Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO III. BAUTISMO, TENTACIONES Y PRIMEROS DISCIPULOS

I– Jesús es bautizado por Juan Bautista

Cierto día, cuya fecha no concretan los evangelistas 1 vió Juan acercársele un israelita de edad de unos treinta años 2, en plena madurez de la vida, cuyo semblante y actitud reflejaban tal majestad, inteligencia y santidad, que el Precursor no pudo menos de sentir fortísimo asombro. Era Jesús de Nazaret, que, habiendo dejado a su Madre, su dulce soledad y su tranquila vida de Nazaret, venía, como tantos otros, a las riberas del Jordán con el expreso designio –San Mateo lo dice claramente– de recibir el bautismo de manos del Bautista.
¡Extraño proceder el de Jesús! ¿Qué menester tenía El, el Salvador del mundo, el Verbo encarnado, que era la pureza misma, de un rito que presuponía en quienes lo aceptaban la existencia del pecado y la necesidad de una conversión? ¿No era el bautismo de Juan «bautismo de penitencia»? Desde muy antiguo se planteó este problema teológico, al que, a veces, se han dado bien extrañas soluciones. Según un fragmento del Evangelio (apócrifo) de los Hebreos, que nos ha sido conservado por San jerónimo 3, «la madre y los hermanos (de Jesús) le dijeron: Juan Bautista bautiza para remisión de los pecados; vayamos y seamos bautizados por él». Esta leyenda, herética en parte, reconoce ya que no se presentaba Jesús al bautismo de Juan por igual motivo que sus compatriotas; por esto supone que Él no se había cuidado de recibirlo. El verdadero motivo que impulsó al Salvador a someterse al bautismo no ha de buscarse en su ser moral, sino fuera de él, en circunstancias exteriores. En este caso el problema se simplifica y se resuelve con facilidad.
El Precursor mismo desató parcialmente esta dificultad diciendo 4 «Para que Él (el Mesías) sea manifestado a Israel he venido yo a bautizar en el agua.» El bautismo del Cristo había de servir, pues, para revelarle solemnemente a Juan y luego, por intermedio del mismo Juan, a todo el mundo, en las gloriosas condiciones que pronto estudiaremos. San Justino 5, sin dejar de aceptar este motivo, nos sugiere otra explicación no menos excelente. «Aunque haya nacido ya el Cristo y habite en algún lugar –dice–, no es conocido aún ni ejerce poder alguno hasta que Elías lo haya consagrado por la unción.» Fué, pues, el bautismo respecto a Jesús lo que la unción santa para los reyes y los sacerdotes. El Espíritu Santo se le va a comunicar con nueva plenitud, y el Padre le proclamará su hijo amadísimo, con lo que exterior e interiormente estará investido de plenos poderes para comenzar su obra. Quien hasta entonces había vivido como hombre privado, obrará públicamente como Mesías después de haber recibido el bautismo. Esta ceremonia fué, digámoslo así, su ordenación, su consagración mesiánica, el sello oficial de su dignidad.
Pero ascendamos más. Sí; entre Jesús, santísimo, perfectísimo, y el bautismo de penitencia existía oposición real y aun patente contradicción. Pero ¿no se había encarnado el Hijo de Dios para tomar sobre sí y expiar los pecados de los hombres? Pues al tiempo de inaugurar su ministerio, cuadraba bien con su oficio el tomar la apariencia y actitud de un pecador, de un penitente, en espera de ser un día, en la cruz, nuestra víctima propiciatoria. Según profunda metáfora del Precursor, Jesús vino al Jordán para ser bautizado a título de Cordero de Dios 6, cargado con los crímenes del mundo entero 7. Aun siendo purísimos, decía poéticamente San Melitón 8, el sol terrestre, la luna y las estrellas, ¿no se bañan en el Océano?
El bautismo de Jesús merece, por tanto, ser considerado como uno de los puntos culminantes de su vida; por lo que bien podemos decir que su viaje de Nazaret al Jordán era el paso más importante que había dado desde aquel otro que lo trajera desde el cielo a las virginales entrañas de María. Seríanos grato conocer en qué lugar preciso de las riberas del río Jordán se hallaba el Precursor cuando vino a unírsele Jesús. «Una antiquísima tradición, referida ya por el Peregrino de Burdeos (a. 333), señala como lugar del bautismo de Nuestro Señor el punto del Jordán próximo al convento griego de San Juan Bautista (Kasr-el-Yeuh, castillo de los Judíos), a cinco millas romanas del Mar Muerto 9, y a quince nudos del río. Allí iban muchos catecúmenos, desde el siglo IV al VI, a bautizarse, en honor del bautismo recibido por el Salvador». Con todo, no consta de la certeza de este emplazamiento.
¡Momento solemne aquel en que Jesús, acercándose a Juan, le ruega que le confiera su bautismo! ¿Estaban solos entrambos a orillas del Jordán? Así parece indicarlo, si la tomamos a la letra, una noticia que apunta San Lucas. Jesús, dice, recibió el bautismo «cuando todo el pueblo se hubo bautizado» 10. Por lo demás, ninguno de los evangelistas supone la presencia de otros testigos fuera de Juan 11. ¿Se conocían personalmente los dos primos?, o, por el contrario, ¿era la primera vez que se hallaban cara a cara? Aunque en sí no es imposible que, con sus respectivos padres, se hubiesen visto en Jerusalén, con ocasión de las peregrinaciones prescritas por la ley mosaica, lo cierto es que los evangelistas no mencionan entrevista alguna fuera de la del bautismo. Si se habían visto antes debía de hacer ya mucho tiempo, pues días después dirá el Precursor que antes de este encuentro no conocía a Jesús 12.
El breve diálogo que se entabló entre ellos en cuanto Jesús se presentó, prueba que Juan le reconoció al punto por Mesías; mas fué en virtud de un presentimiento sobrenatural que precedió a la manifestación exterior del Espíritu Santo por la que –según Dios le había revelado– le había de ser designado oficialmente el Mesías. Protestó al principio enérgicamente y rehusó allanarse al acto que Jesús le exigía 13. «Soy yo –le decía– quien debe ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?» Como su madre en otro tiempo ante María en el día de su visitación 14, se humilla y proclama su indignidad, y cuán inconveniente sería que él bautizase a aquel cuyo calzado no se sentía digno de llevar. Mas Jesús, con voz dulce y sosegada, le dió esta admirable respuesta: «Deja ahora, porque así nos conviene cumplir toda justicia» 15. Con este lenguaje reconocía el Salvador lo bien fundado de la objeción de Juan. No, no estaba el Mesías estrictamente obligado a recibir el bautismo de manos de su subordinado. Pero esta ceremonia era una preparación para la institución del reino mesiánico, y por este título, aunque no prescrita por orden formal del cielo, entraba en el plan divino. Más adelante dirá Jesús expresamente que el bautismo del Precursor era un «designio de Dios», designio que los fariseos y escribas habían menospreciado, rehusando someterse a él, mientras el pueblo y hasta los mismos publicanos, haciéndose bautizar por Juan, habían «justificado a Dios» 16. De aquí la conveniencia de que el Mesías se sometiese también a este rito, por más humillante que fuese para El. Bien puede Juan tranquilizarse y aceptar respecto al Cristo esta superioridad momentánea. La hora en que Jesús tomará el lugar que por su dignidad le corresponde está ya cercana.
Esa frase del Salvador, la segunda de las que nos han sido conservadas por los evangelistas, puso fin a aquella conmovedora porfía de humildad. Haciéndose violencia procedió entonces Juan al bautismo del Mesías, con lo que llegó a la cima de su hermosa carrera. Pero su ministerio no había terminado aún, y pronto le hallaremos nuevamente en pleno ejercicio de su función de heraldo del Cristo.
El bautismo de Jesús, no obstante su importancia, no ha sido descrito por ninguno de sus primeros biógrafos, que se contentaron con señalar brevemente el hecho. Insisten, en cambio, en los fenómenos de orden superior que se siguieron a la inmersión del Salvador en las aguas del Jordán. Varias veces, con ocasión de los misterios más humillantes de la vida oculta de Jesús, hemos señalado gloriosas manifestaciones con que plugo a Dios poner de manifiesto momentáneamente la grandeza de su Elegido. También, con ocasión de su bautizo, recibió el Mesías de su Padre celestial un esplendoroso testimonio. No bien salió de las aguas del río, se puso en oración 17, como lo hará en otras solemnes circunstancias de su ministerio. No es difícil adivinar el objeto de la ferviente oración del recién bautizado. Se consagró generosamente al Padre, poniéndose por entero a su disposición y ofreciéndosele por víctima universal. La respuesta del Padre a esta ferviente plegaria no se hizo esperar. Jesús y Juan vieron como desgarrarse el cielo 18 y salir del rompimiento el Espíritu Santo en figura de paloma, que descendió sobre Jesús y permaneció algún tiempo sobre Él 19, como para establecer en Él su morada. Después resonó en los aires una voz que exclamaba: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me he complacido» 20.
No serán, por ventura, inútiles algunas explicaciones sobre estos maravillosos acontecimientos. Digamos, ante todo, que, según los sagrados relatos, tuvieron aquellos fenómenos realidad objetiva exterior, y no fueron únicamente una visión en el alma del Cristo y del Bautista. El lenguaje de los Evangelios no deja lugar a duda en este particular, y ésta ha sido siempre la doctrina de los Padres y de los más autorizados exegetas católicos 21. Jesús y Juan vieron y oyeron; las escenas que aparecieron ante sus ojos, los sonidos que resonaron en sus oídos no eran imaginarios; sino sensibles y exteriores.
Superflua podría parecer, a primera vista, la bajada del Espíritu Santo sobre el Mesías, dado que la naturaleza humana del Verbo había sido como anegada en este Espíritu divino en el instante mismo en que se encarnó en el seno de María; mas se entiende fácilmente que, estando Jesús a punto de inaugurar sus funciones, su Humanidad recibiese esta nueva efusión de la tercera persona de la Santísima Trinidad, que era como la unción y la consagración, de que antes hemos hablado. Nos recuerda San Jerónimo 22 según el Evangelio (apócrifo) de los Nazarenos, el Espíritu Santo habría dicho entonces a Jesús, a la vez que tomaba posesión de El: «Hijo mío, yo te esperaba en todos los profetas..., para descansar en ti, pues tú eres mi reposo.» Extraña adición al texto inspirado, pero que, en el fondo, expresa un pensamiento tan exacto como hermoso. Por lo menos, se cumplieron ostensiblemente los célebres oráculos de Isaías: «El Espíritu del Señor reposará sobre Él (el Mesías)»; «El Espíritu del Señor sobre mí, porque el Señor me ha ungido» 23.
En cuanto a la forma de paloma 24, bajo la que se apareció el Espíritu Santo, ofrécennos explicación satisfactoria las ideas simbólicas que los orientales, y muy especialmente los israelitas, vinculaban a esta ave. La paloma interviene en lo historia del diluvio como imagen de la fidelidad y de la paz 25. El Cantar de los Gantares ve en ella una figura de la inocencia y del amor casto 26; el mismo Jesús pondera su candor y sencillez 27. Más aún: los escritos rabínicos gustan de establecer comparaciones entre ella y el Espíritu Santo. Así, a estas palabras del Génesis 28, «El Espíritu del Señor se cernía sobre las aguas», añadía un rabino: «Como una paloma sobre sus pequeñuelos» 29. Y a propósito de un pasaje del Cantar de los Gantares 30 , decía otro que «la voz de la paloma es la voz del Espíritu Santo» 31
La tercera manifestación con que el Padre celestial reconoció a Jesucristo por Hijo y Enviado suyo completaba la segunda 32. Se ha preguntado si las palabra «mi Hijo» deben entenderse en el sentido amplio de Mesías, que alguna vez encierran, o en sentido estricto y teológico de Hijo de Dios propiamente dicho. Los exegetas y teólogos católicos, y con ellos varios comentadores protestantes 33, patrocinan la segunda interpretación, exigida a la vez por el texto y el contexto del texto, sobre todo en griego 34, con sus dos artículos que realzan el pensamiento, es singularmente expresivo. El contexto es todavía más claro, pues tanto San Mateo como San Lucas nos han presentado anteriormente a Jesús como engendrado por obra del Espíritu Santo, y San Marcos, desde la primera línea 35, resume todo su Evangelio en estas palabras, que no pueden ser más expresivas: «Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.» Esa misma voz divina se hará oír aún en otras dos circunstancias para glorificar nuevamente al Salvador: en su transfiguración 36 y pocos días antes de su pasión 37. En todas estas tres ocasiones pronuncia palabras de exquisita ternura que indican todo el amor del Padre hacia su Unigénito, elegido por Él para cabeza y redentor de todo el linaje humano 38. He ahí, pues, ratificadas y como autenticadas solemnemente por el cielo las maravillosas narraciones del nacimiento del Salvador. He ahí también el doble título con que Jesús va a comenzar su obra: la ley de Mesías y de Hijo de Dios.

II– La tentación de Cristo 39

No bien Jesús había sido bautizado 40, cuando el Espíritu de Dios, que sobre Él descendiera para tomar posesión más completa, si cabe, de su santa Humanidad, lo impulsó con gran vehemencia al desierto 41. San Mateo especifica el fin de esta repentina traslación: fué «para ser tentado por el diablo».
Estas palabras enuncian un misterio más profundo y más asombroso aún que el del bautismo de Nuestro Señor. El Hijo de Dios tentado, es decir, provocado a hacer mal; el Hijo de Dios en contacto inmediato con el príncipe de los demonios, ¡Qué contraste con su naturaleza y su dignidad! ¡Qué contraste también con las gloriosas manifestaciones poco ha realizadas en honra suya! Pero, merced a San Pablo y a los Santos Padres, la Teología católica ha conseguido derramar alguna luz sobre este incidente extraordinario. El Verbo divino, al hacerse hombre, había aceptado todas las condiciones, todas las miserias, todas las humillaciones de nuestra naturaleza caída. Por lo cual, dice el apóstol de los gentiles 42, fué «tentado como ellos». Y aun va más lejos San Pablo cuando no vacila en decir 43 que «fué necesario que Jesús fuese hecho en todo semejante a sus hermanos..., porque, por haber padecido y sido tentado, es poderoso para ayudar a los que son tentados». Hay, pues, también aquí, de parte del Salvador, una de aquellas voluntarias humillaciones que, con lenguaje nobilísimo, describe la Epístola a los Filipenses 44. Por lo demás, la tentación, por penosa que pueda ser, no causa de suyo ningún mal al alma que sabe resistirla; antes al contrario, pone de manifiesto el temple del alma, y de este modo acrecienta sus méritos. Con mayor razón aún no podía sufrir en tales circunstancias ni siquiera levísimo perjuicio la santidad del Salvador. Cierto que entre Él y nosotros había, según ya lo advirtió San Pablo 45 la enorme diferencia de que nosotros sucumbimos hartas veces a la tentación, mientras que Jesús permaneció siempre «sin pecado». Pero la escena que vamos a describir y otros episodios de la vida del divino Maestro demostrarán que, cuando menos, podía ser incitado al mal y tentado a faltar a su deber por ocultarse, digámoslo así, momentáneamente su divinidad y permitir que la naturaleza humana fuera sometida a duras pruebas. Tocante a este punto, la dolorosa escena de Getsemaní derrama clarísima luz sobre la tentación del desierto. Aunque era impecable pudo, pues, Jesús ser realmente tentado; pero con esta otra gran diferencia: que en nosotros, por obra del pecado original, hay una levadura de concupiscencia que acrece la potencia del mal, mientras que en Jesús, en quien todo era santo y perfecto, no podía la tentación provenir sino de fuera, de Satán o de sus agentes 46.
Primeros en sufrir la prueba de la tentación habían sido los ángeles, muchos de los cuales sucumbieron tristemente. La sufrió también Adán, y nosotros sabemos cuán funestos fueron los resultados para sí y para su posteridad. Tampoco le libró de ella el segundo Adán; ¡pero qué magnífica va a ser su victoria! Todo bien considerado, entrar en abierta liza contra el caudillo del imperio de las tinieblas y triunfar de él, ¿no era para el caudillo del reino de los cielos comienzo de su actividad redentora? Como dice el discípulo amado 47 para deshacer las obras del diablo «apareció el Hijo de Dios». Por lo que San Juan Crisóstomo 48, considerando el bautismo de Cristo como fuerte armadura de que se había revestido, dice a este divino héroe: «Vete, pues, porque si has tomado las armas no es para reposar, sino para combatir.»
En los tres Evangelios que exponen la tentación de Cristo 49 dase al lugar en que sucedió el nombre general de «desierto». Debía, pues, de formar parte del desierto de Judá, que más arriba hemos descrito. Desde las orillas del Jordan, Jesús, conducido por el Espíritu Santo, atravesó el espacio de unos ocho kilometros que media entre el río y Jericó; luego, encaminándose hacia el Oeste, se detuvo, según indica San Mateo con precisión, en la región más elevada del desierto, muy probablemente, conforme a una tradición que se remonta, por lo menos, a la época de las Cruzadas, en el lugar que hoy lleva el nombre de Djebel Kurûntel o Kurûntul, «monte de la Cuaresma», en memoria de los cuarenta días que en él pasó el Salvador. Es una región de tórrido aspecto, cubierta de peladas rocas y desgarrada toda ella por profundas torrenteras. Las laderas de la montaña están llenas de grutas naturales, que, durante muchos años, fueron habitadas por piadosos ermitaños, deseosos de honrar en aquel sitio mismo el misterio de la tentación del Salvador. Un dato que San Marcos nos ofrece, pinta al vivo la desolación de aquel lugar. Jesús, dice, «moraba con las fieras». Aun en nuestros días abundan por aquellos parajes, enteramente deshabitados, los chacales, las zorras, las hienas, las águilas, los buitres y otros animales rapaces.
Cuarenta días y cuarenta noches pasó Jesús en aquel tórrido desierto, sin tomar alimento alguno 50. Por espacio de este largo período, vivió casi únicamente del alma, sumido por entero en Dios, rogando por los que había venido a salvar, contemplando de antemano las diferentes fases de su próximo ministerio. Vivió como en éxtasis continuado, durante el cual las necesidades del cuerpo estaban milagrosamente en suspenso. Pero de repente, al reasumir la naturaleza imperiosamente sus derechos, se hizo sentir el aguijón del hambre.
Este momento, propicio para la tentación por estar entonces debilitado el ser humano, fué el que aprovechó Satán para tender a Jesús el primer lazo. El Evangelio nos muestra al príncipe de los demonios «acercándose» de manera insidiosa, muy probablemente debajo de forma humana. Los distintos nombres que aquí le dan los escritores sagrados son los mismos que de ordinario recibe en las otras partes de la Biblia: «Satán», palabra hebrea que significa «adversario»; «diablo» o calumniador, y «tentador». Cada uno de estos calificativos lo señala con merecido estigma y pone de relieve su rara maldad. Enemigo como es de Dios y de los hombres, envidioso de Dios y de los hombres, ¡qué triunfo no alcanzaría sobre Dios y sobre los hombres juntamente si lograse vencer al Salvador! En su triple asalto 51 contra el Cristo manifestará toda su astucia y toda su habilidad.
Contando con el hambre que padecía el Salvador, quiso asestarle por este lado el primer golpe. «Si eres el Hijo de Dios –le dijo– manda a esta piedra que se convierta en pan» 52. Al hablar de este modo señalaba Satanás con el dedo, o quizás la tenía en su mano, una de las incontables piedras que cubren la superficie del desierto de la Cuarentena. La expresión «Si eres el Hijo de Dios» que pone por dos veces como en vanguardia de sus pérfidas sugestiones, muestra que hasta cierto punto conocía la naturaleza y misión de Jesús 53. Poco antes, en el bautismo de Nuestro Señor, la voz divina había hablado con suficiente claridad para instruirle, si es que él o uno de los suyos la escucharon. En todo caso, querría tener una certeza mayor. Aquellas palabras insidiosas «Si tú eres...» están escogidas de intento para excitar en lo más vivo el amor propio de Aquel a quien iba a tentar y obtener más fácilmente de Él el prodigio solicitado.
Se proponía con esta primera tentación apremiar a Jesús a que utilizase en interés personal, sin necesidad perentoria, el don de hacer milagros, que sin duda le habría sido concedido si verdaderamente era el Mesías. ¿Por qué el Hijo de Dios había de sufrir hambre como un simple mortal en aquel inhabitado desierto cuando tan fácil le era procurarse, sin más que una palabra, un alimento nutritivo? Hábil era la sugestión. Si Jesús le hubiese dado oídos «habría subordinado, por lo menos momentáneamente, su naturaleza divina a las necesidades de su humanidad, colocando lo humano por encima de lo divino, transformando lo divino en medio para lo humano; habría, por consiguiente, invertido el orden dispuesto por Dios 54. Así es que rechazó enérgicamente esta primera acometida. Desdeñando responder a la insinuación contenida en las palabras «Si eres Hijo de Dios», se contentó con replicar: «Escrito está: no sólo de pan vive el hombre, mas de toda palabra que sale de la boca de Dios.» Por tres veces echará mano, para triunfar de los asaltos del demonio, de la acerada e invencible espada de los textos bíblicos 55. Esta primera cita está tomada del Deuteronomio 56 y alude al gran milagro del mana.
Después de la salida de Egipto iban a estar expuestos al hambre les hebreos durante sus peregrinaciones por el inmenso desierto de Farán. Pero, como el Señor acababa de elegirlos por su nación predilecta, no los desamparó. Con una palabra de su boca creadora y omnipotente les dió en abundancia un alimento maravilloso, que sostuvo sus fuerzas por espacio de cuarenta años 57. ¿Por qué, pues, Jesús, que se hallaba en circunstancias semejantes a las de los israelitas, había de obrar un milagro egoísta contrario al orden de la Providencia, dado que Dios conocía las necesidades y no dejaría ciertamente de remediarlas en sazón oportuna? 58
Antes que desconcertado por esta primera derrota, siéntese el tentador estimulado a nueva embestida, diversa en lo exterior de la precedente, y que consiste en proponer a Jesús un abuso aún más profano de su poder de hacer milagros «Le transportó –dice el texto evangélico– a la Ciudad Santa y le puso en el pináculo del Templo.» Ya hemos dicho que nos parece más conforme con la mente de los evangelistas y con la verdad de los hechos tomar esta descripción a la letra, siguiendo a la mayoría de los intérpretes católicos, y creer que el Salvador toleró a Satanás que le llevase por los aires hasta Jerusalén 59. De igual manera permitirá, llegado el tiempo de su pasión, que el traidor Judas le entregue con un beso a sus enemigos, los criados del Sanedrín, que le golpeen y le escupan en el rostro y que los legionarios de Pilato le azoten y crucifiquen. Todas estas humillaciones eran parte del plan divino, al que Él se conformó generosamente.
No es posible señalar con certeza el sitio preciso que San Mateo y San Lucas llaman «el pináculo 60 del Templo», y sobre el cual Satanás puso a Jesús. De la locución que emplean 61 dedúcese que no se trata aquí del santuario propiamente dicho, sino del templo en un sentido amplio, de todo el conjunto de las construcciones que lo componían. Se ha pensado especialmente en el pórtico de Salomón y en el pórtico real, que se erguían, el primero, en la parte oriental, y el segundo, en la meridional del edificio sagrado. Del pórtico real escribía Josefo 62 que quien desde lo alto mirase hacia abajo contemplaba un abismo tan profundo que causaba vértigo 63.
Tomando de nuevo la palabra, dijo el demonio a Jesús: «Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque escrito está: Mandó a sus ángeles cerca de ti, y te tomarán en sus manos, porque no tropieces en piedra con tu pie.» La táctica diabólica, con ser siempre la misma en el fondo, intenta ahora perfeccionarse. El tentador que, a costa suya, acaba de comprobar la fuerza de una cita bíblica traída oportunamente, se atreve, a su vez, a alegar también una para justificar su odiosa proposición. Tómala del salterio 64, y cierto que ella expresa con gracia encantadora los cuidados, que bien podemos llamar maternales, de que Dios rodea a los justos, sus fieles amigos. Por orden suya les tomarán delicadamente los ángeles en sus manos y les apartarán del peligro. Con mayor razón ha de proteger a su Cristo. No dude, pues, Jesús en lanzarse al abismo. Lejos de hacerse daño alguno, con este inaudito prodigio asombrará a los judíos que a todas horas andan por los patios del templo, y al punto será aclamado como el esperado libertador, como Mesías directamente descendido del cielo.
No; respondió inmediatamente el Salvador, no, porque también está escrito: «No tentarás al Señor tu Dios.» Verdad es que el Salvador ha dado solemne palabra de que socorrerá a los justos cuando se hallaren en peligro; pero no ha prometido venir en su ayuda cuando sin razón suficiente se expongan ellos mismos al peligro por temeraria presunción, según que Satanás se lo proponía a Jesús. Proceder de este modo sería tentar a Dios, ponerle arrogantemente a prueba, exigir que por nuestro capricho renuncie a los sabios designios de su Providencia, que, por decirlo de una vez, obre milagros estupendos para remediar los daños de incalificables locuras. También esta segunda respuesta está tomada del Deuteronomio 65. Había usado Moisés este lenguaje para reprochar a los hebreos las injuriosas murmuraciones con que habían «tentado al Señor su Dios», cuando, padeciendo sed en el desierto, exigían imperiosamente que hiciese un milagro 66. Mas no sucederá así con Cristo, que se guardará muy bien de hacer el acto criminal que el demonio le propone. A la primera sugestión satánica responde afirmando su perfecta confianza en Dios, que no le dejará morir de hambre; rechaza la segunda declarando que no se expondrá neciamente al peligro por una presunción gravemente culpable. Cuando llegue su hora arrostrará la muerte sin temor ni vacilación; mas entretanto, sólo ganando los corazones y convenciendo las inteligencias manifestará su misión celestial.
Entonces, continúa el relato evangélico 67, «el diablo trasladó a Jesús a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos». Se ha intentado, aunque en vano, determinar cuál fué la montaña desde cuya cumbre mostró Satanás al Salvador tantas maravillas. Se declaran algunos por el Tabor o por el Nebo; pero no es tanta su elevación que pueda justificar aquella expresión «un monte muy alto» de la descripción de San Mateo. Por lo demás, cualquiera que fuese esta montaña, no era posible contemplar realmente desde su cima «todos los reinos del mundo», aunque se restrinja considerablemente la significación de estas últimas palabras. Es, pues, probable que Satanás, por arte de magia, por una especie de fantasmagoría y de espejismo, hiciese pasar ante los ojos e imaginación de Nuestro Señor en grandioso y admirable panorama las bellezas de la naturaleza y del arte, las ciudades con sus palacios, los ejércitos y las turbas, las riquezas materiales; en una palabra, todo lo que constituye la gloria exterior de toda la tierra. El texto de San Lucas favorece a esta opinión, pues dice que la maravillosa visión no duró más que un instante 68.
Creyendo Satanás haber deslumbrado a Cristo con este espectáculo grandioso, «te daré –le dijo– todo este poder, y la gloria de estos reinos, porque a mi me han entregado, y a quien quiero los doy. Por tanto, si postrado me adorares, tuyos serán todos». Como ya observó San Jerónimo 69, el demonio usa aquí un lenguaje atrevido y soberbio, pero falso en gran parte, pues ni posee tal autoridad sobre todo el mundo ni puede conferir los reinos en feudo a quien bien le plazca. Mas tampoco es enteramente mentirosa su aseveración, dado que el mismo Dios le tolera el ejercicio de cierto poder en los negocios de los hombres, y que éstos se entregan con mucha frecuencia a su funesta dirección. En este sentido el mismo Jesús le llama algunas veces «príncipe de este mundo» 70, y San Pablo llega hasta darle el nombre de «Dios de este siglo» 71. Hay, pues, una mezcla de impostura y de verdad en la imprudente propuesta que aquí hace a Jesús. ¡Con qué arte encarece el valor de los bienes cuyo pleno e inmediato goce ofrece al Salvador! Pero esta oferta dista mucho de ser gratuita. El tentador exige, para conseguir su favor, una condición monstruosa y verdaderamente diabólica: que Jesús se postre a sus pies y manifieste así, a la usanza oriental, su absoluta sumisión al soberano de cuyas manos recibirá entonces sus poderes.
Por esta vez Satán se ha quitado la máscara. ¡Adórame!, tal es, en toda desnudez, la horrible propuesta que se atreve a hacer al Cristo. En las almas ordinarias la vista de los bienes terrenos excita al punto el deseo de poseerlos y de gozarlos. Confiaba el demonio hacer germinar semejante codicia en el corazón de Jesús, tanto más fácilmente cuanto el Mesías –no lo ignoraba él– estaba predestinado a ejercer una realeza universal. Grosero era su error. De ello hubo de percatarse cuando oyó de labios del Salvador esta orden, pronunciada con desdeñosa energía: «Vete de aquí, Satanás» 72, con que le expulsaba vergonzosamente. Pero aún completó el Salvador su pensamiento con una nueva cita de los Libros Sagrados 73: «Está escrito: adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás.» Este texto, tornado igualmente del Deuteronomio 74, expresa la ley fundamental de la verdadera religión. Adorar a Dios y servirlo; he aquí el primero y más grande de todos los mandamientos, y el que resume todos los demás 75. Al citarlo Jesús, hacía como un juramento de fidelidad a su Padre celestial, único Dios vivo, fuera del cual nadie tenía derecho a sus homenajes.
Ningún argumento mejor para imponer silencio a su adversario. Y así, el demonio, vencido en todos sus intentos, vióse constreñido a huir vergonzosamente.
Había «consumado toda la tentación», escribe San Lucas en términos muy expresivos 76. En efecto, como observan los moralistas, las tres tentaciones con que el espíritu infernal había intentado inducir a Jesús al mal son como el germen y compendio de todas las otras 77. El mismo San Lucas, después de haber mencionado la retirada del tentador, añade que su alejamiento sólo duró «por algún tiempo». Satanás, pues, no renunciaba definitivamente a la lucha. Sino que para volver a la carga aguardaría coyuntura más favorable, que confiaba hallar algún día. Con todo, no parece que volviese a contender personalmente con el Salvador. Hízolo, cuando menos, indirectamente, tentándole por sus emisarios: los escribas y los fariseos, los saduceos, las turbas con su falso ideal mesiánico y el traidor Judas 78. San Pedro mismo se convirtió un día en tentador de su Maestro 79. Pero sobre todo se renovará la prueba de la tentación en los postreros días de la vida de Jesús. «Viene el príncipe de este mundo» 80, dirá a los apóstoles en el discurso de despedida, aludiendo a Getsemaní y al Calvario. Satán lo tentó en el desierto con la satisfacción de los sentidos y el atractivo de la gloria; después lo tentará con el miedo a los tormentos y a la muerte.
Cuando por primera vez fué asaltado por el demonio, expresó el Salvador su entera confianza en Dios, que con sólo una palabra puede procurar a quienes lo aman los alimentos necesarios para sostener su vida. El final de este episodio demuestra que no había esperado en balde aquel poderoso auxilio, pues no bien Satanás hubo desaparecido, «he aquí que se acercaron los ángeles y servían» a Jesús. Sin dificultad se entiende que estos solícitos servicios consistieron en llevarle milagrosamente el alimento de que tanto había menester 81.
Tales fueron las principales circunstancias de la tentación de Nuestro Señor Jesucristo. Esta escena misteriosa fué, según que gustaban de repetir nuestros antiguos doctores, la contrapartida de aquella otra que, cuatro mil años antes, tuvo lugar debajo de los árboles del Paraíso terrestre. La victoria del que justamente ha sido llamado el segundo Adán, cabeza de la humanidad rescatada, compensa del vergonzoso y fácil vencimiento del primero. Pero notemos bien, si no queremos quitar a este episodio su verdadero carácter y amenguar su significación, que la prueba soportada por Jesús en el desierto no consistió solamente en una triple tentación de gula, de vanagloria y de ambición. Fué mucho más grave y decisiva. Todos los comentadores de los Evangelios están hoy conformes en reconocerlo: Jesús fué tentado no a título de hombre ordinario, sino de Mesías, a la hora misma en que como tal iba a presentarse ante sus compatriotas. Las imágenes que el demonio hizo brillar a sus ojos fueron elegidas con grandísima habilidad para seducirlo, si ello hubiera sido posible. Debemos repetir una vez más, pues es punto muy principal de la presente historia, que la mayoría de los judíos de entonces habían desfigurado torpemente el santo y celestial retrato que los profetas habían trazado del Mesías, hasta hacerlo completamente terreno y desconocido. El libertador que ellos esperaban había de aparecer de un modo teatral, multiplicar los milagros sin más fin que halagar su vanidad personal o la de su pueblo y manifestarse como rey poderoso, cuyo imperio universal apenas bastaría para satisfacer su ambición. Este programa de falso mesianismo judío es el que el demonio, en sus tres consecutivos asaltos, proponía a Jesús que realizase. Quería hacer de Él, como alguien ha dicho, un Mesías «por la gracia de Satán». Por tres veces rechazó, condenó el Salvador este programa, asentando a la vez tres grandes principios 1.° Aun como Mesías no se creía a cubierto de las necesidades y pruebas a que están sometidos los demás hombres, ni hará milagro alguno para eximirse de ellas. 2.° Para convencer a los judíos de sus derechos mesiánicos no echará mano tampoco de prodigios inútiles, ni hará «señales» deslumbradoras que no tengan un fin moral 3.º El reino que va a fundar nada tendrá de político ni terreno, sino que sera espiritual y religioso. En una palabra, Jesús no se aviene a ejercer el oficio de Mesías sino en consonancia con la voluntad de Dios.
Verdad es que ello le costará la vida, pues rehusando allanarse al papel que le sugería Satanás, chocará con los prejuicios de su nación y levantará poco a poco, contra sí violentas oleadas de odio. Cada vez, pues, que ha repelido un asalto de Satanás, ha subido una nueva grada del altar sobre el que había de ser inmolado. Pero al fin de su gloriosa carrera podrá decir con noble altivez que el príncipe de este mundo, el jefe de los demonios, no tenía el menor derecho sobre El 82.

III– Nuevos testimonios de Juan Bautista en favor del Cristo 83

Por los sinópticos sabemos cuán fielmente había cumplido Juan su oficio de heraldo del Mesías, aun antes de conocerlo y bautizarlo. El cuarto Evangelio, completando los tres primeros, nos ofrecerá, a su vez, uno tras otro, nuevos testimonios, más directos y personales, que el Precursor dió de Jesús unas seis semanas después de su bautismo. El evangelista va a mostrarnos en resumen cuatro jornadas sucesivas de la vida del Salvador 84.
Fiase comparado al Bautista con un guardián que estuviese ante el pórtico del reino de los cielos, o a la entrada de un grandioso santuario, para abrir la puerta a cuantos se aproximasen con las debidas disposiciones. Pero no venían a él como humildes penitentes aquellos en cuya presencia va a dar el primer testimonio que hemos de explicar aquí. Eran –y ello dará más fuerza a la atestación del Precursor– personajes oficiales enviados por el Sanedrín de Jerusalén para efectuar una seria investigación respecto de él. Su fama, cada vez más en aumento, que atraía a orillas del Jordán meridional numeroso tropel de gentes, que venían no sólo de toda la Palestina, sino también de la capital judía 85, y la efervescencia que había ocasionado su predicación, no podían menos de inquietar a la Asamblea suprema, que creyó preciso informarse por sí misma. No se excedía con ello el Sanedrín de sus derechos, pues una de sus atribuciones más importantes concernía a los asuntos religiosos del judaísmo. Los escritos rabínicos de aquel tiempo dicen expresamente 86 que el juicio acerca de los profetas era de su incumbencia especialisima. Ahora bien; las profecías de Juan se referían a un artículo de fe: el advenimiento del Mesías, que excitaba por entonces en toda la nación vivísimo interés. Demás de esto, crecía de continuo el rumor de que el mismo hijo de Zacarías era el libertador esperado. ¿Qué había en ello de verdad? ¿Qué significaba aquel bautismo que administraba sin previa licencia? En sí, legítimo era que las autoridades interviniesen para esclarecer estas inquietantes preguntas, por lo cual no es necesario ver en la diligencia de los sanedritas abierta hostilidad, aunque muchos miembros del Consejo supremo hubiesen, tal vez, votado por la investigación acordándose de las severas palabras que ante el pueblo había pronunciado el Bautista contra los fariseos y los saduceos 87.
Sería interesante penetrar en el alma de Juan Bautista y admirar los sentimientos de que estaba llena desde que había entrado en inmediato contacto con el Cristo. Su fe, su celo, su deseo de servirle con mayor fervor que nunca, su amor generoso, se habían avivado singularmente, en tanto que crecían su profunda humildad y entera abnegación. En esta disposición de ánimo lo hallaron los delegados del Sanedrín. Habían sido éstos elegidos de entre la categoría de los sacerdotes y levitas: elección muy natural, ya que los puntos que habían de examinarse eran de índole teológica y caían, por consiguiente, debajo de la jurisdicción sacerdotal. ¿No había dicho Dios en otro tiempo, por el profeta Malaquías 88, que «los labios del sacerdote guardarán la sabiduría, y la ley buscarán de su boca, porque él es el ángel del Señor»? En el caso presente el oficio principal correspondía, pues, a los sacerdotes; los levitas les acompañaban como guardia de honor.
Van a someter a Juan, hablándole en tono de autoridad, a un interrogatorio en toda regla. Como quiera que el Precursor no sentirá embarazo alguno para responder, el diálogo será vivo, rápido: «¿Quién eres tú?», le preguntan primeramente. En el pensamiento de los delegados esta pregunta significaba claramente: ¿Eres tú el Mesías? Así la entendió Juan, que al punto respondió con enérgica concisión: «Yo no soy el Mesías» 89. Subraya el evangelista la firmeza, lealtad y sinceridad de esta respuesta, introduciéndola con una fórmula solemne, que es primero positiva, negativa después y de nuevo positiva: «Y confesó; y no negó; y confesó...» ¿El, el Mesías? Rechaza sin demora lejos de sí esta hipótesis como blasfemia intolerable.
« ¡Pues qué! –replicaron los delegados–, ¿eres Elías?» No ha de causar extrañeza esta segunda pregunta. Según un oráculo de Malaquías 90, el profeta Elías, que misteriosamente fué arrebatado en un carro de fuego y reservado por el Señor para un oficio venidero, debe reaparecer nuevamente en la tierra, a fin de preparar el advenimiento del Mesías. El libro del Eclesiástico 91 indica también esta noble función de Elías y clama por su aparición. Igual creencia existía entre los judíos en tiempo del Salvador, como se ve por varios pasajes de los Evangelios 92 y de los escritos rabínicos 93. El mismo Jesús la enseñó, pero haciendo una distinción importante: el profeta Elías preparará el segundo advenimiento del Mesías; pero a Juan estaba reservado el preparar el primero 94. Por esto, cuando el Arcángel San Gabriel predijo a Zacarías el nacimiento de este hijo privilegiado, le anunció que estaría dotado del espíritu y del poder de Elías 95. No teniendo el Precursor por qué descender a estas distinciones teológicas, a la pregunta: «¿Eres tú Elías?», se contenta con responder: «No soy.» No era, en realidad, como dijo San Gregorio, más que un Elías místico y figurativo.
«¿Eres tú el profeta?», volvieron a preguntarle los delegados. El empleo del artículo en el texto griego 96 indica que al hacerle esta tercera pregunta se referían a un personaje determinado, ya conocido, al menos de un modo general, y que en otras dos ocasiones será mencionado en el cuarto Evangelio 97. Según opinión casi unánime de los intérpretes, este profeta no era otro que aquel cuya venida lejana había presagiado Moisés, divinamente inspirada 98. Pero mientras unos judíos le distinguían del Mesías, como lo hacen en este lugar los representantes del Sanedrín 99, y le consideraban como uno de sus precursores, otros 100, y con ellos los primeros cristianos 101, lo identificaban con el Cristo. Esta segunda interpretación es la verdadera. Un simple y rotundo «No» fué la respuesta de Juan 102.
Porfiaron otra vez los delegados, aunque no sin indicar el motivo de su insistencia: «Pues ¿quién eres, para que podamos llevar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?» Aunque habían estrechado al Bautista con sus preguntas, no habían obtenido de su interrogatorio más que un resultado negativo, y no querían alejarse sin obtener siquiera algunos datos positivos que pudiesen insertar en su informe o relación. Y tampoco esta vez se hizo esperar la respuesta. Consistió en el vaticinio de Isaías, que los sinópticos han citado ya con ocasión de la primera aparición de Juan Bautista en la escena histórica 103, y que éste se aplica ahora a sí mismo: «Yo soy la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor.» No quiere ser más que como una voz, una cosa impersonal y sin nombre. A pesar de lo cual los Evangelios nos han revelado su poder, su elocuencia y éxitos maravillosos. Pero Juan no piensa sino en humillarse ante el Cristo.
En este punto interrumpe el evangelista momentáneamente su narración para advertirnos que los miembros de la diputación pertenecían a la secta de los fariseos 104. Ardientes celadores de la fe y de la pureza del culto, hicieron a Juan Bautista una postrera pregunta. Fundándose en su propia confesión, le dijeron: «Pues si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta, ¿por qué bautizas?» Se concedería de buen grado al Mesías y a los grandes personajes que debían preparar su venida el derecho de innovar en materia religiosa y de instituir un nuevo rito; pero si Juan no es nada, ¿a título de qué bautiza? Esta vez se contentó con dar una respuesta indirecta, pero ¡qué clara y qué bien justifica toda su conducta! En ella reprodujo, con algunas variantes, el primero de los testimonios que antes había dado en favor de Cristo redentor 105. «Yo –dijo con humildad– bautizo en el agua; mas en medio de vosotros está alguien a quien vosotros no conocéis; Él es el que viene 106 después de mí, y a quien no soy digno de desatar la correa del calzado.» Estas pocas palabras contienen en cierto modo las cartas credenciales de Juan Bautista. Se quería saber en virtud de qué privilegio bautizaba. Responde ante todo que su bautismo no es más que un rito exterior –«Yo bautizo en el agua»–, por contraste con el bautismo «en el Espíritu Santo y en fuego», que ha de conferir el Mesías. Añade que está cumpliendo respecto al Cristo una función muy humilde, pero que le pone en relación personal con El; si bautiza, lo hace en concepto de precursor del Mesías. Por último, conoce ya al Cristo, que Dios se ha dignado manifestarle, mientras que ellos 107 no lo conocen aún, a pesar de que vive en medio y muy cerca de ellos.
En este último rasgo, en el que está el punto principal, consiste la novedad de este segundo testimonio del Precursor. El Mesías está «en medio de vosotros»: ¡qué revelación tan sorprendente! Así es que el evangelista, al acabar su narración, se creyó obligado a darnos el nombre de la localidad donde tuvo lugar el incidente: «Esto pasó en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando.» Las palabras «al otro lado del Jordán», que designan la provincia de Perea, se encaminan a distinguir entre esta población y la aldea del mismo nombre –situada en las cercanías de Jerusalén–, donde Lázaro, Marta y María 108, los íntimos amigos de Nuestro Señor, tenían su residencia. Pero ¿dónde estaba esta segunda Betania? Los palestinólogos y comentadores han propuesto varias hipótesis, pero ninguna de ellas del todo satisfactoria. Según la más reciente y la mejor de todas 109, «Betania debía hallarse a unos tres kilómetros al Norte del actual puente del Jordán, a la orilla izquierda del río, al Norte del wadi Nimrîn, en Kirbet Tell-el-Medech. Un poco más abajo del puente se halla el vado de El-Ghoranyéh, el más frecuentado de todo el curso meridional del Jordán, y hacia el que convergen tres antiguos caminos, los más importantes de Judea, que vienen de Betel, de Jerusalén y de Belén. Mientras la ribera oriental del Jordán, en toda la región del Sur, no conserva huella alguna de ciudades antiguas que estuviesen situadas cerca del río, en Tell-el-Medech se ven ruinas considerables de una antigua población, dominadas por los restos de una torre que debió de ser puesto de soldados romanos» 110. Este lugar ofrece para nosotros particular interés, pues caso de• ser auténtico indicaría el sitio en que quizás fué bautizado Jesús.
¿Qué impresión experimentaron los delegados del Sanedrín al escuchar las memorables palabras de Juan Bautista? ¿Le pidieron algunas otras explicaciones antes de dejarlo? El silencio del evangelista parece indicio desfavorable. Por lo demás, su intento era simplemente exponer el testimonio de Juan Bautista; según costumbre suya, cierra el incidente sin entrar en más pormenores, y pasa a referir otro episodio mucho más notable aún.
Triple era la misión que el Precursor tenía que cumplir: anunciar el próximo advenimiento del Mesías, preparar al pueblo judío para este advenimiento y señalar como con el dedo al Cristo en la persona de Jesús. En esta última función, la más importante de todas, nos lo va a mostrar el autor del cuarto Evangelio, citando su tercer testimonio 111, aún más claro y categórico que los dos precedentes.
Como en otro tiempo en torno de Samuel, Elías y Eliseo 112, pronto varios discípulos fervientes, jóvenes los más, se agruparon en torno del nuevo profeta. Juan los había escogido entre sus mejores catecúmenos. Bajo su dirección, e imitando hasta cierto punto la austeridad de su vida 113, se preparaban a recibir dignamente al Mesías y sus gracias. Su maestro les había enseñado una especial fórmula de oración 114, y cerca de él se santificaban.
Al día siguiente de la visita oficial de la delegación del Sanedrín, estando Juan rodeado de varios de ellos, vió 115 a Jesús, que entonces volvía del desierto después de su tentación y pasaba a cierta distancia. ¿Venía el Cristo a aquellos parajes para tener una nueva entrevista con su Precursor? Poco verosímil parece tal conjetura, y en todo caso, nada hay en el texto sagrado que la favorezca. Por lo menos, iba Jesús a ofrecer a Juan ocasión para que diese de Él un tercer testimonio, y no la malogró el hijo de Zacarías. Sobrecogido de viva emoción e indicando con el dedo al Salvador –en este ademán y radiante de santa alegría lo representó Rafael en una de sus obras maestras–, pronunció estas palabras, que penetraron muy hondo en la memoria de sus discípulos 116:

He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: En pos de mí viene un varón, el cual fué antepuesto a mí, porque primero que yo era. Y yo no le conocía; mas para que fuese manifestado en Israel, por eso vine yo bautizando en agua. Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma y se posaba sobre El. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua, me dijo: Sobre quien vieres al Espíritu descender y posarse sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y di testimonio de que éste es el Hijo de Dios.

« ¡El cordero de Dios, que quita el pecado del mundo! » Admirable es este lenguaje figurado, suavísimo, y al mismo tiempo lleno de energía. El humilde cordero de los campos ocupaba lugar considerable en el culto israelita, especialmente en el sacrificio llamado perpetuo, que, en nombre de todo el pueblo, se ofrecía solemnemente todos los días por la mañana y por la tarde. Pero no es a esta inmolación, sin cesar renovada desde los tiempos de Moisés, a lo que aquí alude el Precursor. También al cordero pascual correspondía un lugar importante en la historia religiosa de Israel, pues, cuando por primera vez fué inmolado en el país de Gessen, había salvado de la muerte a los primogénitos de los hebreos 117, y no hay en el Antiguo Testamento ciertamente símbolo alguno más conmovedor del Mesías en cuanto víctima por nosotros. De aquí que San Pablo y San Juan evangelista 118 vean en este cordero un tipo del Cristo. Con todo, cuando Bautista aplicaba a Jesús este nombre místico, se refería especialmente, según sentencia unánime, a uno de los más hermosos y más célebres vaticinios mesiánicos de Isaías. En su capítulo LIII, donde por anticipado describe la pasión del «servidor de Jehová», es decir, del Cristo, más en son de evangelista que de profeta 119, el más ilustre de los videntes de Israel compara al Mesías paciente con el cordero «que es llevado al matadero» y ni aun abre su boca para quejarse 120. No cabe dudar que el Precursor aplicó a Jesús, nuestra dulce y divina víctima, este vaticinio, por especial inspiración del Espíritu Santo. «Viendo a Jesús como Cordero de Dios, San Juan lo veía ya bañado en su sangre» 121, y, por lo mismo, como a quien lleva sobre sí y quita 122 y expía los pecados 123 del mundo entero. No es, pues, maravilla que los primeros cristianos celebrasen al Salvador Jesús con este título en sus cánticos 124, ni que San Pedro le llamase «el Cordero sin defecto y sin mancha» 125, ni que el discípulo amado le diese hasta veintinueve veces este nombre en su Apocalipsis 126, sin hablar de otros pasajes del mismo libro donde nos le muestra gloriosamente inmolado por nuestra salvación.
Después de haber encarecido con esta admirable metáfora la grandeza de la obra del Mesías, torna Juan a su persona y a su dignidad. Lo que antes había dicho del Cristo en términos generales, repítelo ahora para aplicárselo directamente a Jesús: «Este es de quien yo dije: En pos de mí viene un varón que fué antepuesto a mí, porque antes que yo era.» Luego expone a sus oyentes por qué medio, tanto más cierto cuanto era sobrenatural, ha sabido que el hijo de María era el Mesías. Esta manifestación celestial, que los sinópticos han referido más circunstanciadamente, comunica al testimonio de Juan una fuerza invencible. ¡Qué acento de fe y de triunfo en esta última afirmación: «Y yo vi, y di testimonio de que éste es el Hijo de Dios!» 127. Hubiera podido añadir el Precursor que había oído también la voz del Padre, que proclamaba a Jesús su Hijo amadísimo; por lo menos, el eco de esta proclamación gloriosa resuena en la profesión de fe que acabamos de leer.
Hase preguntado en qué sentido emplea aquí San Juan Bautista el título de Hijo de Dios. No hay duda que en su significación más estricta y literal. Conviene recordar que es el autor del cuarto Evangelio quien nos ha conservado este testimonio de Juan Bautista. Ahora bien; el discípulo amado, en el sublime prólogo de su Evangelio, unos versos tan sólo antes de contar el episodio de las orillas del Jordán, insiste sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y su gloria «como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». Los vocablos «Hijo de Dios» no pueden tener significación diversa en el intervalo de menos de una página. Demás de que la expresión «fué antepuesto a mí, porque antes que yo era», aquí lo mismo que en el prólogo 128, no puede significar otra cosa que la preexistencia eterna del Mesías, es decir, su divinidad, que se le había manifestado al Precursor por una revelación especial. Júzguese por esto de la extensión y fuerza de su último testimonio.

IV– Reúne Jesús en torno suyo varios discípulos y hace su primer milagro

¡Deliciosa espontaneidad y frescura la de estas narraciones! Adivinase, al leerlas, que el narrador fué testigo ocular de lo que nos refiere 129. Aunque cercano a los últimos linderos de la vida humana cuando puso por escrito estas escenas primorosas, hasta las menores circunstancias tenía presentes en su corazón y en su memoria, y las expone con sentimientos de amor y de gratitud, cuyo calor se siente correr por entre estas líneas. Su delicada narración nos permitirá asistir a los comienzos mismos de la Iglesia de Cristo.
Al día siguiente de haber pronunciado la significativa expresión «He aquí el Cordero de Dios», hallábase el Precursor acompañado de dos de sus discípulos, cuando, de improviso, silenciosa y majestuosamente, pasó de nuevo Jesús a cierta distancia. Dirigiendo hacia Él su penetrante mirada 130, exclamó Juan, lo mismo que la víspera, pero esta vez sin comentario alguno: « ¡He aquí el Cordero de Dios!» Esta simple exclamación produjo al momento un efecto maravilloso. Los dos discípulos entendieron que, puesto que su maestro con tanta insistencia llamaba su atención sobre el divino Cordero, los invitaba a unirse con Él de allí en adelante. Ahora más que nunca era la divisa práctica de aquella alma profundamente humilde y desinteresada: «Es necesario que Él crezca y que yo mengüe» 131.
Arrastrados como por un ímpetu irresistible, los dos jóvenes comenzaron a seguir tímidamente a Jesús a cierta distancia, sin atreverse a dirigirle la palabra. Mas el Salvador, oyendo pasos tras de sí, se volvió a los que le seguían, los miró con atención 132, y, como para animarlos, les preguntó amorosamente: «¿A quién buscáis?» Respondieron ellos: «Maestro –el evangelista ha conservado aquí el título tal como se lo dieron en su lengua: Rabbi–, ¿dónde moras?» De esta manera indirecta expresaban su ardiente deseo de conversar con El. «Venid y ved» 133, se contentó con responderles, pues no quería hacerles fuerza. Si le han de seguir, menester es que lo hagan espontáneamente, con entera libertad. Le acompañaron, pues, hasta el sitio, no muy alejado sin duda, en que temporalmente moraba hasta volver a Galilea. «Era –observa el narrador– al pie de la hora décima» cuando se unieron con Jesús; lo que equivale a decir que el caso sucedió hacia las cuatro de la tarde, según nuestro modo de contar 134. El discípulo amado ha puesto en esta breve nota todo un mundo de recuerdos: ¿por ventura no era aquella la hora más decisiva de toda su vida? «Fueron y vieron» –continúa–, aceptando la cariñosa invitación de Jesús, y con Él permanecieron todo lo restante del día. En el largo coloquio que tuvieron con Jesús comenzó para estos dos privilegiados la «visión» magnífica de que habla San Juan en el prólogo de su Evangelio: «Nosotros hemos contemplado su gloria...» ¡Cuán dulce nos sería conocer por menudo lo que en aquella entrevista se dijeron! Por lo menos, fácil nos es adivinar la sustancia, ya que sabemos el resultado: les demostró Jesús que Él era el Mesías.
Uno de estos discípulos del Precursor era Andrés, el futuro Apóstol. El otro, cuyo nombre calla el Evangelio, era, sin duda alguna, el evangelista mismo, que acostumbra a ocultarse modestamente bajo el velo del anónimo. Muchos antiguos autores admitieron ya esta identificación 135, cuya legitimidad es hoy casi universalmente reconocida. Andrés y Juan tenían sendos hermanos, a quienes, luego que volvieron, desearon hacer particioneros de su dicha. Andrés, más venturoso en su solicitud, fué el primero 136 en dar con el suyo, con Simón. No bien lo hubo divisado, lanzó este grito de alegría: «Hemos hallado al Mesías, » Mas para que el júbilo de Andrés fuese completo, era preciso que su hermano se hiciese también discípulo del Cristo. Llevólo, pues, de contado a Jesús, el cual, hincando en él sus ojos con una de aquellas sus miradas con que leía hasta en lo más hondo de las almas 137, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Juan 138; tú serás llamado Pedro.» En el dialecto arameo, que era en el que Jesús hablaba, el nombre de Pedro se dice Kepha, que en varios pasajes del Nuevo Testamento 139 se halla reproducido en la forma griega «Kephas». Al imponérselo a Simón, hacía Jesús un juego de palabras, según uso oriental, para significar que el hermano de Andrés sería, andando el tiempo, cimiento inquebrantable sobre el cual se levantaría la Iglesia del Mesías. Pero es de notar que aquí no se trata aún más que de una promesa: «Serás llamado Kefas.» Este glorioso sobrenombre no pertenecerá definitivamente a Pedro sino el día en que, por virtud de una revelación especial, haga pública confesión de que Jesús era juntamente el Cristo y el Hijo de Dios vivo. Todo induce a creer que Juan, el otro discípulo del Precursor, también halló pronto a su hermano Santiago y lo condujo a Jesús, que le dispensó asimismo benévola acogida.
Al día siguiente –el cuarto desde aquel en que se presentaron ante el Precursor los delegados del Sanedrín–, Jesús, acompañado de sus cuatro discípulos, se puso en camino para volver a Galilea. Casi al punto encontró a Felipe, quien, como Pedro y Andrés, era natural de Betsaida, aldea situada en la ribera occidental del lago de Genesaret. «Sígueme», le dijo. Probable es que también fuese discípulo de Juan Bautista y que hubiese oído a sus dos paisanos el relato de su entrevista con el Salvador; ello es que, sin vacilar, obedeció al llamamiento del Mesías. Los otros cuatro jóvenes se habían presentado espontáneamente a Jesús; esta vez es Él quien da el primer paso.
Poco después, encontrando Felipe a su amigo Natanael, que era de Caná de Galilea 140, dícele con profunda emoción: «Aquel de quien escribió Moisés en la Ley y a quien han anunciado los profetas lo hemos hallado: es Jesús, hijo de José, de Nazaret.» Ya no son estas palabras la sencilla exclamación de Andrés: «Hemos hallado al Mesías»; son casi una breve demostración de la mesianidad de Jesús por los oráculos del Antiguo Testamento 141 Cierto es que el amigo de Andrés y de Simón incurría en gravísimo error al considerar a Jesús como hijo de José; pero esa era la opinión popular, y él, por entonces, no podía conocer el verdadero origen de Jesús. «¿De Nazaret puede salir cosa buena?», respondió desdeñosamente Natanael, que parece no sentía grande estima por la humilde ciudad, oculta entre las montañas y privada entonces de toda gloria. ¿Tenía algún motivo particular para despreciarla de este modo? Lo ignoramos; pero hay dos episodios de la vida pública de Nuestro Señor 142 que nos mostrarán a sus habitantes en un aspecto bien poco favorable. «Ven y ve», respondió Felipe, empleando, sin saberlo, una locución semejante a la que había servido al Salvador para animar a Andrés y al discípulo amado a seguirle. Su propia experiencia le había enseñado que bastaba pasar unos instante cerca del hijo de María para quedar convencido de su divina misión.
Cuando el Salvador vió a los dos amigos que se le acercaban, dijo en alta voz, refiriéndose a Natanael: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez alguna.» Lo cual significaba: He aquí un israelita que no solamente lo es de nacimiento y de nombre, como tantos otros, sino que posee las cualidades que debe tener un miembro de la nación teocrática. «¿De dónde me conoces?», preguntó Natanael, profundamente sorprendido. A lo que replicó Jesús, manifestando así una vez más el conocimiento sobrenatural que tenía de todas las cosas: «Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.» Todos los comentadores, con rara unanimidad, admiten que con este lenguaje iba el Salvador mucho más allá de lo exterior del hecho expresado por las palabras «cuando estabas debajo de la higuera». Recordaba al mismo tiempo a Natanael, en términos velados para los otros, pero clarísimos para él, una singular situación de ánimo en que entonces se hallaba y que sólo él creía conocer. Esta inesperada revelación engendró al punto en su espíritu la convicción con que, no sin motivo, contaba Felipe. La evidencia desvaneció sus prejuicios contra Nazaret, y al momento hizo una sincera confesión de fe: «Rabbi, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.» Por más que graves autores antiguos 143 y contemporáneos opinen que en este lugar el título de «Hijo de Dios» tiene meramente la significación de Mesías, no sólo San Agustín y numerosos intérpretes católicos, sino hasta muchos teólogos protestantes 144, se declaran por la sentencia contraria. Puesto que Natanael le tenía por «rey de Israel», es decir, por el redentor, cuya condición sobrehumana presuponen ya muchos textos del Antiguo Testamento, de creer es que, por lo menos, presintió la divinidad de Jesús. Por lo demás, el testimonio de Juan Bautista, cuyo discípulo parece haber sido también, y la ciencia milagrosa que respecto de él acababa de manifestar Jesús, eran pruebas de valor innegable.
El divino Maestro recompensó sin demora el acto de fe de Natanael con una alentadora promesa: «Porque te he dicho: Te vi debajo de la higuera, crees. Pues cosas mayores que éstas verás.» ¿Cuáles eran estas otras maravillas, superiores a la que tan vivamente acababa de excitar la admiración de Natanael, y de las que, a título de apóstol, había de ser venturoso testigo, pues pronto le veremos en el colegio apostólico con el nombre de Bartolomé? Declaróselas de contado el Salvador en pocas palabras y con un lenguaje figurado, que se dirigía al minúsculo grupo de discípulos reunidos en torno suyo: «En verdad, en verdad os digo: Veréis el cielo abierto y los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre.»
La solemne afirmación Amen amen dico vobis, que sólo en el cuarto Evangelio se lee en esta forma duplicada 145, es como un juramento con que Jesús sale fiador del cumplimiento de su promesa. Cuanto a los ángeles, cuyo subir y bajar será como una procesión no interrumpida entre el cielo y la tierra, con Jesús por centro, recuerdan a las claras la escala misteriosa del sueño de Jacob, a lo largo de la cual subían y bajaban también de continuo los espíritus celestiales 146. Allí la presencia de los ángeles significaba que el Dios de los patriarcas de Israel tomaba al hijo de Isaac bajo su especial protección durante su peligroso viaje y su permanencia en la remota Mesopotamia. Aquí representa la perenne sucesión de los favores divinos que Jesús había de recibir, el incesante despliegue de fuerzas milagrosas; que sus manos habían de dispensar generosamente, el trueque continuo de comunicaciones íntimas que en adelante se ejecutaría, gracias a El, entre Dios y los hombres. ¡Felices los discípulos a quienes será concedido contemplar por espacio de varios años tantas maravillas! ¡Magnífica esperanza para lo por venir, que inmediatamente va a tener un comienzo de realización en el primer milagro de Jesús!
Más adelante explicaremos el título, un tanto oscuro, de «Hijo del hombre», que Cristo acaba de atribuirse por primera vez, y que con mucha frecuencia usara después, según atestiguan los cuatro Evangelios 147. Aunque ya extraordinario de suyo, lo es más aquí, poco después que primero el Precursor y luego Natanael han llamado a Jesús «Hijo de Dios» y «rey de Israel». Porque, ciertamente, es éste un nombre de humildad. Muestra, cuando menos, que si Nuestro Señor es consustancial con el Padre por una filiación divina, y está unido con el pueblo teocrático a título de rey de Israel, pertenece, como hijo del hombre, al linaje humano, al cual venía a redimir.
Mas tornemos al sagrado texto, que después de habernos revelado la ciencia sobrenatural de Cristo, nos va a mostrar su omnipotencia. El tercero día que siguió al en que Jesús se pusiera en camino después de haber recibido por discípulos a Felipe y Natanael, se celebraba una boda en Caná de Galilea, aldehuela situada, según la opinión más probable, en el sitio de la actual población Kefr Kenna, a unos seis kilómetros al Noroeste de Nazaret, a lo largo del camino que, entonces como ahora, iba desde esta última aldea a Tiberiades y a Cafarnaún 148. Era la patria de Natanael 149. Según se viene de Nazaret, dejase a la mano derecha, antes de entrar en la población, una abundosa fuente, la misma, sin duda, de donde se sacó el agua que milagrosamente fué convertida en vino. Según una tradición ya antigua, la actual Iglesia de los Franciscanos ocupa el terreno en que estaba construida la casa de los esposos. La campiña es fértil y está bien cultivada. Espesos setos vivos, formados por espinosos cactus, cercan y protegen los campos. Algunas viñas producen excelente vino tinto. Los tres días antes mencionados habían sido más que suficientes para que Jesús y sus discípulos atravesasen la distancia de unos 90 kilómetros que separaba a Caná de la Betania de orillas del Jordán.
Prescindiendo, según costumbre suya, de pormenores secundarios, el autor del cuarto Evangelio va derechamente al hecho principal. Después de haber dicho que la Madre de Nuestro Señor asistía a la boda, lo cual prueba que tenía con los esposos relaciones de parentesco o de amistad, refiere la llegada de Jesús y de sus compañeros a Caná, y la invitación que al punto se les hizo para que concurriesen a la fiesta. Los antiguos comentadores gustan de encarecer la graciosa cortesía con que el divino Maestro se dignó admitir y honrar con su presencia un convite de bodas. ¿No se había revestido de nuestra naturaleza para santificar así nuestras alegrías como nuestras penas? 150.
Un penoso contratiempo estuvo a pique de entristecer la fiesta. Eran los casados de condición humilde 151, y he aquí que sobrevienen seis o siete huéspedes inesperados. Además de que, entre los judíos, los regocijos nupciales se prolongan de ordinario por espacio de varios días –a veces tres, y aun hasta siete y más 152–, y nada indica en el Evangelio que Jesús y sus compañeros llegasen al tiempo de la primera comida. De improviso se nota que la provisión de vino habíase agotado 153. Al punto María, cuyo delicado corazón no sufría que los recién casados se viesen en humillante bochorno, se cuidó de buscar pronto remedio. Allí estaba su Hijo; su intervención podía evitar toda inquietud. Le dice, pues, en voz baja: «No tienen vino.» Sería una equivocación no ver en estas pocas palabras más que la simple comunicación de un hecho. Contienen en realidad una petición apremiante, aunque indirecta, para que acudiese en auxilio de los recién casados por algún medio sobrenatural. Esta discreta súplica recuerda otra semejante de las hermanas de Lázaro, cuando enviaron a Jesús aquel mensaje: «Señor, aquel a quien amas está enfermo» 154. En los dos casos lo que se desea y espera es un milagro. El que Jesús no hubiese obrado hasta entonces ningún prodigio, como nos lo advierte el narrador, no era razón bastante para detener a María, que conocía bien la perfecta bondad y el poder sin límites de su divino Hijo. Viéndole rodeado de discípulos entendió que iba a inaugurar su ministerio mesiánico y salir de la voluntaria oscuridad en que hasta entonces había vivido.
«Mujer –la respondió Nuestro Señor–, ¿qué hay entre ti y mí? Mi hora no ha llegado aún.» A primera vista causan extrañeza estas palabras, pues parecen frías, casi duras, cual si encerrasen un reproche de Jesús a su Madre. Muchos comentadores protestantes, aun de los más serios, creen ver en ellas la prueba de que esta «insinuación de María... estaba imbuida, en lo tocante al reino mesiánico, de la falsa idea que con tanta frecuencia hubo de rechazar Jesús». Verdad es que las explicaciones de los comentadores católicos no siempre han sido felices, y que los adversarios del culto filial que rendimos a la Santísima Virgen se prevalen de la severidad con que varios Padres juzgaron la conducta de María en esta circunstancia. Así, por ejemplo, San Juan Crisóstomo atribuyó su petición a un sentimiento de vanagloria 155.
Estudiemos la respuesta de Jesús para hallar su verdadero sentido. Comencemos por advertir que el apóstrofe «mujer» nada tenía en las lenguas antiguas –como se reconoce generalmente– que no fuese muy honroso. Era muy usual entre los judíos 156, y asimismo entre los griegos 157, y prueba de que ninguna desatención para su Madre veía Jesús en él, es que de nuevo lo empleó en la cruz, cuando la confió a San Juan. La fórmula: «¿Qué hay entre ti y mí?» 158, que con frecuencia se encuentra en la Biblia con diversas variantes 159, y que no fué desconocida de los clásicos griegos y latinos, implica, por lo común –preciso es concederlo–, discrepancia de opinión en algún punto dado, la recusación de una responsabilidad, una repulsa más o menos velada; pero su significación especial depende mucho de las circunstancias de cada caso. Ahora bien; en el actual, las circunstancias quitan a la frase toda aspereza. Por otro lado, las palabras «no ha llegado aún mi hora» atenúan y suavizan las precedentes y en parte dan la clave para su debida interpretación. En el cuarto Evangelio se habla a menudo de la «hora» de Jesús 160, que significa sobre todo el tiempo de su pasión 161. Pero aquí este sustantivo tiene otro significado y denota un tiempo preciso, determinado de antemano por el plan divino 162: se trata del primer milagro, y era justo que para efectuarlo esperase Jesús la hora de su Padre. El Salvador quiere, pues, dar a entender que, por mucho que desee complacer a su madre, no depende de ella en lo tocante a su función mesiánica, sino únicamente de Dios, cuya sola voluntad debe ser su regla. Hay, pues, semejanza entre esta respuesta de Nuestro Señor y aquella otra, igualmente extraña en apariencia, que, niño aún, dió a su madre en el templo de Jerusalén. Ahora, más aún que en aquella ya lejana época, es preciso que se entregue libremente a los asuntos de su Padre celestial, sin someterse a influencias extrañas, ni aun a la de aquellos a quienes más quería. Así, pues, sin intención alguna de censurar a su madre, le recuerda Jesús un principio: el de su entera independencia, siempre que tenga que hablar u obrar en calidad de Mesías.
Así lo entendió María y no insistió; pero, al mismo tiempo, tan cabal cuenta se dió de que la repulsa de su Hijo no era absoluta –¿no era este el significado de las palabras «aún no»?– y tan poco se turbó su confianza, que hizo a los que servían esta expresa recomendación: «Haced todo lo que Él os diga.»
Había allí, en el vestíbulo o en el patio, seis enormes ánforas de piedra, de dos o tres metretas 163 de cabida cada una. Si, como parece probable, se trata del metretés ático, que equivalía a unos 40 litros, cada ánfora podría contener de 80 a 120 litros, y las seis juntas, de 480 a 720 litros. El narrador advierte que estas ánforas servían para las abluciones y purificaciones litúrgicas de los judíos. En efecto, según más adelante nos dirá San Marcos 164, «los fariseos y todos los judíos no comen sin lavarse antes las manos muchas veces, guardando la tradición de los mayores, y cuando vuelven de la plaza no comen, si antes no se lavan y observan muchas cosas que tienen por tradición, como el lavar las copas y las vasijas de barro y de metal y los lechos y divanes». Era, pues, necesaria una gran provisión de agua en todos los hogares israelitas, y más aún cuando se daba un gran festín.
De improviso, dice Jesús a los que servían: «Llenad de agua las ánforas.» Había, pues, llegado ya su hora; una voz interior se lo había advertido y obedeció puntualmente. Entre esta orden y la respuesta que había dado a su Madre o había transcurrido sino un tiempo brevísimo; pero, según alguien ha dicho, «no se mide por la duración del tiempo un cambio de condiciones morales y espirituales». Resplandecía tal majestad en la persona del Salvador, que los servidores, por extraordinaria que les pareciese su petición, obedecieron sin vacilar; demás de que ya estaban prevenidos por la advertencia de María. Las ánforas, que, al menos en gran parte, habían quedado vacías por las abluciones de los convidados, fueron llenas «hasta el borde», circunstancia consignada por el evangelista para indicar la magnitud del milagro. Unos instantes después, volvió a decir Jesús: «Sacad ahora y llevad al maestresala.» Cuando el convidado o servidor encargado de este menester hubo probado el líquido que se le ofrecía, y cuya procedencia ignoraba, comprobó que era un vino excelente. Sabedor de que no se había puesto a su disposición más que la clase de vino cuyo repuesto se había agotado, supuso que el recién casado habría querido dar a sus huéspedes una alegre sorpresa con la súbita presentación de esta bebida de mejor calidad. Se acercó, pues, a él, y le dijo familiarmente: «Todo hombre sirve primero el buen vino, y después que han bebido bien 165, entonces da el que no es tan bueno; mas tú has guardado el buen vino hasta ahora.» Comprobaba así a su modo y sin darse cuenta de ello la realidad del prodigio, el cambio de sustancia obrado por la sola voluntad del taumaturgo. Algunos intérpretes racionalistas se han escandalizado de lo que ellos llaman «un milagro de lujo»; nosotros, por el contrario, admiraremos la regia munificencia del regalo nupcial de Jesús.
El narrador, cuya habitual brevedad ya hemos señalado, pasa en silencio la admiración de los testigos del prodigio, el agradecimiento de los esposos y la averiguación de lo sucedido que, ciertamente, hubo de hacer el maestresala, y se contenta con hacer notar que fué el «principio de las señales», es decir, de los milagros del Salvador, y mencionar el venturoso resultado de este estupendo prodigio: «Sus discípulos creyeron en El.» Poniendo así de manifiesto su poder creador, atestiguaba Jesús la verdad de su misión, la grandeza de su naturaleza, y procuraba a sus discípulos, cuya fe era ya muy viva, un nuevo motivo para creer en Él y unírsele más estrechamente 166.