(La creación del hombre, II-IV).
Todavía no se hallaba en este hermoso domicilio del universo la criatura grande y excelente que llamamos hombre. Realmente no era conveniente que apareciera el soberano antes que los súbditos sobre quienes tenía que mandar. Preparado primeramente el imperio, era lógico que se proclamare luego el emperador; es decir, después que el Hacedor de todas las cosas le hubo dispuesto la creación entera a modo de regio palacio.
Ese palacio es la tierra, las islas, el mar y, finalmente, el cielo, tendido sobre todo como una bóveda. Y en este palacio se reunieron riquezas de todo linaje; riquezas llamo a la creación entera, cuantas plantas y árboles hay en ella, y cuanto en ella siente, respira y está animado. Y si entre las riquezas hay que contar otras cosas que, por su elegancia o la belleza de su color, tienen los hombres por preciosas –por ejemplo, el oro, la plata y las piedras preciosas, que codician los hombres–, también éstas, en abundancia, las escondió Dios, como regios tesoros, en las profundidades de la tierra.
Después hizo aparecer al hombre en el mundo para que fuera, de una parte, espectador de sus maravillas, y de otra, amo y señor; y por la hermosura y grandeza de lo que contemplaba, rastreara el poder inefable de quien lo hiciera todo, que ningún discurso alcanza. He aquí la causa por la que el hombre fue introducido el último en el mundo, después de creado todo lo demás; no es que fuera echado al último lugar como despreciable, sino que, apenas nacido, recaía sobre él la realeza de la creación que había de estarle sujeta.
Un excelente anfitrión no introduce a su convidado en casa antes de que esté dispuesta la comida. Primero se prepara todo dignamente, se adorna espléndidamente la casa, el comedor, la mesa; una vez que todo está a punto, se introduce al convidado dentro del hogar. Así el Señor, nuestro anfitrión opulento y espléndido, después que hubo adornado elegantemente su casa y preparado un gran convite en el que no había de fallar deleite alguno, introdujo finalmente al hombre, al que le tocaba no adquirir lo que faltaba, sino gozar de lo que allí había. De ahí que hiciera Dios que el hombre, por su constitución misma, constara de dos elementos, mezclando lo espiritual con lo terreno. De este modo habría de resultarle connatural y propio el doble goce: de Dios, por la parte más divina de su naturaleza; de los bienes de la tierra, por la sensación, que es también terrena.
Tampoco hay que pasar por alto que la creación es, por decirlo así, improvisada por el divino poder: los cimientos del mundo y todo el universo aparecen sin más arte, al mandato de Dios. Pero la creación del hombre va precedida de un consejo; el artífice, por la pintura de su Verbo, delinea de antemano su obra futura; y nos dice cómo ha de ser y de qué original ha de copiar la imagen, para qué fin será creado, qué hará en cuanto nazca y sobre quiénes imperará. Todo lo discute de antemano el Verbo, a fin de que el hombre reciba una dignidad más antigua que su mismo nacimiento, y, antes de recibir el ser, posea la soberanía sobre los demás seres creados. Por eso cuenta la Escritura que dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, e impere sobre los peces del mar, sobre las bestias de la tierra, y sobre las aves del cielo, y sobre la tierra entera (Gn 1, 26).
¡Oh maravilla! Es creado el sol, y no precede consejo alguno. Lo mismo el cielo, que no tiene igual por su belleza en la creación. Toda esa maravilla surge al imperio de una sola palabra, sin que la Escritura nos diga de dónde, ni cómo, ni cosa otra alguna. Y así, sucede con todas y cada una de las demás criaturas: los astros, el aire que nos separa de ellos, el mar, la tierra, los animales, las plantas, todo se produce por la simple palabra de Dios. Sólo para la formación del hombre se prepara el Hacedor del universo con una deliberación, y dispone previamente la materia de la obra, y determina el ejemplar de belleza a que ha de asemejarse, y, señalado el fin para el que ha de nacer, le fabrica una naturaleza correspondiente y propia para las operaciones que ha de ejecutar y acomodada al fin que se le propone.
A la manera que, en las cosas humanas, los artífices dan a los instrumentos que fabrican aquella forma que parece ser la más idónea al uso a que se destinan, así el Artífice sumo fabricó nuestra naturaleza como una especie de instrumento, apto para el ejercicio de la realeza; y para que el hombre fuera completamente idóneo para ello, le dotó no sólo de excelencias en cuanto al alma, sino en la misma figura del cuerpo. Y es así que el alma pone de manifiesto su excelsa dignidad regia, muy ajena a la bajeza privada, por el hecho de no reconocer a nadie por señor y hacerlo todo por su propio arbitrio. Ella, por su propio querer, como dueña de sí, se gobierna a sí misma. ¿Y de quién otro, fuera del rey, es propio semejante atributo?.
Según la costumbre humana, los que labran las imágenes de los emperadores tratan primeramente de reproducir su figura y, revistiéndola de púrpura, expresan juntamente la dignidad imperial. Es ya uso y costumbre que a la estatua del emperador se le llame emperador; así, la naturaleza humana, creada para ser señora de todas las otras criaturas, por la semejanza que en sí lleva del Rey del universo, fue levantada como una estatua viviente y participa de la dignidad y del nombre del original primero. No se viste de púrpura, ni ostenta su dignidad por el cetro y la diadema, pues tampoco el original lleva esos signos. En vez de púrpura se reviste de virtud, que es la más regia de las vestiduras; en lugar de cetro se apoya y estriba sobre la bienaventuranza de la inmortalidad; y en el puesto de la diadema se ciñe la corona de la justicia; de suerte que, reproduciendo puntualmente la belleza del original, el alma ostenta en todo la dignidad regia.
(Epístola a Armonium, 4-11).
¿Qué significa ser cristiano? Seguro que la consideración de este asunto nos deparará mucho provecho.
En efecto, si captamos con precisión lo que se significa con este nombre –cristiano–, recibiremos gran ayuda para vivir virtuosamente. Pues nos esforzaremos, mediante una conducta más elevada, en ser realmente lo que nos llamamos.
Así le sucede, por ejemplo, al que se llama médico, orador o geómetra: no deja que se le prive de este título a causa de su incompetencia, como le ocurriría si en el ejercicio de su profesión se le encontrara sin la experiencia debida. Por el contrario, como no quiere que su nombre se le aplique falsamente, se esfuerza por hacerlo verdadero en su trabajo. Lo mismo debe apreciarse en nosotros. Si buscamos el verdadero sentido de ser cristiano no querremos apartarnos de lo que significa el nombre que llevamos, para que no se emplee contra nosotros la anécdota de la mona, tan divulgada entre los paganos.
Cuentan que en la ciudad de Alejandría un titiritero había domesticado a una mona para que danzase. Aprovechando su facilidad para adoptar los pasos de la danza, le puso una máscara de danzante y la cubrió con un vestido apropiado. Le puso unos músicos y se hizo famoso con el simio, que se contoneaba con el ritmo de la melodía. El animal, gracias al disfraz, ocultaba su naturaleza en todo lo que hacía. El público estaba sorprendido por la novedad del espectáculo; pero había un niño mas astuto, que mostró a los espectadores boquiabiertos que la mona no era más que una mona.
Mientras los demás aclamaban y aplaudían la agilidad del simio, que se movía conforme al canto y la melodía, el chico arrojó sobre la orquesta golosinas que excitan la glotonería de estos animales. Cuando la mona vio las almendras esparcidas delante del coro, sin pensarlo más, olvidada enteramente de la música, de los aplausos y de los adornos de la vestimenta, corrió hacia ellas. Cogió con las manos todas las que encontró y, para que la máscara no estorbase a la boca, se quitó con las uñas apresuradamente la engañosa apariencia que la revestía. De este modo, en vez de admiración y elogios, provocó la risa del público, puesto que, bajo los restos del disfraz, aparecía risible y ridícula.
La falsa apariencia no le fue suficiente a la mona para que la considerasen un ser humano, pues su verdadera naturaleza se descubrió en su glotonería por las chucherías. Así, también serán descubiertos por las golosinas del diablo aquellos que no conformen realmente su naturaleza a la fe cristiana y sean una cosa distinta de lo que profesan.
En efecto, la vanagloria, la ambición, el afán de riquezas y de placer, y todas las demás cosas que constituyen la perversa mercancía del diablo son presentados como chucherías a la avidez de los hombres, en lugar de higos, almendras o cualquiera de esas cosas. Esto es precisamente lo que lleva a descubrir con facilidad a las almas simiescas: quienes simulan el cristianismo con fingimiento hipócrita, se quitan la máscara de la templanza, de la mansedumbre o de cualquier otra virtud en el tiempo de la prueba.
Es necesario conocer la tarea que lleva consigo llamarse cristiano. Sólo así llegaremos a ser de verdad lo que el nombre exige, para que no suceda que, si nos revestimos con el mero ropaje del nombre, aparezcamos ante Aquél que ve en lo escondido como algo distinto de lo que aparentamos ser en lo exterior.
A los ascetas que lo habían interrogado.
Esbozo (hypotypose) sobre el fin de la piedad, sobre la vida común y sobre la carrera para correr en común.
Si alguien aleja un poco del cuerpo la facultad de conocer, si se libera de la servidumbre de sus impresiones irracionales, y mira su alma desde arriba por medio de una reflexión sincera y pura, ése verá claramente en su misma naturaleza la caridad de Dios para con nosotros, y la voluntad del Creador hacia nosotros. En efecto, por medio de esta reflexión encontrará que existe en el hombre el impulso connatural e innato de un deseo que lo lleva hacia lo bello y lo excelente; y que existe en su naturaleza el amor impasible y feliz de esta "Imagen" inteligible y bienaventurada cuya imitación es el hombre.
Pero si el alma está despreocupada y no se mantiene en guardia contra sus distracciones, una carrera errante, de una a otra de las cosas visibles y efímeras va a seducirla y a encantarla. Con una pasión descabellada y un amargo placer la arrastrará hacia un mal temible, que nace de las voluptuosidades de la vida, y que engendra la muerte para cualquiera que se prenda de ellas.
Ahora bien, la gracia de nuestro Salvador concede, a aquellos que la reciben con un ardiente deseo, un remedio salvífico para sus almas: el conocimiento de la verdad. Por ella, la carrera errante que encantaba al hombre termina; el sentido menospreciable de la carne se apaga; el alma es conducida hacia lo divino y hacia su propia salvación por medio de la luz de la verdad: recibe la revelación del conocimiento.
Con magnanimidad, ustedes se decidieron a recibir este conocimiento. Con generosidad, ustedes dan riendas sueltas al amor de Dios, según la misma naturaleza que Dios quiso atribuir al alma. En sus actos ustedes cumplen en común lo que es propio a la "vida apostólica". Desean de nosotros una palabra que les guíe y les conduzca sin rodeos en el viaje de la vida, mostrándoles con precisión cuál es la meta de esta vida para aquellos que participan de ella –cuál es la voluntad de Dios, buena, favorable y perfecta–; cuál es el camino hacia esta meta, y cómo deben comportarse los unos hacia los otros que la recorren vcómo los superiores deben dirigir el "coro filosófico"–; y que trabajos deben asumir aquellos que quieren alcanzar la cumbre de la virtud y preparar dignamente su alma para la venida del Espíritu.
Puesto que ustedes nos reclaman esta palabra, y la quieren no sólo oral sino por escrito, a fin de guardar estas líneas como una bodega de la memoria y poder sacar de ella con oportunidad lo que les será útil, trataremos de responder a sus deseos dejándonos llevar por la gracia del Espíritu.
Sabemos muy bien que entre ustedes la regla de la piedad está establecida en la recta doctrina. Ustedes creen firmemente que hay una sola Deidad en bienaventurada y eterna Trinidad. Esta Deidad no sufre absolutamente ningún cambio, sino que debe ser pensada y adorada en una sola esencia, una sola gloria y una voluntad idéntica en sus tres hipóstasis. Hemos recibido esta confesión de muchos testigos, y la proclamamos nosotros también, para gloria del Espíritu que nos lavó en la fuente del sacramento.
Sabemos que esta profesión de fe, piadosa y sin error, firmemente establecida en el fondo del alma, la tenemos en común con ustedes; y conocemos el impulso de ustedes y la ascensión de sus actos hacia el bien y la beatitud; por eso nos limitaremos a escribirles algunos breves principios de instrucción. Los elegimos entre los escritos que nos dio el Espíritu, y en muchos lugares mencionamos las mismas palabras de la Escritura, para apoyar lo que decimos sobre su autoridad y para manifestar que le estamos subordinado. Así no tendremos la impresión de abandonar la gracia de arriba para producir nosotros mismos las elucubraciones ilegítimas de un pensamiento bajo y sin valor, ni de forzar con las filosofías del exterior nuestros ejemplos de piedad, para introducirlos subrepticiamente en la Escritura después de haberlos hecho brotar de una vana presunción.
Pues, aquel que quiere conducir hacia Dios su alma y su cuerpo siguiendo la ley de la piedad y devolverle "el culto incruento y puro", estableciendo como guía de su vida esta fe piadosa que las palabras de los santos nos hacen entender a través de toda la Escritura, aquél debe ofrecer a la carrera de la virtud un alma dócil y bien dispuesta: que se aparte con toda pureza de las trabas de esta vida, y de todas las servidumbres con relación a las cosas bajas y vanas. En resumen, que pertenezca todo entero, por su fe y su vida, a Dios sólo.
El sabe perfectamente que allí donde está la fe piadosa y una vida irreprochable, allí también está el poder de Cristo; y que allí donde está el poder de Cristo, allí también está la derrota de todo mal, y de la muerte que nos roba la vida.
Porque los vicios no tienen en sí un poder suficientemente grande como para poner obstáculo al poder soberano; sino que se desarrollan naturalmente en la desobediencia a los mandamientos. Es lo que experimentó en otros tiempos el primer hombre, y lo que experimentan ahora todos aquellos que imitan su desobediencia con una elección deliberada.
Al contrario, aquellos que se acercan al Espíritu con una disposición recta, y guardan la fe con una certeza plena, son purificados por el mismo poder del Espíritu, no permaneciendo en su conciencia ninguna mancha. Lo afirma el Apóstol: nuestro evangelio no les fue manifestado sólo con palabras, sino también con el poder y en el Espíritu Santo, y con plena certeza (1Ts 1, 5), como ustedes bien lo saben. Y también: que el espíritu de ustedes, su alma y cuerpo, sean guardados irreprochables para el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 23), quien por el bautismo ha conseguido la prenda de la resurrección a aquellos que él hace dignos, a fin de que el talento confiado a cada uno le obtenga por su labor la riqueza invisible.
"La edad perfecta" del cristiano es la obra del Espíritu y del alma que se hizo libre.
Porque, hermanos míos, el santo bautismo es grande: suficientemente grande para procurar a aquellos que lo reciben con temor la posesión de las realidades inteligibles. El Espíritu es rico y no es envidioso de sus dones: se vierte siempre como un torrente en aquellos que reciben la gracia; y los Apóstoles colmados de esta gracia, han manifestado a las Iglesias de Cristo los frutos de su plenitud. En aquellos que reciben ese don con toda rectitud, el Espíritu permanece; según la medida de la fe de cada uno, él es su huésped; él opera con ellos y construye en cada uno el bien, según la proporción del celo del alma en las obras de la fe.
El Señor lo dijo a propósito de la mina: la gracia del Espíritu Santo se da a cada uno en vista a su trabajo, es decir, para el progreso y crecimiento de aquel que lo recibe. Porque es necesario que el alma regenerada sea alimentada por el poder de Dios hasta la medida de la edad del conocimiento en el Espíritu; está, pues, irrigada con generosidad por la savia de la virtud y el enriquecimiento de la gracia (ver Lc 19, 23 ss).
El alma que ha sido regenerada por la potencia de Dios debe nutrirse del Espíritu hasta el límite de la edad intelectual, irrigada continuamente por el sudor de la virtud y por la abundancia de la gracia.
El cuerpo del niño recién nacido no permanece mucho tiempo en la edad más tierna, sino que es fortificado por los alimentos corporales, crece según la ley de la naturaleza, hasta la medida que le es dada. Algo parecido se produce en el alma que recién renació: su participación en el Espíritu anula la enfermedad que había entrado con la desobediencia, y renueva la belleza primitiva de la naturaleza. El alma así renacida no permanece siempre niña, incapaz, inmóvil, dormida en el estado en el cual estaba en su nacimiento; sino que se nutre con los alimentos que le son propios, y hace crecer su estatura por medio de diversos ejercicios y virtudes, según las exigencias de su naturaleza. Por el poder del Espíritu y mediante su propia virtud, se volverá inexpugnable para los ladrones invisibles que lanzan contra las almas sus innumerables invenciones.
Es necesario pues, progresar siempre hacia el "hombre perfecto", según estas palabras del Apóstol: Hasta que alcancemos todos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al "hombre perfecto", a la medida de la edad de la plenitud de Cristo; a fin de que no seamos más niños, sacudidos y llevados por cualquier viento de doctrina según los artífices del error; sino viviendo según la verdad, crezcamos en todas las cosas hacia Aquel que es la cabeza, Cristo (Ef 4, 13-15). Y en otro lugar el mismo Apóstol dice: No se conformen al mundo presente, sino transfórmense renovando su mente, a fin de discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rm 12, 2).
Lo que el Apóstol entiende por "la voluntad perfecta" es que el alma tome la forma de la piedad, en la medida que la gracia del Espíritu la hace florecer hasta la belleza suprema, trabajando con el hombre que sufre en su transformación.
El crecimiento del cuerpo no depende de nosotros, porque no es según el juicio del hombre ni según su agrado que la naturaleza mide su estatura: ella sigue su propia tendencia y necesidad. Por el contrario, en el orden del nuevo nacimiento, la medida y la belleza del alma –dadas por la gracia del Espíritu, que pasa por el celo de aquel que la recibe– crecen según nuestra disposición. Mientras más extiendas tu combate en favor de la piedad, también más se extenderá la estatura de tu alma, por medio de estas luchas y estos trabajos a los cuales nuestro Señor nos invita diciendo: Luchen por entrar por la puerta estrecha (Lc 13, 24; ver Mt 7, 13), y también: ¡Háganse violencia! Son los violentos quienes arrebatan el reino de los cielos (ver Mt 11, 12). Y también: Aquel que persevere hasta el fin, ése se salvará (Mt 10, 22). Y: Por su perseverancia tomarán posesión de sus almas (Mc 13, 12). A su vez dice el Apóstol: Por la paciencia, corramos la carrera que se nos propone (Hb 12, 1), y también: Corran de manera que ganen el premio (1Co 9, 24), y de nuevo: Como servidores de Dios por medio de una paciencia incansable (2Co 6, 4), etc.
Nos invita pues a correr, y a dirigir todo nuestro esfuerzo a estos combates, puesto que el don de la gracia está proporcionado a los esfuerzos de aquel que la recibe.
Porque es la gracia del Espíritu la que concede la vida eterna y la alegría inefable en los cielos; y es el amor el que por la fe acompañada de las obras, gana el premio, atrae los dones y hace gozar de la gracia. La gracia del Espíritu Santo y la obra buena concurrente al mismo fin colman con esta vida bienaventurada el alma en la que ellas se reúnen.
Al contrario, separadas, no procurarían al alma ningún beneficio. Porque la gracia de Dios es de tal naturaleza que no puede visitar a las almas que rehúsan la salvación; y el poder de la virtud humana no basta por sí solo para elevar hasta la forma de la vida celestial a las almas que no participan de la gracia. Si el Señor no edifica la casa ni guarda la ciudad, dice la Escritura, en vano vigila el guardián y trabaja el que construye (Sal 127, 1). Y también: No son sus espadas las que conquistaron la tierra, no son sus brazos los que los salvaron –aún si los brazos y las espadas han servido en el combate– sino tu mano y tu brazo (oh Señor), y la luz de tu rostro (Sal 44, 4).
¿Qué quiere decir esto? Que desde arriba el Señor lucha con los que luchan –y que la corona no depende solamente del trabajo de los hombres ni tampoco de sus esfuerzos–. Las esperanzas descansan finalmente sobre la voluntad de Dios.
Es necesario, pues, saber en primer lugar cuál es la voluntad de Dios; mirarla dirigiendo hacia ella todos nuestros esfuerzos; y, tendidos hacia la vida bienaventurada por el deseo, disponer en vista a esta vida nuestra propia existencia.
La "voluntad perfecta" de Dios consiste en purificar el alma de toda mancha por la gracia, elevarla por encima de los placeres del cuerpo, y que se ofrezca a Dios, pura, tendida por el deseo, y hecha capaz de ver la luz inteligible e inefable.
Entonces el Señor declara al hombre "bienaventurado": Bienaventurados los corazones puros, porque verán a Dios (Mt 5, 8). Y en otra parte ordena: Sean perfectos como su Padre del cielo es perfecto (Mt 5, 48).
El Apóstol exhorta a correr hacia esta perfección cuando dice: Para llevar a todos los hombres hasta la perfección en Cristo, me fatigo luchando (Col 1, 28).
La libertad del alma librada de la vergüenza.
Para los que desean una vida auténticamente filosófica, David, hablando en el Espíritu, enseña el camino de la verdadera filosofía –el camino que deben tomar para llegar a la meta perfecta–, los bienes que deben pedir a Aquel que da: Que mi corazón, dice, se vuelva inmaculado en tu justicia, a fin de que no pase vergüenza (Sal 119, 80). Diciendo esto, invita a aquellos que por sus malas acciones se han cubierto de vergüenza, a temer esta vergüenza y a desembarazarse de ella como de un vestido manchado, un vestido de infamia.
Dice también: No tendré vergüenza si escudriño todos tus mandamientos (Sal 119, 6). Observa cómo el Espíritu pone en el cumplimiento de los mandamientos la "libertad" del alma.
David dice también: Construye en mí, oh Dios, un corazón puro; establece en mi seno un espíritu nuevo y recto; afiánzame con el Espíritu soberano (Sal 51, 12).
En otra parte pregunta: ¿Quién subirá a la montaña del Señor? (Sal 24, 3). Entonces responde: El hombre de manos inocentes, y puro corazón (Sal 24, 4).
He aquí quien subirá a la montaña del Señor: aquel que es puro en todas las cosas, quien por el pensamiento, el conocimiento o los actos, no manchó su alma hasta el fondo obstinándose en el mal; aquel que habiendo recibido el "Espíritu soberano", reconstruyó con obras y con buenos pensamientos su corazón, que había sido destruido por el mal.
El alma se vuelve la esposa de Cristo, se asimila a El.
El Santo Apóstol, hablando a los que decidieron vivir en la virginidad, describe cual debe ser este género de vida: La virgen, dice, piensa en las cosas del Señor, cómo ser santa en el cuerpo y en el espíritu (1Co 7, 34), queriendo significar con esto cómo purificarse en cuanto al alma y a la carne. Y exhorta a huir de todo pecado –visible o escondido– es decir, a abstenerse enteramente de las faltas que se cometen con las acciones y de las que se cumplen en el pensamiento. Porque la meta para el alma honrada con la virginidad consiste en acercarse a Dios y hacerse la esposa de Cristo.
Aquel que desea unirse con alguien debe, por supuesto, adoptar su manera de ser, imitándolo. Es pues una necesidad para el alma que desea convertirse en esposa de Cristo, hacerse conforme a la belleza de Cristo, por medio de la virtud, según el poder del Espíritu. Porque no es posible que se una a la luz aquel que no brilla con el reflejo de esta luz. Y he aprendido del Apóstol Juan: Cualquiera que tiene esta esperanza se santifica, como Cristo mismo es santo (1Jn 3, 3). El Apóstol Pablo escribe también: Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo (1Co 11, 1).
El alma que quiere levantar vuelo hacia lo divino y adherirse fuertemente a Cristo, debe pues alejar de sí toda falta; las que se cumplen visiblemente con las acciones: quiero decir, el robo, la rapiña, el adulterio, la avaricia, la fornicación, el vicio de la lengua, en resumen, todos los géneros de faltas visibles; y también los males que se introducen subrepticiamente en las almas, y que permaneciendo escondidos para la gente del exterior, devoran al hombre de una manera cruel: es decir, la envidia, la incredulidad, la malignidad, el fraude, el deseo de lo que no conviene, el odio, el fingimiento, la vanagloria, y todo el enjambre engañador de estos vicios que la Escritura odia, que rechaza con disgusto al igual que los pecados visibles, como si fueran de la misma ralea y generados del mismo mal.
Porque ¿de quién el Señor dispersará los huesos? ¿No es acaso de aquellos que quieren agradar a los hombres? ¿A quién el Señor rechazará como maldito y asesino? ¿No es acaso al hombre engañador y pérfido? ¡El hombre de sangre y de fraude, el Señor lo maldice! (Sal 5, 7). ¿Y David no condena abiertamente a aquellos que dicen "Paz" a su prójimo pero cuyo corazón está lleno de maldad (Sal 28, 3) gritando hacia Dios: En sus corazones ustedes hacen la injusticia sobre la tierra (Sal 106, 39)?.
Dios llama, pues, "obra de pecado" al movimiento del corazón que se produjo en secreto (Sal 58, 3). En consecuencia, exhorta a no buscar alabanzas de los hombres, y a no enrojecerse por sus menosprecios. Porque la Escritura declara privados de recompensa en el cielo a aquellos que socorren al pobre con ostentación, y que se glorifican de sus limosnas en la tierra. Si, en efecto, buscas agradar a los hombres, y das para ser alabado, el salario de tu buena acción te está pagado por las alabanzas humanas en vista de las cuales has mostrado beneficencia. No busques, pues, más recompensa en el cielo, tú que colocas tus trabajos aquí abajo; y no esperes honores cerca de Dios, tú que los has recibido de los hombres.
¿Deseas una gloria inmortal? Muestra tu vida en lo secreto, a Aquel que es suficientemente poderoso para procurar la gloria que deseas. ¿Temes una vergüenza eterna? Teme a Aquel que desvelará tu vergüenza en el día del juicio.
¿Pero cómo entonces el Señor dijo: que la luz de ustedes brille delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos (Mt 5, 16)? Es que anima al hombre que cumple los mandamientos de Dios para hacer todas sus acciones mirando hacia Dios –a agradar a Dios solo, sin correr detrás de cualquier gloria que viene de los hombres–; a huir más bien de sus elogios, así como de la ostentación; a hacerse conocer por todos por su vida y sus obras, de tal manera que los espectadores –no dijo: "admiraran la demostración"–, sino glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos (ibíd.).
Lo que ordena aquí es referir toda la gloria al Padre, y cumplir toda acción en vistas a la voluntad del Padre. Y así estará cerca del Padre, en quien se encuentra la recompensa de las obras de virtud.
El Señor te invita a huir del elogio que viene de los hombres y de la tierra y de desviarte de él. Porque no solamente aquel que lo busca y lo atrae se priva de la gloria de la vida eterna, sino que puede desde ahora esperar el castigo. Pobres de ustedes, dice el Señor, cuando los hombres hablen bien de ustedes (ver Lc 6, 26).
Huye, entonces, de todo honor humano, cuyo fin es la vergüenza y la confusión eternas, y tiende hacia las alabanzas de arriba, de las cuales David canta: Mi alabanza está cerca de ti (Sal 22, 26), y: Mi alma se gloría en el Señor (Sal 34, 3)
aun cuando se trate simplemente del comer, el bienaventurado Apóstol recomienda no tomar de cualquier manera la comida que se encuentra preparada, sino dar gloria en primer lugar a Aquel que da los medios para sostener la vida. Es, pues, en todas las cosas que ordena menospreciar la gloria de los hombres y buscar sólo la gloria de Dios.
Aquel que busca la gloria de Dios, el mismo Señor lo llama "fiel"; mientras que junta con los "infieles" a aquel que ambiciona los honores de aquí abajo. ¿Cómo podrían creer –dice– ustedes que reciben gloria los unos de los otros, y no buscan la gloria que viene sólo de Dios? (Jn 5, 44).
¡Y el odio! Aprende del Apóstol Juan lo que es: Aquel que odia a su hermano es un homicida –dice– y ustedes saben que ningún homicida tiene la vida eterna (1Jn 3, 15). Rechaza pues de la vida eterna a aquel que tiene odio contra su hermano como si fuera un homicida; o más bien dice abiertamente que el odio es un homicidio. Porque aquel que suprime y destruye el amor del prójimo, y que en lugar de amigo se vuelve enemigo, puede ser considerado verdaderamente como quien entretiene contra su prójimo el odio escondido que alimentan los homicidas hacia las víctimas que se proponen derribar.
Que no hay ninguna diferencia entre las faltas escondidas en el interior y las que se ven y aparecen, el Apóstol lo muestra con sagacidad reuniéndolas y colocándolas sobre el mismo plano: Como no juzgaron bueno guardar el conocimiento de Dios, Dios los abandonó a sus inteligencias depravadas, de tal manera que hacen lo que no hay que hacer, llenos de iniquidad, de malicias, de fornicación, de avaricia, de maldad, llenos de envidia, de homicidios, de querellas, de fraude, de maleficencia; maldicientes, detractores, detestables para Dios, despreciativos, orgullosos, altaneros, inventores de calamidades, desobedientes a sus padres, insensatos, desordenados, sin afectos, sin lealtad, sin misericordia. Ellos no conocen la justicia de Dios –y sabiendo que aquellos que hacen estas cosas son dignos de muerte– no solamente las hacen, sino que aprueban a los que las hacen (Rm 1, 28-32).
¿Ves cómo flagela la maldad, el orgullo, el engaño y los demás vicios escondidos, al mismo tiempo que el asesinato, la avaricia y todos los crímenes de esta naturaleza? En cuanto el mismo Señor, proclama: lo que está elevado entre los hombres es abominación delante de Dios (ver Lc 16, 5b); y: Aquel que se eleva será abajado, aquel que se abaja, será elevado (Lc 14, 11). La Sabiduría dice también: Un corazón que se eleva es impuro delante de Dios (Pr 16, 5).
También en otros libros de las Escrituras se podrían encontrar muchos otros textos que condenan las faltas escondidas en las almas. Estos vicios son malos y difíciles para sanar: se fortifican en la profundidad del alma, hasta el punto que no es posible extirparlos y arrancarlos por la sola fuerza y celo del hombre. Se lo alcanza sólo atrayendo por la oración el poder del Espíritu, para combatir juntos; entonces uno se hace dueño de este mal, que es un tirano interior. El Espíritu nos lo enseña por medio de la voz de David: Purifícame de mis pecados ocultos; preserva a tu servidor de los vicios que están en él como extranjeros (Sal 19, 13-14).
Es necesario, pues, vigilar de cerca, volviéndose con frecuencia hacia el alma como el jefe de guerra que grita y manda: Hombre, guarda tu corazón con toda vigilancia, porque de él procede la vida (Pr 4, 23). Ahora bien, la guarda del alma es el juicio de la piedad, fortificado por el temor de Dios, la gracia del Espíritu y las obras de la virtud. Aquel que arma su alma con ellos desvía con facilidad los asaltos del tirano, quiero decir, el fraude y la codicia, el orgullo y la cólera, la envidia y todos los movimientos perversos del mal que se forman en el interior del hombre.
El cultivador de la virtud debe ser, pues, un hombre franco y firme, sabiendo cultivar los únicos frutos de la piedad; que no extravíe nunca su vida sobre los caminos del mal; que nunca aleje de la fe el juicio de la piedad, sino que sea alguien simple y derecho.
Que ignore los sentimientos extraños a su propio camino. Porque el camino abrazado por el hombre solo y aquel que pasa por la unión con una mujer no podrían conseguir el mismo salario de vida.
El bienaventurado Moisés dijo: No engancharás juntos en tu arado animales de distintas especies tales como un buey y un asno; sino que trillarás tu grano poniendo bajo el yugo a los animales de una misma especie. No tejerás lino con lana ni lana con lino en un mismo vestido. En el suelo de la tierra no sembrarás dos semillas distintas, la una sobre la otra ni el mismo año. No aparearás dos animales de especies distintas, sino que juntarás aquellos de la misma especie (ver Dt 22, 10 y Lv 19, 19).
¿Qué quieren decir estos enigmas para el santo? Que no se debe sembrar en la misma alma el vicio y la virtud, compartir su vida entre contrarios, cultivando al mismo tiempo las espinas y el trigo. La esposa de Cristo no debe cometer el adulterio con los enemigos de Cristo: no puede engendrar por una parte la luz y por otra las tinieblas.
Porque estas cosas no están hechas para caminar juntas, ni tampoco las partes de la virtud con las del vicio. ¿Qué tipo de amistad podría establecerse entre la moderación y la intemperancia? ¿Qué acuerdo entre la justicia y la injusticia? ¿Qué sociedad entre la luz y las tinieblas? ¿No sucederá de manera infalible que el uno perderá el terreno en favor del otro y no deseará permanecer frente al asaltante?.
Es necesario que el sabio agricultor desparrame, como de una fuente buena para beber, las aguas puras de la vida, sin mezcla de ningún lodazal; porque debe conocer sólo las únicas cosechas de Dios, y trabajar en ellas con perseverancia durante toda su vida. Entonces, incluso si un pensamiento extraño aparece bajo la cobertura de los frutos de la virtud, Aquel que lo ve todo mirará tus trabajos; y con prontitud, por medio de su propio poder, cortará esta raíz de malos pensamientos, falsa y escondida, antes de que brote. Porque si alguien persevera en los trabajos de la virtud, la gracia del Espíritu lo acompaña destruyendo cuanto antes las semillas del vicio. Y es imposible que aquel que se adhiera siempre a Dios pierda la esperanza o sea dejado sin defensa.
Has leído en el Evangelio la historia de esta viuda que expone a un juez inicuo una gran injusticia. Mucho tiempo y perseverancia en su requerimiento triunfan de las costumbres del juez y la lleva a sacar venganza del injusto agresor. Pues bien, tú también no te desanimes cuando reces. Porque si la audacia de esta mujer llegó a quebrar la arbitrariedad de un juez sin piedad, ¿cómo podría ser posible desesperar de la solicitud de Dios, de quien sabemos que la misericordia previene a menudo a aquellos que lo invocan? Por otra parte, el mismo Señor espera la perseverancia de nuestras oraciones en esta parábola. El nos exhorta a insistir: Vean, explica, lo que dice el juez inicuo. ¿Y Dios no hará justicia a los que gritan a él día y noche? Yo les digo: les hará justicia y pronto (Lc 18, 6-8).
El Apóstol, sabiendo que muchos esfuerzos y combates esperan a los discípulos de la piedad en sus progresos hacia la perfección, proponiendo a todos la meta verdadera, escribe:...corrigiendo a todos los hombres e instruyéndolos con toda sabiduría, a fin de que cada uno llegue a la perfección en Cristo. Por eso me fatigo luchando (Col 1, 28-29). Además, pide que aquellos que por el bautismo se hicieron dignos de recibir el sello del Espíritu, adquieran el crecimiento de "la edad del conocimiento" (edad espiritual) bajo la conducción del Espíritu: Habiendo tenido noticia de la fe de ustedes, y de la caridad que tienen para con todos los santos, no ceso de orar por ustedes y de pedir que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les de el Espíritu de sabiduría y de revelación en su conocimiento: que los ojos de su corazón sean iluminados para que sepan cuál es la esperanza de su llamado y la riqueza de la gloria de su herencia entre los santos, y cuál es la grandeza supereminente de su poder, a favor nuestro, para nosotros los creyentes (Ef 1, 16-19).
Después habla del modo de participación del Espíritu: según la operación de su potencia, que él obró en Cristo resucitándolo de entre los muertos (ibíd. 1, 19). Se expresa claramente sobre la participación con el Espíritu y sobre la acción de éste en favor de aquellos que lo reciben:... para que ustedes también reciban de la misma manera su plenitud.
Un poco más lejos en la misma epístola, implora para ellos algo mejor, pidiendo que baje sobre ellos el perfecto poder del Espíritu: Por eso doblo las rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que según la riqueza de su gloria, les conceda ser poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu; que Cristo habite por la fe en sus corazones, que arraigados y fundados en la caridad, puedan comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que sean llenos de toda plenitud de Dios (Ef 3, 14-19).
Ya en otra epístola habla a sus discípulos de las mismas realidades, revelándoles el tesoro del Espíritu, y exhortándolos a participar de él: Aspiren a los mejores dones. Pero quiero mostrarles un camino mejor. Si yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como un bronce que suena o un címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y tuviera una fe que trasladara montañas, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, para nada me aprovecha (1Co 13, 1-3).
¿Pero, qué es pues la superioridad de la caridad y cuáles son sus frutos? ¿De qué males aleja a aquel que la posee, y qué bienes procura? El Apóstol lo muestra con sabiduría con estas palabras: La caridad es longánima, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad jamás terminar (1Co 13, 4-8).
Esto es hablar con una perfecta sabiduría y exactitud. La caridad jamás terminará. ¿Qué significa esto? Si alguien consigue estos carismas que el Espíritu concede –quiero decir las lenguas de los ángeles, la profecía, la ciencia, el don de sanación– pero no está aún plenamente liberado, por la caridad del Espíritu, de las pasiones que lo perturban desde el interior, y no recibió aún en su alma el perfecto remedio de la salvación, ése permanece en el temor de una caída, porque no tiene la caridad que funda y confirma en la estabilidad de la virtud.
No te quedes pues en los dones. ¡Y no pienses que con la gracia rica y generosa del Espíritu, nada te falta para la perfección!, sino que cuando afluyan hacia ti esta profusión de dones, entonces hazte pobre de espíritu. Acurrucado bajo el temor de Dios y contando solo con la caridad como fundamento del tesoro de la gracia para el alma, sigue combatiendo toda impresión descabellada antes de haber alcanzado la cumbre de la meta de la piedad: el mismo Apóstol te precedió, y trae allí a sus discípulos por su oración y por su doctrina, mostrincircuncisión, lo que vale es ser una nueva criatura. Y a todos los que siguen esta norma, paz y misericordia, así como al Israel de Dios (Ga 6, 15-16).
Dice también: Si alguien es de Cristo, se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó (2Co 5, 17). Ser "nueva criatura" es la regla apostólica: regla que el Apóstol en otra epístola expresa con penetración:... a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada (Ef 5, 27).
Llama pues "nueva creación" la inhabitación del Espíritu Santo en el alma pura y sin mancha, alejada de toda malicia, perversidad o torpeza. Cuando el alma, en efecto, haya alcanzado el odio al pecado, y se haya entregado a Dios según sus fuerzas por medio del gobierno de la virtud, cuando reciba la gracia del Espíritu y se encuentre transformada por la divina gracia, será enteramente nueva y recreada. La advertencia: Purifíquense de la vieja levadura para transformarse en una masa nueva (1Co 5, 7) expresa la misma enseñanza. Así también: Celebremos este banquete, no con la vieja levadura, sino con los ázimos de pureza y de verdad (1Co 5, 8).
Puesto que el enemigo tiende sus trampas al alma por todos lados lanzando hacia ella su maleficencia, y que las fuerzas humanas son por sí mismas inferiores en semejante combate, el Apóstol nos ordena armar nuestro miembros con las armas celestiales: nos invita a revestirnos con la coraza de la justicia, a calzar nuestros pies con la preparación de la paz, a ceñirnos con la verdad, tomando por encima de todo eso el escudo de la fe con que poder apagar los encendidos dardos del maligno (ver Ef 6, 14-16). Los dardos encendidos son las pasiones no reprimidas. Nos exhorta también a tomar el casco de la salvación y la espada santa del Espíritu. Por la espada santa se entiende la Palabra poderosa de Dios. El alma debe armar su mano derecha con ella para rechazar las maquinaciones del enemigo.
Pero, ¿cómo podemos tomar estas armas? Apréndelo del mismo Apóstol: Por la oración continua y la súplica –dice–. Recen en el Espíritu en todo tiempo. Por eso vigilen en todo tiempo y con perseverancia (Ef 6, 18). Y ora por todos con estas palabras: Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes (2Co 13, 13). Y también: Que el espíritu de ustedes, alma y cuerpo, se conserve entero, sin mancha para la venida de nuestro Señor Jesucristo (1Ts 5, 23).
El cristiano perfecto: "el mayor mandamiento".
¿Ves cuántos medios de salvación te mostró? Y todos tienden hacia el único camino y la única meta, que es la de ser un cristiano perfecto. Es el fin hacia el cual deben apurarse, por medio de una fe robusta y una esperanza constante, aquellos que están prendados por la verdad y que se adelantan con alegría, con pleno fervor en lo más fuerte de la lucha. Para ellos la carrera de la vida se cumple con facilidad hasta la cumbre de estos mandamientos de donde se desprende toda la Ley y los profetas. ¿Qué mandamientos? Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todo tu pensamiento, y a tu prójimo como a ti mismo (Dt 6, 5).
Tal es la meta de la piedad, que el mismo Señor y los Apóstoles por él formados nos han transmitido. ¡Y si con algunas digresiones prolongamos un poco nuestro discurso, preocupados por establecer la verdad más que de economizar las palabras, ¡no se nos censure! Porque una vez conocidas las reglas de la filosofía, conociendo así claramente el trabajo del viaje y el fin de la carrera, todos repudiarán la presunción y la gloria que inspiran los éxitos alcanzados. Para una vida eterna renunciarán a sus almas, como dice la Escritura, y mirarán hacia una sola riqueza: la que Dios propone a los que lo aman, como el premio ganado por su amor a Cristo, porque llama a ello a todos aquellos que se ofrecen con prontitud para sostener la lucha, a todos aquellos para quienes la cruz de Cristo basta como viático en el país de esta vida.
Con alegría y buena esperanza deben, llevando su cruz, seguir al Dios Salvador. Que adopten como ley y como itinerario de su vida la economía divina, como lo dice el mismo Apóstol: Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo (1Co 11, 1). Y también: Por la paciencia corramos el combate que se nos ofrece, puestos los ojos en Jesús, que es el autor y consumador de la fe: el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios (Hb 12, 1-2).
Es de temer, en efecto, que transportados por los dones del Espíritu, encontremos en nuestros pequeños éxitos de virtud un motivo para enorgullecernos y gloriarnos; entonces caeríamos de nuestro impulso antes de alcanzar el término de nuestra esperanza. Todo el trabajo ya hecho se volvería inútil, y aparecería que somos indignos de la perfección hacia la cual la gracia del Espíritu nos arrastra.
"Tendidos hacia lo que está adelante".
No debemos, pues, bajo ningún pretexto aflojar la intensidad de nuestro esfuerzo, ni dejar el combate que nos espera, ni ocupar nuestro espíritu con lo que está atrás –si algo bueno se hizo–, sino olvidar todo eso y con el ejemplo del Apóstol: tender hacia lo que nos precede (Flp 3, 13).
Mientras nuestro corazón se rompe bajo la tensión del esfuerzo, con un deseo insaciable de justicia –porque sólo de ella deben tener hambre y sed aquellos que buscan alcanzar la perfección–, nos volveremos humildes, y compenetrados por el temor de Dios, viendo que estamos lejos de las promesas, y exiliados de la perfecta caridad de Cristo. Porque aquel que ama esta caridad y que mira hacia arriba, hacia la promesa, no se exalta con los éxitos logrados, ni cuando ayuna, ni cuando vigila, ni cuando aplica su celo a otras formas de virtud; sino lleno del deseo de Dios, y mirando con intensidad hacia Aquel que lo llama, considera todo lo que hace por alcanzarlo como poca cosa y como indigno de recompensa. Mientras dura esta vida, se sobrepasa continuamente a sí mismo, acumulando trabajos sobre trabajos y virtudes sobre virtudes, hasta que esté frente a Dios, precioso por sus obras, pero no teniendo conciencia de haberse hecho digno de El.
Porque acá reside la cumbre de la "filosofía": que aquel que es grande por las obras se abaje en su corazón y condene su vida con temor de Dios haciendo caer la opinión que tiene de sí mismo.
Así gozará de la promesa en la medida en que creyó y en que amó, no en la medida en que trabajó y se cansó.
Porque los dones son muy grandes para que pueda encontrar trabajos dignos de ellos. Lo que hace falta es una gran fe y una gran esperanza; entonces la recompensa se medirá en base a estas dos virtudes, y no a los ejercicios. El soporte de la fe es la pobreza según el Espíritu, y el amor de Dios sin medida.
Pienso haber dicho lo suficiente sobre la meta que esperan aquellos que abrazan la vida filosófica. Queda por precisarse cómo deben vivir juntos, qué ejercicios elegir, cómo correr la carrera compitiendo los unos con los otros, hasta que alcancen la ciudad de arriba.
Es necesario que menospreciando absolutamente los espejismos de esta vida, renunciando a sus padres, renunciando también a todas las glorias de aquí abajo, prendado de la gloria celestial, y unido espiritualmente a sus hermanos según Dios, el monje reniegue aún de su propia alma para ganar la vida eterna. Renegar de su alma, consiste en no buscar de ninguna manera su voluntad propia. Sino más bien que la voluntad del hombre realice "la Palabra de Dios" –esta Palabra que mandó–, y la tenga como el buen piloto que dirige a toda la asamblea de los hermanos, en la unanimidad, hacia el puerto de la voluntad de Dios.
Que no posea nada; que no considere nada como propio, al margen de la comunidad, salvo el vestido que cubre su cuerpo. Porque si no tiene nada, si se encuentra desnudo, despojado de la preocupación de su propia vida, servirá al bien común y ejecutará de buen grado las órdenes de los superiores, en la alegría y la esperanza, como un servidor de Cristo bien dispuesto, que comparte la necesidad común de los hermanos. Esto, el mismo Señor lo quiere y lo ordena, cuando dice: Aquel que quiere ser grande, y ser el primero entre ustedes, ser el último y el servidor de todos (Mc 9, 34).
Este servicio debe ser, pues, gratuito, y no dará ningún honor y gloria al servidor, a fin de que éste no parezca "servir para ser visto y agradar a los hombres", como dice la Escritura (ver Ef 6, 6). Al contrario, que sirva como si sirviera al Señor en persona; que camine por el camino angosto, y cargue sobre sí con fervor el yugo del Señor. Si El lo sostiene desde el comienzo hasta el fin, él mismo será llevado hasta el fin con alegría y buena esperanza.
Debe ubicarse más abajo que todos, y servir a sus hermanos como si fuera deudor de un crédito. Que deje caer en su alma las preocupaciones de todos, y que cumpla la caridad en toda su amplitud, porque es debida.
Los superiores de este coro espiritual deben considerar la grandeza de este cargo, prever los artífices del mal que construyen trampas a la fe, y correr la carrera de la manera que conviene a su autoridad, sin que nunca el poder les inspire ideas de grandezas. Porque allí reside un peligro; y algunos que parecían ser superiores a los demás y dirigirles hacia la vida celestial, se perdieron en secreto por su orgullo.
Pues es conveniente que aquellos que están establecidos en el cargo de superiores, se sacrifiquen más que los demás, tengan sentimientos aún más humildes que sus subordinados, y presenten a sus hermanos, por sus propias vidas, el mismo tipo de servicio. Que miren a los que les son confiados como depósitos pertenecientes a Dios.
Si actúan así, forjando el coro sagrado por sus cuidados cotidianos, manifestando la doctrina según la necesidad de cada uno para salvar la disposición que distinga a cada uno –y si en lo secreto tienen en el pensamiento un sentimiento humilde, como buenos servidores que vigilan sobre la fe–, ganan para ellos mismos, por medio de una vida tal, una gran recompensa.
Ocúpense, pues, de aquellos que dependen de ustedes, como los buenos pedagogos se ocupan de niños jóvenes confiados por sus padres: estudian el temperamento de los niños, y usan de la vara con unos, de una exhortación con otros, de elogios con los terceros, etc. Y no hacen nada de todo eso por favor o por enemistad, sino que adaptan sus medios a los casos que se presentan y al carácter del niño, para prepararlo con seriedad a la vida.
Ustedes también, dejando toda animosidad contra los hermanos, y toda presunción, ajusten sus palabras a las fuerzas e inteligencias de cada uno. Den a uno muestras de estima, avisen al otro, exhorten tal otro; como un buen médico que procura remedios según la necesidad de cada uno: observa a sus pacientes, y aplica a uno remedios benignos, a otro algunos más violentos; no agobia a ninguno de los que necesitan sus cuidados, sino que adapta su arte a las almas y a los cuerpos. Tú entonces, confórmate a las necesidades de la causa, a fin de educar bien el alma del discípulo que tiene los ojos puestos en ti, y de presentar al Padre la virtud de esta alma toda resplandeciente, como digna heredera de sus dones.
Si se comportan así los unos con los otros –los que están establecidos como superiores, y aquellos que los tienen por maestros–, los unos obedeciendo con alegría a los superiores, los otros conduciendo con felicidad a los hermanos hacia la perfección, honrándose recíprocamente (ver Rm 12, 10), entonces vivirán sobre la tierra la vida de los ángeles.
Que ningún humo de orgullo se manifieste entre ustedes; sino que la simplicidad, la armonía, un porte franco, forjen el coro.
Y que cada uno se persuada no solamente de que es inferior al hermano que vive con él, sino aún que es inferior a todo hombre: cuando haya entendido esto, será verdaderamente discípulo de Cristo. Como lo ha dicho el Salvador, el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado (Lc 14, 11). Y también: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28 y Mc 10, 45). Y el Apóstol: No nos predicamos a nosotros mismos, sino al Señor Jesucristo, siendo para ustedes servidores por amor a Jesús (2Co 4, 5).
Conociendo, pues, los frutos de la humildad y el castigo del orgullo, imiten al Maestro amándose los unos a los otros. Por el bien común, no vacilen más frente a la muerte que frente a cualquier otro sufrimiento; caminen para Dios sobre el camino por donde éste marchó entre nosotros; avancen como un solo cuerpo y una sola alma, hacia la llamada de arriba; amen a Dios y ámense los unos a los otros. Porque la caridad y el temor del Señor, es el más alto cumplimiento de la ley.
Cada uno de ustedes debe establecer el temor y la caridad como un fundamento robusto y firme en su alma, e irrigarla sin cesar con buenas acciones y con la oración perseverante. Porque la caridad hacia Dios no nace ni se desarrolla naturalmente en nosotros por azar, sino con penas y con grandes cuidados, y con la ayuda de Cristo.
Así dice la Sabiduría: Si la buscas como se busca la plata, cual si excavaras un tesoro, entonces comprenderás el temor de Yahvé y hallarás el conocimiento de Dios (Pr 2, 4-5). Ahora bien, encontrando el conocimiento de Dios, tomarás el temor con facilidad, y cumplirás felizmente lo que viene después, quiero decir la caridad para con el prójimo. Porque una vez adquirido con trabajo el amor de Dios, que es el primero y el más grande, el otro que es menor, se agrega al primero con menos dificultad. Pero si el primero falla, el segundo no puede existir auténticamente.
¿Cómo, en efecto, aquel que no ama a Dios con todo su corazón y todo su espíritu, podría darse con sinceridad y asiduamente al amor de sus hermanos, puesto que no cumple para Dios esta caridad a la que uno puede aplicarse solamente para él?.
El inventor del pecado encuentra desarmado a este infeliz que no entrega a Dios su alma entera ni comulga con su caridad. Le hace dar un traspié y pronto lo domina por medio de golpes pérfidos: una vez hace parecer pesados los mandamientos de la Escritura e insoportable el servicio de la comunidad; otra vez exalta al hermano llevándolo a la jactancia y al orgullo, a propósito de este servicio que hace a sus co-servidores: lo convence que cumplió ampliamente los mandamientos del Señor, y que es grande en los cielos. Ahora bien, esto no es poca injusticia.
El servidor ferviente y que busca hacer el bien, debe confiar al maestro el juicio a aplicar a su buena voluntad. Que no se haga juez en lugar del maestro, ni tampoco panegirista de su propia vida; porque si es él quien se vuelve juez menospreciando la verdad, no obtendrá recompensa: se recompensó a sí mismo con sus propias alabanzas y con su presunción sustituyó el juicio del superior.
Es el Espíritu de Dios quien debe dar testimonio a nuestro espíritu –lo dice San Pablo– y no nos corresponde a nosotros la evaluación de nuestros actos según nuestro propio juicio. Porque dice: no es el que a sí mismo se recomienda quien está aprobado, sino aquel a quien recomienda el Señor (2Co 10, 12). Ahora bien, cualquiera que no espera con paciencia la recomendación del Señor, sino que se adelanta al juicio de éste, se pierde en las opiniones humanas, organizando con su propia industria su propia gloria entre sus hermanos, y haciendo la obra de un infiel. Porque es infiel aquel que persigue las obras humanas en lugar de las del cielo; el mismo Señor lo dijo: ¿Cómo van a creer ustedes que reciben la gloria unos de otros y no buscan la gloria que procede del único Dios? (Jn 5, 44).
¿Con quién podría compararlos? Tal vez con los que purifican el exterior de la copa y del plato, pero el interior está lleno de vicios (ver Mt 23, 25). ¡Vigilen en no soportar nada parecido! Ustedes que han dado sus almas "arriba", ustedes que tienen un solo pensamiento: agradar al Señor –y que no quieren perder el recuerdo del cielo, ni recibir los honores de esta vida–, corran pues, escondiendo a la estima de los demás su carrera espiritual. Así el tentador, que sugiere los honores de la tierra, no tendrá la oportunidad de arrancar el espíritu de ustedes de las verdaderas cosas que lo ocupen, y de postrarlo sobre cosas vanas y llenas de mentiras. Si no encuentra ninguna oportunidad para entrar, para seducir a aquellos que por medio del alma viven "arriba", está perdido: yace muerto. Porque es la muerte del diablo probar que su maleficencia es ineficaz y sin resultado.
Si, en cambio, la caridad de Dios está presente en nosotros, el resto vendrá necesariamente con ella: el amor de los hermanos, la dulzura, la sinceridad, la perseverancia y el celo en la oración, en fin, todas las virtudes.
Este tesoro es grande. Por eso para adquirirlo, grandes trabajos son necesarios, trabajos que no apuntan a ser vistos por los hombres, sino para agradar al Señor que ve en lo secreto: a él debemos mirar siempre. ¡Y es necesario explorar el interior de nuestra alma, y meditar los argumentos de la piedad, a fin de que el adversario no encuentre ninguna entrada falsa, ni una plaza libre para sus maquinaciones, que no se ocupe en educar y conducir al "conocimiento del bien y del mal" las partes débiles del alma!.
El espíritu dócil a Dios sabe educar estas partes débiles: se asocia toda el alma, la torna hacia el Señor; y con su amor para con Dios, con reflexiones secretas de la virtud, y con la obediencia a los preceptos, él saca el remedio para sanar las partes heridas y apoyarlas sobre las que permanecen sólidas.
Al final, hay una sola guardia del alma, una sola vigilancia, que consiste en acordarse de Dios con un deseo constante y estar siempre ocupados con buenos pensamientos. No nos sustraigamos a este esfuerzo: ni cuando comamos, ni cuando bebamos, ni cuando estemos descansando, ni cuando hagamos una que otra cosa, ni cuando hablemos; a fin de que todo lo que viene de nosotros convenza y termine en la gloria de Dios y no en la nuestra propia, y que nuestra vida no tenga ninguna mancha que venga de la maquinación del Maligno.
Por otra parte, para aquellos que aman a Dios, el trabajo de los mandamientos será fácil y agradable, porque el amor de Dios hace la carrera amable y ligera. Por eso el Maligno lucha también, de todas formas, para ahuyentar de nuestras almas el temor del Señor y disolver la caridad hacia Dios. Rivaliza con ella con placeres prohibidos e incentivos que seducen; y si sorprende al alma desprovista de sus armas espirituales y sin guardia, anula todos nuestros trabajos. Nos hace brillar la gloria de la tierra, dejando a la sombra la del cielo; y en la imaginación de los engañados, hace turbias las cosas que son realmente buenas, para hacer parecer más brillantes las que son buenas sólo en apariencia.
Porque es hábil: si encuentra la guardia adormecida, no atenta, él toma la oportunidad. Entra, salta por encima de los trabajos de la virtud, y siembra por encima del trigo su cizaña: quiero decir el orgullo, el insulto, la vanagloria y el deseo de los honores, la contestación y las otras obras del mal.
Hay que vigilar, pues, acechará por todos los lados la venida del enemigo: entonces, aún si del fondo de su imprudencia tira algún artefacto, éste será rechazado antes de tocar al alma.
Acuérdense también de esto y medítenlo: Abel ofreció al Señor un sacrificio de los primogénitos de su rebaño y de su grasa; Caín ofreció frutas de la tierra, pero no de los primeros frutos. Ahora bien, dice la Escritura, que Dios aceptó los sacrificios de Abel pero no los dones de Caín. ¿Qué nos enseña este relato? Que Dios acepta lo que se le presenta con temor y con fe, pero no acepta una ofrenda hecha sin caridad.
Más tarde Abraham recibió la bendición de Melquisedec, solamente después de haber ofrecido al sacerdote de Dios las primicias y las partes principales de todo lo que poseía (ver Hb 7, 4; ver Gn 14, 18); por las primicias y los mejores frutos hay que entender a la misma alma y el mismo espíritu. La Escritura nos invita, pues, a ofrecer a Dios nuestras alabanzas y nuestras oraciones sin escatimarlas, y a presentar al Señor no cualquier cosa sino lo que hay de principal en el alma: o más bien a elevarla enteramente hacia Dios con toda nuestra caridad y todo nuestro fervor. Así, siempre alimentados por la gracia del Espíritu, y atrayendo hacia nosotros el poder de Cristo, corramos con facilidad la carrera de la salvación. Y esta carrera para la justicia nos parecer liviana y agradable, porque Dios vendrá en nuestro socorro alentando el ardor de nuestros esfuerzos. A través de nosotros cumplir él mismo las obras de la justicia.
Ya se habló bastante sobre la cuestión. En cuanto a las partes de las virtudes, cuáles son las principales para hacer pasar antes de las demás, después las que vienen en segundo lugar y así sucesivamente, no se puede precisar. Porque las virtudes están relacionadas y es entre ellas que elevan hasta el coronamiento a aquel que las cultiva. La sencillez, en efecto, lo entrega a la obediencia, la obediencia a la fe, ésta a la esperanza, y la esperanza a la justicia; la justicia lo lleva al servicio caritativo, y éste servicio a la humildad. La dulzura lo recibe de la humildad y lo lleva a la alegría; la alegría a la caridad, la caridad a la oración. Y así recibiéndolo las unas de las otras y atándoselo las unas y las otras, lo llevan y lo hacen subir hasta la cumbre de su deseo –mientras que, por el contrario, la malicia hace caer a sus adeptos hasta la última perversidad, pasando por todos sus niveles–.
Sobre todo perseveremos en la oración. Porque ella es el corifeo del coro de las virtudes y es también por medio de ella que pedimos a Dios todas las demás. Aquel que persevera en la oración comulga con Dios: le está unido por una consagración mística, una fuerza espiritual, una disposición que no se puede expresar. Porque, en adelante, tomando al Espíritu como guía y como sostén, arde con la caridad del Señor y hierve de deseos, no pudiendo saciarse con la oración. Más y más se enciende con el amor al bien y reaviva el fervor de su alma según esta palabra de la Escritura: Aquellos que me comen tendrán más hambre, aquellos que me beben tendrán más sed (Si 24, 20). Y también: En mi corazón me has dado la alegría (Sal 4, 8). Y el mismo Señor ha dicho: El reino de los cielos está dentro de ustedes (Lc 17, 21).
¿Cuál es ese reino dentro de nosotros? ¿Y qué podría ser distinto de esta felicidad que, "desde arriba" nace en las almas por medio del Espíritu? En efecto, no es más que la imagen de las arras, la señal de la felicidad eterna de que gozarán las almas de los santos en la eternidad. El Señor nos consuela, pues, por la fuerza del Espíritu, en todas nuestras tribulaciones: es así que nos salva y que nos hace partícipes de los bienes espirituales y de los carismas del Espíritu. Nos consuela –dice la Escritura– en todas nuestras tribulaciones (2Co 1, 4). Y también: Mi corazón y mi carne se lanzan alegres hacia el Dios viviente (Sal 84, 3), y: Es como un festín que mi alma saborea (Sal 63, 6). Todo esto nos sugiere en símbolos la alegría y la consolación que vienen del Espíritu.
De tal manera se nos muestra la meta de la piedad; de tal manera se propone a aquellos que abrazan "la vida preciosa a los ojos de Dios". Esta vida se resume en la purificación del alma y en la inhabitación del Espíritu, en la medida que progresan las buenas obras. Que cada uno de ustedes prepare su alma según estos ejemplos: que llegue hasta llenarla del amor de Dios, y que se consagre a la oración y a los ayunos según la voluntad de Dios. Que guarde presente en su memoria las palabras del Apóstol que nos ordena: Oren sin cesar (1Ts 5, 17), y...perseverando en la oración (Rm 12, 12). Y también las del Señor en el Evangelio: ¿Cuánto más Dios hará justicia a sus elegidos que gritan hacia él día y noche? (ver Lc 18, 6-7). Porque dice la Escritura que propuso esta parábola para enseñar que hay que orar siempre sin cansarse nunca (Lc 18, 1).
Que el celo para la oración nos procura grandes bienes y que el mismo Espíritu habita en las almas, el Apóstol lo demuestra con sagacidad por medio de las exhortaciones que nos dirige: por la oración constante y la súplica, rezando en el Espíritu en todo tiempo; vigilando, vueltos hacia El, con toda perseverancia y oración (Ef 6, 18).
Si alguno de los hermanos se da a esta parte de las virtudes –quiero decir la oración– es a un hermoso tesoro que da sus cuidados, y está prendado de la mayor riqueza; con tal que se aplique con una conciencia recta y firme y no flote voluntariamente al capricho de su pensamiento. Lejos de saldar como por necesidad un pago del cual no puede sustraerse, debe rezar como si diera curso libre al amor y al deseo de su alma, y hacer sentir a todos sus hermanos los buenos frutos de su constancia.
Todos los demás deberán darle tiempo, y regocijarse con él por su asiduidad en la oración; así tendrán ellos mismos parte en sus buenos frutos, porque se hacen socios de su vida, por el hecho de cooperar con ella. Por otra parte, el Señor dar el medio para rezar a todos aquellos que se lo piden, según esta palabra: "Aquel que da al orante la oración". Hay que pedir, pues.
Sepan también que aquel que persevera en la oración –asunto tan importante– empeña en este combate todos sus esfuerzos y todo su poder. Porque las grandes recompensas exigen grandes trabajos; tanto más que el mal acecha por encima de todas estas gentes: les pone trampas por todos los lados, corre alrededor de ellos, esforzándose en desviar su celo. De allí viene la torpeza, el agobio del cuerpo y del alma, la indolencia, la acedia, la dejadez, la impaciencia, y todos los demás movimientos y obras del vicio. Por ellos, el alma se pierde: tomada poco a poco por todas sus partes, abandona y se reúne con su propio enemigo.
Es necesario, pues, encargar al alma el control de la razón, como un sabio piloto: nunca entregar su pensamiento a las agitaciones del espíritu malo; no dejarse llevar sobre sus aguas; sino mirar derecho hacia el refugio "de arriba", y ofrecer el alma a Dios, quien la confió en depósito y quien la vuelve a pedir. Porque no se trata de arrojarse de rodillas, de mostrarse asiduo y celoso para la Escritura –como aquellos que se dan a la oración– y dejar al mismo tiempo al pensamiento vagar lejos de Dios: ¡no!. Se debe rechazar toda distracción del pensamiento, toda reflexión intempestiva, y entregar a la oración el alma entera con el cuerpo.
Los superiores deben colaborar a la resolución de aquel que reza así, y mantener su deseo con todo su celo y todos sus alientos. Y que vigilen con cuidado para purificar su alma.
Porque el fruto de las virtudes de aquellos que rezan así está invisible para el entorno y se vuelve extremadamente útil, no solamente para el hermano que progresa rápidamente, sino también para los demás jóvenes, para los que tienen necesidad de aprender: porque este hermano que corre adelante los arrastra; no les queda más que mirar e imitar.
Ahora bien, el fruto de esta oración pura, es la sencillez, la caridad, el espíritu de humildad, la paciencia, la inocencia, y el resto, que produce desde esta vida, antes de los frutos eternos, el esfuerzo del hermano asiduo en la oración.
Con tales frutos, la oración se hace bella; pero si faltan, ella pierde su esfuerzo. Y lo que es verdad de la oración lo es de toda la vía filosófica: si ella tiene esta fecundidad, es verdaderamente el camino de la justicia y conduce hacia su fin auténtico; pero si permanece sin fecundidad, su nombre se vacía de toda significación, y se asemeja a las vírgenes locas, que se quedaron sin aceite para las bodas cuando había llegado el momento.
Ellas no tenían en el alma la luz que es el fruto de la virtud, ni en el pensamiento la lampara del Espíritu. Por eso la Escritura las llama "locas", y con razón, porque su virtud se apagó antes de la llegada del esposo; por eso las excluyó de la recompensa, es decir de las bodas de arriba. Porque no tenían la fuerza del Espíritu, no les tomó en cuenta el celo de su virginidad; y tuvo totalmente razón. Porque ¿a qué sirve trabajar una viña si no da frutos? Es para tener frutos que el viñador asume su trabajo.
¿Y para qué el ayuno, la oración y las vigilias, si no hay paz, ni alegría, ni caridad, ni los demás frutos de la gracia del Espíritu que el Santo Apóstol enumera (Ga 5, 22)? Para ellos, el hermano prendado de la alegría de arriba asume todo su esfuerzo; por ellos atrae desde arriba al Espíritu; y tomando consigo la gracia, lleva frutos y goza con felicidad de la cosecha que la gracia del Espíritu ha cultivado en la humildad de sus sentimientos y en su coraje en el trabajo.
Es necesario poner todo su ánimo, toda su caridad, toda su esperanza, en los trabajos de la oración, del ayuno y de los demás ejercicios y, sin embargo, permanecer convencidos de que las flores y los frutos de este trabajo son la obra del Espíritu. Si alguien, en efecto, pone el éxito a su cuenta y atribuye todo a sus esfuerzos, la jactancia y el orgullo crecerán en él en lugar de los buenos frutos. Ahora bien, estas pasiones se propalan como una podredumbre en las almas de aquellos que se dejan llevar por ellas: corrompen y anulan su trabajo.
¿Qué debe, pues, hacer aquel que vive para Dios y para su esperanza? Sostener alegremente los combates de la virtud, pero fundar en Dios solo la libertad del alma, su liberación de las pasiones, su ascensión hacia la cima de las virtudes. Poner en El sólo la esperanza de la perfección, y creer que en Dios está la "filantropía".
El hermano que está en estas disposiciones goza de la gracia de Aquel en quien creyó una vez para siempre. Corre sin fatiga y menosprecia la maleficencia del enemigo; porque le es en adelante extranjero, la gracia de Cristo lo ha liberado de sus pasiones.
Y de las mismas maneras que las pasiones malas, cuando se introducen en la naturaleza de los buenos por su negligencia, los hacen caer, produciendo en ellos, sobre una pendiente fácil y rápida, un tipo de placer natural, y llevando como frutos la codicia, la envidia, la depravación, y las demás partes del mal que es nuestro enemigo, así los servidores de Cristo y de la verdad reciben de la gracia del Espíritu –mediante la fe y las obras virtuosas– bienes que están por encima de su naturaleza. Llevan frutos con una inefable alegría, y realizan sin esfuerzo la caridad sin fingimiento y sin retorno, la fe inquebrantable, la paz inviolable, la verdadera bondad, y todas las demás perfecciones. Entonces el alma vuelta mejor que sí misma y más fuerte que la maldad de su enemigo, se presenta al Espíritu adorable y santo como una habitación pura. Recibe de él la inconmovible paz de Cristo, por medio de la cual adhiere al Señor y se une definitivamente con él.
Cuando el alma recibió la gracia del Espíritu, se unió por medio de ella al Señor, y se hizo un solo espíritu con él, no sólo ejecuta rápidamente las obras de la virtud que se volvió suya –sin tener que luchará contra el enemigo, puesto que en adelante ella es más fuerte que los asaltos de su mal designio– sino, lo que sobrepasa todo lo demás, ella recibe en sí misma los sufrimientos de la Pasión del Salvador: y está colmada de felicidad por ella, más que los aficionados de esta vida de acá abajo que gozan de honores, de glorias y del poder que vienen de los hombres.
Porque, para el cristiano que recibió la gracia y que, por el don del Espíritu y el buen gobierno de su vida, progresa "hacia la medida de la edad del conocimiento", la gloria, la satisfacción, el gozo que sobrepasa toda voluptuosidad, es el ser odiado a causa de Cristo, ser perseguido, aguantar todos los ultrajes y todas las humillaciones por la fe en Dios.
Porque la esperanza de un hombre así en la resurrección y en los bienes futuros es total; pues todos los ultrajes, todos los tormentos, los suplicios, los sufrimientos cualesquiera que sean y hasta la misma cruz, le son bienestar, descanso, y prenda de tesoros celestiales. Felices ustedes, dice el Señor, cuando todos los hombres los maldigan y los persigan, y digan contra ustedes todo el mal posible, mintiendo a causa de mí. Regocíjense y estén alegres, porque la recompensa de ustedes es grande en los cielos (Mt 5, 11-12; ver Lc 6, 22-23).
Y el Apóstol: Me regocijo en las tribulaciones (Rm 5, 3). En otra parte: Con gusto me gloriaré de mis debilidades, para que viva en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en los ultrajes, en los contratiempos, en los encarcelamientos: porque cuando soy débil entonces soy fuerte (2Co 12, 9-10). Y también: Como servidores de Dios, con inagotable paciencia (2Co 6, 4). La misma gracia del Espíritu Santo, en efecto, tomó posesión del alma toda entera, y llenó su morada con alegría y con fuerza. Por medio de la esperanza de los bienes futuros saca del alma el sentimiento del dolor presente, y le hace dulce los sufrimientos de la Pasión del Señor.
Puesto que es "hacia arriba", con la fuerza del Espíritu que los ayuda, que ustedes edifican el poder y la gloria, condúzcanse como ciudadanos "de arriba". Como fundamentos, lleven con alegría todos sus trabajos y todos sus combates: así serán juzgados dignos de ser morada del Espíritu y los coherederos de Cristo. No se dejen llevar nunca por el relajamiento, ni por la desidia siguiendo la pendiente de la facilidad, porque caerían y se volverían para los demás una ocasión de pecado.
Pero si algunos no han alcanzado todavía la intensidad de la oración más alta, ni la energía y la fuerza que son obligatorias en este asunto, y si se ven atrasados en esta virtud, que cumplan entre otras la obediencia, por el poder de Dios: sirviendo con buen ánimo, trabajando alegremente, ocupándose de lo necesario con gusto.
Pero no sueñen con ser recompensados por la estima y la opinión de los hombres. Y no se entreguen a sus trabajos con indiferencia y negligencia, ni como si sirvieran a cuerpos y almas que les son extranjeros, sino como si sirvieran a los servidores de Cristo, como si socorrieran a "nuestras propias entrañas". Así es como la obra de ustedes aparecerá pura y sin fraude delante del Señor.
Que nadie se borre frente al esfuerzo de las buenas obras, como si fuera incapaz de ejecutar estas acciones que salvan al alma; porque Dios no prescribe a sus servidores cosas imposibles. Nos dio el ejemplo de su caridad y de su bondad divinas, ricas y desparramadas con profusión sobre todos; y da a cada uno, según su voluntad, el hacer el bien que puede. Ninguno de aquellos que quieren firmemente ser salvados fracasan. Quienquiera que sea, dice el Señor, que dé un vaso de agua fresca a uno de los míos por ser mi discípulo, en verdad les digo que no perderá su recompensa (Mt 10, 42; ver Mc 9, 41).
¿Qué hay más fácil que este mandamiento? Y por un vaso de agua fresca, una recompensa celestial. Fíjense la desmedida de esta "filantropía": Lo que han hecho a uno de estos, dice, me lo han hecho a mí (Mt 25, 40). El mandamiento es pequeño, pero el salario de la obediencia es grande: está pagado por Dios con magnificencia.
Seremos juzgados en el amor.
El no pide, pues, nada que supera tus fuerzas. Pero, sea que hagas una cosa pequeña, sea que hagas una grande, el salario resulta según tu intención: si actúas en nombre y por el temor de Dios, el don viene a ti resplandeciente e inamisible; si por el contrario, es para la pompa, para la gloria humana, escucha al mismo Señor que afirma: En verdad les digo, que ya han recibido su paga (Mt 6, 2).
Para preservarnos de semejante desgracia, advierte a sus discípulos y a nosotros mismos a través de ellos: Cuídense de hacer su limosna, su oración y su ayuno delante de los hombres; porque entonces no tendrán recompensa de su Padre que está en los cielos (Mt 6, 1 ss).
El ordena evitar, y aún huir de estas alabanzas muertas que vienen de los mortales, y de la gloria efímera que huye de nosotros, y buscar la única gloria cuya belleza es indecible y no tiene fin.
Que podamos, por medio de esta gloria que nos será dada, glorificará también nosotros al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.