Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO II. EL MINISTERIO DE JUAN BAUTISTA

También la vida pública del Salvador, lo mismo que su vida oculta, tiene su breve prefacio, cuyos elementos están tomados de la historia de Juan Bautista. El ministerio del Precursor, al que elegantemente se ha llamado «la aurora de la historia evangélica», sirve de natural y a la vez providencial introducción al del Mesías. ¿No habían anunciado claramente dos videntes de Israel, Isaías y Malaquías –uno en la época de mayor florecimiento del profetismo 1, y el otro hacia su ocaso 2– que el Mesías sería precedido de un heraldo que proclamase y preparase su advenimiento?
Los cuatro evangelistas a una, aplican al hijo de Zacarías e Isabel el siguiente hermosísimo oráculo de Isaías 3:

Una voz clama;
abrid en el desierto el camino de Jehovah.
Allanad en la estepa
una senda para nuestro Dios.
¡Reálcese todo valle!
Abájese toda montaña y todo collado!
¡Truéquese la colina en llanura
y las brenas en vega!
Entonces aparecerá la gloria del Señor
y toda carne, sin excepción, la verá,
porque ha hablado la boca del Señor.

Fácil de entender es este lenguaje metafórico. «El profeta, divinamente iluminado, contempla en espíritu en una forma dramática la futura vuelta de los judíos a Palestina, después de la cautividad de Babilonia. Jehová, su rey y libertador, camina a la cabeza de ellos por el desierto de Siria, para conducirlos con seguridad a su patria. Precédele un heraldo, según antigua costumbre del Oriente, para anunciar su próximo paso y hacer arreglar los caminos, de los que en aquellos remotos tiempos, nadie solía cuidar, como no fuese en circunstancias solemnes» 4 Pero según los divinos designios, el oráculo de Isaías, después de haberse realizado en la vuelta del destierro, había de tener otro segundo cumplimiento de orden superior, en los tiempos mesiánicos. También el Cristo, el Rey–Salvador, debía tener su heraldo en la persona de Juan Bautista, su precursor, que iría delante de El, abriéndole los caminos de los corazones. El vaticinio de Malaquías expresa con más brevedad este mismo pensamiento: «He aquí, dice el Señor, que yo enviaré mi ángel, y prepararé el camino ante mi faz» 5.
Ya describimos los principales obstáculos que, en el orden moral, embarazaban entonces entre los judíos el camino del Mesías. Expresivamente figurados estaban por aquellas alturas que debían abajarse, por aquellos valles que se debían rellenar, por aquellas turtuosidades y asperezas que debían desaparecer, para que, al llegar a su pueblo, el Cristo Redentor hallase un camino digno de El. Tal es la dura tarea a que, durante su breve ministerio, va a entregarse Juan con toda su alma.

I.– Aparición del Precursor, su vida mortificada, su Bautismo

Antes de hacernos oír la poderosa voz del mensajero de Cristo, menciona San Lucas en términos solemnísimos la época de su aparición:
«En el decimoquinto del reinado de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea; Herodes, tetrarca de Galilea; su hermano Filipo, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítide, y Lysanias, tetrarca de Abilina; siendo sumos sacerdotes Anás y Caifás, vino la palabra del Señor sobre Juan, hijo de Zacarias, en el desierto».
Fecha Inmemorable en los fastos sagrados 6, que de nuevo hace entrar 7 la vida de Nuestro Señor Jesucristo en el cuadro general de la historia contemporánea. Sería, sin embargo, de extrañar esa abundancia de pormenores cuando los evangelistas no mencionan expresamente ni el año del nacimiento ni el de la muerte y resurrección del Salvador, si no conociésemos la importancia de la misión de Juan Bautista. La hemos visto ya manifiesta en los profetas; pero los sinópticos la encarecen más aún, ya presentando la aparición del Precursor como el «comienzo del Evangelio» de Jesús 8, ya concediendo a Juan un lugar relativamente considerable en sus escritos, ya, sobre todo, citando más adelante el magnífico elogio que Jesús hizo de él 9. ¿Por ventura no era el último profeta del Antiguo Testamento el anillo que enlazaba la teocracia antigua con la Iglesia? Mejor aún, ¿no era el Precursor del Mesías?
Pero volvamos a la fecha sincrónica con que San Lucas se propuso fijar la época exacta en que apareció Juan Bautista en la escena de la historia religiosa. Enumera los nombres de siete personajes que eran entonces parte más o menos directa, más o menos influyente, en la administración política o religiosa de Palestina. Cuando más atrás tratamos de la duración de la vida pública de Nuestro Señor vimos cuán difícil es determinar con exactitud cómo debe entenderse el decimoquinto año de Tiberio. Por nuestra parte, creemos que, salvo error, corresponde al año 779–780 de Roma, 27 de la Era Cristiana.
Tiberio César: ¡qué hombre más depravado para abrir la lista! Digno de tal señor era Poncio Pilato, que, a título de procurador 10, representaba entonces al emperador en la Judea y Samaria. Ya hemos tenido ocasión de calificar su conducta para con sus administrados. Con sobrado motivo le reprocha el teósofo hebreo Filón 11 «su corrupción, sus violencias, sus rapiñas, sus malos tratamientos y vejaciones, las continuas ejecuciones sin previo juicio, sus incontables e insufribles crueldades». Nuevamente toparemos con él durante la pasión de Jesús, y, en su intervención, le veremos irresoluto, débil y hasta cobarde, fríamente inicuo, y, con todo, animado de cierto respeto hacia la divina víctima.
Después de él nombra el evangelista tres príncipes que gobernaban por aquella misma época los territorios de Palestina que no estaban directamente sometidos a la autoridad de Roma. A Herodes Antipas le dimos ya a conocer en la primera parte de esta obra. Varias veces nos lo mostrarán los sinópticos, siempre con nota desfavorable, como príncipe de costumbres livianas, astuto, débil de carácter y cruel en ocasiones. Su hermano Filipo fué el mejor de los hijos del rey Herodes. Le tocaron en herencia varias provincias del Nordeste de Palestina, y su gobierno duró treinta y siete o treinta y ocho años (4 ant. de J.C. 33 ó 34 desp. de J.C.).
Respecto de Lysanias, tetrarca de Abilina, que nada tenía de común con la familia de Herodes, bien poco es lo que sabemos. Su existencia en la fecha indicada por el evangelista ha sido comprobada de modo certísimo por monedas e inscripciones de la época. Sabido es que la provincia de Abilina, después de la muerte de Lysanias, fue feudo de Herodes Agripa I, y luego de Herodes Agripa II; de lo que cuando San Lucas componía su Evangelio formaba parte, hasta cierto punto, de lo que orgullosamente llamaban los rabinos «la tierra de Israel». Quizá por este motivo se le menciona aquí 12.
Los cinco nombres que preceden resumen la situación política de Tierra Santa en el momento de inaugurarse el ministerio de Juan Bautista; los de Anás y Caifás, que le siguen, nos recuerdan la situación religiosa. Son también nombres muy significativos. Anás 13 había sido Sumo Sacerdote entre los años 6–15 de nuestra Era 14, y ya señalamos la considerable influencia de que aún gozaba quince años después de su deposición, en la época de la vida pública de Jesucristo, por lo cual, sin duda, lo asocia aquí el evangelista 15 a su yerno José, llamado Caifás, que era entonces el titular oficial del Sumo Pontificado. En otros dos pasajes del Nuevo Testamento en que de él se trata, se nos muestra como enemigo de Jesucristo y de la naciente Iglesia. Caifás, que únicamente a fuerza de vileza de ánimo y de condescendencia con Roma pudo conservar sus elevadas funciones durante unos dieciocho años –entre 17 ó 18 y 36 de nuestra Era 16–, observó respecto de Jesús una conducta aún más indigna. El fué quien, tras de un simulacro de proceso en que representó un papel criminal, logró que el Sanedrín pronunciase sentencia de muerte contra Jesús. Su nombre, como el de Pilato, quedó infamado para siempre. ¡Qué decadencia moral del judaísmo no suponen los nombres de estos sacerdotes ambiciosos, avaros, sin fe y sin conciencia! 17.
En verdad que la Tierra Santa, la nación de Yavé y del Mesías, estaba entonces harto necesitada de regeneración. Tiempo es de que acuda el Cristo a salvar a su pueblo. Mas he aquí que su Precursor aparece de improviso 18 y anuncia que muy de cerca le seguirá el libertador.
En efecto, continúa San Lucas 19, en este décimoquinto año de Tiberio «vino la palabra del Señor sobre Juan, hijo de Zacarías», en el desierto donde había pasado la mayor parte de su vida. Esta fórmula solemne, frecuente en los escritos del Antiguo Testamento, y sobre todo en la literatura profética 20, indica a las claras que Juan no eligió por propio impulso la hora de inaugurar sus funciones de Precursor. Una comunicación divina muy precisa y concreta, semejante a la que habían recibido los antiguos videntes, le movió a dejar su retiro solitario; una irresistible fuerza del Espíritu Santo le guió a la región en que había de predicar al Cristo y su reino.
El teatro principal de su ministerio está brevemente descrito por los evangelistas. No serán las ciudades ni las aldeas; menos aún Jerusalén. Aquel hombre que se había criado en el desierto, en el desierto continuará viviendo 21; pero en adelante menos para sí que para el Mesías y para las almas. Del desierto de Judá, que, según San Mateo, será desde ahora habitual morada del Bautista, hablan varias veces los libros del Antiguo Testamento 22. Región agreste y desolada, que se divisa en gran parte desde lo alto del monte de los Olivos, tiene por límite, al Este, el bajo Jordán y el Mar Muerto, y se extiende, al Oeste, casi hasta la arista de la meseta central de Palestina, y, al Norte, hasta los antiguos límites de la tribu de Judá. No es un desierto arenoso, no un Sahara de reducida extensión, sino antes una estepa, hoy como antaño deshabitada, casi toda inculta y difícil de cultivar, con montañas rocosas y áridas, con frecuentes cañadas y torrenteras, con un suelo rugoso, quebrado, reseco. Sólo en primavera se cubre de un poco de verdura, que vienen a pastar los carneros y cabras de los beduinos. En la parte septentrional de este desierto parece haber pasado Juan su adolescencia y edad madura, hasta los treinta años poco más o menos. «La región próxima al Jordán» donde ahora lo hallamos era y es aún menos agreste que el desierto de Judá propiamente dicho, aunque su suelo margoso apenas produce más que malezas y otros desmedrados vegetales. Únicamente en los bordes del río crecen árboles abundantes. En suma, la parte más meridional del Ghor o valle del Jordán, a algunos kilómetros al Este de Jerusalén y al Norte del Mar Muerto, fué donde estuvo el centro principal de la actividad de Juan Bautista. La narración evangélica nos lo mostrará ya en la ribera derecha, ya en la izquierda del río 23, aunque también lo veremos algún día «en Enon, cerca de Salem», mucho más al Norte 24.
Dócil, pues, al mandato divino, descendió el Bautista hacia el profundo valle del Jordán. Antes de hacernos oír su voz, nos describen los sinópticos en pocas palabras su aspecto exterior y su austera vida. Tenía por vestido una túnica áspera y grosera, tejida con pelos de camello 25 y sujeta a la cintura con rústica correa de piel. Así también iba vestido Elías 26, e igual hábito parece que usaron la mayoría de los profetas que le siguieron 27.
Tan mortificado como en su vestido lo era Juan en su comida. Los evangelistas mencionan los dos manjares principales de que ésta constaba: langostas y miel silvestre, alimentos propios del desierto, donde se hallan en abundancia. Aun hoy, en Arabia, en Etiopía, en Palestina y en otras partes suelen servir las langostas de alimento a las clases pobres; por lo demás, los antiguos hebreos conocían ya este manjar 28, que nada tiene de malsano y que se adereza de diversos modos 29. La miel silvestre (muy aromática, aunque amarga de ordinario), llamada así para distinguirla de la que producen las abejas domésticas, ha sido en todo tiempo abundante en Palestina, donde se la encuentra en los troncos de los árboles y en las hendiduras de las rocas 30.
Tal era la austeridad exterior con que se presentaba el Bautista. Estas noticias dan grande realce a aquellas palabras del Salvador, que un día, con acento suavemente irónico, dirigía a las turbas: «Mas ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas delicadas y viviendo entre delicias?» 31. Nos ayudan también a entender cómo algunos fariseos mal intencionados, después de haber dicho de Juan que «ni comía ni bebía», pudieron añadir, encogiéndose de hombros: «Poseído está del demonio» 32.

II.– Predicación de Juan Bautista . Su primer testimonio en favor de Jesús

La predicación de Juan estaba en perfecta armonía con su vida mortificada. «Haced penitencia –clamaba sin descanso–, porque está cercano el reino de los cielos» 33. Semejantes palabras, y en labios de tal predicador, produjeron en toda la comarca impresión profundísima, pues fácilmente se comprendía su sentido. Significaban que pronto iba a manifestarse el Mesías para establecer el glorioso reino que tantas veces habían anunciado los divinos oráculos. Así que al punto rodearon a Juan turbas numerosas, y siempre en aumento, que querían contemplar de cerca a aquel profeta misterioso y oír con sus propios oídos la fausta y alegre nueva que les anunciaba. Un fuerte movimiento religioso conmovió a toda la Palestina. El solo hecho de que, después de tantos siglos de silencio por parte del Señor, apareciese un profeta en Israel, era de suyo bastante para excitar general alborozo, por lo que de todos los distritos de Tierra Santa acudió incontable muchedumbre de gentes, según refieren San Mateo y San Marcos 34 en términos de gran ponderación: «Entonces fueron a él toda la Judea, y toda la comarca del Jordán, y todos los habitantes de Jerusalén», y también, sin duda, los habitantes de Galilea 35 y de la Perca. Las riberas del Jordán, de ordinario desiertas y silenciosas, se vieron invadidas durante varios meses por vivientes oleadas de peregrinos, que se renovaban sin cesar 36. Cosa semejante no se había contemplado en Palestina desde la ya lejana época de los Macabeos.
A su predicación, cuyo tema general o texto, digámoslo así, acabamos de citar, había unido el Precursor un rito simbólico, un «bautismo», del que nació su célebre sobrenombre de «Bautista», con el que pronto las gentes comenzaron a conocerle 37. Consistía este rito, según lo indica la etimología de la palabra 38, en una inmersión completa en las aguas del Jordán. Se ha intentado relacionar su origen con las diversas abluciones religiosas que la legislación mosaica imponía a los que hubiesen contraído impureza legal 39, y también con el bautismo que reciben los prosélitos antes de ser agregados al judaísmo 40. Pero la semejanza que existe entre él y estas dos especies de lustraciones es únicamente externa. Mientras que las abluciones ceremoniales tenían que ser reiteradas en cada caso de impureza, el bautismo de Juan sólo una vez se recibía. El bautismo de los prosélitos se administraba a los paganos convertidos; el de Juan, por lo común, solamente a los israelitas. Era, pues, este bautismo un rito enteramente nuevo. Tan convencidos estaban los discípulos del Precursor de que a él sólo le pertenecía, que fueron acometidos de vivos celos cuando supieron que también los discípulos de Jesús habían comenzado a bautizar 41. Este dato es muy significativo. Pero lo es aún más la manera con que los evangelistas cuidaron de caracterizar este bautismo y señalar su naturaleza y su fin. Lo presentan como un «bautismo de penitencia para la remisión de los pecados» 42. No porque el Precursor –ya lo afirmará él mismo sin rebozo– hubiese recibido el poder de perdonar los pecados, pues este poder estaba reservado al Mesías, sino porque mediante este símbolo, mediante esta lavadura exterior, excitaba en las almas el deseo de una purificación moral que debía llevarlas a santificarse para ser dignos de participar del reino de Cristo. De donde resulta que el bautismo de Juan era realmente una institución nueva, personal.
La palabra griega que, conformándonos a nuestra versión latina, acabamos de traducir por «penitencia», pide aquí una explicación, pues ella expresa con toda claridad la naturaleza del rito de que tratamos. El sustantivo metanoia significa una transformación total del alma, un cambio radical obrado en los sentimientos más íntimos, por oposición a un arrepentimiento superficial y poco sincero. Tratase, por consiguiente, de una conversión total, de una generosa resolución de no más pecar en adelante y de expiar las faltas pasadas. Tal es la idea que constituía el fundamento de aquel bautismo, que por esto iba acompañado de una confesión 43, cuya extensión no podemos precisar. Quizá no pasaba de esas fórmulas generales de acusación, semejante al Confiteor católico, que acá y allá leemos en el Antiguo Testamento 44, y también en los Eucologios judíos.
En el Precursor, el heraldo precedía al bautista, pues por su predicación principalmente ejercía la influencia extraordinaria que los evangelistas acaban de describirnos. «Yo soy la voz del que clama», le oiremos responder a los delegados del Sanedrín 45, aplicándose las palabras de Isaías que más atrás hemos citado. Voz maravillosamente elocuente; voz de poder casi irresistible, que de todas las provincias de Tierra Santa venían a escuchar; voz profética, que, en todas las ocasiones, daría del Mesías fidelísimo testimonio; voz justamente severa, que sin miedo ni contemplaciones echará en rostro a los judíos su orgullo y sus locas ilusiones; voz que, llegado el caso, sabrá ser sumamente práctica.
Pero aún admiramos mejor la predicación de Juan Bautista estudiándola directamente en las dos muestras que de ella nos han conservado San Mateo 46 y San Lucas 47. Ya las expresiones generales con que la designan los biógrafos de Jesús nos permiten formarnos una idea bastante exacta. Era una proclamación solemne y oficial 48; era una evangelización 49, era también una exhortación apremiante 50. El sumario, aunque muy corto, que de ella poseemos es tan expresivo, que nos basta para juzgar al orador.
Ya conocemos el tema sobre que incesantemente predica el Bautista: «Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos». Para explicar la idea que tanta riqueza encierra, idea antigua y con todo tan nueva, expresada por la locución «el reino de los cielos», aguardemos a que Jesús inaugure también con ella su ministerio mesiánico. Pero ya desde ahora sabemos lo que ha de entenderse por la penitencia que exigía el Precursor, y que también Cristo exigirá a su vez de quien aspire a ser súbdito del reino de los cielos 51: una ruptura completa con el pasado, en lo que éste tenía de malo en el orden moral; un cambio total en las disposiciones interiores, que cuanto antes es preciso ajustar a la voluntad divina.
De los dos fragmentos de la predicación del Precursor que han llegado hasta nosotros, el primero es de orden más general, así por las ideas que desenvuelve como por la índole de los oyentes a quienes se dirigía 52. Estos oyentes eran, según San Lucas, «las turbas que acudían a Juan para que las bautizase»; según San Mateo, «muchos fariseos y saduceos», que se acercaban a su vez para recibir el bautismo del Precursor. Los dos evangelistas se completan mutuamente. Las turbas formaban la mayor parte del auditorio; pero con ellas se habían mezclado muchos fariseos y saduceos, movidos casi todos por un sentimiento de curiosidad, si ya no de baja envidia. Su presencia, fácilmente advertida por Juan, va a dar al discurso un aire de polémica y un acento de severidad, harto justificados, para con aquellos orgullosos o escépticos, y también para con aquellos israelitas que sufrían su perversa influencia. Requiérese, a veces, sacudir con vigor a los corazones endurecidos y soberbios para hacerles salir de su marasmo.
«Raza de víboras –les dijo Juan Bautista 53, impulsado por su ardiente celo–, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos dignos de penitencia. Y no intentéis decir: Tenemos por padre a Abraham, porque yo os digo que Dios puede suscitar de estas piedras hijos a Abraham. Ya la segur está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado en el fuego. El que después de mí ha de venir tiene el bieldo en la mano, y limpiará su era, y allegará el trigo en su granero, y la paja quemará en fuego que no se apaga».
¡Qué fe tan vigorosa en este lenguaje adornado de imágenes, que por sus censuras y amenazas recuerda el de los profetas de los antiguos tiempos! También Jesús en dos ocasiones 54 estigmatizará a los fariseos, lanzándoles al rostro el infamante calificativo de «raza de víboras», que tan a lo vivo pinta la astucia de su conducta y el veneno de sus doctrinas. La idea dominante en este breve discurso es la de un juicio divino, la de una terrible sentencia que precederá a la inauguración del reino de los cielos: idea que resuena asimismo en los antiguos oráculos 55, en la literatura apocalíptica judía 56, en la predicación del Salvador 57 y en las epístolas de San Pablo 58. Los oyentes de Juan no tenían, pues, motivo de extrañarse de oírle anunciar una manifestación próxima de la cólera del cielo con ocasión de la venida del Mesías. Mas, por una torpísima ilusión, creían y afirmaban sin rebozo que esta cólera y los castigos que iba a imponer sólo a los paganos amenazaban y que ellos, los judíos, nada tenían que temer: la sangre de Abraham que corría por sus venas juzgaban ser fianza suficiente de salvación.
Los escritos rabínicos contiene abundantes huellas de esta engañosa doctrina, que demuestran hasta qué punto el orgullo, la ignorancia y la superstición habían falseado la idea mesiánica. No hay extravagancia en que no incurriesen los judíos de entonces a propósito de los méritos de su ilustre antepasado. Con los de los otros patriarcas y santos de Israel, decían altivamente, formaban estos méritos un tesoro indecible, que pertenecía en común a todos los miembros de la nación, y era suficientísimo para obtener a cada uno de ellos el perdón de sus pecados, con una parte de dicha eterna. Se llegaba hasta representar a Abraham sentado a la entrada de la gehenna para librar inmediatamente a los israelitas culpables que hubieran podido ser condenados a las penas del infierno 59. Se le decía: «Mas que tus hijos fuesen cuerpos sin venas y sin huesos –en otros términos: aunque estuviesen muertos en el orden moral–, tus méritos responderían por ellos». Aquellas palabras de Isaías 60: «Viene la mañana y también la noche», son interpretadas así por el Talmud 61: «La noche está reservada a las naciones del mundo (a los paganos) y la mañana a Israel». No es, pues, de extrañar que Juan cerrase de frente, como después lo harán Jesús 62 y el apóstol de los gentiles 63, contra este prejuicio que las turbas compartían con los fariseos y los escribas. No; la participación en el reino de los cielos no es asunto de nacionalidad, no es privilegio de la raza judía con exclusión de los otros pueblos. Tan cierto es que el poder y la libertad de Dios no están en manera alguna restringidos por el derecho hereditario de los israelitas, que puede rechazar lejos de sí y condenar sin compasión a estos descendientes de Abraham, que no tienen ninguna de las virtudes de su antepasado, y formar luego de las materias más duras, de las más vulgares –«de estas piedras», decía el Precursor señalando con el dedo las que abundan en el desierto de Judá–, una nueva descendencia de verdaderos hijos de Abraham 64.
El juicio con que amenazaba Juan a sus oyentes debía sobrevenir bien pronto, como elocuentemente lo expresan las imágenes del hacha puesta al pie del árbol estéril y de la paja que será quemada una vez que se la haya separado de los granos. El peligro era, pues, inminente, y de él sólo podía escaparse por medio de una sincera conversión, seguida de frutos de buenas obras. Por eso el Precursor, que a ninguno quería cerrar la puerta del reino mesiánico, entre sus reproches y amonestaciones de terror saludable pronuncia también estas palabras de aliento: «Haced frutos dignos de penitencia».
La mayoría de sus oyentes aceptaban con docilidad este consejo, y en prueba de su buen deseo preguntaban a Juan –como lo harán más tarde, el día de Pentecostés, los judíos convertidos a la fe cristiana por la predicación de San Pedro 65–: «¿Qué debemos, pues, hacer?» 66. San Lucas nos ha conservado tres de las respuestas de orden práctico que Juan dió a varias clases de personas que le preguntaban. Se ajustan admirablemente a la situación de quienes interrogaban. Es que aquel solitario, aquel hombre del desierto conocía a fondo así la naturaleza humana, con sus defectos y sus necesidades, como las miserias morales de su tiempo.
Al dar estos consejos prácticos, se tornaba más dulce su voz. El predicador terrible se convertía en director espiritual tan bondadoso, que, a primera vista, pudiera parecer harto acomodaticio. Mas se equivocaría quien así juzgase, pues la aparente moderación de sus exigencias presuponía de hecho una metanoia verdadera, una sincera conversión. Recordemos que la misión del Precursor no era formar ascetas semejantes a él, sino transformar los que a él se dirigían en hombres honrados, temerosos de Dios y cumplidores del deber, cada uno en el género de vida a que había sido llamado por la Providencia.
Era prudentísima y al mismo tiempo concreta su dirección cotidiana. A las turbas que le instaban a que les trazase el nuevo camino que debían seguir se contentaba con repetirles el gran precepto de la caridad fraterna, con recomendar esa virtud fundamental que tan grata es a Dios y que Jesucristo impondrá un día con especial mandamiento: «Quien tenga dos vestidos 67, dé uno al que no lo tiene: y quien tenga que comer, haga lo mismo».
Se acercaron también a Juan algunos publicanos para hacerle la misma pregunta que las turbas: «Maestro 68, ¿qué haremos nosotros?» Por sus exacciones injustas y sus continuas violencias, eran entonces los publicanos generalmente detestados. Estos agentes inferiores, a servicio de caballeros romanos que arrendaban los impuestos del Estado y se enriquecían oprimiendo al pueblo, imitaban harto fielmente la conducta de sus amos y no se recataban de practicar el fraude. En Judea y en Palestina se odiaba doblemente a los que, siendo judíos de nacimiento, prestaban su concurso a los aborrecidos romanos para despojar al pueblo de Dios y recordarle su esclavitud 69. Así es que el Talmud 70 no repara en colocarlos entre los asesinos y ladrones, y más de una vez oiremos a Jesús mismo asociar el nombre de los publicanos, conforme a las ideas de sus compatriotas 71, a lo que entonces era considerado como lo peor de la sociedad 72 de entonces. ¿Qué conducta observará Juan respecto a ellos? ¿No les exhortará a abandonar lo antes posible una profesión tan desacreditada y tan peligrosa desde el punto de vista moral? No, puesto que de suyo no es mala. Pero les mandará que en adelante ajusten su conducta a esta primordial regla de justicia. «No exijáis más de lo que os está permitido».
«¿Y nosotros qué haremos?», preguntaban a su vez los soldados a quienes la fama del Precursor había hecho salir de sus campamentos y conducido a orillas del Jordán. No es verosímil que fuesen judíos, como no perteneciesen al reducido ejército de Herodes Antipas. Antes bien, serían legionarios romanos, de aquellos paganos que en número considerable se habían acercado más o menos al judaísmo 73, y a quienes, como a tantos otros, había impresionado la voz de Juan Bautista. «La reputación de los soldados de aquella época tan agitada era, si cabe, aún más triste que la de los publicanos... La manera misma de reclutar los ejércitos influía mucho en la barbarie de las costumbres militares. Se componían aquéllos, en gran parte, de aventureros llegados de todos los rincones del imperio, y sobre todo de las comarcas que mayor fama tenían de rudeza (Tracia, Dalmacia, Germania), de deudores insolventes, de hijos pródigos que habían buscada un refugio en la milicia, de bandidos, de holgazanes, etc. Las frecuentes guerras que por entonces habían tenido lugar y la libertad que Roma dejaba a sus legiones en los países invadidos o conquistados, contribuyeron a desarrollar de modo formidable aquellas malas disposiciones, de suerte que las mismas tropas que pasaban por mejores y más ejemplares eran un temible azote» 74. Pues, así y todo, a la pregunta de los soldados responde Juan sencillamente: «No hagáis a nadie violencia ni fraude, y contentaos con vuestros sueldos». Les prohibía así la rapiña, el pillaje, las requisiciones injustas, como también los motines y revueltas, tan frecuentes entonces en los ejércitos romanos con motivo de los sueldos y alimento 75. Algo era ya.
Con este lenguaje, ya firme y severo, ya lleno de moderación, ablandaba Juan Bautista los corazones y las conciencias. ¿De qué escenas tan maravillosas de conversión no debieron de ser testigos las orillas del Jordán? Jesús mismo 76 da testimonio de que, en los pocos meses que duró el ministerio del Precursor, un ardor prodigioso se apoderó de muchos israelitas, que hicieron como irrupción en el reino de los cielos. Un cuadro semejante nos traza el historiador Flavio Josefo de Juan y de su obra 77: «Era –dice– un hombre excelente, que ordenaba a los judíos ejercitarse en la virtud, en la justicia de unos para con otros, en la piedad para con Dios y a reunirse para recibir el bautismo. Porque el bautismo –decía él– no puede ser agradable a Dios sino con condición que se eviten cuidadosamente todos los pecados. ¿De qué serviría purificar el cuerpo si antes no se purificase el alma por la justicia? Se reunía alrededor de él inmenso concurso, y las turbas estaban ávidas de oírle».
Mas no le bastaba al Precursor con repetir sus elocuentes llamamientos a las almas para conducirlas a la práctica de la justicia y de las buenas obras. Sin dejar de preparar así al Cristo «un pueblo perfecto» 78, no se olvida de rendirle oportunamente un testimonio personal y directo. El autor del cuarto Evangelio, en su sublime prólogo 79, insiste en el hecho de que Juan Bautista había venido para dar testimonio del Mesías. El Precursor fué también fidelísimo a esta parte de su misión; en tanto que duró su ministerio obró como celoso profeta del Cristo, como algún día lo atestiguará Nuestro Señor 80.
En las narraciones evangélicas le vemos cumplir esta función de testigo ante tres clases de oyentes; ante las turbas que de continuo le rodean, ante los delegados del Sanedrín y ante sus propios discípulos. Los sinópticos exponen simultáneamente el primer testimonio 81, que fué anterior al bautismo de Jesús, y que Juan debió de reiterar más de una vez 82. San Lucas particulariza la primera ocasión en que lo dió: «Como el pueblo esperaba (al Mesías) y todos pensaban en sus corazones que por ventura Juan fuese el Cristo, respondió Juan diciendo a todos...». La santidad del Precursor, su predicación, su bautismo, habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a esta creencia popular, que, por lo demás, no se propagaba sin cierta vacilación 83. Pero Juan no podía tolerar por mucho espacio que la idea tan falsa fuese adquiriendo crédito. Profundamente humilde, le faltó tiempo para protestar contra la exagerada estimación que de él hacían las turbas, y supo dar a su protesta cuanta publicidad se requería 84. Exclamó, pues:

Yo, en verdad, os bautizo en el agua:
mas el que viene después de mí es más fuerte que yo.

Y yo no soy digno de desatar la correa 85 de sus sandalias :
El os bautizará en el Espíritu Santo, y en el fuego.

En estas líneas el lenguaje no sólo está adornado de imágenes, sino que además está rimado al modo oriental, y con el paralelismo, que ya en otras ocasiones hemos señalado, se pone de realce la elevación y el carácter poético de los pensamientos 86. Para mostrar cuán inferior al Mesías era él, establece el Precursor dos expresivas síntesis, de las que una se refiere a las personas y otra a los dos bautismos.
Respecto a las personas, representa al Mesías como incomparablemente «más fuerte», es decir, superior, mientras que Juan, por contraste, resulta más débil, inferior, indigno de prestar a tan poderoso señor los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarles sus sandalias y atarle y desatarle las correas de las mismas 87. Idéntica inferioridad abrumadora de Juan se manifiesta al comparar su bautismo con el del Mesías. El suyo no era más que un bautismo de agua. Pero el agua no lava más que la superficie; de donde se sigue que si bien este bautismo producía excelentes resultados excitando a la penitencia, no era bastante a borrar las manchas del alma. Por el contrario, el bautismo del Cristo, cuyos elementos son en cierto modo el Espíritu Santo y el fuego, obra hasta en los más íntimos repliegues del ser, produce resultados maravillosos de purificación y santificación y causa desde luego una completa regeneración moral 88.