga lista de San Mateo –y dígase otro tanto de la genealogía que luego vamos a leer de San Lucas–, observase que en los antepasados de Cristo hallamos idénticas vicisitudes que en las demás familias humanas. En ella damos con hombres de todas clases: pastores, héroes, reyes, poetas, santos, grandes pensadores. La duración que representan estos períodos es, en números redondos, de 1.100 años para la primera, de 400 para la segunda y de 600 para la tercera; en conjunto unos dos mil ciento treinta años.
Al resumir en breve síntesis su cuadro genealógico, dice San Mateo que cada uno de los grupos que acaba de enumerar contiene catorce generaciones. Y, sin embargo, en su forma actual, que no ha debido de sufrir alteraciones, el tercer grupo no contiene más que trece. Se ha recurrido a varios expedientes para que el cálculo resulte exacto. El más obvio parece contar dos veces al rey Jeconías, como lo hace el evangelista; primero, al fin del segundo grupo, y después al comienzo del tercero.
Por lo demás, confrontando la lista de San Mateo con los datos históricos que nos han transmitido los libros de los Reyes y de los Paralipómenos, no tardaremos en advertir que este modo de agrupar y coordinar los nombres de los antepasados de Jesús, sin dejar de ser verídico, es artificioso. En efecto, durante el segundo período, entre Jorán y Ocias, el evangelista, o el documento de que se sirvió, ha suprimido tres reyes de Judá: Ococías, Joas y Amasías. Gustaban los judíos de dividir sus genealogías en grupos más o menos ficticios, conforme a cifras místicas fijadas de antemano. Para reducir las generaciones a estas cifras, repetían u omitían algunos nombres, como aquí mismo lo vemos. Así, Filón divide las generaciones que separan a Adán de Moisés en dos décadas, a las que después añade una serie de siete miembros; mas para obtener este resultado le fue preciso contar dos veces al patriarca Abraham. Por el contrario, un poeta samaritano divide la misma serie de generaciones en dos décadas tan sólo, pero sacrificando seis nombres de los menos importantes. Aunque en la lista de San Mateo la palabra «engendrar» debe entenderse de una generación propiamente dicha, no siempre denota una generación inmediata.
La mención de cuatro nombres de mujeres en medio de patriarcas, de reyes y de príncipes reales causa doble sorpresas: primeramente, porque los judíos no solían incluir nombres de mujeres en sus árboles genealógicos, y en segundo lugar, porque la vida de las que aquí se citan no careció de manchas. Tamar fue culpable de incesto; Rahab era de raza cananea y había vivido en la inmoralidad; Ruth, con poseer méritos reales, era también de origen pagano; Bersabée incurrió en adulterio. ¡Qué contraste con la madre inmaculada de Cristo, cuyo nombre cierra la genealogía! Probable es que dichas mujeres alcanzasen mención especial en esta genealogía porque unas y otras vinieron a ser ascendientes del Mesías por caminos extraordinarios y providenciales...
La genealogía según S. Lucas tiene también algunos rasgos característicos. Su forma es de gran sencillez. En lugar de agrupar sistemáticamente por períodos los nombres de los antepasados de Cristo, se contenta con enumerarlos uno tras otro, según el orden de generación 94. En tanto que San Mateo incluye acá y allá breves reflexiones a propósito de algunos personajes, San Lucas se contenta con su papel de cronista, sin romper la monotonía de su larga enumeración. En vez de seguir la serie descendente de los antepasados, lo cual sería más conforme al orden natural, que es también el de los estados civiles, remonta el curso de las generaciones, ascendiendo desde Jesús a David, a Abraham, etc. Hecho aún más extraño es que no da por terminada su lista en Abraham, sino que pasando por los patriarcas, tanto posteriores como anteriores al diluvio, la prolonga hasta Adán y hasta el mismísimo Dios. Hubiérale bastado al autor del primer Evangelio con incorporar al Hijo de María a la descendencia de David y del padre de los creyentes; pero San Lucas tenía un plan más vasto, y conforme a él quiso mostrar a sus lectores que el Redentor, que había traído la salvación a todos los hombres sin excepción, estaba ligado por su nacimiento al padre del género humano, y, por consiguiente, a la humanidad entera. Su enumeración, al parecer, no omite a ninguno de los antepasados de Jesús. Aunque él no haya establecido división alguna en su tabla genealógica, se la puede dividir muy naturalmente en cuatro secciones, que abarcan desde Adán a Abraham (veintiún nombres), de Isaac a David (catorce nombres), de Nathán a Salathiel (veintiún nombres), de Zorobabel a Jesús (veintiún nombres); en total, setenta y siete nombres, según la lección más autorizada del texto griego 95.
Las divergencias que hasta aquí hemos señalado entre las dos genealogías atañen solamente a la forma externa y se explican sin dificultad. Pero hay otras que, a primera vista, alcanzan al fondo mismo hasta crear entre ambos documentos verdadera contradicción. He aquí los hechos: a pesar de que los dos evangelistas intentaban reconstruir el árbol genealógico del Salvador, lo cierto es que desde David a San José, todos los nombres –si exceptuamos los de Salathiel y Zorobabel– son distintos en una y otra lista. Sólo entre Abraham y David están concordes. San Mateo hace descender a Jesucristo de David por Salomón, es decir, por la línea real y directa; San Lucas, al contrario, por Nathán, es decir, por medio de una rama colateral y secundaria. Salathiel tuvo a Jeconías por padre, según el primer Evangelio; a Neri, según el tercero. San Mateo hace nacer a San José de Jacob; San Lucas le da por padre a Helí.
Tal es el nudo de la dificultad. Nos hallamos ante un verdadero problema exegético, que los antiguos autores cristianos se esforzaron ya en resolver, pues turbaba la fe de muchos fieles y daba pie a las diatribas de los enemigos del Evangelio. Desde el siglo II hasta nuestras días ha servido de tema a gran número de trabajos. «Las varias tentativas que se han hecho para conciliar las divergencias, si bien no han llegado a engendrar una convicción (absoluta), bastan, sin embargo, para demostrar que no es imposible la conciliación. Si conociésemos todos los hechos podríamos darnos cuenta de que las dos listas están concordes entre sí. Ninguna de ellas presenta dificultades que ulteriores conocimientos no puedan resolver» 96.
Nos limitaremos a exponer las dos principales soluciones ideadas por los exegetas para armonizar la genealogía de San Mateo con la de San Lucas 97.
1° Las dos genealogías se refieren a San José. Si presentan considerables diferencias entre David y el padre putativo de Jesús, ello es debido a que, durante este intervalo, la ley del levirado, como la llamaban los judíos, se aplicó en dos ocasiones. En virtud de esta ley, cuando un israelita, después de haber estado casado, moría sin dejar posteridad, su hermano o su pariente más próximo debía casarse con la viuda, si ella estaba todavía en edad de poder ser madre. El primer hijo varón nacido de estas segundas nupcias considerábase como hijo del difunto marido y era su heredero legal 98. Se supone, pues, que Jacob, penúltimo miembro de la lista de San Mateo, y Helí, penúltimo miembro de la de San Lucas, eran hermanos uterinos, es decir, hijos de la misma madre, pero de padres distintos (Mathan por un lado, Mathat por otro). Helí habría muerto sin hijos, y entonces Jacob se habría casado con su viuda y engendrado de ella al futuro esposo de María. La misma hipótesis puede hacerse a propósito de Jeconías (padre real) y de Nerí, su hermano uterino (padre legal), y de su hijo Salathiel. Esto supuesto, compréndese que las dos genealogías sean enteramente distintas, pues una de ellas, la de San Mateo, menciona los padres propiamente dichos, mientras la otra, la de San Lucas, cita los padres legales. El que la ley del levirado se aplicase por dos veces en una misma familia, durante un período de mil años, no es ciertamente inverosímil.
Esta teoría fue ya propuesta a principios del siglo III por Julio Africano en una carta, de la que Eusebio de Cesarea nos ha conservado parte considerable 99. No la propuso sino a título de hipótesis; pero esta hipótesis pareció tan razonable que en sustancia fue aceptada, hasta fines del siglo XVI, por la mayoría de los Padres y comentaristas.
2° Por esa época, Annio de Viterbo propuso otra opinión, que no tardó en generalizarse. Aun dándonos la verdadera genealogía de Jesús los dos escritores sagrados, dice esta nueva explicación, se colocaron en distinto punto de vista. El primer Evangelio enumera los antepasados de José; el tercero, los de María. Por consiguiente, en la primera lista tendríamos la genealogía legal del Salvador; en la segunda, su genealogía natural y real. Esta opinión se funda en las siguientes razones: a) Si las dos listas se refieren a José, es decir, a su padre putativo. Jesús no habría sido heredero de David sino por adopción, o, en otros términos, por una ficción legal. b) En todo su relato de la Infancia del Salvador, San Lucas coloca siempre a San José en segundo término y María es para él constantemente el personaje principal, y, cosa harto significativa, desde el principio de su enumeración contrapone expresamente la realidad histórica a la opinión popular : «Jesús era, según la creencia común, hijo de José.» ¿No parecería contradecirse a sí mismo si, inmediatamente después de esta reflexión, identificase a los antepasados de Jesús con los de José? c) La serie legal de los antepasados del Cristo, tal como nos la ha transmitido San Mateo, era tal vez suficiente para sus lectores judíos; pero los lectores de origen gentil de San Lucas quizás, no se conformaron con eso, y exigían la prueba de una descendencia real. Ahora bien: únicamente la genealogía de Jesús por su madre contenía esta demostración de una manera concluyente. d) El texto mismo parece favorecer la teoría de Annio de Viterbo. Mientras que todos los otros nombres propios de la lista de San Lucas están precedidos del artículo en el texto original, el de San José carece de él, como si deliberadamente se le hubiera querido excluir. No pocos intérpretes lo aíslan aún más de los otros miembros de la genealogía, poniendo entre paréntesis las palabras «mientras que se le creía hijo de José», y refiriendo a Jesús todos los genitivos que siguen: «Siendo (en realidad) hijo de... Helí, de Mathat, de Leví, de Melchi...» Helí habría sido, pues, padre de María, abuelo de Jesús y suegro de José. Los comentadores que rehúsan acudir a este expediente, visiblemente forzado, y que traducen, conforme al sentido natural de la frase: «Jesús era, según la opinión común, hijo de José, hijo de Helí, hijo de Mathat...», hacen observar que la palabra «hijo», que al referirse a Adán al final de la enumeración designa una filiación impropiamente dicha, se puede emplear muy bien en sentido figurado para indicar entre Helí y José las relaciones de yerno y suegro, respectivamente.
Si pudiese demostrarse plenamente la verdad de este segundo sistema, el problema genealógico de Cristo quedaría resuelto de manera sencillísima. Por eso, sin duda, halló muy pronto tantos defensores. Por desgracia, parece flaquear por su base, pues nada indica en el relato de San Lucas que haya querido darnos la genealogía de María. Y hasta si se toman sus expresiones a la letra, casi no es posible, en buena y leal exégesis, dejar de ver que también él ordenó la genealogía de Jesús por la línea de su padre adoptivo; que no sin motivo los Santos Padres y tantos otros intérpretes competentes han visto en el tercer Evangelio, lo mismo que en el primero, la lista de los antepasados de José. Añadamos, por fin, que Julio Africano, espíritu crítico, logró informarse acerca de la genealogía de Nuestro Señor por medio de algunos miembros sobrevivientes de su familia, los desposyni (domésticos), como por entonces se los llamaba, los cuales ni soñaron siquiera con atribuir a María la lista de antepasados transmitida por San Lucas.
Lo que nosotros, los occidentales, hallamos más embarazoso y difícil de comprender en esa opinión que refiere a San José las dos genealogías, es que no nos dé la descendencia davídica de Jesús sino por el vínculo de la filiación legal, que nos parece un tanto artificioso. Pero, en opinión de los judíos, una filiación legal «apenas si tenía menos valor que una filiación real», pues «confiere los mismos derechos» 100. Poco importa, pues, que Jesús no haya sido más que hijo adoptivo de José. Este, al reconocerle como suyo, le transfería todos sus derechos a la sucesión real de David. Tan admitido era entonces este principio que ningún juez israelita hubiera negado a Jesús la legitimidad de sus títulos 101. No sin razón, al concluir su cuadro genealógico, recuerda San Mateo que José era «esposo de María», pues de esta manera el Hijo de la Virgen-Madre venía a ser heredero de su padre legal 102.
Por lo demás, todo se explica y se concierta en gran parte, recordando que, según antigua y constante tradición, María misma pertenecía, y muy de cerca, a la regia estirpe de David; por donde los derechos legales de Jesús al trono de sus mayores quedaban corroborados por los que le daban el nacimiento y la sangre.
Así, pues, la doble genealogía del Salvador, tal como nos la han transmitido San Mateo y San Lucas, contiene ciertos elementos que, por falta de datos indispensables para esclarecerlos por completo, permanecerán probablemente siempre un tanto misteriosos e indecisos. Pero podemos estar ciertos de que ambas listas corresponden a fundadas tradiciones de familia y a fieles documentos. «En todo caso, el Evangelio dice la verdad» 103. Así, lejos de desconfiar de los escritores sagrados que nos han conservado estos preciosos cuadros genealógicos, debémosles reconocimiento.