Tantas personas, tantas formas de rezar
Fuera de las murallas de Jerusalén, poco después del mediodía, tres hombres habían sido crucificados sobre el monte Calvario. Era el primer Viernes Santo de la historia. Dos de ellos eran ladrones; el tercero era el único hombre absolutamente inocente: el Hijo de Dios. Uno de los dos bandidos, en medio de su intenso sufrimiento y de su agotamiento físico, entabla una brevísima conversación con él. Sus palabras llenas de humildad –«acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23, 42)– hacen que el mismo Dios hecho hombre le asegure la entrada en el paraíso. San Josemaría se conmovía muchas veces con la actitud de este buen ladrón que «con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo» 1. Quizá precisamente así se podría definir la oración: una palabra que roba el corazón a Jesús y nos hace vivir, desde ahora, junto a él.
También nosotros deseamos que nuestra oración, como la de este hombre, al que una tradición da el nombre de Dimas, se llene de fruto. Nos ilusiona pensar en el vuelco que el diálogo con Dios puede dar a nuestra vida. Robar el corazón es conquistar, enamorar, entusiasmar. Se roba porque no se merece recibir tanto cariño. Se asalta lo que no es propiedad ni posesión, pero se anhela. La oración se asienta sobre algo tan sencillo –pero tan grande– como aprender a acoger un don así en nuestros corazones, dejándonos acompañar por Jesús, que nunca impone sus regalos, ni su gracia, ni su amor.
Junto a Dimas, también en un madero sobre el Calvario, estaba su compañero de tormento. Contrasta el reproche que este otro dirige a Jesús: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23, 39). Son palabras que caen como un jarro de agua fría. ¿Qué diferencia hay entre esos dos diálogos? Ambos se dirigían a Jesús, pero solo Dimas acogió lo que el maestro tenía preparado para regalarle. Llevó a cabo su último y mejor golpe: aquella petición de quedarse al menos en la memoria de Cristo. Su compañero, por el contario, no abrió su corazón con humildad a quien quería librarle de su pasado y regalarle un futuro. Exigió su derecho a ser escuchado y salvado; se encaró con la aparente ingenuidad de Jesús y le reprochó su pasividad. Quizá siempre había robado así: considerando que recuperaba lo que le pertenecía. Dimas, por su parte, sabía que no merecía nada, y esa actitud logró abrir la caja fuerte del amor de Dios. Supo reconocer a Dios tal como realmente es: un Padre entregado a cada uno de sus hijos.
Estos dos diálogos nos muestran que Dios necesita nuestra libertad para hacernos felices. Y también que no siempre resulta fácil dejarse querer. San Josemaría recordaba que Dios «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» 2. El primer modo de agradecérselo consiste en abrirnos nosotros también a la suya. Incluso habría que decir que, por nuestra parte, no corremos riesgo alguno. Tan solo podría darse cierta apariencia de peligro, porque de hecho llevamos todas las de ganar: la garantía de su promesa son unos clavos que arden de amor por nosotros. Desde este punto de vista, comprendemos lo absurdo que puede llegar a ser resistirnos a la voluntad de Dios, aunque pronto comprobemos que es algo que nos ocurre con frecuencia. Lo que sucede es que «ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios» (1Co 13, 12). Nos lo dice san Pablo: para conocernos no hay mejor camino que mirarnos desde Cristo, contemplar nuestra vida a través de sus ojos.
Dimas así lo comprende, y por eso no le da miedo ver la brecha enorme que se abre entre la bondad de Jesús y sus errores personales. A veces pensamos que conocernos es identificar nuestros errores: eso es verdad, pero no es toda la verdad. Conocer a fondo nuestro corazón significa también conocer nuestros anhelos más íntimos. Esa profundización, clave para poder escuchar a Dios, para dejarnos llenar por su amor, se realiza en el corazón de Dimas. El buen ladrón reconoce en el rostro humillado y desfigurado de Cristo unos ojos que lo miran con ternura, le devuelven la dignidad y, de una extraña manera, le recuerdan que es amado por encima de todas las cosas. Es verdad que este final feliz puede parecer demasiado fácil. Sin embargo, nunca conoceremos el drama de la conversión que experimentó su corazón en aquellos momentos, ni la preparación que seguramente la hizo posible.
Abrirse a tanto cariño significa descubrir que la oración es un don, un cauce privilegiado para acoger el afecto de un corazón que no sabe de medidas ni de cálculos. En la oración se nos regala una vida diferente, más feliz, más llena de sentido. «Rezando le abrimos la jugada a Él, le damos lugar para que Él pueda actuar y pueda entrar y pueda vencer» 3. Es Dios quien nos transforma, es Dios mismo quien nos acompaña, es él quien lo hará todo; solamente necesita que le abramos la jugada, poniendo en movimiento nuestra libertad: la que Jesús nos ha ganado en la cruz.
La oración nos ayuda a comprender que «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido» 4. Lo que le roba el corazón es la puerta abierta de nuestra vida, que se deja hacer, que se deja querer, transformar, que ansía corresponder, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34, 9). Estas pocas palabras resumen el camino que nos lleva a ser almas de oración, «porque si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor» 5. Podemos pensar: ¿Cuándo fue la última vez que le dijimos al Señor lo bueno que es? ¿Con qué frecuencia nos detenemos a considerarlo y gustarlo?
Por esta razón, el asombro es parte esencial de nuestra vida de oración: la admiración ante un prodigio que no cabe en nuestros parámetros. El asombro nos llevará a repetir con frecuencia: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco» 6. Alabar a Dios nos sitúa en la verdad de nuestra relación con Cristo, aligera el peso de nuestras preocupaciones y nos abre panoramas que no podíamos prever. Son las consecuencias de haber corrido el riesgo de entregarnos a la libertad de Dios.
En uno de los encuentros que tuvo en México, san Josemaría contaba que años atrás un hijo suyo, filósofo de profesión, había recibido inesperadamente el encargo de ocuparse de las empresas de su familia: «Cuando me habló de negocios me quedé mirándole, me eché a reír y le dije: ¿Negocios? El dinero que tú ganes me lo pones aquí, en el hueco de mi mano, que me sobra sitio». Pasaron los años, y al volver a encontrarse con él le dijo: «Aquí está mi mano. ¿No te dije que lo que ganaras me lo pusieras aquí? Y él se levantó y, ante la expectación de todos, me besó la palma de la mano. Y dijo: ya está. Le di un abrazo y le contesté: me has pagado de sobra. ¡Anda, ladrón, que Dios te bendiga!» 7.
En la oración bien podemos poner un beso en la mano de Dios; entregarle nuestro cariño, como único tesoro, ya que no tenemos otra cosa. A algunas personas les bastará un gesto como este, dirigido al Señor, para encenderse en una oración de afectos y propósitos. Les parecerá mucho más expresiva una mirada que mil palabras. Querrían tocar todo lo que se refiere a Dios. Disfrutarían sintiendo la brisa de la orilla del mar de Galilea. A través de los sentidos, el Señor les llena el corazón de paz y de alegría. Y ese gozo, naturalmente, necesita ser compartido. La misión apostólica se convierte entonces en abrir los brazos como Cristo para abrazar el mundo entero y salvarlo junto con él.
Pero esa es solo una de las infinitas formas de orar, que son tantas como personas, y tantas como momentos puede atravesar nuestra alma. Otros, por ejemplo, buscan sencillamente escuchar algunas palabras de consuelo. Jesús no escatima palabras de admiración para quien las necesita: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1, 47). Nos las dirá si abrimos nuestro corazón. Nadie ha pronunciado palabras de amor como las suyas. Y nadie las ha dicho con tanta gracia y con tanta verdad. Cuando las escuchamos, el amor que recibimos se cuela en nuestra mirada. Aprendemos así a mirar con Dios. Vislumbramos, de esta manera, lo que cada amigo o amiga sería capaz de hacer si se dejara acompañar por la gracia.
Hay también personas que disfrutan sirviendo a los demás, como Marta, la amiga del Señor que vivía en Betania. Cuando el Evangelio nos cuenta que Jesús estuvo de visita allí, vemos que no indicó a Marta que se sentara, sino que la invitó a descubrir lo único necesario (cfr. Lc 10, 42) en medio de lo que hacía. A personas parecidas a Marta probablemente les conforta pensar, mientras oran, que Dios actúa a través de ellas para llevar a muchas almas al cielo. Les gusta llenar su oración con rostros y nombres de personas concretas. Necesitan percibir que sirven a los demás con todo lo que hacen. De hecho, si María pudo escoger «la mejor parte» es justamente porque Marta servía; a esta última le bastaba saber que quienes la rodeaban estaban a gusto.
Otras personas, por su parte, están más inclinadas hacia los detalles pequeños, hacia los regalos, aunque sean de muy poco valor. Tienen un corazón que no deja de pensar en los demás y que siempre encuentra en la vida algo referido a sus seres queridos. Por eso les ayuda seguramente aprender a descubrir todos los dones que Dios ha sembrado en su vida. «La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa» 8. También pueden ilusionarse con sorprender a Dios con mil detalles minúsculos. El factor sorpresa tiene mucha importancia para ellas. Y, a fin de cuentas, atinar con lo que fascina al Señor no es tan difícil. Aunque para nosotros sea un misterio, podemos estar seguros de que hasta lo más pequeño lo llena de agradecimiento y hace brillar sus ojos. Cada alma que procuramos acercar a su amor –como la de Dimas en sus últimos momentos– le roba de nuevo el corazón.
Sin ánimo de encerrar en esquemas previos todas las posibilidades, que casi siempre se dan mezcladas, hay también almas que necesitan pasar tiempo con quien aman. Puede que les guste, por ejemplo, consolar a Jesús. Todo tiempo gastado con quien aman les parece poco. Para percibir el cariño divino puede servirles pensar en Nicodemo, a quien Jesús recibió con toda la noche por delante, en la intimidad de un hogar muy dado a las confidencias. Precisamente por ese tiempo compartido, Nicodemo será después capaz de dar la cara en los momentos más difíciles, y permanecer cerca de Cristo cuando los demás se escondan, llenos de miedo.
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La conversación entre Jesús y el buen ladrón fue breve pero intensa. Dimas descubrió que había una rendija en ese gran corazón inocente de Cristo: una forma fácil de asaltarlo. La voluntad de Dios, tantas veces oscura y dolorosa, se iluminó y se ilumina con la petición humilde del bandido. Su único deseo es que seamos felices, muy felices, los más felices del mundo. El buen ladrón se coló por esa grieta y se apoderó del mayor tesoro. María, por su parte, fue testigo de cómo Dimas defendía a su hijo. Quizá, con una mirada, pidió a Jesús que le hiciera un mimo. Y Cristo, incapaz de negar nada a su madre, dijo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
Diego Zalbidea
Orar desde la palabra de Dios
Los primeros discípulos de Jesús vivían permanentemente fascinados y sorprendidos por su Maestro: enseñaba con autoridad, los demonios se le sometían, afirmaba que tenía potestad para perdonar los pecados, hacía milagros para que no dudaran… Un hombre tan sorprendente debía de encerrar algún misterio. Uno de aquellos días, al alba, cuando están por comenzar otra agotadora jornada, los discípulos no encuentran a Jesús. Salen de casa preocupados y recorren la pequeña ciudad de Cafarnaúm. Jesús no aparece. Finalmente, en una ladera que mira al lago, lo descubren… ¡orando! (cfr. Mc 1, 35).
El evangelista nos induce a pensar que no entendieron en un primer momento lo que sucedía. En todo caso, enseguida pudieron comprobar que el episodio de Cafarnaúm no era un hecho aislado: la oración formaba parte de la vida del Maestro tanto como la predicación, la atención a las necesidades de la gente o el descanso. Sin embargo, mientras que todas esas actividades les resultaban comprensibles e incluso admirables, aquellos tiempos de silencio les fascinaban, aunque no los entendían del todo. Solo al cabo de un tiempo junto al Maestro se atreverían a pedirle: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11, 1).
Conocemos la respuesta de Jesús a esa petición: la oración del padrenuestro. Alguno podría pensar que los discípulos debieron quedar decepcionados: ¿tan solo esas pocas palabras? ¿Eso es lo que hacía el Maestro durante largas horas? ¿Repetía siempre lo mismo? Podemos incluso imaginar que la respuesta de Jesús les debió de saber a poco; hubieran deseado que Jesús siguiera enseñándoles. En ese sentido, el Evangelio de san Mateo nos puede iluminar algo más, ya que, a diferencia del de san Lucas, sitúa la enseñanza del padrenuestro en el contexto del Sermón de la Montaña: allí Cristo había señalado las condiciones principales de la oración, del trato verdadero con Dios. Y bien, ¿cuáles son esas condiciones?
La primera es la rectitud de intención: se trata de dirigirse a Dios por él mismo, no por otros motivos; desde luego, no hacerlo simplemente para que nos vean, ni para aparentar una bondad de la que carecemos (cfr. Mt 6, 5). Dirigirnos a Dios porque él es un ser personal, un ser que no puede ser instrumentalizado. Nos ha dado todo lo que poseemos, existimos por su amor, nos ha hecho hijos suyos, cuida tiernamente de nosotros y ha entregado su propia vida para salvarnos. Él no merece nuestra atención solo, ni principalmente, porque puede conseguirnos cosas. La merece… ¡porque es él! San Juan Pablo II, cuando era aún obispo de Cracovia, lo recordaba a los jóvenes: «¿Por qué oran todas las personas (cristianos, musulmanes, budistas, paganos)? ¿Por qué oran? ¿Por qué oran incluso los que creen no orar? La respuesta es muy sencilla. Oro porque hay Dios. Sé que hay Dios. Por eso oro» 1.
La segunda es la confianza: nos dirigimos a quien es Padre, Abbá. Dios no es un ser lejano, ni mucho menos un enemigo del hombre, al que habría que tener contento, aplacando su ira o sus exigencias constantemente. Él es el padre que se preocupa por sus hijos, que sabe lo que necesitan, que les da lo que más les conviene (cfr. Mt 6, 8), que «tiene sus delicias con ellos» (cfr. Pr 8, 31).
Se entiende así mejor la tercera de las condiciones de la oración, que es la que introduce la revelación del padrenuestro: no usar demasiadas palabras (cfr. Mt 6, 7). De esa manera podremos experimentar lo que nos recordaba el Papa Francisco: «¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos!» 2. Demasiadas palabras pueden aturdirnos y desviar nuestra atención, de modo que, en lugar de mirar a Dios y de descansar en su amor, acabemos prisioneros de nuestras necesidades urgentes, de nuestras angustias o de nuestros proyectos, sin que la oración nos abra verdaderamente a Dios y a su amor transformador.
Hay un adagio latino, non multa, sed multum 3, que san Josemaría usaba para referirse al modo de estudiar. El adagio recuerda la importancia de no dispersarse en muchas cosas –non multa–, sino de profundizar en lo esencial –sed multum–. Se trata de un consejo que sirve también para entender la enseñanza de Jesús sobre la oración. El padrenuestro, en su brevedad, no es una lección decepcionante, sino auténtica revelación del modo en que resulta posible la conexión verdadera con Dios.
«A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y muda tu condición» 4. Estas palabras de san Juan de la Cruz nos recuerdan que amar significa acompasarse con el otro; adivinar sus gustos y gozar en satisfacerlos; aprender, a veces con cierto sufrimiento, que no basta nuestra buena intención, sino que es necesario aprender a acertar.
Y para amar a Dios, ¿cómo conseguiremos acertar? ¿Cómo sabremos sus gustos? Job pone de manifiesto esta dificultad cuando, tras muchos palos de ciego, acaba por bajar la cabeza, y dice al Señor: «Es cierto, hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan mi comprensión (…). Te conocía solo de oídas» (Jb 42, 3-5). Se trata, pues, de ponerse sencillamente ante Dios y decirle como los apóstoles: «Enséñanos a orar». Aprender a rezar no es, pues, primariamente cuestión de técnica o de método. Ante todo, es apertura a un Dios que nos ha manifestado su verdadero rostro y que ha abierto para nosotros la intimidad de su corazón. Solo conociendo lo que anida en el corazón de Dios podremos orar verdaderamente, podremos amarle como él quiere ser amado. Y, a la luz de ese conocimiento, mudar la condición de nuestra oración, aprender a rezar de la mejor manera.
El padrenuestro es, pues, la gran instrucción de Jesús para que podamos sintonizar con el corazón del Padre. Por eso se ha hablado del carácter performativo de esta oración: son palabras que realizan en nosotros aquello que significan, son palabras que nos cambian. No son meramente frases para repetir: son palabras para educar nuestro corazón, para enseñarle a latir con los latidos de amor que agradarán a nuestro Padre del cielo.
Decir Padre y nuestro me sitúa en el centro de la relación que encierra el sentido de mi vida. Repetir hágase tu voluntad me enseña a amar los planes de Dios, y recitar perdona nuestras ofensas como también perdonamos a los que nos ofenden me lleva a tener un corazón más misericordioso con los demás. «Las palabras nos instruyen y nos permiten entender lo que debemos desear y pedir nosotros. Y no como si con ellas fuésemos a convencer nosotros al Señor para obtener lo que pedimos» 5. Rezando esta oración aprendemos a dirigirnos a Dios poniendo el acento en lo que es verdaderamente importante.
Meditar las distintas peticiones del padrenuestro, quizás con la ayuda de algunos de los grandes comentarios antiguos, como el de san Cipriano o el de santo Tomás 6, o de otros más recientes, como el del Catecismo de la Iglesia Católica, puede ser un buen modo de comenzar a renovar nuestra vida de oración y, así, vivir con mayor intensidad la historia de amor que tiene que ser nuestra vida.
Los discípulos, testigos de la oración de Jesús, vieron también cómo él se dirigía a su Padre en muchas ocasiones con las palabras de los salmos. Así lo habría aprendido de su madre y de san José. Los salmos alimentaron su oración hasta en el momento supremo de su sacrificio en la cruz: «Elí, Elí, ¿lamma sabachtani?», reza el primer versículo del salmo 22 en arameo, tal y como lo pronunció Jesús en el momento en que se consumaba nuestra redención. San Mateo también recoge que, en la Última Cena, «cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos» (Mt 26, 30). ¿Qué himnos son esos con los que el mismo Cristo rezaba?
Durante la comida de Pascua, los judíos tomaban cuatro copas de vino, que representaban las cuatro promesas de bendición de Dios para su pueblo cuando habían sido liberados de Egipto: «Os sacaré, os libraré, os redimiré y os tomaré» (Ex 6, 6-7). Se bebían en cuatro distintos momentos durante la cena. Al mismo tiempo, se cantaban los himnos del Hallel, llamados así porque comenzaban con la palabra hallel (de donde viene «aleluya») 7. Jesús los recitaba lleno de agradecimiento y alabando a Dios, su Padre, como un verdadero israelita, consciente del carácter inspirado de estas oraciones, en las que se condensan tanto la historia de amor de Dios por su pueblo, como las actitudes propias del corazón del hombre ante un Dios siempre más admirable: la alabanza, la adoración, la súplica, la petición de perdón…
No resulta extraño, pues, que los primeros cristianos siguieran este modo de rezar de Jesús, apoyados también en el consejo de san Pablo: «Llenaos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, dando gracias siempre por todas las cosas a Dios Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5, 19-20). Al igual que las del padrenuestro, las palabras de los salmos educaban sus corazones, abriéndolos a una relación auténtica con Dios. Descubrían, con asombro y agradecimiento, cómo aquellos versos habían prefigurado siempre la vida de Cristo. Y, sobre todo, comprendían que su corazón de hombre verdadero era el que mejor había sabido hacer suyas las alabanzas, peticiones y súplicas que en ellos se contienen. Desde entonces, «rezándolos en referencia a Cristo y viendo su cumplimiento en Él, los salmos son elemento esencial y permanente de la oración de su Iglesia. Se adaptan a los hombres de toda condición y de todo tiempo» 8. También nosotros encontraremos en ellos «alimento sólido» (cfr. Hb 5, 14) para nuestra oración.
Y no solo los salmos. A estos se unieron enseguida distintas composiciones –«himnos y cánticos espirituales»– para alabar al Dios tres veces santo, que se les había revelado como comunión de personas, Padre, Hijo y Espíritu. Comenzó así la elaboración de las oraciones que se utilizarían en la liturgia o que alimentarían la piedad fuera de ella; el propósito era el de ayudarnos a dirigirnos a Dios con palabras adecuadas, que expresaran nuestra fe en él. Esas oraciones, fruto del amor de la Iglesia por su Señor, constituyen también un tesoro en el que podemos educar nuestro corazón. Por eso, escribía san Josemaría: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» 9.
Todos hemos aprendido estudiando textos escritos. Por eso podemos entender que las palabras del padrenuestro, de los salmos o de otras oraciones de la Iglesia son las que nos han educado en nuestro trato con Dios, aunque hasta ahora no lo hubiéramos pensado así. Sin embargo, la Palabra de Dios tiene una característica propia: está viva y, por eso, puede aportar novedades insospechadas. La carta a los Hebreos nos recuerda que «la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).
Por eso, las mismas palabras, consideradas una y otra vez, no suenan siempre de la misma manera. Algunas veces se abren horizontes nuevos ante nuestros ojos, sin que sepamos explicar muy bien por qué: es la acción del Espíritu Santo que habla a nuestro interior. Lo explicaba, con precisión, san Agustín: «El sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el maestro está dentro (…). ¿Queréis una prueba, hermanos? ¿Acaso no habéis oído todos este sermón? ¡Cuántos no van a salir de aquí sin haber aprendido nada! En lo que de mí depende, he hablado a todos, pero aquellos a quienes no habla interiormente la Unción, a los que no enseña interiormente el Espíritu Santo, regresan con la misma ignorancia»10.
Se percibe así la estrecha relación entre el Espíritu Santo, la palabra inspirada y nuestra vida de oración. Con razón la Iglesia lo invoca como el «Maestro interior», que educa nuestro corazón con las palabras que el mismo Jesús nos enseñó, haciéndonos descubrir en ellas horizontes siempre nuevos, para conocer mejor a Dios y así amarlo cada día más.
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«María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19). La oración de nuestra Madre se nutría de su propia vida y de la meditación asidua de la Palabra de Dios; allí encontraba luz para ver con más profundidad las cosas que la rodeaban. En su cántico de alabanza, el Magnificat, percibimos hasta qué punto la Sagrada Escritura era el alimento constante de su oración. El Magnificat está entretejido de referencias a los salmos y a otras palabras de la Sagrada Escritura como el «cántico de Ana» (cfr. 1S 2, 1-11) o la visión de Isaías (cfr. Is 29, 19-20), entre otros11. Con ese alimento preparaba el Espíritu Santo su sí incondicional a la embajada del ángel. A ella nos encomendamos para que también nosotros dejemos que la palabra divina eduque nuestro corazón y nos haga capaces de responder fiat! –¡hágase! ¡quiero!– a tantos planes que Dios tiene para nuestra vida.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Maestros y compañeros de oración
Jesús sube por primera vez de manera pública hacia Jerusalén. Se dedica de lleno, finalmente, al anuncio del reino de Dios mediante sus palabras y sus milagros. Su fama, desde el prodigio obrado en las bodas de Caná, se va extendiendo poco a poco. Es entonces cuando, oculto por el silencio y la oscuridad de la noche, un maestro judío bastante conocido se acerca para conversar con él (cfr. Jn 3, 1). Nicodemo ha sentido crecer un terremoto en su interior desde que empezó a escuchar y ver a Cristo. Muchas cosas dan vueltas en su cabeza y necesita solucionarlas en la intimidad de una conversación cara a cara. Jesús, que conoce la sinceridad de su corazón, le dice rápidamente: «Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 5).
El diálogo sigue con la pregunta que cualquiera de nosotros habría hecho: ¿qué significa eso? Si conozco el día exacto en que nací, incluso la hora, ¿cómo se puede nacer dos veces? Jesús, en realidad, está pidiendo a Nicodemo que no busque solo comprender las cosas sino –más importante– que deje entrar a Dios en su vida. Porque querer ser santo es como nacer otra vez, como ver todo con una nueva luz; en definitiva, ser una nueva persona: transformarnos, poco a poco, en el mismo Jesucristo, «dejando que su vida se manifieste en nosotros» 1. Los santos ya han recorrido los caminos del reino de Dios: han subido sus montañas, han descansado en sus valles y también han experimentado los rincones un poco más oscuros. Por eso nos llenan de esperanza. Sus vidas pueden desempeñar un importante papel en el camino personal de todo bautizado que desee aprender a orar: son un camino para reconocer a Cristo.
Las mujeres y hombres que nos han precedido son testigos de que el diálogo vital con Dios es realmente posible en medio de tantas idas y venidas que a veces nos pueden llevar a pensar lo contrario. Entre ellos, un testimonio fundamental es el de santa María. Su tierna cercanía con Jesús, en la vida cotidiana de Nazaret, dio lugar a la experiencia más viva de diálogo con el Padre. Como en todo hogar, habría en el suyo momentos buenos y momentos más difíciles; sin embargo, en medio de estados de ánimo acaso muy diferentes, la Virgen siempre oraba.
Santa María ora, por ejemplo, cuando está alegre. Sabemos que, poco después de recibir el anuncio del ángel, sale «deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1, 39) para visitar a su prima Isabel. Ha recibido la noticia de que la familia va a crecer en número con un nuevo sobrino, lo cual es digno de ser festejado; mucho más si se trata de un suceso inesperado, dada la edad de Isabel y de Zacarías. «La descripción que hace san Lucas del encuentro entre las dos primas está llena de emoción, y nos sitúa en un escenario de bendición y alegría» 2; emoción a la que, de alguna manera, se une el Espíritu Santo revelando la presencia física del Mesías, tanto al Bautista como a su madre.
Isabel, apenas entra María a su casa, la alaba con afecto, utilizando palabras que se convertirán en una oración universal. Nosotros nos hacemos eco a diario de ellas, adentrándonos también en esa alegría: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). La Virgen, por su parte, responde con emoción al entusiasmo de su prima: «Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». El Magnificat, nombre que la tradición ha dado a esta respuesta de nuestra Madre, nos enseña lo que es una oración de alabanza que se ha empapado de la Palabra de Dios. Como señala Benedicto XVI, «María conocía bien las sagradas Escrituras. Su Magníficat es un tapiz tejido con hilos del Antiguo Testamento» 3. Cuando sentimos nuestros corazones llenos de gratitud por un don que hemos recibido, es el momento de explayarnos con Dios en nuestra oración –tal vez con palabras de la Escritura– reconociendo las cosas grandes que ha hecho en nuestra vida. La acción de gracias es una actitud fundamental en la oración cristiana, especialmente en los momentos de alegría.
Sin embargo, la Virgen ora también en momentos de oscuridad, cuando están presentes el dolor o la aparente falta de sentido. Nos enseña, de esa manera, otra actitud fundamental de la oración cristiana, expresada de manera concisa pero luminosa en el relato de la muerte de Jesús: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre» (Jn 19, 25). María, abrumada por el dolor, simplemente está. Ella no pretende salvar a su Hijo ni tampoco resolver la situación. No la vemos pedir cuentas a Dios por lo que no entiende. Solo procura no perderse ni una sola de las palabras que, con un hilo de voz, Jesús pronuncia desde la Cruz. Por eso, al recibir una nueva misión la acepta sin demora: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Entonces dijo al discípulo: "¡He ahí a tu madre!"» (Jn 19, 26-27). María está en manos de un dolor que, para muchos, es el más terrible que una persona puede experimentar: presenciar la muerte de un hijo. Sin embargo, mantiene la lucidez que le permite aceptar esta nueva llamada para acoger a Juan como hijo suyo y, con él, a nosotros, a los hombres y mujeres de todos los tiempos.
La oración dolorosa es ante todo un estar junto a la propia cruz, amando la voluntad de Dios; es saber decir sí a las personas y a las situaciones que el Señor pone a nuestro lado. Orar es ver la realidad, aunque parezca particularmente oscura, partiendo de la certeza de que siempre hay un don en ella, de que siempre está Dios detrás. Así podremos ser capaces de acoger a las personas y las situaciones repitiendo como María: «Aquí estoy» (Lc 1, 38).
Por último, en la vida de la Virgen descubrimos otro estado de ánimo en el que ora, distinto al de la oscuridad del dolor. Vemos a María, junto a su esposo José, rezar también en un momento de angustia. Un día, mientras regresan de su peregrinación anual al Templo de Jerusalén, advierten la ausencia de su hijo de doce años. Deciden volver en su búsqueda. Cuando finalmente lo encuentran conversando con los maestros de la ley, María pregunta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (Lc 2, 48). También nosotros, muchas veces, nos podemos sentir angustiados cuando nos asalta una sensación de insuficiencia, de incumplimiento o de estar fuera de lugar. Nos puede parecer, entonces, que el camino no es como esperábamos. Podemos llegar a pensar que el mundo está equivocado: la vida, la vocación, la familia, el trabajo… Los planes y sueños del pasado nos parecen ingenuos. Es reconfortante saber que María y José pasaron por esta crisis y que ni siquiera su angustiosa oración tuvo una respuesta clara y tranquilizadora: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lc 2, 49-50).
Orar en esos momentos de angustia no nos asegura, pues, encontrar soluciones fáciles y rápidas. ¿Qué hacer entonces? La Virgen nos enseña el camino: permanecer fieles a nuestra propia vida, volver a la situación normal y redescubrir la voluntad de Dios incluso cuando no la entendemos del todo. Y también, como María, conservar todos estos eventos misteriosos y a veces oscuros en el corazón, meditándolos, es decir, observándolos con una actitud de oración. De este modo, poco a poco percibiremos de nuevo la presencia de Dios; experimentaremos que Jesús crece en nosotros y vuelve a hacerse visible (cfr. Lc 2, 51-52).
María es un testigo único de la cercanía con Dios que anhelamos, pero también lo son los santos, cada uno de manera personal y específica. «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios», enseña Benedicto XVI en un documento en el que sugiere algunos maestros: «San Ignacio de Loyola en su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento de la misericordia divina; san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad; la beata Teresa de Calcuta, misionera de la caridad de Dios para con los últimos» 4.
Humanamente es natural tener simpatía por ciertas maneras de ser, por personas que se dedican a tareas que nos atraen más o que hablan de una manera que nos llega directamente al corazón y a la mente. El conocimiento de la vida y las experiencias de un santo, junto a la lectura de sus escritos, son momentos privilegiados para cultivar una verdadera relación de amistad con él o ella. Sin embargo, si se subrayan solo los ejemplos extraordinarios de la vida y de la oración de los santos, corremos el riesgo de hacer que su ejemplo sea un poco más lejano y más difícil de seguir. «¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno». San Josemaría siempre insistió en la importancia de no idealizar a las personas, ni siquiera a los santos canonizados por la Iglesia, como si hubieran sido perfectos. «No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha» 5. Este enfoque realista hace que el testimonio de los santos sea mucho más creíble, precisamente porque son similares a cada uno de nosotros. Entre los santos, dice el Papa Francisco, «puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cfr. 2Tm 1, 5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor» 6.
Nuestra perspectiva sobre la oración puede ser más completa cuando la vemos encarnada en la vida de las personas. La familiaridad con los santos nos ayuda a descubrir diferentes maneras de comenzar y recomenzar a orar de nuevo. Puede ofrecernos una nueva luz, por ejemplo, saber que el salmo 91 fue un gran consuelo para santo Tomás Moro durante los largos meses que pasó en la cárcel: «Bajo sus alas encontrarás refugio… tú has elegido al Señor como refugio… Porque se ha unido a mí, lo libraré» 7. El salmo que consoló a un mártir en la desolación de la prisión, ante la perspectiva de la muerte violenta y del sufrimiento de sus seres queridos, también puede señalarnos un camino de oración en las pequeñas y grandes contrariedades de la vida.
La familiaridad con los santos nos puede ayudar a descubrir a Dios en las cosas de cada día, como ellos mismos lo hicieron. Podemos leer con admiración lo que descubrió san Juan María Vianney, el cura de Ars, aquel día en que se acercó a uno de sus feligreses, un campesino analfabeto, que pasaba largos ratos frente al sagrario. «¿Qué hace usted?», le preguntó el cura. Y el buen hombre respondió con sencillez: «Yo le miro y él me mira». No hacía falta más. Aquella respuesta quedó como una enseñanza indeleble en el corazón de su párroco. «La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús» 8, enseña el Catecismo de la Iglesia citando precisamente este episodio. Yo le miro y –mucho más importante– él me mira. Dios nos mira siempre, pero lo hace de una manera particular cuando levantamos los ojos y le devolvemos su mirada de amor.
San Josemaría tuvo una experiencia similar cuando era joven sacerdote, y de tan impresionado la relató muchas veces a lo largo de su vida. En aquella temporada, solía permanecer todas las mañanas en el confesionario, esperando a los penitentes. En cierto momento oyó un golpeteo metálico que lo inquietó y, sobre todo, lo intrigó. Como el ruido se repetía a diario, un día, dejándose vencer por la curiosidad, se escondió detrás de la puerta para ver quién era aquel misterioso visitante. Lo que presenció fue la entrada discreta de un hombre que trasportaba unos cántaros de leche y que, desde la puerta abierta de la iglesia, se dirigía al sagrario diciendo: «Señor, aquí está Juan, el lechero». Este hombre sencillo, como las otras veces, se quedó allí un momento y se marchó. Sin saberlo, ofreció un ejemplo de oración confiada que asombró al sacerdote y le llevó a repetir, como un estribillo constante: «Señor, aquí está Josemaría, que no sabe amarte como Juan el lechero» 9.
Los testimonios de tantos santos de diferentes épocas y ambientes nos confirman que es posible sentirse mirado con afecto por Dios, allí donde estamos y tal como somos. Lo dicen de manera creíble porque ellos mismos fueron los primeros en asombrarse de este descubrimiento.
Los santos nos ayudan también cuando nos vemos débiles y cansados: «Ayer no pude rezar con atención dos avemarías seguidas», confiaba san Josemaría un día, ya al final de su vida. «¡Si vieras cómo sufrí!; pero, como siempre, aunque me costaba y no sabía hacerlo, seguí rezando: ¡Señor, ayúdame!, le decía, tienes que ser Tú el que saques adelante las cosas grandes que me has confiado, porque ya te das cuenta de que yo no soy capaz de realizar ni siquiera las cosas más pequeñas: me pongo como siempre en tus manos»10.
También el joven Felipe Neri rezaba: «Señor, mantén hoy tus manos sobre Felipe, porque, si no, Felipe te traiciona»11. La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, por su parte, reconocía en una carta la falta de consuelos sensibles mientras oraba: «En el fondo está Dios; aunque, sobre todo en los ratos de oración, no le sienta casi nunca esta temporada…»12. Y santa Teresita de Lisieux, en fin, apuntaba: «Verdaderamente, estoy lejos de ser una santa, y nada lo prueba mejor que lo que acabo de decir. En vez de alegrarme de mi sequedad, debiera atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad. Debiera causarme desolación el hecho de dormirme (después de siete años) durante la oración y la acción de gracias. Pues bien, no siento desolación… Pienso que los niñitos agradan a sus padres lo mismo dormidos que despiertos. Pienso que, para hacer sus operaciones, los médicos duermen a sus enfermos»13.
Por eso necesitamos el testimonio y la compañía de los santos: para convencernos cada día de que es posible y vale la pena cultivar nuestra amistad con el Señor, abandonándonos en sus manos: «Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo»14.
Carlo de Marchi
El silencio interior
El Señor pensó en Moisés para una misión crucial: guiar a su pueblo en una nueva etapa de la historia de la salvación. Con su cooperación, Israel fue liberado de la esclavitud en Egipto y conducido hasta la tierra prometida. Por su mediación, el pueblo judío recibió las tablas de la Ley y las bases del culto a Dios. Pero, ¿cómo llegó Moisés a ser lo que fue? ¿Cómo alcanzó esa sintonía con Dios que, con el tiempo, lo llevaría a ser una bendición para tantas personas, nada menos que para todo su pueblo y para todos los que vendríamos después?
Aunque Moisés había sido escogido por Dios desde su nacimiento –basta considerar su milagrosa supervivencia de la persecución del faraón–, es curioso que no haya encontrado al Señor hasta pasados muchos años. En su juventud no parecía más que un hombre común, ciertamente preocupado por los de su raza (cfr. Ex 2, 15), pero sin especiales inquietudes espirituales. Tal vez lo que mejor explica su transformación sea su capacidad de escuchar, desde que el Señor empieza a hablarle 1. Y así también nosotros, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser, necesitamos transformarnos a través de la escucha. Es verdad que no es fácil llegar a experimentar lo que nos cuenta el libro del Éxodo de que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 11). Es un proceso que suele llevar años –toda una vida– y muchas veces es preciso recomenzar a aprender a hacer oración, como si estuviéramos en los inicios de nuestro diálogo con el Señor.
Descubrir la necesidad de la oración es saber que «él nos amó primero» (1Jn 4, 19) y que, siguiendo esa lógica, también él nos habló primero: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo…» (Gn 1, 27-28) 2. Dios, que tomó la iniciativa para crearnos por amor y para elegirnos a una misión determinada, también se nos adelanta en la vida de oración. En nuestro diálogo con el Señor es él quien pronuncia la primera palabra.
Esta palabra inicial puede reconocerse ya en el deseo de Dios, que él mismo ha sembrado en nuestro corazón y que se despierta por mil experiencias distintas. La primera aparición a Moisés tuvo lugar en el Horeb, también llamado «el monte de Dios». Allí, «el ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía pero no se consumía. Y se dijo Moisés: "Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza"» (Ex 3, 2-3). No es mera curiosidad ante un evento extraordinario, sino la clara percepción de que algo trascendente, superior a él mismo, está sucediendo. En nuestra vida, también nosotros podemos sorprendernos ante hechos que nos abren a una dimensión más honda de la realidad. Puede ser un descubrimiento íntimo, de algo que tal vez antes nos había pasado inadvertido: intuimos la presencia de Dios al reconocer alguno de sus dones, o al ver cómo las contradicciones nos han hecho madurar y nos han preparado para afrontar distintas circunstancias o tareas. Puede ser también un descubrimiento en la realidad que nos rodea: la familia, los amigos, la naturaleza… De un modo u otro, experimentamos la necesidad de orar, de agradecer, de pedir… y nos dirigimos a Dios. Ese es el primer paso.
«Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza: "¡Moisés, Moisés!". Y respondió él: "Heme aquí"» (Ex 3, 4). El diálogo se establece cuando nuestra mirada se encuentra con la de Dios, que ya nos estaba mirando. Y las palabras –si es que son necesarias– fluyen cuando dejamos que vengan primero las suyas. Si lo intentamos solos, no podremos orar. Más bien, conviene poner los ojos en el Señor y recordar su promesa consoladora: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Una fe confiada en Dios es ingrediente básico de cualquier oración sincera. A menudo, el mejor modo de comenzar a orar es pedir al Señor que él nos enseñe. Es lo que hicieron los apóstoles, y es el camino que san Josemaría nos animó a recorrer: «Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: "¡Enséñanos a hacer oración!". Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura» 3.
Al finalizar unos días de retiro espiritual, la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri escribía a san Josemaría: «De mi trato íntimo con Dios, de mi oración, etc., ya le he hablado otras veces: cuando pongo un poco de mi parte el Señor me lo hace fácil y me rindo del todo» 4. La iniciativa de la oración viene de Dios; el diálogo con él es un don. Pero precisamente por eso no es algo meramente pasivo: para recibir la gracia se necesita, de alguna manera, querer recibirla.
Aparte de ponerse en modo receptivo, ¿qué más se puede hacer para tener una vida de oración intensa? Un buen comienzo puede ser darnos cuenta de ante quién estamos, respondiendo con una actitud de reverencia y de adoración. En su diálogo con Moisés el monte Horeb, dijo Dios: «"No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada". Y añadió: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a Dios» (Ex 3, 5-6).
Quitarse las sandalias y cubrirse el rostro fue la respuesta del más grande profeta del pueblo de Israel en su primer encuentro con Dios. Con esos gestos expresaba su conciencia de estar ante el Dios trascendente. Algo parecido podemos hacer nosotros cuando nos acercarnos a Jesús en el sagrario, en actitud de adoración. Durante una vigilia de oración ante Jesús sacramentado, Benedicto XVI hablaba de cómo adorar: «Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cfr. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe» 5.
La actitud de adoración puede manifestarse en nuestra oración de distintos modos. Ante el Santísimo, por ejemplo, nos arrodillamos, como un signo de nuestra pequeñez ante Dios. Y cuando, por diversas circunstancias, no es posible rezar ante el Santísimo, podemos realizar actos equivalentes como mirar al interior de nuestra alma para descubrir allí al Señor, y poner el alma de rodillas, recitando con calma cada palabra de la oración inicial o de otra oración que nos recuerde que estamos en su presencia.
En otro momento clave de su diálogo con Dios, Moisés recibió las tablas de la Ley. La escena es tremenda y, a la vez, denota gran intimidad: «La gloria del Señor se posó sobre el monte Sinaí. La nube lo cubrió durante seis días; al séptimo el Señor llamó a Moisés de en medio de la nube. La gloria del Señor se manifestaba a los ojos de los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cima del monte. Moisés penetró dentro de la nube y subió a la montaña, y permaneció en la montaña cuarenta días y cuarenta noches» (Ex 24, 16-18).
Esa nube, aparte de manifestar la gloria de Dios y ser figura anticipada de la presencia del Espíritu Santo, permitía un ambiente de recogimiento en el diálogo entre el profeta y su Creador. Esto nos muestra que para orar es necesario ejercitarse en algunas destrezas que faciliten la intimidad con Dios: amor al silencio, exterior e interior; constancia; y una disciplina de la escucha que permita percibir su voz.
A veces nos cuesta valorar el silencio y, si en la oración no oímos nada, tendemos a llenar el tiempo de palabras, lecturas, o incluso imágenes y sonidos. Pero es posible que, aunque obremos así con buena intención, de esa manera no logremos escuchar al Señor. Tal vez necesitamos una conversión al silencio, que es más que un mero callar. San Josemaría recogió un apunte durante el verano de 1932, posteriormente recogido en Camino, que muestra de modo gráfico cómo el diálogo con Dios siempre tendrá que pasar por esta ruta: «El silencio es como el portero de la vida interior» 6.
Mientras los sonidos externos y las pasiones internas nos apartan de nosotros mismos, el silencio nos recoge y nos lleva a interrogarnos sobre nuestra propia vida. El activismo o la locuacidad en la oración no nos acercan a Dios, ni nos permiten tampoco una actividad profunda. Con la agitación no queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad, mientras que el silencio –interior y exterior– nos conduce al encuentro con el Señor, a maravillarnos ante él. En efecto, la oración necesita un silencio que no sea meramente negativo, vacío, sino que esté lleno de Dios, que nos lleve a descubrir su presencia. Como apuntaba la beata Guadalupe: «Profundizar en ese silencio hasta llegar a donde solo está Dios; donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar». Y allí, «adorar a Dios, alabarle y decirle cosas tiernas» 7. Ese es el silencio que permite escuchar a Dios.
Se trata, en definitiva, de centrar nuestra atención –inteligencia, voluntad, afectos– en Dios, para dejarnos interpelar por él. Por eso, podemos hacernos las preguntas que sugería el Papa Francisco: «¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras?» 8.
Junto al silencio, es igualmente necesaria la constancia, porque orar es costoso. Supone tiempo y esfuerzo, como sucedió a Moisés, que estuvo seis días cubierto por la nube, y solo al séptimo recibió la palabra del Señor. Se requiere, en primer lugar, una constancia exterior para mantener un horario más o menos fijo de oración y una duración concreta. Esta fue una recomendación constante en la vida de san Josemaría: «Meditación. –Tiempo fijo y a hora fija. –Si no, se adaptará a la comodidad nuestra: esto es falta de mortificación. Y la oración sin mortificación es poco eficaz» 9. Esa constancia, si está movida por el amor, será la puerta de entrada para un trato de amistad con Dios que estará cuajado de conversación, ya que él no se impone: solo nos habla si nosotros lo deseamos. La constancia, por nuestra parte, es una forma de manifestar y cultivar un deseo ardiente de recibir sus palabras de cariño.
Además de la constancia exterior, se requiere una constancia interior, como parte de la disciplina de la escucha: necesitamos centrar la inteligencia que se dispersa, mover la voluntad que no termina de querer y alimentar los afectos que algunas veces no acompañan. Esto puede cansar, sobre todo si hay que hacerlo frecuentemente, porque los estímulos que nos distraen son muchos. Al mismo tiempo, la escucha paciente no se puede confundir con un excesivo rigorismo o con unos ejercicios de concentración demasiado metódicos, porque la oración fluye de acuerdo con muchas circunstancias. Fundamentalmente fluye por donde Dios permite –«el viento sopla donde quiere» (Jn 3, 8)–, pero también corre de acuerdo con nuestra situación particular. A veces pasamos largos ratos pensando en las personas a quienes amamos, pidiendo al Señor por ellas, y eso puede ser ya un diálogo de amor.
Algunos consejos concretos que facilitan una escucha disciplinada pueden ser: huir de la actitud multitarea para poder enfocarse y estar presente durante el diálogo, sin estar pensando en otras cosas; fomentar la disposición de quien va a aprender, reconociendo humildemente nuestra nada y el todo de Dios, tal vez sirviéndonos de jaculatorias o breves oraciones; formular al Señor preguntas abiertas, dejándole espacio para que nos responda cuando quiera, o simplemente diciéndole que estamos dispuestos a hacer lo que nos indique; seguir el ritmo y el rumbo por donde nos lleven las consideraciones de su amor, evitando las distracciones con otros pensamientos colaterales; aprender a tener la mente abierta para dejarnos sorprender por él y para soñar con los sueños de Dios, sin pretender controlar demasiado la oración. De este modo, nos vamos abriendo al misterio y a la lógica del Señor, y eso nos permite aceptar con paz el hecho de desconocer por dónde nos llevará.
Al comenzar un rato de oración, tenemos la expectativa razonable de que el Señor nos hablará, como de hecho sucede algunas veces. Sin embargo, podría frustrarnos que al finalizar ese encuentro no hayamos escuchado nada, o muy poco. En cualquier caso, es preciso mantener la certeza de que en la oración siempre hay fruto. En el monte Sinaí, Moisés exclama: «Muéstrame tu gloria». Y el Señor parece querer colmar ese deseo: «Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre –el Señor–, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien quiero». Sin embargo, sus palabras toman de golpe un cariz que podría parecer decepcionante: «Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser humano puede verlo y seguir viviendo (…). Cuando pase mi gloria, te colocaré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver» (Ex 33, 18-23). Si Moisés se hubiera sentido frustrado por no haber conseguido ver el rostro de Dios, como era su deseo, habría podido abandonar su intento o perder la motivación para futuros encuentros. Y, en cambio, se dejó llevar por Dios y así llegó a ser aquel «a quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34, 10).
La clave de la oración no consiste en obtener resultados tangibles, ni mucho menos en estar ocupados durante un tiempo determinado. Lo que buscamos mediante el diálogo con el Señor no es un resultado inmediato, sino ser capaces de llegar hasta aquel lugar, aquel estado vital –por decirlo de alguna manera– en el que la oración se identifica cada vez más con la propia vida: pensamientos, afectos, ilusiones… Se trata de estar con el Señor, mantenernos en su presencia a lo largo del día. Por eso, en definitiva, el fruto principal de la oración es vivir en Dios. La oración se nos muestra así como una comunicación de vida: vida recibida y vida vivida, vida acogida y vida entregada. No importa, entonces, que no tengamos sentimientos encendidos, o luces fascinantes. De un modo mucho más sencillo, el tema de nuestra oración será, como nos decía san Josemaría10, el tema de nuestra vida, y viceversa, porque nuestra vida entera se convertirá en auténtica oración, avanzando en un «cauce ancho, manso y seguro»11.
Jorge Mario Jaramillo
Algunas pistas para descubrir su lenguaje
Territorio de Perea, al este del Jordán, en la actual Jordania. En la cima de una colina elevada mil cien metros sobre el mar Muerto se yergue, imponente, la fortaleza de Maqueronte. Allí, Herodes Antipas ha encarcelado a Juan el Bautista (cfr. Mc 6, 17) 1. La mazmorra, fría y húmeda, se encuentra excavada en la roca. Todo está oscuro. Reina el silencio. Un pensamiento atormenta a Juan: el tiempo pasa y Jesús no se manifiesta con la claridad que él esperaba. Ha tenido noticia de sus obras (cfr. Mt 11, 2), pero no parece hablar de sí mismo como el Mesías. Y, cuando le preguntan directamente, calla. ¿Es posible que se haya equivocado? ¡Él lo vio claramente! ¡Vio al Espíritu bajar del cielo como una paloma y permanecer sobre Jesús! (cfr. Jn 1, 32-43). De manera que, intranquilo, manda a unos discípulos para que pregunten al Maestro: «¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?» (Mt 11, 3).
Jesús responde de una forma inesperada. En lugar de dar una contestación directa, dirige la atención hacia sus obras: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio». Una respuesta un poco incierta pero suficientemente clara para quien conozca los signos que las antiguas profecías de la Sagrada Escritura habían anunciado como propios del Mesías y de su Reino: «¡Revivirán tus muertos, mis cadáveres se levantarán!» (Is 26, 19); «entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos» (Is 35, 5). Por eso el Señor concluye animando a Juan a confiar: «Y bienaventurado el que no se escandalice de mí» (Mt 11, 6).
En este episodio podemos reconocer algo que puede pasarnos a veces: que creemos no escuchar a Dios en la oración. Jesús se hace cargo de nuestra dificultad, pero nos invita a cambiar de perspectiva, abandonando la búsqueda de certezas humanas; quiere que entremos en ese misterioso juego en el que él habla a través de sus obras y de la Sagrada Escritura. En esas palabras finales –«bienaventurado el que no se escandalice de mí»– descubrimos una llamada a perseverar con fe en la oración, aunque a veces Dios no nos responda como esperamos.
Con frecuencia, quien comienza a orar ha de enfrentarse al aparente silencio de Dios: «Yo le hablo, le cuento mis cosas, le pregunto acerca de lo que debo hacer, pero él no me responde, no me dice nada». Es la antigua queja de Job: «Clamo a ti y no me respondes, permanezco ante ti y no me miras» (Jb 30, 20). Ante esto es fácil que aparezca el desconcierto: «Siempre he oído decir que la oración es diálogo, pero a mí Dios no me dice nada. ¿Por qué? Si, como dicen, a las demás personas Dios les habla…, ¿por qué a mí no? ¿Qué estoy haciendo mal?». Son dudas que, en algunos momentos, pueden convertirse en una tentación contra la esperanza: «Si Dios no me responde, ¿para qué rezar?». O, incluso, si ese silencio se interpreta como ausencia, en una tentación contra la fe: «Si Dios no me habla, entonces no está ahí».
¿Qué decir ante esto? En primer lugar, que negar la existencia de Dios a partir de su aparente silencio no es muy lógico. Dios podría elegir callar, por los motivos que fueran, y eso no añadiría o quitaría nada a su existencia, ni a su amor por nosotros. La fe en Dios y en su bondad está por encima de todo. Lo cual no impide que podamos implorar con el salmista, llenos de fe y confianza: «¡Dios mío! No estés callado, no guardes silencio, no te quedes quieto, ¡Dios mío!» (Sal 83, 2).
Tampoco debemos dudar de nuestra capacidad de escuchar a Dios. Hay resortes en nuestro interior que nos permiten escuchar, con la ayuda de la gracia, el lenguaje de Dios, por más que esa capacidad esté oscurecida por el pecado original y por nuestros pecados. El primer capítulo del Catecismo de la Iglesia Católica comienza precisamente con esta afirmación: «El hombre es capaz de Dios». San Juan Pablo II lo explicaba así: «El hombre, como dice la tradición del pensamiento cristiano, es capax Dei: capaz de conocer a Dios y de acoger el don de sí mismo que él le hace. En efecto, creado a imagen y semejanza de Dios, está capacitado para vivir una relación personal con él» 2; una relación que toma la forma de un diálogo hecho de palabras y gestos 3. Y, a veces, solo de gestos, como sucede también en el amor humano.
Así, por ejemplo, del mismo modo que entre dos personas un cruce de miradas puede constituir un silencioso diálogo –hay miradas que hablan–, la conversación confiada del hombre con Dios puede tomar también esa forma: «La de un mirar a Dios y sentirse mirado por Él. Como aquella mirada de Jesús a Juan, que decidió para siempre el rumbo de la vida del discípulo» 4. Dice el Catecismo que «la contemplación es mirada de fe» 5. Muchas veces, una mirada puede ser más valiosa y estar más cargada de contenido, de amor y de luz para nuestras vidas que una larga sucesión de palabras. San Josemaría, precisamente a propósito de la alegría que genera una vida contemplativa, hablaba de cómo «el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas» 6. Sentir esa mirada, y no solo saberse mirados, es un don que podemos implorar con humildad, como «mendigos de Dios» 7.
Santa Teresa de Calcuta decía que «en la oración vocal hablamos a Dios; en la mental, él nos habla a nosotros; se derrama sobre nosotros» 8. Se trata de una manera de explicar lo inefable: Dios nos habla derramándose sobre nosotros. Y es que, en realidad, la oración tiene mucho de misterio. Este encuentro misterioso entre Dios y la persona que ora tiene lugar de muchas maneras, pero algunas de ellas no son a primera vista totalmente comprensibles, o fácilmente constatables. El mismo Catecismo de la Iglesia nos lo advierte: «Tenemos que hacer frente a mentalidades de este mundo que nos invaden si no estamos vigilantes. Por ejemplo: lo verdadero sería sólo aquello que se puede verificar por la razón y la ciencia», cuando de hecho «orar es un misterio que desborda nuestra conciencia y nuestro inconsciente» 9. Como Juan Bautista, muchas veces ansiamos una evidencia que no siempre es posible en el terreno de lo sobrenatural.
El modo en el que Dios habla al alma nos excede; no podemos comprenderlo del todo: «Misterioso es para mí este saber; demasiado elevado, no puedo alcanzarlo» (Sal 139, 6). En efecto, nuestro alfabeto no es el de Dios, nuestro idioma no es el suyo, nuestras palabras no son sus palabras. Cuando Dios habla no necesita hacer vibrar cuerdas vocales: el lugar donde se le escucha no es el oído, sino el punto más recóndito y misterioso de nuestro ser, que unas veces llamamos corazón y otras veces conciencia10. Dios habla con la realidad que él es, y habla a la realidad que nosotros somos, análogamente a como una estrella no se relaciona con otra estrella con palabras, sino con la fuerza de la gravedad. Dios no necesita hablarnos con palabras, aunque también pueda hacerlo: le basta con sus obras y con la secreta acción del Espíritu Santo en nuestras almas, moviendo nuestro corazón, inclinando nuestra sensibilidad o iluminando nuestra mente para atraernos dulcemente hacia sí. Puede que, en un primer momento, no seamos ni siquiera conscientes de ello, pero el paso del tiempo nos ayudará a distinguir esos efectos suyos en nosotros: quizás nos habremos hecho más pacientes, o más comprensivos, o trabajaremos mejor, o valoraremos más la amistad… en definitiva, estaremos amando cada vez más a Dios.
Por eso, al hablar de la oración, el Catecismo de la Iglesia señala que «la transformación del corazón es la primera respuesta a nuestra petición»11. Se trata de una transformación generalmente lenta y paulatina, a veces imperceptible, pero totalmente cierta, que hemos de aprender a reconocer y a agradecer. Así lo hacía san Josemaría el 7 de agosto de 1931: «Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la exCorte… Y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina»12. Ese cambio interior, reconocido en la oración, es un modo en el que habla Dios… ¡y qué modo! Entonces se entiende aquello que los alguaciles del Templo dijeron de Jesús: «Jamás habló así hombre alguno» (Jn 7, 46). Dios habla como nadie más puede hacerlo: cambiando el corazón.
La Palabra de Dios es eficaz (cfr. Hb 4, 12), nos cambia, su acción en el alma nos supera. Así lo dice el mismo Yahveh por boca de Isaías: «Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos. Como la lluvia y la nieve descienden de los cielos, y no vuelven allá, sino que riegan la tierra, la fecundan, la hacen germinar, y dan simiente al sembrador y pan a quien ha de comer, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío, sino que hará lo que Yo quiero» (Is 55, 9-11). Esta eficacia misteriosa nos invita también a la humildad, que «es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración»13, porque nos ayuda a confiar y a abrirnos a la acción de Dios.
En una ocasión, san Josemaría señalaba que Jesucristo, presente en el sagrario, «es un Señor que habla cuando quiere, cuando menos se espera, y dice cosas concretas. Después calla, porque desea la respuesta de nuestra fe y de nuestra lealtad»14. En efecto, se entra en oración no por la puerta del sentimiento –ver, oír, sentir– sino «por la puerta estrecha de la fe»15, manifestada en el cuidado y la perseverancia que ponemos en nuestros ratos de oración; aunque a veces no lo veamos inmediatamente, estos siempre tienen fruto.
Así le ocurrió también muchas veces al fundador del Opus Dei; por ejemplo, el 16 de octubre de 1931, según lo relata él mismo: «Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa»16. San Josemaría intenta, aparentemente sin éxito, hacer la oración en un lugar recogido. Sin embargo, pocos minutos después, en el bullicio de un tranvía lleno de gente, al empezar a leer las noticias del día, es arrebatado por la gracia de Dios y llevado, en sus propias palabras, a la oración más subida que nunca tuvo.
Muchos otros santos han sido testigos de esa libertad de Dios para hablar al alma cuando quiere. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, lo explicaba con la imagen de la leña y el fuego. Muchas veces le había ocurrido que, a pesar de poner todo su esfuerzo –la leña–, finalmente la oración –el fuego– no brotaba. Escribe: «Me reía de mí y gustaba de ver la bajeza de un alma cuando no anda Dios siempre obrando en ella. (…) Aunque pone leña y hace eso poco que puede de su parte, no hay arder el fuego de su amor. (…) Entonces un alma, aunque se quiebre la cabeza en soplar y concertar los leños, parece que todo lo ahoga más. Creo es lo mejor rendirse del todo a que no puede nada por sí sola»17, porque Dios habla cuando quiere.
A la vez, de hecho, Dios nos ha hablado muchas veces. Mejor: no deja en ningún momento de hablarnos. En cierto modo, aprender a orar es aprender a reconocer la voz de Dios en sus obras, como el mismo Jesús hizo ver a san Juan Bautista. El Espíritu Santo no cesa de actuar en nuestro interior. Por eso san Pablo podía recordar a los Corintios que «nadie puede decir: "¡Señor Jesús!", sino por el Espíritu Santo» (1Co 12, 3). Eso nos llena de paz. Quien pierde esto de vista puede caer fácilmente en la desesperanza: «Hay quienes buscan a Dios por medio de la oración, pero se desalientan pronto porque ignoran que la oración viene también del Espíritu Santo y no solamente de ellos»18. Para no desanimarnos nunca en la oración, es necesario tener una gran confianza en la acción multiforme y misteriosa del Espíritu en nuestras almas: «El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4, 26).
Dios habla actuando en nuestras propias potencias, que puede mover desde dentro: habla a nuestra inteligencia, a través de las inspiraciones; a nuestros sentimientos, a través de los afectos; a nuestra voluntad, a través de los propósitos. Por eso, como enseñaba san Josemaría, al finalizar nuestra oración podemos decir: «Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en este rato de oración».
Al considerar esta realidad, sin embargo, puede presentarse una duda: «¿Cómo sé que es él quien me habla? ¿Cómo puedo saber que esos propósitos, afectos e inspiraciones no son simples ocurrencias, deseos y sentimientos míos?». La respuesta no es fácil. Orar es un arte que se aprende con el paso del tiempo y con la ayuda de la dirección espiritual. Pero sí podemos decir que viene de Dios todo lo que nos lleva a amarle más a él y a los demás, a cumplir su voluntad, también cuando eso implica sacrificio y generosidad. Son muchas las personas habituadas a orar que pueden decir: «En mi oración pienso las mismas cosas que pienso a lo largo del día pero con una diferencia: termino siempre con un "pero no se haga mi voluntad sino la tuya" en el corazón, y eso no me pasa en los otros momentos».
Dios habla, muchas veces, directamente al corazón: conoce su lenguaje como nadie. Lo hace a través de deseos profundos que él mismo siembra. Por eso, escuchar a Dios muchas veces consiste en bucear en el propio corazón y tener la valentía de poner ante el Señor nuestros anhelos, con la intención de discernir lo que nos lleva a cumplir su voluntad y lo que no. ¿Qué deseo realmente? ¿Por qué? ¿De dónde vienen estos impulsos? ¿A dónde me conducen? ¿Estoy engañándome, fingiendo que no están ahí e ignorándolos? Ante estas preguntas, normales en quien quiere vivir una vida de oración, el Papa Francisco nos recomienda: «Para no equivocarse hay que (…) preguntarse: ¿me conozco a mí mismo, más allá de las apariencias o de mis sensaciones?, ¿conozco lo que alegra o entristece mi corazón?»19.
Además de hablar a nuestro corazón y a nuestra inteligencia, Dios también nos interpela por medio de nuestros sentidos internos: habla a nuestra imaginación, suscitando una escena o una imagen; y habla a nuestra memoria, trayendo un recuerdo o unas palabras que pueden ser una respuesta a nuestra oración o una indicación de sus deseos. Así le ocurrió a san Josemaría el 8 de septiembre de 1931. Estaba rezando en la iglesia del Patronato de Enfermos –como él mismo nos dice, sin muchas ganas– con la imaginación suelta, «cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria: Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere (…) (instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia): dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: Et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum: apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer estas palabras (pues, –repito– como si Dios tuviera empeño en ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que "la Obra de Dios estará con Él en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre"» 20.
Para hablarnos, pues, Dios puede servirse de las notas que tomamos en un curso de retiro, durante una lectura, o en un medio de formación, especialmente cuando las releemos en la oración, tratando de captar su sentido. Allí quizás podremos descubrir un hilo conductor o repeticiones que nos den una pista de lo que el Señor quiere decirnos.
Es verdad que alguna vez el Señor habla claramente y de manera sobrenatural, pero eso no suele ser lo común. Ordinariamente Dios habla bajito y por eso a veces no nos percatamos de los pequeños regalos –propósitos, afectos, inspiraciones– que nos ofrece en una oración sencilla. Nos puede ocurrir como al general sirio Naamán que, cuando el profeta Eliseo lo animó a bañarse siete veces en el río para que se curara de su lepra, se lamentaba diciendo: «Yo me imaginaba que saldría hasta mí y de pie invocaría el nombre del Señor, su Dios; pondría su mano donde está la lepra y me curaría de ella» (2R 5, 11). Naamán había acudido al Dios de Israel esperando algo llamativo, incluso ruidoso. Afortunadamente, sus siervos le hicieron recapacitar: «Si el profeta te hubiera mandado algo difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha dicho: "Lávate y quedarás limpio"» (2R 5, 13). El general volvió para cumplir el consejo, aparentemente demasiado ordinario, y de este modo entró en contacto con el poder salvador de Dios. En la oración, conviene valorar esas pequeñas luces sobre lo ya sabido, las mociones del Espíritu Santo en lo de siempre, los afectos de pequeña intensidad, los propósitos fáciles, sin despreciarlos por prosaicos, ya que todo eso puede ser de Dios.
«Generalmente, Dios no habla demasiado alto, pero sí nos habla una y otra vez», explicaba una vez Joseph Ratzinger. «Oírle depende, como es natural, de que el receptor –digamos– y el emisor estén en sintonía. Ahora en nuestro tiempo, con nuestro actual estilo de vida y forma de pensar, hay demasiadas interferencias entre los dos y sintonizar resulta particularmente difícil… Es obvio que Dios no habla demasiado alto; pero a lo largo de toda la vida sí nos habla por signos o sirviéndose de encuentros con otras personas. Basta simplemente con estar un poco atentos y no consentir que las cosas de fuera nos absorban completamente»21. Esta capacidad de atención tiene mucho que ver con el recogimiento interior –a veces también exterior– y es algo en lo que nos hemos de entrenar. Para percibir a Dios es necesario procurarnos momentos en los que pausamos el trajín cotidiano y afrontamos la fuerza de la soledad con él. Necesitamos silencio.
Lo cierto es que Dios nos habla de mil maneras. Puede ocurrir que estemos tan acostumbrados a sus dones que ya no nos demos cuenta, que no lo reconozcamos, como ocurría a los paisanos de Jesús: «¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no viven entre nosotros?» (Mt 13, 55-56). Hemos de pedir al Espíritu Santo que nos dilate las pupilas, nos abra los oídos, nos purifique el corazón y nos ilumine la conciencia para saber reconocer su murmullo incesante, ese rumor inmortal dentro de nosotros.
Cuando Jesús responde a los discípulos de Juan el Bautista enumerando sus signos –«los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio» (Mt 11, 5)– está anunciando el cumplimiento de las antiguas profecías de la Sagrada Escritura sobre el Mesías. Y es que Dios nos ha hablado y nos habla a cada uno, de manera eminente, a través de la Sagrada Escritura: «En los Libros Sagrados, el Padre que está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con ellos» 22. Por eso, «la oración debe acompañar a la lectura de la Sagrada Escritura, para que se entable un diálogo entre Dios y el hombre; porque "a Él hablamos cuando oramos, y a Él escuchamos cuando leemos las palabras divinas" (San Ambrosio, off. 1, 88)»23. Las palabras de la Biblia no solo son inspiradas por Dios: son también inspiradoras de Dios.
De manera especial escuchamos a Dios en los Evangelios, que recogen las palabras y hechos de Nuestro Señor Jesucristo. Así lo recalca el autor de la Carta a los Hebreos: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1, 1-2). San Agustín consideraba que el Evangelio era «la boca de Cristo: está sentado en el Cielo, pero no deja de hablar en la tierra»24. Por eso nuestra oración vive de la meditación del Evangelio; leyendo, meditando, releyendo, grabando en la memoria, considerando una y otra vez sus palabras, Dios nos habla al corazón.
San Josemaría, siguiendo la tradición de la Iglesia, recomendaba continuamente escuchar a Dios a través de la meditación de los Evangelios: «Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»25. Nuestro esfuerzo se expresa en acciones concretas: imaginar la escena, intervenir en los pasajes, considerar un rasgo del Maestro, contarle lo que nos pasa… Y le sigue esa posible respuesta de Dios: indicarnos tal o cual cosa, suscitar mociones interiores en nuestra alma, hacernos caer en la cuenta de algo. Así se construye el diálogo con él.
En otra ocasión, san Josemaría también nos animaba a contemplar e imitar a Jesucristo con estas palabras: «Sé tú un personaje en aquella trama divina, y reacciona. Contempla los milagros de Cristo, oye el flujo y el reflujo de la muchedumbre en torno a Él, cambia palabras de amistad con los primeros Doce… Mira al Señor a los ojos y enamórate de Él, para ser tú otro Cristo»26. Contemplar, oír, cambiar palabras de amistad, mirar… son acciones que requieren despertar y poner en marcha nuestras facultades y sentidos, nuestra imaginación y nuestra inteligencia. Porque cada uno de nosotros está allí, en cada página del Evangelio. Cada escena, cada acto de Jesús, está dando sentido e ilumina mi vida. Sus palabras se dirigen a mí y sostienen mi existencia.
José Brage
La oración a cámara lenta
En el siglo pasado se habló mucho sobre el teléfono rojo que comunicaba a los dirigentes de dos grandes potencias mundiales, aunque estas se encontrasen a miles de kilómetros de distancia entre sí. La idea de poder hablar inmediatamente con personas tan lejanas causó mucha sorpresa. Todavía quedaban muy lejos los dispositivos móviles que hoy conocemos. Refiriéndose a este artefacto, san Josemaría decía en 1972 que nosotros tenemos «un hilo directo con Dios Nuestro Señor, mucho más directo (…). Es tan bueno, que está siempre disponible, que no nos hace aguardar» 1.
Por la fe sabemos que el Señor está siempre al otro lado de la línea. Sin embargo, ¡cuántas veces hemos experimentado dificultades para oírle o para ser constantes en los tiempos de oración que nos hemos propuesto! Algunas personas las expresan diciendo que «no conectan con Dios». Se trata de una experiencia dolorosa que probablemente habremos vivido también nosotros, y que puede conducir al abandono de la oración. A veces, por mucho empeño que pongamos, incluso habiéndolo hecho durante años, persiste la sensación de no saber hablar con Dios: aunque estamos seguros de tener un hilo directo con él, no conseguimos salir del monólogo interior; no alcanzamos esa intimidad que tanto ansiamos.
El Papa Francisco nos alienta a no desfallecer; a «mantener la conexión con Jesús, estar en línea con Él (…). Así como te preocupa no perder la conexión a internet, cuida que esté activa tu conexión con el Señor, y eso significa no cortar el diálogo, escucharlo, contarle tus cosas» 2. ¿Cómo mantenernos despiertos al otro lado de la línea? ¿Qué podemos hacer para que nuestra oración sea un diálogo de dos? ¿Cuál es el camino para seguir creciendo, con el paso de los años, en intimidad con el Señor?
Después de la Resurrección, los discípulos se trasladan a Galilea, porque así se lo había indicado el Señor a las santas mujeres: «Allí me verán» (Mt 28, 10). Está amaneciendo. Pedro y Juan, acompañados por otros cinco, reman hacia la tierra después de una noche de pesca infructuosa. Jesús los mira desde la orilla (cfr. Jn 20, 4). De manera similar, al comenzar a orar nos ponemos en presencia de Jesús, sabiendo que él está aguardándonos; él nos observa desde la orilla en actitud de espera y de escucha. Nos ayudará imaginar que la mirada del Señor se posa sobre nosotros durante la oración. También nosotros queremos mirarle: «Que yo te vea: aquí está el núcleo de la oración» 3. En el origen del diálogo con Dios, efectivamente, hay un cruce de miradas entre dos personas que se aman: «Mirar a Dios y dejarse mirar por Dios: esto es rezar» 4.
Pero deseamos también escuchar sus palabras, percibir cuánto nos quiere y conocer lo que desea. Los discípulos no habían pescado nada, pero Jesús les habla, les da instrucciones para que no vuelvan con las manos vacías: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21, 6). Las buenas conversaciones dependen muchas veces de la sintonía que se establece con las primeras palabras. Del mismo modo, los primeros minutos de oración son importantes porque marcan una pauta para los restantes. Empeñarse en comenzar la conversación nos ayudará a mantener vivo el diálogo posterior con más facilidad.
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Hasta ese momento, quienes iban en la barca dudaban. Al ver las redes llenas de peces, al darse cuenta de que haber entrado en aquel diálogo con Jesús ha sido más eficaz que tantas horas de esfuerzo solitario, Juan dice a Pedro, sin dudar: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7). Esta certeza es ya un comienzo de oración: el Señor está aquí, junto a nosotros, tanto si estamos delante del tabernáculo como en cualquier otro lugar.
Arrastrando la barca, pesada por las redes llenas, los discípulos alcanzan la orilla. Allí se encuentran con un inesperado desayuno de panes y peces a la brasa. Al sentarse en torno al fuego, comen en silencio. Ninguno se atreve a preguntarle: "¿Tú quién eres?", «pues sabían que era el Señor» (Jn 21, 12). El peso de la conversación recae sobre Jesús. Ciertamente, la clave en la oración está en dejarle hacer a Dios, más que en el esfuerzo del propio corazón. Por eso, una vez que preguntaron a san Juan Pablo II cómo era su oración, respondió: «¡Habría que preguntárselo al Espíritu Santo! El Papa reza tal como el Espíritu Santo le permite rezar» 5. El elemento más importante es el tú, porque es Dios quien tiene la iniciativa.
Tras ponernos en presencia de Dios, es necesario apagar los ruidos y perseguir un silencio interior que supone cierto esfuerzo. Así será más fácil escuchar la voz de Jesús que nos pregunta: «Muchachos, ¿tenéis algo de comer?» (Jn 21, 5); o que nos indica: «Traed algunos de los peces» (Jn 21, 10); o que nos pide amablemente: «Sígueme» (Jn 21, 19). El Catecismo de la Iglesia señala que es necesario un combate por desconectar para conectar y, así, hablar con Dios en la soledad de nuestro corazón 6. Los santos han repetido muchas veces este consejo: «Deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes (…). Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma mía, di a Dios: «Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro» (Sal 27, 8)» 7.
Esto no siempre resultará sencillo, porque las tareas y preocupaciones habituales captan fuertemente nuestra memoria e imaginación y pueden llenar nuestra interioridad. No existe una varita mágica para este problema, porque las distracciones son de ordinario inevitables y es difícil mantener una atención sin altibajos. San Josemaría aconsejaba convertirlas en tema de conversación con Jesús, aprovechando «para pedir por el objeto de esa distracción, por aquellas personas, y dejar actuar al Señor, que saca siempre lo que quiere de cada flor» 8. Es también una ayuda eficaz encontrar buenos momentos y lugares propicios; aunque se puede orar en todo lugar, no todas las circunstancias facilitan el diálogo ni expresan de igual modo los deseos sinceros de orar.
Con el objetivo de facilitar la conexión, san Josemaría recomendaba una oración introductoria que él solía utilizar. En esas palabras nos enseña a comenzar con un acto de fe y con una disposición humilde: «Creo que estás aquí», «te adoro con reverencia». Es simplemente una manera de decirle a Jesús: «He venido a estar contigo, quiero hablarte y deseo que tú también me hables; te dedico estos momentos con la ilusión de que este encuentro me ayude a unirme más a tu voluntad». Al decir «creo firmemente», estamos expresando una realidad, pero también un deseo; pedimos al Señor que nos aumente la fe, porque sabemos que «la fe es la que otorga alas a la oración» 9. Y ese acto de fe nos lleva inmediatamente a la adoración con la que reconocemos, por un lado, su grandeza y, al mismo tiempo, le manifestamos la decisión de abandonarnos en sus manos. A renglón seguido, reconocemos nuestras debilidades, pidiendo perdón y gracia, porque «la humildad es la base de la oración»10. Nos sabemos pequeños delante de su grandeza, carentes de recursos propios. La oración es un don gratuito que el hombre debe pedir como un mendigo. Por eso san Josemaría concluía que «la oración es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria»11.
Creer, adorar, pedir perdón y solicitar ayuda: cuatro movimientos del corazón que nos abren a una buena conexión. Nos puede ayudar la repetición serena de esta oración introductoria, degustándola palabra por palabra. Quizá convenga repetirla varias veces hasta que nuestra atención quede centrada en el Señor. Puede servirnos también construir una oración introductoria más personalizada y emplearla cuando estemos más secos o dispersos. En general, si nos encontramos distraídos o con la mente vacía, repetir despacio una oración vocal (el padrenuestro o la que más nos mueva en ese momento) es ventajoso para fijar la atención y serenar el alma: una, dos, tres veces, cuidando la cadencia, reposando las palabras o cambiando alguna de ellas.
Esa conexión inicial antecede al núcleo de la oración, a ese «diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad»12. Si volvemos a aquel amanecer en el que los discípulos continuaban sorprendidos por la milagrosa pesca, Jesús enciende un fuego para calentar lo que ha preparado. Podemos imaginar cómo lo haría, sorteando los posibles escollos para que el fuego cogiera cuerpo. De la misma manera, si consideramos la oración como una pequeña hoguera que deseamos ver crecer, en primer lugar necesitamos encontrar un combustible adecuado.
El combustible que alimenta la hoguera es ordinariamente el conjunto de tareas que tenemos entre manos y nuestras propias circunstancias personales: el tema del diálogo es nuestra vida. Nuestras alegrías, tristezas y preocupaciones, son el mejor resumen de lo que llevamos en el corazón. Con palabras sencillas, nuestra conversación va pegada al terreno del acontecer diario, como podemos imaginar que sucedió en el desayuno pascual. Incluso, en no pocas ocasiones, comenzará con un: «Señor, ¡que no sé!»13. Asimismo, la oración cristiana no se limita a abrir la propia intimidad a Dios, ya que de un modo especial alimentamos la hoguera con la misma vida de Cristo. Hablamos con Dios también de él, de su paso por la tierra, de sus deseos de redención. Junto a todo esto, nos sentimos responsables de nuestros hermanos: «El cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones, los problemas, tantas cosas»14.
A partir de aquí, cada uno buscará maneras de orar que le vengan mejor. No existen reglas fijas. Indudablemente seguir un cierto método nos permite saber qué hacer hasta que experimentemos la iniciativa de Dios. Así, por ejemplo, Hay personas a las que les sirve tener un plan flexible de oración a lo largo de la semana. En ocasiones, escribir lo que decimos ofrece muchas ventajas para no distraernos. La oración será de una manera en periodos de trabajo intenso y de otra en épocas más pacíficas; también irá acompasada al tiempo litúrgico en el que se encuentra la Iglesia. Hay muchos caminos que se nos abren: zambullirnos en la contemplación del Evangelio buscando la Humanidad Santísima del Señor o meditar un tema acompañados de un buen libro, conscientes de que la lectura facilita el examen; habrá días de más petición, alabanza o adoración; otras veces rezar con sosiego jaculatorias será un buen sendero, particularmente en momentos de agitación interior; y habrá también las ocasiones en que nos quedaremos callados, sabiéndonos mirados cariñosamente por Cristo o por María. Al final, sea cual sea el camino por el que nos haya llevado el Espíritu Santo, todo nos conducirá a «conocerle y conocerte»15.
Además de un buen combustible, nos conviene tener en cuenta los obstáculos que podemos encontrar para mantener viva la llama: el viento de la imaginación que intenta apagar la débil llama inicial, y la hojarasca húmeda de las pequeñas miserias que procuraremos quemar.
La imaginación, ciertamente, tiene un papel importante en el diálogo y habrá que contar con ella especialmente cuando contemplamos la vida del Señor. Pero, al mismo tiempo, no hay que olvidar que es la loca de la casa: la que suele llevar la voz cantante en nuestros mundos de fantasía. Tener la imaginación demasiado suelta y sin control es fuente de dispersión. De ahí la necesidad de rechazar las acometidas del viento que quiere apagar el fuego y, a la vez, de alentar las que ayudan a avivarlo. Hay en este sentido un detalle significativo en el encuentro del Resucitado con sus discípulos en la orilla del Tiberíades. Solo uno de ellos ha estado en el Calvario, san Juan, y es precisamente él quien descubre al Señor. El contacto con la cruz ha purificado su mirada: se ha hecho más fina y acertada. El dolor allana el camino de la oración; la mortificación interior conduce a la imaginación a avivar la hoguera, evitando que se convierta en un viento descontrolado que la sofoque.
Finalmente, hemos de tener en cuenta la humedad de la hojarasca. En nuestro interior hay un submundo de malos recuerdos, pequeños rencores, susceptibilidades, envidias, comparaciones, sensualidad y deseos de éxito que nos centran en nosotros mismos. La oración nos lleva precisamente en la dirección contraria: a olvidarnos del yo, con el objetivo de centrarnos en Dios. Necesitamos que ese fondo afectivo se ventile en nuestra oración, sacando esa humedad a la luz, poniéndola ante el sol que es Dios y decir: «Mira esto, y esto, tan malo, lo dejo ante ti, Señor: purifícalo». Entonces, le pediremos ayuda para perdonar, olvidar, alegrarnos del bien ajeno; para ver la parte positiva de las cosas, rechazar las tentaciones o agradecer las humillaciones. De esta forma se evaporará esa humedad que podría dificultar nuestra conversación con Dios.
Conexión, diálogo y balance. El tramo final de la oración es momento de represar, de saber qué nos llevamos. Esto conducía a san Josemaría a pensar en los «propósitos, afectos e inspiraciones». Después del diálogo con Dios brota con sencillez un deseo de mejora, de cumplir su voluntad. Ese deseo, decía san Agustín, es ya buena oración: mientras sigas deseando, seguirás orando16. Las intenciones que se habrán formado en nosotros algunas veces se podrán plasmar en propósitos que, con frecuencia, serán concretos y prácticos. En cualquier caso, la oración servirá de impulso para vivir en presencia de Dios las horas siguientes. Los afectos han podido estar presentes con mayor o menor viveza; no siempre son importantes, pero si nunca los hubiera tendríamos que preguntarnos dónde ponemos habitualmente el corazón. Desde luego, no son necesariamente emociones sensibles, porque los afectos también pueden suscitarse con los tranquilos deseos de la voluntad, como cuando uno quiere querer.
Las inspiraciones son luces de Dios que convendrá anotar, porque nos ayudarán mucho en otros ratos de oración. Pasado el tiempo, pueden ser un buen combustible que despierte el alma en momentos más áridos, en los que estemos poco lúcidos o apáticos. Aunque cuando vislumbramos esas inspiraciones nos parece que nunca las olvidaremos, en realidad el tiempo desgasta la memoria. Por eso conviene apuntarlas en caliente, cuando se escriben con una viveza singular: «Esas palabras, que te han herido en la oración, grábalas en tu memoria y recítalas pausadamente muchas veces durante el día»17.
No nos olvidamos de la ayuda que nos ofrecen los aliados del cielo. Al sentirnos débiles acudimos a los que están más cerca de Dios. Lo podemos hacer tanto al principio como al final, y también en las ocasiones en las que notemos la dificultad por mantener viva la llama. Especialmente presente estará nuestra Madre, su esposo José y el ángel de la guarda que nos «traerá santas inspiraciones»18.
José Manuel Antuña
La oración que hace memoria
Cuando la vio entrar en su casa, Isabel se dio cuenta de que María había dejado ya hacía tiempo de ser una niña. Probablemente la había visto nacer y crecer, tan especial como era ella, ya desde muy pequeña. Después habían vivido lejos una de la otra. Al reconocerla ahora en el dintel de su casa, se llenó de alegría. El evangelista nos dice que la recibió con júbilo: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 43). Se trataba de un gozo profundo, que surgía de una vida cuajada de oración. Tanto ella como Zacarías eran considerados santos –justos– según la Escritura y la gente los observaba con cierta admiración (cfr. Lc 1, 6). Sin embargo, solo ellos dos sabían todo lo que había detrás de tantos años vividos junto a Dios: se trataba de experiencias que tenían bastante de incomunicable, como nos sucede a todos. El gozo de Isabel surgía a partir de un pasado lleno de dolor y esperanza, de sinsabores y reencuentros, en el que todo había ido haciendo cada vez más profunda su relación con Dios. Solo ella sabía del desconcierto que había creado en su corazón el hecho de no poder ser madre, cuando esa bendición era lo más esperado por una mujer en Israel. Pero el Señor había querido hacerla pasar por aquello para elevarla a una intimidad mayor con él.
Nuestra relación con Dios, nuestra oración, tiene también siempre algo único, incomunicable, como la de Isabel; tiene algo del ave solitaria (Cfr. Sal 102, 8) a la que, como decía san Josemaría, Dios puede elevar como las águilas, hasta ver de hito en hito el sol. Solo él conoce cuáles son los tiempos y momentos adecuados para cada uno. Dios desea esa intimidad divinizadora con nosotros mucho más de lo que podemos imaginar. Pero el hecho de que solo él conozca los tiempos –como conocía el momento oportuno para que naciese Juan el Bautista– no impide que cada uno de nosotros pueda anhelar, en cada instante, una intimidad mayor con el Señor. Tampoco impide que la pidamos constantemente, buscando lo más alto, estirando el cuello entre la gente para ver a Jesús que pasa, o subiéndonos a un árbol si hace falta, como Zaqueo. Podemos imaginar que Isabel movió su corazón muchas veces hacia Dios, y que empujaba a su marido a hacer lo mismo, hasta que este finalmente oyó: «Tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan» (Lc 1, 14).
Para Isabel, lo que terminaría siendo una oración confiada en el Señor tuvo que pasar por el horno purificador del tiempo y de las adversidades. Atardecía en su vida, y Dios seguía oculto en un aspecto crucial: ¿Por qué parecía que él no había escuchado sus plegarias de tantos años? ¿Por qué no le había dado un hijo? ¿Es que ni siquiera el sacerdocio de su marido era suficiente? En aquella necesidad expuesta, en la debilidad orante o en el aparente silencio de Dios, su fe, su esperanza y su caridad se purificaron; porque no solo perseveró, sino que se dejó transformar cada día, aceptando, siempre y en todo, la voluntad del Señor. Quizá precisamente la identificación con la cruz –que Isabel, de algún modo, pregustó– sea el mejor modo de comprobar la autenticidad de nuestra oración: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 24, 42). Si los justos de la antigua alianza vivieron en esa aceptación, y después Jesús hizo de esa actitud hacia el Padre el motivo de su vida entera, también los cristianos estamos llamados a unirnos a Dios de este modo; siempre es tiempo oportuno para rezar así: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4, 34).
Tal vez la misma Isabel había mantenido encendida la llama de la oración del viejo Zacarías, hasta que a su marido finalmente se le apareció un ángel: a ella, a la que llamaban estéril, el Señor le daría un hijo «porque para Dios no hay nada imposible» (Lc 1, 36). Así, dejándose llevar per aspera ad astra –tras una imprescindible tarea de purificación que él realiza en quien se deja– Isabel llegó al exclamar en oración lo que, pasados tantos años, nosotros continuamos repitiendo diariamente: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42).
Saber que nuestro camino hacia Dios trae consigo una identificación profunda con la cruz es esencial para darnos cuenta de cómo es en realidad un avance lo que a veces parece simple estancamiento. Así, en lugar de vivir esperando tiempos mejores, o una oración más conforme a nuestros gustos, aceptaremos con agradecimiento el alimento que Dios nos quiere dar: «Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre» 1. Por eso conviene que nos preguntemos: ¿De dónde quiero comer? ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la de la carne, los ajos y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma? ¿Quiero comer alimento sólido o seguir alimentándome de leche? (Cfr. 1Co 3, 2).
En la vida puede surgir la tentación de mirar atrás y de desear, como sucedía a los israelitas, los ajos y las cebollas de Egipto. El maná, un alimento que en su momento percibieron como bendición y signo de protección (cfr. Nm 21, 5), llegó a cansarlos. Puede ocurrirnos lo mismo a nosotros, sobre todo si nos enfriamos, a base de desatender el abecedario elemental de la oración: buscar el recogimiento, cuidar los detalles de piedad, elegir el mejor tiempo, ser cariñosos… Es entonces, con más motivo, el momento de recordar, de hacer memoria, de buscar en la oración y en las lecturas espirituales ese alimento sólido del que habla san Pablo, un alimento que abre horizontes de vida.
Hacer memoria en la oración es mucho más que un simple recuerdo: tiene que ver con el concepto de memorial propio de la religión de Israel; es decir, se trata de un acontecimiento salvífico que trae hasta el momento presente la obra de la redención. La oración memoriosa es un conversar nuevo sobre lo ya conocido, un recuerdo del pasado que se percibe otra vez de manera presente. Los episodios centrales de nuestra relación con Dios los entendemos y los vivimos de manera diferente cada vez. Así le sucedió quizá a Isabel cuando, desde su maternidad recién adquirida, percibió de modo nuevo a qué la destinaba Dios.
Con el paso de los años, al compás de nuestra entrega y de nuestras resistencias, el Señor va mostrándonos las distintas profundidades de su misterio. Él quiere llevarnos muy alto, como en una espiral que va ascendiendo lentamente, dando vueltas y más vueltas. Es cierto que podemos no ascender y permanecer trazando círculos en horizontal, o que podemos también descender estrepitosamente o incluso salirnos por la tangente y abandonar el trato con nuestro Creador…, pero él no ceja en su empeño por llevarlo a cabo: el suyo es un plan de elección y de justificación, de santificación y de glorificación (cfr. Rm 8, 28-30).
Como tantos autores, san Josemaría describe ese proceso con enorme realismo y belleza. El alma se va «hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto» 2. Cuando meditamos los misterios de la filiación divina, la identificación con Cristo, el amor a la voluntad del Padre, el afán de corredención… e intuimos que todo aquello es un don del Espíritu Santo, calibramos mejor nuestra deuda con él. Y entonces crece impetuosamente en nosotros el agradecimiento. Nos despertamos a sus mociones, que son mucho más frecuentes de lo que pensamos: «Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir» 3.
Así, con asombro, se nos va desvelando la inmensidad del amor que hemos recibido de Dios durante toda nuestra vida: día tras día, año tras año… ¡desde el seno materno! «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1Jn 4, 10). Sobrecogidos, nos descubrimos inmersos en un amor fascinante, cuidadoso, desarmante. Así le sucede a Isabel: «Se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente» (Lc 1, 25). Tras años de oscuridad, toma conciencia de ser amada de manera infinita por quien es la fuente de todo amor; y esto de una manera que ni se merece, ni es capaz de valorar del todo, ni alcanza a corresponder: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 43); ¿cómo es posible que Dios me ame tanto? Y también, con algo de desconcierto y de dolor: ¿cómo no me había dado cuenta antes? ¿En qué estaba pensando?
Toda buena oración prepara el corazón para saber qué pedir (cfr. Rm 8, 26) y para recibir lo que pedimos. Poner un poco de amor a Dios en cada detalle de piedad, grande o pequeño, facilita el camino. Tratar a Jesucristo por su nombre, cariñosamente, expresándole nuestro afecto sin pudor, acerca el momento. Debemos insistir y responder con prontitud a los pequeños toques del amor. Hacer «memoria de las cosas bellas, grandes, que el Señor ha hecho en la vida de cada uno de nosotros», pues una oración memoriosa «hace mucho bien al corazón cristiano» 4. Por eso san Josemaría en su predicación solía recomendar: «Que cada uno de nosotros medite en lo que Dios ha realizado por él» 5.
Tantas veces, Isabel volvería sobre lo que el Señor había hecho con ella. ¡Cómo se había transformado su vida! ¡Y qué audaz debió de volverse! Desde entonces, todos sus comportamientos adquieren una riqueza singular. Se esconde durante meses por pudor, como hicieron los profetas, para significar con gestos la acción divina (cfr. Lc 1, 24); recibe una mayor claridad para seguir sus designios: «¡No!, se va a llamar Juan» (Lc 1, 60). También es capaz de vislumbrar la obra de Dios en su prima: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). Isabel se comporta como quien trata a Dios con todo su corazón.
De igual modo, en nuestra oración debe haber amor y lucha, alabanza y reparación, adoración y petición, afectos e intelecto. Es necesario atreverse con todas las letras del abecedario, con todas las notas de la escala musical, con toda la paleta de colores, porque ya se ha entendido que no se trata de cumplir, sino de amar con todo el corazón. Los ejercicios de piedad, las personas, los quehaceres de cada día…, son lo mismo que antes, pero no se viven ya de la misma forma. Aumenta así la libertad de espíritu, la «capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno» 6. Lo que antes se presentaba como una pesada obligación, se convierte en una ocasión de encuentro con el amor. Los vencimientos siguen costando, pero ahora esos esfuerzos se llevan a cabo con alegría.
Ante la infinitud del amor descubierto y de la pobre correspondencia humana, el corazón se deshace en una honda oración de desagravio y de reparación; surge un dolor que arranca de los propios pecados y que mueve a una contrición personal. Crece el convencimiento de que «Dios es todo, yo no soy nada. Y por hoy basta» 7. Así podemos desprendernos de tantos escudos que nos dificultan el contacto con él. Surge también el agradecimiento sincero, profundo y explícito al Señor, que se torna en adoración, al «reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso» 8. Por eso conviene emplear todas las teclas del corazón. Para que la oración sea variada, enriquecedora, para que no discurra por cauces gastados; tanto si el sentimiento acompaña como si no, porque lo que gustamos de Dios no es todavía Dios: él es infinitamente más grande.
Rubén Herce
Las dificultades en la oración
Aproximadamente seis siglos antes del nacimiento de Jesús, el pueblo judío se encontraba dominado por Babilonia. Muchos habían sido llevados prisioneros a tierra extranjera. Las antiguas promesas parecían desvanecerse. La tentación de pensar que todo había sido un engaño era muy insidiosa. En este contexto, surgen textos proféticos sobre la liberación del pueblo y, especialmente, oráculos de mucha hondura espiritual en los que Dios manifiesta su cercanía en todo momento. «No temas», les repite una y otra vez: «Si atravesaras por aguas, estaría contigo; si por ríos, no te anegarían. Si caminaras por el fuego, no te quemaría, ni te abrasarían las llamas (…). No temas, que yo estoy contigo (…). Traedme a mis hijos desde lejos y a mis hijas desde los confines de la tierra» (Is 43, 1-6).
Esta llamada a confiar en Dios, ese consuelo en medio de las inquietudes de la vida, no desaparece en el Nuevo Testamento. Algunas veces el Señor se sirve de sus ángeles, como el día en que Zacarías, esposo de santa Isabel, entró a ofrecer incienso al santuario. «No temas, porque tu oración ha sido oída» (Lc 1, 13), le dice el ángel. Los mensajeros de Dios habían llevado un anuncio similar tanto a san José, que no sabía si recibir o no a María en su casa (cfr. Mt 1, 20), como a los pastores, que Dios quería como primeros adoradores del niño Jesús recién nacido (cfr. Lc 2, 10). Esta y otras muchas ocasiones son una muestra de que el Señor siempre quiere acompañarnos en las decisiones importantes de nuestra existencia, aunque a veces su presencia pueda ser menos palpable.
Pero no solo los profetas y los ángeles son portadores de ese no temas. El mismo Dios se hizo hombre continúa personalmente ese estribillo en medio de los caminos de Israel. Con esas mismas palabras, por ejemplo, Jesús anima a sus oyentes a no dejarse invadir por la incertidumbre del alimento o del vestido, sino a preocuparse sobre todo del Reino de Dios (cfr. Mt 10, 31); también Cristo quiere llevar paz al jefe de la sinagoga, que estaba por perder a su hija, pero que no había perdido su fe (cfr. Mt 5, 36); o dar sosiego a sus apóstoles cuando, tras una noche de tormenta, lo ven acercarse caminando sobre las aguas (cfr. Jn 6, 19); o tranquilizar a Pedro, Juan y Santiago, que vieron su gloria en el Tabor (cfr. Mt 17, 7). Dios busca siempre salir al paso de ese temor, natural ante las manifestaciones ordinarias o extraordinarias de sus acciones.
También san Josemaría notaba esa reacción divina al recordar un acontecimiento especial en su vida interior. Un día de verano del año 1931, mientras celebraba la santa Misa, comprendió de un modo especialmente claro que serían hombres y mujeres corrientes quienes levantarían la cruz de Cristo en todas las actividades humanas. «Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después, viene el ne timeas!, soy Yo» 1. Ese temor no se da solamente ante esas acciones singulares de la gracia. Se presenta también, de diversas maneras, en la vida cristiana ordinaria. Por ejemplo, cuando Dios nos hace vislumbrar la grandeza de su amor y de su misericordia, cuando comprendemos un poco mejor la profundidad de su entrega en la cruz y en la Eucaristía, o cuando experimentamos la invitación a seguirle más de cerca… y nos inquietamos acerca de las consecuencias que esas gracias pueden tener en nuestra vida.
La oración, mientras estemos en la tierra, es un combate 2. Resulta dramático que los deseos más nobles del corazón humano –como vivir en comunicación con nuestro propio Creador– hayan sido desfigurados y desviados por el pecado. Nuestros anhelos de amistad, amor, belleza, verdad, felicidad o paz están unidos, en nuestra situación actual, al esfuerzo por superar errores, a la dificultad para vencer algunas resistencias. Y esa condición general de la vida humana se da también en la relación con el Señor.
En los inicios de la vida de piedad, muchos se asustan porque piensan que no saben hacer oración, o se confunden ante los fracasos, las inconstancias y el desorden que pueden acompañar el inicio de cualquier tarea. Intuyen que acercarse al Señor significa «toparse con su Cruz» 3, y temen también que, con el pasar de los años, el Señor permita pruebas y oscuridades que exijan más de lo que pueden ofrecer. O prevén con aprensión la posibilidad de que los invada la rutina y, al final, tengan que conformarse con una mediocre relación con Dios.
«No temas». Estas palabras que escucharon Zacarías, José, los pastores, Pedro, Juan, Santiago y tantos otros también se dirigen a cada uno de nosotros a lo largo de toda nuestra vida. Nos recuerdan que, en la vida de la gracia, lo decisivo no es lo que hacemos sino lo que obra el Señor. «La oración es una tarea conjunta de Jesucristo y de cada uno de nosotros» 4 en la que el protagonista principal no es la criatura, que procura estar atenta a la acción de Dios, sino el Señor y su acción en el alma. Esto lo entendemos con facilidad cuando Dios nos abre nuevos horizontes, cuando despierta sentimientos de agradecimiento o nos invita a emprender senderos de santidad… Pero esa misma confianza debería continuar presente cuando aparecen las dificultades, cuando sentimos nuestra pequeñez y parece que se cierra la oscuridad a nuestro alrededor.
«Soy yo, no temáis». Jesús, así como entendía las dificultades, confusiones, miedos y dudas de aquellos que querían seguirle, lo sigue haciendo con cada uno de nosotros. Nuestro empeño por vivir a su lado es siempre menor que el suyo por tenernos cerca. Es él quien está empeñado en que seamos felices y es lo suficientemente fuerte para lograr ese designio suyo, contando incluso con nuestras fragilidades. Por nuestra parte, tenemos que hacer lo posible por entrar en auténticos caminos de oración.
Aunque la capacidad de conversar con los demás parece algo espontáneo o natural, en realidad aprendimos a hablar y descubrimos las actitudes elementales del diálogo con ayuda de otros, muy lentamente. Lo mismo ocurre en el trato con Dios, porque «la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso» 5. Por eso es comprensible que los discípulos hayan pedido a Jesús que les enseñase a orar (cfr. Lc 12, 1).
Entre esas actitudes fundamentales para entrar en una vida de oración están la fe y la confianza, la humildad y la sinceridad. Cuando oramos con disposiciones equivocadas, aunque con frecuencia sean inconscientes, nuestros esfuerzos por hacer oración pueden ser vanos. Nos puede suceder, por ejemplo, que en realidad no queremos revisar lo que nos aleja de Dios; o que no estemos dispuestos a renunciar a nuestra autosuficiencia; o que, persiguiendo un modelo de eficacia que responde más a nuestros parámetros culturales que al dinamismo de la gracia de Dios, caigamos en la trampa de medir nuestra relación con el Señor solamente por los resultados que percibimos.
¿Cómo sustraernos a esas desviaciones? Quizá fomentando especialmente, entre esas disposiciones íntimas para orar, las que se refieren a la confianza en el Señor. En efecto, ciertas lagunas en la formación llevan a no pocas personas a vivir con una noción equivocada de Dios y de sí mismas, a pesar de su buena voluntad. Unas veces pueden imaginar que Dios es un juez rígido, que exige una conducta perfecta; otras, que hemos de recibir lo que pedimos tal y como lo queremos nosotros; o que los pecados son una barrera insalvable para alcanzar un trato sincero con el Señor. Aunque pueda parecer obvio, necesitamos construir nuestra vida de oración sobre el cimiento seguro de algunas verdades nucleares de la fe, como estas: que Dios es un Padre amoroso, y que goza con nosotros; que la oración es siempre eficaz porque él atiende nuestras súplicas, aunque sus caminos no sean los nuestros; o que nuestras ofensas son precisamente ocasión para acercarnos de nuevo a nuestro salvador.
«¿Que no sabes orar? –Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!…", está seguro de que has empezado a hacerla» 6. Como hizo con los apóstoles, el Señor nos va enseñando poco a poco a crecer en esas actitudes íntimas, si no nos escondemos en el monólogo interior ni en una oración anónima, ajena a nuestros deseos y preocupaciones reales 7.
Como les ocurría a los discípulos de la primera hora, nuestra relación con el Señor avanza en medio de las propias debilidades. La falta de tiempo, las distracciones, el cansancio o la rutina son habituales en la oración, de modo similar a como se dan también en las relaciones humanas. A veces esto exige cuidar el orden, vencer la pereza, situar lo importante por encima de lo urgente. Otras veces requiere realismo para ajustar con finura los momentos dedicados al Señor, como tiene que hacer una madre de familia que no puede desentenderse de sus hijos pequeños en ningún momento. Sabemos que, en ocasiones, «en la oración hace falta una atención difícil de encauzar» 8. Nos dispersan las preocupaciones, las tareas pendientes, los estímulos de las pantallas. Y nuestro propio mundo interior que se alborota, con las heridas del amor propio, las comparaciones, los sueños y fantasías, los resentimientos o los recuerdos de cualquier clase. Podemos experimentar que, a pesar de sabernos en la presencia de Dios, «bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos» 9.
Nos afecta también, como es lógico, el cansancio físico: «El trabajo rinde tu cuerpo y no puedes hacer oración»10. Nos puede servir de consuelo recordar que la fatiga también adormeció a los apóstoles en la gloria del Tabor (Lc 9, 32) o en la angustia de Getsemaní (Lc 22, 45). También cuando, además del cansancio físico, nos asalte ese cansancio interior, frecuente en el mundo contemporáneo, que nace de la ansiedad en las tareas, de la presión en la profesión y en las relaciones sociales, o de la incertidumbre ante el futuro…
El Señor entiende bien, y mucho mejor que nosotros, esas dificultades. Por eso, aunque nos hagan sufrir, porque desearíamos un trato más delicado con él, muchas veces «no importa si (…) no consigues concentrarte y recogerte»11. Podemos intentar hablar con Jesús precisamente de esos asuntos, noticias, personas o recuerdos que ocupan nuestra imaginación. A Dios le interesa todo lo nuestro, por trivial o insignificante que parezca. Y, con frecuencia, hablar estas cosas con él nos ayudará a valorar los asuntos, las personas o las reacciones de otro modo, con sentido sobrenatural, desde la caridad. Así como hacen los niños en brazos de su madre, podemos descansar en él, entregarle nuestro aturdimiento, refugiarnos en su corazón para alcanzar la paz.
Probablemente, las dificultades más graves para rezar tienen su origen en «las astucias del Tentador, que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios»12. Nuestro Señor fue tentado por el demonio al final de aquellos cuarenta días de retiro en el desierto, cuando sentía el hambre y la debilidad (Mt 4, 3). Ordinariamente, el maligno aprovecha nuestras distracciones y pecados para introducir en el alma la desconfianza, la desesperanza y la renuncia al amor. Por el contrario, como aparece constantemente en el Evangelio, nuestra debilidad es en realidad un motivo para acercarnos aún más al Señor. De hecho, «a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales»13; pero pueden convertirse en algo que nos une más a Dios.
No es esa, claro, la lógica del demonio. Sugestionándonos con aparentes sentimientos de humildad, el demonio puede hacernos creer que somos indignos de tratar a Dios, que nuestros deseos de entrega son ficticios y que en realidad esconden hipocresía y falta de determinación. «¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte?»14. La conciencia de nuestra indignidad puede provocar entonces un sufrimiento real, pero equivocado, que poco tiene que ver con el dolor verdadero, y que puede encerrarnos en una actitud quejumbrosa, hasta imposibilitar incluso la oración. Por supuesto que la tibieza y los pecados pueden ser un obstáculo para la oración, pero no en ese sentido. El Señor no deja de amarnos por grandes que sean nuestras flaquezas. No le asustan, ni le sorprenden, y no renuncia a su deseo de que alcancemos la santidad. Aunque llegásemos deliberadamente a pactar con la rutina, con el conformismo o con la tibieza, Dios no dejaría de esperar nuestro retorno.
Pero el enemigo también puede tentar «incluso cuando el alma arde encendida en el amor de Dios. Sabe que entonces la caída es más difícil, pero que –si consigue que la criatura ofenda a su Señor, aunque sea en poco– podrá lanzar sobre aquella conciencia la grave tentación de la desesperanza»15. Para protegernos de esta artimaña, para mantener viva la esperanza en todo momento, es necesario ser realistas: admitir nuestra poquedad, caer en la cuenta de que quizá nuestra idea de santidad es demasiado nuestra. Necesitamos advertir que lo único importante es agradar a Dios, y, sobre todo, que lo realmente decisivo es lo que obra el Señor con su amor poderoso, contando tanto con nuestra lucha como con nuestra flaqueza.
La esperanza cristiana no es una esperanza simplemente humana, basada en nuestras fuerzas, o en una intuición natural sobre la bondad del Creador. La esperanza es un don que nos excede, que el Espíritu Santo infunde y renueva constantemente en nosotros. Por eso, en los momentos de desaliento, «es la hora de clamar: acuérdate de las promesas que me has hecho, para llenarme de esperanza: esto me consuela en mi nada, y llena mi vivir de fortaleza» (Sal 119, 49-50)16. Es Dios quien nos ha llamado. Es Dios quien está empeñado, más que nosotros, en llevarnos a la unión con él y quien tiene el poder para conseguirlo.
A lo largo de la vida, como en todas las relaciones duraderas, el Señor nos va enseñando a entenderle cada vez mejor y a entendernos a nosotros mismos de manera nueva. La relación de Pedro con Jesús cambia mucho desde el principio, en su primer encuentro en las cercanías del Jordán, hasta después de su muerte y resurrección, en la orilla del lago de Genesaret. También ocurre así con nosotros. No debería extrañarnos que el Señor nos lleve por caminos divinos que no son los que teníamos pensados. A veces se esconde, aunque vayamos a buscarle con sincera piedad, como cuando no lo encontraron las mujeres que fueron al sepulcro (Lc 24, 3). Otras veces, en cambio, se hace presente cuando estamos encerrados en nosotros mismos, como cuando se presentó a los apóstoles en el cenáculo (Lc 24, 36), o a los discípulos en el camino de Emaús (Lc 24, 13-35). Si mantenemos la confianza, cuando pase el tiempo, descubriremos que aquella oscuridad era en realidad luminosa: que Cristo mismo nos abrazaba solícitamente –«no temas», nos repetía– en aquellos momentos en los que nos estaba forjando el corazón a la medida del suyo.
Jon Borobia
De la oración a la vida, y de la vida a la oración
«Cada día veo más claro lo cerca que está Jesús de mí en todos los momentos, le contaría detalles pequeñitos pero constantes, que ya ni me asombran, sino que se los agradezco y los espero constantemente» 1. La carta de la beata Guadalupe a la que pertenecen estas líneas debió de suponer, en su sencillez, una gran alegría para su destinatario, san Josemaría. Aunque Guadalupe llevaba apenas dos años en el Opus Dei, estas palabras son un testimonio de cómo la vida de piedad que había emprendido miraba precisamente a facilitar una continua presencia de Dios, para «hacer de nuestra vida corriente una continua oración» 2.
La doctrina es evangélica. Jesús habló a sus discípulos en distintos modos sobre «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1). En muchas ocasiones lo vemos dirigirse a su Padre a lo largo del día, como ante la tumba de Lázaro (cfr. Jn 11, 41-42) o cuando los apóstoles regresan de su primera misión, llenos de alegría (cfr. Mt 11, 25-26). Ya resucitado, el Señor se acerca a sus discípulos en muy variadas circunstancias: cuando se alejan llenos de tristeza, camino de Emaús; cuando están llenos de miedo, en el Cenáculo; cuando vuelven al trabajo, en el mar de Galilea… E incluso durante los instantes antes de volver junto a su Padre, Jesús les asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Los primeros cristianos eran muy conscientes de esa cercanía. Aprendieron a hacerlo todo para la gloria de Dios, como escribía san Pablo a los Romanos: «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8-10; cfr. 1Co 10, 31). ¿Y nosotros? En un mundo tan acelerado como el nuestro, tan lleno de cosas por hacer, de fechas de entrega, de tráfico y de ruido, ¿es posible mantener constantemente nuestra «conversación en los cielos» 3?
Hay conversaciones silenciosas, como las de los amigos que caminan juntos, o la de los enamorados que se miran a los ojos. No necesitan palabras para compartir lo que llevan en el corazón. Sin embargo, no existe conversación sin atención a la persona que tenemos delante. Los teléfonos móviles han introducido en nuestra vida el extraño fenómeno de estar hablando con alguien que quizá está más pendiente de otras conversaciones…
El diálogo con Dios al que estamos llamados tiene que ver precisamente con esa atención. Una atención que no es excluyente, desde el momento en que podemos descubrir a Dios en muchas circunstancias y actividades que, aparentemente, tienen poco que ver con él. Algo similar hacía aquel cantero que veía, tras las piedras que picaba, el esplendor de una catedral. Por eso san Josemaría hablaba de la necesidad de «ejercitar las virtudes teologales y cardinales en el mundo, y llegar de esta manera a ser almas contemplativas» 4. No se trata solamente de obrar de modo correcto, sino también de obrar por el motivo adecuado, que en este caso es buscar, amar y servir a Dios. Precisamente eso hace posible la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas, vivificándola con las virtudes teologales. Así, en las mil y una elecciones de cada día podemos permanecer atentos a Dios y mantener viva nuestra conversación con él.
Al ir a trabajar por la mañana o al despertarnos para ir a clase; al llevar a los hijos al colegio o al atender a un cliente podemos preguntarnos: «¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me mueve a hacerlo bien?». La respuesta que brotará enseguida será más o menos profunda, pero en todo caso puede ser una buena ocasión para añadir: «Gracias, Señor, por contar conmigo. Quisiera servirte con esta actividad, y hacer presente en este mundo tu luz y tu alegría». Entonces, verdaderamente, nuestro trabajo nacerá del amor, manifestará el amor y se ordenará al amor 5.
«Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden solucionar si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros» 6. Ser contemplativos en medio del mundo significa que Dios ocupe el centro de nuestra existencia, y que en torno a ese eje gire todo lo demás. En otras palabras, que él sea el tesoro en que esté siempre fijo nuestro corazón, porque todo lo demás nos interesa solamente si nos une a él (cfr. Mt 6, 21).
De este modo, nuestro trabajo será oración, porque sabremos ver en él la tarea que Dios nos ha confiado para cuidar y embellecer su creación, y para servir a los demás. Nuestra vida familiar será oración, porque veremos en nuestro cónyuge y en nuestros hijos –o en nuestros padres, ya mayores– un don que el mismo Dios nos ha hecho para que nos entreguemos a ellos, recordándoles siempre todo lo que valen a sus ojos. A fin de cuentas, eso mismo es lo que haría Jesús en Nazaret. ¿Con qué ojos vería su trabajo diario en el taller de José? ¿Qué sentido ocultaría para él esa labor cotidiana? ¿Y las mil pequeñas ocupaciones de la vida doméstica? ¿Y todo lo que hacía en común con sus vecinos?
Mirar las cosas con los ojos de la fe, descubrir el amor de Dios en nuestra vida, no quiere decir que dejen de afectarnos las contrariedades: el cansancio, los contratiempos, un dolor de cabeza, los sinsabores que puedan ocasionarnos otras personas… No es que todo eso vaya a desaparecer. Lo que sucede es que, si vivimos centrados en Dios, sabremos unir todas esas realidades a la cruz de Cristo, donde encuentran su sentido al servicio de la redención. Una humillación puede ser oración si nos sirve para unirnos a Jesús y se convierte así en una ocasión de purificación. Lo mismo se puede decir de una enfermedad o de un fracaso profesional. En todo podemos encontrar a Dios, que es Señor de la historia, y en todo podemos abrazar la seguridad de que Dios abre siempre posibilidades de futuro, porque «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Incluso un pequeño contratiempo como un atasco de tráfico de vuelta a casa puede ser oración, si lo convertimos en ocasión para poner en manos de Dios nuestro tiempo… y para interceder ante él por quienes comparten nuestra suerte.
Para alcanzar la contemplación en la vida corriente no debemos esperar lo extraordinario. «Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» 7. La mirada de la fe hace posible y convierte, por la caridad, nuestra vida entera en una continua conversación con Dios. Una mirada que nos permite vivir con un hondo realismo, pues nos descubre esa cuarta dimensión que es la del quid divinum, el algo divino que existe en todo lo real.
«Cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, (…) entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado» 8. También es verdad lo contrario: la capacidad de mirar la realidad con los ojos de la fe se puede cultivar. Lo hacemos, en primer lugar, cuando pedimos esa luz, como los apóstoles: «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17, 5). Y lo hacemos también cuando nos detenemos, a lo largo de la jornada, a poner nuestra vida ante el Señor. Así, aunque deba ocupar el día entero, «la vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios» 9. En definitiva, para tener nuestra atención habitualmente fija en Dios, necesitamos dedicar unos ratos a atenderle exclusivamente a él.
En una ocasión, san Josemaría explicó esta necesidad con el ejemplo de la calefacción de una casa: «Si tenemos un radiador, quiere decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está encendida la caldera… Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además la caldera bien encendida. ¿De acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada habitación, en cada lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios»10. Tan importante es la caldera como los radiadores. Para que el calor de Dios llene nuestro día entero, necesitamos dedicar unos tiempos a encender y alimentar el fuego de su amor en nuestro corazón.
Alguna vez nos habremos encontrado haciendo esfuerzos por buscar cobertura, estando de excursión o pasando un fin de semana en el campo. En esas ocasiones, uno se preocupa de que esté activado el wifi en el teléfono móvil, con la esperanza de que se conecte tan pronto como detecte una red conocida. Ahora bien, que el teléfono esté abierto a recibir la señal no quiere decir que automáticamente la tenga, o que reciba todo tipo de mensajes. La señal llega a lo largo del día, cuando nos acercamos a esta red o a aquella, y los mensajes entran cuando alguien los envía. Nosotros ponemos lo que está de nuestra parte activando nuestro teléfono y luego esperamos que lleguen los mensajes.
De modo análogo, en los ratos de oración activamos el wifi de nuestra alma; le decimos a Dios: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3, 9). A veces nos hablará en esos ratos; otras veces reconoceremos su voz en mil detalles de nuestra jornada. En todo caso, esos tiempos de oración son el mejor momento para poner en sus manos todo lo que hemos hecho o lo que vamos a hacer, aunque tal vez en el instante mismo de ponerlo por obra no hayamos levantado los ojos a Dios. Además, haber dedicado un tiempo exclusivo a Dios es la mejor muestra de que, efectivamente, tenemos el deseo de escucharle.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede con el teléfono, abrir el corazón no es algo que se puede dar por supuesto, que se hace una vez y queda así para siempre: es preciso disponerse a diario a escuchar a Dios, porque «lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy: «¡Ojalá oyerais hoy su voz!: No endurezcáis vuestro corazón» (Sal 95, 7-8)» 11. Si mantenemos este empeño cotidiano, Dios puede concedernos una maravillosa facilidad para vivir nuestro día a día en su presencia. Otras veces se nos hará más difícil, pero también de aquellos momentos sacaremos fuerza y esperanza abundantes para proseguir con alegría nuestra lucha cotidiana, nuestro diario esfuerzo por encender el fuego, por abrir la conexión.
Son conocidas las palabras de san Josemaría en la homilía del campus: «Hijos míos, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres (…). En un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día»12. En las mil actividades que llenan nuestra jornada nos espera Dios, para mantener con nosotros una conversación encantadora y para llevar a cabo su misión en el mundo. Pero, ¿cómo se puede entender eso?, ¿cómo se vive?
Dios nos espera cada día para conversar tranquilamente sobre lo que llena nuestra vida, al igual que un padre o una madre que escucha las largas peroratas de su hijo de pocos años. Un niño pequeño cuenta lo que le ha sucedido en el colegio prácticamente en tiempo real. Parece que quisiera exprimir al máximo la maravillosa capacidad de recordar y expresar lo que ha vivido, contando los sucesos más nimios con todo lujo de detalles. Y sus padres lo escuchan, y le preguntan cómo sucedió esto o aquello, qué dijo aquel otro niño…
De modo análogo, a Dios le interesa todo lo que nos sucede, con la peculiaridad de que, a diferencia de los padres de la tierra, él nunca se cansa de escucharnos, nunca se acostumbra a que le hablemos. Más bien somos nosotros los que a veces nos cansamos de dirigirnos a él, de buscar su presencia. Sin embargo, si mantenemos vivo ese deseo, «todo –personas, cosas, tareas– nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor»13. Todo puede convertirse en tema de conversación para hablar con Dios. Todo, absolutamente todo, podemos compartirlo con él.
Por otra parte, Dios nos espera en nuestro trabajo para seguir realizando en el mundo la obra de la redención, esto es, para seguir atrayendo el mundo hacia él. No se trata de yuxtaponer actividades piadosas a nuestro quehacer diario, sino de procurar conducir hacia Dios todos los ambientes de nuestro mundo: la familia, la política, la cultura, el deporte…, todo. Para hacerlo necesitamos, en primer lugar, descubrir su presencia en todos esos lugares. Se trata, en definitiva, de ver nuestro trabajo como un don de Dios, como el modo concreto en que ponemos por obra su mandato de cuidar, de cultivar el mundo y de anunciar la buena nueva de que él nos quiere y nos ofrece su amor. Desde ese descubrimiento, procuraremos que todas nuestras acciones se conviertan en un servicio a los demás, en un amor como el que Jesús nos muestra y nos entrega cada día en la santa Misa. Al vivir de este modo, uniendo todas nuestras acciones al sacrificio de Cristo, realizamos plenamente la misión que el Señor quiso comunicarnos antes de volver junto al Padre (cfr. Jn 20, 21).
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En una entrevista, poco antes de la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri, preguntaban al prelado del Opus Dei cuál es la fórmula de la santidad de aquella mujer. Lo resumió en pocas palabras: «Santificarse no es llegar al final de la vida perfectos, como ángeles; santificarse es la plenitud del amor. Como san Josemaría decía, se trata de la lucha por transformar el trabajo, la vida ordinaria, en un encuentro con Jesucristo y en un servicio a los demás»14. La fórmula de la santidad se condensa, pues, en que todo responda a una misma motivación, en que todo tenga una misma meta: vivir con Cristo en medio del mundo llevando el mundo, con él, al Padre. Y eso es posible, porque Jesús está muy cerca.
Lucas Buch
Una amistad que nos transforma
Al final del año 57, san Pablo escribe una carta a los cristianos que viven en Corinto. El apóstol es consciente de que en aquella comunidad algunos no lo conocen, y de que otros se han dejado llevar por habladurías que lo desacreditan, así que en gran parte del texto expone las características que debe tener quien es portador del Evangelio de Jesús. Sabemos también que, por todo eso, había prometido volver a visitarlos pronto pero que no había podido hacerlo hasta ese momento. Es en este contexto donde encontramos una de las frases más bonitas de sus escritos. Pablo se pregunta, de manera retórica, si necesita enviar alguna carta de recomendación para que la comunidad lo conozca mejor, para ganarse nuevamente su estima. Y responde, lleno de fe en la acción de Dios en las personas, que su verdadera carta de recomendación es el corazón de cada uno de los cristianos de Corinto. Es el mismo Espíritu Santo quien la escribe en sus almas, valiéndose de lo que san Pablo les había transmitido: «Es notorio que sois una carta de Cristo» (2Co 3, 3).
Y bien, ¿cómo nos convertimos en esa «carta de Cristo»? ¿Cómo hace Dios para transformarnos poco a poco? «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18). Estas palabras de san Pablo desvelan el método del Espíritu Santo en nosotros. Se trata de hacernos gloriosamente semejantes a Cristo, de modo progresivo, contando con el tiempo: esta es la dinámica propia de la vida espiritual.
Se comprende muy bien que una de las mayores preocupaciones de Jesús sea que la oración, como lugar privilegiado para cultivar nuestra relación con Dios, no sea un elemento aislado en medio de las demás tareas de nuestra vida, con poca fuerza para transformarla. Por eso, en el Sermón de la Montaña, advierte: «No todo el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: "Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre?". Entonces yo declararé ante ellos: "Jamás os he conocido (…)"» (Mt 7, 21-23). Son unas palabras fuertes. No basta haberlo seguido, ni siquiera haber hecho cosas grandes en nombre de Jesús. Se trata de algo mucho más profundo: de haberse conformado a la voluntad de Dios.
No nos resulta difícil entender esas palabras de nuestro Señor. Si la oración es camino y expresión de una relación de amistad, entonces debe seguir las características propias de un amor de ese tipo. Entre los amigos se llega, como recuerdan los clásicos, al idem velle, idem nolle, a querer lo mismo y a rechazar lo mismo. La oración cambia nuestra vida porque nos lleva a sintonizar con los deseos del corazón de Cristo, a vibrar con su afán de almas, a buscar con ilusión agradar a nuestro Padre celestial. Si no fuese así, si la oración no nos llevara a esa gloriosa semejanza de la que hablaba san Pablo, sin darnos cuenta nuestra oración se podría transformar en algo similar a una terapia de autoayuda, con la finalidad de mantener en paz nuestro espíritu o de garantizarnos un espacio de soledad. En ese caso, aunque se tratara de objetivos positivos, la oración no cumpliría su función principal: dar cauce a una auténtica relación de amistad con Cristo, llamada a transformar la vida.
Esta importante enseñanza de Jesús nos ofrece una pista para revisar la situación de nuestra oración. El criterio no será ya el sentimiento o el gusto espiritual que encuentro en mis ratos de oración; tampoco el número de propósitos que soy capaz de plantearme; ni siquiera el grado de concentración que he alcanzado. La oración, en cambio, podrá ser revisada a la luz del grado de transformación que trae a nuestra vida, a la luz de la progresiva superación de las incoherencias que se dan entre lo que creemos y lo que, en último término, vivimos.
El mismo san Pablo, que recibió la gracia de encontrarse con Jesús resucitado en el camino de Damasco, pone de manifiesto en otros textos hasta qué punto los cristianos eran conscientes de que la meta de la oración era la identificación con Cristo. Así, exhortaba a los filipenses a tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 5) y afirmaba con sencillez a los de Corinto que «nosotros tenemos la mente de Cristo» (1Co 2, 16). Ahora bien, tener los mismos sentimientos y la misma mente del Hijo de Dios es algo que no se puede conseguir solamente como fruto del esfuerzo personal o de la aplicación de unas técnicas de aprendizaje. Se trata de algo que es consecuencia, ciertamente, de la propia lucha por hacer el bien de la manera en que lo haría Jesús, pero dentro de una experiencia de comunión, la propia del amor de amistad. Así, mediante la gracia, nos abrimos a una asimilación de lo propio de Cristo.
En la medida en que esa identificación con Jesús surge de una relación de amistad, es progresiva: requiere tiempo. Por eso recordaba san Josemaría que Dios lleva a las almas como por un plano inclinado, trabajando poco a poco en su interior y dándoles deseos y fuerzas de corresponder cada vez mejor a su amor: «En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día» 1. Saber que las propias miserias –incluso las que más nos humillan– no son un obstáculo insuperable en el amor a Dios nos llena de esperanza. Y nos llena también de estupor: ¿cómo es posible que sea verdad ese grito, una vez más de san Pablo, que asegura que nada «podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 39)?
La respuesta, que solo la oración nos permite percibir de modo completo, se encuentra en la primacía de la iniciativa divina: es Dios quien nos busca y nos atrae. El apóstol Juan, ya en los últimos años de su vida, lo recordaba con emoción: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4, 10). Hacer oración es, pues, irse volviendo cada vez más conscientes de que estamos en buenas manos y de que nuestro amor, siempre imperfecto, es solo correspondencia al amor de Dios que nos precede, nos acompaña y nos sigue. La contemplación de ese amor es el mayor estímulo para recorrer el plano inclinado de la identificación profunda con Jesucristo.
Normalmente, en la vida cristiana, el paso del tiempo va unido al crecimiento personal. La correspondencia al amor de Dios que ansiamos en la oración se suele manifestar en deseos de mejora, en un anhelo firme de apartar de nosotros lo que nos aparte de Cristo. De ahí que, quizá con relativa frecuencia, se nos haya enseñado a hacer oración de examen, pidiendo luz para detectar lo que no es propio de nuestra condición de hijos de Dios. Contando siempre con la gracia de Dios, hemos aprendido a formular propósitos para agradar al Señor, superando aspectos de nuestra vida que nos apartan, aunque sea poco, de él.
Sabemos muy bien que ese examen y esos propósitos no son un modo de conquistar las cosas por nuestra cuenta, sino que se trata de la manera verdaderamente humana de amar: quien desea agradar en todo a la persona amada se esfuerza por alcanzar la mejor versión de sí mismo. Sabiendo que Dios nos quiere como somos, deseamos amarle como él merece. Por eso buscamos, con una saludable tensión, luchar cada día un poco. No queremos caer en la tentación –¡tan fácil!– de justificar nuestras debilidades, olvidando que con su muerte y resurrección Cristo nos ha obtenido la gracia suficiente para vencer nuestros pecados 2.
Cuando san Josemaría era un joven sacerdote, muchos obispos le pedían que predicara durante días de retiro espiritual o ejercicios espirituales. Entonces, algunos empezaron a acusarlo de predicar «ejercicios de vida y no de muerte» 3. Estaban acostumbrados a que, en aquellas jornadas, se reflexionase sobre todo en el destino eterno de cada uno y se sorprendían de que san Josemaría hablase también muy ampliamente sobre cómo vivir coherentemente la propia vocación. Esto pone de manifiesto una importante característica de la misión del Opus Dei: enseñar a «materializar la vida espiritual», evitando que la oración se convierta en una dimensión independiente y aislada en la vida de las personas; o también, como dice san Josemaría, apartar a las personas «de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas» 4.
Aunque en nuestros ratos de oración no siempre experimentemos sensiblemente el amor de Dios –algunas veces sí que lo haremos– en realidad allí está siempre presente y operante. Si a ese amor le sumamos la lucha en lo que el Señor nos vaya indicando, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras intenciones, nuestras obras se transformarán progresivamente. Llegaremos a ser para los demás Cristo que pasa, ipse Christus.
En una ocasión, un escriba preguntó a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Recordamos muy bien su respuesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es como este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 36-38). De esta manera, con pocas palabras, Jesús explicó para siempre la unión del amor a Dios con el amor al prójimo. Y se trata de una enseñanza en la que el Señor quiso seguir insistiendo hasta los últimos instantes antes de subir definitivamente al cielo. Incluso cuando, ya resucitado, se encuentra con Pedro a orillas del mar de Galilea, Jesús responde a las promesas de amor de quien fuera el primer papa con un giro invariable: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).
El motivo último de la unión de ambos mandamientos y, por tanto, de la necesidad de aprender a amar a Cristo en los demás, lo encontramos en la descripción que Jesús hace del juicio final. Allí pone de manifiesto que la razón se encuentra en su unión profunda con cada hombre: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25, 35). En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» 5. Es imposible amarle sin amar también al prójimo, sin aprender a amarle también en el prójimo.
La oración, cuando es auténtica, nos lleva a preocuparnos de los demás; de los que tenemos más cerca y de los que más sufren. Nos lleva a convivir con todos y a dar cabida en nuestro corazón también a los que no piensan como nosotros, procurando siempre su bien, con gestos concretos de afecto y de servicio. En ella encontramos fuerzas para perdonar y luces para amar cada vez mejor y de modo más concreto a todos, saliendo de nuestros egoísmos y comodidades, sin temor a complicarnos santamente la vida. Como nos recuerda el Papa Francisco, «el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia» 6. Adquirir un corazón compasivo y misericordioso, como el de Jesús, imagen perfecta del corazón del Padre, es el fruto último de nuestra vida de oración.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Orando con toda la Iglesia
Es abril de 1936 y en España hay mucha tensión social. Sin embargo, la Academia DYA procura mantener su clima habitual de estudio y de convivencia. En medio de aquellas extrañas jornadas, un residente cuenta por carta a sus padres que el día anterior han ensayado canto litúrgico, ayudados por un profesor, en un ambiente muy alegre 1. En ese contexto particular, más allá de los buenos momentos que pasaban entre ellos, ¿por qué razón treinta universitarios, un domingo por la noche, estaban teniendo una clase de canto?
La respuesta la podemos encontrar un par de meses atrás, cuando san Josemaría había incluido en el plan de formación de la Academia precisamente algunas clases de canto gregoriano. Aunque sabemos que, como párroco en Perdiguera, san Josemaría solía celebrar Misa cantada, aquella inclusión curricular no respondía a una inclinación personal. Tampoco se debía a un interés erudito, consecuencia del conocimiento y desarrollo del Movimiento litúrgico en España. Esa decisión fue, más bien, fruto de su experiencia pastoral, movida solamente por el deseo de ayudar a aquellos jóvenes a que se convirtieran en almas de oración.
Es interesante observar un detalle de las tres publicaciones en las que trabajaba san Josemaría en aquellos años treinta, todas ellas dirigidas justamente a facilitar el diálogo con Dios: cada una de ellas respondía a una de las tres grandes formas de expresión de la oración cristiana. La primera se centraría en la meditación personal, otra fomentaría la piedad popular y la última animaría al lector a sumergirse en la oración litúrgica. El fruto de la primera iniciativa fue Consideraciones espirituales, base de su conocida obra Camino; el fruto de la segunda, el breve librito Santo Rosario. Para la tercera iniciativa, proyectó una obra que se titularía Devociones litúrgicas. Aunque la publicación de esta última obra estaba anunciada para 1939, por diversas razones nunca llegó a ver la luz. Sin embargo, todavía se conserva el prólogo que había preparado don Félix Bilbao, obispo de Tortosa, y que lleva por título «¡Orad y orad bien!». En ese texto inédito se anima a los lectores a adentrarse, de la mano del autor del libro, en la liturgia de la Iglesia, para llegar a una «oración eficaz, jugosa, sólida, que los una íntimamente con Dios» 2.
Para san Josemaría la liturgia no era un conjunto de preceptos dirigidos solamente a dar solemnidad a ciertas ceremonias. Sufría cuando el modo de celebrar los sacramentos y demás acciones litúrgicas no estaba verdaderamente al servicio del encuentro de las personas con Dios y con los demás miembros de la Iglesia. Una vez, tras asistir a una celebración litúrgica, escribió: «Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados, cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata, piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo! Cultos espléndidos, sin pueblo» 3.
Este interés por el pueblo en la liturgia es profundamente teológico. En las acciones litúrgicas, la Trinidad se relaciona con la Iglesia entera y no solo con una parte de ella. No es casualidad que la mayor parte de las reflexiones que san Josemaría dedicó en Camino a la liturgia se encuentren en el capítulo titulado «La Iglesia». Para el fundador del Opus Dei, la liturgia era un lugar privilegiado donde se experimenta la dimensión eclesial de la oración cristiana; allí es palpable el hecho de que nos dirigimos todos juntos a Dios. La oración litúrgica, siendo siempre personal, se abre a horizontes que van más allá de las circunstancias individuales. Si en la meditación personal somos nosotros el sujeto que habla, en la liturgia el sujeto es la Iglesia entera. Si en el diálogo a solas con Dios somos nosotros quienes hablamos como miembros de la Iglesia, en la oración litúrgica es la Iglesia la que habla a través de nosotros.
De este modo, aprender a decir el nosotros de las oraciones litúrgicas es una gran escuela para complementar las distintas dimensiones de nuestra relación con Dios. Ahí uno se descubre un hijo más en esta gran familia que es la Iglesia. No sorprende, entonces, la clara exhortación de san Josemaría: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» 4.
Aprender a rezar litúrgicamente requiere la humildad de recibir de otros las palabras que decimos. Requiere también el recogimiento del corazón para identificar y valorar las relaciones que nos unen a todos los cristianos. En este sentido, nos puede servir considerar que estamos rezando unidos a quienes están junto a nosotros en ese momento y también con los ausentes; con los cristianos del propio país, de los países vecinos, del mundo entero… También rezamos con los que nos han precedido y están purificándose o gozan ya de la gloria del cielo. De hecho, la oración litúrgica no es una fórmula anónima, sino que está llena «de rostros y de nombres» 5: nos unimos a todas las personas concretas que forman parte de nuestra vida y que, como nosotros, viven «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», acogidos en la vida de la Trinidad.
Sabemos que, para san Josemaría, la santificación del trabajo no consistía principalmente en intercalar oraciones durante el trabajo, sino sobre todo en convertir en oración la misma acción que se realiza: con la intención de trabajar para la gloria de Dios, empeñándose en la perfección humana, sabiéndose mirado amorosamente por nuestro Padre del cielo. De modo análogo, la oración litúrgica no consiste principalmente en decir oraciones durante las acciones litúrgicas, sino en realizar esas acciones rituales digne, attente ac devote, con la dignidad, atención y devoción que merecen, estando presente en lo que se hace. No son solamente ocasiones para realizar actos individuales de fe, esperanza y caridad, sino acciones a través de las cuales la Iglesia entera expresa su fe, su esperanza y su caridad.
San Josemaría daba mucha importancia a este saber estar en los distintos actos de culto, a esta urbanidad de la piedad. La dignidad que requiere la oración litúrgica tiene mucho que ver con la gestión del propio cuerpo, ya que, en cierto modo, es en él donde se manifiesta en un primer momento lo que queremos hacer. La celebración de la santa Misa, la Confesión o las bendiciones con el Santísimo, comportan diversos movimientos de la persona, pues son oración en acción. La oración litúrgica, por tanto, supone también rezar con el cuerpo. Más aún, supone aprender a dar cuerpo, aquí y ahora, a la oración de la Iglesia. Y, lógicamente, aunque muchas veces sea el sacerdote quien tiene la misión de dar voz y manos a Cristo Cabeza, es la asamblea la que da voz y visibilidad a todo el Cuerpo Místico de Cristo. Saber que a través de nosotros se ve y se escucha la oración de los santos y de las almas del purgatorio es un buen estímulo para cuidar esa urbanidad de la piedad.
Junto a la dignidad, la oración litúrgica pide atención. En ese sentido, se podría decir que, además de concentrarnos en las palabras que decimos, es importante experimentar de la manera más profunda posible el momento que estamos viviendo: tener claro con quién estamos, por qué y para qué. Esta toma de conciencia exige una formación previa, que siempre se podrá mejorar. En palabras de san Josemaría: «Despacio. –Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios» 6.
A pesar de las inevitables distracciones, debidas a nuestra fragilidad, en la oración litúrgica participamos en el misterioso pero real encuentro de toda la Iglesia con las tres personas de la Trinidad. Por eso, es enriquecedor aprender a distinguir cuándo nos dirigimos al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. Generalmente la liturgia nos suele situar de cara a Dios Padre, con sus rasgos propios, aunque frecuentemente sea invocado con un sencillo «Dios» o «Señor». Él es la fuente y origen de todas las bendiciones que la Trinidad derrama sobre este mundo, y a él vuelven, a través de su Hijo, todas las alabanzas que las criaturas son capaces de expresar.
Lo que decimos al Padre lo decimos a través de Jesús, quien no está tanto delante de nosotros como con nosotros. El Verbo se ha encarnado para llevarnos al Padre y, por eso, descubrir su presencia a nuestro lado, como hermano que conoce y no se avergüenza de nuestra flaqueza, nos llena de consuelo y de audacia. Es más, la oración litúrgica, en cuanto oración pública de la Iglesia, nace de la oración de Jesús. No solo es continuación de su oración cuando estuvo sobre esta tierra, sino que es expresión, hoy y ahora, de su intercesión por nosotros en el cielo (cfr. Hb 7, 25). Algunas veces encontramos también oraciones que se dirigen directamente a Jesús, llevando nuestra mirada hacia el Hijo en cuanto salvador. Por estos motivos, la oración litúrgica es una gran vía para sintonizar con el corazón sacerdotal de Jesucristo.
Y la oración que se dirige al Padre por el Hijo se realiza en el Espíritu Santo. Tener conciencia de la presencia de la tercera persona de la Trinidad en la oración litúrgica es un gran regalo de Dios. El Gran Desconocido, como lo llamaba san Josemaría, pasa externamente inadvertido, como la luz o como el aire que respiramos. Sin embargo, sabemos que sin luz no veríamos nada y sin aire nos ahogaríamos. El Espíritu Santo opera de una manera similar en el diálogo litúrgico. Aunque no nos solemos dirigir a él, sabemos que habita en nosotros y que, con gemidos inenarrables, nos mueve a dirigirnos al Padre con las palabras que nos enseñó Jesús. Su acción, por tanto, se manifiesta indirectamente. Más que en las palabras que decimos, el Espíritu se manifiesta en el cómo las decimos: está presente en los gemidos que se hacen canto y en los silencios que dejan trabajar a Dios en el interior de nuestro ser.
De la misma manera que la presencia del viento se percibe por los objetos que pone en movimiento, así podemos entrever la presencia del Espíritu Santo cuando experimentamos los efectos de su acción. Por ejemplo, cuando somos conscientes de estar rezando como hijas e hijos de Dios en la Iglesia; o cuando la Palabra de Dios resuena en nuestro interior no como palabra humana sino como Palabra del Padre dirigida a cada uno. Pero sobre todo, el Espíritu Santo se manifiesta en la ternura y generosidad con las que el Padre y el Hijo se vuelcan sobre cada uno cuando en la celebración litúrgica nos perdonan, nos iluminan, nos fortalecen o nos hacen un regalo particular.
Por último, la acción del Espíritu Santo es tan íntima y necesaria que es él quien hace posible que la acción litúrgica sea verdadera contemplación de la Trinidad, y nos permite ver a la Iglesia entera y a Jesús mismo, cuando los sentidos nos dicen otra cosa. Es el Espíritu Santo quien nos descubre que el alma de la oración litúrgica no es el cumplimiento formal de una serie de palabras o movimientos exteriores, sino el amor con el que sinceramente deseamos servir y dejarnos servir. El Espíritu Santo nos hace participar de su misterio personal cuando aprendemos a disfrutar de un Dios que se abaja para servirnos, de modo que después podamos también nosotros servir a los demás.
No es extraño que uno de los términos más usados en la Escritura y en la Tradición para referirse a las acciones litúrgicas sea el de servicio. Descubrir esta dimensión de servicio en la oración litúrgica tiene muchas consecuencias para la vida interior. No solo porque quien sirve por amor no se pone a sí mismo en el centro, sino también porque ver la liturgia como servicio es clave para poder transformarla en vida. Aunque parezca paradójico, en numerosas oraciones encontramos en los textos litúrgicos la exhortación a imitar en la vida ordinaria lo que hemos celebrado. Esta invitación no significa que debamos extender el lenguaje litúrgico a nuestras relaciones familiares y profesionales. Significa, en cambio, convertir en un programa de vida aquello que el rito nos ha permitido contemplar y vivir 7. Por eso, en más de una ocasión, al contemplar la acción de Dios en su jornada, san Josemaría exclamaba: «Verdaderamente, «he vivido el Evangelio del día» 8.
Para vivir la liturgia del día y así transformar nuestra jornada en servicio, en una Misa de veinticuatro horas, es necesario contemplar nuestras circunstancias personales a la luz de lo que hemos celebrado. En esta tarea, la meditación personal es insustituible. San Josemaría solía tomar notas de aquellas palabras o expresiones que lo golpeaban durante la celebración de la Misa o en el rezo de la Liturgia de las Horas, hasta el punto de que un día escribió: «Ya no anotaré ningún salmo, porque habría que anotarlos todos, ya que en todos no hay más que maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido» 9. Es verdad que la oración litúrgica es fuente de oración personal, pero es igualmente cierto que sin la meditación es muy difícil asimilar personalmente la riqueza de la oración litúrgica.
En el silencio del tú a tú con Dios es donde, de ordinario, las fórmulas de la oración litúrgica adquieren una fuerza íntima y personal. En este sentido, es iluminante el ejemplo de María: ella nos enseña que, para poner por obra el fiat –hágase– de la liturgia, para transformarlo en servicio, es necesario dedicar tiempo a conservar personalmente «todas estas cosas en el corazón» (Lc 2, 19).
Juan Rego
La oración contemplativa
Si tratamos de pensar cuál es actualmente, desde el punto de vista político y económico, la tercera ciudad más importante del mundo… podemos entender lo que durante los primeros siglos fue Antioquía, entonces capital de una provincia romana. Sabemos que allí se acuñó el término «cristianos» (cfr. Hch 11, 26) para designar a los seguidores de Jesús. Su tercer obispo fue san Ignacio, que, condenado a muerte durante el gobierno de Trajano, fue llevado por tierra hasta la costa de Seleucia –actual zona sur de Turquía– y después trasladado por mar hasta llegar a Roma. En el trayecto, la expedición se detuvo en varios puertos. En cada lugar Ignacio recibía a cristianos de la zona y aprovechaba para enviar cartas a las comunidades de seguidores de Jesús: «Escribo a todas las iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios» 1. Este santo obispo sabía bien que las fieras del anfiteatro Flavio –el actual Coliseo romano– pondrían fin a su vida aquí en la tierra, por lo que pidió incesantemente oraciones para afrontar la muerte con valentía. Pero varias veces, en sus cartas, somos también testigos de las profundidades de su alma, de su deseo por unirse definitivamente a Dios: «No hay fuego de anhelo material en mí, sino solo agua viva que habla dentro de mí, diciéndome: Ven al Padre» 2.
Aquel murmullo interior –¡Ven al Padre!–, que movía la vida de piedad y la vida sacramental de san Ignacio de Anquioquía, es en realidad una maduración sobrenatural del deseo innato que tenemos todos por unirnos a Dios. Ya los filósofos griegos de la Antigüedad habían identificado en lo más íntimo de nuestro ser una nostalgia por lo divino, una añoranza por nuestra patria verdadera, «como si fuéramos una planta no terrestre, sino celeste» 3. Benedicto XVI, en la primera de sus catequesis sobre la oración, también miraba hacia atrás, al Antiguo Egipto, a Mesopotamia, a los filósofos y dramaturgos griegos o a los escritores romanos, porque todas las culturas han sido un testimonio del deseo de Dios: «El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena (…). El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto» 4.
Se suele decir que uno de los problemas más comunes de esta «precaria aventura terrena» de nuestra época es la fragmentación interior, producida a veces de manera inconsciente: experimentamos oposiciones entre lo que queremos y lo que hacemos, vemos aspectos en nosotros que no se unen armónicamente, no logramos construir la narración de nuestra vida como un hilo continuo con nuestro pasado y nuestro futuro, no vemos cómo pueden encajar tantas ideas que hemos ido adquiriendo o los sentimientos que experimentamos… Aquí y allá quizá multiplicamos versiones de nosotros mismos. A veces ni siquiera conseguimos dedicar nuestra atención de manera exclusiva a una sola tarea. En todos estos ámbitos ansiamos esa unidad que, al parecer, no podemos fabricar, como hacemos en cambio con tantas otras cosas.
«¿No es acaso un signo de los tiempos el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar?» 5, se preguntaba san Juan Pablo II al inicio de nuestro milenio. Vemos, ciertamente, que surgen muchas iniciativas, presenciales y a través de internet, dirigidas a valorar nuestra capacidad de silencio exterior e interior, de escucha, de concentración, de armonía entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Todo esto puede traernos, como es lógico, cierto sosiego natural. Pero la oración cristiana nos ofrece una tranquilidad que no es solamente un equilibrio transitorio, sino que es fruto de una percepción unitaria de la vida que surge de la relación íntima con Dios. La oración cristiana, al ser un don, desarrolla en nosotros una nueva visión de la realidad que lo une todo en él. «Es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas; un modo de estar junto a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras» 6. Como es lógico, esta actitud interior, este modo de estar junto al Señor, no surge de la noche a la mañana, ni llega sin disponernos adecuadamente para que Dios nos la pueda otorgar: es don, pero también tarea.
En determinado momento de la homilía Hacia la santidad, pronunciada a finales de 1967, san Josemaría describe brevemente el itinerario de una vida de oración 7. Se comienza a rezar, nos dice, con oraciones sencillas, breves, probablemente aprendidas de memoria en nuestra niñez; más adelante se abre paso la amistad con Jesús: aprendemos a meternos en su pasión, muerte, resurrección y queremos hacer propia su doctrina; después el corazón necesita distinguir y relacionarse con las tres personas divinas, hasta que eso poco a poco llena las horas del día. Es entonces cuando se llega a la vida contemplativa: nos movemos entonces «en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna. Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira!» 8.
«Se mira», sin más. ¿En qué sentido la oración llega a ser una mirada en lugar de estar compuesta de palabras? Con la oración esperamos llegar a ver las cosas, aquí y ahora, tal como las ve Dios; a captar lo que sucede a nuestro alrededor con una simple intuición que procede del amor 9. Este es su fruto más grande y por eso decimos que nos transforma. La oración no nos ayuda solamente a cambiar ciertas actitudes o a superar ciertos defectos: se dirige, sobre todo, a unirnos con Dios, conformando así poco a poco nuestra mirada con la mirada divina, ya aquí en la tierra. En cierta manera, buscamos curar nuestros ojos con su luz. Y esta relación de amor con Dios –que aprendemos y realizamos en Jesús– no es algo simplemente que hacemos, sino que cambia lo que somos.
Esta transformación personal trae consecuencias en nuestra manera de interactuar con la realidad, que incluso pueden ser muy prácticas. Desarrollar en nosotros, junto a Dios, esa mirada sobrenatural, nos lleva, por ejemplo, a desentrañar el bien que hay detrás de todo lo creado, incluso en donde podríamos pensar que está ausente, porque nada se escapa de su plan amoroso, que siempre es más fuerte. Esa mirada nos lleva a valorar de una manera nueva la libertad de los demás, a desprendernos de la tentación de decidir por ellos, como si el destino del todo dependiera de nuestras acciones. También comprendemos mejor que el obrar divino tiene sus procesos y sus tiempos, que tampoco debemos ni podemos controlar. La oración contemplativa nos lleva a no obsesionarnos con querer solucionar problemas de manera inmediata, sino a disponernos mejor para descubrir la luz en todo lo que nos rodea, también en las heridas y debilidades de nuestro mundo. Procurar ver con los ojos de Dios nos libera de una relación violenta con la realidad y con las personas, ya que buscamos entrar en sintonía con su amor omnipotente, en lugar de obstaculizarlo con nuestras torpes intervenciones. Santo Tomás de Aquino afirma que la «contemplación será perfecta en la vida futura, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1Co 13, 12), haciéndonos perfectamente felices»10; el poder de la oración está en que podemos participar de esa visión de Dios ya aquí en la tierra, aunque siempre sea «como a través de un espejo» (1Co 13, 12).
En 1972, en una reunión en Portugal, alguien preguntó a san Josemaría cómo sobrellevar cristianamente los problemas cotidianos. Entre otras cosas, el fundador del Opus Dei señaló que la vida de oración ayuda a mirar las cosas de manera distinta a como lo haríamos sin aquella unión íntima con Dios: «Tenemos un criterio de otro estilo; vemos las cosas con los ojos de un alma que está pensando en la eternidad y en el amor de Dios, también eterno»11. En otras circunstancias, también había dicho que la manera de ser felices en el cielo tiene mucho que ver con la manera de ser felices en la tierra12. Un teólogo bizantino del siglo XIV había escrito algo similar: «No solo se nos concede disponernos y prepararnos para la Vida; se nos permite vivirla y obrar desde ahora conforme a ella»13.
Cuando empieza a tratar de la oración, el Catecismo nos sorprende con una pregunta que funciona como examen de conciencia permanente: «¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde «lo más profundo» (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito?». Porque, en realidad, «la humildad es la base de la oración»14. Efectivamente, aquella mirada de eternidad que genera en nosotros la oración contemplativa solo puede crecer en el terreno fértil de la humildad, en un clima de apertura hacia las soluciones de Dios, en lugar de las recetas únicamente nuestras. A veces una excesiva confianza en nuestra inteligencia y en nuestra planificación puede hacer que, en la práctica, lleguemos a vivir casi como si Dios no existiese. Necesitamos siempre una nueva humildad ante la realidad, ante las personas, ante la historia, que sea una tierra fecunda para las acciones de Dios. Esa era también la experiencia del rey David: «El mundo que se presenta ante sus ojos no es una escena muda: su mirada capta, detrás del desarrollo de las cosas, un misterio más grande. La oración nace precisamente de allí: de la convicción de que la vida no es algo que nos resbala, sino que es un misterio asombroso»15.
Al participar de esa mirada de Dios que nos ofrece la contemplación en medio del mundo, saciaremos, en la medida de lo posible, nuestros anhelos de unidad: con Dios, con los demás, dentro de nosotros mismos. Nos sorprenderemos trabajando infatigablemente por el bien de los demás y de la Iglesia, al ver que nuestros talentos florecen «como un árbol plantado al borde de la acequia, que da fruto a su tiempo» (Sal 1, 3). Gustaremos un poco de aquella armonía a la que estamos destinados. Gozaremos de aquel sosiego que no encontramos de ninguna otra manera. «¡Galopar, galopar!… ¡Hacer, hacer!… Fiebre, locura de moverse… (…) Es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente". –Tú… has de ver las cosas con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el pasado… Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti»16.
Andrés Cárdenas Matute
* Este texto ha sido publicado previamente en D. Zalbidea, Agradar a Dios (Cuadernos Vida cristiana, 6).
1 San Josemaría, Via Crucis, estación XII, 4.
2 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 113.
3 Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 155.
4 Mons. F. Ocáriz, «Luz para ver y fuerza para querer», ABC, 18-IX-2018.
5 Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3.
6 San Josemaría, apuntes de la predicación, 9-VI-1974.
7 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 27-XI-1972.
8 Papa Francisco, Gaudete et exsultate, 153.
1 K. Wojtyla, Ejercicios espirituales para jóvenes, BAC, Madrid 1982, p. 89.
2 Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 264.
3 Cfr. San Josemaría, Camino, 333.
4 San Juan de la Cruz, Dichos de amor y de luz, 59.
5 San Agustín, Carta 130.
6 Cfr. San Cipriano, La unidad de la Iglesia, el padrenuestro, a Donato, Ciudad Nueva, Madrid 1991; Santo Tomás de Aquino, Obras catequéticas. Sobre el credo, padrenuestro, avemaría, decálogo y los siete sacramentos, Ediciones Eunate, Pamplona 1995, pp. 98-128.
7 El Hallel se compone del pequeño Hallel, integrado por los Sal 113 (112) a 118 (117), y del gran Hallel, que es el Sal 136 (135), en el que cada versículo repite: «Porque es eterna su misericordia». Este último es el salmo con el que se concluye la cena pascual.
8 CEC, 2597.
9 Camino, 86.
10 San Agustín, Tercera homilía sobre la I Carta de San Juan, 13.
11 Además de los ya citados, también hay referencias a Ha 3, 18; Jb 12, 19-20; Jb 5, 11-12 y Salmos: Sal 113, 7; Sal 136, 17-23; Sal 34, 2-3; Sal 111, 9; Sal 103, 1; Sal 89, 11; Sal 107, 9; Sal 34, 10; Sal 98, 3; Sal 22, 9.
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 104.
2 Mons. F. Ocáriz, palabras pronunciadas en Covadonga, 13-VII-2018.
3 Benedicto XVI, Homilía, 18-XII-2005.
4 Benedicto XVI, Ex. ap. Verbum Domini, 48.
5 Es Cristo que pasa, 76.
6 Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, 3.
7 Sal 91, 4.9.14. Cfr. Tomás Moro, Diálogo de la fortaleza contra la tribulación. El tercer libro de la obra, escrito durante el cautiverio en la Torre de Londres, está construido como una especie de comentario a los versículos del Salmo 91.
8 CEC, 2715.
9 Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, p. 501.
10 San Josemaría, 26-XI-1970, citado en J. Echevarría, Memoria del beato Josemaría, Rialp, Madrid 2000, p. 25.
11 Cfr. Benedicto XVI, Audiencia, 1.VIII.12.
12 M. Montero, En Vanguardia: Guadalupe Ortiz de Landázuri, 1916-1975, Rialp, Madrid 2019, p. 94.
13 Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma: manuscritos autobiográficos, Manuscrito A, folio 76, r°.
14 J. Ratzinger, “Dejar obrar a Dios”, en L’Osservatore Romano, 6-X-2002.
1 Como sugiere Benedicto XVI en sus catequesis sobre la oración, «leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración». Benedicto XVI, Audiencia general, 1.VI.11.
2 Lo mismo sucede en el segundo relato de la creación del hombre: cfr. Gn 2, 16.
3 San Josemaría, Amigos de Dios, 244.
4 Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta, 12-XII-1949, en Letras a un santo, opusdei.org, 2018.
5 Benedicto XVI, Discurso, 20.VIII.05.
6 San Josemaría, Camino, 281.
7 M. Eguíbar, Guadalupe Ortiz de Landázuri. Trabajo, amistad y buen humor, Palabra, Madrid, 2001, p. 87.
8 Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, 151.
9 San Josemaría, Surco, 446.
10 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 174.
11 Amigos de Dios, 306.
1 Cfr. Flavio Josefo, Antigüedades judías, 18, 5, 2.
2 San Juan Pablo II, Audiencia General, 26-VIII-1998.
3 Cfr. CEC, 2567.
4 San Josemaría, Mientras nos hablaba en el camino, p. 98.
5 CEC, 2715.
6 San Josemaría, Amigos de Dios, 307.
7 Cfr. San Agustín, Sermón 56, 6, 9.
8 Santa Teresa de Calcuta, El amor más grande, Urano, Barcelona, 2012, p. 23.
9 CEC, 2727.
10 «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella (GS 16)», CEC, 1776.
11 CEC, 2739.
12 San Josemaría, Apuntes íntimos, 217, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I), Rialp, Madrid, 1997, pp. 380-381.
13 CEC, 2559.
14 San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 18-VI-1972.
15 CEC, 2656.
16 San Josemaría, Apuntes íntimos, 334, en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I), p. 389.
17 Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, Monte Carmelo, Burgos, 1977, Cap. XXVII.
18 CEC, 2726.
19 Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 285.
20 San Josemaría, Apuntes íntimos, 273; en Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei I), pp. 385-386.
21 J. Ratzinger, La sal de la tierra, Palabra, Madrid, 1997, p. 33.
22 Concilio Vaticano II, Const. Dei verbum, 21. Cfr. CEC, 2700.
23 Concilio Vaticano II, Const. Dei verbum, 25. Cfr. CEC, 2653.
24 San Agustín, Sermón 85, 1.
25 Amigos de Dios, 253.
26 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 12-X-1947; en Mientras nos hablaba en el camino, pp. 36.
1 San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 8-XI-1972.
2 Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 158.
3 Benedicto XVI, Audiencia, 4.V.11.
4 Francisco, Audiencia, 13.II.19.
5 San Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, p. 41.
6 Cfr. CEC, 2725.
7 San Anselmo, Proslogion, cap. 1.
8 San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 21-II-1971.
9 San Juan Clímaco, La escala del Paraíso, escalón 28.
10 CEC, 2559.
11 San Josemaría. Surco, 259.
12 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 119.
13 San Josemaría, Amigos de Dios, 244.
14 Francisco, Audiencia, 13.II.19.
15 San Josemaría, Camino, 91.
16 Cfr. san Agustín, Enarrationes in Ps. 37, 14.
17 Camino, 103.
18 Camino, 567.
1 Francisco, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 19.VI.14.
2 San Josemaría, Amigos de Dios, 296.
3 Amigos de Dios, 307.
4 Francisco, Homilía en Santa Marta, 21.IV.16.
5 Amigos de Dios, 312.
6 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, 5.
7 San Juan XXIII, Il giornale dell'anima, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma, 1964, p. 110.
8 Catecismo de la Iglesia Católica, 2096.
1 Beato Álvaro del Portillo, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 1992, pp. 163-164.
2 Cfr. CEC, 2573.
3 San Josemaría, Amigos de Dios, 301.
4 E. Boylan, Dificultades en la oración mental, Rialp, Madrid, 1974, p. 147.
5 Amigos de Dios, 295.
6 San Josemaría, Camino, 90.
7 San Josemaría, Surco, 65.
8 CEC, 2705.
9 Surco, 670.
10 Camino, 895.
11 Surco, 449.
12 CEC, 2725.
13 Amigos de Dios, 20.
14 Amigos de Dios, 253.
15 Amigos de Dios, 303.
16 Amigos de Dios, 305.
1 Beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta a san Josemaría, 1-IV-1946.
2 San Josemaría, Cartas, 1.12.
3 San Josemaría, Amigos de Dios, 300.
4 San Josemaría, Cartas, 15.26.
5 Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 48.
6 Benedicto XVI, Homilía, 7.XI.06.
7 Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, 14.
8 Benedicto XVI, Homilía, 7.XI.06. En el texto, el Papa retoma un texto de san Gregorio Magno.
9 Es Cristo que pasa, 119.
10 San Josemaría, apuntes de la predicación, 28-IX-1973.
11 CEC, 2659.
12 San Josemaría, Conversaciones, 113-114.
13 San Josemaría, Cartas, 6.15.
14 Mons. Fernando Ocáriz, entrevista 13-V-2019.
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 75.
2 Cfr. san Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 102-103.
3 Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (II), Rialp, Madrid 2002, pp. 675-680.
4 San Josemaría, Conversaciones, 114.
5 Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22.
6 Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, 105
1 Cfr. «Un estudiante en la Residencia DYA. Cartas de Emiliano Amann a su familia (1935-1936)», en Studia et Documenta, vol. 2, 2008, p. 343.
2 Archivo General de la Prelatura, 77-5-3.
3 San Josemaría, Apuntes íntimos, 1590, 26-X-1938. Citado en Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, p. 677.
4 San Josemaría, Camino, 86.
5 Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 274.
6 Camino, 85.
7 Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 88.
8 San Josemaría, Apuntes íntimos, 416, 26-XI-1931. Citado en Camino. Edición crítico-histórica, p. 298.
9 San Josemaría, Apuntes íntimos, 416, 26-XI-1931. Citado en Camino. Edición crítico-histórica, p. 297.
1 San Ignacio de Antioquía, Carta a los romanos, 4.
2 Ibíd., 7.
3 Platón, Timeo, 90a.
4 Benedicto XVI, Audiencia, 11.V.11.
5 San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 33.
6 Benedicto XVI, Audiencia, 11.V.11.
7 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 306.
8 Amigos de Dios, 307.
9 Es la concepción tomista de la contemplación como simplex intuitus veritatis ex caritate procedens.
10 Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, q. 180, a. 4.
11 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 4-XI-1972.
12 Cfr. San Josemaría, Forja, 1005.
13 Cabasilas, La vida en Cristo, Rialp, Madrid, 1958, p. 89.
14 CEC, 2559.
15 Francisco, Audiencia, 24.VI.20.
16 San Josemaría, Camino, 837.