Por Cristo, con Él y en Él

Javier Echevarría

Escritos sobre San Josemaría

La fraternidad sacerdotal
Sacerdote para servir a todos
Una amistad al servicio de la Iglesia
Amor al sacerdocio
Maestro, sacerdote, padre
Amar al mundo apasionadamente
Sacerdote, sólo sacerdote
El santo de la vida ordinaria
Notas

 «    LA FRATERNIDAD SACERDOTAL    » 

Publicado en "Palabra" 239 (junio 1985) 274-279. También en Lucas F. Mateo-Seco y Rafael Rodríguez-Ocaña, "Sacerdotes en el Opus Dei", Pamplona 1994. pp.297-311.

La fraternidad sacerdotal
Unidad del sacerdocio y fraternidad sacerdotal
La santidad personal, presupuesto y término del servicio fraterno
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz

Eran frases pronunciadas como de pasada, en medio de una de aquellas conversaciones familiares, humanas y sobrenaturales, en las que procuraba encender en amor a Dios las almas de quienes nos encontrábamos a su lado. Observaciones, comentarios breves: vosotros estáis comenzando la vida, nos decía San Josemaría Escrivá de Balaguer, en una mañana romana del mes de junio. Unos comienzan y otros acaban, pero todos somos la misma Vida de Cristo. ¡Hay tantas cosas que hacer en el mundo! Vamos a pedir al Señor, siempre, que nos conceda a todos ser fieles, continuar la labor, vivir esa Vida, con mayúscula, que es la única que merece la pena: la otra no vale la pena, la otra se va: como el agua entre las manos, se escapa. En cambio, ¡esa otra Vida! 1.

No podíamos imaginar que pocos días después, el 26 de junio de 1975, llegaría la hora en que el Señor había de llamarle a su presencia, el momento de ese paso definitivo que ansiaba con ímpetu creciente: vultum tuum, Domine, requiram!, repetía con el salmista. 2.

Diez años han pasado desde entonces. Espontáneamente, muchas veces al día, vuelven a mi memoria tantos detalles de su vida; el calor de su palabra, su alegría constante, su insistencia en recordarnos que somos hijos de Dios, por la gracia, y que hemos de comportarnos como tales, en medio del trabajo y de las ocupaciones cotidianas.

Los años, lejos de hacer de San Josemaría una figura distante, nos lo han acercado. Aumentan cada día los testimonios de gentes de todos los países, hombres y mujeres de los ambientes y culturas más diversos, de las más dispares posiciones sociales y de toda la gama de profesiones, que relatan cómo su encuentro con el Fundador del Opus Dei les ha movido a retornar a la cercanía con Dios, a apretar su paso tras el Señor, a luchar decididamente en la búsqueda de la santidad, recorriendo esas tres etapas que señalaba en Camino: que busques a Cristo, que encuentres a Cristo, que ames a Cristo 3.

UNIDAD DEL SACERDOCIO Y FRATERNIDAD SACERDOTAL

"Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred todos a una, sufrid, dormid, despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus asistentes y servidores" 4. Esta exhortación de San Ignacio de Antioquía, se presta muy bien para poner de manifiesto un rasgo destacado de la fisonomía espiritual de San Josemaría: el empeño continuado y creciente con que, desde los primeros años de sacerdocio, se esforzó por vivir y hacer vivir en profundidad el sentido de la fraternidad sacerdotal. Esta es nuestra gran tarea, repetía a los sacerdotes que acudían a escucharle: amar a nuestros hermanos sacerdotes. Hemos de sentir la satisfacción de ser servidores de todas las almas, pero en primer lugar de los sacerdotes, nuestros hermanos 5.

No se quedaba su afán en un simple sentimiento o en actitudes convencionales. Era poco amigo de las apariencias; le gustaba hablar más con los hechos y se esforzaba por transformar en realidades las exigencias que Dios ponía en su alma. Por eso, entenderá siempre que la unión entre los sacerdotes debe manifestarse en una ayuda mutua para cumplir mejor, con mayor eficacia, las obligaciones del ministerio recibido; una ayuda llena de cariño sobrenatural y humano, para que ninguno se sienta sólo en la tarea que le ha sido encomendada y en la lucha por alcanzar la santidad.

Desde el primer momento, tratará de reavivar en otros sacerdotes, con su amistad y trato leal, un amor encendido a Jesucristo y una honda piedad, sobre todo en quienes quizá había quedado adormecida. Su juventud no era obstáculo a esta labor; o mejor, era un inconveniente que superaba con el impulso de su celo por las almas. Se le podían aplicar las palabras de la Escritura: "he entendido más que los ancianos, porque cumplí tus mandatos" 6. Y así, ocurrió que sacerdotes de mayor edad le descubrían como un padre, y le confiaban su amistad y la dirección de sus almas.

Sólo una fe hondamente arraigada es capaz de impulsar a grandes osadías, y en esta virtud alimentaba el Fundador del Opus Dei la fortaleza de su donación completa. Con los ojos de la fe, descubre en sus hermanos en el sacerdocio la figura amabilísima del Salvador, y comprende que cada uno de ellos le reclama la misma entrega. ¿Cuál es la identidad del sacerdote?, se preguntaba muchas veces en sus charlas; y brotaba enseguida la respuesta, con la firme persuasión de la fe: la de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya "alter Christus", sino "ipse Christus": otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote eso se da inmediatamente, de forma sacramental 7.

A los sacerdotes les une, en Cristo, la común ordenación, por la que cada uno es configurado con Jesucristo Sacerdote, de modo que pueda actuar in persona Christi Capitis 8. Y, radicada en esa común condición ontológica, les une la también común misión recibida para la edificación del Cuerpo de Cristo 9. Por eso –así lo enseña el Concilio Vaticano II–, los sacerdotes están unidos "en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad" 10. Esta unidad entre los sacerdotes, como afirma Juan Pablo II, "no es una unidad o fraternidad que sea fin en sí misma. Es por amor al Evangelio, para simbolizar, en la actuación del sacerdocio, la dirección esencial a la que el Evangelio llama a todos: la unión de amor con El y con los demás" 11.

Con idéntica fe, con el mismo ideal de los inicios de su sacerdocio, y con el convencimiento de secundar la Voluntad de Dios, se entregará después San Josemaría a una intensa actividad. Mientras crece el Opus Dei y comienza su expansión por todo el mundo en los años cuarenta, encuentra tiempo –sin vacilar ante el cansancio y la enfermedad– para predicar innumerables tandas de cursos de retiro al clero. Invitado por Obispos de muchas diócesis españolas, se desplaza aquí y allá, sin aceptar compensación económica alguna, y venciendo el reparo que su humildad le hacía sentir ante la tarea de predicar a sus hermanos sacerdotes: la de vender miel al colmenero, como solía decir gráficamente.

Amaba mucho a los religiosos y fue también grande –se alegraba su corazón al recordarlo– el número de cursos de retiro que impartió a comunidades de toda España. No obstante, se sentía inclinado especialmente al servicio del clero secular: Yo tengo vuestra misma vocación. Nunca he tenido otra. Por eso, no ofendo a los religiosos –a quienes tanto quiero– si a vosotros os amo de manera muy particular. Es una obligación especial de fraternidad 12.

De aquellos millares de sacerdotes que le escucharon, son muchos los que, al cabo de los años, recuerdan como algo definitivo en su vida la vibración de Amor de aquel hermano suyo, que les confirmó en la vocación, les infundió celo renovado por las almas y les empujó a decisiones firmes de cumplir en todo momento la Voluntad de Dios.

En una ocasión, para expresar con claridad las razones que le movían a ese empeño suyo, por reavivar la fraternidad sacerdotal, relataba lo que había escuchado durante uno de aquellos cursos de retiro a un sacerdote que sufría una gran calumnia. Y los hermanos nuestros que están cerca de usted, ¿no le acompañan?, le preguntó; la respuesta le llenó de pena: "yo me junto solo". Al recordar esta anécdota, instaba con fuerza: ¡no toleréis que se maltrate a un hermano nuestro sacerdote! 13.

El Fundador del Opus Dei, que había experimentado –forma parte también de los caminos que prepara el Señor– el sabor amargo de las calumnias, conocía bien la receta contra la soledad: no es verdad que los sacerdotes no tengamos amor: somos enamorados del Amor, del Hacedor del Amor. Mienten quienes dicen que los sacerdotes estamos solos: estamos más acompañados que nadie, porque contamos con la continua compañía del Señor, a quien tratamos ininterrumpidamente 14.

Jesucristo es el Amor del sacerdote; es El quien ha entrado en su alma y le ha hecho escuchar su llamada: "Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre: ¡tú eres mío!" 15. La entrega total al amor de Cristo, especialmente manifestada en el celibato, capacita al sacerdote, afectiva y efectivamente, a tener el corazón abierto a todas las almas 16. Y este mismo amor hará que, en los momentos difíciles, en las circunstancias aparentemente más adversas, cuando quizá se torna duro el caminar, el sacerdote se sepa acompañado por Jesucristo. "Recuerden los Presbíteros –se lee en el Decreto Presbyterorum ordinis – que nunca están solos en la realización de su labor, sino que están sostenidos por la fuerza omnipotente de Dios: y, creyendo en Cristo, que los llamó a participar de su Sacerdocio, deben consagrarse con toda confianza a su ministerio, conscientes de que Dios es poderoso para aumentar en ellos la caridad" 17.

"Recuerden también –añade el Decreto– que tienen la compañía de sus hermanos en el sacerdocio y de los fieles de todo el mundo" 18. Sabía igualmente San Josemaría Escrivá de Balaguer que el sacerdote como cualquier hombre, necesita del aliento y cariño de los demás. Que os ayudéis, que os queráis. Que ninguno de vosotros se encuentre solo 19, insistía machaconamente. Procurad acompañaros, también humanamente. Tened un corazón de carne, que de carne es el corazón con el que amamos a Jesús y al Padre y al Espíritu Santo. Si veis apurado a alguno de vuestros hermanos, ¡id, id a él, no esperéis a que os llame! 20. También así se manifestaba que la palabra y la oración del sacerdote es "un testimonio elocuente de nuestro Dios, rico en misericordia" 21.

LA SANTIDAD PERSONAL, PRESUPUESTO Y TÉRMINO DEL SERVICIO FRATERNO

A través de las palabras de San Josemaría, la gracia de Dios provocaba afanes de lucha interior en sus interlocutores; movía, empujaba, arrastraba –¡y con qué ímpetu! – por el camino de la fidelidad y del Amor. Ponía en el corazón de cada uno exigencias claras, precisas, que resumía en un solo concepto: santidad personal.

Quería evitar que se produjera la postura fácil –tibia, falta de amor de Dios– de quien se abandona a un cumplimiento meramente externo y rutinario de sus deberes. No caben claudicaciones; la misma vocación cristiana llama a cada uno a una vida verdaderamente santa. Los sacerdotes, enseña el último Concilio, "ya en la consagración del Bautismo –como los demás fieles– recibieron el signo y el don de una vocación y gracia tan altas que, aun en medio de la flaqueza humana, pueden y deben tender a la perfección conforme a las palabras del Señor: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)" 22.

Nunca cejó el Fundador del Opus Dei en su tesón por difundir esta doctrina. Por exigencia de su común vocación cristiana –como algo que exige el único bautismo que han recibido–, había escrito en 1945, el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (cfr San Cirilo de Jerusalén, "Catecheses" 21, 2). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina 23.

Además, en los sacerdotes se añaden motivos especiales, "puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo Su admirable obra, que restauró con divina eficacia toda la comunidad humana" 24. San Josemaría no dejaba de insistir en esta exigencia: El sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen– algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están– en mediadores entre Dios y los hombres 25.

La libertad, ese don natural magnífico que el Señor ha otorgado al espíritu creado, lejos de constituir un salvoconducto para la propia comodidad, reclama de la persona humana un maduro sentido de la responsabilidad. En efecto, cada sacerdote –decía el Fundador del Opus Dei– es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir –entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite– aquéllos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales 26. En el ámbito de esa personal autonomía, al tiempo que proporciona su gracia, el Señor pide que busquemos la santidad con todas nuestras fuerzas.

"Este sacrosanto Concilio –de nuevo son palabras del Vaticano II– exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios" 27. Adquiere mucha categoría –y no sólo para la persona misma del sacerdote– su correspondencia con fidelidad a la llamada de Jesucristo, ya que de esa respuesta depende también la eficacia de su ministerio sacerdotal en bien de las almas que le han sido confiadas.

"Yo por ellos me santifico" 28, dijo el Señor. Estas palabras no indican –en Cristo– un proceso de crecimiento en santidad, sino el ofrecimiento de Sí mismo en sacrificio por todos los hombres 29, pero invitan a cada sacerdote –alter Christus, ipse Christus– a una entrega sacrificada a los demás, que no puede tener otra raíz que la santidad personal: el empeño creciente por identificarse con Quien es el Sacerdote Santo 30.

Por eso, San Josemaría Escrivá se oponía tajantemente a una visión deformada que contraponga el ministerio sacerdotal y la vida espiritual: no creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea alma de oración 31. Tomarse en serio la propia vocación, empeñarse en dejar que Jesús se posesione del alma, lleva al convencimiento de que sólo es verdaderamente eficaz el ministerio sacerdotal cuando se alimenta de un trato continuo con Dios; a la certeza de que es la misma vida espiritual la que, a su vez, impulsa y estimula la acción ministerial 32. Así se ha verificado siempre en la conducta de los sacerdotes santos; así lo pone en evidencia la vida de San Josemaría.

LA SOCIEDAD SACERDOTAL DE LA SANTA CRUZ

No es posible reflejar en estas líneas, siquiera a grandes rasgos, la heroicidad con que el Fundador del Opus Dei vivió la fraternidad sacerdotal. Hay, sin embargo, un momento en su camino por la tierra particularmente significativo, que no quisiera pasar por alto.

San Josemaría Escrivá poseía esa finura de espíritu que sabe descubrir en todo momento los deseos de Dios, sin detenerse ante el sacrificio que la correspondencia a los planes divinos puede comportar. Y, al advertir que el Señor le requería para trabajar con los sacerdotes, viendo ya en marcha el Opus Dei y cercana su aprobación definitiva, decide dejar la Obra para poder dedicar todas sus energías a fundar una Asociación dedicada a esos hermanos: por amor vuestro, que es amor a Jesucristo 33, explicaría en cierta ocasión a un grupo de sacerdotes. Después de obtener el beneplácito de la Santa Sede, comunicó esta determinación a sus colaboradores más inmediatos en el gobierno del Opus Dei.

Imagino el profundo dolor que les produciría, aunque comprendían la necesidad apostólica de esa nueva fundación; pero, ante todo, impresiona el heroísmo con que San Josemaría estuvo siempre dispuesto a responder a lo que el Señor le pidiera, e incluso, si se diera el caso, a abandonar lo que, secundando fielmente la Voluntad divina, había nacido en sus manos con tanta oración y tanto sacrificio.

El Señor le hizo ver la solución jurídica que le faltaba, y, con la aprobación pontificia del Opus Dei en 1950, los sacerdotes diocesanos podrán adscribirse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, indisolublemente unida al Opus Dei, sin cambiar para nada su situación jurídica y canónica.

Es ésa, precisamente, una característica esencial de la espiritualidad de la Prelatura del Opus Dei: que cada uno, sin salirse de su sitio, busque la santificación santificando su trabajo profesional, en su propio estado, dentro de la misión que le corresponde en la Iglesia y en el mundo. Era evidente que cabía también el sacerdote diocesano, pues, al incorporarse a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, no modifica ni abandona en nada su vocación diocesana –dedicación al servicio de la Iglesia local a la que está incardinado, plena dependencia del propio Ordinario, espiritualidad secular, unión con los demás sacerdotes, etc.–, sino que, por el contrario, se compromete a vivir esa perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano 34.

Trabajo profesional; así consideraba San Josemaría el ministerio sacerdotal: una tarea profesional de dignidad incomparable. Un trabajo que es servicio, porque servicio –diaconía– es la sacra potestas, la participación ministerial en la exousía de Cristo 35. Este servicio debe ocupar todas las energías, todas las ilusiones del sacerdote, con una donación incondicionada en favor de todas las almas, de modo que, con sus obras, pueda decir a todos como el Señor: "Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve" 36. Los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta sentirme servidor de todos, y me enorgullece ese título. Tenemos deberes exclusivamente, y en eso está nuestro gozo: el deber de administrar los sacramentos, el de visitar a los enfermos y a los sanos; el deber de llevar a Cristo a los ricos y a los pobres, el de no dejar abandonado el Santísimo Sacramento, a Cristo realmente presente bajo la apariencia de pan; el deber de buen pastor de las almas, que cura a la oveja enferma y busca a la que se descarría sin echar en cuenta las horas que se tenga que pasar en el confesonario 37.

Con la posibilidad de admitir sacerdotes diocesanos en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, el Fundador del Opus Dei vio institucionalizarse aquella labor suya que, desde los comienzos, se había dirigido a ayudarles a vivir con plenitud su vocación y su ministerio. Ayuda fraterna, ayuda ascética continuada con una espiritualidad secular y diocesana; eso es lo que encontrarán a partir de entonces en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz los sacerdotes que, en ejercicio de su derecho y de su libertad, se incorporen a esta Asociación Sacerdotal: una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa – respetándola siempre, como un deber grave– la dirección común impartida por el mismo Obispo 38.

Servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida 39. ésta era toda la ambición de San Josemaría. Por eso le llenaban de alegría las palabras del Concilio Vaticano II: "han de ser tenidas en mucho y se deben promover diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la autoridad eclesiástica competente, fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio, a través de una ordenación de vida conveniente y de la mutua ayuda fraterna" 40.

Con este anhelo en el alma, con este amor a la Iglesia se consumió su vida en la tierra. Apenas dos horas antes de morir, el Fundador del Opus Dei decía a sus hijas en Castelgandolfo: vosotras, por ser cristianas, tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí. Podéis y debéis ayudar con esa alma sacerdotal y, con la gracia de Dios, al ministerio sacerdotal de nosotros, los sacerdotes. Entre todos, haremos una labor eficaz.

Sacad motivo de todo para tratar a Dios y a su Madre Bendita, Nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Ángeles Custodios, para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio a su Iglesia y al Santo Padre 41.

El 28 de noviembre de 1982, mediante la Constitución Apostólica Ut sit, Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal, a la que quedaba intrínsecamente unida, como Asociación de clérigos, la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Durante muchos años –todos los que pasé a su lado–, fui testigo de la intensidad de oración y de mortificación con que el Fundador del Opus Dei importunaba, y nos pedía que importunáramos al Señor, para que nos concediera esa solución jurídica definitiva.

Con esta figura, que se adapta perfectamente al espíritu del Opus Dei, queda confirmado, resellado, su carácter secular y, al mismo tiempo, se pone claramente de manifiesto lo que, con medidas extraordinarias, había mantenido desde siempre San Josemaría: los sacerdotes diocesanos que se adscriben a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no tienen otro Superior eclesiástico distinto del propio Obispo, su dependencia de la Asociación no es una dependencia de régimen, sino más bien una relación voluntaria de ayuda y asistencia espiritual 42, que se circunscribe exclusivamente al ámbito privado de la vida personal del sacerdote, en el que cada uno puede –y debe– disponer y decidir libremente.

Esta bendita tarea de fraternidad sacerdotal forma parte de la herencia que el Fundador del Opus Dei nos ha dejado a sus hijos. Una herencia que hace pesar sobre nuestros hombros la responsabilidad de continuar sus pasos, por el camino divino que abrió con su correspondencia heroica a las inspiraciones de Dios. No es empresa fácil; pero contamos con el auxilio del Cielo, y tenemos en la tierra la guía segura de quien fue llamado –pronto se cumplirán también diez años– a suceder a San Josemaría como Padre en el Opus Dei.

 «    SACERDOTE PARA SERVIR A TODOS    » 

Publicado en “Palabra" 326 ( mayo 1992), 62-67.

A finales de abril de 1927, un joven sacerdote aragonés llegaba a Madrid procedente de Zaragoza, donde un par de años antes, el 25 de marzo de 1925, había recibido la ordenación presbiteral. Con el permiso de su Ordinario, acudía a la capital para hacer los cursos de doctorado en Derecho, que entonces sólo podían realizarse en la Universidad Central. Esta institución, la única de su género que por entonces había en Madrid, tenía su sede en un rancio caserón de la calle de San Bernardo. El nombre de ese joven sacerdote era Josemaría Escrivá de Balaguer: la Iglesia lo proclamará Beato dentro de pocos días, diecisiete años después de haber fallecido en Roma.

Entre la correspondencia que Josemaría Escrivá de Balaguer mantuvo en aquellos primeros meses de estancia en Madrid, se han encontrado cartas de antiguos profesores y compañeros suyos de las aulas cesaraugustanas, pidiendo al amigo de la capital que realizara en su favor las más diversas gestiones: desde conseguir un libro o los apuntes de una asignatura determinada, hasta obtener información sobre los cursos de doctorado. A todos esos ruegos, el futuro Fundador del Opus Dei respondía con premura, gozoso de poder prestar un servicio a aquellas personas con las que había convivido más o menos tiempo.

Es un hecho pequeño, pero significativo del talante amable de Josemaría Escrivá de Balaguer, que desde niño manifestó un acendrado espíritu de servicio, destinado a acrecentarse sin cesar a lo largo de toda su existencia. Mi orgullo es servir, repetiría luego innumerables veces, enseñando a sus hijas e hijos del Opus Dei, y a millares y millares de hombres y mujeres en el mundo entero, esta disposición esencial del espíritu cristiano.

* * *

En su hogar de Barbastro, San Josemaría Escrivá de Balaguer recibió las primeras lecciones de servicio a Dios y a los hombres. Las aprendió de sus padres, cristianos ejemplares, que en toda ocasión mostraron –como han manifestado testigos oculares– una habitual disposición de servicio a los demás. En su padre, don José Escrivá y Corzán, vio un ejemplo de caballero cristiano, hondamente preocupado por las necesidades espirituales y materiales, no sólo de su propia familia, sino también de los empleados de la pequeña industria de la que era co-propietario, y de las comunidades religiosas de la pequeña ciudad alto-aragonesa donde residía. En su madre, doña Dolores Albás, contempló una imagen fiel de mujer cristiana, discreta, piadosa sin beatería, que –de acuerdo en todo con su marido– sabía educar a sus hijos en la libertad y responsabilidad personales, inculcándoles los altos ideales predicados por Jesucristo. Con el paso de los años, Josemaría repetirá una frase que le decía a menudo su madre, cuando él –niño de pocos años– se escondía debajo de la cama para no saludar a las señoras que iban de visita a la casa: Josemaría, la vergüenza sólo para pecar. Tenazmente grabada en su mente quedó esta enseñanza, que tanto bien ha hecho a innumerables almas de los cinco continentes, cuando predicaba a los cuatro vientos la necesidad de ser muy sinceros con Dios, consigo mismo y con los demás, sin dejarse jamás dominar por una falsa vergüenza, que tantas veces paraliza las mejores energías e impide gastarse generosamente en el servicio de Dios y de las almas.

En aquel hogar corriente –ni beato ni frívolo: normal, cristiano–, Josemaría fue formando su personalidad de acuerdo con la doctrina y con el ejemplo que recibía. Aprendió a amar la renuncia y la abnegación, a apreciar las cualidades buenas que veía en otras personas y a aprender de ellas, a valorar la amistad, a saborear la alegría de compartir la propia abundancia –espiritual o material– con los necesitados, a dar limosna con señorío, sin hacerlo notar ni pesar... En definitiva, a comportarse con esa naturalidad cristiana que no conoce otro temor o vergüenza que el de ofender a nuestro Padre del Cielo.

Fruto de esta educación familiar, confirmada por las instrucciones de sus maestros en las dos escuelas que frecuentó, fue su instintiva repulsa hacia toda clase de incomprensión o falta de justicia. No sé soportar la injusticia sin protesta, proceda de donde proceda, solía comentar. Y añadía que, cuando veía a alguna persona maltratada, con las palabras o con las obras, o peor aún, injustamente abandonada a la crueldad de la indiferencia, experimentaba la necesidad imperiosa de ponerse al lado del desvalido, para correr por amor de Cristo la suerte que él corriera.

Estas reacciones de Josemaría Escrivá de Balaguer desde su infancia, junto a una base natural adquirida, se producían a impulsos de la gracia, que preparaba desde los primeros momentos a un alma destinada a ser instrumento para la realización de una labor divina. El Opus Dei, en efecto, habría de difundir este afán de servicio entre gentes de toda raza, nación y condición social; y habría de llevarlo a todos los lugares como parte esencialísima del espíritu cristiano, que incluye entre sus componentes principales un mensaje de tolerancia, de respeto mutuo y, más aún, de auténtica fraternidad, que se fundamenta en la espléndida realidad sobrenatural de la filiación divina en Cristo.

De este modo, diría que casi sin proponérselo, de una manera amable y natural, Josemaría Escrivá de Balaguer comenzó a vivir ya en los años de la infancia y la adolescencia el sacerdocio real de los cristianos, anunciado por San Pedro en una de sus epístolas (cfr. 1P 2, 9), y que tiene como manifestaciones principales las propias del afán de servicio, tan claramente patentes en la figura de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, modelo y ejemplar de todos los cristianos, sean clérigos o laicos, llamados todos a cultivar en sus almas los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5).

* * *

Es bien sabido que el Señor concede a cada alma las condiciones humanas y sobrenaturales que mejor se adecuan a la misión que desea confiarle; cualidades que cada uno, impulsado y ayudado por la gracia, debe empeñarse en hacer fructificar en la batalla diaria. Entre las cualidades que Josemaría Escrivá de Balaguer, por disposición divina, debía poseer y cultivar para desempeñar con fidelidad su misión, resalta ésta: saberse servidor de todos. Además de contemplar cotidianamente ese espíritu en su hogar, lo aprendió sobre todo en el Evangelio. ¡Cuántas veces, por los años 20, mientras se preparaba con la oración, el estudio y la penitencia para cumplir la Voluntad de Dios, cuando El se la manifestara, meditó unas palabras que definen el más hondo sentido de la misión de Jesucristo en la tierra!: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos (Mt 20, 28). Con el Evangelio en la mano y bien impreso en el corazón, tratando de hacerlo carne de su carne y vida de su vida, Josemaría Escrivá grabó en su inteligencia y en su voluntad las más sublimes lecciones de servicio a Dios y a los hombres.

Atravesamos tiempos en los que la palabra servicio está prácticamente borrada del diccionario de uso corriente; y cuando se utiliza, no son pocos los que irónicamente imaginan que es la tapadera de ambiciones inconfesables. ¡Tan escasamente han calado esas gentes en la vida de Cristo, que fue toda entera –segundo a segundo, desde el pesebre a la cruz– un servicio a la humanidad! Para Josemaría Escrivá de Balaguer, en cambio, servir era un término que ponía en vibración las fibras más hondas de su ser. Ya desde chico, como he señalado, había descubierto el tesoro de servir de buena gana a los demás. Más adelante, para disponerse lo mejor posible a cumplir la Voluntad de Dios, decidió hacerse sacerdote, sin detenerse ante las exigencias que esa determinación comportaba: el alejamiento de su familia, tan querida; la renuncia a planes para el futuro que a los quince o dieciséis años estaba ya forjando... No puedo omitir que también esos planes profesionales estaban impregnados de deseos de servir a los demás. Soñaba, por ejemplo, con ser arquitecto, como ejercicio de un arte y como medio para fomentar el bienestar de las familias y de la sociedad.

Deseo destacar que, aunque extraordinaria en sí misma, la llamada divina le llegó de un modo ordinario. El episodio que puso en movimiento las ansias de su alma y le encaminó por senderos de servicio abnegado y total no se presentó como algo fuera de lo común: las huellas de los pies descalzos de un fraile carmelita sobre la nieve fresca. Lo extraordinario fue la respuesta de ese adolescente a una señal que también otras personas debieron sin duda advertir, en aquel frío día del invierno logroñés de 1917-18. Sin embargo, no se sintieron removidas, como lo fue Josemaría en lo más hondo de su alma, por ese acontecimiento en apariencia intrascendente. ¿Qué hago yo por Nuestro Señor?, fue su reacción inmediata. De ahí arranca su decisión de entregarse a Dios en el sacerdocio, como preparación necesaria –así lo percibía claramente, ya en esos momentos– para otra cosa que el Señor le haría ver en el momento oportuno.

Con la vocación sacerdotal, Josemaría Escrivá de Balaguer sintió acrecentarse en su alma las hambres de servicio. Como precisa la Sagrada Escritura, el sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres (Hb 5, 1). Si se separa de ellos, es para estar más cerca, para hermanarse con ellos –con cada alma– mediante vínculos más fuertes, ya que el sacerdote, de un modo peculiar y propio, hace en esta tierra las veces de Cristo Sacerdote, que se abajó hasta la entrega total de su vida por amor de sus hermanos los hombres. Con el fuerte aliento del ejemplo del Maestro, Josemaría Escrivá se propuso actuar siempre in nomine Domini y se dedicó sin reservas a su sacerdocio. Desde el primer momento tuvo claro que todo –familia, proyectos, gustos, situaciones...– había que supeditarlo a los planes de Dios. Plenamente consciente de que el sacerdote es instrumento privilegiado de la gracia de Dios, procuró siempre conservarla y dilatarla en su alma, para poder distribuirla a los demás sin poner ningún obstáculo.

En su sacerdocio, imitando a su Maestro y Señor –¡Cristo mío!, le llamaba con dulzura y admiración–, amó a todos, también a los que se proclamaban enemigos de su persona o de su tarea; y por ellos –por cada uno– rezó a diario, ejercitando con plenitud su alma sacerdotal. Me consta que jamás se sintió enemigo de nadie; quiso bien a todos y los sigue queriendo desde el Cielo. Esa fue y es su moneda de cambio con quienes han pretendido o pretenden denigrarle.

* * *

El 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei, Josemaría Escrivá se supo clara e inequívocamente llamado por Dios a prestar a la humanidad entera un servicio estupendo: el de recordar a los cristianos la inmensa dignidad a que han sido elevados por la gracia de la adopción divina, hasta el punto de estar todos ellos llamados a alcanzar la santidad –una santidad de primera, solía precisar–, que la mayoría habrá de buscar sin salir de su sitio: de su estado, de su lugar de trabajo, de su puesto en el mundo.

Sea de profesión intelectual o manual, enfermo o sano, hombre o mujer, joven o entrado en años..., cualquier cristiano debe escuchar la llamada de Cristo, dirigida a él personalmente: sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). En transmitir esta llamada, trazando además un camino claro y transitable para darle cumplimiento práctico, trabajó Josemaría Escrivá de Balaguer, con la gracia de Dios, hasta el último día de su existencia terrena. Y desde el primer momento puso al servicio de esta misión –al servicio de Dios y de los hombres– todas sus cualidades naturales y sobrenaturales.

Josemaría Escrivá no perdió jamás de vista la vivísima conciencia de ser un instrumento –sólo instrumento– en manos de Dios, para hacer el Opus Dei en la tierra. Toda su vida, los años que preceden a esa fecha y los que vendrían después, quedó iluminada por la fuerte luz recibida en su alma la mañana del 2 de octubre de 1928. Una de las principales cualidades de un instrumento, si de veras ha de valer para la realización de un designio que le supera en todos los sentidos, es la plena subordinación a la causa principal, como el pincel en manos del artista (que es una de las metáforas preferentemente empleadas por San Josemaría Escrivá al tratar de este tema). De nada serviría que el pincel fuera de la mejor calidad, si por un absurdo no se dejara manejar por el pintor, si pretendiera extender por su cuenta los colores sobre el lienzo.

En la realización de una labor de carácter sobrenatural como el Opus Dei, semejante impulso resulta absolutamente imposible. Es Dios mismo quien traza el diseño en su Eternidad inaccesible y es El quien elige el instrumento que ha de utilizar. Es El quien, llegado el tiempo previsto por su Sabiduría infinita, llena a la persona elegida de las gracias necesarias y convenientes para realizar su misión. Ciertamente, la criatura racional, haciendo un uso malo de su libertad, posee la triste capacidad de no secundar plenamente los planes divinos, de pretender lucir por su cuenta, de no querer ser, en definitiva, instrumento y sólo instrumento. Esta es la tentación más peligrosa que acecha a la criatura: la soberbia. Y éste fue el primer pecado que afeó la creación, el pecado de Lucifer. Por eso, la humildad, la plena convicción de la propia nada y, a la vez, de la omnipotencia de Dios, es requisito fundamental para secundar los planes amorosos de Dios en la historia.

Josemaría Escrivá de Balaguer llega a la gloria de los altares precisamente porque amó sin condiciones a Dios y a los demás; y ese amor se apoyaba en la humildad, en una humildad heroica. Humildad y amor que convirtieron su entera existencia en un decidido a la Voluntad de Dios. Naturalmente, antes de emitir su juicio, la Iglesia examina muy atentamente la vida de los Siervos de Dios, hasta llegar a la certeza moral de que practicaron todas las virtudes en grado heroico. Una de las más importantes, junto con la caridad, es la humildad, base y fundamento moral de todas las demás virtudes. Una humildad que, en el caso de Josemaría Escrivá, viene a ser una sola cosa con el espíritu de servicio. Por eso, en su ascética, la humildad no aparece como apocamiento, como actitud tristemente sumisa, como dejación de derechos que son deberes, sino que conduce a servir lo mejor posible a Dios, a la Iglesia, a todas las almas, con un servicio eficaz, delicado y atento.

Este punto fundamental de su enseñanza se condensará en una frase que tiene las resonancias de un lema: para servir, servir. Para prestar un verdadero servicio, hay que formarse de la mejor manera. No basta que el instrumento se deje manejar por la mano del artista; se precisa también que sea de la mejor calidad posible, que aproveche a fondo sus cualidades buenas. Aquí está la raíz de la insistencia de Josemaría Escrivá de Balaguer en la absoluta y perenne necesidad de la formación humana, doctrinal, espiritual, apostólica y profesional de los cristianos, para que su acción en las estructuras temporales –en las que deben actuar a modo de fermento– sea eficaz y contribuya del mejor modo a la gloria de Dios y a la salvación de las almas.

* * *

La conciencia de que el cristiano ha de servir a la obra de la Redención, precisamente en el lugar donde la Providencia le ha colocado, aparece como una constante en la predicación de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Afirmaba: un cristiano puede ser barrendero y ser muy santo delante de Dios y tener una eficacia extraordinaria. Otro puede tener una cátedra o ser ministro o presidente de una República y, si es tan santo como el barrendero, tendrá el mismo mérito, ni más ni menos; si es menos perfecto, desde luego valdrá menos. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría. Todos son de mucha categoría, si se realizan por amor. De ahí que sea tan importante la tenacidad en el espíritu de servicio, el perseverar un día y otro en el propio trabajo o en la propia tarea, por amor de Dios y de los hombres por Dios, aunque en muchas ocasiones no se vean los frutos. Como el borrico que da vueltas a la noria. Es otra metáfora que Josemaría Escrivá, inspirándose en algunos textos de la Sagrada Escritura, utilizó frecuentísimamente para explicar el servicio que Dios quería de su vida. Baste, como ejemplo, un punto de Camino: bendita perseverancia la del borrico de noria! –Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. –Un día y otro: todos iguales.

Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín.

Lleva este pensamiento a tu vida interior (Camino, 998).

Rectitud de intención, buena preparación, perseverancia... y alegría en el servicio. ¡Con cuánto fino y firme tesón insistió el Fundador del Opus Dei, siguiendo las enseñanzas de la Sagrada Escritura, en que hay que servir al Señor con alegría (Sal 99, 2), en que Dios ama al que da con alegría (2Co 9, 7)! ¿Os imagináis vosotros que alguien os sirviera entre penas y llantos?, solía comentar, subrayando así que un servicio que procede del amor se presta necesariamente de buen grado, con gozo interior y exterior, con agradecimiento por haber tenido la posibilidad de realizarlo.

* * *

Son sólo unos trazos de una característica de la vida heroica de San Josemaría Escrivá de Balaguer, un servidor de Dios y de los hombres, un sacerdote cuyo timbre de gloria era –es– servir a todas las almas, sin distinción, del modo específico que el Señor le había encomendado. Cuando estaba en la tierra, le agradaba considerar la fórmula de canonización –así se expresaba– que Jesucristo mismo nos ha dejado en el Evangelio: muy bien, siervo bueno y fiel; ya que fuiste fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho. Entra en el gozo de tu señor (Mt 25, 21).

Nosotros, ahora, nos llenamos de alegría y agradecimiento a Dios, porque verdaderamente se han cumplido en Josemaría Escrivá de Balaguer, siervo bueno y fiel, esas palabras inspiradas. ¡Ojalá sean muchas, en todos los lugares de la tierra, las personas que hagan de su vida entera –en el trabajo y en el descanso, en la familia y en la sociedad– un servicio completo, ilusionado, alegre y perseverante, a la obra de la Redención! ¡Ojalá los caminos divinos de la tierra, abiertos por Dios Nuestro Señor en medio del mundo, empleando a San Josemaría Escrivá de Balaguer como instrumento fidelísimo, sean transitados por un número incontable de almas, que extiendan por todos los rincones de esta tierra nuestra la paz y la alegría de los seguidores de Jesucristo!

 «    UNA AMISTAD AL SERVICIO DE LA IGLESIA    » 

Discurso pronunciado en el Simposio en memoria del Card. Höffner, organizado por el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz, Roma, 30-X-1997. Publicado en “Romana”. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei 25 (1997) 291.297.

Eminencias Reverendísimas,

Excelentísimos Señores,

Señoras y Señores.

Son bien conocidas las palabras de Santo Tomás de Aquino sobre la virtud de la amistad: "No todo amor tiene razón de amistad, sino el amor que entraña benevolencia, es decir, cuando de tal manera amamos a alguien que queremos el bien para él" 43. El bien que compartían el Cardenal Joseph Höffner y San Josemaría Escrivá, y que hizo posible el establecimiento de una sólida amistad entre ellos, era el amor apasionado a Cristo y a su Cuerpo Místico y, por tanto, el amor y defensa de la fe católica recibida y transmitida en la Iglesia, sin solución de continuidad, desde los tiempos apostólicos, bajo la guía del Magisterio eclesiástico.

Con gran alegría tomo la palabra en este acto conmemorativo del que fue Arzobispo de Colonia, promovido por el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz con ocasión del 10º aniversario de su fallecimiento. Me mueven, en primer lugar, sentimientos de reconocimiento hacia la persona de quien fue dignísimo Cardenal de la Iglesia Romana, eminente profesor y estudioso de Teología y de Ciencias sociales y, sobre todo, pastor de almas.

Además, como Prelado de esta porción del Pueblo de Dios que es el Opus Dei, siento un deber de particular gratitud hacia el Cardenal Höffner porque siempre bendijo y apoyó –con verdadero espíritu católico– la labor apostólica de los fieles de la Prelatura en su diócesis. Siguió en esto las huellas de su antecesor, el inolvidable Cardenal Frings, que concedió la venia para la erección de los primeros Centros del Opus Dei en Colonia, ya en los lejanos años 50.

Estos sentimientos estaban siempre vivos en mi predecesor al frente del Opus Dei, S.E. Mons. Álvaro del Portillo, que –como San Josemaría Escrivá– era un hombre profundamente agradecido. Recuerdo su dolor al conocer la noticia del fallecimiento del Cardenal Höffner, con quien le unían vínculos de amistad y afecto recíprocos, y su decisión inmediata de participar en los solemnes funerales que se celebraron en la catedral de Colonia, el 24 de octubre de 1987, aunque en aquellos días se hallaba empeñado en los trabajos de la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos, como miembro de nombramiento pontificio.

El tema que me ha sido sugerido para este simposio es bien significativo: mostrar cómo la amistad que unió al Cardenal Joseph Höffner y al Beato Josemaría Escrivá se tradujo en frutos de servicio a la Iglesia. Yo añadiría más; diría que esa amistad se forjó como consecuencia del gran amor que los dos profesaban a la Esposa de Cristo. En efecto, la auténtica amistad, de la que los Libros Sagrados tejen tantas alabanzas 44, sólo se desarrolla entre quienes comparten los mismos bienes. "Entre los hombres –explica San León Magno– se da una fuerte amistad cuando les ha unido la semejanza de costumbres" 45.

Concretas circunstancias históricas propiciaron que –desde el primer encuentro entre el Arzobispo de Colonia y el Fundador del Opus Dei, en 1971–, se estableciera una mutua corriente de simpatía y estima, que se transformó inmediatamente en sincera amistad. Eran los años inmediatamente sucesivos a la conclusión del Concilio Vaticano II: tiempos de grandes esperanzas en la renovación de la vida eclesial, de la que tantos frutos se aguardaban, pero que tenía su contrapartida en el peligro de que la oleada secularista –ya activa por entonces en la sociedad civil– afectara a la Iglesia, si esas reformas no eran llevadas a cabo con rectitud y prudencia sobrenaturales, en filial unión con el Romano Pontífice. Los vientos renovadores, suscitados por el Espíritu Santo, corrían el peligro de transformarse en una tempestad, capaz de entorpecer la gran obra emprendida por el Papa Pablo VI, en continuidad viva con la Tradición de la Iglesia, para la aplicación del Concilio Vaticano II.

En aquellos años, era fácil dejarse llevar por un sentimiento de euforia que, sobre las alas de una fuerte campaña de opinión pública, clamaba por una ruptura radical con el pasado. El Romano Pontífice denunció tal peligro en muchas intervenciones públicas, pero no fue siempre escuchado. Sólo las mentes clarividentes, alertadas por su amor a la Iglesia, supieron discernir los síntomas de la crisis que se abatía sobre la Iglesia –con especial fuerza en los años 70– y hacerle frente. Entre esas figuras se encontraban el Cardenal Joseph Höffner y San Josemaría Escrivá; y esta sintonía de espíritus propició la amistad entre los dos.

El mencionado encuentro entre el Cardenal Arzobispo de Colonia y el Fundador del Opus Dei tuvo lugar en octubre de 1971. Se celebraba en Roma la III Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos, en cuya agenda figuraban dos temas: "El sacerdocio ministerial" y "La justicia en el mundo". Temas candentes, ampliamente discutidos en aquellos momentos, cuando fuertes presiones secularistas trataban de distorsionar la imagen del sacerdote y de su misión en el mundo. Especialmente se ponían en tela de juicio el carácter sobrenatural del sacerdocio y el celibato sacerdotal. No eran muchos los que se daban cuenta cabal del peligro que entrañaba una cesión en puntos tan cruciales para la vida y el ministerio de los presbíteros.

En esas circunstancias, la común fidelidad a la doctrina católica, la estrecha unión a la Sede de Pedro, la clara percepción de que en la doctrina de la Iglesia se hallaban las soluciones más dignas y humanas a los problemas sociales, sin concesiones a ideologías materialistas, constituyeron seguros puntos de contacto entre el Cardenal Höffner y San Josemaría. Se cumplió lo que expresa admirablemente San Juan Crisóstomo: "El amor que tiene por motivo a Cristo es firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarlo del alma" 46.

En 1971, aprovechando su estancia en Roma, el Cardenal Höffner había sido invitado a dar una conferencia en el Aula Magna de la Residenza Universitaria Internazionale, tarea apostólica promovida por algunos fieles del Opus Dei, en el curso de unas jornadas organizadas por el Centro Romano di Incontri Sacerdotali (CRIS) bajo el título de "La crisis de la sociedad permisiva". Participaron en esas jornadas como ponentes, además del Arzobispo de Colonia, el Profesor Jerôme Lejeune, catedrático de Genética fundamental en la Universidad de París, y el Profesor Augusto del Noce, catedrático de Historia de las Doctrinas Políticas en la Universidad de Roma. El Cardenal Höffner disertó sobre "El sacerdote en la sociedad permisiva". Uno de esos días, Mons. Escrivá lo invitó a almorzar en la sede central del Opus Dei, donde mantuvieron un largo coloquio en el que comprobaron la coincidencia de sus respectivos puntos de vista, en torno a los grandes temas de la realidad eclesial.

Permitidme que añada un recuerdo personal de aquel primer encuentro. Al terminar el almuerzo, San Josemaría fue con su ilustre huésped a hacer una visita al Santísimo en el oratorio del Consejo General del Opus Dei. Al finalizar esos instantes de adoración eucarística, tras mostrarle las vidrieras que representan diversas escenas del Nuevo Testamento y algunos bajorrelieves con ángeles, le invitó a fijar su atención en la inscripción grabada sobre el dintel de unas puertas; una frase tomada de los Hechos de los Apóstoles: omnes perseverantes unanimiter in oratione (cfr. Hch 1, 14), y le dijo: "Señor Cardenal, éste es el secreto y la fuerza del Opus Dei: la oración de todos". El Cardenal Höffner asintió, convencido.

Años después, el Cardenal de Colonia recordaba claramente ese primer encuentro; lo rememora en la carta que envió al Vicario Regional del Opus Dei en Alemania, con ocasión del fallecimiento del Fundador. "He conocido personalmente al que ahora se ha ido junto al Señor –escribía en fecha 3 de julio de 1975–, y desde el primer momento admiré su forma de ser cariñosa, natural, humanamente cercana y alegre, fundamentada profundamente en el amor a Cristo. En las conversaciones con él, tenía la seguridad de encontrarme ante un hombre que vive de la fe y que ama de corazón a Cristo y a su Iglesia. Nuestra conversación sólo tuvo un tema: Cristo y su tarea de difundir la Buena Nueva y de aunar cada vez más las almas en la Iglesia de Cristo. Precisamente en los últimos años, en los que se extendía la inseguridad religiosa, su Fundador ha dado firmeza en la fe a innumerables personas. Su amor filial a la Iglesia y al Santo Padre se transmitía a otras personas".

Viene también a mi memoria la primera vez que, después del tránsito de Monseñor Escrivá al Cielo, el Cardenal Höffner volvió al lugar de aquella conversación. Nos comentó que había dado muchas gracias al Señor, recordando su amistad con el Fundador del Opus Dei, y que experimentaba especialmente un gran dolor. Habían quedado de acuerdo en que, siempre que coincidieran, continuarían hablando de las inquietudes y de los modos de buscar otras soluciones a los problemas de la vida de la Iglesia. Añadía que le constaba que Monseñor Escrivá deseaba hablarle de tantos temas que llevaba en el alma, y nos precisó que siempre sintió el deseo de reanudar esas conversaciones con el Fundador, porque su trato y su doctrina causaban un gran beneficio a su alma de Pastor. Ahora le pedía –concluía el Cardenal Höffner– que, con su amistad, le siguiera ayudando desde el Cielo.

Por su parte, también San Josemaría descubrió en el Cardenal de Colonia un alma reciamente cristiana, firmemente enamorada de Cristo y de la Iglesia. Puedo afirmar, porque se lo oí decir en más de una ocasión, que el trato y la amistad con el Cardenal Höffner, su unión con el Romano Pontífice y su fortaleza en la fe, habían supuesto para él una inyección de optimismo sobrenatural, en medio de aquellas tormentas en la vida eclesial de los años 70. A este propósito, me place leer unos párrafos de la carta que San Josemaría, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, dirigió el 4 de marzo de 1974 al Cardenal Höffner en cuanto Presidente de la Conferencia Episcopal alemana, para comunicarle que se disponía a conferir el doctorado honoris causa a Mons. Hengsbach, entonces Obispo de Essen y posteriormente creado Cardenal.

Tras destacar "los múltiples méritos personales de Mons. Hengsbach en la promoción y defensa de los derechos y valores de la vida de la Iglesia", el Gran Canciller de la Universidad de Navarra elencaba un motivo de fondo en la concesión de ese honor: "honrar, en sus Pastores, al Catolicismo alemán por la ayuda amplia y generosa que, bajo formas diversas, presta a la Iglesia universal en muchas partes del mundo". Y añadía: "Sepa Usted, Eminencia Reverendísima, que en medio de esta dolorosa noche de prueba que la Iglesia está atravesando, es para mí muy confortante ver Pastores de almas, como Vuestra Eminencia y Mons. Hengsbach, empeñados con tanta firmeza y valentía en sostener la fe y la moral de los fieles católicos, y para impulsarlos a abrazar con amor sus responsabilidades de cristianos en medio del mundo. También por esto recuerdo a Vuestra Eminencia todos los días con mucho afecto en la Santa Misa y en mis oraciones al Señor".

Serían suficientes estos textos para ilustrar, como afirmaba al principio, que la amistad que unió a estos dos grandes hombres se edificó desde el primer momento sobre el fundamento común del amor a Cristo y a la Iglesia, y que siempre estuvo orientada al servicio incondicionado de la Esposa de Cristo, alcanzando de este modo la estabilidad y firmeza propia de quienes están unidos in radice caritatis, por la raíz de una misma caridad sobrenatural. Porque, en palabras de San Agustín, "no hay amistad verdadera sino entre aquéllos a quienes Tú, Señor, aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo" 47.

De la compenetración y estima entre los verdaderos "viri ecclesiastici" se origina un enriquecimiento personal mutuo, que necesariamente repercute en el bien de la Iglesia y de las almas. Mons. Escrivá apreciaba, como hemos visto, la fidelidad en la doctrina y la unión con el Papa que caracterizaba al Arzobispo de Colonia, y el ejemplo de este insigne Pastor de almas –como el de tantos otros prelados que tuvo ocasión de conocer y estimar– le ayudó indudablemente a mantenerse a su vez firme en la fe y completamente dedicado al bonum animarum del pusillus grex que el Señor le había confiado.

Por su parte, el Cardenal Höffner se benefició de algunos puntos esenciales del espíritu del Opus Dei, transmitidos por el Fundador con su conversación y sus escritos. Le impresionó especialmente la profundidad y eficacia con que San Josemaría enseñaba que la gracia divina no destruye lo humano, sino que lo refuerza y vigoriza. Así lo reconoció públicamente el Cardenal de Colonia, durante la homilía que pronunció el 19 de septiembre de 1984 en la ceremonia de dedicación del altar de la Residencia universitaria Maarhof, promovida en su diócesis por fieles de la Prelatura del Opus Dei.

En la misma ocasión, subrayaba el optimismo de San Josemaría ante todo lo que ha salido de las manos de Dios y, en concreto, el respeto con que hablaba del cuerpo humano, que lleva en sí –junto con el alma– la imagen de Dios. Al mismo tiempo, el Cardenal Höffner señalaba la necesidad de mantener sujeto el cuerpo mediante una prudente mortificación. Esto lo afirmaba públicamente en momentos en que, en su país, había personas que se escandalizaban farisaicamente de los cristianos que –siguiendo una tradición multisecular de la Iglesia– se esforzaban por secundar el consejo de San Pablo en esta materia 48. "Hoy en día –afirmaba el Cardenal Höffner–, cuando vemos a tantos hombres y mujeres que destruyen y profanan su cuerpo entregándose a la bebida y a las drogas, me parece esta doctrina más importante que nunca" 49.

Otro punto de singular coincidencia se refiere a la colaboración de sacerdotes y laicos en la única misión de la Iglesia. Cuando en algunos lugares se elevaban voces que, de una parte, reclamaban para los laicos funciones que competen al ministro ordenado, y, de otra, impulsaban al sacerdote a dejar de lado el ministerio sacramental para dedicarse a tareas seculares, tanto el Fundador del Opus Dei como el Arzobispo de Colonia expusieron con claridad la doctrina de la Iglesia. "Los creyentes –decía el Cardenal Höffner– no desean un sacerdote "moderno" que se ocupe de sus intereses y se mezcle constantemente en la conducta y orientación de sus vidas,un sacerdote que se adapte incesantemente al mundo, sino un siervo de Cristo, un "testigo y dispensador de una vida distinta de la terrena" (Presb. ord. 3). El servicio sacerdotal –proseguía– no puede considerarse como una actividad puramente humanitaria y social, como si la Iglesia fuese un especie de Cruz Roja cristiana. A la misión del sacerdote o del ministerio sacerdotal no pertenece actuar directamente sobre las estructuras sociales, ni modificar las estructuras y relaciones de este mundo" 50.

Por su parte, en ese mismo año, San Josemaría escribía a un grupo de fieles del Opus Dei que recibirían la ordenación sacerdotal: "Vais a llegar al presbiterado después de haber trabajado y vivido como seglares cada uno en su nación de origen (...). Ahora habréis de ser sacerdotes, totalmente sacerdotes, y dedicaros con todas vuestras fuerzas a vuestro ministerio". Y añadía: "Los sacerdotes sólo debemos hablar de Dios. No hablaremos de política, ni de sociología, ni de asuntos que sean ajenos a la tarea sacerdotal. Y haremos así amar a la Santa Iglesia y al Romano Pontífice" 51.

En la conferencia en Roma a que antes me refería, el Cardenal Höffner consideraba que, en otros momentos de la historia de la Iglesia (se refería explícitamente a la crisis del siglo XVI, sobre todo en Europa central), fue posible superar aquellos duros momentos gracias también a núcleos de fieles en los que "laicos y sacerdotes trabajaban juntos, apoyándose, animándose, reforzándose unos a otros", de modo que "rezaban juntos y trabajaban con sentido misionero en su propio ambiente" Se auguraba que los mismo sucediese en los momentos actuales: "la formación de células de personas con los mismos objetivos, que quieran dar nueva vida a la Iglesia y no lacerarla con críticas destructivas" 52.

Es bien conocido como el Fundador del Opus Dei, inspirado por Dios, dedicó toda su vida a promover entre los cristianos corrientes de todos los estratos sociales la conciencia de la llamada a la santidad en el trabajo profesional y en las circunstancias ordinarias de la vida. Gracias a Dios, esos anhelos suyos son desde hace muchos años una fecunda realidad al servicio de la Iglesia. La Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, en efecto, fomenta en los sacerdotes y en los laicos la urgencia de responder con plenitud a las exigencias de la vocación bautismal y les ofrece la formación doctrinal, ascética y apostólica necesaria para que, cooperando orgánicamente entre sí y en comunión con el Papa y el Colegio Episcopal, sean fermento de vida cristiana en todos los ámbitos de la sociedad.

El Cardenal Joseph Höffner supo apreciar este espíritu, y por ello bendecía a Dios, de Quien descienden todas las gracias 53. "La Obra –decía con alegría en la carta que escribió en 1975, tras el tránsito al Cielo de Monseñor Escrivá– se ha extendido por todo el mundo (...). Durante mi visita al Japón hace algunos años pude ver un poco del apostolado universal del Opus Dei. En su Fundador ardía aquel fuego, que el Señor ha traído a la tierra para que arda (cfr. Lc 12, 49). Monseñor Escrivá se daba cuenta dónde comenzaba algo nuevo y actuaba el espíritu de Dios. El Señor le premiará todo lo que ha hecho por la Iglesia desde el año 1928".

Este mismo augurio expreso yo, al conmemorar el 10º aniversario del fallecimiento del Cardenal Joseph Höffner. Que el Señor premie con abundancia todo el bien que llevó a cabo por la Iglesia y por las almas, en su fecunda y dilatada existencia.

 «    AMOR AL SACERDOCIO    » 

Palabras en la vela de oración celebrada en la Plaza de San Pedro con motivo del Jubileo de los sacerdotes, Roma, 17-V-2000. Publicadas en “Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei” 30 (2000) 63-66.

Queridos hermanos en el sacerdocio.

Nos preparamos para celebrar nuestro jubileo precisamente en el día en que nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II cumplirá ochenta años y conmemoraremos su servicio a Dios y a las almas, especialmente desde que fue llamado a la sede de Pedro. Al alzar nuestro corazón a la Trinidad Santísima en acción de gracias, deseamos hacerlo con la renovación de nuestra fidelidad personal al don y misterio que hemos recibido: don de la vocación sacerdotal que ha enriquecido nuestra vida, misterio de predilección por parte de Jesús, que ha querido llamarnos amigos suyos (cfr. Jn 15, 15).

¿Qué nos dicen los santos sobre el sacerdocio? He sido invitado a recoger aquí algunas ideas de la predicación de un santo sacerdote de nuestro siglo, San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei. Me causa una alegría muy particular poder presentar este testimonio en el octavo aniversario de la beatificación de este sacerdote ejemplar, acaecida el 17 de mayo de 1992, porque –como afirma un documento pontificio– fue "luminoso ejemplo de celo para la formación sacerdotal" 54.

Cuando en algunos sectores de la comunidad eclesial se planteaban interrogantes sobre la identidad del sacerdote, San Josemaría no dudaba en escribir: "¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental (...). Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser (...). En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor" 55.

Es necesario –escribió también San Josemaría– que los "sacerdotes tengan, en su alma, una disposición fundamental: gastarse por entero al servicio de sus hermanos, convencidos de que el ministerio al que han sido llamados (...) es un gran honor, pero sobre todo una grave carga" 56. Esto es lo que el pueblo cristiano espera de los sacerdotes, como consecuencia inmediata de la identificación sacramental con Cristo. "Los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece (...), que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios (...); que tenga consejo y caridad con los necesitados" 57.

"La vocación sacerdotal lleva consigo la exigencia de la santidad", se lee en un apunte manuscrito de San Josemaría. "Esta santidad no es una santidad cualquiera, una santidad común, ni aun tan sólo eximia. Es una santidad heroica". En consecuencia, el gran enemigo para el cumplimiento de nuestra misión en la Iglesia no es la carencia de medios, ni la hostilidad del ambiente, ni aun las fragilidades personales –propias de toda criatura humana–, el enemigo sería quitar de nuestra vida la orientación sincera y decidida al ejercicio de la caridad perfecta.

Por eso, la primera ocupación del sacerdote ha de ser cultivar su trato diario con Dios, que se alimenta y desarrolla en el ejercicio del ministerio, apoyándose en la unidad de vida que hace que el presbítero sea –con expresión de San Josemaría– "sacerdote cien por cien". La seguridad de la identificación sacramental del ministro sagrado con Cristo llevaba al Beato Josemaría a afirmar también: "El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina, que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: per ipsum, et cum ipso, et in ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y paras las almas vivo yo. De su amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizás por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva" 58.

En una alocución, el Papa Juan Pablo II afirmaba: "Un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística, especialmente su Misa. Misa sin amor, sacerdote estéril; Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas" 59. Ésta es la raíz de la fecundidad apostólica de la vida del sacerdote. En una ocasión, San Josemaría nos confiaba: "Subo al altar con ansia, y más que poner las manos sobre el ara, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡enamorado!" 60

Ese amor lleva al sacerdote a cultivar santas pasiones en su alma, precisamente en el ejercicio del ministerio. El Fundador del Opus Dei señalaba "dos pasiones dominantes, aparte de amar mucho la Sagrada Eucaristía y por lo tanto la Misa, de hacer una Misa que dure todo el día, de no tener prisa. Esas dos pasiones dominantes son: atender a las almas en el confesonario y predicar abundantemente la Palabra de Dios" 61.

La predicación era para San Josemaría transmisión de la Palabra de Dios contemplada y hecha vida propia: el sacerdote, cuando predica, debe hacer "su oración personal, cuajando en ruido de palabras (...) la oración de todos, ayudando a los demás a hablar con Dios (...), dando luz, moviendo los afectos, facilitando el diálogo divino" 62. En cuanto a la administración del sacramento de la Penitencia, me limito a recordar estas palabras suyas: "sentaos en el confesonario todos los días (...), esperando allí a las almas como el pescador a los peces. Al principio quizá no venga nadie (...). Al cabo de dos meses no os dejarán vivir (...) porque vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo –confundidas con ellas, porque sois Cristo– diciendo: yo te absuelvo" 63.

Tendría que hablar de muchos otros aspectos de la enseñanza de San Josemaría sobre los sacerdotes –desde la fraternidad sacerdotal a la unión con el propio Obispo, de la labor de catequesis al espíritu de reparación, etc.–, pero ahora es imposible. Sólo quiero referirme brevísimamente a dos puntos que me parecen fundamentales en la actualidad. Primero, la vida de oración. "La oración crea al sacerdote y el sacerdote se crea a través de la oración", ha escrito el Papa 64. San Josemaría aseguraba: "El tema de mi oración es el tema de mi vida". Su vida sacerdotal se hallaba plenamente inmersa en la Iglesia; las necesidades de las almas eran alimento cotidiano de su oración.

Por otra parte, como repetidamente insistía este santo sacerdote: "Conviene que al sacerdote se le reconozca: el pueblo cristiano necesita de signos visibles" 65, escribía en 1956. Y explicaba: "Tenemos que mostrar que somos sacerdotes, de un modo que sea evidente para todos. Si no llevase una manifestación externa de mi sacerdocio, muchas personas que podrían acudir a mí en la calle, o en cualquier sitio, no vendrán porque no saben que soy ministro de Dios" 66. El traje sacerdotal –concluía– "os ayudará a recordar y a hacer recordar a los demás, continuamente, que la ordenación sacerdotal, configurándoos de modo especial con Cristo Sacerdote, os ha constituido también de modo particular en alter Christus, en ipse Christus" 67.

Si nos esforzamos por ser fieles a todas las consecuencias de nuestra vocación sacerdotal, hasta las más pequeñas, nuestra Madre la Virgen, Madre especialmente de los sacerdotes, nos hará gustar siempre, en cualquier circunstancia, el amor que nos ha sido otorgado con nuestro sacerdocio, y que nos identificará cada vez más íntimamente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

 «    MAESTRO, SACERDOTE, PADRE    » 

Conferencia inaugural del Congreso La grandeza de la vida ordinaria, con ocasión del centenario del nacimiento de San Josemaría, Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma, 8-I-2002. Publicada en La grandezza Della vita cuotidiana. Vocazione e missione del cristiano in mezzo al mondo, Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2002, pp. 67-89.

1. Virtudes humanas

2. Optimismo y esperanza

3. Unidad de vida

4. Amor a la libertad

5. La grandeza de la vida corriente

La visión cristiana del mundo asegura que la Providencia divina rige los acontecimientos físicos y humanos, sin destruir la legítima autonomía de lo terreno. Esta certeza vale, de un modo especial y misterioso, para la persona: en la actuación de Dios –calificada tradicionalmente como "firme y suave" 68- se hace compatible su Omnipotencia con el más delicado respeto a la libertad. En pocas palabras, no domina al ser humano un destino ciego, sino que –lo advirtamos o no– la solicitud amorosa de nuestro Padre Dios nos orienta hacia lo mejor, tanto para su gloria como para cada uno de nosotros.

Más en concreto, pertenece también a la visión cristiana de la vida la convicción de que la existencia personal responde a un designio amoroso de Dios, que "nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor" 69. Esta invitación universal a la santidad adquiere en cada individuo la forma de un llamamiento peculiar e irrepetible, que se va descubriendo a lo largo de los años y llega a hacerse patente si la criatura busca de veras cumplir la Voluntad de Dios, lejos de todo egoísmo.

Lógicamente, esta condición vocacional de la vida humana implica que Dios, en su solicitud paterna, concede gratuitamente a cada uno los dones naturales y sobrenaturales que permiten la realización cabal de sus designios, es decir, el cumplimiento de una misión en el mundo. Por tanto, la vocación –con sus exigencias y con las gracias necesarias– no ha de atribuirse en exclusiva a unos pocos selectos o privilegiados, sino que se extiende de manera universal a todas las personas, creadas por Dios a su imagen y semejanza. A su vez, este proyecto divino no impide que la estructura vocacional de la existencia se haga más notoria en las personas que han recibido un encargo explícito de Dios, que las asocia de forma singular a la misión redentora de su Hijo, como instrumentos elegidos para propagar, de modo efectivo, el reino de Cristo entre las almas. Esos designios específicos se advierten con máxima claridad en la vida de los santos.

La personalidad señera de San Josemaría Escrivá de Balaguer resulta particularmente significativa de esta doctrina evangélica sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, que –tras las enseñanzas del Concilio Vaticano II– es bien conocida por los fieles de la Iglesia Católica.

Por una parte, este santo sacerdote es uno de los portavoces contemporáneos más destacados de la difusión de esa llamada universal a la santidad, sobre todo en lo que se refiere a los laicos. Mons. Escrivá ha sido un pionero de este anuncio, al recordar lúcidamente –desde 1928, con la fundación del Opus Dei– que la voluntad de Dios para todas las almas es su santificación 70, esa plenitud de la vida cristiana que cada uno ha de buscar en las circunstancias ordinarias donde la Providencia divina le ha situado, y muy concretamente a través de su trabajo profesional, que se convierte así en medio e instrumento de santidad y apostolado.

Por otra parte, la propia biografía de San Josemaría constituye un ejemplo señalado de que Dios otorga las gracias necesarias para realizar la misión recibida. Y como la llamada, a la que este sacerdote respondió fielmente, encierra una extraordinaria significación en la historia del mundo y de la Iglesia, no cabe extrañarse de que en su existencia se trasluzcan unos dones humanos y sobrenaturales de envergadura, que procuraba ocultar en su deseo de desaparecer, tratando de pasar inadvertido, movido por su profunda humildad.

Así lo expresó el Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, en la homilía de la Santa Misa celebrada en la Plaza de San Pedro, al día siguiente de la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, en acción de gracias a la Trinidad Beatísima: "La santidad alcanzada por San Josemaría no representa un ideal imposible; es un ejemplo que no se propone sólo a algunas almas elegidas, sino a innumerables cristianos, llamados por Dios a santificarse en el mundo: en el ámbito del trabajo profesional, de la vida familiar y social. Es un ejemplo clarificador que muestra cómo las ocupaciones cotidianas no son un obstáculo para el desarrollo de la vida espiritual, sino que pueden y deben transformarse en oración; él mismo anota por escrito en sus apuntes personales, con cierta sorpresa, que vibraba de Amor a Dios precisamente por la calle, entre el ruido de los automóviles, de los medios públicos, de la gente; incluso leyendo el periódico (J. Escrivá de Balaguer, 26-I-1932, en Apuntes íntimos, 673). Se trata de un ejemplo particularmente cercano, porque San Josemaría ha vivido entre nosotros: muchos de los aquí presentes le habéis conocido personalmente. Él participó con intensidad en las angustias de nuestra época, y precisamente en las actividades diarias, mediante el cumplimiento fiel de los deberes cotidianos en el Espíritu de Cristo, ha alcanzado la santidad" 71.

1. VIRTUDES HUMANAS

A finales de agosto del año 2000 se cumplió el centenario de la muerte de Friedrich Nietzsche. Se publicaron con ese motivo muchos libros y artículos, muestra de que la figura del pensador alemán –a pesar de sus crispados desequilibrios humanos y sus insuficiencias filosóficas– ha dejado una profunda huella en la mentalidad del último siglo. Una de sus tesis más conocidas es la denuncia de que los cristianos, con su exclusiva valoración de los bienes celestiales –que califica de hipócrita y oportunista–, desprecian lo humano y se convierten en "enemigos de la vida".

La acusación de Nietzsche se revela a todas luces injusta y, como tantas de sus posturas, destartalada y desmesurada. Los cristianos, a lo largo de dos mil años, han apreciado como nadie la dignidad de la persona, han abierto en buena medida el desarrollo de las ciencias positivas, y han inspirado culturas y civilizaciones en las que han surgido genios del arte y del pensamiento, personalidades de extraordinario vigor y de gran capacidad de arrastre. Y esto ha sido posible porque la Iglesia se ha mantenido fiel a la afirmación central de la Encarnación del Verbo: Jesucristo fue, es y será siempre verdadero Dios y verdadero hombre 72, que restaura todas las cosas en su Verdad.

Precisamente en la vida y en la enseñanza de San Josemaría destaca su profunda valoración de las virtudes humanas, como fundamento de las sobrenaturales; doctrina no siempre suficientemente remachada en las obras ascéticas convencionales, a las que seguramente tuvo acceso en su primera formación cristiana y sacerdotal. En una homilía pronunciada en 1941, afirmaba de manera inequívoca: "Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo" 73.

El Fundador del Opus Dei se refirió alguna vez a la armonía de los hábitos virtuosos con una expresión cargada de fuerza: la "formación enteriza de las personalidades jóvenes" 74. Pero los primeros que recibieron este espíritu de sus labios –y los innumerables que después han transitado ese itinerario– no aprendieron esta forma de conducta a través de una teoría moral o de un estilo pedagógico. La palparon en el existir cotidiano de aquel sacerdote que les orientaba en su vida cristiana. Los testimonios de su labor pastoral, desde los comienzos hasta su fallecimiento en 1975, confirman que Josemaría Escrivá de Balaguer fue una persona en la que doctrina y vida formaban una unidad indisoluble. No era un maestro frío, teórico de la ética natural y la moral cristiana; tampoco un líder entusiasta que arrastraba con recursos sentimentales. Se reveló como un sacerdote enamorado de Jesucristo, entregado por ese amor al servicio de las almas, con una personalidad fuerte y armónica, en la que lo humano y lo sobrenatural se entrecruzaban en mutua potenciación, con un comportamiento sencillo y enérgico que atraía por su indudable autenticidad, por su compromiso leal con lo que enseñaba, por su coherencia sin quiebras.

El Señor le dotó de cualidades singulares –sus padres las cultivaron con su enseñanza y ejemplo–, que le abrieron al gran panorama del caminar cristiano. Desde niño tuvo una gran capacidad para asumir y asimilar todo lo que recibía dentro del clima espiritual y humano que respiraba. Con normalidad, fue aprendiendo la necesidad de practicar las virtudes humanas y cristianas, en las que hundiría sus raíces la vida interior propia de un niño, de un muchacho, de un adolescente, de un universitario. Sorprenden muy de veras sus dotes de observación y de intuición. No ve en el mundo que le rodea algo que se le impone o simplemente le favorece o le ayuda. Contempla cómo se hacen las cosas en el hogar, el parvulario y el colegio, y va sacando consecuencias.

No olvidará jamás la sonrisa amable de su padre, que nunca pierde la paz, y se interesa por las personas que se hallan a su lado como algo que pertenece a su propia existencia. Le he escuchado muchas anécdotas que muestran la amistad y lealtad de don José Escrivá, proyectadas con más fuerza aún, en el ambiente de familia, con su esposa y sus hijos. Josemaría descubrió en su padre el sentido humano y divino de la amistad y la justicia. Desde que empieza a darse cuenta de lo que le rodea, observa la puntualidad y la responsabilidad en el trabajo de sus padres. Cumplidores del deber, cada uno en su ámbito, desempeñan esas tareas con generosidad, con alegría, sin pérdidas de tiempo. Procuran siempre acabarlas bien, con el estímulo de servir a los de arriba y a los de abajo.

Ese desvelo va de la mano de un profundo sentido de la libertad. Precisamente por el clima de confianza del hogar, que luego trasladará a todos los lugares en que se mueva, afronta el cumplimiento de las propias obligaciones y consulta voluntariamente a quienes pueden aconsejarle. A la vez, en el ambiente familiar descubre la necesidad de la sinceridad verdadera, y adquiere la rectitud de no dejarse llevar por la crítica o la murmuración, ni el resentimiento o el rencor. En la medida en que crece en libertad, sabe darla a los demás, sin mostrarse jamás desconfiado.

Se desenvuelve en una atmósfera familiar que cultiva la educación, el pudor, los buenos modales. Aprende a escuchar, a atender, a aprender, a ayudar en la convivencia. Observa la comprensión que se tiene con los ancianos, los enfermos y los pobres; va atesorando ese comportamiento, con la conciencia de que nadie le puede resultar indiferente. Ha escuchado que el personal que colabora en la casa forma parte de la familia: se impone el agradecimiento y el respeto para no dejarse servir innecesariamente. Con el tiempo, muchas personas saldrán del túnel de la tristeza o de la soledad, al comprobar que San Josemaría las trata como hermanos, con la más sincera amistad. No son pocos los que reconocen que, en sus encuentros con este sacerdote, no contaban con nada que ofrecerle, y se veían como pagados por la caridad con que les trataba: les atendía con tal naturalidad sobrenatural que sentían como si aquello fuera lo normal. No exagero al decir que ha llenado de riqueza espiritual y de esperanza, con su amistad y su paternidad sacerdotal, a muchos indigentes, a incontables enfermos, a personas que otros aislaban o rechazaban, a trabajadores de oficios humildes, a quienes no habían experimentado la seguridad de una familia.

No es posible describir la amplia gama de su carácter recio, que le llevaba a tomarse en serio –como cristiano, como sacerdote, como hombre– la propia vida y la de los demás. Por eso, hasta el final de su paso por la tierra, se distinguió por su afán recto de aprender de todos, de los países donde se encontraba, de los sanos intereses de los otros.

Justamente porque se fijaba en el bien que operaban los demás, era muy agradecido, persuadido de que todos lo enriquecían. A la vez, mostraba una acentuada capacidad de advertir la bondad, la belleza, la nobleza, los grandes ideales, y también las necesidades del prójimo. Desde niño fue acrisolando un afán grande de crecer en doctrina y preparación humana, cultural, profesional.

Su naturalidad –noble, elegante, normal– traslucía su personalidad rica. Jamás hacía comedia ni buscaba recitar. Y, sin embargo, se movía en público o ante las cámaras, sin pretenderlo, como un artista consumado. No representaba, pero estaba dotado de una amplia capacidad de comunicación. Atraía su sonrisa permanente y su mirada inteligente, penetrante, comprensiva. Al hablar, no perdonaba un gesto, reforzado por el movimiento o la quietud de sus manos. Hombre de genio vivo y rápido, puso todas sus dotes humanas al servicio de la misión que Dios le confió. No se dejó llevar de preferencias. Amplió continuamente sus horizontes, hasta alcanzar un temple acogedor, que aceptaba y valoraba lo positivo de cada alma.

Refieren quienes le trataron en la infancia que su alegre simpatía arrastraba. Esa faceta humana la puso también al servicio de la misión recibida de Dios, y supo ser desde los comienzos un apóstol alegre, que transmitía la necesidad de una fe operativa, la firmeza de una esperanza segura, y el tesoro de la capacidad de amar a Dios y por Dios. Con esta misma fuerza llegó al final de su paso por la tierra, acercándose a los corazones de las gentes de muchos países, para descubrirles la riqueza de la amistad con Dios.

2. OPTIMISMO Y ESPERANZA

Esta capacidad de arrastre –también en lo humano– de la personalidad de San Josemaría no puede atribuirse a un único rasgo, precisamente porque las virtudes heroicas, que la Iglesia ha reconocido en su vida, se entrelazan y funden hasta configurar un temple unitario y armónico.

No obstante, entre las notas distintivas de su carácter, destacó siempre su espíritu constructivo, su alegría contagiosa, su capacidad de optimismo, con una inconmovible esperanza que presenta gozosas manifestaciones humanas y profundas raíces teologales. Son tonos brillantes y luminosos que resaltan vivamente sobre un fondo cultural tantas veces dominado por el pesimismo o la sombría visión inmanente de horizontes cerrados. Se percataba de que un optimismo no basado en el reconocimiento del origen y del fin trascendente del hombre no pasa de ser un sentimiento banal, carente de fundamento. Por esto, huelga decir que el optimismo del Fundador del Opus Dei se sitúa en las antípodas de este sentimentalismo crepuscular, o del progresismo declinante que no renuncia al "proyecto moderno", en versión antropocéntrica y secularista. La visión netamente positiva de Josemaría Escrivá de Balaguer acerca del ser humano –"la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" 75- tiene una inconfundible base paulina, pues el hombre y la mujer están llamados a identificarse con Cristo 76: a ser alter Christus, ipse Christus, como acostumbraba a sintetizar 77.

En el fundamento de esa actitud, decididamente afirmativa, que caracteriza el perfil humano de San Josemaría, se halla una profunda comprensión de los misterios de la Creación y de la Encarnación. Esa actitud se evidencia de modo neto en su invitación a "amar al mundo apasionadamente". Con este título pronunció una homilía en el campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967, en la que dirigió estas vibrantes palabras a los millares de personas que participaban en la Santa Misa celebrada al aire libre: "Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo" 78.

Con una atrevida formulación, que causó gran impacto, se refirió entonces a "un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu" 79. La firme seguridad que le proporcionaba su sentido humanista de la realidad, y su profunda fe en la presencia salvadora de Cristo en los fieles, le llevaban a conducir su predicación al terreno en el que el catolicismo estaba siendo más atacado en aquel tiempo. Si el materialismo reduccionista –en sus diversas versiones– pretende erradicar las dimensiones espirituales de lo real, San Josemaría retoma en su justo contenido el mismo concepto de materia, para advertir con firmeza que esa idea, cerrada sobre sí misma y refractaria a cualquier apertura a la trascendencia, se queda en abstracción ideológica que nada tiene que ver con la multiforme y compleja realidad en la que se desarrollan cada día las actividades humanas; por eso empobrece la imagen del hombre, hasta el punto de encerrarle en la pura facticidad, en un mero mecanicismo, con el riesgo de conducirle a una tristeza desesperanzada, a una abulia existencial.

En cambio, si la cultura se abre a la razón sapiencial, el panorama se expande y el hombre se libera. Esta impresión –casi corporal, se podría decir– de liberación y apertura, de ampliación de horizontes clausurados, alimenta a quienes se acercan a las enseñanzas del Fundador del Opus Dei. Advierten una experiencia de incremento gozoso, de dilatación de posibilidades existenciales, porque pueden atisbar el inagotable misterio de lo real santificable, y las infinitas perspectivas de santificación –de verdadera realización– que la fe cristiana ofrece a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos.

De acuerdo con la íntima unidad de doctrina y vida mencionada, esa misma sensación se producía al tratar –de modo asiduo o esporádico– al Beato Josemaría. Millares de personas, incluso no cristianas o apartadas de la práctica de la fe, descubrieron –tras un encuentro con este sacerdote santo y lúcido, sencillo y con buen humor– el optimismo y la alegría que les impulsaba a cambiar el curso de su existencia. Y puedo asegurar que sigue aconteciendo a los que se aproximan hoy a su vida a través de los numerosos testimonios y escritos sobre su persona y sus enseñanzas.

Su manera de ayudar a materializar la vida espiritual 80 a través de imágenes gráficas; su modo de rectificar con espontaneidad enfoques que desazonan y desconciertan; su facilidad para presentar ejemplos que iluminan la cotidianidad o de ofrecer consejos realistas y exigentes; su capacidad de levantar el ánimo de oyentes y lectores, traslucen una vivencia de la auténtica esperanza, cuyo origen –casi palpable– es inequívocamente una profunda unión con Cristo. Por eso, su mensaje aporta –entonces como ahora– la inconfundible impresión de esa novedad que no brota tanto de lo original como de lo originario, de lo que está cercano a esa fuente de aguas vivas: el Dios que hace nuevas todas las cosas 81.

Efectivamente, así se muestra la fuerza transformadora de la esperanza. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, "la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" 82. Fiel seguidor del espíritu que el Señor le dio para configurar el Opus Dei, camino de santidad en medio del mundo, San Josemaría acertaba –de un modo casi connatural– al fundamentar perseverantemente en la esperanza sobrenatural las esperas humanas, y a referir éstas, corregidas y purificadas, al horizonte escatológico que cifra toda felicidad definitiva en contemplar cara a cara el rostro de Dios. Cuando, especialmente durante sus últimos años en esta tierra, rezaba de continuo vultum tuum, Domine, requiram 83 –buscaré, Señor, tu rostro–, no escondía en ese anhelo ninguna inclinación a escaparse de los sinsabores de la existencia terrenal, sino el deseo incontenible de encontrar con plenitud en el Cielo la felicidad que el Señor le concedía ya en la tierra, y que contribuyó a difundir a su alrededor, a contrapelo de dificultades y dolores experimentados en carne y espíritu.

En el sosiego interior que Dios le otorgaba, como premio a su desprendimiento y rectitud de intención, no había sombra alguna de estoicismo. Esta actitud no guarda relación con la paz profunda de los hijos de Dios, que se alimenta con la íntima seguridad de que nada realmente malo puede suceder, porque "todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" 84. El consuelo emparejado con la santidad de vida está tan alejado de la apatheia individualista como del activismo pragmático. Cuando corrían tiempos en que la utopía marxista de la vida o falaces enfoques liberacionistas habían penetrado en la mente de intelectuales, incluso cristianos, el Fundador del Opus Dei promovía la justicia social a través de la acción profesional de los laicos, mientras alentaba numerosas iniciativas apostólicas de promoción humana en los entornos más necesitados y recordaba que la liberación radical –la que Cristo nos ha ganado con su sangre– no es otra que la liberación del pecado, especialmente por medio del sacramento de la Penitencia.

Inmanencia y trascendencia se armonizan en su vivencia de la esperanza cristiana, que se aparta tanto del reduccionismo secularista como de la desencarnación presuntamente espiritualista. La profunda unidad de su experiencia le llevaba a valorar altamente las realidades terrenas, a referirlas a su Creador y Redentor, y a tratar de convertirlas en instrumento de apostolado: "No nos ha creado el Señor –afirmaba en una homilía– para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Hb 13, 14), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano" 85. Esta conciliación dinámica –no dialéctica– entre las esperas y la esperanza muestra que Josemaría Escrivá de Balaguer penetró a fondo en las internas contradicciones de esta época de tensiones y cambios, para encontrar –con una especie de instinto sobrenatural– una síntesis superior que, en último término, procedía de su sentido de la filiación divina.

3. UNIDAD DE VIDA

Si la filiación divina –sentirse hijos de Dios y saber que realmente lo somos 86- constituye el fundamento de la vida espiritual del Fundador del Opus Dei, su rasgo estructural y constitutivo se manifiesta en la unidad de vida, es decir, la interpenetración de los aspectos culturales, profesionales y sociales con los espirituales y apostólicos en las relaciones del alma con Dios, pues nada en la existencia de la criatura deja de interesar a su Creador. Resulta obvio que unidad no se confunde con mezcla o confusión. No se trata de una especie de "emulsión" o aditivo del trabajo y del caminar cotidiano con la lucha ascética y la actividad apostólica. Consiste en una unidad radical, en la que la persona desarrolla sus acciones en diferentes planos que, sin embargo, no están separados y mucho menos contrapuestos, sino que se entrelazan y concurren al logro de esa plenitud –nunca completamente alcanzada en esta tierra– que es la santidad.

Así se expresaba San Josemaría: "Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales" 87.

En sus coloquios informales con personas de toda procedencia y condición, le preguntaban con frecuencia cómo compatibilizar las exigencias profesionales, cada vez más perentorias, con las obligaciones familiares, con los deberes cívicos y la práctica cotidiana del trato con Dios. De un modo o de otro, sus respuestas iban a parar siempre a la unidad de vida, como solución operativa ante el desconcierto y la angustia que la complejidad de la sociedad genera en hombres y mujeres sobrecargados por solicitudes aparentemente inconciliables.

También en este punto se manifiesta el temple positivo como actitud básica de su perfil intelectual y humano. Nunca acepta la mera resignación. No aconseja que se sufran inactivamente las dificultades. Por ejemplo, a un universitario que se lamenta –especialmente en días de exámenes– de que no puede hacer compatible el estudio intenso con la oración, además de aconsejarle que no descuide esos tiempos de trato con Dios, le responderá derechamente: "Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración" 88. Un obrero o un empresario con horarios agobiantes, encontrarán luz en este consejo hacedero: "Pon un motivo sobrenatural a tu labor profesional, y habrás santificado el trabajo" 89. Más articulada y extensa ha de ser la respuesta a un problema muy actual: cómo pueden las mujeres conciliar su creciente presencia en las actividades profesionales fuera del hogar con la imprescindible labor que desarrollan en el ámbito familiar: "En primer término –respondía en una entrevista de prensa concedida en 1968–, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que acabas de mencionar. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales –la del hogar también lo es–, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así el problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática –cambiando sólo el acento– llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos" 90.

Es significativo que, en esta misma entrevista, San Josemaría mencione expresamente los nuevos medios técnicos 91, como instrumentos para ahorrar tiempo y poder desarrollar una variedad de tareas. Las "nuevas tecnologías" reflejan una de las características más notorias de nuestra época, y el Fundador del Opus Dei reconoce las posibilidades que esta galaxia postindustrial abre a la efectiva realización de la unidad de vida del cristiano.

Mons. Álvaro del Portillo, en su homilía del 18 de mayo de 1992, se hacía eco de lo que San Josemaría predicó desde 1928: "¡Sí!, es posible ser del mundo sin ser mundanos; es posible permanecer en el lugar de cada uno, y al mismo tiempo seguir a Cristo y permanecer en Él. Es posible vivir en el cielo y en la tierra, ser contemplativos en medio del mundo, transformando las circunstancias de la vida ordinaria en ocasión de encuentro con Dios; en medio para llevar otras almas al Señor e informar desde dentro la sociedad humana con el espíritu de Cristo, ofreciendo a Dios Padre todas nuestras obras en unión con el Sacrificio de la Cruz que se renueva sacramentalmente en la Eucaristía" 92.

Promotor de centros de investigación y enseñanza superior, el gran universitario que fue San Josemaría alentó a intelectuales, profesores y estudiantes, a practicar el trabajo en equipo y la interdisciplinariedad, para buscar nuevas síntesis de los saberes, con inspiración cristiana y profundidad científica. Como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, subrayaba en octubre de 1967 que "la Universidad tiene como su más alta misión en servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en la que vive: por eso debe investigar la verdad en todos los campos, desde la Teología, la ciencia de la fe, llamada a considerar verdades siempre actuales, hasta las demás ciencias del espíritu y la naturaleza" 93. Desde ahí, describía el horizonte de la Universitas scientiarum, que debe dilatarse siempre más y más para responder a las nuevas realidades y exigencias del contexto social. "Consciente de esta responsabilidad ineludible, la Universidad se abre ahora en todos los países a nuevos campos, hasta hace poco inéditos, incorporando a su acervo tradicional ciencias y enseñanzas profesionales de muy reciente origen y les imprime la coherencia y la dignidad intelectual, que son el signo perdurable del quehacer universitario" 94.

Claro aparece que el planteamiento de la unidad de vida no es, en el pensamiento de San Josemaría, una especie de técnica para abrirse camino en la maraña de la complejidad que rodea al hombre. Presenta una clara inspiración teológica y penetra lo más profundo de su propio perfil intelectual. Este enfoque se advierte con especial luz en un texto de Surco, que sintetiza el estilo y los rasgos de un intelectual cristiano:

"Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:

–amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;

–afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;

–una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;

–y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida" 95.

San Josemaría concedió toda su importancia a la formación humana de los fieles del Opus Dei, para que se condujeran de manera leal y noble con los demás, sin descuidar la atención premurosa a los más débiles o necesitados, tanto en el plano material como en el espiritual. Estableció los medios para una intensa formación, con especial atención a los estudios filosóficos y teológicos. Cuidaba atentamente los aspectos humanos y doctrinales, conjugándolos armónicamente con los ascéticos, apostólicos y profesionales, dentro de la más amplia libertad en las cuestiones opinables. Recomendaba que nunca se dejaran los libros, sino que se mejorara día a día la cultura secular y religiosa, también por medio del trato asiduo con los clásicos de la literatura universal y del pensamiento cristiano.

Consideraba que, para influir cristianamente en la sociedad civil se precisa una formación amplia, unitaria, profunda y madurada a lo largo de la vida. Por eso afirmaba que la formación no termina nunca. Sólo así podrían los cristianos encender el fuego de Cristo entre sus compañeros, parientes y amigos o, al menos, elevar la temperatura espiritual de su entorno. Concretamente, el Opus Dei, repetía, "es una gran catequesis": en rigor, se limita a formar a sus miembros para que después sean ellos los que, personal y libremente, actúen según su criterio en los ámbitos donde –por trabajo, familia o amistad– están presentes.

4. AMOR A LA LIBERTAD

El pensamiento racionalista manifiesta paradojas constitutivas, como la paradoja de la libertad. De un lado, defiende justamente la libertad. Pero, de otro, la mayor parte de los pensadores herederos del racionalismo acaban negando que el hombre sea realmente libre. En esta difícil encrucijada cultural, se muestra la fuerza del perfil de San Josemaría. Porque –sin temor a las cautelas antitéticas de quienes desconfían de una abierta proclamación de libertad– cifra en la capacidad humana de libre decisión, la manifestación más clara de una dignidad que permite responder voluntariamente a los requerimientos divinos, y facilitar un diálogo confiado con Dios y con los hombres, sin discriminación de raza, de idiosincrasia, de cultura.

Sobre esta sólida base antropológica, reconoce la realidad de una liberación incomparablemente más radical que la soñada por utopías ideológicas, porque es la libertad para la que Cristo nos ha liberado 96: liberación alcanzada por Cristo en la Cruz.

Como en los demás aspectos de su vida, el Fundador del Opus Dei trasladó con naturalidad esta profunda convicción a su estilo de convivencia y de gobierno. Confiaba plenamente en la libre responsabilidad de los fieles en la Obra, de modo que prefería correr el riesgo de que alguno se equivocara, a ejercitar un control sofocante sobre ellos. Le agradaba que los miembros del Opus Dei fueran muy distintos entre sí, aunque en todos se percibiera "el bullir limpio y sobrenatural de la Sangre de Cristo, de la sangre de familia". Siendo respetuoso con las formas, huía de las manifestaciones protocolarias. Su trabajo diario se desarrollaba con la sencillez de la vida ordinaria en una familia corriente, donde sobran los tratamientos honoríficos: sólo aceptaba que le llamáramos Padre, como muestra de cariño y confianza, y como manifestación de una paternidad espiritual que todos experimentábamos en su conducta. Concedía una autonomía grande a cuantos ocupaban cargos o funciones de gobierno y formación en el Opus Dei, que, precisamente por esa autonomía, procuraban en todo sentire cum Patre, que daba indicaciones prácticas y sencillas, alejadas de casuísticas interminables. No interfería para nada en la actuación profesional y social –en las legítimas opciones políticas o intelectuales– de sus hijos, que gozaban y gozan –como todos los fieles cristianos– de la más completa libertad en sus actividades públicas y privadas, siempre con fidelidad a la fe y a la moral de la Iglesia.

Se podría temer que esta afirmación de la libertad fuera incompatible con la entrega a Dios de los cristianos corrientes. Pero San Josemaría no sólo evitó caer en esa dialéctica falaz, sino que formuló una audaz propuesta, según la cual la propia libertad posibilita la entrega: "Nada más falso –afirma– que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad" 97. Aquí aparece una articulación clave de su pensamiento, con la que se sitúa más allá de las aporías modernas de la libertad, derivadas precisamente de la ceguera ante este decisivo engarce. Su postura nada tiene de timorata reserva ante la recta autonomía del comportamiento humano; coloca a la capacidad de autodeterminación en la raíz misma de esa máxima muestra de libertad por la que, liberándose de las ataduras del egoísmo, una persona se entrega confiadamente en manos de su Padre Dios. El regalo de la libertad que el Señor concede en la creación, y restaura y potencia en la Redención, se hace a su vez don que la criatura ofrece a su Creador y Redentor como ofrenda de un hijo a su Padre, aceptable justamente por su carácter libre. San Josemaría proclamó una conclusión, atrevidamente paradójica, pero llena de densidad real: la razón sobrenatural de nuestra elección es servir porque me da la gana .

Cornelio Fabro ha destacado la innovación de esta postura tanto respecto del pensamiento moderno como de la reflexión tradicional: "Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad –y también, sin duda, por luz sobrenatural– la noción originaria de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz" 98.

Dios corre el riesgo y la aventura de nuestra libertad, proclamó siempre el Fundador del Opus Dei. No quiere que la existencia terrena sea una ficción compuesta de antemano, como si este mundo fuera un "gran teatro", en el que sombras sin autonomía jugaran a ser libres. Su sentido realista y positivo le conduce al convencimiento de que la historia de todos los días es una historia verdadera, tejida de oportunidades y coyunturas difíciles, de aciertos y fracasos, siempre bajo la protección amorosa de la Providencia divina, que no suprime la libertad, sino que la fundamenta, y ayuda a potenciarla para llegar a alcanzar una vida acabada. Esto implica un margen de encuentros imprevistos, de ensayo y de rectificación: la exigencia profundamente humana de moverse entre la seguridad de la omnipotencia del Señor y la incertidumbre de la debilidad del hombre. El cristiano es un aristócrata de la elección libérrima, un poseedor de la auténtica libertad.

Esta primacía del albedrío está en la base de la grandeza y relevancia de la existencia ordinaria, que describe uno de los rasgos más típicos del mensaje del Opus Dei. Las decisiones que cada uno toma a diario, en ocupaciones corrientes o extraordinarias, rebosan trascendencia humana y sobrenatural. A través de esa trama se juega la espléndida partida de la santidad personal y de la eficacia apostólica. En esas vicisitudes, que a veces consideramos irrelevantes, y no lo son, se alternan la alegría y el dolor, el éxito aparente y la no menos aparente derrota. Pero, si el hijo de Dios las resuelve con rectitud sobrenatural y perfección humana, está contribuyendo al bien de sus semejantes y a esa nueva evangelización a la que empuja sin tregua el Santo Padre Juan Pablo II. La fe no se queda en tema para hablar, ni siquiera sólo para proclamar y confesar: es virtud que el cristiano ha de ejercitar cotidianamente en el cumplimiento de sus deberes ordinarios. Los fieles corrientes serán así –repetía el Fundador del Opus Dei– "como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad". Serán "el consuelo de Dios" y –en un mundo cansado– aportarán razones para la esperanza.

"Algunos de los que me escucháis –aseguraba en 1970– me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante" 99. No es fácil, efectivamente, encontrar realizaciones de la verdadera libertad, en este mundo nuestro. Con no poca frecuencia, círculos cerrados de poder dictan la opinión. La cultura se mantiene en cenáculos para iniciados. Muchos –jóvenes y no tan jóvenes– se estragan en la fiebre consumista y en la disipación de diversiones sin sustancia. Por eso, San Josemaría concede tanta importancia a una educación que facilite el despliegue armónico y completo de la persona en su dimensión humana y sobrenatural. Su pedagogía de la libertad se encamina a formar "cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad" 100. Toda institución formativa debería ser una escuela de libertad responsable, que consolidase a sus alumnos en el amor a la libertad: para que cada uno de ellos aprenda a usarla dignamente, y la promueva en los más diversos ámbitos de la sociedad.

La verdadera libertad es resorte radical para el mejoramiento humano de todo el entramado civil, que se empobrece y agosta si aquélla falta. Sucede entonces –cuando se suprime la libertad– que la sociedad entera se anquilosa, y la autoridad –que debería facilitar su ejercicio y difusión– se ve tentada por el autoritarismo. Claras y fuertes son, al respecto, estas palabras de Surco: "Si la autoridad se convierte en autoritarismo dictatorial y esta situación se prolonga en el tiempo, se pierde la continuidad histórica, mueren o envejecen los hombres de gobierno, llegan a la edad madura personas sin experiencia para dirigir, y la juventud –inexperta y excitada– quiere tomar las riendas: ¡cuántos males!, ¡y cuántas ofensas a Dios –propias y ajenas– recaen sobre quien usa tan mal de la autoridad!" 101.

Se puede asegurar que las diversas formas de autoritarismo –desbordado hasta los terribles totalitarismos del siglo XX– proceden a veces en buena parte de la irresponsabilidad ciudadana. Si no se está dispuesto a pechar con las propias obligaciones cívicas, a participar activamente –según las posibilidades personales– en alguno de los niveles de la cosa pública, difícilmente se justifica la posterior queja de que no se han respetado los derechos o de que no se han tenido en cuenta las personales opiniones. San Josemaría concedía gran importancia a la obligación que tienen los católicos de estar presentes –cada uno según sus convicciones– en los lugares donde la convivencia se condensa y se constituyen los focos de opinión pública. Con esto no se refería solamente –ni quizá principalmente– a la actividad política profesional, sino a la gran variedad de asociaciones y comunidades que estructuran el tejido social, desde una agrupación deportiva hasta los organismos internacionales. Con su participación activa y libre en estos foros, el cristiano defiende la dignidad del hombre, como persona e hijo de Dios; la vida humana desde su comienzo hasta su declinar natural, la justicia, los derechos de la persona y de las familias, las grandes causas de la humanidad...

Una de las consecuencias palpables de la libertad es el pluralismo. Si el individuo y los grupos sociales proponen el valor de sus convicciones, es natural que aparezcan opciones diversas, entre las que se establece un diálogo abierto, con respeto de las opiniones contrarias, pero sin ceder en aquellos puntos intangibles, derivados de la propia naturaleza humana, que pertenecen a los fundamentos primarios del ser o de la sociedad. Se evita así el error de confundir el pluralismo con el relativismo, la libertad con la espontaneidad irracional, la democracia con la falta de puntos firmes de referencia.

El auténtico pluralismo no se puede fundamentar en el relativismo, porque entonces las convicciones se tratarían como meras convenciones, con el peligro de acabar no respetando la diversidad: actitudes que se suponen minoritarias (aunque frecuentemente no lo sean) se ven avasalladas por quienes dominan los resortes de la opinión pública, el poder económico o la burocracia oficial. Y esto se aplica hoy especialmente a la investigación científica, con particular incidencia en las cuestiones biotecnológicas. Las decisivas connotaciones éticas que tienen algunas de las indagaciones en curso han de incitar a los científicos de buena voluntad, y en primer lugar a los cristianos, a tomar posturas netas en defensa de la vida humana. Porque –como afirmaba San Josemaría en un discurso académico del año 1974– "la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública" 102.

Con estas precisiones, se reafirma el carácter positivo del pluralismo en una sociedad libre. San Josemaría se ocupó de aclarar que los fieles del Opus Dei pueden defender, y de hecho defienden, posturas diversas, e incluso opuestas, en todo lo que es opinable en la vida social de cada país. Lo formulaba de un modo netamente positivo y con alcance universal: "Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado" 103. Cualquier persona, con un mínimo conocimiento de la Prelatura del Opus Dei, ha podido comprobar esta realidad en todos los países donde desarrolla su labor.

De esta forma, se contribuye a difundir en la sociedad un talante positivo de diálogo y apertura, y a evitar que el juego de las presiones contrapuestas convierta en endémico el empecinamiento de los que siempre quieren tener razón y tratan abusivamente de imponer sus criterios a los demás. Por eso San Josemaría impulsó sin descanso a "difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones:

–a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;

–a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;

–y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas" 104.

La libertad resulta esencial para el hacer cristiano. Sólo así, disfrutando de ese albedrío inseparable de la dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios, se puede entender a fondo el programa central de San Josemaría: vivir santamente la vida ordinaria.

5. LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE

Quien se adentra, aun sólo someramente, en el perfil de San Josemaría Escrivá de Balaguer, aprecia que su mensaje se caracteriza por subrayar, de manera original y enérgica, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la vida cristiana en medio del mundo, precisamente a través de sus circunstancias habituales y de sus ocupaciones cotidianas. Su predicación ha abierto a innumerables personas –no sólo a los millares de fieles que forman parte de la Prelatura del Opus Dei– amplios y variados caminos para encontrar a nuestro Padre Dios en las situaciones corrientes. La santidad no se entiende ya como algo reservado a los llamados a desempeñar el ministerio sacerdotal, ni sólo a los escogidos por Dios para servirle en la vida consagrada, vocaciones siempre necesarias que merecen el agradecimiento de los demás hombres. La santidad es una exigencia de todos los hijos de Dios.

La renovación de esta doctrina, que proclama la universalidad de la llamada a la santidad, es claro exponente del carácter abierto y positivo de la personalidad humana y eclesial del Fundador del Opus Dei. Porque implica una alta valoración de cada persona –cualquiera que sea su formación intelectual, oficio o profesión– y el reconocimiento de que todos los afanes nobles de la tierra, también los que parecen triviales o sin importancia, pueden engarzarse en el itinerario del alma hacia Dios.

En buena parte, gracias a la amplísima movilización apostólica generada e impulsada por San Josemaría, esta doctrina de la grandeza de la vida cotidiana ha llegado a millones de personas del mundo entero. Pero, cuando ese dinamismo dio comienzo, hace ahora casi setenta y cinco años, el planteamiento resultaba insólito para muchos católicos. En el Decreto pontificio sobre sus virtudes heroicas, se expresa esa realidad en los siguientes términos: "Ya desde el final de los años veinte, Josemaría Escrivá, auténtico pionero de la sólida unidad de vida cristiana, sintió la necesidad de llevar la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra, e impulsó a todos los fieles a participar activamente en la acción apostólica de la Iglesia, permaneciendo cada uno en su lugar y en su propia condición de vida" 105. A este gran servidor de Dios y de los hombres se le llama en ese documento contemplativo itinerante, porque su existencia refleja una íntima unión con Dios dentro de una actividad apostólica incansable, desarrollada entre personas diversísimas, a quienes alentó a una lucha alegre y decidida para ser "contemplativos en medio del mundo", es decir, mujeres y hombres que recorren los senderos de la tierra buscando la intimidad con Cristo, para llegar en Él al Padre, por el Espíritu Santo.

Grande fue el gozo del Fundador del Opus Dei cuando el Concilio Vaticano II enseñó esta doctrina sobre el valor del carácter secular, que define el estado propio y peculiar de los laicos. Según expresa la Constitución dogmática Lumen gentium, "los laicos tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio, para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas se realicen según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y del Redentor" 106.

El horizonte que se alzaba en el ambiente cultural de los años veinte y treinta, no favorecía al joven sacerdote Josemaría Escrivá lanzar su propuesta de devolver a las circunstancias de cada día su noble y original sentido. Tampoco en el estricto campo católico encontraba un sólido punto de apoyo para desarrollar el paradigma de la unidad entre la vida ordinaria y la fe seriamente asumida. El diagnóstico del Concilio Vaticano II reconoce más bien una drástica fractura: "La separación entre la fe que profesan y la vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más graves de nuestro tiempo" 107. Por su parte, Pablo VI llegó a escribir que la ruptura entre el Evangelio y la cultura es el drama de nuestra época 108. Y son estas dos dimensiones descoyuntadas, la sobrenatural y la humana, las que San Josemaría se empeña en conciliar sin confundir.

Este estimulante panorama quedó vigorosamente descrito por el Santo Padre Juan Pablo II en la homilía pronunciada durante la ceremonia de beatificación del Fundador del Opus Dei: "Con sobrenatural intuición, San Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por eso, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación (cfr. Dominum et Vivificantem, 50). En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para la gloria del Creador, y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo. "Todas las cosas de la tierra –enseñaba– también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios" (Carta 19-III-1954)" 109.

Por consiguiente, el programa de "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo", implica una profunda renovación del concepto y de la realidad de la labor humana, tal como ésta ha sido entendida por buena parte de la cultura contemporánea. Poco sentido tendría acometer tal empresa si el trabajo fuera exclusivamente una realidad económica, al servicio del propio enriquecimiento, a través de la manipulación de materias primas o del intercambio de productos con la mediación de instrumentos financieros. Este menguado economicismo sería una depurada manifestación de materialismo práctico, presente incluso en ideologías que enfatizan la libertad muy cortamente o de modo sesgado. Porque no responde al sentido último de la condición humana que la búsqueda de un provecho egoísta, por parte del individuo, sea el camino para generar –gracias a la acción de una especie de "mano invisible"– el bienestar de todos. No se puede prescindir de la noción clásica de bien común –actualizada en nuestros días por la doctrina social de la Iglesia–, que no es, sin más, mera suma de intereses particulares. Si falta la solidaridad, el servicio real al prójimo, se trunca la envergadura humana del trabajo. Como se empequeñece también la dignidad de las tareas cotidianas, si la función de quienes las realizan se agota en ser un instrumento material, sustituible ventajosamente por máquinas.

En un texto de San Josemaría, que merece la pena reproducir por extenso, se aprecia hasta qué punto su visión intelectual y sobrenatural supera concepciones fragmentarias y quebradas del trabajo. Pertenece a una homilía pronunciada en la fiesta de San José del año 1963: "Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

"Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.

"Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

"Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1Co 10, 31)" 110.

Al procurar la santificación del trabajo y de las demás tareas cotidianas, imitamos los treinta años de la vida oculta de Cristo, transcurridos con María y José, ejemplos luminosos de que la más alta santidad exige la humildad de no buscar nada especial a los ojos del mundo.

La profunda valoración de la vida corriente implica el cuidado amoroso de los detalles menudos, esas cosas pequeñas que a veces se pasan por alto sin advertir su dimensión de eternidad. Permaneciendo en su sitio, el cristiano santifica el mundo desde dentro, contribuye a superar el desorden derivado del pecado, desarrolla una labor apostólica inmediata con parientes, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Su oración cuajada en obras se revela como un tesoro escondido, una preciosa fuerza espiritual para apoyar a sus hermanos que laboran en los diversos campos de las complejas realidades humanas.

Punto neurálgico de la fisonomía del Fundador del Opus Dei fue su amor al orden, virtud que se esforzó por practicar con coraje heroico a lo largo de sus años: ese terminar acabadamente bien y a su hora cada ocupación, también la del descanso, abrió en su alma el convencimiento de que, para realizar grandes empresas, no se requieren de ordinario inteligencias excelsas: basta el empeño por coronar con perfección las distintas exigencias sobrenaturales y humanas, y el afán de sacar el máximo rendimiento a las cualidades que el Creador concede a cada persona.

También por este motivo, y por muchos otros, nada distingue externamente a los cristianos corrientes de sus semejantes, con los que conviven codo con codo en la ciudad de los hombres. Pero no porque enmascaren su vida de unión con Dios; al contrario, la hacen patente –sin timideces ni alardes– a cuantos les rodean, tratando de acercarles a las maravillas de la gracia divina. No se muestran como los demás: son, radicalmente, iguales a los demás, sin mentalidad de selectos, compartiendo con todos las esperanzas y desazones que la vida en esta tierra trae consigo.

De este modo, la mentalidad laical engarza armónicamente con el alma sacerdotal, con la conciencia práctica del sacerdocio real de los fieles 111, con la misión profética de anunciar el reino de Cristo en toda situación y circunstancia. San Josemaría, que se dedicó intensamente a su vocación ministerial y que deseó comportarse siempre y sólo como sacerdote de Jesucristo, amaba y ejercía esa mentalidad laical, que le impulsaba a cumplir estrictamente las leyes civiles y a no buscar para sí ninguna ventaja material, ni siquiera mínima, derivada de su condición de sacerdote. No quería privilegios. Y a todos nos animaba, con su ejemplo y con su palabra, a estar pegados a la Cruz, sabiendo descubrirla no en imaginarias situaciones, sino en las incidencias diarias y en el servicio efectivo a los demás: "¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico" 112.

La alegría cristiana "tiene sus raíces en forma de Cruz" 113: este convencimiento explica que San Josemaría, dotado –como ya se ha señalado– de una simpatía expansiva, fuera una persona extraordinariamente alegre. Destacaba en todo momento el lado positivo de personas y sucesos, incluso cuando parecían a primera vista desfavorables. Así lo advertí enseguida cuando comencé a trabajar a su lado en los años cincuenta. Como he descrito en otras ocasiones, tuve conciencia clara de estar ante una persona humanamente llena de cualidades, que le hacían amable, afable, cariñoso, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades y los momentos en los que se atravesaba una preocupación; ante un buen maestro que sabía enseñar, alentar y corregir, ofreciendo toda la confianza a sus colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día, instante a instante, a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en una oración muy intensa.

Su unidad de vida le llevaba a ser humano y sobrenatural: "tenemos que ser muy humanos –insistía–; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos" 114. Y, en síntesis apretada, no me importa reiterar que fue una persona recia, fuerte, comprensiva y optimista, que vivió heroicamente la caridad. Actuaba siempre de modo responsable, generoso, lleno de celo por las almas, santamente intransigente en la custodia del depósito de la fe y santamente transigente con las personas; trabajador perseverante, sincero, leal y buen amigo; demostró con todos, sin distinción de ningún género, un espíritu de servicio pleno, valiente y cariñoso.

A estas cualidades, se añaden las propias de un buen sacerdote: amante de la Eucaristía, capaz de extraordinarias delicadezas al vivir la liturgia; piadoso, culto, docto, identificado con su ministerio, gran predicador y director de almas; estudioso, mortificado, desprendido de sí mismo y de sus ocupaciones, ordenado y con profunda visión sobrenatural; humilde, rezador, apasionado por cuanto se refería a Dios, a la Virgen, a la Iglesia y al Papa; obediente, seguro en la doctrina; practicante de las virtudes teologales y cardinales; cada día más enamorado de su vocación, para acercarse más al Señor y, por el Señor, a las almas.

Fue por temperamento ardiente, y pienso que se le notaba de modo particular cuando hablaba de nuestra Madre la Virgen, o al comentar su deseo de alcanzar la visión beatífica. Todo su ser respiraba la alegría de quien recibirá un tesoro, porque su Padre se lo ha preparado. Hablaban sus ojos penetrantes, lúcidos, serenos; hablaba su tono de voz, persuasivo, cálido, lleno de una seguridad palpable; hablaban sus gestos, que hacían entrever esa unión con Dios de la que ya participaba, y que el Papa proclamó solemnemente en la plaza de San Pedro el 17 de mayo de 1992.

 «    AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE    » 

Relación en el Simposio Testigos del siglo XX, maestros del siglo XXI, organizado por la Academia de Historia Eclesiástica, Sevilla, 8-IV-2002. Publicado en “Romana. Boletín de la Pelatura de la Santa Cruz y Opus Dei”34 (2002) 73-90.

1. Llamada a la santidad y amor apasionado al mundo

2. El mundo, lugar de encuentro con Dios

3. El mundo como tarea

4. La gran liturgia del universo

5. El cristiano y la redención del mundo por Cristo

6. Conclusión

"Es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas" 115. Así hablaba Juan Pablo II al concluir el Jubileo del año 2000, invitándonos a comenzar con esa actitud el nuevo milenio. Y con esta perspectiva hemos de vivir todos los acontecimientos de la historia de la Iglesia: descubriendo en cada circunstancia, con la luz de la fe, motivos de acción de gracias y profecías del futuro.

A ese espíritu responde el presente Simposio, que trae a nuestra memoria algunos santos con los que Dios ha bendecido a su Iglesia en el siglo XX, precisamente con la intención, como dice su título, de que sean "maestros del siglo XXI". En diversas ocasiones, con motivo de la reciente conmemoración del centenario del nacimiento de San Josemaría Escrivá, consideré oportuno poner de manifiesto que este aniversario no podía limitarse a recordar su vida, ni tampoco a glosar su rica personalidad, sino que debía llevarnos ante todo a sentirnos interpelados por el mensaje que Dios nos dirige a través de su ejemplo y de sus enseñanzas.

Palabras parecidas podrían pronunciarse en referencia a todos los santos de los que hoy nos ocuparemos, entre quienes se cuentan –y me causa alegría señalarlo– algunos cuyas vidas se entrelazaron con la de San Josemaría: Juan XXIII, al que tuvo la oportunidad de encontrar varias veces a lo largo de su pontificado; Don Manuel González, con el que se sintió profundamente unido en el amor a la Eucaristía y en sincera amistad humana... El siglo XX ha sido –como todos los periodos de la historia de la Iglesia– rico en santos, en testigos de Dios. Volver la mirada hacia sus figuras debe contribuir a llenar de esperanza nuestra consideración del porvenir, a despertar en nosotros el deseo sincero de que germine en muchos corazones la semilla que Dios sembró con sus vidas, con sus luchas.

¿Cuál fue la semilla que Dios plantó en la historia sirviéndose del ejemplo y la predicación de San Josemaría? Entre otros aspectos que cabría considerar, fijaré mi atención en el contenido de una de sus homilías, "Amar al mundo apasionadamente", que da también título a mi intervención. Amar al mundo. Amarlo apasionadamente. Amarlo en Dios y para Dios. En esa determinación radica uno de los ejes de su mensaje, que este sacerdote calificó en muchos momentos de "viejo como el Evangelio y, como el Evangelio, nuevo". Porque esa actitud cristiana hacia el mundo, junto a la llamada universal a la santidad con la que está íntimamente relacionado –puntos centrales, por desgracia olvidados en más de una ocasión– brotan del mismo Evangelio como "buena nueva" del Cielo para los hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

1. LLAMADA A LA SANTIDAD Y AMOR APASIONADO AL MUNDO

"Fíjate bien –escribe San Josemaría en Forja–: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro". "Les llama –añade a continuación– a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna" 116. A difundir esta "buena sugestiva y real noticia" dedicó el Fundador del Opus Dei su entera existencia, desde aquel 2 de octubre de 1928 en que Dios le hizo ver su Voluntad 117. La difundió con su palabra y con sus escritos. Y, sobre todo, promoviendo decisiones cristianas, porque aspiró constantemente a que ese mensaje se transmitiera como por contagio, mediante el testimonio de quienes, esforzándose por santificar la propia conducta, ponen de manifiesto que toda vida puede ser santificada.

Es cometido de la Iglesia –afirma el Santo Padre en la Novo Millennio Ineunte–, "reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio" 118. Y llevarlo a cabo, añade, a través de todos y de cada uno de los cristianos, ya que "los hombres de nuestro tiempo quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo "hablar" de Cristo, sino en cierto modo hacérselo "ver"" 119.

Esta época nuestra se encuentra muy hambrienta de la presencia de Cristo, aunque en ocasiones no sepa expresarlo o incluso no sea consciente de esta realidad. El deseo de un mundo en el que reine la paz, la condena que suscitan violencias y crímenes, la desazón y la amargura que testifican una parte importante de la producción literaria, la oscilación entre la generosidad y la evasión que se advierte en muchos sectores de la juventud, manifiestan algunos de los signos de esa inquietud profunda. El hombre de nuestro tiempo, envuelto en los afanes cotidianos de un ambiente que conoce constantes cambios, necesita urgentemente contemplar el rostro de Cristo. Y contemplarlo de forma concreta, a través de las actitudes de quienes pasan a su lado. Precisamente por eso la llamada universal a santidad constituye un mensaje –siempre actual– de esperanza para el mundo.

Dios no ha querido conformarse con que los hombres lleguen al final de su paso por la tierra para encontrarse con Él, sino que se ha abajado ya hacia nosotros para buscarnos allá donde estamos. Procedió así tomando cuerpo, naturaleza humana, en el seno de la Virgen María y afrontando con todas sus consecuencias una existencia como la nuestra, hasta culminar en la entrega suprema de la Cruz. Y desea proceder de esta forma a lo largo de toda la historia también a través de los cristianos: sus vidas mismas deben ser un espejo en que los demás, sus hermanos, puedan descubrir el rostro del Señor.

Como los discípulos de Emaús, hoy día hay muchas personas que caminan sin rumbo y sin meta, cristianos que se dejan dominar por la desilusión ante la aparente derrota de Cristo. Pero Cristo no se ha alejado de la humanidad, sino que continúa presente y sale a su encuentro. Viene a nosotros con la acción del Espíritu Santo que mueve los corazones. Se nos acerca íntimamente mediante los sacramentos y la predicación de la Iglesia. Y desea llegar a todos sirviéndose del empuje de los cristianos, de su ejemplo, de su alegría y esperanza. Cuando viven su fe, los cristianos muestran al mundo que la ausencia de Dios o la derrota de Cristo se quedan en una mera apariencia. Cristo ha vencido. El pecado y la muerte carecen ya de pleno poder sobre el hombre. No han desaparecido del todo y en ocasiones su acción se antoja por algunos universal e inconmensurable. Pero el amor de Dios Padre, la fuerza de Cristo, la gracia del Espíritu Santo constituyen y constituirán siempre el motor último y definitivo de la historia, y el norte que inspira la auténtica existencia de la criatura humana.

Esa convicción profunda, esa fe, es lo que distingue al cristiano, que sabe fundamentar su alegría incluso en el dolor, su optimismo también en la aflicción, su empeño a través de la dificultad. El mensaje sobre la llamada universal a la santidad impulsa a una reevangelización que debe alcanzar a todos, porque a todos nos interpela el Dios Bueno como protagonistas. Resulta elocuente que el Santo Padre haya puesto la santidad "como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio" 120. Y que haya subrayado con claridad que, al obrar así, ha actuado en virtud de una decisión hondamente madurada, con conciencia de su eficacia práctica: "Poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el Bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle, "¿quieres ser santo?" Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48)" 121.

San Josemaría no solo recordó la llamada divina a ser santos y la importancia de que así procedamos, sino que trazó un camino para conseguirlo. Concretamente, la afirmación de la llamada universal a la santidad tal y como la predicó el Fundador del Opus Dei, va íntimamente unida a la afirmación del valor de las realidades seculares y, en consecuencia, del mundo como ámbito en el que el hombre se desenvuelve y como realidad con la que edifica su santidad 122. Su predicación y su acción apostólica y sacerdotal no se encaminaron únicamente a afirmar que los cristianos corrientes pueden ser santos, sino a mostrar que esa vida corriente y ordinaria, la de cualquier hombre y cualquier mujer, ofrece materia abundante para la santificación. El mundo "no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora" 123.

Esta doctrina se opone tanto al naturalismo como a un espiritualismo desencarnado. En efecto, el naturalismo, al reclamar la autonomía del mundo respecto a Dios y, en última instancia, al presentar el universo, la naturaleza, como la única realidad existente, propone un materialismo cerrado al espíritu. Y el espiritualismo, por su parte, al concebir el espíritu como una realidad ajena por entero a la materia, más aún opuesta, desemboca en una espiritualidad cerrada no sólo a lo material, sino a la historia. En palabras de San Josemaría, el espiritualismo considera "la existencia cristiana como algo solamente espiritual –espiritualista, quiero decir–, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí" 124. Si el naturalismo encierra al hombre en el mundo y rechaza toda apertura a Dios, el espiritualismo anima a aislarse del mundo para realizar ese encuentro. Por uno u otro camino se excluye una relación entre el mundo, el hombre y Dios.

El espiritualismo pretende entender al hombre desde un Dios que sólo se relaciona tangencialmente con el mundo, ya que toda la vida de trato con el Creador se desarrolla en una interioridad ajena a lo mundano, y no precisamente en el sentido peyorativo de este concepto. Por eso, el espiritualismo acaba por conducir al alejamiento de lo concreto, a la minusvaloración de las realidades temporales, al distanciamiento respecto de la historia, al encerramiento en un mundo supuestamente puro y no contaminado; o bien, desde otra perspectiva, al clericalismo malo. Como escribía San Josemaría, "el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común corre su propio camino" 125.

El naturalismo aspira a comprender al hombre desde un mundo autónomo en el que Dios no debe mezclarse; más aún, en el que no tiene cabida. La respuesta a este equivocado enfoque no puede partir, por tanto, de una visión de las cosas que lleve a pensar erróneamente que el cristiano, todo cristiano, debe apartarse del mundo para encontrar a Dios. Ciertamente, Dios llama a algunos a apartarse de las actividades seculares, e incluso a centrar su respuesta en el interior de los muros de un monasterio. Pero, ni siquiera en ese caso, el mundo es negado o anulado. Quienes han sido llamados a esa vocación no rompen su influencia en el mundo; más aún, se saben invitados por Cristo a contribuir a la salvación de lo creado con su entrega y con su oración. Por su parte, el cristiano corriente, llamado por Dios a santificarse en medio de la calle y del conjunto de las actividades seculares, comprende que ese lugar en el que se encuentra, y esas tareas a las que se dedica, forman parte –y "parte importante", como le gustaba repetir al Fundador del Opus Dei– de su vocación.

Todo cristiano debe amar esta tierra nuestra, en cuanto realidad creada por Dios y dotada en consecuencia de bondad. El cristiano corriente debe amar especialmente al mundo y todo lo que contiene de noble –trabajo profesional, ocupaciones familiares, relaciones sociales...– en cuanto elementos esenciales de su ser como hombre y como cristiano; y también como lugar de su trato con Dios, para el cumplimiento de su misión. Así lo expresaba con fuerza San Josemaría: "Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres" 126.

El mundo –"esto es, la entera familia humana con la totalidad de las cosas entre las que vive" 127- debe ser para los cristianos ámbito y materia con las que edifican su santidad –y la de los demás– y su apostolado. Los hijos de Dios, conscientes de tan bondadosa llamada, aman el mundo con la conciencia de que deben incluirlo en el interior de su relación con Dios. Para el fiel laico, esta invitación supone amar su propia vocación, estimar plenamente el lugar en el que Dios le ha colocado para que le busque y le sirva. "Sed hombres y mujeres del mundo –escribió San Josemaría en un punto de Camino–, pero no seáis hombres o mujeres mundanos" 128. Sed hombres y mujeres –podemos parafrasear– que amáis al mundo porque pertenecéis a esa realidad, porque experimentáis su riqueza y su valor, y, sobre todo, porque lo reconocéis como materia venida de Dios y querida por Él y, en consecuencia, con toda hondura lo apreciáis, conscientes de que la referencia a Dios no la desnaturaliza ni la destruye, sino al contrario la edifica y perfecciona.

2. EL MUNDO, LUGAR DE ENCUENTRO CON DIOS

"Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno" 129. Así se expresaba San Josemaría. Pero ¿en qué radica esa bondad que reclama nuestro amor?

La afirmación sobre esa bondad nace de una profunda comprensión de verdades centrales en el dogma cristiano. "Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa –decía San Josemaría, en una de las homilías ya citadas–: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cf. Gn 1, 7 y ss.)" 130. Por tanto, Dios mismo, no el hombre, declara la bondad del mundo, porque Él hace de lo creado una realidad buena. Estrictamente hablando, debe decirse que Dios no lo ama porque sea bueno, sino que su bondad estriba en que Dios lo ama, está vinculada a su referencia a Dios. De otra parte, el pecado del hombre, aunque pueda afearlo, se muestra siempre incapaz de arrancar enteramente del mundo su bondad de criatura de Dios. Por eso también este mundo concreto afectado malignamente por el pecado, puede ser regenerado, devuelto a su bondad originaria. Oigamos de nuevo al Beato Josemaría, completando la cita anterior: "Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios" 131.

Dios trasciende la creación. Pero –y así lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica– precisamente "porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas" 132. Al crear el mundo, Dios no lo arroja al vacío ni se desentiende de su realidad: no es un Dios lejano que le deje ya ir por su cuenta, como hace un relojero después de componer las piezas del reloj. Dios permanece muy cerca; continúa concediendo el ser y la vida a todo cuanto existe, de modo que, como dice San Pablo, "en él vivimos, nos movemos y existimos" 133. Sólo esa íntima y misteriosa presencia, vinculada al acto creador y más fuerte que el pecado de los hombres, constituye el fundamento de la bondad de lo creado. "Todas las cosas son vuestras", afirma también el Apóstol de las Gentes 134. El mundo, don de Dios a cada uno, nos lo entrega Dios, otorgándonos la capacidad de poseerlo por la inteligencia y el amor. Y, en Cristo y en el Espíritu Santo, nos concede la fuerza para vencer al mal y al pecado.

"Sabedlo bien –insistió San Josemaría–: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir" 135. En nuestra vida diaria en el mundo, los hombres estamos llamados a descubrir el amor de Dios por nosotros, a advertir sus requerimientos, percatándonos de que nos invita a corresponder a su caridad perfecta no sólo con pensamientos y deseos, sino con obras. Es esa caridad divina la que mueve a Dios a confiarnos el mundo como herencia, y sólo reconociendo ese don advertimos todas las implicaciones de cómo debemos vivir y trabajar, de cómo santificar cuanto somos y cuanto nos rodea.

Con la fuerza y persuasión de San Pablo, hemos de recordar a los hombres de nuestro tiempo que "lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder y su divinidad– se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas" 136. "El firmamento –comenta San Atanasio–, mediante su magnificencia, su belleza, su orden, es un pregonero prestigioso de su artífice, cuya elocuencia llena el universo" 137. "El silencio de los cielos –glosa San Juan Crisóstomo– es una voz más poderosa que la de una trompeta: esa voz grita a nuestros ojos y no a nuestros oídos la grandeza de aquél que los hizo" 138. Dios "nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo" 139, afirma a su vez San Josemaría, con frase que alude no sólo a la belleza del universo material, sino al acontecer de la historia, que el hombre forja con su libertad. En el hombre y en su libre obrar hay, en efecto, una bondad natural superior a la de toda otra criatura de este mundo, y una apertura al don de la vida sobrenatural 140.

Dios nos muestra su rostro a través del mundo que contemplamos. Esta es la razón última de que lo creado se nos presente como algo verdadero, bueno y bello. Lo descubrimos a través del espectáculo de la naturaleza, de la inmensidad de los espacios ilimitados que nos circundan. Pero también por medio de la historia humana, en la que irrumpe, sin duda, el pecado pero también la grandeza del espíritu humano y, más aún, el amor de un Dios, que siendo Padre todopoderoso, saca bien incluso de los males 141.

La creación remite a una presencia que va más allá de lo que observamos: nos habla de Dios; constituye, por eso, a través de un claroscuro y en ocasiones casi como entre tinieblas, una cierta revelación de Dios, que la ha originado y sostiene todas las cosas en la existencia: el Verbo eterno es "la Palabra de Dios, en la que está encerrado el sentido del mundo, su verdad" 142. En este sentido, aludir a una "sacramentalidad del mundo" –como hace Juan Pablo II– 143 es reconocer ahí la presencia del misterio de Dios que sale a la búsqueda del hombre. Como es obvio, el término "sacramento" puede aplicarse a la creación sólo de un modo análogo al empleado para referirse a los siete sacramentos, en los que, en modos diversos, se hace presente la fuerza salvadora de Cristo por el Espíritu Santo.

La expresión "sacramentalidad del mundo" no se reduce, sin embargo, a una expresión meramente metafórica, ya que el mundo nos remite a Dios y se halla presente en nuestro ascenso al Creador. Quizá cabe afirmar que ese salir de Dios hacia la criatura en los sacramentos prolonga de un modo nuevo, con una gratuidad y una libertad plenas e insospechadas, su búsqueda de cada uno por medio del cosmos. Separar ambos caminos equivaldría a olvidar la admirable continuidad, dentro de la discontinuidad, que existe entre la creación y la redención, entre la creación del hombre, su elevación a la comunión sobrenatural con la Trinidad y la posterior liberación del pecado. El encuentro con Dios en el mundo nos prepara para el que se verifica también con Él en los sacramentos, que nos facilitan la posibilidad de descubrir y amar más a Dios en las actividades de cada jornada.

San Josemaría al animarnos a materializar la vida espiritual, a descubrir a Dios en lo más material y ordinario, anunciaba: "¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre (...)?" 144.

3. EL MUNDO COMO TAREA

Pasemos ahora al segundo de los puntos que deseo glosar: el mundo como tarea. Ningún ser humano puede vivir sólo para sí mismo: necesita de los demás y del mundo, de modo que se reconoce a sí mismo en su relación con unos y otros, sirviéndose de esas experiencias para el encuentro con Dios. El hombre sabe que su origen y destino están profundamente ligados a la creación. Por eso, al buscar su propia identidad, contempla el cosmos y bucea en sus orígenes; e intentado alcanzar su plenitud, trabaja por perfeccionar el ambiente en el que vive. Los afanes de la ciencia y de la técnica esconden el anhelo de conocer el propio origen y el destino del hombre. Por eso, aunque quizás no se advierta de un modo consciente, esa búsqueda del hombre encierra un ansia de Dios.

De otra parte, conviene insistir en que el mundo, en cuanto revelación natural, es palabra que Dios dirige a la criatura humana. No una palabra pronunciada de modo impersonal o lanzada al vacío, sino dirigida a seres concretos que pueblan la tierra, para que podamos –a través de esa hechura del Creador– reconocer y amar a Aquél que es nuestro principio y nuestro fin. De gran profundidad y consuelo se nos muestra la afirmación de Juan Pablo II, cuando nos empuja a "leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado" 145.

Pero el hombre no ha sido creado sólo para contemplar el cosmos, para maravillarse ante la magnitud del universo, sino también para plasmar precisamente ahí, con el lenguaje de su trabajo, su respuesta al amor de Dios 146. Al entregar el mundo al hombre, Dios le ofrece la materia en la que debe escribir su respuesta filial al amor divino que le hace existir.

Por eso, el mundo es, inseparablemente, lugar de encuentro con Dios y tarea que se ha de realizar. La historia en su conjunto, las relaciones familiares y de amistad, la evolución de las sociedades y de las civilizaciones, el desarrollo de las ciencias y de la cultura, todo lo que integra el entorno del hombre forma parte de esa tarea que Dios coloca ante la criatura, confiándosela para que la haga fructificar en virtud de los dones que Él mismo le otorga. Cabría glosar esta verdad desde muchas perspectivas. Lo haré aquí centrando la atención en una de las realidades que más directamente se refiere a la realización de una actividad: el trabajo; y acudiendo como guía a una expresión que San Josemaría usó con frecuencia: "santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo" 147.

a) Santificar el trabajo

"Ha querido el Señor –escribe el Fundador del Opus Dei– que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo. –Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal" 148. Este amor no consiste sólo en una admiración pasiva, sino que implica un impulso activo a la intervención. Este cometido nos impulsa a enriquecer el mundo, a destinarle nuestro tiempo y nuestro empeño, dedicando a este noble afán nuestras facultades, nuestras ilusiones de mejora, nuestros ideales de servicio a los demás.

El hombre se sabe ordenado al trabajo. Más aún, en circunstancias normales, se siente atraído por el trabajo, le apasiona rectamente el trabajo. Experimenta el esfuerzo y, en ocasiones, el fracaso; pero también la alegría de la obra bien hecha; y el deseo de mejorar, de conocer cada vez más hondamente la naturaleza y las leyes del sector de esa misma naturaleza sobre la que se ejerce su actividad, para desarrollar así más plenamente las técnicas que permiten orientarlo y dominarlo. Todo esto puede resumirse en una expresión: ilusión profesional. Una entrega sana y recta a la propia tarea, que forma parte de su amor al mundo.

La ilusión profesional no sólo se refiere a los saberes y a las técnicas sino, también y sobre todo, a las personas. Alimentar esa ilusión profesional implica no sólo una noble ambición de crecer personalmente, sino también una aspiración responsable de servir, de contribuir cada vez más eficazmente al bien de quienes nos rodean, aportando al acervo social los frutos de nuestro trabajo. "El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido (...). Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor" 149. La ilusión profesional no se reduce a una ilusión egoísta. Amamos la profesión, tanto porque forma parte de nuestra condición y de nuestra personalidad, como porque contribuye a la mejora de la sociedad en la que nos desenvolvemos.

Pero su contenido se presenta más rico. El hombre, capaz de pronunciar "un tú y un yo llenos de sentido", se halla en condiciones de llegar también a Dios, de amar a ese Dios "que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara" 150. Junto a realidades y experiencias humanas, y precisamente para que sean noblemente humanas, en la ilusión profesional del cristiano ha de estar presente el amor a Dios. De este modo, al mismo tiempo que nos ejercitamos en custodiar la tierra y conducirla a la perfección, nos reconocemos vinculados al mundo, que deseamos ofrecer a Dios como manifestación de gratitud. Al hombre, que fue creado para trabajar –"ut operaretur", precisa el Génesis 151-, le corresponde dedicarse a esas ocupaciones para la gloria de Dios. Con su trabajo, la criatura enriquece el mundo recibido de Dios, para después presentárselo como un sacrificio de alabanza.

Debemos trabajar siempre con la mirada en el Cielo, con la persuasión de que, al actuar de ese modo, no nos apartamos del trabajo y de cuanto exige y reclama, sino que, por el contrario, nos vemos impulsados a cumplir mejor nuestras obligaciones, con más sentido profesional y con más empeño. Así lo enseñaba San Josemaría a aquellos universitarios que acudían a su consejo, en Burgos, durante la guerra civil. Paseando con ellos se acercaba a la catedral y subía a una de las torres, "para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa". Allí les comentaba: "¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos" 152.

Santificar la propia profesión, la de cada uno, entraña el esfuerzo de la labor diaria para convertirla en una obra santa, que se dedica preeminentemente a Dios. Se trata de una obra que se ha procurado hacer bien profesionalmente, acabada, e impregnada desde el principio hasta el fin por el amor a los demás y por el espíritu de servicio.

b) Santificarse en el trabajo

Afirma Juan Pablo II que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo, pero sin olvidar, ante todo, que el trabajo está "en función del hombre" y no el hombre "en función del trabajo"" 153. Apunta aquí una enseñanza fundamental en la doctrina cristiana sobre el trabajo, que prolonga y desarrolla lo que señalaba antes sobre la íntima relación entre recta ilusión profesional y espíritu de servicio. La persona responsable siempre debe preguntarse si está contribuyendo real y efectivamente al bien de los demás, y proceder a un sano examen de conciencia, apoyándose en los criterios, orientaciones y sugerencias de la doctrina social de la Iglesia.

La consideración del hombre como sujeto del trabajo tiene implicaciones no sólo sociales, sino también individuales. Con el trabajo, no sólo estamos llamados a perfeccionar el mundo y a aportar bienes a los que nos rodean, sino que debemos también enriquecernos como personas. El esfuerzo por perfeccionar mundo, por transformarlo en un hogar siempre acogedor para la humanidad, revierte sobre nosotros mismos. "El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre; es más, en un cierto sentido, "se hace más hombre"" 154.

Sembrando el bien, el hombre se vuelve bueno. Santificando el trabajo, buscando el perfecto acabamiento de su tarea con espíritu cristiano, se realiza como cristiano, se santifica. Cuando el amor al mundo es simultáneamente expresión de nuestra condición humana y de nuestra fe cristiana, la entrega al trabajo convierte a cada uno en un sacrificio agradable a Dios. La ofrenda a Dios de los frutos de la profesión respectiva, de la que antes hablaba, esculpe la imagen visible de esa ofrenda más profunda: al ofrecer a Dios nuestras ocupaciones, en sus diversas fases, le brindamos gozosamente la vida con nuestros ideales, con los anhelos nobles de amor y de servicio que nos mueven. Nos presentamos ante Dios –según dice el Apóstol 155- como una oblación de suave olor.

Al procurar diariamente cumplir con heroicidad la propia tarea, se ponen en juego las más variadas virtudes humanas: la laboriosidad, la justicia, la reciedumbre, la perseverancia, la honradez, la fortaleza, la prudencia ... Y, con éstas, las teologales: la fe, que nos impulsa a percibir la cercanía de Dios y el sentido último de nuestros afanes; la esperanza, que anima a confiar hondamente en Dios y a perseverar en el empeño, a pesar de las dificultades; la caridad, que conduce gozosamente a amar con entrega, con sinceridad y con obras en las más diversas ocasiones y momentos. De esa forma, los deseos y los proyectos que el cristiano alberga en el corazón se transforman en oración sincera de alabanza, de petición por sus hermanos, de acción de gracias a Dios que nos ha encomendado el mundo y su recto orden como muestra de su predilección. Una oración que se traduce en palabras, pero que no siempre las necesita, porque su lenguaje se labra en el mismo trabajo: la puntualidad, el orden, el cuidado de las cosas pequeñas ...

En este rico conjunto, palabras y obras, se acrisola el amor con el que buscamos servir a Dios y a los demás; una caridad gozosa que nos impulsa a ser "contemplativos en medio de la calle", como le gustaba repetir al Fundador del Opus Dei. Actuando de este modo, afirmaba, "dondequiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos –en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar–, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios" 156.

c) Santificar a los demás con el trabajo

Me detengo ahora en el tercer y último de los componentes de la frase de San Josemaría que estamos comentando: santificar a los demás con el trabajo.

Nuestro quehacer contribuye al acercamiento a Dios de quienes nos rodean, en la medida en que, ejercido con competencia profesional y espíritu de servicio, redunda en el bien de la sociedad y de cuantos la componen, mejorando las condiciones familiares, ambientales, de relación, etc. con el intento de que el mundo progresivamente se adecúe más a la dignidad del hombre, a su condición de hijo de Dios. La actitud de servicio a la sociedad, siempre necesaria, no agota el sentido de misión y de dimensión apostólica connaturales al espíritu cristiano, pues empobreceríamos esa intención si no nos impulsara a fomentar la ilusión y el afán de contribuir, personal y concretamente, a la amistad de las almas, una a una, con Dios.

Al desempeñar nuestra labor diaria nos relacionamos con muchas personas concretas: los miembros de la propia familia, los compañeros y colegas, los dirigentes y los empleados, los clientes y los proveedores, los que se cruzan con nosotros –ocasionalmente o de forma habitual– al recorrer las calles de la ciudad o del pueblo, o al compartir los autobuses y trenes que nos conducen al lugar de trabajo... Personas definidas, con sus nombres y apellidos, que para un cristiano no pueden ser nunca seres anónimos, meros trazos que integran un contexto que se mira con indiferencia o, en todo caso, con una distante objetividad.

La fe nos estimula a reconocer a quienes nos rodean como hijos e hijas de Dios. Y la caridad anima fuertemente a tratarlos con esa visión, compartiendo sus alegrías, interesándonos por sus problemas, hasta transmitirles, junto a la ayuda humana que les podamos prestar, el mayor bien que poseemos: nuestra propia fe. Ese coincidir con motivo de la labor profesional da origen así, espontánea y naturalmente, a la amistad y, con esta fraternidad, al apostolado, al celo santo y al empeño por animar a conocer a Cristo, por acercar a Cristo; pues –acudo de nuevo a palabras de San Josemaría– "el apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo" 157. La santificación del trabajo y nuestra propia santificación en el trabajo se prolongan santificando a los demás con esa ocupación, sirviéndoles. Y esta última dimensión redunda en bien de las dos anteriores 158.

4. LA GRAN LITURGIA DEL UNIVERSO

Dios, que no necesita de nada, crea el mundo, en un acto de suprema liberalidad, por puro amor; como escribió San Buenaventura, "no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla" 159. La realidad del mundo nos remite mucho más allá de su existencia: al misterio insondable de la vida y del amor divinos; a la infinitud inconmensurable de Dios Padre que comunica eternamente todo su ser al Hijo, al infinito amor unitivo del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo. Fluye y abunda en el seno de la Trinidad, una "corriente de amor" 160 que se desborda en la creación del mundo, de los hombres y de los ángeles, llamados a participar de su intimidad. La tradición teológica se ha hecho eco de esta realidad acudiendo al decir de San Ireneo, cuando escribe que Dios Padre, origen fontal de todo cuanto existe, crea el mundo con sus dos manos que son el Hijo y el Espíritu Santo 161.

"En él [en Cristo] fueron creadas todas las cosas (...) y todas subsisten en él", afirma San Pablo, que a continuación añade: "Dios tuvo a bien que en Él habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo" 162. El Hijo eterno, por el que todo el universo subsiste, toma la naturaleza humana, asume esa condición nuestra llegando hasta el extremo de la muerte; y, resucitado en "espíritu que da vida" 163, comunica a la creación el Espíritu Santo del que Él mismo se halla lleno. Con su acción poderosa, el Hijo y el Espíritu conducen todas las cosas hacia el Padre, de modo que el mundo se nos muestra como un reflejo del eterno amor intratrinitario, como don u ofrenda que el Hijo y el Espíritu Santo continuamente reciben del Padre y continuamente le devuelven.

La Santísima Trinidad y nuestra sobrenatural relación con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, es una realidad que no podemos abarcar con nuestra mente. Pero es una realidad central a la que debe volver sin tregua nuestra oración, porque ahí radica el fundamento de toda la vida cristiana, de ese amor al mundo que comporta el compromiso de no alejarnos del lugar que ocupamos, precisamente para devolverlo a su Creador. Al mirar todo el cosmos en su entidad de don del Cielo, tocamos –por el papel de protagonistas que se nos ha señalado para este tiempo de la historia– el amor paterno que funda nuestra filiación divina 164. "Los cielos narran la gloria de Dios", canta el salmo 165. ¿Cómo no recordar las palabras de Jesús, que nos conducen a descubrir en esa gloria la huella de la bondad infinita de Dios volcada hacia nosotros?: "Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que éstas? " 166.

Anclados en esa conciencia de nuestra filiación divina, podemos aspirar, con certeza valiente, a que no sólo los cielos, sino también la historia, el desarrollo de los pueblos y de las sociedades, narren igualmente la excelsitud de Dios, como manifestación y reflejo de su bondad y su amor. En el caminar hacia su último fin, el hombre está convocado a percibir y desarrollar las potencialidades impresas por el Señor en las realidades salidas de las manos divinas, y, en ese sentido, debemos vernos invitados a continuar la creación. Como afirma Juan Pablo II, "en la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental: el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador" 167. Y por trabajo se entiende aquí no sólo la acción por la que se transforma la materia, sino cualquier actividad por la que el hombre configura y desarrolla tanto su vida individual como la colectiva.

Dominar la naturaleza, desarrollar la obra de la creación, estimula a pensar con responsabilidad, con esfuerzo y tenacidad, en facetas que nos atañen a cada uno. Ciertamente esas actitudes no deben faltar. Pero debemos procurar situarlas en el contexto del amor trinitario que acabo de mencionar. Creados a semejanza del segundo Adán, Cristo, que como Verbo eterno hace existir todas las cosas orientándolas hacia el Padre, y movidos por Dios Espíritu Santo, que todo lo vivifica con su amor, los hombres estamos llamados a descubrir en nuestro trabajo el rostro paterno de Dios, al mismo tiempo que como hijos en el Hijo procuramos –a la medida de nuestra pequeñez– colaborar con la mayor generosidad posible en la gran obra de la creación. Si así procedemos, no sólo alcanzaremos una conciencia más plena de nuestra personal responsabilidad, sino que advertiremos que nuestro trabajo se proyecta hacia un horizonte mucho más amplio –infinito, a decir verdad, como es infinito el amor de Dios–, y experimentaremos la necesidad de vivir con una disposición de ánimo, marcada en todo instante por la maravilla y la alegría que suscita en el alma la conciencia del inmenso don de la filiación divina. Al trabajar de esta manera, nuestra tarea se transformará en expresión de agradecimiento filial y contribuirá al canto de gloria a Dios que debe entonar el universo.

Juan Pablo II ha recogido esta realidad, resaltando con vigor que ese horizonte grandioso debe iluminar el conjunto de la historia, todas y cada una de nuestras jornadas. "La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios debe llegar –cito sus palabras– (...) incluso a los quehaceres más ordinarios" 168; todos los hombres y mujeres han de tomar conciencia –continuaba– de que mediante su labor cotidiana, mientras procuran el sustento para sí y para su familia y procuran servir a la sociedad, "contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia" 169.

San Josemaría predicó incansablemente esa misma verdad. Entre otros muchos textos posibles, menciono uno tomado de Surco, extremadamente gráfico y muy elocuente por su sencillez. "Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! –Es verdad: antes "sólo" pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas" 170. Con su faenar diario, informado por la gracia, la criatura, todo hombre y toda mujer, ofrece a Dios el mundo entero. Al realizar su tarea, imitando a Jesús y en unión con Él, participamos activamente en la alabanza que el Hijo eterno dirige al Padre y tocamos la alegría de estar en comunión con la Trinidad.

5. EL CRISTIANO Y LA REDENCIÓN DEL MUNDO POR CRISTO

Estas grandes perspectivas cristianas resultarían incompletas y podrían incluso parecer irreales, si no aludiéramos a una cuestión que en nuestra experiencia cotidiana salta a los ojos: la presencia en el mundo del mal y del pecado.

En los albores de la historia, antes de la grave ofensa de nuestros primeros padres, la comunión con Dios –vivida en medio del mundo– era algo sencillo y natural. Así lo insinúa el relato del Génesis cuando, con lenguaje poético, habla de Dios diciendo que "se paseaba por el jardín del Edén" 171. La creación material, la naturaleza que rodeaba al hombre, no suponía un obstáculo a la unión de la criatura con su Creador; al contrario, suscitaba de manera espontánea y natural el diálogo con Dios.

El pecado original, al que después se han añadido nuestros errores personales, ha oscurecido nuestra mirada y debilitado nuestra voluntad. Nuestro dominio sobre la tierra se ha tornado arduo y con frecuencia penoso. En el cansancio, en la enfermedad, en la dura experiencia de la muerte, en la incomprensión por parte de los demás, etc., el mundo parece volverse contra el hombre.

Esa herida, esa dificultad para el recto dominio del yo y de cuanto nos rodea, la experimentamos también como una rebelión del cuerpo contra el alma. Nos asaltan inclinaciones que proceden de nuestro propio ser, pero que, al mismo tiempo, nos resultan ajenas por descubrir su oposición radical al bien que deseamos cumplir 172. En ocasiones, el mundo, que debería ser medio de acercamiento a Dios, incluso se transforma en ocasión que nos aleja de Él. Y así, no sólo se escapa al dominio del hombre, sino que incluso parece sustraerse al señorío de Dios, alzándose en contra de su propio Creador.

En ese contexto, surge fácilmente un interrogante: ¿constituye todavía el mundo una realidad buena, amada por Dios?, ¿entra en el amor de Dios un mundo así? La fe cristiana responde con una afirmación decidida, real: el mundo sigue siendo bueno. El pecado lo ha herido, pero no ha destruido del todo su bondad; sigue habiendo en la creación una raíz y una capacidad de bien que puede, y debe, ser desarrollada. Y la Escritura añade: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" 173. Tanto amó Dios al mundo... Aún después del pecado, de todos los pecados que atestigua la historia y de los males que de esos flagelos se derivan, Dios no abandona la humanidad a su suerte, sino que sale a su encuentro enviando a su Hijo.

Al tomar nuestra naturaleza, el Hijo eterno de Dios recibe el mundo marcado por el pecado, con un cometido de salvación que el Padre le confía. Acogiendo y amando al mundo, Jesucristo lo reconcilia con Dios 174. Durante treinta años, Él experimentó el cansancio que deriva del trabajo. Conoció después el abandono, la persecución, la traición y el escarnio. Y, finalmente, la muerte terrible en la cruz. Así, el Dios humanado concluyó la obra de la creación redimiendo al mundo del pecado. La entrega de Cristo en la Cruz se alza como fuente y modelo del amor al mundo en el que vivimos y en el que debemos trabajar, participando de esa caridad que redime. Si Dios quiso tan tiernamente a sus criaturas, incluso cuando éstas le rechazaban, ¿cómo no deberemos entregarnos nosotros, amando apasionadamente esta tierra, para conducirla, con Él, hacia el Padre?

"El mundo nos espera –decía San Josemaría–. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: "sic Deus dilexit mundum..." –así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla –una hermosísima guerra de caridad–, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar" 175. Este amor de Dios manifestado en Cristo es redentor, libera al mundo del pecado. Un amor que, por así decir, crea de nuevo al mundo y nos lo confía otra vez.

"El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?" 176. El "entregarnos de nuevo lo creado" por parte de Dios entraña, en virtud de la gracia de Cristo por el Espíritu Santo, una nueva capacidad de poseerlo, de acogerlo, en actitud de amor y de entrega y, de ese modo, santificarlo y ofrecerlo a Dios Padre. Al otorgarnos su gracia, su vida entera, Jesucristo nos ilumina con su luz para conocer el mundo, según su corazón, y nos colma de su fuerza para amarlo con rectitud de intención y con actitud de servicio. El delirio de Dios por sus criaturas, plenamente manifestado en el misterio pascual de Jesús, es fuente que alimenta –venciendo al pecado– el amor de los cristianos al mundo.

De ahí la alegría cristiana, eco de aquel primer grito de las santas mujeres al regresar, alborozadas y atónitas, del sepulcro vacío: ¡Jesús, el Señor, ha resucitado! 177. En la escucha de la palabra de Dios y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, el cristiano revive esa escena y nutre su alma con la fuerza de la entrega completa de Cristo. Gracias a ese amor, puede desenvolverse en el mundo –en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales– de un modo nuevo: más hondo, más generoso, más apasionado, rebosante de fe, de esperanza, de caridad.

Y cuando el cansancio, el dolor, la incomprensión o el rechazo se hagan presentes, llegando incluso a insinuar la vacilación y el desánimo, la criatura, al mirar hacia la Cruz, podrá recobrar las fuerzas y una ilusión más profunda que la meramente humana. Como enseñaba San Josemaría: "Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú" 178. Invitación neta a que pongamos los ojos en la Cruz, único camino que une el Cielo y la tierra.

No lo olvidemos: Cristo nos ha traído su victoria, y nos invita a la vez a participar de su misión y de su camino, a cooperar con Él en la tarea de la redención, mediante nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestra entrega. Amando al mundo con el corazón de Cristo en la alegría y en el dolor, en los momentos de exaltación y en los reveses, en las grandes ocasiones y en el cotidiano caminar ordinario, colaboramos con Él en la tarea de preparar los nuevos cielos y la nueva tierra de los que habla el Apocalipsis, y en los que –como señala el Concilio Vaticano II– "volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados" 179, todos los frutos de libertad, de fraternidad, de justicia, de paz que hayamos anhelado y buscado durante nuestro paso sobre la tierra.

6. CONCLUSION

"En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y en motivo de alejamiento de Dios, el nuevo beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo" 180.

He pretendido que estas palabras, pronunciadas por Juan Pablo II el 17 de mayo de 1992, en la homilía durante el solemne rito de beatificación del Fundador del Opus Dei, fueran el hilo conductor de toda la exposición que precede. En este Simposio, se ha querido evocar a "testigos del siglo XX", presentándolos como "maestros del siglo XXI", como ejemplo y estímulo para la etapa histórica que comenzamos hace dos años; para que, con la gracia de Dios, nos decidamos a imitarles. Consideré, por eso, que debía fijar la atención en alguno de los aspectos centrales del mensaje de San Josemaría; concretamente, en esa enseñanza nuclear "el amor al mundo", en la que confluyen perspectivas dogmáticas y espirituales.

Todo cristiano está llamado a participar en la misión de Cristo. Algunos lo harán retirándose a la soledad de un monasterio, dando así testimonio público de la trascendencia divina. Otros, dedicándose al ministerio sacerdotal, fuente indispensable para la Iglesia. Otros, la mayoría, santificando desde dentro las variadas realidades y ocupaciones terrenas. A todos dirige la Iglesia, también a través de la palabra y la vida de San Josemaría, una invitación y guía eficaz para descubrir y manifestar –cada uno en su propia situación– la buena noticia del amor de Dios, Creador y Redentor del mundo.

 «    SACERDOTE, SÓLO SACERDOTE    » 

Discurso en el acto académico celebrado en honor de San Josemaría en el Seminario de Logroño, 18-I-2003. Publicado en “Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei” 36 (2003) 110-121.

Identidad del sacerdote

Don y tarea

La santidad sacerdotal como don

La santidad sacerdotal como tarea

Virtudes humanas del sacerdote

Sobre el fundamento de la humildad

Caridad pastoral

Fraternidad sacerdotal

Agradezco a mi querido hermano en el episcopado, don Ramón Búa, su cariñosa invitación a dirigir unas palabras al clero riojano. Me sugirió que hablara de la llamada a la santidad en el sacerdocio ministerial, siguiendo el ejemplo y las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, recientemente canonizado por Juan Pablo II, y lo hago con muchísimo gusto.

En efecto, evocar la figura y las enseñanzas de este santo sacerdote constituye para mí un gozo muy grande. Si, además, las personas que me escuchan son presbíteros, mi alegría se multiplica, pues conozco bien el entrañable amor –más aún, veneración– que el Fundador del Opus Dei dispensaba a sus hermanos en el sacerdocio. ¡Cómo gozaba cuando tenía la ocasión de reunirse con ellos! Aprendía de todos y, a quienes se lo pedían, no tenía reparos en abrirles su corazón para hablarles de los grandes amores de su vida: Cristo con María, la Iglesia y el Papa, las almas todas. Solía decir que, en esas ocasiones, se sentía como quien va a vender miel al colmenero. Pero era la suya una miel de tanta calidad, que los que le escuchaban salían de esas reuniones con renovados deseos de fidelidad a la vocación, con el alma rebosante de optimismo, decididos a gastarse con gozo en la tarea pastoral y apostólica.

IDENTIDAD DEL SACERDOTE

Comenzaré mi intervención con unas palabras que San Josemaría solía dirigir a los recién ordenados, pero que nos sirven también –y quizá más especialmente– a quienes llevamos muchos años de sacerdocio. Decía: sed, en primer lugar, sacerdotes; después, sacerdotes; siempre y en todo, sólo sacerdotes. En esta afirmación se transparenta su altísimo concepto del sacerdocio ministerial, por el que unos pobres hombres –que eso somos todos delante del Señor– son constituidos ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (1Co 4, 1). Tan firme era su fe en la identificación sacramental con Cristo que se lleva a cabo en el sacramento del Orden, que su único timbre de gloria, al lado del cual palidecían todos los honores de la tierra, era sencillamente ser sacerdote de Jesucristo.

Los santos, desde los tiempos más antiguos, se han detenido a comentar la dignidad del sacerdocio. Varios Papas –entre los que recuerdo especialmente a San Pío X, a Pío XI y al actual Romano Pontífice– han escrito documentos inolvidables, que han alimentado y continúan alimentando nuestra vida sacerdotal. También San Josemaría nos ha dejado su enseñanza. En una homilía de 1973, cuando se difundían voces confusas sobre la identidad del sacerdote y el valor del sacerdocio ministerial, resumía su pensamiento con las siguientes palabras: ésta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el silencio activo de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas –más que Ella sólo Dios– trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura 181.

El sentido de la grandeza del sacerdocio le llevaba a cuidar con esmero su vocación sacerdotal, de la que se hallaba cada vez más enamorado. Cuando, para atender los ruegos de quienes estábamos a su lado, se refería a veces al proceso de su vocación, siempre recalcaba la iniciativa de Dios, que le salió al encuentro cuando tenía quince o dieciséis años. Como bien sabéis, fue en Logroño, en diciembre de 1917 o enero de 1918, donde el adolescente Josemaría Escrivá tuvo los primeros presentimientos –de barruntos, los calificaba– de que el Señor le llamaba para algo que no sabía lo que era. No se le había pasado por la cabeza la posibilidad del sacerdocio. Sin embargo, ante esa acción de Dios, con el fin de prepararse mejor para cumplir la Voluntad divina, decidió ingresar en el Seminario. Con toda verdad podía afirmar, pasados los años, que el arranque de su vocación sacerdotal había sido una llamada de Dios, un barrunto de amor, un enamoramiento de un chico de quince o dieciséis años 182.

En el Seminario de Logroño recibió la primera formación sacerdotal, que luego completaría en Zaragoza. Dios quería que la semilla que iba a lanzar sobre la tierra el 2 de octubre de 1928, encontrase un corazón de sacerdote preparado a fondo para acogerla y hacerla fructificar. Por eso, con agradecimiento a Nuestro Señor, San Josemaría afirmaba que su vocación era –dejadme que insista– la de ser sacerdote, sólo sacerdote, siempre sacerdote. Amaba con locura esta condición que, configurándolo con Cristo, le había preparado para ser instrumento, en manos de Dios, para la fundación del Opus Dei.

DON Y TAREA

Al enumerar las condiciones de los candidatos al sacerdocio, antiguamente se prescribía que deberían elegirse entre hombres que condujesen una vida honesta. Esta formulación, minimalista y ya superada, le parecía muy pobre a San Josemaría. Entendemos, con toda la tradición eclesiástica –escribía en 1945–, que el sacerdocio pide –por las funciones sagradas que le competen– algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos –como están– en mediadores entre Dios y los hombres 183.

Josemaría Escrivá había recibido, en el seno de su familia y en el colegio, una formación profundamente cristiana, que comprendía el conocimiento de la doctrina, la frecuencia de sacramentos, la preocupación concreta por las necesidades espirituales y materiales de las personas, como ponen de relieve testigos de aquella época. Al recibir la llamada divina al sacerdocio, su existencia dio un cambio radical, en el sentido de que aumentó la intensidad y frecuencia de su trato con Dios y su preocupación apostólica por los demás. Esto le llevó a una madurez impropia de los años, pero sobrenaturalmente lógica. Se cumplía en su vida lo que afirma la Sagrada Escritura: super senes intellexi quia mandata tua servavi 184, he adquirido más prudencia que los ancianos porque he guardado fielmente tus mandamientos. Desde aquellos barruntos, el adolescente Josemaría empezó a tomarse en serio la santidad, tratando de conocer y cumplir fidelísimamente la Voluntad de Dios.

Cuando el Concilio Vaticano II, en el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium, afronta el tema de la vocación de los bautizados a la santidad, afirma: "Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron" 185.

En cuanto miembros del Cuerpo Místico de Cristo, en el que hemos sido injertados por el Bautismo, todos hemos sido santificados radicalmente: llevamos en nosotros mismos el germen e inicio de la vida nueva que Cristo nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. La consagración bautismal es la realidad fundante de la llamada a la santidad en todos los géneros de vida. Desde este punto de vista, atendiendo a la absoluta gratuidad de lo que hemos recibido, la santificación aparece claramente en su dimensión de don: un regalo inmerecido que nuestro Padre-Dios nos otorga, en Cristo, por el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la santificación es una llamada personal, una tarea que se encomienda a la responsabilidad de cada cristiano. San Josemaría dirá que es obra de toda la vida 186.

La santidad es, pues, don y tarea. Entrega gratuita de un bien inmerecido y, al mismo tiempo, encargo que hay que llevar a término con esfuerzo personal, con correspondencia heroica, empeñándose en un verdadero compromiso de vida cristiana.

LA SANTIDAD SACERDOTAL COMO DON

Al ser una y la misma la condición radical de todos los bautizados, todos –sacerdotes y seglares– estamos convocados de igual modo a la plenitud de la vida cristiana. No hay santidad de segunda categoría: o existe una lucha constante por estar en gracia de Dios y ser conformes a Cristo, nuestro Modelo, o desertamos de esas batallas divinas. A todos invita el Señor para que se santifique en su propio estado 187.

Estamos ante una de las intuiciones fundamentales que San Josemaría Escrivá predicó, por encargo divino, desde 1928. Al fundar el Opus Dei, el Señor le mostró que cada persona ha de procurar santificarse en el propio estado, en el género de vida en el que ha sido llamada, en su propio trabajo y a través de su propio trabajo, según la conocida expresión de San Pablo: unusquisque, in qua vocatione vocatus est, in ea permaneat (1Co 7, 20).

La santidad, en los sacerdotes y en los seglares, se edifica, por tanto, sobre el mismo fundamento: la consagración originaria del Bautismo, perfeccionada por la Confirmación. Sin embargo, resulta evidente que el deber de tender a la santidad urge especialmente al sacerdote, que ha sido escogido entre los hombres y constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Hb 5, 1).

"En contacto continuo con la santidad de Dios –ha escrito Juan Pablo II–, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico" 188. Y añade en el libro Don y misterio, escrito con ocasión del quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal: "Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos! Solamente un sacerdote santo puede ser, en un mundo cada vez más secularizado, un testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad" 189.

El sacerdote ha sido consagrado dos veces para Dios: en el Bautismo, como todos los cristianos, y en el sacramento del Orden. Por eso, si bien no puede hablarse de santidad de primera o segunda categoría –porque todos estamos invitados a la perfección con la que el mismo Padre celestial es perfecto (cfr. Mt 5, 48)–, no cabe duda de que sobre los sacerdotes recae especialmente el deber de tender a la santidad. Releamos unas palabras del Fundador del Opus Dei que resultan especialmente clarificadoras. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente de forma sacramental 190.

En el ejercicio del ministerio para el que ha sido ordenado, encuentra el sacerdote el alimento de su vida espiritual, el material que le hace arder en el amor de Dios. Por eso, sería un grave error si otras aspiraciones u otras tareas desdibujaran en su alma lo que, para él, se concreta en algo indispensable para alcanzar la santidad: la celebración cuidadosa y llena de amor del Sacrificio de la Misa, la predicación de la Palabra de Dios, la administración de los sacramentos a los fieles, especialmente el de la Penitencia; una vida de oración constante y de penitencia alegre; el cuidado de las almas que se le han confiado, junto con los mil servicios que una caridad vigilante sabe dispensar.

Desde que percibió la llamada al sacerdocio, y más explícitamente, desde que fue ordenado sacerdote, San Josemaría quiso identificarse con Cristo, ser el mismo Cristo, en el ejercicio del ministerio sacerdotal y en toda su existencia. De ahí su vida de oración, su celebración pausada de la Misa, su "necesidad" de permanecer largos ratos junto al Sagrario; y, al mismo tiempo, su urgencia por buscar a las almas para conducirlas, en Cristo, por caminos de santidad. Comprendió que se puede y se debe llevar una conducta santa en todos los estados de vida, y concretamente en el matrimonio; por eso, desde sus primeros años como pastor, además de encaminar a muchas personas por las vías del celibato apostólico asumido con verdadera alegría, alentó a muchas otras a descubrir la dignidad de la vocación matrimonial.

Escribe Juan Pablo II: "El sentido del propio sacerdocio se redescubre cada día más en el Mysterium fidei. Ésta es la magnitud del don del sacerdocio y es también la medida de la respuesta que requiere tal don. ¡El don es siempre más grande! Y es hermoso que sea así. Es hermoso que un hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don. Es un don y también una tarea: ¡siempre! Tener conciencia de esto es fundamental para vivir plenamente el propio sacerdocio" 191.

San Josemaría Escrivá celebraba cada día la Santa Misa con pasión de enamorado, bien consciente de que por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser 192. Escuchad cómo describía en una reunión familiar ese misterioso eclipse de la personalidad humana del presbítero, que en esos momentos se convierte en instrumento vivo de Dios:

Llego al altar y lo primero que pienso es: Josemaría, tú no eres Josemaría Escrivá de Balaguer (...): eres Cristo. Todos los sacerdotes somos Cristo. Yo le presto al Señor mi voz, mis manos, mi cuerpo, mi alma: le doy todo. Es Él quien dice: esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, el que consagra. Si no, yo no podría hacerlo. Allí se renueva de modo incruento el divino Sacrificio del Calvario. De manera que estoy allí in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. El sacerdote desaparece como persona concreta: don Fulano, don Mengano o Josemaría... ¡No señor! Es Cristo 193.

LA SANTIDAD SACERDOTAL COMO TAREA

La grandeza incomparable del sacerdote se fundamenta en su identificación sacramental con Cristo, que le lleva a ser ipse Christus y a actuar in persona Christi capitis, sobre todo en la celebración eucarística y en el ministerio de la Reconciliación. Una grandeza prestada –comentaba San Josemaría Escrivá–, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor –añadía– que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor 194.

Cada cristiano ha de procurar que su condición de seguidor de Jesucristo se refleje en toda su conducta: la familia, la profesión, la actividad social, pública, deportiva... También en la existencia concreta del sacerdote, en su vida diaria, ha de manifestarse su específica pertenencia a Cristo. Por el carácter indeleble recibido en la ordenación, se es sacerdote las veinticuatro horas del día, no sólo en los momentos en los que se ejercita expresamente el ministerio. Conviene tenerlo muy presente en la época actual, cuando van desapareciendo –de nuestra sociedad multicultural y multireligiosa– tantos signos que recordaban a nuestros antepasados la primacía de Dios y de la vida sobrenatural. No lo digo con pesimismo, sino con ánimo de que todos nos esforcemos para que no se pierdan las raíces cristianas de nuestro pueblo, que se manifiestan también en tradiciones piadosas, en elementos de la cultura, del arte y de las costumbres.

A la meta de la santidad, el sacerdote ha de llegar como por un plano inclinado, bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien modela en los hijos adoptivos de Dios los rasgos de Jesucristo. En este proceso, que dura toda la vida, junto a la acción sobrenatural de la gracia, resulta decisiva la respuesta dócil de la criatura.

Sin esfuerzo por practicar las virtudes, sin lucha por desarrollarlas cotidianamente, con constancia, no es posible la santidad. ¿En qué se centran los hábitos virtuosos que han de vertebrar la santidad del sacerdote? En lo mismo que en los demás fieles, puesto que todos estamos llamados a idéntica meta –la unión con Dios– y disponemos de los mismos medios para alcanzarla. La diferencia estriba en el modo de ejercitar esas virtudes. En el sacerdote, todo debe cumplirse sacerdotalmente; es decir, teniendo siempre presente la finalidad de su vocación específica, el servicio a las almas. Hemos de seguir el ejemplo del Señor, que afirmó de sí mismo: Pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate (Jn 17, 19).

No cabe, en este breve tiempo, exponer tan siquiera un elenco completo de las virtudes sacerdotales. Me limitaré a presentar algunas que considero capitales en la enseñanza y en el ejemplo de San Josemaría.

VIRTUDES HUMANAS DEL SACERDOTE

Utilizando la metáfora de la construcción –imagen de raíces bíblicas–, lo primero que se busca es un terreno sólido. El mismo Cristo alude a esta necesidad, en la conclusión del Sermón de la Montaña, cuando habla del hombre prudente que edificó su casa sobre roca, de modo que cuando llegaron los vientos y las lluvias nada pudieron contra esa mansión (cfr. Mt 7, 24-25).

En la vida espiritual del cristiano, el terreno sólido del edificio espiritual se configura por las virtudes humanas, pues la gracia presupone siempre la naturaleza. Conviene no olvidar que el sacerdote no deja de ser hombre al recibir la ordenación. Por el contrario, precisamente por haber sido sacado de entre los hombres y constituido mediador entre los hombres y Dios (cfr. Hb 5, 1), necesita cuidar su preparación humana, que le capacita para servir mejor a las almas.

"Comprende esta formación –escribe Mons. Álvaro del Portillo– el conjunto de virtudes humanas que se integran directa o indirectamente en las cuatro virtudes cardinales, y el bagaje de cultura no eclesiástica indispensable para que el sacerdote pueda ejercitar con facilidad –ayudado, desde luego, por la gracia– su apostolado" 195. Mi predecesor al frente de la Prelatura del Opus Dei subraya los motivos principales que han de impulsar al sacerdote a adquirir y desarrollar estas virtudes: "El primero, como parte de la lucha ascética normalmente necesaria para llegar a la perfección; el segundo, como medio para ejercitar con mayor eficacia el apostolado" 196.

En la vida y en las enseñanzas de San Josemaría, destaca este aspecto basilar de la formación cristiana y de la específicamente sacerdotal. Tenemos numerosas pruebas de esta afirmación, desde su infancia hasta su fallecimiento en 1975. Los testigos de su labor pastoral se manifiestan concordes en describirle como un sacerdote enamorado de Jesucristo, entregado al servicio de las almas, con una personalidad fuerte y armónica, en la que lo humano y lo sobrenatural se fundían estrechamente en unidad de vida. Por lo que se refiere a sus enseñanzas, resulta paradigmática la homilía "Virtudes humanas", recogida en el libro Amigos de Dios, donde se asienta el fundamento teológico de la necesidad de cultivar las virtudes humanas: la hondura de la Encarnación del Verbo, perfecto Hombre sin dejar de ser perfecto Dios. En esa homilía analiza las principales virtudes que un cristiano y un sacerdote deben cultivar: la reciedumbre, la serenidad, la paciencia, la laboriosidad, el orden, la diligencia, la veracidad, el amor a la libertad, la sobriedad, la templanza, la audacia, la magnanimidad, la lealtad, el optimismo, la alegría.

SOBRE EL FUNDAMENTO DE LA HUMILDAD

La humildad es el fundamento de nuestra vida, medio y condición de eficacia 197, escribe San Josemaría, en sintonía con la tradición espiritual del Cristianismo. Evidentemente se refiere al fundamento moral, pues el teologal –como predicó con su conducta y con sus enseñanzas– se centra en la fe teologal, que nos conduce a asumir con hondura el sentido de nuestra filiación divina en Cristo. Esta convicción pone de relieve ante los hombres la verdad más profunda sobre nosotros mismos y, por tanto, potencia necesariamente la humildad, que no refleja otra cosa que aquel "andar en verdad" de la Santa de Ávila: el caminar en la fe.

Con una fe recia, como base de la respuesta cristiana, se soslaya el error de presentar la humildad como falta de decisión o de iniciativa, como renuncia al ejercicio de derechos que son deberes. Nada más lejos del pensamiento del Fundador del Opus Dei. Ser humildes –predicaba en una ocasión– no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad 198.

Tan importante es esta virtud en la vida cristiana, que San Josemaría aseguraba que, lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad 199. Y acudía a una comparación clásica: no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos 200.

Pero volvamos a considerar el fundamento teologal, es decir, la fe, y con la fe, la esperanza: no hay santidad si no se desarrolla una fe omnicomprensiva de la realidad, si no se fomenta –como la fuerza que impulsa el peregrinar terreno– la virtud de la esperanza. Desde el primer momento, el Fundador del Opus Dei fue bien consciente de que la misión que Dios le había confiado era inmensamente superior a sus fuerzas. Por eso acudió con insistencia, sin abandonarlos jamás, a los únicos medios capaces de poner a nuestro alcance la omnipotencia divina: la oración y el sacrificio. Son innumerables los testimonios que documentan cómo fue mendigando, por los hospitales y los barrios marginados de Madrid, como si se tratase de un tesoro, la plegaria y el ofrecimiento a Dios del dolor de muchas gentes abandonadas, a las que llevaba el consuelo y el aliento de su asistencia sacerdotal.

¡Cuánta necesidad tenemos los sacerdotes de que nuestra fe y nuestra esperanza aumenten más y más! Nos hallamos metidos en una labor donde lo que más cuenta, lo único absolutamente necesario (cfr. Lc 10, 42), son los medios sobrenaturales. Se requieren verdaderos milagros, para conducir a las almas hasta Dios. Sin embargo, se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe? 201. Estas palabras de San Josemaría resuenan en nuestros oídos como un toque de atención, una llamada a nuestro sentido de responsabilidad, porque el sacerdote ha de ser, ante todo, un hombre de fe y un hombre esperanzado. "Por medio de la fe –escribe el Papa–, accede a los bienes invisibles que constituyen la herencia de la Redención del mundo llevada a cabo por el Hijo de Dios" 202.

La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven (Hb 11, 1). Y es "en la oración perseverante de cada día, con facilidad o con aridez, donde el sacerdote, como todo cristiano, recibe de Dios (...) luces nuevas, firmeza en la fe, segura esperanza en la eficacia sobrenatural de su trabajo pastoral, amor renovado: en una palabra, el impulso para perseverar en ese trabajo y la raíz de la efectiva eficacia del trabajo mismo" 203. En estas palabras de Mons. del Portillo, el más estrecho colaborador del Fundador del Opus Dei durante muchos años, podemos descubrir una delicada alusión a la vida espiritual de San Josemaría, que recibió de Dios la gracia de ser contemplativo en medio de las tareas más absorbentes. Añade don Álvaro: "Sin oración, y sin oración que se esfuerza por ser continua, en medio de todos los quehaceres, no hay identificación con Cristo en lo que ésta tiene de tarea, fundamentada en lo que tiene de don. Más aún, me atrevo a decir que un sacerdote sin oración, si no falsea la imagen que da de Cristo –Modelo para todos–, la presenta como una nebulosa que ni atrae ni orienta, que no sirve de norte al pueblo que nos ve o nos oye" 204.

CARIDAD PASTORAL

Llegamos así a la virtud más definitiva y característica de la vida cristiana: la caridad, que en el sacerdote adquiere unos contornos precisos: es caridad pastoral. En pocas palabras, nace de la conciencia de ser representante de Jesucristo, el Pastor supremo (1P 5, 4) de las almas, que ha dado la vida por sus ovejas (cfr. Jn 10, 11). Esta convicción sobrenatural ha de impulsar al sacerdote a gastarse hasta el extremo en el ejercicio de su ministerio, pues le urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14). Una caridad pastoral, fuerte y perseverantemente alimentada en la Eucaristía y en la oración, dará eficacia de frutos a su ministerio.

La figura de San Josemaría aparece muy ilustrativa a este respecto. Desde los primeros momentos de su vocación, no se ahorró ningún trabajo en el servicio de las almas. Antes he aludido brevemente a sus andanzas por los barrios extremos del Madrid de los años 20 y 30, en perenne contacto con la pobreza y la enfermedad, atendiendo a los moribundos, confortando a los enfermos, ilustrando a los niños y a los adultos con la doctrina cristiana. Puedo asegurar –porque lo he contemplado con mis ojos– que así gastó el resto de su existencia, hasta la última jornada: siempre pendiente de los demás, cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos: rezaba y se sacrificaba gustosamente por todas las almas, sin excepción.

La peculiar asunción de la persona por Dios, que se lleva a cabo en la ordenación sacerdotal, hace que el presbítero se vincule y consagre íntegramente al servicio y al amor total de Cristo. Con tal envergadura se presenta la riqueza de este don, que puede asumir como suyas –en un sentido particularmente profundo– las palabras del Apóstol: mihi vivere Christus est (Flp 1, 21), vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20). Por otra parte, la misión recibida tiene un carácter universal: el sacerdote viene enviado al mundo entero, como instrumento vivo de Cristo, que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificar para sí un pueblo escogido, celoso por hacer el bien (Tt 2, 14).

La identificación sacramental con Cristo, junto con la misión recibida, se hallan en el fundamento de las peculiares exigencias de la caridad pastoral, y colocan al sacerdote en una situación especial en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Comentando la profundización doctrinal operada a este propósito por el Concilio Vaticano II, Mons. Álvaro del Portillo escribe: "Si se considera que el Amor encarnado entre los hombres evitó cualquier atadura humana –por justa y noble que fuese– que pudiera en algún momento dificultar o restar plenitud a su total dedicación ministerial, se comprende bien la conveniencia de que el sacerdote haga lo mismo, renunciando libremente –por el celibato– a algo en sí bueno y santo, para unirse más fácilmente a Cristo con todo el corazón, y por Él y en Él dedicarse con más libertad al entero servicio de Dios y de los hombres" 205.

El celibato sacerdotal se configura como manifestación de la completa oblación de su vida que el sacerdote, libremente, ofrece a Cristo y a la Iglesia. En esta óptica, se entienden bien las palabras de San Josemaría en un rato de conversación familiar, en 1969. El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el Cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: Per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva 206.

FRATERNIDAD SACERDOTAL

Amando a todas las almas sin excepción, San Josemaría reservaba un amor de predilección a sus hermanos los sacerdotes. Ya he aludido a su gozo cuando podía reunirse con ellos, para aprender de su entrega –tantas veces heroica– y para transmitirles al mismo tiempo algo de su experiencia personal. Pero no puedo dejar de recordar sus desvelos concretos por los presbíteros, especialmente durante los años que residió en España. En la década de los 40, por ejemplo, a petición de los Obispos diocesanos, predicó muchos cursos de retiro al clero, que se encontraba necesitado de ayuda espiritual después de la terrible prueba de la persecución religiosa de los años anteriores. San Josemaría se dio de lleno a esa tarea, y llegó a atender, a veces, a más de mil presbíteros en un solo año.

Hasta el final de su vida, alimentó una petición urgente al Señor, para que Dios enviase a la Iglesia muchas vocaciones sacerdotales. Personalmente, preparó y encaminó a los seminarios a un gran número de jóvenes con inquietudes vocacionales hacia el sacerdocio. E impulsaba a los fieles laicos a rezar con insistencia al Dueño de la mies, para que mande muchos obreros a su campo (cfr. Mt 9, 37-38). Para San Josemaría, el pulso de la vitalidad sobrenatural de una Diócesis viene medido por el número de vocaciones sacerdotales, de las que los primeros responsables son los mismos sacerdotes.

¡Cómo le entristecía encontrarse con alguno que se había despreocupado de esta labor! Porque ese descuido constituye una señal clara de que el mismo sacerdote no está contento con su llamada. Viene a mi memoria su respuesta inmediata a una pregunta sobre las causas de la escasez de vocaciones para los seminarios: Quizá la primera razón sea que muchas veces los sacerdotes no valoramos bien el tesoro que tenemos en las manos y, por eso, no encendemos en el deseo de poseer este tesoro a la gente joven. Los seminarios estarían llenos, si nosotros amáramos más nuestro sacerdocio 207.

Su preocupación por la santidad del clero procedía de mucho tiempo atrás. Tenía muy claro que el primer apostolado de los sacerdotes han de ser los mismos sacerdotes: no dejarles solos en sus penas, compartir sus alegrías, animarles en la dificultad, fortalecerlos en los momentos de duda... Conservó grabadas a fuego en su alma aquellas palabras de la Escritura Santa: frater, qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma (Pr 18, 19), el hermano ayudado por sus hermanos es fuerte como ciudad amurallada.

Tan intensamente crecía su afán de ayudar a sus hermanos en el sacerdocio, que en 1950, cuando el Opus Dei había recibido ya la aprobación definitiva de la Santa Sede, pensó dedicarse de lleno a los sacerdotes diocesanos. Cuando ya había ofrecido al Señor el sacrificio de Abrahán –pues estaba decidido a dejar la Obra, si hubiera sido necesario–, el Cielo le mostró que no era preciso ese sacrificio. En el espíritu del Opus Dei, que enseña a los cristianos a santificarse en medio del mundo, cada uno en la propia ocupación o tarea, también había el mismo lugar de encuentro con Dios para los sacerdotes diocesanos; bastaba que, en plena comunión con su propio Ordinario y con el presbiterio de la Diócesis, buscasen la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales, tratando con especial veneración al Obispo diocesano, unidos entrañablemente a sus hermanos en el sacerdocio. Las puertas de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que pertenecían ya los clérigos incardinados en el Opus Dei, se ensanchaban para dar acogida a los sacerdotes diocesanos que recibiesen esta específica llamada divina.

Hoy, en estas tierras de La Rioja, donde la labor del Opus Dei se encuentra perfectamente integrada en la Diócesis desde hace muchos años, elevo mi corazón agradecido a la Trinidad Beatísima por los copiosos frutos que también la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz ha producido y sigue produciendo, en servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares. Todo es fruto de la gracia que Dios nos otorga por medio de su Santísima Madre; gracia a la que San Josemaría correspondió plenamente hace ochenta y cinco años, cuando– precisamente en Logroño– recibió la llamada al sacerdocio.

 «    El santo de la vida ordinaria    » 

Relación en el 29º simposio internacional sobre Teología del sacerdocio de la Facultad de Teología del Norte de España, Burgos, 4-III-2005. Publicada en “Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei” 40 (2005) 101-124,

I. La figura de San Josemaría en el Magisterio Pontificio

   Algunos rasgos espirituales destacados en los documentos pontificios

   Rasgos pastorales

   Maestro de vida cristiana

   El "santo de la vida ordinaria"

II. Una contribución específica a la edificacion de la Iglesia

   Luces al servicio de toda la Iglesia

III. Algunas lineas de reflexion teológica

   Santidad del cristiano en la vida cotidiana

   Santificación del mundo "desde dentro", a través de la santificación del trabajo

   Una teología de la unidad de vida del cristiano

IV. Proyeccion del mensaje de San Josemaria en el presente y en el futuro

   Actualidad y permanencia del mensaje

El día 6 de octubre de 2002, en una inolvidable jornada romana, y ante una inmensa multitud de fieles convocada en la Plaza de San Pedro, el Papa Juan Pablo II proclamó santo a Josemaría Escrivá de Balaguer. De esa memorable fecha ha dejado el Papa un cariñoso testimonio en un libro recientemente publicado. "En octubre de 2002 –recuerda– tuve la alegría de inscribir en el Registro de los Santos a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, celoso sacerdote, apóstol de los laicos para tiempos nuevos" 208.

Estas palabras me han sugerido el hilo conductor de mi intervención en este simposio, al que tan amablemente han querido invitarme las autoridades de la Facultad Teológica del Norte de España. Deseo manifestarles mi más cordial agradecimiento por esta oportunidad de evocar la figura y las enseñanzas de San Josemaría, a quien algunos de los aquí presentes han tenido ocasión de conocer y de tratar personalmente: ocasión que, en mi caso, se ha prolongado a lo largo de casi tres decenios.

Para las presentes reflexiones no partiré, sin embargo, de mi testimonio personal ni del de otros testigos, sino de una fuente de orden diverso y de más alto valor: la fuente serán las homilías y discursos del Romano Pontífice, así como otros documentos de la Santa Sede, acerca de la figura o de las enseñanzas de este santo sacerdote del que Dios ha hecho don a su Iglesia 209.

Por lo demás, el mismo lugar en el que nos encontramos ha visto su caminar y ha sido el marco de un período de su vida, denso de importantes acontecimientos, que los biógrafos suelen resaltar bajo el epígrafe de "época de Burgos" 210. Me parece oportuno intercalar aquí una digresión: en esta antigua ciudad, durante varios meses, San Josemaría celebró a diario la Santa Misa, tiempo de su jornada en que se unía más intensamente al Sacrificio de la Cruz, abrazado en aquellos años a duras privaciones y entregándose con generosidad a la oración y a la penitencia. Aquí acabó de redactar Camino, y preparó el estudio para su tesis doctoral en Derecho: La Abadesa de las Huelgas. Por estas calles de Burgos charlaba a menudo con los que le buscaban para recibir dirección espiritual. Tenía la costumbre –recordará años más tarde– de salir de paseo por la orilla del Arlanzón, mientras conversaba con ellos, mientras oía sus confidencias, mientras trataba de orientarles con el consejo oportuno que les confirmara o les abriera horizontes nuevos de vida interior; y siempre, con la ayuda de Dios, les animaba, les estimulaba, les encendía en su conducta de cristianos. A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral. Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos 211.

Otras veces, caminando a solas por los anchos y luminosos parajes de esta tierra castellana, su alma se expansionaba en oración contemplativa, como testimonia una carta en la que le confía a uno de los primeros fieles del Opus Dei: Esta mañana, camino de las Huelgas, a donde fui para hacer mi oración, he descubierto un Mediterráneo: la Llaga Santísima de la mano derecha de mi Señor. Y allí me tienes: todo el día entre besos y adoraciones. ¡Verdaderamente que es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Pídele tú que El me dé el verdadero Amor suyo: así quedarán bien purificadas todas mis otras afecciones. No vale decir: ¡corazón, en la Cruz!: porque, si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las Cinco abiertas en el madero? ¡Corazón, en la Cruz!: Jesús mío, ¡qué más querría yo! Entiendo que, si continúo por este modo de contemplar (me metió S. José, mi Padre y Señor, a quien pedí que me soplara), voy a volverme más chalao que nunca lo estuve. ¡Prueba tú! 212.

San Josemaría ha enseñado a un gran número de almas a adentrarse por los caminos de contemplación en la vida ordinaria, los que, guiado por el Espíritu Santo recorrió a lo largo de sus años en la tierra. El Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes le denominaba "contemplativo itinerante" 213. En esta característica de su espíritu se ha detenido en diversas ocasiones, como veremos después, el Romano Pontífice, hasta llegar a definirle como "el santo de la vida ordinaria" 214, palabras que, por su honda expresividad, he escogido como título de esta relación.

Me referiré, en primer lugar, a rasgos espirituales y pastorales de la figura de San Josemaría más destacados en los textos pontificios. Después, me detendré en algunas características nucleares de su contribución a la vida y a la santidad de la Iglesia, tal como las resaltan esos mismos textos. Por último apuntaré algunas líneas de reflexión teológica que ahí se abren, para finalizar con unas consideraciones acerca de la proyección de las enseñanzas de San Josemaría sobre el presente y el futuro de la Iglesia.

I. LA FIGURA DE SAN JOSEMARÍA EN EL MAGISTERIO PONTIFICIO

ALGUNOS RASGOS ESPIRITUALES DESTACADOS EN LOS DOCUMENTOS PONTIFICIOS
Paso a tratar algunos rasgos espirituales subrayados en los textos pontificios

Siempre afirmó este sacerdote santo que el fundamento de su vida se encontraba en el sentido de la filiación divina. La vida mía –comenta en una de sus homilías– me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre: A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad 215. Así lo quiso resaltar Juan Pablo II, en su homilía durante la ceremonia de beatificación, en 1992: "Su vida espiritual y apostólica –señalaba el Papa– estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar. "Tener la cruz es encontrar la felicidad, la alegría", nos dice en una de sus Meditaciones, "tener la cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios"" 216. No puede ser más certera esta afirmación del Papa, porque, en efecto, la honda actitud filial que informaba los pensamientos y afectos de San Josemaría, se manifestaba en su abrazar a diario la Cruz de Cristo.

Diez años después, en la ceremonia de canonización, Juan Pablo II volvía a remachar ese mismo aspecto: "Ciertamente, no faltan incomprensiones y dificultades para quien intenta servir con fidelidad la causa del Evangelio. El Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de la Cruz a cuantos llama a seguirlo; pero en la Cruz –repetía el nuevo Santo– encontramos luz, paz y gozo: "Lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce!"" 217.

San Josemaría se dirigía a Dios en cierta ocasión con estos conceptos que menciona la homilía pontificia de 1992: Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 218. El perfil de su figura que se revela en estas palabras es firme y vigoroso. Al comentarlas en 1993, en el marco de un Simposio teológico sobre las enseñanzas del fundador del Opus Dei, el Siervo de Dios Álvaro del Portillo, testigo privilegiado durante 40 años de aquella diaria conducta santa, dejaba constancia expresa de la inseparabilidad, en el espíritu de San Josemaría, entre sentido de la filiación divina y sentido de la Cruz. "El beato Josemaría –escribió su primer sucesor– recorrió este camino de la unidad entre filiación y Cruz –el camino real de Cristo– durante toda su vida y de forma cada vez más intensa (Su enseñanza espiritual, en la que vierte la propia experiencia de Dios y de sus designios, revela a cada paso la seguridad vivida de que precisamente la Cruz es el camino que debe recorrer quien quiere seguir a Cristo en todas las circunstancias" 219.

He querido destacar en primer lugar ese hondo y existencial sentido de la filiación divina, íntimamente ligado a la identificación con la Cruz, porque representa el fundamento de la respuesta espiritual de San Josemaría. Constituye en realidad el rasgo en el que se apoyan todos los demás aspectos característicos de su figura humana y sacerdotal 220. De ahí surge su vida de oración y "esa asidua experiencia unitiva" 221 de la que habla uno de los primeros documentos pontificios al aludir a su persona, con el siguiente comentario ilustrador: "Constantemente inmerso en la contemplación del misterio trinitario, puso en el sentido de la filiación divina en Cristo el fundamento de una espiritualidad en la que la fortaleza de la fe y la audacia apostólica de la caridad se conjugan armónicamente con el abandono filial en Dios Padre" 222.

San Josemaría Escrivá de Balaguer ha dejado tras de sí la huella de un alma contemplativa en medio de los afanes cotidianos, el ejemplo de que es posible, como subraya el mismo documento, "alcanzar las cumbres de la unión con el Señor en medio del fragor del mundo y de la intensidad de un trabajo sin tregua" 223. En frase de Juan Pablo II, "supo alcanzar las cumbres de la contemplación con la oración continuada, la mortificación constante, el esfuerzo cotidiano de un trabajo cumplido con ejemplar docilidad a las mociones del Espíritu Santo, con el fin de "servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida"" 224.

Enamorado de Jesucristo, ha sido también este sacerdote –con otro rasgo espiritual de su persona que destaca el Magisterio– un "amante apasionado de la Eucaristía" 225. Dentro del presente Año de la Eucaristía, que por voluntad del Santo Padre está celebrando la Iglesia, resulta especialmente grato recordar que la existencia cotidiana de incontables mujeres y hombres de todo el mundo se fundamenta en el ejemplo de amor eucarístico de San Josemaría: ¡Sé alma de Eucaristía!, escribe con su estilo directo, que interpela al lector. Y prosigue: –Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado! 226.

Son muchos, en efecto, los cristianos corrientes que, tras las huellas del fundador del Opus Dei, llenan en este mundo nuestro las calles de las ciudades, los hogares de familia, las oficinas, las fábricas, las universidades y todo el ámbito del trabajo humano honesto, de un profundo amor por la Eucaristía que les lleva a considerar la Santa Misa el centro y la raíz de la vida espiritual 227, al tiempo que procuran permanecer durante la jornada con su corazón en el Señor y con el afán de trabajar como El trabajaba y amar como El amaba 228, para ofrecer todas sus obras "por Cristo, con Él y en Él" 229, como un canto de gloria a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo.

RASGOS PASTORALES
Los rasgos espirituales a los que he aludido, son inseparables de otros más explícitamente pastorales también destacados por el Magisterio, como trataré a continuación.

La característica más específica de su misión pastoral, en la que de algún modo confluyen todas las demás, consiste en la proclamación y activa propagación, desde 1928 y hasta el final de sus días, de la llamada universal a la santidad y de la santificación en la vida ordinaria. Como observaba la Congregación para las Causas de los Santos, San Josemaría ha de ser contado entre los "heraldos de la santidad que el Espíritu Vivificador suscita en todo tiempo (...), por la especial fuerza con que, en profética coincidencia con el Concilio Vaticano II, procuró, desde los comienzos de su ministerio, dirigir la llamada evangélica a todos los cristianos: "Tienes obligación de santificarte. Tú también (...). A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" (Camino, 291)" 230.

Uno de los textos de la doctrina espiritual de San Josemaría, que ha tenido gran resonancia, lleva por título Amar al mundo apasionadamente" 231. El amor cristiano al mundo, en el espíritu del fundador del Opus Dei, posee una esencial dimensión sobrenatural, pues presenta como finalidad propia, así lo dirá Juan Pablo II, la de "elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro" 232. Como hombre sediento de Dios y gran apóstol 233, afirma el Papa, "San Josemaría estaba profundamente convencido de que la vida cristiana entraña una misión y un apostolado: estamos en el mundo para salvarlo con Cristo. Amó apasionadamente el mundo, con un "amor redentor"" 234.

Pasión por la salvación del mundo significa, ante todo, pasión por la salvación de cada mujer y de cada hombre, creados a imagen de Dios y llamados a ser en Cristo hijos de Dios 235. Así lo reitera otro de los documentos magisteriales: "Escrivá de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma es un tesoro maravilloso; en efecto, "cada hombre vale toda la sangre de Cristo"" 236.

La frase de San Josemaría que recoge y subraya ese texto pontificio ("cada hombre vale toda la sangre de Cristo"), merece ser resaltada como uno de los grandes destellos de su permanente celo sacerdotal. En una homilía, donde alienta a los sacerdotes al ejercicio generoso de su ministerio pastoral, leemos: La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo 237.

Los orígenes históricos del Opus Dei están estrechamente ligados, como es sabido, al ministerio pastoral de su fundador entre los pobres y enfermos de Madrid. En su alma sacerdotal late con intensidad, con el fuego de la caridad, la pasión por la justicia, sinónimo de pasión por la dignidad, defensa y promoción de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas –escribe–, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos – conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo –, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres 238.

La existencia de San Josemaría se desenvolvió enteramente marcada con el sello de una actitud de servicio que –en palabras de Juan Pablo II– se hace "patente en su entrega al ministerio sacerdotal y en la magnanimidad con la cual impulsó tantas obras de evangelización y de promoción humana en favor de los más pobres" 239. En esta misma realidad se detiene también el Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes, cuando recuerda que "con infatigable caridad y con una esperanza laboriosa guió la expansión del Opus Dei por todo el mundo, llevando a cabo una vasta movilización de laicos conscientes de su responsabilidad en la misión de la Iglesia. Dio vida a iniciativas de vanguardia en la evangelización y en la promoción humana" 240.

Muchas de las iniciativas promovidas bajo su impulso son quizá poco conocidas por la opinión pública, porque al espíritu de San Josemaría pertenece la cualidad de querer pasar inadvertido para que sólo Dios brille, de no buscar ningún reconocimiento humano, y de esforzarse para que los cristianos actúen con responsabilidad personal, con celo apostólico y amor a la Iglesia. A la vez, mientras se esforzó en desaparecer, supo amar con obras y de verdad 241. Como indica el mencionado Decreto de virtudes, durante toda su vida "se prodigó en la formación de los miembros del Opus Dei –sacerdotes y laicos, hombres y mujeres–, forjándoles en una sólida vida interior, en un celo ardiente que se manifiesta en el compromiso personal para desarrollar un apostolado capilar, y en una adhesión ejemplar al Magisterio de la Iglesia" 242.

MAESTRO DE VIDA CRISTIANA
Otra de las características que subrayan los textos pontificios es la que se expresa en el Breve apostólico de Beatificación con estas palabras: San Josemaría ha sido "un auténtico maestro de vida cristiana" 243.

Más recientemente, en la canonización, Juan Pablo II volvía a destacar esta misma idea con matices distintos. "San Josemaría –señala el Papa– fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria "arma" para redimir el mundo. Aconsejaba siempre: "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en 'tercer lugar', acción" (Camino, 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Éste es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos" 244.

Muchos hombres y mujeres han descubierto ese "secreto de la santidad" a través del Fundador del Opus Dei. "Su vida y su mensaje –recuerda la Bula de canonización–, han llevado, a una innumerable multitud de fieles –sobre todo laicos que trabajan en las más diversas profesiones–, a convertir las tareas más comunes en oración, en servicio a todos los hombres y en camino de santidad" 245. Al calor de ese espíritu, un gran número de personas han comprendido la grandeza de la vocación bautismal integrada plenamente en la existencia cotidiana, y han reencontrado el amor a la Iglesia y el gustoso servicio a la misión evangelizadora.

Lo mismo cabe decir, con las características propias del caso, de tantos sacerdotes seculares de todo el mundo, que han descubierto en San Josemaría, con el decir del Papa, "un luminoso ejemplo de solicitud por la santidad y la fraternidad sacerdotales" 246.

EL SANTO DE LA VIDA ORDINARIA
Para cerrar este apartado en el que he pretendido mencionar algunos aspectos del fundador del Opus Dei, destacados por los textos pontificios, nada mejor que acudir a una afirmación acuñada por Juan Pablo II en el contexto de la canonización. La pronunció por vez primera en la Audiencia que concedió a los fieles que habían acudido a aquella solemne ceremonia. "San Josemaría –puntualizó entonces el Papa– fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos" 247.

Aquellas palabras fueron acogidas con un espontáneo aplauso por parte de la multitud que llenaba la Plaza de San Pedro. Muchos de los presentes habían aprendido de San Josemaría a valorar la belleza y la grandeza de la vida de cada día, sencilla y corriente, cuando se desarrolla bajo la luz de Cristo. Para ellos, y para tantos otros fieles en el mundo entero, las frases del discurso del Papa aludían a la experiencia de la propia lucha, a encarar con ese espíritu el quehacer cotidiano. Todos agradecían y entendían muy bien que el Papa llamase a San Josemaría "el santo de lo ordinario".

Esa misma idea ha quedado solemnemente formulada en la Bula de canonización en los siguientes términos: "Asumió y enseñó a asumir este programa [el de "difundir, entre todos los hombres y mujeres, la llamada a participar, en Cristo, de la dignidad de los hijos de Dios, viviendo sólo para servirle"] en medio de las ocupaciones normales de cada día, por lo que con razón se le puede llamar el santo de la vida ordinaria" 248.

Este significativo título nos servirá ahora para continuar ahondando en la enseñanza y en la proyección de la figura del fundador del Opus Dei, siempre al hilo de las intervenciones del magisterio pontificio.

II. UNA CONTRIBUCION ESPECIFICA A LA EDIFICACION DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo edifica la Iglesia con la cooperación de los hombres. En el caso de San Josemaría, su contribución específica a la misión de la Iglesia no ha sido otra que la de su fidelidad integérrima a la llamada recibida para fundar el Opus Dei. Así se lee en el texto de la Bula de canonización: "El 2 de octubre de 1928 el Señor le hizo ver la misión a la que le llamaba y ese día fundó el Opus Dei. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino caracterizado por difundir entre hombres y mujeres de toda raza, condición social o cultura, la conciencia de que todos están llamados a la plenitud de la caridad y al apostolado, en el lugar que cada uno ocupa en el mundo. Ciertamente, el Señor nos busca en las circunstancias de la vida ordinaria, verdadero quicio sobre el que gira nuestra respuesta llena de amor" 249. Desde aquel instante, toda la existencia de San Josemaría dice relación directa al cumplimiento de la misión que le fue encomendada por Dios, y toda su actividad sacerdotal estará puesta al servicio de su realización, en bien de la Iglesia y de todos los hombres.

"La importancia de la figura del beato Josemaría Escrivá" –señalaba el Papa a los participantes en un Congreso teológico celebrado en el contexto de la beatificación del fundador del Opus Dei– "no sólo deriva de su mensaje, sino también de la realidad apostólica que inició. En los sesenta y cinco años transcurridos desde su fundación, la Prelatura del Opus Dei, unidad indisoluble de sacerdotes y laicos, ha contribuido a hacer resonar en muchos ambientes el anuncio salvador de Cristo. Como Pastor de la Iglesia universal me llegan los ecos de ese apostolado, en el que animo a perseverar a todos los miembros de la Prelatura del Opus Dei, en fiel continuidad con el espíritu de servicio a la Iglesia que siempre inspiró la vida de su Fundador" 250.

Invitan, pues, esas palabras del Santo Padre, a considerar la figura de San Josemaría en la íntima unidad de su mensaje con "la realidad apostólica que inició": el Opus Dei. A este respecto precisa el Romano Pontífice en el Breve apostólico de beatificación que: "En el fiel cumplimiento de su tarea, llevó a sacerdotes y laicos, hombres y mujeres de toda condición, a encontrar en las ocupaciones cotidianas el ámbito de la propia corresponsabilidad en la misión de la Iglesia, con plenitud de dedicación a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida secular. "¡Se han abierto los caminos divinos de la tierra!", exclamaba (Es Cristo que pasa, 21): no se limitó en la práctica a describir las perspectivas pastorales que se abrían con ese empeño capilar de evangelización, sino que lo configuró como realidad perteneciente a la naturaleza estable y orgánica de la Iglesia" 251.

Es preciso, en consecuencia, estudiar a la vez el mensaje de San Josemaría y la realidad teológica y pastoral del Opus Dei. El mensaje espiritual y doctrinal se muestra a través de la naturaleza y vida de la Prelatura, que encuentra a su vez las raíces de su identidad teológica y pastoral en ese programa querido por Dios. Esta realidad, precisamente, la encuadran unas palabras de la Constitución apostólica Ut sit, por la que Juan Pablo erigió el Opus Dei en Prelatura personal. "Desde sus comienzos –se recoge en dicha Constitución apostólica–, esta Institución [el Opus Dei] se ha esforzado, no sólo en iluminar con luces nuevas la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana, sino también en ponerla por obra; se ha esforzado igualmente en llevar a la práctica la doctrina de la llamada universal a la santidad, y en promover entre todas las clases sociales la santificación del trabajo profesional y por medio del trabajo profesional. Además, mediante la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, ha procurado ayudar a los sacerdotes diocesanos a vivir la misma doctrina, en el ejercicio de su sagrado ministerio" 252.

LUCES AL SERVICIO DE TODA LA IGLESIA
"La historia de la Iglesia y del mundo –señalaba Juan Pablo II en 1993– se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que, con la colaboración libre de los hombres, dirige todos los acontecimientos hacía la realización del plan salvífico de Dios Padre. Manifestación evidente de esta Providencia divina es la presencia constante a lo largo de los siglos de hombres y mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas figuras insignes ocupa un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá" 253.

Dios actúa en la historia de muchas maneras, y de modo singular por medio de los santos. Lo que estos fieles servidores aportan a la Iglesia consiste, sustancialmente, en su amor a Dios, materializado, bajo la guía del Espíritu Santo, en su vida y en sus obras. Todos ellos contribuyen a dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios 254, o lo que es igual, a dar a conocer a Cristo, anunciando a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio 255, como escribe San Josemaría. Cada santo cumple esa tarea de acuerdo con los dones recibidos, que han forjado su personal configuración con el Señor y han establecido los perfiles de su vocación y su misión en la Iglesia.

El testimonio de los santos, como espejo en el que se refleja Cristo, ha incidido siempre con fuerza en el desarrollo de la historia y de la acción de la Iglesia, y ha abierto caminos a la teología. Santidad y teología se hallan enlazadas entre sí por vínculos objetivos que se fundan en la activa presencia del Espíritu Santo. "El Espíritu –precisa espléndidamente el Concilio Vaticano II– habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cfr. 1Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cfr. Gal 4,6; Rm 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12-4; Gal 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cfr. Jn 16,13) y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" 256.

Al calor y con la luz de la íntima actividad del Paráclito, se desarrolla en la Iglesia el mutuo influjo entre santidad y teología, esencialmente unidas ambas al magisterio. La Iglesia –señala otro pasaje conciliar–, "va creciendo, con la asistencia del Espíritu Santo, en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya sea por la contemplación y el estudio de los creyentes que las meditan en su corazón, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad" 257.

La influencia de los santos en la interiorización de la doctrina de fe en cada época, y en consecuencia en el desarrollo histórico de la teología, es determinante para la vida de la Iglesia. Lo expresaba bien la Comisión Teológica Internacional en un documento de 1988, hablando de la tradición viva de la Iglesia, en la que se conjuga la perennidad de la verdad revelada con su comprensión actualizada en cada momento bajo la guía del Espíritu Santo. Esa comprensión, "no es un proceso puramente intelectual, ni sólo un proceso existencial o sociológico; tampoco consiste sólo en la definición más exacta de los conceptos concretos, en consecuencias lógicas o en meros cambios de formulaciones y en nuevas formulaciones. Está sugerida, sostenida y dirigida por la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia y en los corazones de los cristianos concretos. Tiene lugar a la luz de la fe; está impulsada por los carismas y por el testimonio de los santos, que el Espíritu de Dios otorga a la Iglesia en un tiempo determinado" 258.

En este orden de ideas, el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer quedará siempre asociado a la proclamación de la llamada universal a la santidad, y a la aplicación de esa doctrina en un concreto mensaje de santificación por medio del trabajo profesional ordinario. "Con sobrenatural intuición –afirmó el Papa en la ceremonia de la beatificación– predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por ello, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación" 259. Nos sitúan estas palabras ante el elemento más característico de la enseñanza de San Josemaría, que –como señaló Juan Pablo II en otro momento– "puede ser fuente de inspiración para el pensamiento teológico. En efecto, la investigación teológica, que lleva a cabo una mediación imprescindible en las relaciones entre la fe y la cultura, progresa y se enriquece acudiendo a la fuente del Evangelio, bajo el impulso de la experiencia de los grandes testigos del cristianismo. Y el beato Josemaría es, sin duda, uno de éstos" 260.

III. ALGUNAS LINEAS DE REFLEXION TEOLOGICA

Pasamos ahora a considerar algunas perspectivas que se abren para la reflexión teológica.

Una idea incansablemente repetida por San Josemaría, y especialmente representativa de su enseñanza, se recoge en esta frase: ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado 261. No es posible que me detenga a comentar con detalle estas palabras, que son de una densa riqueza. Me fijaré tan sólo en algunos aspectos.

En primer lugar, el mensaje presentado por San Josemaría no viene como algo surgido de su iniciativa, sino de la de Dios, en cuanto íntimamente ligado al origen histórico del Opus Dei, nacido por "inspiración divina", como se lee en la Constitución apostólica Ut sit 262. En segundo lugar, el eje de la vida espiritual en las enseñanzas de San Josemaría se centra en la santificación del trabajo ordinario de los hijos de Dios, contemplado como actividad santificable y santificadora de uno mismo y de los demás, con una esencial dimensión apostólica por tanto.

Con frase de Juan Pablo II en 1993, San Josemaría "invitó a los hombres y a las mujeres de las más diversas condiciones sociales a santificarse y a cooperar en la santificación de los demás, santificando la vida ordinaria" 263. La referencia al trabajo santificado se amplia ahora justamente, sin diluir la esencia del mensaje, a la vida ordinaria santificada, en la que se incluyen también los deberes familiares y sociales del cristiano. Desde hace casi treinta años –insistía el fundador en 1957– ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana 264. Resulta lógico, por tanto, que el Breve pontificio de beatificación, como antes veíamos, afirme que, "en el fiel cumplimiento de su tarea, llevó a sacerdotes y laicos, hombres y mujeres de toda condición, a encontrar en las ocupaciones cotidianas el ámbito de la propia corresponsabilidad en la misión de la Iglesia, con plenitud de dedicación a Dios en las circunstancias ordinarias de la vida secular" 265.

Nos fijaremos ahora en tres aspectos centrales: la santidad del cristiano en la vida cotidiana, la cristianización del mundo ab intra a través de la santificación del trabajo profesional, y la unidad de vida del cristiano.

SANTIDAD DEL CRISTIANO EN LA VIDA COTIDIANA
Respecto al primer punto, el Papa destaca que San Josemaría "puso en el centro de su predicación la verdad de que todos los bautizados están llamados a la plenitud de la caridad, y que el modo más inmediato para alcanzar esta meta común se encuentra en la normalidad diaria" 266. Esa normalidad diaria, a la que se refiere este texto pontificio, está entrelazada con usos y modos que se repiten jornada tras jornada en la relación habitual con las personas de la propia familia o del ambiente profesional y social 267. En el ordinario transcurrir de lo cotidiano nos espera Dios a cada uno: "El Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto ordinario en el que se desarrolla la existencia" 268, afirma el Romano Pontífice. Las consecuencias teológicas y espirituales resultan evidentes. Para Juan Pablo II, en efecto, "las actividades diarias se presentan como un valioso medio de unión con Cristo, pudiendo transformarse en ámbito y materia de santificación, en terreno de ejercicio de las virtudes y en diálogo de amor que se realiza en las obras. El espíritu de oración transfigura el trabajo y así es posible permanecer en la contemplación de Dios, incluso mientras se realizan diversas ocupaciones" 269.

Que las actividades diarias puedan ser tenidas no sólo como ámbito de santificación sino como materia santificable, aparece como verdad profundamente iluminada por la luz del misterio del Verbo Encarnado. En esta maravillosa realidad inciden con fuerza las luces del carisma fundacional de San Josemaría: No me cansaré de repetir – escribe – que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención 270.

Los quehaceres ordinarios del cristiano, cuando vive unido a Cristo por la gracia –cuando en su intención y en su realización busca enlazar su obrar cotidiano al obrar mismo de Cristo–, se convierten para él en realidad santificable y santificadora 271, porque al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad 272.

Para cada bautizado que quiere seguir fielmente a Cristo –resalta el Breve de beatificación–, la fábrica, la oficina, la biblioteca, el laboratorio, el taller y el hogar pueden transformarse en lugares de encuentro con el Señor, que eligió vivir durante treinta años una vida oculta 273. ¿Se podría poner en duda que el período que Jesús pasó en Nazaret ya formaba parte de su misión salvífica? Por tanto, también para nosotros la vida diaria, en apariencia gris, con su monotonía hecha de gestos que parecen repetirse siempre iguales, puede adquirir el relieve de una dimensión sobrenatural, transfigurándose así. "El Fundador del Opus Dei ha recordado que la universalidad de la llamada a la plenitud de la unión con Cristo comporta también que cualquier actividad humana pueda convertirse en lugar de encuentro con Dios" 274. Una densa y gráfica formulación de esa realidad apostólica se encuentra en la siguiente frase de San Josemaría, al contemplar la misión que Dios le había encomendado: se han abierto los caminos divinos de la tierra 275.

Con este espíritu es posible llevar a cabo hoy en profundidad la misión de "informar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano" 276, como señala el Concilio Vaticano II, tema en el que nos detendremos a continuación.

SANTIFICACION DEL MUNDO "DESDE DENTRO", A TRAVES DE LA SANTIFICACION DEL TRABAJO
Con hondura teológica escribió San Josemaría que no cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con El una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo. Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado 277.

Esta doctrina, en la que santidad, trabajo y edificación cristiana del mundo se compenetran e informan mutuamente, hasta constituir un tríptico de singular belleza evangélica, ha llegado a convertirse, por la gracia de Dios, en vida de un gran número de cristianos. "El trabajo adquiere así –comenta Juan Pablo II– un papel central en la economía de la santificación y del apostolado cristiano. La particular conexión entre la gracia divina y el dinamismo natural del obrar humano confirma la primacía de la vida sobrenatural de unión con Cristo, a la vez que la traduce en un incisivo esfuerzo de animación del mundo por parte de todos los fieles" 278.

En el espíritu del fundador del Opus Dei late una comprensión teológica del trabajo, dotada de características propias 279. La Bula de canonización resalta algunas de esas notas al señalar que "en las enseñanzas de Josemaría Escrivá, el trabajo, realizado con la ayuda vivificante de la gracia, se convierte en fuente de inagotable fecundidad, ya que es instrumento para poner la Cruz en la cumbre de todas las actividades humanas, medio para transformar el mundo desde dentro según el Espíritu de Cristo y ocasión de reconciliarlo con Dios" 280. Diversos e importantes puntos de reflexión se contienen en estas afirmaciones, en las que el trabajo santificado del cristiano se contempla como una realidad activamente integrada en el dinamismo perennemente fecundo de la Redención.

En el texto magisterial apenas citado se alude implícitamente a un preciso acontecimiento histórico que tuvo lugar en Madrid, el 7 de agosto de 1931. Dios hizo entender a San Josemaría, mientras celebraba la Santa Misa ese día, fiesta entonces de la Transfiguración del Señor, que el trabajo de los hijos de Dios ha de ser instrumento para levantar la Cruz de Cristo sobre la cumbre de todas las actividades humanas, contribuyendo así, desde dentro de las realidades temporales, a la exaltación de Cristo y a la atracción de todas las cosas hacia Él, como está escrito en el capítulo 12 del Evangelio de San Juan. Vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias –recordará después San Josemaría–, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32) (...). Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas 281.

Teología del trabajo y teología de la Cruz se compenetran e iluminan mutuamente en esta grandiosa contemplación de la incesante actualidad de la acción redentora de Cristo, a la que Él ha querido asociar, mediante el Don del Espíritu, a los cristianos, llamados a transformar la tierra con la fuerza de la fe y del amor. "Este mensaje –comentará Juan Pablo II en una ocasión–, tiene numerosas implicaciones fecundas para la misión evangelizadora de la Iglesia. Fomenta la cristianización del mundo "desde dentro", mostrando que no puede haber conflicto entre la ley divina y las exigencias del genuino progreso humano. Este sacerdote santo enseñó que Cristo debe ser la cumbre de toda actividad humana (cfr. Jn 12, 32)" 282.

En todo tiempo y circunstancia, pero concretamente en los momentos por los que ahora atraviesa la historia de la humanidad, cuando parece haberse impuesto en muchas conciencias el prejuicio de una irremediable disyunción entre fe cristiana y cultura contemporánea, los discípulos de Cristo, como ciudadanos inmersos en la realidad social y cultural, estamos particularmente obligados a hacer que se oiga la voz del Evangelio. San Josemaría nos recuerda que ser cristiano tiene nombre –sustancia– de misión. (...). Ser cristiano no es algo accidental, es una divina realidad que se inserta en las entrañas de nuestra vida, dándonos una visión limpia y una voluntad decidida para actuar como quiere Dios 283.

Si es grande nuestra responsabilidad como discípulos de Cristo, no es menor la fuerza de libertad de los hijos de Dios para defender la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 11) en esta etapa de la historia, tan necesitada de vida y de alma cristiana. Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra 284.

En el Decreto emanado en 1990 por la Congregación para las Causas de los Santos acerca de las virtudes heroicas de Josemaría Escrivá de Balaguer, hallamos una síntesis de cuanto acabamos de decir, cuando señala: "Regnare Christum volumus! ¡Queremos que Cristo reine! Ese es el programa de Mons. Escrivá: "Poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas": desde todos los ambientes y profesiones, su servicio eclesial ha provocado un movimiento ascensional de elevación hacia Dios de los hombres inmersos en las realidades temporales" 285.

UNA TEOLOGIA DE LA UNIDAD DE VIDA DEL CRISTIANO
Tomando ocasión de las palabras que acabo de citar, podemos dar ahora un nuevo paso para captar más a fondo la profundidad teológica de la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer.

Desde que en octubre de 1928 recibió la semilla del Opus Dei, comienza a multiplicarse su actividad pastoral entre personas de todas las condiciones. A pesar de las dificultades de los comienzos, pronto se verá rodeado de un grupo de sacerdotes y de laicos, hombres y mujeres, estudiantes y profesionales, sanos y enfermos, para quienes el ejemplo de su amor a Dios y el nervio sobrenatural de su enseñanza serán el camino, que les conducirá a descubrir el ideal de la santidad cristiana y de la misión apostólica en el cumplimiento de los propios deberes profesionales, familiares y sociales: el ideal de vivir para la gloria de Dios sin salir del propio lugar, llevando con alma sacerdotal 286 el peso suave y ligero de la Cruz 287 para corredimir con Cristo.

Al promover entre fieles cristianos de todas las condiciones este ideal, San Josemaría ha contribuido a forjar, en la Iglesia contemporánea, una dilatada experiencia de vida contemplativa en medio de las actividades ordinarias y una extensa conciencia de la responsabilidad apostólica personal. Cristo nos espera –insiste en una de sus homilías–. Vivamos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra (...). Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención. Seamos almas contemplativas, con diálogo constante, tratando al Señor a todas horas; desde el primer pensamiento del día al último de la noche, poniendo de continuo nuestro corazón en Jesucristo Señor Nuestro, llegando a Él por Nuestra Madre Santa María y, por Él, al Padre y al Espíritu Santo 288.

Para ahondar en el amplio fenómeno pastoral suscitado por Dios en la Iglesia, a través de San Josemaría, hemos de acudir a la noción de unidad de vida, frecuente en su enseñanza 289. El Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de las virtudes incluía una certera referencia a esa noción y a los elementos teológicos que la integran: "Entre la variedad de caminos de la santidad cristiana" –se lee en el documento–, "la vía recorrida por el Siervo de Dios manifiesta, con particular transparencia, toda la radicalidad de la vocación bautismal. Gracias a una vivísima percepción del misterio del Verbo Encarnado, comprendió Mons. Escrivá de Balaguer que, en el corazón del hombre renacido en Cristo, el entero tejido de las realidades humanas se compenetra con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación. Ya desde el final de los años veinte, el Siervo de Dios, auténtico pionero de la intrínseca unidad de vida cristiana, llevó la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra y llamó a todos los fieles, a insertarse en el dinamismo apostólico de la Iglesia, cada uno desde el lugar que ocupa en el mundo" 290.

En ese mismo orden de ideas, San Josemaría insiste en que: No hay – no existe – una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste. También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división 291.

A las importantes consecuencias de la unidad de vida de cara a la evangelización del mundo contemporáneo, hacía referencia el discurso que Juan Pablo II dirigió en enero de 2002 a los participantes en un Congreso Internacional celebrado en Roma con motivo del Centenario de Josemaría Escrivá de Balaguer. "Mostrad con vuestro esfuerzo diario –decía el Papa– que el amor de Cristo puede animar todo el arco de la existencia, permitiendo alcanzar el ideal de la unidad de vida que, como reafirmé en la exhortación postsinodal Christifideles laici, es fundamental en el compromiso por la evangelización en la sociedad moderna (cfr. n. 17). La oración, el trabajo y el apostolado, como habéis aprendido del beato Josemaría, se encuentran y se funden si se viven con este espíritu. Él os animó siempre a amar apasionadamente el mundo. Y añadió una importante precisión: "Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos" (Camino, 939). Así lograréis evitar el peligro del condicionamiento de una mentalidad mundana, que concibe el compromiso espiritual como algo que pertenece exclusivamente a la esfera privada y que, por tanto, carece de relevancia para el comportamiento público" 292.

No salimos nunca de lo mismo –anotó el fundador del Opus Dei–: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte 293. Sobre el trasfondo de la íntima compenetración de naturaleza y gracia en el corazón del hombre redimido, la inteligencia cristiana tiene en esa noción una fuente de luz. En esta armonía sobrenatural y humana en la doctrina de San Josemaría, la radicalidad de la vocación bautismal a la santidad y al apostolado se funde con un íntegro sentido de la secularidad. El pensamiento creyente tiene en esa noción un desafío: el de ahondar en sus dimensiones teológicas para saber poner en juego, de cara a la evangelización del mundo contemporáneo, sus consecuencias apostólicas.

IV. PROYECCION DEL MENSAJE DE SAN JOSEMARIA EN EL PRESENTE Y EN EL FUTURO

Entramos ahora en el último apartado de esta ponencia.

Una sugerencia expresa de los organizadores de este Simposio ha sido la de procurar incluir en la exposición un apartado en el que se reflexionase sobre la proyección de esta figura sacerdotal en el futuro de la Iglesia y de la sociedad.

Las mismas fuentes documentales que he venido citando –es decir, los diversos documentos pontificios sobre la persona y la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer– facilitan referirse a esa influencia, ya que, originariamente, son en su mayor parte textos dirigidos a exhortar a seguir su ejemplo y a continuar su misión. Contienen, en consecuencia, frecuentes alusiones a la imitación de ese ejemplo y de esa misión en el momento actual y en el futuro de la Iglesia y la sociedad.

ACTUALIDAD Y PERMANENCIA DEL MENSAJE
La certidumbre sobrenatural y la fortaleza que Dios concede a sus elegidos, instándoles a acometer las tareas que les encomienda, constituyen para ellos –aun en el claroscuro de la fe– un firme fundamento de su entrega a esa misión recibida. Esta sencilla idea, fácilmente comprobable en las biografías de los santos, me viene a la cabeza al recordar la seguridad con la que san Josemaría, confiado enteramente en Dios, habla en sus Apuntes íntimos de la proyección del Opus Dei en el tiempo: Como es todo cosa de Dios y Él quiere que salga adelante hasta el fin, sobran los apresuramientos. La Obra comenzó el 2 de octubre de 1928, día de los Santos Ángeles Custodios, y tiene eternidad. ¡Mientras haya hombres viadores, habrá Obra! 294.

De hecho, con la mirada de hoy, aquellas íntimas y sobrenaturales convicciones del fundador, radicadas en la fe, en la esperanza y en su inmenso amor a Jesucristo, se han ido realizando por la misericordia de Dios en tantos rincones de la tierra. En la homilía de la Misa de beatificación, Juan Pablo II comentaba que "la actualidad y trascendencia de su mensaje espiritual, profundamente enraizado en el Evangelio, son evidentes, como lo muestra también la fecundidad con la que Dios ha bendecido la vida y obra de Josemaría Escrivá. Su tierra natal, España, se honra con este hijo suyo, sacerdote ejemplar, que supo abrir nuevos horizontes apostólicos a la acción misionera y evangelizadora" 295.

¿Qué elementos propios permiten dar razón de la actualidad y trascendencia del mensaje y, en consecuencia, de esos nuevos horizontes de evangelización que el Papa menciona? La respuesta sólo puede fundarse en la doctrina de la llamada a la santidad en la vida ordinaria, a través del trabajo santificado y santificador, realizado para gloria de Dios y al servicio de todos los hombres, que a tantas almas atrae. En 1966 un periodista del New York Times preguntaba a Josemaría Escrivá de Balaguer: "¿Cómo ve usted el futuro del Opus Dei en los años por venir?" En su contestación, después de señalar que nuestra tarea es colaborar con todos los demás cristianos en la gran misión de ser testimonio del Evangelio de Cristo", afirmaba: La labor que nos espera es ingente. Es un mar sin orillas, porque mientras haya hombres en la tierra, por mucho que cambien las formas técnicas de la producción, tendrán un trabajo que pueden ofrecer a Dios, que pueden santificar. Con la gracia de Dios, la Obra quiere enseñarles a hacer de ese trabajo un servicio a todos los hombres de cualquier condición, raza, religión. Al servir así a los hombres, servirán a Dios 296.

La secuencia de ideas que muestra este pasaje aparece muy clara: mientras haya hombres sobre la tierra habrá también trabajo que realizar y obligaciones ineludibles (profesionales, familiares y sociales) que cumplir; toda esta trama, con la gracia de Cristo, se ha de convertir –el Maestro nos lo ha demostrado con su venida a la tierra– en ámbito de encuentro con Dios, en camino de santidad y de apostolado, en camino de libertad, de donación y de felicidad. Ha quedado perfectamente precisado en uno de los documentos magisteriales que comentamos: "Este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se muestra providencialmente actual en la situación espiritual de nuestra época, tan solícita en la exaltación de los valores humanos, pero tan proclive también a ceder a una visión inmanentista que entiende el mundo como separado de Dios. Además, al invitar al cristiano a la búsqueda de la unión con Dios a través del trabajo –tarea y dignidad perenne del hombre en la tierra– la actualidad de este mensaje está destinada a perdurar, por encima de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual" 297.

También en diversos pasajes de otros documentos magisteriales encontramos referencias explícitas a diversos aspectos de la actualidad y perennidad del mensaje de San Josemaría. Citaré a continuación cuatro ejemplos significativos.

El primero alude a la contribución de San Josemaría al fortalecimiento de la armonía entre fe y cultura. Es un texto del Discurso que Juan Pablo II dirigió a los asistentes a la canonización, en la audiencia concedida al día siguiente, después de la primera Misa de acción de gracias. Estas fueron las palabras del Papa: "El mensaje de San Josemaría impulsa al cristiano a actuar en los lugares donde se está forjando el futuro de la sociedad. De la presencia activa del laico en todas las profesiones y en las fronteras más avanzadas del desarrollo sólo puede derivar forzosamente una contribución positiva para el fortalecimiento de esa armonía entre fe y cultura, que es una de las mayores necesidades de nuestro tiempo" 298.

El segundo texto trata del empeño de San Josemaría por enseñar a difundir la llamada universal a la santidad, ante todo con el ejemplo de la propia vida coherentemente cristiana. En este caso, son palabras del Papa pronunciadas en la Homilía durante la ceremonia de canonización: "Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis "sal de la tierra" (Mt 5, 13) y brillará "vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16)" 299.

El tema del tercer texto se detiene en el influjo de San Josemaría en la recuperación del sentido cristiano de los bienes creados. "En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios –afirmaba el Papa el 17 de mayo de 1992, durante la ceremonia de beatificación–, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo. "Todas las cosas de la tierra –enseñaba–, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios" (Carta 19-III-1954)" 300.

Por último, el Romano Pontífice resalta la trascendencia de las enseñanzas de San Josemaría para la edificación cristiana del mundo. Las consideraciones que cito a continuación pertenecen a la Homilía de la Misa de canonización: «"La vida habitual de un cristiano que tiene fe" –solía afirmar Josemaría Escrivá de Balaguer–, "cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente" (Meditación, 3-III-1954). Esta visión sobrenatural de la existencia abre un horizonte extraordinariamente rico de perspectivas salvíficas, porque, también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar en su plan de salvación. Por tanto, se comprende más fácilmente, lo que afirma el Concilio Vaticano II, esto es, que "el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo [...], sino que les obliga más a llevarlo a cabo como un deber" (Gaudium et spes, 34301.

En las breves referencias transcritas sobre estos cuatro puntos, elegidas a modo de ejemplo para ilustrar la incidencia del espíritu de San Josemaría en la evangelización presente y futura, laten grandes perspectivas para la misión de la Iglesia, que ha de salir permanentemente al encuentro de los hombres. La Iglesia posee "la mente de Cristo" (1Co 2, 16), como dice San Pablo. Se sabe portadora del sentido verdadero del hombre. Por la acción del Espíritu Santo, dispone de un patrimonio de sabiduría teológica y antropológica, vital para la felicidad de la persona, y le incumbe la obligación de proclamarlo en bien de toda la Humanidad. Esta proclamación se vuelve verdaderamente eficaz si el sentido cristiano de la existencia –basta mirar al Dios encarnado para entenderlo– se hace visible y atrayente en la vida real, a través del ejemplo y de las obras de los discípulos del Señor. Desde que el Verbo divino se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos 302, el caminar de la historia reclama la luz y la sal del cristianismo como doctrina y como savia fecunda. Necesita, con otras palabras, que en el auténtico desarrollo del mundo comparezca el activo fermento de la identidad cristiana, encarnada en el existir cotidiano de todos los fieles, y de modo singular de los fieles laicos, puesto que a ellos les incumbe muy directamente esta misión específica. Tenemos una gran tarea por delante –puntualizaba San Josemaría–.No cabe la actitud de permanecer pasivos, porque el Señor nos declaró expresamente: negociad, mientras vengo (Lc 19, 13). Mientras esperamos el retorno del Señor, que volverá a tomar posesión plena de su Reino, no podemos estar cruzados de brazos. La extensión del Reino de Dios no es sólo tarea oficial de los miembros de la Iglesia que representan a Cristo, porque han recibido de El los poderes sagrados. Vos autem estis corpus Christi (1Co 12, 27), vosotros también sois cuerpo de Cristo, nos señala el Apóstol, con el mandato concreto de negociar hasta el fin 303.

Para concluir las presentes reflexiones volveré sobre una idea que he dejado apuntada antes. Decía, en breves palabras, que la principal contribución de San Josemaría a la Iglesia universal ha sido su correspondencia a la gracia de Dios para fundar el Opus Dei, que recibió en su alma como semilla divina; y su constante empeño para dejarlo firmemente enraizado. No alcanzó a ver en su vida terrena el punto final del itinerario jurídico de la Obra, en el ordenamiento canónico de la Iglesia. El Señor quiso de su entrega ese postrer sacrificio. Pero condujo al Opus Dei hasta las puertas del último tramo, y, conforme había dispuesto la Providencia divina, legó en manos de otros –especialmente en las de su primer sucesor, el Siervo de Dios Álvaro del Portillo– la tarea y la alegría de culminar, con la bendición de la Iglesia, el desarrollo de aquel largo camino. Mediante la Constitución apostólica Ut sit, del 28 de noviembre de 1982, quedó erigida la Prelatura personal del Opus Dei, a la que está intrínsicamente unida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Es lógico que, al meditar sobre la actualidad y la proyección de la figura de San Josemaría en la Iglesia y en la sociedad, la atención se dirija también a considerar esa actualidad y esa proyección en el servicio de la Prelatura a las Iglesias locales para la santidad de los fieles y la construcción de una sociedad digna del hombre.

En fecha relativamente reciente, decía Juan Pablo II a un grupo de fieles del Opus Dei: "Estáis aquí en representación de los diversos componentes con los que la Prelatura está orgánicamente estructurada, es decir, de los sacerdotes y los fieles laicos, hombres y mujeres, encabezados por su prelado. Esta naturaleza jerárquica del Opus Dei, establecida en la Constitución apostólica con la que erigí la Prelatura (cfr. Ut sit, 28-XI-1982), nos puede servir de punto de partida para consideraciones pastorales ricas en aplicaciones prácticas. Deseo subrayar, ante todo, que la pertenencia de los fieles laicos tanto a su Iglesia particular como a la Prelatura, a la que están incorporados, hace que la misión peculiar de la Prelatura confluya en el compromiso evangelizador de toda Iglesia particular, tal como previó el Concilio Vaticano II al plantear la figura de las prelaturas personales" 304.

Ésa es, en efecto –como bien conocen y aprecian los Obispos de las diócesis en las que está asentada la labor apostólica de los fieles del Opus Dei–, la consecuencia más inmediata, y desde luego la más importante, del servicio de la Prelatura a las Iglesias particulares. Así lo deseó San Josemaría desde los comienzos, que fomentó siempre en los hombres y mujeres de la Obra un gran amor a la Esposa de Cristo, enseñándoles con su ejemplo a estar dispuestos a cualquier sacrificio y a trabajar silenciosamente por la Iglesia, sin buscar ningún reconocimiento humano. En Camino, por ejemplo, dejó escrito: Ese grito –"serviam!"– es voluntad de "servir" fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios 305. Ahí se centra su enseñanza, y también, gracias a Dios, marca la impronta cotidiana e imborrable en las actividades de formación y en los apostolados de la Prelatura en todo el mundo, esencialmente caracterizados por la orgánica cooperación del sacerdocio común y del sacerdocio ministerial.

Dicha cooperación orgánica, es precisamente el punto destacado por Juan Pablo II en otro momento del Discurso que acabo de citar. "La convergencia orgánica de sacerdotes y laicos –señala el Papa– es uno de los campos privilegiados en los que surgirá y se consolidará una pastoral centrada en el "dinamismo nuevo" (cfr. Novo Millennio Ineunte, 15) al que todos nos sentimos impulsados después del gran jubileo" 306.

Ante el inmenso y fascinante panorama de la "nueva evangelización", resulta necesario y urgente poner en juego las rectas potencialidades apostólicas de los fieles sin excluir ninguna, promoviendo en todos, sacerdotes y laicos, así como en las personas de vida consagrada, el profundo sentido de la comunión eclesial. Señalaba a este respecto, Juan Pablo II que "San Josemaría Escrivá dedicó su vida al servicio de la Iglesia" 307, y proseguía: "Queridos hermanos y hermanas, al imitarle con una apertura de espíritu y de corazón, dispuestos a servir a las Iglesias locales, estáis contribuyendo a dar fuerza a la "espiritualidad de comunión", que la carta apostólica Novo Millennio Ineunte indica como uno de los objetivos más importantes para nuestro tiempo (cf. n. 42-45)" 308.

En una Iglesia llamada a ser alma del mundo contemporáneo, con un "dinamismo nuevo" de santidad y de vibrante anuncio del Evangelio, la figura y la enseñanza de San Josemaría nos recuerdan que el poder de Dios no ha disminuido 309, que el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra 310.

Para terminar, considero conveniente recordar, con palabras de S.E. Mons. Álvaro del Portillo, que "el Opus Dei nunca ha pretendido presentarse como lo último o lo más perfecto en la historia de la espiritualidad. Cuando se vive de fe, se entiende que la plenitud de los tiempos está ya dada en Cristo y que son actuales todas las espiritualidades que se mantienen en la fidelidad al Magisterio de la Iglesia y al respectivo don fundacional. A veces, una visión historicista de la vida de la Iglesia puede sentirse inclinada a despreciar lo antiguo y ponderar lo nuevo, o al revés, sin más razón que la pura cronología. El Opus Dei ama y venera todas las instituciones –antiguas y nuevas– que trabajan por Cristo en filial adhesión al Magisterio de la Iglesia" 311.

Notas

1 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 7-VI-1975 (AGP, P01 1975, p. 847).
2 Sal 26, 8.
3 Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, 41ª ed. española, Rialp, Madrid 1984, 382.
4 San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Polycarpum, VI (PG 5, 724).
5 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 26-X-1972 /AGP, P04 1972, II, p. 765).
6 Sal 119, 100.
7 San Josemaría Escrivá, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, 107.
8 Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2.
9 Cfr. Ef 5, 12.
10 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.
11 Juan Pablo II, Homilía, Filadelfia, 4-X-1979, 4: "Insegnamenti" II (1979) 604.
12 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 3-VI-1974 (AGP, P04 1974, I, p. 201).
13 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 17-VI-1974 (AGP, P04 1974, I, p. 619).
14 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 15-III-1969 (AGP, P02 1969, p. 318).
15 Is 43, 1.
16 Cfr. Pablo VI, Enc. Sacerdotalis cælibatus, 24-VI-1967, 32.
17 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 22.
18 Ibid.
19 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 26-X-1972 (AGP, P04 1972, II, p. 767).
20 Ibid.
21 Juan Pablo II, Discurso, Tokio, 23-II-1981: "Insegnamenti" IV (1981) 492.
22 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 12.
23 Cit. por Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, 5ª ed., Palabra, Madrid 1979, 111-112.
24 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 12.
25 San Josemaría Escrivá, Carta 2-II-1945, 4.
26 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 8.
27 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 12.
28 Jn 17, 19.
29 Cfr. San Juan Crisóstomo, In Ioan, 17, 19 (PG 59, 443).
30 Cfr. Hb 7, 26.
31 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 3.
32 Cfr Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 13.
33 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 14-XI-1972 (AGP, P04 1972, II, p. 475).
34 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 16.
35 Cfr. Mt 28, 18; Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 28.
36 Lc 22, 27.
37 San Josemaría Escrivá, Notas tomadas en una conversación, 15-III-1969 (AGP, P02 1969, pp. 319-320).
38 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 16.
39 Cfr. Postulación de la Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Sacerdote, Fundador del Opus Dei. Artículos del Postulador, Roma 1979, 294.
40 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, 8.
41 S. Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, 6ª ed. española, Rialp, Madrid 1980, 99.
42 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 16.
43 SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 23, a. 1.
44 Cfr. Sir cap. 6.
45 SAN LEÓN MAGNO, Homilia 12, 1.
46 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matthæum homiliæ, 60, 3.
47 SAN AGUSTÍN, Confessiones 4, 4, 7.
48 "Castigo corpus meum et in servitutem redigo, ne forte, cum aliis prædicaverim, ipse reprobus efficiar" (1Co 9, 27). "Semper mortificationem Iesu in corpore circumferentes, ut et vita Iesu in corpore nostro manifestetur" (2Co 4, 10).
49 Estos mismos conceptos los desarrollaría extensamente el Cardenal Höffner en una entrevista concedida a la agencia periodística alemana KNA, el 23 de agosto de 1984.
50 CARD. J. HÖFFNER, Il sacerdote nella società permissiva, conferencia en el simposio organizado por el CRIS, Roma, 24-X-1971, en "Documenti CRIS", 3, noviembre de 1971.
51 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta a los nuevos sacerdotes, 10-VII-1971.
52 CARD. JOSEPH HÖFFNER, cit.
53 Cfr St 1, 17.
54 Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las virtudes, 9-IV-1990.
55 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, 108.
56 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 2-II-1945, 21.
57 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973, 114.
58 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una conversación, 10-IV-1969.
59 Juan Pablo II, Alocución a los sacerdotes, 16-II-1984.
60 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una conversación, 17-III-1969.
61 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una conversación, 18-II-1975.
62 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, 27.
63 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una conversación, 31-X-1972.
64 Juan Pablo II, Don y Misterio, p. 101.
65 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, 47.
66 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una conversación, 26-III-1972.
67 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 10-VI-1971, 4.
68 Sb 8, 1.
69 Ef 1, 4.
70 Cfr. 1 Ts 4, 3.
71 Álvaro del Portillo, Homilía de la Santa Misa en acción de gracias y en honor del Beato Josemaría, Roma, 18-V-1992. Cfr. Oración para la Misa en honor del Beato Josemaría Escrivá (Congr. De Cultu Divino et disciplina Sacramentorum, Prot. CD 537/92).
72 Cfr. Hb 13, 8.
73 Amigos de Dios, 75.
74 Cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, EUNSA, Pamplona 1993, p. 77.
75 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 24.
76 Cfr. Ga 2, 20.
77 Cfr. Es Cristo que pasa, 104.
78 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 114.
79 Ibid., 115.
80 Cfr. Ibid., 114.
81 Cfr. Ap 21, 5.
82 Catecismo de la Iglesia Católica, 1818.
83 Sal 26 (27), 8.
84 Rm 8, 28.
85 Amigos de Dios, 210.
86 1Jn 3, 1.
87 Conversaciones..., 114.
88 Camino, 335.
89 Ibid., 359.
90 Conversaciones..., 87.
91 Cfr. Ibid., 89.
92 Álvaro del Portillo, op. cit.
93 Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, edic. cit., p. 90.
94 Ibid., p. 91.
95 Surco, 428.
96 Cfr. Ga 4, 31.
97 Amigos de Dios, 30.
98 FABRO, C., "El primado existencial de la libertad", en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, EUNSA, 2ª edic., Pamplona 1985, p. 350.
99 Es Cristo que pasa, 184.
100 Ibid., 28.
101 Surco, 397.
102 Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, edic. cit., pp. 106-107.
103 Conversaciones..., 67.
104 Conversaciones..., 117.
105 Congregatio de Causis Sanctorum, Romana et Matriten., Decretum super virtutibus heroicis in causa canonizationis Servi Dei Iosephmariæ Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990; AAS 82 (1990) 1450-1455.
106 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31.
107 Concilio Vaticano II, Cons. past. Gaudium et spes, 43.
108 Cfr. Pablo VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 20; AAS 68 (1976) 19.
109 Juan Pablo II, Homilía en la ceremonia de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y Josefina Bakhita, Roma, 17-V-1992.
110 Es Cristo que pasa, n.47-48.
111 Cfr. 1P 2, 9.
112 Camino, 204.
113 Forja, 28; cfr. Es Cristo que pasa, 43.
114 Es Cristo que pasa, 166.
115 Juan Pablo II, Carta apost. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, 3.
116 San Josemaría Escrivá, Forja, 13.
117 Para los aspectos biográficos, cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, especialmente pp. 251-324. Vid. también J.L. Illanes, Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha, en AA.VV., "Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei", Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 1985, especialmente pp. 96-101.
118 Juan Pablo II, Carta apost. Novo Millennio Ineunte, 16.
119 Ibid.
120 Ibid., 31
121 Ibid. Sobre la santidad como participación de la persona creada en la santidad increada de Dios y como perfección de la persona, cfr. L. Scheffczyk, La santidad de Dios, fin y forma de la vida cristiana, en "Scripta Theologica" 11 (1979), pp. 1021-1036.
122 Cfr. A. del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, p. 69-73.
123 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 47.
124 Ibid., Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, 113.
125 Ibid.
126 Ibid.
127 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 2.
128 San Josemaría Escrivá, Camino, 939.
129 Ibid., Es Cristo que pasa, 112.
130 Ibid., Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, 114.
131 Ibid., Es Cristo que pasa, 112.
132 Catecismo de la Iglesia Católica, 300.
133 Hch 17, 28.
134 1Co 3, 21.
135 San Josemaría Escrivá, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, 114.
136 Rm 1, 19-20.
137 San Atanasio, Expositiones in Psalmos, XVIII (PG, 27, 124).
138 San Juan Crisóstomo Ad populum antiochenum hom. IX (PG 49, 105).
139 San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 62.
140 Sobre la enseñanza de San Josemaría acerca de la libertad, cfr. El primado existencial de la libertad, en AA.VV., "Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei", cit., pp. 341-356. Vid. también A. Llano, La libertad radical. Homenaje al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en "Discursos en la Universidad", Pamplona 2001, pp. 95-104.
141 Cfr. Rm 8, 28.
142 J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona 1985, p. 406.
143 "En el hombre creado a imagen de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad del mundo", Juan Pablo II, Audiencia general, 20-II-1980, 5, en "Enseñanzas al Pueblo de Dios", 5 (1980), p. 142-142.
144 San Josemaría Escrivá, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, 115.
145 Juan Pablo II, Litt. enc. Centesimus Annus, 1-V-1991, 37.
146 Cfr. Gn 2, 15.
147 Ver, por ejemplo, Conversaciones, 70, Es Cristo que pasa, 46 y Amigos de Dios, 9.
148 San Josemaría Escrivá, Forja, 703.
149 Ibid., Es Cristo que pasa, n. 48.
150 Ibid.
151 Gn 2, 15.
152 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 65.
153 Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem Exercens, 14-IX-1981, 6
154 Ibid., 9.
155 Cfr. 2Co 2, 15.
156 San Josemaría Escrivá, Carta 11-III-1940, 15.
157 Ibid., Amigos de Dios, 264.
158 Entre los autores que ya han tratado sobre la profunda y original enseñanza de San Josemaría acerca del trabajo, cfr. J.L. Illanes, La santificación del trabajo, Ed. Palabra, 10ª ed., Madrid 2002. Vid. también, J.M. Aubert, La santificación del trabajo, en AA.VV., "Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei", cit., pp. 215-224.
159 In secundum librum Sententiarum, dist. 1, p. 2, a. 2, q. 1; citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, 293.
160 Cfr. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 85.
161 San Ireneo, Adversus hæreses, 4, 20, 1.
162 Col 1, 16-17.19-20.
163 1Co 15, 45.
164 La filiación divina es otro de los grandes temas centrales en la enseñanza de San Josemaría, en el que no es posible detenerse aquí. Cfr. F. Ocáriz, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 2001, pp. 175-221.
165 Sal 18 (19) 2.
166 Mt 6, 26.
167 Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem Exercens, 25.
168 Ibid.
169 Ibid.
170 San Josemaría Escrivá, Surco, 498. San Josemaría contemplaba especialmente esta santificación de las actividades más corrientes en la vida de Jesús, María y José en Nazaret: cfr. A. Aranda, El bullir de la sangre de Cristo, Rialp, Madrid 2000, pp. 153-201.
171 Cfr. Gn 3, 8.
172 Cfr. Rm 7, 14-23.
173 Jn 3, 16.
174 Deus erat in Christo mundum reconcilians sibi (2Co 5, 19).
175 San Josemaría Escrivá, Surco, 290.
176 Rm 8, 32.
177 Cfr. Lc 24, 8 y sus paralelos.
178 San Josemaría Escrivá, Camino, 178.
179 Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 39.
180 Juan Pablo II, Homilía en la ceremonia de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992.
181 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
182 San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 28-III-1966.
183 San Josemaría, Carta 2-II-1945, 4.
184 Sal 119, 100.
185 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 40.
186 San Josemaría, Camino, 285.
187 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
188 Juan Pablo II, Don y misterio.
189 Ibid.
190 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
191 Juan Pablo II, Don y misterio.
192 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
193 San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-V-1974.
194 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
195 Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, 6ª ed., Rialp 1991, p. 23.
196 Ibid., p. 27.
197 San Josemaría, Carta 24-III-1930, 20.
198 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 25-XII-1972.
199 Ibid.
200 Ibid.
201 San Josemaría, Amigos de Dios, 190.
202 Juan Pablo II, Don y misterio, 5.
203 Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, 6ª ed., Rialp 1991, pp. 188.
204 Ibid., pp. 188-189.
205 Álvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, 6ª ed., Rialp 1991, pp. 84-85.
206 San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-IV-1969.
207 San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión con sacerdotes, 3-XI-1972.
208 JUAN PABLO II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Plaza&Janés, Madrid 2004, p. 109.
209 Las homilías, discursos y documentos a los que me referiré son los siguientes (citados en orden cronológico):
JUAN PABLO II, Constitución Apostólica "Ut sit", por la que se erige el Opus Dei en Prelatura personal, 28-XI-1982, en: AAS LXXV (1983) 423-425.
CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990, en: AAS LXXXII (1990) 1450-1455.
JUAN PABLO II, Breve apostólico de beatificación del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, 17-V-1992, en: AAS LXXXIV (1992) 1058-1060.
Homilía en la Misa de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y de Josefina Bakhita, 17-V-1992, en: AAS LXXXV (1993) 241-246.
Discurso a los asistentes a la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, 18-V-1992, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XV/1 (1992) 1479-1483.
Discurso a los participantes en el Simposio teológico sobre las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 14-X-1993, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XVI/2 (1993) 1013-1016.
Discurso a los participantes en las Jornadas de reflexión sobre la Novo Millennio Ineunte", 17-III-2001, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XXIV/1 (2001) 537-539.
Discurso a los participantes en el Congreso La grandeza de la vida corriente", en el Centenario del nacimiento del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 12-I-2002, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, XXV/1 (2002) 42-44.
Bula de canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002.
Homilía en la Misa de canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, 6-X-2002.
Discurso a los asistentes a la canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, 7-X-2002.
210 Además de la biografía amplia y documentada de A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, 3 vols., Rialp, Madrid 1997-2003, son numerosas las semblanzas y biografías que han visto la luz en distintas lenguas durante el periodo 1975-2005. Por ejemplo: S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1976; F. GONDRAND, Au pas de Dieu. Josemaría Escrivá de Balaguer, fondateur de l'Opus Dei, France-Empire, Paris 1982; P. BERGLAR, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá , Otto Müller Verlag, Salzburgo 1983; D. HELMING – M. MUGGERIDGE, Footprints in the snow: a pictorial biography of Josemaría Escrivá, the founder of Opus Dei, Scepter / Sinag-Tala, New York – London – Manila 1986; H. DE AZEVEDO, Uma luz no mundo: vida do Servo de Deus Monsenhor Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador do Opus Dei, Prumo – Rei dos livros, Lisboa 1988; A. SASTRE, Tiempo de caminar: semblanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1989; J.M. CEJAS, Vida del beato Josemaría, Rialp, Madrid 1992; P. URBANO, El hombre de Villa Tevere: los años romanos de Josemaría Escrivá, Plaza & Janés, Barcelona 1995. M. DOLZ, San Josemaría Escrivá: un profilo biografico, Ares, Milano 2002. Sobre el contenido de algunos de estos libros puede verse: J. ORLANDIS, Biografías del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Reseña de las publicadas entre los años 1976 y 1995, en: "Cuadernos del Centro de Documentación y Estudios Josemaría Escrivá de Balaguer" 1 (1997) 675-684. Para una visión de la bibliografía sobre el fundador del Opus Dei en los años finales del pasado siglo, cfr. J.L. HERVÁS, La beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes bibliográficos, en: "Scripta Theologica" 27 (1995) 189-218; F. REQUENA, Cinco años de bibliografía sobre el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1995-2000), en: "Scripta Theologica" 34 (2002) 195-224; y R. HERRANDO PRAT DE LA RIBA: Los años de seminario de Josemaría Escrivá de Balaguer en Zaragoza (1920-1925). El seminario de S. Francisco de Paula, Rialp, Madrid 2002.
211 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 65.
212 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, 6-VI-1938, a Juan Jiménez Vargas.
213 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, 9-IV-1990, cit., p. 1453.
214 JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.
215 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 143.
216 JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, 3.
217 JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, 4.
218 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apuntes tomados de una meditación, 28-IV-1963: AGP, PO1 12-63, pp. 12-13.
219 Á. DEL PORTILLO, Reflexiones conclusivas del Simposio sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (Roma, 12-14 octubre 1993), en: M. BELDA (dir.), Santidad y mundo, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 286-287.
220 Sobre la filiación divina en la vida y enseñanzas de San Josemaría, cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 2001, pp. 175-221.
221 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1453.
222 Ibidem.
223 Ibidem.
224 JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
225 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1453.
226 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 835.
227 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 87.
228 Ibidem, 154.
229 Misal Romano, Plegaria Eucarística.
230 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1450.
231 Se trata de la homilía pronunciada el 8-X-1967, ante varios miles de personas, en el campus de la Universidad de Navarra; posteriormente fue recogida en el libro Conversaciones con Mons. Escribá de Balaguer, n. 113-123. Para un análisis teológico, cfr. P. RODRÍGUEZ, Santità nella vita quotidiana: "Amare il mondo appassionatamente", en: "Studi Cattolici" 381 (1992) 717-729; A. ARANDA, "El bullir de la sangre de Cristo". Estudio sobre el cristocentrismo del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 2001.
232 JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, 3.
233 Cfr. JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, cit., p. 539.
234 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 4. La expresión "amor redentor", que usa el Papa, hace referencia al n. 604 del Catecismo de la Iglesia Católica.
235 Cfr. JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.
236 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 3.
237 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 80.
238 Ibidem, n. 167.
239 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 3.
240 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1452.
241 1 Jn 3, 18.
242 Ibidem.
243 JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
244 JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, 5.
245 JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.
246 Ibidem.
247 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 2.
248 JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.
249 Ibidem.
250 JUAN PABLO II, Discurso, 14-X-1993, cit., 3.
251 JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
252 JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982, cit., p. 423. Sobre la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cfr. L.F. MATEO-SECO, En las Bodas de Oro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en "Romana" 16 (1993) 119-135.
253 JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, 1.
254 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 21; cfr. n. 115.
255 Ibidem, 132.
256 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 4; cfr. n. 12.
257 CONC. VATICANO II, Const. dogm. Dei verbum, 8.
258 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La interpretación de los dogmas, BAC, Madrid 1988, p. 447.
259 JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, 3.
260 JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, 4.
261 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 122.
262 "Con grandísima esperanza, la Iglesia dirige sus cuidados maternales y su atención al Opus Dei, que por inspiración divina el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer fundó en Madrid el 2 de octubre de 1928, con el fin de que siempre sea un instrumento apto y eficaz de la misión salvífica que la Iglesia lleva a cabo para la vida del mundo" (JUAN PABLO II, Const. ap. Ut sit, 28-XI-1982, cit., p. 423).
263 JUAN PABLO II, Discurso, 14-IX-1993, 3.
264 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 148.
265 JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
266 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 2.
267 San Josemaría enseñó con particular hondura el carácter vocacional del matrimonio y la santificación de los deberes familiares. Cfr., por ejemplo, F. GIL HELLÍN, La vida familiar, camino de santidad, en "Romana" 20 (1995) 224-236.
268 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 2.
269 Ibidem.
270 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 120.
271 Ibidem, n. 47.
272 Ibidem.
273 Cfr. JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
274 Ibidem.
275 Cfr., por ejemplo, Es Cristo que pasa, 21; Amigos de Dios, 314.
276 CONC. VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
277 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 122.
278 JUAN PABLO II, Breve de beatificación, 17-V-1992.
279 Sobre este aspecto central de la enseñanza de San Josemaría, cfr., por ejemplo, J.L. ILLANES, La santificación del trabajo. El trabajo en la historia de la espiritualidad, Palabra, 10ª ed., Madrid 2001.
280 JUAN PABLO II, Bula de canonización, 6-X-2002.
281 Cfr., por ejemplo, A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei: vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 379-384. Un análisis teológico del texto citado de San Josemaría se puede ver en el trabajo de P. RODRÍGUEZ, Omnia traham ad meipsum: el sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, en "Romana" 13 (1991) 331-352.
282 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 4.
283 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 98.
284 Ibidem, 99.
285 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1451.
286 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 369.
287 Cfr. Mt 11, 30.
288 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 126.
289 Sobre este tema en San Josemaría, cfr. I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en F. OCÁRIZ, – I. DE CELAYA, "Vivir como hijos de Dios", Eunsa, 5ª ed., Pamplona 2000, pp. 91-128.
290 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1451.
291 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 165.
292 JUAN PABLO II, Discurso, 12-I-2002, 4.
293 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 10.
294 Apuntes íntimos, 1609; el pasaje tiene fecha de 5-II-1940. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei: vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, vol. II, Rialp, Madrid 2002, p. 484, nt. 212.
295 JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, 3.
296 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, 57.
297 CONGR. PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Decreto sobre las virtudes heroicas, cit., p. 1454.
298 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 4.
299 JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, n. 3.
300 JUAN PABLO II, Homilía, 17-V-1992, 3 .
301 JUAN PABLO II, Homilía, 6-X-2002, 2.
302 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 120.
303 Ibidem, n. 121.
304 JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, n. 1-2.
305 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 519.
306 JUAN PABLO II, Discurso, 17-III-2001, n. 1-2.
307 JUAN PABLO II, Discurso, 7-X-2002, 5.
308 Ibidem.
309 Cfr. Is 59, 1.
310 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 314.
311 A. DEL PORTILLO, El camino del Opus Dei, en IDEM, Rendere amabile la verità, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1995, pp. 256-257.