Magisterio por temas
CONCILIO DE TRENTO
- Decreto sobre la Eucaristía
- Doctrina sobre la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
- Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la Misa
Decreto sobre la Eucaristía
SESION XIII (11 de octubre de 1551)
- Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la Eucaristía
- Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento
- Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos
- Cap. 4. De la Transustanciación
- Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento
- Cap. 6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos
- Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía
- Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento
- Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, reunido legítimamente en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre enemigo sembró [Mt 13, 25 ss] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo que día a día le inspira toda verdad [Jn 14, 26], prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo distinto de como en el presente decreto está explicado y definido.
Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la Eucaristía
Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de la bendición del pan y del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1Co 11, 23 ss], como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la verdad [1Tm 3, 15], detestó por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio de Cristo.
Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento
Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus maravillas [Sal 110, 4], y mandó que al recibirlo, hiciéramos memoria de Él [1Co 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga a juzgar al mundo [1Co 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [Mt 26, 26] por el que se alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El que me come a mí, también él vivirá por mí [Jn 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [1Co 11, 3; Ef 5, 23] y con el que quiso que nosotros estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones [cf. 1Co 1, 10].
Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos
Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos "ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible"; mas se halla en ella algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt 26, 26; Mc 14, 22], cuando Él, sin embargo, afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y esta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rm 6, 6]; la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Ct 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella [Ct 3].
Cap. 4. De la Transustanciación
Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 s; 1Co 11, 24 ss]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].
Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento
No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituído para ser recibido [Mt 26, 26 ss]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios [Hb 1, 6; según Sal 96, 7]; a quien los Magos, postrándose le adoraron [cf. Mt 2, 11], a quien, en fin, la Escritura atestigua [cf. Mt 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya estatuídos algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se arrepientan un día.
Cap. 6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los enfermos
La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la conoció ya el siglo del Concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio establece que se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].
Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía
Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y divinidad de este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor [1Co 11, 28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1Co 11, 28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si, por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes [v. 1138 s].
Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento
En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad [Ga 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal modo se prueban y preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt 22, 11 ss]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en la Iglesia de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Ct. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón debe ser mantenida.
Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Lc 1, 78] que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por fin una vez en este "signo de unidad, en este vínculo de la caridad"; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Jn 6, 48 ss], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt 6, 11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [2R 19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el mismo pan de los ángeles [Sal 78, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.
Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos precavidas y evitadas.
Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía
Canon 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende. Cristo entero; sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [cf. 874 y 876].
Canon 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema [cf. 877].
Canon 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cf. 876].
Canon 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cf. 876].
Canon 5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía es la remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema [cf. 875].
Canon 6. Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la Eucaristía no se debe adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, Hijo de Dios unigénito, y que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de fiesta ni llevándosele solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y que sus adoradores son idólatras, sea anatema [cf. 878].
Canon 7. Si alguno dijere que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en el sagrario, sino que debe ser necesariamente distribuída a los asistentes inmediatamente después de la consagración; o que no es lícito llevarla honoríficamente a los enfermos, sea anatema [cf. 879].
Canon 8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la Eucaristía, sólo espiritualmente es comido, y no también sacramental y realmente, sea anatema [cf. 881].
Canon 9. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de ambos sexos, al llegar a los años de discreción, están obligados a comulgar todos los años, por lo menos en Pascua, según el precepto de la santa madre Iglesia, sea anatema [cf. 487].
Canon 10. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante comulgarse a sí mismo, sea anatema [cf. 881].
Canon 11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que tan grande sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte y condenación, el mismo santo Concilio establece y declara que aquellos a quienes grave la conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar, o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho quede excomulgado [cf. 880].
Doctrina sobre la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Sesión XXI (16 de julio de 1562)
- Proemio
- Cap. 1. Que los laicos y los clérigos que no celebran, no están obligados por derecho divino a la comunión bajo las dos especies
- Cap. 2. De la potestad de la Iglesia acerca de la administración del sacramento de la Eucaristía
- Cap. 3. Bajo cualquiera de las especies se recibe a Cristo, todo e íntegro, y el verdadero sacramento
- Cap. 4. Los párvulos no están obligados a la comunión sacramental
- Cánones acerca de la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Proemio
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede Apostólica; como quiera que en diversos lugares corran por arte del demonio perversísimos monstruos de errores acerca del tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía, por los que en alguna provincia muchos parecen haberse apartado de la fe y obediencia de la Iglesia Católica; creyó que debía ser expuesto en este lugar lo que atañe a la comunión bajo las dos especies y a la de los párvulos. Por ello prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar de modo distinto a como por estos decretos queda explicado y definido.
Cap. 1. Que los laicos y los clérigos que no celebran, no están obligados por derecho divino a la comunión bajo las dos especies
Así, pues, el mismo santo Concilio, enseñado por el Espíritu Santo que es Espíritu de sabiduría y de entendimiento, Espíritu de consejo y de piedad [Is 11, 2], y siguiendo el juicio y costumbre de la misma Iglesia, declara y enseña que por ningún precepto divino están obligados los laicos y los clérigos que no celebran a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, y en manera alguna puede dudarse, salva la fe, que no les baste para la salvación la comunión bajo una de las dos especies. Porque, si bien es cierto que Cristo Señor instituyó en la última cena este venerable sacramento y se lo dio a los Apóstoles bajo las especies de pan y de vino [cf. Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 s; 1Co 11, 24 s]; sin embargo, aquella institución y don no significa que todos los fieles de Cristo, por estatuto del Señor, estén obligados a recibir ambas especies [Ct 1 y 2]. Mas ni tampoco por el discurso del capítulo sexto de Juan se colige rectamente que la comunión bajo las dos especies fuera mandada por el Señor, como quiera que se entienda, según las varias interpretaciones de los santos Padres y Doctores. Porque el que dijo: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» [Jn 6, 54], dijo también: «Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente» [Jn 6, 5a]. Y el que dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna» [Jn 6, 55], dijo también: «El pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo» [Jn 6, 52]; y, finalmente, el que dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» [Jn 6, 57], no menos dijo: «El que come este pan, vivirá para siempre» [Jn 6, 58].
Cap. 2. De la potestad de la Iglesia acerca de la administración del sacramento de la Eucaristía
Declara además el santo Concilio que perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir o mudar en la administración de los sacramentos, salva la sustancia de ellos, aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de los mismos sacramentos. Y eso es lo que no oscuramente parece haber insinuado el Apóstol cuando dijo: «Así nos considere el hombre, como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» [1Co 4, 1]; y que él mismo hizo uso de esa potestad, bastantemente consta, ora en otros muchos casos, ora en este mismo sacramento, cuando ordenados algunos puntos acerca de su uso: «Lo demás –dice– lo dispondré cuando viniere» [1Co 11, 34]. Por eso, reconociendo la santa Madre Iglesia esta autoridad suya en la administración de los sacramentos, si bien desde el principio de la religión cristiana no fue infrecuente el uso de las dos especies; mas amplísimamente cambiada aquella costumbre con el progreso del tiempo, llevada de graves y justas causas, aprobó esta otra de comulgar bajo una sola de las especies y decretó fuera tenida por ley, que no es lícito rechazar o a su arbitrio cambiar, sin la autoridad de la misma Iglesia.
Cap. 3. Bajo cualquiera de las especies se recibe a Cristo, todo e íntegro, y el verdadero sacramento
Además declara que, si bien, como antes fue dicho, nuestro Redentor, en la última cena, instituyó y dio a sus Apóstoles este sacramento en las dos especies; debe, sin embargo, confesarse que también bajo una sola de las dos se recibe a Cristo, todo y entero y el verdadero sacramento y que, por tanto, en lo que a su fruto atañe, de ninguna gracia necesaria para la salvación quedan defraudados aquellos que reciben una sola especie [Ct 3].
Cap. 4. Los párvulos no están obligados a la comunión sacramental
Finalmente, el mismo santo Concilio enseña que los niños que carecen del uso de la razón, por ninguna necesidad están obligados a la comunión sacramental de la Eucaristía [Ct 4], como quiera que regenerados por el lavatorio del bautismo [Tt 3, 5] e incorporados a Cristo, no pueden en aquella edad perder la gracia ya recibida de hijos de Dios. Pero no debe por esto ser condenada la antigüedad, si alguna vez en algunos lugares guardó aquella costumbre. Porque, así como aquellos santísimos Padres tuvieron causa aprobable de su hecho según razón de aquel tiempo; así ciertamente hay que creer sin controversia que no lo hicieron por necesidad alguna de la salvación.
Cánones acerca de la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Canon 1. Si alguno dijere que, por mandato de Dios o por necesidad de la salvación, todos y cada uno de los fieles de Cristo deben recibir ambas especies del santísimo sacramento de la Eucaristía, sea anatema [cf. 930].
Canon 2. Si alguno dijere que la santa Iglesia Católica no fue movida por justas causas y razones para comulgar bajo la sola especie del pan a los laicos y a los clérigos que no celebran, o que en eso ha errado, sea anatema [cf. 931].
Canon 3. Si alguno negare que bajo la sola especie de pan se recibe a todo e integro Cristo, fuente y autor de todas las gracias, porque, como falsamente afirman algunos, no se recibe bajo las dos especies, conforme a la institución del mismo Cristo, sea anatema [cf. 930 y 932].
Canon 4. Si alguno dijere que la comunión de la Eucaristía es necesaria a los párvulos antes de que lleguen a los años de la discreción, sea anatema [cf. 933].
Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la Misa
Sesión XXII (17 de septiembre de 1562)
- Cap. 1. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa
- Cap. 2. El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos
- Cap. 3. De las Misas en honor de los Santos
- Cap. 4. Del Canon de la Misa
- Cap. 5. De las ceremonias solemnes del sacrificio de la Misa
- Cap. 6. De la misa en que sólo comulga el sacerdote
- Cap. 7. Del agua que ha de mezclarse al vino en el cáliz que debe ser ofrecido
- Cap. 8. Que de ordinario no debe celebrarse la Misa en lengua vulgar y que sus misterios han de explicarse al pueblo
- Cap. 9. Prolegómeno de los cánones siguientes
- Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados de la Sede Apostólica, a fin de que la antigua, absoluta y de todo punto perfecta fe y doctrina acerca del grande misterio de la Eucaristía, se mantenga en la santa Iglesia Católica y, rechazados los errores y herejías, se conserve en su pureza; enseñado por la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y manda que sea predicado a los pueblos acerca de aquélla, en cuanto es verdadero y singular sacrificio, lo que sigue:
Cap. 1. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa
Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del Apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec [Gn 14, 18; Sal 109, 4; Hb 7, 11], nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados [Hb 10, 14]. Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos [v. l.: allí] la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte [Hb 7, 24 y 27], en la última Cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres [Ct 1], por el que se representara aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos [1Co 11, 23 ss], y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituído para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec [Sal 109, 4], ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, les mandó con estas palabras: «Haced esto en memoria mía», etc. [Lc 22, 19; 1Co 11, 24] que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia [Ct 2]. Porque celebrada la antigua Pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto [Ex 12, 1 ss], instituyó una Pascua nueva, que era Él mismo, que había de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió por el derramamiento de su sangre, y nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino [Col 1, 13].
Y esta es ciertamente aquella oblación pura, que no puede mancharse por indignidad o malicia alguna de los oferentes, que el Señor predijo por Malaquías [Ml 1, 11] había de ofrecerse en todo lugar, pura, a su nombre, que había de ser grande entre las naciones, y a la que no oscuramente alude el Apóstol Pablo escribiendo a los corintios, cuando dice, que no es posible que aquellos que están manchados por la participación de la mesa de los demonios, entren a la parte en la mesa del Señor [1Co 10, 21], entendiendo en ambos casos por mesa el altar. Esta es, en fin, aquella que estaba figurada por las varias semejanzas de los sacrificios, en el tiempo de la naturaleza y de la ley [Gn 4, 4; Gn 8, 20; Gn 12, 8; Gn 22; Ex passim], pues abraza los bienes todos por aquéllos significados, como la consumación y perfección de todos.
Cap. 2. El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos
Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr 9, 27]; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hb 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Ct 4]. Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Ct 3].
Cap. 3. De las Misas en honor de los Santos
Y si bien es cierto que la Iglesia a veces acostumbra celebrar algunas Misas en honor y memoria de los Santos; sin embargo, no enseña que a ellos se ofrezca el sacrificio, sino a Dios solo que los ha coronado [Can. 5]. De ahí que "tampoco el sacerdote suele decir: Te ofrezco a ti el sacrificio, Pedro y Pablo", sino que, dando gracias a Dios por las victorias de ellos, implora su patrocinio, para que aquellos se dignen interceder por nosotros en el cielo, cuya memoria celebramos en la tierra [Misal].
Cap. 4. Del Canon de la Misa
Y puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas. y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error [Can. 6], que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices.
Cap. 5. De las ceremonias solemnes del sacrificio de la Misa
Y como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la Misa en voz baja [Can 9], y otros en voz algo más elevada; e igualmente empleó ceremonias [Can. 7], como misteriosas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas.
Cap. 6. De la misa en que sólo comulga el sacerdote
Desearía ciertamente el sacrosanto Concilio que en cada una de las Misas comulgaran los fieles asistentes, no sólo por espiritual afecto, sino también por la recepción sacramental de la Eucaristía, a fin de que llegara más abundante a ellos el fruto de este sacrificio; sin embargo, si no siempre eso sucede, tampoco condena como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente [Can. 8], sino que las aprueba y hasta las recomienda, como quiera que también esas Misas deben ser consideradas como verdaderamente públicas, parte porque en ellas comulga el pueblo espiritualmente, y parte porque se celebran por público ministro de la Iglesia, no sólo para sí, sino para todos los fieles que pertenecen al Cuerpo de Cristo.
Cap. 7. Del agua que ha de mezclarse al vino en el cáliz que debe ser ofrecido
Avisa seguidamente el santo Concilio que la Iglesia ha preceptuado a sus sacerdotes que mezclen agua en el vino en el cáliz que debe ser ofrecido [Ct 9], ora porque así se cree haberlo hecho Cristo Señor, ora también porque de su costado salió agua juntamente con sangre [Jn 19, 34], misterio que se recuerda con esta mixtión. Y como en el Apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos son llamados aguas [Ap 17, 1 y 15], [así] se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.
Cap. 8. Que de ordinario no debe celebrarse la Misa en lengua vulgar y que sus misterios han de explicarse al pueblo
Aun cuando la Misa contiene una grande instrucción del pueblo fiel; no ha parecido, sin embargo, a los Padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar [Ct 9]. Por eso, mantenido en todas partes el rito antiguo de cada Iglesia y aprobado por la Santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las Iglesias, a fin de que las ovejas de Cristo no sufran hambre ni los pequeñuelos pidan pan y no haya quien se lo parta [cf. Pr 4, 4], manda el santo Concilio a los pastores y a cada uno de los que tienen cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de las Misas, por sí o por otro, expongan algo de lo que en la Misa se lee, y entre otras cosas, declaren algún misterio de este santísimo sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos.
Cap. 9. Prolegómeno de los cánones siguientes
Mas, porque contra esta antigua fe, fundada en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la doctrina de los Santos Padres, se han diseminado en este tiempo muchos errores, y muchas cosas por muchos se enseñan y disputan, el sacrosanto Concilio, después de muchas y graves deliberaciones habidas maduramente sobre estas materias, por unánime consentimiento de todos los Padres, determinó condenar y eliminar de la santa Iglesia, por medio de los cánones que siguen, cuanto se opone a esta fe purísima y sagrada doctrina.
Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa
Canon 1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema [cf. 938].
Canon 2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía [Lc 22, 19; 1Co 11, 24], Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema [cf. 938].
Canon 3. Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema [cf. 940].
Canon 4. Si alguno dijere que por el sacrificio de la Misa se infiere una blasfemia al santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo por aquél, sea anatema [cf. 940].
Canon 5. Si alguno dijere ser una impostura que las Misas se celebren en honor de los santos y para obtener su intervención delante de Dios, como es intención de la Iglesia, sea anatema [cf. 941].
Canon 6. Si alguno dijere que el canon de la Misa contiene error y que, por tanto, debe ser abrogado, sea anatema [cf. 942].
Canon 7. Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de piedad, sea anatema [cf. 943].
Canon 8. Si alguno dijere que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben ser abolidas, sea anatema [cf. 944].
Canon 9. Si alguno dijere que el rito de la Iglesia Romana por el que parte del canon y las palabras de la consagración se pronuncian en voz baja, debe ser condenado; o que sólo debe celebrarse la Misa en lengua vulgar, o que no debe mezclarse agua con el vino en el cáliz que ha de ofrecerse, por razón de ser contra la institución de Cristo, sea anatema [cf. 943 y 945 s].