Vida de Cristo
Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA
CAPÍTULO V. PRINCIPIOS DEL MINISTERIO EN GALILEA
I– El Salvador anuncia el restablecimiento del Reino de Dios
«Y cuando oyó Jesús –dice San Mateo– que Juan había sido entregado (al tetrarca Antipas), se retiró 1 a la Galilea». La prisión del Precursor fué, pues, para Cristo como una señal con que Dios le avisaba que había llegado la hora de inaugurar su ministerio propiamente dicho 2. Hasta entonces Jesús había permanecido, digámoslo así, en posición secundaria; en adelante va a desempeñar en toda su plenitud la función de Mesías. La moderada actividad que había desplegado en Jerusalén, en Judea y en Samaria no era más que labor de preparación y transición.
Según felicísima expresión de San Lucas, resolvióse el Salvador a este grave y solemne paso y a ir a Galilea, que había de ser centro de su predicación y a modo de cuna de su Iglesia, «impulsado por la poderosa virtud del Espíritu Santo» 3. Ninguna otra provincia de Palestina se acomodaba mejor a la realización de este designio. Tampoco le habría sido posible gozar en ninguna parte de independencia tan completa. En Galilea, alejada de Jerusalén y de la Judea donde los fariseos señoreaban sin contraste, Jesús estaría, por algún tiempo, a cubierto de la hostilidad que éstos habían manifestado ya contra su persona y contra su obra. Sus habitantes, de índole viva y franca, eran como suelo generoso en que presto germinaría el buen grano de la doctrina mesiánica y daría frutos excelentes.
De hecho, los comienzos del Salvador fueron allí muy halagüeños y prometedores. Tuvieron, como alguien ha dicho, «un carácter de primavera». Fué aquel un período «soleado», de divino ardor de parte de Jesús y de jubilosa confianza por parte de las turbas, que acudían a Él y de Él se dejaban guiar. No bien llegó a Galilea, su reputación, que le había ya precedido desde hacía algunos meses, se esparció por toda la provincia, por obra, en parte, de los relatos que de sus milagros habían hecho los galileos que los habían presenciado en Jerusalén durante la última Pascua 4. Su predicación, pronto comenzada en las sinagogas, en los días de sábado y fiestas religiosas, no hizo sino acrecentar su glorioso renombre 5. San Marcos nos ha conservado la riquísima sustancia de esta predicación en una bella frase rimada, de cuatro miembros:
El tiempo se ha cumplido,
y el reino de Dios se acerca.
Convertíos 6,
y creed en el Evangelio.
Todo el programa del Mesías está contenido en estas pocas palabras, que, después de indicar la idea fundamental del cristianismo –el establecimiento del reino de Dios en la tierra–, señala en compendio las condiciones preliminares y esenciales de la salud traída por el Mesías: la fe y la conversión o penitencia. ¡Qué profundidad en la primera proposición: «El tiempo se ha cumplido»! Este tiempo eran los largos siglos por espacio de los cuales Dios había encaminado el curso del mundo a preparar el advenimiento de su Cristo. Transcurridos ya estos siglos ha llegado la hora en que el Señor va a poner Por obras los decretos que su amor le ha sugerido desde la eternidad para levantar al caído linaje humano. Había terminado la Era antigua, una nueva va a comenzar con la predicación de Aquel que es centro de gravedad de toda la historia del mundo. En este mimo sentido hablará San Pablo de «la plenitud de los tiempos» 7.
Antes que Jesús había anunciado también el Precursor el próximo establecimiento del reino de Dios y la necesidad de la penitencia 8; pero entre ambas predicaciones había una diferencia importante, pues Jesús, como observa San Marcos 9, añadía a la suya un elemento nuevo. No sólo decía a sus oyentes como Juan Bautista: «Convertíos», sino que agregaba esta recomendación esencial: «Creed al Evangelio.» Predicaba, dice también San Marcos, «el Evangelio de Dios» 10. He aquí, si vale la expresión, su especialidad, su privilegio, en tanto que Juan, anunciando asimismo la «buena nueva» por excelencia 11, ya que predecía el advenimiento del Mesías, era ante todo el predicador de la penitencia. Tomando una comparación del canto litúrgico, se podría decir que Juan Bautista había entonado la antífona y que Jesús, prosiguiéndola, la modulaba en un tono más cálido y melodioso.
¿Pero qué cosa era aquel «reino de los cielos», aquel «reino de Dios» cuyo establecimiento Jesús, después de Juan Bautista, y los apóstoles con su Maestro 12 después de Él, no cesaron de predicar y propagar con todas sus fuerzas? Por ser elemento principal de la doctrina predicada por el Salvador 13 importa explicar su naturaleza.
Acabamos de mencionar dos nombres con los que a cada paso se le llama en los Evangelios. Comencemos por examinarlos. El primero, «el reino de los cielos» 14, no se usa fuera del Evangelio de San Mateo 15. San Marcos y San Lucas sólo emplean el segundo 16, que se lee también en tres lugares del Evangelio de San Mateo 17 y en el de San Juan 18, y después en varios pasajes de los Hechos de los Apóstoles 19 , en las epístolas de San Pablo 20 y en el Apocalipsis 21. Por donde se ve ya que la idea de este reino celestial y divino constituye como la trama de la revelación evangélica. El reino de Dios fué el tema de las primeras predicaciones de Jesús; de él habló frecuentemente en toda su vida pública, y de este mismo asunto habló a sus discípulos horas antes de su muerte 22.
Ninguna de las das locuciones ofrece dificultad. El reino de los cielos es, como frecuentemente han repetido los Padres, un reino instituido por el cielo, que tiende y conduce al cielo. Celestial por su origen, lo es también por su fin, por sus leyes, por su consumación y, finalmente, por su rey, que es el rey eterno de los siglos. El reino de Dios, bien distinto de las de la tierra, es un reino fundado por este supremo Señor, un reino en el que Él sólo ejerce legítimo señorío. Pero conviene hacer notar que la palabra griega Bas??e?a, calcada en la hebrea malkut, estaría mejor traducida aquí por «gobierno» o «reinado» que por «reino». Del reinado de Dios, de su gobierno real, pues, es de lo que Jesús quiso hablar, por lo menos de ordinario; por lo demás, se trata de un simple matiz. Suele admitirse que las dos locuciones «reino de los cielos» y «reino de Dios» son equivalentes, dado que San Mateo usa entrambas, sin poner distinción alguna entre ellas. Según el parecer de los mejores intérpretes, la primera, «reino de los cielos», fué la forma primitiva, la que Nuestro Señor empleó más a menudo, si ya no exclusivamente, pues –según veremos– era entonces muy usual entre los judíos. San Marcos, San Lucas y San Pablo la habrían modificado ligeramente, a fin de hacerla más inteligible de los cristianos grecorromanos.
El regnum caelorum es una idea religiosa capital, que, simplemente enunciada al principio en los libros del Antiguo Testamento, se desenvolvió pronto, y con más rapidez aún, aunque casi siempre de modo peligroso, creció en los escritos rabínicos, para manifestarse finalmente en plena luz en la Nueva Alianza. Una simple ojeada a la literatura religiosa de Israel y después a los Evangelios, nos mostrará con clara luz este triple hecho.
Es, en primer lugar, verdad averiguada que la idea del reinado absoluto de Dios forma como la sustancia del Antiguo Testamento en todas las fases de mi historia. Se muestra ese dominio desde el principio de la existencia del mundo. No bien creó Dios seres libres, capaces de conocerle y amarle, existió de hecho un reino cuyo único Señor era Él. Todo era suyo y dependía de su providencia. Fue al principio un reino santísimo, mientras Adán y Eva permanecieron sumisos a las órdenes divinas; mas, por desventura, con la desobediencia de éstos, el pecado entró en él. El mundo se hubiera transformado en reino de Satán si el Creador, por su inmensa misericordia, no hubiese apercibido el remedio para salvar al linaje humano esa massa damnata, como le llama San Agustín. Merced a esta divina traza, comenzó el reino del Cristo, en un sentido amplio, con la primera prole mesiánica 23. Pero hubo dos largos períodos de preparación, el de los patriarcas y el de la teocracia judía. Durante la era patriarcal estuvo como latente en el alma de los que el libro del Génesis llama «hijos de Dios» 24, y que constituían la parte mejor de la humanidad primitiva. Se manifestó después más claramente en la teocracia 25 cuando plugo al Señor escoger a los hebreos por su pueblo predilecto y concertó con ellos, en el Sinaí, una alianza solemne, con lo que, mucho más que antes, fué su rey de modo particularísimo. Por sí mismo dictó a Moisés la legislación con que quería gobernarlos. A lo largo de su historia les renovó sus órdenes por medio de los profetas. Sus directores, fuesen jueces o reyes, «se sentaban en el trono del reino de Javé» 26 en nombre de él y como representantes suyos. El gobierno divino era fundamento de toda la teocracia; el Señor tenía su palacio en el templo de Jerusalén, y los sacerdotes y los levitas eran sus primeros cortesanos.
Pero, sobre todo desde David, esta idea se particulariza más aún y el reino de Dios se presenta más ostensiblemente como reino del Mesías, cuyo esplendoroso cuadro esbozaron los oráculos proféticos. Según éstos, había de ser un reino espiritual, desembarazado de cualesquier elementos políticos y terrenos, y tan vasto como el mundo, pues todos los reyes de la tierra y todas las naciones habían de iluminarse con su luz. Aun al tiempo de las humillaciones del destierro, cuando todo parecía para siempre perdido, proclamaban los profetas el futuro restablecimiento de este reino venturoso 27. Después del destierro la noción del reino de los cielos –la malkitt shamaim, como se le llama en hebreo; la malküta dishemayva* conforme a su nombre arameo– se hizo más viva que nunca. Los rabinos lo mencionan con frecuencia 28; los libros apocalípticos lo invocan con vehementes deseos 29. En su oración de la mañana y de la tarde todo israelita piadoso rezaba –y reza aún– una fórmula por la que «toma sobre sí el yugo del cielo» 30. El reino de los cielos estaba en el pensamiento de todos, de él se hablaba en todas las conversaciones; era una idea corriente. Pero harto hemos comprobado en diversas ocasiones cómo se la había falseado gradualmente. Con todo, algunas almas santas, ya lo hemos dicho también, la habían conservado en toda su pureza, bien que de modo incompleto, aun para ellas, antes que Jesús la propusiese solemnemente.
No era, pues, difícil entender al Salvador, cuando hizo resonar por toda la Galilea «el Evangelio del reino», como quiera que esta buena nueva había sido anunciada hacía ya mucho tiempo, y que poco antes la había proclamado el Precursor con ardiente celo. Pero era menester rectificar lo que había tomado mal camino en el espíritu del pueblo, llevar a perfección lo que era bueno, levantar a esferas superiores lo que no había sido revelado aún en toda su extensión, y, para esto, volver al magnífico ideal de los profetas y aun sobrepasarlo. Por eso Jesús, rechazando las mezquinas y vulgares ideas de la mayor parte de sus compatriotas, desembarazando la noción del Reino de Dios de las quimeras de la escatología judaica, protestando singularmente contra la pretensión de los fariseos y escribas de dar a las esperanzas mesiánicas una tendencia puramente exterior y política y de convertirlas en monopolio de su nación, no cesó de poner de manifiesto su naturaleza espiritual y su índole universal.
Baste recordar algunos textos que, entre otros muchos del mismo género, ponen de relieve esta doble condición. A la pregunta de Pilato: «¿Eres tú rey?», Jesús dió respuesta afirmativa, pero añadiendo que su reino no era de este mundo 31, es decir, que ante todo era interior, y que, mucho más que a los territorios, se refería a los espíritus y a los corazones. De ahí que las obligaciones impuestas a los ciudadanos de su reino son principalmente espirituales, y consisten en cualidades morales y en virtudes, como se ve por las Bienaventuranzas, por el conjunto del Sermón de la Montaña y otros pasajes de los Evangelios 32. De ahí también que este reino se establece ante todo en las almas, y no por conquistas exteriores. Su catolicidad no es menos evidente; sólo Satán y sus ángeles no podrán entrar en él. El derecho de prelación para el ingreso habíase reservado a los judíos, como pueblo teocrático; pero Jesús les advierte, como antes lo había hecho Juan Bautista, que si no cumplen las condiciones requeridas «les será quitado el reino y dado a una nación que produzca sus frutos» 33, y esta nación estará formada por paganos y aun por pecadores, con tal que se avengan a cambiar de vida 34.
Por otra parte, en la doctrina del Salvador, el reino de los cielos se presenta, en lo tocante a su establecimiento, ora como presente y ya fundado, ora como un acontecimiento futuro. La expresión es, pues, algo compleja, a causa de su riqueza misma; pero es fácil distinguir sus varias facetas, que manifiestan otros tantos aspectos del reinado descrito por Jesús. Su fundación real data del instante mismo en que Nuestro Señor comenzó a predicarlo. Por eso decía Jesucristo: «El reino de Dios no vendrá con muestras exteriores, ni se dirá: Helo aquí o helo allí. Porque el reino de Dios está dentro de vosotros» 35. Así, decía también: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos padece violencias» 36. Y en otro lugar 37: «Si yo arrojo los demonios por el espíritu de Dios, ciertamente a vosotros ha llegado del reino de Dios.» Mas como el reino divino estaba destinado a alcanzar crecimiento cada vez mayor, Jesús lo describe también como una realidad futura, por ejemplo, en varias parábolas de las llamada del reino de los cielos, que representan los progresos más o menos rápidos de este crecimiento 38. Más aún: tal como fué establecido por Jesús durante su vida mortal, el reino de Dios sólo estaba en el primer período de su ser. A esta fase, que se continuará hasta el fin del mundo, y durante la cual el pecado conmutó subsistiendo al lado del bien 39, sucederá otra mucho más perfecta, que será el período de consumación, el período que hoy suele llamarse escatológico 40 , porque no comenzará sino al fin de los tiempos, cuando Cristo retorne glorioso pala el juicio universal 41. Entonces, destruidos ya la muerte y el pecado, y regenerada la naturaleza entera, el Cristo, según doctrina de San Pablo 42 resignará sus poderes –sin dejar por eso de ser rey– en manos de su Padre celestial, y el reino de Dios brillará en todo su esplendor, en toda su santidad, y su duración será eterna.
En espera de esta venturosa eternidad, el reino de Dios se presenta acá en la tierra, según nos lo declaran varios pasajes de los Evangelios, como sociedad especial cuyas primeras bases estableció Jesús durante su vida mortal, y a la que dió un poderoso organismo. Esta sociedad, cuyos miembros no están unidos entre si ni con los lazos de la sangre y de la raza, ni con el de la lengua, ni con e1 de un territorio común o de intereses materiales, es su Iglesia. Jesús asentó los fundamentos de ella sobre una roca inconmovible 43; dióle rectores y cabezas en la persona de San Pedro, de los demás apóstoles y de sus sucesores; le dejó su Espíritu y su sabia legislación; la dotó con sus gracias y sacramentos, y le prometió su asistencia hasta el fin del mundo 44. Ella pelea con Él y por Él hasta que se transforma en Iglesia triunfante y viva para siempre junto a Él, feliz y gloriosa Ella le pertenece, ya que Él es su fundador y la dirige de lo alto de los cielos, Por eso se le atribuye, al par que a su Padre, el gobierno de este reino místico, pero real, cuya historia acabamos de describir compendiosamente.
Tales son los principales aspectos del reino anunciado por Juan Bautista y por Jesucristo. En suma, «un análisis de ciento diecinueve pasajes, en que se hallan las palabras reino de los cielos y reino de Dios, demuestra que estas locuciones significan en conjunto el gobierno divino tal como se ha revelado en el Cristo y por Cristo, y tal como se presenta visible en la Iglesia. Se desenvuelve poco a poco, a pesar de los obstáculos que encuentra; triunfará cuando llegue el segundo advenimiento de Cristo; en fin, alcanzará su perfección en el mundo venidero». En todas estas formas lo invocamos muchas veces al día, siempre que, al rezar la hermosa plegaria que nos legó Nuestro Señor, repetimos con toda nuestra alma: Adveniat regnum tuum, «venga a nos el tu reino».
II– Jesús cura al hijo de un palatino.-Fija su residencia en Cafarnaún y llama definitivamente a cuatro discípulos 45.
Los cuatro evangelistas, según hemos visto, han esbozado, cada cual a su modo, el comienzo del ministerio activo de Nuestro Señor en Galilea, inmediatamente después del encarcelamiento del Precursor. San Mateo y San Marcos nos han transmitido el resumen de su predicación; San Lucas y San Juan nos han dado breve noticia de su buen suceso. Todo presagiaba una brillante carrera, de la cual vamos a ser testigos por algún tiempo.
Cuando por primera vez volvió de Judea a Galilea después de su bautismo y de sus intenciones, hizo Jesús en Caná su primer milagro 46. Gracias al mismo evangelista sabemos que, al volver ahora por segunda vez a Galilea, hizo alto nuevamente en esta población y obró otro prodigio no menos señalado que el cambio del agua en vino. Vivía entonces en Cafarnaún un personaje de cierta categoría, cuyo oficio es difícil determinar con exactitud. La palabra con que en griego se le nombra 47 parece indicar que era un funcionario agregado a la casa civil o militar de Herodes Antipas. Se le ha identificado tal vez con Cusa, intendente del mismo príncipe, cuya mujer, llamada Juana, era una de las piadosas galileas que después acompañaron a Jesús en sus misiones evangélicas y acudían generosamente a sus necesidades 48. Pero esto no pasa de simple suposición.
Tenía este funcionario un hijo, todavía joven 49, acometido de un violento acceso de esas fiebres malignas que en verano, y más aún en otoño, tantas víctimas causan, aun hoy día, en aquella región tropical, pantanosa a trechos y plagada de mosquitos. En tal forma se había agravado el mal, que se temía una muerte próxima. Pero la noticia de la vuelta de Jesús había cundido rápidamente por la región, y el padre, tan hondamente afligido, tuvo la feliz inspiración de ir a implorar su socorro. ¿Era por ventura uno de los galileos que con sus propios ojos habían contemplado los milagros por Nuestro Señor hechos en Jerusalén? 50. Como quiera que fuese, la fama del primer prodigio efectuado en Caná había repercutido en toda la región.
Desde las orillas del lago subió, pues, a todo andar, el regio funcionario el prolongado repecho que va a terminar en la elevada meseta donde Caná está situada 51, y se apresuró luego a ir en busca de Jesús, y con vivas instancias le suplicó 52 que bajase con él a Cafarnaún a sanar al moribundo. Quizás suponía que la presencia del taumaturgo era condición necesaria para la curación. Jesús le dió una severa respuesta, que sería para causar extrañeza si no supiésemos que gustaba a veces de poner a prueba la fe de quienes le dirigían peticiones de este género 53. «Si no veis señales y prodigios –le dijo– no creéis.» Señales y prodigios 54: aquí, igual que en otros pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento 55, se juntan estos dos sustantivos para realzar la idea. El segundo encarece la condición de obras admirables propias de los milagros; el primero alude a la verdad de orden superior, a cuya demostración se enderezan. Al hablar de este modo, Jesús no miraba solamente al que le suplicaba, como se colige del empleo del plural: «Si no viereis…, no creéis.» Su reproche recaía sobre los judíos en general, que, en todo el curso de su historia, no habían cesado de reclamar en todas formas milagros de Dios o de sus representantes. De ahí aquella expresión de San Pablo 56: «Los judíos piden milagros.» Sin remontarnos muy atrás, ¿no los hemos visto, desde el comienzo de la vida pública del Salvador, atraídos, con miras puramente humanas, por sus milagros? 57. Primero ver, después creer: he aquí lo que la mayor parte de ellos querían; creer en la misión de Jesús, no tanto por su testimonio personal y por su predicación como per su poder de hacer milagros. Ahora bien; este género de fe era, en muchos casos, superficial, imperfecto, y el divino Maestro tenía buenas razones para desconfiar de su eficacia 58. Sin querer rebajar la fuerza probatoria de sus milagros, que constituían una de sus cartas credenciales 59, prefería, y algún día lo dirá claramente 60, a aquellos que creyesen sin haberlos visto, como los samaritanos de Sicar.
Sostenido por el amor paterno soportó el funcionario animosamente la prueba. Lejos de abatirse por estas duras palabras, reiteró humildemente su petición en términos aún más conmovedores: «Señor, ven antes que mi hijo muera.» «Vete –le replicó Jesús, cuya negativa había sido no más que aparente–; tu hijo vive.» Puesto que el hijo estaba moribundo, el hablar de este modo era anunciar su curación. Pero, empleando esta fórmula, Jesús sometía la fe del suplicante a una nueva prueba, ya que no aceptaba el bajar con él a Cafarnaún, y se contentaba con curar al paciente desde lejos. Con todo, creyó el padre, y dejó Caná para volver a su residencia. Es de imaginar la alegría y emoción profundas que reinarían en la casa cuando el enfermo recobró de improviso la salud. Despacháronse al punto varios servidores al encuentro del padre con encargo de anunciarle la venturosa nueva. Lo encontraron en la larga cuesta que desciende de Caná a Cafarnaún. Sus primeras palabras fueron para informarse de la hora en que se había producido la mejoría 61. Esta comprobación le fué sugerida por la fe, no por la duda. Le respondieron los servidores: «Ayer, a la hora séptima –según nuestro modo de contar las horas, a la una de la tarde 62–, le dejó la fiebre.» La cesación de la fiebre en aquellas circunstancias equivalía a la desaparición del peligro de muerte. Reconoció el padre que aquélla era precisamente la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive», y tuvo entonces, digámoslo así, una prueba palpable del milagro, con que su fe subió un grado más en el camino hacia la perfección. Halló el mejor medio de manifestarla y de dar testimonio, al mismo tiempo, de su reconocimiento al que había obrado en su favor, a distancia, por sola su voluntad, un prodigio tan grande: no contento con creer él mismo que Jesús era el Mesías, hizo particioneros de su fe a «toda su casa», es decir, a su mujer, a su hijo y a sus criados. También, meses antes, el cambio del agua en vino en Caná había producido un aumento de fe en algunas almas bien dispuestas 63.
Jesús se hallaba entonces en aquella aldea no más que de paso, pues se disponía a realizar un proyecto de grande importancia. Si la humilde aldea de Nazaret, oculta entre las montañas, privada de medios fáciles de comunicación, había sido lugar adecuado para una vida de retiro, otra cosa se requería ahora que el Cristo había inaugurado ya su ministerio. Era menester a Jesús un teatro más extenso, más populoso, más fácilmente abordable, menos alejado de los puntos vitales de Galilea. Pronto veremos a Nazaret, que por espacio de largos años le había albergado, tratarle de odiosísima manera con ocasión de una amigable visita, y hacerse indigna de tenerle por más tiempo en su seno. Pero, aunque allí hubiese hallado más favorable acogida, no podía Jesús en adelante continuar residiendo en ella habitualmente. Resolvió, pues, desde el principio de su ministerio en Galilea, instalarse en un centro más adecuado a las nuevas condiciones de su vida. Lo halló en la ciudad de Cafarnaún 64. Estaba ésta construida en la ribera septentrional del lago de Tiberíades, en el camino que unía la Siria, o, mejor dicho, todo el Oriente con el Mediterráneo y Egipto, en la parte más poblada, la más rica y la más frecuentada de toda Palestina. Tenía un puesto de aduana 65, una guarnición 66 y, por lo menos, una sinagoga 67. Por su misma situación había llegado a ser centro de un comercio muy floreciente. Desde este centro podía difundirse fácilmente hasta muy lejos la noticia de la predicación y los milagros del Salvador, y Jesús mismo podría evangelizar en todas direcciones, a través de la Galilea entera, acompañado de sus fieles discípulos. De aquí se entiende por qué otorgó Jesús a esta ciudad el honor de escogerla, digámoslo así, por su cuartel general, adonde volvía tras cada uno de sus viajes de evangelización. Por eso también los evangelistas la consideran a veces como la «propia patria» 68.
Aunque tan célebre en la historia evangélica, no se halla mencionada Cafarnaún en ninguno de los libros del Antiguo Testamento. Posible es que su fundación fuese relativamente reciente. Pero no era desconocida de los talmudistas 69. Tuvo la gran desdicha de no corresponder a las múltiples gracias de que la colmó Nuestro Señor, por lo que un día hubo de pronunciar contra ella terribles maldiciones. Hoy se ven sus grandes ruinas en Tell Hum, a unos 5 Km. al Sur de la desembocadura del Jordán en el mar de Tiberiades...
San Mateo, fiel a su propósito de demostrar que Nuestro Señor realizó los antiguos oráculos, ve en esta elección de Cafarnaún por residencia el cumplimiento de un célebre vaticinio de Isaías 70, que cita libremente según el texto hebreo, abreviándolo, pues no transcribe sino las palabras que más directamente hacían a su intento: «El país de Zabulón y el país de Neftalí, el camino del mar, el país del otro lado del Jordán, la Galilea de los Gentiles. El pueblo que estaba sentado en tinieblas ha visto una gran luz, y a les que moraban en la región de la sombra de la muerte les ha nacido luz.»
Esta profecía está tomada del «Libro de Emmanuel» 71, que en bellísimo y tierno lenguaje describe la salvación que había de procurar a los israelitas el divino Emmanuel, el hijo de María, el Mesías. La página que precede a las líneas citadas por San Mateo pone ante nuestros ojos la Palestina invadida y asolada por terribles conquistadores, primero los asirios y después los caldeos y los sirios que, habiendo penetrado per la parte septentrional, lo llevaban todo a sangre y fuego. A los infelices habitantes de estos distritos del Norte, más probados que los otros por aquellas bárbaras invasiones, anúnciales el profeta una futura compensación, y los convida a mirar al Mesías redentor que los consolará abundantemente cuando entre ellos establezca su morada. Él es quien está aquí significado, como en otros varios pasajes de los Sagrados Libros 72 bajo la figura de una luz resplandeciente, que disipará las tinieblas de los padecimientos de la manera que el sol desvanece las tinieblas más espesas. Cinco regiones se nombran: el país de Neftalí, que equivale en este sitio a la parte más septentrional de la Galilea; el país de Zabulón, o la parte meridional de esta misma provincia; el camino del mar, o sea el distrito situado al Oeste del lago de Tiberiades, en dirección del mar Mediterráneo; la parte de allá del Jordán, o la Perea del Norte; la Galilea de los Gentiles, es decir, la región galilea contigua a Tiro y Sidón.
No se proponía, pues, el Salvador permanecer establemente en un lugar, como Juan Bautista, y aguardar allí a las gentes para anunciarles el advenimiento del reino de los cielos. Él mismo irá en busca de aquellos a quienes tan ardientemente desea salvar, consiguiendo al principio prósperos sucesos. La mayoría de los rabinos judíos, en particular los más ilustres y más sabios, juntaban en torno suyo discípulos, a quienes educaban lentamente, preparándolos así para continuar su obra. Poco después de su bautismo, Jesús había reunido también algunos jóvenes, los más de los cuales, según parece, habían tenido por primer maestro a Juan Bautista. Los retuvo a su lado por lo menos mientras duró parte de su ministerio preliminar en Jerusalén, en Judea y en Samaria; mas no parece que todos quedaron en su compañía de modo estable. Como quiera que fuese su vocación, había sido no más que transitoria, como por vía de prueba, por lo que los evangelistas hacen caso omiso de ellos desde la vuelta de Jesús a Galilea. Habían tornado, pues, a sus ordinarias ocupaciones. Mas ya Cristo va a llamar definitivamente a cuatro de ellos, primer núcleo del colegio apostólico que más adelante instituirá.
He aquí en qué circunstancias acaeció esta vocación decisiva, que señala una fecha importante en la vida pública del Salvador. Fué como un compendioso drama, compuesto de dos escenas, la primera de las cuales nos ha sido conservada por San Lucas 73 y la segunda por San Mateo y San Marcos 74.
Un día que Jesús caminaba por las orillas del lago, vióse al punto rodeado de numerosa muchedumbre, en quien sus primeras predicaciones habían despertado ávidos deseos de volver a escucharle. Dos barcas estaban amarradas en la playa, y los pescadores a quienes pertenecían lavaban y limpiaban sus redes, como es costumbre después de cada pesca, para quitar las hierbas, el lodo y los guijarros que se han introducido entre sus mallas. Patrón de una de ellas era aquel mismo Simón a quien Jesús había hallado tiempo antes a orillas del Jordán, y a quien había prometido el nombre simbólico de Pedro. La otra era propiedad de Zebedeo, cuyos dos hijos, Santiago y Juan, habían de adquirir también celebridad grandísima. Estrechado por la creciente muchedumbre que se apretaba en torno de Él, subió Jesús a la barca de Simón, a quien rogó que remando un poco, se apartase algo de la orilla; después, sentándose, habló a las turbas desde aquella improvisada cátedra, suavemente mecida per las olas 75. Ya los escritores cristianos más antiguos gustaban de hacer notar que la elección de la barca del futuro San Pedro fué deliberado acto de parte de Jesús, que en varias circunstancias de su vida pública, y mucho antes de la gloriosa confesión de Cesarea, quiso significar que tiempo vendría en que le invistiese de elevadísima función. «Por esto la barca de Pedro» se considera como figura de la Iglesia de Cristo, y como tal fué más de una vez representada en los antiguos monumentos 76.
Cuando hubo cesado de hablar al pueblo, Jesús dijo a Simón: «Entra más adentro y echad vuestras redes para pescar.» La primera de estas dos órdenes se enderezaba al patrón de la barca; la segunda, a todo el equipo de ella, compuesto de varios pescadores 77. Replicó Simón respetuosamente: «Maestro 78, toda la noche hemos estado trabajando, sin haber cogido nada; mas en tu palabra soltaré la red.» Hecho experimentado desde muy antiguo 79 es que, en general, la noche es el tiempo más propicio para la pesca. Pedro estaba, pues, persuadido de que otro nuevo conato en pleno día no ofrecía apenas probabilidad alguna de éxito venturoso. Mas el deseo de Jesús era para él un mandato, y quiso obedecer sin dilación. Su lenguaje muestra que estaba muy lejos de esperar un milagro y que, a no escuchar más que su opinión personal, no hubiera vuelto a comenzar la pesca. Ayudado de sus compañeros, lanzó al punto la red. En todos los mares se hallan o veces enormes bandadas de peces, y tal sucede, en particular, en el lago de Tiberiades. Para quien no lo haya visto, es casi increíble lo numeroso y apretado de estas bandadas. No es raro que ocupen un arpent –51 áreas– y aun mas, y cuando los peces avanzan lentamente en masa, saltando por encima del agua, tan juntos van unos de otros, que parece como si una violenta lluvia azotase el espejo de agua. Precisamente en una de estas bandadas, que el poder de Jesús halo., conducido al punto deseado, o cuya presencia le había revelado su ciencia divina, lo cual parece más probable, cayó la red de Pedro. Tantos entraron en ella en un instante, que al tiempo de sacarla del agua comenzaron las mallas a romperse y amenazaban rasgarse del todo, por lo que Pedro y sus compañeros hicieron señas a los hijos de Zebedeo, que no lejos estaban en la otra barca, para que a prisa viniesen en su ayuda. Tan abundante fué la pesca que presto las dos embarcaciones se llenaron de peces, y tanto era el peso de la carga, que se hundían en el agua hasta los bordes, y casi corrieron riesgo de irse al fondo.
Por más hechos que estuviesen a excelentes redadas en aquel lago tan abundante en pescado, Simón y los que con él estaban no titubearon en juzgar por milagro aquella pesca extraordinaria. Harto conocían que ni a caso fortuito ni a sus esfuerzos personales debía achacarse, sino únicamente al sobrenatural concurso de Jesús. Así es que Pedro se arrojó a los pies del Salvador, exclamando: «Señor 80, apártate de mí, pues soy un hombre pecador.» Así hablaba movido del religioso terror que la vista de semejante prodigio le había causado y de la eminente santidad que este milagro manifestaba en el taumaturgo.
Después de haberle tranquilizado con una palabra bondadosa: «No temas», añadió Jesús: «De aquí en adelante serás pescador de hombres vivos» 81. Sentencia profunda con que indicaba la índole simbólica del prodigio que en favor de Simón Pedro acababa de ejecutar, y también elocuente presagio de los magníficos éxitos que algún día había de alcanzar en el desempeño del eminente oficio que le estaba reservado. La mística red del príncipe de los apóstoles se llenará de innumerables almas, que él tendrá la dicha de ganar para la causa de Cristo 82.
Muy poco después de esta escena contemplaban las riberas del lago otra semejante, pero aún más decisiva, pues acabó con un formal llamamiento que Jesús hizo a Pedro y Andrés y a los dos hijos de Zebedeo, y al cual ellos puntualmente obedecieron. San Mateo y San Marcos 83 lo refieren en términos tan sencillos cuanto dramáticos.
Caminando Jesús por las orillas del lago 84, cerca, sin duda, de Cafarnaún, vió a Simón y Andrés, su hermano, ocupados en pescar por medio de una red especial, llamada esparavel, que, hábilmente lanzada por encima del hombro, ya desde la orilla o ya desde una barca, cae en círculo sobre el agua, se hunde rápidamente por el peso de los plomos que lleva atados y envuelve cuanto encuentra debajo de si. Y les dijo: «Venid en pos de mí 85 y yo haré que seáis pescadores de hombres.» Con una fórmula semejante llamó Elías en otro tiempo a su discípulo Eliseo 86. Anunciando a los dos elegidos que los haría pescadores de hombres, hacia Jesús, a usanza oriental, un juego de palabras. Las funciones que, después de haberlos preparado gradualmente, les confiará, no carecerán, ciertamente, de semejanza con el oficio en que hasta entonces se habían ejercitado. Por lo demás, esta misma era la significación de la promesa poco antes hecha a Simón-Pedro. Por idéntica manera había el Señor transformado antaño al pastorcillo David en pastor de Israel 87. Sin vacilar un instante, Simón y Andrés dejaron sus redes y siguieron a Jesús.
Un poco más lejos vió el Salvador a otros dos hermanos, Santiago y Juan, que en su barca, estaban remendando las redes para una nueva pesca. Los llamó también a ellos, y, con la misma prontitud y generosidad que Simón y Andrés, le siguieron. «Y al punto –dice San Marcos–, dejando en la barca a Zebedeo, su padre, con los criados siguieron a Jesús.» ¿Quiso el evangelista, con mencionar al padre de los nuevos discípulos, poner de relieve su entero desasimiento? Posible es; pero también los otros dos hermanos, para corresponder a su vocación, habían renunciado a todo –ya se lo recordará algún día Pedro a Nuestro Señor 88– y no era menor su mérito.
De hallarse varios criados en la barca de Zebedeo se ha concluido que era regularmente acomodado: conjetura confirmada por la mención de Salomé, madre de Santiago y de Juan, entre las santas amigas de Nuestro Señor 89. Por lo demás, es probable que también Simón y Andrés, sin ser ricos, gozasen de cierto bienestar, ya que, según San Lucas 90, eran «socios» de Zebedeo y de sus hijos, y juntos se repartían las ganancias de su pesca 91
Admiremos la doble conquista que acaba de hacer Cristo, a quien los antiguos dieron, con este motivo, el título de divino pescador. Entre los doce apóstoles formarán un grupo muy característico y serán los más íntimos amigos de Jesús. Desde el momento en que los llamó a si definitivamente, hubieron de renunciar al ejercicio de su profesión, incompatible en adelante con su nuevo género de vida. Pero este penoso oficio había sido excelente escuela para prepararse a ser dignos discípulos del Mesías. En él habían aprendido la paciencia y el animoso trabajar. Llevaban al nuevo edificio una fe viva en la misión divina del Maestro, cuyas obras conocían desde tiempo atrás, corazones amantes y generosos y una firme y acrisolada voluntad 92.
La pesca milagrosa que hemos descrito, seguida de otra más preciosa todavía, ofrécenos coyuntura favorable para describir, siquiera lo hagamos sumariamente, vi célebre lago, que tanto lugar ocupará en la vida pública de Jesús. Geografos, historiadores y viajeros le han dedicado páginas ya elocuentes, ya simplemente eruditas, pero dignas de él. Diversos nombres ha llevado en la historia de la revelación. En tiempos antiguos se le llamaba «mar de Kinnereth 93. Desde la epoca de los Macabeos, lago o mar de Gennesar 94 o de Gennesaret 95. San Juan evangelista es el único que le da el nombre de «mar de Tiberiades» 96, al que corres ponde el árabe que actualmente lleva de Bahr Tabariyeh. San Mateo y San Marcos, dicen habitualmente: «mar de Galilea» 97. Cada uno de estos nombres provenía de alguna circunstancia secundaría. Kinnereth era una ciudad que antiguamente hubo en la ribera occidental; Gennesar o Gennesaret, una llanura fértil y graciosa, también al Oeste del lago. En la misma ribera, al Sur de Gennesar, se halla toda vía la importante ciudad de Tiberiades.
A consecuencia de una depresión volcánica, que alcanzó a casi todo el valle del Jordán, la cuenca del lago está unos 210 metros debajo del nivel del Mediterráneo. Este origen volcánico está demostrado por las rocas y sedimentos de basalto que abundan en toda la región, por las fuentes termales de las orillas del lago 98 y también por los cráteres frecuentes en el Djaulan, en la meseta que se levanta al Este del lago. Este parece aún más profundamente encajonado cuando se le contempla desde lo alto de las montañas vecinas. Su longitud de Norte a Sur es de 21 kilómetros y medio; su mayor anchura, entre Kersa, al Este, y Magdala, al Oeste, de nueve kilómetros y medio; su superficie alcanza 170 kilómetros cuadrados. Por la pureza de la atmósfera sus dimensiones parecen menores de lo que en realidad son. Desde las alturas que dominan Tell-Huni y desde toda la costa oriental se le ve en toda su extensión. Su forma es la de un óvalo irregular, que se estrecha hacia el Sur. Se la ha comparado con la de un arpa; de donde vendría, según algunos autores, la antigua denominación de Kinnereth, pues los hebreos llamaban kinnor a un arpa pequeña, frecuentemente mencionada en los Salmos. El Jordán entra en el lago por el Norte y, después de atravesarlo, sale por el Sur. Su profundidad no es muy grande, pues frente a Tiberiades es de unos 45 metros; más al Sur, hacia la punta meridional, escila entre 20 a 25 metros. Pero a veces llega, excepcionalmente, a 240 metros. El nivel de las aguas varía, según las estaciones, en unos dos metros, elevándose rápidamente en las épocas de lluvias y en primavera, cuando se derriten las nieves del Hermón.
El lago está magníficamente encuadrado entre las montañas que lo encierran por el Este y por el Oeste. Aquéllas y éstas tienen muy diferente aspecto. Las del Este son más compactas y forman como un muro gigantesco, de unos 600 metros de altura, especie de contrafuerte de la meseta de Basán, y que se prolonga después en dirección del Sur. Su cima, regular y continua, parece una línea recta que corta el horizonte. Acá y allá están desgarradas por el lecho de algunos torrentes de invierno. Las del Oeste son más variadas y de aspecto más pintoresco: separadas, recortadas, se escalonan unas tras otras, formando una interesante ramificación, cuya base, aun en las talladas a pico, se detiene siempre a cierta distancia del lago, dejando libre una playa más o menos extensa, a lo largo de la cual iba un camino en antiguos tiempos. Este cuadro presenta un interés tanto mayor cuanto apenas ha sido modificado desde la época de Jesús. Al Norte el paisaje está dominado por «la blanca cúpula del Hermón», que, «cuando está iluminada por los rayos del sol poniente, se refleja de maravillosa manera en las azuladas ondas del lago». El agua, en efecto, es ordinariamente «de un hermoso azul, aunque de un tinte algo opaco. Por la tarde reproduce el color del cielo el de un brillante zafiro. Durante el día se ven muchas veces zonas coloreadas que forman en la superficie grandes bandas rectas o curvas, ocasionadas por las corrientes o por vientos ligeros, que rizan la superficie y la hacen centellear de un modo particular»
No es maravilla que un calor intenso, tropical a veces, se sienta en verano en esta profunda cuenca, donde un europeo con dificultad puede entonces residir. En trueque, no se conoce allí el invierno propiamente dicho, y la nieve no se ve sino muy raras veces. Por término medio no llueve más que unos sesenta días al año, y nunca en los meses de junio, julio, agosto y septiembre. En consecuencia, más aún que en cualquiera otra región de la Palestina, se hace allí al aire libre gran parte de la vida. En los Evangelios veremos muchedumbres que, con ser aún tiempo de primavera, no pasaban cuidados por estar toda la noche a la intemperie.
No puede negarse a este lago, inmortalizado por Nuestro Señor, el elogio de una real belleza, siquiera no sea la de los grandes lagos de Suiza, Saboya e Italia septentrional. Más arriba hemos indicado la impresión que produce cuando se lo ve de repente, yendo de Nazaret y de Caná. Recorriendo sus orillas, o navegando en sus ondas, se admiran igualmente sus esplendores. Se ha dicho que sus paisajes no son pintorescos. Tal como esta región es actualmente sobrepuja aún en encantos naturales a todas las demás regiones de Palestina. Su principal defecto, o mejor dijéramos su casi único defecto, consiste en su impresionante desnudez, en su inmensa soledad, en su profundo desamparo. Tiempos hubo en que el fértil suelo de varias de sus riberas y alrededores, industriosamente cultivado, producía lozana vegetación, propia de los trópicos, y rendía cosechas tan ricas como variadas, que se sucedían por el discurso de la mayor parte del año. Aun hoy, en primavera, el país entero, sin exceptuar las montañas, se cubre de verdor y de policromas flores. Pero en estío y en otoño todo se agosta, se seca, se torna del color gris de la ceniza. Antaño rodeaban al lago, como espléndida corona, ciudades, aldeas, casas de campo y otras hermosas construcciones; hoy por doquiera no se ve sino no desierto. Sólo queda una ciudad, floreciente aún, es cierto, y algunos pobres hl garcillos diseminados, como Medjdel, la antigua, Magdala, al Noroeste, y Seniak al Sur. Había antes vida, movimiento y tráfico intenso a lo largo de los caminos y sobre las aguas del lago, surcadas por centenares de embarcaciones. A todo aquello ha sucedido casi por todas partes la muerte. La antigua prosperidad universal liase trocado en pobreza y desolación. Cuando se piensa en aquel ayer, se comprenden los elogios tributados al lago per Josefo, que lo convierte en una porción del paraíso, y por los rabinos, que nos presentan a Dios mismo celebrando sus encantos: «Yo he creado, dice el Señor, siete lagos en el país de Israel, pero uno solo he escogido para mí: el lago de Tiberiades» 99. Es verdaderamente la «joya de Galilea». No es posible negar su belleza; pero es una belleza de índole especial, una belleza serena, suave, noble y silenciosa, de la cual el peregrino católico goza con emoción, buscando en todas partes las huellas de Jesús.
III– Una jornada de Jesús en Cafarnaún
Una jornada, en efecto, casi completa del Salvador, al principio de su ministerio en Galilea, nos describen aquí San Marcos y San Lucas, y en parte San Mateo. Jornada laboriosa, santamente ocupada por la oración, la predicación y las buenas obras. Gracias a cuatro breves narraciones, y, a pesar de su brevedad, llenas de vida y suficientemente esbozadas, podemos imaginar cuál era entonces la vida de Nuestro Señor, Es un día de sábado. La mañana se pasa en la sinagoga de Cafarnaún. Después del oficio religioso, retirase Jesús con sus cuatro discípulos a casa de Simón-Pedro, y allí permanece las primeras horas de la tarde. Puesto ya el sol, cura todos los enfermos que le llevan de la ciudad. Al día siguiente, muy de mañana, está ya en oración a orillas del lago, y desde allí comienza su primer viaje de misionero.
Ninguno de los sinópticos indica el lugar preciso donde ocurrió la doble escena que terminó con la vocación de los primeros discípulos; pero hubo de ser a corta distancia de Cafarnaún, por cuanto San Marcos nos muestra luego después a Jesús entrando en esta ciudad con aquellos a quiénes acababa de conquistar. El día siguiente era sábado; el Maestro y sus discípulos fueron, pues, a la sinagoga para asistir al oficio matutino. Ya antes dijimos algo de estos edificios y de la importancia que entonces tenían en el judaísmo 100. En la época de Nuestro Señor no había en Palestina lugar habitado por judíos que no tuviese la suya. Estaban construidas con suntuosidad proporcionada a las riquezas de cada población, y, cuando era posible, de tal modo orientadas que, al orar, los fieles estuviesen mirando hacia Jerusalén. En el fondo había una especie de armario, provisto de una cortina: era el tebah, el «arca», donde se guardaban los libros sagrados. Hacia el medio de la sala se levantaba una plataforma donde tenían su asiento el presidente de la sinagoga y los miembros más respetables de la Asamblea. En esta misma tribuna se hallaba el pupitre del lector. Los restantes muebles eran lámparas, cepillos para las limosnas, alacenas para las trompetas y otros objetos litúrgicos Los fieles se situaban frente a la tribuna; los hombres a un lado y las mujeres al otro, separados por una valla; en ocasiones las mujeres se colocaban en galerías especiales. Se celebraban las reuniones varias veces por semana, pero singularmente los días de sábado y de fiesta.
En nuestros días se han descubierto preciosos restos de algunas sinagogas en la Galilea septentrional, especialmente en Kefr Bireh, en Meinûn, en Cades, en lrbid, y, cosa más interesante para nosotros, en la misma Cafarnaún 101. Estudiando las espléndidas ruinas de este último edificio, se ha comprobado que medía 24 metros de longitud por 18 de anchura. «Por un amplio portal se entraba en una gran nave rodeada de una galería por Este, Norte y Oeste. Todavía están en su lugar la mayor parte de las basas de las dieciséis columnas que soportaban el techo. Los restos del entablamento y del friso, adornados con profusión de esculturas, y los enormes materiales de piedra amarillenta que yacen en el suelo impresionan vivamente al espectador. Según parecer de muchos entendidos, no es improbable que estos restos sean los de aquella sinagoga que el centurión romano de Cafarnaún había construido a sus expensas para testificar la mucha estima que hacía de la religión de los judíos.
Tanto como al ejercicio del culto propiamente dicho, se destinaban las sinagogas a la enseñanza religiosa: de aquí que Jesús hablase frecuentemente en ellas y que en ellas pronunciase varios de sus más importantes discursos. Allí, sobre todo el sábado, estaba seguro de hallar un auditorio numeroso, de ordinario bien dispuesto, ya que se reunía para honrar e invocar a Dios. Aun sin tener título de doctor podía predicar fácilmente en las sinagogas, pues los judíos, en este punto, concedían gran libertad a sus correligionarios. Todo israelita bien opinado y suficientemente instruido obtenía fácilmente del rosch hakkeneset, o cabeza de la sinagoga, la necesaria licencia. Los extranjeros que ocasionalmente asistían a la reunión solían ser invitados a decir a sus hermanos algunas palabras de edificación 102 costumbre de que los apóstoles, a ejemplo de su Maestro, se aprovecharon ampliamente para sembrar el buen grano del Evangelio.
Ocupó, pues, Jesús aquel día la cátedra de la sinagoga de Cafarnaún. No nos dicen los escritores sagrados cuál fué el tema de su discurso; pero, con lenguaje expresivo, encarecen la impresión que sintieron los oyentes. Grande, en efecto, fué la admiración de éstos 103. Es que Jesús, dicen a un tiempo San Marcos y San Lucas, enseñaba «con autoridad», y «no como los escribas», añade San Marcos como por vía de comparación. ¡Qué diferencia, en efecto, entre los dos métodos de enseñanza! De un lado el divino Legislador, que interpretaba sus propias leyes; el Verbo encarnado, la Sabiduría increada, que hablaba derechamente a las almas para instruirlas, para convencerlas, para consolarlas y animarlas al bien. De otro, fríos legistas, órganos impersonales de una tradición las más de las veces puramente humana y de entidad ninguna, que en vez de vivificar los textos sagrados que pretendían explicar los ahogaban debajo de la masa de sus comentarios quisquillosos, nimios, precedidos casi siempre de la trivial fórmula «Rabi tal dice..., Rabi tal díjo...» No obstante haber pasado diecinueve siglos, la doctrina del Salvador sigue siendo espíritu y vida en los escritos evangélicos que nos la han transmitido; la de los escribas y rabinos, reproducida por el Talmud en todas formas, no ilumina la inteligencia ni mucho menos caldea los corazones, y menester es cierto valor para leer algunas páginas seguidas.
Mas he aquí que un accidente imprevisto va a redoblar la admiración de los asistentes a la sinagoga de Cafarnaún. Hallábase entre los fieles uno de aquellos «endemoniados» o «posesos del demonio» que tan tristemente abundaban por entonces en Palestina. Como lo indican los distintos nombres que a estos mal aventurados se dan en los Evangelios 104, y más aún las dolorosas circunstancias que en estos mismos libros nos refieren acerca de su terrible condición, los endemoniados eran presa y víctima de los demonios, que, habiendo entrado en ellos, ejercían en su espíritu y en sus miembros una dominación usurpada, esclavizándolos, absorbiéndolos, si es lícita la expresión, y como transformándolos en sr mismos en cierta manera. Por lo que si bien la voluntad, ese hogar sagrado e inviolable del alma, continuaba perteneciendo a los poseídos, éstos eran habitual mente dóciles instrumentos que los espíritus malignos manejaban a su talante Pero tenían intervalos de lucidez, en los cuales tornaban a ser dueños de sí mismos. Entonces se los ve arrojarse a los pies de Jesús solicitando de Él su liberación; mas después se levantaban y le colman de injurias, como si en ellos hubiese dos personas, de las cuales una padece a pesar suyo la dura esclavitud del demonio, en tanto que la otra impera como cruel tirano y se arroga el derecho de torturar a un mismo tiempo al cuerpo y al espíritu.
A veces no un demonio sólo, sino varios, se apoderaban de la misma persona 105. Acaecía también que la posesión diabólica iba acompañada de variedad de enfermedades o dolencias físicas; tal fué el caso del joven lunático, que al mismo tiempo era epiléptico 106; el de los posesos de Gerasa, visiblemente acometidos de locura furiosa 107, y el de la mujer «encorvada», que padecía una parálisis parcial 108.
No ha de sernos motivo de extrañeza que los posesos, raros, según parece, entre los hebreos en el decurso de la Antigua Alianza, se multiplicasen de golpe y en número extraordinario en tiempo del Salvador. «Es que el reino de las tinieblas reunía todas sus fuerzas para hacer frente a su vencedor, que acababa de entrar en la historia. Pero Dios tenía su plan, que era hacer reconocer, por un sonado triunfo sobre los demonios, la venida del reino de Dios en el Cristo y con el Cristo» 109. Esto precisamente vamos a comprobar desde la primera victoria de este género que Jesús va a reportar sobre el demonio, y en la que su altísima figura se nos presenta con esplendentes colores.
Cuando los posesos estaban sosegados no se les prohibía asistir a los oficios de la sinagoga; por eso hallamos uno de ellos en la de Cafarnaún en la mañana de aquel sábado. Mas no bien terminó el Salvador su discurso, cuando aquel infortunado exclamó a voces: ¡Ah! 110, ¿qué hay entre ti y nosotros, Jesús de Nazaret? Has venido a perdernos 111. Sé quién eres: el Santo de Dios.» Palabras de angustia, y también de profunda aversión, que expresan tres verdades bien averiguadas: Nada hay de común entre Jesús y los demonios, según clara confesión de ellos mismos 112; Ha venido expresamente para quebrantar la cabeza de la antigua serpiente y para derrocar su imperio; Es el Santo por excelencia, el consagrado, es decir, el Mesías 113.
Lenguaje digno de notar, ciertamente. Por boca del poseso, el demonio habla primero en singular, «yo sé...», y luego en plural, «perdernos», según que expresa su pensamiento individual o el de todos los espíritus infernales. No tenemos por qué extrañarnos de que todos ellos conozcan la dignidad mesiánica de Jesús: la voz del Padre mismo cuando el Salvador fué bautizado y los reiterados testimonios de Juan Bautista se lo habían revelado claramente. He aquí, pues, como dice el apóstol Santiago 114, que también ellos «creen y tiemblan».
El Santo de Dios, ya se entiende no podía aceptar este testimonio, aunque forzado e involuntario, de un espíritu «impuro» 115, es decir, radicalmente malo, cuyo intento no es otro que arrastrar a los hombres al pecado. Con tono severo 116 le intima dos órdenes tan breves cuanto perentorias: «Enmudece 117 y sal de ese hombre.» Forzoso le fué al demonio obedecer al punto; mas no soltó su víctima sin intentar perjudicarla una postrera vez y sin manifestar su odio. Sacudió al poseso con tal violencia, que lo arrojó en tierra en medio de la asamblea; después le dejó, lanzando un grito de rabia.
Conmoción indecible, mezcla de religioso terror ante lo sobrenatural y de admiración causada por el milagro, se apoderó de todos los asistentes; mas presto triunfó el sentimiento de admiración, y los testigos del prodigio comenzaron a decirse unos a otros: «¿Qué es esto? Es una doctrina nueva, acompañada de poder 118. Manda con imperio aun a los espíritus impuros, y ellos le obedecen.» Después de haber admirado el poder moral de la doctrina de Jesús, se pasman ahora del poder irresistible que ejercía también sobre los demonios. Una palabra suya había sido bastante para poner en fuga uno de esos seres tan difíciles de domeñar. Fué ésta probablemente la primera curación de este género obrada por Jesús, y nunca cosa semejante se había visto u oído, por lo cual la fama de tan gran milagro, debidamente comprobado por la numerosa» asistencia, cundió con celeridad por toda la Galilea 119.
Dejada la sinagoga, fué Jesús derechamente a casa de Simón-Pedro para pasar en recogimiento lo restante del sábado. Esta humilde morada era, probablemente, la que servía al Salvador de habitación cuando residía en Cafarnaún 120. El futuro príncipe de los apóstoles estaba casado: nos lo dice aquí, aunque de modo indirecto, el Evangelio al hacer mención de su suegra, y más directamente San Pablo 121 y la tradición eclesiástica 122. Aunque natural de Bethsaida 123, debió de fijar su residencia en Cafarnaún con ocasión de su matrimonio.
Cuando Jesús y sus cuatro discípulos entraron en la casa, la suegra de Simón estaba en cama, «acometida de una gran calentura», observa San Lucas, para quien este pormenor de medicina tenía aquí particular importancia 124. Ya hemos observado que en ciertas épocas del año esta enfermedad es muy frecuente en las riberas del lago de Tiberiades. Quizá el acceso de fiebre fué no sólo violento, sino repentino. Ello fué que los discípulos resolvieron llamar la atención de su Maestro sobre aquel triste caso, y que Él, deseoso de recompensar su generosa abnegación y de darles una especial prenda de su afecto, accedió sin demora al deseo manifestado. Acercándose al lecho en que la enferma descansaba, se inclinó sobre ella, la tomó por la mano y la levantó suavemente, al mismo tiempo que mandaba 125 a la fiebre que la dejase. Desapareció la enfermedad al momento, y tan completa fue la curación, que la dueña de la casa pudo preparar por sí misma prontamente la comida, por lo común más suntuosa en la tarde del sábado, y servir con diligencia a sus huéspedes. Fué como un doble milagro, pues cuando cesa una fiebre intensa, bien por sí misma, bien por influencia de los remedios, suele dejar a quien había acometido en tal estado de postración y debilidad que no desaparece sino lentamente.
En esta ocasión la ciudad entera quedó como sobrecogida al conocer el suceso, y apenas el sol traspuso el horizonte señalando el fin del sábado y de su descanso obligatorio, se dieron prisa los habitantes a aprovechar la presencia del taumaturgo tan bueno y poderoso para alcanzar de Él otros beneficios. Una verdadera procesión de dolientes, de enfermos, de endemoniados que iban o eran llevados a Jesús, ocupaba las calles: «Toda la ciudad –cuenta San Marcos, que sabía por San Pedro esta circunstancia inolvidable– se había juntado a la puerta» de la casa. La generosidad del Salvador correspondió a esta ardorosa confianza. «Curó todos los enfermos», dice San Mateo, y San Lucas añade que hacía estas maravillosas curaciones con sólo imponer las manos. Con una sola palabra lanzaba también a los demonios, que, muy a pesar suyo, abandonaban los cuerpos de los posesos, gritando al taumaturgo: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero Jesucristo les imponía severamente silencio absoluto. Así hubo no sólo este día, sino durante todo este primer período del ministerio activo de Cristo, una admirable efusión de su poder taumatúrgico, pues los sinópticos, además de algunos casos aislados, señalan en ocasiones curaciones obradas en masa 126.
A estas múltiples curaciones refiere San Mateo un oráculo de Isaías 127 que las había predicho: «Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías: Él mismo tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias.» El ilustre profeta, al describir por adelantado los padecimientos que había de soportar el Servidor de Yavé, es decir, el Mesías, indicaba también sus felices consecuencias para el linaje humano, cuyos innumerables pecados habían excitado la cólera de Dios y provocado su venganza. El Cristo se ofreció a su Padre come víctima propiciatoria, y de este modo llevó sobre sí, y por tanto quitó, primeramente nuestros crímenes y después los castigos de toda especie –entre otros, las dolencias y enfermedades físicas y morales– que habían atraído sobre nosotros. Curando los enfermos y expulsando los demonios cumplía, pues, también Jesús su oficio providencial.