Vida de Cristo

Parte Segunda. LA INFANCIA

CAPÍTULO III. LAS DOS ANUNCIACIONES

I. –El Arcángel San Gabriel anuncia a Zacarías el nacimiento de un hijo, que será el precursor del Mesías

La historia evangélica comienza 1 en Jerusalén, capital de la teocracia judía, en el interior del Templo, es decir, en el palacio mismo del Dios de Israel, y durante una de las ceremonias más solemnes del culto sagrado. Ningún teatro del mundo podría ser más a propósito para esta gloriosa apertura que por manera tan íntima une el gran drama de la Antigua Alianza con el drama mucho mayor aún de la Alianza Nueva.
En la hora del sacrificio llamado «perpetuo», porque diariamente se ofrecía dos veces, en nombre del pueblo: por la mañana, a la hora de tercia, y por la tarde, a la hora de nona. No es posible decir con certeza si el episodio que cuenta San Lucas tuvo lugar por la mañana o por la tarde, pues nada de esto indica su narración; más probable parece que acaeciese en la mañana, pues en esta ocasión revestía el sacrificio perpetuo mayor grandiosidad 2. Desde la aurora, cuya aparición anunciaba oficialmente un sacerdote subido en el pináculo más elevado del sagrado edificio, reinaba en el atrio superior del Templo viva animación para hacer los preparativos de aquel rito. Los sacerdotes que estaban de servicio aquel día, en número de unos cincuenta 3, se reunían en la sala llamada Gazzith, y allí, para evitar competencias y elecciones arbitrarias, la suerte decidía cuál había de ser la función de cada uno. El Talmud nos proporciona interesantes pormenores sobre esta distribución de los oficios. El maestro de ceremonias, después que sus colegas .se habían puesto en círculo alrededor de él, fijaba un número; por ejemplo, doce, veinticinco, treinta y dos. Levantaba después al azar la tiara de uno de los sacerdotes, con lo cual indicaba por dónde tenía que comenzar su sencillo cálculo, y siguiendo el círculo iba contando hasta llegar a la cifra fijada de antemano. El sacerdote a quien correspondía dicha cifra quedaba designado para la ceremonia en cuestión.
El sacrificio de la mañana y el de la tarde se componía de dos partes distintas. Una, la más material, consistía en inmolar una víctima, un cordero, y colocar uno por uno sus diversos miembros sobre el altar de los holocaustos, cuyo brasero había sido cuidadosamente limpiado de sus cenizas y provisto de nuevo combustible 4. La otra parte, más mística, se denominaba la incensación, y tenía lugar en el interior del Santo, sobre el altar de oro, que no servía más que para este rito simbólico, el de más honor que los simples sacerdotes podían cumplir, y por lo mismo el más apetecido. Así, para satisfacer mayor número de piadosos deseos, se había establecido que esta función no fuese ejercida por cada sacerdote más que una sola vez en toda su vida. No se admitía excepción sino en el caso rarísimo 5 de que todos los sacerdotes presentes hubiesen tenido ya el honor de quemar el incienso en el altar de los perfumes.
El oficiante a quien tocaba dicho oficio era acompañado por dos asistentes, que él mismo elegía. Uno de ellos llevaba un recipiente de oro lleno de precioso incienso, cuya composición Dios mismo indicó a Moisés 6; el otro iba provisto igualmente de un vaso de oro, con brasas ardientes tomadas del altar de los holocaustos. En el momento en que dejaban el atrio de los sacerdotes para entrar en el santuario propiamente dicho, golpeaban un instrumento sonoro, llamado Magrephah, y a esta señal todos los sacerdotes y levitas de servicio acudían a los puestos que les habían sido asignados; los fieles, siempre numerosos, a quienes atraía el sacrificio mañana y tarde, se prosternaban en silencio en el atrio reservado a los israelitas o en el de las mujeres. Era un momento de profunda y religiosa expectación. Mientras tanto, uno de los dos asistentes quitaba la ceniza y carbones apagados que hubiesen quedado en la mesa de oro del altar después de la última incensación; después adoraba la divina presencia y salía sin volver la espalda. El sacerdote oficiante, solo ya en el Santo, esperaba, lleno de emoción, que otra señal le advirtiese en el momento preciso en que debía esparcir en el braserillo del altar de oro cierta cantidad de incienso de antemano determinada 7. A este instante solemne alude San Juan en el Apocalipsis 8: «Y vino un ángel; y se puso junto al altar con un incensario de oro en la mano; y se le dieron muchas especies aromáticas para que hiciese ofrenda de las oraciones de los Santos sobre el altar de oro que está delante del trono; y el humo de los aromas, formado con las oraciones de los Santos, subió de la mano del ángel ante el acatamiento de Dios». Esta hermosa ceremonia de la incensación figuraba, por tanto, las adoraciones y plegarias de todo Israel subiendo hacia su Dios.
Entretanto daba el maestro de ceremonias la señal esperada. El oficiante derramaba entonces sobre las brasas del altar el incienso que había puesto en sus manos uno de sus asistentes; en seguida adoraba profundamente, dejaba el interior del santuario e iba a colocarse en la grada superior de la escalinata por la cual se descendía desde el vestíbulo al atrio de los sacerdotes. Todos sus colegas que estaban de servicio aquel día se agrupaban alrededor de él. Entonces era cuando otro ministro sagrado, igualmente designado por la suerte, colocaba sobre el altar de los holocaustos uno a uno los miembros sangrantes del cordero inmolado. Ruidosa y alegremente resonaban las trompetas sacerdotales, y los levitas entonaban el Salmo del día, acompañados de los instrumentos de música. Tales eran los principales ritos del sacrificio perpetuo, destinado a mantener exteriormente relaciones incesantes entre la nación teocrática y el Señor su Dios.
Pasemos con el evangelista San Lucas a pormenores más concretos. El sacerdote que aquel día cumplía en el santuario oficio tan augusto se llamaba Zacarías. Pertenecía a la «clase» llamada de Abías 9, en memoria de su primer jefe. Era la octava de las veinticuatro clases sacerdotales que David había instituido en otro tiempo para regularizar el servicio del culto y mejor repartir las múltiples funciones 10. Se había ordenado que estas clases turnasen por semana en el recinto del Templo, de sábado a sábado; lo que no resultaba ciertamente oneroso, ya que a cada una correspondían poco más de quince días de servicio al año. Pero en la época de las grandes fiestas religiosas las necesidades del culto divino reclamaban la presencia de casi todos los sacerdotes. 11
Zacarías estaba casado desde hacía largos años con Isabel, que, como él, pertenecía a la raza sacerdotal, pues era «de entre las hijas de Aarón» 12. Ser hija y esposa de sacerdote era considerado entre los judíos como doble honor; y así, no sin intención, señala el evangelista este detalle. El futuro precursor tendrá, por consiguiente, tanto por su padre como por su madre, el privilegio de pertenecer a la familia de Aarón, que era entonces la más noble de Israel después de la de David, de la que debía nacer el Mesías. Isabel era, además, aunque no sabemos en qué grado, pariente de la Santísima Virgen 13.
Tanto ella como su esposo poseían una nobleza muy superior a la de la sangre y posición social: la nobleza de una sincera y sólida virtud. «Ambos eran justos en la presencia de Dios», que lee en lo más profundo de los corazones y de las conciencias, y «caminaban irreprensiblemente en todos los mandamientos y preceptos del Señor» 14. Difícil hubiera sido a San Lucas hallar fórmula más feliz, más teocrática, para decir que los dos santos esposos pertenecían a la categoría de almas escogidas cuya vida piadosa, pura, desasida, caritativa, atraía los favores del cielo sobre toda la nación.
Sin embargo, aunque la mirada del Altísimo se posaba complacida sobre ellos, su unión no había recibido esa bendición especial que los poetas hebreos han cantado en términos tan expresivos:

El (el Señor) da a la estéril morada en la casa
Donde habite en medio de sus hijos...
Son los hijos heredad del Señor,
Un galardón el fruto de un seno fecundo.
Como saetas en mano del guerrero,
Así los hijos de la juventud.
Dichoso el hombre que ha llenado su aljaba... 15.

Faltaba esta dulce alegría en el hogar de Zacarías e Isabel, que por ello estaban sumidos en dolorosa tristeza. En todo el Oriente bíblico, y muy especialmente entre los judíos 15, la esterilidad era considerada como humillación, y aun a veces como signo de disfavor del cielo. Desesperanzados por lo pasado, el venerable sacerdote y su mujer no podían ya confiar en lo por venir, dado que «ambos eran avanzados en edad», y sería menester un milagro para darles un hijo. Pero he aquí que Dios va a realizar este milagro, en tales condiciones que manifestarán tanto su bondad como su poder, y de manera que venga la bendición sobre toda la nación teocrática y después sobre el mundo entero, al mismo tiempo que sobre una familia privilegiada de Israel.
Hemos dejado a Zacarías sólo en el interior del Santo. Vestido con su túnica blanca, de lino, que le cubría por completo, y cuyos pliegues recogía un cinturón de abigarrados colores, cubierta la cabeza según el uso, desnudos los pies por respeto a la santidad del lugar, estaba aún de pie, no lejos del velo grueso y ricamente bordado que separaba el Santo del Sancta Sanctorum, frente al altar de oro sobre el que acababa de derramar el precioso incienso 16. A su derecha –a la izquierda del altar, en dirección del Norte– estaba la mesa de los panes de la proposición; a su izquierda –a la derecha del altar, mirando al Sur–, el candelero de oro de siete brazos 17. Iba a prosternarse y dejar el santuario cuando un espectáculo maravilloso le detuvo. «Se le apareció un ángel del Señor, que estaba al lado derecho del altar de los perfumes»; por consiguiente, entre este altar y el candelero de oro. No fue difícil a Zacarías comprender que estaba en presencia de un espíritu celestial, pues ningún mortal podía entonces estar en el santuario, y desde el tiempo de Abraham habían representado los ángeles un papel tan frecuente y tan importante en la historia israelita que su intervención, siempre extraordinaria, nada tenía de increíble para un judío piadoso, y menos aún para un sacerdote santo. Sin embargo, ante esta aparición sobrenatural tan repentina, Zacarías fue sobrecogido de gran turbación, que otros, antes y después de él, han sentido en circunstancias semejantes 18.
El ángel le tranquilizó con una palabra: «No temas, Zacarías»; le entregó después el divino mensaje, que consistía en una magnífica promesa, desarrollada en triple gradación: Dios te va a dar un hijo; este hijo estará dotado de cualidades eminentes; será el precursor del Mesías. «No temas, Zacarías, porque ha sido escuchada tu oración; y tu mujer Isabel te parirá un hijo a quien llamarás Juan. Y será para ti causa de gozo y regocijo, y muchos con su nacimiento se alegrarán, porque será grande delante del Señor. No beberá vino ni cosa que pueda embriagar, y será lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre. Convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios, y caminará delante de él con el espíritu y la virtud de Elías para convertir los corazones de los padres a los hijos y los incrédulos a la prudencia de los justos para preparar al Señor un pueblo perfecto”.
Sigamos paso a paso este lenguaje tan preciso y digno de Dios y de su plan mesiánico. «Tu oración ha sido escuchada”. La oración a que alude el ángel era la que Zacarías había hecho subir hacia el Señor con el humo y el perfume del incienso. Parecería a primera vista, y este es el sentir de bastantes comentadores, que la oración había tenido por objeto principal el nacimiento de un hijo, por tanto tiempo deseado. Pero ¿no contradice luego Zacarías mismo esta interpretación oponiendo a la promesa del ángel la imposibilidad natural de que semejante petición se realizase? Es, pues, verosímil que se tratase de una gracia de orden más general y elevado, de una gracia que con toda su alma hubiese pedido en nombre de su pueblo, a quien entonces representaba ante el altar de oro; de aquella gracia que tan admirablemente expresó el profeta Isaías en términos tan ardientes como poéticos:

¡Cielos, enviad vuestro rocío de lo alto,
Y que las nubes lluevan al justo!
Abrase la tierra y germine al Salvador,
Y, juntamente con él, nazca la justicia! 19.

Las primeras palabras del ángel significan, por consiguiente: Bien pronto aparecerá el Mesías. Las siguientes, «Tu mujer te parirá un hijo», establecen una relación estrecha entre aquel feliz acontecimiento y el niño cuyo nacimiento se promete a Zacarías, de modo que ambos deseos se cumplirán a la vez.
Cosas admirables se anuncian respecto de este hijo de bendición. Sus padres deberán darle el significativo nombre de Juan: «Yavé es propicio» 20, cuyo sentido realizará plenamente, pues a su persona, a su vida santísima y a su misión especial están vinculadas gloriosas esperanzas. Será causa de viva alegría, no sólo para sus padres, sino para otras muchas almas. Como en otro tiempo Sansón y Samuel 21 bendecidos igualmente en su nacimiento, deberá prepararse para su misión por medio de una vida penitente. Según la expresión técnica usada por los antiguos hebreos, será, pues, a lo menos parcialmente, un nazir, y a título de tal se abstendrá de todo licor fermentado 22. Por lo demás, no será esto más que una muestra de sus ásperas mortificaciones, de que más adelante nos trazarán los evangelistas una vigorosa descripción.
Pero en el Espíritu Santo mismo encontrará un santificador mucho más poderoso que el ayuno y la penitencia. Este divino Espíritu tomará posesión de él aun antes de su nacimiento 23 y le preparará para ser digno precursor del Mesías. Este futuro oficio de Juan está claramente designado por las palabras del ángel, tomadas casi íntegramente de dos vaticinios del profeta Malaquías: «He aquí que yo envío mi mensajero y preparará el camino delante de mí. Y luego vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el ángel de la Alianza que esperáis 24. He aquí que yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Yavé, grande y terrible. Y convertirá el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a sus padres» 25. En virtud de la segunda de estas predicciones los contemporáneos del Salvador, como se colige de muchos pasajes de los Evangelios y del Talmud, esperaban ver salir al profeta Elías de su misterioso retiro para constituirse en heraldo y precursor del Mesías. Preguntado un día acerca de este particular por varios de sus apóstoles íntimos, establecerá Jesús entre su primero y segundo advenimiento una distinción que pondrá las cosas en su punto 26.
Revestido del espíritu y fuerza de Elías, conseguirá Juan reconstruir la unión moral, que en parte había desaparecido, entre los tiempos antiguos y los nuevos, entre los patriarcas y sus descendientes, muchos de los cuales habían degenerado de modo lamentable 27. De esta suerte preparará al Mesías un pueblo perfecto, digno de Él y de sus maravillosas bendiciones.
Adivinase cuáles serían la sorpresa y el gozo del venerable sacerdote al oír estas palabras, que abrían para todo Israel, y en particular para el hijo prometido, horizontes tan llenos de luz. ¡Qué dicha tan inesperada y próxima le auguraban! Mas, por una de esas súbitas reflexiones que a veces vienen a turbar las mejores esperanzas, preguntábase él si podía confiar realmente en el nacimiento de un hijo. ¿No se oponían a ello las mismas leyes de la naturaleza? Invadido por la duda, alegó al mensajero celestial que tanto él como Isabel eran de edad avanzada, y le pidió una señal que fuese fianza de la verdad de la promesa. Su demanda tuvo inmediata satisfacción. Le respondió el ángel: «Yo soy Gabriel, que estoy en la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y traerte estas buenas nuevas» 28. Tales eran, por decirlo así, sus cartas credenciales. Su nombre, por sí solo, decía ya mucho; hasta podía considerarse como prenda suficiente. Sabía, en efecto, Zacarías por los anales israelitas que Gabriel era uno de los espíritus celestiales de la jerarquía más elevada 29, y que varios siglos antes había sido elegido por Dios para anunciar al profeta Daniel la fecha del advenimiento del Redentor 30. ¡Qué continuidad tan admirable en los planes divinos! Este mismo ángel será el que venga a proponer a la Virgen el ser madre del Mesías 31, por lo que justamente se ha llamado a Gabriel el ángel de la Encarnación.
El mensajero divino concedió al punto a Zacarías la señal deseada; pero esta señal era también un castigo: «He aquí que quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no creíste en mi palabra, que se cumplirá a su tiempo”. Otros personajes del Antiguo Testamento, como Abraham, Gedeón, Ezequías, habían pedido una señal en circunstancias análogas, sin incurrir en castigo. ¿Por qué Zacarías es tratado con tanta severidad? El ángel, al demostrar que había leído hasta el fondo del alma del sacerdote, puesto que conocía el objeto de su oración íntima, se había acreditado por lo mismo como enviado de Dios. Había merecido, por consiguiente, ser creído por su palabra. Recayó, pues, el castigo no sobre la oración, sino sobre la duda de Zacarías.
Estaba insistentemente recomendado al ministro encargado del rito de la incensación no detenerse en el santuario. Como hubiese transcurrido algún tiempo más que el de costumbre desde la señal dada por el maestro de ceremonias, las miradas de los asistentes se dirigían, con extrañeza mezclada de inquietud, hacia la entrada del Santo, velado por rico cortinaje que lo separaba del vestíbulo. Por fin, se vio salir a Zacarías y aproximarse a la escalinata que conducía al atrio de los sacerdotes. Desde aquel sitio, de concierto con sus colegas agrupados alrededor de él, debía dar la bendición al pueblo, extendiendo los brazos y pronunciando la hermosa fórmula que se usaba desde los tiempos de Aarón 32. Hizo un esfuerzo para hablar; pero ningún sonido distinto pudo salir de su boca, y todos comprendieron, por su mudez, por sus repetidos gestos 33, por la emoción que en su rostro se manifestaba, que acababa de ser testigo de algo extraordinario. Hasta se conjeturó, y no sin acierto, que había tenido una visión milagrosa: tan habituados estaban los judíos a las intervenciones divinas, especialmente en lo interior del Templo, por la lectura de la historia nacional y sagrada.
Cuando la clase de Abías hubo acabado su semana de servicio, fue reemplazada por otra, y Zacarías volvió a su residencia 34, situada en las montañas de Judá, a cierta distancia de Jerusalén. No se hizo esperar largo tiempo el cumplimiento de la primera parte de la promesa, e Isabel comprendió que no tardaría en ser madre. Fácilmente se adivina su dicha; pero su alegría se mantuvo silenciosa al principio. Durante cinco meses –hasta que su preñez se hizo manifiesta y también, según lo da a entender el relato evangélico, hasta la visita de María– permaneció oculta en lo interior de su casa: «He aquí –decía– lo que el Señor ha hecho conmigo en el tiempo en que me ha dirigido su mirada para librarme de mi afrenta entre los hombres”. Explícase esta vida de piadoso retiro, como ya lo hicieron notar Orígenes y San Ambrosio, por el natural sentimiento de pudor en una mujer que va a ser madre en edad avanzada 35; pero también por el deseo de testimoniar a Dios en el recogimiento y la oración su ardiente gratitud. Desde ahora no sólo va a tener fin «el oprobio» de Isabel, sino que en la historia de la redención ella ocupará un puesto de honor que jamás le será quitado.

II –El Arcángel San Gabriel anuncia a María su elección para madre del Mesías.

Episodio suavísimo, celestial, que sirve de base al majestuoso edificio de la fe cristiana. Si el nacimiento de Juan Bautista puede ser comparado, en cierto sentido, con el de Isaac y con el de varios otros personajes de la historia israelita, el de Nuestro Señor Jesucristo sólo tiene semejanza –¡y qué semejanza tan lejana!– con la creación de Adán. ¿No es Jesús, por lo demás, según la magnífica doctrina de San Pablo, un segundo Adán, aunque infinitamente superior al primero? Por eso, si el primer hombre salió inmediatamente de manos del Criador, que directamente le comunicó la vida, también el Mesías Hijo de Dios hará su entrada en este mundo de manera por extremo maravillosa. Era necesario, según el plan divino, que perteneciese a la raza de quienes venía a salvar; pero una conveniencia de orden superior exigía que el estrecho lazo que le iba a unir con los hombres no se formase según las leyes ordinarias de la naturaleza. La sabiduría increada resolverá este problema por un procedimiento digno de ella. Una mujer concebirá y dará a luz al Cristo sin dejar de ser Virgen. De esta suerte la cabeza de la nueva humanidad estará realmente unida por la carne y la sangre con los que venía a regenerar, y al mismo tiempo, aun por este lado, conservará sobre ellos superioridad inmensa, gracias a un privilegio único en la historia.
Tal es el tema general del magnífico relato que vamos a exponer bajo la dirección de San Lucas. «Dos maneras hay de contar las cosas grandes. La primera consiste en elevarse cuanto sea posible a su altura y adoptar un estilo imponente y sublime. La segunda, que suele ser la mejor cuando se trata de los misterios divinos, se contenta con la exposición sencilla de los acontecimientos, dejando que ellos se hagan valer por si mismos. El evangelista siguió aquí este segundo método. Nada más sencillo, ni más fresco, ni más virginal que su relato de la Encarnación del Verbo» 36.
Han transcurrido ya manifiestamente las setenta «semanas» que el Arcángel San Gabriel había predicho en otro tiempo a Daniel 37. Después de haber presagiado, durante el último período del Antiguo Testamento, y poco ha en Jerusalén, en el umbral ya del Nuevo, su importante misión de hoy, he aquí que Gabriel viene a ser de manera inmediata el mensajero de la redención. Así como los reyes de la tierra envían solemnemente sus más fieles ministros a proponer de su parte a alguna gloriosa princesa una unión que colmará sus deseos, del mismo modo, siguiendo una comparación que emplean respetuosamente varios Padres, el Señor eligió a su Arcángel para llevar a una joven israelita, objeto de sus divinas complacencias, proposiciones celestiales y para contraer con ella en su nombre un compromiso incomparable 38.
Seis meses han transcurrido desde que fue concebido el futuro precursor. De Judea la sagrada narración nos traslada repentinamente a Galilea, aquella provincia tan despreciada por los rabinos; de Jerusalén, a una aldea insignificante, cuyo nombre no se menciona ni en los escritos del Antiguo Testamento ni en la historia de Josefo, quien, sin embargo, nombra gran número de localidades galileas; del interior del Templo, a una humilde y pobre habitación que va a servir de teatro al misterio más grandioso de la historia del mundo, y donde la elegida de Dios estaba por ventura entonces abismada en oración fervorosa.
La aldea se llamaba Nazaret 39, y la doncella tenía por nombre María 40. Ni San Lucas ni San Mateo se entretienen en darnos, acerca de la vida anterior 41. Al de esta bendita Virgen, noticias auténticas, que tan gustosamente hubiera acogido nuestra piedad filial. Cíñanse ambos a mencionar que en el momento en que recibió la visita del ángel estaba prometida 42 a uno de sus compatriotas, llamado José, que, por vicisitudes de los tiempos, no era más que un humilde artesano, aunque pertenecía –pronto veremos en cuán próximo grado– a la estirpe real de David, de la que también ella era descendiente 43.
«Entró el ángel», dice el texto sagrado, y saludó a María con profundo respeto, empleando la antigua fórmula oriental: «La paz sea contigo», que sigue todavía usándose entre judíos y árabes 44. Después, en pocas palabras, de singular fuerza de expresión, indicó hasta qué punto había sido favorecida de Dios la augusta Virgen: «llena eres de gracia 45, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres» 46. Pero el cielo le tenía reservado un privilegio que explica y sobrepuja asombrosamente todos los del pasado.
El lenguaje tan halagüeño del ángel produjo gran turbación 47 en el ánimo de María, que quedó sorprendida, contristada. Preguntábase, perpleja, la humilde doncella cuáles podrían ser el objeto y alcance de semejante salutación. El espíritu celestial se apresuró a tranquilizarla, describiéndole, en lenguaje solemne, digno del asunto, el oficio sublime que estaba llamada a desempeñar en la obra de la redención. «No temas, María –le dice, llamándola ya por su nombre, con mezcla de familiaridad y simpatía–, porque has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás en tu seno y parirás un Hijo a quien darás el nombre de Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin”.
Como escribimos en otra parte 48, para una mujer hebrea, familiarizada como lo estaba María con los oráculos del Antiguo Testamento, estas palabras eran tan claras como el sol, pues contenían una descripción popular del Mesías, un resumen de las más célebres profecías mesiánicas. El Hijo que el ángel promete a la Virgen había de poseer todos los títulos, llenar todos los ministerios atribuidos por Dios y por la voz pública al libertador impacientemente esperado. De tan admirable parecido era el retrato que no podía dejar de ser reconocido al instante y la Santísima Virgen no hubiera comprendido mejor si Gabriel se hubiese ceñido a decirle: «Dios te destina a ser madre de su Cristo».
Las primeras palabras son manifiesta alusión a uno de los más bellos vaticinios de Isaías: «He aquí que la Virgen concebirá y parirá un hijo, y le dará el nombre de Emmanuel» 49. Las siguientes: «será llamado Hijo del Altísimo», recibirán pronto de boca del ángel su interpretación 50. El restablecimiento del trono de David por el Mesías, la extensión universal y la duración eterna de su reinado reconstituido sobre nuevas bases, constituyen, a partir de la predicción de Natán 51, un tema sobre el que los antiguos profetas, los Targums y el Talmud, los libros apócrifos del Antiguo Testamento, y hasta los mismos evangelistas, no se cansan de insistir 52. Ya el patriarca Jacob había anunciado el reino glorioso del futuro Redentor 53.
En medio de estas espléndidas promesas, ha dejado el ángel deslizar una orden del cielo tocante al nombre que María deberá poner a su hijo: «Le llamarás Jesús”. Este nombre «que es sobre todo nombre» 54, que los apóstoles se tuvieron por dichosos de revelar al mundo y que tan a menudo campea en sus escritos 55; este nombre que los mártires pronunciaban con amor camino del suplicio, que llena de valor y consuelo a las almas cristianas y que espanta y pone en fuga a los demonios, era digno, por su significación, de Aquel que lo había de aureolar de gloria imperecedera. El espíritu celeste que muy pronto vendrá a tranquilizar a José determinará su sentido con exactitud: «le impondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» 56. Este nombre era, pues, por sí solo, símbolo abreviado de la gracia de la salvación de que era portador el Mesías para la humanidad entera 57. No era éste, sin embargo, un nombre nuevo, pues varios personajes de la antigüedad israelita –célebres los unos, como Josué y el autor del Eclesiástico 58, y desconocidos otros– lo habían llevado ya 59. Pero sólo el verdadero Jesús, el «verdadero Salvador», había de realizar plenamente su significación.
¡Ser madre del Mesías! Cualquiera otra joven israelita habría aceptado con seguridad aquel honor insigne sin la menor vacilación, con indecible gozo. El corazón de María debió de estremecerse de júbilo cuando oyó la proposición divina. Y, con todo eso, aquella Virgen prudentísima, lejos de dar al punto su consentimiento, se cree en el deber de pedir una explicación al Arcángel Gabriel acerca de un punto delicado: «¿Cómo sucederá esto?» Y para justificar su pregunta añade: «Porque yo no conozco varón”. En efecto, el lenguaje angélico, aun siendo clarísimo en su conjunto, y aun aludiendo a la profecía de la Virgen madre 60, no precisaba el modo maravilloso del privilegio ofrecido a María. Esta no tenía, pues, entera certeza de que el nacimiento del Niño sería absolutamente sobrenatural. Ahora bien: tenía ella una razón muy legítima, gravísima, para interrogar sobre este punto al mensajero celeste, y esta razón está precisamente contenida en las palabras «no conozco varón». Desde el momento en que María nos ha sido presentada en las primeras líneas del relato como prometida de José, estas palabras no pueden tener razonablemente más que un sentido: suponen hasta la evidencia que bajo la inspiración del cielo y de acuerdo con José, María había consagrado a Dios su virginidad con promesa irrevocable. De otro modo su pregunta sería ininteligible «¿Por qué preguntar con extrañeza cómo será madre, si ella iba al matrimonio como las otras, para tener hijos?» 61. Tal ha sido siempre, desde la época de los Padres, la interpretación católica de estas palabras, que contienen la delicada confesión de un alma idealmente pura 62.
El Arcángel San Gabriel se apresuró a esclarecer lo que María tenía excelente derecho a preguntar. Lo hizo, al modo de los hebreos en las circunstancias solemnes, en lenguaje rimado, cadencioso, de gran fuerza y delicada belleza 63:

El Espíritu Santo vendrá sobre ti,
Y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra;
Y así el fruto santo que de ti nacerá
Será llamado Hijo de Dios.

Lo cual significaba claramente: Este hijo nacerá de manera enteramente sobrenatural. El Espíritu Santo mismo debía, en efecto, obrar este prodigio, en el que la carne no tendría parte alguna. No vendrá, pues, de fuente malsana y viciada, sino de fuente absolutamente pura el germen de vida que permita a María ser madre, conservando, sin embargo, su virginidad. Las dos primeras proposiciones son paralelas entre sí y se completan mutuamente. La segunda alude a la energía creadora desplegada por el Espíritu de Dios en el tiempo de la creación, y más aún a la nube misteriosa que, durante la prolongada peregrinación de Israel a través del desierto de Farán, simbolizaba y manifestaba la presencia divina, y descansaba sobre el Arca de la Alianza como sobre un trono 64. El ángel no podía indicar a María en términos más precisos y más discretos el modo de su maternidad, que excluía toda cooperación humana. Pero no en vano ha representado el nacimiento del Mesías como una ostentación del poder del Altísimo, pues el misterio de la Encarnación, la unión del Verbo con nuestra naturaleza es la manifestación de una energía incomparable, totalmente divina.
La tercera proposición: «Por eso el fruto santo que de ti nacerá..”., es clara consecuencia de las dos precedentes. Concebido por obra del Espíritu Santo, el hijo de María será a su vez un ser enteramente santo; además, será también Dios, y por tal reconocido, porque este Espíritu generador es Dios. Como diremos más adelante, se daba a veces al Mesías el nombre de «Hijo de Dios» en un sentido amplio; pero, según el contexto, es evidente que aquí debe ser interpretado este título en el sentido más estricto y absoluto. Hay una gradación manifiesta y continua en el mensaje del ángel. Por lo demás, oiremos al Padre atribuir este título a Nuestro Señor Jesucristo en las horas solemnes de su bautismo y de su transfiguración. En dos ocasiones 65 San Pedro, divinamente iluminado, reconocerá a Jesús como verdadero Hijo de Dios. Y la Iglesia, desde su origen, usó este nombre y fijó definitivamente su significación para expresar con brevedad y energía su fe en la naturaleza divina de su Señor y fundador 66.
Puesto que en tales condiciones va a ser madre María, bien puede tranquilizarse. Sin vacilar puede aceptar la proposición del cielo. No se infringirá su voto, y, como canta la Iglesia, ella reunirá en su frente las dos coronas más augustas: la de su dignidad maternal y la de su virginal pureza : Gaudia matris habens cum virginitatis honore.
No habiendo dudado un solo instante de la palabra del ángel, no le pide ninguna señal, ninguna garantía de su misión. Pero él, espontáneamente, va a darle una prueba irrecusable de su veracidad. Consistirá en el anuncio circunstanciado de otro nacimiento maravilloso, aunque de un orden muy diferente, que precederá al del Mesías: «He aquí que tu pariente 67 Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y la que se llamaba estéril está ahora en el sexto mes, porque nada hay imposible para Dios”. ¡El Señor es todopoderoso! No podía el ángel acabar mejor su mensaje que por este principio indiscutible, al cual refiere, como a causa soberana, los dos nacimientos milagrosos.
La misión de Gabriel ha terminado. Ahora se calla en actitud de profundísimo respeto, espera la respuesta de María. La proposición que Dios se dignaba hacer a la Virgen de Nazaret por medio de un mensajero no era una orden que se imponía de un modo absoluto. Ni aun para oficio tan elevado quería el Altísimo forzar la voluntad de su criatura. Por esto espera el ángel. ¡Qué momento tan solemne! El mundo no lo había conocido semejante desde su creación. «¡Oh bienaventurada María –exclama San Agustín 68–, el universo entero, cautivo (del demonio) espera tu consentimiento! ¡Oh Virgen, no tardes en darlo; apresúrate a responder al mensajero (del cielo)!»
Tranquilizada ya, María da su pleno asentimiento en términos tan sencillos como sublimes: «He aquí la esclava 69 del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Lenguaje de fe y de obediencia que se ofrece a todos los sacrificios, lenguaje de incondicional adhesión. ¿No es oficio del esclavo cumplir en todo la voluntad del señor? ¿Y no es aquí el señor Dios mismo en persona? María, pues, se ofrece toda entera y con toda su alma para cooperar a la grandiosa obra del Creador. Parece probable que previese desde entonces sus dolorosos sufrimientos, especialmente las sospechas que sobre ella iban a recaer, y desde luego de parte de su prometido, sin poder defenderse más que con protestas a las que difícilmente se daría crédito. Pero su aceptación fue ilimitada; lo dejó todo en manos de la Providencia, pronunciando su generoso Fiat.
«Y partióse de ella el ángel”. Con esta sobria conclusión termina el relato de una escena deliciosa, capital para la salvación de la humanidad; relato de «casta hermosura» 70, en el que con justicia se han alabado cualidades de todo género 71. No es dudoso –y tal es, siguiendo a los Padres, el sentir general de los teólogos católicos 72– que el adorable misterio de la Encarnación se cumplió inmediatamente después de la partida del ángel. Verbum caro factum est et habitavit in nobis. Misterio de amor sin límites y de inefable anonadamiento, de profunda sabiduría y de poder infinito, que confunde el orgullo de los judíos y la sensualidad de los gentiles, pero que es la admiración de los espíritus bienaventurados y que está clamándonos a cada uno de nosotros: Sic nos amantem quis non redamaret? (¿Quién no amará al que así nos ama?). En cuanto a la hermosura y grandeza del carácter de María, exceden a todo elogio. ¿No está, en verdad, la madre de Cristo a la altura de su dignidad incomparable, por lo menos en cuanto ello es compatible con la naturaleza creada? «¡Qué tipo tan ideal de pureza, de humildad, de candor, de fe sencilla y fuerte!» Sobre el viejo tronco del judaísmo aparece como la flor en el árbol, para anunciar la estación de la madurez y el fruto divino que será producido por esta flor. Pero pronto –¡ con cuánta alegría!– volveremos a hablar de esta alma celestial 73.

III –La Visitación de la Santísima Virgen.

Este nuevo cuadro, perfectamente esbozado por San Lucas con unos cuantos rasgos de su pluma, forma un delicado trazo de unión entre las dos anunciaciones y las dos natividades milagrosas. Las dos privilegiadas mujeres que pronto van a ser madres en virtud de especialísima intervención divina, nos son presentadas en una entrevista íntima, en una encantadora escena de familia.
Emprende María un viaje largo y penoso 74, no porque dudase de la veracidad del ángel, ni por satisfacer una vana curiosidad, y menos todavía para dar a conocer a su pariente el insigne favor que ella había recibido de Dios. En las últimas palabras de Gabriel, «sabe que tu pariente Isabel también ha concebido un hijo en su vejez..”., veía la fiel y humilde esclava del Señor, si no una orden expresa, por lo menos una insinuación, una invitación que no podía dejar de tener en cuenta. «Levantándose, pues 75, en aquellos días 76 se encaminó apresuradamente a la montaña, a una ciudad de Judá”.
Ninguna duda puede caber acerca de esta región hacia la que se dirigió la Madre de Dios con santo apresuramiento. No es otra que el macizo de los montes de Judá, que en otro lugar hemos descrito 77. Sin embargo, el evangelista no juzgó conveniente darnos indicación más precisa de la localidad que servía entonces de habitual residencia a Zacarías e Isabel 78. Ello nos obliga a atenernos a simples conjeturas respecto de este punto. Naturalmente se ha pensado en seguida en una de aquellas ciudades de este distrito que en otro tiempo estaban asignadas a los sacerdotes y a los levitas como lugares de residencia: en particular en Hebrón, la más importante de ellas, situada al Sur y a 32 kilómetros de Jerusalén, o también en Iutta, pequeña aldea que estaba aún más al Sur y cuyo nombre se ha conservado hasta nuestros días. Una tradición que se remonta más allá de las Cruzadas está en favor de la actual población de Ain-Karim, la antigua Carem, verdadero oasis de verdura en el fondo de una cañada que se abre en el árido macizo, a unos seis kilómetros al Oeste de Jerusalén, a vuelo de pájaro 79.
No duró menos de tres o cuatro días 80 el viaje emprendido por María con tan generoso celo. Hízolo a pie, o tal vez caballera en una pollina, que era en tiempos antiguos, y lo es todavía hoy, la montura popular de Palestina; quizá sola, pues entre los judíos de entonces gozaban las mujeres de libertad mucho mayor que en los otros pueblos de Oriente, o bien en compañía de una criada o, por ventura, en unión de algún grupo de galileos que fuesen a Jerusalén. Ataviada con el tradicional y pintoresco vestido de su región –túnica azul y manto encarnado, o túnica encarnada con manto azul y un gran velo blanco que envolvía todo el cuerpo–, atravesó la llanura de Esdrelón y escaló las montañas de Samaria y una parte considerable de las de Judea antes de llegar a la casa de Zacarías.
Después de haber franqueado el umbral, «saludó a Isabel», dice el texto sagrado. No esperaba la gracia más que esta señal para obrar un doble milagro, que nos muestra a la Santísima Virgen en un aspecto tan claro a los católicos de todos los tiempos: el de mediadora de las bendiciones divinas. En cuanto Isabel oyó la voz de María, estremecióse su hijo en su seno, y ella misma quedó llena del Espíritu Santo, que le reveló al instante el favor incomparable de que la Virgen de Nazaret había sido objeto. Presa de vivísima emoción, que se siente vibrar todavía en su lenguaje rimado, entrecortado, que rápidamente pasa de una idea a otra, «exclamó con fuerte voz» 81:

Bendita tú entre las mujeres,
Y bendito el fruto de tu vientre.
Y ¿de dónde a mí el que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque apenas sonó en mis oídos la voz de tu salutación,
Saltó mi hijo de gozo en mi seno.
¡Bienaventurada quien ha creído!, porque le serán cumplidas
Las cosas que le fueron dichas de parte del Señor.

He ahí en verdad palabras de una madre a otra, de la madre del precursor a la madre del Mesías. Divinamente iluminada, conoció Isabel lo que había pasado entre el ángel, María y Dios. Por esto se humilla ante la que el Verbo se ha dignado transformar en su tabernáculo vivo, como Juan Bautista se humillará más tarde ante el Cristo. Por esto felicita a María por haber sido bendecida entre todas las mujeres, por ser la madre de su Señor, es decir, del Redentor. Sabe también Isabel que el estremecimiento del niño que en su seno lleva no es uno de esos movimientos naturales que se producen a veces en el sexto mes de la preñez, sino un movimiento sobrenatural y consciente, efecto de la alegría que el futuro precursor, dotado repentinamente de razón 82, sintió al encontrarse en presencia del Verbo encarnado. Se levantaba en cierto modo para saludar a su Señor, preludiando así el hermoso oficio que tan fielmente iba a desempeñar. En cambio, recibió entonces, según opinión general de los teólogos, la singularísima gracia de quedar purificado de la mancha original.
A las alabanzas de Isabel respondió María, llena a su vez del Espíritu de Dios, que la transformó en armoniosa lira, con loores al Señor, expresados en el suavísimo Magnificat, cántico sublime por su misma sencillez. Su corazón rebosante se desbordaba así dulcemente en la primera ocasión que se le ofrecía. Es un cántico, un poema lírico de belleza majestuosa y serena, que nos transporta a la atmósfera de paz, de luz, de tranquila alegría, de celestial piedad en que vivía María desde que era madre del Verbo. Por su serenidad, contrasta con las palabras ardientes de Isabel. Es como una meditación en que María deja correr libremente los sentimientos e impresiones que se habían acumulado en su alma. Otras mujeres de Israel habían cantado en hermosos cánticos episodios maravillosos de la historia teocrática. Después de María, la hermana de Moisés, de Débora, de Ana, la madre de Samuel; de Judit, la Santísima Virgen rinde un homenaje a Dios en esa misma forma. Su himno, donde se encuentran todos los elementos característicos de la poesía hebrea, y que le ha valido el sobrenombre de Tympanistria nostra, que la dio San Agustín 83, denota naturaleza superior, preclara inteligencia, profunda emoción religiosa y apreciación muy exacta de los acontecimientos de la historia judía a que hace alusión:

Mi alma glorifica al Señor,
Y mi espíritu ha saltado de alegría en Dios Salvador mío,
Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava;
Como que ya desde ahora todas las generaciones me llamarán dichosa;

Porque ha hecho conmigo cosas grandes el que es poderoso,
Y cuyo nombre es santo,
Y cuya misericordia se extiende de edad en edad
Sobre aquellos que le temen.
Ha desplegado el poder de su brazo;
Ha dispersado a los que presumían en los pensamientos de su corazón;
Ha derrocado de sus tronos a los potentados;
Y ha levantado a los humildes.
A los hambrientos les ha henchido de bienes;
Y a los ricos los ha despachado vacíos.
A Israel, su siervo, le ha tomado bajo su amparo,
Acordándose de su misericordia,
Según lo prometido a nuestros padres,
A Abraham y sus descendientes, por todos los siglos.

La nota dominante de esta piadosa y dulce expansión es la misma que resonaba entonces en el corazón de María: el pensamiento de la gracia, de que el Señor tan pródigo se había mostrado para con la Virgen Madre, para con los pequeños y humildes en general, con Israel, su pueblo predilecto. Este pensamiento se desarrolla sucesivamente en cuatro estrofas, la primera de las cuales expresa los sentimientos de María por el inmenso favor que acababa de recibir del cielo. Considerando la infinita bondad con que el Altísimo se había dignado posar sobre ella su mirada, a pesar de su condición humilde, para conferirla el más excelso honor que una simple criatura fuese capaz de recibir, su alma y su espíritu –es decir, las potencias más íntimas de su ser– se abisman en la gratitud y en el deseo de glorificar a su bienhechor en la medida de lo posible. Porque bajo la inspiración profética, bien se le alcanzaba que quien había sido hasta tal punto favorecida de Dios, había de ser perpetuamente proclamada bienaventurada. Esta predicción de la humilde Virgen se ha realizado a la letra. Los loores de la madre del Mesías, que Isabel acaba de inaugurar con tanta elocuencia y que resonarán aún durante la vida pública de Jesús, no han cesado de oírse en el mundo católico desde la fundación de la Iglesia, como lo muestran los escritos de los Santos Padres y de incontables autores de todos los siglos cristianos, las fiestas instituidas en su honor, los lugares de peregrinación donde van las muchedumbres para mejor venerarla y, en fin, las devociones suscitadas por una filial ternura 84.
La segunda estrofa ensalza el valor inapreciable de las gracias concedidas a María por el Señor. Es verdad que merecen ser llamadas «grandes cosas», y manifiestan soberanamente los tres más bellos atributos de Dios: el Poder, la Santidad y la Misericordia. Y no era sola María quien se beneficiaba de estas bondades celestiales; que deseando está Dios que se extiendan por todos los siglos «sobre los que le temen», es decir, todos sus fieles servidores.
En la tercera estrofa generaliza más aún su pensamiento la madre de Cristo y muestra con detalles concretos, sacados de la conducta habitual de la Providencia a través de los siglos, cuán grandes son el poder y la bondad con que Dios protege a los humildes y a los oprimidos.
Por último, la cuarta estrofa, volviendo al tema principal del cántico, expone la parte principal que al pueblo judío había de corresponder en las gracias de salvación traídas por el Mesías. El Dios todopoderoso, el Dios infinitamente bueno a quien ha cantado María, es también un Dios fiel a sus promesas. Lo que en otro tiempo había anunciado a los grandes patriarcas Abraham, Isaac y Jacob y después a los profetas que tras ellos vinieron, no lo ha olvidado un solo instante, y he aquí que va a cumplirlo, porque el eon por excelencia 85, la época del Mesías acaba, al fin, de inaugurarle. Un grito de viva confianza resuena en las últimas palabras del Magnificat.
No es el menor de los encantos de este himno el reflejar, casi en cada línea, el eco de los cánticos inspirados del Antiguo Testamento. Recuerda en particular el cántico de Ana 86. Pero estas reminiscencias nada tienen de sorprendente. Desde su infancia aprendían de memoria los israelitas cierto número de pasajes bíblicos. La lectura pública de los libros sagrados en los oficies de la sinagoga les familiariza más aún con ellos. Era, pues, natural que al derramarse en suaves transportes la gratitud de María acudiesen en tropel a su espíritu los textos inspirados, de que tenía saturados su alma y su pensamiento. Por lo demás, estas reminiscencias recibían en sus labios un matiz personalísimo y original. En este cántico, se ha dicho muy gráficamente, las palabras provienen en parte del Antiguo Testamento; pero la música pertenece ya a la Nueva Alianza.
La encantadora escena de la Visitación termina con una nota cronológica: «María permaneció con Isabel unos tres meses; después volvió a su casa”. Al mencionar la partida de María antes de contar el nacimiento del precursor, parece indicar bastante claramente el evangelista que la Santísima Virgen había tomado ya, tiempo hacía, el camino de Nazaret cuando tuvo lugar este acontecimiento. Además, difícilmente se hubiera abstenido San Lucas de nombrar a la madre del Mesías entre las personas que fueron a felicitar a Isabel después de su alumbramiento si entonces se hubiera hallado presente 87. Sea de ella lo que fuere, ¡bienaventurada la casa en que María y el Verbo encarnado en su seno permanecieron tres meses, derramando sobre ella todo linaje de bendiciones!