DIRECTORIO HOMILÉTICO

CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS
Ciudad del Vaticano, 2014

 «    DECRETO    » 

Es bastante significativo que en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, el Papa Francisco haya querido dedicar una parte considerable al tema de la homilía. En este sentido, los Obispos reunidos en Sínodo ya indicaron luces y sombras sobre este tema; del mismo modo lo habían hecho ya precedentemente las Exhortaciones apostólicas post-sinodales Verbum Domini y Sacramentum caritatis de Benedicto XVI.
Teniendo esto presente, así como cuanto dispuesto en la Sacrosanctum Concilum, del mismo modo que en el Magisterio sucesivo, a la luz de los Praenotanda del Ordo lectionum Missae y del Institutio generalis Missalis Romani, ha sido preparado el presente Directorio homilético, que está estructurado en dos partes.
En la primera, titulada La homilía y el ámbito litúrgico, se describe la naturaleza, la función y el contexto, así como algunos aspectos que la caracterizan, es decir el ministro ordenado al que le compete, la referencia a la Palabra de Dios, su preparación próxima y remota, los destinatarios.
En la segunda parte, Ars praedicandi, vienen ejemplificadas las coordenadas metodológicas y de contenido que el homileta tiene que conocer y tener en cuenta cuando prepara y cuando pronuncia la homilía. Se proponen claves de lectura, en modo indicativo y no exhaustivo, para el ciclo dominical-festivo de la Misa a partir del centro del año litúrgico (Triduo y Tiempo Pascual, Cuaresma, Adviento, Navidad, Tiempo durante el año), con alusiones también a las Misas feriales, de matrimonio y exequial; en estos ejemplos se aplican los criterios evidenciados en la primera parte del Directorio, es decir la tipología entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la importancia del pasaje evangélico, el orden de las lecturas, los nexos entre la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística, el mensaje bíblico y el eucológico, entre la celebración y la vida, entre la escucha de Dios y de la asamblea concreta.
Siguen dos Apéndices. En el primero, con el fin de mostrar la relación entre la homilía y la doctrina de la Iglesia Católica, se señalan las referencias del Catecismo en relación con algunas alusiones temáticas de las lecturas dominicales de los tres ciclos anuales. En el segundo Apéndice vienen indicadas las referencias a los textos de documentos del Magisterio sobre la homilía.
El texto, sometido a la aprobación de los Padres de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, después de haber sido valorado y aprobado en las Reuniones Ordinarias del 7 de febrero y del 20 de mayo del 2014, ha sido presentado al Santo Padre Francisco, el cual ha aprobado la publicación del "Directorio homilético". Esta Congregación se complace en hacerlo público, con el deseo de que la homilía pueda ser «una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de crecimiento» (Evangelii gaudium 135). Cada homileta, haciendo propios los sentimientos del apóstol Pablo, reaviva la convicción de que «en la medida en que Dios nos juzgó aptos para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones» (1Ts 2, 4).
Las traducciones a las lenguas principales serán supervisadas por el Dicasterio, mientras que en las demás lenguas la responsabilidad de la traducción será de las Conferencias Episcopales interesadas.
Aunque haya alguna cosa en contra.
En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el 29 de junio de 2014, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles.
Antonio Card. Cañizares Llovera, Prefecto
Arthur Roche, Arzobispo Secretario

INTRODUCCIÓN

1. El presente Directorio homilético pretende dar una respuesta a la petición presentada por los participantes en el Sínodo de los Obispos, celebrado en 2008, sobre la Palabra de Dios. Acogiendo la solicitud, el Papa Benedicto XVI pidió a las autoridades competentes que preparasen un Directorio sobre la homilía (cf. VD 60). Al respecto, el Papa ya había asumido como propia la preocupación expresada por los Padres en el precedente Sínodo, de prestar mayor atención a la preparación de la homilía (cf. Sacramentum caritatis 46). También su sucesor, el Papa Francisco, considera la predicación como una de las prioridades de la vida de la Iglesia, como queda claro en su primera Exhortación apostólica Evangelii gaudium. Al describir la homilía, los Padres del Concilio Vaticano II subrayaron la naturaleza única de la predicación en el contexto de la Sagrada Liturgia: «Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la Liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la Historia de la Salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración de la Liturgia» (SC 35, 2). Durante siglos, la predicación ha sido, con frecuencia, una instrucción moral o doctrinal pronunciada con ocasión de la Misa festiva, pero sin estar necesariamente integrada en la propia celebración. Ahora bien, como el Movimiento Litúrgico católico, iniciado a finales del siglo XIX, intentó integrar la piedad personal y la espiritualidad litúrgica de los fieles, del mismo modo se realizaron esfuerzos encaminados a profundizar la relación intrínseca entre las Escrituras y el culto. Estos esfuerzos, animados por los Pontífices durante toda la primera mitad del siglo XX, maduraron sus frutos en la visión de la Liturgia de la Iglesia que trasmitió el Concilio Vaticano II. La naturaleza y la función de la homilía se deben comprender en esta perspectiva.

2. A lo largo de los últimos cincuenta años, muchas dimensiones de la homilía, tal y como la había pensado el Concilio, han sido investigadas, tanto en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia como en la experiencia cotidiana de los que ejercen el oficio de la predicación. El objetivo del presente Directorio es presentar la finalidad de la homilía, tal como viene descrita en los documentos de la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II hasta la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, y ofrecer una guía basada en estas fuentes para poder servir de ayuda a los homiletas y que, de este modo, cumplan correcta y eficazmente su misión. En un Apéndice del Directorio se enuncian las referencias a los documentos más importantes, con el fin de mostrar cómo los intentos del Concilio, en parte, han arraigado y profundizado a lo largo de los últimos cincuenta años. No obstante, indican, también, la necesidad de una ulterior reflexión para alcanzar el tipo de predicación deseado por el Concilio. Entrando en argumento, podemos señalar cuatro temas de importancia inmutable, descritos brevemente en los documentos conciliares. El primero, como es natural, es el lugar de la Palabra de Dios en la Celebración Litúrgica y lo que esto significa para la función de la homilía (cf. SC 24, 35, 52, 56). El segundo se refiere a los principios de la interpretación bíblica católica enunciados por el Concilio, que encuentran una particular expresión en la homilía litúrgica (cf. DV 9-13.21). El tercer aspecto trata de las consecuencias de esta comprensión de la Biblia y de la Liturgia para el propio homileta, quien debe modelar la misma, no solo su enfoque en la preparación de la homilía, sino también en toda su vida espiritual (cf. DV 25, Presbyterorum ordinis 4, 18). Por último, el cuarto aspecto se refiere a las necesidades de aquellos a quienes va dirigida la predicación de la Iglesia, sus culturas y situaciones de vida, que determinan también la forma de la homilía, ya que esta posee la función de convertir al Evangelio la existencia de quien la escucha (cf. Ad gentes 6). Estas breves y, a la vez, importantes orientaciones han influido a la predicación católica en los decenios posteriores al Concilio; su interpretación ha encontrado expresiones concretas en la legislación de la Iglesia y han sido abundantemente elaboradas y desarrolladas en las enseñanzas de los Pontífices, como prueban claramente las citas del presente Directorio y el listado de documentos relevantes, recogidos en el Apéndice II.

3. El Directorio homilético intenta asimilar las valoraciones de los últimos cincuenta años, revisarlas críticamente, ayudar a los homiletas a apreciar la función de la homilía y ofrecerles una guía para el cumplimiento de una misión tan esencial en la vida de la Iglesia. El objeto es, sobre todo, la homilía pronunciada en la Eucaristía dominical pero cuanto se dice, se aplica, análogamente, a la homilética ordinaria de cualquier otra celebración Litúrgica y sacramental. Las sugerencias que aquí se presentan son, por tanto, necesariamente generales; estamos en un campo bastante variable del ministerio, tanto por las diferencias culturales de una asamblea a otra como por los talentos y limitaciones del homileta individual. Cada homileta desea mejorar la predicación y, en ocasiones, las múltiples exigencias de la cura pastoral junto con un sentimiento personal de no ser adecuado, pueden llevar al desánimo. Es bien cierto que algunos, por capacidad y formación, son oradores públicos más eficaces que otros. El ser consciente del propio límite al respecto, puede ser, no obstante, superado recordando que Moisés sufría de una dificultad para hablar (cf. Ex 4, 10), Jeremías se consideraba demasiado joven para predicar (cf. Jr 1, 6) y Pablo, como él mismo admite, experimentaba debilidad y temblor (cf. 1Co 2, 2-4). Para llegar a ser un homileta eficaz no es necesario ser un gran orador. Naturalmente, el arte de la oratoria o de hablar en público, asimilado el uso apropiado de la voz e incluso del gesto, contribuyen a la eficacia de la homilía. A pesar de ser una materia que va más allá de la finalidad del presente Directorio, para quien pronuncia la homilía es un aspecto relevante. Lo esencial es que el homileta ponga la Palabra de Dios en el centro de la propia vida espiritual, conozca bien a su pueblo, reflexione sobre los acontecimientos de su tiempo, busque incesantemente desarrollar esas capacidades que le ayuden a predicar de manera apropiada y, sobre todo que consciente de la propia pobreza espiritual, invoque al Espíritu Santo como artífice principal en hacer dócil el corazón de los fieles a los misterios divinos. Así lo recuerda el Papa Francisco: «Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana» (EG 136).

 «    Primera parte: La homilía y el ámbito litúrgico    » 

I. LA HOMILÍA

4. La naturaleza específica de la homilía está bien expresada por el evangelista Lucas en la narración de la predicación de Cristo en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4, 16-30). Después de haber leído un pasaje del profeta Isaías entregó el libro al que le ayudaba y les dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). Leyendo y reflexionando sobre este pasaje podemos percibir el entusiasmo que llenó a aquella pequeña sinagoga: la proclamación de la Palabra de Dios en la asamblea sagrada es un acontecimiento. Así leemos en la Verbum Domini: «& la Liturgia es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde» (VD 52). Es un ámbito privilegiado, aunque no es el único. Ciertamente Dios nos habla de diversos modos: a través de los acontecimientos de la vida, el estudio personal de la Escritura, los momentos de oración silenciosa. La Liturgia, no obstante, es el ámbito privilegiado, pues es allí donde escuchamos la Palabra de Dios como parte de la celebración, que culmina en la ofrenda del sacrificio de Cristo al Padre eterno. El Catecismo afirma que "la Eucaristía hace la Iglesia" (CEC 1396), pero también que la Eucaristía es inseparable de la Palabra de Dios (cf. CEC 1346). Siendo parte integrante de la Liturgia, la homilía no es solo una instrucción sino que es también un acto de culto. Leyendo las homilías de los Padres descubrimos que, muchos de ellos, concluían el discurso con una doxología y con la palabra «Amén»; habían entendido que la finalidad de la homilía no era solo la de santificar al pueblo, sino la de glorificar a Dios. La homilía es un himno de gratitud por las magnalia Dei; no solo anuncia a los que están reunidos que la Palabra de Dios se cumple cuando se escucha, sino que alaba a Dios por este cumplimiento. Dada su naturaleza litúrgica, la homilía posee también un significado sacramental; Cristo está presente, tanto en la asamblea reunida para escuchar su Palabra como en la predicación del ministro por medio del cual el mismo Señor que ha hablado una vez en la sinagoga de Nazaret, ahora enseña a su pueblo. Así se expresa la Verbum Domini: «la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino consagrados. Al acercarnos al altar y participar en el banquete eucarístico, realmente comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (VD 56).

5. En cuanto parte integrante del culto de la Iglesia, la homilía debe ser pronunciada solo por los obispos, sacerdotes o diáconos. La unión íntima entre la mesa de la Palabra y la mesa del Altar comporta que «la homilía la pronuncia ordinariamente el sacerdote celebrante» (Ordenación General del Misal Romano 66), o, de todos modos, siempre debe ser pronunciada por quien ha sido ordenado para presidir o estar en el altar. Enseñanzas válidas y exhortaciones eficaces pueden ser también ofrecidas por guías laicos bien preparados, pero estas exposiciones tienen que prever otros contextos; la naturaleza intrínsecamente litúrgica de la homilía exige que solo sea proclamada por quien ha sido ordenado para dirigir el culto de la Iglesia (cf. Redemptionis sacramentum 161).

6. El Papa Francisco afirma que la homilía «es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una Celebración Litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase» (EG 138). La naturaleza litúrgica de la homilía ilumina, por tanto, su función peculiar. Tomando en consideración tal función, puede ser, para ello, útil explicar lo que no es la homilía. No es un sermón sobre un tema abstracto: en otras palabras, la Misa no es una ocasión para que el predicador afronte argumentos que no estén completamente relacionados con la Celebración Litúrgica y con sus lecturas, o para forzar los textos previstos por la Iglesia, distorsionándolos para adaptarlos a una idea preconcebida. La homilía no es ni siquiera un puro ejercicio de exégesis bíblica. El pueblo de Dios tiene un gran deseo de profundizar en las Escrituras y los pastores deben prever ocasiones e iniciativas que permitan a los fieles profundizar en el conocimiento de la Palabra de Dios. La homilía dominical, además, no es el momento para ofrecer una exégesis bíblica detallada; no es esta la ocasión de llevarla a cabo bien y, es más importante, el hecho de que el homileta está llamado a hacer resonar cómo la Palabra de Dios se está cumpliendo aquí y ahora. La homilía tampoco es una enseñanza catequética, aunque si la catequesis es una dimensión suya importante. Como para la exégesis bíblica, no es esta la ocasión de ofrecerla en modo apropiado; esto representaría una variante de la praxis de tener durante la Misa un discurso que no estaría realmente integrado en la misma Celebración Litúrgica. Por último, la homilía no debe ser utilizada como un momento para dar testimonios personales del predicador. No cabe duda de que las personas pueden ser profundamente conmovidas por las historias personales pero la homilía debe expresar la fe de la Iglesia y no simplemente la historia personal del homileta. Como advierte el Papa Francisco, la predicación puramente moralista o adoctrinadora y, también, la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter casi sacramental, ya que la fe viene de lo que se escucha (cf. EG 142).

7. Decir que la homilía no es ninguna de estas cosas no significa que en la predicación no tengan lugar los temas fundamentales, la exégesis bíblica, la enseñanza doctrinal y el testimonio personal; ciertamente en una buena homilía pueden resultar elementos eficaces. Es bastante apropiado que un homileta sepa poner en relación los textos de una celebración con los hechos y cuestiones de actualidad, compartir los frutos del estudio para comprender un pasaje de la Escritura y demostrar el nexo que existe entre la Palabra de Dios y la Doctrina de la Iglesia. Como el fuego, todos estos elementos son buenos servidores pero malos patronos; son buenos si son útiles a la función de la homilía; si la sustituyen, ya no lo son. El homileta, además, tiene que hablar de manera que, quien le escucha, pueda advertir su fe en el poder de Dios. Ciertamente, no debe reducir el estándar del mensaje al nivel del propio testimonio personal por el miedo de ser acusado de no practicar lo que predica. Ya que no se predica a sí mismo, sino a Cristo, puede, sin hipocresía, indicar los filones de la santidad, a las cuales, como todos, incluso él mismo aspira en su peregrinación de la fe.

8. Es necesario poner en evidencia, además, que la homilía debería estar confeccionada sobre las necesidades de la comunidad particular y tomar verdaderamente inspiración de tal atención. De todo ello habla elocuentemente el Papa Francisco en la Evangelii gaudium: «El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2M 7, 21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso» (EG 139).

9. ¿Qué es, entonces, la homilía? Dos breves extractos de los Praenotanda de los libros litúrgicos de la Iglesia comienzan a ofrecernos una respuesta. Sobre todo, en la Ordenación General del Misal Romano leemos: «La homilía es parte de la Liturgia, y muy recomendada, por ser necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación de algún aspecto particular de las lecturas de la sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la Misa del día, teniendo presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los oyentes» (65).

10. La Introducción al Leccionario amplía notablemente esta breve descripción: «En la homilía se exponen, a lo largo del año litúrgico, y partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana. Como parte que es de la Liturgia de la Palabra, ha sido recomendada con mucha frecuencia y, (&) principalmente, se prescribe en algunos casos. En la celebración de la Misa, la homilía, hecha normalmente por el mismo que preside, tiene por objeto el que la Palabra de Dios proclamada, junto con la Liturgia Eucarística, sea "como una proclamación de las maravillas de Dios en la Historia de la Salvación o misterio de Cristo" (SC 35, 2). En efecto, el Misterio Pascual de Cristo, proclamado en las lecturas y en la homilía, se realiza por medio del sacrificio de la Misa. Cristo está siempre presente y operante en la predicación de su Iglesia. La homilía, por consiguiente, tanto si explica las palabras de la sagrada Escritura que se acaban de leer como si explica otro texto litúrgico, debe llevar a la comunidad de los fieles a una activa participación en la eucaristía, a fin de que "vivan siempre de acuerdo con la fe que profesaron" (SC 10). Con esta explicación viva, la Palabra de Dios que se ha leído y las celebraciones que realiza la Iglesia pueden adquirir una mayor eficacia, a condición de que la homilía sea realmente fruto de la meditación, debidamente preparada, ni demasiado larga ni demasiado corta, y de que se tenga en cuenta a todos los que están presentes, incluso a los niños y a los menos formados» (OLM 24).

11. Es bueno subrayar algunos aspectos fundamentales que nos ofrecen estas dos descripciones. En sentido amplio, la homilía es un discurso sobre los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, desarrollado de manera que se adapte a las exigencias particulares de los que escuchan. Es una descripción concisa de muchos géneros de predicación y exhortación. Su forma específica viene sugerida por la expresión: «partiendo del texto sagrado», referido a los pasajes bíblicos y a las oraciones de la Celebración Litúrgica. Esto no se tendría que olvidar, por el hecho de que las oraciones ofrecen una válida hermenéutica al homileta para interpretar los textos bíblicos. Lo que distingue la homilía de otras formas de enseñanza es su contexto litúrgico. Esta comprensión es crucial cuando el cuadro de la homilía es la Celebración Eucarística; cuanto viene afirmado por los documentos es esencial para una correcta visión de la función de la homilía. La Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística proclaman juntas la maravillosa obra de Dios de nuestra salvación en Cristo: «El Misterio Pascual de Cristo, proclamado en las lecturas y en la homilía, se realiza por medio del sacrificio de la Misa». La homilía de la Misa «debe llevar a la comunidad de los fieles a una activa participación en la eucaristía, a fin de que "vivan siempre de acuerdo con la fe que profesaron" (SC 10)» (OLM 24).

12. Esta descripción de la homilía en la Misa propone una dinámica simple pero a la vez cautivadora. El primer movimiento viene sugerido por las palabras: «el Misterio Pascual de Cristo, proclamado en las lecturas y en la homilía». El homileta ilustra las lecturas y las oraciones de la celebración de manera que su significado venga iluminado por la muerte y Resurrección del Señor. Es extraordinario cuando están estrechamente asociadas «las lecturas y la homilía» hasta el punto que una mala proclamación de las lecturas bíblicas supone un prejuicio para la comprensión de la homilía. Ambas pertenecen a la proclamación, para confirmar cómo la homilía es un acto litúrgico; en realidad es una especie de alargamiento de la proclamación de las mismas lecturas. Conectando estas últimas con el Misterio Pascual, la reflexión podría tocar, con resultados satisfactorios, enseñanzas doctrinales o morales sugeridas por los textos.

13. El segundo movimiento viene sugerido por la expresión: «[el Misterio Pascual] se realiza por medio del sacrificio de la Misa». La segunda parte de la homilía dispone a la comunidad a la Celebración Eucarística y a reconocer que aquí es donde compartimos verdaderamente el misterio de la muerte y Resurrección del Señor. Virtualmente, se podría escoger en cada homilía la necesidad implícita de repetir las palabras del apóstol Pablo: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del Cuerpo de Cristo?» (1Co 10, 16).

14. Un tercer movimiento, que puede ser breve y tener una función conclusiva, sugiere a los miembros de la comunidad, transformados por la Eucaristía, cómo pueden llevar el Evangelio al mundo a través de la existencia cotidiana. Naturalmente, serán las lecturas bíblicas las que inspirarán los contenidos y las orientaciones de tales aplicaciones, pero al mismo tiempo, también tienen que ser indicados por el homileta los efectos de la misma Eucaristía que se está celebrando y sus consecuencias para la vida cotidiana, en la dichosa esperanza de la comunión inseparable con Dios.

15. En síntesis, la homilía está recorrida por una dinámica muy simple: a la luz del Misterio Pascual reflejado en el significado de las lecturas y de las oraciones de una determinada celebración, conduce a la asamblea a la Liturgia Eucarística, en la que se participa del mismo Misterio Pascual (ejemplos de este tipo de perspectiva homilética serán expuestos en la segunda parte del Directorio). Esto significa claramente que el ámbito litúrgico es la clave imprescindible para interpretar los textos bíblicos proclamados en una celebración. Tomaremos ahora en consideración tal interpretación.

II. LA INTERPRETACIÓN DE LA PALABRA DE DIOS EN LA LITURGIA

16. La reforma litúrgica post-conciliar ha hecho posible la predicación en la Misa a partir de una selección más rica de los textos bíblicos. Pero, ¿qué podemos decir de los mismos? En la práctica, con frecuencia el homileta responde a esta pregunta consultando los comentarios bíblicos para dar un cierto background a las lecturas y así ofrecer un tipo de aplicación moral general. Lo que falta a veces, es la sensibilidad sobre la peculiar naturaleza de la homilía como parte integrante de la Celebración Eucarística. Si la homilía es comprendida como parte orgánica de la Misa, entonces está claro que se le pide al homileta que considere las diversas lecturas y oraciones de la celebración como algo crucial para la interpretación de la Palabra de Dios. Estas son las palabras del Papa Benedicto XVI: «La reforma promovida por el Concilio Vaticano II ha mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la Sagrada Escritura, que se ofrece abundantemente, sobre todo en la Liturgia de los domingos. La estructura actual, además de presentar frecuentemente los textos más importantes de la Escritura, favorece la comprensión de la unidad del plan divino, mediante la correlación entre las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, "centrada en Cristo y en su Misterio Pascual"» (VD 57). El Leccionario actual es el resultado del deseo expresado por el Concilio «a fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (SC 51). Los Padres del Concilio Vaticano II, no obstante, no sólo nos han transmitido este Leccionario, también han indicado los principios para la exégesis bíblica que se refieren en particular a la homilía.

17. El Catecismo de la Iglesia Católica presenta los tres criterios de interpretación de las Escrituras, enunciados por el Concilio, en los términos siguientes:
«1. Prestar una gran atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura». En efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua. Por el corazón de Cristo se comprende la sagrada Escritura, la cual hace conocer el corazón de Cristo. Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías (Santo Tomás de Aquino, Expositio in Psalmos, 21, 11: CEC 112).
2. Leer la Escritura en "la Tradición viva de toda la Iglesia". Según un adagio de los Padres, "la sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos". En efecto, la Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura (CEC 113).
3. Estar atento "a la analogía de la fe". Por "analogía de la fe" entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación (CEC 114)». Si es cierto que estos criterios son útiles para la interpretación de la Escritura en cualquier ámbito, lo son de modo particular cuando se trata de preparar la homilía para la Misa. Los consideramos singularmente en relación a la homilía.

18. El primero es el «contenido y la unidad de toda la Escritura». El bellísimo pasaje de santo Tomás de Aquino, citado por el Catecismo, pone en evidencia la relación entre el Misterio Pascual y las Escrituras. El Misterio Pascual desvela el significado de las Escrituras, "oscuro" hasta ese momento (cf. Lc 24, 26-27). Visto con esta luz, el trabajo del homileta es el de ayudar a los fieles a leer las Escrituras a la luz del Misterio Pascual, de manera que Cristo pueda revelarles el propio corazón, que según santo Tomás coincide aquí con el contenido y el corazón de las Escrituras.

19. La unidad de toda la Escritura está incluida en la estructura misma del Leccionario, en el modo en como está distribuida en el curso del Año Litúrgico. En el centro encontramos las Escrituras con las que la Iglesia proclama y celebra el Triduo Pascual. Este viene preparado por el Leccionario Cuaresmal y ampliado por el del Tiempo Pascual. Del mismo modo ocurre para el ciclo de Adviento-Navidad-Epifanía. Y además, la unidad de toda la Escritura está incluida al mismo tiempo en la estructura del Leccionario Dominical y del Leccionario de las Solemnidades y de las Fiestas. En el centro está el pasaje del Evangelio del día; la lectura del Antiguo Testamento viene escogida a la luz del Evangelio, mientras que el Salmo responsorial está inspirado en la lectura que lo precede. El texto del Apóstol, en las celebraciones dominicales, presenta una lectura discontinua de las Cartas y, por lo tanto, no está normalmente, de manera explícita, en relación con las otras lecturas. No obstante, en virtud de la unidad de toda la Escritura, con frecuencia es posible encontrar relaciones entre la segunda lectura y los pasajes del Antiguo Testamento y del Evangelio. Se puede constatar que el Leccionario invita con insistencia al homileta a considerar las lecturas bíblicas como mutuamente iluminadas o, por usar todavía las palabras del Catecismo y de la Dei Verbum, a ver el «contenido y la unidad de toda la Escritura».

20. El segundo es «la Tradición viva de toda la Iglesia». En la Verbum Domini, el Papa Benedicto XVI ha puesto el acento sobre un criterio fundamental de la hermenéutica bíblica: «el lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia» (VD 29). La relación entre la Tradición y la Escritura es profunda y compleja y, ciertamente, la Liturgia representa una manifestación importante y única de esta relación. Existe una unidad orgánica entre la Biblia y la Liturgia; a lo largo de los siglos en los que las Sagradas Escrituras se estaban escribiendo y el canon bíblico tomaba forma, el pueblo de Dios se reunía regularmente para celebrar la Liturgia. Para ser más exactos, los escritos eran, en buena parte, creados para tales asambleas (cf. Col 4, 16). El homileta debe tener en cuenta los orígenes litúrgicos de las Escrituras y considerarlas con el fin de ver cómo hacer que se pueda aprovechar un texto en el nuevo contexto de la comunidad a la que predica. Es aquí, en el momento de la proclamación, cuando el texto antiguo se manifiesta todavía vivo y siempre actual. La Escritura formada en el contexto de la Liturgia es ya Tradición; la Escritura proclamada y explicada en la Celebración Eucarística del Misterio Pascual es, del mismo modo, Tradición. A lo largo de los siglos se ha acumulado un tesoro excepcional interpretativo de esta Celebración Litúrgica y de la proclamación en la vida de la Iglesia. El misterio de Cristo viene conocido y valorado, cada vez más profundamente, por la Iglesia y el conocimiento de Cristo por parte de la Iglesia es Tradición. De este modo, el homileta está invitado a acercarse a las lecturas de una celebración no como a una selección arbitraria de textos sino como a una oportunidad de reflexionar sobre el significado profundo de estos pasajes bíblicos con la Tradición viva de la Iglesia entera, así como la Tradición encuentra expresiones en las lecturas escogidas y armonizadas o en los textos de oración de la Liturgia. Estos últimos también son monumentos de la Tradición y están orgánicamente conectados con la Escritura ya que han sido tomados directamente de la Palabra de Dios o se inspiran en ella.

21. El tercero es «la analogía de la fe». En sentido teológico, se refiere al nexo entre las diversas doctrinas y la jerarquía de las verdades de fe. El núcleo central de nuestra fe es el Misterio de la Trinidad y la invitación dirigida a participar de la Vida Divina. Esta realidad ha sido revelada y realizada a través del Misterio Pascual; de lo dicho hasta ahora se deriva que el homileta debe, por un lado, interpretar las Escrituras de modo que tal misterio sea proclamado y, por otro, guiar al pueblo para que entre en el misterio a través de la celebración de la Eucaristía. Este tipo de interpretación ha constituido una parte esencial de la predicación apostólica desde los inicios de la Iglesia, como leemos en la Verbum Domini: «Llegados, por decirlo así, al corazón de la "Cristología de la Palabra", es importante subrayar la unidad del designio divino en el Verbo encarnado. Por eso, el Nuevo Testamento, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, nos presenta el Misterio Pascual como su más íntimo cumplimiento. San Pablo, en la Primera carta a los Corintios, afirma que Jesucristo murió por nuestros pecados "según las Escrituras" (1Co 15, 3), y que resucitó al tercer día "según las Escrituras" (1Co 15, 4). Con esto, el Apóstol pone el acontecimiento de la muerte y Resurrección del Señor en relación con la historia de la Antigua Alianza de Dios con su pueblo. Es más, nos permite entender que esta historia recibe de ello su lógica y su verdadero sentido. En el Misterio Pascual se cumplen "las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte realizada ‘según las Escrituras’ es un acontecimiento que contiene en sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo ‘carne’, ‘historia’ humana". También la Resurrección de Jesús tiene lugar "al tercer día según las Escrituras": ya que, según la interpretación judía, la corrupción comenzaba después del tercer día, la palabra de la Escritura se cumple en Jesús que resucita antes de que comience la corrupción. En este sentido, san Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles (cf. 1Co 15, 3), subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte tiene lugar por el poder creador de la Palabra de Dios. Esta fuerza divina da esperanza y gozo: es este en definitiva el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la potencia del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte» (VD 13). Es esta unidad del diseño divino, la que ha hecho que el homileta ofrezca una catequesis doctrinal y moral durante la homilía. Desde el punto de vista doctrinal, la naturaleza divina y humana de Cristo unidas en una sola persona, la divinidad del Espíritu Santo, la capacidad ontológica del Espíritu y del Hijo de unirse al Padre en el compartir la vida de la Santa Trinidad, la naturaleza divina de la Iglesia en la que estas realidades son conocidas y compartidas: estas y otras verdades doctrinales han sido formuladas como el sentido profundo de lo que las Escrituras proclaman y los sacramentos cumplen. En la homilía, estos datos doctrinales no van presentados como partes de un tratado elevado o de una explicación escolástica, en la que los misterios pueden ser explorados y diseccionados en profundidad. Tales datos doctrinales guían, de todos modos, al homileta y le garantizan que alcanzará, al predicar, el significado más profundo de la Escritura e del Sacramento.

22. El Misterio Pascual, eficazmente experimentado en la celebración sacramental, no sólo ilumina las Escrituras proclamadas sino que transforma también la vida de cuantos las escuchan. De este modo, otra función de la homilía es la de ayudar al pueblo de Dios a ver cómo el Misterio Pascual no solo da forma a lo que creemos, sino que nos hace también capaces de actuar a la luz de las realidades que creemos. El Catecismo, con las palabras de san Juan Eudes, indica la identificación con Cristo como la condición fundamental de la vida cristiana: «Te ruego que pienses [&] que Jesucristo, Nuestro Señor, es tu verdadera Cabeza, y que tú eres uno de sus miembros [&]. Él es con relación a ti lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es tuyo, su espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debes usar de ellos como de cosas que son tuyas, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Tú eres de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ti, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él» (Tractatus de admirabili Corde Iesu; cf. Liturgia de las Horas, IV, Oficio de las lecturas del 19 de agosto, citado en CEC 1698).

23. El Catecismo de la Iglesia Católica es un recurso inestimable para el homileta que utiliza los tres criterios interpretativos de los que hemos hablado. Ofrece un apreciable ejemplo de «la unidad de toda la Escritura», de la «Tradición viviente de toda la Iglesia» y de la «analogía de la fe». Esto se hace particularmente claro cuando nos damos cuenta de la relación dinámica que hay entre las cuatro partes que componen el Catecismo, y que corresponden a lo que creemos, a cómo celebramos el culto, a cómo vivimos y a cómo rezamos. Se trata de cuatro ámbitos relacionados por medio de una única sinfonía. San Juan Pablo II señaló esta relación orgánica en la Constitución apostólica Fidei depositum: «La Liturgia es en sí misma oración; la confesión de la fe encuentra su lugar propio en la celebración del culto. La gracia, fruto de los sacramentos, es la condición insustituible del obrar cristiano, del mismo modo que la participación en la Liturgia de la Iglesia exige la fe. Si la fe carece de obras, es fe muerta (cf. St 2, 14-26) y no puede producir frutos de vida eterna. Leyendo el Catecismo de la Iglesia católica, podemos apreciar la admirable unidad del misterio de Dios y de su voluntad salvífica, así como el puesto central que ocupa Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, enviado por el Padre, hecho hombre en el seno de la bienaventurada Virgen María por obra del Espíritu Santo, para ser nuestro Salvador. Muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, de manera especial en los sacramentos. Él es la verdadera fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración» (2). En relación a los pasajes que conectan entre sí las cuatro partes del Catecismo, sirven de ayuda al homileta que, prestando atención a la analogía de la fe, intenta interpretar la Palabra de Dios en la Tradición viva de la Iglesia y a la luz de la unidad de toda la Escritura. Análogamente, el Índice de las referencias del Catecismo muestra cuánto rebosa de la palabra bíblica toda la enseñanza de la Iglesia. Podría ser utilizado correctamente por los homiletas para poner en evidencia cómo ciertos textos bíblicos, usados en las homilías, son utilizados en otros contextos para explicar las enseñanzas dogmáticas y morales. El Apéndice I de este Directorio ofrece al homileta una contribución para el uso del Catecismo.

24. Con todo lo apuntado hasta ahora, debería quedar claro que, mientras los métodos exegéticos pueden revelarse útiles para la preparación de la homilía, es necesario que el homileta preste atención, también, al sentido espiritual de la Escritura. La definición de tal sentido, ofrecida por la Pontificia Comisión Bíblica, sugiere que este método interpretativo es particularmente apto para la Liturgia: «[El sentido espiritual es] como el sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del Misterio Pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente. El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es, pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es el de la vida en el Espíritu» (Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, II, B, 2 citado en VD 37). De este modo, la lectura de las Escrituras forma parte del vivir católico. Un buen ejemplo proviene de los Salmos que rezamos en la Liturgia de las Horas; a pesar de las diferentes circunstancias literarias en las que florece cada Salmo, nosotros los comprendemos en referencia al Misterio de Cristo y de la Iglesia y también como expresión de los gozos, dolores y lamentaciones que caracterizan nuestra relación personal con Dios.

25. Los grandes maestros de la interpretación espiritual de la Escritura son los Padres de la Iglesia, en su mayoría pastores, cuyos escritos con frecuencia contienen explicaciones de la Palabra de Dios ofrecidas al pueblo en el curso de la Liturgia. Es providencial que, junto a los progresos realizados por la investigación bíblica en el siglo pasado, se haya llevado a cabo también un notable avance en los estudios patrísticos. Documentos que se creían perdidos han sido recuperados, se han realizado ediciones críticas de los Padres y ahora están disponibles las traducciones de grandes obras de exégesis patrística y medieval. La revisión del Oficio de Lectura de la Liturgia de las Horas ha puesto a disposición de los sacerdotes y de los fieles muchos de estos escritos. La familiaridad con los escritos de los Padres puede ayudar en gran medida al homileta a descubrir el significado espiritual de la Escritura. De la predicación de los Padres es de donde nosotros, hoy, aprendemos cuan íntima es la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. De ellos podemos aprender a discernir innumerables figuras y modelos del Misterio Pascual que están presentes en el mundo desde el alba de la creación y se revelan ulteriormente a lo largo de toda la historia de Israel que culmina en Jesucristo. Es de los Padres de quien aprendemos de qué modo todas las palabras de las Escrituras inspiradas pueden revelarse como inesperadas e impenetrables riquezas si vienen consideradas en el corazón de la vida y de la oración de la Iglesia. Es de los Padres de quien aprendemos la íntima conexión existente entre el misterio de la Palabra bíblica y el de la celebración sacramental. La Catena Aurea de santo Tomás de Aquino permanece como un instrumento magnífico para acceder a las riquezas de los Padres. El Concilio Vaticano II ha reconocido con claridad que tales escritos representan un recurso valioso para el homileta: «En el sagrado rito de la Ordenación el obispo recomienda a los presbíteros que "estén maduros en la ciencia" y que su doctrina sea "medicina espiritual para el pueblo de Dios". Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, y se nutre también fructuosamente con el estudio de los santos Padres y Doctores, y de otros monumentos de la Tradición» (Presbyterorum ordinis 19). El Concilio ha transmitido una renovada comprensión de la homilía como parte integrante de la Celebración Litúrgica, método fructuoso para la interpretación bíblica y estímulo, con el fin de que los homiletas se familiaricen con las riquezas de dos mil años de reflexión sobre la Palabra de Dios, que constituyen el patrimonio católico. ¿Cómo puede un homileta traducir en la práctica esta visión?

III. LA PREPARACIÓN

26. «La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral» (EG 145). El Papa Francisco pone en evidencia esta advertencia con palabras muy fuertes: un predicador que no se prepara, que no reza, «es deshonesto e irresponsable» (EG 145), «un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío» (EG 151). Claramente, en la preparación de las homilías el estudio reviste un valor inestimable pero la oración permanece como esencial. La homilía se desarrolla en un contexto de oración y debe ser preparada en un contexto de oración. «El que preside la Liturgia de la palabra, compartiendo con los fieles, sobre todo en la homilía, el alimento interior que contiene esta palabra» (cf. OLM 38). La acción sagrada de la predicación está íntimamente unida a la naturaleza sagrada de la Palabra de Dios. La homilía, en un cierto sentido, puede ser considerada en paralelo con la distribución del Cuerpo y Sangre de Cristo a los fieles en el Rito de la Comunión. La Palabra sagrada de Dios viene "distribuida", en la homilía, como alimento de su pueblo. La Constitución dogmática sobre la divina Revelación, con palabras de san Agustín, pone en guardia para evitar de convertirse en «predicador vacío y superfluo de la Palabra de Dios que no la escucha en su interior». Y más adelante, en el mismo párrafo, se exhorta a todos los fieles a leer la Escritura en actitud de devoto diálogo con Dios porque, según san Ambrosio, «a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas» (DV 25). El Papa Francisco llama la atención sobre cómo los propios predicadores deben de ser los primeros a ser heridos por la viva y eficaz Palabra de Dios, para que esta penetre en los corazones de los que los escuchan (cf. EG 150).

27. El Santo Padre recomienda a los predicadores que establezcan un profundo diálogo con la Palabra de Dios recurriendo a la lectio divina que está compuesta de: lectura, meditación, oración y contemplación (cf. EG 152). Este cuádruple enfoque se basa en la exégesis patrística de los significados espirituales de la Escritura y ha sido desarrollado, en los siglos sucesivos, por los monjes y monjas que, en la oración, han reflexionado sobre las Escrituras durante toda la vida. El Papa Benedicto XVI describe los pasos de la lectio divina en la Exhortación apostólica Verbum Domini: «Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los Romanos, dice: "No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto" (Rm 12, 2). En efecto, la contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros "la mente de Cristo" (1Co 2, 16). La Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, "es viva y eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón" (Hb 4, 12). Conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad» (cf. VD 87).

28. Este es un método fructuoso y válido para todos para rezar con las Escrituras que se recomienda, así mismo, al homileta como modo de meditar sobre las lecturas bíblicas y sobre los textos litúrgicos, con un espíritu de oración, cuando se prepara la homilía. La dinámica de la lectio divina ofrece, además, un parámetro eficaz para acoger la función de la homilía en la Liturgia y cómo esta incide en el proceso de su preparación.

29. El primer paso es la lectio, que explora lo que dice el texto bíblico. Esta lectura orante debería de estar marcada por una actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra, que se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla (cf. EG 146) . Para prepararse a este primer paso, el homileta debería consultar comentarios, diccionarios y otros estudios que pueden ayudarle a comprender el significado de los pasajes bíblicos en su contexto originario. Pero, sucesivamente, debe también observar atentamente el incipit y el explicit de los textos en cuestión, con el fin de acoger el motivo por el cual en el Leccionario se ha decidido hacerle comenzar y terminar justamente de esa manera. El Papa Benedicto XVI enseña que la exégesis histórico-crítica constituye una parte imprescindible de la comprensión católica de la Escritura ya que está unida al realismo de la Encarnación. Él nos recuerda que «el hecho histórico es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La Historia de la Salvación no es una mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con los métodos de la investigación histórica seria &» (VD 32). Sobre este primer paso no se debería pasar demasiado deprisa. Nuestra salvación se cumple por medio de la acción de Dios en la historia y el texto bíblico la narra por medio de palabras que revelan su sentido más profundo (cf. DV 3). Por tanto, tenemos necesidad del testimonio de los acontecimientos y el homileta precisa de un fuerte sentido de su realidad. «La Palabra se hizo carne» o, se podría también decir, «la Palabra se hizo historia». La práctica de la lectio se inicia teniendo en cuenta este hecho decisivo.

30. Existen estudiosos de la Biblia que han escrito tanto comentarios bíblicos como reflexiones sobre las lecturas del Leccionario, aplicando a los textos proclamados en la Misa los instrumentos de la moderna investigación académica; tales publicaciones pueden ser de gran ayuda para el homileta. Al iniciar la lectio divina, él puede retomar las ideas maduradas con su estudio y reflexionar, en la oración, sobre el significado del texto bíblico. No obstante, debe tener presente siempre que su objetivo no es el de entender todos los pequeños detalles de un texto, sino el de descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el contenido y le da unidad (cf. EG 147).

31. Ya que el objetivo de tal lectio es preparar la homilía, el homileta debe tener cuidado de trasladar los resultados de su estudio en un lenguaje que pueda ser comprendido por sus oyentes. Remontándose a las enseñanzas de Pablo VI, para quien la gente sacará grandes frutos de una predicación «sencilla, clara, directa, acomodada» (Exhortación apostólica Evangelium nuntiandi 43), el Papa Francisco alerta a los predicadores sobre el uso de un lenguaje teológico especializado que no resulta familiar a quienes escuchan (cf. EG 158). Ofrece también algunas sugerencias muy prácticas: «Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio» (EG 157).

32. El segundo paso, la meditatio, explora lo que dice el texto bíblico. El Papa Francisco propone una pregunta simple y, a la vez, penetrante que puede dirigir nuestra reflexión: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?» (EG 153). Como ya enseñaba la tradición de la lectio, esto no significa que, con nuestra reflexión personal, nosotros nos transformemos en los árbitros definitivos de lo que dice el texto. Al poner en evidencia «lo que nos dice el texto bíblico» nos guía la Regla de la fe de la Iglesia, la cual prevé un principio importante de la interpretación bíblica que ayuda a evitar interpretaciones equivocadas o parciales (cf. EG 148). Por tanto, el homileta reflexiona sobre las lecturas a la luz del Misterio Pascual de la muerte y Resurrección de Cristo y extiende la meditación a cómo este Misterio actúa en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y comprende las situaciones de los miembros de este Cuerpo que se reunirán el domingo. Este es el centro de la preparación homilética. Es aquí donde la familiaridad con los escritos de los Padres de la Iglesia y de los Santos puede inspirar al homileta para ofrecer al pueblo una comprensión de las Lecturas de la Misa que pueda nutrir verdaderamente la vida espiritual. Aún es en esta fase de preparación donde puede extraer las implicaciones morales y doctrinales de la Palabra de Dios, por lo que, como ya se ha recordado, el Catecismo de la Iglesia Católica es un recurso utilísimo.

33. Simultáneamente a la lectura de las Escrituras en el contexto de toda la Tradición de la Fe Católica, el homileta debe reflexionar también a la luz del contexto de la comunidad que se reúne para escuchar la Palabra de Dios. Como dice el Papa Francisco, «el predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo» (EG 154). Por esta razón es útil comenzar a preparar la homilía dominical algunos días antes. Junto con el estudio y la oración, la atención a lo que sucede en la parroquia, así como en la sociedad en sentido amplio, sugerirá caminos de reflexión sobre lo que la Palabra de Dios tiene que decir a tal comunidad en el momento presente. Fruto de esta meditación será el discernimiento actualizado, a la luz de la muerte y Resurrección de Cristo, de la vida de la comunidad y del mundo. De este modo, el contenido de la homilía, tomará forma claramente.

34. El tercer estadio de la lectio divina es la oratio, que se dirige al Señor como respuesta a su Palabra. En la experiencia individual de la lectio este es el momento para el diálogo espontáneo con Dios. Las respuestas a las lecturas vienen expresadas en términos de temor y de admiración; hay quien se siente movido a pedir misericordia y ayuda; o se puede manifestar la simple explosión de la alabanza o expresiones de amor y de agradecimiento. Este cambio de la meditación a la oración, si viene considerado en ámbito litúrgico, pone en evidencia la relación estructural entre las lecturas bíblicas y el resto de la Misa. Las peticiones como conclusión de la Liturgia de la Palabra y, más profundamente, la Liturgia Eucaristía que sigue, representan nuestra respuesta a la Palabra de Dios en forma de súplica, invocación, acción de gracias y alabanza. El homileta debería aprovechar la ocasión para acentuar esta íntima relación de modo que el pueblo de Dios pueda llegar a una experiencia más profunda de la dinámica interna de la Liturgia. Esta conexión se puede evidenciar, también, de otras maneras. La función del predicador no se limita a la homilía en sí misma; las invocaciones del rito penitencial (siempre que se adopte la forma tercera) y las peticiones en la Oración Universal pueden hacer referencia a las lecturas bíblicas o a un aspecto de la homilía. Las antífonas de entrada y de la comunión, indicadas en el Misal Romano para cada celebración, se toman normalmente de los textos bíblicos o se inspiran claramente en ellos, dando así voz a nuestra oración con las mismas palabras de la Escritura. En caso de no adoptar estas antífonas, los cantos serán escogidos con atención y el sacerdote deberán guiar a cuantos están implicados en la tarea de animar el canto. Existe otro modo con el que el sacerdote puede poner de relieve la unidad de la Celebración Litúrgica: a través de un uso atento de las opciones que nos ofrece la Ordenación General del Misal Romano para introducir breves moniciones en algunos momentos de la Liturgia: después del saludo inicial, al inicio de la Liturgia de la Palabra, antes de la oración eucarística y antes de la fórmula de despedida (cf. 31). Al respecto, siempre tendría que existir un gran cuidado y vigilancia. Debe haber una sola homilía en cada Misa. En el caso en que el sacerdote decida decir algunas palabras en uno de estos momentos debería preparar con anticipación una o dos frases concisas que ayuden a los presentes a descubrir la unidad de la Celebración Litúrgica sin entrar en explicaciones prolongadas.

35. El paso final de la lectio es la contemplatio, durante la cual, según palabras del Papa Benedicto XVI, «aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?» (VD 87). En la tradición monástica, este cuarto peldaño, la contemplación, era visto como el don de la unión con Dios: inmerecido, más grande de cuanto nuestros esfuerzos pudieran nunca alcanzar, un puro don. El proceso se inicia a partir de un texto, para llegar, más allá de sus propias características, a una visión de fe de la totalidad, acogida con una mirada intuitiva y unitaria. Los Santos nos revelan tal altura, pero lo que ha sido dado a los Santos puede ser de cada uno de nosotros. Considerado en ámbito litúrgico, el cuarto paso, la contemplación, puede ser motivo de consolación y de esperanza para el homileta, porque nos remite al hecho de que, en definitiva, es Dios quien actúa para realizar su Palabra y que el proceso de formación en nosotros de la mentalidad de Cristo se cumpla en el arco de toda la vida. El homileta está llamado a hacer cualquier esfuerzo para predicar la Palabra de Dios de manera eficaz, sabiendo, no obstante, que al final sucede como ha dicho san Pablo: «Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer» (1Co 3, 6). Además, tendría que invocar al Espíritu Santo para que le ilumine en la preparación de la homilía y, también, para pedir frecuentemente y con insistencia que la semilla de la Palabra de Dios caiga en terreno bueno para santificarle a él y a cuantos lo escuchan, según los modos que superan lo que él es capaz de decir e, incluso, de imaginar.

36. El Papa Benedicto XVI ha añadido un apéndice a los cuatro estadios tradicionales de la lectio divina: «conviene recordar, además, que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad» (VD 87). Lo que, en el contexto litúrgico, evoca el «ite missa est», es decir, la misión del pueblo de Dios formado por la Palabra y nutrido por la participación en el Misterio Pascual gracias a la Eucaristía. Es significativo que la Exhortación Verbum Domini concluya con una larga consideración sobre la Palabra de Dios en el mundo; la predicación, combinada con el alimento espiritual de los Sacramentos recibidos con fe, abre a los miembros de la asamblea litúrgica a expresiones concretas de caridad. Citando las enseñanzas del Papa Juan Pablo II, para quien «la comunión y la misión están profundamente unidas» (Exhortación apostólica Christifideles laici 32), el Papa Francisco exhorta a todos los creyentes: «Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (EG 23).

 «    Segunda parte: Ars praedicandi    » 

37. Describiendo la tarea de la predicación, el Papa Francisco enseña que «su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado» (EG 11). La finalidad de esta segunda parte del Directorio homilético es la de proponer ejemplos concretos y sugerencias para ayudar al homileta a poner en práctica los principios presentados en este documento, considerando las lecturas bíblicas indicadas por la Liturgia a través de la lente del Misterio Pascual de Cristo, muerto y resucitado. No son modelos de homilías sino bocetos de modos de poner en relación temas y textos a lo largo del año litúrgico. Los Praenotanda del Leccionario ofrecen breves descripciones sobre la elección de las lecturas «para ayudar a los pastores de almas a que conozcan la estructura de la Ordenación de las lecturas, a fin de que la usen de una manera viva y con provecho de los fieles» (OLM 92). Por eso se citarán los mismos. Por todo lo que viene propuesto sobre cualquier texto de la Escritura, es necesario tener siempre presente que «la lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta Liturgia de la Palabra; las demás lecturas, que, según el orden tradicional, hacen la transición desde el Antiguo al Nuevo Testamento, preparan para esta lectura evangélica a la asamblea reunida» (OLM 13).

38. La exposición parte del Leccionario del Triduo Pascual, ya que constituye el centro del año litúrgico y algunos de los pasajes más importantes de los dos Testamentos vienen proclamados en estos días santísimos. Seguirán reflexiones sobre el Tiempo de Pascua y sobre Pentecostés; después serán considerados los domingos de Cuaresma. Otros ejemplos se tratarán en el ciclo de Adviento-Navidad-Epifanía. Este modo de proceder sigue lo que el Papa Benedicto XVI ha definido como «la sabia pedagogía de la Iglesia, que proclama y escucha la Sagrada Escritura siguiendo el ritmo del año litúrgico». Y continúa: «en el centro de todo resplandece el Misterio Pascual, al que se refieren todos los misterios de Cristo y de la Historia de la Salvación, que se actualizan sacramentalmente.» (VD 52). La propuesta que ahora se ofrece no posee ninguna presunción de plantear todo lo que se podría decir en una celebración concreta o en referencia a cada detalle de todo el año litúrgico. A la luz de la centralidad del Misterio Pascual, se ofrecen indicaciones sobre cómo textos particulares se podrían relacionar en una homilía determinada. El modelo sugerido en los ejemplos puede ser adaptado para los Domingos del Tiempo Ordinario y para otras ocasiones. Tal modelo puede valer y ser útil, incluso, para los otros Ritos de la Iglesia Católica que utilizan un Leccionario diferente al del Rito Romano.

I. EL TRIDUO PASCUAL Y EL TIEMPO DE PASCUA

A. Lectura del Antiguo Testamento el Jueves Santo

39. «El Jueves santo, en la misa vespertina, el recuerdo del banquete que precedió al éxodo ilumina, de un modo especial, el ejemplo de Cristo lavando los pies de los discípulos y las palabras de Pablo sobre la institución de la Pascua cristiana en la Eucaristía» (OLM 99). El Triduo Pascual se inicia con la Misa vespertina, en la cual la Liturgia recuerda la institución de la Eucaristía por parte del Señor. Jesús ha entrado en la Pasión con la celebración de la cena como viene prescrita en la primera lectura: cada palabra e imagen se remonta a lo que Cristo mismo ha anticipado en la mesa, su muerte portadora de vida. Las palabras tomadas del libro del Éxodo (Ex 12, 1-8, 11-14) encuentran su significado final en la Cena Pascual de Jesús, la misma Cena que ahora estamos celebrando.

40. «Cada familia se juntará con su vecino para procurarse un animal». Nosotros somos tantas familias que hemos venido al mismo lugar y nos hemos procurado un cordero. «Será un animal sin defecto, macho, de un año». Nuestro cordero sin defecto es el mismo Jesús, el Cordero de Dios. «toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer». Escuchando estas palabras, comprendemos que somos nosotros la entera asamblea del nuevo Israel, reunida al atardecer; Jesús se deja inmolar mientras entrega su Cuerpo y su Sangre por nosotros. «Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo comáis. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego». Tenemos que cumplir estos preceptos mientras llevamos la Sangre de Jesús a nuestros labios y consumimos la carne del Cordero en el pan consagrado.

41. Se recomienda consumir este alimento con «la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa». Esta es una descripción de nuestra vida en el mundo. La cintura ceñida sugiere estar preparados para la huida, pero evocando, también, la escena del mandatum descrito en el Evangelio de esta tarde y en el gesto que sigue a la homilía; estamos llamados a ponernos al servicio del mundo como caminantes cuya verdadera casa no está aquí. Es en este punto de la lectura, cuando se nos insiste que tenemos que comer a toda prisa como quien se está preparando para huir, cuando el Señor nombra solemnemente la Fiesta: «Es la Pascua (pesach en hebreo) del Señor. Esta noche heriré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto & cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros». El Señor combate por nosotros, porque podemos vencer a nuestros enemigos, el pecado y la muerte, y nos protege por medio de la Sangre del Cordero.

42. El anuncio solemne de la Pascua concluye con un último mandamiento: «Este será un día memorable para vosotros & como ley perpetua lo festejaréis». No solo la fidelidad a este mandamiento mantiene viva la Pascua en todas las generaciones desde los tiempos de Jesús y más allá, sino, también, nuestra fidelidad a su mandamiento: «Haced esto en conmemoración mía», mantiene en comunión con la Pascua de Jesús a todas las sucesivas generaciones de cristianos. Y es justamente esto lo que estamos cumpliendo en este momento, mientras damos inicio al Triduo de este año. Es una «Fiesta memorable» instituida por el Señor, un «rito perpetuo», una reactualización litúrgica del don de sí mismo por parte de Jesús.

B. Lectura del Antiguo Testamento el Viernes Santo

43. «La acción litúrgica del Viernes Santo llega a su momento culminante en el relato según san Juan de la Pasión de aquél que, como el Siervo del Señor anunciado en el libro de Isaías, se ha convertido realmente en el Único Sacerdote al ofrecerse a sí mismo al Padre» (OLM 99). El pasaje de Isaías (Is 52, 13-53, 12) es uno de los textos del Antiguo Testamento en el que, por primera vez, los cristianos han visto a los profetas indicar la muerte de Cristo, y al ponerlo en relación con la Pasión, seguimos una tradición apostólica ciertamente antigua, ya que es lo que hace Felipe en la conversación con el eunuco etíope (cf. Hch 8, 26-40).

44. La asamblea es consciente del motivo por el que se han reunido juntos hoy: recordar la muerte de Jesús. Las palabras del profeta comentan, por así decir, desde el punto de vista de Dios, la escena de Jesús que pende de la Cruz. Estamos invitados a ver la gloria escondida en la Cruz: «Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho». El mismo Jesús, en el Evangelio de Juan, en varias ocasiones ha hablado del hecho de ser elevado. Está claro que en este Evangelio se entrelazan tres dimensiones de «elevación»: en la Cruz, en la Resurrección y en la Ascensión al Padre.

45. Tras el glorioso comienzo del «comentario» del Padre, llega el anuncio que hace de contrapunto: la agonía de la Crucifixión. El Siervo viene descrito como uno que «desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano». En Jesús, la Palabra Eterna no solo ha asumido nuestra carne humana sino que ha abrazado, también, la muerte en su forma más horrible e inhumana. «Así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la boca». Estas palabras, describen la historia del mundo desde aquel primer Viernes Santo hasta nuestros días: la historia de la Cruz ha asombrado a naciones y las ha convertido; a otras, por el contrario, las ha inducido a alejar la mirada. Las palabras proféticas se aplican también a nuestra comunidad y cultura, como a la multitud de «gente» presente en cada uno de nosotros (nuestras energías e inclinaciones que tienen que ser convertidas al Señor).

46. La que sigue ya no es la voz de Dios, si no la del profeta que afirma: «¿Quién creyó nuestro anuncio?», para continuar con una descripción, cuyos detalles llevan a una ulterior contemplación de la Cruz que une pasión y paso, sufrimiento y gloria. La intensidad del sufrimiento viene ulteriormente narrada con una precisión tal, que nos permite comprender cuán natural era, para los primeros cristianos, leer textos de este tipo e interpretarlos como presagios proféticos de Cristo, intuyendo así la gloria escondida. De este modo, como dice el profeta, esta trágica figura está llena de significado para nosotros: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores . sus cicatrices nos curaron».

47. Viene profetizada, también, la actitud interior de Jesús ante la Pasión: «Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero &». Todas son experiencias sensacionales y sorprendentes. De suyo, también la Resurrección está indirectamente anunciada, ya que el profeta dice: «El Señor quiso . entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años». Todos los creyentes son esos descendientes; Él «prolongará sus años», es la vida eterna que el Padre le dona haciéndole resucitar de la muerte. Y entonces se oye de nuevo la voz del Padre, que continúa proclamando la promesa de la Resurrección: «Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento . Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte . él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores».

C. Lecturas del Antiguo Testamento en la Vigilia Pascual

48. «En la Vigilia pascual de la noche Sagrada, se proponen siete lecturas del Antiguo Testamento, que recuerdan las maravillas de Dios en la Historia de la Salvación, y dos lecturas del Nuevo, a saber, el anuncio de la Resurrección según los tres Evangelios sinópticos, y la lectura apostólica sobre el bautismo cristiano como sacramento de la Resurrección de Cristo» (OLM 99). La Vigilia Pascual, como viene indicado en el Misal Romano, «es la más importante y la más noble entre todas las Solemnidades» (Vigilia paschalis, 2). La larga duración de la Vigilia no permite un comentario extenso a las siete Lecturas del Antiguo Testamento, pero se tiene que notar que son centrales, siendo textos representativos que proclaman partes esenciales de la teología del Antiguo Testamento, desde la creación al sacrificio de Abrahán, hasta la lectura más importante, el Éxodo. Las cuatro lecturas siguientes anuncian los temas cruciales de los profetas. Una comprensión de estos textos, en relación con el Misterio Pascual, tan explícita en la Vigilia pascual, puede inspirar al homileta cuando estas o similares lecturas vienen propuestas en otros momentos del Año Litúrgico.

49. En el contexto de la Liturgia de esta noche, mediante estas lecturas, la Iglesia nos lleva a su momento culminante con la narración del Evangelio de la Resurrección del Señor. Estamos inmersos en el flujo de la Historia de la Salvación por medio de los Sacramentos de Iniciación celebrados en esta Vigilia, como recuerda el bellísimo pasaje de Pablo sobre el Bautismo. Son clarísimos, en esta noche, los vínculos entre la creación y la vida nueva en Cristo, entre el Éxodo histórico y el definitivo del Misterio Pascual de Jesús, al que todos los fieles toman parte por medio del Bautismo, entre las promesas de los profetas y su realización en los misterios litúrgicos celebrados. Estos vínculos a los que se puede siempre hacer referencia en el curso del Año Litúrgico.

50. Un riquísimo recurso para comprender el vínculo entre los temas del Antiguo Testamento y su cumplimiento en el Misterio Pascual de Cristo lo ofrecen las oraciones que siguen a cada lectura. Estas expresan, con simplicidad y claridad, el profundo significado cristológico y sacramental de los textos del Antiguo Testamento ya que hablan de la creación, del sacrificio, del Éxodo, del Bautismo, de la misericordia de Dios, de la alianza eterna, de la purificación del pecado, de la redención y de la vida en Cristo. Pueden servir de escuela de oración para el homileta, no solo en la preparación de la Vigilia Pascual, sino, también, durante el curso del año, cuando se encuentren textos similares a los que vienen proclamados en esta noche. Otro recurso útil para interpretar los textos de la Escritura es el Salmo responsorial que sigue a cada una de las siete Lecturas, poemas cantados por los cristianos que han muerto con Cristo y que ahora comparten con Él su vida resucitada. No deberían olvidarse los Salmos durante el resto del año ya que muestran cómo la Iglesia interpreta toda la Escritura a la luz de Cristo.

D. Leccionario Pascual

51. «Para la misa del día de Pascua, se propone la lectura del Evangelio de san Juan sobre el hallazgo del sepulcro vacío. También pueden leerse, si se prefiere, los textos de los Evangelios propuestos para la noche Sagrada, o, cuando hay misa vespertina, la narración de Lucas sobre la aparición a los discípulos que iban de camino hacia Emaús. La primera lectura se toma de los Hechos de los apóstoles, que se leen durante el tiempo pascual en vez de la lectura del Antiguo Testamento. La lectura del Apóstol se refiere al misterio de Pascua vivido en la Iglesia. Hasta el domingo tercero de Pascua, las lecturas del Evangelio relatan las apariciones de Cristo resucitado. Las lecturas del buen Pastor están asignadas al cuarto domingo de Pascua. En los domingos quinto, sexto y séptimo de Pascua se leen pasajes escogidos del discurso y de la oración del Señor después de la última cena» (OLM 99-100). La rica serie de lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento escuchadas en el Triduo representa uno de los momentos más intensos de la proclamación del Señor resucitado en la vida de la Iglesia, y pretende ser instructiva y formativa para el pueblo de Dios a lo largo de todo el año litúrgico. En el curso de la Semana Santa y del Tiempo de Pascua, basándose en los mismos textos bíblicos, el homileta tendrá variadas ocasiones para poner el acento en la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo como contenido central de las Escrituras. Este es el tiempo litúrgico privilegiado en el que el homileta puede y debe hacer resonar la fe de la Iglesia sobre lo que representa el corazón de su proclamación: Jesucristo murió por nuestros pecados «según las Escrituras» (1Co 15, 3), y ha resucitado el tercer día «según las Escrituras» (1Co 15, 4).

52. En primer lugar existe la oportunidad, en especial durante los tres primeros domingos, de transmitir las diversas dimensiones de la lex credendi de la Iglesia en un tiempo privilegiado como este. Los párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que tratan de la Resurrección (CEC 638-658) son, en sí mismos, la explicación de muchos de los diversos textos bíblicos claves proclamados en el tiempo Pascual. Estos párrafos pueden ser una guía segura para el homileta que tiene la tarea de explicar al pueblo cristiano, sobre la base de los textos de la Escritura, lo que el Catecismo, por su parte llama, en diversos capítulos, «el acontecimiento histórico y trascendente» de la Resurrección, el significado «de las apariciones del Resucitado», «el estado de la humanidad resucitada de Cristo» y «la Resurrección - obra de la Santísima Trinidad».

53. En segundo lugar, en los domingos del Tiempo de Pascua la primera lectura no está tomada del Antiguo Testamento sino de los Hechos de los Apóstoles. Muchos pasajes narran ejemplos de la primera predicación apostólica, en los que podemos reconocer que los propios Apóstoles emplearon las Escrituras para anunciar el significado de la muerte y la Resurrección de Jesús. Otros narran las consecuencias de esta última y sus efectos en la vida de la comunidad cristiana. A partir de estos pasajes, el homileta tiene en su mano algunos de sus más fuertes y fundamentales instrumentos. Observa cómo los Apóstoles se han servido de las Escrituras para anunciar la muerte y Resurrección de Jesús y se comporta del mismo modo, no solo a propósito del pasaje que está tratando sino adoptando un estilo similar para todo el año litúrgico. Reconoce, además, la potencia de la vida del Señor resucitado, que actúa en las primeras comunidades, y proclama con fe al pueblo que la misma potencia está todavía operante entre nosotros.

54. En tercer lugar, la intensidad de la Semana Santa con el Triduo Pascual, seguido de la gozosa celebración de los cincuenta días que culminan en Pentecostés, es para los homiletas un tiempo excelente para tejer vínculos entre las Escrituras y la Eucaristía. Justamente en el gesto de «partir el pan» –recuerda la entrega total de sí por parte de Jesús en la Última Cena y después en la Cruz– los discípulos se dan cuenta de cuánto ardía su corazón mientras el Señor les abría la mente para comprender las Escrituras. Todavía hoy es deseable un esquema análogo de comprensión. El homileta se prepara con diligencia para explicar las Escrituras pero el significado más profundo de cuanto dice emergerá del «partir el pan» en la misma Liturgia, siempre que haya sabido resaltar esta conexión (cf. VD 54). La importancia de tales vínculos ha sido mencionada claramente por el Papa Benedicto XVI en la Verbum Domini: «Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. "Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la Liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio". Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico» (VD 55).

55. En cuarto lugar, desde el V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena, manifiesta su profundo significado eucarístico. Las lecturas y las oraciones ofrecen al homileta la ocasión de exponer cual es la función del Espíritu Santo en el camino que vive la Iglesia. Los párrafos del Catecismo que conciernen «al Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas» (CEC 702-716) se refieren a las lecturas de la Vigilia pascual, relacionadas con la obra del Espíritu Santo, mientras que los párrafos que consideran el tema «el Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia» (CEC 1091-1109) pueden servir de ayuda al homileta para ilustrar cómo el Espíritu Santo hace presente en la Liturgia el Misterio Pascual de Cristo.

56. Con una homilética que encarne estos principios y las prospectivas que resaltan a lo largo del Tiempo Pascual, el pueblo cristiano llegará pronto a celebrar la Solemnidad de Pentecostés en la que Dios Padre, «en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» (CEC 1082). La Lectura de ese día, tomada de los Hechos de los Apóstoles, cuenta el evento de Pentecostés, mientras el Evangelio ofrece la narración de lo que sucede la tarde del Domingo de Pascua. El Señor resucitado exhaló sobre sus discípulos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Pascua es Pentecostés. Pascua ya es el don del Espíritu Santo. Pentecostés, no obstante, es la convincente manifestación de la Pascua a todas las gentes, ya que reúne muchas lenguas en el único lenguaje nuevo que comprende las «grandezas de Dios» (Hch 2, 11) manifestadas y reveladas en la Muerte y Resurrección de Jesús. En la Celebración Eucarística, además, la Iglesia reza: «Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada» (oración sobre las ofrendas). Para los fieles, la participación en la Sagrada Comunión en este día, se convierte en el acontecimiento de su Pentecostés. Mientras se dirigen en procesión a recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, la antífona de Comunión pone en sus labios el canto de los versículos de la Escritura tomados de la narración de Pentecostés, que dice: «Se llenaron todos de Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios. Aleluya». Estos versículos encuentran su cumplimiento en los fieles que reciben la Eucaristía. La Eucaristía es Pentecostés.

II. LOS DOMINGOS DE CUARESMA

57. Si el Triduo Pascual y los sucesivos cincuenta días son el centro radiante del año litúrgico, la Cuaresma es el tiempo que prepara las mentes y los corazones del pueblo cristiano a la digna celebración de estos días. Es, también, el tiempo de la preparación última de los catecúmenos que serán bautizados en la Vigilia Pascual. Su camino ha de ser acompañado de la fe, la oración y el testimonio de toda la comunidad eclesial. Las lecturas bíblicas del Tiempo de Cuaresma encuentran su sentido más profundo en relación al Misterio Pascual, para el que nos disponen. Ofrecen, por ello, evidentes ocasiones para poner en práctica un principio fundamental presentado en este Directorio: llevar las lecturas de la Misa a su centro, que es el Misterio Pascual de Jesús, en el que entramos de modo más profundo mediante la celebración de los Sacramentos pascuales. Los Praenotanda señalan, para los dos primeros domingos de Cuaresma, el uso tradicional de las narraciones de los Evangelios de la Tentación y de la Transfiguración, hablando de ellos en relación con las otras lecturas: «Las lecturas del Antiguo Testamento se refieren a la Historia de la Salvación, que es uno de los temas propios de la catequesis cuaresmal. Cada año hay una serie de textos que presentan los principales elementos de esta historia, desde el principio hasta la promesa de la nueva alianza. Las lecturas del Apóstol se han escogido de manera que tengan relación con las lecturas del Evangelio y del Antiguo Testamento y haya, en lo posible, una adecuada conexión entre las mismas» (OLM 97).

A. El Evangelio del I domingo de Cuaresma

58. No es difícil para los fieles relacionar los cuarenta días transcurridos por Jesús en el desierto con los días de la Cuaresma. Sería conveniente que el homileta explicitara esta conexión, con el fin de que el pueblo cristiano comprenda cómo la Cuaresma, cada año, hace a los fieles misteriosamente partícipes de estos cuarenta días de Jesús y de lo que él sufrió y obtuvo, mediante el ayuno y el haber sido tentado. Mientras es costumbre para los católicos empeñarse en diversas prácticas penitenciales y de devoción durante este tiempo, es importante subrayar la realidad profundamente sacramental de toda la Cuaresma. En la oración colecta del I domingo de Cuaresma aparece, de suyo, esta significativa expresión: «&per annua quadragesimalis exercitia sacramenti». El mismo Cristo está presente y operante en la Iglesia en este tiempo santo, y es su obra purificadora en los miembros de su Cuerpo la que da valor salvífico a nuestras prácticas penitenciales. El prefacio asignado para este domingo afirma maravillosamente esta idea, diciendo: «El cual, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal&». El lenguaje del prefacio hace de puente entre la Escritura y la Eucaristía.

59. Los cuarenta días de Jesús evocan los cuarenta años de peregrinación de Israel por el desierto; toda la historia de Israel se recrea en él. Por ello aparece como una escena en la que se concentra uno de los mayores temas de este Directorio: la historia de Israel, que corresponde con la historia de nuestra vida, encuentra su sentido definitivo en la Pasión sufrida por Jesús. La Pasión se inicia, en un cierto sentido, en el desierto, al comienzo, metafóricamente hablando, de la vida pública de Jesús. Desde el principio, por tanto, Jesús va al encuentro de la Pasión y aquí encuentra significado todo lo que sigue.

60. Un párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica puede revelarse útil en la preparación de las homilías, en particular para afrontar temas doctrinales enraizados en el texto bíblico. A propósito de las tentaciones de Jesús, el Catecismo afirma: «Los evangelios indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha "atado al hombre fuerte" para despojarle de lo que se había apropiado. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre» (CEC 539).

61. Las tentaciones a las que Jesús se ve sometido representan la lucha contra una comprensión equivocada de su misión mesiánica. El diablo le impulsa a mostrarse un Mesías que despliega los propios poderes divinos: «Si tú eres Hijo de Dios.» iniciaba el tentador. El que profetiza la lucha decisiva que Jesús tendrá que afrontar en la cruz, cuando oirá las palabras de mofa: «¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!». Jesús no cede a las tentaciones de Satanás, ni se baja de la cruz. Es exactamente de esta manera como Jesús da prueba de entrar verdaderamente en el desierto de la existencia humana y no usa su poder divino en beneficio propio. Él acompaña verdaderamente nuestra peregrinación terrena y revela el poder real de Dios, el de amarnos «hasta el extremo» (Jn 13, 1).

62. El homileta debería subrayar que Jesús está sometido a la tentación y a la muerte por solidaridad con nosotros. Pero la Buena Noticia que el homileta anuncia, no es solo la solidaridad de Jesús con nosotros en el sufrimiento; anuncia, también, la victoria de Jesús sobre la tentación y sobre la muerte, victoria que comparte con todos los que creen en él. La garantía decisiva de que tal victoria sea compartida por todos los creyentes será la celebración de los Sacramentos Pascuales en la Vigilia pascual, hacia la que ya está orientado el primer domingo de Cuaresma. El homileta se mueve en la misma dirección.

63. Jesús ha resistido a la tentación del demonio que le inducía a transformar las piedras en pan, pero, al final y de un modo que la mente humana no habría nunca podido imaginar, con su Resurrección, Él transforma la «piedra» de la muerte en «pan» para nosotros. A través de la muerte, se convierte en el pan de la Eucaristía. El homileta tendría que recordar a la asamblea que se alimenta de este pan celeste, que la victoria de Jesús sobre la tentación y sobre la muerte, compartida por medio del Sacramento, transforma sus «corazones de piedra en corazones de carne», como lo prometido por el Señor mediante el profeta, corazones que se esfuerzan en hacer tangible, en sus vidas cotidianas, el amor misericordioso de Dios. De este modo, la fe cristiana puede transformarse en levadura en un mundo hambriento de Dios, y las piedras serán de verdad transformadas en alimento que llene el vivo deseo del corazón humano.

B. Evangelio del II domingo de Cuaresma

64. El pasaje evangélico del II domingo de Cuaresma es siempre la narración de la Transfiguración. Es curioso cómo la gloriosa e inesperada transfiguración del cuerpo de Jesús, en presencia de los tres discípulos elegidos, tiene lugar inmediatamente después de la primera predicación de la Pasión. (Estos tres discípulos –Pedro, Santiago y Juan– también estarán con Jesús durante la agonía en Getsemaní, la víspera de la Pasión). En el contexto de la narración, en cada uno de los tres Evangelios, Pedro, apenas ha confesado su fe en Jesús como Mesías. Jesús acepta esta confesión, pero inmediatamente se dirige a los discípulos y les explica qué tipo de Mesías es él: «empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día». Sucesivamente pasa a enseñar qué implica seguir al Mesías: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Es después de este evento, cuando Jesús toma a los tres discípulos y los lleva a lo alto de un monte, y es allí donde su cuerpo resplandece de la gloria divina; y se les aparecen Moisés y Elías, que conversaban con Jesús. Estaban todavía hablando, cuando una nube, signo de la presencia divina, como había sucedido en el monte Sinaí, le envolvió junto a sus discípulos. De la nube se elevó una voz, así como en el Sinaí el trueno advertía que Dios estaba hablando con Moisés y le entregaba la Ley, la Torah. Esta es la voz del Padre, que revela la identidad más profunda de Jesús y la testimonia diciendo: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7).

65. Muchos temas y modelos puestos en evidencia en el presente Directorio se concentran en esta sorprendente escena. Ciertamente, cruz y gloria están asociadas. Claramente, todo el Antiguo Testamento, representado por Moisés y Elías, afirma que la cruz y la gloria están asociadas. El homileta debe abordar estos argumentos y explicarlos. Probablemente, la mejor síntesis del significado de tal misterio nos la ofrecen las bellísimas palabras del prefacio de este domingo. El sacerdote, iniciando la oración eucarística, en nombre de todo el pueblo, da gracias a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, por el misterio de la Transfiguración: «Él, después de anunciar su muerte a los discípulos les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la Resurrección». Con estas palabras, en este día, la comunidad se abre a la oración eucarística.

66. En cada uno de los pasajes de los Sinópticos, la voz del Padre identifica en Jesús a su Hijo amado y ordena: «Escuchadlo». En el centro de esta escena de gloria trascendente, la orden del Padre traslada la atención sobre el camino que lleva a la gloria. Es como si dijese: «Escuchadlo, en él está la plenitud de mi amor, que se revelará en la cruz». Esta enseñanza es una nueva Torah, la nueva Ley del Evangelio, dada en el monte santo poniendo en el centro la gracia del Espíritu Santo, otorgada a cuantos depositan su fe en Jesús y en los méritos de su cruz. Porque él enseña este camino, la gloria resplandece del cuerpo de Jesús y viene revelado por el Padre como el Hijo amado. ¿Quizá no estemos aquí adentrándonos en el corazón del misterio trinitario? En la gloria del Padre vemos la gloria del Hijo, inseparablemente unida a la cruz. El Hijo revelado en la Transfiguración es «luz de luz», como afirma el Credo; este momento de las Sagradas Escrituras es, ciertamente, una de las más fuertes autoridades para la fórmula del Credo.

67. La Transfiguración ocupa un lugar fundamental en el Tiempo de Cuaresma, ya que todo el Leccionario Cuaresmal es una guía que prepara al elegido entre los catecúmenos para recibir los sacramentos de la iniciación en la Vigilia pascual, así como prepara a todos los fieles para renovarse en la nueva vida a la que han renacido. Si el I domingo de Cuaresma es una llamada particularmente eficaz a la solidaridad que Jesús comparte con nosotros en la tentación, el II domingo nos recuerda que la gloria resplandeciente del cuerpo de Jesús es la misma que él quiere compartir con todos los bautizados en su Muerte y Resurrección. El homileta, para dar fundamento a esto, puede justamente acudir a las palabras y a la autoridad de san Pablo, quien afirma que "Cristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa" (Flp 3, 21). Este versículo se encuentra en la segunda lectura del ciclo C, pero, cada año, puede poner de relieve cuanto hemos apuntado.

68. En este domingo, mientras los fieles se acercan en procesión a la Comunión, la Iglesia hace cantar en la antífona las palabras del Padre escuchadas en el Evangelio: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Lo que los tres discípulos escogidos escuchan y contemplan en la Transfiguración viene ahora exactamente a converger con el acontecimiento litúrgico, en el que los fieles reciben el Cuerpo y la Sangre del Señor. En la oración después de la Comunión damos gracias a Dios porque «nos haces partícipes, ya en este mundo, de los bienes eternos de tu reino». Mientras están allí arriba, los discípulos ven la gloria divina resplandecer en el Cuerpo de Jesús. Mientras están aquí abajo, los fieles reciben su Cuerpo y Sangre y escuchan la voz del Padre que les dice en la intimidad de sus corazones: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo».

C. III, IV y V domingo de Cuaresma

69. «En los tres domingos siguientes, se han recuperado, para el año A, los Evangelios de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro; estos Evangelios, por ser de gran importancia en relación con la Iniciación Cristiana, pueden leerse también en los años B y sobre todo cuando hay catecúmenos. (&) Dado que las lecturas de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro ahora se leen los domingos, pero solo el año A (y los otros años sólo a voluntad), está previsto que puedan leerse también en las ferias: por ello, al comienzo de las semanas tercera, cuarta y quinta se han añadido unas "Misas de libre elección" que contienen estos textos; estas misas pueden emplearse en cualquier feria de la semana correspondiente, en lugar de las lecturas del día. Sin embargo, en los años B y C hay también otros textos, a saber: en el año B, unos textos de san Juan sobre la futura glorificación de Cristo por su Cruz y Resurrección; en el año C, unos textos de san Lucas sobre la conversión» (OLM 97 y 98). La fuerza catequética del Tiempo de Cuaresma es evidenciada por las lecturas y las oraciones de los domingos del Ciclo A. Es manifiesta la conexión de los temas del agua, de la luz y de la vida con el Bautismo: a través de estos pasajes bíblicos y de las oraciones de la Liturgia, la Iglesia guía a los elegidos hacia la Iniciación Sacramental en la Pascua. Su preparación final es de fundamental importancia, como muestran los textos de la oración empleados en los Escrutinios. ¿Y para los demás? Es útil que el homileta invite a los que le escuchan a ver la Cuaresma como un tiempo para fortalecer la gracia del Bautismo y para purificar la fe que han recibido. Este proceso puede ser explicado a la luz de la comprensión que Israel ha tenido de la experiencia del éxodo. Un acontecimiento crucial para la formación de Israel como pueblo de Dios, para el descubrimiento de los propios límites e infidelidades pero, también, del amor fiel e inmutable de Dios. Ha servido de paradigma interpretativo del camino con Dios a lo largo de toda la historia siguiente de Israel. De este modo, la Cuaresma es para nosotros el tiempo en el que en el desierto de nuestra existencia presente, con sus dificultades, miedos e infidelidades, descubrimos la cercanía de Dios que, a pesar de todo, nos está guiando hacia nuestra tierra prometida. Es un momento fundamental para la vida de fe, verdadero reto para nosotros. Las gracias del Bautismo, recibidas poco después de nacer, no pueden ser olvidadas, aunque sí los pecados acumulados y los errores humanos, que pueden hacer pensar en su ausencia. El desierto es el lugar donde se pone a prueba nuestra fe pero, también, donde se purifica y se refuerza, si aprendemos a confiar en Dios, a pesar de las experiencias contradictorias. El tema de base, en estos tres domingos, se centra en el modo en que la fe es continuamente alimentada a pesar del pecado (la samaritana), la ignorancia (el ciego) y la muerte (Lázaro). Son estos los «desiertos» que atravesamos en el curso de la vida y en los que descubrimos que no estamos solos, porque Dios está con nosotros.

70. El nexo entre los que se preparan para el Bautismo y los demás fieles intensifica el dinamismo del Tiempo de Cuaresma y el homileta tendría que esforzarse en relacionar al conjunto de la comunidad con el camino de preparación de los elegidos. Cuando se celebran los Escrutinios conviene adoptar, en la Oración Eucarística, la fórmula relativa a los padrinos; esto puede ayudar a recordar que cada miembro de la asamblea tiene una función activa como «sponsor» del elegido y en la obligación de conducir a otros hacia Cristo. Nosotros los creyentes, estamos llamados, como la samaritana, a compartir nuestra fe con los demás. Por ello, en Pascua, los nuevos iniciados podrán anunciar al resto de la comunidad: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

71. El III domingo de Cuaresma nos traslada al desierto con Jesús y con Israel, en una etapa precedente. Los israelitas tienen sed, y sufrir la sed les lleva a dudar de la eficacia del viaje iniciado por invitación de Dios. La situación parece sin esperanza, pero la ayuda llega de una fuente más sorprendente que nunca: ¡en el momento en el que Moisés golpea la dura roca de ella brota el agua! Aún existe una materia todavía más dura e inflexible: el corazón humano. El salmo responsorial hace una llamada elocuente a todos los que lo cantan y escuchan: «Ojalá escuchéis la voz del Señor: "No endurezcáis vuestro corazón"». En la segunda lectura, Pablo anuncia cómo la fe es el apoyo en el que poner el fundamento; ella, por medio de Cristo, da acceso a la gracia de Dios, precursora a su vez de esperanza. Esta esperanza después no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, haciéndolos capaces de amar. Este amor divino no se nos ha dado como recompensa a nuestros méritos, ya que se nos ha concedido cuando todavía éramos pecadores, ya que Cristo ha muerto por nosotros pecadores. En estos pocos versículos, el Apóstol nos invita a contemplar tanto el misterio de la Trinidad como las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. En este ámbito es donde se produce el encuentro de Jesús con la samaritana, una conversación profunda porque habla de las realidades fundamentales de la vida eterna y del culto verdadero. Es una conversación iluminante, ya que manifiesta la pedagogía de la fe. Al comienzo, Jesús y la mujer discuten en distintos niveles. El interés práctico y concreto de la mujer se centra en el agua y el pozo. Jesús, sin atender a su preocupación concreta, insiste en hablar del agua viva de la gracia. Hasta que sus discursos llegan a encontrarse. Jesús aborda el hecho más doloroso de la vida de la mujer: su situación matrimonial irregular. El haber reconocido su fragilidad le abre inmediatamente la mente al misterio de Dios y, entonces, hace preguntas sobre el culto. Cuando acepta la invitación a creer en Jesús como el Mesías, se llena de gracia y se apresura a compartir todo lo que ha aprendido con sus vecinos. La fe, nutrida por la Palabra de Dios, por la Eucaristía y el poner en práctica la voluntad del Padre, abre al misterio de la gracia, ilustrado con la imagen del «agua viva». Moisés golpeó la roca y de ella brotó el agua; el soldado traspasó el costado de Cristo y de él brotó sangre y agua. En su recuerdo, la Iglesia pone estas palabras en los labios de cuantos se encaminan en procesión para recibir la Comunión: «El que beba del agua que yo le daré - dice el Señor -, no tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».

72. No somos los únicos que estamos sedientos. El prefacio de la Misa de este día dice: «Quien al pedir agua a la Samaritana, ya había infundido en ella la gracia de la fe, y si quiso estar sediento de la fe de aquella mujer fue para encender en ella el fuego del amor divino». Aquel Jesús que estaba sentado al lado del pozo, estaba cansado y sediento. (El homileta, de suyo, podría destacar cómo los pasajes evangélicos de estos tres domingos resaltan la humanidad de Cristo: su cansancio mientras está sentado cerca del pozo, el hacer una pasta con el barro y la saliva para curar al ciego y sus lágrimas en la tumba de Lázaro). La sed de Jesús alcanzará el momento culminante en los últimos instantes de su vida, cuando desde la Cruz, grita: «¡Tengo sed!». Esto significa para Jesús hacer la voluntad de Aquel que le ha enviado y cumplir su obra. Después, de su corazón traspasado, brota la vida eterna que nos alimenta en los sacramentos, donándonos, a nosotros que adoramos en Espíritu y en verdad, el alimento que necesitamos para avanzar en nuestra peregrinación.

73. El IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en este domingo «Laetare» por las vestiduras litúrgicas de tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia. La relación entre el Misterio Pascual, el Bautismo y la luz, viene acogida sintéticamente por un versículo de la segunda lectura: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz». Esta relación resuena y encuentra una elaboración posterior en el prefacio: «Que se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el Bautismo, transformándolos en hijos adoptivos del Padre». Esta iluminación, inaugurada con el Bautismo, viene fortalecida cada vez que recibimos la Eucaristía, momento enfatizado por las palabras del ciego referidas en la antífona de comunión: «El Señor me puso barro en los ojos, me lavé y veo, y he empezado a creer en Dios».

74. Todavía no es un cielo sin nubes, lo que contemplamos en este domingo. El proceso del «ver» es, en la práctica, mucho más complejo de cómo viene descrito en la concisa narración del ciego. La primera lectura nos advierte: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura & porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón». Se trata de una advertencia salvadora tanto para los elegidos, en los que crece la espera mientras se acercan a la Pascua, como para el resto de la comunidad. La oración después de la comunión afirma que Dios ilumina a todo hombre que viene a este mundo, pero el reto proviene del hecho que, de modo más o menos intenso, nos dirijamos a la luz o, por el contrario, nos alejemos de ella. El homileta puede invitar a quien le escucha a notar cómo el hombre nacido ciego comienza a ver progresivamente y la creciente ceguera de los adversarios de Jesús. El hombre curado inicia la descripción de su sanador como «ese hombre que se llama Jesús»; después profesa que es un profeta; y finalmente proclama: «¡Creo, Señor!», y adora a Jesús. Los fariseos, por su parte, se convierten poco a poco en más ciegos; inicialmente admiten que se ha producido el milagro, después llegan a negar que se haya tratado de un milagro y, finalmente, expulsan fuera de la sinagoga al hombre que se ha curado. A lo largo de la narración, los fariseos afirman con seguridad lo que saben, mientras el ciego admite su propia ignorancia. El pasaje del Evangelio se cierra con Jesús que advierte cómo su venida ha generado una crisis en el sentido literal del término, es decir, un juicio; Él otorga la vista al ciego pero los que ven se convierten en ciegos. En respuesta a la objeción de los fariseos, él dice: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis. Vuestro pecado persiste». La iluminación recibida en el Bautismo tiene que expandirse entre las luces y sombras de nuestra peregrinación y, de este modo, después de la Comunión, rezamos: «Señor Dios . ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti y aprendamos a amarte de todo corazón».

75. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». La exhortación el domingo precedente de san Pablo, a despertar a los que se han dormido, encuentra una viva expresión en el último y más grande de los «signos» de Jesús en el cuarto Evangelio: la resurrección de Lázaro. La naturaleza definitiva de la muerte, enfatizada en el hecho de que Lázaro está muerto desde hace cuatro días, parece suponer un obstáculo todavía mayor que el de hacer brotar agua de una roca o devolver la vista a un ciego de nacimiento. No obstante Marta, puesta delante de esta situación, hace una profesión de fe similar a la de Pedro: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Su fe no está en lo que Dios podría cumplir en el futuro, sino en lo que Dios está cumpliendo ahora: «Yo soy la Resurrección y la vida». Aquel «yo soy», que recorre toda la narración de Juan, clara alusión a la auto-revelación de Dios a Moisés, aparece en los pasajes evangélicos de todos estos domingos. Cuando la samaritana habla del Mesías, Jesús le responde: «Yo soy, el que habla contigo». En la narración del ciego, Jesús dice: «Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo». Y hoy nos dice: «Yo soy la Resurrección y la vida». La clave para recibir esta vida es la fe: «¿Crees esto?». Pero incluso Marta duda después de su ardiente profesión de fe y, cuando Jesús pide que se quite la losa del sepulcro, pone como objeción que ya huele mal. Y es aquí, una vez más, que se recuerda cómo seguir a Cristo es un compromiso que dura toda la vida y, ya sea que nos preparamos a recibir los Sacramentos de la Iniciación dentro de dos semanas, como sea que hemos vivido tantos años como católicos, debemos luchar sin interrupción para reforzar y hacer más profunda nuestra fe en Cristo.

76. La resurrección de Lázaro es el cumplimiento de la promesa de Dios proclamada en la primera lectura por medio del profeta Ezequiel: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros». El corazón del Misterio Pascual consiste en el hecho de que Cristo ha venido para morir y resucitar de nuevo, para hacer por nosotros exactamente lo que ha hecho por Lázaro: «Desatadlo y dejadlo andar». Él nos libera, no solo de la muerte física sino de tantas otras muertes que nos afligen y nos convierten en ciegos: el pecado, las desventuras, las relaciones interrumpidas. Para nosotros los cristianos es, por tanto, esencial sumergirse de forma continua en su Misterio Pascual. Como proclama el prefacio de este día: «El cual, hombre mortal como nosotros, que lloró a su amigo Lázaro, y Dios y Señor de la vida, que lo levantó del sepulcro, hoy extiende su compasión a todos los hombres y por medio de sus sacramentos los restaura a una nueva vida». El encuentro semanal con el Señor crucificado y resucitado expresa nuestra fe en el hecho de que Él es, aquí y ahora, nuestra resurrección y nuestra vida. Esta convicción es la que nos hace capaces, el domingo siguiente, de acompañarle en su entrada en Jerusalén, diciendo con Tomás: «Vamos también nosotros y muramos con él».

D. Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

77. «El domingo de Ramos en la Pasión del Señor: para la procesión, se han escogido los textos que se refieren a la entrada solemne del Señor en Jerusalén, tomados de los tres Evangelios sinópticos; en la Misa, se lee el relato de la pasión del Señor» (OLM 97). Dos antiguas tradiciones conforman esta Celebración Litúrgica, única en su género: el uso de una procesión en Jerusalén y la lectura de la Pasión en Roma. La exuberancia que rodea la entrada real de Cristo, pronto da paso a uno de los cantos del Siervo doliente y a la solemne proclamación de la Pasión del Señor. Y esta liturgia tiene lugar en domingo, día desde los comienzos asociado a la Resurrección de Cristo. ¿Cómo puede el celebrante unir los múltiples elementos teológicos y emotivos de este día, sobre todo por el hecho de que las consideraciones pastorales aconsejan una homilía bastante breve? La clave se encuentra en la segunda lectura, el hermosísimo himno de la carta de san Pablo a los Filipenses, que resume de manera admirable todo el Misterio Pascual. El homileta podría destacar brevemente que, en el momento en el que la Iglesia entre en la Semana Santa, experimentaremos ese Misterio, de manera que podamos hablarle a nuestros corazones. Diversos usos y tradiciones locales conducen a los fieles a considerar los acontecimientos de los últimos días de Jesús, pero el gran deseo de la Iglesia en esta Semana no es, únicamente, el de remover nuestras emociones, sino el de hacer más profunda nuestra fe. En las celebraciones litúrgicas de la Semana que se inicia no nos limitamos a la mera conmemoración de lo que Jesús realizó; estamos inmersos en el mismo Misterio Pascual, para morir y resucitar con Cristo.

III. LOS DOMINGOS DE ADVIENTO

78. «Las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (I domingo), a Juan Bautista (II y III domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (IV domingo). Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente del libro de Isaías. Las lecturas del Apóstol contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo» (OLM 93). El Adviento es el tiempo que prepara a los cristianos a las gracias que serán dadas, una vez más en este año, en la celebración de la gran Solemnidad de la Navidad. Ya desde el I domingo de Adviento, el homileta exhorta al pueblo para que emprenda su preparación caracterizada por distintas facetas, cada una de ellas sugerida por la rica selección de pasajes bíblicos del Leccionario de este tiempo. La primera fase del Adviento nos invita a preparar la Navidad animándonos no sólo a dirigir la mirada al tiempo de la primera Venida del nuestro Señor, cuando, como dice el prefacio I de Adviento, Él asume «la humildad de nuestra carne», sino también, a esperar vigilantes su Venida «en la majestad de su gloria», cuando «podamos recibir los bienes prometidos».

79. Por tanto, existe un doble significado de Adviento, un doble significado de la Venida del Señor. Este tiempo nos prepara para su Venida en la gracia de la fiesta de la Navidad y a su retorno para el juicio al final de los tiempos. Los textos bíblicos deberían ser explicados considerando este doble significado. Según el texto, se puede evidenciar una u otra Venida, aunque, con frecuencia, el mismo pasaje presenta palabras e imágenes relativas a ambas. Existe, además, otra Venida: escuchamos estas lecturas en la asamblea eucarística, donde Cristo está verdaderamente presente. Al comienzo del tiempo de Adviento la Iglesia recuerda la enseñanza de san Bernardo, es decir, que entre las dos Venidas visibles de Cristo, en la historia y al final de los tiempos, existe una venida invisible, aquí y ahora (cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento), así como hace suyas las palabras de san Carlos Borromeo: «Este tiempo (&) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos (Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento)».

A. I domingo de Adviento

80. El evangelio del I domingo de Adviento, en los tres ciclos, es una narración sinóptica que anuncia la venida inminente del Hijo del Hombre en gloria, un día y una hora desconocidos. Nos exhorta a estar vigilantes y en alerta, a esperar signos espaventosos en el cielo y en la tierra, a no dejarnos sorprender. Siempre nos da una cierta impresión empezar de este modo el Adviento, ya que, de modo inevitable, este tiempo nos trae a la mente la Navidad y, en muchos lugares, el sentir común está ya sumergido con las dulces representaciones del Nacimiento de Jesús en Belén. No obstante, la Liturgia nos presenta estas imágenes a la luz de otras que nos recuerdan cómo el mismo Señor nacido en Belén «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», como dice el Credo. En este domingo, es responsabilidad del homileta recordar a los cristianos que siempre deben preparase para esta venida y para el juicio. Realmente, el Adviento constituye tal preparación: la Venida de Jesús en la Navidad está conectada íntimamente con su Venida en el último día.

81. Durante los tres años, la lectura del Profeta puede interpretarse ya sea como indicativa del glorioso advenimiento final del Señor como de su primer advenimiento «en la humildad de nuestra carne», de la que nos habla la Navidad. Tanto Isaías (en el año A) como Jeremías (en el año C), anuncian que «llegan días». En el contexto de esta Liturgia, las palabras que siguen apuntan claramente al tiempo final; pero se refieren, también, a la inminente Solemnidad de la Navidad.

82. ¿Qué sucederá al final de los días? Isaías dice (en el año A): «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles». El homileta tiene varias posibilidades de interpretación que se pueden desarrollar en consecuencia. «El monte de la casa del Señor» podría ser correctamente explicado como una imagen de la Iglesia, llamada a reunir a todas las gentes. También podría hacer de primer anuncio de la Fiesta inminente de la Navidad. «Confluirán los gentiles» hacia el Niño en el pesebre es un texto que se cumplirá, en particular, en Epifanía, cuando los Magos vengan a adorarlo. El homileta tendría que recordar a los fieles que también ellos pertenecen a los gentiles que caminan hacia Cristo, un viaje que se inicia con intensidad renovada en el I domingo de Adviento. Las mismas palabras, ricamente inspiradas, son también aplicables a la Venida en el final de los tiempos, citada explícitamente por el Evangelio. El profeta prosigue: «Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos». Las palabras conclusivas del pasaje profético son, al mismo tiempo, una maravillosa llamada a la celebración de la Navidad y a la espera del adviento del Hijo del Hombre en la gloria: «Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor».

83. La primera lectura del libro de Isaías en el año B se presenta como una oración que instruye a la Iglesia en la actitud penitencial propia de este periodo. Se inicia presentando un problema: el de nuestro pecado. «Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?». Es evidente que esta pregunta debe ser considerada. ¿Quién puede comprender el misterio de la iniquidad humana? (cf. 2Ts 2, 7). Nuestra experiencia, ya sea en nosotros mismos o en el mundo que nos rodea - el homileta puede presentar ejemplos - solo puede hacer brotar de lo profundo de los corazones un grito inmenso dirigido a Dios: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Esta sentida petición encuentra respuesta definitiva en Jesucristo. En él Dios ha rasgado los cielos y ha descendido entre nosotros. Y en él, como había pedido el profeta, Dios «cuando ejecutarás portentos inesperados: "descendiste y las montañas se estremecieron". Jamás se oyó ni se escuchó &». La Navidad es la celebración de las obras maravillosas realizadas por Dios y que nunca hubiéramos podido esperar.

84. La Iglesia, en este I domingo de Adviento, fija además la mirada en el Retorno de Jesús en gloria y majestad. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Los Evangelios, con este mismo tono, describen la Venida final. Y ¿estamos preparados? No, no lo estamos, y por ello tenemos necesidad de un tiempo de preparación. La oración del profeta continúa: «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos». Una cosa muy parecida se invoca en la oración colecta de este domingo: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras.».

85. En el Evangelio de Lucas, que se lee en el año C, las imágenes son particularmente vivas. Entre tantos signos terribles que aparecerán, Jesús predice que habrá uno que será capaz de eclipsar a todos los demás: su aparición como Señor de la gloria. Él dice: «entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y majestad». Para nosotros que le pertenecemos, este no debería ser un día de gran temor. Al contrario, él dice: «Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación». Un homileta podría preguntar en voz alta: ¿por qué tenemos que tener nosotros una actitud de confianza en el último día? Ciertamente esto exige una preparación precisa, son necesarios algunos cambios en nuestra vida. Es lo que comporta el Tiempo de Adviento, en el que debemos poner en práctica la advertencia del Señor: «Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida . Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre».

86. Naturalmente la Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la preparación más intensa de la comunidad para la Venida del Señor, ya que ella misma señala dicha Venida. En el prefacio que abre la plegaria eucarística en este domingo, la comunidad se presenta a Dios «en vigilante espera». Nosotros, que damos gracias, pedimos hoy ya poder cantar con todos los ángeles: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del universo». Aclamando el «Misterio de la fe» expresamos el mismo espíritu de vigilante espera: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas». En la plegaria eucarística los cielos se abren y Dios desciende. Hoy recibimos el Cuerpo y la Sangre del Hijo del Hombre que llegará sobre las nubes con gran poder y gloria. Con su gracia, dada en la Sagrada Comunión, esperamos que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Me levantaré y alzaré la cabeza; se acerca mi liberación».

B. II y III domingo de Adviento

87. En los tres ciclos, los textos evangélicos del II y III domingo de Adviento, están dominados por la figura de san Juan Bautista. No sólo, el Bautista es, también con frecuencia, el protagonista de los pasajes evangélicos del Leccionario ferial en las semanas que siguen a estos domingos. Además, todos los pasajes evangélicos de los días 19, 21, 23 y 24 de diciembre atienden a los acontecimientos que circundan el nacimiento de Juan. Por último, la celebración del Bautismo de Jesús por mano de Juan cierra todo el ciclo de la Navidad. Todo lo que aquí se dice tiene como finalidad ayudar al homileta en todas las ocasiones en las que el texto bíblico evidencia la figura de Juan Bautista.

88. Orígenes, teólogo maestro del siglo III, ha constatado un esquema que expresa un gran misterio: independientemente del tiempo de su Venida, Jesús ha sido precedido, en aquella Venida, por Juan Bautista (Homilía sobre Lucas, 4, 6). De suyo, ha sucedido que desde el seno materno, Juan saltó para anunciar la presencia del Señor. En el desierto, junto al Jordán, la predicación de Juan anunció a Aquél que tenía que venir después de él. Cuando lo bautizó en el Jordán, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma visible y una voz desde el cielo lo proclamaba el Hijo amado del Padre. La muerte de Juan fue interpretada por Jesús como la señal para dirigirse resolutivamente hacia Jerusalén, donde sabía que le esperaba la muerte. Juan es el último y el más grande de todos los profetas; tras él, llega y actúa para nuestra salvación Aquél que fue preanunciado por todos los profetas.

89. El Verbo divino, que en un tiempo se hizo carne en Palestina, llega a todas las generaciones de creyentes cristianos. Juan precedió la venida de Jesús en la historia y también precede su venida entre nosotros. En la comunión de los santos, Juan está presente en nuestras asambleas de estos días, nos anuncia al que está por venir y nos exhorta al arrepentimiento. Por esto, todos los días en Laudes, la Iglesia recita el Cántico que Zacarías, el padre de Juan, entonó en su nacimiento: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados» (Lc 1, 76-77).

90. El homileta debería asegurarse que el pueblo cristiano, como componente de la preparación a la doble venida del Señor, escuche las invitaciones constantes de Juan al arrepentimiento, manifestadas de modo particular en los Evangelios del II y III domingo de Adviento. Pero no oímos la voz de Juan sólo en los pasajes del Evangelio; las voces de todos los profetas de Israel se concentran en la suya. «Él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo» (Mt 11, 14). Se podría también decir, al respecto de todas las primeras lecturas en los ciclos de estos domingos, que él es Isaías, Baruc y Sofonías. Todos los oráculos proféticos proclamados en la asamblea litúrgica de este tiempo son para la Iglesia un eco de la voz de Juan que prepara, aquí y ahora, el camino al Señor. Estamos preparados para la Venida del Hijo del Hombre en la gloria y majestad del último día. Estamos preparados para la Fiesta de la Navidad de este año.

91. Por ejemplo, cada asamblea en la que vienen proclamadas las Escrituras es la «Jerusalén» del texto del profeta Baruc (II domingo C): «Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la gloria que Dios te da». Este es un profeta que nos invita a una preparación precisa y nos llama a la conversión: «Envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a la cabeza la diadema de la gloria perpetua». En la Iglesia vivirá el Verbo hecho carne, por esta razón a ella van dirigidas las palabras: «Ponte en pie Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque Dios se acuerda de ti».

92. En estos domingos se leen diversas profecías mesiánicas clásicas de Isaías. «Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá de su raíz» (Is 11, 1; II domingo A). El anuncio se cumple en el Nacimiento de Jesús. Otro año: «Una voz grita: "En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios"» (Is 40, 3; II domingo B). Los cuatro evangelistas reconocen el cumplimiento de estas palabras en la predicación de Juan en el desierto. En el mismo Isaías se lee: «Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos –ha hablado la boca del Señor–» (Is 40, 5). Esto se dice del último día. Esto se dice de la Fiesta de Navidad.

93. Es impresionante cómo en las diversas ocasiones en las que Juan Bautista aparece en el Evangelio se repite con frecuencia el núcleo de su mensaje sobre Jesús: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 8; II domingo B). El Bautismo de Jesús en el Espíritu Santo es la conexión directa entre los textos a los que nos hemos referido hasta ahora y el centro hacia el que este Directorio atrae la atención, es decir, el Misterio Pascual, que se ha cumplido en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo sobre todos los que creen en Cristo. El Misterio Pascual viene preparado por la Venida del Hijo Unigénito engendrado en la carne y sus infinitas riquezas serán posteriormente desveladas en el último día. Del niño nacido en un establo y del que vendrá sobre las nubes, Isaías dice: «Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is 11, 2; II domingo A); y también, recurriendo a las palabras que el mismo Jesús declarará cumplidas en sí mismo: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren» (Is 61, 1; III domingo B. Cf. Lc 4, 16-21).

94. El Leccionario del tiempo de Adviento es, de hecho, un conjunto de textos del Antiguo Testamento que convencen y que, de modo misterioso, encuentran su cumplimiento en la Venida del Hijo de Dios en la carne. Como siempre, el homileta puede recurrir a la poesía de los profetas para describir a los cristianos aquellos misterios en los que ellos mismos son introducidos a través de las Celebraciones Litúrgicas. Cristo viene continuamente y las dimensiones de su venida son múltiples. Ha venido. Volverá de nuevo en gloria. Viene en Navidad. Viene ya ahora, en cada Eucaristía celebrada a lo largo del Adviento. A todas estas dimensiones se les puede aplicar la fuerza poética de los profetas: «Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará» (Is 35, 4; III domingo A). «No temas Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva» (So 3, 16-17; III domingo C). «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen» (Is 40, 1-2; II domingo B).

95. No sorprende, entonces, que el espíritu de espera ansiosa crezca durante las semanas de Adviento; que en el III domingo, los celebrantes se endosan vestiduras de un gozoso rosa claro, y que este domingo toma el nombre de los primeros versos de la antífona de entrada que, desde hace siglos, se canta en este día, con las palabras extraídas de la carta de san Pablo a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca».

C. IV domingo de Adviento

96. Con el IV domingo de Adviento, la Navidad está ya muy próxima. La atmósfera de la Liturgia, desde los reclamos corales a la conversión, se traslada a los acontecimientos que circundan el Nacimiento de Jesús. Un cambio de dirección evidenciado en el Prefacio II del tiempo de Adviento. «La Virgen concebirá» es el título de la primera lectura del año A. Cierto es que todas las lecturas, de los profetas a los Apóstoles y a los Evangelios, giran en torno al misterio anunciado a María por el arcángel Gabriel. (Lo que se dice aquí a propósito de los Evangelios de los domingos y de los textos del Antiguo Testamento puede ser aplicado también al Leccionario ferial del 17 al 23 de diciembre).

97. En el Evangelio del año B se lee la narración de la Anunciación de Lucas; a la que sigue, en el mismo evangelio, la Visitación, que se lee en el año C. Estos acontecimientos ocupan un lugar destacado en la devoción de muchos católicos. La primera parte de la oración, el Ave María, considerada entre las más hermosas, se compone de las palabras dirigidas a María por el Arcángel Gabriel y por Isabel. La Anunciación es el primer misterio gozoso del Rosario; la Visitación, el segundo. La oración del Ángelus es una meditación ampliada de la Anunciación, recitada por muchos fieles cada día (por la mañana, al mediodía y por la noche). El encuentro entre el arcángel Gabriel y María, sobre la que desciende el Espíritu Santo, está representado en múltiples obras del arte cristiano. En el IV domingo de Adviento, el homileta tendría que trabajar sobre esta sólida base de la devoción cristiana y, así, conducir a los fieles hacia una comprensión más profunda de estos admirables acontecimientos.

98. «El Ángel del Señor anunció a María. Y concibió por obra del Espíritu Santo». El poder y la fuerza de aquella hora nunca han disminuido. Ahora se siente de nuevo mientras de ella se impregna la asamblea en la que se proclama el Evangelio. Forja la hora peculiar de la celebración comunitaria. Estamos absortos en su Misterio. En cierto modo estamos presentes en la escena. Vemos al ángel que se presenta delante de la Virgen María en Nazaret de Galilea (también la Iglesia está contemplando la escena, siguiendo con estupor el drama de su encuentro, su intercambio de palabras). Mensaje divino, respuesta humana. Pero, mientras observamos, tomamos conciencia de que en esta visión no estamos aceptados sólo como simples espectadores. Cuanto ha sido ofrecido a María (acoger al Hijo de Dios en su seno) nos es ofrecido, en cierto modo, a cada una de las asambleas de fieles y a cada uno de los creyentes en la Liturgia del domingo IV de Adviento. En Navidad, ya dentro de pocos días, se nos va a entregar. Justo como ha dicho Jesús: «El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

99. La primera lectura del Año B, del segundo Libro de Samuel, nos invita a dar un paso atrás respecto a esta escena, incluso manteniendo la mirada fija en ella. La lectura nos ofrece una visión más amplia, la historia de la dinastía de David. La intención es la de ayudarnos a mirar con atención en los siglos que han transcurrido en esta historia hasta que surge, finalmente, el ángel delante de María. Es útil, por tanto, para el homileta ayudar a las personas a observar todo el escenario del acontecimiento. El generoso David está inspirado por un pensamiento noble, es decir, construir una casa para el Señor. ¿Por qué, se pregunta David, ahora que se ha establecido en su casa y ha obtenido una tregua en torno a sus enemigos gracias a la intervención del Señor, por qué Él tendría que continuar viviendo en el arca debajo de una tienda? ¿Por qué no una casa, un templo, para el Señor? Pero el Señor da a David una respuesta del todo inesperada. A la generosa oferta de David, el Señor responde con su generosidad divina superando enteramente lo que David ofrecía o nunca habría podido imaginar. Revocando la oferta de David, el Señor dice: «Tu no construirás una casa para mí», «el Señor te anuncia que te va a edificar una casa» (cf. 2S 7, 11), refiriéndose así a la dinastía de David que «dure tanto como el sol, como la luna, de edad en edad» (Sal 72, 5).

100. Volviendo a la escena central de esta narración, vemos cómo la promesa hecha a David se ha cumplido de manera definitiva y, una vez más, de manera inesperada. María está «desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David» (Lc 1, 27). El Ángel anuncia a María que dará a luz un Hijo, diciendo: «El Señor Dios le dará el trono de David su padre» (Lc 1, 32). María misma es, de este modo, la casa que el Señor construye para el auténtico Hijo de David. Incluso, el deseo de David de construir una casa para el Señor se cumple de modo misterioso: con las palabras «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1, 38), la Hija de Sión, por medio de su consentimiento de fe, en un instante construye un templo digno para el Hijo del Dios Altísimo.

101. El misterio de la Concepción Virginal de María es también el tema del Evangelio del Año A pero, en este caso, la narración se desarrolla desde el punto de vista de José, como nos narra Mateo. La primera lectura es un breve pasaje de Isaías en el que el profeta pronuncia la conocida frase: «Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Esta lectura puede ofrecer al homileta la ocasión para explicar cómo la Iglesia ve, justamente, el cumplimiento de los textos del Antiguo Testamento en los acontecimientos de la vida de Jesús. En el pasaje de Mateo, la asamblea escucha los detalles referidos, que circundan el Nacimiento de Jesús, concluyendo con la frase: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta». Un profeta habla en la historia, en circunstancias concretas. En el 734 a.C., el rey Acaz tenía que hacer frente a un enemigo poderoso; el profeta Isaías le exhortó a tener fe en el poder que Dios tenía para liberar Jerusalén, y ofreció al rey un signo enviado por el Señor. Cuando el rey, con hipocresía, lo rechazó, el contrariado Isaías le anunció que le sería dado, de todas formas, un signo, el signo de una Virgen, cuyo Hijo sería llamado Emmanuel. Pero ahora, por medio del Espíritu Santo, que ha hablado por el profeta, cuanto tenía sentido en aquellas precisas circunstancias históricas se amplía para conformarse en una circunstancia histórica mucho mayor: la Venida del Hijo de Dios que se hace carne. Todas las profecías y toda la historia, en definitiva, hablan de esto.

102. El homileta, una vez presentado este argumento, puede considerar la narración bien construida de Mateo. El evangelista se preocupa de mantener en equilibrio dos verdades sobre Jesús: que es el Hijo de David y que es el Hijo de Dios. Ambas son verdades esenciales para comprender quién es Jesús. Tanto María como José interpretan un papel preciso en el cumplimiento de este entrelazarse armónico del misterio.

103. Como hemos visto en la Anunciación en el contexto de la Historia de Israel, también la genealogía que precede a este Evangelio ofrece una clave importante para su interpretación. (La genealogía se lee el 17 de diciembre y en la Misa de la Vigilia de Navidad). El Evangelio de Mateo inicia solemnemente con estas palabras: «Genealogía de Jesucristo, Hijo de David, Hijo de Abrahán». Continúa la narración tradicional de todas las generaciones: Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, y así en adelante, pasando por David y sus descendientes, hasta José, donde el relato sufre un imprevisto y marcado cambio: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo». Resulta singular y extraordinario cómo el texto no prosigue diciendo: «José engendró a Jesús», sino que especifica cómo José es el esposo de María, de la cual nació Jesús. Es precisamente en este punto sobre el que recae el peso del IV domingo de Adviento, como viene indicado en el primer versículo: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera». Es decir, en circunstancias notablemente diferentes a todos los nacimientos precedentes, exigiendo, por tanto, esta narración peculiar.

104. La primera información se refiere al hecho que María, antes de ir a vivir con José, estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Es claro, por tanto, para los que escuchan y leen el pasaje que el niño no es de José sino que es el mismo Hijo de Dios. En la narración, además, esto no está todavía claro para José. El homileta podrá constatar el drama que soporta José. ¿Sospecha la infidelidad de María y por eso decide «repudiarla en secreto»? O quizá ¿tiene alguna intuición de la obra divina, que le lleva a temer de recibir a María como su esposa? Es desconcertante también el silencio de María. Ella, claramente, mantiene el secreto que existe entre ella y Dios, y será Dios quien clarificará la situación. Ninguna palabra humana sería suficiente para explicar un misterio tan grande. Mientras José consideraba estas cosas, un Ángel le revela en sueños que María ha concebido por obra del Espíritu Santo y que no debe temer. La Liturgia del Adviento invita a los fieles a no temer y a acoger, como José, el misterio divino que se está desarrollando en su vida.

105. Un Ángel confirma en sueños a José que María ha concebido por obra del Espíritu Santo. Así, de nuevo, todo se explica: Jesús es el Hijo de Dios. Pero José tendrá que cumplir dos gestos, dos actos que legitimarán el Nacimiento de Jesús a los ojos de la cultura y de la fe judías. El Ángel se dirige a él de modo explícito con estas palabras: «José, Hijo de David», y le ordena llevar a María a su casa, permitiendo que el misterio de ella le trasforme. Después, él tendrá que dar nombre al niño. Estos dos gestos hacen de Jesús «el Hijo de David». La narración de Mateo habría podido continuar con estas palabras: «Cuando José se despertó hizo lo que le había mandado el ángel del Señor», mientras que, por el contrario, la narración viene interrumpida por la profecía de Isaías: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta», para citar después el versículo profético que hemos escuchado en la primera lectura. Lo que Isaías dijo a Acaz es poca cosa al respecto. Ahora la palabra «Virgen» se toma al pie de la letra, y Ella concibe por obra del Espíritu Santo. Y qué decir del nombre que tendrán que dar al niño ¿Emmanuel? Mateo, a diferencia de Isaías, explica su significado: «Dios-con-nosotros». También estas palabras, como indican las circunstancias, están tomadas al pie de la letra. José, el Hijo de David, lo llamará Jesús; pero el misterio más profundo de su nombre es «Dios-con-nosotros».

106. En la segunda lectura de este mismo domingo, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, escuchamos un lenguaje teológico más antiguo y primitivo que el de Mateo pero que ya nos revela la importancia del equilibrio armónico en los títulos que expresan el Misterio de Jesús. San Pablo habla del «Evangelio que se refiere a su Hijo, nacido, según lo humano de la estirpe de David; constituido, Hijo de David, con pleno poder por su Resurrección de la muerte». San Pablo ve ratificado el título de «Hijo de Dios» en la Resurrección de Jesús. San Mateo, como hemos visto con anterioridad, cuando explica el nombre del Emmanuel con el significado de «Dios-con-nosotros», expresa tal comprensión del Señor resucitado, haciendo referencia al principio de su existencia humana.

107. A pesar de ello, es Pablo quien muestra directamente el modo de relacionar lo que escuchamos en estos textos. Después de haber llamado con solemnidad a aquel que es el centro de su Evangelio «Hijo de David e Hijo de Dios», Pablo designa a los gentiles como los que están llamados «por Cristo Jesús». Además, los define como «a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo». El homileta debe mostrar cómo este lenguaje se aplica también a nosotros. Los cristianos escuchan la maravillosa historia del Nacimiento de Jesucristo que cumple de modo admirable lo que había sido prometido por medio de los profetas, pero después escuchan también una palabra sobre ellos: estamos llamados a pertenecer a Jesucristo, estamos llamados por Dios y estamos llamados a ser santos.

108. El Evangelio del Año C se refiere a lo que María realizó inmediatamente después del encuentro con el Ángel que le anuncia la concepción del Hijo de Dios. «En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña», a ver a su pariente Isabel que estaba encinta de Juan Bautista. Y al oír el saludo de María el niño saltó en el seno de Isabel. Es este el primero de tantos momentos en los que Juan anuncia la presencia de Jesús. Es instructivo reflexionar también sobre cómo María se comporta cuando es consciente de llevar al Hijo de Dios en su seno. Ella «aprisa» va a visitar a Isabel, para poder constatar que «nada es imposible para Dios»; y actuando así, aporta un gran gozo a Isabel y al Hijo que está en su seno.

109. En estos días convulsos de Adviento la Iglesia entera asume la fisonomía de María. El rostro de la Iglesia lleva impresos los signos distintivos de la Virgen. El Espíritu Santo actúa ahora en la Iglesia, como ha actuado siempre. Por tanto, mientras la asamblea en este domingo entra en el misterio eucarístico, el sacerdote reza en la oración sobre las ofrendas: «El mismo espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar». El homileta debe extraer el mismo nexo evidenciado por esta oración: a través de la Eucaristía, por el poder del Espíritu Santo, los fieles llevarán en su propio cuerpo lo que María llevó en sus entrañas. Como Ella, tendrán que hacer «deprisa» el bien al prójimo. Sus buenas acciones, realizadas siguiendo el ejemplo de María, sorprenderán entonces a los otros con la presencia de Cristo, de modo que dentro de ellos se produzca un salto de gozo.

IV. TIEMPO DE NAVIDAD

A. Las celebraciones de la Navidad

110. «En la vigilia y en las tres Misas de Navidad, las lecturas, tanto las proféticas como las demás, se han tomado de la tradición Romana» (OLM 95). Un momento distintivo de la Solemnidad de la Navidad del Señor es la costumbre de celebrar tres misas diferentes: la de medianoche, la de la aurora y la del día. Con la reforma posterior al Concilio Vaticano II se ha añadido una vespertina en la vigilia. A excepción de las comunidades monásticas, no es normal que todos participen en las tres (o cuatro) celebraciones; la mayor parte de los fieles participará en una Liturgia que será su «Misa de Navidad». Por ello se ha llevado a cabo una selección de lecturas para cada celebración. No obstante, antes de considerar algunos temas integrales y comunes a los textos litúrgicos y bíblicos, resulta ilustrativo examinar la secuencia de las cuatro misas.

111. La Navidad es la fiesta de la luz. Es opinión difundida que la celebración del Nacimiento del Señor se fijó a finales de diciembre para dar un valor cristiano a la fiesta pagana del Sol invictus. Aunque podría también no ser así. Si ya en la primera parte del siglo III, Tertuliano escribió que en algunos calendarios Cristo fue concebido el 25 de marzo, día que se considera como el primero del año, es posible que la fiesta de la Navidad haya sido calculada a partir de esta fecha. En todo caso, ya desde el siglo IV, muchos Padres reconocen el valor simbólico del hecho de que los días se alargan después de la Fiesta de la Navidad. Las fiestas paganas que exaltan la luz en la oscuridad del invierno no eran extrañas, y las fiestas invernales de la luz aún hoy son celebradas en algunos lugares por los no creyentes. A diferencia de ello, las lecturas y las oraciones de las diversas Liturgias natalicias evidencian el tema de la verdadera Luz que viene a nosotros en Jesucristo. El primer prefacio de Navidad exclama, dirigiéndose a Dios Padre: «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor». El homileta debería acentuar esta dinámica de la luz en las tinieblas, que inunda estos días gozosos. Presentamos a continuación una síntesis de las características de cada Celebración.

112. La Misa vespertina de la Vigilia. Aunque la celebración de la Navidad comienza con esta Misa, las oraciones y las lecturas evocan aún un sentido de temblorosa espera; en cierto sentido, esta misa es una síntesis de todo el Tiempo de Adviento. Casi todas las oraciones están conjugadas en futuro: «Mañana contemplaréis su gloria» (antífona de entrada); «Concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como Redentor, lo recibamos también confiados cuando venga como juez» (colecta); «Mañana quedará borrada la bondad de la tierra» (canto al Evangelio); «Concédenos, Señor, empezar estas fiestas de Navidad con una entrega digna del santo misterio del nacimiento de tu Hijo en el que has instaurado el principio de nuestra salvación» (oración sobre las ofrendas); «Se revelará la gloria del Señor» (antífona de comunión). Las lecturas de Isaías en las otras Misas de Navidad describen lo que está sucediendo, mientras que el pasaje proclamado en esta Misa cuenta lo que sucederá. La segunda lectura y el pasaje evangélico hablan de Jesús como el Hijo de David y de los antepasados humanos que han preparado el camino para su venida. La genealogía del Evangelio de san Mateo, describiendo a grandes rasgos el largo camino de la Historia de la Salvación que conduce al acontecimiento que vamos a celebrar, es similar a las lecturas del Antiguo Testamento de la Vigila Pascual. La letanía de nombres aumenta la sensación de espera. En la Misa de la Vigilia somos un poco como los niños que agarran con fuerza el regalo de Navidad, esperando la palabra que les permita abrirlo.

113. La Misa de medianoche. En el corazón de la noche, mientras el resto del mundo duerme, los cristianos abren este regalo: el don del Verbo hecho carne. El profeta Isaías anuncia: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». Continúa refiriéndose a la gloriosa victoria del héroe conquistador que ha quebrantado la vara del opresor y ha tirado al fuego los instrumentos de guerra. Anuncia que el dominio de aquel que reinará será dilatado y con una paz sin límites y, por último, le llena de títulos: «Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz». El comienzo del Evangelio resalta la eminencia de tal dignatario, mencionando por su nombre al emperador y al gobernador que reinaban cuando Él irrumpe en escena. La narración prosigue con una revelación impresionante: este rey potente ha nacido en un modesto pueblecito de las fronteras del Imperio Romano y su madre «lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada». El contraste entre el héroe conquistador descrito por Isaías y el niño indefenso en el establo nos trae a la mente todas las paradojas del Evangelio. El conocimiento de estas paradojas está profundamente arraigado en el corazón de los fieles y los atrae a la Iglesia en el corazón de la noche. La respuesta apropiada es unir nuestro agradecimiento al de los ángeles, cuyo canto resuena en los cielos en esta noche.

114. La Misa de la Aurora. Las lecturas propuestas para esta Celebración son particularmente concisas. Somos como aquellos que se despertaron en la gélida luz del alba, preguntándose si la aparición angélica en medio de la noche había sido un sueño. Los pastores, con ese innato buen sentido propio de los pobres, piensan entre sí: «Vamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor». Van corriendo y encuentran exactamente lo que les había anunciado el Ángel: una pobre pareja y su Hijo apenas recién nacido, dormido en un pesebre para los animales. ¿Su reacción a esta escena de humilde pobreza? Vuelven glorificando y alabando a Dios por lo que han visto y oído, y todos los que los escuchan quedan impresionados por lo que les han referido. Los pastores vieron, y también nosotros estamos invitados a ver, algo mucho más trascendente que la escena que nos llena de emoción y que ha sido objeto de tantas representaciones artísticas. Pero esta realidad se puede ver sólo con los ojos de la fe y emerge con la luz del día, en la siguiente Celebración.

115. La Misa del día. Como un sol resplandeciente ya en lo alto del cielo, el Prólogo del Evangelio de san Juan aclara la identidad del niño del pesebre. El evangelista afirma: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad". Con anterioridad, como recuerda la segunda lectura, Dios había hablado de muchas maneras por medio de los profetas; pero ahora "en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria &" Esta es su grandeza, por la que lo adoran los mismos ángeles. Y aquí está la invitación para que todos se unan a ellos: "adorad al Señor, porque hoy una gran luz ha bajado a la tierra" (canto al evangelio).

116. El Verbo se hace carne para redimirnos, gracias a su Sangre derramada, y ensalzarnos con él a la gloria de la Resurrección. Los primeros discípulos reconocieron la relación íntima entre la Encarnación y el Misterio Pascual, como testimonia el himno citado en la carta de san Pablo a los Filipenses (Flp 2, 5-11). La luz de la Misa de medianoche es la misma luz de la Vigilia Pascual. Las colectas de estas dos grandes Solemnidades comienzan con términos muy similares. En Navidad, el sacerdote dice: «Oh Dios, que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera &»; en Pascua: «Oh Dios, que iluminas esta noche santa con la gloria de la Resurrección del Señor .». La segunda lectura de la Misa de la aurora propone una síntesis admirable de la revelación del Misterio de la Trinidad y de nuestra introducción al mismo a través del Bautismo: «Cuando se apareció la Bondad de Dios, nuestro Salvador, y su Amor al hombre, & sino que según su propia misericordia nos ha salvado: con el baño del segundo nacimiento, y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna». Las oraciones propias de la Misa del día hablan de Cristo como autor de nuestra generación divina y de cómo su nacimiento manifiesta la reconciliación que nos hace amables a los ojos de Dios. La colecta, una de las más antiguas del tesoro de las oraciones de la Iglesia, expresa sintéticamente porqué el Verbo se hace carne: «Oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza; y de modo más admirable todavía restableciste su dignidad por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana». Una de las finalidades fundamentales de la homilía es, como afirma el presente Directorio, la de anunciar el Misterio Pascual de Cristo. Los textos de la Navidad ofrecen explícitas oportunidades para hacerlo.

117. Otra finalidad de la homilía es la de conducir a la comunidad hacia el Sacrificio Eucarístico, en el que el misterio Pascual se hace presente. Es un indicador claro la palabra «hoy», a la que recurren con frecuencia los textos litúrgicos de las Misas de Navidad. El Misterio del Nacimiento de Cristo está presente en esta celebración, pero como en su primera venida, solo puede ser percibido con la mirada de la fe. Para los pastores el gran «signo» fue, simplemente, un pobre niño clocado en el pesebre, aunque en su recuerdo glorificaban y alababan a Dios por lo que habían visto. Con la mirada de la fe tenemos que percibir al mismo Cristo, nacido hoy, bajo los signos del pan y del vino. El admirabile commercium del que nos habla la colecta del día de Navidad, según la cual Cristo comparte nuestra humanidad y nosotros su divinidad, se manifiesta de modo particular en la Eucaristía, como sugieren las oraciones de la celebración. En la media noche rezamos así en la oración sobre las ofrendas: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». Y en la de la aurora: «Señor, que estas ofrendas sean signo del Misterio de Navidad que estamos celebrando; y así como tu Hijo, hecho hombre, se manifestó como Dios, así nuestras ofrendas de la tierra nos hagan partícipes de los dones del cielo». Y también, en el prefacio III de Navidad: "Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos".

118. La referencia a la inmortalidad roza otro tema recurrente en los textos de Navidad: la celebración es sólo una parada momentánea en nuestra peregrinación. El mensaje escatológico, tan evidente en el tiempo de Adviento, también encuentra aquí su expresión. En la colecta de la Vigilia, rezamos: «& que cada año nos alegras con la fiesta esperanzadora de nuestra redención; concédenos que así como ahora acogemos, gozosos, a tu Hijo como Redentor, lo recibamos también confiados cuando venga como juez». En la segunda lectura de la Misa de medianoche, el Apóstol nos exhorta «a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo». Y por último, en la oración después de la comunión de la Misa del día, pedimos que Cristo, autor de nuestra generación divina, nacido en este día, «nos haga igualmente partícipes del don de su inmortalidad».

119. Las lecturas y las oraciones de Navidad ofrecen un rico alimento al pueblo de Dios peregrino en esta vida; revelando a Cristo como Luz del mundo, nos invitan a sumergirnos en el Misterio Pascual de nuestra redención a través del «hoy» de la Celebración Eucarística. El homileta puede presentar este banquete al pueblo de Dios reunido para celebrar el nacimiento del Señor, exhortándole a imitar a María, la Madre de Jesús, que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Evangelio, Misa de la aurora).

B. Fiesta de la Sagrada Familia

120. "El domingo dentro de la Octava de Navidad, Fiesta de la Sagrada Familia, el Evangelio es el de la infancia de Jesús, las demás lecturas hablan de las virtudes de la vida doméstica" (OLM 95). Los Evangelistas, en esencia, no contaron nada sobre la vida de Jesús desde su Nacimiento hasta el comienzo de su ministerio público; lo poco que nos ha sido transmitido lo escuchamos en los pasajes evangélicos propuestos para esta Fiesta. Los portentos que rodean el Nacimiento del Salvador se debilitan y la Sagrada Familia vive una vida doméstica muy común, que viene ofrecida a las familias como modelo a imitar, tal como sugieren las oraciones de esta celebración.

121. Cada día, en diversos lugares del mundo, la institución familiar soporta grandes retos y, por ello, sería apropiado que el homileta hablara de ello. No obstante, más que ofrecer una simple exhortación moral sobre los valores de la familia, el homileta debería inspirarse en las lecturas del día para hablar de la familia cristiana como escuela de discipulado. Cristo, del que celebramos su Nacimiento, ha venido al mundo para hacer la voluntad del Padre: tal obediencia, dócil a la inspiración del Espíritu Santo, tiene que encontrar un lugar en cada familia cristiana. José obedece al ángel y conduce al Hijo y a su Madre a Egipto (Año A); María y José obedecen la Ley presentando al Niño en el Templo (Año B) y yendo hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua judía (Año C). Jesús, por su parte, obedece a sus padres terrenales pero el deseo de estar en la casa del Padre es todavía más grande (Año C). Como cristianos, somos miembros también de otra familia, que se reúne en torno a la mesa familiar del altar para alimentarnos del Sacrificio que se ha cumplido, ya que Cristo ha obedecido hasta la muerte. Tenemos que ver a las familias como Iglesia doméstica en la que poner en práctica aquel modelo de amor oblativo de sí mismo que asimilamos en la Eucaristía. De este modo, todas las familias cristianas se abre también hacia afuera para formar parte de la nueva familia y más amplia de Jesús: «El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).

122. La comprensión del sentido cristiano de la vida familiar ayuda al homileta a explicar la lectura tomada de la Carta de san Pablo a los Colosenses. El precepto apostólico, según el cual la mujer debe estar sometida al marido, puede chocar a nuestros contemporáneos; si el homileta piensa no comentar esto, sería más prudente recurrir a la versión breve de la lectura. No obstante, los pasajes complicados de la Escritura, en la mayor parte de los casos, tienen mucho que enseñarnos y este caso específico ofrece al homileta la ocasión de afrontar un argumento con el que podría no estar de acuerdo el oyente moderno, pero que de suyo representa una fortaleza si se comprende correctamente. La referencia a un texto similar, tomado de la Carta de san Pablo a los Efesios (Ef 5, 21-6, 4), nos permite profundizar en su significado. Pablo, en este texto, discute las recíprocas responsabilidades de la vida familiar. La frase clave es la siguiente: «Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano» (Ef 5, 21). La originalidad de la enseñanza del Apóstol no reside en el hecho de que la mujer deba estar sometida a su marido, condición ya asumida en la cultura de su tiempo. Lo que es novedoso y, además, propiamente cristiano, es, sobre todo, que esta sumisión debe ser recíproca: si la mujer debe obedecer al marido, él, a su vez, como Cristo, debe sacrificar su propia vida por su esposa. En segundo lugar, la razón de la mutua sumisión no está dirigida simplemente a la armonía de la familia o al bien de la sociedad, sino que se realiza por temor de Cristo. En otras palabras, la sumisión recíproca en la familia es una expresión del discipulado cristiano; la casa familiar es, o tendría que llegar a ser, un lugar donde manifestamos nuestro amor a Dios sacrificando nuestras vidas el uno por el otro. El homileta puede lanzar el reto a los oyentes para que lleven a cabo en sus relaciones este amor de auto-oblación, que es el corazón de la vida y de la misión de Cristo, celebrado en la "comida familiar" de la Eucaristía.

C. Solemnidad de Santa María Madre de Dios

123. «En la Octava de Navidad y solemnidad de Sagrada María, Madre de Dios, las lecturas tratan de la Virgen, Madre de Dios, y de la imposición del santísimo nombre de Jesús» (OLM 95). Esta Festividad cierra la octava de la Solemnidad de la Navidad y, en muchos lugares del mundo, señala también el comienzo del año nuevo. Las lecturas y las oraciones ofrecen la oportunidad de considerar, todavía una vez más, la identidad del Niño del que estamos celebrando el Nacimiento. Él es verdadero Dios y verdadero Hombre. El antiguo título de Theotokos (Madre de Dios) ratifica la naturaleza, tanto humana como divina, de Cristo. Él es también nuestro Salvador (Jesús, el nombre que recibe en la circuncisión, pero que le fue asignado por el ángel antes de la concepción). Él nos salva desde el momento que ha nacido bajo la Ley y nos redime por medio de su Sangre derramada. El rito de la circuncisión celebra la entrada de Jesús en la alianza y anuncia con anticipación «la Sangre de la nueva y eterna alianza que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados». También es un tema central de esta Celebración la función de María en la obra de la Salvación, tanto en relación con Cristo, que por medio de Ella ha recibido la naturaleza humana, como con los miembros de su Cuerpo: es la Madre de la Iglesia que intercede por nosotros. Por último, la celebración del año nuevo ofrece la ocasión de dar gracias por las bendiciones recibidas en el año apenas trascurrido y de pedir para que en el año que nos espera podamos, como María, colaborar con Dios en la incesante misión de Cristo. La oración sobre las ofrendas enlaza a la perfección estos dos argumentos: «Señor y Dios nuestro, que en tu providencia das principio y cumplimiento a todo bien, concede, te rogamos, a cuantos celebramos hoy la fiesta de la Madre de Dios, Santa María, que así como nos llena de gozo celebrar el comienzo de nuestra salvación, nos alegremos un día de alcanzar su plenitud. Por Jesucristo nuestro Señor».

D. Solemnidad de la Epifanía

124. La triple dimensión de la Epifanía (la visita de los Magos, el Bautismo de Cristo y el milagro de Caná) es particularmente evidente en la Liturgia de las Horas de la Epifanía, así como en los días próximos a la misma. En la tradición latina, además, la Liturgia Eucarística se concentra en el evangelio de los Magos. En la semana posterior, la fiesta del Bautismo del Señor enfoca esta dimensión de la Epifanía del Señor. En el Año C, el domingo siguiente al del Bautismo presenta como evangelio la Narración de las Bodas de Caná.

125. Las tres lecturas de la Misa de la Epifanía representan otros tres géneros diversos de lecturas bíblicas. La primera lectura, tomada del profeta Isaías, es una poesía de gozo. La segunda, de la carta de san Pablo a los Efesios, es una precisa afirmación teológica pronunciada en el lenguaje más que técnico de Pablo. El Evangelio es una dramática narración de los acontecimientos, en los que cada detalle está lleno de significado simbólico. Todos juntos desvelan la Fiesta y la definen como Epifanía. Al escuchar su proclamación y, con la ayuda del Espíritu, su más profunda comprensión dan lugar a la celebración de la Epifanía. La Palabra de Dios revela al mundo entero el significado fundamental del Nacimiento de Jesucristo. La Navidad, iniciada el 25 de diciembre, alcanza ahora su ápice en el día de la Epifanía: Cristo es revelado a todas las gentes.

126. El homileta podría comenzar con el pasaje de san Pablo, bastante breve pero de extrema intensidad, que ofrece una precisa declaración de qué es la Epifanía. Pablo nos narra su singular encuentro con Jesús resucitado camino de Damasco, de donde proviene todo. Explica todo lo que le ha sucedido como una «revelación», es decir, una comprensión de los acontecimientos, nueva e inesperada, transmitida con la autoridad divina en el encuentro con el Señor Jesús, y no, por tanto, una simple opinión personal. San Pablo llama también a esta revelación «gracia» y «misión», un tesoro que le ha sido confiado para el bien de los demás. Además, define lo que le ha sido comunicado como "el Misterio". Este "Misterio" es algo desconocido en el pasado, velado a nuestra comprensión, de alguna manera escondido en los acontecimientos, pero ahora - ¡y es este, justamente, el anuncio de Pablo! -viene ahora revelado, ahora se da a conocer. ¿En qué consiste el significado escondido a las generaciones pasadas y ahora revelado? Es esta, pues, la afirmación de la Epifanía: «que también los gentiles son coherederos [con los judíos] miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Espíritu». Esto es un enorme cambio en el mundo del pensamiento del celoso fariseo Saulo, un tiempo convencido que la escrupulosa observancia de la Ley judía era el único camino de Salvación. Pero ahora Pablo anuncia el «Evangelio», inesperada Buena Noticia en Cristo Jesús. Sí, Jesús es el cumplimiento de todas las promesas de Dios al pueblo judío; sin esto no se le puede comprender. Ahora, por el contrario, «también los gentiles son coherederos [con los judíos] miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Espíritu».

127. De hecho, los acontecimientos referidos en la narración de Mateo, que ha sido elegida para la Epifanía, son la realización de lo que Pablo ha dicho en su carta. Guiados por una estrella llegan a Jerusalén los Magos, sabios religiosos gentiles, estudiosos de notables tradiciones sapienciales en las que la humanidad entera busca, con un gran deseo, al desconocido Creador y Señor de todas las cosas. Representan todas las naciones y no han encontrado su camino hacia Jerusalén siguiendo las escrituras judías sino un signo maravilloso en el cielo que les ha señalado un acontecimiento de dimensiones cósmicas. Su sabiduría no-judía ha permitido a los Magos comprender tantas cosas. «Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarle». En la última fase de su viaje, para llegar a la conclusión precisa de sus investigaciones, necesitan de las escrituras judías, y la identificación profética de Belén como el lugar del Nacimiento del Mesías. Una vez que han tomado esto de las escrituras judías, el signo cósmico les indica de nuevo el camino. «De pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el Niño». En los Magos llega hasta Belén el deseo de Dios de toda la humanidad, encontrando allí «al Niño con María, su madre».

128. En este punto de la narración de Mateo cuando puede ser introducida, a modo de comentario, la poesía de Isaías. Los tonos de gozo ayudan a entender la maravilla de este momento. «¡Levántate, brilla, Jerusalén!» exhorta el profeta, «que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti». La redacción originaria de este texto se coloca en una circunstancia histórica bien precisa: el pueblo de Israel tiene necesidad de levantarse de un oscuro capítulo de su historia. Pero ahora, aplicado a los Magos delante de Jesús, alcanza un cumplimiento mucho más allá de lo imaginable. La luz, la gloria y el esplendor: la estrella que guía a los Magos. O, más bien, el mismo Jesús es «la luz de todos los hombres y la gloria de su pueblo Israel». «Levántate, Jerusalén» dice el profeta. Sí, pero ahora sabemos, por medio de la revelación de san Pablo, que si la exhortación está dirigida a Jerusalén (principio que se puede aplicar a cualquier parte de las Escrituras), la referencia no se puede aplicar simplemente a la ciudad histórica y terrenal. «Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa [con los judíos] en Jesucristo, por el Evangelio». Y de este modo, bajo el título «Jerusalén» la exhortación va dirigida a todas las gentes. La Iglesia, reunida de todas las naciones es llamada, «Jerusalén». Todas las almas bautizadas, en su interior, son llamadas, «Jerusalén». Se cumple, de este modo, lo que ha sido profetizado en los Salmos: «¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!» y «todas mis fuentes están en ti» (Sal 87, 3, 7).

129. Y así en Epifanía las tocantes palabras del profeta se dirigen a todas las asambleas de cristianos creyentes. «¡Que llega tu luz, Jerusalén!». Cada uno de los fieles, con la ayuda del homileta, ¡deberá escuchar estas palabras en lo profundo de su corazón! "Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti". El homileta tiene la función de exhortar a los fieles para dejar atrás los modos indolentes y las visiones poco abiertas a la esperanza. «Levanta la vista entorno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti». Es decir, a los cristianos se les ha dado todo lo que el mundo entero busca. Una gran multitud de gentes llegará a la gracia en la que nosotros ya nos encontramos. Justamente proclamamos en el salmo responsorial: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra».

130. Nuestra reflexión podría ir de la poesía de Isaías a la narración de Mateo. Los Magos nos sirven de ejemplo en el modo de acercarnos al Niño. "Vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron". Hemos entrado en la Sagrada Liturgia para hacer lo mismo. El homileta haría bien recordando a los fieles que, al acercarse a la comunión en el día de la Epifanía, tendrían que pensar que ellos mismos han llegado al lugar, y que están delante de la persona hacia la que la estrella y las Escrituras les han conducido. Y por tanto, que ofrezcan a Jesús el oro de su amor, el uno por el otro, el incienso de su fe, con el que lo reconocen como el Dios-con- nosotros, y la mirra, que expresa su voluntad de morir al pecado y ser sepultados con Él para resucitar a la vida eterna. E incluso, como los Magos, sentirnos exhortados a volver a casa siguiendo otro camino. Que puedan olvidarse de Herodes, malvado impostor, y de todo lo que les ha pedido que hicieran. ¡En esta Fiesta han visto al Señor! "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!". El homileta podría aún animarlos, como hizo san León hace tantos siglos, a que imiten la función de la estrella. Como la estrella, gracias a su fulgor, llevó a los gentiles a Cristo, del mismo modo, esta asamblea, con el esplendor de la fe, de la alabanza y de las buenas obras, debe resplandecer en este mundo de tinieblas como un astro luminoso. «Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor».

E. Fiesta del Bautismo del Señor

131. Con la Fiesta del Bautismo del Señor, prolongación de la Epifanía, concluye el tiempo de la Navidad y se inicia el Tiempo Ordinario. Mientras Juan bautiza a Jesús a orillas del Jordán sucede algo grandioso: los cielos se abren, se oye la voz del Padre y el Espíritu Santo desciende en forma visible sobre Jesús. Se trata de una manifestación del misterio de la Santísima Trinidad. Pero ¿por qué se produce esta visión en el momento en el que Jesús es bautizado? El homileta debe responder a esta pregunta.

132. La explicación está en la finalidad por la que Jesús va a Juan para que le bautice. Juan está predicando un bautismo de penitencia. Jesús recibe este signo de arrepentimiento junto a muchos otros que corren hacia Juan. En un primer momento, Juan intenta impedírselo pero Jesús insiste. Y esta insistencia manifiesta su intención: ser solidario con los pecadores. Quiere estar donde están ellos. Lo mismo expresa el apóstol Pablo, pero con un tipo de lenguaje diferente: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar por nuestros pecados» (2Co 5, 21).

133. Y es, justamente, en este momento de intensa solidaridad con los pecadores, cuando tiene lugar la grandiosa epifanía trinitaria. La voz del Padre tronó desde el cielo, anunciando: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Tenemos que comprender que lo que le agrada al Padre, reside en la voluntad del Hijo de ser solidario con los pecadores. De este modo se manifiesta como Hijo de este Padre, es decir, el Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). En aquel preciso instante, el Espíritu aparece como una paloma, desciende sobre el Hijo, imprimiendo una especie de aprobación y de autorización a toda la escena inesperada.

134. El Espíritu que ha plasmado esta escena preparándola a lo largo de los siglos de la Historia de Israel («que habló por los profetas», como profesamos en el Credo), está presente en el homileta y en sus oyentes: abre sus mentes a una comprensión todavía más profunda de lo sucedido. El mismo Espíritu acompañó a Jesús en cada instante de su existencia terrenal, caracterizando todas sus acciones para que fueran revelación del Padre. Por tanto, podemos escuchar el texto del profeta Isaías de este día como una prolongación de las palabras del Padre en el corazón de Jesús: «Tú eres mi Hijo, el amado». Su diálogo de amor continúa: «mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu& Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones».

135. En el salmo responsorial de esta fiesta se escuchan las palabras del Salmo 28: «La voz del Señor está sobre las aguas». La Iglesia canta este salmo como celebración de las palabras del Padre que tenemos el privilegio de escuchar y cuya escucha marca nuestra fiesta. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» - esta es la «voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica» (Sal 28, 3-4).

136. Después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para ser tentado por Satanás. Sucesivamente y conducido siempre por el Espíritu, Jesús va a Galilea donde proclama el Reino de Dios. Durante su maravillosa predicación, marcada por milagros prodigiosos, Jesús afirma en una ocasión: «Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Con estas palabras se refería a su próxima muerte en Jerusalén. De este modo comprendemos cómo el Bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista no fue el definitivo sino una acción simbólica de lo que se habría cumplir en el Bautismo de su agonía y muerte en la Cruz. Porque es en la Cruz donde Jesús se revela a sí mismo, no en términos simbólicos, sino concretamente y en completa solidaridad con los pecadores. Es en la Cruz donde «Dios lo hizo expiar por nuestros pecados» (2Co 5, 21) y donde «nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito» (Ga 3, 13). Es allí donde desciende al caos de las aguas de ultratumba, y lava para siempre nuestros pecados. Pero por la Cruz y la Muerte, Jesús es también liberado de las aguas, llamado a la Resurrección por la voz del Padre que dice: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado. Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo» (Hb 1, 5). Esta escena de muerte y resurrección es una obra de arte escrita y dirigida por el Espíritu. La voz del Señor sobre las grandes aguas de la muerte, con fuerza y poder, saca a su Hijo de la muerte. «La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica».

137. El Bautismo de Jesús es modelo también para el nuestro. En el Bautismo descendemos con Cristo a las aguas de la muerte, donde son lavados nuestros pecados. Y después de habernos sumergido con Él, con Él salimos de las aguas y oímos, fuerte y potente, la voz del Padre que, dirigida también a nosotros en lo profundo de nuestros corazones, pronuncia un nombre nuevo para cada uno de nosotros: «¡Amado! Mi predilecto». Sentimos este nombre como nuestro, no en virtud de las buenas obras que hemos realizado, sino porque Cristo, en su amor sin límites, ha deseado intensamente compartir con nosotros su relación con el Padre.

138. La Eucaristía celebrada en esta Fiesta propone de nuevo, en cierto modo, los mismos acontecimientos. El Espíritu desciende sobre los dones del pan y del vino ofrecido por los fieles. Las palabras de Jesús: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», anuncian su intención de recibir el Bautismo de muerte para nuestra Salvación. Y la asamblea reza, el «Padre nuestro» junto con el Hijo, porque con Él siente dirigida a sí misma la voz del Padre que llama «amado» al Hijo.

139. En una ocasión, a lo largo de su ministerio, Jesús dijo: «el que cree en mí, como dice la Escritura: "De su seno brotarán manantiales de agua viva"». Aquellas aguas vivas han comenzado a brotar en nosotros con el Bautismo, y se transforman en un río siempre más caudaloso en cada celebración de la Eucaristía.

V. DOMINGOS DEL TIEMPO ORDINARIO

140. Los tiempos de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua poseen un carácter particular y las lecturas indicadas para estos tiempos tienen una armonía inherente que deriva de estos. Es distinto el caso de los domingos del Tiempo Ordinario, como puntualizan los Praenotanda del Leccionario: "Por el contrario, en los domingos del Tiempo Ordinario, que no tienen una característica peculiar, los textos de la lectura apostólica y del Evangelio se distribuyen según el orden de la lectura discontinua, mientras que la lectura del Antiguo Testamento se compone armónicamente con el Evangelio» (OLM 67). Los redactores del Leccionario, han rechazado intencionadamente la idea de asignar un «tema» a cada domingo del año y escoger las lecturas como consecuencia de ello: «Lo que era conveniente para aquellos tiempos anteriormente citados no ha parecido oportuno aplicarlo también a los domingos, de modo que en ellos hubiera una cierta unidad temática que hiciera más fácil la instrucción homilética. El genuino concepto de la acción litúrgica se contradice, en efecto, con una semejante composición temática, ya que dicha acción litúrgica es siempre celebración del misterio de Cristo y, por tradición propia, usa la Palabra de Dios movida no sólo por unas inquietudes de orden racional o externo, sino por la preocupación de anunciar el Evangelio y de llevar a los creyentes hacia la verdad plena» (OLM 68). Fiel al mandato del Concilio Vaticano II, que ha indicado cómo «los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan» (SC 21), el Leccionario trienal del Tiempo Ordinario presenta a los fieles el Misterio de Cristo, tal y como narran los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. El homileta, prestando atención a la estructura de las lecturas en el Tiempo Ordinario, puede encontrar una ayuda para su propia preparación. El Directorio, en este punto, recuerda lo que dicen los Praenotanda sobre esta estructura, a partir del Evangelio.

141. Tras haber evidenciado que el II domingo del Tiempo Ordinario continúa el tema de la Manifestación del Señor, celebrada con la Epifanía y la Fiesta del Bautismo del Señor; los Praenotanda prosiguen: «A partir del domingo III, empieza la lectura semicontinua de los tres Evangelios sinópticos; esta lectura se ordena de manera que presente la doctrina propia de cada Evangelio a medida que se va desarrollando la vida y predicación del Señor. Además, gracias a esta distribución, se consigue una cierta armonía entre el sentido de cada Evangelio y la evolución del año litúrgico. En efecto, después de la Epifanía se leen los comienzos de la predicación del Señor, que guardan una estrecha relación con el Bautismo y las primeras manifestaciones de Cristo. Al final del año litúrgico, se llega espontáneamente al tema escatológico, propio de los últimos domingos, ya que los capítulos del Evangelio que preceden al relato de la pasión tratan este tema, con más o menos amplitud» (OLM 105). Existe, por tanto, un esquema común que siguen los tres ciclos: las primeras semanas afrontan el inicio de la misión pública de Cristo, las últimas poseen un tema escatológico y las semanas que se encuentran entre ellas presentan, de manera continua, diversos acontecimientos y enseñanzas de la vida de nuestro Señor.

142. Cada año está bien definido, ya que revela las enseñanzas propias de cada Evangelio sinóptico. El homileta, tendría que resistir la tentación de considerar los pasajes evangélicos dominicales como una entidad independiente; el conocimiento de la estructura global y de los elementos característicos de cada Evangelio puede ayudarle a profundizar su comprensión del texto.

143. AÑO A: Mateo presenta, de manera muy bien organizada, el ministerio público de Jesús. Los discursos son cinco, cada uno los cuales está precedido de un material narrativo. El leccionario es fiel a tal estructura. 1. El discurso de la montaña (del IV al IX domingo) precedido por la llamada de los primeros discípulos (III domingo). 2. El discurso misionero (del XI al XIII domingo) precedido por la llamada de Mateo. 3. El discurso en parábolas (del XV al XVII domingo) precedido por el anuncio de la Buena Noticia revelada a los sencillos. 4. El discurso sobre la vida en la Iglesia (del XXIII al XXIV domingo) precedido por la narración de los milagros, de la confesión de Pedro y del anuncio de la Pasión. 5. El discurso escatológico (del XXXII al XXXIV domingo) precedido por las narraciones de las parábolas y de los acontecimientos que implican la aceptación o el rechazo del Reino. El conocimiento de esta estructura hace que el homileta sea capaz de relacionar cuanto dice a lo largo de las diversas semanas y, además, de ayudar a los fieles a apreciar la relación absoluta entre la vida y las enseñanzas de Jesús, tal como explica el primer Evangelio a través de su esquema de narraciones y discursos.

144. AÑO B: aunque no tiene la articulada organización de los otros dos Evangelios sinópticos, la narración de Marcos posee su particular dinamismo, que el homileta podrá poner de relieve, siempre, en los diversos momentos del año. Al inicio, el ministerio de Jesús es acogido con gran entusiasmo (del III al IX domingo) pero la oposición no tarda en llegar (X domingo). Incluso sus discípulos le entienden mal porque sus esperanzas están puestas en un Mesías terrenal. El momento del cambio en el ministerio público de Jesús llega, en la narración de Marcos, con la confesión de fe de Pedro, con el primer anuncio de Cristo de su propia Pasión, y con el rechazo de Pedro de tal proyecto (domingos XXIV y XXV). Los malentendidos se suceden en este Evangelio, ya que Jesús habla y se comporta de forma que confunde y escandaliza a los oyentes, lo que ofrece una lección positiva a la comunidad cristiana reunida cada semana para escuchar la Palabra de Dios (el misterio de Cristo pone siempre a prueba nuestras expectativas). Otra característica importante del Ciclo B, es adoptar la narración de san Juan de la multiplicación de los panes y de los peces, con el sucesivo discurso del pan de vida (del domingo XVII al XXI). Esto ofrece al homileta la oportunidad de predicar durante varias semanas sobre Cristo, pan vivo que nos nutre, tanto con su Palabra como con su Cuerpo y su Sangre.

145. AÑO C: las enseñanzas propias del Evangelio de Lucas son, en primer lugar, la ternura y la misericordia, trazas distintivas del ministerio de Cristo. Desde el inicio de su misión hasta que se acercaba a Jerusalén, los que se encontraban con Jesús, desde Pedro (V domingo) a Zaqueo (domingo XXXI), son conscientes de la necesidad de su perdón y de la gran misericordia de Dios. Muchas narraciones propias del Evangelio de Lucas, a lo largo del año, ilustran el tema de la misericordia divina: la mujer pecadora (XI domingo), el buen samaritano (XV domingo), la oveja perdida y el hijo pródigo (XXIV domingo), el buen ladrón (XXXIV domingo). No faltan las advertencias dirigidas a quien no demuestra misericordia: los anatemas y las bienaventuranzas (VI domingo), el rico insensato (XVIII domingo), el rico y Lázaro (XXVI domingo). Escrito para los gentiles, el Evangelio de Lucas evidencia cómo la misericordia de Dios va más allá del pueblo elegido para abrazar a aquellos que antes estaban excluidos. El tema retorna frecuentemente a lo largo de estos domingos, es una advertencia a todos los que nos reunimos para celebrar la Eucaristía: hemos recibido la generosa misericordia de Cristo; por tanto, no pueden existir límites a nuestra misericordia hacia el prójimo.

146. Con respecto a las lecturas del Antiguo Testamento en el Tiempo Ordinario, así se expresan los Praenotanda: «Estas lecturas se han seleccionado en relación con los fragmentos evangélicos, con el fin de evitar una excesiva diversidad entre las lecturas de cada Misa y, sobre todo, para poner de manifiesto la unidad de ambos Testamentos. La relación entre las lecturas de la Misa se hace ostensible a través de la cuidadosa selección de los títulos que se hallan al principio de cada lectura. Al seleccionar las lecturas, se ha procurado que, en lo posible, fueran breves y fáciles. Pero también se ha previsto que en los domingos se lea el mayor número posible de los textos más importantes del Antiguo Testamento. Estos textos se han distribuido sin un orden lógico, atendiendo solamente a su relación con el Evangelio; sin embargo, el tesoro de la Palabra de Dios quedará de tal manera abierto, que todos los que participan en la misa dominical conocerán casi todos los pasajes más importantes del Antiguo Testamento» (OLM 106). Los ejemplos ofrecidos por este Directorio, con relación al tiempo de Adviento/Navidad y Cuaresma/Pascua, indican los recorridos que el homileta puede seguir para conectar las lecturas del Nuevo y del Antiguo Testamento, mostrando cómo las mismas convergen en la persona y en la misión de Jesucristo. Además, no se debe olvidar el salmo responsorial, que también ha sido escogido en armonía con el Evangelio y con la lectura del Antiguo Testamento. El homileta no puede pretender que el pueblo reconozca de modo automático estos nexos, que deberán, por el contrario, ser indicados en la homilía. Los Praenotanda, también atraen la atención sobre los títulos elegidos para cada lectura explicando que han sido elegidos con cuidado, tanto para indicar el tema principal de la lectura como también, cuando sea necesario, para poner de relieve el nexo entre las diversas lecturas de una Misa concreta (cf. OLM 123).

147. Por último, están las lecturas en el Tiempo Ordinario tomadas de los Apóstoles: «Para esta segunda lectura se propone una lectura semicontinua de las cartas de san Pablo y de Santiago (las cartas de san Pedro y de san Juan se leen en el tiempo pascual y en el tiempo de Navidad). La primera carta a los Corintios, dado que es muy larga y trata de temas diversos, se ha distribuido en los tres años del ciclo, al principio de este Tiempo Ordinario. También ha parecido oportuno dividir la carta a los Hebreos en dos partes, la primera de las cuales se lee el año B, y la otra el año C. Conviene advertir que se han escogido solo unas lecturas bastante breves y no demasiado difíciles para la comprensión de los fieles» (OLM 107). A todo lo expuesto en los Praenotanda es oportuno añadir dos observaciones sobre la disposición de los textos tomados de los Apóstoles. Sobre todo, en las semanas que concluyen el Año Litúrgico escuchamos la primera y la segunda carta a los Tesalonicenses, donde se tratan temas escatológicos que sintonizan con las demás lecturas y con los textos litúrgicos de estos domingos. En segundo lugar, la carta de Pablo a los Romanos constituye una parte muy importante del Ciclo A del domingo IX al XXV. Dada su importancia, a pesar del espacio que le dedica el Leccionario, el homileta puede reservarle una atención especial en estos domingos del Tiempo Ordinario.

148. Debemos reconocer que las lecturas tomadas de los Apóstoles pueden generar un pequeño dilema, en el sentido que no han sido elegidas para que armonicen con el Evangelio y con la lectura del Antiguo Testamento. En ocasiones si están, de modo explícito, en armonía con las otras lecturas, aunque este no es el caso más frecuente, y el homileta no debe forzar la «concordancia» con dichas lecturas. Es legítimo, no obstante, que a veces predique primariamente sobre la segunda lectura, a lo mejor dedicando también algunos domingos a una de las lecturas.

149. El hecho de que los domingos del tiempo ordinario no posean una armonía intrínseca puede representar un reto para el homileta pero este reto le ofrece la oportunidad de evidenciar, una vez más, la finalidad fundamental de la homilía: «El Misterio Pascual de Cristo, proclamado en las lecturas y en la homilía, se realiza por medio del sacrificio de la Misa» (OLM 24). El homileta no debería sentir la necesidad de detenerse en cada lectura o de construir un puente artificial entre ellas: el principio unificador es la Revelación y la Celebración del Misterio Pascual de Cristo para la asamblea litúrgica. En un domingo concreto, el camino de entrada en el misterio nos viene dado en la página del Evangelio leída a la luz de la doctrina propia del Evangelista; esto también puede ser reforzado con una reflexión sobre la relación que hay entre el pasaje del Evangelio, la lectura del Antiguo Testamento y el salmo responsorial. O también, el homileta podría basar su homilía principalmente sobre el texto del Apóstol. En todo caso, la finalidad no es la de hacer un tour de force que una, de modo exhaustivo, los hilos diversos de las Lecturas sino más bien seguir uno de ellos que conduzca al pueblo de Dios al corazón del misterio de la vida, Muerte y Resurrección de Cristo, realizado en la Celebración Litúrgica.

VI. OTRAS OCASIONES

A. Misa ferial

150. La costumbre de celebrar cotidianamente la Eucaristía es una gran fuente de santidad para los católicos de Rito Romano, y los sacerdotes deberían animar al pueblo a participar, en cuanto le sea posible, en la Misa cotidiana. El Papa Benedicto exhorta para que «no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada» (VD 59). La Eucaristía cotidiana es menos solemne que la liturgia dominical y debería ser celebrada de un modo tal que cuantos tienen responsabilidades familiares y de trabajo puedan tener la oportunidad de participar en la Misa ferial. De aquí la necesidad de que la homilía, en estas ocasiones, sea breve. Por otro lado, ya que muchos participan de forma regular en la Misa ferial, se tiene la oportunidad de hacer la homilía sobre un determinado libro de la Escritura en días sucesivos, algo que la celebración dominical no permite.

151. La homilía en la Misa ferial está particularmente aconsejada en los tiempos de Adviento/Navidad y Cuaresma/Pascua. Las lecturas, en estos casos, han sido elegidas con cuidado y los principios vienen ofrecidos en los Praenotanda del Ordo Lectionum Missae: para el Adviento, n. 94; para la Navidad, n. 96; para la Cuaresma, n. 98; para el Tiempo de Pascua, n. 101. La familiaridad con los mismos puede ayudar al homileta en la preparación de los breves comentarios cotidianos.

152. Los mismos Praenotanda dedican a las lecturas del Tiempo Ordinario un punto al cual el homileta debe prestar atención cuando prepara las Liturgias feriales: «En la ordenación de las lecturas feriales, se proponen unos textos para cada día de cada semana, durante todo el año; por lo tanto, como norma general, se emplearán estas lecturas en los días que tienen asignados, a no ser que coincida una solemnidad o una fiesta, o una memoria que tenga lecturas propias. En la Ordenación de las lecturas para las ferias, hay que advertir si, durante aquella semana, por razón de alguna celebración que en ella coincida, se tendrá que omitir alguna o algunas lecturas del mismo libro. Si se da este caso, el sacerdote, teniendo a la vista la ordenación de lecturas de toda la semana, ha de prever qué partes omitirá, por ser de menor importancia, o la manera más conveniente de unir estas partes a las demás, cuando son útiles para una visión de conjunto del argumento que tratan» (OLM 82). Como consecuencia, se anima al homileta a ver las lecturas de toda la semana y a aportar adaptaciones a su secuencia cuando estas se ven interrumpidas por una celebración particular. La homilía ferial, aunque sea breve, debe ser preparada con anticipación y gran cuidado. La experiencia nos enseña que una homilía breve con frecuencia exige una mayor preparación.

153. Cuando el Leccionario prevé lecturas propias para la celebración de un santo, es necesario usarlas. Las lecturas pueden, además, ser elegidas del común si existen razones para dar mayor resalto a la celebración de un santo. En los Praenotanda del Ordo Lectionum Missae se advierte además: «El sacerdote que celebra con participación del pueblo atenderá, en primer lugar, al bien espiritual de los fieles y se guardará de imponerles sus preferencias. Procurará, de modo especial, no omitir con frecuencia y sin motivo suficiente las lecturas asignadas para cada día en el Leccionario ferial, ya que es deseo de la Iglesia que los fieles dispongan de una mesa de la Palabra de Dios ricamente servida» (OLM 83).

B. Matrimonio

154. Con respecto a la homilía en la celebración nupcial, el Ritual del Matrimonio recuerda que: «el sacerdote, en la homilía, explica, partiendo del texto sagrado, el misterio del Matrimonio cristiano, la dignidad del amor conyugal, la gracia del Sacramento y las obligaciones de los cónyuges, atendiendo, sin embargo, a las diversas circunstancias de las personas» (61). La homilía en un Matrimonio presenta dos retos únicos en su género. El primero se refiere al hecho de que cada día más, incluso para muchos cristianos, el Matrimonio no es visto como una vocación; el «misterio del Matrimonio cristiano» tiene que ser proclamado y enseñado. El segundo reto se refiere a los presentes en la celebración, entre los cuales se encuentran también con frecuencia no cristianos y no católicos: el homileta, por tanto, no puede partir del supuesto de que el auditorio esté familiarizado con los elementos fundamentales de la fe cristiana. También estos retos son ocasiones para que el homileta exponga una visión de la vida y del Matrimonio enraizada con el discipulado cristiano y con el Misterio Pascual de la Muerte y la Resurrección de Cristo. Quien tiene la homilía deberá prepararse con gran cuidado, de modo que pueda hablar del «misterio del Matrimonio cristiano» «atendiendo, sin embargo, a las diversas circunstancias de las personas», al mismo tiempo.

C. Exequias

155. El Ritual de exequias explica brevemente el valor y el significado de la homilía en el funeral. A la luz de la Palabra de Dios, incluso teniendo presente que la homilía debe evitar la forma y el estilo del elogio fúnebre, «los sacerdotes considerarán, con la debida solicitud, no solo la persona del difunto y las circunstancias de su muerte, sino también, el dolor de los familiares y las necesidades de su vida cristiana» (Observaciones previas 18). El amor de Dios manifestado en Cristo muerto y resucitado, reaviva la fe, la esperanza y la caridad. La vida eterna y la Comunión de los Santos traen consuelo a los que lloran. La circunstancia del funeral ofrece la ocasión para considerar el misterio de la vida y de la muerte, el sentido de la peregrinación terrena, el juicio misericordioso de Dios, la vida que no muere.

156. El homileta debe mostrar particular interés por aquellos que, con ocasión de los funerales, asisten a la Celebración Litúrgica, ya sean no católicos o católicos que casi nunca participan en la Eucaristía, o dan la impresión de haber perdido la fe (cf. Observaciones previas 18). La escucha de las Sagradas Escrituras, las oraciones y los cantos de la liturgia exequial nutren y expresan también, la fe de la Iglesia.

APÉNDICES

157. Una preocupación particular a la que con frecuencia se ha prestado atención en los años posteriores al Concilio Vaticano II, y de modo particular en los Sínodos de los Obispos, está relacionada con la necesidad de ofrecer una mayor doctrina en la predicación. El Catecismo de la Iglesia Católica representa, al respecto, un recurso ciertamente útil para el homileta, pero es importante que sea usado conforme a la finalidad de la homilía.

158. El Catecismo Romano fue publicado bajo la guía de los Padres del Concilio de Trento y, en algunas ediciones incluía también una Praxis Catechismi que dividía el contenido del Catecismo Romano en base a los Evangelios de los domingos del año. Por ello no sorprende el hecho de que, con la publicación de un nuevo Catecismo en la línea del Concilio Vaticano II, se haya presentado la propuesta de hacer algo similar con el Catecismo de la Iglesia Católica. Una iniciativa de este género debe afrontar diversos obstáculos de carácter práctico pero el más importante se refiere a la objeción fundamental según la cual la Liturgia dominical no es una «ocasión» para tener un sermón sobre un argumento que no es acorde al tiempo litúrgico y a sus temas. No obstante, pueden existir razones pastorales específicas que requieran exponer un particular aspecto de la instrucción doctrinal o moral. Estas decisiones exigen prudencia pastoral.

159. Por otro lado, las enseñanzas más importantes están relacionadas con el sentido más profundo de las Escrituras que, justamente, se manifiesta cuando la Palabra de Dios es proclamada en la asamblea litúrgica. La tarea del homileta no es la de adecuar las Lecturas de la Misa a un esquema temático predefinido sino invitar a los que le escuchan a reflexionar sobre la Fe de la Iglesia, como emerge de las Escrituras en el contexto de la Celebración Litúrgica.

160. Teniendo esto presente, en el Apéndice se ha dispuesto una tabla en la que se indican los números del Catecismo de la Iglesia Católica referidos en las lecturas bíblicas de los domingos y de las solemnidades. Los números han sido escogidos porque citan o aluden a lecturas específicas o porque tratan argumentos presentes en las lecturas. El homileta es así estimulado a consultar el Catecismo no de un modo simple y rápido sino meditando sobre cómo sus cuatro partes están muy relacionadas. Por ejemplo, en el V domingo A del Tiempo Ordinario, la primera lectura habla de la atención a los pobres, la segunda lectura de la locura de la Cruz y la tercera de los discípulos que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Las citas del Catecismo las asocian con algunos temas fundamentales: Cristo crucificado es Sabiduría de Dios, contemplado en relación con el problema del mal y de la aparente impotencia de Dios (272); los cristianos están llamados a ser la luz del mundo, a pesar de la presencia del mal y su misión es la de ser semillas de unidad, de esperanza y de salvación para toda la humanidad (782); al compartir el Misterio Pascual de Cristo, significado por el cirio pascual, cuya luz es dada a los nuevos bautizados, nosotros mismos nos convertimos en esta luz (1243); «el mensaje de la salvación, para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos» (2044); testimonio que encuentra una expresión particular en nuestro amor por los pobres (2443-2449). Utilizando el Catecismo de la Iglesia Católica de esta manera, el homileta podrá ayudar al pueblo a integrar la Palabra de Dios, la fe de la Iglesia, las exigencias morales del Evangelio y su espiritualidad personal y litúrgica.