Para servir a la Iglesia

Javier Echevarría


A IMAGEN DEL BUEN PASTOR

En la primera Misa pontifical celebrada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 7-I-1995, al día siguiente de haber recibido la ordenación episcopal.
Ayer, solemnidad de la Epifanía, el Santo Padre Juan Pablo II se ha dignado conferirme la ordenación episcopal. Cuando, durante la ceremonia, el Papa pedía al Señor, para los nuevos Obispos, la gracia de apacentar su santa grey y cumplir de modo irreprensible la misión del sumo sacerdocio 1, a mi memoria acudió, vivísimo, el recuerdo del Fundador del Opus Dei, que encarnó perfectamente la figura del buen Pastor dibujada por el Señor en el Evangelio con trazos imborrables.

Cuatro años antes, en la misma Basílica de San Pedro, el Papa había consagrado Obispo a mi inolvidable predecesor, Mons. Álvaro del Portillo. También su imagen de Padre solícito y fuerte se hallaba particularmente presente en mí en esos momentos, pues él, durante los diecinueve años que estuvo al frente del Opus Dei, ha sido para los miembros de la Obra el Pastor que sólo vive pensando en el bien de las almas que le han sido encomendadas. No ceso de pedir que tanto el Beato Josemaría como don Álvaro intercedan por mí ante el trono de Dios, para que el Señor me conceda un corazón de Pastor tan grande como el que ellos tuvieron, el corazón del buen Pastor.

Para servir a todos

El sacramento del Orden, mediante la unción del Espíritu Santo, configura a quien lo recibe con Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, Cabeza de su Cuerpo Místico. Y los Obispos, «figura del Padre» ante la Iglesia, como señalaba ya San Ignacio de Antioquía 2, son «constituidos por el Espíritu Santo, que les ha sido dado, en verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores» 3, y hacen presente a Jesucristo, Pastor supremo de las almas 4, en medio del Pueblo que se les ha confiado.
En la homilía de la Misa con la que inauguraba en 1991 su ministerio episcopal, Mons. Álvaro del Portillo afirmaba que «la ordenación episcopal del Prelado del Opus Dei significa un gran bien para la Prelatura del Opus Dei y, al mismo tiempo, una nueva confirmación de la Santa Sede sobre su naturaleza jurídica como estructura jurisdiccional de la Iglesia» 5. Los cuatro años transcurridos desde entonces no han hecho más que atestiguar la profunda verdad de esas palabras. La ordenación episcopal del Prelado, al incorporarle en el Colegio Episcopal, que sucede al de los Apóstoles cum Petro et sub Petro 6, no sólo refuerza sacramentalmente la unión del Prelado con el Papa y con los Obispos, sino que hace más estrecha la comunión de la labor de la Prelatura con la de las Iglesias locales, al servicio de las almas.
Para apacentar la grey de Cristo hay que servir abnegadamente a las almas, siguiendo el ejemplo de Jesucristo que no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida en rescate por muchos 7. Lo recalcaba San Agustín en uno de sus sermones. «El que preside a un pueblo –decía– debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra (...), porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó servirnos a nosotros» 8. Y el Concilio Vaticano II, en su decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos, amonesta: «En el ejercicio de su oficio de padre y pastor, sean los Obispos en medio de los suyos como los que sirven (cfr. Lc 22, 26-27); buenos pastores, que conocen a sus ovejas y a quienes ellas también conocen; verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y solicitud hacia todos, y a cuya autoridad, conferida ciertamente por Dios, todos se someten de buen grado. De tal manera congreguen y formen a la familia entera de su grey, que todos, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de caridad» 9.
Durante los veinticinco años que he tenido la inmensa fortuna –verdadera gracia de Dios– de vivir al lado del Fundador del Opus Dei, he sido testigo ocular y asiduo de su heroico espíritu de servicio a todas las almas, especialmente a las que el Señor le había confiado. Le he visto plasmar en su vida, con plenitud y elocuencia, la enseñanza evangélica; le he visto dar la vida por sus ovejas 10 día tras día, con una sonrisa en los labios.
Las palabras que hizo esculpir en la cátedra de la que ahora es Iglesia prelaticia del Opus Dei constituyen una síntesis de las características que han de inspirar la misión del buen Pastor en esta porción del Pueblo de Dios que es la Prelatura. Al mismo tiempo, esas palabras componen un retrato del ejemplo que nos han dejado el Beato Josemaría y don Álvaro. Con expresiones tomadas del Ius particulare de la Obra, está escrito que el Prelado ha de ser «maestro y Padre para todos los fieles de la Prelatura; a todos los ame verdaderamente en las entrañas de Cristo; a todos enseñe y proteja con caridad tierna; por todos se entregue generosamente, y más y más se sacrifique lleno de alegría» 11.

Os ruego que pidáis a la Trinidad Beatísima, acudiendo a la intercesión del Beato Josemaría, que yo sepa encarnar estas palabras de nuestro amadísimo Padre durante todo mi servicio pastoral al frente del Opus Dei.

Ser cristiano, máxima dignidad

En los días pasados hemos contemplado, llenos de pasmo, el admirabile commercium 12, el admirable intercambio que se ha producido mediante la Encarnación del Hijo de Dios: el Verbo toma nuestra naturaleza humana, se hace Hombre perfecto sin dejar de ser Dios, para que nosotros recibamos una participación en la naturaleza divina y, sin dejar de ser muy humanos, seamos verdaderamente hijos de Dios. No es posible imaginar una gracia mayor, fuera de aquella otra, incomparable, de la Maternidad divina de María, prerrogativa exclusiva de la Virgen Santísima.
Por eso, aun siendo grande la dignidad del oficio episcopal, mucho mayor es la que compete a todos los fieles cristianos por el hecho –sencillo y maravilloso– de haber sido regenerados en el Bautismo. Como ya afirmó San Agustín, con frase universalmente conocida, «vobis enim sum episcopus, vobiscum sum christianus. Illud est nomen suscepti officii, hoc gratiæ» 13: para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano; aquél es el nombre del oficio que he recibido, éste es el nombre de la gracia.
Hemos escuchado en el relato evangélico que, cuando se bautizaba todo el pueblo, y Jesús, habiendo sido bautizado, estaba en oración, sucedió que se abrió el cielo, y bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo: "Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido" 14.

Sólo después de su resurrección gloriosa iba a promulgar Jesucristo la necesidad de recibir el Bautismo, pero ya ahora quiere indicarnos sus efectos sobrenaturales. La manifestación de la Santísima Trinidad que nos refiere el Evangelio es prototipo e imagen de lo que sucede en las almas que reciben las aguas purificadoras. Dios Padre proclama que Jesús es su Hijo muy amado, el único Mediador capaz, por ser Dios y Hombre, de unir la tierra con el Cielo. Y el Paráclito, con su presencia visible, testimonia la verdad de las palabras del Padre y hace manifiesta la unción sacerdotal, profética y real que la Humanidad Santísima de Jesucristo había recibido en el momento mismo de la Encarnación.

También nosotros, en el Bautismo, hemos acogido en nuestras almas al Paráclito y, con Él, al Padre y al Hijo. Al convertirnos en templo santo de la Trinidad divina, hemos sido elevados a la inmensa dignidad de hijos de Dios y hechos partícipes de la misión de Jesucristo. De ahí arranca la llamada perentoria que el Señor hace a todos los cristianos para ser santos como lo es el Padre celestial 15; ahí tiene su origen el deber de contribuir, cada uno en la medida de sus fuerzas, a la extensión del Reino de Cristo por medio del apostolado personal.

Hermanas y hermanos míos, hijas e hijos que me escucháis. Permitid que os pregunte y me pregunte, para que cada uno se responda en la intimidad de su corazón, si estas verdades basilares de la fe cristiana han calado profundamente en nuestras almas. ¿Buscamos la compañía y el trato amistoso con ese Dios escondido que habita dentro de cada uno de nosotros por la gracia? ¿Tratamos de corresponder a su amor con amor? ¿Tenemos deseos eficaces de purificación interior, de modo que el Señor se encuentre a gusto en nuestros corazones? ¿Experimentamos la necesidad de acudir al sacramento del perdón, siempre que nuestra alma lo necesite? ¿Nos preparamos cuidadosamente para acoger a Jesús cuando lo recibimos en el sacramento de la Eucaristía? ¿Tenemos hambre y sed de que nuestros parientes, amigos y conocidos estén muy cerca del Señor? ¿Buscamos la ocasión oportuna para hablarles de Dios?

Hacer el Opus Dei

Me dirijo ahora de modo especial a los fieles de la Prelatura del Opus Dei –hombres y mujeres, laicos y sacerdotes– que asistís a esta Santa Misa y a los que, esparcidos por todo el mundo, se encuentran muy unidos a nosotros en estos momentos.
Hijas e hijos míos, querría hablar largamente con cada una y cada uno de vosotros, «en confidencia de amigo, de hermano, de padre» 16. Todo lo que me gustaría deciros se puede resumir en aquella palabra que estaba constantemente en labios de don Álvaro: fidelidad. ¡Que seáis muy fieles al Señor, a la Iglesia, a la Obra! «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes» 17.

Me gusta recordaros que –como nos decía don Álvaro–, lejos de quedar relegados al archivo de la historia con el transcurrir de los años, los tiempos de nuestro Padre son y serán siempre actuales. Habrán de tener permanente actualidad, no sólo porque será siempre elocuente su ejemplo y su enseñanza, vivo su espíritu y eficacísima su intercesión desde el Cielo, sino además porque hemos de corresponder a la vocación cristiana en la Obra con la plenitud y la santa urgencia de nuestro Fundador.

Tened mucho sentido de responsabilidad, hijas e hijos míos: la Obra está ahora especialmente en nuestras manos. No penséis nunca que vuestra cooperación a la tarea apostólica es pequeña o de poca monta: colaboráis muchísimo al empeñaros de verdad en ser Opus Dei y en hacer el Opus Dei, al tratar de conducir a Dios todas las ocupaciones y circunstancias de vuestra existencia. Mirando las cosas con ojos humanos, podría parecer que la aportación de cada uno es como un hilillo insignificante, en ese hermoso tejido que la Prelatura trata de ofrecer al Señor en cada jornada. Pero, como nos decía nuestro Fundador, si ese hilillo se suelta, podría comenzar a deshacerse el tapiz maravilloso que el Señor espera de nosotros cada día 18. Tened siempre presente, hijas e hijos míos, que Dios cuenta con nuestra colaboración esforzada y generosa, unida a la de muchos otros cristianos, para poner a Cristo en la cima de las actividades humanas, en los umbrales del nuevo milenio y en los años venideros.

También yo os necesito, hijas e hijos míos. Por eso os pido que recéis mucho por mí, para que sepa conducir el Opus Dei por los caminos señalados por nuestro amadísimo Padre, con la misma fidelidad con que gobernó la Obra don Álvaro.

Consumados en la unidad

El Apóstol San Juan, en una de sus epístolas, afirma: me alegré mucho cuando vinieron unos hermanos y dieron testimonio de tu fidelidad, de que caminas en la verdad. No hay para mí mayor alegría que oír que mis hijos caminan en la verdad 19. Yo os repito lo mismo: el apoyo más firme que podéis ofrecerme consiste en que manifestéis la verdad de vuestro amor a Dios y a las almas en la lucha cotidiana para ser santos y para empujar a vuestros parientes, amigos y compañeros por las sendas del amor divino.
De los primeros cristianos afirma la Sagrada Escritura que, por la acción del Espíritu Santo, vivían cor unum et anima una 20, estrechamente unidos unos a otros, con unidad de voluntades y de corazones. Así, por la gracia de Dios, debemos permanecer siempre nosotros: ¡vamos a recorrer todos juntos esta senda que el Señor ha abierto en la tierra, y procuremos que sean muchas las personas que descubran a Dios y se enamoren de Él! Millones de hombres y de mujeres esperan conocer, en todo el mundo, la buena nueva de que Dios los llama a ser santos –a ser y sentirse Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, colaborando con Él activamente en la aplicación de los frutos de la Redención–, sin salirse del lugar donde los ha colocado la Providencia divina: en su trabajo profesional, en su familia, en sus circunstancias personales. La misión que el Señor nos confía es gigantesca; por eso hemos de acudir constantemente a Él en demanda de ayuda. Sólo de este modo la llevaremos a cabo.

No puedo dejar de dar gracias a mis padres, como doy gracias a los padres de todas las mujeres y de todos los hombres del Opus Dei; y doy gracias a mis hermanos, a mi familia y a vuestras familias. Queredlas, y decidles que nos quieran: no hacemos más que cumplir unos y otros nuestro deber, insistía nuestro Padre. Ayudadnos y sentíos queridos y ayudados.

En los textos litúrgicos de la fiesta de la Epifanía 21 se conmemora la triple manifestación de Jesucristo. En la adoración de los Magos, primicias de los gentiles, se nos presenta como Salvador de todos los hombres; en el Jordán, ante Juan Bautista y el pueblo judío, se manifiesta como Hijo de Dios y Mesías de Israel; en las bodas de Caná, realizando el gran prodigio de la conversión del agua en vino, fortalece la fe de los discípulos 22.

Este milagro, el primero que realizó Jesús, fue obtenido gracias a la intercesión de la Santísima Virgen. No olvidemos que María es la Omnipotencia suplicante. Conscientes de nuestra indigencia, también nosotros acudimos a nuestra Madre y le pedimos que interceda como en Caná de Galilea, para que su divino Hijo, sirviéndose de cada uno de nosotros, convierta el agua de las actividades terrenas en vino de santidad. De este modo, una infinidad de almas sabrán encontrar a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida; muchos hombres y muchas mujeres –cada vez más– llevarán el espíritu de Cristo a todos los ambientes donde viven y trabajan. Así sea.

PARTICIPAR EN LA MISIÓN DE CRISTO

En una ordenación presbiteral (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 8-VI-1997).
Ninguna lengua ha podido inventar palabras capaces de expresar adecuadamente las mirabilia Dei, las maravillas que Dios ha obrado en favor de los hombres. El don más grande –viene bien recordarlo una vez más, en este tiempo de espera del Jubileo del año 2000– es sin duda la Encarnación de su Hijo: misterio insondable que la Iglesia, en una de las antífonas con las que se concluye cada día la Liturgia de las Horas, canta exaltando a María como Aquélla que, entre el asombro de todas las criaturas, ha engendrado a su Creador 23.
Queridos hijos míos diáconos, que os disponéis a convertiros en presbíteros. También delante del misterio que se realizará en cada uno de vosotros dentro de pocos instantes, no existe otra actitud que la de adorar en silencio la infinita sabiduría y bondad del Señor. Esta nueva efusión del Espíritu Santo os conformará con Cristo Sacerdote de un modo nuevo y más intenso, os capacitará para actuar in nomine et in persona Christi prolongando –más allá del espacio y del tiempo– la obra de la Redención, os otorgará la potestad sobre el Cuerpo y la Sangre de Jesús, os injertará como ministros en su ministerio de salvación, os preparará para ser verdaderos servidores de las almas. ¿Qué decir ante toda esta maravilla? ¿Cómo no acercarse a este misterio, sino –como dice San Pablo– conscientes de nuestra debilidad y temerosos, temblando ante la grandeza del don 24?
Ya en otros momentos, sobre todo en estos últimos días, he considerado junto a vosotros los elementos más importantes de la vida y del ministerio sacerdotal. Hoy me detendré sólo en un aspecto, que tiene una íntima y especial sintonía con la finalidad del esfuerzo espiritual de los cristianos en este primer año de preparación al gran Jubileo del 2000. El Santo Padre nos sugiere, en efecto 25, que la expectación de este gran acontecimiento de gracia se centre durante este año en una reflexión más profunda sobre el misterio de Cristo, para que nuestra participación vital en este misterio, por medio de los sacramentos, sea auténtica y fecunda.

Seguir a Jesucristo

Para imitar a Cristo, es preciso conocerlo. ¿Y qué dice Jesús de sí mismo? ¿No se nos presenta, ante todo, como el Redentor, como el Hijo de Dios que ha venido a dar la vida por la salvación del mundo? Son numerosísimos los pasajes de la Escritura a este propósito. Podríamos comenzar con la profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura de la Misa: El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh; me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad; a pregonar un año de gracia de Yahveh 26. Todos recordamos cómo Jesús, según el Evangelio de San Lucas, comenzó su predicación aplicándose a sí mismo este antiguo anuncio 27.
Pero el Señor nos descubre una mayor riqueza en lo que este texto dice acerca de la misión del Salvador. Además de profesar claramente su unidad con el Padre en la naturaleza divina, muestra que en la Cruz –más allá de cualquier límite imaginable– se manifiesta su amor por los hombres. La conciencia de haber sido mandado al mundo para salvar al mundo 28, suscita en Cristo una solicitud tan fuerte que despierta en su alma deseos ardientes 29. La fe nos dice que ese Jesús que quiere vivir en nosotros es el Hijo que, por amor del Padre, ama a los hombres y, obediente a la Voluntad del que lo ha enviado, se encarna y viene a la tierra para dar la vida por nosotros.
Seguir a Cristo significa ser partícipe de su misión: Como el Padre me ha enviado a mí, así Yo os envío a vosotros 30. La vocación cristiana tiene un contenido preciso. Hemos sido llamados a recorrer los caminos de la tierra difundiendo en todas las latitudes la verdad que salva: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos (...), enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo 31.
Amar y servir a la Redención, amar y trabajar por el Reino de Dios: éstas son las coordenadas de la santidad cristiana. Santificarse santificando. Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres 32, el Redentor del hombre. Y el cristiano ha sido invitado a colaborar con Él. El Beato Josemaría escribe: «Ser cristiano no es título de mera satisfacción personal: tiene nombre –sustancia– de misión (..). Ser cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios» 33.

Obligación de todos los cristianos

Todos los bautizados, en virtud de la participación en el sacerdocio de Cristo que se les ha conferido en el Bautismo y en la Confirmación, se han convertido en sujetos activos del designio salvífico, es decir, en apóstoles. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado» 34. Y más adelante: «A todos los cristianos se impone la gloriosa tarea de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres» 35. Y en otro lugar: «El derecho y la obligación de ejercer el apostolado es algo común a todos los fieles» 36.
A algunos, como secuela de un uso ya cristalizado, la palabra "apostolado" podría hacerles pensar en una actividad que se articula según funciones específicas, cuyo conjunto constituiría una tarea más entre las muchas que entretejen nuestra existencia. Pero si se reflexiona sobre la naturaleza de la vida secular del común fiel cristiano, empeñado codo con codo con sus semejantes en el corazón de la sociedad, se comprende que el cristiano ha de ser apóstol y contribuir eficazmente al cumplimiento de la misión de la Iglesia en la trama ordinaria, cotidiana, de sus jornadas: en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales. Si se cumplen con amor y por amor de Dios, con la ayuda de la gracia, todas las acciones, incluso las más repetitivas, los gestos casi mecánicos que lleva consigo la realización del trabajo, adquieren un valor de eternidad: son el lenguaje de nuestra respuesta obediente a la Voluntad de Aquél que, asignándonos una tarea concreta en la sociedad, ha establecido el papel que nos corresponde en el misterio de la Redención. De esas acciones brota la fecundidad misma de la Cruz. Ya hace muchos años, el Beato Josemaría quiso que se confeccionara un repostero en el que aparece un campo sembrado de cruces y de corazones: porque de cada encuentro nuestro con la Cruz –es decir, de cada acción realizada en obediencia al querer divino, en el cumplimiento de los deberes cotidianos–, proviene el milagro de un corazón que torna a Dios.
Volver a descubrir las virtualidades apostólicas implícitas en la más pequeña de nuestras acciones constituye, sin lugar a dudas, un trámite necesario en la preparación del Jubileo: es, para todos los fieles, premisa y, al mismo tiempo, factor de crecimiento espiritual en Cristo y condición necesaria para la revitalización de su testimonio cristiano. Ahí resume el Santo Padre «el objetivo prioritario del Jubileo» 37. En efecto, como el mismo Papa escribe en otro lugar, «la fe se refuerza donándola» 38.

Sacerdotes para toda la Iglesia

Dentro de la única misión que Cristo ha transmitido a la Iglesia, la tarea del sacerdote tiene características específicas, derivadas de su configuración con Cristo Cabeza del Cuerpo místico por obra del sacramento del Orden. Concretamente, los modos de ejercitar esa función son propios y exclusivos del sacerdote: la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Ahora quisiera detenerme en un aspecto de fondo, que el Concilio describe con las siguientes palabras: «El don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles (...). Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar grabada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias» 39.
El sacerdote, padre, pastor y maestro de todos 40, debe tener un celo apostólico sin fronteras, una caridad pastoral que abrase hasta lo más íntimo su ser. Ha de saber entregarse a cada uno y satisfacer las necesidades espirituales de todos, sin preferencias ni diferencias, derrochando todas sus energías en el ministerio. Ha de estar dispuesto a todo, con tal de llevar las almas a Cristo: ésta es su única ambición. Debe estar decidido a recorrer el mundo entero para sembrar el Evangelio, o bien, si así se le pide, permanecer toda la vida escondido en el mismo sitio, asistiendo a quienes recurren a él necesitados de luz y de gracia. Su vida espiritual, por tanto, debe estar «marcada, plasmada, connotada, por esas actitudes y componentes que son propios de Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia» 41. Cristo ha dado la vida por nosotros; lo hemos leído hace un momento en el Evangelio: Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas 42. Del mismo modo el sacerdote debe sacrificarse a sí mismo por completo, cada día, en el cumplimiento de su misión.

En la perspectiva de la misión sacerdotal, de la urgencia con que Cristo envía a los Apóstoles y a la Iglesia a evangelizar el mundo, deseo poner de relieve la dimensión propia de la santidad sacerdotal. La existencia entera del sacerdote debe estar penetrada por la misión: cada pensamiento suyo, cada latido de su corazón, cada palabra de su boca, sus proyectos y deseos, todo en él ha de tener su origen en este hondo deseo de llevar a cabo la misión salvífica. El sacerdote se hace en verdad semejante a Cristo sólo si se entrega a las almas. Queridísimos, pedid al Señor que dilate vuestro corazón hasta el punto de que la misión sacerdotal, el servicio a la Iglesia, sea el único horizonte de vuestra vida.

Un deber de caridad

Ha escrito el Santo Padre: «En contacto constante con la santidad de Dios, el mismo sacerdote debe hacerse santo. Su ministerio le compromete a una elección de vida inspirada en el radicalismo evangélico (...). ¡Cristo necesita de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Sólo un sacerdote santo puede convertirse, en un mundo cada día más secularizado, en testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Sólo de este modo el sacerdote puede convertirse en guía de los hombres y maestro de santidad» 43. La misión constituye la vía por medio de la cual se edifica la santidad del sacerdote y, por tanto, le señala el modo característico de conducirse en toda su vida espiritual. En una oración preparatoria para la Santa Misa, San Ambrosio invita al sacerdote a suplicar a Dios en favor de todos los que sufren: las viudas, los niños, los perseguidos, los prisioneros... Recordadlo: la oración del sacerdote es, sobre todo, oración de intercesión. Su penitencia es expiación por los pecados de todos los hombres. El Beato Josemaría recomendaba a sus hijos sacerdotes que impusieran penitencias leves en la Confesión, y que luego completasen personalmente la reparación debida a la justicia y a la misericordia divinas. ¡Cuántas gracias tenemos que arrancar de las manos del Señor! Seguid la recomendación de nuestro santo Fundador, a quien gustaba rezar de este modo: «Señor, ¡que no diga nunca basta!» ¡Sed generosos!
Se comprende por qué San Agustín ha definido el ministerio sacerdotal como amoris officium 44, un deber de amor. En el mismo contexto, resulta evidente la afirmación que el Beato Josemaría hace en Forja: «Ser cristiano –y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real– es estar de continuo en la Cruz» 45.
Hemos visto cómo el Concilio Vaticano II habla de la amplitud universal de la misión del sacerdote. En el mismo n. 10 del decreto Presbyterorum ordinis, que hemos citado anteriormente, el Concilio anuncia la voluntad de crear estructuras, como diócesis peculiares o prelaturas personales, justamente para proveer mejor al cumplimiento de la misión universal de la Iglesia. Vosotros, sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei, serviréis a toda la Iglesia ocupándoos en primer lugar de las necesidades espirituales de los fieles de la Prelatura y ayudándoles con vuestro ministerio en el camino de la santidad. Os ruego que recéis también por mis intenciones, que os unáis cada día a mi Misa, donde confluyen tantas almas, tantas actividades apostólicas, tantos países que nos están esperando.

A vuestros padres y hermanos, a vuestros parientes y amigos, además de felicitarles cariñosamente, me permito recordarles que ahora estáis más necesitados de su ayuda. Habéis sido llamados a una gran tarea, y la habéis asumido con humildad, bien conscientes de que sólo podéis confiar en la gracia de Dios. Tenéis necesidad de mucha oración por parte de todos. Doy gracias a los padres y a las madres de los nuevos sacerdotes, porque el Señor ha querido servirse de ellos para que haya nuevos pastores en la Iglesia.

Rezad por las vocaciones sacerdotales: que en ningún lugar de la tierra falten nunca los trabajadores en la mies del Señor. Os repito una insistente recomendación del Santo Padre: «Al expresar la convicción de que Cristo necesita a sus sacerdotes y quiere asociarlos a su misión de salvación, debemos también poner particular énfasis en esto: en la necesidad de nuevas vocaciones al sacerdocio. Es ciertamente necesario para toda la Iglesia el trabajar y orar por esta intención» 46. Meditad a menudo las palabras de Jesús: levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega 47. Con el corazón lleno de esperanza, os confío a María, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes. Y, mientras invoco sobre vuestro ministerio la intercesión del Beato Josemaría, os exhorto a pedir desde ahora al Señor que os conceda copiosos frutos de almas para su gloria. Así sea.

UNA ELECCIÓN DE AMOR

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 24-I-1998).
Alaba, alma mía, al Señor: alabaré al Señor toda mi vida; cantaré a Dios mientras yo exista 48. Esta ordenación diaconal de fieles de la Prelatura del Opus Dei es un signo tangible de la misericordia de Dios: desde que en 1944 –año en el que se ordenaron los primeros– hasta hoy, el Señor no ha dejado nunca de bendecir al Opus Dei con el don de sacerdocio. Como en cualquier otra porción del Pueblo de Dios, la gran mayoría de los fieles de la Prelatura está constituida por laicos, pero el sacerdocio resulta imprescindible para su vida.
Nadie se atribuye este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón 49, amonesta la Epístola a los Hebreos. Conscientes de que nadie puede merecer el don del sacerdocio, damos gracias a Dios de todo corazón por esta ordenación. Pero la gratitud se demuestra con los hechos. Y la primera expresión de nuestra correspondencia a este regalo ha de ser el esfuerzo por modelar nuestra existencia de acuerdo con ese don. Digo "nuestra correspondencia" porque me dirijo a todos los presentes: en efecto, el don del sacerdocio ministerial está destinado a la Iglesia entera y exige una respuesta que compromete la vida espiritual de todos los fieles. ¿Cómo podemos agradecer?

La vocación cristiana, una llamada divina para todos

Sólo el amor permite a una criatura percibir la voz de Dios –esa voz que nadie ha oído jamás 50 - y responder al Señor con nuestro lenguaje humano; sólo el amor garantiza que nuestra respuesta se mantenga viva y perseverante y, más aún, que sea más firme y actual con el paso del tiempo. Por amor, Dios se inclina sobre el hombre, mas el hombre es capaz de entrar verdaderamente en contacto con Dios sólo si sabe correr el riesgo del amor. Ésta es la historia de toda vocación, la experiencia de quienes advierten la llamada. Todos nosotros lo podemos testimoniar. Y lo confirma todo aquél que vive la fe como un compromiso personal que le impulsa a buscar a Cristo, a entregarse a Cristo, a seguirlo, a compartir su vida y su misión.
Deus caritas est 51, Dios es Amor, escribe San Juan, el Apóstol que habla de sí mismo como de aquél al que Jesús amaba 52. El descubrimiento del Amor no es un privilegio concedido a pocos. El Señor sale al encuentro de todos a través de mil situaciones de la vida cotidiana que quizá son triviales a los ojos de otros. Cada día recibimos de nuevo su perdón y su misericordia; cada día volvemos a comprobar la confianza inquebrantable con que Dios, en Cristo y como a Cristo, nos repite a cada uno: Tú eres mi hijo; Yo te engendrado hoy 53.
En el fondo, nuestro sí a la vocación cristiana es el gesto del hijo que se arroja entre los brazos del Padre y le entrega lleno de gozo su vida. Aunque sabedor de su personal indignidad, el hijo no renuncia a la ambición de amar, no huye: confía en el Padre. La única dimensión del tiempo verdaderamente "nuestra" es el presente, en cuanto tiempo de la decisión. Desde este punto de vista, la elección más coherente con nuestra condición de hijos de Dios es la entrega irrevocable de nosotros mismos. Arrojarse confiadamente en brazos del Padre, hemos dicho. En una lógica sobrenatural, es ésta la única conclusión completamente razonable, aunque a menudo parezca una locura a los cobardes, a los que no quieren correr riesgos, a los que tienen miedo de poner en juego la propia libertad. Pero el amor perfecto arroja fuera el temor –escribe San Juan– (...) y el que teme no es perfecto en el amor. Nosotros amamos, porque Él nos amó primero 54. ¿No nos ofrece el Apóstol, con estas palabras, además de una densa síntesis de la teología de la vocación, la descripción esencial del misterio del encuentro de cada uno con Cristo?
Leamos un texto del Beato Josemaría: «¿Quién es capaz de precisar cómo se toma la primera decisión de entrega? (...). Nos hemos acercado a Cristo y hemos sentido latir fuerte, fuerte, su Corazón, y hemos llegado a gustar de esas delicias suyas, que son estar Él con los hijos de los hombres (Prv 8, 31): por todo eso sabemos lo que vale el amor de Dios» 55. Sí: cada vocación es el testimonio visible y convincente para todos –también para los indiferentes– de que Cristo vive. También ahora conquista Él los corazones, con la misma fuerza irresistible con que lo hacía cuando, recorriendo los senderos de Palestina, llamaba a Sí a los que había elegido y les pedía todo: quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí 56.

No es una exhortación que vaya dirigida a unos pocos individuos, a personas "excepcionales", entre comillas, capaces de un arrojo heroico. A todas las criaturas abraza Dios con su amor infinito, a todas las llama a Sí. Cualquier cristiano, por tanto, es objeto de una vocación divina: cada bautizado tiene el deber de amar al Señor buscando la santidad en la vida ordinaria. Esta sed de santidad –en la sociedad, en la familia, en el trabajo, en la cultura, en las distracciones– suscitará necesariamente una rica floración de decisiones de servicio a la Iglesia y, por tanto, también de vocaciones sacerdotales.

La vocación sacerdotal, nueva respuesta al amor de Dios

Pero volvamos a considerar esta ceremonia. Mediante el Orden Sagrado, la identificación con Cristo alcanza tal profundidad que el ministro sagrado no se pertenece ya a sí mismo, sino que se debe por completo a aquéllos a quienes el Señor ha venido a salvar. Hablando de la misión sacerdotal a un grupo de presbíteros recién ordenados –y estas consideraciones se pueden aplicar, al menos en parte, también a los diáconos–, el Santo Padre ha dicho: «Se trata de una real e íntima transformación por la que pasó vuestro organismo sobrenatural gracias a una "señal" divina, el "carácter", que os habilita para obrar in persona Christi y por eso os califica en relación a Él como instrumentos vivos de su acción (...). El sacerdote se halla, de ahora en adelante, en un estado de exclusiva propiedad del Señor (...). Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros» 57.
El sacerdote pone el sello más auténtico a su amor por Cristo sólo si convierte la misión salvífica en el quicio alrededor del cual gira toda su vida. Continúa diciendo el Papa: «El carácter sagrado le afecta de modo tan profundo que orienta integralmente todo su ser y su obrar hacia su destino sacerdotal. De modo que no queda en él ya nada de lo que pueda disponer como si no fuese sacerdote (...). Aun cuando realice acciones que, por su naturaleza, son de orden temporal, el sacerdote es siempre ministro de Dios. En él, todo, incluso lo profano, debe convertirse en sacerdotal» 58.

Renovar el amor

El amor es el alma de la vida cristiana. La dinámica del amor exige que el enamorado renueve constantemente su impulso inicial, sin permitir que perezca por el desgaste del tiempo, o que sufra un aflojamiento a causa de la rutina, o quede reducido a simples y aburridas "buenas maneras". Esto significa que, cada día, el cristiano –todos nosotros– ha de hacer revivir su primer encuentro con Cristo. En una reunión familiar tenida en agosto de 1968, el Beato Josemaría decía: «Dios nos ha cogido el corazón, la vida entera. Un día, por su bondad infinita, sentimos el flechazo, que nos rindió para siempre. Y hemos de procurar que ese amor continúe, y que se haga cada día más intenso, más delicado» 59. Éste es el papel insustituible que cumplen la Eucaristía y la oración en la vida espiritual: «Comunión, unión, comunicación, confidencia: Palabra, Pan, Amor» 60.
Sólo una oración intensa y asidua puede sostener al ministro sagrado en el cumplimiento de la misión que le compete en la Iglesia, hasta hacer de él un completo holocausto. Para él, amar a Cristo significa servir a las almas, sin ahorrarse nada. Seguir a Jesús le llevará necesariamente a la Cruz, a la total renuncia de sí mismo. Vosotros, queridísimos, vais a ser admitidos en el Orden Sagrado del diaconado: sois llamados a la tarea de ayudar a vuestro Prelado y a su presbiterio en el ministerio de la Palabra, en el servicio del altar y de la caridad. Con San Pablo os exhorto a que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados 61, a renovar cada día vuestro amor a Cristo dejando que en vosotros Él vuelva a ofrecerse por todas las almas.
En la colecta de la Misa hemos invocado al Señor para que os conceda disponibilidad para la acción, humildad en el servicio y perseverancia en la oración 62. Vuestro ministerio os llevará sobre todo a servir a los fieles de la Prelatura. Pero recordad lo que nos enseñó el Beato Josemaría y que Mons. Álvaro del Portillo, su primer sucesor, no dejó nunca de repetir: el Opus Dei existe sólo para servir a la Iglesia. Vuestro servicio será eficaz si ayudáis a que los demás fieles de la Prelatura consoliden esa alma sacerdotal que nos estimula a emplearnos en un apostolado constante por el bien de la Iglesia universal y de las Iglesias locales en las que trabajamos.

Me dirijo ahora a los padres y parientes de estos candidatos al Orden Sagrado. Me dirijo a sus amigos y a todos los aquí presentes: la tarea que espera a los nuevos diáconos requiere de ellos una entrega plena. Para cumplirla, tienen necesidad de vuestra oración y de vuestro ejemplo. Por eso, al tiempo que os doy las gracias, os digo que debéis ayudarles siempre. Pensad: al concederos este hijo, este hermano, este amigo, el Señor de algún modo os ha confiado una parte de su misión. ¡Cuánto tenéis que rezar por él!

A María, Madre de la Iglesia, confiamos de todo corazón estos hijos suyos que hoy se acercan al altar. A Ella, Madre de Cristo y de los cristianos, le pedimos que nos conceda la gracia de saber responder con un sí siempre nuevo y más pleno al Amor divino que nos llama. Así sea.

LA MISIÓN DEL SACERDOTE

En una ordenación presbiteral (Parroquia de San Alberto Magno, Madrid, 6-IX-1998).

Queridísimos ordenandos, hermanas y hermanos míos.

Hoy es un día de gran alegría para todos: la Iglesia de Dios se enriquece con tres nuevos sacerdotes. Por eso es lógico que comience esta homilía animándoos a dar gracias al Señor por esta manifestación de su misericordia con los hombres. Y también resulta lógico que levantemos a Dios nuestro corazón, suplicándole con fe que no deje de suscitar en la Iglesia abundantes vocaciones sacerdotales, y que estos hermanos vuestros que hoy reciben la ordenación presbiteral, y todos los sacerdotes del mundo, nos empeñemos diariamente en ser sacerdotes santos. Porque, como escribía en 1945 el Fundador del Opus Dei, «el sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen– algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están– en mediadores entre Dios y los hombres» 63.
Señor Dios nuestro: ¡sólo Tú sabes cuánto necesitamos que sean muchas y santas las vocaciones sacerdotales en la Iglesia! Por eso nos manifiestas continuamente, una vez más, lo que dijiste a los Apóstoles mientras contemplabas las muchedumbres que –entonces como ahora– andaban como ovejas sin pastor: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies 64.

"Escogido de entre los hombres para provecho de los hombres"

Con esta oración constantemente presente, me dirijo ahora de manera particular a vosotros, hijos míos, que hoy vais a recibir libremente el sacerdocio ministerial. Meditad con frecuencia el texto de la segunda lectura de la Misa, tan lleno de riqueza. Habéis sido escogidos por Dios entre los hombres. No habéis tomado vosotros la iniciativa, sino el Señor, porque –puntualiza la Carta a los Hebreos–nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón 65. Y si, con palabras inspiradas, se nos recuerda que tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de Sumo Sacerdote, sino Aquél que le dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy 66, ¡qué tendríamos que afirmar de nosotros mismos, que somos pobres criaturas, llenas de miserias y defectos! Verdaderamente, el ministerio sacerdotal –como cualquier vocación divina– es un regalo espléndido de la Santísima Trinidad.

Nunca olvidéis, pues, que la iniciativa de esta nueva llamada ha partido de Dios. El mismo que hace años os invitó a servirle –dentro de la común vocación cristiana– como fieles laicos de la Prelatura del Opus Dei, os concede ahora para siempre el don del sacerdocio.

Alta es la meta a la que sois llamados, pero no temáis: Dios está con vosotros y no os dejará solos. Confiad particularmente en la ayuda del Espíritu Santo. Vuestra ordenación sacerdotal se realiza precisamente en el año que la Iglesia ha querido dedicar a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, como preparación para el Gran Jubileo en el que conmemoraremos los dos mil años del nacimiento de Jesucristo. Podéis considerar que esta circunstancia os trae una especial ayuda del Paráclito en el desempeño de vuestro ministerio sacerdotal.

La Epístola a los Hebreos muestra también el contenido de la misión sacerdotal, cuando afirma: el sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados ya que él mismo está rodeado de debilidad 67.
Todo cristiano, por el hecho de haber recibido en el Bautismo el sacerdocio común, y también en virtud de la Comunión de los Santos, ha de sentir el peso de llevar la humanidad entera a Dios. Pero quien además queda ungido con el sacramento del Orden, adquiere una nueva responsabilidad, derivada de su nueva configuración con Cristo, que no es sólo más intensa, sino esencialmente distinta de la de los demás fieles 68. Con palabras de nuestro santo Fundador, os recuerdo que «la vocación específica, con la que –entre vuestros hermanos– habéis sido llamados y a la que libremente habéis respondido, os constituye servidores de todos en lo que mira a Dios» 69.

Sobre vuestros hombros recaerá, pues, la responsabilidad de la atención pastoral de los fieles de la Prelatura que os sean encomendados –ésta es la razón inmediata de vuestra ordenación–, de las personas que participan en las labores apostólicas del Opus Dei, y de todos los hombres y mujeres, ya que el sacerdocio ministerial, por su misma naturaleza, constituye un ministerio público en la Iglesia: está abierto a las necesidades espirituales de todas las almas.

Sacerdotes "cien por cien"

Entre las numerosas consecuencias prácticas derivadas de este hecho, quiero referirme a una actitud muy concreta que se pide al sacerdote: la absoluta disponibilidad para servir a las almas. Ahora con mayor fuerza, hijos míos, habréis de olvidaros de vuestro yo, decididos a ocuparos de los demás. En vuestros planes de trabajo y de descanso, tened siempre presente que habéis sido elegidos para representar a los hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Habéis de mostraros acogedores con vuestros hermanos, en todo momento: las veinticuatro horas del día; y no como quien presta un favor, sino con la conciencia de cumplir un gustoso deber que no debemos soslayar. Cualquier persona tendrá derecho a buscar vuestro consejo espiritual o vuestras palabras de consuelo; a escuchar de vuestros labios la doctrina salvífica del Evangelio; a recibir de vosotros el perdón divino, después de haber confesado sus pecados; a descubrir en todo vuestro comportamiento la presencia y el amor de Cristo.
Eso es lo que los hombres y mujeres esperan del sacerdote: que los represente ante Dios, que interceda por todas sus necesidades espirituales y materiales. El Papa Juan Pablo II, en la homilía de una ordenación sacerdotal que realizó en España, decía a los nuevos sacerdotes: «No temáis ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina. Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más en la profesión, en el estilo de vida, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos» 70.
«Sacerdotes de cuerpo entero», dice el Papa; o, con palabras del Beato Josemaría, que os resultarán familiares, «sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien» 71.
Por eso, con el sacerdocio, vuestra oración ha de estar, cabría decir, llena de peticiones por las necesidades de la Iglesia y del mundo. Vuestros sacrificios, vuestros trabajos, vuestra fatiga y vuestro reposo, tienen que estar habitualmente encaminados al cumplimiento de esta misión, que hoy recibís, de ser «mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo» 72, colaborando generosamente con los fieles laicos de la Prelatura en la tarea de «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas» 73.
A partir de hoy renovaréis cada día, in persona Christi, el único sacrificio del Calvario, que el Señor ofrece –por ministerio del sacerdote– en favor de la humanidad entera. Cuidad este don inefable que recibís. No importa si un día asiste a vuestra Misa una muchedumbre que colma el templo, o si la celebráis en una pequeña capilla u oratorio, ante pocas personas, o incluso sólo con la presencia del ayudante. La Misa es siempre celebración de Cristo y de la Iglesia, un sacramento de unidad 74. Por eso, independientemente de cualquier circunstancia, en el altar seréis siempre ministros de Cristo, a quien prestaréis la inteligencia, la voluntad y vuestro ser entero. Comprobaréis cuántas veces, a lo largo de vuestra vida, la almas se dirigirán a vosotros para pediros que encomendéis sus intenciones, sus preocupaciones o dificultades, en el momento de celebrar la Eucaristía. Formulad desde ahora el propósito explícito de no defraudar nunca esas peticiones. Subid cada día al altar cargados con las intenciones buenas y con el peso de los dolores y dificultades de la humanidad entera, como subió Cristo al Calvario cargado con nuestros pecados.

El mejor regalo

Deseo dirigirme y dar gracias de todo corazón a los parientes y amigos de los nuevos sacerdotes, y muy concretamente a sus padres y hermanos. Os repito lo que siempre viene a mi alma en estas ocasiones. En primer lugar, os felicito por la predilección divina que supone tener un amigo, un pariente, un hermano y, sobre todo, un hijo sacerdote. Y después, os encarezco que no dejéis de rezar por ellos: no os refugiéis en la fácil excusa de que, como ahora son ministros del Señor, son ellos los que deben rezar por vosotros. Sin duda lo harán cada día, pero os aseguro que necesitan –todavía más que nunca– de vuestra oración, avalada por el empeño de ser cada día mejores cristianos.

Por eso estoy seguro de que si preguntásemos a los ordenandos qué desean recibir hoy, como regalo, de sus parientes y amigos, contestarían que su mayor satisfacción sería un propósito vuestro, renovado, de luchar para ser santos, una buena Confesión si es necesaria, una decisión audaz de entrega, una resolución seria de mejorar en la vida familiar... Ese es el tipo de regalos que el sacerdote ansía, porque ahí se centran las ofrendas que Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre con todo derecho nos reclaman.

Antes de terminar, elevamos nuestra oración a Dios por todos los sacerdotes del mundo; en primer lugar por el Santo Padre, nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II, y por todos los obispos; especialmente, en este momento, por el Cardenal Arzobispo de Madrid y por sus Obispos auxiliares.

La Virgen es Madre de todos los hombres y, de modo especial, Madre de los sacerdotes. Le encomendamos a estos nuevos presbíteros, para que –con la intercesión del Beato Josemaría– los haga muy santos y llene su ministerio de abundantes frutos sobrenaturales. Así sea.

EL SACERDOTE, OTRO CRISTO

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 15-IX-1996).
El espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh 75.
Estas palabras del profeta Isaías anuncian la misión que Jesucristo cumplió en este mundo. Hecho verdadero Hombre sin dejar de ser verdadero Dios, y ungido por el Espíritu Santo como Profeta, Sacerdote y Rey, el Señor predicó la buena nueva a los hombres, nos libró de nuestros pecados por el misterio pascual de su Muerte y Resurrección, y nos hizo hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Además, movido por el deseo de que el don de la Vida divina llegase a todos los hombres, quiso que su sacrificio redentor se perpetuara en la tierra. Y así, en la Última Cena, después de haber convertido el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, confió a los Apóstoles este encargo sublime: haced esto en memoria mía 76. «Con estas palabras –ha escrito recientemente el Santo Padre Juan Pablo II–les confió su propio sacrificio y lo transmitió, por medio de sus manos, a la Iglesia de todos los tiempos. Confiando a los Apóstoles el Memorial de su sacrificio, Cristo les hizo también partícipes de su sacerdocio» 77.

Conformados con Cristo

Hoy, en esta basílica romana, una vez más, las palabras de Cristo van a hallar pleno cumplimiento. Mediante la imposición de las manos por parte del Obispo y la oración consecratoria, el Espíritu Santo derramará la unción sacerdotal sobre estos treinta y cuatro diáconos, los conformará con Jesucristo Cabeza de la Iglesia, y los enviará a predicar con autoridad la palabra de Dios, a administrar los sacramentos –pienso de modo particular en el de la Penitencia, sacramento del perdón divino– y a renovar el sacrificio de la Cruz mediante la celebración de la Eucaristía. Identificados sacramentalmente con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, estos nuevos ministros del Señor podrán aplicarse dentro de unos momentos, con toda verdad, las palabras de Isaías: el espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado...
En su Carta a los sacerdotes con ocasión del pasado Jueves Santo, Juan Pablo II recuerda que «la vocación al sacerdocio es (...) vocación a ofrecer in persona Christi su sacrificio, gracias a la participación de su sacerdocio» 78.
Los presbíteros, en efecto, son «cooperadores del Orden episcopal, para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo» 79 a los Obispos. En el caso de los diáconos aquí presentes, incardinados en la Prelatura del Opus Dei, esa misión se concreta en el servicio sacerdotal a los fieles y a los apostolados de la Prelatura. Pero es preciso recordar que, aunque el Señor confía a cada presbítero un encargo preciso en la economía general de la salvación, el sacerdocio ministerial, en su realidad profunda, está ordenado al bien espiritual de toda la Iglesia. Como afirma el Santo Padre, «además de las tareas que son la expresión del ministerio sacerdotal, queda siempre, en el fondo de todo, la realidad misma del "ser sacerdote"» 80: sacerdote para todos y en todo momento, precisamente en la misión y a través del cumplimiento de la misión confiada a cada uno.
El sacerdote, cada sacerdote, urgido por la caridad de Cristo 81 ha de agrandar su corazón hasta abrazar a todas las almas; debe estar dispuesto a sacrificarse por cada una de ellas, a semejanza del Buen Pastor que da la vida por las ovejas 82; ha de gastarse con alegría por la gloria de Dios y en servicio de todos, sin poner límites a su entrega. Y todo esto, en virtud de la especialísima identificación sacramental con Jesucristo que se opera en el Sacramento del Orden: una realidad tan viva y profunda que le afecta en todo su ser, hasta el punto de poder afirmar –con palabras del Beato Josemaría– que «el sacerdote ha de ser de continuo un crucifijo» 83.

Hacer presente a Cristo entre los hombres

Me dirijo ahora a vosotros, hijos míos que vais a recibir dentro de unos instantes el presbiterado. No olvidéis nunca la enseñanza de nuestro queridísimo Padre: «Sed, en primer lugar, sacerdotes. Después, sacerdotes. Y siempre y en todo, sólo sacerdotes» 84.
Cuando recibáis la ordenación, haréis presente a Cristo entre los hombres en todo momento: no sólo cuando celebréis la Santa Misa, cuando atendáis a las almas en el confesonario, cuando prediquéis la palabra de Dios a los adultos y a los niños... Ciertamente, es en estos momentos cuando haréis especialísimamente las veces de Cristo, Sacerdote eterno, y actuaréis como instrumentos en sus manos, para aplicar a cada alma los frutos de la Redención. Sin embargo, os repito que vuestro sacerdocio no se agota en esos actos tan sublimes. Y acordaos también de lo que el Beato Josemaría escribía a los sacerdotes del Opus Dei: «La vocación específica, con la que –entre vuestros hermanos– habéis sido llamados y a la que libremente habéis respondido, os constituye servidores de todos en lo que mira a Dios» 85.

Vuestras ocupaciones, por variadas y aparentemente heterogéneas que sean, han de ser siempre trabajo de un sacerdote de Jesucristo; vuestro comportamiento, en el curso de toda la jornada, debe ser el comportamiento de un sacerdote de Jesucristo; incluso vuestros ratos de descanso han de estar informados por el espíritu sacerdotal. Así como la conciencia de la filiación divina ha de presidir todos los instantes de la vida de un cristiano, del mismo modo en nosotros, los sacerdotes, la realidad del sacerdocio ministerial ha de estar constantemente presente en nuestra conciencia.

Intimidad con Cristo en el altar

Si, desde el momento de la ordenación, en todo instante vais a hacer presente a Cristo Sacerdote en medio del mundo, ¡imaginaos lo que será cuando administréis los sacramentos y, sobre todo, cuando celebréis la Santa Misa! La presencia de Cristo en el sacerdote llega, entonces, a su cima más sublime. Meditad las consideraciones que el Beato Josemaría hacía a este propósito: en él tenéis un modelo maravilloso para vuestro sacerdocio. Decía nuestro Padre: «Todos los sacerdotes, seamos pecadores –como yo–, o sean santos como son otros, en el altar no somos nunca nosotros: somos Cristo, que renueva su Sacrificio del Calvario (...). ¡Soy Cristo en el altar! Renuevo incruentamente el divino Sacrificio del Calvario y consagro in persona Christi, haciendo las veces de Jesucristo, porque le doy mi cuerpo y mi voz, mis manos, mi pobre corazón tantas veces manchado, que quiero que Él purifique» 86.
Hijos míos, celebrad la Santa Misa con mucho amor. Dentro de pocas semanas, el 1 de noviembre, el Papa Juan Pablo II celebrará sus bodas de oro sacerdotales. Mientras os preparáis para acompañarle con vuestra oración en este jubileo, os exhorto a meditar unas palabras suyas que nos indican cuál ha de ser la mayor aspiración de un sacerdote.
Decía el Santo Padre hace pocos meses: «El sacerdote es el hombre de la Eucaristía (...). En el arco de estos casi cincuenta años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía sigue siendo para mí el momento más importante y más sagrado. Tengo plena conciencia de celebrar en el altar in persona Christi. Nunca en el curso de estos años he dejado la celebración del Santísimo Sacrificio. Si ha acontecido, ha sido exclusivamente por motivos independientes de mi voluntad. La Santa Misa –el Papa lo subraya explícitamente–constituye, de modo absoluto, el centro de mi vida y de cada una de mis jornadas» 87.
Como nuestro santo Fundador, suplicad hoy a Jesús que os conceda la gracia de no acostumbraros nunca a celebrar el divino Sacrificio. Os recuerdo aquel grito de un Obispo santo, que con tanta fuerza quedó impreso en el alma del Beato Josemaría, cuando aún era un joven sacerdote: «¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien!» 88. Esforzaos por seguir fielmente los consejos prácticos con los que nuestro Padre nos enseñaba a sacar el máximo fruto posible de la celebración cotidiana de la Misa. Os recordaré brevemente algunos, con el deseo de practicarlos también yo.

En primer lugar, preparaos con cariño cada día, antes de subir al altar. Renovad con frecuencia el deseo de consagrar el pan y el vino in persona Christi, aunque –como sabéis– basta que lo hagáis ahora, de una vez para siempre. No tengáis prisa en la celebración del Santo Sacrificio, como no la tienen los enamorados cuando están en compañía de la persona amada. Pronunciad las oraciones litúrgicas con atención y con deseos de sacar de ellas el maravilloso néctar que encierran. Cuidad con esmero las rúbricas. Que vuestras genuflexiones, vuestras inclinaciones de cabeza, vuestros besos al altar, sean expresión de fe y de amor. El Beato Josemaría nos aconsejaba acompañar cada uno de esos gestos con un movimiento del corazón –una jaculatoria silenciosa– que nos ayude a personalizar nuestro amor: Adoro te devote, latens deitas!, Adauge nobis fidem, spem, caritatem!..., y tantas otras que se os ocurrirán a cada uno, porque sois enamorados.

Agradecimiento a Dios

Antes de terminar, deseo felicitar a los padres, a los hermanos y hermanas de los nuevos sacerdotes. Todos vosotros, también los que no han podido acudir a esta ceremonia, sabéis que el Señor os ha demostrado una predilección particular escogiendo a un miembro de vuestra familia para ministro suyo. Procurad corresponder a este don divino con un mayor empeño en vuestra vida cristiana, con la certeza de que, a partir de ahora, contáis con una ayuda especial: la de vuestro hijo o hermano, que –desde hoy– todos los días os tendrá especialmente presentes en la Santa Misa. Demostrad vuestra gratitud por tanta predilección acercándoos a la Confesión con la frecuencia debida y recibiendo con las disposiciones necesarias la Sagrada Comunión.

Lo mismo recomiendo a todos los que os halláis aquí presentes. Será un buen modo de agradecer a Dios el regalo de estos treinta y cuatro nuevos sacerdotes. Y también un bonito modo de recordar con gratitud a Mons. Álvaro del Portillo, especialmente en esta fecha –tan querida para los fieles de la Prelatura– en la que conmemoramos el aniversario de su elección como primer sucesor del Beato Josemaría al frente del Opus Dei.

Acudimos a la protección de la Virgen Santísima, Madre de todos los cristianos y –por un título particular– Madre de los sacerdotes. Lo hacemos –rogando por la persona y las intenciones del Papa– con las mismas palabras con que Juan Pablo II confía a Nuestra Señora su propio jubileo sacerdotal y todos los sacerdotes: «María, Madre de Cristo, que nos has acogido junto a la Cruz como hijos predilectos con el Apóstol Juan, sigue velando sobre nuestra vocación. Te confiamos los años de ministerio que la Providencia nos conceda vivir aún. Permanece a nuestro lado para guiarnos por los caminos del mundo, al encuentro de los hombres y mujeres que tu Hijo ha redimido con su Sangre. Ayúdanos a cumplir hasta el final la voluntad de Jesús, nacido de ti para la salvación del hombre» 89. Así sea.

CON MARÍA JUNTO A LA CRUZ

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 15-IX-1995).

Queridos hermanos y hermanas que llenáis este templo como festivo testimonio de amor a la Iglesia.

Queridísimos diáconos, que os disponéis a recibir el don incomparable del sacerdocio de Cristo.

Padres cristianos, que, además de darles la vida, habéis colaborado en el crecimiento de la fe de vuestros hijos, preparándoles así para responder a esta nueva y sublime llamada divina.

Hoy, alrededor de este altar, se llevará a cabo uno de los misterios más insondables de la vida de la Iglesia, cuyas raíces se hunden en el infinito amor de la Trinidad por los hombres. Estos hermanos nuestros diáconos, en efecto, serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, para continuar la obra santificadora de Cristo. Y la mejor vía para aproximarnos a este misterio, como nos muestra el mismo Jesús, es su Santísima Madre.

Inmersos en la realidad del Calvario

Et ex illa hora accepit eam discipulus in sua 90, desde aquel momento, el discípulo la acogió en su casa. En la hora –dolorosa y crucial– de su muerte en el Calvario, Jesús mismo manifiesta de modo solemne su voluntad de establecer para siempre un profundo lazo materno-filial entre la Virgen y cada uno de nosotros, que somos y nos profesamos discípulos de Cristo.
Queridísimos diáconos: la contemplación del sufrimiento amoroso, silencioso y fuerte, de Nuestra Señora en el Calvario, suscita en vosotros –como en todos nosotros–, sin duda alguna, resonancias interiores, una conmoción profunda que aspira a traducirse en hechos de cristiana coherencia. Stabat Mater dolorosa iuxta Crucem lacrimosa dum pendebat Filius 91: mientras el Hijo abre en la Cruz los brazos a la humanidad entera, en gesto de Sacerdote Eterno 92, la Madre no sólo asiste al sacrificio redentor, sino que toma parte activa en él, y a él se adhiere y se une estrechísimamente.

Merced a la gracia específica del sacramento del Orden, que está a punto de volcarse sobre vuestra alma, desde hoy –fiesta de la Virgen Dolorosa– os encontraréis más íntimamente inmersos en la realidad del Calvario: por vez primera, en efecto, vais a ser asociados como sacerdotes en la celebración de los misterios de la muerte y resurrección de Cristo. Cultivad siempre el deseo sincero de estar muy cerca de María al pie de la Cruz, serenos y alegres, con la certeza de que sólo en este lugar privilegiado –iuxta Crucem et Matrem– obtendréis la fuerza necesaria para desarrollar vuestro ministerio pastoral como sacerdotes de Cristo.

Esta expresión, "ministerio pastoral", encierra el significado del don sacramental que estáis a punto de recibir mediante la imposición de las manos y la oración consacratoria. «El ministerio de los presbíteros –enseña el Concilio Vaticano II–, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con la que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por el sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en nombre y en la persona de Cristo Cabeza» 93.
El sacerdocio ministerial nació de la voluntad de Cristo como fuente permanente de dones sobrenaturales al servicio de la santidad de la Iglesia y de la salvación de todos los hombres. De aquí que el sacerdote sea ordenado ad serviendum, como le gustaba recordar al Beato Josemaría: para servir a la obra de le Redención como fiel administrador 94 –nada menos y nada menos– de los bienes que la Sangre de Cristo ha conquistado para nosotros 95.

Participar en la Muerte y Resurrección de Cristo

Como tratando de hacer una síntesis de sus enseñanzas en torno a la vida y al ministerio de los sacerdotes, el Concilio Vaticano II afirma que toda la existencia del presbítero ha de orientarse a la búsqueda de un fin exclusivo: la gloria de Dios 96. También yo, con nuestro santo Fundador, deseo hoy repetiros: Deo omnis gloria! 97. Durante años, este afán de adorar con la mente, con el corazón y con las obras ha representado el único ideal de vuestro empeño en el ejercicio de la profesión, como fieles cristianos en el Opus Dei. Por eso estoy seguro de que, con la ayuda de la gracia, también en el ejercicio del ministerio sacerdotal sabréis llenaros de esta alta aspiración.
«La vida y el ministerio del sacerdote –ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II– son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida» 98. La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes enamorados de Cristo, felices de seguir al Maestro mientras recorre la tierra en busca de almas que salvar, con el corazón palpitante de caridad pastoral y de un deseo evangelizador que no conoce límites. «Hoy, en particular –añade el Papa–, la tarea pastoral prioritaria de la nueva evangelización, que atañe a todo el Pueblo de Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva expresión para el anuncio y el testimonio del Evangelio, exige sacerdotes radical e íntegramente inmersos en el misterio de Cristo» 99.
Yo puedo atestiguar cómo el Beato Josemaría vivió su sacerdocio encarnando las palabras del Papa que acabamos de escuchar, hasta alcanzar alturas vertiginosas. Lo hago con profundo agradecimiento al Señor, que me permitió observar durante mucho tiempo, día tras día, su crecimiento progresivo en la unión con Dios, sin pausas de ningún género, hasta el punto de llegar a encontrarse completamente inmerso en el Señor. «Su gran amor a Cristo, por quien se siente fascinado –dijo el Santo Padre en la homilía que pronunció durante la solemne beatificación–, le lleva a consagrase para siempre a Él y a participar en el misterio de su pasión y su resurrección» 100.

Las "pasiones" del sacerdote

En cuanto sacerdotes, habéis de alimentar las pasiones de predicar, orientar a las almas con la dirección espiritual y administrar el sacramento de la Penitencia. Sobre todo, amad la Santa Misa: tened siempre presente que la celebración del Sacrificio eucarístico constituye vuestra misión principal, de igual modo que es «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» 101.

Cuidad mucho, cada día, los tiempos dedicados a la oración mental y a la oración vocal, especialmente a la Liturgia de las Horas. Sed generosos en la mortificación. Y no dejéis que los libros "se duerman" en las estanterías: preved en vuestro plan diario algún momento dedicado al estudio, para el aggiornamento de los conocimientos teológicos y la meditación de las enseñanzas de los documentos del Magisterio de la Iglesia.

Procurad cumplir siempre vuestro trabajo sacerdotal según el modelo que nos ofrece el Beato Josemaría con sus enseñanzas y su vida santa, como lo hizo don Álvaro, hijo fidelísimo y primer sucesor suyo en la dirección del Opus Dei. Precisamente el 15 de septiembre de hace veinte años, don Álvaro dio comienzo a su ministerio de Padre y Pastor en el Opus Dei. Todos los fieles de la Prelatura confían hoy vuestro ministerio pastoral a su intercesión. También vosotros, padres y hermanos de los nuevos sacerdotes, podéis y debéis seguir ayudándolos con vuestra oración.
Pero volvamos la mirada al Calvario, donde Jesucristo nos confía a su Madre. La maternidad espiritual de María, don inestimable que –entre tantos otros– el Señor ha derramado sobre nosotros, es el camino más hacedero y seguro para llegar a Jesús. Ad Iesum per Mariam. El Beato Josemaría añadía, a estas palabras, una premisa de la que no debéis prescindir nunca: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! 102. Nosotros hemos de recorrer nuestro camino de hijos de Dios con Pedro, con el Papa, en unión de afectos e intenciones con él, con una fidelidad ejemplar a su persona y a sus enseñanzas. De este modo, seguros siempre bajo la protección de la Virgen, podremos rendir al Padre toda la gloria, en el Espíritu Santo.
Que la Santísima Virgen, Madre de los sacerdotes, como pedía para todos los sacerdotes el Santo Padre Juan Pablo II, os enseñe a transformar vuestro ministerio sacerdotal en un sacrificio de amor 103.

AL SERVICIO DEL PAN Y DE LA PALABRA

En una ordenación presbiteral (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 9-VI-1996, solemnidad del Corpus Christi).

En la solemnidad del Corpus Christi, la Iglesia eleva al Cielo su acción de gracias por el don inefable de la Eucaristía. Hoy, nuestras acciones de gracias adquieren tonos de particular intensidad. Un clima más festivo aún, si fuera posible, rodea a esta celebración litúrgica, en el curso de la cual administraré la ordenación sacerdotal a quince diáconos.

La Santísima Eucaristía es verdaderamente el mayor don que Jesucristo ha otorgado a la Iglesia. En este sacramento, como recuerda el Concilio Vaticano II, «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» 104. Es «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» 105.
Nuestro Señor Jesucristo, ofreciendo a los hombres el alimento eucarístico, nos introduce en la corriente de conocimiento y amor infinitos en que consiste la vida de la Santísima Trinidad. Un don que desvela ante nosotros la posibilidad de llegar a una unión tan íntima y vital con Jesús, que supera los sueños más atrevidos: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él. Como el Padre que me envió vive y Yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí» 106.

Sacerdotes para la Eucaristía

¿Cómo podremos corresponder, aun en medio de nuestra insuficiencia, a un regalo tan espléndido? He aquí la respuesta del Beato Josemaría: «Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma» 107. Con su heroica docilidad a la gracia, el Fundador del Opus Dei supo entregarse completamente al Señor: los proyectos que su privilegiada inteligencia era capaz de elaborar, los afectos que albergaba en su gran corazón, las decisiones de su voluntad férrea. El retablo de esta iglesia lo representa en la gloria celestial, inmerso en la adoración de la Trinidad. Y así es: ahora, en el Cielo, presenta a Dios de modo definitivo la adoración, la gratitud y la súplica que constituyen la finalidad propia del Sacrificio eucarístico. Podemos afirmar que, en cierta manera, su Misa no terminará ya nunca. Permitid que os recuerde el fin propiciatorio de la Santa Misa: cuando os acerquéis al altar, hijos míos, uníos a Jesús, que vuelve a ofrecer su Cuerpo y su Sangre a Dios Padre, implorando perdón por todos los pecados de los hombres.
Vosotros, que estáis a punto de recibir el Orden sacerdotal, seréis signados por el Espíritu Santo y configurados con Cristo sacerdote, de modo que podáis actuar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza 108, precisamente para poder celebrar el Sacrificio de la Misa. En efecto, como escribió el Santo Padre a los Obispos de la Iglesia y a todos los sacerdotes, la Eucaristía constituye «la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella (...).Mediante nuestra ordenación (...) nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, "por ella" y "para ella". Somos, de modo particular, responsables "de ella"» 109.
El ministerio sacerdotal adquiere su pleno sentido principalmente en la Eucaristía. En efecto, en la celebración los presbíteros «ejercen sobre todo su oficio sagrado» 110. No lo olvidéis nunca. El Beato Josemaría nos ha dado un ejemplo elocuente de amor al Santísimo Sacramento.
También el recuerdo de Mons. Álvaro del Portillo, hijo fidelísimo y primer sucesor del Beato Josemaría, os ayudará a hacer de la Eucaristía el verdadero centro de vuestro ministerio sacerdotal. Él exhortaba a los sacerdotes del Opus Dei a fundamentar la eficacia de su trabajo pastoral en el cuidado atento y delicado de la liturgia eucarística: «Celebrar con piedad el ministerio eucarístico –decía– será vuestro mejor apostolado, el mejor servicio que podéis prestar como instrumentos de unidad» 111. «Instrumentos de unidad»: estas palabras arrojan luz sobre vuestra misión de sacerdotes incardinados en la Prelatura; de sacerdotes, por tanto, que tienen el deber de trabajar sin pausa en la tarea de sostener la santidad de los fieles de esta porción de la Iglesia y, con ellos, de todas las almas que el Señor pondrá en el camino de vuestra vida. Y como la unidad en la Iglesia es garantía de la unión con Dios, entre los primeros anhelos del sacerdote se cuenta precisamente la promoción de la unidad: unidad entre todos los fieles y unidad de cada uno de ellos con el Santo Padre y con los Pastores legítimos.
Sois conscientes de que el sacerdote no ha de poner límites en su dedicación al ministerio. Como Cristo, que ha dado su vida por nosotros, también el sacerdote está llamado a entregarse con generosidad total. Primariamente en la celebración de la Eucaristía, pero también en la administración de los demás sacramentos y en la predicación de la Palabra de Dios. Lo expresa admirablemente la liturgia en el prefacio de la Misa crismal: «Para que en su nombre –en el nombre de Cristo– renueven el sacrificio de la redención humana y sirvan a tus hijos el banquete pascual, sostengan a tu pueblo santo en la caridad, lo alimenten con tu Palabra y lo reconforten con tus sacramentos» 112.

Predicar la Palabra de Dios

En la primera lectura hemos visto cómo el Señor, dirigiéndose al pueblo de Israel que peregrinaba en el desierto en busca de la tierra prometida, compara la Palabra revelada al alimento corporal, subrayando de este modo su absoluta necesidad: te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh 113. La predicación de los sacerdotes ha de constituir un verdadero alimento espiritual para los fieles. El Concilio amonesta: «Su misión es siempre no enseñar su propia sabiduría, sino la Palabra de Dios, e invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad» 114. Meditad en esta última llamada: «Invitar a todos instantemente a la conversión y a la santidad». Tendríamos que detenernos en cada palabra de este brevísimo texto, porque en su conjunto presenta un aspecto característico del ministerio sacerdotal: la fuerza con que el sacerdote hace resonar en las almas el eco de la amorosa llamada de Dios a la santidad; la fe con que debe informar su predicación, haciéndola vibrar en llamadas apremiantes a la conversión; la ambición santa –que es, al mismo tiempo, esperanza y humildad– que ha de saber despertar en la criaturas, hasta conseguir que se abran al ideal de la plena comunión de vida con Dios. No podemos reducir la importancia de estas metas, porque de ellas depende la autenticidad de la vida cristiana. Ser cristiano exige la santidad. La plenitud de la caridad 115 no es algo facultativo, sino la única respuesta adecuada a la precisa llamada divina recibida en el Bautismo: ésta es la Voluntad de Dios, vuestra santificación 116.
Hijos míos que os disponéis a recibir la ordenación sacerdotal: pensad cuán exigente, y al mismo tiempo exaltante, es el ministerio de la Palabra, que ya estáis ejercitando, como diáconos, desde hace algunos meses. Haced vuestra la reflexión de San Gregorio Magno: «Se enseña con autoridad cuando primero se hace y luego se dice» 117. Para estar en condiciones de invitar a todos, con insistencia, a la conversión y a la santidad, es preciso que vuestra palabra vaya siempre precedida por una constante conversación con Dios, por una apasionada y personal búsqueda de la santidad.
El objetivo que nos señala la Palabra de Dios es altísimo. Pero el Señor mismo nos concede los medios adecuados para satisfacer sus exigencias: la santidad es meta y también don. Alimentar a los fieles con la Palabra y santificarlos con los sacramentos. Este aspecto del ministerio sacerdotal es el que ilumina sobre todo la identidad del sacerdote. El Beato Josemaría define al sacerdote como «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado» 118. ¡Con qué inmediatez brilla esta verdad en el sacramento de la Penitencia! Aquí el sacerdote no sólo es servidor de Cristo, sino que ha de ofrecer una imagen fiel del Buen Pastor, por medio de la caridad con que sabe acoger al penitente y moverlo a abrirse a la gracia del perdón. El Santo Padre Juan Pablo II lo enseña en forma clara y profunda: «Cristo, a quien él [el sacerdote, ministro de la Penitencia] hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias» 119.
Cada aspecto del ministerio sacerdotal nos sitúa frente a la exigencia fundamental de reproducir íntegramente en nuestra vida la identidad teológica del sacerdocio ministerial que se nos ha conferido. Como nos recuerda el Santo Padre, «los presbíteros son, en la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor» 120, «están llamados a prolongar la presencia de Cristo, único y sumo pastor, actualizando su estilo de vida, y a hacerse como una transparencia suya en medio de la grey que se les ha confiado» 121.

Esto significa que el sacerdote no debe atraer la atención de los fieles sobre sí mismo, sino tratar de convertirse en "transparencia de Cristo". El ejemplo del Beato Josemaría os ayudará a poner en práctica este propósito que –estoy seguro– habréis formulado ya en vuestro corazón. Desde los primeros momentos de su sacerdocio, se empeñó en impulsar las almas a Dios. Las imágenes de la agotadora predicación que llevó a cabo en los últimos años de su vida por diferentes lugares de Europa y del Continente americano documentan cómo, ante las grandes muchedumbres que estaban pendientes de sus labios, sólo hablaba de Dios, en un tono voluntariamente sencillo y siempre auténticamente sobrenatural.

Docilidad al Espíritu Santo

Un desprendimiento tan grande de sí mismo y una dedicación tan completa al servicio de Cristo sólo es posible si el sacerdote se esfuerza positivamente por desaparecer, por dejar de lado su propia personalidad, sus gustos y preferencias personales, para dejarse guiar sólo por el Espíritu Santo. Por esta razón la Iglesia, después de que los elegidos se han postrado en el suelo y la asamblea de los fieles ha cantado las letanías de los santos, dirige a Dios Padre esta súplica, por medio del Obispo: «Derrama sobre estos hijos tuyos la bendición del Espíritu Santo y la potencia de la gracia sacerdotal». Y, en el momento culminante de la oración consecratoria, invoca: «Renueva en ellos la infusión de tu Espíritu de santidad» 122.
Sed, pues, frecuentadores dóciles y asiduos del Espíritu Paráclito. En virtud de su unción, seréis signados con un carácter especial que os configurará con Cristo Sacerdote 123. Y vuestra progresiva conformación con Cristo será obra del Espíritu Santo, por medio del crecimiento en la caridad pastoral; «esa virtud –escribe el Papa– con la que imitamos a Cristo en su entrega y en su servicio» 124.
Permitid que cite de nuevo al Beato Josemaría, quien nos recuerda con estas palabras la primera y fundamental disposición que debe informar nuestra devoción al Paráclito: «La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en una sola idea: docilidad» 125. «Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre» 126. Quien sabe responder sin vacilaciones a las inspiraciones del Espíritu Santo progresa velozmente en el camino de la santidad, hacia la íntima comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se realizan entonces en el cristiano, sediento de identificarse con Cristo con hechos, aquellas palabras del salmista: se recrea, cual atleta, corriendo su carrera 127.

Es alta la meta, pero –lo repito– también es entusiasmante: Jesús mismo nos llama, nos sostiene y nos guía para que la alcancemos. Os lo digo a vosotros, hijos míos, que dentro de pocos instantes seréis sacerdotes; me lo digo a mí mismo y a todos los presentes: respondamos fielmente cada día, en todo momento, a la actividad del Espíritu santificador, que el Padre y el Hijo nos han donado; no dejemos caer sus dones en el vacío.

Quisiera ahora dirigir unas palabras a los padres y hermanos de los ordenandos. La llamada al sacerdocio ministerial es un don que Dios concede a toda la Iglesia, pero es también expresión de su particular cariño a vuestras familias. Desde ahora en adelante, cuando este hijo o este hermano vuestro sacerdote ofrezca el sacrificio de la Santa Misa, presentará a la Trinidad Beatísima vuestros deseos y vuestras necesidades. Mostraos gratos al Señor por esta gracia y rezad, también todos los días, por la fidelidad de los nuevos sacerdotes.

Invocad a la Virgen, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. Su intercesión nos alcanzará el don de una docilidad pronta al divino Paráclito. Invoquémosla también para que siempre, con materna solicitud, esté cerca de los nuevos presbíteros. Nosotros os deseamos que, a lo largo de vuestra entera existencia sacerdotal, se cumpla el auspicio de San Ambrosio: «Que en cada uno de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios» 128. Así sea.

A LA SOMBRA DEL PARÁCLITO

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 7-VI-1998).

Queridos hermanos y hermanas, queridísimos ordenandos.

Ha transcurrido una semana desde que celebramos la solemnidad de Pentecostés. En unión con la Iglesia, revivimos entonces aquel grandioso acontecimiento sucedido hace dos mil años, cuando el Espíritu de Dios se derramó sobre toda carne 129, sobre hombres y mujeres provenientes de los más variados países, para congregarlos en la unidad del Cuerpo Místico de Cristo. Cumpliendo los deseos del Romano Pontífice, hemos tratado de disponernos muy bien para esa gran fiesta, en este año dedicado al Espíritu Santo, como preparación para el Gran Jubileo del 2000. De igual modo nos habremos comportado pensando en el día de hoy, solemnidad de la Santísima Trinidad.
Esta fiesta constituye como el culmen del año litúrgico, pues nos indica que la Iglesia vive del Misterio de la Trinidad y a ese Misterio tiende. Afirma Santo Tomás de Aquino que «el conocimiento de la Trinidad en la Unidad es el fruto y el fin de toda nuestra vida» 130. Y así es. Procedemos de Dios Uno y Trino, principio de todas las cosas; y a Dios Uno y Trino nos dirigimos, como a nuestro último y definitivo fin. Es justo, pues, que le rindamos honor, gloria y acción de gracias, no sólo con palabras, sino con toda nuestra vida, como nos invita a hacer la liturgia: gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Al Dios que es, que era y que vendrá 131.

La acción del Espíritu Santo

Esta solemnidad cobra hoy para nosotros brillos nuevos, porque durante la Santa Misa recibirán la ordenación sacerdotal doce diáconos de la Prelatura del Opus Dei. Como en Pentecostés, a ruegos de la Iglesia, el Padre y el Hijo enviarán sobre estos candidatos al que es Don de Dios Altísimo, fuente viva, fuego, caridad y espiritual unción 132. El Espíritu Santo llenará sus almas e imprimirá en cada una el sello indeleble del carácter sacerdotal.
Todo es obra del Paráclito. «Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo –explica Juan Pablo II–, así en el Sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal» 133.

El Sacramento del Orden capacita a quien lo recibe para realizar in persona Christi los actos propios del ministerio pastoral. Entre Jesucristo y cada sacerdote se da un admirable intercambio, que es reflejo de aquel admirabile commercium de la Encarnación. Ellos entregan a Cristo su alma y su cuerpo, sus sentidos y potencias, su humanidad entera, para que el Señor se sirva de todo su ser como instrumento en la aplicación de la obra redentora. Y ellos reciben la capacidad de representarle como buenos Pastores de la Iglesia, actuando in nomine et persona Christi Capitis, en el nombre y con la autoridad de Cristo Cabeza de la Iglesia. Recemos por la santidad de todos los sacerdotes: tenemos esta dichosa obligación.

Hijos míos, en cuanto seáis sacerdotes, haréis presente a Cristo entre vuestros hermanos los hombres. Le prestaréis vuestra lengua, para renovar en la Santa Misa el sacrificio del Calvario; vuestras manos, para bendecir y perdonar en el sacramento de la Penitencia; vuestra inteligencia y vuestra voluntad, para exponer con claridad los divinos misterios e impulsar a las almas a identificarse en todo momento con la Voluntad del Señor.

Dad gracias al Dios Uno y Trino por el amor de predilección que os ha manifestado, llamándoos –como a los primeros Doce– amigos suyos 134, amigos por un título especial –el del sacramento que vais a recibir–, que os compromete plenamente, y para el que contáis con las oraciones de la Iglesia y con la ayuda divina.

Los dones del Paráclito

En el curso de la ceremonia de la ordenación, mientras el Obispo impone en silencio las manos sobre cada uno de los candidatos, la liturgia prescribe el canto del Veni, Creator Spiritus. Con este himno pedimos que el Espíritu Santo actúe sobre estos hombres, llamados a colaborar en el ministerio pastoral de los Obispos 135. ¡Qué lógico es que invoquemos en esos momentos al que es Don de Dios Altísimo y, por eso mismo, Dador de todas las gracias! Al pedirle que derrame sobre ellos su unción espiritual, que los convertirá en sacerdotes de Jesucristo para siempre, nuestra oración ha de alzarse vibrante al Cielo, suplicando –para ellos y para todos nosotros– el sacrum septenarium, los siete dones en los que se sintetiza la variadísima y sobrenatural acción del Paráclito en la Iglesia y en las almas.
Otórgales, Señor, el don de sabiduría, que nos obtiene un «conocimiento gustoso de Dios y de todo lo que a Dios se ordena y de Dios procede» 136; haz que estos hijos tuyos y todos los sacerdotes valoremos cada acontecimiento de nuestra vida personal y de la historia de la humanidad a la luz del Evangelio, y sepamos mostrar a los demás fieles, con la predicación y con el ejemplo, «el misterioso y amoroso designio del Padre» 137.
Concédeles el don de entendimiento, con el que perfeccionas nuestro conocimiento de la Palabra revelada: ilumina a estos siervos tuyos y a todos los ministros de la Iglesia para que, con la luz de tu Espíritu, proclamen «con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación» 138.
Comunícales el don de ciencia, con el que somos capaces de «comprender y aceptar la relación (...) de las causas segundas con la causa primera» 139; para que puedan enseñar a todas las almas «lo que son y lo que han de ser las cosas creadas, según los designios de la creación y la elevación al orden sobrenatural» 140.
Infúndeles el don de consejo, de modo que, con la gracia del discernimiento, sepan «orientar su propia conducta según la Providencia» 141 y aconsejar a las almas en su caminar hacia el Cielo.
A la hora de las dificultades, que necesariamente encontrarán en el ejercicio del ministerio, sosténlos, Señor, con el don de fortaleza: que sean siempre «firmes en la fe, constantes en la lucha y fielmente perseverantes en la Obra de Dios» 142, para el servicio de la Iglesia.

Llénales del don de piedad, que nos capacita para saborear en todas la circunstancias nuestra filiación divina en Cristo y nos hace sabernos hermanos de todos los hombres. Que estos hijos tuyos cultiven día tras día una intensa unión contigo y se identifiquen más y más con Cristo Sacerdote.

Haz, finalmente, que mediante el don de temor de Dios se imprima en ellos –como rogaba el Fundador del Opus Dei– «el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad» 143: que sirvan gustosamente con su ministerio a todas las almas, y especialmente a los demás fieles de la Prelatura, sin decir jamás basta, antes bien, ofreciéndose con gozo en voluntario holocausto.

Oración por los sacerdotes

Antes de proseguir la celebración, deseo transmitir a los padres y hermanos de los ordenandos mi felicitación más cordial. A partir de ahora contáis, entre los de vuestra misma sangre, con un sacerdote; es decir, un representante de Jesucristo, un mediador entre los hombres y Dios. Estad seguros de que os tendrá cada día muy presentes en el altar, cuando ofrezca la Víctima divina a Dios Padre con la potencia del Espíritu Santo. Podréis confiar vuestras necesidades a su intercesión, mientras actúan en nombre de Jesucristo. Pero no olvidéis que también ellos necesitan constantemente de la oración vuestra, para cumplir dignamente la misión que se les ha confiado. Seguid ayudándoles como hasta ahora, y más que hasta ahora. Acogeos en vuestras peticiones a la protección celestial del Beato Josemaría y de su primer sucesor, Mons. Álvaro del Portillo.
Al mismo tiempo, y como prueba de agradecimiento a la Iglesia, que ha elegido a uno de los vuestros como ministro suyo, rezad –insisto– por los sacerdotes del mundo entero, comenzando por el Santo Padre, por el Cardenal Vicario de Roma y sus Obispos auxiliares. Pedid a la Santísima Trinidad que envíe muchas y santas vocaciones sacerdotales, porque el mundo las necesita. ¡Es tan inmensa la mies que se presenta ante los ojos en los albores del nuevo milenio, y hacen falta muchos sacerdotes! Roguemos, pues, todos, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies 144. Lo hacemos uniéndonos a la oración del Santo Padre Juan Pablo II con ocasión de su jubileo sacerdotal: «Que nunca falten sacerdotes santos al servicio del Evangelio; que resuene en cada catedral y en cada rincón del mundo el himno "Veni Creator Spiritus". ¡Ven, Espíritu Creador!; ven a suscitar nuevas generaciones de jóvenes, dispuestos a trabajar en la viña del Señor, para difundir el Reino de Dios hasta los confines de la tierra» 145.

Y para que nuestra plegaria sea más eficaz, la confiamos a la mediación de la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. Así sea.

ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 13-IX-1998).

Queridísimos ordenandos, hermanas y hermanos.

Doy gracias a Dios con todo el corazón, porque hoy, una vez más, me concede la alegría de administrar el Orden Sagrado a un nuevo grupo de fieles de la Prelatura del Opus Dei, hijos espirituales del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.

En el Evangelio de la Misa 146, Cristo afirma que es el Buen Pastor y fundamenta esta aserción suya en una prueba incontrovertible: por salvar a sus ovejas, ha llegado a dar la vida por ellas. Por esto, sólo a Él compete en plenitud este título. Sólo Él guía la grey hacia pastos seguros. Las ovejas reconocen como por instinto la voz de Jesús, y la siguen con la certeza de alcanzar la salvación. Él cumple la promesa que Dios había hecho por boca del profeta Ezequiel: Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré Yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas 147.

Administradores fieles

¿Quién es el sacerdote? ¿Cuál es su tarea? La respuesta de San Pablo es tajante: así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios 148. Su misión es la de ser instrumento del Maestro. Ha sido llamado, y habilitado por la potestad recibida en el sacramento del Orden, para ser canal por donde la gracia divina llegue a cada fiel, haciendo posible su unión con Cristo hasta convertirse en partícipe de la naturaleza divina: ¡hijo de Dios!
Por lo demás –continúa San Pablo–, lo que se busca en los administradores es que sean fieles 149. Esta fidelidad, queridísimos candidatos al sacerdocio, puede resumirse en las promesas que pronunciaréis dentro de poco. Se os preguntará: "¿Queréis cumplir el ministerio de la palabra mediante la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica, con dedicación y sabiduría?" 150. Entre las funciones del sacerdote, el Concilio Vaticano II pone en primer lugar precisamente el anuncio del Evangelio 151.

Con humanas palabras de consuelo es posible confortar momentáneamente a quienes sufren. También las exhortaciones a no desesperarse pueden ser a veces como un punto de apoyo para quien vaga en la oscuridad. Algunos podrán obtener ventajas del consejo que sirve de orientación en las vicisitudes –en ocasiones tan complejas– de la vida familiar y profesional. Pero la tarea específica del sacerdote va mucho más allá. El sacerdote es depositario de una luz infinitamente más cierta que la que procede de cualquier sabiduría humana: la luz de Cristo, la única capaz de mostrarnos en cualquier momento la vía de la salvación y de la paz que no decepciona. Sólo anunciando el Evangelio con integridad, podrá el sacerdote ayudar verdaderamente a las almas.

En una alocución al clero de Roma, el Santo Padre Juan Pablo II exhortaba: «Debemos, ciertamente, ponernos junto a quienes sufren y pasan necesidad: ponernos de su parte. Pero debemos actuar siempre con ellos como sacerdotes» 152. Los fieles esperan del sacerdote «que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que –aunque conociese perfectamente– no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna» 153. El sacerdote es maestro, pero la única sabiduría que las almas desean recibir de él es la que procede de Cristo: la sabiduría de la Cruz y del perdón, del amor infinito de Dios y de su inagotable misericordia; la sabiduría de la esperanza, que disipa la tentación del desánimo; la sabiduría de una santidad que es lucha espiritual, contrición, propósito eficaz de lealtad.
No olvidéis que el Paráclito, que nos otorga la sabiduría de Cristo, es fuego. El sacerdote no puede ceder al desvarío de querer agradar a todos, a cualquier precio. No ha de tener miedo a hacer resonar en las almas el eco de la voz de Cristo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará 154.
Custodiar la fe en toda su integridad es garantía de felicidad en la tierra y en el cielo. «Nosotros no tenemos directamente poder en la conversión de las almas –decía en cierta ocasión el Papa, a un grupo de sacerdotes–. Pero somos responsables del anuncio de la fe, de la totalidad de la fe, y de sus exigencias» 155. El Espíritu Santo abre las mentes y los corazones para acoger la Palabra en la medida en que se la anuncia en toda su verdad. Ciertamente, el Señor es –con expresión del Antiguo Testamento–un Dios celoso 156 y pide mucho. La coherencia cristiana, la santidad, es una meta muy alta. Pero sólo quien la busca de verdad experimenta cómo se cumplen en su vida las promesas de felicidad que nos ofrece la fe. Solamente Dios es capaz de saciar nuestra sed de bondad, de justicia, de belleza, de paz.

Responsabilidad de ir por delante

Por estas razones, no se puede mirar al Evangelio como a un elenco de preceptos éticos, abstractos y, en algunos casos, casi imposibles de cumplir, porque requieren un enorme esfuerzo. Tampoco es una especie de manual de buena educación, un prontuario de buenas maneras. El Evangelio es el Camino, la Verdad que conduce a la plenitud de la Vida 157. Para poder acogerlo, para reconocer en él la voz de Cristo que llama, es preciso crear en la mente y en el corazón disposiciones de humildad y sinceridad, de valentía y abandono, de apertura a la esperanza y al amor. Ésta es la finalidad que debe proponerse el sacerdote en la predicación y en la dirección espiritual: guiar a las almas –cada alma, una a una– al encuentro personal con el Señor, a aquella unión íntima y vital con Cristo que es un intercambio de amor: darse y recibir. Y ese intercambio halla su momento culminante en los sacramentos.
En el rito de las promesas, se os preguntará: «¿Estáis dispuestos a celebrar con devoción y fidelidad los misterios de Cristo según la tradición de la Iglesia, especialmente en el Sacrificio eucarístico y en el sacramento de la Reconciliación, para alabanza de Dios y para la santificación del pueblo cristiano?» 158. La Iglesia os otorga la potestad de administrar el perdón sacramental y de celebrar, in persona Christi, la Santa Misa, donde el Señor se ofrece a Sí mismo como alimento de las almas. Éste es el vértice al que tiende todo el ministerio sacerdotal.
Evidentemente, para profesar esta fidelidad incondicionada a Cristo, el sacerdote ha de ser el primero en recurrir con amor al sacramento del perdón, el primero en no poner obstáculos a la gracia que mana de la Eucaristía, el primero en adentrarse por el camino de una oración auténtica y asidua. Seguid siempre la exhortación de nuestro santo Fundador: «Busca a Cristo, encuentra a Cristo, ama a Cristo» 159: «Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos» 160. Junto a Cristo, experimentaréis la profunda verdad que se encierra en la exclamación del salmista: Quia tu es, Deus, fortitudo mea 161! Jesús transforma la debilidad del hombre en fortaleza divina. Nos concede la capacidad de dar lo que no tenemos, de amar hasta el sacrificio.
Otra de las promesas solemnes que se pedirá que mantengáis alude a esta transformación obrada en nosotros por la gracia que nos llega mediante los sacramentos y la oración. Dice así: «¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como Víctima santa, y con Él consagraros para la salvación de los hombres?» 162 El Señor os concederá la fuerza si vosotros, día tras día, os esforzáis por cumplir fielmente vuestro ministerio. Con la oración y con el sacrificio de vuestra vida, lo amaréis también por aquéllos que no le aman, y con su mismo Amor, con la fuerza del Espíritu Santo; sabréis expiar y reparar por las ofensas que se le infieren; arrancaréis a Dios –por así decir– muchas gracias de conversiones verdaderas.

Aplicación a todos los fieles

Hemos considerado algunas exigencias del ministerio sacerdotal. Pero muchas de las cosas que hemos recordado pertenecen al horizonte de la vida de todos los cristianos. En efecto, todo fiel cristiano, en fuerza del Bautismo, ha sido hecho partícipe del sacerdocio de Cristo según un modo que le es propio. Todo cristiano tiene el deber de difundir la luz del Evangelio, de conducir a Cristo a todas las personas con las que entra en contacto, de llevar a cabo un vasto apostolado de la Confesión. Y, para alcanzar este objetivo, todo fiel cristiano tiene necesidad de buscar en Cristo la fortaleza que fue concedida a los Apóstoles.

Hoy, queridos diáconos, todos rezaremos especialmente por vosotros, que os aprestáis a recibir el don del sacerdocio. Vosotros, en ésta que será vuestra primera Misa, rezad por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos. Especialmente a vuestros padres debéis gran parte de la vocación. Y vosotros, padres, parientes y amigos, seguid sosteniendo con vuestra plegaria a estos nuevos sacerdotes. Al afecto que sentís por ellos se une hoy la justa veneración por lo que el Señor va a obrar en estos seres tan queridos para vosotros: un misterio santo que requiere santidad.

Hijos míos diáconos, rezad por el Santo Padre, por su Vicario en la ciudad de Roma y sus Obispos auxiliares. Rezad de modo especial por todos los fieles de la Prelatura del Opus Dei, a cuya asistencia espiritual dedicaréis de ahora en adelante vuestras mejores energías. Suplicad al Señor que siga bendiciendo siempre a su Iglesia con nuevas vocaciones de sacerdotes santos. Y rezad también por mí, que –con la intercesión del Beato Josemaría– os confío lleno de gozo a la protección de la Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de los sacerdotes. Así sea.

AMOR Y SERVICIO

En una ordenación diaconal (Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, 7-VII-1995).

Queridísimos ordenandos; padres, hermanos y parientes que les acompañáis; hermanas y hermanos:

Gratias, tibi, Deus, gratias tibi! Es muy hondo mi agradecimiento a Dios porque me concede la alegría de conferir la ordenación de diáconos a este grupo de fieles del Opus Dei, en esta fecha tan significativa y de recuerdos entrañables para todos nosotros.

Hijos míos que vais a recibir el diaconado. Comprenderéis que, antes de dirigirme especialmente a vosotros, mi corazón vuele de inmediato al 7 de julio de 1975, cuando el Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad abrió por primera vez sus puertas, precisamente para celebrar una solemne Misa en sufragio por el alma del Fundador del Opus Dei. Un reflejo de la densidad de acontecimientos en la vida del Opus Dei durante estos veinte años, lo constituye también la estatua orante de su Fundador, el Beato Josemaría, que ha quedado expuesta al culto en este Santuario de Torreciudad. ¡Con qué fuerza nos habla esta coincidencia de los designios misericordiosos y paternales de Dios con su Obra y con su siervo el Beato Josemaría! Todo esto nos ayuda, nos debe ayudar, a renovar el deseo de ser de veras fieles –¡fieles con hechos!– a nuestra vocación.

Hoy, además, celebramos el sesenta aniversario de la petición de admisión en el Opus Dei de mi querido predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, hijo fidelísimo del Beato Josemaría, llamado por Dios a sucederle al frente de la Obra. Hace años nuestro Fundador, hablando con un grupo de hijos suyos, se refería a don Álvaro con estas palabras: «Tiene la fidelidad que debéis tener vosotros a toda hora, y ha sabido sacrificar con una sonrisa todo lo suyo personal, como vosotros. Él no piensa que es una excepción, y yo creo que no lo es, y no lo será nunca: todos debéis hacer como él, con la gracia de Dios. Y si me preguntáis: ¿ha sido heroico alguna vez?, os responderé: sí, muchas veces ha sido heroico, muchas; con un heroísmo que parece cosa ordinaria».

»Querría –concluía nuestro Fundador– que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad» 163.

Hijos míos ordenandos, dejad que os lo repita también yo: imitad a don Álvaro en su fidelidad a la vocación, en su entrega sacerdotal al servicio de la Iglesia, en su lealtad integérrima a nuestro Fundador, en su heroísmo en lo corriente, en lo de cada día, cumplido acabadamente bien por amor a Dios, a la Iglesia y a las almas.

Os he llamado amigos

Vos autem dixi amicos 164: a vosotros os he llamado amigos. Estas palabras de San Juan, que hemos escuchado antes del Evangelio, nos recuerdan el designio amabilísimo del Señor hacia todos los hombres, hacia cada una y cada uno de nosotros. Jesús llama a todas, a todos, sin excepción a participar de su amistad, de la intimidad divina. Os he llamado amigos, nos dice, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer 165. Dios quiere que todos los hombres y las mujeres conozcan su designio salvador. Desea que todos sean santos, que todos participen de su divina amistad. Y a vosotros, hijos míos que os disponéis a recibir el diaconado, Jesucristo os dirige hoy este mensaje con un acento nuevo, porque nueva es la fuerza con que os llama al amor, a la intimidad con Dios, mediante el Sacramento del Orden. No se trata, lo sabéis bien, de un comienzo absoluto, porque, desde el instante en que el Señor os engendró a la vida de la gracia por el Bautismo, y luego, con la vocación al Opus Dei, vuestra existencia ha discurrido por el cauce de la amistad con Dios. Pero en este momento escucháis esta declaración de cariño del Señor con un sentido muy preciso, que renueva vuestro afán de correspondencia a la intimidad que Dios os ofrece.
¿Qué espera el Señor de vosotros? El mismo Jesús nos lo acaba de señalar en el Evangelio de la Misa: Permaneced en mi amor 166. Tenéis que enamoraros cada vez más de Cristo. Para esto, habéis de ser piadosos, muy piadosos. Con el orden del diaconado, entre otras competencias, la Iglesia confía a vuestra custodia su «Tesoro», su «Felicidad», como le gustaba repetir al Beato Josemaría: la Santísima Eucaristía. A partir de hoy, la Santa Misa, con otro matiz, debe seguir siendo todavía más «el centro y la raíz» de vuestra vida interior; el Tabernáculo, donde se encuentra verdaderamente presente Nuestro Señor Jesucristo, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, ha de convertirse –como nos invitaba nuestro Padre– en un imán que os atraiga constantemente, para adorar, para desagraviar, para pedir, para amar. Acordaos de aquella recomendación de nuestro queridísimo Padre, con su voz cálida, de enamorado: «Hijos, ¡tratádmelo bien! ¡Queredlo de veras! ¡Mirad que amor con amor se paga! Obras son amores y no buenas razones» 167. Repetidlo a voces, donde os encontréis, con vuestra conducta, con vuestra identificación con Cristo Señor Nuestro.
Y, con el amor a Jesús, se fortalecerá la caridad con los demás traducida en servicio sin condiciones: Este es mi mandamiento –nos enseña Jesús–:que os améis los unos a los otros como yo os he amado 168. Ese "como Yo os he amado" es la medida de la entrega a las almas que el Señor os reclama con la ordenación de diáconos: servir sin medida, sin límite, como Él nos ha amado, hasta dar efectivamente la vida por los demás: nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos 169.

Al servicio del Pueblo de Dios

En el mismo significado del término "diácono" está comprendida esta dimensión fundamental de servicio. A los diáconos, nos recuerda el Concilio Vaticano II, «se les imponen las manos "para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio". Fortalecidos, en efecto, con la gracia del sacramento, en comunión con el obispo y sus presbíteros, están al servicio del Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad» 170. Y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo. El Sacramento del Orden los marcó con un sello (...) que nadie puede hacer desaparecer, y que los configura con Cristo que se hizo "diácono", es decir, el servidor de todos» 171.

Entre las múltiples manifestaciones de ese servicio, sabéis bien el lugar fundamental que ocupa el servicio de la evangelización. El Santo Padre –encomendadle, encomendadle mucho, todos– no se cansa de hacernos sentir la necesidad de esta tarea apostólica en los umbrales del tercer milenio. Y, en el Opus Dei, no hacemos más que secundar el querer de Dios y el impulso del Romano Pontífice cuando experimentamos también la urgencia de continuar con la expansión de la Obra de Dios, al paso de Dios.

Hijos míos, os recuerdo una vez más que nos esperan en tantos rincones de la tierra. Es preciso que nos entreguemos sin cicaterías a la divina tarea de llevar, día a día, en las más diversas circunstancias, la luz de Cristo a todas las almas. Servid a las almas, y de modo particular –es un deber– a las mujeres y a los hombres de la Prelatura, puesto que para este fin os ordenáis.

Preparaos bien para ser buenos instrumentos de este querer de Dios, que os conducirá más adelante –dentro de dos meses, si Dios quiere– a recibir el orden sacerdotal del presbiterado. Ante todo, como os decía hace un momento, intensificando vuestra unión con el Señor, pero también cuidando con esmero los diversos aspectos de la formación sacerdotal. Os resultará fácil y amable poner todo el esfuerzo y el espíritu de sacrificio necesarios en esa preparación, si no perdéis de vista la meta que Juan Pablo II nos recordaba en su Exhortación apostólica sobre la formación de los sacerdotes. Nos decía: «Toda la formación de los candidatos al sacerdocio está orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor» 172.
La esperanza debe guiar siempre los pasos del cristiano. Escuchad, pues, con una esperanza firme estas exigencias de vuestra vocación de servicio. El Señor acaba de recordarnos en el Evangelio que no le hemos elegido nosotros a Él, sino que Él nos ha elegido a cada uno de nosotros 173. No debe preocuparnos nuestra debilidad personal, la resistencia inconsciente a la entrega generosa que tantas veces experimentamos. Hijos míos, es el Señor quien os llama a esta vida de servicio, de servicio pleno a la Iglesia y a las almas, y Él os da su gracia para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda 174. Insisto: pedidle hoy con audacia una disposición firme de gastar la vida plenamente en el servicio a vuestros hermanos los hombres y las mujeres de nuestros tiempos.

Y ahora, os felicito de todo corazón y os doy las gracias a vosotros, padres y parientes de los ordenandos. Acompañadles siempre con vuestra oración. Agradeced al Señor –ya sé que lo hacéis, y muy hondamente– la predilección con que os ha mirado. Pero procurad que vuestra gratitud se traduzca en obras. Aprovechad la gracia abundante que hoy os alcanza el Señor, también dirigida a vosotros, y abrid con generosidad vuestras vidas a la acción de Dios. Formulad propósitos, como un regalo que hacéis a vuestros hijos: propósitos de mayor correspondencia a la vocación cristiana. Intensificad desde ahora la amistad con Jesús, que nos espera a todos –nos está esperando el Señor– especialmente en la Eucaristía y en el encuentro gozosísimo del Sacramento de la Penitencia. Ahí tenéis el mejor modo de acompañar a los ordenandos, a vuestros hijos ordenandos, y de ayudarlos con eficacia a prepararse al sacerdocio que recibirán tras unos meses.

Detengámonos en esta ceremonia –es una obligación gustosa, que nos incumbe a todos– para encomendar filialmente e intensamente al Romano Pontífice y para pedir por mis hermanos en el Episcopado. Rogad a la Trinidad Santísima que sepamos ser buenos pastores.

La Santísima Virgen –aquí, nuestra Madre de Torreciudad–, si sabemos tratarla filialmente, nos conducirá a todos por ese camino de la amistad con su Hijo. Hoy acudimos a su intercesión poderosa, al rogar por la santidad de los nuevos diáconos. Y también ponemos en las manos de tan buena Madre nuestra decisión renovada de ser fieles a esa amistad con el Señor, que debe crecer continuamente: una amistad, una intimidad que nos hará buenos instrumentos para llevar a todo el mundo el amor de Cristo, traducido en obras de servicio. Así sea.

COLABORADORES DEL OBISPO

En en una ordenación diaconal (Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, 7-VII-1996).

Con grandísima alegría os traigo la bendición del Santo Padre para vosotros, para vuestras familias y para todos los presentes. Que no falte en nuestras vidas una oración diaria por la persona e intenciones del Papa.

«Manna tuum... et aquam dedisti eis in siti (2 Esdr 9, 20): ahora sí que podemos decir que el Señor nos ha dado su maná y su agua, para calmar nuestra sed» 175. Así escribía el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en 1945, pocos meses después de que, por primera vez, tres primeros miembros del Opus Dei fueran ordenados sacerdotes, tras haber recibido la formación teológica, espiritual y pastoral necesaria. Me da alegría que esta ordenación coincida con la fecha en que el primer sucesor del Beato Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo, se entregó a Dios en el Opus Dei. Hoy, en este santuario de Torreciudad dedicado a la Reina de los Ángeles, añadimos un nuevo eslabón a esa cadena de hombres que abrazan libremente el sacerdocio en la Prelatura, al servicio de todas las almas. ¡Cuánto rezó el Beato Josemaría por todos los hijos suyos que llegarían a las Órdenes Sagradas! ¡Cuánto ha rezado por vosotros que vais a recibir dentro de poco el diaconado, como paso previo al presbiterado! Tened la certeza de que nuestro santo Fundador se volcó en oración por vosotros, por cada uno, como acostumbraba a hacerlo por todas y por todos los fieles del Opus Dei hasta el final de los tiempos.
Esta petición suya, nacida del intenso trato que mantenía con el Señor, ha adquirido alcance eterno desde que se nos marchó al Cielo. Toca ahora a nosotros mantenerla viva en la tierra. Supliquemos, hijas e hijos míos, que la Santísima Trinidad conceda a la Iglesia sacerdotes santos y alegres, que sepan «aprender a llevar a Cristo hasta nuestros hermanos» 176, siendo ellos mismos Cristo. Os ruego a todos que os unáis hoy especialmente a esta oración, pues la Iglesia necesitará siempre sacerdotes bien identificados con Jesucristo y que con Él sepan entregar su vida por la salvación de muchos.

Servir de un modo nuevo

Hijos míos que estáis a punto de recibir el diaconado: conocéis perfectamente que esta nueva llamada no modifica en ningún modo vuestra vocación cristiana en el Opus Dei. Pero el Orden sagrado imprime en las almas una señal indeleble, el carácter, y otorga unos poderes que antes no se tienen.

Servir a la Iglesia de un nuevo modo. Hasta ahora, vuestro servicio a la Esposa de Cristo y a los apostolados específicos de la Prelatura discurría por los cauces del trabajo profesional y de la libérrima actuación social; a partir de ahora, colaboraréis en la misión de la Iglesia con vuestro ministerio ordenado, renunciado voluntariamente a las otras formas propias de los fieles laicos, pero conservando una mentalidad laical que os ayudará a permanecer en contacto vivo con los hombres y hará más eficaz vuestro trabajo apostólico. De un modo nuevo, en nombre y con la autoridad de la Iglesia, seréis levadura en medio del mundo, para hacer fermentar en los hombres y en las mujeres los deseos de seguir a Jesucristo; seréis la sal que se disuelve, dando a las almas el sabor de la vida cristiana; seréis la luz que ilumina las conciencias con el fulgor de la Verdad, que es Cristo.

Desde hace tiempo os estáis preparando para este día. Habéis experimentado siempre –como nos recordaba insistentemente nuestro amadísimo Padre– la honda responsabilidad del sacerdocio real, que los cristianos tenemos en virtud del Bautismo. Esa alma sacerdotal os ha impulsado a amar a todas las criaturas; también a quienes –no sabemos por qué– se muestran enemigos de Cristo, de la Iglesia, de la Obra. La misma alma sacerdotal, con una diferencia esencial ahora, os impulsará a gastar vuestro tiempo y vuestras energías en servicio de todos los hombres, inmolándoos con Cristo en la Cruz y procurando llevarle a la humanidad entera.

Como claramente expresa el ritual de la ordenación diaconal, recibiréis el don del Espíritu Santo para servir de ayuda a vuestro Obispo y a su presbiterio en el ministerio de la Palabra, del Altar y de la caridad. Más adelante, cuando os llegue la ordenación sacerdotal, colaboraréis más estrechamente en este servicio pastoral a la Prelatura y a toda la Iglesia. Pero ya desde ahora, durante este tiempo de espera hasta el presbiterado, esforzaos por cultivar en vuestras almas las ansias sacerdotales, haciendo de vuestra vida, con Cristo, un sacrificio de alabanza a Dios y de redención.

Comenzaréis a ejercitar el ministerio de la Palabra. Preparad vuestra predicación pidiendo luces al Espíritu Santo, aprendiendo de la vida del Señor, aprovechando las experiencias del Beato Josemaría, que ha de ser para vosotros, en Cristo, el modelo concreto y acabado de servidor de la Palabra divina.

Incrementad vuestro espíritu eucarístico. Acompañad frecuentemente a Jesús escondido en el tabernáculo, adoradle expuesto en la custodia, llevadle con amor a las almas en la Sagrada Comunión. Tratadle con muchísima delicadeza, y más aún cuando llegue el momento en el que recibáis la ordenación de presbíteros, pues Él mismo, obediente a vuestras palabras, bajará a vuestras manos en el Santo Sacrificio del Altar.

Dedicaos también con esmero al servicio de la caridad, siendo «alfombra donde los demás pisen blando»: así se expresaba el Beato Josemaría, dirigiéndose de modo especial a sus hijos sacerdotes. Estad persuadidos de que también de este modo estáis sirviendo a Nuestro Señor, porque Él ha dicho que todo lo que hiciéremos a sus hermanos más pequeños a Él mismo se lo hemos hecho 177.

Pobres instrumentos

Este trato con Jesús en la Eucaristía, este servirle a Él en todas las almas, os ayudará a descubrir las honduras de su Caridad infinita. Y del mismo modo que Nuestro Señor, por su inmenso amor a todos los hombres, subió al leño de la Cruz y se ha quedado en las Sagradas Especies, así sentiréis crecer vuestras hambres de ser otro Cristo, el mismo Cristo, que se entrega para la vida del mundo y de las almas.
No os asuste descubrir que sois instrumentos poco aptos para este divino servicio que la Iglesia os confía. Me emociona leer, entre las oraciones de preparación a la Santa Misa, unas consideraciones de San Ambrosio: «¿Quién podrá ser digno de celebrar este sacrificio, si Tú mismo, Dios omnipotente, no le hicieres digno?» Con la imposición de las manos episcopales y la oración consecratoria, se os concederá el don del Espíritu Santo, por el que Cristo habita en nuestras almas y obra en nosotros. Veni, Pater pauperum! 178, le invoca la Iglesia. Porque, verdaderamente, todos somos, no ya pobres, sino carentes por completo de los bienes sobrenaturales, si Dios no nos los otorga. Pero el Señor quiere que vosotros, además, os preparéis intelectualmente: con el estudio constante de cuanto Cristo nos ha revelado, con la vida de piedad, y especialmente, a partir de ahora, mediante el rezo del Oficio divino, con el que la Iglesia trata de cumplir el mandato de orar sin interrupción 179 y de alabar a Dios.

No lejos de esta tierra, el Beato Josemaría, ejemplo de hombre auténticamente enamorado de Dios, recibió el diaconado. Poco antes había fallecido su padre, a quien amaba con ternura. Quiso el Señor que las circunstancias de aquella ordenación fueran particularmente dolorosas, quizá para hacerle entender más a fondo aún la necesidad de la Cruz, la alegría de entregarse totalmente con Jesucristo a Dios Padre. También vosotros, hijos míos, tenéis que estar muy cerca de la Cruz, en la Cruz, porque allí se encuentra Cristo. La Cruz la encontráis en la entrega cotidiana al cumplimiento de vuestro ministerio; en la contrariedad que Dios permite a veces en vuestras vidas, para purificaros. Aceptémosla desde ahora, con alegría, conscientes del fruto sobrenatural que trae siempre consigo estar con Cristo en la Cruz.

No quiero terminar sin dirigir un saludo especial a los padres y hermanos de los nuevos diáconos. Os felicito por la prueba de confianza que el Señor os da, eligiendo a estos hijos y hermanos vuestros como ministros suyos. Continuad ayudándoles, como hasta ahora, con vuestra oración y vuestro cariño, estando seguros de que seréis ampliamente correspondidos. Y pedid por todos los sacerdotes y diáconos, para que Dios los llene del Espíritu de santidad que es absolutamente necesario en la Iglesia. Tomad ocasión de esta fiesta para sentir vuestra responsabilidad de miembros vivos de la Iglesia. Por el Bautismo hemos sido adoptados por Dios como hijos. Somos todos miembros vivos del Cuerpo de Cristo que es su Iglesia. Aprovechad esta celebración para renovar vuestra vida cristiana. A todos nos llama Dios para dar testimonio de la fe que hemos recibido. Ninguno puede sentirse en la Iglesia cristiano de segunda categoría. De todos espera Dios que salgamos de nuestro sueño y, confesando nuestros pecados, reemprendamos nuestra vida como hombres o mujeres fieles seguidores de Jesucristo. Os insisto en que nos ayudéis: mirad que constantemente necesitaremos de vosotros, de vuestros esfuerzos por ser cristianos verdaderos.

Que la Virgen Santísima, Reina de los ángeles y de los hombres, nos proteja siempre, y especialmente a estos hijos suyos que están a punto de recibir el sacramento del diaconado. Así sea.

AL SERVICIO DE LA CASA DE DIOS

En una ordenación diaconal (Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, 4-VII-1999).

Queridos hermanos y hermanas.

El Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad sirve una vez más de marco a la ordenación diaconal de un grupo de fieles de la Prelatura del Opus Dei. En este lugar, con la presencia materna de la Virgen, se nos hace especialmente cercana la figura del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, a quien se debe la iniciativa de construir este templo. El recuerdo vivo de su figura como siervo bueno y fiel 180, que brilló por su caridad pastoral con todas las almas, puede ahora servirnos para exponer sucintamente las funciones eclesiales que estos hombres se aprestan a asumir mediante la recepción del ministerio diaconal, paso previo para la ordenación sacerdotal que recibirán más adelante.

Para que brillen los demás

Al referirse a los hijos suyos que, después de muchos años de ejercicio de la profesión, tras haber realizado con calma y profundidad los estudios eclesiásticos, acceden a las Órdenes Sagradas, el Beato Josemaría explicaba que, junto a la diferencia esencial, y no sólo de grado, existente entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial 181, hay que afirmar con igual fuerza que, en lo que se refiere al deber de tender a la santidad y a los medios para alcanzar esa meta, «en el Opus Dei todos somos iguales. Sólo hay un diferencia práctica», añadía: «Los sacerdotes tienen más obligación que los demás de poner su corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando. Vale la pena rezar por ellos, porque de verdad son los esclavos de sus hermanos» 182.

«Poner el corazón en el suelo». Esta frase de nuestro Fundador manifiesta la plena disponibilidad para el servicio que el Señor pide a sus ministros. Es lo mismo que quiere simbolizar la Iglesia cuando les invita a postrarse sobre el pavimento, con el rostro en tierra, mientras nosotros imploramos la intercesión de los santos, antes de que reciban el sacramento del Orden sagrado.

El Beato Josemaría recurría también al ejemplo del tapiz, para explicar la función de sus hijos sacerdotes: «Hay un cañamazo, fuerte y recio» –decía–, «y sobre él se van poniendo los adornos, las flores, los colores; al final, el cañamazo no se ve, pero es el que sostiene todo. Pues los sacerdotes de la Obra son como el cañamazo: se entregan para que los demás brillen con su labor profesional y social, para que tengan color y eficacia» 183. Estos fieles de la Prelatura se ordenan, pues, para servir con su ministerio a todas las almas. Como Cristo, que, siendo el Hijo de Dios y Señor de todas las cosas, no desdeñó hacerse siervo, también de cada uno de ellos deberá poderse decir que no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos 184. A la vez, se saben sostenidos por los demás fieles –mujeres y hombres– de la Prelatura, con una fuerte unidad que aglutina a esta porción del Pueblo de Dios, a esta partecica de la Iglesia, como le gustaba decir al Beato Josemaría.

Distribuir el alimento espiritual

¿Cuál es el servicio específico de los diáconos? La segunda lectura nos ofrece algunas luces para entender esta misión. Los Apóstoles, impulsados por el Espíritu Santo, ordenaron a los siete primeros diáconos para que les ayudaran –con una gracia específica– a cuidar de la comunidad cristiana. En aquel caso concreto, se trataba de administrar los recursos que la Iglesia iba reuniendo poco a poco, para aliviar las necesidades de los más indigentes 185. A aquel primer encargo –servicio de la caridad– se añadieron enseguida otros igualmente delicados, sobre todo el servicio de la Palabra y el servicio litúrgico: la colaboración con los obispos y los sacerdotes en la predicación de la doctrina cristiana y en la administración de la Sagrada Eucaristía y de otros sacramentos 186. Ahondemos, aunque sea brevemente, en estos dos aspectos, destacándolos en el contexto de la etapa de preparación al Jubileo que estamos recorriendo. Este año ha sido dedicado por el Papa a Dios Padre, Fin último al que Cristo nos conduce por el Espíritu Santo, después de habernos alcanzado –por su Pasión, Muerte y Resurrección– la inmensa dignidad de la filiación divina adoptiva. Los hijos reciben de sus padres la vida y –sobre todo cuando son aún pequeños– el alimento y la educación.
También los hijos de Dios, como quienes han sido engendrados de nuevo no de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios, viva y permanente 187, reciben personalmente de su Padre del Cielo esos cuidados, también a la hora del dolor y de la prueba. Jesucristo nos ha enseñado a solicitarlos en el Padrenuestro: no porque el Señor se olvide de nosotros, sino para que nosotros no nos olvidemos de Él. Y así nos atrevemos a decir: danos hoy nuestro pan de cada día 188. La Tradición de la Iglesia enseña que, con esta petición, nos referimos no sólo al alimento material, sino de modo primario al espiritual: el alimento de la palabra de Dios y la Eucaristía 189. Podemos recordar aquella pregunta que Jesucristo formuló en una ocasión a sus discípulos: ¿quién es el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de la servidumbre, para darles el alimento a su tiempo? 190. Distribuir el alimento espiritual a los hijos de Dios –«el Pan y la Palabra», como solía repetir, con expresión muy suya, el Beato Josemaría 191–, es precisamente el ministerio encargado a los sacerdotes y, de modo subordinado, a los diáconos.

Para dar fruto

Vais a ser, queridos ordenandos, ministros de Cristo y colaboradores de Dios Padre en el cuidado por todos los de su Casa, que es la Iglesia. El Señor os ha elegido, como nos recuerda el Evangelio que se ha leído hoy, para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure 192. ¿Cuál es el secreto para que ese servicio sea eficaz y abundante? Os lo recuerdo con palabras que el Santo Padre Juan Pablo II dirigía en una ocasión a un grupo de candidatos al sacerdocio: «La humildad: ¡he aquí el secreto para abrirse camino en los corazones! Nosotros no somos los dueños ni de la Palabra que anunciamos, ni de las personas a las que se la anunciamos. Somos más bien los servidores de la una y de las otras, comprometidos por la gracia de Dios a hacernos "todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos" (1Cor 9, 22). Vivir esta convicción, sacando de ella las consecuencias en todo lo que se refiera al comportamiento cotidiano, significa hacer espacio en la propia existencia al Espíritu de Cristo y asegurar, además, a la propia acción las mejores posibilidades de incidir en el espíritu de la gente» 193.
Ese compromiso ha de llevaros a entregaros generosamente a la predicación de la Palabra de Dios, buscando el modo más oportuno de anunciar el Evangelio a toda criatura, de educar a los cristianos en la fe y de fomentar en los demás fieles de la Prelatura la vida de oración. Meditad, a este propósito, unas palabras de San Gregorio Magno: «Quien quiera que se llega al sacerdocio recibe el oficio de pregonero, para ir dando voces antes de la venida del riguroso juez que ya se acerca. Pero, si el sacerdote no predica, ¿por ventura no será semejante a un pregonero mudo? Por esta razón, el Espíritu Santo quiso asentarse, ya desde el principio, en forma de lenguas sobre los pastores; así daba a entender que de inmediato hacía predicadores de sí mismo a aquellos sobre los cuales había descendido» 194.
Por otra parte, como de la abundancia del corazón habla la boca 195, estáis especialmente obligados a ser hombres rezadores, concediendo a la oración un puesto preponderante en vuestra vida, ya que participáis de modo especial en la plegaria eterna del Sumo y Eterno Sacerdote. Jesucristo, en efecto, alaba al Padre especialmente por medio de nosotros, en la Santa Misa y también en la Liturgia de las Horas, que a partir de hoy comenzaréis a recitar digne, attente ac devote –con dignidad, atención y piedad– en nombre de la Iglesia.

Finalmente, seréis canales de la gracia: ya ahora mediante la administración de la Sagrada Comunión y la participación en diversos actos eucarísticos; y más adelante, una vez consagrados presbíteros, con la celebración del Sacrificio eucarístico y del sacramento de la Reconciliación. Para que este ministerio vuestro alcance una gran eficacia sobrenatural, esmeraos vosotros mismos en la recepción de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía; así seréis canales limpios, expeditos, que no ponen el menor obstáculo a las aguas de la gracia.

Antes de concluir, deseo felicitar de todo corazón a los parientes y amigos de los nuevos diáconos. Recemos todos por el Santo Padre, por el Obispo de Barbastro y todos mis hermanos en el episcopado, por los sacerdotes y diáconos del mundo entero, por todo el pueblo de Dios. Supliquemos al Espíritu Santo que suscite muchas vocaciones sacerdotales que siembren con abundancia la palabra y la gracia de Cristo en los corazones. «La Iglesia necesita –y necesitará siempre– sacerdotes. Pídeselos a diario a la Trinidad Santísima, a través de Santa María», nos invita en Forja el Beato Josemaría. Y añade: «Pide que sean alegres, operativos, eficaces; que estén bien preparados; y que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas» 196.

Confiamos nuestras oraciones a la Reina de los Ángeles y Madre de los sacerdotes. Que Ella las presente ante el trono de Dios y nos las devuelva –por intercesión del Beato Josemaría– convertidas en una copiosa lluvia de gracias. Así sea.

LUZ Y SAL

En una ordenación diaconal (Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, 5-VII-1998).

Queridos hermanos y hermanas, queridísimos hijos míos ordenandos.

Nos hemos reunido en este santuario mariano, fruto del agradecimiento y devoción del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer a la Santísima Virgen, para asistir a la ordenación diaconal de algunos fieles de la Prelatura del Opus Dei.

Entre las diversas ceremonias litúrgicas, la administración del sacramento del Orden constituye un signo especialmente ostensible de la continua asistencia de Jesucristo a la Iglesia. El Señor, en la Última Cena, prometió que nos enviaría el Espíritu Santo 197, y cumplió su promesa el día de Pentecostés. Desde entonces, el Paráclito otorga la vida sobrenatural a las almas, y de modo particular provee a la Iglesia de ministros sagrados que realizan en el nombre y con la autoridad de Jesucristo la misión de ser maestros, sacerdotes y pastores de los fieles. Es bueno que lo tengamos muy presente a lo largo de este segundo año de preparación al Gran Jubileo del año 2000, dedicado especialmente a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, para agradecerle su actividad incesante.

Elección divina

Las lecturas de la Misa de hoy son un marco muy adecuado para exponer algunos puntos referentes al ministerio de los diáconos.
Hemos escuchado las circunstancias de la vocación del profeta Jeremías 198. Lo mismo ha sucedido con vosotros, hijos míos. Vuestro nacimiento y vuestra educación, vuestros estudios y vuestro trabajo profesional, vuestra vocación cristiana en el Opus Dei, los largos años de preparación específica para el sacerdocio, toda vuestra vida ha constituido –en los planes divinos– una preparación honda para la gracia que vais a recibir. La celebración de hoy, al constituiros ministros de Cristo, representa un paso importante en el itinerario de vuestra vocación personal. Si echáis una mirada atrás, recordaréis tantas manifestaciones de la predilección divina con cada uno, que quizás ahora, a la luz de las actuales circunstancias, comprendéis con mayor profundidad.
Todos los cristianos podemos repetir personalmente lo que hemos oído en el salmo: Yahveh es mi pastor, nada me falta 199. Pero a vosotros, queridos ordenandos, el Señor os dice hoy –con un tono especialmente íntimo– aquellas palabras que pronunció en la Última Cena: os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer 200. Agradecedle esta nueva concreción de vuestra llamada divina, que –repito– estaba en su mente desde la eternidad, aunque se haya manifestado sólo ahora. Todos os acompañamos gustosos en esa acción de gracias, que deseamos que llegue al Cielo a través del Beato Josemaría.

El espíritu de servicio, fruto de la caridad

La recepción del sacramento del Orden –en cualquiera de sus grados, y concretamente en el diaconado– constituye a quien lo recibe en servidor de los demás. El ministro de Cristo no se pertenece ya a sí mismo, sino que se debe completamente a las almas en todo lo que se refiere a la dispensación de los medios de santidad que la Iglesia custodia.

Es frecuente que las personas, en los más diversos campos de la actividad humana, hablen de servicio. Y, efectivamente, la sociedad entera es un entramado de servicios recíprocos que los hombres se prestan unos a otros. Pero el servicio de que habla el Evangelio, sin descalificar esos otros modos, se fija sobre todo en las disposiciones interiores, como hemos leído en la segunda lectura: mantened entre vosotros una ferviente caridad, porque el amor cubre la multitud de los pecados (...). Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios 201.
Con estas palabras, el Príncipe de los Apóstoles nos enseña que el servicio cristiano es fruto de la caridad, que es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Fijemos los ojos en Jesús, nuestro Modelo. Él, siendo Dios, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz 202. El servicio cristiano, y de modo particular el de los ministros sagrados, ha de ser un reflejo fiel de esa actitud de Jesucristo para sacrificarse gustosamente por todas las almas.
Esta entrega exige la conjunción de muchas virtudes, informadas todas por la caridad. Ha de ser, en primer lugar, humilde: hay que servir con la conciencia de que ése es nuestro deber; por tanto, sin pensar que hacemos algo extraordinario cuando nos gastamos por los demás; sin añorar las posibilidades o realizaciones personales a las que haya sido preciso renunciar. Ha de ser un servicio desinteresado y gratuito, que se ofrece a Dios antes que a los hombres y, por eso mismo, no espera agradecimientos humanos ni recompensas terrenas. No hemos de buscar ser correspondidos: recibir un aplauso, un gesto de agradecimiento... Esa actitud sería tentación traidora, que –si se admitiese– robaría al alma el mérito que podría tener ante Dios. Jesucristo, en efecto, nos ha advertido que todo lo que realizamos para ser vistos de los hombres se pierde para la vida eterna 203. ¡Y eso no vale la pena!
El nuestro, el de los hijos de Dios, el de los diáconos y presbíteros, ha de ser un servicio alegre, prestado con buena cara, aunque a veces resulte difícil disimular el dolor o el cansancio: Dios ama al que da con alegría 204. Por eso, el Beato Josemaría repetía con frecuencia que, en muchas ocasiones, una sonrisa –abierta, franca, aunque hayamos de esforzarnos– es la mejor mortificación.

Fidelidad a las disposiciones de la Iglesia

El Evangelio recoge estas palabras de Jesucristo: vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa 205.
La ordenación confiere al ministro sagrado el encargo de iluminar con la doctrina de Cristo la vida de los hombres, de sazonar sus costumbres con la sal del Evangelio. Vosotros, hijos míos, desarrollaréis vuestro ministerio en una sociedad en la que, desgraciadamente, algunos tratan de borrar las huellas divinas. En cuanto ministros de la Iglesia, habéis de dar testimonio de Jesucristo, exponiendo con claridad sus enseñanzas y mostrando a los cristianos y a todos los hombres la vía que conduce al cielo. Tendréis que recordar a los hombres muchos puntos de la doctrina moral que la cultura dominante querría olvidar. ¡Pero no podemos acomodarnos al espíritu mundano! 206. Os recuerdo, con palabras del Papa, que estáis llamados a ser, en medio de esta sociedad secularizada, «signos e instrumentos del mundo invisible» 207.

Para lograrlo, se precisa una fidelidad plena a todas las disposiciones de la Iglesia, hasta en los detalles aparentemente más insignificantes. Me refiero, por ejemplo, al uso del traje sacerdotal, que tanto contribuye a que el recuerdo de Dios permanezca vivo en muchas personas. Y también a las exigencias que vuestro nuevo estado lleva consigo, para ser –como decía nuestro santo Fundador– «sacerdotes cien por cien»: abandono de la profesión civil que habíais ejercido, recortes en las relaciones sociales, en la satisfacción de tantos gustos legítimos... Sé bien que no lo veis como una renuncia, sino como una afirmación, porque todo eso indica que pertenecéis a Cristo de un modo nuevo y que estáis dispuestos a ser testigos suyos con todas sus consecuencias.

El Beato Josemaría, en una página justamente famosa, resumía así lo que los fieles esperan del ministro sagrado: que «rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas (...), que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa –vosotros, ahora, en vuestro servicio al altar– (...), que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana» 208.
Comportándoos de esta manera, seréis sal viva para que los hombres y mujeres no se adormezcan con el sopor de la tibieza o del pecado, seréis señales luminosas que les guiarán en su peregrinar terreno. Como enseña el Papa, «la fuerza del signo no está en el conformismo, sino en la distinción. La luz es distinta de las tinieblas para poder iluminar el camino de quien anda en la oscuridad. La sal es distinta de la comida para darle sabor. El fuego es distinto del hielo para calentar los miembros ateridos por el frío. Cristo nos llama luz y sal de la tierra. En un mundo disipado y confuso como el nuestro, la fuerza del signo está exactamente en ser diferente. El signo debe destacarse tanto más cuanto que la acción apostólica exige mayor inserción en la masa humana» 209.

Felicito de todo corazón a los padres, hermanos y demás parientes de los ordenandos: ¡cuánto os quiere el Señor! Y a todos los que asistís a esta ordenación, os pido que recéis para que lleguen muchas vocaciones sacerdotales en todo el mundo, y para que seamos santos los ministros de Dios. En particular, rogad hoy mucho por la persona y las intenciones del Santo Padre Juan Pablo II, por el Señor Obispo de esta amada diócesis, y por estos hijos míos y hermanos vuestros, que dentro de pocos minutos serán diáconos; para que, por intercesión de la Santísima Virgen, sean siervos fieles de Jesucristo. Así sea.

PREDICAR A JESUCRISTO

En una ordenación diaconal (Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, 6-VII-1997).

Queridos hermanos y hermanas.

Una vez más asistimos a la administración del sacramento del Orden, en el grado del diaconado, a un grupo de fieles del Opus Dei. A nuestra profunda gratitud a Dios por el don de estos nuevos ministros de la Iglesia, se añade la especial alegría de encontrarnos en este Santuario de Torreciudad, fruto de la devoción y cariño del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer a la Santísima Virgen. Hace pocos días hemos celebrado el aniversario de su dies natalis, de su nacimiento a la vida eterna, y podéis estar seguros, hijos míos ordenandos, de que he pedido a Dios, por su intercesión, que seáis fieles al camino que hoy comenzaréis a recorrer como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios 210. ¡No imagináis con qué pasión santa rezó por sus hijos sacerdotes, mientras vivía en la tierra! Con mayor razón, no deja ahora de hacerlo desde el Cielo, para que amemos a Dios cada día más.

Sal de la tierra y luz del mundo

En virtud del ministerio que vais a recibir como primer paso hacia el presbiterado, cambiará vuestra situación ante la Iglesia y el mundo: seréis ministros de Jesucristo para servir a todas las almas –en primer lugar, a los demás fieles de la Prelatura y a sus apostolados– con la gracia específica del Orden sagrado, pero siempre del modo secular que corresponde a vuestra vocación. Por eso, de ningún modo os separaréis de los demás fieles, como no se separa la sal del alimento que ha de condimentar, ni se esconde la luz colocada sobre el candelero 211.
Jesucristo pronunció estas palabras en el sermón de la montaña; las dirigía, pues, a todos los cristianos. Porque –como enseña el Concilio Vaticano II– los que creen en Cristo y son regenerados en las aguas del Bautismo, «renacidos no de un germen corruptible, sino incorruptible, mediante la palabra del Dios vivo (...), pasan a constituir un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición (1Pet 2, 9-10)» 212. Constituyen el Pueblo santo de Dios y Cuerpo místico de Cristo, del que se sirve el Señor «como instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-16)» 213. ¡Qué bien se entiende aquella afirmación del Beato Josemaría, cuando afirmaba que los sacerdotes del Opus Dei nos sentimos sacerdotes diocesanos en todas las diócesis del mundo!
Luz del mundo, sal de la tierra. A partir de ahora, cumpliréis este divino encargo de un modo nuevo, en virtud del carácter indeleble del sacramento del Orden, que al configurar con Cristo, Cabeza de la Iglesia, otorga la misión de proclamar con autoridad la Palabra de Dios y de administrar los sacramentos, haciendo así realidad concreta en la vida de los fieles lo que canta el salmo: el Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma: me guía por senderos de justicia 214. Cristo se servirá de vosotros para hacerse presente entre los hombres y guiarlos por caminos de vida eterna.
Ya ahora, como diáconos, os corresponde entre otras cosas «asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en su distribución, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad» 215.

El ministerio de la predicación

La primera lectura de la Misa nos introduce en uno de los ministerios confiados a los diáconos, que deseo glosar brevemente: la predicación de la Palabra de Dios. En su diálogo con el Señor, el profeta Jeremías escucha estas palabras: antes de haberte formado en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado: te constituí profeta de las naciones. Asustado ante la tremenda responsabilidad de hablar en nombre de Dios, Jeremías responde: «¡Ah, Señor Dios! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho». Pero el Señor le replica: «No digas: "soy un muchacho", pues adondequiera que Yo te envíe irás, y dirás todo lo que te mande. No les tengas miedo, que contigo estoy Yo para salvarte». El pasaje termina con estas palabras: entonces el Señor alargó su mano y tocó mi boca. Y me dijo el Señor: «Mira que he puesto mis palabras en tu boca» 216.
Recordábamos antes lo que constituyó el núcleo de la predicación del Fundador del Opus Dei, desde 1928: que todos los cristianos participan de la misión de la Iglesia y, por tanto, tienen el deber de anunciar a Cristo con el testimonio de la vida y con las palabras. ¡Todos hemos de hacer apostolado, es decir, empeñarnos en hablar de Dios a la gente, mover a los hombres y mujeres a acercarse más al Señor! Es algo que pertenece a la esencia de la vocación cristiana. Me dirijo a todos: no olvidéis que debéis ser la luz del mundo, la sal de la tierra; y obrad en consecuencia. Por su parte, los ministros sagrados cumplen esta misión con la autoridad misma de Cristo, de quien efectivamente hacen las veces, también en la predicación.

Predicar es comunicar Cristo a las almas, porque Cristo es la Palabra viva del Padre. Anunciar a Cristo es anunciar la Palabra que salva, la Palabra del Dios vivo que –como recordaba antes, con frase del Concilio Vaticano II– engendra la fe en quienes la acogen en sus corazones. ¡Qué responsabilidad la vuestra, hijos míos diáconos! Vais a prestar a Cristo vuestra inteligencia, vuestras palabras y vuestros labios, para que –por medio de vosotros– el Señor mismo entre en las almas de quienes os escuchen y las atraiga al Padre en el Espíritu Santo. ¡Qué bien se entiende, bajo esta luz, la reacción inicial del profeta Jeremías! También vosotros pensaréis muchas veces que no estáis a la altura de lo que Dios espera; os veréis como niños que balbucean, ante las maravillas divinas que tenéis que comunicar. Y es verdad. Precisamente este sentimiento de indignidad –que es manifestación de sincera humildad, porque corresponde a la verdad– será la mejor garantía de vuestra rectitud de intención y, por tanto, de la eficacia de vuestro ministerio.

En la transmisión de la Palabra de Dios, la Iglesia pide a sus ministros que obren con plena fidelidad al depósito de la revelación, «sin falsificar, reducir, torcer o diluir los contenidos del mensaje divino». Por eso, «la predicación no puede reducirse a comunicar las propias opiniones, a manifestar la experiencia personal, o a simples explicaciones de carácter psicológico, sociológico o filantrópico» 217. Vuestra misión, como ministros de Cristo, «no es enseñar una sabiduría propia, sino enseñar la palabra de Dios e invitar insistentemente a todos a la conversión y a la santidad» 218. Así se expresa el Romano Pontífice en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis. Gracias a Dios, en la Prelatura del Opus Dei tenemos bien asimilada esta doctrina, porque la hemos visto encarnada de modo admirable en la vida y en las enseñanzas de nuestro santo Fundador. A este propósito, me gusta recordaros un consejo que el Beato Josemaría daba a los sacerdotes: «Hablad sólo de Dios. Referid a Él todos los temas de vuestra conversación. Hablad siempre de Dios, que si sois suyos, no habrá monotonía en vuestros coloquios» 219.

Al mismo tiempo, debéis poner todos los medios a vuestro alcance para que la Palabra de Dios cobre vida en vuestra conducta y en vuestros labios, y así mueva eficazmente a las almas. Esforzaos, porque resulta imprescindible, en adquirir y acrecentar la doctrina necesaria, y dedicad el tiempo oportuno a la preparación de las homilías, pláticas y meditaciones. Fomentad la ilusión de llegar con más incisividad a los oyentes, para facilitarles el encuentro personal con Dios. No dejéis de considerar que, en estos tiempos nuestros y siempre, los corazones están sedientos de la gracia.

Siguiendo el ejemplo de nuestro Padre, os aconsejo que vuestra predicación sea la expresión de vuestra oración personal. Es ante el Sagrario, en charla confiada con Nuestro Señor, donde se preparan los frutos de la gracia divina en quienes nos oyen. Así se comportaba el Beato Josemaría, como testimonia Mons. Álvaro del Portillo: «Cuando leía o estudiaba, obraba como sacerdote, pensando en su ministerio; cuando atendía a cualquier persona, escuchaba como sacerdote; y todo lo que acaecía en su alma o a su alrededor lo observaba con mirada sacerdotal y le servía para su ministerio. A la hora de predicar volcaba en las almas el tesoro de una vida centrada en Dios, y así, aquellos ratos de oración no terminaban al concluir sus consideraciones: caían como una siembra destinada a producir fruto, en ese momento y después» 220.
La conclusión que podemos sacar, aplicable a cualquier tarea apostólica, es clara: de nada valen las palabras más persuasivas si no están sustentadas en una recia y profunda vida interior. San Agustín aconseja, a quien desea comunicar la luz de Dios, que «al hablar haga cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente, con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo, y en la medida en que lo logra, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto, orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Y cuando se acerque el momento de hablar, antes de comenzar a decir palabras, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar lo que bebió y exhalar de lo que se llenó» 221.

De cara al año 2000

Estamos recorriendo el primer año de preparación al Gran Jubileo del año 2000. Con toda la Iglesia, secundando las directrices del Santo Padre Juan Pablo II, nos esforzamos por ahondar en el misterio de Cristo, Redentor del hombre, y por darlo a conocer a los demás. Es algo que todos en la Iglesia, seglares y sacerdotes, hemos de tener bien presente en nuestra actuación diaria.
En el primer paso de todo encuentro con Dios hay siempre una conversión: pedir perdón por lo que hemos hecho mal, recomenzar a hacer el bien. Jesucristo mismo lo manifestó cuando, en los primeros momentos de su ministerio en Galilea, predicaba: haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los cielos 222. A imitación del Maestro, los sacerdotes y diáconos en la predicación, y todos los fieles en el apostolado personal, hemos de procurar que en las almas se despierten sentimientos de compunción y de arrepentimiento. ¡Qué importante resulta, en esta perspectiva, el apostolado de la Confesión! Me gusta recordarlo en este lugar que es testigo silencioso de tanta acción divina en lo más hondo de las conciencias.
En un conocido pasaje de la epístola a los Romanos, el Apóstol de las gentes recuerda que uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan. Porque todo el que invoque el nombre del Señor será salvo. Pero, se pregunta, ¿cómo invocarán a Aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de Él? ¿Cómo oirán sin alguien que les predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados? 223. Son preguntas siempre actuales. También ahora es preciso rezar al Señor de la mies, implorando que envíe muchos sacerdotes a su Iglesia; pues, continúa San Pablo, la fe viene de la predicación, y la predicación a través de la palabra de Cristo 224; y sin sacerdotes, sin ministerio ordenado, no sería posible esa particular presencia de Cristo en medio de los fieles, que Él ha prometido que nunca faltará. Acudamos a nuestra Madre, Santa María, pidiéndole que consiga de su Hijo el gran don de numerosas vocaciones sacerdotales.

Antes de terminar, deseo expresar –lo hago especialmente en nombre del Beato Josemaría– mi felicitación más cariñosa a los padres y parientes de los ordenandos. Sentid el orgullo santo de que el Señor haya elegido, para designarlo como ministro suyo, a un miembro de vuestra familia. Y seguid rezando por ellos, para que sean servidores de todas las almas, a ejemplo del divino Maestro, que, siendo Dios, se hizo hombre para servir a todos. Sé que su oración por vosotros no os faltará ningún día, y a la vez os repito que el Opus Dei, esta siembra divina en el mundo, sólo se hace con oración: ayudadnos.

Que Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad obtenga de la Santísima Trinidad –para los nuevos diáconos, para sus familias y para todos– una lluvia abundante de gracias. Así sea.

EL MINISTERIO DE LA RECONCILIACIÓN

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Miguel, Madrid, 7-IX-1997).
En el Evangelio de la Misa 225, acabamos de escuchar el relato de la institución de la Santísima Eucaristía, el sacramento que contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, y en el que el Señor se nos entrega como alimento, movido por una «locura de amor» hacia los hombres, como le gustaba decir al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer 226. Al referir los sucesos de la Última Cena, San Juan señala que poco después el Señor se dirigió a los Apóstoles y les dijo: Como el Padre me amó, así os he amado Yo (...). Vosotros sois mis amigos 227; y a continuación: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer 228.

Un amor de predilección

Este gozoso anuncio del Señor se aplica sin duda alguna a todos los hombres, pero Jesús lo pronunció de modo inmediato para los Apóstoles; y ahora, veinte siglos después, sigue siendo maravillosamente actual. Si todos los hombres y mujeres sin excepción somos destinatarios del amor de Dios, porque todos somos hijos suyos en Jesucristo, vosotros, que hoy vais a ser ordenados presbíteros, podéis tener la certeza de ser destinatarios de un amor divino de predilección. Con palabras del Santo Padre dirigidas a sacerdotes y seminaristas españoles, en Valencia, con motivo de su visita pastoral de 1982, os repito: «Sois los preferidos, los íntimos del Señor. En la sociedad del siglo XX sois los primeros amigos de Jesús» 229.

A lo largo de vuestra vida, habéis comprobado ya en muchas ocasiones el amor de Dios hacia vosotros: la gracia de nacer en una familia cristiana y de haber recibido desde niños el don de la fe mediante el Bautismo; el descubrimiento de la plenitud de vuestra vocación cristiana como fieles del Opus Dei; tantas otras dádivas del Cielo que cada uno conserva en su alma, y muchas otras desconocidas, que os han llegado en vuestro caminar terreno por intercesión de la Santísima Virgen.

Ahora, Dios os manifiesta un nuevo signo de predilección: ¡vais a ser sacerdotes de Jesucristo!, ¡sus primeros amigos, sus amigos íntimos! La vocación sacerdotal, desde luego, no supone una coronación de la vocación cristiana en el Opus Dei; pero, sin ninguna duda, es otro modo de tocar la confianza que Dios os muestra a cada uno de vosotros. Por eso, además de un sincero agradecimiento por tanto amor de Dios, es lógico que también sintáis en vuestras almas la responsabilidad de hacer crecer la semilla recibida: el Señor espera de cada uno de vosotros una respuesta generosa a esa manifestación divina de su trato, con la entrega de vosotros mismos renovada a fondo. Desea que su amor a los hombres se descubra, en este final de siglo y en el nuevo milenio que estamos a punto de comenzar, también a través de vuestra vida sacerdotal. Éste es el significado concreto del gran Jubileo del año 2000 para los sacerdotes: difundir aún más entre los hombres el conocimiento y el amor de Cristo.

Depositarios del perdón de Dios

Hoy querría fijarme en un aspecto concreto de este gran amor de Dios por nosotros: su disposición constante para perdonar. Una de las páginas más impresionantes del Evangelio, la parábola del hijo pródigo, revela cómo nuestro Padre-Dios, por su infinita misericordia, está siempre dispuesto a acoger al pecador arrepentido: es decir, a cada hombre y a cada mujer que retorna a la casa del Padre, después de haberse separado –poco o mucho– del Señor. Y nos enseña que el cielo entero participa de la alegría divina del perdón 230.
Tan inagotable es su magnificencia, que Dios está dispuesto a borrar cualquier ofensa, sin poner nunca un límite. Entendemos que el Beato Josemaría afirmase que el sacramento de la Penitencia «es la manifestación más hermosa del poder y del Amor de Dios», porque –como le gustaba explicar– «un Dios Creador es admirable; un Dios, que viene hasta la Cruz para redimirnos, es una maravilla; ¡pero un Dios que perdona, un Dios que nos purifica, que nos limpia, es algo espléndido! ¿Cabe algo más paternal? (...). ¿Verdad que no? Así Dios Nuestro Señor, en cuanto le pedimos perdón, nos perdona del todo. ¡Es estupendo!» 231.
Hijos míos ordenandos: a partir del momento de vuestra ordenación sacerdotal, esta prueba divina de la grandeza del Señor, que es el perdón, quedará depositada en vuestras manos, mediante la administración generosa y fiel del sacramento de la Penitencia. Por voluntad de Cristo, los obispos y los sacerdotes, a pesar de nuestra personal miseria, somos los únicos ministros del sacramento de la Reconciliación 232. Es Dios quien perdona, pero será vuestro juicio de padre y madre, de maestro y médico, ¡de pastor!, el que habrá de decidir sobre las condiciones necesarias para obtener la remisión del pecado mediante la absolución; y serán vuestras palabras, pronunciadas en nombre y con la autoridad de Cristo, las que ofrecerán al penitente contrito la certeza de que su alma ha sido limpiada. «Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi. Hace presente a Cristo, quien, por su medio, realiza el misterio de la remisión de los pecados» 233.
Será ésta, junto con la celebración del Sacrificio eucarístico y la predicación de la Palabra de Dios, la principal tarea de vuestra misión de mediadores entre Dios y los hombres. Porque el sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados ya que él mismo está rodeado de debilidad 234. En este texto de la Epístola a los Hebreos se contiene claramente el doble aspecto de vuestra mediación entre Dios y los hombres. Por una parte, os corresponde ofrecer el perdón divino; por otra, conscientes de vuestra propia debilidad, debéis ser capaces de mover a los hombres a arrepentirse de sus faltas e ir al encuentro de la misericordia divina, que les espera.

Pedid a Dios que os conceda entrañas de misericordia; rogadle que os enseñe a formar en la responsabilidad personal a cada alma que acuda a vosotros, al tiempo que la movéis a la contrición sincera de sus pecados. Predicad con frecuencia sobre este sacramento. Esforzaos por encontrar exhortaciones nuevas y estimulantes, que muevan al arrepentimiento y a la conversión. Enseñad a todos cómo es la misericordia divina. Esforzaos por acoger, como Cristo lo haría, a esa alma que se acerca a recibir el perdón divino.

Meditad lo que Mons. Álvaro del Portillo aconsejaba a los fieles de la Prelatura que se preparaban para recibir el sacerdocio en 1980: «Tened mucha comprensión con quienes se acerquen a la Penitencia contritos y deseosos del perdón divino (...). Mostrad, como siempre nos enseñó nuestro Padre, la máxima misericordia, para que también el Señor se apiade de nosotros. Exigid en la lucha contra el pecado, pero consolad a las almas. Y no impongáis penitencias duras o difíciles de cumplir. Imitad a nuestro Fundador, que si alguna vez debía imponer una penitencia fuerte, porque así lo exigía la gravedad de los pecados, decía al penitente que hiciera, por ejemplo, una estación al Santísimo –no siete, como si uno fuera un empleado de ferrocarriles, añadía con gracia– y el resto de la satisfacción la cumplía él personalmente, tomando quizá unas buenas disciplinas...» 235.
¡Cuánta experiencia sacerdotal –de padre, de maestro, de amigo–, se esconde detrás de estos consejos! Rogad al Señor que os ayude a transmitir un afecto profundo y una veneración real por el sacramento de la Penitencia; suplicadle que sepáis explicar la necesidad de la Confesión frecuente, indispensable para progresar en la vida interior. Y no os limitéis a escuchar lo que os comunican los penitentes; preguntad con prudente delicadeza todo lo que sea necesario, para juzgar con claridad sobre sus disposiciones personales y poder así ejercer una verdadera dirección espiritual, que ayudará a tantas almas a descubrir su vocación concreta en el seno de la Iglesia 236 y a permanecer fieles a tan buena Madre.

Disponibilidad completa

Acabo de referirme a la necesidad de facilitar a las almas que conozcan el proyecto de vida que Dios quiere para cada una de ellas. Os invito a rezar cada día al Señor, a través de la Santísima Virgen, instándole con fuerza a que envíe a la Iglesia muchas y santas vocaciones sacerdotales. Aprovecho la ocasión para saludar con afecto fraterno al Señor Arzobispo de Madrid y a sus Obispos auxiliares, y os invito a que los tengáis siempre muy presentes en vuestras oraciones.
Me gusta detenerme en el programa con que, como en tantas otras ocasiones, sintetizaba el Santo Padre, en esta tierra española, la gran labor del sacerdote: «Haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos y, en primer lugar, al sacramento de la Penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo, siendo vosotros mismos asiduos en su recepción» 237.

El Santo Padre señalaba entonces, y me llena de alegría volver a considerar esas indicaciones, que debéis estar siempre disponibles para escuchar las confesiones de los fieles, sin escatimar las fuerzas, sin ceder al cansancio. Pensad que especialmente debéis prestar esta ayuda insustituible en la atención de los miembros de la Prelatura y de las personas que participan en sus apostolados: para esto os ordenáis, y así serviréis a la Iglesia entera.

Y, como aconseja el Concilio Vaticano II a los sacerdotes, no olvidéis que –para que las almas aprecien más este sacramento, y acudan con la frecuencia necesaria–, es preciso que nosotros mismos lo amemos cada día más, confesándonos con puntualidad y verdadera contrición 238.
A este propósito, ¡cómo no evocar de nuevo la figura de nuestro santo Fundador, el Beato Josemaría! Durante muchos años, mientras no se lo impidieron otras ocupaciones ineludibles, dedicó miles de horas al confesonario, y se prodigó hasta el final de sus días en predicar sobre la impresionante maravilla de amor que se esconde detrás de un Dios que perdona. Por eso, acudió semanalmente con gran piedad a recibir el abrazo misericordioso de Dios en la Confesión. Al hilo de esa práctica de piedad, durante una de sus catequesis por América, no se recataba en comentar a los centenares de personas que le escuchaban: «Puede ser que vosotros no lo necesitéis, pero yo necesito confesarme todas las semanas. Y a veces, dos veces por semana» 239, porque en ese sacramento encontraba la fuerza para amar más y mejor.

Quiero referirme ahora, con un ruego, a todos los que llenáis esta basílica y, como es lógico, especialmente a los parientes más cercanos de los ordenandos: en particular, a los padres y a los hermanos. No dejéis de rezar por los nuevos sacerdotes o, con otros términos, no os dejéis engañar con el argumento de que son ellos, precisamente por ser sacerdotes –amigos íntimos de Jesucristo–, los que tienen que rezar por vosotros. Sin ninguna duda lo harán, ahora más que nunca, y diariamente estaréis presentes en las intenciones de su Misa. Pero orad también vosotros por ellos, para que quieran y sepan, jornada tras jornada, dar todo el fruto que Dios espera y para que ese fruto sea duradero.

Si pensáis qué regalo más a su gusto podéis ofrecerles en esta fecha, no lo dudéis: una buena confesión –si fuera necesario–, de las que limpian a fondo el alma –porque todos necesitamos ese lavado– y dejan como poso la alegría de volver a la casa del Padre; o el propósito firme de confesaros con más frecuencia; o, si ya os acercáis frecuentemente a esta fuente de gracia, el propósito de practicarlo con más piedad, evitando todo asomo de rutina o superficialidad.

No dudo en afirmar que será éste, también, el regalo más agradable de todos vosotros a la Santísima Virgen en la víspera de la conmemoración litúrgica de su nacimiento, que dichosamente celebraremos mañana. Nuestra Madre –precisamente por ser Madre, ¡y qué Madre!– sabe perfectamente que eso –perdonar– es lo que colma de alegría el Corazón de Dios y produce un gozo inmenso en el Cielo. Así sea.

EL SERVICIO LITÚRGICO

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 17-V-1997, quinto aniversario de la beatificación del Fundador del Opus Dei).
A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Y Él ha constituido a unos apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelizadores, a otros, pastores y maestros, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio y para la edificación del cuerpo de Cristo 240.

Estas palabras del Apóstol cobran hoy particular actualidad, pues me dispongo a conferir la ordenación diaconal a cinco fieles de la Prelatura del Opus Dei, llamados a servir a Dios y a las almas en el ministerio ordenado, que les capacitará para colaborar de un modo nuevo a la edificación del Cuerpo Místico de Cristo. Cada ordenación suscita gran alegría en la Iglesia, pero hoy nuestro gozo es aún mayor porque conmemoramos el quinto aniversario de la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, titular de esta parroquia.

El 17 de mayo de 1992, el Santo Padre Juan Pablo II elevó al Fundador del Opus Dei al honor de los altares, delante de una muchedumbre festiva y ordenada que había acudido a Roma desde todos los rincones de la tierra. Aquella mañana, muchos de nosotros fuimos testigos oculares y, al mismo tiempo, protagonistas de una inolvidable manifestación de fe que se expresó en la plegaria unánime de alabanza y de acción de gracias al Señor por el don de la santidad. La actitud de aquella inmensa multitud del Pueblo de Dios, reunido en la Plaza de San Pedro alrededor del Papa, refleja las disposiciones interiores que debe tener cada cristiano consciente del sentido de la propia existencia. No podemos olvidar, en efecto, que la vida humana tiene como fin último la glorificación de Dios: para esto hemos sido creados, a este fin estamos destinados. Si permanecemos fieles a nuestra vocación sobrenatural, gozaremos un día de la visión de la Trinidad Santísima y seremos eternamente felices en el Cielo.

Para dar gloria a Dios

Estas consideraciones se ajustan bien a la presente circunstancia. En cuanto reciban la sagrada ordenación, los nuevos diáconos serán depositarios de una misión de singular responsabilidad: cumplir pie, attente ac devote, con piedad, atención y devoción, los actos de culto para los que estarán deputados, para la gloria de Dios y el servicio de los hermanos. El culto divino debe nacer de un corazón enamorado. «No olvides –escribía el Beato Josemaría en una ocasión– que vida litúrgica significa vida de amor; amor a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia, de la que tú formas parte» 241.
El servicio litúrgico, en toda su espléndida gama de expresiones, constituye el tesoro que será confiado a los nuevos diáconos. Un tesoro que pertenece a la Iglesia, porque –como enseña el Concilio Vaticano II– «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es "sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos» 242; en consecuencia, «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no es igualada por ninguna otra acción de la Iglesia» 243.
¡Queridísimos ordenandos! Vais a ser custodios de la Palabra de Dios, que es viva, y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo 244, y habréis de anunciarla buscando siempre y solamente la gloria de Dios y la salvación de las almas de los fieles. Vais a distribuir a vuestros hermanos y hermanas los dones celestiales del Cuerpo y la Sangre de Cristo. También en esta acción litúrgica, el aspecto más importante es la glorificación de la condescendencia divina con los hombres: el Hijo Unigénito del Padre, encarnado en el seno virginal de María por obra del Espíritu Santo, se hace realmente presente en la Eucaristía y nos conduce a una inefable comunión de vida y amor con Dios.
Al considerar tales poderes, y esos otros aún más excelsos que recibiréis con el presbiterado, dentro de pocos meses, quizá acuda a vuestra mente este pensamiento: ¿cómo es posible que a mí, que soy un pobre hombre, se me hayan concedido estos dones del Cielo? ¿Cómo puedo yo, indigno como soy, agradecer a Dios esta elección? Es justamente la exclamación que todos hemos pronunciado hace unos momentos en el Salmo responsorial:¿cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho? El mismo salmo nos ofrece la respuesta: alzaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor. Te ofreceré el sacrificio de alabanza e invocaré el nombre del Señor 245. La expresión más adecuada de nuestra gratitud a Dios es justamente el Santo Sacrificio de la Misa: aquí, en unión con Cristo, Sacerdote y Víctima, podemos amar y adorar al Señor de un modo más que humano, con el amor de Cristo mismo, con el ímpetu con que Jesús ofrece al Padre el Sacrificio perfecto de reparación por nuestros pecados y por los pecados del mundo; con la voz de Cristo –la expresión es audaz, pero es verdadera– podemos invocar el santo nombre de Dios y pedir su ayuda en las necesidades espirituales y materiales de la humanidad entera. Os ruego que, en vuestra plegaria de intercesión, tengáis hoy especialmente presentes, junto al Romano Pontífice, al Cardenal Vicario de la diócesis de Roma y a todos mis Hermanos en el Episcopado. Recemos también por la amadísima nación del Zaire, en estos momentos de perturbación.
Hace cinco años, el Santo Padre Juan Pablo II recordaba que buscar siempre la gloria de Dios fue «como el compendio de la vida espiritual del Beato Josemaría» 246. Ruego al Señor que lo mismo pueda decirse de los nuevos diáconos, de todos los ministros sagrados y de todos los fieles cristianos: que nuestra existencia esté verdaderamente dedicada a la glorificación de Dios –cada uno en el estado y condición que le es propio–, de modo que en cada uno de nosotros se cumpla aquella aspiración del Beato Josemaría que he querido tomar como lema de mi ministerio episcopal: Deo omnis gloria!, ¡que sea dada a Dios toda la gloria!

Con piedad y con amor

En el Evangelio de la Misa de hoy hemos leído cómo Jesús, tras haber observado que los grandes de la tierra ejercitan el poder dominando sobre las gentes, enseña a los Apóstoles, y a nosotros: no ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos 247.
Estas palabras son válidas para los cristianos de entonces y los de siempre: siguiendo el ejemplo del único Maestro, Jesús, debemos servir siempre a todos los hombres. No olvidemos nunca que –como pone de relieve el Papa en la encíclica Redemptor Hominis– nuestra dignidad de hijos de Dios «se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo» 248. Sí, el honor más grande de los cristianos es servir, pues sabemos que, al servir a los hombres, servimos a Cristo mismo, y, como enseña la Iglesia, en la lógica divina de la humillación voluntaria del Hijo de Dios hasta la muerte de Cruz, servir a Cristo significa reinar: cui servire regnare est 249.
En los fieles de la Prelatura del Opus Dei que reciben hoy el diaconado, el espíritu de servicio –común a todos los cristianos– se expresará con características propias. Recibís el orden sagrado, hijos míos, para servir a toda la Iglesia –más aún, a toda la humanidad–, y de modo particular a los demás fieles de la Prelatura, con vuestro ministerio: la predicación de la Palabra divina, la distribución de la Eucaristía y la celebración de los diversos actos de culto propios del servicio diaconal. A esto se añadirá, cuando os convirtáis en presbíteros, la celebración del Sacrificio de la Misa y del sacramento de la Reconciliación. Pero ya desde este momento debéis cuidar muy especialmente las celebraciones litúrgicas que os encarguen. Os lo repito: tratad de realizar el servicio litúrgico con sincera piedad, fruto del amor, y con el convencimiento de que en vosotros la Iglesia glorifica a Dios. A este propósito, quiero recordaros algunas consideraciones de nuestro santo Fundador, como aquella que se lee en Forja: «De ninguna forma podremos manifestar mejor nuestro máximo interés y amor por el Santo Sacrificio, que guardando esmeradamente hasta la más pequeña de las ceremonias prescritas por la sabiduría de la Iglesia.
»Y, además del Amor, debe urgirnos la "necesidad" de parecernos a Jesucristo, no solamente en lo interior, sino también en lo exterior, moviéndonos –en los amplios espacios del altar cristiano– con aquel ritmo y armonía de la santidad obediente, que se identifica con la voluntad de la Esposa de Cristo, es decir, con la Voluntad del mismo Cristo» 250.
Resulta evidente que el motivo más importante para cumplir con amor y delicadeza todo lo que se refiere a la liturgia es el deseo de adorar a Dios; pero no podemos olvidar que también los fieles esperan del ministro sagrado –y es un verdadero servicio a su fe–, el ejemplo de una sincera piedad personal. En efecto, «es necesario recordar a los sacerdotes y a los diáconos –son palabras del Santo Padre– que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone obligaciones particulares que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía, y luego a todos los participantes potenciales y actuales en la Eucaristía» 251. No lo hagáis para que los demás os vean, pero es bueno querer que se vea que sois hombres de fe y verdaderos enamorados! Debe verse en el modo con que hacéis la genuflexión delante del Sagrario, en la delicadeza al usar los vasos sagrados, en el respeto con que leéis la Palabra de Dios, en la compostura con que realizáis el servicio divino... Así ayudaréis a vuestros hermanos y a vuestras hermanas en la fe a secundar con más empeño las gracias que el Señor les enviará por medio de vuestro ministerio. Sancta sancte tractanda!; las cosas santas se deben tratar santamente. La liturgia es sagrada liturgia, y requiere actitudes –en primer lugar, interiores, pero también externas– adecuadas.
En 1930, pensando en sus hijos, sacerdotes y laicos, el Beato Josemaría escribía: «Han de tener especial empeño en seguir, con todo interés, todas y cada una de las disposiciones litúrgicas, aun las que parezcan poco o nada importantes. El que ama no pierde un detalle. Lo he visto: esas pequeñeces son una cosa muy grande: AMOR. Y obedecer al Papa, hasta en lo mínimo, es amarle. Y amar al Padre Santo es amar a Cristo y a su Madre, a nuestra Madre Santísima, María. Y nosotros sólo aspiramos a eso: porque les amamos, queremos que omnes, cum Petro, ad Iesum per Mariam» 252: todos, con el Papa, hemos de ir a Jesús por María.
Conozco vuestras buenas disposiciones y sé que alimentáis el deseo exclusivo de dar gloria a Dios y servir a los hombres. Un consejo de Mons. Álvaro del Portillo, mi inolvidable predecesor como Prelado del Opus Dei, os ayudará a alimentar esta santa ambición: «al considerar que, dentro de los límites marcados por las leyes litúrgicas, gozáis de completa libertad en el uso de las variantes posibles en los diversos ritos y oraciones (...), recordad también que, en las celebraciones con pueblo, es lógico que no os guiéis sólo por vuestras personales preferencias, sino que atendáis primariamente al bien de los fieles» 253.

Oración por las vocaciones sacerdotales

Me dirijo ahora en particular a los padres, hermanos y hermanas de los diáconos. Hasta ahora habéis acompañado a estos hijos y hermanos vuestros con el cariño y la oración, y estoy seguro de que os lo agradecen con toda el alma. Ellos rezarán mucho por vosotros y por vuestras necesidades; pero también vosotros debéis seguir rezando por ellos y por la eficacia sobrenatural de los encargos pastorales que se les confíen. Pido además a todos los presentes que supliquéis al dueño de la mies que envíe obreros a su mies 254: hacen falta muchas vocaciones sacerdotales para los seminarios. Sacerdotes bien preparados, movidos por ardientes deseos de santidad personal y por un vibrante celo apostólico, porque el mundo está muy necesitado de ministros sagrados que, en nombre de Jesús, guíen a las almas con los mismos sentimientos del Buen Pastor.
Estamos recorriendo el primero de los tres años de preparación inmediata al Gran Jubileo del año 2000. Ciertamente, todos los cristianos tienen el deber de transmitir la fe al próximo siglo; pero los sacerdotes son «los primeros responsables de esta nueva evangelización del tercer Milenio» 255. Escuchemos una vez más la exhortación del Santo Padre: «La Iglesia tiene una necesidad inmensa de sacerdotes. Es una de las urgencias más graves que interpelan a la comunidad cristiana. Jesucristo no ha querido una Iglesia sin sacerdotes. Si faltan los sacerdotes, falta Jesús en el mundo, falta su Eucaristía, falta su perdón (...). El pueblo cristiano no puede aceptar pasivamente y con indiferencia el declinar de las vocaciones. Las vocaciones son el futuro de la Iglesia» 256. Dirijamos, pues, nuestra plegaria al Espíritu Santo, que es el Dador de todos los dones sobrenaturales: veni, Pater pauperum; veni, Dator munerum; veni, Lumen cordium 257, decimos con la Iglesia: ven, Padre de los pobres; ven, Dador de las gracias; ven, Luz de los corazones.

Antes de terminar, deseo recordaros que precisamente mañana, solemnidad de Pentecostés, es el cumpleaños del Santo Padre Juan Pablo II. Todos nosotros, estoy seguro, nos apretaremos espiritualmente en torno él en este día, pidiendo a la Santísima Trinidad, por intercesión de la Virgen y del Beato Josemaría, que llene al Papa de sus dones, que lo guíe y lo proteja en todas sus fatigas apostólicas, que escuche sus súplicas por el bien de la Iglesia y de toda la humanidad, al tiempo que damos gracias al Dios tres veces Santo por los frutos espirituales que ha concedido hasta ahora a la Iglesia, bajo la guía del Romano Pontífice.

La Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, junto con los Apóstoles y las santas mujeres del Evangelio, perseveró en el Cenáculo de Jerusalén a la espera del Espíritu Santo. De María aprendemos a invocar al Paráclito, para que infunda en nuestras almas deseos renovados de llevar una vida cristiana más intensa, que se caracteriza por un mayor fervor en la oración y una asiduidad más frecuente en la recepción de los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, por el decidido empeño de santificar el trabajo profesional y las circunstancias ordinarias de la vida, por la decisión más madura de ayudar a los demás a acercarse a Cristo, por un esfuerzo más generoso para corresponder a la gracia divina. Así sea.

MINISTROS DE LA EUCARISTÍA

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 6-VI-1999, solemnidad del Corpus Christi).

Queridos hermanos y hermanas.

No podía ser más significativo el marco de esta ceremonia de ordenación sacerdotal. Celebramos la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, la gran fiesta litúrgica en honor de la Sagrada Eucaristía, instituida por la Iglesia hace siete siglos para estimular en los cristianos la adoración del sublime misterio de la Presencia real de Jesucristo bajo las Especies sacramentales. Hoy, el pueblo cristiano acompaña al Santísimo en procesión por las calles y plazas de todo el mundo. En muchos sitios se conserva la costumbre de alfombrar con ramas y pétalos de flores el suelo por donde pasa la Custodia con la Hostia Santa. Es un signo externo de la íntima veneración del alma cristiana: llena de asombro ante la condescendencia de Cristo escondido en la Eucaristía, cree con fe segura en este misterio y, deseosa de amar al Señor con todas sus fuerzas, experimenta la necesidad de postrarse ante Él y de adorarle humildemente.

Unidos a todos los cristianos, confesemos firmemente nuestra fe; dejemos que el amor se desborde del corazón en sinceras expresiones de adoración, mediante las fórmulas que tantas almas santas han hecho suyas. Recuerdo cómo hablaba el Beato Josemaría: «Señor, creo que eres Tú, Jesús, el Hijo de Dios y de María siempre Virgen. Que estás realmente presente: con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. Te adoro. Quiero ser tu amigo, porque Tú eres el que me ha redimido. Quiero ser el amor para Ti, porque Tú lo eres para mí...» 258.

Cristo en el Sagrario

¿Para qué se ha quedado el Señor en el Sagrario? Para ser alimento de nuestras almas; para fortalecernos con su compañía en todo momento, y de modo especial en las horas amargas de la vida; para ser viático de nuestro peregrinar terreno y abrirnos las puertas del Cielo; porque –como afirma Jesucristo mismo en el Evangelio–si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día 259.
El pueblo de Israel –lo hemos escuchado en la primera lectura– fue librado de la muerte en el desierto, gracias al maná que Dios hizo llover del cielo y al agua que Moisés sacó de la roca por orden del Señor 260, figuras anticipadoras del misterio eucarístico. El pueblo cristiano, en su peregrinación hacia la patria celestial, recibe también de Dios el alimento y la bebida que necesita para llegar al fin de su camino: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Verbo eterno del Padre, que después de haberse hecho hombre, ha querido permanecer en la tierra por nosotros y con nosotros.
Ecce panis angelorum factus cibus viatorum 261: he aquí el pan de los ángeles –exclama maravillada la Iglesia–, convertido en alimento de los caminantes. He aquí el pan de los hijos –los hijos de Dios–, que no debe echarse a los perros 262. Hermanas y hermanos queridísimos: en este día tan grande, en esta fiesta tan hermosa del Corpus Christi, renovemos una vez más nuestros propósitos de recibir frecuentemente al Señor en la Comunión, y de recibirle dignamente. Enseñad a las personas con quienes tratáis que, antes de acercarse a la Eucaristía, si descubren en su alma algún pecado grave, han de acudir al Santo Sacramento de la Penitencia, donde el Padre celestial se inclina sobre cada uno de nosotros y nos perdona, como en la parábola del hijo pródigo 263. ¡Cuánto hemos de agradecer al Señor la institución de este sacramento! Verdaderamente es una muestra de ternura que sólo puede provenir de un corazón de padre y de madre.

El ministerio del altar

Me dirijo ahora a estos fieles de la Prelatura del Opus Dei, que están a punto de recibir la ordenación presbiteral.

Hijos míos, ved qué grande es el amor que os manifiesta Jesús con la llamada al sacerdocio. Él es el Sacerdote Eterno, el único Sacerdote del Nuevo Testamento, pero necesita instrumentos visibles en la tierra para aplicar a los hombres su gracia por medio de los sacramentos. A partir de hoy, y para siempre, os contaréis en el número de aquellos a quienes el Señor confía estos poderes únicos, que Dios Padre puso en sus manos: predicar con autoridad la Palabra divina; remitir los pecados; renovar incruentamente el Sacrificio del Calvario, haciendo presente sobre el altar el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo...

Firmemente apoyados en la certeza de vuestra divina llamada, vais a recibir dentro de pocos minutos el sello y la gracia del sacerdocio ministerial, mediante la imposición de las manos episcopales y la plegaria de consagración. Después, al ungiros con óleo y al entregaros el cáliz y la patena, para que ofrezcáis el sacrificio de la Misa, os diré en nombre de la Iglesia: recibid la ofrenda del pueblo santo para el sacrificio eucarístico. Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que celebráis, conformad vuestra vida con el misterio de la Cruz del Señor 264.
Tened siempre presente que en el altar actuáis in persona Christi y ofrecéis el Santo Sacrificio por todo el pueblo de Dios. En su carta del Jueves Santo, Juan Pablo II escribe que el sacerdote «puede sumergirse diariamente en este misterio de redención y de gracia celebrando la santa Misa, que conserva sentido y valor incluso cuando, por una justa causa, se celebra sin la participación del pueblo, pero siempre y en todo caso por el pueblo y por el mundo entero» 265. Vuestro sacerdocio es para la Eucaristía, y la Eucaristía es el sacrificio del entero pueblo cristiano e incluso de toda la creación. La Iglesia y el mundo esperan de vosotros el testimonio firme y contagioso de vuestra fe en todo momento, pero especialmente en el Santo Sacrificio. La delicadeza con que cumplís las prescripciones litúrgicas debe mostrar a todos que sois hombres de fe, hombres enamorados. La Iglesia os pide que conforméis vuestra vida, en todos los aspectos, con el misterio de Cristo. Sé que ya antes era éste vuestro objetivo, como cristianos conscientes de su divina elección en el Bautismo. Ahora, después de recibir el Orden sagrado, habéis de tender a ese fin por un título nuevo, por la nueva configuración con Cristo que recibiréis.

Mejorar las disposiciones personales

Si a todos los fieles se les exige limpieza de alma para acercarse con fruto a la Sagrada Mesa, ¿qué disposiciones interiores se requerirán en los sacerdotes? «En efecto –escribe San Juan Crisóstomo–, a moradores de la tierra, a quienes en la tierra tienen aún su conversación, se les ha encomendado administrar los tesoros del Cielo, y han recibido un poder que Dios no concedió jamás a los ángeles ni a los arcángeles» 266. Sí, es muy alta la misión del sacerdote, es muy grande la santidad que se espera de él, y todos somos conscientes de nuestra personal indignidad. Pero no temáis. Con palabras de nuestro santo Fundador, os digo: «Dios Nuestro Señor conoce bien mi debilidad y la vuestra: somos todos nosotros hombres corrientes, pero ha querido Jesucristo convertirnos en un canal, que haga llegar las aguas de su misericordia y de su Amor a muchas almas» 267. El Señor, hijos míos, quiere que nuestro deseo de servirle vaya acompañado por las obras, por la decisión de convertirnos a Él todos los días, cada vez con mayor sinceridad. Tened confianza: qui coepit in vobis opus bonum, Deus, ipse perficiat 268; Dios, que ha comenzado en vosotros su obra, Él mismo la llevará a cumplimiento.

Tened confianza: toda la Iglesia reza por vosotros. Tenéis la fuerza de la oración de vuestros padres, de vuestros hermanos, de todas vuestras personas queridas; de mi oración y de la de los demás fieles de la Prelatura, para cuya asistencia pastoral recibís hoy la ordenación. Con esta ayuda podéis llevar a cabo con fruto vuestra misión y ser sacerdotes santos, doctos y alegres.

Pido a todos los presentes que recen por el Santo Padre Juan Pablo II, por su persona y sus intenciones. De modo especial, nos unimos hoy a su insistente súplica por la paz en los Balcanes y en toda la tierra y rezamos por su viaje a Polonia. Roguemos a Dios por todos los colaboradores del Papa en el gobierno de la Iglesia, por el Cardenal Vicario de Roma, por los obispos y por los sacerdotes del mundo entero. Supliquemos todos los días al Señor de la mies que envíe muchos operarios a sembrar y a cosechar frutos de santidad en este campo suyo que es la Iglesia.

Confiamos estas intenciones a la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles y Madre de todos los cristianos, y especialmente Madre de los sacerdotes. Que Ella, con la intercesión del Beato Josemaría, presente a su divino Hijo estos deseos nuestros. Así sea.

PONER A CRISTO EN LA CUMBRE

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 21-IX-1997).
Se alegre la creación junto con los ángeles. Que te alabe y te glorifique, oh Dios altísimo 269. Los hombres y los ángeles prorrumpen en un himno de alabanza a Dios, ante el misterio que se realiza sobre el altar. Cada vez que renovamos el ofrecimiento del sacrificio de Cristo se actualiza la fuerza vivificante de la Redención, que no conoce límites. Da la impresión de dilatarse aún más en una celebración como la de hoy, cuando, mediante el Sacramento del Orden, la Iglesia confiere a otros hijos suyos la potestad de ejercer, in persona Christi, los actos propios del sagrado ministerio.

Gracias a Dios, es ésta la tercera ordenación presbiteral de diáconos de la Prelatura del Opus Dei a lo largo de este año. También hoy, como en las precedentes ocasiones, en vez de trazar una descripción sistemática del sacerdocio, me detendré sólo en algunos aspectos, que sean útiles para captar al menos un destello de la inmensa riqueza encerrada en el tesoro de nuestra fe. Para este fin, deseo partir precisamente del canto de entrada: se alegre la creación junto con los ángeles. Que te alabe y te glorifique, oh Dios altísimo.

Dimensión cósmica de la Redención

En el himno que constituye como el prólogo de la epístola a los Efesios, San Pablo exalta el designio del Amor divino en relación al mundo y explica cómo ese designio, teniendo por vértice la redención del hombre caído, afecta a toda la creación: recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra 270. El plan de la salvación, que brota del eterno presente de la presciencia divina, comienza a actuar desde el primer instante de la creación, y asume a Cristo como centro: por medio del Verbo, en efecto, han sido creadas todas las cosas; en Él subsisten; a Cristo se orienta todo el universo como a su propio fin 271. Y cuando llega la plenitud de los tiempos, con la Encarnación del Verbo, ese designio arriba a su fase culminante. En Cristo, Dios asume la naturaleza humana, se sumerge en la creación: en un cuerpo tomado del seno de una mujer 272 habita toda la plenitud de la divinidad 273.
Viviendo entre nosotros, trabajando con el sudor de su frente, Jesucristo eleva al Padre y diviniza todas las cosas creadas. Con pleno rigor teológico, el Beato Josemaría habla de un «materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» 274. Y explica del siguiente modo una de las consecuencias más importantes para la vida espiritual del cristiano: «No se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte» 275.
Finalmente, muriendo en el Calvario, el Señor lleva a cumplimiento el proyecto divino, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz, tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales 276. En las palabras de San Pablo, la Redención se nos revela como una verdadera y propia nueva creación, en la que todo es reconciliado con Dios, restituido a Él, en Cristo, a quien corresponde ser «el primero en todo» 277.
Se trata del misterio del Reino de Dios, que se desarrolla en la tierra a través de la Iglesia. Sólo al final de los tiempos podremos contemplar su plena realización 278: cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a Él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas 279. Mientras tanto, la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios (...) con la esperanza de que también la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios 280. Pero ya desde ahora la Iglesia edifica el Reino de Cristo en el mundo. En esta edificación, el factor decisivo es la Eucaristía, como afirma el Santo Padre Juan Pablo II: «En este Sacrificio, por una parte, está presente del modo más profundo el Misterio trinitario, y por otra está como "recapitulado" todo el universo creado» 281. En el sacrificio de Cristo, cabeza del Cuerpo que es la Iglesia, todas las criaturas bendicen –con el hombre– al Señor, como recita el Cántico de los tres jóvenes, que constituye una de las más antiguas plegarias para la acción de gracias después de la Misa: Benedicite omnia opera Domini Domino... 282. Subrayando esta dimensión cósmica de la Redención, el Papa añade que, en la Santa Misa, la Iglesia ofrece «sobre el altar de la tierra entera el trabajo y el sufrimiento del mundo». Y concluye: «En la Eucaristía, Cristo devuelve al Padre todo lo que de Él proviene. Se realiza así un profundo misterio de justicia de la criatura hacia el Creador. Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda» 283.

En la cumbre de las actividades humanas

La Santa Misa encierra, pues, una llamada explícita de Dios a los cristianos, para que se empeñen en la satisfacción de esta deuda mediante su trabajo en el mundo; es una llamada a plasmar toda la realidad creada, continuando la obra de la creación e informando con el espíritu de Cristo –en armoniosa unidad de vida– todas las ocupaciones terrenas, y encaminando sus actividades a manifestar la gloria de Dios. Proclama el Concilio Vaticano II: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por eso, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico» 284.
El mismo Concilio, ilustrando este aspecto de la misión de la Iglesia, que obra visiblemente para el crecimiento del Reino de Cristo en el mundo, comenta que ese crecimiento está «profetizado en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la Cruz: "Y Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). La obra de nuestra Redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por medio del cual "Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado" (1Cor 5, 7)» 285.
Este pasaje trae a nuestra memoria un momento muy significativo de la vida del Beato Josemaría. Era el 7 de agosto de 1931. De cuando en cuando, el Señor irrumpía en su alma y la iluminaba, con luces nuevas, para que adquiriera una comprensión más profunda del contenido teológico y del alcance eclesial de la misión del Opus Dei, fundado por inspiración divina el 2 de octubre de 1928.
Aquel día de 1931 –fiesta, en Madrid, de la Transfiguración del Señor–, mientras celebraba la Santa Misa con un recogimiento muy intenso, vibrante con el deseo de entregarse completamente a la realización de la Voluntad divina, el Beato Josemaría escuchó dentro de sí el pasaje evangélico que hemos leído hace un momento en el texto conciliar. Pero sigamos su propia narración: «Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo». Esta locución imprevista era la premisa de una gracia, estrechamente unida a su misión fundacional. He aquí su descripción: «Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas» 286. Era una nueva confirmación de la raíz evangélica del espíritu del Opus Dei y de su misión en la Iglesia: difundir la conciencia de la vocación universal a la santidad y la comprensión del trabajo profesional como ámbito y medio de santificación 287.

La tarea del sacerdote

¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Queridísimos candidatos al sacerdocio: reflexionad sobre la grandeza de vuestra tarea. Considerad el lazo que, a la luz de la eficacia redentora de la Santa Misa, une el ministerio sacerdotal a la instauración del Reino de Dios en la tierra, mediante el trabajo recto de los cristianos en la sociedad. Hay una relación inseparable entre fe y obras, oración y trabajo, liturgia y vida, función del sacerdote y papel de los laicos, sacerdocio ministerial y sacerdocio común, en la única misión de la Iglesia. Cada vez que os acerquéis al altar para celebrar la Eucaristía, ofreceréis al Padre, con el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo, el trabajo, la fatiga, las dificultades y sufrimientos de todos los hombres. Contribuiréis de modo escondido –¡pero con qué eficacia!– a la santificación del mundo entero. Pedid, pues, al Señor un corazón sacerdotal capaz –como el del Beato Josemaría– de abrazar a todas las criaturas.
A este propósito, os leo un texto suyo, muy elocuente: «Celebro la Misa con todo el pueblo de Dios. Diré más: estoy también con los que aún no se han acercado al Señor, los que están más lejanos y todavía no son de su grey; a ésos también los tengo en el corazón. Y me siento rodeado por todas las aves que vuelan y cruzan el azul del cielo, algunas hasta mirar de hito en hito al sol (...). Y rodeado por todos los animales que están sobre la tierra: los racionales, como somos los hombres, aunque a veces perdemos la razón, y los irracionales, los que corretean por la superficie terrestre, o los que habitan en las entrañas escondidas del mundo. ¡Yo me siento así, renovando el Santo Sacrificio de la Cruz!» 288.

En esos momentos, acordaos de modo especial de todos los fieles de la Prelatura, comprometidos en las más diversas actividades humanas –por su vocación cristiana– a buscar la santidad justamente en el trabajo profesional, y de tantas otras personas que colaboran en nuestros apostolados. Éste es vuestro primer servicio a la Iglesia. En esta perspectiva, me gusta recordaros el ejemplo heroico del Beato Josemaría en el ejercicio del ministerio de la Penitencia: este sacramento, en efecto, resulta indispensable en la economía de la santidad; de modo particular, para administrar y recibir dignamente la Eucaristía.

La Santa Misa, "operatio Dei", trabajo de Dios

Permitid que os traiga a la memoria otro momento de la biografía de nuestro santo Fundador, íntimamente relacionado –a mi parecer– con el que hace un momento he recordado. Se trata de una prueba más del grado de identificación con el misterio eucarístico, que llegó a alcanzar el Beato Josemaría. El 24 de octubre de 1966, nos confiaba: «A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino» 289.
Pocas semanas después, añadía: «A Cristo también le costó esfuerzo (...). Su Humanidad Santísima se resistía a abrir los brazos en la Cruz, con gesto de Sacerdote eterno. A mí nunca me ha costado tanto la celebración del Santo Sacrificio como ayer, cuando sentí que también la Misa es Opus Dei. Me dio mucha alegría, pero me quedé hecho migas» 290.
No se trata sólo de un texto sugestivo. A todos nosotros, a vosotros, queridos candidatos al sacerdocio, nos descubre un horizonte amplísimo de empeño espiritual: la celebración de la Santa Misa requiere que el sacerdote, a ejemplo de Cristo, gaste todas sus energías en un efectivo holocausto por las almas. Y, con el ejemplo, el empeño por guiarlas a poner en práctica la súplica que elevamos hoy a Dios en la III Plegaria eucarística: «Que Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos» 291. Toda la vida de los cristianos –sacerdotes y laicos–, todo su trabajo, se convierte así, de algún modo, en una Misa: ofrecimiento de sí mismos a Dios, en Cristo, para la salvación del mundo.

Queridísimos, en verdad es grande la misión para la que hoy la Iglesia os llama y os capacita. Permaneced unidos al Papa y a los Obispos; de modo especial, deseo invitaros a rezar a Dios por el Cardenal Vicario de Roma y por sus Obispos auxiliares. Implorad al Señor de la mies que envíe muchos trabajadores a su campo: el mundo tiene necesidad de sacerdotes santos. Prodigaos en el ministerio a favor de todas las almas, comenzando por las de los fieles de la Prelatura. Sed siempre instrumentos de unidad en el Opus Dei, para servir con eficacia a la Iglesia, como habéis aprendido del Beato Josemaría y de su primer sucesor, Mons. Álvaro del Portillo.

Pido de corazón a todos los presentes la limosna de su oración por estas intenciones. En primer lugar, la de los padres, parientes y amigos de los candidatos al sacerdocio. Su ordenación es un don divino también para cada uno de vosotros, una invitación que el Señor os dirige personalmente a profundizar cada vez más en el misterio de la Iglesia y a trabajar por el Reino de Cristo: vuestro hijo, vuestro hermano, rezará cada día por cada uno de vosotros.

Que María Santísima, Madre de la Iglesia, haga arder en nuestros corazones un amor inextinguible a su Hijo; que nos ayude a transformar toda nuestra vida y nuestro trabajo diario en ofrenda a Dios Padre, en unión con el Sacrificio de Cristo, en el gozo del Espíritu Santo. Así sea.

PASTORES SEGÚN EL CORAZÓN DE CRISTO

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Miguel, Madrid, 6-IX-1999).

Queridos hermanos y hermanas.

Los cuidados de Dios con los hombres

En cada ordenación sacerdotal se cumplen estas palabras del profeta Jeremías: os daré pastores según mi corazón, que os alimenten con ciencia y doctrina 292.
En su amor fiel y misericordioso, Dios Padre provee constantemente a la Iglesia de hombres que, con el sacerdocio ministerial, hagan presente a Cristo, el Pastor supremo, en medio de los fieles. La doctrina cristiana enseña, en efecto, que «los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor; proclaman con autoridad su palabra; repiten sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, sobre todo con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercitan su amorosa solicitud por la grey, hasta la entrega completa de sí mismos, y congregan en la unidad a esa misma grey, conduciéndola al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. En una palabra, los presbíteros existen y actúan con el fin de anunciar el Evangelio y de edificar la Iglesia, en el nombre y en la persona de Cristo, cabeza y pastor» 293.
Hoy de nuevo se realiza ante nosotros esa promesa del Señor. Mediante la imposición de las manos por parte del Obispo y la plegaria consagratoria, estos hermanos nuestros diáconos serán configurados con Jesucristo, Sumo Sacerdote, y podrán decir con Él lo que hemos escuchado en la primera lectura: el Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido 294. Gracias al ministerio de los presbíteros, el pueblo cristiano puede cantar confiado: el Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma: me guía por senderos de justicia (...). Tu vida y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término 295.

Agradezcamos a nuestro Padre Dios los cuidados que dispensa a la Iglesia, renovando ahora el propósito de tratarle más en la oración personal y de acercarnos con frecuencia a esas fuentes tranquilas de la vida cristiana: los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía, en los que Jesucristo su Hijo, por medio de los sacerdotes, ejercita preferentemente su oficio de Buen Pastor.

Identificarse con Cristo

Me dirijo ahora especialmente a vosotros, que vais a recibir la ordenación sacerdotal. Hijos míos, tened siempre presente que, para ser buenos y eficaces instrumentos en manos del Señor, es preciso que os identifiquéis más y más con Él. El sacramento imprimirá en vuestras almas un signo espiritual indeleble, el carácter, que os configurará con Jesucristo en cuanto Cabeza y Pastor, y os conferirá un "poder espiritual", que es participación de la autoridad con la que Cristo mismo, mediante su Espíritu, edifica y gobierna a la Iglesia 296. ¡Qué claro resulta lo que enseñaba el Beato Josemaría!: «Ésta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado» 297. A vosotros os compete, ayudados por las oraciones de todos, que esa identificación sacramental se refleje cada día más y mejor en toda vuestra existencia, para ser ante los fieles una imagen –lo más perfecta posible– del Buen Pastor.
El motor de este largo proceso, que durará lo que vuestra vida, es la caridad pastoral, que es «don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, tarea y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero» 298. «La caridad pastoral –explica el Papa Juan Pablo II hablando del sacerdocio ministerial– es aquella virtud con la que imitamos a Cristo en su entrega y en su servicio. No es sólo lo que hacemos, sino el don de nosotros mismos, lo que manifiesta el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de relacionarnos con la gente» 299. Así el sacerdote se convierte –como afirmaba el Fundador del Opus Dei– en «el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo» 300.
Tenemos en el Beato Josemaría un ejemplo accesible y cercano para progresar en nuestra identificación con Cristo. No se avergonzaba de reconocer –incluso delante de muchas personas– que era un enamorado perenne porque su Amor no envejecía. Por la fuerza de la caridad pastoral, en efecto, el sacerdote vive de Cristo y para Cristo; vive, por tanto, para la Iglesia y para las almas. Por eso añadía nuestro Padre: «Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del canon: per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva» 301.

Meditemos, al hilo de sus palabras, si también nosotros –cada uno según su peculiar situación en el mundo y en la Iglesia– procuramos vivir de Cristo y para Cristo, si centramos nuestra existencia en el Sacramento del Altar, si nos gastamos en servicio de nuestros hermanos los hombres, tratando de acercarlos a Dios.

Características de la caridad pastoral

¿Qué características tiene la caridad pastoral? Volvamos los ojos a Jesús, buen pastor que da la vida por sus ovejas 302. De Él hemos de aprender a desvivirnos por los demás cristianos y por todas las almas.
El pastor, en primer lugar, reúne al rebaño que se le ha confiado. «El sacerdote tiene la misión de congregar a los cristianos, no sólo para la Eucaristía o para las oraciones que él preside, sino velando constantemente sobre su unidad» 303. En esta porción de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei, para cuyo servicio inmediato os ordenáis, habéis de ser celosos servidores de la unidad. El Beato Josemaría afirmaba que el afán de ser artífices de unidad –en la Iglesia y en la sociedad civil– ha de distinguir a los discípulos de Cristo. Y en el Opus Dei –añadía– ha de ser, para todos sus fieles, una «pasión dominante».
Como Cristo, el buen pastor camina a la cabeza de la grey; es decir, «ha de indicar claramente el camino, testimoniar con su palabra y con sus acciones en qué consiste la fe o la vida cristiana, sin temor» 304. Debéis ser los primeros en recorrer incansablemente la senda de la vocación cristiana, siendo ejemplo y aliento para los demás. Tened siempre presente la enseñanza de nuestro Padre, cuando hacía notar que «existen dos clases de pastores. El pastor que se queda detrás de las ovejas, y las conduce azuzando los perros, tirando piedras a las que se desvían, gritando a las que se quedan rezagadas. Y existe el pastor que va delante, abriendo camino y vadeando obstáculos, animando al rebaño con sus silbos» 305. Ésta es la tarea, amable pero exigente, que os confía el Señor: ir por delante en la entrega y en el sacrificio.
Finalmente, el pastor se preocupa de cada una de las ovejas, y manifiesta especiales cuidados con las que más lo necesitan, sin desanimarse por las dificultades o rendirse ante la fatiga. Meditad estas palabras del Beato Josemaría: «Los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta sentirme servidor de todos, y me enorgullece ese título. Tenemos deberes exclusivamente, y en esto está nuestro gozo: el deber de enseñar el catecismo a los niños y a los adultos, el deber de administrar los sacramentos, el de visitar a los enfermos y a los sanos; el deber de llevar a Cristo a los ricos y a los pobres, el de no dejar abandonado al Santísimo Sacramento, a Cristo realmente presente en el Sagrario, bajo la apariencia de pan; el deber de buen pastor de las almas, que cura a la oveja enferma y busca a la que se descarría, sin echar en cuenta las horas que se tenga que pasar en el confesonario» 306.

¡Cuántas gracias hemos de dar a nuestro Padre Dios por su providencia, y concretamente por el cuidado que manifiesta al proveer a la Iglesia de pastores según su Corazón! Sin sacerdotes, la Iglesia no podría subsistir: sobre todo, porque no podría renovar incruentamente el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, que en la Cruz se ofreció por el mundo entero, ni sería capaz de devolver en el sacramento de la Penitencia la vida sobrenatural a las almas muertas por el pecado.

Fortalezcamos nuestra seguridad de que nunca faltarán en la Iglesia los ministros de Cristo: Dios no puede abandonar a la amada Esposa de su Hijo. Pero es indudable que se necesitan muchos más sacerdotes, porque –como el Señor mismo explicó–la mies es mucha y los obreros pocos 307. ¿Y qué mejor momento que una ordenación sacerdotal para intensificar esta plegaria? Recemos todos los días para que se manifieste con más abundancia la misericordia divina. Como señala el Papa, «la Iglesia no puede nunca dejar de impetrar del dueño de la mies que envíe obreros a su mies (cfr. Mt 9, 38), de dirigir una propuesta vocacional límpida y valiente a las nuevas generaciones, de ayudarlas a discernir la verdad de la llamada de Dios y a corresponder con generosidad» 308.

Quiero expresar mi felicitación más calurosa a los parientes y amigos de los nuevos sacerdotes, al tiempo que os pido a todos que sigáis rezando por ellos. Encomendad especialmente al Santo Padre Juan Pablo II, al Cardenal Arzobispo de Madrid y a todos mis hermanos en el episcopado. Presentemos nuestras plegarias a Dios por manos de la Santísima Virgen, Madre de los cristianos y especialmente de los sacerdotes. Y recurramos a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que tanto amó al sacerdocio y que tantas vocaciones sacerdotales promovió en servicio de la Iglesia y de las almas. Así sea.

SERVIR AL MISTERIO DE LA REDENCIÓN

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 25-I-1997).

Damos gracias hoy con todo el corazón al Señor porque otra vez muestra cómo, en su providencia paterna, no cesa de edificar a la Esposa de su Hijo y de darle los ministros que, dispersos en todos los ángulos de la tierra, perpetuarán en el tiempo la misión salvífica de Cristo.

Esta ordenación llega casi en el comienzo del primer año de preparación inmediata del gran Jubileo del 2000, un año que, por voluntad del Santo Padre, está dedicado a la reflexión sobre la persona del Verbo encarnado y sobre su misión 309. Esta circunstancia subraya de modo aún más explícito la pertenencia del sacramento del Orden, del cual el diaconado representa el primer grado, al misterio del sacerdocio de Cristo. Un don inefable, cuya riqueza infinita se expande en todas las dimensiones de la vida del hombre llamado a esta identificación sacramental con Cristo sacerdote, y cuya principal finalidad consiste en el servicio al misterio de la Redención, de la salvación del mundo. Como ha escrito recientemente el Santo Padre, «Cristo es sacerdote porque es Redentor del mundo. El sacerdocio se inscribe en el misterio de la Redención» 310. Una consideración que, a su modo, se aplica también al ministerio de los diáconos.

Dar la vida por los demás

¿Cuál es la misión del diácono? El Concilio Vaticano II enumera así sus funciones, definiéndolas «sumamente necesarias para la vida de la Iglesia»: «Administrar solemnemente el bautismo, conservar y distribuir la Eucaristía, en nombre de la Iglesia asistir y bendecir el matrimonio, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el rito del funeral y de la sepultura», prodigarse en las «obras de caridad y de asistencia» 311. Y todo esto viene sintetizado en la palabra servicio: «Ministerio (diaconía) de la liturgia, de la palabra y de la caridad» 312. La participación en el sacerdocio de Cristo es signo de la misericordia de Dios por el hombre, instrumento a través del cual Él quiere consolar con la verdadera paz a todos sus hijos y confortarles, darles la fuerza de la única verdad que nos hace libres 313. Esta es la misión de aquéllos que son admitidos al Orden sagrado. Vosotros, recibid hoy el diaconado para servir a los hombres, haciéndoos portadores de la salvación de Cristo.
En el Evangelio de la Santa Misa de hoy se lee una expresión con la que Jesús resume su propia misión en el mundo: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir» 314. Encarnándose, asumiendo la condición humana, Cristo no pone límites al propio abajamiento, «sino que se despojó a sí mismo (...), se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» 315 para elevar a los hombres a la dignidad de hijos de Dios. Los diáconos, mediante la ordenación, participan de modo especial en esta misión de servicio. También ellos deben servir, sin poner condiciones a la propia dedicación. Un servicio que, cuando recibáis la ordenación sacerdotal, se hará aún más exigente y necesitará que toda vuestra vida –vuestras energías, vuestro tiempo y vuestros deseos– sea puesta al servicio de la Redención.
Pero ya desde ahora tenéis la obligación de poneros enteramente al servicio de todos: morir a sí mismos, este es el camino indicado por Cristo y que se simboliza plásticamente en el rito de la postración, ya inminente. A este propósito son verdaderamente ilustrativas las consideraciones del Santo Padre Juan Pablo II: «El que se prepara para recibir la sagrada Ordenación se postra con todo el cuerpo y apoya la frente sobre el pavimento del templo, manifestando con esto su completa disponibilidad para tomar el ministerio que se le confía (...). En ese yacer por tierra en forma de cruz antes de la Ordenación, acogiendo en la propia vida –como Pedro– la cruz de Cristo y haciéndose con el Apóstol "pavimento" para los hermanos, está el sentido más profundo de toda espiritualidad sacerdotal» 316. Estas palabras traen a nuestra memoria la imagen con la que el Beato Josemaría condensaba el programa que cada cristiano debe seguir –cada uno en las circunstancias que constituyen la trama de su vida–, si quiere verdaderamente seguir las huellas de Jesús: «Al predicar que hay que hacerse alfombra en donde los demás pisen blando, no pretendo decir una frase bonita: ¡ha de ser una realidad! –Es difícil, como es difícil la santidad; pero es fácil, porque –insisto– la santidad es asequible a todos» 317. Mi predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, con una caridad y una humildad verdaderamente ejemplares, planteó toda su propia vida según ese programa: recurrid a su intercesión y llegaréis a ser, también vosotros, verdaderos servidores de Cristo, de las almas, de la Iglesia.

Ejercicio de caridad

La gracia divina, que inundará vuestra alma con el sacramento que os preparáis a recibir, os hará no sólo factible esta absoluta dedicación a los otros por amor de Cristo, sino que os ayudará a amarla y a buscarla con toda la fuerza. Esto será el mejor modo de prepararos a recibir la ordenación sacerdotal: servir, en efecto, es ejercicio infatigable y fecundo de caridad.
La caridad pastoral es la primera entre las virtudes que deben adornar la vida de los ministros sagrados. El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que «en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia en cuanto Cabeza de su Cuerpo» 318. Esto significa que, a través de vosotros, Cristo continuará haciendo visible, tangible, aquel amor por los hombres que le hacía exclamar: el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos 319. A través de vosotros, Jesús desea ofrecer a todos los hombres las palabras con las que trajo la esperanza, la luz, a la vida del ciego Bartimeo: ¿ Qué quieres que te haga? 320. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia de que os ayude a transformaros en fiel espejo de su Caridad, de modo que todos aquellos que encontréis en el largo camino de vuestro ministerio sagrado, y en modo especial los fieles de la Prelatura del Opus Dei, en la cual seréis incardinados, vean en vosotros la misericordia infinita de Cristo Salvador.
Como Prelado vuestro, os pido que me ayudéis, que os unáis a mí y que me apoyéis en el cuidado de las almas. Os encomiendo, en particular, a los más necesitados, los enfermos, aquellos que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Todo esto os debe llevar a luchar para identificar sin reservas los anhelos de vuestra alma con el ansia redentora de Cristo. Como se lee en una homilía del Beato Josemaría: «Sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas. Si amamos con el corazón de Cristo aprenderemos a servir» 321.
«Servicio: ¡Cómo me gusta esta palabra!», ha escrito el Beato Josemaría 322. Un ideal grande, aunque sea aparentemente tan poco actual, en un mundo que parece empujar al individuo hacia una única ambición: la propia autorrealización a cualquier precio. Sin embargo, esta decisión de servir, hasta morir a sí mismos, no lleva consigo –ni siquiera implícitamente– alguna condena o menosprecio del mundo. Aquel Jesús, al cual hoy entregáis vuestra vida en el ministerio ordenado, ha dicho: si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, ya que no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo 323. No existen palabras más perennemente actuales que éstas. La Iglesia no se pone en conflicto con el mundo, sino que lo ama y quiere redimirlo con el amor de Cristo. Es la reconversión de todo egoísmo, en fraternidad; no un rechazo, sino un don. El cristiano –todos los cristianos, sacerdotes y laicos– no cultiva presuntuosas actitudes exclusivistas, sino que está siempre deseoso de abrazar a todos en la caridad de Cristo, en un servicio que no se limita a proponer soluciones simplemente humanitarias a los problemas del hombre, sino en un servicio cuya suprema ambición es conducirlos al encuentro salvífico con la misericordia de Dios, en identidad plena de sentimientos y de intenciones con Cristo.
Quiero congratularme con vosotros, padres, hermanos, amigos y conocidos de estos candidatos al Orden sagrado. Querría deciros que hoy el Señor está pasando muy cerca de vosotros con sus dones. Pero deseo sobre todo pediros que recéis intensamente, para que, por intercesión de María Santísima, que se definió como la sierva del Señor 324, estos candidatos al diaconado puedan de verdad servir a todas las almas, en la alegría y en la libertad de los hijos de Dios. Así sea.

PARA SERVIR, SERVIR

En una ordenación diaconal (Basílica de San Eugenio, Roma, 28-I-1996).
Te serviré con gozo, Señor, en tu casa 325. Todos nos unimos hoy a este canto de la Iglesia, porque es una jornada de alegría y de agradecimiento para la Iglesia universal y, en concreto, para esta porción del Pueblo de Dios que es la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei.
Nos hemos reunido en torno al altar para participar en la ordenación diaconal de quince fieles de la Prelatura. Proceden de diversos países, han trabajado en variados campos profesionales, se han formado en culturas diversas; pero a todos les impulsa el mismo afán de servir al Señor. Al recibir el sacramento del Orden en el grado del diaconado, el Señor, con su gracia, los habilitará y les otorgará la capacidad de servir al Pueblo de Dios –como recuerda la Constitución dogmática Lumen gentium– «en el ministerio (diaconía) de la liturgia, de la Palabra y de la caridad» 326.

Un motivo más para servir

Permitidme que me dirija directamente a estos hijos míos candidatos al Orden sagrado. En la antífona de Comunión del Común de Pastores, leemos unas palabras del Evangelio de San Mateo: Filius hominis non venit ministrari sed ministrare, et dare animam suam redemptionem pro multis 327. El ministerio pastoral que, con la gracia de Dios, os disponéis a prestar, el diaconado, ha de tender a la identificación con Jesucristo Nuestro Señor, el cual –recordadlo bien– no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. La Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, de Juan Pablo II, cita una expresión con la que San Agustín exhortaba al ministro de Dios a hacerse servidor de todos: «No desdeñe serlo, repito, no menosprecie ser el servidor de muchos, porque el Señor de los señores no desdeñó hacerse nuestro siervo» 328.

Servir al Señor, a la santa Iglesia y a las almas. Todos los cristianos, en virtud del sacerdocio común de los fieles, han de seguir las huellas del Señor y gastarse generosamente en el servicio de los demás. Pero vosotros, que dentro de pocos instantes recibiréis el carácter sacramental del diaconado, tendréis un motivo más para olvidaros de vosotros mismos y dedicaros con todas vuestras fuerzas a la edificación del Reino de Dios: primero, en vuestra propia alma; después, inseparablemente, en las almas de los hombres de nuestro tiempo, vuestros hermanos.

La palabra servicio evoca en mí –estoy seguro de que a vosotros os sucede lo mismo– el recuerdo de la amabilísima figura del santo Fundador del Opus Dei. Dejad que una vez más alce mi corazón a Dios, dador de todas las gracias, para expresarle mi gratitud más completa por haberme concedido el don de contemplar de cerca la abnegación y el heroísmo del servicio con que el Beato Josemaría gastó toda su vida, un día tras otro, por el bien de la Iglesia y de las almas. Gracias a esa experiencia inolvidable, puedo afirmar que nuestro Fundador es un modelo de primera magnitud para los sacerdotes. Con su ejemplo llegó a plasmar el ministerio de otro gran Pastor, Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor del Fundador del Opus Dei y, como él, maestro de fidelidad en el servicio cotidiano a la Iglesia.

A nuestro Padre le gustaba repetir: «Para servir, servir». Entendía este término en las dos acepciones de su significado. Para servir, para ser útil, es preciso tener la voluntad de servir a los demás y de olvidarse del propio yo. Y viceversa: para que esta voluntad de servicio se manifieste en hechos, resulta indispensable prepararse para desarrollar bien la propia tarea: el que quiere servir ha de saber servir. A veces, para indicar hasta qué punto hemos de llegar en el servicio fraterno, el Beato Josemaría utilizaba una imagen que puede resultar fuerte: hay que decidirse a ser –afirmaba– como una alfombra en la que los demás "pisen blando" 329. Éste es el objetivo, la meta que me propongo a mí mismo y a todos vosotros: «Olvídate de ti mismo... –escribe también en Surco–. Que tu ambición sea la de no vivir más que para tus hermanos, para las almas, para la Iglesia; en una palabra, para Dios» 330.

Con entrega total

Diaconado, hijos míos –lo sabéis bien y lo habéis meditado con frecuencia– significa servicio. A partir de ahora podréis predicar en el nombre de Jesús, distribuir su Cuerpo y su Sangre como alimento a las almas que estén bien preparadas para recibirlo. Aprended del Señor a prestar este servicio escondido, humilde, silencioso y divinamente fecundo. Jesucristo en la Eucaristía está siempre disponible, siempre pronto para acercarse a los necesitados, siempre dispuesto a sanar a los enfermos, a dar la luz a los ciegos, a saciar la sed de trascendencia presente en todas las almas, también en quienes se han alejado de Dios.
Son éstas las disposiciones fundamentales que han de inspirar ahora vuestro servicio diaconal y, más adelante, con la ayuda de Dios, el servicio que seréis llamados a ofrecer como presbíteros. Vuestra vida, como la del Señor, ha de convertirse en un holocausto, en una ofrenda incondicional, en una entrega completa. La configuración sacramental con Cristo Cabeza tiene como principio interior la caridad pastoral y se expresa mediante el ejercicio de esta virtud. A este propósito, me gusta recordaros unas palabras de Juan Pablo II: «El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen (...). El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de la caridad pastoral, tiene como destinataria a la Iglesia. Así lo ha hecho Cristo, "que amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella" (Ef 5, 25331.
Don de sí a la Iglesia hasta llegar a la identificación con Cristo, por la entrega. Ésta es la perspectiva que se abre ante vosotros, cuando estáis a punto de recibir el diaconado; ésta ha de ser la vida de todos los cristianos coherentes con su misión: amar a la Iglesia –nos recuerda el Apóstol Juan–non verbo neque lingua, sed opere et veritate 332, no sólo con palabras, sino con hechos y de verdad. Hechos de trabajo diario, santificado y santificante. Hechos de servicio a los demás, encaminados a aliviar sus necesidades materiales y espirituales. Hechos concretos de generosidad, que son necesarios para decir que sí a las peticiones que el Señor nos dirige en cada momento de nuestra existencia. Una dedicación sin reservas, en primer lugar, a los fieles de la Prelatura –hombres y mujeres– y a las actividades apostólicas que la Prelatura del Opus Dei promueve para el servicio de la Iglesia.

A los parientes y amigos de los que hoy reciben el sacramento del Orden en el grado del diaconado, les pido la ayuda de su oración; lo hago también en nombre de estos hijos míos. Suplicad para ellos el auxilio del Espíritu Santo, a Quien invocaremos dentro de poco en la oración consacratoria. Pediremos al Paráclito que derrame sobre ellos sus siete dones, que los llene de fortaleza y los ayude a cumplir fielmente los deberes del ministerio, al servicio de la Iglesia y en unión afectiva y efectiva con nuestro queridísimo Papa Juan Pablo II, a quien Dios ha establecido como sucesor de Pedro y Pastor de la grey de Cristo. ¡Cuánta fortaleza nos otorga la certidumbre de que el Romano Pontífice cuida con amor a todos los hijos de la Iglesia, sigue solícitamente sus esfuerzos, vigila con atención y premura sobre sus deseos de ser fieles discípulos del Señor! Tanto a los candidatos al Orden sagrado, como a los parientes y amigos reunidos en esta Basílica, os dará alegría saber que, hace pocos días, en el curso de la última audiencia que me ha concedido, el Santo Padre en persona me ha encargado que os transmita su Bendición Apostólica, prenda de su oración y de su afecto paternal.

La Iglesia necesita hombres fuertes en la fe, capaces de dar razón de la esperanza que hay en ellos 333. La Iglesia tiene necesidad de apóstoles que hagan llegar el mensaje del Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Recemos, supliquemos, insistamos con el corazón y sobre todo con las obras. El Señor no dejará de enviarnos estos nuevos apóstoles –hombres y mujeres– tan necesarios para la humanidad, y nos transformará también a nosotros en instrumentos fieles y decididos a cumplir su Voluntad. Y rezad también por mí: necesito vuestras oraciones para poder servir a la Iglesia como el Señor quiere, con fidelidad plena al espíritu del Fundador del Opus Dei.

Vosotros y yo somos solamente pobres instrumentos, pero contamos con la ayuda de la gracia divina, que nos llega a través de las manos dulcísimas de nuestra Madre Santa María. A Ella nos dirigimos con filial confianza. Bajo su protección ponemos a estos nuevos diáconos, que, a su vez, invocan la ayuda de María sobre todos nosotros. La Virgen obtendrá para nosotros, de su Hijo, la gracia de una plena identificación con Cristo, que se ha hecho siervo de todos. Así sea.

PARA RENOVAR LA TIERRA

En una ordenación presbiteral (Basílica de San Eugenio, Roma, 12-IX-1999).

¡Queridos hermanos y hermanas!

El Señor me ha ungido. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad (...); para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido 334.

Jesucristo, enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo, ha venido a renovar la tierra. Los Padres de la Iglesia afirman que la Redención obrada por Cristo se puede comparar de alguna manera a una nueva intervención divina creadora; más aún, la sobrepasa con abundancia. En efecto, mediante el don de la filiación divina, el hombre ha sido llamado a la mayor intimidad con Dios, hecho partícipe de la misma Vida de la Santísima Trinidad. El Señor, que nos ha ganado esta dignidad en la Cruz, ha confiado a la Iglesia el encargo de proseguir su misión salvífica, y para esto ha conferido principalmente a los sacerdotes el poder de irrigar a las almas con su gracia, mediante la palabra y los sacramentos.

Renovar la tierra con la misericordiosa potencia del amor salvífico de Cristo: ésta es la tarea que, con el Orden Sagrado, se confía hoy a estos fieles de la Prelatura del Opus Dei, candidatos al sacerdocio. Han de llevar la esperanza de una vida santa, el don de la paz a los corazones, la libertad de los lazos del pecado, la certeza del premio que aligera el peso en medio de las pruebas. Quiere Dios que del corazón de los hombres se alce, no el lamento de la tristeza, sino un perenne canto de alabanza. Se trata de un encargo maravilloso e inmenso, una tarea a la que no es posible poner límites. No sólo porque la obra de la Redención recomienza en cada hombre y en cada mujer que nace a la vida y pide a la Iglesia los medios para encontrar a Cristo y vivir de Él, sino porque hay muchos lugares –países enteros– en los que el Evangelio debe abrirse todavía camino, como el mismo Jesucristo proclama: tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor 335.

Eficacia del ministerio sacerdotal

Me dirijo ahora a vosotros, queridos diáconos. Al recibir hoy la ordenación como presbíteros, manifestáis vuestra voluntad precisa de dedicar toda la vida –libre y gozosamente, sin escatimar nada– al servicio de las almas, para llevarlas al encuentro con Cristo, para que renazcan en Él y vivan por Él. Seréis instrumentos vivos de Jesucristo, que por medio de vosotros atraerá a Sí los corazones con la misma fuerza que manifiestan los milagros del Evangelio. Como decía en una ocasión el Beato Josemaría, por medio de vuestras palabras el Señor restituirá la vista «a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios» 336; devolverá el oído a los sordos, a muchos «que no deseaban saber de Dios» 337. Cuando administréis el Sacramento de la Penitencia, veréis cómo los cojos, «que se encontraban atados por sus apasionamientos» 338, recuperan de repente la capacidad de caminar con alegría hacia el Cielo; los mudos recobrarán el uso de la palabra y anunciarán las maravillas de Dios; los muertos, «en los que el pecado había destruido la vida» 339, volverán a ser miembros vivos y fecundos del Cuerpo Místico de Cristo.

La eficacia del ministerio sacerdotal llega infinitamente más lejos de la capacidad humana. El sacerdote contempla cada día, a lo vivo, auténticos milagros de la gracia. Es testigo del amor del Salvador por todas las criaturas. Y esta realidad le obliga a ser, a su vez, portador de la caridad de Cristo. El sacerdote actúa en la persona y en el nombre de Cristo, de modo especial al administrar los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; pero es preciso que se deje empapar por el Señor en todo su ser, hasta convertirse en imagen viva del amor de Jesucristo por las almas.

Leamos un párrafo de una homilía del Fundador del Opus Dei: «Jesucristo tiene el Corazón oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan.
»¡Es Amor! No hay otra explicación. ¡Qué cortas se quedan las palabras, para hablar del Amor de Cristo! Él se abaja a todo, admite todo, se expone a todo –a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos–, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su pecho llagado». 340

Dedicación plena al ministerio

¡Aunque sea a un hombre solo!: cada alma vale toda la Sangre de Cristo. Y, como Jesús, el sacerdote está llamado a entregarse por cada persona. El Santo Padre ha escrito: «En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús buen Pastor y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral» 341. Ésta es «don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero» 342. La caridad pastoral constituye una dimensión esencial de la vida espiritual y del ministerio del sacerdote. Es, ciertamente, un don de Dios, pero también un compromiso diario a dejar que el Espíritu Santo le plasme en el celo por la salvación de las almas. El Papa la define así: «El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen» 343. Sólo haciendo de vuestra vida, jornada tras jornada, una entrega completa de vosotros mismos; sólo dejando que el amor a las almas determine siempre vuestro modo de pensar y de obrar, vuestra manera de relacionaros con los demás en todas las circunstancias 344; sólo así os convertiréis en imágenes vivas de Jesucristo.
El servicio sacerdotal requiere, pues, una dedicación total, que sólo es posible a quien vive de amor. Hemos escuchado lo que Jesús dice de sí mismo: doy mi vida por las ovejas 345. Más adelante, en el mismo Evangelio de Juan, el Señor comenta: nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos 346. El Señor amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella 347. El sacerdocio es una libre elección de amor; en él, las almas constituyen el interés principal y se llega a amar a la Iglesia universal, y a la porción de la Iglesia que se nos confía, con toda la intensidad de que se es capaz. Vosotros recibís la ordenación sacerdotal para servir, en primer lugar, a los fieles de la Prelatura y ayudarlos en sus apostolados. De este modo, unidos al Prelado y –a través de él– al Papa y a todos los Pastores de la Iglesia, serviréis a la Iglesia entera. Vuestra entrega por amor os alcanzará la gracia de vivir su dinamismo hasta sus exigencias más radicales.

Sobre el fundamento de la humildad

Deseo aludir a una sola de estas exigencias: la humildad. La llamada a ser una epifanía del amor de Dios por los hombres requiere del sacerdote la profunda determinación de olvidarse de sí mismo. Todos sus intereses personales –programas, ambiciones legítimas, incluso derechos– han de quedar subordinados a las exigencias del ministerio. El sacerdote es de Cristo –más aún, es Cristo– y ha de anunciar a Cristo, exponer fielmente la doctrina de la Iglesia, no sus personales opiniones. Por otra parte, el sacerdote pertenece a las almas, a todas las almas: ha de comprender las exigencias de cada uno y adaptarse al modo de ser y a la sensibilidad de cada uno; debe proclamar íntegramente las verdades de la fe y de la moral, sanar el error, denunciar el pecado, pero siempre con un enorme respeto a las personas. Sólo lo conseguirá si es capaz de renunciar al consenso de la gente y al propio lucimiento, si busca como único fin de su vida hacer felices a los demás. Me refiero, como es obvio, a la verdadera felicidad, a esa paz espiritual que sólo se experimenta en unión con Cristo. Lo conseguirá si no olvida ni por un instante que las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más o menos convincentes; y que sólo en el Evangelio –anunciado con la autoridad de la Iglesia– se encuentra la verdad salvadora.
Solamente la persona humilde sabe servir y aceptar sus propios límites; sólo ella es capaz de perseverar en el esfuerzo y de ser dócil a la gracia, sin llenarse de orgullo en los éxitos ni desanimarse en las derrotas. Sólo quien es humilde es fecundo. El Beato Josemaría escribió: «Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario. –Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada» 348.

Queridísimos candidatos al sacerdocio: deseo recordar a vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, que vuestra llamada es un regalo también para ellos. El Señor se os muestra hoy más cercano que nunca, mientras recoge los frutos de lo que habéis sembrado desde hace tanto tiempo en el corazón de los nuevos sacerdotes. Dadle gracias y escuchad lo que os pide a cada uno mediante esta ordenación sacerdotal: os reclama que sostengáis, con vuestra fidelidad a la vocación cristiana, el camino de vuestro hijo, de vuestro hermano, de vuestro amigo, al servicio de la Iglesia.

Recemos por la Iglesia, por el Papa, por el Vicario de la diócesis de Roma, por todos los Obispos y sacerdotes del mundo. Rezamos de modo particular por vosotros, que os disponéis a recibir el Sacramento del Orden. Imploremos al Señor de la mies –hoy de un modo más intenso– para que envíe muchas vocaciones sacerdotales a su Iglesia.

Mientras suplicamos al Señor que os colme de amor y de humildad, recurramos a la intercesión del Beato Josemaría, para que confíe nuestras invocaciones a la Virgen Santísima, Madre de todos los sacerdotes. Así sea.

CARIDAD SIN FRONTERAS

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 16-V-1999).

Queridísimos candidatos al diaconado, queridos hermanos y hermanas.

La liturgia de hoy comienza con estas palabras de los Hechos de los Apóstoles: hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? 349. Dos ángeles en figura humana, envueltos en vestiduras blancas, se las dirigen a los discípulos, que observaban absortos la ascensión de Jesucristo al Cielo. Estas palabras son de utilidad también para nosotros: pueden enseñarnos a evitar el riesgo de quedarnos absortos contemplado las maravillas de la gracia, sin sacar las lecciones convenientes para nuestra vida. También en este acontecimiento de gracia del que hoy somos testigos –la ordenación diaconal de dos fieles de la Prelatura del Opus Dei–, el Señor espera la respuesta personal de cada uno de nosotros.
Tratemos, pues, de entender este acontecimiento, con la ayuda del Espíritu Santo. Que Él ilumine los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros 350.

El envío del Espíritu Santo, fruto de la Ascensión

En pocas palabras, San Lucas nos narra la Ascensión corporal de Jesucristo: mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos 351. Se va el Maestro; están a punto de acabar treinta y tres años únicos e irrepetibles de la historia humana, marcados por la vida terrena del Hijo de Dios. De modo especial, se concluyen tres años extraordinarios para los Apóstoles: el Verbo encarnado ha vivido a su lado, como uno de ellos, igual a ellos en todo excepto en el pecado 352. Los momentos terribles de la Pasión y Muerte de Cristo, que habían sucedido pocas semanas antes, les parecen ahora muy lejanos, pues han sido plenamente superados por la Resurrección y los cuarenta días de apariciones frecuentes, que han confirmado su fe, animado su esperanza y robustecido su caridad.
Pero ¿por qué se va el Maestro al Cielo? ¿Por qué ha de acabarse un tiempo tan feliz, lleno de inolvidables lecciones y de milagros? El mismo Jesús había anunciado: os conviene que me vaya 353. ¡Qué grande debe de ser el fruto de la Ascensión del Señor, si vale la pena perder su presencia física en la tierra! Quizá es esto lo que aquellas dos figuras vestidas de blanco quieren recordar a los Apóstoles: hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? ¿Por qué os limitáis a mirar a Aquél que se está marchando? Pensad, en cambio, en Quién está a punto de llegar: mirad, sí, al cielo, pero mirad también dentro de vosotros mismos, recordad la promesa de Jesús y descubriréis al Espíritu Santo: si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si Yo me voy os lo enviaré 354.
Éste es el fruto maravilloso de la Ascensión de Jesucristo: el envío del Espíritu Santo, que ahora se halla presente en nuestras almas por la gracia. No debemos conservar esa presencia suya como si fuera un tesoro muy apreciado, pero inactivo. Se trata más bien de una presencia infinitamente eficaz, que produce en nuestro interior el don más grande que se puede imaginar: la filiación divina, el fruto fundamental de la acción del Paráclito: los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios 355. El Maestro había predicho a los Apóstoles: no os dejaré huérfanos 356. Que era lo mismo que anunciar: tendréis un Padre cuyo amor y cuya misericordia son infinitos, como lo es su poder; ¡mi Padre será vuestro Padre! No hay dignidad que se pueda comparar a ésta: ser verdaderamente hijos de Dios. Por eso el Romano Pontífice nos invita a dedicar los últimos meses de preparación al Jubileo del año 2000 a profundizar en el significado y contenido de este don inmenso.

Entrañas paternales

Querría que considerásemos esta ordenación diaconal en el contexto de la paternidad de Dios y de nuestra filiación. Esta ordenación constituye un paso hacia el presbiterado, pero un paso que no carece de importancia específica. La condición diaconal, hijos míos, quedará impresa para siempre en vuestras almas gracias al "carácter", al sello que este sacramento imprimirá en vosotros. Ser diáconos significa hacerse servidores de todos, a ejemplo de Cristo, «que se hizo "diácono" es decir, el servidor de todos» 357. Servidores gozosos del Padre celestial y de cada uno de sus hijos.
Servidores de todos y servidores en todo, porque vuestra entera existencia quedará marcada por el carácter del diaconado. La Iglesia y cada cristiano esperan de vosotros una caridad sin fronteras, una ilimitada capacidad de ayudar a los demás y de disculpar sus errores, ya que –como afirmaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer– «más que en "dar", la caridad está en "comprender"» 358. La Iglesia necesita que tengáis un corazón capaz de perdonar siempre, porque así es el Corazón de Cristo. El Fundador del Opus Dei, con la humildad de quien sabe que todos los bienes son dones de Dios, nos confiaba con sencillez que no había tenido necesidad de aprender a perdonar, porque el Señor le había enseñado a amar.

Me dirijo ahora a todos los que estáis aquí presentes, y pienso en las veces en que resulta difícil asumir esta actitud de caridad verdadera en la vida familiar –entre los esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre parientes–, y en las relaciones sociales: entre amigos, colegas de trabajo, vecinos... La conciencia de ser hijos de un Dios siempre dispuesto a la comprensión y al perdón, nos empujará a tratar de reproducir en nosotros esas mismas disposiciones interiores, aprendiendo a perdonar siempre y a todos. Ésta es la primera condición para aprender a amar de verdad al prójimo, comenzando por aquellas personas que tenemos más cerca.

Administrar el alimento eucarístico

Queridos candidatos al diaconado: vuestra llamada a servir en esta familia espiritual que es la Iglesia se concreta, entre otras cosas, en el encargo de distribuir el alimento eucarístico. Cuando recibáis la ordenación presbiteral tendréis el poder de hacer presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo mediante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa; pero ya desde ahora podréis administrarlo a los fieles: el diácono es, en efecto, ministro ordinario de la Comunión. Tendréis en vuestras manos al mismo Jesús que ahora vive glorioso en el Cielo, y podréis llevarlo a vuestros hermanos y a vuestras hermanas como alimento para sus almas. ¡Agradeced al Señor este don tan grande!
Dentro de poco rezaremos el Padrenuestro. Precisamente en esta oración Jesús nos enseña a decir: danos hoy nuestro pan de cada día 359; nos enseña a suplicar al Padre que nos conceda el sustento indispensable para la vida: el alimento material y, sobre todo, el alimento espiritual. San Agustín, en sintonía con la Tradición de la Iglesia, afirma que «la Eucaristía es nuestro pan cotidiano» 360. El Catecismo de la Iglesia Católica, empleando imágenes de los Santos Padres, añade que este alimento divino es «el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad» 361, absolutamente necesario para participar en la vida de Cristo. En estos días de Pascua, muchos cristianos se acercan al Santísimo Sacramento, tras confesar humildemente sus pecados, para cumplir el precepto de la Iglesia. ¡Animad a vuestros amigos y parientes a no abandonar esta fuente de gracia! Nosotros, por nuestra parte, hagamos todo lo posible para acercarnos con frecuencia al banquete eucarístico.

Esta ordenación diaconal es una buena ocasión para examinar si amamos a Cristo realmente presente en la Eucaristía, y cómo le amamos. ¿Nos preparamos bien cada vez que vamos a comulgar? ¿Nos proponemos acompañar a Jesús en el Sagrario, donde tantas veces se encuentra olvidado de los cristianos? ¿Ponemos empeño para orientar toda nuestra jornada hacia el Santo Sacrificio del Altar? ¿Ayudamos a nuestros amigos y parientes a acercarse dignamente a este alimento celestial? Os aconsejo que habléis mucho del amor de Cristo en la Eucaristía, que expliquéis a las personas queridas que en este sacramento encontrarán la fuerza para vencer todas las dificultades; que recordéis a todos la necesidad de recibir dignamente a Jesús y, por tanto, la obligación de acudir al sacramento de la Penitencia para purificar la conciencia de todos los pecados graves, antes de comulgar.

Saludo con especial cariño a los parientes de los nuevos diáconos, sobre todo a sus padres y hermanos, y les invito a dar gracias al Señor, porque la vocación sacerdotal de sus allegados es un regalo de Dios a toda la familia.

Antes de terminar, me dirijo de nuevo a todos los presentes. Os sugiero que intensifiquéis vuestras oraciones para que nunca falten en la Iglesia vocaciones sacerdotales abundantes. Rezad por todos los sacerdotes del mundo: desde el Papa y sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia –de modo especial por el Cardenal Vicario de Roma–, hasta aquéllos recién ordenados. El mundo necesita muchos sacerdotes santos, bien preparados, que pueden ejercitar las funciones de Cristo Cabeza de la Iglesia; hombres capaces de administrar los grandes tesoros que el amor paternal de Dios ha preparado para sus hijos, comenzando por el tesoro más grande: el Cuerpo y la Sangre de Cristo presente en la Eucaristía.

Que la Virgen y San José nos ayuden a imprimir en nuestra vida diaria esta certeza: por una gracia inmerecida, formamos parte de una familia –la Iglesia– en la que Dios es verdaderamente nuestro Padre y nosotros, hombres y mujeres, somos verdaderamente sus hijos. Así sea.

FIELES EN EL AMOR

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 17-V-1998).
Lauda, Ierusalem, Dominum 362: glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión. La liturgia de hoy nos invita a gozarnos ante la Resurrección de Jesucristo y a proclamar por todas partes la alegría de la Redención. De esa alegría pascual de la Iglesia, se hace eco esta Misa de ordenación diaconal de algunos fieles de la Prelatura del Opus Dei. Al gozo de contemplar cómo el Espíritu Santo sigue suscitando vocaciones para el sacerdocio en el seno del pueblo cristiano, se añade un motivo más: el sexto aniversario de la beatificación del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, titular de esta parroquia romana.
Muchos de vosotros recordáis el 17 de mayo de 1992: centenares de millares de personas en el mundo entero experimentaron cómo la exultación del Espíritu Santo colmaba su corazones, al ver proclamada por la Iglesia la santidad de vida de quien había sido, en las manos de Dios, instrumento fidelísimo para fundar el Opus Dei, camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano 363.

Estas palabras forman parte de la oración al Beato Josemaría que se difundió pocas semanas después de su tránsito a la Casa del Cielo. Era tan grande la fama de santidad de que gozaba en vida, que Mons. Álvaro del Portillo, con la oportuna aprobación eclesiástica, juzgó conveniente facilitar –a las innumerables personas que lo habían pedido– una fórmula de oración para la devoción privada. Dio a este respecto algunas sugerencias y, cuando le presentaron el texto, se limitó prácticamente a una sola corrección. Inmediatamente después del nombre del Fundador del Opus Dei, añadió un inciso que expresa lo que el Beato Josemaría consideraba como el honor más grande y el resumen de toda su vida: ser sacerdote. Oh Dios, que concediste a tu siervo Josemaría, sacerdote, gracias innumerables...

El mayor timbre de gloria

Me ha venido este recuerdo al pensar en los fieles del Opus Dei que hoy reciben el diaconado y que, una vez transcurrido el tiempo oportuno, serán ordenados presbíteros. También para vosotros, hijos míos, ser sacerdotes constituirá –como para nuestro Fundador– vuestra mayor gloria y vuestra máxima responsabilidad. El sacerdocio os capacitará para hacer las veces de Cristo –actuar en su nombre y con su autoridad– y para colaborar con vuestro Prelado en la cura pastoral de esta porción del Pueblo de Dios que es la Prelatura del Opus Dei, en las tareas concretas que se os encomienden.

La vocación cristiana en el Opus Dei, a la que respondisteis con generosidad hace muchos años, fue ya una elección divina. Desde aquel día, habéis dedicado todas vuestras energías al apostolado, tratando de infundir el espíritu de Cristo en vuestro trabajo, en vuestras familias y en las realidades temporales en las que habéis intervenido. La recepción del Sacramento del Orden supone otra elección divina, una nueva manifestación del amor que Dios os tiene, y requiere de vuestra parte –por un nuevo título– una respuesta igualmente plena a Cristo Señor. Éste es el sentido de las promesas que os disponéis a hacer coram facie Ecclesiæ, delante de la Iglesia, representada aquí por el Obispo y por la Asamblea de los fieles. Querría exponerlas brevemente, porque su sola enumeración muestra bien a las claras la maravilla de la misión a la que Dios os llama, que libre y conscientemente vais a asumir.

Mediante la imposición de las manos del obispo y con el don del Espíritu Santo, seréis consagrados para el ministerio en la Iglesia 364. Destinados por la Iglesia para representar al mismo Cristo, de ahora en adelante os dedicaréis por completo al servicio de las almas –en primer lugar, de los demás fieles de la Prelatura– en todo lo que se refiere a dispensar los medios de salvación. Será ésta vuestra ocupación exclusiva, en función de los sacramentos: predicar con autoridad la Palabra de Dios, asistir a los presbíteros en el servicio del altar, distribuir a los fieles la Comunión, bendecirles con la Sagrada Eucaristía, etc. Más adelante, cuando recibáis el presbiterado, celebraréis el Sacrificio de la Misa y administraréis el perdón de Dios en el Sacramento de la Penitencia.

Para cumplir adecuadamente estos deberes, además de la gracia divina, necesitáis practicar las virtudes sacerdotales: son las mismas que ya tratabais de vivir como fieles cristianos, pero ahora enraizadas en el carácter del Orden sagrado. Entre esas virtudes, la Iglesia hace hincapié en dos: la humildad y la caridad. Estas virtudes, con la fe y la esperanza, son fundamentales para conducir una vida auténticamente cristiana. Querría referirme particularmente a la que es reina de todas, la caridad, y a una aplicación suya unida específicamente al diaconado: el celibato.

El celibato sacerdotal

¡Qué grande es la eficacia de la caridad! Si alguno me ama –hemos leído en el Evangelio de la Misa–, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él 365. La caridad –amor a Dios por Sí mismo, y a todos los hombres por Dios– nos lleva a identificarnos con la Voluntad de nuestro Padre-Dios, a cumplir sus mandamientos, y hace posible que el Espíritu Santo sea verdaderamente dulce Huésped del alma, dulce refrigerio 366. Esta caridad se muestra en cada cristiano de diversas maneras, según la vocación concreta que cada uno ha recibido de Dios. En los que acceden al Orden sacerdotal, reviste –a imitación de Cristo– una modalidad específica, que deriva de la firme y madura determinación de vivir el celibato propter regnum coelorum, por amor del Reino de los Cielos 367.
El celibato, signo de la entrega total a Cristo Señor 368, constituye uno de los tesoros más preciosos de la Iglesia: así lo afirma el Santo Padre Juan Pablo II en la primera de sus cartas a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 369. Es un tesoro porque nace del amor: del amor de Dios hacia quienes Él otorga ese don, y del amor a Dios por parte de sus elegidos. El Señor puede conceder y de hecho concede este don a muchos hombres y mujeres, cristianos corrientes, para ornato y alegría de la Santa Iglesia.
A vosotros, que estáis a punto de recibir la ordenación diaconal, os concedió este don cuando os llamó a servirle en el Opus Dei con una dedicación que comprendía la práctica de la virtud de la castidad indiviso corde 370, con un corazón indiviso. Desde este punto de vista, vuestra disponibilidad para servir a las almas y a los apostolados de la Prelatura era ya absoluta. Y lo habéis testimoniado hasta ahora, como tantos otros, con alegría y sencillez de corazón 371, con la naturalidad de una vida cristiana plenamente secular y laical. Habéis experimentado la profunda verdad de aquellas palabras del Beato Josemaría, cuando –refiriéndose a todos los cristianos– afirmaba que «el amor tiene necesariamente sus características manifestaciones. Algunas veces –decía– se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz» 372.

El verdadero amor –el amor humano y el divino– es siempre un salir de sí; y si no, no es amor. Sólo en ese darse, en ese entregarse a la persona amada, se encuentra la verdadera felicidad, que en la tierra se halla necesariamente entremezclada con el dolor y el sufrimiento. A la mayor parte de las personas, Dios las llama a responder a esta vocación al amor por medio del Sacramento del Matrimonio; otras lo siguen en la virginidad o en el celibato por el Reino de los Cielos. Pero, en uno y otro caso, todas las vocaciones cristianas han de estar fundadas en el amor. El Fundador del Opus Dei predicó desde los comienzos esta sublime verdad: tanto los que son llamados por Dios a la vida matrimonial como aquéllos a quienes pide una dedicación indiviso corde, han de buscar unirse a Cristo por el amor.

En el caso específico de los ministros sagrados, el compromiso del celibato tiene un carácter público en la Iglesia. Ellos representan a Cristo, que se entrega a la Iglesia, su Esposa, para hacerla hermosa y sin mancha en su presencia 373 mediante el sacrificio de la Cruz.
Escuchemos al Beato Josemaría. Cuando algunos aducían genéricas exigencias afectivas del sacerdote como excusa para disipar este tesoro de la Iglesia, reafirmaba con vigor la enseñanza perenne del Magisterio: «No es verdad que los sacerdotes no tengamos amor: somos enamorados del Amor, del Hacedor del Amor. Mienten quieres dicen que los sacerdotes estamos solos: estamos más acompañados que nadie, porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien tratamos ininterrumpidamente. Para sentirnos acompañados, nos basta tratar mucho a Dios y cumplir nuestros deberes» 374.
Y en otra ocasión: «El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva» 375.

Pido al Señor que estas encendidas palabras del Beato Josemaría, que tan claramente hemos visto materializadas en la práctica de su vida, se cumplan también en vosotros, hijos míos, y en todos los cristianos, cualquiera que sea la senda que hayan de recorrer, llamados por Dios.

Hombres rezadores

Pero volvamos a las promesas que los candidatos formulan antes de recibir la imposición de las manos. Se les pide conservar el misterio de la fe en una conciencia pura, para anunciarlo a todos los hombres con las palabras y con las obras; conformar toda su vida con Cristo, porque en el altar van a entrar en contacto con su Cuerpo y su Sangre; custodiar y alimentar el espíritu de oración, cumpliendo en nombre de la Iglesia el grato encargo de recitar cada día la Liturgia de las horas 376. Todo esto os recuerda, queridísimos, la necesidad de adquirir un formación sólida en la doctrina de la Iglesia. En este sentido, habéis realizado estudios amplios y profundos, pero es preciso que continuéis esforzándoos como lo habéis hecho hasta ahora, y que durante este período del diaconado acrecentéis vuestra ciencia por medio de la experiencia como pastores de almas.
Todo esto es importante, imprescindible; pero más importante aún es que seáis –como deben serlo también los demás fieles cristianos– almas que saben invocar al Señor, hombres que rezan, y que rezan mucho, con espíritu de expiación, por el mundo entero y por cada alma que se acerque a vuestro ministerio. ¿Cómo lograrlo? Siendo siempre hombres sinceramente enamorados de Jesucristo. Como escribe el Santo Padre: «La aceptación voluntaria de la llamada divina al sacerdocio fue, sin duda alguna, un acto de amor que ha hecho que cada uno de nosotros sea un enamorado. La perseverancia y la fidelidad a la vocación recibida consiste (...) en reavivar [este amor] y hacer que crezca más cada día» 377.
El Beato Josemaría afirmaba que la hoguera del amor se reaviva quemando cada día cosas nuevas 378: es preciso entregarse cotidianamente al servicio de Dios y de los hermanos –con sacrificio, que es la señal del verdadero amor– en los mil requerimientos de cada jornada. Queridos ordenandos, vais a recibir el Sacramento del Orden en este segundo año de preparación inmediata para el Gran Jubileo del 2000, especialmente dedicado al Espíritu Santo. Pedid al Paráclito –para vosotros mismos y para todos los cristianos– la gracia de vivir y de morir siempre como enamorados. Supliquémosle todos, con palabras de la liturgia: infunde amorem cordibus! 379.

Felicito de todo corazón a los parientes de los nuevos diáconos que han podido venir a Roma. Tened presente que ahora necesitan más de vuestra oración y de vuestro cariño, para que cumplan con fidelidad los deberes de su ministerio.

Para terminar, invito a todos los presentes a que invoquen con intensidad al Señor pidiendo por estos fieles de la Prelatura. Recemos también por el Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia y, concretamente, por el Cardenal Vicario de Roma y sus Obispos auxiliares; por todos los obispos, presbíteros y diáconos, y por las vocaciones al sacerdocio en el mundo entero. Roguemos a la Trinidad Beatísima que sean muchos los que escuchen esta llamada divina, tan necesaria para la vida de la Iglesia, y que sepan responder a esta gracia como hombres verdaderamente enamorados.

Hijos míos candidatos al diaconado: cuando encontréis a vuestros parientes, sobre todo a vuestros padres y hermanos, transmitidles de mi parte la enhorabuena más cordial, junto con esta invitación a rezar por vosotros. Queredlos más cada día. Y todos pongamos nuestros propósitos de mejora personal en manos de la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra. En este mes de mayo en que procuramos honrarla con más piedad, Ella los fortalecerá con su oración, los sostendrá con su intercesión, los hará más gratos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Dios único que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

UNA NUEVA CONVERSIÓN

En una ordenación diaconal (Parroquia del Beato Josemaría, Roma, 16-I-1999).

Queridos hermanos y hermanas, queridísimos ordenandos.

El Gran Jubileo del año 2000, ese acontecimiento para el que toda la Iglesia se prepara, es ya inminente. Como el atleta que, en proximidad de la meta, da nuevo impulso a su carrera, así hemos de acelerar nosotros el paso en estos últimos meses que nos separan del comienzo del Jubileo, deseosos de sacar rendimiento a las gracias que el Espíritu Santo derrama sobre la humanidad entera. Por eso, con palabras de San Pablo, os exhorto a todos –y me exhorto a mí mismo– a disponernos del mejor modo posible para no recibir en vano la gracia de Dios 380.
Con ocasión del nuevo año, me vino a la mente una vez más lo que el Beato Josemaría solía recordarnos por esas fechas: que el simple cambio de una hoja del calendario no basta para cambiar de vida. Lo que verdaderamente conduce a una novedad de vida 381 es la gracia de Dios. Por tanto –añadía el Fundador del Opus Dei–, «año nuevo, lucha nueva», hemos de renovar nuestro esfuerzo diario para corresponder a los dones divinos.

Rectificar la andadura

La proximidad del Jubileo nos recuerda que «toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre» 382. La existencia terrena es una preparación para la vida eterna a la que nuestro Padre celestial nos llama por Jesucristo, y es preciso rectificar una y otra vez el rumbo para alcanzar la meta. En el curso de una larga singladura hay siempre pequeñas o grandes desviaciones, que es preciso subsanar, como se hace en un barco si se desea que llegue a puerto. Es necesario rectificar la conducta una vez y otra, proponerse ideales más altos, comenzar y recomenzar en la vida espiritual: orientar constantemente la marcha hacia el Señor. «Acercarse un poco más a Dios quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar atentamente sus inspiraciones –los santos deseos que hace brotar en nuestras almas–, y a ponerlos por obra» 383.
Si todos los días son buenos para dar un nuevo impulso a nuestros deseos de conducir una existencia auténticamente cristiana y para traducirlos en obras, las jornadas de este tiempo final de preparación inmediata al Jubileo lo son de modo especial. Éste es el año dedicado a Dios Padre, que en el Bautismo nos ha adoptado como hijos suyos en Cristo. Por eso escribe el Papa que «el sentido del "camino hacia el Padre" deberá empujar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor, un camino de auténtica conversión, que incluye tanto un aspecto "negativo" de liberación del pecado, como un aspecto "positivo" de elección del bien» 384.

Acojamos con prontitud la invitación del Romano Pontífice a recibir con mayor eficacia el sacramento de la Penitencia, cuidando especialmente la conversión del corazón, y a poner en práctica generosamente la virtud de la caridad, concretada en obras de misericordia espirituales y materiales con el prójimo. Es ésta la vía maestra que el Santo Padre nos señala para arribar al Jubileo bien preparados, en condiciones de traspasar fructuosamente la Puerta Santa que nos introducirá simbólicamente en el nuevo milenio.

Virtudes cristianas del ministro sagrado

Me dirijo ahora a vosotros, queridísimos ordenandos. En respuesta a la llamada específica que el Señor os ha hecho, habéis decidido libremente recibir el diaconado, como paso previo hacia la ordenación sacerdotal que os conferiré, Dios mediante, dentro de unos meses. Sois bien conscientes de que esta nueva llamada divina os constituye –con la gracia específica del sacramento del Orden– en servidores de todas las almas, y en particular de los demás fieles de la Prelatura del Opus Dei.
En la segunda lectura, con palabras del Apóstol, la Iglesia os ha exhortado a que viváis una vida digna de la vocación a la que habéis sido llamados 385. Sé que llegáis bien preparados a este momento, pues habéis cursado con rigor los estudios eclesiásticos y os habéis ejercitado en las prácticas ascéticas propias de la vida cristiana. El mismo San Pablo señala este recorrido, que todos los fieles han de seguir, cuando dice que los cristianos han de comportarse con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación 386.
Para ser coherentes con estas enseñanzas contamos con la ayuda de la gracia divina, pero se requiere también nuestra colaboración. Cumplir fielmente las exigencias de la vocación cristiana es una tarea esforzada. El Beato Josemaría ponía en guardia frente a la tentación de reducir el seguimiento de Cristo a unas prácticas más o menos estereotipadas, cuando lo que se precisa es una fidelidad de amor. Por eso, decía, «el cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide– es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón» 387. Las sucesivas conversiones son imprescindibles para alcanzar la santidad. Todos hemos de renovar con frecuencia nuestro sí a la vocación cristiana.

Un campo permanente de lucha y de mejora

A lo largo de la vida, hay momentos en los que la necesidad de conversión se hace presente con mayor evidencia. La recepción del sacramento del Orden constituye, indudablemente, una de estas ocasiones. Hoy, queridos candidatos al diaconado, es un día especialmente adecuado para que vuestra conversión personal a Dios sea más honda. El Espíritu Santo tomará posesión de vosotros por un nuevo título, os sellará con el carácter sacramental del diaconado y os configurará «con Cristo que se hizo "diácono" es decir, el servidor de todos» 388. No olvidéis jamás que siempre contáis con la ayuda eficaz de la gracia del sacramento y con las oraciones de muchas personas: grande es vuestra responsabilidad. Pensadlo y llenaos de esperanza, porque nunca estaréis solos.

Las recomendaciones del Papa, a las que me refería anteriormente, cobran para vosotros un relieve particular. Cuidad especialmente los dos aspectos de la conversión que recuerda el Santo Padre: la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia, con dolor de los pecados y propósitos sinceros de mejora; y el servicio a vuestros hermanos y a todas las almas, expresión práctica de la virtud de la caridad. Ahí tenéis –tenemos todos– un campo permanente de lucha y de mejora.

Confiemos nuestras peticiones a la Santísima Virgen, Madre de todos los hombres y –por un título muy especial– Madre de los sacerdotes. Que Ella acoja benigna nuestras súplicas y las presente enriquecidas por su amor materno ante la Santísima Trinidad. Así sea.

Notas

1 Ordenación episcopal, Plegaria consacratoria.
2 San Ignacio de Antioquía, Carta a los Trallianos, III, 1: cfr. Carta a los Magnesios, III, 1.
3 Concilio Vaticano II, Decr. Christus dominus, 2.
4 Cfr. 1P 2, 25.
5 Mons. Álvaro del Portillo, Homilía, 7-I-1991.
6 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Christus dominus, 2.
7 Mt 20, 28.
8 San Agustín, Sermón 340 A, 1 (PLS 2, 637).
9 Concilio Vaticano II, Decr. Christus dominus, 16.
10 Cfr. Jn 10, 11.
11 Statuta 132 § 3.
12 Liturgia de las Horas, Solemnidad de Santa María Madre de Dios, Ant. 1 de las primeras Vísperas.
13 San Agustín, Sermón 340, 1 (PL 38, 1483).
14 Lc 3, 21-22.
15 Cfr. Mt 5, 48.
16 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, prólogo del autor.
17 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 755.
18 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, 2.
19 3Jn 1, 3-4.
20 Hch 4, 32.
21 Cfr. Liturgia de las Horas, Solemnidad de la Epifanía del Señor, Himno de las segundas Vísperas.
22 Cfr. Jn 2, 11.
23 Cfr. Antífona Alma Redemptoris Mater.
24 Cfr. 1Co 2, 3.
25 Cfr. Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio Millennio Adveniente, 40-43.
26 Is 61, 1-2.
27 Cfr. Lc 4, 18.
28 Cfr. Jn 8, 42; Jn 10, 10; Jn 12, 47; Jn 18, 37.
29 Cfr. Lc 12, 50.
30 Jn 20, 21.
31 Mt 28, 18-20.
32 Cfr. 1 Tim 2, 5.
33 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 98.
34 Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2.
35 Ibid., 3.
36 Ibid., 25.
37 Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio Millennio Adveniente, 42.
38 Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptoris Missio, 2.
39 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 10.
40 Cfr. Ibid., 9.
41 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 21.
42 Jn 10, 11.
43 Juan Pablo II, Don y misterio, pp. 98 y 101.
44 San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan 123, 5 (CCL 36, 678).
45 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, 882.
46 Juan Pablo II, Alocución, 10-IX-1987.
47 Jn 4, 35.
48 Sal 146 , 1-2.
49 Hb 5, 4.
50 Cfr. 1Co 2, 9.
51 1Jn 4, 8.
52 Cfr. Jn 13, 23; Jn 19, 26; Jn 21, 7 y 20.
53 Sal 2, 7.
54 1Jn 4, 18-19.
55 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Meditación, 6-I-1970 (Archivo General de la Prelatura [AGP], P09, p. 114).
56 Mt 10, 37-38.
57 Juan Pablo II, Homilía, 2-VII-1980.
58 Ibid.
59 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 18-VIII-1968 (AGP, P01, XI-1968, pp. 21-23).
60 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 535.
61 Ef 4, 1.
62 Misal Romano, Misa pro ministris Ecclesiæ, Colecta.
63 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 2-II-1945, 4.
64 Mt 9, 37.
65 Hb 5, 1 y 4.
66 Ibid., 5.
67 Hb 5, 1-2.
68 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 10.
69 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, 1.
70 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 8-XI-1982.
71 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
72 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 28-III-1955, 4.
73 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 11-III-1940, 12
74 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, 26.
75 Is 61, 1-2.
76 Lc 22, 19.
77 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, en el año jubilar de su ordenación sacerdotal, 17-III-1996, 4.
78 Ibid.
79 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
80 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, en el año jubilar de su ordenación sacerdotal, 17-III-1996, 5.
81 Cfr. 2Co 5, 14.
82 Cfr. Jn 10, 11.
83 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en AGP, P10, 103.
84 Ibid., 99.
85 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta, 8-VIII-1956, 1.
86 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 11-XI-1972, AGP, P04, II, p. 752.
87 Juan Pablo II, Testimonio en el Simposio internacional con motivo del 30º aniversario del decreto Presbyterorum ordinis, 27-X-1995.
88 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 531.
89 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, en el año jubilar de su ordenación sacerdotal, 17-III-1996, 9.
90 Jn 19, 27.
91 Misal Romano, Fiesta de la Virgen de los Dolores, Secuencia.
92 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Via Crucis, XI estación.
93 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
94 Cfr. Lc 12, 42; 1Co 4, 1 ss.
95 Cfr. Rm 5, 9; Ef 1, 9; Hb 10, 19; 1P 1, 19; 1Jn 1, 7; Ap 1, 5; Ap 5, 9.
96 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
97 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 780; Surco, 647; Forja, 611, 639, 1051; Amigos de Dios, 12, 114, 164, 196.
98 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 18.
99 Ibid.
100 Juan Pablo II, Homilía en la Misa de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992.
101 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 87.
102 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 139; Camino, 833; Forja, 647, etc.
103 Cfr. Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo, 25-III-1995, 3.
104 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 5.
105 Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, 47.
106 Jn 6, 56-57.
107 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 87.
108 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
109 Juan Pablo II, Carta apost. Dominicæ cenæ, 24-II-1980, 2.
110 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.
111 Mons. Álvaro del Portillo, Homilía, 13-VI-1993 ("Romana" 16 [1993], p. 38).
112 Misal Romano, Misa crismal del Jueves Santo, Prefacio.
113 Dt 8, 3.
114 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 4.
115 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 40.
116 1Ts 4, 2.
117 San Gregorio Magno, Moralia, 23, 24 (PL 76, 266).
118 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
119 Juan Pablo II, Exhort. apost. post-sinodal Reconciliatio et pænitentia, 29.
120 Ibid., 15.
121 Ibid.
122 Ordenación de presbíteros, Plegaria consecratoria.
123 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
124 Juan Pablo II, Exhort. apost. post-sinodal Pastores dabo vobis, 23.
125 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 130.
126 Ibid., 135.
127 Sal 19 (18), 6.
128 San Ambrosio, Exposición del Evangelio de San Lucas, 19, 26 (CCL 14, 42).
129 Cfr. Hch 2, 17.
130 Santo Tomás de Aquino, Comentarios al libro IV de las Sentencias, dist. 2, q. 1 exordio.
131 Solemnidad de la Santísima Trinidad, Aclamación antes del Evangelio.
132 Himno Veni Creator.
133 Juan Pablo II, Don y Misterio, p. 59.
134 Cfr. Jn 15, 15.
135 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
136 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 30-V-1971.
137 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25-III-1998, 5.
138 Ibid.
139 Ibid.
140 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 30-V-1971.
141 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25-III-1998, 5.
142 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 30-V-1971.
143 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 30-V-1971.
144 Mt 9, 38.
145 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 17-III-1996, 9.
146 Cfr. Jn 10, 11-16.
147 Ez 34, 11-12.
148 1Co 4, 1.
149 Ibid., 2.
150 Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.
151 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 4.
152 Juan Pablo II, Alocución, 2-III-1979.
153 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
154 Mc 8, 34-35.
155 Juan Pablo II, Meditación en un retiro espiritual a sacerdotes y seminaristas, 6-X-1986.
156 Ex 34, 14-16; cfr. Ex 20, 1-6 y Dt 4, 23-26.
157 Cfr. Jn 14, 6.
158 Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.
159 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 382.
160 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, 300.
161 Sal 43 , 2.
162 Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.
163 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, AGP, P01 IX-75, p. 43.
164 Jn 15, 15.
165 Ibid.
166 Ibid., 9.
167 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, AGP, P04, II-1974, p. 131.
168 Jn 13, 34.
169 Jn 15, 13.
170 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 29.
171 Catecismo de la Iglesia Católica, 1570.
172 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 57.
173 Cfr. Jn 15, 16.
174 Ibid.
175 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta, 2-II-1945, 2.
176 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 110.
177 Cfr. Mt 25, 40.
178 Misal Romano, Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
179 Cfr. Lc 18, 1.
180 Mt 26, 21.
181 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 10.
182 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 1-IV-1962 (AGP, P01, 1969, p. 501).
183 Ibid.
184 Mt 20, 28.
185 Cfr. Hch 6, 1 ss.
186 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1570.
187 1P 1, 23.
188 Mt 6, 11.
189 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2830-2837.
190 Mt 24, 45.
191 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 87.
192 Jn 15, 17.
193 Juan Pablo II, Alocución, 26-I-1982.
194 San Gregorio Magno, Regla Pastoral, II, 4.
195 Mt 12, 34.
196 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, 910.
197 Cfr. Jn 16, 5 ss.
198 Cfr. Jr 1, 5.
199 Sal 23 , 1.
200 Jn 15, 15.
201 1P 4, 8-10.
202 Flp 2, 7-8.
203 Cfr. Mt 6, 1 ss.
204 2Co 9, 7.
205 Mt 5, 13-15.
206 Cfr. Rm 12, 2.
207 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 2-VII-1980.
208 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
209 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 2-VII-1980.
210 1Co 4, 1.
211 Cfr. Mt 5, 13-16.
212 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.
213 Ibid.
214 Sal 23 (22), 1-3,
215 Catecismo de la Iglesia Católica, 1570.
216 Jr 1, 4-9.
217 Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, 45.
218 Ibid. Cfr. Juan Pablo II, Exhort, apost. Pastores dabo vobis, 26.
219 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, AGP, P10, 101.
220 Mons. Álvaro del Portillo, Carta, 9-I-1993, 27.
221 San Agustín, La doctrina cristiana 4, 15, 32.
222 Mt 4, 17.
223 Rm 10, 13-15.
224 Ibid., 17.
225 Cfr. Lc 22, 14-20.
226 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 432.
227 Jn 15, 9.14.
228 Ibid. 15.
229 Juan Pablo II, Alocución a sacerdotes y seminaristas, 8-XI-1982.
230 Cfr. Lc 15, 11 ss.
231 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid, 15-X-1972 (AGP, P04 1972, I, p. 147).
232 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2 y 5.
233 Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, 29.
234 Hb 5, 1-2.
235 Mons. Álvaro del Portillo, 4-VII-1980 (AGP, P01, 1980, pp. 921-922).
236 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, 32; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 54.
237 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 8-XI-1982.
238 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 18; Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, 31.
239 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Lima, 10-VII-1974 (AGP, P04 1974, II, p. 247).
240 Ef 4, 11-12.
241 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, AGP, P07, vol. VI, p. 155.
242 Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum concilium, 26.
243 Ibid., 7.
244 Hb 4, 12.
245 Sal 115, 12-13.17.
246 Juan Pablo II, Homilía en la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992.
247 Mt 20, 26-28.
248 Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor Hominis, 21.
249 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 36.
250 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n. 833.
251 Juan Pablo II, Carta apost. Dominicæ Cenæ, 11.
252 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes íntimos, 17-XI-1930, 110.
253 Mons. Álvaro del Portillo, Carta, 15-X-1991.
254 Mt 9, 38.
255 Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros, introducción; cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 2.
256 Juan Pablo II, Mensaje para la jornada mundial de las vocaciones, 26-II-1986.
257 Misal Romano, Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
258 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 22-XI-1972 (AGP, P01, 1976, p. 15).
259 Jn 6, 53-54.
260 Cfr. Dt 8, 14-16.
261 Misal Romano, Secuencia de la Misa del Corpus Christi.
262 Ibid.
263 Cfr. Lc 15, 21-25.
264 Pontifical Romano, Ritual de la ordenación de presbíteros.
265 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 14-III-1999, 6.
266 San Juan Crisóstomo, Sobre el sacerdocio III, 5.
267 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, 1.
268 Pontifical Romano, Ritual de la ordenación de presbíteros.
269 Canto de entrada.
270 Ef 1, 10.
271 Cfr. Col 1, 16-18.
272 Cfr. Ga 4, 4.
273 Col 2, 9.
274 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 115.
275 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 112.
276 Col 1, 20.
277 Col 1, 18.
278 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 48.
279 1Co 15, 28.
280 Rm 8, 19-21.
281 Juan Pablo II, Don y misterio, p. 90.
282 Dan 3, 57.
283 Juan Pablo II, Don y misterio, p. 91.
284 Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 5.
285 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.
286 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 7-VIII-1931, en Apuntes íntimos, 217.
287 La Neovulgata introduce en el texto de San Juan una variante respecto a la versión de la antigua Vulgata: no dice "atraeré todo (omnia) a mí", sino "atraeré todos (omnes) a mí". Entre las dos dicciones no hay contradicción: a través de la elevación de los hombres a Dios, todas sus obras, la creación entera, viene elevada a Dios, recapitulada en Cristo.
288 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 22-V-1970 (AGP, P01 X-1970, p. 25).
289 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 24-X-1966 (AGP, P01 1990, p. 69).
290 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-XI-1966 (AGP, P01 1990, p. 69).
291 Ordinario de la Misa, Plegaria eucarística III.
292 Jr 3, 15.
293 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 15.
294 Is 61, 1.
295 Sal 23 , 1-6.
296 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 21.
297 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
298 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 23.
299 Juan Pablo II, Homilía en Seúl, 7-X-1989; cit. en Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 23.
300 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 10-IV-1969.
301 Ibid.
302 Jn 10, 11.
303 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 9-VIII-1985.
304 Juan Pablo II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 9-VIII-1985.
305 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (AGP, P01 V-1966, p. 14).
306 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 15-III-1969 (AGP, P02, 1969, pp. 318-320).
307 Mt 9, 37.
308 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 2.
309 Juan Pablo II, Carta apost. Tertio Millennio Adveniente, 40.
310 Juan Pablo II, Don y Misterio, p. 92.
311 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 29.
312 Ibid.
313 Cfr. Jn 8, 32.
314 Mt 20, 28.
315 Flp 2, 7-8.
316 Juan Pablo II, Don y Misterio, pp. 53-54.
317 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, 562.
318 Catecismo de la Iglesia Católica, 1548.
319 Mt 20, 28.
320 Mc 10, 51.
321 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 158.
322 Ibid., 182.
323 Jn 12, 47.
324 Lc 1, 38.
325 Salmo responsorial, Resp. breve.
326 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 29.
327 Mt 20, 28.
328 San Agustín, Sermón 32, 1 (PLS 2, 637); cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 21.
329 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, 55.
330 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, 630.
331 Juan Pablo II. Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 23.
332 1Jn 3, 18.
333 Cfr. 1P 3, 15.
334 Is 61, 1-3.
335 Jn 10, 16.
336 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 131.
337 Ibid.
338 Ibid.
339 Ibid.
340 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
341 Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, 22.
342 Ibid., 23.
343 Ibid.
344 Cfr. Juan Pablo II, Homilía, 7-X-1989.
345 Evangelio (Jn 10, 15.
346 Jn 15, 13.
347 Ef 5, 25.
348 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, 273.
349 Antífona de entrada (Hch 1, 11).
350 Segunda lectura (Ef 1, 18-19).
351 Primera lectura (Hch 1, 9).
352 Cfr. Hb 4, 15.
353 Jn 16, 7.
354 Ibid.
355 Rm 8, 14.
356 Jn 14, 18.
357 Catecismo de la Iglesia Católica, 1570.
358 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, 463.
359 Mt 6, 11.
360 San Agustín, Sermón 57, 7, 7 (cit. en Catecismo de la Iglesia Católica, 2837).
361 Catecismo de la Iglesia Católica, 2837.
362 Canto de ingreso.
363 Oración al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.
364 Ordenación diaconal, Promesa de los candidatos.
365 Jn 14, 23.
366 Himno Veni, Sancte Spiritus.
367 Cfr. Mt 19, 12.
368 Ordenación diaconal, Promesa de los candidatos.
369 Cfr. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, nn 18-19.
370 Cfr. 1Co 7, 32-35.
371 Hch 2, 46.
372 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 43.
373 Cfr. Ef 5, 27.
374 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 10-IV-1969 (AGP, P01, 1969, p. 403).
375 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 15-III-1969 (AGP, P01, 1969, p. 502).
376 Ordenación diaconal, Promesas de los candidatos.
377 Juan Pablo II, Alocución a los sacerdotes, 1-IV-1987.
378 Cfr. Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 58.
379 Solemnidad de Pentecostés, Himno Veni, Creator.
380 Cfr. 2Co 6, 1-2.
381 Cfr. Rm 6, 4.
382 Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio Millennio Adveniente, 49.
383 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, 32.
384 Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio Millennio Adveniente, 50.
385 Ef 4, 1.
386 Ibid., 2-5.
387 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, 57.
388 Catecismo de la Iglesia Católica, 1570.