Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO VII. COMIENZO DEL CONFLICTO DE JESUS CON LOS FARISEOS

I– Curación de un paralitico en Cafarnaúm

Después de su predicación por Galilea, volvió Jesús a Cafarnaúm, su «propia ciudad», como la llama San Mateo en esta ocasión. Presto se extendió la noticia de su regreso, con lo cual la casa donde habitualmente moraba –probablemente la de Simón-Pedro, como antes se ha dicho 1– fue invadida por tanta muchedumbre de gentes, que rebosaba por los alrededores y obstruía por entere el paso. Ocupaba, pues, la muchedumbre no sólo las habitaciones del piso bajo, sino también el patiecillo de la parte anterior de la casa, aislado de la calle por un muro, y, en fin, la calle misma, a la que daba la puerta del patio. Esta afluencia de gente recordaba la de aquel sábado en que habían desfilado por la casa de Pedro tantos dolientes y enfermos, a quienes el buen Maestro devolvió la salud. Como inmediatamente después de aquellas curaciones había partido, temías no hiciese ahora otro tanto, y todos se daban prisa por llegarse a él. El infatigable celo del Salvador aprovechó esta propicia coyuntura para hacer oír «la palabra» 2, es decir, la palabra por excelencia, el Evangelio, a todos aquellos oyentes ávidos de escucharle. San Lucas añade otra circunstancia característica: «Y el poder del Señor (el poder del mismo Dios) obraba para sanarlos.» Lo que significa que por entonces, por ventura en aquella misma hora, multiplicaban los milagros las manos de Jesús, que, gozando de la omnipotencia divina, podía usar de ella según su agrado. Mas sea cual fuere el sentido de esta expresión, ella prepara al lector para el gran milagro que va a seguir. El mismo San Lucas señala aún otro pormenor significativo. Entre los asistentes que se apretaban en torno a Jesús, ocupando los primeros asientos, nos muestra a los doctores de la Ley, que habían venido de todos los pueblos de Galilea y de Judea, y aun «de Jerusalén», que era su principal centro. Allí están con intenciones ciertamente hostiles, con el fin de espiar la conducta y enseñanza de Jesús, cuya fama, cada vez más dilatada por la Palestina, ha excitado y avivado sus mezquinos celos. El augusto predicador fue interrumpido inopinadamente por un caso extraordinario, que San Marcos y San Lucas refieren de dramática manera. Cuatro hombres, que llevaban un paralítico tendido en un mísero camastro, se presentaron a la entrada de la casa 3. Mas ¿cómo atravesar con tal carga las apretadas as de la muchedumbre? Dolorosa decepción debieron experimentar al principio; pero su ardiente deseo, o, mejor, su firme voluntad de llegar a donde Jesús estaba, les sugirió al punto un medio de vencer la dificultad. Por la escalera exterior que de ordinario tienen las viviendas de Palestina 4, o por medio de una escalera de mano, subieron, cargados siempre con el enfermo y su lecho, a la terraza del edificio 5. En Oriente, los techos de las habitaciones son generalmente de construcción muy ligera: cañas o ramaje en lugar de tablas, una capa de arcilla apisonada, y a veces también tejas, como en el caso presente, son sus materiales. No tuvieron, pues, que hacer los que llevaban al enfermo sino levantar algunas tejas, y, quitando arcillas y cañas, abrir una boca suficiente para que por ella pudiesen pasar el enfermo y su cama. La operación era muy sencilla, y los daños fáciles de reparar. Y hecho esto, por el orificio abierto deslizaron al paralítico, mediante cuerdas, de manera que vino a quedar delante de Jesús, en medio de la asamblea. No es para descrita la impresión que semejante espectáculo debió de causar en el ánimo de los asistentes. Desagradaba profundamente al Salvador la incredulidad; pero nunca se mostró insensible a la fe de los suplicantes, y la que entonces se manifestaba era tan intensa, tan conmovedora, que casi podría llamarse heroica. Lo era la fe de los portadores, que no descaeció ante ningún obstáculo. Lo era también fe del enfermo, que a todo se había allanado, que pacientemente había sufrido las duras sacudidas de una peligrosa operación. Ni ellos ni él querían quedase malograda una ocasión que quizás no volverían a hallar: confianza inquebrantable que los tres evangelistas señalan con idéntica locución: «Viendo Jesús la fe de ellos.» Sin dejar al paralítico tiempo para presentar su petición –¿no la expresaban ya bien claramente todas las circunstancias mencionadas?–, le dijo el Salvador con inefable bondad: «Ten confianza, hijo 6; perdonados te son tus pecados.» Pero ¿por qué esta fórmula de absolución, cuando antes bien se esperaba un milagro de curación? ¿No reprobará Jesucristo mismo más adelante, respondiendo a preguntas de sus apóstoles 7, la sentencia de los rabinos de entonces, según la cual todo padecimiento físico o moral es castigo de uno o más pecados, de tal manera que no hay modo de librarse de la enfermedad sin antes recibir de Dios el perdón de los pecados que la ocasionaron? 8. Sí; pero entonces el divino Maestro asentará un principio general, en tanto que aquí se trata de un caso particular. Hay, ciertamente, casos en que una vida viciosa tiene por inmediato castigo una enfermedad corporal, y la experiencia enseña que, en particular, la parálisis es más de una vez triste consecuencia de la inmoralidad 9. Perdonando los pecados al enfermo que le había sido conducido en circunstancias tan singulares, atestiguaba Jesús que ellos habían sido la causa verdadera de su enfermedad. Daba, así ánimo a aquel desgraciado, que, conocedor de sus miserias morales, temía, sin duda, a causa de ellas, no poder alcanzar su curación ni con el valimiento de medianero tan poderoso como Jesús. Por esto el prudente taumaturgo comenzó combatiendo el mal interior, para suprimir la causa antes de hacer desaparecer el efecto. De esta suerte le otorgaba un doble favor, purificando al alma antes de curar al cuerpo. Estas palabras de Cristo, que son el nudo del episodio, van a originar la lucha que antes hemos mencionado. Oído que le hubieron los fariseos y escribas que en son de espías presenciaban la escena, se escandalizaron, y al punto concibieron en sus ánimos hostilidad contra Jesús. «¿Cómo este hombre 10–se decían en sus adentros– habla así?; blasfema; ¿quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?» Es verdad que en la Biblia 11 la remisión de los pecados se considera como prerrogativa divina, y que no se halla en el judaísmo fórmula de absolución que reconozca a hombre alguno, por más santo y grande que sea, el poder de purificar las almas manchadas. Pero ¿no había demostrado Jesús sobradamente que Él estaba muy por encima de todos los demás hombres? No: no ha usurpado los derechos de Dios, y va a demostrarlo. «Conociendo 12 en su espíritu» (es decir, de manera sobrenatural, sin auxilio de los sentidos) el malévolo juicio que los fariseos y los escribas habían formado de El, les dijo, antes que pudiesen comunicarse sus mutuas impresiones: «¿Por qué pensáis el mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Perdonados te son tus pecados, o decirle: Levántate, toma tu lecho, y anda?» La disyuntiva era bien sencilla, pero también hábil, pues no dejaba a los injustos acusadores medio de evadirse. De suyo, ambas cosas son igualmente fáciles si sólo se mira a pronunciar las palabras. Son por extremo difíciles si se trata de su ejecución, y, en este caso, la remisión de los pecados presentaba una dificultad especial. Fácil será a cualquier impostor atribuirse de palabra el poder de perdonar los pecados; pero ¿quién, a no sentirse investido de un poder superior, osará pretender que con una palabra puede curar las enfermedades del cuerpo, y en particular una parálisis más o menos inveterada? 13. El argumento era decisivo, irrefutable; ¿qué les quedaba a los fariseos sino disimular su rencor mediante un humillante silencio? Entonces Jesús, después de haber esperado en vano respuesta, les dijo: «Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados: Yo te mando (dice al paralítico), levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa» 14. Milagro que con tal claridad y con tanta solemnidad se anuncia, adquiere al punto valor de una demostración si realmente se ejecuta. Ahora bien; la palabra del «Hijo del Hombre» no se pronunció en vano, pues el paralítico, obedeciendo a las tres órdenes, se levantó inmediatamente, cogió al hombro su lecho y se partió a su casa, glorificando a Dios. El mísero camastro que había sido signo de su enfermedad se trocaba de este modo en prueba de su curación. A la vista de lo sobrenatural, tan de cerca contemplado, los testigos del prodigio quedaron de momento sobrecogidos de religioso temor. Pero, elevándose luego a más altos sentimientos, dejaron desbordarse su admiración, y, como el paralítico, glorificaban a Dios, que, añade San Lucas, «había concedido semejante poder a los hombres» en la persona de su Cristo. «Maravillas hemos visto hoy», reían profundamente conmovidos. De los fariseos y escribas nada más dicen los narradores; pero no es difícil adivinar los movimientos de ira que levantaría la derrota en sus corazones. Ni olvidarán ni perdonarán. Empeñada está ya la lucha; la proseguirán con ardor, hasta que, aparentemente, queden victoriosos.

II– Vocación del publicano Leví

Después del gran milagro en el que Jesús tan bien había juntado la lógica con lo acción, dejando la casa en que había acaecido el prodigio, salió de la ciudad y he fue hacia la playa del lago. Allí le alcanzó una considerable muchedumbre, a que, según costumbre suya, distribuyó el pan de la palabra. Terminado su discurso, continuó caminando a lo largo de la orilla. Ya hemos dicho que la ciudad de Cafarnaúm, por su misma situación junto a una de las vías más comerciales del mundo, era depósito y lugar de paso de enorme cantidad de mercancías que se transportaban de Oriente a Occidente y viceversa. Pero nada pasaba sin pagar. Había, pues, allí, igual que en Jericó, un importante puesto de aduana, a cargo de considerable número de publicanos o peajeros. Uno de estos funcionarios estaba entonces sentado en su bufete –quizás una simple mesa al abrigo de unas tablas–, desde donde vigilaba el trajín del camino y del puerto. San Marcos y San, Lucas le dan el nombre de Leví 15; pero es más conocido con el de Mateo, que le da el primer Evangelio 16. Leví era el nombre judío; Mateo o Mattai, es decir, «don de Dios», probablemente el nombre cristiano que le impuso Jesús, si ya no tenía, como otros judíos, dos nombres distintos. Díjole Jesús: «Sígueme», invitándole así a hacerse discípulo suyo, en el sentido estricto de este vocablo. Con palabras idénticas había llamado el Salvador a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, cuando estaban en pleno ejercicio de sus funciones habituales. Idéntico fue también el resultado: «Levantándose, dejó todas sus cosas y le siguió.» También aquí fue inmediato y completo el sacrificio, mas con esta diferencia: que si los pescadores podían tornar a su oficio cuando lo deseasen, era moralmente imposible al publicano volver a ocupar su puesto después de haberlo desamparado de aquel modo. Pero este llamamiento de Jesús y el generoso sacrificio de Leví estaban ya, ciertamente, preparados. No era la mi mera vez que el Maestro y el nuevo discípulo se trataban en esta ciudad de Cafarnaúm, adonde volvía el Señor de cuando en cuando. Como quiera que fuese aunque la conversión del publicano hubiera sido obra de un instante, este fenómeno psicológico estaría en perfecta consonancia con el admirable poder de atracción que Jesús ejercía sobre los entendimientos y los corazones 17. Más de admirar es que Jesús no vacilase en elegir por discípulo íntimo, y luego por apóstol, a un hombre que pertenecía a una corporación justamente desacreditada, y cuyos miembros eran tenidos en opinión de pecadores públicos. Pero Jesús, en juzgándolo útil a su obra, tenía la santa osadía de hacer cara a los prejuicios de sus compatriotas, y aquí mismo vamos a oírle cómo justifica su conducta 18. Poco después de esta escena de orillas del lago, dio Leví en su casa, en honor de su nuevo Maestro, un solemne convite, al que invitó también, para despedirse de ellos, a sus antiguos colegas y a cierto número de amigos. A pedir de boca vino esta ocasión para que los fariseos manifestasen nuevamente su animadversión contra Jesús. Sentarse a la mesa con publicanos y otros pecadores públicos 19 constituía, según ellos, un verdadero escándalo; cuanto más que, conforme las costumbres orientales, la participación en una misma comida establece por sí solo intimidad de relaciones 20. Con todo, no se atrevieron a dirigirse a Jesús en persona, pues les había enseñado la experiencia a temer sus réplicas contundentes. Se fueron, pues, en busca de sus discípulos, y les preguntaron: «¿Por qué vuestro Maestro come y bebe con los publicanos y con los pecadores?» El Salvador, que había oído la insidiosa pregunta de sus adversarios, quiso darles por sí mismo la respuesta: «No son –les dijo– los sanos quienes tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. Id, pues, y aprended qué cosa sea: Misericordia quiero y no sacrificio; porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» Nada que desear dejaba esta corta apología. Se compone de tres partes: de un proverbio popular, de un texto sacado del Antiguo Testamento y de una razón de congruencia. El proverbio, que se halla con algunas curiosas variantes en las literaturas clásicas, expresa un hecho de cotidiana experiencia. «Los médicos – decía también Pausanias 21– no acostumbran a estar junto a los sanos, sino junto a los enfermos.» Si los convidados entre quienes entonces se hallaba Jesús eran pecadores, ¿no era este lugar adecuado para El, como médico que era de las almas? 22. Las palabras «Misericordia quiero y no sacrificio» están tomadas de Oseas 23. Significan, en forma paradójica, que Jesús cooperaba mucho mejor a los designios de Dios acogiendo con mansedumbre a los pecadores que no mostrándose con ellos duro e inexorable, a la traza de los escribas y fariseos. Los sacrificios cruentos eran necesarios, puesto que la ley los exigía; pero el Señor hacía mucho mayor aprecio de la misericordia para con el prójimo, aunque fuese culpable. En fin, ¿no era oficio del Mesías convertir y salvar a los pecadores? Algún día desenvolverá Jesús este pensamiento en la parábola de la oveja perdida y hallada de nuevo 24. Estaban entonces en Cafarnaúm algunos discípulos de Juan Bautista, que imitando la austeridad de vida de su maestro, practicaban ayunos frecuentes y rezaban a horas fijas largas oraciones. También los fariseos, y en general los israelitas piadosos, ayunaban a menudo, como nos lo dicen los Evangelios 25 y el Talmud 26. Lo hacían de ordinario los lunes y los jueves, porque según la tradición, en dichos días había subido Moisés al monte Sinaí (un jueves) y había bajado (un lunes). Aunque la legislación mosaica no prescribía a los hebreos más que un solo ayuno cada año, en la fiesta del Gran Perdón (YômKippur), o de la Expiación 27, esta práctica de penitencia y de duelo era tan natural que por sí misma se recomendaba como obra buena a las almas piadosas, por lo que varias veces se la menciona en los escritos del Antiguo Testamento 28. Por ningún caso pensó Jesús en abolirla, y la Iglesia primitiva no sólo la conservó, sino que la impuso después a los cristianos 29. El día del gran convite dado por Leví coincidió precisamente, según nos dice San Marcos, con un ayuno de devoción de los discípulos del Bautista y de los fariseos. Ello ponía más de relieve la diferencia, y la ocasión era propicia para hacerlo notar. Acercándose a su vez al Salvador los discípulos de Juan 30, le hicieron esta pregunta: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia en tanto que tus discípulos no ayunan?» ¿Había sido sugerida esta consulta por la malevolencia, con la esperanza de poner en aprieto a Nuestros Señor? No es improbable, dado que los discípulos del Precursor se nos han mostrado ya antes movidos por sentimientos de envidia 31. La compañía de los fariseos pudiera con firmar esta suposición. Interpelado Jesús de este modo, pues se le consideraba responsable de la conducta de sus discípulos, dará, en lenguaje familiar y atrevido a la vez, todas las explicaciones deseables. «¿Podéis por ventura hacer ayunar a los amigos del esposo –les respondió– mientras el esposo está con ellos? Mas días vendrán en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán en aquellos días.» Esta primera parte de su respuesta esclarece ya toda la cuestión. La imagen, tan expresiva cuanto graciosa, que él toma de las ceremonias nupciales de los judíos, era tanto más eficaz cuanto poco antes la había empleado el mismo Precursor en presencia de varios de sus propios discípulos, representando al Mesías como a místico esposo bajado del cielo para celebrar sus bodas con la Iglesia 32. Los amigos del esposo son, naturalmente, los discípulos de quienes Jesús se acompañaba, pues su principal oficio será conducirle, puras y santas, las almas que formarán su Iglesia, su celestial esposa 33. Entonces era el tiempo de las bodas, y, por consiguiente, tiempo de fiesta y alegría. El ayuno, al contrario, es manifestación de tristeza y de duelo. ¿No fuera, pues, extraña inconsecuencia y burlería notoria condenar al ayuno a los convidados a la boda mientras duran las solemnidades nupciales? ¿No había una contradicción in terminis? Luego no había razonablemente derecho a imponer ayunos, sobre todo ayunos de pura devoción, a los discípulos de Jesús, mientras Él, el Esposo divino, celebraba en su compañía las fiestas de sus desposorios. Pero, prosiguió el divino Maestro, contados están los días en que estará presente en medio de ellos. No tardará mucho en serles quitado violentamente 34, y «entonces» –Jesús pronunció este adverbio con especial énfasis–, entonces podrán ayunar sin inconveniente. Es de notar esta alusión a la pasión y muerte del Cristo, sobre todo asociada como está a la alegre comparación de las bodas. Pero Jesús tenía constantemente ante sus ojos, aun en medio de sus triunfos más brillantes, lo que Él llamaba su «hora». El argumento era tanto más perentorio cuanto Jesús no censuraba los ayunos de los fariseos y de los discípulos de Juan Bautista. Contentábase con reclamar libertad para los suyos en cosa que la Ley de Moisés no prescribía. Para corroborar su tesis aduce nuevas consideraciones, no menos atractivas, presentadas en forma de breves parábolas, que en realidad son verdaderos principios. «Nadie – continuó– cose un remiendo de paño nuevo 35 en un vestido viejo, porque de otra manera se lleva consigo parte de lo viejo, y se hace mayor la rotura 36. Y ninguno echa vino nuevo en odres viejos: de otra manera el vino nuevo romperá los odres, y se verterá, y perecerán los odres; mas ha de echarse el vino bueno en odres nuevos, y así el uno y los otros se conservan. Ni nadie, en bebiendo vino viejo, quiere ya del nuevo, porque dice: Mejor es el viejo.» ¡Qué sencillez y a la par qué fuerza de expresión! No repara Jesús en tomar sus comparaciones de los más humildes usos de la vida doméstica, para expresar con ellos elevadas verdades. Esta vez justifica el proceder de sus discípulos con un razonamiento sacado de la naturaleza misma de la institución a que en adelante pertenecerán. ¿Qué mujer entendida echará un remiendo de la manera costosa y ridícula que tan bien acaba de ser descrita? ¿Qué hombre cuidadoso de sus intereses llenará de vino nuevo, que aún está fermentando, los odres viejos 37, cuyo cuero, adelgazado por el uso, es incapaz de resistir el trabajo de fermentación? Tanto en sentido propio como en el figurado, no dicen bien un paño gastado y un paño nuevo, odres viejos y vino nuevo. Son cosas heterogéneas, que no sería cuerdo unir íntimamente. Un nuevo espíritu reclama formas nuevas. El espíritu cristiano, principalmente, no ha de ser embarazado en su fuerza de expansión, que es grandísima. Si para el envejecido judaísmo hubiera sido desastroso rejuvenecerlo pegándole acá y acullá remiendos de tela nueva, cortadas de la religión de Jesús, le hubiera sido igualmente para ésta querer confinarla, mas que sólo fuese temporalmente, en las anticuadas formas del mosaísmo. ¡Dense los fariseos y los discípulos del Precursor a sus frecuentes ayunos, si así les place! Los discípulos de Cristo se ocuparán en obras mejores; su Maestro se guardará de injerir el germen de su Iglesia en el tronco medio podrido del judaísmo de los escribas, imposible ya de rejuvenecer. Los vestidos gastados y los odres viejos representan muy bien la teocracia del Antiguo Testamento, y en particular aquel conjunto de tradiciones y de austeras prácticas que se quisiera imponer a Nuestro Señor y a sus discípulos. Igualmente la tela nueva y el vino nuevo son figura muy expresiva del espíritu nuevo, generoso, que el Evangelio iba a traer al mundo. Una mezcla de dos religiones y de dos espíritus hubiera producido lamentabilísimas consecuencias. Harto se echó de ver, después de la muerte del Salvador, cuando los judaizantes crearon en la Iglesia primitiva un peligroso cisma, so pretexto de recomponer la religión del Sinaí, aplicándole trozos de tela tomados del Cristianismo. La tercera comparación, «Nadie, en bebiendo vino añejo, quiere luego lo nuevo...» 38, expresa en el fondo la misma verdad. Así como se sufre más difícilmente la acritud del vino nuevo cuando de ordinario se bebe vino añejo, más dulce y sabroso al paladar 39, de igual manera quien desde su infancia está hecho a las costumbres antiguas, o, mejor digamos, a un sistema religioso determinado, difícilmente se habitúa a un nuevo género de vida, y con más dificultad a una religión nueva. El vino viejo simboliza el judaísmo, y el vino nuevo figura el cristianismo. ¿No se dijera que esta vez Jesús excusa bondadosamente el proceder de sus adversarios, dándoles tiempo para acostumbrarse al vino nuevo del Evangelio? Como quiera que sea, ¡qué pedagogía tan excelente la suya!