2Tm 1, 1-2. El saludo es similar al de la primera Carta a Timoteo, aunque ahora San Pablo introduce un inciso para indicar cuál es el objeto de la llamada al apostolado que ha recibido de Dios: «Anunciar la vida prometida que hay en Cristo Jesús». Él hace realidad con toda plenitud las promesas de felicidad que habían recibido Abrahán y los demás Patriarcas del AT. El fin del mensaje evangélico es dar a conocer a los hombres que han sido llamados a disfrutar de una vida nueva en Cristo. Se trata de la vida divina que, en germen, recibimos en el Bautismo. Con ella se inicia la vida de la gracia en el alma, que culminará con la consecución de la vida eterna (cfr. 1Tm 1, 16; 1Tm 6, 12; Tt 1, 2; Tt 3, 9).
Sobre el significado preciso de la expresión «en Cristo Jesús», véase la nota a 1Tm 1, 14
2Tm 1, 3. «Doy gracias a Dios»: No es un agradecimiento instantáneo, sino una disposición de fondo, permanente en la vida del Apóstol.
San Pablo pone de relieve que su actitud de servicio y adoración es la misma que tuvieron sus antepasados, los justos del AT, porque la novedad del Evangelio no supone romper con la revelación antigua, sino llevarla a plenitud. El Apóstol rinde tributo al pueblo elegido, sin ocultar su satisfacción por pertenecer a él (cfr. Rm 9, 3; Rm 11, 1; Ga 2, 15). «La Iglesia como afirma el Concilio Vaticano II reconoce que las primicias de su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de la salvación, en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas (…). No puede olvidar que por medio de aquel pueblo -con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza- recibió la Revelación del Antiguo Testamento (…). Recuerda también que del pueblo judío nacieron los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, y muchísimos de aquellos primeros discípulos, que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo» (Nostra aetate, 4).
2Tm 1, 4-5. Estas primeras líneas denotan un entrañable afecto por el discípulo: le recuerda constantemente y añora su presencia; nos evoca la despedida de los presbíteros de Mileto (cfr. Hch 20, 37). La mención de la abuela y de la madre de Timoteo refleja también el tono íntimo de la epístola, y el calor de la amistad y fraternidad que existía entre los primeros cristianos.
En esta ocasión, el Apóstol recuerda, con agradecimiento a Dios, que su fiel discípulo debe gran parte de su vocación a la educación recibida en la familia. Su madre -judía creyente (cfr. Hch 16, 1)- y posiblemente también la abuela, le enseñaron desde niño el contenido de la Sagrada Escritura (cfr. 2Tm 3, 15); y el ambiente de fe que vivió en el hogar contribuyó en gran medida a su formación religiosa.
La familia es el ámbito natural donde los hijos aprenden las ideas básicas en lo humano y lo espiritual, que les servirán como pauta decisiva en la configuración de su propia personalidad y en la orientación de su vida. Por eso «la familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores trascendentes, que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor semillero de vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios» (Familiaris Consortio, 53).
2Tm 1, 6. El «don de Dios» es el carácter sacerdotal que Timoteo recibió el día de su ordenación. El lenguaje que emplea San Pablo es gráfico y preciso: por el Sacramento del Orden se confiere un don divino que permanece para siempre en el sacerdote como un rescoldo, que conviene atizar de vez en cuando para que produzca toda la luz y el calor que potencialmente encierra. Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza; pues así ocurre cuando la gracia está cubierta en el hombre por la torpeza o el temor humano» (Comentario sobre 2Tm, ad loc.).
Los dones que Dios confiere al sacerdote «no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para siempre (cfr. Sal 109, 4), a semejanza de Aquél de cuyo sacerdocio queda hecho partícipe» (Ad catholici sacerdotii, n. 17).
«La imposición de mis manos»: Véase nota a 1Tm 4, 14.
2Tm 1, 7. El don de Dios, recibido en el Sacramento del Orden por la imposición de las manos, incluye la gracia santificante y la gracia sacramental, con las gracias actuales necesarias para desempeñar dignamente la función ministerial. El Concilio de Trento se apoya en este texto (vv. 6-7) al definir solemnemente que el Orden Sacerdotal es un Sacramento instituido por Jesucristo (cfr. De Sacram. Ordinis, cap. 3). El ministerio, en efecto, ha de ejercerse con fortaleza, para exponer sin titubeos la verdad, aunque pueda contrastar con el ambiente; amorosamente, para acoger a las personas, a pesar de sus errores; con templanza y moderación, buscando siempre el bien de las almas y no la propia utilidad. La Iglesia, desde los Santos Padres hasta nuestros días, ha urgido a los sacerdotes a cultivar estas virtudes: «Estén los presbíteros dispuestos a compadecerse, amonestaba San Policarpo; sean misericordiosos con todos; intenten recuperar a los que yerran, visitar a todos los enfermos; solícitos con el pobre, el huérfano y la viuda; preocupados siempre por hacer el bien delante de Dios y de los hombres; libres de toda ira, de acepción de personas y de cualquier asomo de avaricia; no sean ingenuos para creer acusaciones, ni demasiado severos en el juicio, conscientes de que todos somos deudores del pecado» (Carta a los Filipenses, cap. 6).
2Tm 1, 9-10. La necesidad de afrontar con fortaleza las contrariedades que lleva consigo el evangelio tiene un fundamento teológico: la vocación divina de los cristianos y la manifestación de Dios Salvador. San Pablo, como en otros lugares de estas cartas (cfr. 1Tm 3, 15 ss.; Tt 3, 5-7), hace un condensado canto a la salvación, con expresiones probablemente basadas en algún himno litúrgico o confesión de fe.
La salvación que Dios realiza se contempla en este pasaje, en cuanto aplicada a los cristianos (v. 9) y manifestada en la Encarnación de Jesucristo (v.10). Señala cuatro puntos esenciales de la salvación: 1) Dios ya la ha realizado para todos; 2) Dios es también quien llama a todos los hombres a participar en ella; 3) es gratuita, pues el hombre no puede merecerla (cfr. Tt 3, 5; Ef 2, 8-9); y 4) el designio divino es eterno (cfr. Rm 8, 28-30; Ef 1, 11).
«La manifestación de Jesucristo» (v. 10) alude en primer lugar a su Encarnación (cfr. Tt 2, 11; Tt 3, 4), pero abarca toda su obra redentora, que culmina en su manifestación gloriosa (cfr. 1Tm 6, 14; 2Tm 4, 1.8). El efecto maravilloso de la Redención es doble: la victoria sobre la muerte, física y espiritual, y la donación abundante y luminosa de la vida inmortal. La Iglesia canta con gozo esta realidad: «Pues Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida» (Prefacio Pascual, I).
«Desde la eternidad»: Literalmente, «desde los tiempos de las edades». Es una expresión primitiva equivalente al concepto de eternidad.
2Tm 1, 12. «Sé en quién he creído»: Con la virtud de la fe prestamos asentimiento a las verdades que Dios nos ha revelado, no por su evidencia intrínseca, sino por la autoridad divina, ya que Él no puede engañarse ni engañarnos (cfr. Dei Filius, cap. 3). La respuesta de fe es fundamentalmente un abandono confiado en Dios: «Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Él revela. Para dar esta respuesta de fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei verbum, 5).
«Mi depósito»: Algunos comentaristas piensan que se trata del conjunto de buenas obras y méritos que el Apóstol ha ido acumulando durante su vida. Sin embargo, es más probable que se refiera al cuerpo de doctrina que se esfuerza por custodiar y enseñar. Así lo interpreta San Juan Crisóstomo: «¿Qué se entiende por 'depósito'? La fe, la predicación. El mismo que me ha confiado el depósito sabrá guardarlo intacto. Yo sufro todo para que este tesoro no sea arrebatado. Yo no me retraigo por los males que haya de sufrir, me basta que este depósito se conserve puro» (Hom. sobre 2Tm, ad loc.). Véase también la nota a 1Tm 6, 20.
«Aquel día» es el del juicio, cuando sea llamado a dar cuenta a Dios. Puede referirse a ambos juicios, particular y final.
2Tm 1, 13-14. Para guardar el «depósito» (cfr. notas a 1Tm 6, 20 y 2Tm 1, 12), Timoteo, lo mismo que todos los pastores de la Iglesia, cuenta con la ayuda sobrenatural del Espíritu Santo. «Él guía a la Iglesia hacia la verdad total (cfr. Jn 16, 13), le garantiza la unidad de la comunión y del ministerio, la organiza y la dirige por medio de sus dones jerárquicos y carismáticos, y la adorna con sus frutos (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22)» (Lumen gentium, 4).
El Espíritu Santo está presente en la Iglesia desde el día de Pentecostés, y actúa continuamente en ella para santificar a todos los fieles. Una de sus acciones, ordenada a la obra de la santificación, es la de garantizar la transmisión fiel e íntegra del cuerpo de doctrina revelada por Dios, preservándola de toda alteración en su contenido. El Concilio Vaticano I enseña que el Espíritu Santo «no fue prometido a los sucesores de San Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe» (Pastor aeternus, cap. 4).
2Tm 1, 15-18. San Pablo informa a su discípulo del abandono de que ha sido objeto por parte de los cristianos procedentes de Asia; entre ellos cita a dos, de los que no sabemos nada, pero que debían ser personas bien conocidas en Éfeso. En contraste, resalta la fidelidad de un hombre de Éfeso, llamado Onesíforo. Este, cuando fue a Roma, consiguió visitar a San Pablo, empresa difícil y arriesgada en la situación del Apóstol durante su segunda cautividad, pues en ella fue tratado con gran dureza, como si fuera un criminal. San Pablo pide por él, haciendo un juego de palabras: así como Onesíforo se esforzó por «encontrar» a San Pablo, Dios le concederá «encontrar» misericordia en el día del juicio, gracias a su buena acción. Precisamente visitar a los encarcelados es una de las obras de misericordia que el Señor premiará en el Juicio Universal (cfr. Mt 25, 36).
2Tm 2, 1-2. Se refiere a la gracia otorgada en la ordenación sacerdotal. Cada Sacramento, además de identificarnos con Jesucristo mediante la infusión de la gracia santificante, confiere una gracia sacramental específica, que proporciona, en el tiempo oportuno, las gracias actuales necesarias para cumplir las obligaciones que derivan de la recepción del Sacramento. La gracia sacramental del Orden da fuerzas a los sacerdotes para ser buenos administradores de los misterios de Dios, e instrumentos de salvación para los hombres.
Timoteo encontrará en la gracia toda la fortaleza necesaria para desempeñar su misión en la custodia del depósito, y para formar bien a sus colaboradores y sucesores, de modo que, a su vez, sean capaces de hacer lo mismo. La transmisión de la doctrina desde los Apóstoles a los cristianos de todas las edades es la Tradición. Esta Tradición viva y la Sagrada Escritura constituyen el depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiada a la Iglesia: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo. Por eso, los Apóstoles, al transmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que conserven las tradiciones aprendidas de palabra o por carta (cfr. 2Ts 2, 15), y que luchen por la fe ya recibida (cfr. Judas 1, 3). Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (Dei verbum, 8).
«Hombres fieles»; La fidelidad siempre ha sido considerada en el ámbito militar -del que San Pablo toma esta expresión- como una virtud necesaria para quienes reciben la misión de vigilar. Por eso resulta especialmente necesaria para los obispos (epískopos, en griego, significa «vigilante»). Pero además de poseer esa cualidad, han de ser «capaces de enseñar». «¿De qué serviría al obispo ser fiel, se pregunta San Juan Crisóstomo, si no fuera capaz de trasmitir la fe a otros, o si, conformándose con no traicionar la fe, no supiera suscitarla en otros fieles? Son, pues, necesarias dos condiciones para formar a un doctor: que sea fiel y capaz de enseñar» (Hom. sobre 2Tm, ad loc.).
2Tm 2, 3. La imagen de la milicia es constante en los escritos paulinos, para referirse al comportamiento cristiano (cfr. 2Co 2, 13; Rm 6, 13; Rm 13, 12; 2Co 6, 7; Ef 6, 11-18; Flp 2, 25; 1Tm 1, 18; etc.).
2Tm 2, 4-7. El soldado, el atleta y el agricultor son tres ejemplos de hombres que realizan a conciencia su trabajo, con dedicación y esfuerzo. En el mundo grecorromano cada general se encargaba de reclutar y pagar a sus soldados; los hombres que se alistaban en uno de estos ejércitos se debían dedicar plenamente al servicio de armas bajo la dirección de quien los había contratado. También la dedicación al atletismo es muy intensa, pues se requiere una gran forma física para alzarse noblemente con el triunfo, respetando las reglas de la competición. El trabajo del agricultor tampoco conocía descanso, pues el cuidado de la tierra y la cosecha, las diversas faenas del campo, reclamaban su atención durante todo el año. En estos ejemplos se destaca también el premio que reciben como fruto de su esfuerzo.
«Entiende bien lo que digo»: San Pablo ha empleado esas imágenes con el fin de inculcar las exigencias de la labor ministerial, para que ésta alcance su fruto. El sacerdote ha de distinguirse por su entrega plena y desinteresada a su misión; como escribe Pío XI, «ha de mantenerse limpio de cualquier egoísmo, mirando con santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena, buscando almas, no riquezas; la gloria de Dios, no la propia. No es el hombre asalariado que trabaja por una recompensa temporal (…); es el buen soldado de Cristo que no se entromete en asuntos civiles para satisfacer a quien lo reclutó; es el ministro de Dios y padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra» (Ad catholici sacerdotii, n. 39).
2Tm 2, 8. «Jesucristo resucitado»: La Resurrección es el punto culminante de nuestra fe (cfr. 1Co 15, 1-21) y referencia obligada en la vida cristiana, porque sabemos que «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre Él» (Rm 6, 9). Por tanto, Jesucristo sigue viviendo en su condición gloriosa: Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravilloso.
No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos (Es Cristo que pasa, 102).
«Como predico en mi evangelio»: Literalmente, «según mi evangelio». En la predicación de San Pablo constituyen temas capitales la Resurrección gloriosa de Jesús y su ascendencia davídica.
2Tm 2, 9-10. Los padecimientos de San Pablo, encarcelado por predicar el Evangelio, son un título de gloria, pues en el martirio «el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre» (Lumen gentium, 42). Resplandece así la Comunión de los Santos, pues el dolor del cristiano, unido a la Pasión de Cristo, tiene eficacia redentora: «Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio imprescindible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la Cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención» (Salvifici doloris, n. 27).
A lo largo de la historia, muchos pastores de la Iglesia han padecido persecuciones por ser fieles a su misión. San Juan Crisóstomo, poco antes de partir para el exilio, exponía así sus sentimientos: «Para mí, los males de este mundo son despreciables, y sus bienes son irrisorios. No temo la pobreza ni ambiciono la riqueza; no temo la muerte ni ansío vivir sino para vuestro provecho» (Hom. Ante exilium, n. 1).
2Tm 2, 11-13. «Podéis estar seguros»: Es la expresión técnica empleada varias veces en las Cartas Pastorales para reclamar la atención sobre afirmaciones de especial interés (cfr. nota a 1Tm 1, 15). En este caso introduce una sección lírica en forma de himno, que consta de cuatro versos con dos frases simétricas o antitéticas cada uno, muy del gusto semita. Es muy posible que fuera recitado en la antigua liturgia bautismal, puesto que refleja la íntima unión del bautizado con Cristo muerto y resucitado; además, constituye un estímulo para mantenerse fieles en circunstancias adversas que pueden culminar en el martirio.
En efecto, el primer verso refleja el inicio de la vida cristiana; la traducción literal sería: «Si hemos muerto con él, también viviremos con él». Morir al pecado y resucitar a la vida de la gracia son expresiones paulinas (cfr. Rm 6, 3-4), que reflejan cómo en el Bautismo el cristiano participa de la Pasión, Muerte y sepultura del Señor, pero también de la gloria de la Resurrección. La gracia es el principio de la vida sobrenatural, que en el Cielo alcanzará su plenitud.
Los dos versos siguientes recogen las dos actitudes posibles ante las dificultades que conlleva ser cristiano: o perseverar o renegar (cfr. Mt 10, 33; Lc 12, 9). Pero en el himno hay un especial énfasis en la perseverancia, al utilizar unos términos propios del atleta que vence (cfr. Hb 12, 1-3); además, el verbo utilizado en la segunda parte está en futuro en el original, como si contemplara una hipótesis poco probable: «En caso de que le negáramos…». Y, lo más importante, la fidelidad del cristiano está orientada a Jesucristo: «Reinaremos con él». Perseverar es persistir en el amor, 'per ipsum, et cum ipso et in ipso…', que realmente podemos interpretar también así: ¡Él!, conmigo, por mí y en mí (Surco, 366).
La última fórmula rompe el ritmo de las antítesis, porque no contrapone actitud y resultado, sino infidelidad del hombre-fidelidad de Cristo: «Si no somos fieles, él permanece fiel». Esta paradoja del amor del Señor marca la culminación del himno, que es un canto a la perseverancia cristiana fundamentada en la fidelidad eterna de nuestro Señor. Tenemos derecho, los cristianos, a ensalzar la realeza de Cristo: porque, aunque abunde la injusticia, aunque muchos no deseen este reinado de amor, en la misma historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la salvación eterna (Es Cristo que pasa, 186).
2Tm 2, 14-16. El peligro de los falsos maestros acechaba a aquellas comunidades cristianas, todavía muy jóvenes; no parece que enseñaran doctrinas directamente heréticas, pero se enredaban en tales discusiones que había peligro de convertir las verdades de la fe en deducciones racionales de un sistema filosófico complicado. Frente a tales elucubraciones inútiles, el Apóstol aconseja exponer con rectitud y sencillez la doctrina revelada.
«Que expone con rectitud»: El texto original significa «cortar recto», usando una imagen de los artesanos que tallan la piedra sin torcerse, o de los agricultores que hacen los surcos rectos. De modo análogo, la predicación y enseñanza del Evangelio debe hacerse con un lenguaje recto y sencillo, asequible a todos. No puede limitarse a sugerir impresiones, sentimientos o afectos, sino que ha de transmitir sobre todo las certezas que nos proporciona «la doctrina verdadera» (literalmente, «la palabra de la verdad»). Pablo VI advertía que «será también una señal de amor el esfuerzo desplegado para transmitir a los cristianos certezas sólidas basadas en la palabra de Dios, y no dudas o incertidumbres nacidas de una erudición mal asimilada. Los fieles tienen necesidad de esas certezas en su vida cristiana» (Evangelii nuntiandi, n. 79).
2Tm 2, 17-18. En las Epístolas Pastorales es frecuente calificar de «sana» a la doctrina verdadera y considerar las doctrinas erróneas como enfermedades (cfr. 1Tm 6, 4; Tt 1, 15); aquí se las compara con la gangrena, por la corrupción que progresivamente van produciendo entre los fieles. El problema del daño que pueden hacer a la Iglesia quienes desde dentro enseñan errores ya se planteó en los primeros siglos. San Agustín habla de esos sembradores de confusión en los siguientes términos: «Son más de los que podíamos esperar, y donde no se les combate seducen a otros y se engrosa la secta, de modo que no sé dónde van a terminar. Yo prefiero curarlos dentro del organismo de la Iglesia antes que amputarlos de ese organismo como miembros incurables, a no ser que urja la necesidad; porque también hay que temer que por perdonar lo podrido se pudran muchos otros. Con todo, es poderosa la misericordia del Señor y puede librarlos de esa peste» (Epístola 157, 23, 22).
Himeneo y Fileto son una muestra de quienes siembran la confusión con la sutileza de los argumentos. Afirmaban que «ya ha tenido lugar la resurrección». Ante la dificultad de aceptar la resurrección de los muertos, especialmente en ambientes de cultura helenista (cfr. Hch 17, 32; 1Co 15, 12), la interpretaban en sentido puramente espiritual, pues es verdad que en el Bautismo hemos renacido a una nueva vida, a la gracia. Pero silencian el sentido fundamental del dogma de la resurrección de los muertos: llegará un día en que resucitaremos con nuestros propios cuerpos (cfr. Símbolo Atanasiano). Quizás para evitar la posible confusión que, ya desde los tiempos apostólicos, algunos pretendían sembrar reduciendo la resurrección a un hecho meramente espiritual, los credos primitivos concretaron ese artículo de nuestra fe: «Espero la resurrección de los muertos» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).
2Tm 2, 19. Frente a los errores o malentendidos, se subraya la firmeza de la Iglesia, utilizando la imagen de la edificación, ya usada por nuestro Señor (cfr. Mt 16, 18 y par.) y tan querida del Apóstol (cfr. 1Tm 3, 15). Era costumbre, y aún sigue siendo hoy en muchas latitudes, unir a la primera piedra un llamado «documento fundacional»; si se trataba de un templo o una edificación religiosa el documento fundacional solía contener unas frases que indicaban el origen y la finalidad del edificio. Siguiendo este símil, San Pablo imagina dos inscripciones básicas. La primera, tomada del libro de los Números, recuerda la elección que Dios hace, y el cuidado que tiene de los suyos para que no se desvíen y se perviertan, como los que se opusieron a Moisés (cfr.Nm 16, 5); este cuidado especial divino fundamenta también la infalibilidad de la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 25). La segunda inscripción, tomada del profeta Isaías (Is 26, 13), asegura la santidad: la de cada cristiano, que debe huir del pecado, puesto que invoca el nombre de Dios; pero, sobre todo, la de la Iglesia entera, pues aunque sus miembros sean pecadores, ella está alejada de todo pecado.
2Tm 2, 20-21. Continúa la alegoría de la Iglesia como Templo o Casa. Tanto en los templos paganos como en el de Jerusalén había vasijas de todo tipo. Para las grandes ocasiones y actos oficiales, se utilizaban las de metales nobles, y para usos vulgares y labores secundarias, se empleaban recipientes de materiales menos ricos; y, por supuesto, eso no suponía ninguna merma en la dignidad o en la santidad del Templo. Lo mismo podría decirse de las casas particulares de familias nobles. Pues bien, no hay que escandalizarse de que en la Iglesia haya pecadores o quienes lleven una conducta menos noble, pues esto no merma en absoluto la santidad de la Iglesia, ya que ésta es «indefectiblemente santa. Efectivamente, Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu Santo llamamos el 'solo santo', amó a su Iglesia como esposa suya, entregándose a Sí mismo por Ella para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26); la unió a Sí como un cuerpo, y la enriqueció con el don del Espíritu Santo, para gloria de Dios» (Lumen gentium, 39). Por eso, demostraría poca madurez el que, ante la presencia de defectos y miserias en cualquiera de los que pertenecen a la Iglesia -por alto que esté colocado en virtud de su función-, sintiese disminuida su fe en la Iglesia y en Cristo (…). Si amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia, Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa. Nosotros sí: mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa! (Lealtad a la Iglesia).
Todos los fíeles, aunque estén manchados por sus pecados personales, tienen la posibilidad de purificarse por la penitencia y llegar a ser un instrumento noble y útil. San Juan Crisóstomo piensa, como ejemplo, en el propio Apóstol: «Pablo era un vaso de arcilla y llegó a ser de oro» (Hom. sobre 2Tm, ad loc.).
2Tm 2, 22-26. El pasaje incluye consejos valiosos para la labor pastoral, especialmente con quienes tienden a discutir todo y sembrar confusión entre los fieles. En líneas generales es una llamada a la paciencia y serenidad frente al error, para buscar el arrepentimiento y la rectificación, y evitar la ruptura, con el riesgo de pérdida definitiva de algunos miembros de la Iglesia.
San Juan Crisóstomo, en su homilía sobre este texto, exhorta a tener paciencia, aunque la reacción ante las correcciones y, en general, el fruto de la predicación o la enseñanza tarde en llegar: «Ocurre muy a menudo que con la continuidad en la enseñanza, las palabras penetran hasta el fondo del alma, como el arado en la tierra, y corta hasta la raíz la pasión que le impedía ser fértil. A fuerza de oír la palabra, se producirán sus efectos. No es posible que la palabra evangélica, continuamente escuchada, permanezca inactiva. Si uno no tiene esto en cuenta, podría sucederle que abandonara su esfuerzo en un momento de desánimo, y echara todo a perder» (Hom. sobre 2Tm, ad loc.).
2Tm 3, 1-5. «Los últimos días»: En sentido estricto se refiere al tiempo inmediatamente anterior a la segunda venida del Señor; pero como el momento exacto no se nos ha revelado (cfr. Mt 24, 3 ss.), puede considerarse que los últimos días abarcan el período entre la Encarnación (cfr. Hb 1, 2) y la venida gloriosa del Señor. En ese período la humanidad sufrirá los vicios mencionados.
Se enumeran hasta dieciocho tipos de pecado. En otros lugares de las Cartas Pastorales (cfr. 1Tm 1, 9-10; 1Tm 6, 4-5; Tt 3, 3; 2Tm 3, 2-5) se hace más bien referencia a los vicios derivados de errores doctrinales; en cambio, los que aquí se mencionan son consecuencia del egoísmo, y revisten mayor gravedad porque niegan el fundamento del orden moral.
La moralidad de las acciones humanas se mide por su adecuación a la ley eterna de Dios, es decir, al orden fijado por el Creador, para que cada uno de los seres alcance su fin particular y el fin universal de la creación, que es la gloria de Dios. Cuando el hombre se deja arrastrar por sus pasiones y no respeta el orden querido por Dios, produce un grave daño a sí mismo y a la sociedad pues deja el camino abierto para todos los desordenes morales. El último que enumera el Apóstol es muy grave para la Iglesia: el de los hombres que se presentan como piadosos, aparentemente respetuosos con Dios y comprometidos en el servicio a los demás pero que están vacíos por dentro, desprovistos de la gracia y del amor a Dios.
2Tm 3, 6-9 Entre los hombres cargados de vicios (vv. 2-5) resultan especialmente peligrosos los que se dedican a sembrar en todas partes doctrinas contrarias a la verdad y peligrosas para la fe. Se presentan como predicadores de novedades: disfrazados con una falsa erudición acaban corrompiendo a quienes los escuchan con una frívola curiosidad.
Yannes y Yambrés eran, según las tradiciones judías, los nombres de los magos egipcios que fueron llamados por el Faraón, para que imitaran con sus artes mágicas los prodigios que Moisés y Aarón realizaban en su presencia (cfr. Ex 7, 11). Del mismo modo que éstos se opusieron a Moisés, los falsos doctores se oponen a la verdad del Evangelio, pero están destinados al fracaso, porque, como aquellos, sólo pueden oponer artimañas humanas a realidades sobrenaturales.
Esta sección está cargada de ironía: sólo llegan a convencer a pobres mujeres, débiles de voluntad y cortas de inteligencia; tienen la pretensión de hacer prodigios, pero quedan en ridículo, como aquellos magos egipcios. En definitiva, «no llegarán lejos» (v. 9); por tanto, Timoteo no tiene que dejarse llevar de ningún pesimismo; ante el mal y ante el error no cabe el apocamiento: A veces considero que unos pocos enemigos de Dios y de su Iglesia viven del miedo de muchos buenos, y me lleno de vergüenza (Surco, 115).
Una de las misiones más importantes de los pastores de la Iglesia es la de vigilar que no se difundan entre los fieles doctrinas que pueden ser perjudiciales para la fe. En este sentido, escribía San Ignacio de Antioquía a San Policarpo: «Que no te desconcierten aquellos que parecen dignos de toda confianza y, sin embargo, enseñan doctrinas extrañas. Mantente firme, como yunque golpeado por el martillo. A un gran atleta corresponde vencer a pesar de los golpes. Sopórtalo todo por Dios, para que también Él nos soporte. Sé todavía más diligente de lo que eres» (Carta a Policarpo, III, 1).
2Tm 3, 10-13. En contraste con los que se oponían a las enseñanzas de San Pablo, Timoteo es alabado por su fidelidad, y ayudado con consejos prácticos para afrontar las dificultades.
Los retazos autobiográficos de San Pablo, bien conocidos de Timoteo, que era natural de Listra, sirven para animarle. Ya lo había advertido en la primera epístola que escribió (cfr. 1Ts 3, 2-3, y nota), y ahora lo recuerda: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos». Gracias al sufrimiento podemos participar en el triunfo de Cristo. «Cristo ha vencido definitivamente al mundo con su resurrección; sin embargo, gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha vencido al mismo tiempo este mundo con su sufrimiento (…). A través de la resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir la convicción de esta fuerza en el corazón de los que escogió como sus Apóstoles y de todos aquellos que continuamente elige y envía» (Salvifici doloris, n. 25).
2Tm 3, 14-15. «Permanece firme en lo que has aprendido y creído»: Sabio consejo éste: que no abandone Timoteo la verdad que aprendió de labios de su madre y del Apóstol. «La naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido recibido de los padres, y que, además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca, sino que más bien somos nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca» (Commomtorio, 5).
La meditación asidua de la Palabra de Dios y la reflexión acerca de las circunstancias de la vida a la luz de la fe, enriquecen y hacen profundizar en la verdad revelada; el sentido fundamental de las verdades de fe no cambia, porque Dios no se contradice a Sí mismo. El progreso de la teología consiste en profundizar en el conocimiento del contenido de la Revelación, y desarrollarlo de modo congruente con las necesidades y las aportaciones de los hombres en cada época y cultura. A este propósito escribía Pablo VI: «Insistíamos sobre la grave responsabilidad que nos incumbe, que compartimos con nuestros hermanos en el Episcopado, de guardar inalterable el contenido de la fe católica que el Señor confió a los Apóstoles: traducido a todos los lenguajes, este contenido no debe ser recortado ni mutilado. Por el contrario, revestido de símbolos propios de cada pueblo, explicitado por expresiones teológicas que tienen en cuenta los diversos medios culturales, sociales y raciales, el contenido de la fe católica debe seguir siendo tal y como el Magisterio eclesial lo ha recibido y lo transmite» (Evangelii nuntiandi, n. 65).
2Tm 3, 16. Dada la concisión de la lengua griega, que omite con frecuencia el verbo copulativo ser, este versículo admite también la traducción siguiente: «Toda la Escritura inspirada por Dios es útil…». Conviene señalar que en el texto original los dos adjetivos inspirada y útil se refieren al sintagma 'toda la Escritura'. Por tanto, aquí se afirma de manera explícita que todos los libros de la Biblia están inspirados por Dios y que, por esa razón, son muy útiles para la realización de los fines de la Iglesia. En efecto, los libros de la Sagrada Escritura gozan de una peculiar autoridad, porque «la revelación divina, contenida y expresada en los escritos de la Sagrada Escritura, fue consignada por inspiración del Espíritu Santo. La Santa Madre Iglesia, en virtud de la fe apostólica, considera sagrados y canónicos todos los libros íntegros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia. Para componer los libros sagrados, Dios escogió y se sirvió de unos hombres que usaban todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Por lo tanto, como se debe considerar que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman es el Espíritu Santo quien lo ha afirmado, se ha de profesar también que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error la verdad que Dios, para nuestra salvación, quiso consignar en las Letras Sagradas» (Dei verbum, 11).
Por eso, el uso de la Biblia es muy provechoso y conveniente en la predicación y la enseñanza, en la investigación teológica, y para el progreso espiritual propio y de otras personas. Tratando de la formación de los futuros sacerdotes, el Concilio Vaticano II recomienda: «Se debe formar a los alumnos, con una diligencia especial, en el estudio de la Sagrada Escritura, que debe ser como el alma de toda la teología» (Optatam totius, 16).
San Gregorio Magno resalta la utilidad que tiene «para enseñar»: «Quien se prepara para pronunciar una predicación verdadera, es preciso que tome de las Sagradas Escrituras los argumentos, para que todo lo que hable se fundamente en la autoridad divina» (Moralia, 18, 26). E insiste este Santo Padre en otro lugar: «¿Qué es la Sagrada Escritura sino una especie de carta de Dios omnipotente a su criatura?… Estudia, pues, por favor, y medita cada día las palabras de tu Creador. Aprende lo que es el corazón de Dios penetrando en las palabras de ese Dios, para que anheles con más ardor las realidades eternas y tu alma se encienda en deseos más vivos de los gozos celestiales» (Epistola ad Theodorum medicum, V, 31).
También sirve «para argumentar», como escribe San Jerónimo: «Lee muy a menudo las divinas escrituras, o, por decirlo mejor, que nunca la lectura sagrada se te caiga de las manos. Aprende lo que has de enseñar, mantén firme la palabra de fe que es conforme a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y convencer a los contradictores» (Ad Nepotianum, 7).
2Tm 3, 17. «Hombre de Dios»: Véase nota a 1Tm 6, 11. Esta denominación expresa el fundamento de la dignidad del sacerdote. «La vocación de sacerdote aparece revestida de una dignidad y de una grandeza que nada en la tierra supera. Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo estas palabras: 'no quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta, no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más (…). No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no admito que sean tocados mis Cristos' (El Diálogo, cap. 116).
Algunos se afanan por buscar, como dicen, la identidad del sacerdote. ¡Qué claras resultan esas palabras de la Santa de Siena! ¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo (Sacerdote para la eternidad).
2Tm 4, 1. El último capítulo de la carta, que resume las ideas principales, viene a ser como el testamento de San Pablo: y, como tal, tiene a la vez el carácter solemne de los primeros versículos (vv. 1-5), la sinceridad de su vida entregada (vv. 6-8) y el tono entrañable de los encargos finales (vv. 9-22).
Comienza con una fórmula severa, que había empleado también en 1Tm 5, 21, inspirada en los protocolos grecorromanos de sucesión, que obligaba a los herederos a cumplir la voluntad del testador: «Te conjuro», que se ha traducido por «te advierto seriamente». De ahí, los imperativos que vienen a continuación. La invocación de Dios Padre y de Jesucristo como testigos refuerza la solemnidad del requerimiento, reconociéndolos como garantes del compromiso que los herederos adquieren. El conjuro es un acto propio de la virtud de la religión, porque se reconoce a Dios como supremo Juez, ante quien rendiremos cuenta de nuestros actos.
«Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos», es una expresión catequética y gráfica (cfr. Hch 10, 42; 1P 4, 5), que expresa la verdad de fe de que todos los hombres sin excepción recibirán la sentencia definitiva del único y supremo Juez, Jesucristo. Esta fórmula ha pasado al «credo» o «símbolo de fe»; el Santo Padre Pablo VI la desarrolló, en una profesión solemne de fe, del modo siguiente: «Subió al Cielo y vendrá de nuevo, esta vez con gloria, para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes los rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12).
2Tm 4, 2. «Predica la palabra», es decir, el mensaje evangélico, que abarca las verdades que hay que creer, los mandamientos que hay que cumplir y los sacramentos y demás medios sobrenaturales que hay que frecuentar. En la vida de la Iglesia tiene particular importancia el ministerio de la palabra, como medio para hacer partícipes del Evangelio a todos los hombres, según el plan previsto por Dios; de modo especial los sacerdotes son urgidos a cumplirlo: «El Pueblo de Dios es reunido, en primer lugar, por la palabra de Dios vivo, que con absoluto derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes. Ya que no puede salvarse nadie que antes no haya creído, los Presbíteros, en cuanto colaboradores de los Obispos, tienen el deber primordial de predicar a todos el Evangelio de Dios para que, al cumplir el mandato del Señor -'Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura' (Mc 16, 15)- instauren y aumenten el Pueblo de Dios» (Presbyterorum ordinis, 4).
«Con ocasión y sin ella», es decir, también cuando las circunstancias sean adversas (v. 3), o parezca que los oyentes no están bien dispuestos para acoger el mensaje cristiano. Timoteo, y con él todos los ministros sagrados, deben portarse con los fieles de acuerdo con las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana. En palabras de Mons. Álvaro del Portillo: «¿Qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote, ministro de Cristo, signo viviente de la presencia del Buen Pastor? Nos atrevemos a afirmar que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen esa necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría, oportunamente y aun inoportunamente, aquello que él sólo puede dar: la riqueza de gracia, de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres» (Escritos sobre el sacerdocio, pp. 121-122).
2Tm 4, 3-5. Con profundo dolor y con ironía, San Pablo desenmascara a quienes prefieren las apariencias a la verdad. Ya Cicerón repudiaba a ciertos griegos, artesanos de la palabrería, que procuraban halagar el oído aunque sus discursos fueran vacíos o erróneos. Pero tratándose de la doctrina cristiana, el daño que se puede causar a las almas es muy grave: No te asustes ni te asombres, ante la cerrazón de algunos. Nunca dejará de haber fatuos que esgriman, con alardes de cultura, el arma de su ignorancia (Surco, 934).
Frente a los discursos huecos, el Apóstol aconseja sobriedad en la enseñanza, perseverancia ante los contradictores y responsabilidad en el ejercicio del ministerio. También San Juan Crisóstomo exhortaba a la fidelidad en la presentación del mensaje evangélico: «Lo que hay que temer no es que se os maldiga, sino que aparezcáis envueltos en la misma hipocresía de los detractores. En este caso os volveríais insípidos y seríais pisoteados por la gente. Pero si presentáis con sobriedad la sal y por ello os maldicen, alegraos; porque ésa es la función de la sal, escocer y molestar a los corrompidos. Las maledicencias seguirán, pero no os perjudicarán, sino que serán prueba de vuestra firmeza» (Hom. sobre S. Mateo, 15, 7).
2Tm 4, 6-8. Al contemplar la proximidad de su muerte, San Pablo expresa con rasgos líricos el balance de su vida entregada al Evangelio, el significado de la muerte y la esperanza del Cielo. Las imágenes ponen de manifiesto su propia experiencia y su fe profundamente vivida: la muerte es una ofrenda a Dios, semejante a las libaciones de aceite que se hacían sobre el altar de los sacrificios; es el inicio de un viaje, preparado con la minuciosidad de los marineros, levando anclas y desplegando velas, pues todo esto significa «el momento de mi partida».
La vida cristiana es como una magnífica competición contemplada y juzgada por Dios mismo. En Grecia los juegos atléticos estaban muy relacionados con el culto; San Pablo presenta la vida cristiana como un deporte sobrenatural: las «carreras» expresan el esfuerzo continuo por alcanzar la perfección (cfr. Flp 3, 14); la preparación para la lucha atlética es imagen de la práctica de la mortificación (cfr. 1Co 9, 26-27); el «combate» indica la lucha que se requiere para resistir al pecado, incluso aunque, en momentos de persecución, esto suponga perder la vida (cfr. Hb 12, 4). Vale la pena participar en esta competición, pues, como observa San Juan Crisóstomo, «la corona que en ella se consigue no se marchita jamás. No está hecha con hojas de laurel, no nos la pone en la cabeza un hombre, no la hemos ganado ante un público de hombres, sino en un estadio abarrotado de ángeles. En las competiciones de la tierra uno lucha y se fatiga durante muchos días, y sus grandes esfuerzos son recompensados con una corona, que se marchita en menos de unas horas (…). No sucede aquí lo mismo, sino que la corona que se recibe es eternamente brillante, honorable y gloriosa» (Hom. sobre 2Tm, ad loc.).
Esta visión esperanzada de la vida eterna no está reservada sólo para San Pablo, sino también «para todos los que desean con amor su venida», es decir para todos los cristianos que perseveran fieles: «Nosotros que conocemos los gozos eternos de la patria celestial -exhortaba San Gregorio Magno-, debemos darnos prisa para acercarnos a ella por el camino más corto» (In Evangelio homiliae, 1, 3).
2Tm 4, 9-18. Los encargos, frecuentes en las cartas de San Pablo, adquieren aquí un tono entrañable, que deja traslucir su estado de ánimo a las puertas del martirio. Imita el ejemplo de Jesucristo: los amigos le abandonan (vv. 10-12.16), pero el Apóstol confía sólo en Dios (vv. 17.18); los enemigos le atacan con mayor crueldad, pero él perdona a todos (vv. 14.16); en medio de sus sufrimientos resplandece la glorificación de Dios (v. 18). Por otra parte, la mención de los distintos lugares -Tesalónica, Galacia, Dalmacia, Éfeso, Tróade, Corinto, Mileto- muestra con cuánta fuerza se agolpaban los recuerdos de los viajes y de las tierras donde quedó asentado el mensaje cristiano. Estos versículos son como una apretada síntesis biográfica.
La alusión nominal de tantos discípulos pone de manifiesto su grandeza de alma: con todos puso su empeño; unos fallaron, la mayoría permanecieron fieles; de algunos han conservado noticias el libro de los Hechos o las Cartas, de otros sólo conocemos lo que aquí se dice. En cualquier caso, debían estar muy presentes en el corazón del Apóstol, que se hizo «todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1Co 9, 26).
2Tm 4, 10 Demas acompañó a San Pablo en su primera cautividad romana (cfr. Col 4, 14; Flm 1, 24). Pero ahora que el Apóstol esta próximo a morir, y en una prisión más dura que la primera, lo ha dejado solo.
Me hace temblar aquel pasaje de la segunda Epístola a Timoteo cuando el Apóstol se duele de que Demas escapó a Tesalónica tras los encantos de este mundo… Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los santos.
Me hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me sirven para unirme mas a Él, ¡no los quiero! (Surco, 343).
2Tm 4, 13. La prenda de abrigo a que se alude era un manto amplio, redondo y sin mangas, que protegía, al mismo tiempo, del frío y de la lluvia «Los libros» eran probablemente documentos menos importantes que solían escribirse en hojas de papiro, mientras que los pergaminos se utilizaban para escritos más importantes como la Sagrada Escritura. No sabemos el contenido de estos libros, pero el encargo muestra la afición de San Pablo al estudio y a la lectura. Por otra parte, los detalles tan nimios que aquí se recogen abogan por la autenticidad paulina de esta carta.
2Tm 4, 16-17. San Pablo destaca el contraste entre el comportamiento de los hombres y el de Dios. Frente a las complicaciones que pudieran surgir por acompañar o defender a San Pablo, algunos de sus amigos, e incluso de sus más íntimos, lo dejaron solo. En cambio Dios no lo abandonó.
Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo…, aunque los amigos a veces traicionan. –No me parece mal.
Pero… ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona? (Camino, 88).
2Tm 4, 18. «El Señor me librará de todo mal»: Literalmente, «de toda obra mala». No se refiere a que Dios le librará del martirio que el Apóstol vislumbra inminente. Expresa su confianza en que Dios le mantendrá firme en toda tentación, y finalmente le concederá la salvación en el Cielo. La perseverancia final es una gracia que el hombre no puede merecer (cfr. De iustificatione, cap. 13); también es una verdad de fe que para llegar al Cielo es imprescindible estar en gracia y amistad con Dios en el momento de la muerte (cfr. Mt 24, 13).
2Tm 4, 19-21. Los saludos finales son más íntimos que en otras cartas paulinas: la mención por sus nombres de tantos discípulos; las noticias minuciosas sobre algunos, como la enfermedad de Trófimo; el consejo de viajar antes del invierno, cuando la navegación se hace más peligrosa; etc. Todo ello refleja cómo San Pablo se entregó en cuerpo y alma a su apostolado, y con cuánto aprecio consideraba a cada uno de los que seguían a Cristo.
2Tm 4, 22. «El Señor esté con tu espíritu»: Con esta primitiva fórmula de salutación se pide la protección, el socorro, la bendición y la eficacia divina. Aunque la fórmula puede ser un semitismo que equivale a «El Señor esté contigo», algunos Santos Padres interpretaron que, en este contexto, podría aludir a la gracia recibida en el Sacramento del Orden: en este sentido habría pasado a la liturgia, donde sólo los ministros ordenados (obispo, sacerdotes y diáconos) dirigen el saludo «El Señor esté con vosotros», y se les responde «Y con tu espíritu» (no: «Y contigo»). Según esto, San Pablo invoca el auxilio divino para que asista a Timoteo en su labor ministerial.
El sacerdote tiene especial responsabilidad dentro de la Iglesia, como recordaba San Ignacio de Antioquía en una carta dirigida a San Policarpo: «Preocúpate de la unidad, el mayor de todos los bienes. Lleva a todos sobre ti, como tú mismo eres llevado por el Señor. Soporta a todo el mundo con espíritu de caridad, como ya haces. Ora sin descanso; pide una sabiduría mayor que la que tienes; vela, y que tu espíritu no duerma nunca. Habla a cada uno en particular, siguiendo el ejemplo de Dios. Carga sobre ti, como atleta completo, las enfermedades de todos» (Carta a Policarpo, II, 1).