Vida de Cristo

Parte Segunda. LA INFANCIA

CAPÍTULO V. PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO DE JERUSALÉN

«Mías son las primicias», había dicho el Señor 1. Así, según el texto de la ley, «todo primogénito 2 entre los hijos de Israel, lo mismo de hombres que de animales», debía serle consagrado. Los primogénitos de los animales eran ofrecidos en sacrificio o rescatados, según su naturaleza. Los primogénitos del pueblo teocrático habían sido destinados primeramente a ejercer las funciones sacerdotales; pero más tarde, cuando Dios confió el servicio del culto únicamente a la tribu de Leví, decidió que esta exención fuese compensada por el pago de cinco siclos 3 –algo más de catorce pesetas–, que se destinaban al tesoro de los sacerdotes 4.
En tiempo de Jesús continuaba esta ley en pleno vigor, pues se la tenía por necesaria para mantener los derechos de Dios sobre su pueblo, aunque la casuística de los rabinos no se había olvidado de reglamentar minuciosamente, según su costumbre, todos los detalles. El rescate no debía efectuarse antes de los treinta y un días –es decir, transcurrido un mes– después del nacimiento. Si el niño moría en este intervalo, quedaba ya suprimida la obligación de pagar los cinco siclos. No era necesario llevar a Jerusalén al recién nacido y presentarlo en el Templo; bastaba que el padre pagase el impuesto sagrado a un sacerdote de su distrito. Cuando el primogénito tenía alguna de aquellas deformidades que inhabilitan para el sacerdocio –si era ciego, cojo, disforme de cara, etc. 5–, cesaba igualmente la obligación del rescate.
En virtud de otra ley, acerca de la cual da el Levítico minuciosos detalles 6, cuarenta u ochenta días después del alumbramiento, según que se tratase de hito o de hija 7, estaban obligadas las madres hebreas a presentarse en el Templo de Jerusalén para ser purificadas de la impureza legal que habían contraído. Pero era permitido retrasar el viaje si para ello había razones atendibles; por ejemplo: si la mujer que acababa de ser madre tenía que ir en breve plazo a la ciudad santa para celebrar alguna de las grandes fiestas religiosas. Más aún, no estaba la madre obligada a presentarse en persona en el santuario si moraba lejos de Jerusalén. Podía entonces ser reemplazada por una persona amiga que en nombre de ella ofreciese los sacrificios exigidos por la ley 8. Sin embargo, las madres israelitas solían poner gran empeño en cumplir íntegramente la ley, y natural era que aprovechasen esta coyuntura para llevar consigo a su primogénito, cuyo rescate asociaban a la ceremonia de su purificación.
Según lo hicieron notar los Padres 9, estos dos preceptos humillantes no obligaban en realidad ni a Jesús ni a María. Como Dios, era Jesús infinitamente superior a la ley, y no tenía mayor obligación de pagar este impuesto que aquel otro del Santuario, del que un día se declarará exento 10. En cuanto a su madre, habíale dado a luz fuera de todas las condiciones previstas por el legislador, y aun conforme a la letra del código mosaico, la purísima Virgen no tenía por qué someterse a la purificación. Pero la obediencia y humildad fueron siempre virtudes características de Nuestro Señor y de su Madre. Jesús, «nacido de una mujer», había al mismo tiempo «nacido bajo la ley», según la hermosa expresión de San Pablo 11 y se había encarnado precisamente para libertar por su obediencia «a los que estaban bajo la ley» 12. ¿No convenía, pues, que desde el principio de su vida humana «cumpliese toda justicia»? 13. Y en punto a perfección, semejantes a sus disposiciones eran las de María.
Cuarenta días después del nacimiento, María y José llevaron, pues, al Divino Niño a Jerusalén para cumplir allí las prescripciones rituales 14. Desde Belén se podía ir y regresar holgadamente en una sola jornada. El escritor sagrado pasa casi enteramente en silencio la doble ceremonia que se celebró en el Templo, primero para María y luego para el Niño Jesús. Los escritores rabínicos nos permiten completar hasta cierto punto su breve narración. La purificación levítica de las madres tenía lugar por la mañana, después del rito de la incensación y de la ofrenda del sacrificio perpetuo. Después de haber penetrado en el atrio llamado de las Mujeres, colocábanse en la grada más elevada de la escalinata que conducía desde este atrio al de Israel, muy cerca de la majestuosa puerta que llevaba el nombre de Nicanor 15. Suponen algunos autores que el sacerdote de servicio las rociaba con agua lustral y recitaba sobre ellas oraciones especiales. Pero la parte principal del rito consistía en la oblación de dos sacrificios 16. El primero llevaba el nombre técnico de «sacrificio por el pecado», es decir, de sacrificio expiatorio; una tórtola o un pichón constituían su materia. El segundo era un holocausto, y la víctima exigida por la ley era: para los ricos, un cordero de un año; para los pobres, una tórtola o un pichón. Del lenguaje de San Lucas se deduce ir que María ofreció el sacrificio de los pobres, el qorban ani, como lo llaman los rabinos. Compró José dos tórtolas o dos pichones, bien fuese al administrador que, en nombre de los sacerdotes, y a un precio por lo común muy elevado, vendía los diversos animales destinados al sacrificio, bien fuese a alguno de aquellos ávidos mercaderes cuyas jaulas veremos un día volcadas por el Salvador 17. El oficiante cortó el cuello del ave escogida como víctima de expiación, pero sin separarlo del cuerpo, y derramó su sangre al pie del altar; la carne fue reservada para los sacerdotes de servicio, que debían consumirla dentro del recinto sagrado. El ave que había servido de holocausto fue quemada íntegramente sobre las brasas del altar de bronce. 18
Exteriormente la ceremonia de la presentación 19 o del rescate del Niño Jesús fue mucho más sencilla, pues parece que no tenía otro rito que el pago de los cinco siclos. ¿Pero qué decir de los sentimientos íntimos de Jesús en aquella primera visita que hacía a su Templo? San Pablo expresó en términos admirables, tomados del Salmo 20, los sentimientos que llenaron el alma del Verbo divino en el primer instante de su encarnación: «Dice Cristo, al entrar en el mundo: (Dios mío) no quisiste sacrificio ni ofrenda, mas me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí...; vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» 21. En el momento de su presentación renovó Jesús esta ofrenda de todo su ser, entregándose sin reserva a su Padre, para sustituir las víctimas sangrientas y groseras que su sacrificio en el Calvario iba a hacer inútiles y suprimir por completo. Como alguien ha dicho, este sacrificio matutino que ahora generosamente ofrece, es presagio cierto del sacrificio de la tarde, y no cesará de ofrecerlo hasta que lo haya consumado en la cruz. ¡Con qué corazón no entregó también María a Dios el fruto de su virginal seno para que Dios hiciese íntegramente en Él y en ella su voluntad! Bien pronto sabrá que su oblación ha sido aceptada y que ella también será en cierta manera inmolada como suave víctima al propio tiempo que su Hijo.
Se ha observado reiteradamente, siguiendo a San Ambrosio 22, que cada una de las humillaciones del Niño Jesús fue seguida casi siempre, a manera de compensación providencial, de una aureola de gloría momentánea, como si, aun en sus misterios de anonadamiento, su Padre celestial hubiese querido testimoniarle su amor con favores especiales. Nace en un establo; pero los espíritus celestiales celebran con alegres cánticos los beneficios que trae a la tierra. Es circuncidado como un pecador; pero recibe entonces «un nombre que es sobre todo nombre» 23. Ahora se le rescata como a otro cualquiera israelita, y su madre ofrece por Él el sacrificio de los pobres; pero el cielo suscita dos nuevos testigos: el anciano Simeón y Ana la profetisa, para que le rindan piadosos homenajes.
Del primero de ellos traza San Lucas en unas cuantas palabras el mejor elogio que se podía hacer de un hijo de Abraham. «Había entonces en Jerusalén –dice 24– un hombre llamado Simeón, y este hombre era justo y temeroso de Dios; esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo era en él.» Reuníanse, pues, en el alma de Simeón la justicia, que aquí equivale a la observancia escrupulosa y sobrenatural de la ley; el temor de Dios, acompañado de amor ferviente 25 y una fe inquebrantable, que, sin desalentarse por la tristura de los tiempos, traía sin cesar a la memoria las promesas divinas y avivaba de continuo en su alma la esperanza de la «consolación de Israel». Esta última expresión, a pesar de su forma abstracta, es otro nombre delicadamente escogido para significar al Mesías y sus múltiples bendiciones. Gimiendo baja el odioso cetro del idumeo Herodes y bajo el pesado yugo de los romanos, el pueblo teocrático tenía necesidad, como en las épocas más gloriosas de su historia, de un consolador que enjugase y secase sus lágrimas amarguísimas. Los antiguos profetas habían anunciado la venida de este menahhem 26, de quien hablan también repetidamente los Targums y el Talmud. ¡Qué alegrías tan celestiales, qué dicha tan santa no había de traer a la tierra y muy especialmente a Israel! Isaías 27 le atribuye estos dulces sentimientos: «El Señor me ha enviado... para consolar a todos los afligidos; para traer y poner a los afligidos de Sión diadema en vez de ceniza, óleo de gozo en lugar de duelo, manto de fiesta en lugar de espíritu abatido.»
De tal manera habían agradado al Espíritu Santo las raras virtudes de Simeón, que lo habían avecindado, por decirlo sí, en su hermosa alma de modo permanente. Se ha tratado de saber más en concreto quién era este piadoso habitante de Jerusalén, y se le ha identificado ora con uno, ora con otro de los varios personajes judíos de la misma época que como él llevaban el nombre de Simeón. Así, unas veces se le ha tomado por el rabino Simeón, hijo del célebre Hillel y padre del no menos ilustre Gamaliel, que habría sido presidente del sanedrín judío el año 13 de nuestra Era 28, y otras por un sumo sacerdote de entonces 29. Pero estas hipótesis no tienen ningún fundamento; sin contar que el evangelista no habría designado a tales dignatarios con las palabras «un hombre, este hombre». No indica en términos precisos la edad de Simeón; pero del conjunto de la narración se colige con bastante claridad que, aunque había llegado a la vejez, no era el anciano decrépito que nos describe la literatura apócrifa 30.
En contestación a los ardientes votos de Simeón y a sus reiteradas oraciones por el pronto advenimiento del Mesías, habíale revelado el Espíritu Santo, en una de esas comunicaciones íntimas que suelen acompañar a su morada habitual en ciertas almas, que «no vería la muerte antes que hubiese visto al Cristo del Señor» 31. He aquí que va a cumplirse la divina promesa. Habiendo ido aquel día al Templo en virtud de especial inspiración, encontróse con María y José en el momento en que penetraban en el sagrado recinto, y al dirigir la vista hacia aquel grupo bendito, comprendió, iluminado por lumbre de lo alto, que el Niño que descansaba en los brazos de la joven madre era el Redentor de Israel. Y tomándole suave y piadosamente en sus brazos, lo apretó contra su corazón y exclamó en profético transporte:

Ahora, Señor, dejas partir a tu siervo
En paz, según tu palabra;
Porque han visto mis ojos tu salud,
La cual has aparejado a la faz de todos los pueblos:
Lumbre para iluminar a las naciones,
Y para gloria de Israel, tu pueblo.

Sublime cántico que forma, con el Benedictus de Zacarías y el Magnificat de María y el Gloria in excelsis de los ángeles, el cuarto de los himnos de la Encarnación, 32 que solamente San Lucas nos ha conservado. Profecía, al mismo tiempo que poema, el Nunc dimittis es digno de admiración por su «noble belleza», por su «singular dulzura», por su «suavísima solemnidad», por la intensidad de los sentimientos que expresa y por su «rica concisión». Es una verdadera joya lírica. Divídese en tres cortas estrofas, de dos miembros cada una. La primera contiene la acción de gracias a Dios; la segunda expresa el motivo de la gratitud; la tercera indica el oficio que Jesús estaba llamado a cumplir como Mesías. Cada palabra tiene su valor propio. En la misma estrofa es de notar el nunc muy acentuado del principio y el dulce in pace del final. Nunc, «ahora» ya puede morir Simeón, y morirá in pace, «en paz», sin pena, porque se han cumplido todos sus deseos, pues ha contemplado con sus ojos extasiados al que tantos reyes y profetas ardientemente habían deseado ver, sin llegar a conseguir esta ventura. Como el patriarca Jacob, cuando recobró a su amadísimo hijo José, siente colmada su alegría. También es para notarse la elegancia del verbo griego que corresponde al latino dimittis, que indica la libertad de un prisionero, el relevo de un centinela, en todo caso una feliz liberación 33.
Después de haber mencionado en la segunda estrofa, conforme a los antiguos vaticinios, la salvación que el Mesías traía al mundo entero, indica Simeón, en la tercera estrofa, que no se efectuará la redención de igual manera para todos los hombres. En efecto, desde el punto de vista religioso, el linaje humano se dividía entonces en dos categorías muy distintas: el pueblo teocrático y los gentiles. A cada una de estas categorías ofrecerá el Cristo sus favores y gracias en forma conveniente, acomodada a las promesas hechas a la primera y a las necesidades de la segunda. Para los paganos, sumidos en tinieblas morales, será espléndida luz que iluminará sus inteligencias y sus corazones 34; a los judíos, sus hermanos según la carne, entre quienes vivirá y trabajará, les procurará una gloria de orden superior.
No podía Simeón expresarse mejor. «Con aquel Niño en sus brazos estaba en cierto modo sobre la elevada montaña de la visión profética, y contemplaba los brillantes rayos del sol que se levantaba a lo lejos sobre las islas de los gentiles y concentraba luego todo su resplandor sobre su propio país y sobre su propio pueblo, a quien tanto amaba» 35. El horizonte del Nunc dimittis es, pues, sensiblemente más vasto que el del Benedictus y el del Magnificat, pues no considera solamente el oficio del Mesías en relación con Israel, sino también en relación con todo el género humano.
Oyendo aquellas palabras proféticas, María y José quedaron sobrecogidos de admiración. No es que les enseñasen nada nuevo, pues, aun no sabiendo todas las cosas respecto a Jesús, conocían incomparablemente mejor que Simeón lo que a Él se refería. Pero no podían asistir sin admiración a las manifestaciones milagrosas que Dios iba asociando a cada uno de los misterios de la Santa Infancia. ¿Cómo no quedar sorprendidos al ver que aquel anciano, desconocido para ellos, describía tan exactamente, a la luz del Espíritu de Dios, el glorioso porvenir de su Jesús?
Porvenir glorioso, pero no exento de pruebas y dolores, como añadió Simeón tras breve pausa. Acabada su cántico, «bendijo» a María y a José, continúa el texto sagrado. Esta expresión significa aquí, en sentido amplio, que los proclamó bienaventurados, que los felicitó por tener relaciones tan estrechas con un Niño llamado a tan gloriosos destinos. Después, de repente, por nueva revelación del cielo, ve ensombrecerse por densas y amenazadoras nubes la luz que acababa de celebrar. Can el Niño todavía en sus brazos, se vuelve hacia María y, ahora con acento de profundo dolor, prosigue:

He aquí que este Niño es puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel,
Y por señal que suscitará contradicción,
–Y a ti misma una espada te traspasará el alma–,
Para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones.

Casi todo es trágico en este lenguaje lleno de emoción, entrecortado que tanto contrasta con las palabras del cántico. El ministerio de Cristo pasa rápidamente ante los ojos de Simeón, que ve con angustia soberana la negra ingratitud de Israel hacia el Libertador que era para él prenda de inmensa felicidad. Es la primera vez que en el Evangelio se alude a los padecimientos del Mesías; ¡pero cuán a menudo oiremos más tarde resonar esta misma nota! Frente a Él su pueblo privilegiado se dividirá en dos bandos diametralmente opuestos: el de los amigos y el de los enemigos. Los primeros le reconocerán como Mesías y dócilmente se agruparán bajo sus órdenes; los otros rehusarán creer en Él y obedecer a su santa ley. Quien, según la voluntad de Dios y sus propios ardentísimos deseos, debía salvar en primer término a los judíos, será para muchos de ellos causa indirecta e involuntaria de caída 36 y de ruina espiritual. De esta suerte vendrá a ser, por desventura, «señal de contradicción» 37. Ya Isaías había predicho este doble aspecto del porvenir del Mesías 38: «El será un santuario; pero será también piedra de tropiezo, peña de escándalo para las dos casas de Israel, lazo y trampa para los moradores de Israel. Tropezarán muchos de entre ellos; caerán y se quebrantarán; serán enlazados y presos.» El mismo Jesús confesará más tarde que su venida a este mundo había de producir una selección, una separación entre buenos y malos, puesto que la neutralidad respecto de Él es imposible 39. Tal será el resultado del «escándalo de la cruz» 40, que pondrá de manifiesto los secretos más recónditos de los corazones.
Abramos el Evangelio, sobre todo el de San Juan, donde más a fondo se descubre el misterio de Jesucristo; no hay mejor comentario a las palabras de Simeón. Escuchemos al pueblo que murmura. Decían unos: «Es un hombre de bien; otros: No, es un embaucador del pueblo... Unos decían: Este es el Cristo; otros: ¿Es que el Cristo ha de venir de Galilea?... Hubo acerca de esto gran discusión... Es un poseso, decían unos; es un loco, ¡para qué seguir escuchándole! Mas otros replicaban: No son las palabras que Él dice palabras de un poseso»41]. ¿Pero no era ya blanco de contradicción a los pocos días de su nacimiento? Fue ocasión de ruina para Herodes, y causa de resurrección para los pastores, para los Magos y para las almas fieles. La lucha ha continuado sin tregua ni descanso en el transcurso de los siglos, conforme al vaticinio de Simeón 42; prosigue en nuestros días con más violencia que nunca, y durará hasta el fin de los siglos.
Forzoso era que María quedase comprendida en los padecimientos predichos a Jesús. A la pasión del Hijo corresponderá la «compasión» de la Madre, cuya alma será traspasada sin piedad hasta sus más profundos repliegues por una espada cruelísima 43. Más de una vez debió de recordar María aquella terrible predicción –por ejemplo: en la huída a Egipto; algo más tarde, cuando la desaparición de Jesús por tres días; más adelante aún, cuando comprendió que la vida de su Hijo estaba amenazada por crueles enemigos, cuyo odio aumentaba cada día–. Pero sobre todo en el Calvario atravesará su alma la espada del dolor cuando ella, de pie cerca de la cruz, presencie la cruel agonía de la Víctima Divina.

Cujus animan gementem,
Contristatam et dolentem,
Pertransivit gladius.


Resonaban aún los ecos de la voz de Simeón cuando se unió al grupo bendito otra persona, recomendable también por sus virtudes y su fe, guiada igualmente por una revelación del Espíritu de Dios. De ella traza el evangelista un interesante bosquejo. Era Ana, hija de Phanuel, que pertenecía a la tribu de Aser. Su santidad le había merecido el don de profecía. Anciana entonces de ochenta y cuatro años 44, había tenido el dolor de perder a su marido después de solos siete años de matrimonio. Verdadera viuda, según la definición de San Pablo 45, no había buscado su consuelo más que en el servicio de Dios. Así, al modo de las almas piadosas, entregábase a frecuentes ayunos e incesantes oraciones, que prolongaba hasta bien entrada la noche. Pasaba parte considerable de cada día en los atrios del Templo 46, asistiendo a los oficios y otras ceremonias del culto divino. Cuál fuese el objeto principal de sus plegarias se adivina sin esfuerzo Clamaba fervorosamente por la «redención de Israel» 47. Como Simeón, al reconocer al Cristo en el Hijo de María, comenzó a glorificar al Señor, y desde entonces, siempre que la ocasión se ofrecía, tenía por gran ventura el hablar de Jesús a todos los que compartían su fe, sus esperanzas y su amor.