«Os he llamado amigos»
La amistad, un don de Dios para iluminar la tierra
- ¿Dios tiene amigos?
- Para iluminar la tierra
- Dentro de un gran mapa de relaciones
- El mejor seguro de vida
- Mirad qué buenos amigos
Presentación
«¿Quién dice la gente que soy yo?», pregunta Jesús, mientras camina con sus discípulos. Circulan ideas de lo más variopintas, fundadas quizá en prejuicios, rumores, o alguna noticia aislada (cfr. Mc 8, 27-28). Pero sus amigos lo conocen. «Tú eres el Cristo», dice Pedro, que lleva años compartiendo las jornadas con el Señor, desde que fue llamado a ser pescador de hombres (cfr. Mt 4, 19). Marta, María y Lázaro, sus amigos de Betania, podrían añadir detalles familiares: tú eres el que tiene esa manera de ser… tú eres el único que sabe aquello de mí… tú eres la persona a la que busco cuando necesito hablar sobre esto… Entre sus amigos, Jesús es conocido de manera auténtica. Allí no hay máscaras: cada uno es querido simplemente por ser quien es.
Las páginas que componen este pequeño libro son una invitación a experimentar el gozo de querer y ser queridos, y a hacerlo desde el cariño de Dios. Por eso comienzan explorando una sorprendente noticia que trae la Sagrada Escritura: Dios tiene amigos; nuestro propio creador nos busca porque ansía caminar junto a nosotros (cfr. Gn 3, 8-9). En ese trayecto escucharemos cómo Jesús nos dice que los cristianos serán reconocidos por su manera de querer (cfr. Jn 13, 35); recordaremos cómo san Josemaría, tras la guerra civil española, reconstruyó el Opus Dei sobre lo único que no había sido físicamente destruido: una inscripción con el mandamiento nuevo del Señor (cfr. Jn 13, 34). Y consideraremos, en fin, qué rasgos particulares adquiere en nuestros días la amistad para un cristiano.
La amistad es, sin duda, uno de los regalos más grandes que Dios nos ha hecho. Él quiere que cada uno de nosotros se ilusione con ser un hogar como Betania para Jesús y para los demás; que nos entusiasmemos por convertir constantemente nuestro corazón en un hogar luminoso en el que todos encuentren un rincón.
Andrés Cárdenas Matute
1. ¿Dios tiene amigos?
Una pregunta frecuente entre nuestros mensajes de texto en el teléfono móvil es: «¿Dónde estás?». La habremos enviado también a nuestros amigos o familiares buscando su compañía, aunque sea a distancia, o simplemente por traer a la otra persona a nuestra imaginación de una manera más concreta. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Todo va bien? Esa pregunta es también una de las primeras frases que Dios dirige al hombre, mientras «paseaba por el jardín a la hora de la brisa» (Gn 3, 8-9). El creador, desde el inicio de los tiempos, quería caminar tranquilamente junto a Adán y Eva. Podríamos pensar, con cierto atrevimiento, que Dios buscaba su amistad –y ahora la nuestra– para contemplar plenamente realizada su creación.
Una novedad in crescendo
Esta idea, que tal vez no nos parezca tan nueva, resultó al inicio bastante extraña. El pensamiento humano anterior al cristianismo, en uno de sus momentos más fructuosos, había aceptado con resignación que para el hombre era imposible ser amigo de Dios. Entre ambos –se razonaba– existe una absoluta desproporción: son demasiado distintos 1. Se pensaba que podría haber, como mucho, una relación de sometimiento a la que, en el mejor de los casos, podríamos acceder a través de ciertos ritos o de cierto grado de conocimientos. Pero una auténtica relación de amistad era inimaginable.
Sin embargo, la Escritura presenta una y otra vez nuestra relación con Dios en términos de amistad. El libro del Éxodo no deja lugar a dudas: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 11). El Cantar de los Cantares, que recoge de manera poética la relación entre Dios y la criatura que lo busca, llama continuamente al alma «amiga mía» (cfr. Ct 1, 15). También el libro de la Sabiduría señala que Dios «se comunica a las almas santas de cada generación y las convierte en amigos» (Sb 7, 27). Es importante notar que en todos los casos la iniciativa viene del mismo Dios: la alianza que ha sellado con su creación no es simétrica, como podría ser un contrato entre iguales; es asimétrica: se parece más bien a un donativo que es otorgado continuamente. Dios nos regala sin cesar la desconcertante posibilidad de hablarle de tú.
Esta invitación a la amistad, la comunicación de esta novedad, continuó in crescendo a lo largo de la historia. Todo lo que nos había dicho por medio de la creación y de la alianza esperaba completarse con las palabras que pronunciaría el mismo Hijo de Dios en la tierra. «Dios nos ama no solo como criaturas, sino también como hijos a los que, en Cristo, ofrece una verdadera amistad» 2. Si toda la vida de Jesús es una invitación a la amistad con su Padre, uno de los momentos más intensos en los que nos transmite esta buena noticia son aquellos últimos instantes que pasaría en la tierra junto a sus amigos más cercanos: el largo discurso de despedida de Jesús durante la Última Cena. Allí, en el Cenáculo, con cada uno de sus gestos, Jesús abre definitivamente su corazón para llevar a sus discípulos –y a nosotros con ellos– a la verdadera amistad con Dios.
Del polvo a la vida
El evangelio de san Juan tiene dos partes muy claras: la primera se centra en su predicación y milagros; la segunda, en su pasión, muerte y resurrección. Y el puente que las une es este versículo: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). La primera escena de esa hora de Jesús, ese momento que todos los tiempos habían esperado, se da precisamente en el Cenáculo. Allí estaban Pedro y Juan, Tomás y Felipe, todos los doce juntos, apoyados cada uno sobre un costado, como se acostumbraba en la época. Por lo sucesos que se narran, probablemente era una mesa de tres lados, con forma de U. Jesús se encontraba casi en un extremo, el importante, y san Pedro en el contrario, el del sirviente; es posible que estuvieran frente a frente. En un determinado momento, a pesar de que no era una tarea que le correspondía a quien estaba situado en ese lugar preferencial, Jesús se puso de pie para realizar un gesto que su Madre habría realizado muchas veces con él: tomó una toalla y se la ciñó a la cintura para quitar el polvo de los pies de sus amigos.
La imagen del polvo está presente desde el inicio en la Sagrada Escritura. En la historia de la creación se nos cuenta que «el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (Gn 2, 7), es decir, del mismo material que se había pegado en los pies de los discípulos de Jesús junto al cansancio del camino. El hombre, en el pasaje del Génesis, durante aquellos breves instantes en los que no estaba constituido más que de polvo, era todavía algo inanimado, muerto, incapaz de relacionarse. Entonces Dios «insufló en sus narices aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo» (Gn 2, 7). Esta tensión entre polvo y espíritu, entre límites radicales y deseos infinitos, es una huella impresa en nosotros por el aliento divino que, después del pecado, tendrá que encontrar un equilibrio algunas veces problemático.
Pero sabemos que Dios es más fuerte que nuestra debilidad y que cualquiera de nuestras traiciones. Su don es irrevocable –recordemos que la alianza es asimétrica–, así que envió a su Hijo para que nos lavara los pies y nos devolviera la amistad de su Padre. Ese «amor hasta el fin» que prometía el versículo de entrada a esta parte del evangelio de san Juan se manifiesta ahora en la revelación más clara: Dios nos quiere contar entre sus amigos. Jesús, en medio de la emoción de aquel último discurso, con los ojos de todos sus discípulos fijos en él, dice: «A vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Esta primera amistad con Dios, a través de Jesucristo, es la fuente de la amistad que los cristianos comparten con los demás. La amistad de Cristo nos hace capaces de ser amigos de quienes nos rodean hasta llegar al extremo. Por eso lavamos los pies de todos, nos sentamos a la mesa de quien nos traiciona, podemos abrir nuestro corazón a quien no nos comprende o incluso no acepta nuestra amistad. La misión de un cristiano en medio del mundo es precisamente «abrirse en abanico»3 a todos, porque Dios actúa en esas relaciones enviándonos su luz.
Dejarnos llevar hacia la comunión
La amistad que nos ofrece Jesucristo es un acto de confianza en nosotros que no termina nunca: nos cuenta todo lo que sabe sobre el Padre a través de los evangelios y de la oración, nos abre el camino hacia él a través de los sacramentos, nos entrega incluso sus propias palabras –que deja en los labios de los sacerdotes– para continuar atrayéndonos hacia Dios a lo largo de los siglos. Sin embargo, aunque todo esto no nos faltará, será siempre una parte, ya que «a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya» 4. Los verdaderos amigos viven en comunión: en el fondo de su alma quieren las mismas cosas, se desean la felicidad el uno al otro, a veces ni siquiera necesitan utilizar palabras para comprenderse mutuamente; se ha dicho incluso que reírse de las mismas cosas es una de las mayores muestras de que se comparte una intimidad.
En la amistad con Dios, esta comunión consiste, más que en un agotador esfuerzo por tratar de cumplir ciertos requisitos –cosa que no sucede entre amigos– en dejarle hacer. Un buen ejemplo es precisamente el de san Juan, el cuarto evangelista: él no opuso resistencia para que Jesús le lavara los pies, después se recostó tranquilamente en su pecho durante la Cena y, finalmente –tal vez sin comprender completamente lo que sucedía–, no se despegó de su mejor amigo, para acompañarlo en los mayores sufrimientos. El apóstol amado dejó hacer a Jesucristo y, de esa manera, la voluntad de Dios fue quitando poco a poco el polvo de su corazón: «En esta comunión de voluntades se realiza nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Jesús. Cuanto más amamos a Jesús, cuanto más lo conocemos, tanto más crece nuestra verdadera libertad» 5.
El hombre y la mujer fueron creados para ser amigos de Dios, para recibir permanentemente su aliento de vida; por eso, nuestro corazón está inquieto e insatisfecho sin él. Lo paradójico es que en toda amistad humana buscamos ese infinito, esa perfecta armonía perdida por el pecado, y fracasamos continuamente al querer saciar totalmente así esta ambición. Por eso, irónicamente, las personas con las que hemos entrado en mayor comunión suelen ser precisamente aquellas de las que pensamos más fácilmente que defraudan nuestras expectativas. Sus límites se rozan con los nuestros. Su polvo se mezcla con el nuestro. E incluso podemos llegar a convertirlas en el símbolo de nuestra insatisfacción más profunda.
Jesús nos rescata de esa espiral de frustración: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí» (Jn 15, 4). Jesús quiere amar en nosotros. Sin él no podemos ser amigos hasta el fin. San Josemaría decía: «Por mucho que ames, nunca querrás bastante»; e inmediatamente añadía: «Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón» 6.
* * *
«¿Dónde estás?». Mientras paseaba por aquella espléndida creación que había salido de sus manos, Dios se dirigió así al hombre, que empezaba a alejarse de él. También ahora quiere entrar en diálogo con nosotros, y recuperarlo, cuando nos escondemos. Nadie, ni siquiera el más brillante de los pensadores, podía imaginar un Dios que pidiese nuestra compañía, que mendigase nuestra amistad hasta el extremo de dejarse clavar en una cruz para no cerrarnos ya nunca sus brazos. Habiendo entrado en esa locura de amor, nos veremos impulsados también nosotros a abrirlos sin condiciones a todas las personas que nos rodean. Nos preguntaremos mutuamente: ¿Dónde estás? ¿Todo va bien? Y a través de esa amistad podremos devolver la belleza a la creación.
Giulio Maspero y Andrés Cárdenas Matute
2. Para iluminar la tierra
Los grandes ríos nacen, generalmente, de una pequeña fuente situada en lo alto de las montañas. A lo largo de su recorrido van recibiendo agua de manantiales y afluentes hasta que, al final, desembocan en el mar. De manera similar, un afecto espontáneo o un interés en común son fuentes de las que puede brotar una amistad. Poco a poco esa relación sigue su cauce, incorporando otros torrentes que la nutren: tiempo compartido, consejos que van y vienen, conversaciones, risas, confidencias… Al igual que los ríos a su paso fecundan campos, llenan pozos y hacen florecer los árboles, la amistad embellece la vida, la colma de luz, «multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas» 7. Además, en un cristiano, si esto fuera poco, la amistad se llena también del «agua viva» que es la gracia de Cristo (cfr. Jn 4, 10). Esta fuerza da a la corriente un ímpetu nuevo: transforma el afecto humano en amor de caridad. Así, al término de su curso, ese río se adentra en el vasto mar del amor de Dios por nosotros.
Un coeficiente de dilatación enorme
Cuando las primeras páginas de la Biblia relatan el momento de la creación del hombre, leemos que fue formado a «imagen» de Dios, hecho a su «semejanza» (cfr. Gn 1, 26). Este modelo divino está siempre presente en lo más íntimo del alma. Por eso, si entrenamos nuestra mirada, podremos entrever a Dios en cada hombre y en cada mujer. Esta creación a la imagen de Dios hace que todas las personas que encontramos en el camino –al trabajar, al estudiar, al hacer deporte o al movernos de un lado a otro– sean dignas de ser amadas. Sin embargo, solamente con un grupo de ellas llegaremos a entablar una relación de amistad. Intuimos con razón que, en la práctica, no es posible tener infinitos amigos, entre otros motivos porque el tiempo es limitado. Pero nuestro corazón, movido por Dios, puede permanecer siempre abierto, ofreciendo su amistad al mayor número de personas, «dando muestras de comprensión con todos los hombres» (Tt 3, 2).
Este tipo de actitud, que «no excluye a nadie», por la que nuestra amistad permanece «intencionalmente abierta a toda persona, con corazón grande» 8, ciertamente tiene un precio. La madre de san Josemaría, al ver cómo su hijo se entregaba sin medida a las personas que le rodeaban, le advertía: «Vas a sufrir mucho en la vida, porque pones todo el corazón en lo que haces» 9. Abrirse a la amistad tiene su coste y, sin embargo, todos hemos experimentado que se trata de un camino seguro de felicidad. Al mismo tiempo, la capacidad para querer a más y más amigos es algo en lo que podemos crecer continuamente. Es significativa en este sentido la inquietud que surgió en el corazón de san Josemaría, a medida que crecía el número de personas en el Opus Dei: ¿podré querer a todos los que vengan a la Obra con el mismo cariño que siento por los primeros? Fue una preocupación que resolvió la gracia divina; Dios le fue ensanchando continuamente el corazón, hasta tal punto que podía decir que «el corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras»10.
En esto os conocerán
Si en las páginas del Génesis se revelaba el amor de Dios al crearnos a «imagen» suya, con la encarnación de su Hijo recibiríamos noticias mucho más impresionantes. Los apóstoles de Jesús vivieron durante tres años con quien era su mejor amigo, sin separarse de su lado. Le llamaban Rabbi –que quiere decir «maestro»– porque, además de amigos, eran y se sentían sus discípulos. Antes de padecer, el Maestro quiso que comprendieran que les amaba con una amistad que iba más allá de la muerte, que les amaba «hasta el fin» (Jn 13, 1). Este secreto de la radicalidad de su amistad es una de las confidencias íntimas que Cristo realizó durante la Última Cena. Allí manifestó también su deseo de que esta fuerza se perpetuase durante los siglos a través de todos los cristianos con la proclamación de un nuevo mandamiento: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). Y añadió: «En esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13, 35); es decir: mis amigos serán reconocidos por su modo de querer a los demás.
Hay un suceso en la historia del Opus Dei muy unido a este mandamiento. Al concluir la guerra civil, san Josemaría regresa a Madrid y se dirige inmediatamente a la calle Ferraz. En el número 16 de esa calle, días antes del comienzo de la contienda, se estaba terminando de instalar la nueva Residencia DYA. Casi tres años después, encuentra todo destrozado por los saqueos y los bombardeos. Resulta inservible. Entre los escombros, cubierto de polvo, da con un cartel que había estado colgado en la pared de la biblioteca. En el recuadro, cuyo aspecto se asemeja al de un pergamino, se recogen en latín esas mismas palabras del mandamiento nuevo que Jesús, como acabamos de considerar, confió a sus apóstoles: «Mandatum novum do vobis… Un mandamiento nuevo os doy…» (cfr. Jn 13, 34-35). Lo habían colgado allí porque era una síntesis del ambiente que san Josemaría deseaba también para los centros de la Obra: «Lugares en los que muchas personas encuentren un amor sincero y aprendan a ser amigas de verdad»11. Tras el desastre de la guerra, cuando había que recomenzar prácticamente desde cero, lo importante seguía en pie: una de las bases fundamentales para reconstruir sería dejarse guiar por ese dulce mandamiento de Cristo.
Así es más fácil subir
Vemos que el modelo de la nueva ley es el amor de Jesús: «Como yo os he amado» (Jn 13, 34). Pero, ¿cómo es este amor? ¿Cuáles son sus rasgos? El amor de Cristo por sus apóstoles –lo ha dicho él mismo– es precisamente un amor como el que se tienen los amigos. Como nos recuerda el Papa Francisco, Jesús «cuidó la amistad con sus discípulos, e incluso en los momentos críticos permaneció fiel a ellos»12. Ellos fueron testigos y destinatarios de la intensidad de este querer. Sabían que Jesús cuidaba a las personas con las que convivía. Ellos lo habían visto alegrarse con sus alegrías (cfr. Lc 10, 21) y sufrir con su dolor (cfr. Jn 11, 35). Siempre encontraba tiempo para detenerse con los demás: con la samaritana (cfr. Jn 4, 6), con la hemorroísa (cfr. Mc 5, 32) e incluso con el buen ladrón, cuando estaba ya colgado de la cruz (cfr. Lc 23, 43). El de Jesús era un cariño que se manifestaba en lo concreto: se preocupaba por el alimento de quienes le seguían (cfr. Lc 9, 13) y también por su descanso (cfr. Mc 6, 31).
La amistad es un bálsamo para la vida, un don que nos da Dios. No se trata solamente de un sentimiento fugaz, sino de un verdadero amor «estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo»13. Algunos la consideran como la expresión más alta del amor, ya que nos permite valorar a la otra persona por sí misma. La amistad «es mirar al otro no para servirse de él, sino para servirlo»14. Esta es su preciosa gratuidad. Se entiende, entonces, que sea inherente a la amistad un desinterés propio, porque la intención del que ama no persigue ningún beneficio ni un posible efecto boomerang.
Descubrir esto en su auténtica profundidad siempre sorprende, porque choca con una visión de la vida como competición, que es común en algunos ambientes. Por eso, quien experimenta la amistad lo hace habitualmente como un regalo inmerecido. Con amigos los problemas de la vida parecen más ligeros. Como dice un proverbio kikuyu que agradó mucho al beato Álvaro del Portillo cuando viajó a Kenia: «Cuando en lo alto de la montaña hay un amigo, resulta más fácil subir»15. Los amigos son absolutamente necesarios para alcanzar una vida feliz. Ciertamente, es posible alcanzar una vida plena sin participar del amor conyugal –como ocurre, por ejemplo, con quienes han recibido el don del celibato– pero no se puede ser feliz sin experimentar el amor de amistad. ¡Cuánto consuelo y alegría encontramos en una buena amistad! ¡Cómo se alivian las tristezas!
Más amigos para Jesús
Conociendo la vida de Jesús y creciendo en intimidad con él podemos aprender los rasgos de una amistad perfecta. Hemos visto al principio que la amistad cristiana es especial porque se nutre de un torrente divino, la gracia de Dios, y por eso adquiere una nueva dimensión cristológica. Esta fuerza nos impulsa a mirar y a querer a todos, especialmente a los más cercanos, «por Cristo, con él y en él», como dice el sacerdote en la Misa al levantar a Jesús en el pan eucarístico. Así aprendemos a «ver a los demás con los ojos de Cristo, descubriendo siempre de nuevo su valor»16. San Josemaría nos alentaba a ser el mismo Cristo que pasa al lado de la gente, a dar a los demás el mismo amor de Cristo amigo. Por eso es lógico que alimentemos en nuestra oración esta ilusión humana y divina de tener siempre nuevos amigos, porque «Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora»17.
La amistad de Jesús con Pedro, con Juan y con todos sus discípulos destila un ardiente deseo de que vivan cerca del Padre. Su amistad va unida a la ilusión de que descubran la misión a la que han sido llamados. De la misma manera, en medio de las tareas que el Señor nos ha confiado a cada uno, «no se trata de tener amigos para hacer apostolado, sino de que el Amor de Dios informe nuestras relaciones de amistad para que sean un auténtico apostolado»18. San Josemaría acostumbraba decir que en la vida espiritual llega un momento en el que no se distinguen la oración y el trabajo, porque se vive en una continua presencia de Dios. Algo similar sucede con la amistad, porque al querer a nuestros amigos queremos que estén cerca de Dios, fuente segura de alegría, sin pretender por eso hacer de ellos fotocopias de nosotros. Así, no «existen tiempos compartidos que no sean apostólicos: todo es amistad y todo es apostolado, indistintamente»19.
Se entiende así cómo en el corazón de los santos siempre hay espacio para un nuevo amigo. Al leer libros que cuentan sus vidas descubrimos un interés sincero por los problemas de los demás, por sus angustias y alegrías. El beato Álvaro cultivó esta disposición hasta el final de su vida; quiso llevar la amistad de Cristo incluso a las personas que lo acompañaron durante las horas de su último viaje en esta tierra. Un día después de su fallecimiento, «en la mesilla de noche, estaba la tarjeta de visita de uno de los pilotos del avión que le había traído de Tierra Santa a Roma. Se había interesado por él y por su familia, especialmente durante la espera en el aeropuerto de Tel Aviv. La relación fue breve, pero profunda: aquel piloto acudió a rezar ante los restos mortales de don Álvaro en cuanto tuvo noticia de su fallecimiento»20. En un encuentro casual se había gestado una amistad que continuaba entre la tierra y el cielo.
* * *
El cristiano tiene un gran amor –un don– que compartir. Nuestras relaciones con los demás dan a Cristo la posibilidad de ofrecer su amistad a nuevos amigos. «Iluminar los caminos de la tierra»21 implica extender por el mundo esta preciosa realidad del amor de amistad. No dejemos que nos invadan las preocupaciones, las prisas, la superficialidad: pondrían en peligro este regalo que Dios quiere hacer a través de los cristianos a todos los hombres. Gran parte de nuestra misión evangelizadora es justamente devolver a la amistad su auténtico brillo divino.
José Manuel Antuña
3. Dentro de un gran mapa de relaciones
Cuando los soldados apresan a Jesús, los apóstoles salen corriendo despavoridos. Tienen miedo; están desconcertados ante el aparente fracaso del hombre en el que habían puesto toda su confianza. Suenan las cadenas al arrastrarse, el frío envuelve la noche. El juicio es claramente injusto: las palabras son usadas de manera engañosa y el castigo es desproporcionado. Todas las miradas se agolpan sobre el cuerpo llagado de Cristo, pidiendo su muerte. Calles de Jerusalén: un camino tortuoso, el peso de la cruz, la muchedumbre hostil que espera escuchar el golpe del martillo… hasta que alzan, por fin, el cuerpo del Señor. Desde su patíbulo solitario, Jesús observa con compasión a quienes no han querido acoger al Dios hecho hombre: «Mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor» (Lm 1, 12).
Tanto física como espiritualmente, Cristo durante su pasión sufrió «los mayores entre los dolores de la vida presente»22; sabía que no se le había de ahorrar ningún padecimiento. Sin embargo, en medio de tantas renuncias, Dios Padre no quiso privar a su Hijo, ni siquiera en aquellos momentos, del consuelo de la amistad. Allí, al pie de la cruz, Juan mira con los mismos ojos que habían presenciado tantos momentos felices con su Maestro y ofrece a su amigo la misma presencia que los unió a lo largo de tantos caminos. Juan ha regresado y ha buscado a María; él, que había escuchado los latidos del corazón de Jesús en la Última Cena, no quiere dejar de ofrecer a Jesús su amistad fiel: quiere, por lo menos, estar ahí. Y nuestro Señor encuentra alivio al mirar a María y al «discípulo a quien amaba» (Jn 19, 26). En el Calvario, ante la mayor muestra del amor de Dios por los hombres, Jesús recibe a su vez esa muestra de amor de los suyos. Tal vez resuenan entonces de nuevo en su alma las palabras que había pronunciado tan solo unas horas antes: «Os he llamado amigos» (Jn 15, 15).
Afecto en dos direcciones
Son muchas las páginas del Evangelio que nos hablan de los amigos de Jesús. Aunque generalmente no tengamos los detalles del proceso por el que fraguaron esas profundas relaciones, las reacciones que conocemos dejan claro que allí había verdadero cariño mutuo. Recorriendo esos textos descubrimos que el Señor ha gozado de la compañía de sus amigos; su corazón de hombre no quiso prescindir de la reciprocidad del amor humano: «El Evangelio nos revela que Dios no puede estar sin nosotros: Él no será nunca un Dios sin el hombre»23. Sabemos, por ejemplo, que Jesús se sintió siempre acogido y querido en la casa de sus amigos de Betania. Cuando Lázaro muere, las dos hermanas acuden con total confianza al Señor, incluso con palabras duras que manifiestan el trato íntimo que unía a Jesús con aquella familia: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (Jn 11, 32). El amigo se conmueve ante el dolor de aquellas mujeres y no puede contener las lágrimas (Cfr. Jn 11, 35). En aquella casa, Jesús podía descansar, se encontraba cómodo, podía hablar con franqueza: «¡Qué conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!»24.
Y así como muchos encontraron en Jesús a un verdadero amigo, también él disfrutó de lo que los otros le ofrecían. Se sentiría, por ejemplo, apoyado y consolado por las palabras impetuosas de Pedro –que nunca tenía problemas en manifestar sus sueños a viva voz– cuando vio que el joven rico cerraba su alma al amor: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). El gran cariño que Pedro sentía por el Señor lo llevó a querer defender siempre con viveza a su amigo, y también a rectificar cuando el Señor, con esa fuerza que solo permite la confianza, lo corregía (Cfr. Mt 16, 21-23; Jn 13, 9). Y así como Jesús pudo descansar en la fuerza de Pedro, también encontraba reposo en la ternura valiente de Juan. ¡Cuántas conversaciones habría tenido con aquel discípulo adolescente! En el contexto de la Última Cena, somos testigos de cómo acoge sin vergüenza su gesto lleno de ternura, cuando Juan se recuesta sobre su pecho con la confianza de quien conoce el corazón del amigo. Aunque durante la agonía de Jesús en el Huerto de los olivos este discípulo no fue capaz de mantenerse en vela, e incluso huyó cuando prendieron al Señor, enseguida supo arrepentirse y regresar. Juan experimentó que la amistad crece mucho con el perdón.
«De ordinario, miramos a Dios como fuente y contenido de nuestra paz: consideración verdadera, pero no exhaustiva. No solemos pensar, por ejemplo, que también nosotros "podemos" consolar y ofrecer descanso a Dios»25. La amistad verdadera se da siempre en ambas direcciones. Por eso, ante la experiencia personal de cuánto nos quiere Dios, la respuesta lógica es querer devolver ese afecto; abrir las puertas de nuestra inteligencia y quitar los seguros de nuestro corazón. Solo así podremos dar a Jesús todo el consuelo y amor del que somos capaces para que encuentre en nosotros lo que encontró en Pedro, en Juan o en sus amigos de Betania.
La amistad enriquece nuestra mirada
Jesús tenía muchos amigos. En él vemos encarnado aquel adagio bíblico: Dios se deleita con los hijos de Adán (cfr. Pr 8, 31). Y así es lógico que suceda en la vida de los cristianos. Podemos imaginar el extenso mapa de las conexiones humanas, en todos los tiempos y lugares; miles de millones de hombres y mujeres unidos por lazos que surgen al haber asistido a un mismo colegio, vivir en un mismo barrio, tener otras personas en común… Las circunstancias de nuestra vida han hecho que nos encontremos con nuestros amigos y que hayamos desarrollado con ellos ese trato cercano. Pensando en el inicio de cada una de nuestras amistades, podemos encontrar toda una serie de aparentes casualidades que nos unieron. Son aquellas personas que, en medio de ese gran mapa de relaciones, Dios eligió para que estuvieran más cerca de nosotros.
Dios se sirve de nuestros amigos para abrirnos panoramas, para enseñarnos cosas nuevas o para descubrirnos el amor verdadero: «Nuestros amigos nos ayudan a comprender maneras de ver la vida que son diferentes a la nuestra, enriquecen nuestro mundo interior y, cuando la amistad es profunda, nos permiten experimentar las cosas en un modo distinto al propio»26. El escritor británico C.S. Lewis –que gozó de profundas amistades– afirmaba, con su peculiar sentido del humor, que la amistad no es un premio al buen gusto sino el medio por el que Dios nos revela las bellezas de los demás, que son reflejo de la suya.
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), nos dice Jesús. Y una de las maneras en que lo hace es a través de las personas que nos quieren: «Los amigos fieles, que están a nuestro lado en los momentos duros, son un reflejo del cariño del Señor, de su consuelo y de su presencia amable. Tener amigos nos enseña a abrirnos, a comprender, a cuidar a otros, a salir de nuestra comodidad y del aislamiento, a compartir la vida. Por eso "un amigo fiel no tiene precio" (Si 6, 15)»27. Contemplar la amistad desde esta perspectiva nos empuja a querer más y mejor a nuestros amigos, a mirarlos como Jesús los mira. Y a esa mirada ha de unirse también la disposición a dejarnos llamar amigos, puesto que no hay verdadera amistad donde no hay esa reciprocidad de amor28.
Un don para uno y otro
La amistad es una relación hecha toda ella de gratuidad, y por eso en ocasiones podemos caer en la trampa de pensar que no sea tan necesaria. No han faltado quienes por un mal entendido deseo de agradar solo a Dios han mirado con recelo y desconfianza el consuelo de la amistad. El cristiano, sin embargo, sabe que tiene un único corazón para amar al mismo tiempo a Dios, a los hombres, y para recibir el amor de los demás. Hablando del Sagrado Corazón de Jesús, decía san Josemaría: «Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»29.
No elegimos a nuestros amigos por motivos de utilidad o pragmatismo, esperando que de esa relación vaya a producirse algún efecto conveniente; simplemente los queremos por ellos mismos, por lo que son. «La amistad verdadera –como la caridad, que eleva sobrenaturalmente su dimensión humana– es en sí misma un valor: no es medio o instrumento»30. Saber que la amistad es un don evita que caigamos en un complejo de superhéroe: aquel que piensa que debe ayudar a todos, sin darse cuenta de que también necesita de los demás. Nuestro camino al cielo no es una lista de objetivos por cumplir, sino una senda que compartimos con nuestros amigos, una parte importante de la cual consiste en aprender a acoger el cariño que nos dan. La amistad requiere, por tanto, una buena dosis de humildad: que nos reconozcamos vulnerables y necesitados de afecto humano y divino. El amigo no se turba ni se avergüenza, no se excusa ni se incomoda. El amigo quiere y se deja querer. Eso hizo Jesús y eso hicieron los apóstoles.
A quienes son más introvertidos les puede costar un poco abrir su corazón al otro, ya sea porque no sienten la necesidad de hacerlo o por temor a no ser comprendidos. Quienes son más extrovertidos quizás compartan muchas experiencias pero pueden tener mayores dificultades a la hora de enriquecer su propio mundo con las vivencias de los demás. En ambos casos, es necesaria una actitud de apertura y sencillez para dejar al amigo entrar en la propia vida. Abrirnos al don de la amistad, aunque alguna vez pueda costar un poco, solo puede hacernos más felices. Todos podríamos hacer una lista extensa de lo que hemos aprendido de nuestros amigos. Cada uno arroja luces sobre distintos rincones de nuestra alma. Al consuelo de sabernos queridos y acompañados por ellos se une la ilusión por corresponder, de modo de que la amistad se realice como «amor en dos direcciones»31.
Saberse considerado como amigo nos lleva a serlo de verdad: «Nada hay que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de la persona amada, de que aquel que le ama desea en gran manera ser correspondido»32. El corazón de Jesús también tiene esas expectativas. «Jesús es tu amigo. –El Amigo. –Con corazón de carne, como el tuyo. –Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro… Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»33. Su amor se revela y nos espera en cada amistad de la tierra.
María del Rincón Yohn
4. El mejor seguro de vida
Finales de los años cuarenta. En Zurbarán, una de las primeras residencias universitarias femeninas de Madrid, tienen la costumbre de pasar una noche al mes en vela, adorando a Jesús en la Eucaristía. Levantarse de madrugada, por turnos, para no dejar solo al Señor siempre tiene su emoción en el espíritu de una universitaria. La beata Guadalupe, directora de la casa, encabeza esa empresa nocturna. Se queda despierta escribiendo cartas en su despacho, muy cerca del oratorio, por si alguna de las chicas quiere continuar ese momento de oración con una buena conversación. Entonces, en medio del silencio de la noche, se comparten mutuamente ilusiones, propósitos, preocupaciones… Guadalupe no duerme para ofrecer a todas su amistad. No es extraño que quienes la conocieron recuerden su «facilidad extraordinaria para hacer amigas. Es obvio que tenía un don de gentes especial, una simpatía muy atractiva, y muchos valores humanos; pero me gustaría hacer hincapié en su fuerte sentido de la amistad»34.
Una relación circular
La amistad es una planta que crece solo en un clima de gratuidad; si se la busca por obligación o si se quiere conseguir algo como fin, simplemente no surge de manera auténtica. Guadalupe, por ejemplo, no acumulaba ese cansancio físico de dormir un poco menos porque lo exigiera un contrato, ni las chicas que acudían con prisa a sentarse en su despacho lo hacían por tener que rendir cuentas sobre su vida, mucho menos durante aquellas horas de la noche. Guadalupe y cada residente compartían algo que las empujaba a abrirse mutuamente. Tal vez alguna de ellas también estudiaría química; otra tendría la ilusión de viajar por el mundo; quizá una tercera habría perdido hacía poco a su padre. Probablemente Guadalupe compartiría con ellas, de un modo u otro, ese anhelo por tener una vida interior más profunda; y con alguna incluso la vocación al Opus Dei.
Pensando en la variedad de gustos e ilusiones que podemos tener en común con los demás, san Juan Crisóstomo hace notar que cuanto más importante es lo que nos une, más profundos pueden ser los vínculos que surjan de esa afinidad: «Si el solo hecho de ser de una misma ciudad les basta a muchos para hacerse amigos, ¿cuál tendrá que ser el amor entre nosotros, que tenemos la misma casa, la misma mesa, el mismo camino, la misma puerta, idéntica vida, idéntica cabeza; el mismo pastor y rey y maestro y juez y Creador y Padre?»35.
En esa misma línea, el prelado del Opus Dei –a quien muchos llaman Padre precisamente porque es cabeza de una familia– observa cómo «entre fraternidad y amistad se da una íntima relación. La fraternidad, de simple relación fundamentada en la común filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos»36. Esto sucede también en la dirección opuesta: Dios actúa en las relaciones de amistad, llegando muchas veces incluso a escoger a dos o más amigos para una misma misión, como ha pasado con tantos santos a lo largo de la historia; los amigos se convierten en hermanos. De modo que entre fraternidad y amistad existe una relación circular positiva: mientras la primera ofrece permanentemente a las personas una sólida base común –cimentada, por ejemplo, en el hecho de haber recibido una misma llamada–, la segunda contribuye a que esos deseos permanezcan en el tiempo a lo largo de un camino feliz. San Josemaría, en el año 1974, apenas hubo llegado al lugar en el que tendría una reunión con hijos suyos supernumerarios en Argentina, decía: «Os pido hoy, al comenzar, que viváis de tal manera vuestra fraternidad, que cuando alguno tenga penas no le dejéis, y cuando tenga alegrías, tampoco. Esto no es un seguro de vida, es más: es un seguro de vida eterna»37.
Aquí está el dedo de Dios
Precisamente en Argentina había nacido, en el año 1902, Isidoro Zorzano, hijo de padres españoles. Tres años después la familia regresaba a Europa, a la ciudad de Logroño, en donde Isidoro conocería, ya adolescente, a san Josemaría. Rápidamente se harían amigos, aunque al terminar los estudios uno optaría por la ingeniería y el otro por el sacerdocio. El contacto entre ambos, sin embargo, no terminó allí; su correspondencia epistolar es testimonio de aquella amistad. «Mi querido amigo: Como ya estoy más descansado, puedo salir la tarde que tú gustes, para lo cual no tienes más que ponerme una tarjeta. Recibe un abrazo de tu buen amigo, Isidoro»38, escribía uno. Y el otro: «Querido Isidoro: Cuando vengas por Madrid no dejes de venir a verme. Tengo cosas muy interesantes que contarte. Un abrazo de tu buen amigo»39.
Al poco tiempo, cuando Isidoro contaba casi veintiocho años, llegaría el momento crucial en su vida. Por un lado, sentía en el interior que Dios le pedía algo; por otro, su amigo Josemaría quería hablarle sobre el Opus Dei, que estaba dando sus primeros pasos. Fue necesario un solo encuentro, en el que charlaron sobre la santidad en medio del mundo, para que Isidoro se diera cuenta de que Dios había obrado dentro de esa amistad regalándole la vocación a la Obra. Esa relación que los unía desde la adolescencia, esa preocupación mutua, adquiría entonces un nuevo vigor y llevó a Isidoro a concluir: «El dedo de Dios está aquí»40.
Es lógico que el descubrimiento de la vocación por parte de Isidoro no dejara en un segundo plano los vínculos afectivos de aquellos años de amistad. Dios nos ha creado en alma y en cuerpo, por lo que la unión sobrenatural no anula los bienes naturales que todos buscamos. Lo vemos en la vida de Jesús, que compartía todo con sus amigos. Por eso señala san Josemaría que «Dios Nuestro Señor quiere, en la Obra, la caridad cristiana y la natural convivencia, que se hace fraternidad sobrenatural, y no el convencionalismo de la forma»41. El cariño no es algo espiritualizado: es concreto, encarnado, se manifiesta en el tú a tú. No se trata de un formalismo que se limite a unos simples buenos modales o en una cortesía que tranquiliza la propia conciencia, sino que busca querer a todos como lo haría su propia madre.
El 14 de julio de 1943, poco más de diez años después de aquel encuentro en Madrid, ambos amigos –ahora convertidos en padre e hijo de una familia sobrenatural– tienen su última conversación. Durante esos momentos recuerdan quizá su adolescencia, sus cartas, los trabajos codo con codo en la Academia DYA, los trámites para abrir la primera residencia, los vaivenes de la guerra civil, el diagnóstico del cáncer de Isidoro… San Josemaría se despide de Isidoro confesando un deseo: «Le pido al Señor que me dé una muerte como la tuya»42. Jesús nos enseñó que «nadie tiene amor más grande que el de dar la vida por sus amigos» (Jn 15, 13) y eso es precisamente lo que ilusionaba a Isidoro durante sus últimos días: poder seguir unido a todos en la Obra desde el cielo tal y como lo había estado en la tierra.
El menos celoso de los amores
Todos sabemos que, en muchas importantes relaciones humanas, el vínculo objetivo –como el de ser marido y mujer, o hermano y hermana– no genera de manera automática una relación de amistad. Incluso la existencia de una verdadera amistad no garantiza la inmunidad de esa relación frente a las normales secuelas del paso del tiempo. Al ponderar la fraternidad sobrenatural entre los cristianos, Joseph Ratzinger hacía notar con realismo cómo «el hecho de ser hermanos no significa, automáticamente, que sean un modelo de amor»43. Y recordaba que en la Sagrada Escritura abundan los ejemplos en ese sentido, desde el libro del Génesis hasta las parábolas que relata Jesús.
Por eso, «la fraternidad radicada en la común vocación a la Obra pide expresarse en una amistad»44 que, como en las demás relaciones en las que interviene la libertad humana, no surge de manera espontánea. Se requiere el paciente trabajo de ir al encuentro del otro, de abrir el propio mundo interior para enriquecerlo con lo que Dios nos quiere regalar a través de los demás. Las tertulias o las reuniones familiares, por ejemplo, en las que cada uno despliega su personalidad, son momentos para crear lazos de auténtica amistad. Allí no existen temas de la vida de los demás –preocupaciones, alegrías, tristezas, intereses– que no nos toquen personalmente. Crear un hogar con pasillos luminosos y puertas abiertas a los demás es también parte de un proceso de maduración personal, ya que «la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios»45. El hombre se explica satisfactoriamente a sí mismo solo dentro del tejido social en el que despliega sus afectos.
Esto sucede porque la amistad, cuando busca ser auténtica, procura no mezclarse con un afán de posesión del otro. Al contrario, haber experimentado ese bien permite saber lo que uno tiene para ofrecer a otras personas. Una amistad auténtica es escuela de más amistades, nos enseña a disfrutar de la compañía de las demás personas aunque, naturalmente, no con todas se llegue a tener la misma cercanía. C. S. Lewis notaba que «la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, "aquí llega uno que aumentará nuestro amor"; porque en este amor "compartir no es quitar"»46. Incluso llega a ver en este amor una imagen del cielo, ya que allá cada uno de los bienaventurados aumentará el gozo de todos, comunicando su singular visión de Dios a los demás.
* * *
En un momento de sus Confesiones, san Agustín recuerda con cierta nostalgia a un grupo de amigos suyos, y dice sin contener la emoción: «De muchos hacíamos uno solo»47. Lo que los unía eran largas conversaciones acompañadas de risas, una disposición a servirse mutuamente con buena voluntad, la lectura en común e, incluso, los repentinos desacuerdos que ayudaban a poner el foco en todo lo que compartían. San Agustín recuerda también las amargas sensaciones ante la ausencia de alguno, que luego se veían compensadas por la alegría de su llegada.
«La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos»48; depende de sentirnos queridos y de tener un hogar, en donde nuestra sola presencia es insustituible. Un lugar al que se pueda volver, pase lo que pase. Es lo que san Josemaría quería que fueran las casas de sus hijos e hijas. Precisamente en esos términos se recuerda a la primera labor apostólica del Opus Dei en Madrid, en los años treinta: «Si al piso de Luchana se acudía por invitación, en cambio se permanecía por amistad»49; este es el amable vínculo que, humanamente, es capaz de mantener la unidad. «Si os amáis, cada una de nuestras casas será el hogar que yo he visto, lo que yo quiero que haya en cada uno de nuestros rincones. Y cada uno de vuestros hermanos tendrá un hambre santa de llegar a casa, después de la jornada de trabajo; y tendrá después ganas de salir a la calle, a la guerra santa, a esta guerra de paz»50.
Andrés Cárdenas Matute
5. Mirad qué buenos amigos
Corren los últimos años del siglo II. Los cristianos que viven en el Imperio Romano son perseguidos con violencia. Un jurista llamado Tertuliano, que había abrazado el cristianismo poco tiempo atrás, sale en defensa de sus hermanos en la fe, a quienes ahora conoce más de cerca. Y lo hace a través de un tratado en el que busca informar a los gobernadores de las provincias romanas sobre la verdadera vida de quienes eran acusados injustamente. Él mismo había admirado a los cristianos aún sin serlo, especialmente a los mártires. Pero ahora, recogiendo la opinión de muchos, Tertuliano resume en un comentario lo que se dice sobre aquellas pequeñas comunidades: «¡Mirad cómo se aman entre sí!»51.
Son muchos los testimonios de esta amistad que vivían los primeros cristianos. Poco antes, recién comenzado el mismo siglo, el obispo san Ignacio de Antioquía, mientras se dirigía a Roma para su martirio, escribía una carta al joven obispo Policarpo. En ella, entre varios consejos, le exhorta a acercarse «con mansedumbre» a quienes están lejos de la Iglesia, ya que no tendría mérito amar solo a «los buenos discípulos»52. Efectivamente, sabemos que Cristo se hace presente en la historia a través de su Iglesia, de sus sacramentos, de la Sagrada Escritura, pero también a través de la caridad con que los cristianos tratamos a quienes nos rodean. La amistad es uno de esos «caminos divinos de la tierra»53 que Dios ha abierto al haberse hecho hombre, amigo de sus amigos. Es un terreno en donde se palpa, de manera especial, esa cooperación misteriosa entre la iniciativa de Dios y nuestra correspondencia.
Por eso, para que Cristo llegue a los demás a través de nuestras relaciones, es importante crecer en la virtud y en el arte de la amistad; desplegar la capacidad de querer a los demás y de querer con los demás; dejar que nuestra vida se amolde a esa ilusión de compartirla con otros. Procuramos, por tanto, que nuestro carácter se forme –o se reforme– para hacernos amables y tender puentes. Queremos que incluso nuestros gestos, nuestro modo de hablar, de trabajar o de movernos, favorezcan el encuentro con los demás. Todo esto, contando siempre con nuestra propia manera de ser y con nuestras limitaciones, ya que existen infinitas de maneras de ser buen amigo.
Uno al lado del otro
C.S. Lewis se imagina «a los enamorados mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro mirando hacia delante»54, hacia un horizonte común, algo a alcanzar juntos. Un amigo no solamente quiere al amigo, sino que quiere con él; se apasiona con las actividades, proyectos e ideales valiosos de la otra persona. Aquella amistad muchas veces brota simplemente compartiendo tareas que son verdaderos bienes comunes y, así, los amigos crecen juntos en las virtudes necesarias para alcanzarlos.
En este sentido, cuánto ayuda entusiasmarse con cosas buenas, tener ambiciones nobles. Puede tratarse de una empresa profesional o académica; de una iniciativa cultural, educativa o artística, desde leer o escuchar música en grupo hasta promover actividades para el gran público; desde formas de servicio social o cívico a iniciativas formativas, como un club juvenil o familiar, o una actividad destinada a la difusión del mensaje cristiano. La amistad se consolida también compartiendo tareas domésticas como decorar, cocinar, hacer bricolaje, jardinería y, por supuesto, en medio de la práctica de algún deporte, excursiones, juegos y otras aficiones. Todas estas actividades son ocasión de disfrutar en compañía; ahí crecen poco a poco la confianza y la apertura mutua hacia otras dimensiones de la propia vida. Al final, es difícil –e incluso, tal vez, innecesario– saber si hacemos todas estas cosas para estar con nuestros amigos o si tenemos amigos para hacer cosas buenas con ellos. De hecho, quien afronta su vida de un modo meramente funcional, pensando todo desde el punto de vista práctico, verá muy disminuida su capacidad para hacer amigos. Podrá tener, como mucho, colaboradores en ciertas tareas útiles o cómplices para pasar el rato. Es entonces cuando se corre el riesgo de instrumentalizar la amistad, ya que se la pone solamente al servicio de un proyecto centrado en uno mismo.
«Así debería ser»
La amistad, evidentemente, no consiste solo en hacer cosas juntos. Debe ser «amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón»55. Aunque entre los amigos no hacen falta las palabras en todo momento, es propio de los amigos conversar. Y es todo un arte aprender a suscitar buenas conversaciones, con una o varias personas. Por eso, quien quiere crecer en amistad evita el activismo frenético y busca tiempos propicios para estar con sus amigos, sin mirar relojes ni teléfonos móviles. Si buscamos facilitar este intercambio personal, tampoco es indiferente el lugar, el ambiente. Por eso ayuda disponer de espacios comunes, con rincones que arropen los encuentros entre personas. San Josemaría daba una gran importancia a la instalación material de los centros de la Obra, porque debían facilitar materialmente el ambiente de amistad, con su buen gusto y aire familiar.
Invitar a alguien a unirse a un grupo de amigos, para que comparta una experiencia inspiradora o sus reflexiones sobre un tema interesante, habitualmente contribuye a que mejore con naturalidad el nivel de su conversación. También ayuda emprender lecturas en común, ya que supone participar de ese gran debate con los autores del presente y del pasado, en donde se congregan tantos posibles nuevos compañeros de viaje. No menos importante es algo que refleja una profunda verdad sobre el hombre: el hecho de que la amistad nos reúna con frecuencia en torno a una mesa, para disfrutar juntos de buenos alimentos y de alguna bebida que aligere el espíritu. Tantas veces, en aquellas largas conversaciones, anticipamos el cielo: «De repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera "vida", así debería ser»56.
Pero la verdadera amistad no se satisface solamente con la charla entre los que forman un grupo de amigos. Pide también momentos de soledad, de cierta intimidad, en donde se pueda hablar «de corazón a corazón». Los buenos amigos y familiares comprenden esa necesidad y abren ese espacio sin envidias ni recelos. Así se crea el contexto propicio para las «discretas indiscreciones»57, para el mutuo consejo, para la confidencia. De esos momentos también se sirve Dios para acompañar espiritualmente a las almas e incluso para abrir «insospechados horizontes de celo»58 a los amigos, como puede ser compartir una misión divina en el mundo.
La amistad en un mundo agitado
Es bueno considerar también, con realismo, algunos rasgos de nuestra cultura contemporánea que suponen un reto para vivir una amistad auténtica. Hay que decir, en primer lugar, que no se trata de obstáculos insalvables. Por un lado, porque tenemos toda la gracia de Dios. Pero también porque es fácil ver que, allí donde la amistad es menos frecuente y profunda, resulta más necesaria y es deseada de modo más intenso por los corazones de los hombres y de las mujeres. Parafraseando a san Juan de la Cruz, podríamos decir: «Donde no hay amistad, pon amistad, y sacarás amistad»
Pensemos, por ejemplo, en el tono excesivamente competitivo de algunas profesiones o ambientes, que a veces se traduce en una mentalidad pragmática o desconfiada, a pesar del envoltorio de una buena educación meramente externa. Podría parecer que, si se trabaja con una actitud distinta, el resultado será que los demás se aprovecharán de nosotros. Ciertamente, no podemos ser ingenuos, pero un ambiente así necesita ser purificado desde dentro, con personas que muestren un modo distinto de vivir. No hace falta presionar, gritar, engañar o aprovecharse de los demás para conseguir metas laborales. Un cristiano tiene siempre presente que el trabajo es servicio. Por eso, aspira a ser un jefe, un colega, un cliente o un profesor de quien se pueda llegar a ser buen amigo, sin que dejen de respetarse las normas propias de cada profesión.
También podremos conseguir ambientes propicios para la amistad evitando que se contagien de excesivo estrés, activismo o dispersión. Es verdad que, en nuestro agitado mundo, a veces es difícil conseguir la serenidad necesaria para tener nuevas amistades; también porque, incluso cuando se descansa, el ajetreo suele ir unido a modos de desconexión. Precisamente esta es una oportunidad para ofrecer a los demás –con humildad y conociendo nuestra fragilidad– un ejemplo atractivo, propio del que «lee la vida de Jesucristo»59: caminar tranquilos, sonreír, disfrutar del momento, contemplar, descansar con cosas sencillas, tener creatividad para hacer planes alternativos, etc60.
Esperar en lo que nos une
Mantener una «actitud positiva y abierta ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»61, como recomendaba san Josemaría, facilita la amistad con muchas personas, también cuando hay distancias generacionales. Además, es preciso un profundo amor a la libertad ajena, sin caer en rigideces ante algo que admite ser visto de muchos modos. «Ciertas maneras de expresarse –recuerda el prelado del Opus Dei– pueden enturbiar o dificultar la creación de un ambiente de amistad. Por ejemplo, ser demasiado categórico al expresar la propia opinión, dar la apariencia de que pensamos que los propios planteamientos son los definitivos, o no interesarse activamente por lo que dicen los demás, son modos de actuar que encierran en uno mismo»62.
Es verdad que, en varios lugares, se ha extendido una visión de la vida en la que es difícil aceptar algunos principios básicos de la ley moral. Esto supone que a veces, incluso, se niegue la posibilidad misma del amor de benevolencia, por el que se desea el bien del otro por sí mismo. Un planteamiento así ve quizá las relaciones humanas solamente desde un cálculo de utilidad o desde sentimientos de simpatía sin demasiado fundamento. Esto, como es lógico, puede no solo dificultar el desarrollo de amistades sino incluso convertirse en fuente de tensiones y hasta de conflicto.
Es importante, ante situaciones de este tipo, no confundir el diálogo propio de la amistad con la argumentación filosófica, jurídica o política; el diálogo amistoso muchas veces no supone intentar convencer al otro de nuestras ideas, incluso cuando esas ideas sean formulaciones clásicas o magisteriales de algún tipo de verdad. Esto no significa no llamar a las cosas por su nombre o perder la capacidad de discernir el bien del mal. Lo que sucede es que nuestros razonamientos tienen valor dentro de un diálogo solo cuando se parte de algún principio o autoridad común63. Es posible ser amigos aun sin estar de acuerdo en algunas cosas, si uno sabe buscar los puntos de acuerdo en lugar de subrayar siempre lo que nos separa del otro. La amistad es entonces lugar de un rico intercambio de experiencias, muchas veces sin grandes elaboraciones intelectuales, pero con toda la fuerza de quien comparte sus preocupaciones, tristezas y alegrías.
Una imagen de la paciencia de Dios
Puede ayudarnos pensar que, aunque de muchas maneras y por muchos vericuetos, todas las personas viven movidas por el deseo más profundo del corazón humano: amar y ser amadas. Ese deseo insaciable de sentido, de unidad, de plenitud, aunque pueda ser anestesiado durante mucho tiempo, siempre vuelve a manifestarse. El buen amigo –aunque no siempre sea plenamente correspondido– sabe esperar; sabe estar ahí cuando los propios esquemas entran en crisis y el corazón se abre a la luz que ha intuido precisamente en el cariño del otro.
San Pablo, en el famoso himno de la caridad que escribe en su Epístola a los corintios, señala que «la caridad es paciente» (1Co 12, 4). El prelado del Opus Dei nos recuerda que «una amistad tiene mucho de don inesperado, por lo que requiere también paciencia. A veces, ciertas malas experiencias o prejuicios pueden hacer que la relación personal con alguien que tenemos cerca tarde un tiempo en llegar a convertirse en amistad. Igualmente pueden hacerlo difícil el temor, los respetos humanos o una actitud de prevención. Es bueno tratar de ponerse en el lugar de los demás y tener paciencia»64.
San Josemaría animaba siempre a ir «al paso de Dios». Salta a la vista la audacia apostólica con la que vivía y el arrojo con el que salía al encuentro de las personas, aunque estuvieran muy lejos, aun poniendo en peligro su propia vida. Basta pensar en aquella conversación con Pascual Galbe, un juez amigo que había conocido durante su etapa universitaria; eran tiempos de persecución religiosa y el sacerdote sorteó varios peligros para acudir a su domicilio en Barcelona, con la única intención de reencontrarse con su amigo. En una conversación previa, por las calles de Madrid, Galbe le había preguntado: «¿Qué quieres de mí, Josemaría?». A lo que el fundador del Opus Dei respondió: «Yo te quiero a ti. No necesito nada. Solo deseo que seas un hombre bueno y justo». Y lo mismo volvió a demostrarle en la siguiente ocasión, cuando acudió para escuchar sus confidencias en aquellos difíciles momentos, y para ayudarle a encontrar la verdad65.
El fundador del Opus Dei recomendaba con frecuencia la paciencia, «que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»66. Aun superándonos constantemente en nuestra paciencia con los demás, nunca igualaremos la que Dios tiene con nosotros. Benedicto XVI decía que «el mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»67. Tener paciencia no quiere decir que no suframos, a veces, por la falta de correspondencia de otras personas a nuestro cariño, o porque vemos a algún amigo emprender caminos que probablemente no saciarán sus deseos de felicidad. Se trata, en realidad, de sufrir con el corazón de Jesús, identificándonos cada vez más con sus sentimientos, sin dejarnos llevar por la tristeza o la desesperanza.
La experiencia del perdón de los amigos es motivo de esperanza en los momentos más oscuros de la vida. La certeza de que un amigo nos espera, a pesar de nuestros desplantes, es para nosotros la viva imagen de Dios: ese primer amigo que aguarda a que volvamos a sus brazos de Padre y que nos perdona siempre.
Ricardo Calleja
Notas
1 Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1159a, 4-5.
2 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 2.
3 San Josemaría, Surco, 193.
4 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 2.
5 Joseph Ratzinger, Homilía en la Misa pro eligendo pontifice, 18-IV-2005.
6 San Josemaría, Via Crucis, VIII estación, 5.
7 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 7.
8 Ibíd.
9 A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, p.164.
10 San Josemaría, Via Crucis, VIII estación, 5.
11 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 6.
12 Francisco, Ex. Ap. Christus vivit, 31.
13 Francisco, Ex. Ap. Christus vivit, 152.
14 San Juan Pablo II, Ángelus, 13-II-1994.
15 S. Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid 1996, p. 278.
16 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 16.
17 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 6.
18 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 19.
19 Ibíd.
20 S. Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid, 1996, p. 179.
21 Fragmento de la oración por la intercesión de san Josemaría.
22 Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 46, a. 6.
23 Francisco, Audiencia, 7.VI.17.
24 San Josemaría, Carta 24-X-1965.
25 J. Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, 2005, p. 203.
26 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 8.
27 Francisco, Ex. Ap. Christus vivit, 151.
28 Cfr. santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 23, a. 1.
29 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 166.
30 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 18.
31 San Juan Pablo II, Discurso, 18-II-1981.
32 San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la segunda Epístola a los Corintios, 14.
33 San Josemaría, Camino, 422.
34 M. Montero, En vanguardia, Rialp, Madrid, 2019, p. 79.
35 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, 32, 7.
36 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 14.
37 San Josemaría, Apuntes tomados de una reunión, 24-VI-1974.
38 J. M. Pero-Sanz, Isidoro Zorzano, Palabra, Madrid, 1996, p. 86.
39 Ibíd., p. 112-113.
40 Ibíd., p. 118.
41 San Josemaría, Instrucción sobre la obra de San Miguel, 101.
42 J. M. Cejas, Amigos del fundador del Opus Dei, Palabra, Madrid, 1992, p. 47.
43 J. Ratzinger, La sal de la tierra, Palabra, Madrid, 1997, p. 206.
44 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 14.
45 Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 53.
46 C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 2007, p. 73.
47 San Agustín, Confesiones, IV, 8.
48 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 17.
49 J. L. González Gullón, DYA. La academia y residencia en la historia del Opus Dei (1933-1939), Rialp, Madrid, 2016, p. 196.
50 San Josemaría, Meditación, 29-III-1956.
51 Tertuliano, Apologético, XXXIX.
52 Cfr. san Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo, II.
53 San Josemaría, Amigos de Dios, 314.
54 C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 2017, p. 78.
55 San Josemaría, Surco, 191.
56 Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 11.
57 Cfr. san Josemaría, Camino, 973.
58 Ibíd.
59 San Josemaría, Camino, 2.
60 Cfr. Francisco, Enc. Laudato si', 222-223.
61 San Josemaría, Surco, 428.
62 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 9.
63 Cfr. santo Tomás de Aquino, Quodlibet IV, q. 9, a. 3.
64 F. Ocáriz, Carta pastoral, 1.XI.19, 20.
65 Cfr. J. Miralbell, Días de espera en guerra, Palabra, Madrid, 2017, pp. 75; 97 y ss.
66 San Josemaría, Amigos de Dios, 78.
67 Benedicto XVI, Homilía, 24.IV.05, Misa de inicio de su pontificado.