Fernando Ocáriz
"Jamás habló así hombre alguno" (Jn 7, 46).
Hoy, en muy diversos lugares del mundo, millones de personas meditan, escuchan, leen, rezan con el Evangelio. La vida y la predicación de Jesús inició una conversación con las mujeres y los hombres de todos los tiempos: "A nadie niega Jesús su palabra, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina" 1.
Lo que el lector tiene en sus manos es una recopilación de textos breves, que se abren –y en algunos casos dialogan– con un versículo del Nuevo Testamento, casi siempre de los Evangelios.
El núcleo original de A la luz del Evangelio son algunas de las anotaciones tomadas en un cuaderno, desde 1977, como ideas para la predicación. No son, por tanto, ni exhaustivas ni exegéticas. Ahora, ante la petición del editor, les he dado un mínimo de forma para hacerlas publicables, aunque manteniendo el lenguaje esquemático del apunte original. Entre estos textos se hallan también otros apuntes más recientes, que he utilizado en varias cartas y mensajes pastorales 2.
Las anotaciones son de fechas y temas diversos, con un orden en el que prevalece la cronología de la vida y enseñanzas de Jesucristo, a partir de la cita del Evangelio elegida –a veces, posteriormente– para encabezar cada consideración. Algunas pocas anotaciones van precedidas, en cambio, por citas de otros escritos del Nuevo Testamento. En estos casos, las anotaciones no siguen el criterio cronológico, sino una cierta conexión temática con los apuntes precedentes.
Desearía que estas páginas, con la misma finalidad que tuvieron en su origen, ayudasen a la oración e invitasen a un contacto más directo con Jesucristo, que es luz de nuestras vidas y que, en cada persona, en cada momento, suscita aspiraciones diferentes.
En el Evangelio, Palabra y Verdad coinciden y su lectura es una ventana abierta al Cielo. "El Verbo estaba junto a Dios" (Jn 1, 1), y al llegar la plenitud del tiempo, el Verbo se hace hombre y comunica la verdad sobre Dios y sobre el mundo. Dios se nos revela como Amor. En el contacto directo con el Evangelio encontramos a Cristo en su humanidad santísima y, si se lo permitimos, habita en el centro de nuestra existencia.
Conocer a Jesús es una experiencia personal pero no solitaria. Junto al Señor, nos acompañan las personas que le trataron durante su vida en la tierra y a las que esa relación transformó. En el acercamiento a Cristo, encontramos también al prójimo que convive con nosotros en el mundo presente, hermanos a los que Él busca con amor: Jesucristo habla con todos.
Ojalá este pequeño libro renueve nuestros deseos de meditar el Evangelio, con actitud contemplativa y de escucha. De vez en cuando, reconoceremos más claramente la voz del Maestro, reclamando quizá una respuesta. Entonces, con la ayuda de Dios, que sepamos decirle, como Santa María, "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
Roma, 31 de mayo de 2020, durante el periodo de confinamiento por el covid-19.
"Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16).
No es difícil, con la gracia y la fe, creer, así en general, que Dios nos quiere; además podemos enumerar tantos beneficios que hemos recibido de sus manos.
Sin embargo, esa fe en su amor se manifiesta con frecuencia poco actual, poco creída. Porque si Él nos ama en todo momento, en las situaciones de agobio, de cansancio, de contrariedad, de experiencia viva de la miseria, incluso en el mismo pecado –a pesar de él y con él–, ¿por qué nos inquietamos?, ¿por qué perdemos la paciencia?
Si verdaderamente creemos que Dios nos ama, si creemos en el amor que nos tiene, ¿qué más queremos?, ¿qué más podemos echar en falta?
Por eso, en el silencio de la oración, en la presencia de Dios, ante su mirada misericordiosa, es lógico que consideremos los beneficios que nos concede, a partir de este fundamental: su amor y su fidelidad a cada uno de nosotros.
Y cuando llegue la contradicción, o la injusticia, o una situación en la que perdemos la paz y la alegría que acompaña a quien se abandona en Jesucristo, recurramos a Él con fe, como hicieron los apóstoles: Domine, adauge nobis fidem! (Lc 17, 5), Señor, auméntanos la fe… en el amor que Tú nos tienes.
Así, podremos vivir y experimentar en carne propia aquella exclamación confiada de san Pablo: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rm 8, 31). No hay en la tierra nada ni nadie más fuerte que el amor de Dios por cada uno.
24 de marzo de 1977
"¿Cómo podré yo estar seguro de esto? Porque ya soy viejo y mi mujer, de edad avanzada" (Lc 1, 18).
Isabel y Zacarías no habían tenido hijos y ya no los esperaban. El transcurrir del tiempo podría mostrarse como una cadencia de posibilidades que se desvanecen.
Tantos ancianos quizá se consideran inútiles en un mundo donde cuenta más hacer que ser. Tampoco el clima social colaboraba en tiempos de Isabel y Zacarías, que experimentaban como un peso la falta de descendencia.
¿Cómo podían sospechar Isabel y Zacarías que, a su edad, habían sido elegidos para jugar un papel importante en el plan de la redención? Su hijo Juan sería el precursor de Cristo.
Jesús encarnó los ritmos de la existencia humana. La infancia, la adolescencia y la madurez. Por otro lado, su sufrimiento físico y moral arrojan luz, en cierto sentido, a la vejez.
Toda la vida de Jesús fue redentora, y realizó lo más culminante de su misión a las puertas de la muerte y con su muerte misma. Nos hizo hijos de Dios, nos entregó la Eucaristía y el Mandamiento Nuevo, prometió el Espíritu Santo, nos dio a su Madre.
La vejez es tan buen momento, como cualquier otro, para responder al silbido del pastor. Dios nos sigue llamando a darnos en servicio a los demás y nos consigue el impulso de juventud interior.
12 de febrero de 2020
"Dijo entonces María: –He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
El sí de María al Ángel, en su hogar de Nazaret, abre las puertas a la encarnación y a la redención. Su afirmación cambia el rumbo de la historia.
Como la gracia de Dios no nos falta, también nosotros podemos decir que sí a esas llamadas que nos hace el Señor durante la jornada, aunque sea normalmente en asuntos de poca monta.
Pero, con frecuencia, puede suceder que no reconozcamos que lo que vemos y oímos en un determinado momento es un requerimiento divino: una petición de ayuda, un cambio de planes, una "ocurrencia" de ser más generosos en tal o cual circunstancia.
A veces, no vemos u oímos esas llamadas porque no queremos. Otras veces, porque nos aturde el ruido externo o interno. Entonces, como el ciego Bartimeo, imploremos: "–Señor, que vea" (Mc 10, 51). Y añadamos: –Señor, que te quiera ver; que te escuche, que te quiera escuchar… para poder repetir cientos de veces, a lo largo de la jornada, la potente afirmación de María: "Hágase en mí según tu palabra".
6 de marzo de 1979
"Una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María" (Lc 1, 26-27).
Ella respondió al anuncio del Ángel: "He aquí la esclava del Señor…" (Lc 1, 38). Y el Verbo se hizo carne.
Para cualquier madre, la espera de un hijo, de una hija, es tiempo de esperanzas humanas. En María, esa espera tendría resonancias salvíficas universales, porque sabía que llevaba en su seno al Redentor del mundo. En su mirada de futuro, de alguna manera, estábamos cada uno de nosotros. Ya desde esa espera, la Virgen sentiría el peso de toda la humanidad, ser la "nueva Eva".
La plenitud de gracia en María no evitaba que en su vida estuviese presente el sufrimiento, desde Belén hasta el Calvario. María –escribe el Papa Francisco– "nos enseña la virtud de la espera, incluso cuando todo parece sin sentido (…), cuando Dios parece eclipsarse por culpa del mal del mundo". Nos sostiene en nuestros pasos, y nos dice: "¡Levántate!, mira adelante, mira el horizonte, porque Ella es Madre de esperanza" 3.
Con la luz de la fe, el sufrimiento adquiere sentido, se hace más llevadero e incluso puede llegar a convertirse en lugar donde encontrar claridad, paz y alegría interior.
Deseamos que nadie sufra y, al mismo tiempo, como sabemos que el sufrimiento forma parte de la existencia humana, aprendemos a llevarlo con los demás, a revestirlo de amor. En la encíclica Spe salvi, de Benedicto XVI, leemos: "Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito" 4.
A la Virgen María, Madre de esperanza, encomendamos de manera especial el presente y el futuro de la Iglesia. Su segura confianza en el Hijo mantuvo unida a la Iglesia naciente, en aquellos momentos de fragilidad: varios discípulos huyeron, uno había renegado de Jesús, otros dudaron, todos tuvieron miedo. Ella infundía esperanza (cfr. Hch 1, 14).
5 de mayo de 2020
"Un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: –José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo" (Mt 1, 19-21).
Un ángel tranquiliza a san José, en un momento de desconcierto.
La historia del hogar de Nazaret no es una historia idealizada: sí, la Sagrada Familia fue sin duda la más feliz que ha habido y habrá en la tierra, pero no dejó de tener que afrontar, desde el comienzo, contrariedades y problemas serios.
"A los que aman a Dios todo les sirve para el bien" (Rm 8, 28). Así lo escribe san Pablo. Muchos recordaremos que san Josemaría lo resumía en tres palabras: Omnia in bonum, "todo es para bien".
Todo es para bien: un problema económico que obliga a cambiar de planes, los retos que supone educar a los hijos, las dificultades para armonizar un trabajo exigente con los cuidados de la casa… Todo es para bien, si todo lo ponemos en las manos de Dios. Él dará la fuerza para transformar las contrariedades en ocasiones de crecer como familia, en hacer que esos pequeños o grandes dramas al final la unan más, porque se lleven entre todos con amor.
En medio de sus imperfecciones y dificultades, cada familia es generadora de civilización y de bien cuando se esfuerza en fomentar la comunión, el perdón, la solidaridad. Sin esperar a que todo en la propia casa marche a la perfección. Cada familia puede dar luz y calor a otras familias, amigos, vecinos…
1 de septiembre de 2018
"Y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros" (Mt 1, 23).
Cristo permanece con nosotros.
Algunas veces, antes de comenzar un trabajo, san Josemaría se dirigía así al Señor: "Jesús, vamos a hacer esto entre los dos".
Jesús está con nosotros, y nosotros somos instrumentos suyos. Esto exige actuar bien, trabajar bien; de lo contrario, de alguna manera, es como si hiciésemos "quedar mal" al Señor, por culpa del instrumento.
Jesús y yo. Es una relación personal, única, insustituible.
Pero, al mismo tiempo, la unión con Cristo –si es auténtica– se hace unión con el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia: comunión con Dios, comunión de los santos.
La relación "Jesús y yo" se convierte en unión para los demás, con los demás.
5 de marzo de 2014
"Bienaventurada tú, que has creído" (Lc 1, 45).
María va a encontrar a Isabel, ¿quién mejor que ella le iba a comprender? Conversan de los hijos que esperan, Jesús y Juan. El Espíritu Santo inunda la escena de la Visitación (Lc 1, 39). Juan conoce la presencia divina y exulta de gozo, obrando ya como precursor: anunciar a Cristo es tener y dar la alegría verdadera.
Isabel alaba la fe de María y María pronuncia el Magníficat (Lc 1, 46-56): "Mi alma glorifica al Señor…". Entendiendo, en el texto griego, "magnificar" como hacer grande, queremos glorificar, dar gloria al Señor, "haciéndole grande" en nuestra alma, en nuestras obras, abriéndole todo el espacio de nuestra vida. Y haciendo grandes –queriendo y sirviendo– a los demás.
En este himno, María recuerda la promesa de la misericordia de Dios "de generación en generación" y la predilección de Dios por el humilde. María se apoyará en su gran fe en Dios cuando no entienda –"Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?" (Lc 2, 48)–, sobre todo junto a la Cruz. Antes, Juan había sido decapitado por Herodes…, al pie de la Cruz los recuerdos de la Visitación quizá parecerían nublados, pero no la fe y la esperanza en la resurrección de Cristo.
María, antes y más que cualquier otro, había cumplido la que sería aspiración de Pablo: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24).
La luminosidad y la fe de María e Isabel, al considerar la grandeza de Dios, contrastan penosamente con el pesimismo contemporáneo que, con frecuencia, ve en Dios una barrera para la plenitud humana. Ojalá reflejemos en nuestra vida la alegría y la libertad de quienes sabemos por la fe que Dios nos ha hecho hijos suyos. Hijos, no esclavos (cfr. Ga 4, 7).
31 de mayo de 1999
"Y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre" (Lc 2, 7).
En el silencio de Belén –de la mano de María y de José– encuentran su lugar, con renovada claridad, nuestras alegrías, nuestros anhelos y nuestras penas.
En la noche en que celebramos el nacimiento del Niño Jesús, hasta el ambiente externo acompaña nuestra actitud interior. En el silencio de la noche nos espera el Hijo de Dios.
¡Acerquémonos a la sencillez y silencio de Belén! Dejémonos envolver por ese recogimiento del corazón que es "el portero de la vida interior" 5.
16 de diciembre de 2019
"Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre" (Lc 2, 12).
Ya desde el nacimiento de Jesús, es necesario que un ángel dé indicaciones precisas a los pastores: envuelto en pañales, reclinado en un pesebre. Sin esas aclaraciones, no hubieran reconocido en el niño al Mesías, al Salvador.
¿Por qué no se manifiesta patentemente a todo el mundo? ¿Por qué no se nos presenta de modo más evidente, hoy, en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros lugares de trabajo?
Solo hay una respuesta: su amor, porque "Dios es amor" (1Jn 4, 8.16).
Si Dios se manifestase más de lo que ya hace, el pecado de quienes no le reconociesen sería más grande; mientras que oculto ofrece su gracia a todos. Una manifestación, hoy y ahora, de Dios en su poder y majestad, podríamos pensar que no llevaría a la salvación de más almas, sino a una mayor gravedad de nuestros pecados, de nuestras faltas de generosidad.
Lo mismo ocurre con Cristo resucitado. Ahí están, para mostrárnoslo, aquellos fariseos que no creyeron en Él ni siquiera habiendo visto sus milagros. Hasta en aquellos momentos, Jesús elige la senda de la no evidencia, la de no manifestarse a todo el mundo.
Señor, verdaderamente Tú eres "el Dios escondido" (Is 45, 15): oculto por amor. Oculto, pero no invisible (cfr. Jn 1, 1-18).
21 de agosto de 1980
"Gloria a Dios en las alturas" (Lc 2, 14).
¡Gracias a Ti, Señor!, porque somos, porque nos has creado, porque nos sustentas en el ser.
Gracias, Señor, por tu gracia –tu perdón–, tu providencia, tu amor: gracias por la filiación divina.
Gracias, Señor, por la vocación bautismal, por cómo nos has ido llevando de la mano, a pesar de nuestra poca correspondencia.
Gracias, Señor, por la confianza que tienes en nosotros, que no hemos merecido ni merecemos.
Perdona, Señor, nuestra ingratitud: ¡Tantas veces no te hemos dado gracias!
No olvidemos nunca la razón del agradecimiento continuo: el amor de Dios por nosotros. Dios se ha hecho en Cristo uno de nosotros y guía nuestros pasos.
Antes que nada, pensar en lo que Dios ha hecho y hace por mí. No pretender basar la seguridad en lo que yo he hecho y hago por Dios, porque siempre será poco (lo mío) y lo que haga, en realidad, será –eso mismo– don de Dios.
Ut in gratiarum semper actione maneamus! Permanezcamos siempre en acción de gracias.
8 de marzo de 2001
"Paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14).
El eco de este canto de los ángeles llena el mundo entero, avivando en nosotros una alegre esperanza. Sobre todo, porque la paz se ha hecho cercana y la podemos contemplar en el rostro de un Niño: "Él es nuestra paz" (Ef 2, 14), como escribió san Pablo tiempo después al considerar el misterio de Jesucristo.
El mundo está muy necesitado de paz. Cada uno de nosotros, nuestras familias, nuestros lugares de trabajo, los ambientes en los que nos movemos, necesitamos de ese Niño al que los ángeles anunciaron como el Salvador (cfr. Lc 2, 11).
Sin Él, todos los esfuerzos por pacificar los corazones son insuficientes. Por eso, la Iglesia no deja de hablar de Jesús a los hombres, como hicieron los pastores después de haberlo visto en el pesebre (cfr. Lc 2, 16-18). También nosotros queremos anunciarlo. En el apostolado "es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos" 6.
Meditemos frecuentemente en el gran misterio del amor de Dios en este Niño que nos ha nacido (cfr. Is 9, 5). ¡Qué fácil es encontrar y reencontrar la paz, la serenidad, al considerar la escena del Nacimiento, dejándonos cautivar por Jesús en el pesebre, rodeado de María y de José! Contemplando este misterio de amor, el Señor nos dará también nuevos impulsos para transmitirlo a los demás.
19 de diciembre de 2018
"Los pastores fueron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre" (Lc 2, 16).
Ante Jesús en el pesebre, rodeado del cariño inmenso de María y de José, queremos sentirnos así: pequeños. Contemplando a Jesús niño, intuimos los ecos de la profecía de Isaías: "Se ha cumplido la palabra de Dios y ha sido abreviada" (Is 10, 23), que menciona san Pablo (cfr. Rm 9, 28). Dios, en Cristo, se ha hecho pequeño por nosotros.
Queremos también nosotros abreviarnos especialmente ante ti, Señor, para tener la confianza y la sencillez de los niños. Y abreviarnos también ante los demás: tenernos por menos, con afán de servicio, de dedicación, de verdadero interés por sus necesidades, evitando la susceptibilidad. Que los demás puedan apoyarse en nosotros.
Para eso, como los pastores, hemos de ir con una prisa llena de paz y de deseos de encontrar al Salvador, sin entretenernos por el camino.
¿Qué nos entretiene para no ir rápidamente al Señor? Puede ocurrir que perdamos de vista nuestra meta. Estamos yendo a encontrarte a ti, Jesús. Y, sin embargo, a veces, nos despistamos y nos cuesta encontrarte en el trabajo –sobre todo cuando se hace más duro–, en el descanso, en la vida familiar, en los demás.
En esos momentos, miremos a ese niño que es Dios y que quiere sujetarse a la normalidad y al sufrimiento desde el pesebre de Belén.
29 de diciembre de 2019
"María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" (Lc 2, 19).
Leer el Evangelio con cariño nos ayuda a crecer en la amistad con Jesús. Al contemplar la vida del Señor, Dios nos sorprenderá con luces nuevas.
Aunque a veces pueda parecer que esa lectura no deja huella, después vienen a los labios o al pensamiento las palabras de Jesús, sus reacciones y sus gestos, que iluminan las situaciones ordinarias o menos ordinarias de nuestra vida. Se trata de que respiremos con el Evangelio, con la Palabra de Dios.
Con ese deseo de meternos a fondo en el Evangelio, al hablar de la vida cristiana con nuestros amigos, podremos transmitir con más luminosidad la gran noticia del amor de Dios por cada uno.
Decía san Ambrosio: "Recoge el agua de Cristo (…). Llena de esta agua tu interior, para que tu tierra quede bien humedecida (…); y una vez lleno, regarás a los demás" 7.
Que Santa María nos enseñe a guardar y ponderar en nuestro corazón, como Ella, todo lo que se refiere a Jesús, para que caminemos y ayudemos a los demás a caminar, cada uno donde Dios le llama, por caminos de contemplación.
5 de abril de 2017
"Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón (…). Así, vino al Templo movido por el Espíritu" (Lc 2, 25 y 27).
Fueron dos ancianos, Ana y Simeón los que, además de los ángeles y los pastores, anunciaron al mundo el nacimiento del Salvador.
Con motivo de un cumpleaños suyo, san Josemaría comentaba que estaba "siempre comenzando", porque "los años no dan la sabiduría ni la santidad". Aunque pase el tiempo, Jesús quiere que sigamos creciendo porque la meta es la identificación con Él.
Las personas mayores son una fuerza, un activo con el que cuentan la Iglesia y la sociedad. Con su testimonio humano, la memoria de sus vidas y su larga experiencia de trato personal con Dios, constituyen "piedras vivas", fundamentos donde pueden asentarse las nuevas generaciones a las que a veces faltan modelos asequibles.
San Pablo aconsejaba a Tito: "Que los ancianos sean sobrios, dignos, prudentes, fuertes en la fe, en la caridad y en la paciencia" (Tt 2, 2).
Los mayores comunican en la vida cotidiana más frecuentemente con gestos que con palabras, dejándose cuidar con humildad en sus límites y enfermedades, con la sonrisa ante el dolor, evitando las quejas, agradeciendo los servicios y prestando otros, sin ocultar que rezan y confían en Dios. Ver rezar el rosario a una persona mayor que pasa tiempo sola es una imagen que puede quedar en el corazón de alguien para toda la vida. Ellos nos enseñan que el amor no entiende de jubilación.
12 de febrero de 2020
"Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo" (Mt 2, 13).
Es una gran contrariedad: Dios que tiene que irse corriendo porque desean matarlo. Y san José organiza todo para ponerse en camino rápidamente, de noche, sin esperar siquiera a que amanezca y sin saber si iba a ser por unas semanas, unos meses o algunos años.
Podemos pensar que la Virgen y san José iniciarían el viaje con preocupación, pero lo harían sin protestar, con la alegría íntima de cumplir el querer de Dios y con la seguridad de saberse con Él.
Pidamos a san José la prontitud ante lo que el Señor nos sugiera, aunque a veces, por momentos, pueda parecer un sinsentido o suponga una contrariedad.
Queremos imitar a la Sagrada Familia y ponernos en camino hacia esa nueva dirección: un nuevo trabajo, una nueva circunstancia, una nueva persona a la que ayudar.
La fe nos moverá a ponernos en camino hacia el Egipto de lo que no esperamos.
29 de diciembre de 2019
"Lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles" (Lc 2, 46).
El Verbo habla, pero también calla y escucha: como un recién nacido.
Como en el Templo, no son pocos los episodios en que Jesús también calla y escucha: cuando escribe en el suelo ante las preguntas de los que querían lapidar a la mujer pecadora; en el monte, cuando ora en silencio con su Padre; cuando es clavado en la Cruz… Y también hoy, en la Eucaristía, Jesús sigue a la escucha de nuestras palabras.
La oración es escuela de silencio, de escucha y de acción. Como a Pedro, Jesús nos pregunta: "¿Me amas?" (Jn 21, 16).
La condición del diálogo, más allá de su expresión concreta, es amar, respetar, prestar atención, ponerse en el lugar del otro. Hay diálogo en la mirada de cariño de una mujer y un hombre cuyo amor sigue creciendo en la vejez. En la caricia de un padre a su hija enferma. En las lágrimas con las que se pide perdón. En escuchar a quien lo necesita, o cuando nos corrigen o nos sugieren algo que podríamos mejorar en nuestra vida.
Los muros para la escucha suelen ser la soberbia, el orgullo, la arrogancia de una autoridad mal entendida y el individualismo que cierra los oídos ante la necesidad del familiar, del amigo, del prójimo. La superficialidad y la prisa: no reparar, no sintonizar, no darse cuenta. Decepciona no sentirse escuchado por quien tenía el deber de hacerlo.
Que Dios nos conceda el don de la escucha, de salir del monólogo del egoísmo y entrar en un auténtico sentir en los demás, es decir, participar de lo que viven, de lo que les pasa.
20 de febrero de 2020
"Yo os he bautizado en agua, pero Él os bautizará en el Espíritu Santo" (Mc 1, 8).
De la Iglesia y en la Iglesia nacemos a la vida cristiana, por el Bautismo. Nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia.
Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra.
La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos.
Esta filiación nuestra tiene –también por designio divino– una continuación o manifestación en la necesaria filiación de los cristianos con el Romano Pontífice, verdadero "padre y maestro".
1 de marzo de 1992
"Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús" (Jn 1, 37).
Para secundar los planes de Dios en la propia vida, seguir la propia vocación, se necesita no solo luz para ver el camino, sino también fuerza para querer seguirlo.
Cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido.
Ojalá que jóvenes y adultos comprendamos que la santidad no solo no es un obstáculo a los propios sueños, sino que es su culminación. Deseos, proyectos y amores pueden formar parte de los planes de Dios.
La vida cristiana no nos lleva a identificarnos con una idea, sino con una persona: con Jesucristo. Para que la fe ilumine nuestros pasos, además de preguntarnos: ¿quién es Jesucristo para mí?, pensemos: ¿quién soy yo para Jesucristo?
Descubriremos así los dones que el Señor nos ha dado, que están directamente relacionados con la propia misión. Así madurará más y más en nosotros una actitud interior de apertura a las necesidades de los demás, sabremos ponernos al servicio de todos y veremos con más claridad cuál es el lugar que Dios nos ha confiado en este mundo.
En una sociedad que con frecuencia piensa demasiado en el bienestar, la fe nos ayuda a alzar la mirada y descubrir la verdadera dimensión de la propia existencia.
Si somos portadores del Evangelio, nuestro paso por esta tierra será fecundo. Sin duda, la sociedad entera se beneficiará de una generación de jóvenes que se pregunte, desde la fe en el amor de Dios por nosotros: ¿cuál es mi misión en esta vida?, ¿qué huella dejaré tras de mí?
18 de septiembre de 2018
"Felipe encontró a Natanael y le dijo: –Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret" (Jn 1, 45).
Llevar a muchas almas la alegría del Evangelio, para que sientan la atracción de Jesucristo.
Este dinamismo "de salida", que Dios quiere provocar en los creyentes, no es una estrategia, sino la fuerza misma del Espíritu Santo, Amor increado.
"En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor" 8.
El ideal del amor a Dios nos lleva a cultivar la amistad con muchas personas: los cristianos no hacemos apostolado, ¡somos apóstoles! Así va la "Iglesia en salida" de la que habla el Papa Francisco 9.
Las circunstancias actuales de la evangelización hacen aún más necesario, si cabe, dar prioridad al trato personal, a este aspecto relacional que está en el centro del modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos.
En este apostolado personal, no nos olvidemos de la fuerza iluminadora del ejemplo. Es famosa la afirmación de Pablo VI, que decía que "el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan", y añadía: "Si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" 10.
Pidamos al Señor que, en la cultura y el mundo contemporáneos, abunden los rostros cercanos –amigos– que hagan creíble el mensaje de Jesús.
14 de febrero de 2017
"Y como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: –No tienen vino" (Jn 2, 3).
La Virgen inspira nuestra generosidad para hacernos presentes y cercanos a los demás, para que nadie se sienta solo.
Nuestra Señora, después de aquel "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38), se pone en camino con prisa para ayudar a su pariente Isabel. El Ángel no se lo había indicado, le había comunicado el embarazo de su pariente como signo de la omnipotencia de Dios. Pero María se da cuenta de que Isabel necesitará ayuda. Y Ella, siendo ya Madre de Dios, nos muestra así esa manifestación del amor y amistad verdadera, que es adelantarse en la donación, en el servicio desinteresado.
Pasan los años, y vemos a la Virgen acompañando a Jesús en una boda en Caná: allí también descubre antes que nadie la necesidad de los novios y toma la iniciativa. El amor de amistad ilumina la vista, adivina cosas que quizá pasan inadvertidas a los demás.
Más tarde, contemplamos a María junto a la Cruz de su Hijo, llena de reciedumbre. Y le pedimos que nos ayude a imitarla en esta capacidad de ser fuertes ante el sufrimiento ajeno, para poder ser ayuda y bálsamo con una amistad sincera.
Después de la resurrección de Jesús, la Virgen reúne a los apóstoles que se habían dispersado tras la pasión del Señor; los acompaña y consuela.
La vida de María nos enseña que, también en la nuestra, la amistad humana surge con nueva y sobrenatural fuerza desde la amistad con Dios. San Lucas dice de la Virgen: "Conservaba todas estas cosas [las que se refieren a Jesús], meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19). María reza: su conversación con Dios es contemplación y diálogo de amor. Es amistad con Dios, confianza en Dios, que revierte en donación a los demás.
15 de mayo de 2020
"Es necesario que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30).
Hay una forma peculiar de egocentrismo "teologal": contemplar siempre a Dios con referencia al yo.
La verdadera contemplación supone, sí, algunos momentos de esa referencia Dios– yo, pero lo más habitual debería ser (en el trabajo, en el trato con los demás, en la vida espiritual) "disolverse" en Dios y, desde Dios, pensar, querer, servir a los demás.
12 de febrero de 1985
"El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn 3, 36).
Nada hay en esta vida que pueda disminuir la verdadera alegría de los hijos de Dios, ni siquiera las adversidades externas, obstáculos, dolores, incomprensiones, injusticias… La filiación divina tiene una dimensión escatológica precisa: nos hace comprender con luz nueva que lo definitivo vendrá después de la muerte; que lo de ahora, siendo ya una realidad, todavía no ha alcanzado su plenitud, la plenitud de la gloria de los hijos de Dios.
Todo en esta vida, también el sufrimiento, nos está diciendo que "Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (cfr. Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de las dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da saberse hijo amado de Dios" 11.
¿Y la muerte? Tampoco este trance decisivo puede atemorizar al cristiano, ni nublar su luminosa alegría, porque para los hijos de Dios, la muerte es el paso a la plenitud.
2 de mayo de 1992
"Si conocieras el don de Dios" (Jn 4, 10).
Dios se dona a quien libremente le ama. Entra, se instala, dispone. El Espíritu Santo inicia su labor de transformación: inteligencia, voluntad, imaginación, memoria, sentidos, pasiones y deseos… El alma y el cuerpo a veces protestan, pero con la ayuda de Dios, dejan hacer. Consciente de su fragilidad, el hombre ha experimentado alguna vez con especial intensidad la fe en Dios y ya no lo quiere perder.
En el proceso de conquista de la libertad de amar, descubrimos que donde predominaba el deseo vehemente de posesión individualista, prevalece ahora el de donación; donde la mirada buscaba la propia satisfacción, aparecen personas a quienes querer. Lo duradero se eleva y prima sobre lo fugaz.
La castidad, don de Dios y respuesta humana, concede el autodominio, guía la imaginación y los deseos, acrecienta la libertad y la percepción de la belleza en las personas, en nuestro interior, en las cosas. Quien es dueño de sí, está capacitado para darse, en el celibato, en el matrimonio, donde Dios le llame.
Nacen entonces compromisos verdaderos de amor que merecen una vida.
Dios es amor y quiere que nosotros lo seamos. También el cuerpo y los sentidos, creados por Él, con toda su carga de materia.
"Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8). No hay que esperar a la otra vida para ver a Dios: vive ahora en nuestra casa, somos su templo (cfr. 1Co 3, 16).
4 de febrero de 2020
"Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
¿Qué es el bien, la bondad, lo bueno? Es lo que Dios quiere. Y esto, tanto en general (la bondad en sí misma), como en concreto (la bondad para mí, lo que el Señor quiere para cada persona).
La oración no solo es buena porque sea oración (hablar con Dios), sino también porque es cuando, donde y como Dios quiere que le hablemos. La mortificación es más grata a Dios cuando responde a su querer, pues "obedecer es más que un sacrificio" (1S 15, 22).
Lo mismo sucede en el trabajo. Esta actividad es buena, y por tanto eficaz, en la medida en que sea querida así –hoy y ahora– por Dios. Señor, ¿qué quieres que haga? Es una pregunta habitual de un cristiano maduro. Cuestionarse por la conveniencia, por la oportunidad, por la eficacia de un trabajo o actividad, es interrogarse por el querer de Dios.
Eso es la virtud cristiana de la obediencia: amar lo que Dios quiere y espera de nosotros. Un querer que también se manifiesta a través de los cauces de nuestros deberes y situación en la Iglesia, en la familia natural o espiritual, en el trabajo, en las relaciones con los demás.
Es evidente que, con frecuencia, no conocemos, en su materialidad concreta, qué quiere Dios de nosotros en una determinada situación. Sin embargo, también entonces podemos obedecer al Señor, porque siempre y en todo podemos responder al mandamiento del amor; podemos siempre procurar guiarnos por el amor a Él y a los demás. Vivir así, obedecer por amor, no es rigidez estéril, sino libertad.
¿Nos podrá parecer excesivo este deseo, este propósito de obedecer? Si fuese así, nos parecería excesivo identificarnos con Jesucristo, cuyo alimento es hacer la voluntad de su Padre.
17 de abril de 1977
"Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos unos a otros por amor" (Ga 5, 13).
Actuar libremente, sin sufrir coacción de ningún tipo, es propio de la dignidad humana y, más aún, de la dignidad de las hijas y de los hijos de Dios.
En todo podemos actuar libremente, si lo hacemos por amor: es el famoso "Ama y haz lo que quieras" de san Agustín 12. La libertad de espíritu es esta capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno. Sin miedo a equivocarnos, sin miedo a no estar a la altura, sin miedo a un ambiente adverso; con visión sobrenatural y con el deseo de implicarnos en el propio ambiente social y profesional.
Libertad de espíritu no es "pretexto para la carne" (cfr. Ga 5, 13), ni actuar conforme a los propios caprichos o en resistencia a cualquier norma, porque la libertad de todas las personas humanas está materialmente limitada por deberes naturales y compromisos adquiridos (familiares, profesionales, cívicos, etc.). Se trata, más bien, de "fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede" 13: una libertad reconciliada con Dios.
Crecer en el amor es crecer en libertad de espíritu, es ser más libre. Con palabras de santo Tomás de Aquino: "Cuanto más intensa es nuestra caridad, más libres somos" 14.
9 de enero de 2018
"Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios" (Lc 5, 1).
La gente quiere apiñarse alrededor de Jesús, porque busca sin cesar cosas buenas y bellas que llenen su corazón. Todos tenemos, en lo más profundo de nuestra alma, aspiraciones que solo Él es capaz de saciar.
Existen tantos testimonios de personas que, ante el descubrimiento de la alegría propia de la vida cristiana, exclaman: ¡Pero yo no sabía! ¡Nadie me lo había dicho! ¡Yo pensaba que era otra cosa!
Señor, haznos capaces de reconocer esa nostalgia de tu rostro, esos signos de la sed de ti en las demás personas. Que sepamos transmitir tu verdadera imagen a quienes nos rodean.
La imagen de ese Cristo que busca alejarse un poco de la orilla para que todos, hasta los más alejados, puedan verlo y escucharlo.
26 de junio de 2019
"Jesús le dijo a Simón: –Guía mar adentro" (Lc 5, 4).
Ante los desafíos de este mundo nuestro, tan complejos como apasionantes, ¿qué espera hoy el Señor de nosotros, los cristianos? Que salgamos al encuentro de las inquietudes y necesidades de las personas, para llevar a todos el Evangelio en su pureza original y, a la vez, en su novedad radiante.
Dos escenas de pesca en el mar de Tiberíades, en las que se entrevé la navegación de los cristianos a lo largo de la historia, trazan las coordenadas de esta tarea: la enérgica invitación del Maestro a ser audaces –"guía mar adentro" (Lc 5, 4)–, y aquel "¡es el Señor!" del discípulo amado (Jn 21, 7), reflejo de la fidelidad atenta y delicada que permite reconocer a Jesús.
Adentrarnos en el mar del mundo no significa adaptar el mensaje o el espíritu a las coyunturas del momento, porque el Evangelio ya contiene en sí mismo la capacidad de iluminar todas las situaciones.
Se trata más bien de una llamada a que cada uno de nosotros, con sus recursos espirituales e intelectuales, con sus competencias profesionales o su experiencia de vida, y también con sus límites y defectos, se esfuerce en ver los modos de colaborar más y mejor en la inmensa tarea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.
Para esto, es preciso conocer en profundidad el tiempo en el que vivimos, las dinámicas que lo atraviesan, las potencialidades que lo caracterizan, y los límites y las injusticias, muchas veces graves, que lo aquejan. Y, sobre todo, es necesaria nuestra unión personal con Jesús, en la oración y en los sacramentos. Así, podremos mantenernos abiertos a la acción del Espíritu Santo, para llamar con caridad a la puerta de los corazones de nuestros contemporáneos.
7 de julio de 2017
"Echad vuestras redes para la pesca" (Lc 5, 4).
Jesús sale a nuestro encuentro, como salió a buscar a los primeros discípulos junto al lago de Genesaret. Él entra en nuestras vidas del mismo modo en que subió a la barca de Pedro.
la misma barca, que había sido testigo de un fracaso profesional –una pesca de la que no pudieron llevarse nada–, se convierte en la cátedra del Maestro, lugar desde el que revela los misterios del reino de Dios. Más aún: en esa misma barca comienza una aventura sobrenatural, prefigurada por la pesca milagrosa.
La presencia de Cristo transforma nuestro trabajo, nuestra barca vieja, en lugar de la acción de Dios. El Señor nos pide que seamos instrumentos en sus manos, para llevar alegría y felicidad a este mundo que tanto lo necesita. Y esto se puede hacer con gestos simples pero llenos de caridad.
Nos dirige la misma invitación que hizo a Pedro: "Guía mar adentro" (Lc 5, 4). Las redes, esta vez, se echan en aquel trabajo impregnado por la gracia divina, para que se transforme en un lugar de testimonio cristiano, de ayuda sincera a nuestros colegas y a todas las personas que tratamos.
En este sentido, podemos recordar la invitación del Papa Francisco: "Cuando los esfuerzos para despertar la fe entre vuestros amigos parecen inútiles, como la fatiga nocturna de los pescadores, recordad que con Jesús todo cambia. La Palabra del Señor llenó las redes, y la Palabra del Señor hace eficaz el trabajo misionero de los discípulos" 15.
26 de junio de 2017
"No hemos pescado nada; pero sobre tu palabra, Señor, echaré las redes" (Lc 5, 5).
Podemos decir a Jesús en la oración: "Llevo años luchando por mejorar y ya ves, Señor, cómo estoy. Pero ahora, fiándome de tu palabra, me voy a lanzar mar adentro, hacia esa santidad, que no es ausencia de defectos, sino perfección en el amor, en la identificación contigo. Por tu palabra –decimos con san Pedro– echaré las redes".
San Josemaría repetía que en 1928 tenía solo 26 años, gracia de Dios y buen humor. Es la juventud de espíritu que le llevó siempre a mantener el deseo de aprender y de crecer, y nos debe llevar a nosotros al deseo de comenzar y recomenzar. Que no entre, por tanto, en nuestras almas el desaliento, sino el deseo de mirar hacia delante. Danos, Señor, esta juventud de alma.
¡Gracia de Dios! Participación en la vida divina de la Trinidad, como hijos e hijas de Dios Padre en Cristo por el Espíritu Santo. El Señor nos ofrece constantemente esta vida, sobre todo en la Eucaristía, en la penitencia y en la oración. ¡Cuánto aprendemos de ese ofrecimiento! ¡Cuántas veces san Josemaría nos exhortaba, con su palabra y con su ejemplo, a ser almas de Eucaristía, almas de oración!
¡Buen humor!, que nos lleva a ver el aspecto positivo, incluso divertido, de las cosas. Necesitamos también el buen humor ante nuestras propias limitaciones: es una consecuencia de la alegría de los hijos de Dios. Estaremos contentos, pase lo que pase, en la medida de nuestra fe en el amor que Dios nos tiene.
6 de octubre de 2017
"Jesús le dijo a Simón: –No temas; desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10).
Con estas palabras, Cristo cambia la vida de Simón y, desde entonces, el pescador de Galilea sabe para qué vive. Como él, cada persona se enfrenta antes o después a esta pregunta: ¿cuál es mi misión en la vida? Todos tenemos una vocación divina, todos somos llamados por Dios a la unión con Él.
La fe es una luz poderosa, capaz de alumbrar el propio futuro e inspirar los deseos de plenitud. En un momento de la vida en que quizá las seguridades de la infancia se tambalean y también la luz de la fe puede debilitarse, es necesario recordar nuestra verdad más profunda: que somos hijos de Dios y hemos sido creados por amor.
Él realiza la llamada más radical: nos llama a cada una y a cada uno a ser plenamente felices a su lado. El Creador no nos arroja a la vida y se olvida de nosotros: quien crea, ama y llama. Por eso, el discernimiento del propio camino debe estar iluminado por la fe en el amor de Dios por nosotros.
"No temas", dice Jesús a Pedro. La búsqueda personal puede generar un cierto desasosiego, porque experimentamos el vértigo de la libertad. ¿Seré feliz? ¿Tendré fuerzas? ¿Valdrá la pena comprometerse? Tampoco aquí Dios nos deja solos. Él nos inspirará si sabemos escucharle. Se lo pedimos cada vez que rezamos: "Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo": hágase tu voluntad en mí, en ti, en cada uno de nosotros.
18 de septiembre de 2018
"Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron" (Lc 5, 11).
Jesús invita a Pedro, a Santiago y a Juan a seguirle como discípulos. Responden con un "sí" decidido.
Impresiona pensar que, tan solo unos pocos años después, su afán apostólico haya llevado la Buena Nueva a muchos lugares importantes de la época; también hasta Roma.
Los primeros cristianos, a pesar de enfrentar persecuciones e incomprensiones, sabían que el mundo les pertenecía, que era su hogar, su tarea, su patria.
Al sabernos hijos de Dios, convocados por Él, no podemos sentirnos extraños en nuestra propia casa; no podemos transitar por esta vida como visitantes en un lugar ajeno ni podemos caminar por nuestras calles con el miedo de quien pisa territorio desconocido.
El mundo es nuestro porque es de nuestro Padre Dios.
Estamos llamados a amar este mundo, no otro en el que pensamos que tal vez nos sentiríamos más a gusto; hay que amar a las personas concretas que nos rodean, en los desafíos concretos que tenemos por delante.
26 de junio de 2019
"Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo" (Mt 5, 12).
En las bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26), Jesucristo nos ofrece las llaves que nos abren las puertas del Cielo… y de la felicidad en esta tierra.
El "pobre de espíritu" se sabe necesitado. Desconfía de sus virtudes y de sus bienes, se abandona en los dones del Señor. Por la vía de la humildad, experimenta la alegría del abrazo paternal de Dios.
Las lágrimas del que "llora" son dolor principalmente por las ofensas al Señor: faltas de amor, infidelidades, injusticias. Quien llora así alcanza la felicidad de su consuelo.
Los "mansos" son felices en la tierra: ninguna adversidad, ningún contratiempo humano, los abate. Imitando a Cristo, se mantienen serenos de ánimo.
El que tiene "hambre y sed de justicia" procura poner por obra la voluntad de Dios. Y así haciendo, alcanza una saciedad que no sacia, porque es divina.
Los "misericordiosos" ven con los ojos de Cristo las penas y los defectos de los demás, los ponen en su corazón. También comprenden y disculpan. Con su misericordia alcanzarán para ellos mismos la alegría de la misericordia.
Los "limpios de corazón" descubren panoramas insospechados de intimidad con Dios y calidad en las relaciones con los demás. Y gozan de su visión.
Los "pacíficos" reciben la bendición de la paz –la paz de Cristo (Ef 2, 14)– para ellos mismos y siembran a su alrededor la alegría de los hijos de Dios. Tratan de evitar las discusiones inútiles, dominar el nerviosismo y la prisa, ser positivos, difundir optimismo y esperanza.
Quienes "padecen persecución" y "son perseguidos" por amor a Dios y por cumplir su voluntad tienen ya su recompensa en el cielo, que es también alegría en la tierra.
Las bienaventuranzas "te llevan a la alegría, siempre; son el camino para alcanzar la alegría" 16.
29 de febrero de 2020
"Vosotros, en cambio, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos" (Mt 6, 9).
Por la gracia sobrenatural somos hijos de Dios en Jesucristo; llegamos a ser "conformes con la imagen del Hijo, a fin de que Él sea primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29).
La filiación divina caracteriza radicalmente nuestro diálogo con Dios –nuestra oración– y el ejercicio de todas las virtudes de nuestro caminar cristiano, y también caracterizará –por la misericordia de Dios– nuestra condición de ciudadanos del Cielo.
Repitámoslo: nuestra fe es la fe de los hijos de Dios; nuestra oración es la oración de los hijos de Dios; nuestra alegría es la alegría de los hijos de Dios; nuestra fortaleza es la fortaleza de los hijos de Dios…
La voluntad divina se resume, para cada uno, así: "Lo que os pide el Señor es que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos" 17.
20 de abril de 1992
"Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón" (Mt 6, 21).
Un corazón joven y enamorado es capaz de renovarse y de vivir con ilusión la vocación cristiana, la misión apostólica, aun en medio de las contrariedades y los sufrimientos.
San Josemaría nos manifestaba así el secreto de su vitalidad: "Al rezar al pie del altar «al Dios que llena de alegría mi juventud» (Sal 43, 4), me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud (cfr. Sal 103, 5)" 18. Si permanecemos unidos al Señor, seremos siempre jóvenes, y colaboraremos con Él en hacer la Iglesia, siempre antigua y siempre nueva, en los diferentes lugares, culturas y tiempos.
1 de octubre de 2018
"El hombre bueno del tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: de la abundancia del corazón habla su boca" (Lc 6, 46).
San Josemaría resaltaba este modo concreto de anunciar el Evangelio en medio del mundo: "Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado; con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad: mediante un apostolado que he llamado alguna vez de amistad y de confidencia" 19.
La amistad verdadera –como la caridad, que eleva sobrenaturalmente su dimensión humana– es en sí misma un valor: no es medio o instrumento para conseguir ventajas en la vida social, aunque pueda tenerlas (como también puede acarrear desventajas). La amistad tiene un valor intrínseco, porque denota una preocupación sincera por la otra persona. Es un diálogo, en el que damos y recibimos luz; en el que surgen proyectos, en un mutuo abrirse horizontes; en el que nos alegramos por lo bueno y nos apoyamos en lo difícil; en el que lo pasamos bien, porque Dios nos quiere contentos.
Cuando una amistad es así, leal y sincera, no cabe instrumentalizarla: sencillamente un amigo desea transmitir al otro el bien que experimenta en su vida. Habitualmente lo haremos sin darnos cuenta, mediante el ejemplo, la alegría y un deseo de servir que se expresa en mil pequeños gestos. Sin embargo, "el valor del testimonio no significa que se deba callar la palabra. ¿Por qué no hablar de Jesús, por qué no contarles a los demás que Él nos da fuerzas para vivir, que es bueno conversar con Él, que nos hace bien meditar sus palabras?" 20.
La amistad desemboca así, naturalmente, en la confidencia personal, llena de delicadeza y respeto a la libertad, consecuencia precisamente de la autenticidad de esa amistad.
1 de noviembre de 2019
"Y [el Señor] le dijo: –No llores" (Lc 7, 13).
La amistad significa alegría, pero también sufrimiento: enfermedad, fallecimientos, decepciones, crisis vitales, conflictos familiares… Como decía san Pablo VI, "el arte de amar se cambia con frecuencia en arte de sufrir" 21. Es la otra cara de la moneda de la amistad y acompañar en esos momentos, prueba de su autenticidad.
La compasión aumenta al ritmo del amor a Dios, que nos reviste de sus sentimientos y aclara la mirada. Asombra ver a Cristo conmoviéndose al encontrar el cortejo del hijo de la viuda de Nain: "El Señor la vio y se compadeció de ella. Y le dijo: –No llores" (Lc 7, 13).
Como el amor, la compasión es creativa y expresa el deseo de "apropiarse" del sufrimiento del amigo para hacérselo más ligero; palabras, silencios, escucha, gestos, presencia, recuerdo, ofrecer una oración, un servicio… Al mismo tiempo, se extiende a todas las personas. Jesús desde la Cruz se compadeció y se ofreció en sacrificio por todo el género humano, traspasando el tiempo y el espacio.
Llega un punto en el que querríamos confortar los sufrimientos de todas las personas del mundo. Experimentamos entonces la paradoja, dentro de nosotros, de un Amor gratuito, que nos ha abierto los ojos a las necesidades de los otros y la impotencia de no poder solucionar todo. Comprendemos entonces que solo Jesús es el "Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), no nosotros.
4 de febrero de 2020
"Los fariseos, al ver esto, empezaron a decir a sus discípulos: ¿Por qué vuestro maestro come con publícanos y pecadores?" (Mt 9, 11).
Los fariseos criticaron a Jesucristo por ser amigo de publicanos y pecadores. La amistad de Cristo no excluye a nadie.
Los cristianos, si procuramos –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco debemos excluir a nadie, sino amar a todos en Jesucristo, con una amistad sincera, cualesquiera que sean sus circunstancias personales.
Contemplemos el ejemplo de Jesús. No limita el Señor su trato a un grupo restringido: está con todos, "con las santas mujeres, con muchedumbres enteras; con representantes de las clases altas de Israel como
Nicodemo, y con publícanos como Zaqueo; con personas tenidas por piadosas, y con pecadores como la samaritana; con enfermos y con sanos; con los pobres, a quienes amaba de todo corazón; con doctores de la ley y con paganos, cuya fe alaba por encima de la de Israel; con ancianos y con niños. A nadie niega Jesús su palabra, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. ¡Cuántas veces he meditado y he hecho meditar ese modo del apostolado de Cristo, humano y divino al mismo tiempo, basado en la amistad y en la confidencia!" 22.
1 de noviembre de 2019
"Amigo de publícanos y pecadores" (Mt 11, 19).
La amistad es especialmente valiosa para ejercitar esa manifestación necesaria de la caridad que es la comprensión: "La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas ni a aceptarlas" 23.
De este modo, nuestros amigos nos ayudan a comprender maneras de ver la vida que son diferentes a la nuestra, enriquecen nuestro mundo interior y, cuando la amistad es profunda, nos permiten experimentar las cosas en un modo distinto al propio. Se trata, en fin, de un auténtico sentir en los demás, es decir, participar de lo que viven, de lo que les pasa.
1 de noviembre de 2019
"Entonces le dijo a ella: –Tus pecados quedan perdonados" (Lc 7, 48).
Qué desproporción tan enorme entre los pecados, por numerosos y graves que sean, y la sencillez de una breve confesión –unas palabras– y la absolución, para que los pecados dejen de existir.
Pero esa desproporción es aparente, porque detrás de algo tan sencillo (las pocas y esenciales palabras de la confesión y de la absolución) está, haciéndolo eficaz, nada menos que la Encarnación, la Vida, la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.
¡Qué grande eres, Señor, y qué inmensa tu sabiduría y tu misericordia con nosotros!
25 de febrero de 1997
"Otra parte de la semilla, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta" (Mt 13, 8).
Al comienzo del nuevo año, solía decir san Josemaría: "¡Año nuevo, lucha nueva!". Una lucha que necesita, sí, de nuestro esfuerzo, pero ante todo de la gracia divina. Fijémonos en la parábola del sembrador, con el deseo de ser "buena tierra" para recibir el don de Dios, la semilla que dé fruto abundante. Jesús nos ofrece este don cada día en la Eucaristía.
En la sinagoga de Cafarnaúm, el Señor dice: "Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Actualicemos, con mayor profundidad y agradecimiento, la fe en el amor de Dios por nosotros (cfr. 1Jn 4, 16), que en la Eucaristía se nos hace sacramentalmente visible. Así, orientaremos adecuadamente nuestra lucha para ser la "buena tierra" que acoge la semilla.
Pongamos la mirada en Jesucristo, que –a pesar de ser nosotros tan poca cosa– quiere llenarnos de renovada eficacia y alegría.
5 de enero de 2020
"El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. Porque la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga" (Mc 4, 26-28).
Las palabras del Evangelio nos llevan a considerar la primacía de Dios en toda obra de evangelización. Así nos lo hacía considerar san Josemaría al referirse al Opus Dei. Él puso lo que estaba de su parte para sacarlo adelante, con la convicción de que toda la fuerza que lo impulsaba a servir a las almas venía de Dios: "Te agradezco, Señor, que hayas procurado que yo comprenda, de manera evidente, que todo es tuyo: las flores y los frutos, el árbol y las hojas, y esa agua clara que salta hasta la vida eterna. Gratias tibi, Deus!" 24. La primacía de la gracia de Dios es igualmente real en toda vida cristiana, en la vida de cada una y de cada uno.
Además de considerar el don de Dios, renovemos nuestro agradecimiento porque ha querido contar con nosotros, para hacernos colaboradores suyos en la Iglesia (cfr. 2Co 6, 1), a pesar de nuestra debilidad.
A veces puede parecer que nuestro papel en los planes de Dios es irrelevante; sin embargo, Él toma en serio nuestra libertad, y cuenta verdaderamente con nosotros. Pensemos en aquel muchacho que supo poner lo poco que tenía –cinco panes y dos peces– en las manos de Jesús: a partir de ese gesto de generosidad, Cristo dio a comer a una multitud (cfr. Jn 6, 1-13).
Dios cuenta con nuestra correspondencia diaria, hecha de cosas pequeñas que se engrandecen por la fuerza de su gracia.
1 de octubre de 2018
"En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados" (Mt 10, 30).
El abandono en Dios: no es posible si Dios mismo no lo concede. Lo quiere conceder, pero encuentra obstáculos en el yo.
Ante cualquier situación de desasosiego, hagamos actos de abandono, como esta oración de san Josemaría: "Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro; lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno".
No nos extrañemos del sufrimiento interior, cuando Dios arranque del fondo del alma las raíces de la falsa seguridad en uno mismo. Digamos entonces: ¡gracias a ti, Señor!
Hagamos el esfuerzo de pensar en los demás, descentrando la atención de nosotros mismos y nuestras preocupaciones.
Quiero ver tu rostro, Señor (cfr. Sal 27, 8).
20 de abril de 1991
"Vio una gran multitud y se llenó de compasión" (Mc 6, 34).
La mirada de Cristo es penetrante, profunda, compasiva. A modo de jaculatoria, san Josemaría suplicaba: "Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma".
Señor –podemos repetir nosotros–, necesito ver con tus ojos; ver así, como tú lo ves, el mundo, cada persona, cada circunstancia, mi propia vida…
Que yo vea con tus ojos, Jesús, para advertir qué hay en mí que deba ser arrancado, añadido, mejorado, a la luz de mi filiación divina.
Que yo vea con tus ojos, para descubrir cómo ayudar a quienes has puesto a mi lado, para ser custodios los unos de los otros. Para sostener a cada uno de mis hermanos y hermanas.
Que yo vea, a través de tu mirada, cómo mejorar el trabajo y cada asunto particular que debo afrontar.
Que podamos repetir, con un sentido renovado, el clamor del ciego Bartimeo: "Señor, ¡que vea!". Domine, ut videam! (Mc 10, 51). Y hacerlo extensible a los demás: Señor, que veamos, que vean; Domine, ut videamus! Ut videant!
12 de diciembre de 1994
"Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo" (Mt 14, 27).
"Solo el amor que es omnipotente puede ser el fundamento de una alegría sin miedo" 25.
Cuando la alegría es "demasiado humana", lleva siempre mezclado algo de temor, al menos el temor de que esa alegría pase.
Puede suceder –sucede a veces de hecho– que incluso la alegría sobrenatural del encuentro con Cristo vaya acompañada del temor: de un cierto miedo a la propia pequeñez, del temor a olvidarnos del fundamento de la alegría… que no es otro que el amor que Dios nos tiene.
Propósito: "sobrenaturalizar" todas las alegrías, y especialmente la alegría habitual que echa fuera todo temor. Y recuperar así la alegría de los hijos de Dios, que es confianza plena en Él, sin miedos.
26 de enero de 1988
"Obrad no por el alimento que se consume, sino por el que perdura hasta la vida eterna" (Jn 6, 26).
Jesús está escondido en la Eucaristía. "Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias", canta el himno Adoro te devote.
Pero, en realidad, la Eucaristía –el "vestido" con el que se nos presenta Cristo, las especies sacramentales– nos lo manifiesta en lo que Él quiere ser para cada uno, para cada una: alimento.
Alimento en el que se "condensa" la historia.
En una oración antigua, que la Iglesia usa para las vísperas de la solemnidad del Corpus Christi, se dice en referencia a la Eucaristía: recolitur memoria passionis Eius, "memorial de la pasión de Cristo" (pasado), mens impletur gratia, "el alma se llena de gracia" (presente), et futurae gloriae nobis pignus datur, "y se nos da la prenda de la gloria futura" (futuro escatológico).
Vayamos a la Eucaristía con el deseo de identificarnos con Jesús (el mismo Cristo) y de "condensar" todos los momentos de cada día. Y también nosotros nos haremos alimento, ayuda y apoyo para los demás.
11 de marzo de 2004
"¿No es este Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre?" (Jn 6, 42).
En la sencillez y grandeza de san José –un artesano como tantos otros–, descubrimos los rasgos de quienes se saben llamados por Dios a vivir con Él la vida de cada día, con todo lo que trae consigo, también de imprevistos y de preocupaciones.
San José habitaba bajo el mismo techo que Dios. Quizá podríamos pensar que en esto no parece "un artesano como tantos otros". Sin embargo, nosotros rezamos: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa". Y, si le dejamos, Él entra. Y le basta una palabra para sanarnos (cfr. Mt 8, 8).
Hoy especialmente, con toda la Iglesia, contemplamos a José, este hombre justo y fiel. Acudamos a su intercesión, para que nos ayude a corresponder cada día al amor inmenso de Jesucristo, abriéndole de par en par las puertas de nuestra casa, de nuestro corazón. Y que esta correspondencia nos impulse a servir a los demás, a difundir la alegría del Evangelio.
19 de marzo de 2018
"Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22).
Si contemplamos nuestra vida con los ojos de la fe, nos daremos cuenta de que no hay nada ajeno al querer de Dios: también nuestro trabajo es lugar principal de santificación, en el que buscar a Cristo y encontrar a Cristo. Santificar el trabajo, santificarse con el trabajo, santificar a los demás con el trabajo, dice el fundador del Opus Dei 26.
Si procuramos identificarnos con Cristo mientras desempeñamos nuestra actividad –sea cual sea–, trabajaremos en cosa propia; esa actividad será trabajo de Dios y nosotros somos hijos suyos.
Trabajar bien no es solo procurar hacer bien las cosas, sino hacer que estén bien todas las dimensiones de ese trabajo: la cosa hecha, las relaciones con los demás al trabajar (sonreír en momentos de cansancio, suplir a un compañero que lo necesita, ayudar a quien quizá acumula un retraso…), y la relación con Dios en el trabajo.
En el plano humano, trabajar bien puede consistir en no contentarse con "hacer lo que hay que hacer", sino en poner iniciativa, en empujar lo que sea más necesario para los demás, en seguir los asuntos importantes, etc.
En el plano sobrenatural, cuánto puede ayudarnos unir explícitamente trabajo y Eucaristía. En el misterio del altar, el trigo y las uvas simbolizan el mundo, la tierra; ofrecemos también nuestro trabajo, para unirlo al sacrificio de Cristo.
Y entonces, con ese trabajo, colaboramos a "santificar a los demás con el trabajo".
13 de mayo de 1989
"Manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que en el Señor nuestro trabajo no es vano" (1Co 15, 58).
Todas las realidades humanas honradas, todos los trabajos pueden y deben ser camino, medio de santidad, de encuentro con Jesucristo: "El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor" 27. Santificar el trabajo, cualquier trabajo honesto, es hacerlo por Dios y por los demás, lo que exige hacerlo bien, sea cual sea su entidad.
Ante el trabajo, ante cada tarea que "me cae encima", agradable o pesada, claramente eficaz o aparentemente inútil…, pensemos que todo trabajo nace del amor de Dios por nosotros.
Agradezcamos al Señor que, con este quehacer, hoy y ahora, quiera que seamos colaboradores suyos, al menos porque con Él manifestemos un poco de su amor a los demás. Tendremos la convicción de que, en el Señor, ningún trabajo es vano.
9 de marzo de 2006
"El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él" (Jn 6, 56).
El deseo de permanecer en Cristo se manifiesta de modo particular en el amor a la Misa, "centro y raíz de la vida espiritual" 28.
La Misa es raíz; lo es necesariamente. En el sacrificio eucarístico se hace presente la obra de nuestra Redención; ahí está la fuente de la gracia, de la paz, de la misericordia, de la eficacia. Un camino espiritual enraizado en la Eucaristía condensa los bienes más valiosos para la progresiva identificación con Jesucristo.
La Misa es centro: lo debería ser, no solo objetiva, sino también subjetivamente, con una conciencia habitual y actualizada de que lo más importante, en cada instante, es que he celebrado o que voy a celebrar la Misa; que he asistido o que voy a asistir a Misa.
Esta constante referencia a la Misa es don de Dios, más que esfuerzo humano, que nos llegará por la mediación materna de Santa María.
7 de mayo de 1985
"Lo que sale de la boca procede del corazón" (Mt 15, 18).
La buena fama de los demás, su reputación, es un bien precioso protegido por la caridad y la justicia.
La "normalización" y extensión de la murmuración en el ámbito privado y público promueve un clima de sospecha e incertidumbre en las relaciones personales, familiares y sociales, que las deteriora gravemente.
Unas veces hay conciencia de perjudicar, en otras muchas predominan la vanidad, el pretexto de la "buena intención" y, en general, la espontaneidad de quien ha interiorizado la banalización de la calumnia.
La lengua ha de ser también transformada, purificada. La lengua da sonido a la música que suena en el corazón.
Más que detenernos en cómo hablamos, podríamos preguntarnos: ¿Qué hay en mi corazón? ¿Juzgo interiormente a los demás? ¿Qué busco y espero de mis semejantes? ¿Qué esperan ellos de mí? ¿Procuro mirar a los demás como me gustaría que me mirasen a mí? ¿Los veo como criaturas e hijos de Dios?
20 de marzo de 2015
"Se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame!" (Mt 15, 25).
Cuando, ante una pequeña exigencia de entrega, de mortificación, de servicio…, pensamos "me da igual", hemos de saber que al Señor no le da igual, y que no es igual ni para nosotros, ni para los demás.
Al mismo tiempo, la experiencia nos dice, con el paso del tiempo, que los buenos deseos, los propósitos, las "grandes ideas", se estrellan con la propia debilidad. Esa debilidad es de la voluntad, que lleva a no querer en serio.
Por eso, por un lado, pidamos al Señor la gracia de que no nos dé igual lo que nos pide, lo que necesitan los demás.
Y, a la vez, ante la luz clara, ante el propósito firme de responder afirmativamente… ¡Señor, con tu gracia! ¡Madre mía, con tu ayuda!
Entonces, esos propósitos una y otra vez repetidos, serán nuevos por el convencimiento de la necesidad del auxilio del cielo y no reiteración, sino renovación. Otra vez nuevos: nunc coepi!, ¡ahora comienzo! Señor, que la novedad sea el amor.
30 de enero de 1986
"Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella" (Mt 16, 18).
Es la promesa de Jesús que escuchamos, cada año, en el Evangelio de la Misa de la solemnidad de san Pedro y san Pablo. Estas palabras me recuerdan el itinerario espiritual que, desde muy temprano, propuso san Josemaría: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam, todos con Pedro a Jesús por María.
Amemos más y más a la Iglesia y al Papa. Nos puede ayudar recordar que la Iglesia no es solo el conjunto de los hombres y mujeres que a ella nos hemos incorporado, sino, sobre todo, es "Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria" 29.
Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia ha sufrido y sigue sufriendo persecuciones y también ataques internos a su unidad. Esta realidad, lejos de llenarnos de desaliento, nos ha de llevar a una siempre renovada visión de fe –que es don de Dios–, que se manifieste en oración por la Iglesia, por el Papa y, de modo particular, por todos los que sufren persecución a causa del Evangelio.
1 de septiembre de 2018
"Mientras Él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su vestido se volvió blanco y muy brillante" (Lc 9, 29).
En la Transfiguración, Jesús desveló a Pedro, a Santiago y a Juan un adelanto de la gloria futura. Pedro hubiera querido quedarse ya en la "gloria futura": "Maestro, qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas…" (Lc 9, 33).
Deseamos ser plenamente felices; felicidad plena, que solo en la gloria se realiza con la visión de Dios. Se entiende que el salmista y, con él, nosotros, dirijamos al Señor un deseo que es a la vez un propósito: "Tu rostro, Señor, buscaré tu rostro" (Sal 27, 8). Una búsqueda del rostro de Dios también ahora, mediante la oración, sin huir de un presente que, a veces, no se logra gobernar del todo, como tampoco el pasado ni el futuro.
La oración: contemplar a Dios, hablarle a Él y escucharle. Lejos de desarraigarnos del mundo, nos sitúa en la realidad presente y mueve al amor que nos cambia, nos convierte. El mismo presente queda transfigurado.
Con la colaboración de la libertad humana, la gracia divina nos trasfigura, nos transforma en hijos de Dios, en imagen de Cristo, como escribe san Pablo: "Vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2Co 3, 18).
Durante la transfiguración, Jesús conversa con Moisés y con Elías sobre su próxima Pasión en Jerusalén. La gloria y la cruz. Aprendemos a amar la cruz de cada día y recuperamos el fulgor de la paz y la alegría. De este modo la vida cristiana y cada uno de sus momentos podemos resumirla así, con palabras de san Josemaría: "Desde la Cruz, con Cristo, a la gloria inmortal del Padre" 30.
6 de agosto de 1987
"Los apóstoles dijeron al Señor: Auméntanos la fe" (Lc 17, 5).
También nosotros suplicamos a Jesús: auméntanos la fe, la esperanza, la caridad.
No basta saber, teóricamente, que todo lo que nos sucede es para bien nuestro, que Dios es nuestro Padre –mi Padre–, que el Señor y María nos acompañan y que "todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13).
No basta saber, teóricamente, que pase lo que pase, con nuestra miseria patente e innegable, nos llamaremos vencedores con Cristo.
No basta saber, teóricamente, que solo vale la pena amar a Dios y, en Él, a todos los demás.
Necesitamos que ese saber sea sobrenatural, que nos lo des tú, Señor, en concreto, y de modo permanente, porque estamos convencidos de tu palabra: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5).
Sin ti, Señor, no podemos creer de verdad. Creer en tu palabra, en todo lo que nos has revelado, en lo que el magisterio de la Iglesia nos propone. Y vivir, en consecuencia, de justicia: "El justo vive de la fe" (Rm 1, 17).
Sin ti, Señor, no podemos esperar de verdad, poner nuestra confianza en tus promesas, asistidos por la gracia y la potencia del Espíritu Santo. Y vivir en la tierra con el horizonte de la felicidad que encontraremos definitivamente en el cielo.
Sin ti, Señor, tampoco podemos amar de verdad. Dar prioridad a todo lo que hace referencia a tu persona y, por ti, querer a todas y cada una de las personas. Recorrer nuestro itinerario vital procurando amarnos los unos a los otros como tú nos has amado (cfr. Jn 15, 12).
8 de marzo de 1979
"Respondió el Señor: –Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería" (Lc 17, 6).
Con la alegría propia de la Pascua, la liturgia del domingo de la Divina Misericordia recuerda estas palabras de san Juan: "Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe" (1Jn 5, 4).
En la apasionante misión de llevar el Evangelio a cada pueblo, a cada ambiente, a cada persona, todos en la Iglesia encontramos, junto con muchas alegrías, no pocas dificultades.
Permaneceremos contentos y esperanzados, si vivimos de fe en la Misericordia divina. Esta fe no podemos conseguirla por nosotros mismos; pero, especialmente cuando nos sentimos débiles, podemos pedirla como los apóstoles a Jesús: "¡Auméntanos la fe!" (Lc 17, 5).
8 de abril de 2003
"Y así, porque eres tibio, y no caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca" (Ap 3, 16).
La tibieza es falta de amor, enfriamiento de la caridad, que se enturbia de abandono y pereza.
la falta de amor es consecuencia de falta de fe, porque la fe obra mediante la caridad: fe en que realmente vale la pena darse del todo, sin cicatería.
También la tibieza es falta de esperanza, de la esperanza en la meta maravillosa de la gloria.
12 de marzo de 2003
"Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros" (Mc 9, 38).
Amar al mundo para transformarlo exige ir del brazo con todos; requiere de cada uno, según sus posibilidades, una honda formación humana, profesional y doctrinal, y una presencia decidida en los foros donde se debaten las ideas, con la apertura de miras que permite estimar a todos, con independencia de sus ideas o convicciones.
Es preciso también cierto ascendiente –el que se adquiere si se toma en serio a los demás– y un personal "don de lenguas". Así se favorece esa empatia por la que la visión cristiana de la realidad resulta convincente, pues cuenta también con las inquietudes del prójimo, sin avasallar ni caer en el monólogo.
El respeto a la dignidad de cada persona, por encima de sus posibles errores, y al bien común de la sociedad, el trabajo sereno y responsable, en colaboración con otros ciudadanos, pone en evidencia la belleza y el atractivo de los valores cristianos.
Hacer crecer el aprecio mutuo entre los fieles de la Iglesia, y entre las más variadas agrupaciones que en ella puedan existir, es parte de la misión en la gran familia de los hijos e hijas de Dios que es la Iglesia: "el principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de auténtica caridad" 31.
14 de febrero de 2017
"Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20).
Cuando el Señor nos llama a realizar una concreta tarea de evangelización, una obra de apostolado, la clave no está en construir cosas, ni en escribir papeles (planes, programas, objetivos), sino en contribuir a edificar almas: "piedras vivas".
La misión de extender la Iglesia es, antes que nada y siempre, labor de almas, queriendo sinceramente a todas las personas; procurar que nuestro ejemplo, nuestra palabra, nuestra oración y nuestro sacrificio, ayuden a que otras almas –concretas, con nombre y apellidos– alcancen la felicidad de Dios, en el encuentro con Jesucristo.
Solo bajo esa luz, adquiere valor y sentido lo demás: promover medios de apostolado, planes de evangelización, etc. Y adquiere su relieve exacto el apostolado personal y la corrección fraterna. Si lo olvidáramos, todas las construcciones, iniciativas y labores apostólicas carecerían de alma.
Esto es seguir el ejemplo y la misión de Cristo; desplegar la Iglesia que Él fundó, primero y fundamentalmente en las almas: en Pedro, en Juan, en Santiago…
26 de marzo de 1979
"La verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
Todas las promesas de liberación que se suceden a lo largo de los siglos son verdaderas en la medida en que se nutren de la Verdad sobre Dios y el hombre; la Verdad, que es una Persona: Jesús, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14, 6).
San Juan Pablo II nos recuerda que "también hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia" 32.
Para descubrir el sentido más profundo de la libertad, hemos de contemplar a Jesucristo, que "se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor" 33. Una libertad que se despliega en su paso por la tierra hasta el sacrificio de la cruz: "Yo doy la vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente" (Jn 10, 17-18). "El Señor vivió el culmen de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. Cuando en el Calvario le gritaban: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz», demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre" 34.
Con su entrega libre por amor, Jesús nos ha conseguido la libertad de los hijos de Dios, para siempre. Este don no es transitorio, para ejercitar solamente durante esta vida en la tierra. La libertad, como el amor, "nunca acaba" (1Co 13, 8): en el Cielo, la libertad no solo no desaparecerá, sino que alcanzará su plenitud: la de abrazar el Amor de Dios.
Nuestro camino hasta allí es precisamente un camino hacia "la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8, 21).
9 de enero de 2018
"Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó" (Lc 10, 34).
Hay una forma egoísta de servir a los demás, especialmente cuando ante una necesidad ajena la actitud primaria es pensar qué debo hacer yo, cuál es mi deber.
El Señor nos conceda que, en esas circunstancias, la actitud primaria sea pensar qué necesita la otra persona, qué le haría bien, qué le haría feliz…
Por ejemplo, ante un accidente de tráfico con heridos: ¿qué necesitan? Como el buen samaritano, que no pensó cuál era su obligación, sino qué necesitaba el herido: untar las llagas con aceite y vino, llevarlo a la posada, adelantar dinero al posadero…
Amar a los demás, radicalmente, es considerarlos un don de Dios para mí, pero no para mi servicio, ni para mi provecho: es para ellos mismos (quererlos "como Dios": por sí mismos).
13 de marzo de 2003
"Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. Él les respondió: –Cuando oréis, decid: Padre nuestro…" (Lc 11, 1).
La filiación divina nos lleva a la oración, también –y muy radicalmente– porque esta filiación es identificación con Cristo, con el Hijo, con el Verbo, con la Palabra del diálogo eterno intratrinitario.
Que no nos acostumbremos, Señor, a las dificultades en la oración: ayúdanos a vivir el nunc coepi! (ahora comienzo) de la lucha, pidiéndote de verdad ayuda, apoyándonos en la Virgen, en san José, en el Ángel custodio…
De esa conversación con el Señor, surgirá la fuerza para convertir en oración todas las acciones, especialmente el trabajo.
La oración filial es confiada: "Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno".
Almas de oración y filiación divina, porque la del cristiano ha de ser siempre una oración filial.
15 de octubre de 1996
"Y levantándose [el hijo pródigo] se puso en camino hacia la casa de su padre" (Lc 15, 20).
La humildad "nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza" 35. Ambas condiciones son patentes en el hijo pródigo.
Fijarnos solo en la miseria sería, de algún modo, una forma de egocentrismo; supondría ignorar la verdad más profunda del ser humano.
Por eso, cuando la propia debilidad, los propios errores y las limitaciones se hagan particularmente presentes, la humildad nos exige considerar, a la vez, nuestra grandeza: nuestra filiación divina, nuestra permanente condición de hijos de Dios.
Así, no cabe el pesimismo ni la tristeza.
Así, la conciencia de la propia nada se identifica con la audacia, la magnanimidad, el optimismo, la seguridad de la victoria que procede de nuestro Padre Dios. Él siempre nos espera, como el padre de la parábola, para salir a nuestro encuentro y cubrirnos de manifestaciones de cariño.
16 de julio de 1984
"Cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos" (Lc 15, 20).
Nuestra debilidad es el ambiente habitual de nuestro caminar hacia el Padre, de nuestro dirigirnos a la plenitud de la gloria de los hijos de Dios.
Esto solo puede entenderse a la luz de la misericordia divina. Ese ambiente de nuestro vivir –ambiente de flaqueza personal, de pecado– resulta ser el clima de la misericordia de nuestro Padre Dios, que nos mueve y atrae constantemente hacia sí: es el ambiente de nuestro ir y volver al Padre; el ámbito de nuestra conversión.
Conversión, penitencia, no son realidades que ocupen solo de vez en cuando la vida cristiana: esta es una permanente conversión, pero iluminada, caracterizada en su misma esencia, por la filiación divina, que nos confirma en la consoladora verdad de que "Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriendo los brazos con su gracia" 36.
Solo nosotros mismos podemos impedir, con nuestra soberbia, esta maravilla divina y humana de nuestra conversión alegre. Es la soberbia la que impide la primera condición del arrepentimiento: reconocer el propio pecado.
Por eso, el hijo de Dios, si es buen hijo, lucha por ser humilde, con una humildad que nada tiene que ver con el encogimiento de ánimo. Una humildad que también está informada, en su raíz, por la filiación divina: sabernos hijos de un Padre que siempre nos espera con los brazos abiertos.
20 de junio de 1992
"Pero el padre dijo a sus siervos: –Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies" (Lc 15, 22).
"¡Qué gran víspera el mundo!" 37.
¿Qué será el cielo, la fiesta eterna en el Amor, si tiene una víspera –el mundo– con tanta maravilla y grandeza? Con tantas personas buenas, como el padre de la parábola.
¿Qué será el infierno, si es negación de una fiesta que tiene tan gran víspera?
¡Cuánto vale este mundo, que es preparación de esa gran fiesta eterna! Que nos estimula a dar a cada instante vibración de eternidad.
Solos no podemos; por eso repetimos: ¡Señor, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda! Hasta que el "busco, Señor, tu rostro" del Salmo 27 se haga realidad en el eterno presente de la gloria.
14 de diciembre de 1994
"Traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete" (Lc 15, 23).
Aunque la alegría no tiene por qué manifestarse del mismo modo en todos los momentos y circunstancias, siempre podemos vivir contentos, ante lo humanamente agradable y también ante lo que represente sufrimiento.
Cuando permanecemos con Jesús, a todos nos dice, como a los apóstoles: "… para que mi alegría esté en vosotros" (Jn 15, 11). Y san Pablo nos exhorta: "Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos" (Flp 4, 4).
Tampoco la experiencia de nuestra debilidad y de nuestros pecados debe sumirnos en la tristeza porque, como le ocurrió al hijo pródigo (cfr. Lc 15, 22-24), la alegría auténtica nace de la certeza de sabernos siempre infinitamente amados por Dios, que nos prepara "una gran fiesta" cada vez que nos arrepentimos.
Así, podremos ser siempre, con Jesús, sembradores de paz y de alegría.
14 de junio de 2019
"Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo seamos!" (1Jn 3, 1).
No solo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que, en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos hace hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la única filiación divina en sentido pleno: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación, que es elevación, adopción filial. Al conocer –y, de algún modo, experimentar– esta realidad divina de nuestra divinización, destaca con fuerza su carácter de don gratuito, que se edifica sobre nuestra debilidad.
Ser familiares de Dios no es una conquista nuestra, no es un humano progreso. Es un don.
12 de enero de 1992
"Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer" (Lc 18, 1).
¡Cuántas veces hemos meditado sobre esta "necesidad"!
Cuando los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñase a rezar, el Señor les contestó: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro…" (Lc 11, 2). El mismo Jesús comienza su oración dirigiéndose al Padre: en alabanza y acción de gracias (cfr. Mt 11, 25-26; Jn 11, 41); en la Última Cena (cfr. Jn 17, 5); en Getsemaní (cfr. Lc 22, 42); en la Cruz (cfr. Lc 23, 34).
En unión con Jesucristo –por Él y en Él– llegamos a Dios Padre (cfr. Jn 14, 6), con sencillez, sinceridad y confianza en su amor omnipotente.
Emprender cada día una vida de oración es dejarnos acompañar, en los buenos y en los malos momentos, por quien mejor nos comprende y nos ama. El diálogo con Jesucristo nos abre nuevas perspectivas, nuevas maneras de ver las cosas, siempre más esperanzadoras.
Pidamos al Espíritu Santo que renueve constantemente nuestra manera de rezar. La iniciativa es suya: "El Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración" 38.
10 de agosto de 2019
"Dos hombres subieron al Templo a orar…" (Lc 18, 1).
El fariseo da gracias a Dios… aparentemente.
Reconocer que las propias cualidades y las buenas acciones no serían posibles sin la ayuda del Cielo es algo muy bueno y necesario. Sin embargo, ese hombre, en realidad, estaba alabándose a sí mismo y, sobre todo, despreciaba a los demás. Le faltaba algo esencial: reconocerse también necesitado de misericordia y de perdón.
El publicano, en cambio, con solo confesarse pecador y necesitado de la misericordia de Dios, quedó perdonado.
Al terminar de exponer la parábola, el Señor concluye: "Todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Dios no se goza en nuestra humillación; quiere nuestra humildad para enaltecernos, para que –vaciándonos de amor propio desordenado– abramos los espacios de nuestra vida a la acción de su gracia, de su amor. La oración es humilde.
30 de marzo de 2019
"Todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 14).
No es difícil, de ordinario, colocarse uno ;i sí mismo en el último lugar. Sin embargo, cuando "se es colocado" el último –a veces lo parece y en realidad es solo imaginación–, quizá la soberbia se rebela. En esos momentos se comprende mejor aquel comentario de san Josemaría: "No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo" 39.
Si fuéramos verdaderamente humildes, nos parecería natural ser tenidos en poca consideración. Pero la senda de la humildad es larga, dura toda la vida. Por eso, al menos, al percibir esas rebeliones del orgullo herido, podemos ofrecer al Señor el deseo de sobrellevarlas sin especiales quejas –tampoco internas–, con una sonrisa, con la alegría de fondo propia de un ánimo cristiano.
será una buena ocasión para que recemos a través de Santa María, esclava del Señor: Jesús, hazme tú humilde, porque yo soy un soberbio.
Otro peldaño en la escalera que conduce hacia la humildad es ocultarse y desaparecer, cuando el Señor permite que obtengamos lo que solemos considerar un "buen resultado" en el trabajo, en la labor de apostolado o en cualquier otra faceta de la vida. Dejar que solo Jesús se luzca, que solo Dios se lleve el crédito que le corresponde.
Para ocultarse de este modo no basta con esperar pasivamente. Sin un cierto entrenamiento, cuando llegue la ocasión, no sabríamos hacerlo, no permitiríamos que nos ocultaran. A veces hace falta esconderse voluntariamente, buscando ser el último. Si no, cuando nos pongan al final, no sabríamos permanecer ahí, en un segundo o tercer plano, con naturalidad.
Esconderse es no imponer los propios juicios, escuchar a los demás con interés, al elegir facilitar que otros tengan lo mejor, eludir el aplauso, desear el no-aplauso, no reclamar "derechos" que no son tales, evitar muchas de las quejas que salen de la boca a lo largo del día, de modo que solo Dios conozca el sacrificio que haya podido suponer una determinada acción, no hacer ver que se trabaja mucho, no manifestar el esfuerzo personal que ha habido detrás de un logro celebrado.
22 de junio de 1977
"Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?" (Mc 10, 17).
"Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?" (Sal 8, 4-5). Estas palabras del salmista reflejan el asombro que se despierta en el alma cuando una persona contempla la inmensidad del universo y, al mismo tiempo, descubre que, a pesar de su propia pequeñez, es amada incondicionalmente por Dios como es, por sí misma.
A veces quizá tengamos la sensación de que esta experiencia de plenitud es admirable, bonita, pero inalcanzable. Tenemos la impresión de que nos vemos sumergidos en la vorágine de la vida, repleta de ocupaciones, proyectos, cosas para hacer. Pueden surgir dudas en nuestro interior: ¿todo esto para qué?, ¿qué sentido tiene que haga esto o aquello?, ¿a dónde quiero llegar?, ¿qué busco realmente? Son reclamos que se despiertan en nuestra alma, que aspira a algo más, y con la asistencia del Espíritu Santo nos abren a grandes horizontes.
La juventud es un momento especialmente oportuno para plantearse esos interrogantes, pues se despliega llena de posibilidades, grandes desafíos y decisiones que marcarán el rumbo de la existencia. Es necesario, por tanto, tener espacios y tiempos de reflexión, de maduración, de considerar lo vivido hasta el momento, para redescubrir el presente –lo que cada uno es– y proyectar el futuro.
Detrás de los grandes interrogantes, Dios quiere abrirnos un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizá a nuestros ojos. Es necesario confiar en Él y dar un paso hacia su encuentro.
Las propuestas de Dios para nosotros no son para apagar sueños, sino para encender deseos, para hacer que nuestra vida fructifique y haga brotar muchas sonrisas y alegre muchos corazones, como afirmaba el Papa Francisco en el videomensaje sobre la Jornada Mundial de la Juventud de Panamá, considerando el ejemplo de la Virgen María que, con su "sí" generoso a Dios, cambió para siempre el curso de la historia.
26 de enero de 2019
"Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas posesiones" (Mc 10, 22).
El Señor quiere dar toda su amistad al joven rico, y le presenta un panorama de felicidad. Pero el joven prefiere tomar otro camino.
Ofrecer nuestra amistad de manera auténtica presupone la capacidad de arriesgar, pues cabe la posibilidad de no ser correspondido.
Jesús lo experimenta en primera persona con este muchacho, o cuando, bajando desde el monte de los Olivos, llora sobre Jerusalén al pensar en quienes han endurecido su corazón (cfr. Lc 19, 41).
Ante estas experiencias –que aparecen tarde o temprano–, superemos el miedo a volver a arriesgar de la misma manera que lo hace también Jesucristo con cada uno de nosotros.
Aceptemos esa vulnerabilidad, dar continuamente el primer paso sin esperar nada a cambio, con la vista en el gran bien que podrá nacer así: una amistad auténtica.
1 de noviembre de 2019
"Amarás al Señor tu Dios (Mt 22, 37).
Amar tiene muchos aspectos…, pero ¿qué es amar a Dios? Amar a Dios es desear poseerle, verle, gozar de su infinito Bien; amar a Dios es buscar la unión con Él.
Pero esto no es todo; no es la plenitud del amor.
La plenitud del amor (amor de benevolencia) es desear –y procurar– el bien para la persona amada.
¿Puedo yo procurar un bien que Dios no tenga si yo no se lo procuro? ¡Si!: mi propia felicidad (la santidad) y la de los demás.
Es una manifestación del misterio de Dios en su revelarse al mundo y, sobre todo, a las criaturas libres: Dios ha querido crear seres libres y, por tanto, en cierto modo, hablando humanamente, ha querido que alguien le ame en sentido pleno: "procurar el bien de Dios", que es –en otros términos– "la gloria de Dios", cuando quien ha de darla es libre. Y esa gloria o bien de Dios, que nosotros podemos darle o negarle, es nuestra propia felicidad (y la de los demás) que significa nuestra propia unión con Él.
Así, respecto a Dios, nuestro "amor de concupiscencia" se identifica con nuestro "amor de benevolencia". Dios, libremente, ha querido "necesitar de nosotros".
Así, por contraste, el pecado se entiende más vivamente como ofensa a Dios, y se comprende aún más profundamente la realidad del desagravio; la de poder ser "el consuelo de Dios".
22 de marzo de 1984
"…y a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39).
Amar a los demás por Dios es amar a Dios cu los demás. "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
Porque la caridad –amor a Dios y a los demás– es una sola virtud, no dos virtudes.
Medida del amor y servicio a Dios es el amor y el servicio a los demás; no porque los demás sean Dios, sino porque Dios ama a los demás, desea su bien, le "falta" su bien.
22 de marzo de 1984
"La caridad es paciente" (1Co 13, 4).
Se presentan ocasiones en las que surge la impaciencia: interrupciones imprevistas en el trabajo, retrasos que hacen esperar, pequeñas o grandes contrariedades del día a día.
Pensemos –¡hablemos!– enseguida con el Señor: ¡más paciencia has tenido tú conmigo, Jesús!
La impaciencia, además de lo que pueda tener de reacción instintiva, es falta de mortificación interior y, en su raíz, falta de caridad.
Al revés, la comprensión, la disculpa, la paz, son efecto del cariño a Dios y a los demás. Ante cualquier movimiento de impaciencia, procuremos sonreír y rezar por quien interrumpe, hace esperar o nos cansa en un momento determinado y ofrecérselo al Señor con alegría.
La sonrisa –aparentemente forzada– ante lo que contraría, es también un acto de fe, un acto de esperanza y un acto de caridad.
De fe en la Providencia amorosa y constante de Dios.
De esperanza en la eficacia salvadora de la Cruz.
De caridad, porque es dar alegría a los demás.
Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda.
"Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas" (Lc 21, 19).
26 de febrero de 1999
"Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28).
La común filiación de muchos a un mismo Padre establece la correspondiente fraternidad.
Si somos hijos de Dios, somos hermanos entre nosotros; y el realismo de esta filiación comporta un paralelo realismo en esa fraternidad. Nuestro ser hijos de Dios en Cristo confiere a la fraternidad cristiana unas características sobrenaturales precisas.
Esa fraternidad es unidad: todos somos uno en Cristo. A luz del misterio de la comunión de los santos, del Cuerpo místico, la fraternidad entre los cristianos se manifiesta, no como una horizontalidad, sino como una verticalidad en Cristo.
Nuestro real ser hermanos de todos los cristianos es algo mucho más profundo, una unión mucho más fuerte, que la simple hermandad derivada de la posesión de una misma naturaleza; supera incomparablemente a la, también importante, fraternidad universal entre los hombres.
De alguna manera –mística, pero real–, los cristianos, más que ser muchos hermanos, somos uno en Cristo Jesús.
4 de abril de 1992
"Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer" (Lc 22, 15).
"Antes de padecer". El Señor, por el amor que nos tiene, adelanta su sacrificio: la Misa, la Eucaristía, es la actualización sacramental del del sacrificio de la Cruz, donde Jesús, con brazos extendidos, entrega su vida a la humanidad.
Con una simple lógica humana, parecería que lo más natural hubiera sido instituir la Eucaristía después de la Pasión y Resurrección. Pero el amor supera nuestra lógica, no espera a la ocasión que consideraríamos mejor, la más propicia. En todo caso, así es el amor de Dios que, en el corazón humano de Jesús, se anticipa y se adelanta a lo que nosotros supondríamos más "razonable".
¿Cómo es nuestro amor? Jamás podremos adelantarnos al Señor, porque el nuestro es correspondencia siempre, hoy y ahora, al suyo. Pero Jesús nos dice, en su mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
El "como yo" de Cristo nos invita también a adelantarnos en el amor a los demás. Para amar "como Cristo", la donación y el servicio a las personas que nos rodean ha de ir adelantando el tiempo, sin esperar simplemente a lo aceptable o a lo razonable: al "cuando pueda", al "cuando me digan", al "si me lo piden".
Mirando a Cristo, descubriremos modos de obrar antes, sin que tengan que pedirnos ese acto de amor, ese servicio, ese sacrificio. Llevaremos los unos las cargas de los otros. Con una donación anticipadora como la de tantas madres y tantos padres que, a través del servicio desinteresado a sus hijos, generan espacios amplios de amistad que se extienden mucho más allá del propio entorno familiar.
"Y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6, 2); y no nos creeremos entonces unos héroes, porque no habremos hecho más que cumplir con nuestro deber, con la ley de Cristo, que mandándonos amar, es "la ley perfecta de la libertad" (St 1, 25).
4 de abril de 1977
"Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
Vayamos con la imaginación al Cenáculo «le Jerusalén, para contemplar la gran prueba de amor que nos da el Señor: la institución de la Eucaristía.
Nuestro Dios es siempre cercano. Pero en la Eucaristía se presenta especialmente cercano a nuestro corazón: con su cuerpo, con mi sangre, con su alma, con su divinidad.
Jesús nos ha amado "hasta el extremo". Nadie está excluido de este amor. Para cada uno, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, ni todo semejante a nosotros, "excepto en el pecado" (Hb 4, 15). Más aún: ha querido cargar los pecados de toda la humanidad, para reparar por ellos y restituirnos la amistad con Dios Padre.
Nuestra correspondencia al amor de Dios tiene muchas manifestaciones. Una de ellas es agradecer tanto cariño preparándonos muy bien para acudir al sacramento de la confesión, para asistir a la Santa Misa y recibir la sagrada Comunión.
La participación en el Sacrificio Eucarístico no es solo el recuerdo de la entrega del Señor por nosotros; la Misa es mucho más: es la actualización sacramental del sacrificio del Calvario, anticipado en la Última Cena.
San Juan Pablo II escribió que el sacrificio de la Cruz "es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre solo después de habernos dejado el medio para participar de Él, como si hubiésemos estado presentes"40.
Gracias, Señor, por la Eucaristía. Y gracias por la fe, nuestra fe, en la Eucaristía. Gracias por el por el sacerdocio, que ha perpetuado este amor tuyo en el tiempo. "Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas –exclamó san Josemaría– y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes" 41.
13 de abril de 2017
"Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os He amado" (Jn 13, 34).
Qué iluminante es considerar estas palabras del Concilio Vaticano II: "El hombre es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma" 42.
Es más, Dios, hoy y ahora y siempre, quiere, ama, a cada persona por sí misma.
Quiere su bien, su felicidad plena, que solo en Él se encuentra.
La persona no es medio, y no puede ser considerada o tratada como medio para otra cosa, porque Dios la quiere por sí misma. Es un principio absoluto que remite a nuestra dignidad personal. No podemos usar a nadie como medio para obtener un fin egoísta, pero tampoco para lograr fines buenos o santos.
Tratar a alguien como medio es despojarle de su cualidad de persona (dejar de amarle por sí mismo) y convertirle en un objeto (amarle por lo que me puede reportar, lo que deja de ser amor).
Y el amor a Dios lleva al amor de los demás por Dios y como Dios los ama: es decir por sí mismos, no por nosotros.
El mandamiento nuevo siempre lo es, en el sentido de que no lo alcanzamos plenamente; nunca llegamos a amar "como yo os he amado", cuando quien lo dice es la Caridad infinita, el Amor mismo.
13 de noviembre de 1979
"En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 35).
Los demás, todo lo de los demás, ha de ser objeto de mi interés, de mi solicitud, del empleo de mi tiempo. Como si fuese mío: es mío, porque es de Cristo.
Es necesario preocuparse de los demás.
No basta solo ocuparse; es decir, tener la actitud de hacer por los demás lo que se va presentando…
Preocuparse es precisamente eso: pre-ocuparse: ocuparse "antes", teniéndoles en el pensamiento, para rezar por ellos, para "inventar" detalles que les hagan la vida más agradable.
"Como yo os he amado, amaos también unos a otros" (Jn 13, 34). Es aún más: dar la vida. Amar hasta el fin, con obras.
12 de diciembre de 1989
"Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19).
Desde entonces, en la Iglesia, a través de los sacerdotes, se repite continuamente ese acto sublime de Jesucristo, que tuvo lugar por primera vez en el cenáculo de Jerusalén.
En el momento de la consagración, durante la Misa, cada sacerdote se convierte de un modo especial en ipse Christus, el mismo Cristo.
Cada sacerdote presta al Señor su voz, sus manos, todo su cuerpo, su voluntad, su ser entero. Por analogía, quien participa en la Misa, aunque de otro modo, se reviste también de Cristo.
¿Cómo hemos de usar la voz, las manos, la vista, la voluntad, durante el resto del día, si Cristo las ha hecho suyas de un modo tan real?
Quien se reviste de Cristo –sacerdote o laico– se hace disponible, se pone al servicio de los demás y, como nuestro Señor, se olvida por amor de sus derechos.
Nuestra sonrisa y nuestro trato amable son amor de Cristo hacia la humanidad. En el servicio a los demás, se hace visible el cariño de Jesucristo hacia cada persona.
La más ligera infidelidad, la más ligera falta de caridad, nos debería parecer un disparate. Pero como somos débiles, nos hacemos niños y acudimos a María con confianza, como hizo san Josemaría con aquella expresión inspirada en el texto de la epístola a los Hebreos (Hb 4, 16), en la que María es llamada "trono de la gracia": "¡Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia!".
28 de marzo de 1977
"Bebed todos de él; porque esta es mi sangre de la nueva alianza" (Mt 26, 27-28).
La vida contemplativa, el continuo descansar en Dios, se nutre en primer lugar de la Santa Misa y de la Comunión eucarística, que es anticipo del cielo y prenda de vida eterna: "El que come mi carne y bebe mi sanare tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6, 54).
Sería hermoso –por lo que se refiere a cada uno de nosotros– que nuestra memoria del pasado se concentrase en la última Misa y que nuestra imaginación del futuro se concentrase en la próxima Misa.
Así, no solo no pensaríamos innecesariamente en nuestras pequeñas cosas, sino que nuestro examen y nuestros propósitos serían más realistas y concretos, orientados al servicio a los demás, contemplando la entrega de Jesucristo en la Eucaristía.
5 de marzo de 1998
"Cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos" (Lc 14, 13).
Necesitamos que el Señor nos agrande el corazón, que nos dé un corazón a su medida, para que entren en él todas las necesidades, los dolores, los sufrimientos de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más débiles.
En el mundo actual, la pobreza presenta muchos rostros diversos: enfermos y ancianos que son tratados con indiferencia, la soledad que experimentan muchas personas abandonadas, el drama de los refugiados, la miseria en la que vive buena parte de la humanidad como consecuencia, muchas veces, de injusticias que claman al cielo.
Nada de esto nos puede resultar indiferente. Cada cristiano ha de poner en movimiento la "imaginación de la caridad" de la que hablaba san Juan Pablo II, para llevar el bálsamo de la ternura de Dios a todos nuestros hermanos que pasan necesidad: "Los pobres –decía aquel amigo nuestro– son mi mejor libro espiritual y el motivo principal para mis oraciones. Me duelen ellos, y Cristo me duele con ellos. Y, porque me duele, comprendo que le amo y que les amo" 43.
14 de febrero de 2017
"Yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14, 20).
Ante una imagen cualquiera del Señor –en las iglesias, en los hogares, en los lugares de trabajo, en las calles, en los museos–, es fácil y natural que salga del alma, con palabras o sin palabras, un "Jesús, te quiero".
Pero consideremos que cada persona humana es imagen de Dios. Pidamos, por eso, la gracia de saber descubrir a Jesús en los demás, en cada persona, una a una.
Al ver a cada persona podemos decir: "Dios mío, te amo", encerrando ahí, en un ideal inseparable, el amor a Dios y el amor a la hermana y al hermano.
Ver al Señor en el otro puede convertirse también en súplica y petición de que esa persona esté cada vez más cerca de Dios y más feliz
23 de diciembre de 1992
"Jesús le respondió: –Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23).
El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no solo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él.
Nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta –por decirlo de algún modo–, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos.
Por la gracia y la filiación divina, "la vida de Cristo es vida nuestra". El cristiano debe, por tanto, "vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con san Pablo: –No soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20)" 44.
Esto nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él quien vive en nosotros, en su unida-distinción con el Padre, como Hijo unigénito.
Y en esa espiritual unión de nosotros con Él, por la que participamos de su filiación, somos en Él hijos del Padre.
Toda esta realidad es don gratuito de Dios, pero que requiere nuestra correspondencia: nuestro amor, nuestro cumplimiento de su voluntad, de sus palabras, de sus mandamientos.
13 de febrero de 1992
"La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo" (Jn 14, 27).
La paz suele identificarse con la estabilidad en la vida personal, profesional y de relaciones; en las familias, esperanza de un futuro para los hijos; buena salud; tranquilidad económica; saber que alguien se ocupará de nosotros con cariño cuando seamos ancianos; que los sueños se cumplan, también los de las personas queridas. En el fondo, lo que da paz es amar y ser amados.
Dios quiere todo esto para nosotros, nos quiere felices.
Sin embargo, la vida parece consistir en esperar algo que nunca se alcanza del todo. Proyectos cumplidos y otros malogrados, felicidad y sufrimiento, salud y enfermedad. Esta experiencia de límites inexorables indica que una herida de origen atraviesa la humanidad. Jesús, Hijo de Dios, se encarna y se adentra en la herida. Nace fuera de su casa, sufre calumnias de sus familiares, sospechas de las autoridades, tristeza, muerte violenta…
Preguntemos a Jesús: ¿se han cumplido tus sueños y los proyectos de tu corazón? Su sueño era –y sigue siendo, pues vive con nosotros– salvarnos por el amor, haciéndonos capaces de amar como Él ama: "Él es nuestra paz" (Ef 2, 14).
Con el amor a la Cruz descubrimos que, en el entrecruzarse de alegrías y penas, siempre podemos abrirnos a Dios y a los demás. Recuperaremos la paz ante las dificultades y problemas, dejando de ser nosotros mismos el centro de nuestro afecto y atención.
En medio del sufrimiento en la Cruz, Jesús seguía amando: pide a su Padre que perdone a sus ejecutores, no se olvida de su Madre ni de Juan, dialoga con el buen ladrón… Era el amor lo que le había llevado al madero: el amor por cada uno de nosotros.
"No os doy la paz como la da el mundo…".
20 de marzo de 2014
"La paz esté con vosotros" (Jn 14, 27).
Dios desea la paz en cada uno y que la comuniquemos a los demás. "Me escribes y copio: «Mi gozo y mi paz. Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz»" 45.
En la lucha interior, actuamos la libertad de linar ante las respuestas que Dios nos pide, con su ayuda. Cuanto más amamos y más libremente lo hacemos, más paz albergamos, con independencia de las trepidaciones personales y del ambiente exterior. Por eso, la lucha no es intranquilidad o ausencia de serenidad.
Quien tiene la paz, la transmite con su presencia, con su forma de reaccionar ante las personas y los acontecimientos. Cristo, "Príncipe de la Paz" (Is 9, 5), le permite mirar a través de sus ojos. "Ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y nuestras obras" 46, así describía san Josemaría esta señal del cristiano, su clima interior al relacionarse con los demás y transmitir el Evangelio.
20 de marzo de 2014
"No se turbe vuestro corazón ni se acobarde" (Jn 14, 27).
La mortificación interior es necesaria y cobra a veces un valor superior al de otras penitencias en apariencia más costosas.
Entre sus muchos aspectos, uno importante es el de no dar vueltas a los propios fallos, a las posibles dificultades personales, a los petados, fuera de los momentos oportunos: en la confesión, en el examen de conciencia…
En el extremo opuesto, pidamos al Señor que nos ayude a no dar por inevitables los propios fallos. Puede suceder esto ante la experiencia de la repetición continua de los mismos errores, aunque sea algo pequeño como las distracciones en la oración.
Quizá no se consideran inevitables teóricamente, pero sí prácticamente cuando, de hecho, la lucha por no distraerse es siempre la misma; no se buscan modos de luchar más eficazmente: ante todo, el de pedir ayuda al cielo al comenzar.
La paz de Jesús impide toda complicación interior y, al mismo tiempo, empuja a una serena lucha de amor, que es capaz de renovarse siempre de nuevo.
17 de febrero de 2016
"Como el Padre me amó, así os he amado yo" (Jn 15, 9).
Las manifestaciones que la fraternidad debe tener en la vida ordinaria son innumerables. Pero la raíz de la que nacen no es otra que la filiación divina.
"Hemos de comportarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios" 47; de este modo resume san Josemaría las exigencias de la caridad fraterna radicada en la filiación divina.
Este fundamento sobrenatural confiere a las manifestaciones de la fraternidad entre los cristianos unas exigencias también de respeto –que no es frialdad, ni oficiosidad–, que le han de dar un tono de delicadeza humana: amor y respeto a los demás, que sea amor y respeto a la imagen de Cristo, a Cristo mismo, en ellos.
Además de la fraternidad sobrenatural radicada en la gracia de Dios, a todos los hombres se extiende una fraternidad radicada en ser todos criaturas de Dios y todos llamados a la intimidad de la casa del Padre.
Por encima de cualquier distinción, los cristianos debemos tener siempre presente que "Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No solo a los ricos, ni solo a los pobres. No solo a los sabios, ni solo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros" 48.
8 de abril de 1992
"Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9).
"Cantad al Señor un cántico nuevo", exhorta el Salmo 97.
Cada día, al comenzar, que sea de verdad el inicio de un canto nuevo, por la novedad del amor.
La novedad de la lucha en lo mismo que ayer: en la novedad del amor, en el hoy y ahora.
Señor, no sabemos cantar ese canto nuevo, si tú no nos das el tono, si tú no nos sostienes las notas y si tú no nos "soplas" la letra.
No hace falta "inventarse" propósitos, sino más bien inventar el amor en lo de siempre, en lo de cada día.
16 de marzo del 2000
"Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros […]" (Jn 15, 11).
Hablando a los Apóstoles, Jesús nos habla también a nosotros. Desea que la alegría invada a todos e invada todo en nuestra vida. Nos quiere contentos, también en la hora inevitable del sufrimiento.
Por eso, hemos de interrogarnos sobre cómo cumplir con alegría incluso los deberes que puedan resultar desagradables.
Podemos considerar que "no es lícito pensar que solo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta" 49. Se puede hacer con alegría –y no de mala gana– lo que cuesta, lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por tanto, libremente.
Haciendo su oración en voz alta, el 28 de abril de 1963, san Josemaría explicaba así las luces que había recibido en el lejano 1931: "Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es esta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios" 50.
Mirar a Jesús en la Cruz es, paradójicamente, una vía de acceso directa a la alegría, a esa alegría que Él quiere para nosotros, y que desea que sea completa.
9 de enero de 2018
"Os he dicho esto […] para que vuestra alegría sea completa" (Jn 15, 11).
La posesión del bien –también la esperanza de gozarlo– produce ese estado del alma que llamamos alegría.
Un gozo que puede estar enraizado en bienes efímeros o en bienes eternos; que puede afectar a la superficie del alma o a toda su profundidad.
Hay muchas alegrías circunstanciales, necesariamente pasajeras; hay también risas que esconden tristeza y lágrimas de alegría…
No puede haber en esta vida una alegría más completa que la del hijo de Dios, porque ningún bien puede compararse a la infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; nada de este mundo debería robarle su alegría.
Un gozo, una segura esperanza, una serenidad, un buen humor, que no es la "alegría del animal sano", sino la "de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre" 51.
Una alegría que no se apoya en nuestras virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana.
Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, puede y debe dar paso a la alegría.
1 de mayo de 1992
"Que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
Jesús nos dio este mandato expreso en la Última Cena. Y para que quedase bien grabado en la memoria de sus discípulos y en la de cada uno de nosotros, lavó los pies a los apóstoles.
San Juan, en su primera carta, escribe: "En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros; por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1Jn 3, 16).
¿Cómo lo haremos? Hay muchas formas de poner en práctica el mandamiento nuevo del Señor. El perdón, la disculpa, la comprensión, el interés sincero por los demás, los detalles de servicio en la vida cotidiana –en la familia, en el lugar de trabajo, en los ratos de descanso, etc.– son muchas oportunidades de hacer vivo, de hacer vida nuestra el mandato del Señor.
También en la Última Cena, Jesús pidió al Padre por la unidad de aquellos que serían llamados a lo largo de los siglos. "Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste" (Jn 17, 21). Procuremos ser instrumentos de unidad allí donde nos encontremos.
"Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn 17, 21). Participar en la unión de las Personas de la Santísima Trinidad: en el Espíritu Santo, amor infinito. La unidad verdadera entre todos es fruto del amor.
Que Santa María, Madre del Amor Hermoso, nos obtenga, por su mediación materna, la gracia de una fe más intensa en el amor de Dios por nosotros y una caridad más grande hacia los demás.
13 de abril de 2017
"Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos" (Jn 15, 15).
Al inicio del nuevo milenio, san Juan Pablo II señalaba que todas las iniciativas apostólicas que surgieran en el futuro serían "medios sin alma", si no pusieran su centro en querer sinceramente a todas las personas, en "compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerles una verdadera y profunda amistad" 52.
La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca.
Qué estupenda oración es esta de san Josemaría: "¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo!" 53. Ese es el camino para dar "alma" a la labor de apostolado, para llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos.
1 de noviembre de 2019
"Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me odió a mi" (Jn 15, 18).
Amamos el mundo, creado por Dios y regenerado por Cristo, pero encontramos también lo que en el mundo se opone a Jesucristo, del que san Juan dice: "no améis al mundo ni lo que hay en el mundo" (1Jn 2, 15). Es la triple concupiscencia, que no viene de Dios (cfr. 1Jn 2, 16).
Muchos cristianos viven en ambientes indiferentes a Dios. En otros, son asediados y perseguidos. El rechazo de Dios y de quienes le siguen recorre la historia, porque "no está el discípulo por encima del Maestro" (Mt 10, 24).
El libro de los Hechos de los Apóstoles aparece surcado de violencia –desde la lapidación de Esteban al incoado martirio de Pablo–, pero a sobreabundancia del amor a Dios de sus protagonistas la supera, sin permitir que domine el relato, centrado en el Espíritu Santo, Amor infinito, y en la expansión de la fe.
Nosotros también hemos de comprender y compartir las ansias de nuestro tiempo, descubrir lo positivo, valorar y contribuir al progreso material y compartir las ansias de justicia y libertad. Hoy, como entonces: "Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que enviaré hambre a la tierra: no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor" (Am 8, 11).
En el afán de llevar a todo el mundo la alegría del Evangelio, encontraremos la contradicción y, como los primeros seguidores de Jesús, queremos amar no solo lo bueno y bello del mundo, sino también a los que se manifiestan indiferentes o contrarios ante Jesucristo. Misericordia, perdón y no juzgar a las personas. Procuremos seguir, a pesar de nuestra debilidad, lo que nos pide san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).
7 de marzo de 2018
"Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo, mío" (Jn 17, 10).
La presencia de Dios sostiene todo: creación, conservación del ser en mí, en cada otro, en cada cosa…
Pero, como explica santo Tomás de Aquino, "la gracia causada por la presencia de Dios en el alma es como la luz causada por la presencia del sol en el aire" 54.
El amor de Dios transforma así a la persona, que sigue siendo la misma pero inundada de Dios. Por eso la vida cristiana no se reduce a la sola superación moral o ética, es la identificación con Cristo, en un horizonte de amor infinito.
Señor, sé siempre sol y luz para mí y para todos.
10 de marzo de 2004
"Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado" (Jn 17, 21).
Es la oración del Señor por la unidad de quienes serían sus discípulos.
Que todos seamos uno. No se trata solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de la unidad que da el Amor: "como Tú, Padre, en mí y yo en Ti". En este sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: "La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32).
Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a nuestro alrededor un ambiente de afecto.
Jesús señaló que esta unidad es condición de eficacia en la transmisión del Evangelio: "Para que el mundo crea". Unidad, por tanto, que no constituye un grupo cerrado, sino que nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas en esta magnífica misión evangelizadora.
14 de marzo de 2019
"Para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado" (Jn 17, 23).
Un padre, una madre, que ama con locura a dos hijos, goza viendo el cariño mutuo entre ellos, y sufre si ve que les falta ese cariño.
"¿De qué hablabais por el camino?", les preguntó Jesús. "Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor" (Mc 9, 33). Qué decepción la de Cristo. Sin embargo, les confió la Iglesia, como nos la confía ahora a nosotros, que también caemos en disputas y división.
Es una herencia valiosísima la que los padres transmiten a sus hijos con el ejemplo del amor mutuo que ellos han tenido, que será fuerza para superar el egoísmo también en su descendencia. La ausencia de amor y perdón entre hermanos es una herida abierta en los padres.
También la división entre los "buenos" muestra que no lo somos y que la unidad precisa del auxilio de Dios y de protección permanente, no dándola por descontada. Sin unidad, nuestra caridad no es creíble.
Al querer a los demás, somos gozo para Dios y para María. Este pensamiento, que responde a una verdad muy verdadera, será acicate para rectificar a fondo ante cualquier reacción de menor cariño por alguien.
17 de marzo de 1990
"Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26, 37).
Antes de su pasión, Jesús pide a Pedro y a otros discípulos que le acompañen rezando. Tras la muerte de Cristo, podemos acompañarle y ser acompañados de modo especialmente cercano, cada vez que lo visitamos en un sagrario. San Josemaría nos dijo en una ocasión que el tabernáculo debería ser "el centro de las esperanzas".
¿Qué es lo que constituye el objeto de nuestra esperanza a lo largo del día? Quizá, a veces, se trate de un partido de fútbol que se retransmitirá ese día en televisión, de una película que nos proponemos ver, de una comida planeada con un grupo de amigos, de la práctica de un deporte al día siguiente. Con frecuencia, habrá otras esperanzas más profundas, relativas a la familia, al trabajo, a la situación del propio país, a la paz del mundo, etc.
Esperar el encuentro diario con Jesús en el sagrario: esto será señal de amor verdadero. Fomentar esa esperanza en todo, centrando ahí otras necesarias esperanzas, e incluso aquellas esperanzas más banales que acompañan la vida de una persona corriente. Hacer del sagrario el centro, el punto de convergencia de nuestras esperanzas, será un camino seguro para crecer en amor a Cristo.
Lo que espera un corazón enamorado, por encima de todo, es unirse con su amor.
19 de noviembre de 1982
"Y entrando en agonía, Jesús oraba con más intensidad. Y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo" (Lc 22, 43-44).
El Señor ha cargado voluntariamente con los pecados de todos los hombres de todos los tiempos; ante Dios Padre, la santísima humanidad de Cristo sintió ese peso, que provocó que sudara sangre en Getsemaní, unas horas antes de su pasión y muerte en la Cruz.
La conciencia viva de nuestros pecados puede provocar diversos sentimientos, que han de ser enderezados a la luz de la filiación divina (¡hijos de un Dios que nos quiere con infinita ternura!), hacia la reparación, hacia la acción de gracias por el perdón recibido, hacia el abandono en sus manos misericordiosas… Y, en consecuencia, hacia el olvido práctico habitual de nuestros pecados, aunque permanezca como telón de fondo –es lógico que sea así, en una dinámica de amor–, el espíritu de compunción y desagravio, con la alegría de los hijos de Dios.
Pero, de repente, puede suceder que, junto a esa conciencia de filiación, Dios permita un sufrimiento interior especial, una visión más clara del pecado; una especie de vergüenza, un disgusto que no menoscaba la alegría, la confianza en Dios. En nada se parece al escrúpulo, porque no quita la paz… pero sigue pesando.
Es el Señor que quiere que le acompañemos en el sufrimiento de Getsemaní, que se hace además general, ya no solo por los propios pecados, sino por los de toda la humanidad. Completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo, sugiere san Pablo (cfr. Col 1, 24): es duro, pero es acompañar a Jesús en su misión de único redentor de la humanidad.
Qué bueno es Jesucristo que, hasta de la memoria y vergüenza del pecado propio y ajeno, nos ofrece un modo de unirnos a Él, de ser, una vez más, y con un nuevo matiz, ipse Christus, el mismo Cristo. A la vez, ese peso –que, si el Señor nos lo dejara entero, nos aplastaría– desaparece pronto, porque lo lleva Él, pues nosotros somos débiles.
17 de marzo de 1977
"Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora?" (Mc 14, 37).
Tener presencia de Dios es saber que "en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 28) y también que "Dios está con nosotros…" (Rm 8, 31), ¡conmigo! en todo momento.
A veces nos cansamos de hacer oración, porque quizá damos demasiado protagonismo al esfuerzo de la voluntad. Pensamos en una "oración ideal", sin distracciones, sin preocupaciones, sin movimientos espontáneos del corazón y la sensibilidad, esperando además unos "resultados".
Contemplación no es pensar en Dios, es saberse con Alguien presente: una intuición simple de su presencia, que procede del amor. Hablar, muchas veces, sin palabras.
Tomar conciencia de nuestra alegría de ser hijos de Dios, sentirnos amados incondicionalmente, considerar ante Él nuestra dificultad para obrar el bien y nuestros límites, renovar la confianza y el abandono en sus manos, acompañarle, como Simón Pedro, aunque se quedó dormido.
Contemplar así, viendo en todo un querer del Señor (no de una idea, de un esquema): alteridad. Diálogo: no monólogo. Experimentarlo. Don de Dios.
Señor, que yo te vea, que yo te sienta, que yo te escuche.
4 de febrero de 1983
"El Señor se volvió y miró a Pedro" (Lc 22, 61).
Poco antes de la Pasión, Pedro niega a Jesús. Pero, cuando se cruzan sus miradas, el apóstol no percibe reproche, aunque recuerda lo que Jesús le había dicho. Y luego, escribe san Lucas, Pedro "salió afuera y lloró amargamente" (Lc 22, 62). La mirada de Cristo fue la vía hacia su arrepentimiento y su conversión.
Querer a los demás supone reconocerlos y afirmarlos tal como son, con sus problemas, sus defectos, su historia personal, su entorno y sus tiempos para acercarse a Jesús.
Necesitamos limpiar nuestra mirada de cualquier prejuicio, aprender a descubrir lo bueno en cada persona y renunciar al deseo de hacerlas a nuestra imagen.
Para que un amigo reciba nuestro cariño no necesita cumplir con ciertas condiciones. Como cristianos, vemos a cada persona, ante todo, como criatura amada por Dios. Cada persona es única, y es igualmente única cada relación de amistad.
San Agustín señalaba que, "a pesar de que a todos se debe la misma caridad, no a todos se ha de ofrecer la misma medicina: la misma caridad da a unos luz y con otros sufre (…), con unos se muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre" 55.
Ser amigos significa aprender a tratar a cada persona como lo hace el Señor.
1 de noviembre de 2019
"Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).
Nos lo dejó grabado a fuego san Josemaría: "En lo que no es de fe, cada uno piensa y actúa como quiere, con la más completa libertad y responsabilidad personal" 56.
Para los cristianos, el pluralismo no constituye ningún problema, sino que "es una manifestación de buen espíritu" 57.
Este pluralismo debe ser querido y fomentado, aunque quizá a alguno la diversidad a veces se le pueda hacer costosa. Quien ama
la libertad logra ver lo que tiene de positivo y amable lo que otros piensan y hacen en esos amplios ámbitos.
Para quien gobierna, otra manifestación de ese espíritu de libertad es la colegialidad. No es solo ni principalmente un método o sistema para la toma de decisiones; es, ante todo, un espíritu, enraizado en el convencimiento de que todos podemos y necesitamos recibir, de los demás, luces, datos, etc., que nos ayuden a mejorar y aun a cambiar de opinión. A la vez, esto lleva consigo precisamente la positiva promoción de la libertad de los demás, para que puedan exponer sin dificultad alguna sus puntos de vista.
Ese clima de confianza se nutre también de la lealtad y la paciencia para sobrellevar, con serenidad y buen humor, las limitaciones humanas, situaciones que contraríen, etc., con la actitud de un buen hijo, que, en ejercicio de su libertad, protege bienes más grandes que su propio punto de vista, aunque esté convencido de tener razón: bienes como la unidad y la paz familiar, que no tienen preció. En cambio, "cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios" 58.
9 de enero de 2018
"Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto be nacido y para esto be venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37).
Cristo es el Rey del Universo. Nos sentimos gobernados por Él, por su amor, por su omnipotencia.
Pertenecemos a un reino eterno, universal, de paz, que lo abarca todo. Es también un reino de santidad, porque podemos ser santos.
un reino de gracia, porque es Él quien nos sostiene: Él es nuestra paz. En Cristo recibimos todo el amor de Dios a través de su corazón humano.
Podemos hacer esta pregunta: ¿dónde está tu reino, Señor?, ¿cómo podemos hacer tu reino más visible, más presente? Y Él nos responderá con las mismas palabras que dijo a Pilato: "Mi reino no es de este mundo" (Jn 18, 38).
Pero está ya presente entre nosotros, creciendo como una semilla hasta llegar a ser un árbol frondoso.
Ante la experiencia de las dificultades en nuestra vida, es necesario creer en la acción de Dios. Si somos fieles, el reino de Dios será una realidad en toda nuestra vida.
La Sagrada Escritura nos presenta al Señor como un pastor que cuida de sus ovejas. Él reina como pastor que nos alimenta continuamente con buenos pastos, a través de su Palabra y la Eucaristía. La Palabra de Dios que recibimos con fe nos llena, da sentido a toda nuestra vida y nos da fuerza para que reine sobre nosotros.
Agradezcamos especialmente la Eucaristía, ese grandísimo don por el que Jesús nos entrega su propia vida. Cristo no reina dando órdenes, sino dándonos su vida de modo total en la cruz y de manera continua en la Eucaristía.
Poseemos el reino como fruto de la caridad, también ahora como anticipo a través de ese darnos a los demás como Él se nos da a nosotros.
28 de noviembre de 2017
"He aquí al hombre" (Jn 19, 5).
Con estas palabras, Pilato, en la mañana del Viernes Santo, presentó ante la gente a Cristo torturado y humillado.
Tiziano es autor de un Ecce Homo, donde el Inocente, oculto como Dios y destrozado como hombre, no deja de traslucir destellos de divinidad y belleza 59. En la oscuridad que a menudo acompaña al sufrimiento, busquemos la luz en el Jesús doliente: "Yo soy la luz" (Jn 8, 12).
San Juan Pablo II exclamaba: "¡Es el hombre, todo el hombre, cada hombre en su ser único e irrepetible, creado y redimido por Dios (…)! ¡Ecce Homo….!! 60. Aunque podamos estar acompañados, en último término el dolor lo experimenta cada uno, a solas con Dios. La soledad del Ecce Homo recuerda también a las personas a las que el amor ha faltado en el momento de la enfermedad, la vejez y la muerte. Jesús, rechazado por todos, experimentaba también la soledad. Su grito en la Cruz "¿por qué me has abandonado?" comenzó antes con el silencio sereno del Ecce Homo.
El Ecce Homo se puede considerar un icono de la dignidad humana maltratada, significando una presencia misteriosa de Dios en el sufrimiento de toda persona. En el inocente; pero también cuando sufrimos a causa de nuestros pecados y pedimos a Dios que nos salve. El Ecce Homo lleva sobre sí todas las consecuencias de los pecados de los hombres.
Dios también habita en el corazón del que se da desinteresadamente a los demás, pues "donde están la caridad y el amor ahí está Dios" 61. Tantas mujeres y hombres se entregan más allá de lo debido en el servicio de la profesión, la familia y la vida ordinaria, como buenos samaritanos.
Tiziano, después del Ecce Homo, pintó "La Dolorosa con las manos abiertas" 62. Durante años los dos cuadros colgaron, uno al lado del otro, en la misma pared. Cuando el sufrimiento se presente en nuestra vida, al mirar a Jesús frágil, "luz de luz", que nos sepamos también acompañados por María.
9 de abril de 2020
"Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos" (Lc 23, 28).
Jesucristo nació "de una mujer" (Ga 4, 4); esa misma mujer, Santa María, con su encendido afán por servir a los demás, adelantó en Caná la intervención pública de su Hijo (cfr. Jn 2, 4-5).
En los momentos de abandono, fueron las "hijas de Jerusalén" (Lc 23, 28) las que se hacían hueco entre la multitud para acompañar a Jesús; mujeres que estuvieron al pie de la Cruz cuando se estaba cumpliendo nuestra redención (cfr. Jn 19, 25); y fue una mujer la primera testigo de la Resurrección del Señor (cfr. Jn 20, 16), de aquella Buena Noticia que después se extendería a todas las naciones.
De la santidad de la mujer depende en gran parte la santidad de las personas que la rodean. Volvamos la mirada al Evangelio, para pedir a Jesús que nos conceda la fortaleza y la confianza de nuestra Madre y de las santas mujeres, y la capacidad de producir a nuestro alrededor círculos virtuosos, que llenen de humanidad el mundo de las profesiones, la sociedad civil, las familias.
5 de febrero de 2020
"¡Crucifícalo, crucifícalo!" (Jn 19, 6).
Después de haber sido azotado y coronado de espinas, Jesús carga el madero en presencia de la gente que Él amaba; es despojado de sus vestiduras y, aparentemente, también de su dignidad; y en el momento de la crucifixión, el Señor dirige estas palabras a Dios Padre, recogidas por san Mateo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt 27, 46; cfr. Mc 15, 34).
Podemos preguntarnos: ¿por qué todo esto?, ¿por qué la cruz?
Aunque lograremos entenderlo solo en parte, la crucifixión nos revela que ahí donde parece haber solo debilidad, ahí Dios manifiesta su poder sin límites. Donde vemos derrota, incomprensión y odio, precisamente ahí Jesús nos revela el gran poder de Dios: el poder de transformar la cruz en expresión de Amor.
Esta fue la experiencia del "buen ladrón" en el Gólgota: en su mayor fracaso y debilidad experimenta cómo la cruz de Jesús se convierte en el lugar poderoso en el que se sabe perdonado y amado: "Hoy estarás conmigo en el paraíso", le dice Jesús (Lc 23, 43).
Cruz y paraíso. Es la paradoja cristiana: en la cruz oímos pronunciar la palabra paraíso. De instrumento de tortura, violencia y desprecio, la cruz se transforma en medio de salvación, en símbolo de esperanza, pues se ha convertido en manifestación del amor gratuito y misericordioso de Dios, que para nosotros se hace presente –de un modo eminentemente eficaz– en la Eucaristía y en los otros sacramentos.
Mirar al Crucificado es contemplar nuestra esperanza. Adorar la santa Cruz es un gesto de fe y una proclamación de la victoria de Jesús.
30 de marzo de 2018
"Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena" (Jn 19, 25).
En conversaciones con muy diversas personas, a veces no faltan comentarios espontáneos sobre situaciones de dificultad, de sufrimiento, de oscuridad interior. En esas ocasiones, me suelen venir a la memoria unas palabras de san Josemaría sobre la Madre de Jesús: Dios la ha querido ensalzar con la plenitud de gracia, pero "es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe" 63.
Aunque no alcanzamos a comprender del todo esta realidad, mirar a María –sobre todo al pie de la cruz– nos ayuda a entender algo más la experiencia del sufrimiento y descubrimos poco a poco el sentido de aquellas palabras de san Pablo: "Completo en mi carne lo que falta a la cruz de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 24). De esta manera, el sufrimiento podrá convertirse en lugar donde encontrar claridad, paz e incluso alegría: la luz, el reposo, la dicha de la cruz.
9 de septiembre de 2019
"Después le dice al discípulo: –Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa" (Jn 19, 27).
Bastaría considerar la función de Santa María en el plan de nuestra salvación, y su inigualable unión con Dios, para procurar aprender de Ella a corresponder a la acción divina que nos constituye también a nosotros en familiares del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Ella es nuestra madre precisamente en cuanto somos hijos de Dios, hermanos de Cristo: nuestra filiación divina es a la vez filiación a nuestra Señora, como Jesús manifiesta desde la Cruz.
Dios es la única causa de nuestra gracia y de nuestra adopción sobrenatural, pero ha querido disponer que ninguna gracia nos venga si no es a través de la mediación materna de María.
Y, junto a María, está –por querer de Dios– José, que hizo las veces de padre de Jesús y que, de algún modo, hace también de padre para los que quieren identificarse con Cristo, para los hijos de Dios.
San José "es realmente padre y señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre". Él es "maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios" 64.
El trato filial con María y José nos conduce a Jesús, a vivir su vida, a identificarnos con Él. Y en Jesús –Hijo unigénito del Padre– tenemos acceso a la intimidad divina de la Santísima Trinidad.
13 de marzo de 1992
"Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: –Todo está consumado. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu" (Jn 19, 30).
En el Viernes Santo, contemplamos ante Cristo crucificado la inmensidad de su amor redentor. Amor que le llevó a la plena disponibilidad y obediencia a la voluntad de Dios Padre.
Nuestro seguimiento de Jesús, nuestra identificación con Él, lleva también, dentro de nuestras personales circunstancias, a una disponibilidad sin límites ante los desafíos y requerimientos de la misión cristiana de llevar a todo el mundo la alegría del Evangelio. En nuestro caminar diario, deseamos descubrir la voz de Cristo que nos llama y nos invita a ampliar nuestro horizonte. Como san Pablo, queremos hacernos "todo para todos" (1Co 9, 22).
Miremos el ejemplo de disponibilidad de Guadalupe Ortiz de Landázuri 65, cuyo proyecto de vida quedó engrandecido al situarse dentro del plan divino: se dejó llevar por Dios, con alegría y espontaneidad, de un lugar a otro, de un trabajo a otro. El Señor potenció sus capacidades y talentos, desarrolló su personalidad y multiplicó los frutos de su vida.
Dios hará también un gran bien a muchas personas a través de nosotros, a pesar de nuestros defectos y errores, con nuestra disponibilidad para escuchar, para servir, para ayudar y dejarnos ayudar; en una palabra, para amar lo que Él quiera. Y, siempre y en todo, con la libertad y la alegría de las hijas y los hijos de Dios.
9 de abril de 2019
"Jesús dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu" (Jn 19, 30).
Los pecados "crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen" (Hb 6, 6).
Cristo sufrió por todos los pecados de los hombres; su sacrificio en la cruz fue sobreabundante: a través de su propia sangre, "entró de una vez para siempre en el Santuario y consiguió así una redención eterna" (Hb 9, 11).
Quien se mantiene en el pecado, de alguna manera, desprecia los frutos de la pasión y, por eso, el pecador, en lo que está de su parte, reabre las heridas del Hijo de Dios. Ahora, hoy, podemos pensar que Cristo, glorioso en el cielo, y Santa María sufren por los pecados actuales de los hombres, de un modo que no conseguimos entender ni explicar.
Jesús y María poseen una plena bienaventuranza e inmensa felicidad, pero conocen el hoy y ahora del pecado sobre la tierra, y no les da igual. No se trata solo de que ya sufrieron hace dos mil años por esos pecados; también ahora, de algún modo misterioso, compatible con la gloria, sufren: el pecador crucifica de nuevo a Cristo, no ciertamente en el tiempo. Es quizá la presencia actualizada espiritualmente de la pasión de Cristo por los pecados actuales.
Nuestra experiencia limitada del tiempo y su relación con la eternidad nos imposibilitan comprender el cómo de este hecho, pero no nos impiden pensarlo como misterio, y obrar en consecuencia.
El desagravio, por tanto, es una realidad actual en nosotros, y en el Señor y en Santa María. La penitencia, la expiación, es unión actual con Cristo en la cruz, no solo una unión a un hecho pasado.
Consolar a Cristo y a Santa María, hoy y ahora, no es una piadosa metáfora, sino una realidad urgente en este mundo que renueva la pasión de Cristo, constantemente… Y en ese mundo estoy incluido yo, tú, cada uno de nosotros.
Pero ¿al Señor le consuela nuestro sufrimiento? No. Lo que le consuela es nuestro amor, nuestra compasión, y si en algún momento desea para nosotros la cruz, no es porque desee el sufrimiento, sino porque así, con Él, estamos más felices y podemos ser más ipse Christus, el mismo Cristo, hijos de Dios.
20 de febrero de 1980
"Habéis sido comprados a un gran precio" (1Co 6, 20).
Cristo se ha encarnado y se ha entregado en la Cruz por cada uno de nosotros. Valemos su vida, su entrega, su sacrificio.
Podemos pensar: yo, a pesar de mi nada, valgo un gran precio, ¡valgo toda la Sangre de Cristo!
Somos instrumentos de gran valor, pero tenemos que dejarnos llevar dócilmente por Jesucristo.
los demás: ¡cada alma vale toda la Sangre de Cristo!
Jesús, que nadie pueda parecemos sin importancia. Jesús, que ningún problema ajeno nos deje indiferentes. Cuánto menos los de mis hermanos y hermanas, los de las personas que viven o trabajan conmigo.
Algunos hemos sido testigos de esta pregunta de san Josemaría: "¿Sabéis por qué os quiero tanto?". Y respondía así: "Porque veo bullir en vosotros la Sangre de Cristo".
Ahí está el secreto. Ver a Jesús en nuestros padres, en nuestros hermanos, en nuestros amigos, en nuestros colegas de trabajo o estudio. Ver a Cristo en los más necesitados, en los enfermos, en los que conviven con heridas en el cuerpo o en el espíritu, en los que han perdido el trabajo o sufren un revés familiar.
Santa María, ¡muéstranos a Jesús en los demás!
27 de abril de 1978
"Fue María Magdalena y anunció a los discípulos: –¡He visto al Señor!" (Jn 20, 18).
¡Luz de Cristo! Esta proclamación que, por tres veces, la Iglesia hace resonar en nuestros oídos al inicio de la Vigilia Pascual, anuncia la verdad que nos llena de alegría: ¡La luz de Cristo se abre paso entre las tinieblas del pecado y de la muerte! ¡Jesús ha resucitado!
La oscuridad del Calvario no es la última palabra. Las santas mujeres, que acompañaron al Señor en la Pasión, nos conducen hacia la luz de la Resurrección. Jesús premia el cariño que las impulsó a embalsamar su cuerpo, y las convierte en las primeras portadoras de la alegría de la Pascua.
Como a las santas mujeres, también a nosotros la noticia de la Resurrección de Jesús nos ofrece una nueva luz. San Pablo recuerda a los Romanos que los cristianos nos unimos a la muerte del Señor "para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 4).
No estamos atados por nuestros pecados ya perdonados, por el peso de nuestros errores anteriores, por los límites actuales que notamos en nuestra vida. Por eso, el Apóstol vuelve a decir: "Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rm 6, 11).
¿Cuál es esta novedad a la que nos llama el Señor? ¿En qué consiste? Consiste en la luz de la fe –vivificada por la caridad, sostenida por la esperanza–, proyectada en nuestra existencia.
1 de abril de 2018
"Pero marchaos y decid a sus discípulos y a Pedro que Él va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo" (Mc 16, 7).
Son las instrucciones del ángel a las santas mujeres, después de anunciarles la Resurrección de Jesús.
Los discípulos están llamados a volver al lugar donde todo comenzó, a la tierra que diariamente recorrieron con el Maestro durante sus años de predicación.
También a nosotros se nos dirige la misma llamada: volver a nuestra Galilea, a nuestra vida cotidiana, pero llevando a ella la luz y alegría de la Resurrección.
El Papa Francisco lo recordó hace algunos años: "Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas" 66.
Recibamos la luz que Él nos quiere dar y compartámosla en nuestro ambiente. Como las santas mujeres, anunciemos con gozo la realidad de que Cristo vive.
Acudamos para esto a la intercesión de Nuestra Señora, cuyo rostro –ante la Resurrección de su Hijo– nos aparece radiante de alegría.
1 de abril de 2018
"¿Me amas?" (Jn 21, 17).
La vida cristiana es una respuesta libre, llena de iniciativa y de disponibilidad, a esta pregunta del Señor.
Nosotros podemos amar porque Él nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4, 10). La fe en el amor de Dios por cada una y por cada uno (cfr. 1Jn 4, 16) nos lleva a corresponder por amor.
Qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa (cfr. Lc 15, 17-24).
Nos llena de seguridad saber que el Amor infinito de Dios se encuentra no solo en el origen de nuestra existencia, sino en cada instante, porque Él es más íntimo a nosotros que nosotros mismos 67.
Saber que Dios nos espera en cada persona (cfr. Mt 25, 40), y que quiere hacerse presente en sus vidas también a través de nosotros, nos lleva a procurar dar a manos llenas lo que hemos recibido.
En nuestra vida, hemos recibido y recibimos mucho amor. Darlo a Dios y a los demás es el acto más propio de la libertad. Cuando "una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad" 68. El amor realiza la libertad, la redime: la hace encontrarse con su origen y con su fin, el Amor de Dios.
9 de enero de 2018
"El Señor Jesús, después de hablarles, se elevó al cielo y está sentado a la derecha de Dios" (Mc 16, 19).
Jesús tomó la forma de siervo: siendo de condición divina, "no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres" (Flp 2, 6-7).
Se desprendió totalmente del ser tratado como Dios: desde Belén hasta la cruz.
Y también hasta ahora: con la Ascensión se desprendió de presentarse resucitado y glorioso en el Templo, ante el Sanedrín… ante sus acusadores.
Un itinerario siempre actual: desprendernos del propio yo, para vivir y gozar por Cristo, con Cristo y en Cristo.
25 de febrero 2010
"Al cumplirse el día de Pentecostés (…) quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 1 y 4).
La misión visible: el gran Don, el amor personal mutuo del Padre y del Hijo. Fuego purificador y viento que irrumpe impetuosamente: conocimiento, amor e impulso evangelizados Los apóstoles, valientes y repletos de sabiduría, son ahora capaces de comprender y transmitir la Buena Nueva.
La misión invisible: el Espíritu Santo, "dulce huésped del alma" 69. Nos hace hijos de Dios, "porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios (…), pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 14 y 16). Ese testimonio es el amor filial en nuestra alma, que queremos que gobierne nuestro día: fuego y viento impetuoso.
En Pentecostés comienza desde Jerusalén el camino de la Iglesia entre las naciones. "Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia…" (Hch 2, 9), la humanidad convocada a recibir el don del Resucitado. La Iglesia, visiblemente, es un Pueblo; constitutivamente, el Cuerpo de Cristo; operativamente, sacramento de salvación. Pueblo de Dios, informado y unido por el Espíritu Santo, con el Papa como principio visible de la unidad de fe y comunión.
La Iglesia es también un conjunto de hombres débiles, que necesitamos ser continuamente enseñados por el Espíritu Santo. "El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho" (Jn 14, 26).
Nos enseña la verdad sobre Dios, sobre el mundo, sobre los demás, sobre nosotros mismos. La verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8, 32).
María en Pentecostés: hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa del Espíritu Santo, madre de la Iglesia naciente.
4 de junio de 1995
"Por lo tanto, ya no sois extraños o advenedizos, sino conciudadanos de los santos, miembros de la familia de Dios" (Ef 2, 19).
Si buscamos una comprensión honda, radical y realista, de nuestra vida, antes que nada, hemos de levantar nuestra vista hacia el cielo.
Solo en Dios, en su designio global sobre la historia nuestra, podemos encontrar el porqué y el para qué de la existencia. No solo porque somos criaturas, sino porque, además, "hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo" 70.
La naturaleza humana posee, en sí misma, una consistencia y una dignidad creatural.
Sin embargo, el último porqué de su efectiva creación por parte de Dios está más allá de ella misma.
Dios nos ha creado, porque ha querido, para darnos gratuitamente una dignidad superior: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici Dei, de su familia (cfr. Ef 2, 19).
Nos ha creado de tal modo que pudiéramos ser introducidos en su intimidad familiar, en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin destruir, sin forzar, nuestra propia naturaleza de criaturas.
El modo de esa introducción, de esa adopción, mediante la gracia santificante, es la filiación divina: entramos en comunión con Dios por la vía de la filiación, que en Dios es el mismo Hijo unigénito del Padre.
4 de enero de 1992
"Damos gracias a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, orando siempre por vosotros, al llegarnos noticias de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza en lo que os está reservado en los cielos" (Col 1, 3-5).
Nuestra esperanza está en el cielo; una esperanza que ilumina nuestros pasos sobre la tierra y que nos habla de que el mundo en que vivimos un día se transformará en "unos cielos nuevos y una tierra nueva" (2P 3, 13).
Nos dice también que nuestras actividades diarias tienen un sentido que va más allá de lo que vemos inmediatamente: adquieren vibración de eternidad si las hacemos por amor a Dios y a los demás.
Otra realidad que nos llena de consuelo es la comunión de los santos. ¡Cuánto nos anima saber que nunca estamos solos, que en Cristo somos un solo Cuerpo! Edificamos la Iglesia ahí donde estamos: todos juntos a la vez y en todas partes. ¡Nos sostenemos mutuamente!
4 de noviembre de 2018
"Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9).
En la solemnidad de Todos los Santos, celebramos la santidad discreta, sencilla. La santidad sin brillo humano, que parece no dejar rastro en la historia; y que, sin embargo, reluce ante el Señor y deja en el mundo una siembra de Amor de la que no se pierde nada.
Al pensar en tantos hombres y mujeres que han recorrido ya ese camino y ahora gozan de Dios, recordaba unas palabras de la oración de san Josemaría: "Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? (…). Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: «ni ojo vio, ni oído oyó…» (1Co 2, 9). Vale la pena, hijos míos, vale la pena" 71.
Somos pobres vasos de barro: frágiles, quebradizos. Pero Dios nos ha hecho para llenarnos de su felicidad, para siempre. Y ya ahora en la tierra, nos da su alegría para que la transmitamos a todos.
Sí, es posible estar contentos en medio de incertidumbres, problemas, preocupaciones. Decía santa Teresa de Calcuta: "El verdadero amor es aquel que nos causa dolor, que duele, y a la vez nos da alegría" 72.
Acompañemos también con nuestra vida y nuestra oración a aquellos difuntos que, aunque sufren porque su "vaso de barro" no está aún preparado para toda esa belleza de Dios, tienen ya la alegría de saber que Él les está esperando en el cielo.
1 de noviembre de 2017