Padres de la Iglesia

ZENÓN DE VERONA

Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad (I-IV)

Tres cosas son fundamentales para la perfección del cristiano: la fe, la esperanza y la caridad; y de tal modo se enlazan estas virtudes entre sí, que cada una de ellas es necesaria a las otras. Si la esperanza no va por delante, ¿a quién aprovechará la fe? Si la fe no existe, ¿cómo nacerá la esperanza? Y si a la fe y a la esperanza les quitas la caridad, una y otra quedarán inútiles, pues ni la fe obra sin la caridad, ni la esperanza sin la fe. Por consiguiente, el cristiano que desee ser perfecto ha de fundamentarse en las tres: si le falta alguna, no alcanzará la perfección de su obra.

En primer lugar se nos propone la esperanza de las cosas futuras, sin la que las mismas cosas presentes no pueden mantenerse en pie. Es más: quita la esperanza, y se paralizará la humanidad entera; quita la esperanza, y cesarán todas las artes y todas las virtudes; quita la esperanza, y todo quedará destruido. ¿Qué hace el niño junto al maestro, si no espera fruto de esas letras? ¿En qué barca se aventurará el navegante entre las olas del mar, si no espera una ganancia ni confía en llegar al puerto deseado? ¿Qué soldado menospreciará, no ya las injurias del cruel invierno o del tórrido verano, sino a sí mismo, si no abriga la esperanza de una gloria futura? ¿Qué agricultor esparcerá la semilla, si no piensa que recogerá la cosecha como premio de su sudor? ¿Qué cristiano se adherirá por la fe a Cristo, si no cree que ha de llegar el tiempo de la felicidad eterna que se le ha prometido? (...).

Por tanto, hermanos, abracemos con tenacidad la esperanza; custodiémosla entre todas las virtudes, dediquémonos a cultivarla constantemente. La esperanza es el fundamento inconmovible de nuestra vida, baluarte invicto y dardo contra los asaltos del demonio, coraza impenetrable de nuestra alma, ventajosa y verdadera ciencia de la ley, terror de los demonios, fortaleza de los mártires, esplendor y muralla de la Iglesia. La esperanza es sierva de Dios, amiga de Cristo, convidada del Espíritu Santo. El presente y el futuro le están sometidos: el presente, porque lo desprecia; el futuro, porque sabe de antemano que es suyo. No teme que no venga, pues siempre lo lleva consigo en el ámbito de su poder. Por esto, Abraham, esperando contra toda esperanza confió en Dios, que le haría padre de muchas gentes (Rm 4, 18). Contra toda esperanza, es decir, porque parece imposible y no es objeto de visión; pero se hace posible por esta esperanza cuando se confía en la palabra de Dios sin ninguna duda y con firmeza pues dice el Señor: todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Por eso Abraham creyó en Dios, y le fue reputado para justicia (Gn 15, 6). Es justo por haber sido fiel, pues el justo vive de la fe (Ga 3, 6); y es fiel por haber creído en Dios: si no hubiera tenido fe, no habría podido ser justo ni padre de los pueblos. Por esta razón es evidente que una e inseparable es la naturaleza de la esperanza y de la fe: si cualquiera de ellas falta en el hombre, mueren las dos.

La fe es lo más propiamente nuestro, pues dice el Señor: tu fe te ha salvado (Mc 10, 52). Por tanto, si es nuestra, conservémosla como nuestra, para que con motivo podamos esperar las cosas que aún no poseemos. Nadie recuenta los haberes de un dilapidador, ni honra al desertor con las recompensas del triunfo, más aún estando escrito: al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, ano eso que posee le será quitado (Mt 13, 12).

Por la fe, hermanos, Henoch mereció que Dios le trasladase de lugar con su cuerpo, contra la ley de la naturaleza. Por la fe, salvándose, Noé no halló a nadie con quien hablar que había habido un diluvio. Por la fe llegó Abraham a la amistad con Dios, Isaac se distinguió más que los restantes (cfr. Hb 11, 5, 7, 8, 20), y José sometió a Egipto bajo su autoridad (cfr. Gn 41, 39). Esta fe le hizo a Moisés un muro de cristal en el Mar Rojo (cfr. Ex 14, 22); puso sus frenos al sol y a la luna para que, abandonando su curso acostumbrado, se sometieran al deseo de Josué (Jos 10, 13); ofreció al inerme David el triunfo sobre el armado Goliat (cfr. 1S 17) y no desmayó en Job, asaltado de frecuentes y graves males (Jb 1 y 2). Ella fue medicina en la ceguera de Tobías (cfr. Tb 11); en Daniel, ató las fauces a los leones (cfr. Dn 6); y convirtió para Jonás la ballena en barca (cfr. Jon 2). Ella sola venció en el ejército de los hermanos Macabeos (cfr. 2M 7, 1) e hizo agradables los fuegos a los tres jóvenes (cfr. Dn 3). Esta fe hizo que Pedro se atreviera a caminar sobre el mar (cfr. Mt 24, 29), y fue la causa de que los Apóstoles curaran a muchos de sus contagiosas úlceras y enfermedades, cambiando la lepra deforme en limpia piel. Por esta fe, añadiré, mandaron ver a los ciegos, oír a los sordos, hablar a los mudos, correr a los cojos, fortalecer a los paralíticos, huir de los posesos a los demonios y, con frecuencia, volver de los sepulcros en sus propios funerales a los mismos muertos, para que todos vieran convertirse en lágrimas de alegría las que hasta entonces lo habían sido de tristeza.

Pero es largo, hermanos, ir detallando los hechos de la fe; sobre todo, porque la caridad presenta unos hechos aún más portentosos. Y es lógico que sea así, pues de tal modo se eleva la caridad por encima de todas las virtudes, que por derecho propio es la reina de todas ellas.

Aunque triunfe la fe con todo género de hechos prodigiosos, y la esperanza proponga muchas y grandes cosas, ni una ni otra podrán sostenerse sin la caridad: ni la fe, si no se ama a sí misma; ni la esperanza, si no es amada. Además, la fe aprovecha sólo a uno mismo; la caridad a todos. La fe no lucha gratis; la caridad, en cambio, se suele dar incluso a los ingratos. La fe no pasa a otro; la caridad, poco es decir que alcanza a otro, pues beneficia al pueblo. La fe es de unos pocos, la caridad de todos.

Añade a todo esto que la esperanza y la fe tienen un tiempo, mientras que la caridad no conoce fin (cfr. 1Co 13, 1), crece en cada momento, y cuanto más es practicada por los que se aman mutuamente, tanto más es debida entre ellos. La caridad no hace distinción de personas, porque no sabe adular; no busca conseguir honores, porque no es ambiciosa; no se fija en el sexo, porque para ella los dos son uno; no se ejercita según el tiempo, porque no es caprichosa; no tiene envidia, porque desconoce qué es la envidia; no se hincha, porque cultiva la humildad; no piensa mal, porque es sencilla; no se deja llevar por la ira, porque también abraza gustosamente las injurias; no engaña, porque es la guardiana de la fe; de nada se muestra indigente, porque –fuera de lo que es– no experimenta ninguna necesidad.

La caridad conserva los campos, las ciudades y pueblos, y los tratados de paz. Hace seguras las espadas en torno a los flancos de los reyes. Suprime las guerras, borra las riñas, vacía los privilegios, evita los tribunales, erradica los odios, apaga las iras. La caridad traspasa el mar, circunda el orbe, suministra lo necesario a las naciones por medio del mutuo intercambio. Proclamaré, hermanos, su poder con brevedad. Lo que la naturaleza ha negado a unos lugares, la caridad lo otorga. La caridad del afecto conyugal une en una sola carne a dos personas con un venerable sacramento. Ella da a la humanidad que exista lo que nace. Por la caridad es amada la propia mujer, los hijos se muestran orgullosos de su origen, y los padres son verdaderos padres. A ella se debe que los demás sean para nosotros prójimos y amigos, tan cercanos o más que nosotros mismos. A la caridad se debe que amemos a los siervos como a hijos, y que ellos nos sirvan gustosamente como a señores. La caridad hace que amemos, no sólo a los conocidos o amigos, sino incluso a los que nunca hemos visto. A la caridad se debe, en fin, que reconozcamos las virtudes de los antiguos por los libros, o a los libros por sus virtudes.