Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO IV. LA PRIMERA PASCUA. MINISTERIO EN JUDEA Y VIAJE POR SAMARIA

I. Jesús celebra en Jerusalén la primera Pascua de su vida pública

Inmediatamente después del milagro de Caná, acompañado Jesús de su madre, de sus «hermanos» y de sus primeros discípulos, se fue a Cafarnaún, ciudad importante entonces, situada en la orilla N. O. del lago Tiberíades, probablemente en el sitio, cubierto de ruinas, que actualmente lleva el nombre de Tell-Hum 1. Al principio, el camino sigue la elevada meseta, revestida de verdor, sobre la cual está edificada la aldea de Caná. Luego se levantan las montañas a la izquierda. Más lejos se yergue el Kurun Hattin –los «Cuernos de Hatin»–, especie de espolón muy original, del que más adelante daremos noticias con ocasión del Sermón de la Montaña. De repente, a mano derecha, hacia el Este, se despeja el panorama, y ante la vista se ofrece, brillante como un espejo, el hermoso lago, que tan importante lugar ocupa en la vida pública del Salvador. Las curvas del camino, que desciende serpenteando, permiten verlo ya de un lado, ya de otro. Las montañas que cierran sus riberas orientales parecen muy próximas, aunque en realidad están a 8 ó 9 kilómetros de distancia. La ribera occidental, mucho más interesante, se comienza a ver poco a poco. Yendo de Sur a Norte nos encontramos con Tiberíades y sus termas, la llanura de Genesaret, los lugares en otro tiempo ocupados por Magdala, Bethsaida, Cafarnaún, Corozaín. Ya tendremos ocasión de describir circunstanciadamente esta región, singularmente bendecida por Jesús, que en adelante la considerará como su segunda patria. Contemplado desde lo alto, el lago, por su aspecto general, trae el recuerdo del de Bourget, en Saboya.
Para ir de Caná a Cafarnaún había que caminar unas siete u ocho horas. No parece que Jesús habitase por entonces en esta última ciudad, donde sólo algo después debió de establecer su residencia definitiva 2. Ahora probablemente no iba más que para unirse a la caravana de peregrinos que allí se formaba, con ocasión de la Pascua, para ir a Jerusalén, donde, según hemos dicho, se proponía asegurar su ministerio público. Esta observación sugiere naturalmente otra: pasados tres años justos, en Jerusalén, y con ocasión de otra fiesta de Pascua, será inmolado, como la víctima ofrecida por los pecados del mundo.
En las visitas hechas al Templo en años anteriores había notado Jesús con pena deplorables abusos que se habían introducido en el espacioso patio llamado de los Gentiles y en las galerías de que estaba cercado. En tanto que duraba su vida oculta y vivía en lo exterior como los demás judíos, no había intentado ponerles remedio. Mas ahora que su ministerio mesiánico está ya inaugurado, va a vengar el honor de su padre, gravemente ultrajado en el lugar más santo de la tierra por la culpable tolerancia y, lo que aún es más grave, con la connivencia de un sacerdocio que no sabía respetar la casa de Dios.
Los innumerables sacrificios que se ofrecían en las fiestas religiosas, especialmente durante la solemnidad pascual y su octava 3, exigían millares de víctimas, sin contar la harina, el vino, el aceite y la sal, que eran la materia de los sacrificios incruentos. Era, pues, razonable que se facilitase su adquisición a los peregrinos que venían de regiones más o menos lejanas 4. Pero lo que había comenzado siendo servicio hecho por motivo de caridad, a la vez que de religión, degeneró en abuso escandaloso. Se permitía a los mercaderes situarse hasta en el recinto sagrado, con sus bueyes, sus terneras, sus vacas, sus corderas, sus cabras y sus jaulas con palomas o tórtolas y demás objetos del culto que ponían a la venta. El patio de los Gentiles se había convertido así en verdadero ferial 5. Imaginémonos los ruidosos e interminables altercados en que, a la usanza oriental, se enzarzaban compradores y vendedores; los gritos de los animales, aquel extraño comercio y toda aquella extraña baraúnda cerca del santuario, y tendremos idea de la escandalosa profanación que se cometía. Pero los sacerdotes y los levitas o, cuando menos, algunos de ellos sacaban de este escándalo beneficios tan cuantiosos, que ellos mismos tenían interés en mantenerlo en toda su magnitud.
En el mismo atrio, sentados cerca de sus mesitas, donde se veían escudillas con monedas de oro, plata y cobre, de todas dimensiones y valores, se hallaban los cambistas o banqueros, que, con un recargo de 5 y hasta de 10 por 100, cambiaban por monedas judías las griegas, las romanas y cualesquiera otras que por sus efigies o emblemas paganos no podían ser aceptadas para el tesoro del templo. Muchos peregrinos, sobre todo los que venían de lejanas tierras, aprovechaban su viaje para pagar el impuesto de medio siclo o de una didracma 6 que todo israelita llegado a los veinte años debía pagar anualmente para el culto. Y aun eso era ocasión de repugnante mercantilismo y de desenfrenadas ganancias usurarias.
Mas he aquí que, al menos por un momento, van a cesar tan lamentables abusos. Lleno Jesús de indignación, aunque dueño siempre de sí mismo, cogió del suelo algunas cuerdas que habían servido para atar los animales, hizo con ellas un látigo y, sacudiendo con él a diestra y siniestra, expulsó del sagrado recinto a los animales y a los mercaderes, y después volcó las mesas de los cambistas, cuyas monedas de oro, plata y cobre rodaron por el suelo en todas direcciones. Fue aquella una escena indescriptible. A los que vendían palomas les dijo, señalando sus jaulas: «Quitad esto de aquí y no convirtáis en casa de tráfico la casa de mi Padre.» Estas últimas palabras se dirigían por igual a todos los culpables que profanaban indignamente el Templo. Con tal lenguaje explicaba y justificaba el Salvador el movimiento de cólera que le había impulsado a obrar de aquel modo. ¿No tiene un hijo derecho y aun obligación a mirar por el honor de la casa paterna? Entre la incontable muchedumbre que presenció este rápido drama nadie opuso a Jesús mínima resistencia. Aquella majestuosa y repentina aparición de la santidad indignada llenó de espanto a todos los asistentes. Demás de que la voz de su propia conciencia acusaba a los profanadores. Fué éste uno de aquellos milagros de orden moral de que más adelante hablaremos 7.
El enérgico proceder del Maestro recordó a sus discípulos un texto de los Salmos, cuya significación le aplicaron inmediatamente 8: «El celo de tu casa me devoró.» Ese celo hirviente, que en Él ardía como un fuego sagrado, había de costarle la vida, pues ocasionó entre Él y las autoridades religiosas de su pueblo un primer conflicto que, exacerbado poco a poco, hasta convertirse por parte de éstas en odio violento, sólo con la muerte del Salvador había de terminar. En efecto; las autoridades –sin duda algunos sacerdotes de las clases superiores, o bien los altos funcionarios levíticos encargados de la policía del Templo 9– no pudieron disimular su vivo descontento al saber que Jesús se había tomado licencia de ejercer el oficio de reformador en los propios dominios de ellos, condenando así públicamente su inercia culpable o, mejor dicho, su connivencia directa. Advertidos al momento o atraídos por el tumulto que la escena de la expulsión había provocado, preguntaron con aspereza a Nuestro Señor: «¿Qué señal nos muestras en abono de lo que haces?» No se atrevían a censurar directa mente el acto en sí mismo, pues era loable y justificado; pero esperaban poner a Jesús en aprieto, exigiéndole un milagro inmediato, a guisa de letras credenciales. Pues ellos no le habían dado licencia, debía probar con un prodigio manifiesto que la tenía de Dios, el verdadero Señor del Templo.
Respondióles el Salvador con serena dignidad: «Destruid este Templo, y en tres días lo reedificaré.» Ya que del santuario se trataba, del santuario toma la «señal» que se le pedía. Pero de industria se expresó en términos oscuros y enigmáticos, por lo que las autoridades no acertaron a penetrar su verdadero sentido. Interpretándolos a la letra como si Jesús se refiriese al edificio material que ante ellos se levantaba, respondieron irónicamente: «En cuarenta y seis años ha sido edificado este Templo, y ¿tú lo vas a levantar en tres días?» No era posible encarecer mejor la enorme diferencia que había entre los muchos años que millares de obreros emplearon en construir el Templo y los tres días que decía Jesús bastarle para volver a levantarlo si fuese derribado. Por el historiador Flavio Josefo 10 sabemos que aquel edificio grandioso, comenzado el año decimoctavo del reinado de Herodes, mucho antes, por consiguiente, del nacimiento del Salvador, distaba aún mucho de estar concluido. No lo estuvo hasta el año 63 ó 64 de nuestra Era, en los días de Agripa II, poco antes de ser destruido por los romanos 11. Pero, añade el evangelista, Jesús se refería al «templo de su cuerpo». Su carne sacrosanta era, en efecto, santuario vivo de la divinidad. La muerte lo destruyó en el Calvario; pero al tercer día volvió a ser reedificado «despertado», según el sentido literal del texto griego 12 por la resurrección.
He aquí un primer ejemplo del método pedagógico con que Nuestro Señor, cuando se halle ante auditorios mal dispuestos, presentará la verdad como debajo de un velo que más o menos la disimule. Por lo demás, en otras circunstancias todavía remitirá a sus enemigos a la «señal» de su resurrección, a «la señal del profeta Jonás», como Él mismo la llamará un día 13. ¿No es ésta, de hecho, la prueba más irrefragable de su mesianidad y de su divinidad? Y ¿no es también admirable que desde la primera Pascua de su vida pública prediga lo que en ésta ha de suceder?
Mas no fueron solas las autoridades jerárquicas quienes entendieron mal el sentido de la respuesta del Salvador. Tampoco lo comprendieron los discípulos, según ingenua confesión del autor del cuarto Evangelio. Fue preciso que pasasen varios años para que llegasen a creer que su Maestro moriría víctima de sus enemigos; ¿cómo, pues, podían entonces tener idea de su resurrección? Pero a la luz de los acontecimientos, sobre todo al gozar de las apariciones personales del divino Resucitado, se acordaron de aquellas palabras que habían despertado su atención y admiraron su perfecto cumplimiento. Como dice el evangelista, «creyeron en la Escritura», que desde mucho tiempo atrás había profetizado la resurrección del Mesías 14. Pero también otros se acordaron de esta misma respuesta cuando en el tribunal del Sanedrín se buscaban testimonios contra Jesús para condenarlo a muerte, y, falsificando su sentido, se la reprocharon como blasfemia 15.
Una palabra más acerca de la expulsión de los vendedores. En los Evangelios sinópticos leemos 16 que en los postreros días de Jesús acaeció un hecho muy semejante al que, según San Juan, ocurrió al comienzo de la vida pública. ¿No se referirán las dos narraciones a un mismo incidente, que los evangelistas, por razones de conveniencia, habrían colocado en diversos lugares? O, al contrario, ¿habrán de considerarse los dos episodios como históricamente distintos? En nuestros días, lo mismo que en tiempos antiguos, los intérpretes están divididos en dos pareceres distintos. Sin embargo, la mayoría de los comentadores católicos se han declarado por la segunda sentencia. Se apoyan en las siguientes razones, que nos parecen convincentes: 1ª) Parece inexplicable que, si en realidad no hubo más que una sola expulsión, la hayan atribuido los narradores fechas tan distintas y aun contradictorias. 2ª) A pesar de la semejanza general y de algunos puntos comunes, cada una de estas narraciones tiene su fisonomía propia y presenta variantes importantes, sobre todo en lo que concierne a las palabras pronunciadas por Jesús y a las consecuencias inmediatas de su enérgica intervención. 3ª) La repetición de semejante acto nada tiene de improbable, «ni de parte de los judíos, que, pasada la primera impresión, no tardaron en volver a su deplorable costumbre, bajo la tolerante mirada de la casta sacerdotal, ni de parte de Jesús mismo, que quiso señalar el comienzo y el fin de su ministerio con una manifestación de su celo religioso». Por lo demás, el incidente cuadra muy bien con cada uno de los lugares en que se narra, mientras que los partidarios de la identidad andan perplejos y divididos para determinar su verdadera época 17.
A la narración de la expulsión de los mercaderes del Templo agrega el evangelista un boceto característico, trazado de mano maestra, que resume la estancia, por lo demás cortísima 18, que Jesús hizo entonces en Jerusalén. Si bien rehusó a los directores religiosos de su pueblo la señal milagrosa que con arrogancia le pidieron, hizo entonces muchos prodigios, aunque ninguno de ellos nos ha sido narrado circunstanciadamente. Muchos de los que fueron testigos «creyeron en su nombre» y lo reconocieron por Mesías. Pero, según la profunda observación del narrador, el taumaturgo, cuya sabiduría era tan grande coma su poder, «no se fiaba de ellos 19, porque los conocía a todos, y porque él no había menester que se le diese testimonio de hombre alguno, porque sabía por sí mismo lo que había en el hombre». Con aquella su penetrante mirada, que a menuda se menciona en el cuarto Evangelio 20, y semejante a esa otra con que Dios escudriña lo más hondo de las conciencias y de los corazones 21, Nuestro Señor conocía las disposiciones íntimas de sus nuevos partidarios y veía cuán débil y superficial era su fe. No se forjaba, pues, ilusiones sobre la firmeza de aquella adhesión, que pronto se transformaría en frialdad, apenas se percatasen de la oposición entre la conducta de Jesús y los prejuicios mesiánicos que ellos profesaban. Por eso Él, de tan admirable bondad, y a quien hemos vista tan afectuosamente familiar desde el primer momento con los adictos discípulos que había hallado cerca del Precursor, se mostraba desconfiado respecto de aquellos amigos sin consistencia.
Esto no obstante, hubo en Jerusalén una persona en quien Jesús produjo una impresión más seria. Llevaba el nombre griego de Nicodemo, frecuente entonces entre los judíos 22. Aunque la fe en Nuestro Señor, tanto en Palestina como después en los países griegos 23, hizo sus primeras conquistas casi siempre en las clases populares, se contaba este personaje entre los principales del judaísmo, pues era miembro del Sanedrín 24. Al mismo tiempo estaba afiliado al partido de los fariseos, lo cual aumentaba su autoridad. En fin, el título de «maestro de Israel», que le dará Nuestro Señor, induce a sospechar que era doctor de la Ley. Más aún que la mayor parte de sus colegas, había quedado asombrado de los milagros de Jesús, y, sin considerarlo aún expresamente como Mesías, veía en Él por lo menos un hombre de rara santidad sobre quien Dios había derramado particulares bendiciones. Deseoso de conversar con El, se fué a buscarle; pero temiendo que este paso le pusiese en riesgo ante sus colegas, cuya enemistad se había granjeado ya Nuestro Señor, movido por un sentimiento de temor y prudencia humana, escogió la noche para verle en la casa donde moraba durante el tiempo de la fiesta 25. Jesús, que sabía cuán ferviente discípulo había de ser un día Nicodemo y con cuánto valor había de compensar su debilidad presente 26 aquella alma honrada y recta, le acogió con gran bondad.
Algunas reflexiones preliminares sobre la conversación que se dignó celebrar con su nocturno visitante serán tanto más útiles cuanto ella nos ofrece el primer discurso seguido del divino Maestro en el cuarto Evangelio. A pesar de su riqueza y de su profundidad, no es sino un breve sumario, pues en su forma actual apenas habría durado algunos minutos. Pero, como en todas las circunstancias análogas, el evangelista ha sabido transmitirnos lo más esencial y característico de las palabras del Salvador, sin que éstas hayan perdido ni aun su colorido exterior 27. El tema general de la conversación será la necesidad de un renacimiento, de una regeneración espiritual para hacerse miembro del reino de Dios. De ese gran pensamiento pasará Jesús a otros puntos fundamentales de la fe cristiana, y levantando el velo que cubría lo por venir, mostrará al Mesías debajo de la figura de una víctima que generosamente se sacrifica por la salvación del mundo. Toda la escena es admirable por su sencillez, por su dignidad y por su apacible serenidad. Según su costumbre, Jesús se esforzará, aunque con escaso resultado al principio, en elevar el espíritu de su interlocutor a regiones superiores. ¡Qué honor le hizo revelándole maravillas tan admirables y abriéndole tan grandiosos horizontes!
Podemos representarnos a los dos interlocutores sentados uno cerca de otro en modesto diván, en un aposento severamente amueblado al modo oriental e iluminado apenas por una pequeña lámpara de barro puesta sobre un candelero. Previos los saludos acostumbrados, Nicodemo dijo respetuosamente a Jesús: «Rabbi 28, sabemos que eres Maestro venido de Dios, porque ninguno puede hacer estos milagros que tú haces si Dios no estuviere con él.» Exordio significativo. Enséñanos que otros israelitas de las clases superiores habían experimentado, como Nicodemo, la influencia de los milagros y de la predicación de Jesús: de ahí el plural «sabemos». En consecuencia, le reconocían el derecho de enseñar en materia de religión, aunque no hubiese recibido ningún título oficial, sino que Dios mismo lo acreditaba directamente con el poder de hacer milagros de que le había investido.
Respondió el Salvador: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios» 29, es decir, ser admitido a formar parte de él. Los comentadores han hecho notar que esta respuesta, más que al lenguaje externo de Nicodemo, se refiere a su pensamiento íntimo. ¿Qué es necesario practicar, había querido decir éste, qué condiciones se deben practicar para gozar de los bienes del reino que el Mesías va a fundar en breve? Ante todas cosas, le dice Jesús, es preciso regenerarse espiritualmente y que, por la intervención divina, se transforme íntimamente todo el ser moral.
Nicodemo, que no lo ha comprendido, pide una explicación: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Por ventura puede volver al seno de su madre y nacer otra vez?» Permanece aún en el terreno puramente natural cuando Jesús quiere levantarle a las altas regiones de lo sobrenatural 30. Con todo, por diversos pasajes del Antiguo Testamento, hubiera podido saber que hay una renovación espiritual del alma y del corazón 31. ¿No daban sus correligionarios a los prosélitos el nombre de «niños recién nacidos?» 32. Mas le cegaban sus prejuicios farisaicos. Fuera de que quizás fingía defender lo falso por saber la verdad. Replicó Jesús: «En verdad, en verdad te digo que quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el reino de Dios.» He aquí otra regla del método pedagógico de Jesús. A una explicación que se le pide, responde con repetir casi las mismas palabras, pero recalcándolas y dándoles otro giro para hacerlas más claras. El renacimiento que exige como condición para entrar en el reino de Dios consiste, pues, en el bautismo, que se compone de dos elementos: uno material, el agua; otro espiritual y divino, el Espíritu Santo. Ahora bien; este bautismo es precisamente el que el Precursor había anunciado como institución reservada al Mesías, en oposición a su simple bautismo de agua, incapaz de borrar los pecados 33. Con una comparación fundada en la ley de las semejanzas explica Jesús la necesidad de la regeneración por medio del bautismo cristiano: «Lo que es nacido de carne, carne es, y lo que es nacido de espíritu, espíritu es». La «carne» significa aquí la naturaleza humana con sus instintos corrompidos; el «espíritu», la naturaleza espiritual con sus instintos celestiales y aspiraciones superiores. Pero, como vigorosamente dice San Pablo 34, la carne y la sangre no pueden entrar en el reino de Dios. Preciso es que el Espíritu Santo las transforme y espiritualice; esta transformación se efectúa por el bautismo.
Yendo aún más lejos, acude el divino Maestro a una expresiva imagen para declarar la posibilidad, la realidad y la índole inmaterial del renacimiento cristiano: «El viento sopla donde quiera, y oyes su voz pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va: así es todo el que ha nacido del espíritu.» El viento es, en efecto, uno de los seres más sutiles de nuestro mundo actual, y aun hoy, con todos los progresos de la Meteorología, encierra más de un misterio. Su presencia se nota por su zumbido y por sus efectos. La nueva vida que con el bautismo nos infunde el Espíritu Santo es también misteriosa, y en los más de los casos sólo por sus resultados se manifiesta.
Mas Nicodemo no comprendía aún; por lo menos lo confiesa ingenuamente: «¿Cómo puede hacerse esto?» Respóndele Jesús, no sin cierta ironía: «¿Eres tú maestro en Israel e ignoras estas cosas?» Como doctor de la Ley y encargado de instruir a los demás, debiera conocer, siquiera en su conjunto, estas noticias, que, según hemos dicho, se leen en varios lugares del Antiguo Testamento. ¿Tenía, como tantos otros, una venda sobre los ojos cuando leía las Escrituras? 35. Por dicha suya, ha dado con el verdadero «Maestro en Israel», quien con delicada bondad va a hacerle en un instante inefables revelaciones sobre su naturaleza superior, sobre el oficio que acá en la tierra había de cumplir y sobre los resultados de su venida al mundo.
Aquí el diálogo se transforma en elocuente monólogo, y el doctor de la Ley guarda silencio, contentándose con escuchar con respetuosa atención. El pensamiento de Jesús toma como nuevo vuelo para elevarse a las más altas regiones. Citaremos íntegramente esta admirable página, en la que todo se enlaza estrecha mente como los anillos de una cadena.

«En verdad, en verdad te digo que lo que sabemos, eso decimos, y lo que hemos visto, lo atestiguamos; y no recibís nuestro testimonio. Si cuando os he dicho cosas terrenas no creéis, ¿cómo creeréis cuando os hablare de las celestiales? Nadie ha subido al cielo sino quien del cielo ha descendido, el Hijo del Hombre, que está en el cielo.
Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre, para que cualquiera que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna 36. Porque de tal manera ha amado Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna Porque no ha enviado Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Quien en Él cree no es juzgado; mas el que no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Unigénito de Dios. Y este es el juicio: vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque quienquiera que obra mal aborrece la luz, y no viene a la luz, por temor de que sus obras sean reprendidas. Mas el que obra según la luz viene a la luz, para que parezcan sus obras, porque son hechas en Dios.»

No nos es posible explicar aquí por menudo estas palabras de incomparable riqueza; tarea es esa de los comentadores. Bastará indicar en pocas palabras el orden general de las ideas e insistir en algunos puntos particulares. Tres principales ideas se desenvuelven sucesivamente 37: no obstante que Jesús trae al mundo una doctrina nueva, superior a cuanto hasta entonces se había conocido, merece ser creído por su palabra, porque viene del cielo; morirá un día en la cruz por la redención del género humano; por desventura, no todos los hombres se salvarán, porque no todos querrán creer en el Hijo de Dios, ni hacer las obras que Él manda; pero los que se pierdan, ellos mismos serán culpables de su condenación.
El segundo de estos razonamientos es de una belleza sumamente conmovedora. Nos muestra con anticipación la cruz de Jesús levantada como señal infalible de salvación. El hecho histórico en que ve el Salvador un palpable símbolo de su muerte en el Calvario acaeció en el desierto de Farán, durante el cuadragésimo y último año de las peregrinaciones del pueblo hebreo. Como éste, fatigado de tanto peregrinar, hubiese lanzado al cielo una de aquellas quejas blasfemas que tan caro había pagado en más de una ocasión, Dios le castigó enviándole muchedumbre de serpientes abrasadoras, cuyas mordeduras sembraban por doquier la muerte. Presto hubieron de arrepentirse los culpables e implorar la divina clemencia, que no les fué rehusada. Pero plugo al Señor vincular la salud a una señal exterior. De orden suya, «hizo fabricar Moisés una serpiente de bronce y la puso sobre un poste, y cuantos habían sido mordidos por las serpientes y la miraban conservaban la vida» 38. La serpiente de bronce era, pues, como se le llama en el libro de la Sabiduría, un «símbolo de salvación» 39, con la ventaja de exigir y excitar la fe, virtud tan amada siempre de Dios. Una mirada de fe y de contrición dirigida al divino Crucificado había de producir resultados aun más admirables 40: «Para que quienquiera que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna.» Éste es el fin noble y generoso de la muerte del Salvador, cuya razón última, soberanamente inefable, no es otra que el amor infinito de Dios, que para salvar «al mundo, es decir, al linaje humano, caído y gravemente culpado» 41, no vaciló en sacrificar a su Unigénito, haciéndole morir en una cruz. Sin temor de exagerar se puede decir que este pasaje es uno de los más bellos y consoladores de toda la Biblia y que la palabra de Jesús, sin perder su sencillez habitual, adquiere aquí una majestad incomparable.
Y tanto mayor es la dulzura de estas líneas cuanto más terribles son las que siguen. A pesar del valor infinito del sacrificio expiatorio ofrecido a Dios por el Mesías, no todos los hombres se salvarán. Mas el Cristo –y este pensamiento es de una delicadeza exquisita– no quiere ejercer otra función que la de Salvador; la de juez que condena no se aviene ni con su amor ni con el de su Padre; si muchos pecadores son condenados para siempre, no sólo tendrán que culparse únicamente a sí mismos, sino que sus propias obras y su propia conciencia pronunciarán su condenación.
¿Cuál fué la conclusión práctica de la conversación de Jesús con Nicodemo? El evangelista no lo dice expresamente; pero no es arriesgado el suponer que el alma sincera y leal del «maestro de Israel» quedó vivamente impresionada y recibió favorablemente la buena semilla que poco a poco había de germinar, crecer y fructificar, hasta convertirlo en discípulo del Salvador y en amigo de su cruz. Ello es que un día le oiremos defender a Jesús ante el Sanedrín, que había dado orden de prenderlo sin previo juicio. «¿Por ventura nuestra Ley –exclamó noblemente– condena a un hombre sin primero oírle y sin saber qué es lo que ha hecho?» 42. Y asimismo sin temor alguno se ocupará, en compañía de José de Arimatea, de la sepultura de Jesús y rendirá a su sagrado cuerpo los últimos honores con una piadosa prodigalidad, reveladora del profundo afecto que hacia Él sentía 43.

II. Larga permanencia de Jesús en Judea 44

Poco fructuoso había sido, en conjunto, el ministerio preliminar de Cristo en Jerusalén. Un alma, que un día sería grande en el Cristianismo, había recibido la influencia de Jesús, pero de un modo todavía incompleto. Cierto número de partidarios se había reunido en torno del Salvador; mas su fe era sólo externa, y no podía contar con ellos. El resultado positivo era harto menguado. En cambio, desde su primera manifestación mesiánica, Jesús había suscitado contra sí y contra su obra a los directores religiosos de la nación. Había visto, pues, cumplirse en términos generales lo que poco ha decía Él a Nicodemo: «Vosotros no recibís, nuestro testimonio.» Ante semejante acogida, Nuestro Señor se apresuró a dejar la ciudad incrédula. Y, con todo eso, el fin que se había propuesto estaba conseguido: había inaugurado su oficio en la metrópoli de la teocracia y en el Templo mismo; se había manifestado como Mesías con un acto vigoroso de autoridad, con su predicación y con sus milagros. No había sido, pues, del todo estéril su permanencia.
Se alejaba de Jerusalén; pero, no queriendo todavía dejar la Judea, se retiró a un distrito rural de esta provincia 45, que el evangelista no nombra. Su permanencia en Judea debió de continuarse por unos ocho meses 46, durante los cuales ni Él ni los jóvenes galileos que le habían seguido a Caná, a Cafarnaún y a Jerusalén estuvieron inactivos. El anunciaba el próximo advenimiento del reino de Dios a las turbas que poco a poco se le reunieron, y que pronto serían muchedumbre numerosa; ellos, con su licencia, y bajo su dirección, conferían el bautismo a quienes lo solicitaban. Lo cual parece dar a entender que, sin estar de asiento en población alguna, Jesús y sus compañeros no se alejaron de las riberas occidentales y meridionales del Jordán.
Desde los primeros siglos, teólogos y comentadores vienen preguntándose, sin llegar a concertarse, si el rito que entonces administraban los discípulos del Salvador era ya el bautismo cristiano, el bautismo «en el Espíritu Santo» anunciado por el Precursor. Muchos lo afirman; pero en todo tiempo ha habido quienes apadrinasen la opinión contraria 47, que, si no estamos engañados, es la que hoy prepondera. Se funda, en efecto, en excelentes razones. Si el narrador hubiese querido significar el sacramento del bautismo, ¿no lo habría indicado en alguna manera, para evitar una confusión lamentable en el espíritu de sus lectores, a quienes tantas veces ha hablado del bautismo de Juan? Más aún: algunas páginas más adelante 48, después de citadas aquellas palabras, un tanto oscuras, de Nuestro Señor: «Si alguno cree en mí, de su vientre correrán ríos de agua viva», las explica añadiendo: «Esto decía del Espíritu Santo, que habían de recibir los que creyesen en El; porque aun no había sido dado el Espíritu, por cuanto Jesús no había sido aún glorificado.» De esta observación parece colegirse claramente que el bautismo cristiano, por el que tan abundantemente a las almas se comunica el Espíritu Santo, no fué instituido sino después de la resurrección de Jesús. Y de hecho San Mateo 49 no coloca la institución de este sacramento sino algunos días antes de la Ascensión. El rito, pues, que entonces administraban los discípulos de Jesús apenas difería del bautismo del Precursor, y, como éste, simbolizaba la necesidad de la conversión, para tener parte en el reino del Mesías. Por eso, evidentemente, el Salvador se abstenía de bautizar por sí mismo. Si lo hubiese hecho, se habría supuesto, con razón, que confería el bautismo «en el Espíritu Santo» 50. Jesús va a tomar bien pronto de Juan Bautista el tema general de su predicación 51; no es, pues, de extrañar que tomase también su bautismo durante este período, más o menos largo, de su ministerio preliminar.
Así, pues, Jesús y Juan, entrambos acompañados de sus íntimos discípulos, ejercieron por entonces simultáneamente su ministerio en forma casi idéntica. Mas ya no estaba el Precursor en Betania de Perea, en la ribera izquierda del Jordán 52, sino en la derecha, «en Ennon, cerca de Salim», donde se había establecido «porque tenía allí mucha agua», como lo exigía su bautismo por inmersión. Desgraciadamente, no es posible determinar con certeza la situación de estas dos localidades, cuyos nombres eran y son aún frecuentes en Palestina 53. Unos, siguiendo a Eusebio y a San Jerónimo 54, las sitúan a ocho millas romanas al Sur de Escitópolis o Bethan; otros, con San Epifanio y el sabio palestinólogo americano Robinson 55, al Este y no lejos de Sichen o Naplusa; otros, por fin, en la Judea meridional, en el sitio antiguamente ocupado por las aldeas que en la Vulgata llevan los nombres de Selim y Aen 56. La más verosímil de estas opiniones parece la primera, aunque tenga (igual que la segunda) el grave inconveniente de colocar la residencia temporal del Bautista en un distrito que pertenecía a los samaritanos, tan hostiles a los judíos.
Las muchedumbres seguían acudiendo en gran número cerca del Precursor. Pero el rumor que en Jerusalén se había levantado en torno del nombre de Jesús se extendió por toda la Judea y aun fuera de sus confines; así es que iban a buscarlo muchedumbres cada vez más numerosas, con lo que su fama amenazó eclipsar bien pronto la de Juan. Comenzaba para éste el crepúsculo vespertino; una radiante aurora amanecía para Jesús. Cuando estos sucesos, acerca de los cuales ningún pormenor nos da el evangelista, llegaron a noticia de los discípulos del Precursor, éstos se sintieron recelosos. Una ocasión casi trivial avivó aún más sus celos. Llegóse a ellos un día cierto judío 57 –un israelita cualquiera, según unos; un personaje, según otros 58– y entabló con ellos viva disputa «acerca del bautismo, bien fuese el administrado por el Precursor, bien fuese el que administraban los discípulos de Jesús». No es dificultoso de adivinar el origen de la querella. El judío desconocido debía de ser un partidario recién conquistado por el Salvador. Al encontrarse con los discípulos de Juan, llevado de su celo de neófito, suscitó el tema del bautismo conferido por una y otra parte, poniendo en segundo lugar el del Precursor. Dio en lo vivo. Aquellos discípulos, tan aficionados a su maestro, se fueron a buscarlo inmediatamente, y, con turbación y amargura que se trasluce en sus palabras, le dijeron: «Rabbi, mira que aquel que estaba contigo de la otra parte del Jordán, y de quien tú diste testimonio, bautiza ahora, y todos van a Él.» Bautiza; este hecho –falso en sí mismo, ya que Jesús en persona no bautizaba– los indignó de singular manera, pues consideraban el bautismo de penitencia como invención y especial prerrogativa de Juan. Y no les molestaba menos que quien así parecía usurpar las derechos de su maestro y en sus propios dominios moverle competencia, debía, según creían, su reputación y sus triunfos al testimonio que el mismo Juan tan generosamente había dado de Él. «Todos van a Él.» Al hablar de este modo exageraban notablemente; pero éste suele se: el lenguaje de los celos, que no pueden soportar las ventajas obtenidas por un rival; ahora bien, las de Jesús eran considerables.
¡Qué mal conocían estos discípulos, de espíritu estrecho, a su maestro y su alma nobilísima! Su respuesta, que no deja de tener semejanza con la que había dado a los delegados del Sanedrín, fué digna de su carácter leal, humilde y desinteresado, y es para nosotros de tanto Mayor precio cuanto contiene el último y más hermoso de los testimonios que el Precursor dió del Mesías. Se compone de dos partes, la primera de las cuales establece entre Jesús y el mismo Precursor un nuevo parangón, que pone muy de relieve la superioridad del Cristo.

Nada puede el hombre recibir si del cielo no le fuere dado. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de El. El que tiene esposa es el esposo: mas el amigo del esposo, que está con El, y le oye, se llena de gozo con la voz del esposo. Así, pues, mi gozo es cumplido. Menester es que Él crezca y que yo mengüe.

Así, pues, muy lejos de presentarse como rival de Jesús, colócase el Precursor muy por debajo de Él en todos los órdenes. Todo buen suceso, comienza diciendo, viene de Dios; la creciente influencia de Jesús es, pues, una confirmación celestial de su superioridad. A continuación, Juan apela a los recuerdos aun recientes de sus propios discípulos, ante los cuales –¿cómo tan pronto lo olvidaron?– había afirmado más de una vez que él no era más que el heraldo y servidor del Mesías. Para mejor señalar la primacía de Jesús, recurre a una metáfora admirablemente expresiva y bella, tomada de los usos nupciales de sus compatriotas. En muchos lugares del Antiguo Testamento 59 la alianza que el Dios de Israel había contraído con su pueblo se compara con el matrimonio, que es la unión más íntima que las criaturas humanas pueden contraer entre sí. También Jesús empleó esta imagen 60, que, a su vez, utilizarán los apóstoles para representar al divino Maestro como místico esposo descendido del cielo para celebrar sus bodas con la Iglesia 61. Ahora bien; en las ceremonias nupciales de los judíos se confiaba un oficio importante al que Juan Bautista acaba de llamar «el amigo del esposo» 62. El disponía todo lo concerniente a los preliminares del matrimonio; concertaba la cantidad de dinero que el futuro marido debía pagar al padre de la novia; concluido el tiempo de los esponsales, transmitía a los novios sus recíprocos mensajes, ya que el uso no les permitía verse antes del matrimonio; él, en fin, preparaba la fiesta de las bodas y la presidía. Mas por honroso que este papel fuese, era de suyo secundario y transitorio. Con todo eso el Precursor no ambicionaba otro, y se tenía por muy venturoso y feliz en cumplirlo. La conclusión de su elocuente comparación derrama clarísima luz sobre sus sentimientos de abnegación y de profunda humildad. «Es necesario –una necesidad según el plan divino– que el crezca y que yo mengüe.» Juan ha comprendido que se acerca ya el término de su carrera, y está pronto a dejar lugar al Cristo, cuya venida ha preparado con todas sus fuerzas.
En la segunda parte de su contestación elevase aún a más altas regiones. Puede resumirse de este modo: El origen celestial de Jesús le pone muy por cima de todos los seres creados. De ahí nacen la perfección y certeza de su doctrina. Es el Hijo de Dios, y como tal posee la soberanía universal. Dichosos, pues, los que a Él se adhieren por la fe y las obras, y malaventurados los que rehúsan creer en Él.

El que 63 es de la tierra, terreno es y de la tierra habla. El que viene del cielo, sobre todos es. Y lo que vió y oyó, eso testifica: y nadie recibe su testimonio 64. Quien recibe su testimonio certifica 65 que Dios es veraz. Porque Aquél a quien Dios ha enviado, las palabras de Dios habla: porque Dios no le da el espíritu por medida 66. El Padre ama al Hijo, y todas las cosas puso en sus manos. El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que no da crédito al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él.

«El Padre ama al Hijo.» Estas sublimes palabras explican cómo Dios Padre no ha puesto límites a su generosidad para con Jesucristo, en el que se ha complacido. Son un nuevo eco de la revelación que el Precursor había recibido en el momento del bautismo de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado.»
Los fariseos, aquellos rígidos observadores de la ley, huraños y turbulentos que se habían inquietado por los éxitos del Precursor y de su bautismo, supieron también que la popularidad de Jesús crecía tan rápidamente, que sus partidarios, iban siendo más numerosos que los de Juan. Con ello comenzó a roerles viva envidia, que manifestaron, sin duda, por medio de recriminaciones y de amenazas. Llegada que fué esta noticia a conocimiento de Nuestro Señor, considérala como providencial aviso de que no debía prolongar por más tiempo su estancia en Judea, donde el partido farisaico gozaba de poderosa influencia. Aunque su vida, de presente, no estuviese en peligro, dejó esta provincia y tomó el camino de Galilea. Más de una vez le veremos, en el curso de esta historia, recurrir a idéntico expediente en circunstancias análogas 67. Hasta tanto que no llegue su «hora» se guardará de exasperar a sus enemigos, para no poner en contingencia su ministerio. Se alejará de ellos, dejando de voluntad un terreno demasiado ardiente y yéndose a otros parajes más favorables a su celo. Practicaba así de antemano el consejo que más adelante dará a sus apóstoles para el tiempo de sus misiones: «Cuando os persiguieren en una ciudad, huid a otra» 68. Después nos darán a conocer los sinópticos un segundo motivo de esta presurosa partida: Juan acababa de ser encarcelado por Herodes Antipas, y Jesús iba a trasladar a Galilea su ministerio propiamente dicho.

III. Jesús en Samaria. Su conversación con la samaritana. Juan puesto en prisión por Herodes

Como ya dijimos más arriba, las caravanas galileas que se dirigían a Jerusalén para celebrar las solemnidades religiosas, o que, después de las fiestas, volvían a su país, solían dar un considerable rodeo para evitar vejaciones y molestias que para ocasiones tales les reservaban de ordinario los samaritanos 69. El mismo Jesús se conformó, al menos una vez, con esta costumbre, cuando su último viaje a la capital judía 70. Pero en el caso presente prefirió tomar el camino más corto, que va directamente de Sur a Norte, atravesando la Samaria, cuyo territorio está enclavado entre Judea y Galilea. Al segundo día probablemente de su viaje, tras de fatigoso caminar por ásperos caminos frecuentemente montuosos, llegó, en compañía de sus fieles discípulos, al corazón del país samaritano, cerca de la aldea llamada Sicar 71, situada a corta distancia del campo que, muchos siglos atrás, había legado Jacob a José, su hijo predilecto. «Y estaba allí –continúa el evangelista– la fuente de Jacob, y Jesús, cansado del camino, estaba así 72 sentado sobre la fuente. Era como la hora de sexta», es decir, el mediodía.
Esta descripción, tan viva y dramática, sirve de introducción a una de las narraciones más primorosas de la vida del Salvador. Toda la delicadeza, toda la ingenuidad y toda la sinceridad del evangelista San Juan se muestran en ella y subyugan al lector. El escenario, esbozado solamente por el sagrado cronista, y que aun hoy apenas ha cambiado, era digno del episodio que iba a suceder, pues el paisaje donde entonces se hallaba Nuestro Señor era uno de los más notables de toda la Palestina. Sus pormenores se imprimen hondamente en la memoria de quienquiera que se pare en él, aunque no sea sino por pocas horas.
Caminando de Jerusalén hacia el Norte, después de la habitual parada de Khan Lubban, se llega a la llanura de El Makh-nah, superior en extensión a todas las otras que existen entre las montañas de Efraín. Es un vasto trigal, sin cercados ni lindes que lo dividan, y cuya monotonía sólo se interrumpe por numerosos olivos plantados acá y allá. Después de haberlo atravesado casi en línea recta, el camino tuerce de improviso hacia la izquierda, obligado a contornear un contra fuerte del monte Garizín, que avanza en dirección del Sudeste. Allí, entre esta montaña y el Ebal, que se levanta enfrente, comienza el estrecho y riente valle en medio del cual está construida Naplusa, la antigua Siquem. La desnudez casi completa de estas dos montañas, relativamente gigantescas, hace resaltar mejor, sobre todo en primavera, el esplendoroso verdor de este vallecico, regado por abundosas fuentes. «Camina uno a la sombra del follaje, a lo largo de aguas vivas, encantado por las melodías de multitud de pajarillas» 73. En los huertos y vergeles que rodean a Naplusa hay una vegetación exuberante. Los principales árboles frutales que en ellos se cultivan son el almendro, la higuera, el azufaifo, el naranjo, el limonero, el nogal y el albaricoquero.
Pero volvamos al relato evangélico. Siguiendo a San Jerónimo 74 y a algunos antiguos peregrinos o viajeros 75, se ha identificado a veces Sycar con la célebre ciudad de Syquem, que, desde que fué reconstruida por Vespasiano, lleva el nombre de Naplusa 76. Pero en el día de hoy todos están conformes en rechazar semejante identificación y en reconocer la Sycar del Evangelio en la humilde aldehuela de Askar, que, a diez o doce minutos de camino del pozo de Jacob, se divisa al pie del monte Ebal. Claramente distinguen las dos localidades el historiador Eusebio 77, el Peregrino de Burdeos (en 333) y otros autores antiguos, y no hay razón alguna seria para poner en duda esta tradición. El Talmud menciona también, cerca de Siquem, una aldea llamada Sukar o Sikar, con una fuente de idéntico nombre, que no puede haber sido otra que el pozo de Jacob 78.
Este pozo es como el punto central del episodio que estamos estudiando. Es uno de los monumentos mejor acreditados de la geografía evangélica, y una de las más preciadas reliquias, así de la historia israelita como de la de Cristo. Sin contar las tradiciones judía, cristiana y mahometana, constantes siempre en este particular, puede alegarse en abono de su autenticidad un argumento indiscutible de orden físico. «En Oriente las fuentes y los senderos son puntos de partida segurísimos para las investigaciones históricas y geográficas. Las fuentes, en efecto, no cambian de lugar, y en estos países cálidos y secos, donde el agua es siempre rara, la dirección de los caminos está constantemente determinada por la posibilidad de hallar, al fin de cada etapa, agua abundante para los hombres y para los animales de transporte» 79. He ahí, pues, una seguridad más en favor del pozo de Jacob.
Hállase muy cerca del camino que va de Jerusalén a Naplusa, hacia la mano derecha y casi inmediatamente después de la vuelta del camino de que antes hemos hablado, a unos dos kilómetros de Naplusa. Por desgracia, ha perdido su fisonomía primitiva: Cubierto en el siglo III por un santuario que poco a poco ha caído yo ruinas, y que los griegos ortodoxos acaban de reconstruir, no está ya al aire libre, como en otro tiempo. «Un brocal antiguo rectangular, de 1,15 m. de largo por 0,75 m. de ancho, con una abertura circular, que tiene profundas estrías, causadas por la cuerda al sacar el agua, está colocado sobre el orificio practicado en la bóveda que recubre el pozo» 80 . Su profundidad actual es de 25 m. A grao costa lo había abierto Jacob en el suelo calcáreo. Su agua es excelente. Magníficos plátanos, tenidos por muy antiguos, le hacían sombra en tiempo del Peregrino de Burdeos. Entre este pozo y la aldea de Sicar se ve también el campo que el patriarca Jacob había comprado a los habitantes del país y legado al más amado de sus hijos 81. En este campo se enseña el sepulcro de José, humilde monumento, medio en ruinas, pero muy venerado en la región 82.
Todos estos recuerdos debían de ocupar el alma de Nuestro Señor mientras, sentado en el arcón del pozo, aguardaba la vuelta de sus apóstoles. Muy cerca también de allí, en Siquem, había erigido Abraham el primer santuario de la teocracia, en forma de un altar consagrado al Dios de la promesa y de la revelación 83. Posteriormente, conforme a la orden intimada por Moisés antes de su muerte 84. Josué había construido, a su vez, un altar en la cumbre del monte Ebal e inmolado gran número de víctimas en honor de Jehová 85.
¿Había quedado Jesús completamente solo? Así parece indicarlo la fórmula general empleada por el cronista: «Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar víveres.» Probablemente es, sin embargo, según conjetura de muchos interpretes modernos, que Juan, convertido ya en amigo especialísimo de Jesús, su hubiese quedado con el amado Maestro. Esta circunstancia explicaría, en parte la índole tan animada y minuciosa de su narración.
De improviso, por el sendero que conducía del pozo a Sicar, llegó una mujer, joven aún, que con un ánfora de barro sobre la cabeza o sobre el hombro venía a renovar su prevención de agua, a la hora de la comida principal del día. Provista de tuna larga cuerda, que hizo deslizar a lo largo del brocal, pronto llenó su cántaro. Comenzando entonces a hablar, le dice Jesús: «¡Dame de beber!» Después de un largo y penoso viaje, estaba realmente sediento. Pero ante todas cosas, tenía sed de aquella alma, tristemente extraviada por la senda del mal, y a la que ardientemente deseaba traer a mejores sentimientos. ¡Dame de beber! Con estos términos tan sencillos se entabló uno de los más sublimes diálogos de la literatura sagrada. Según costumbre suya, el Maestro injiere una lección completamente celestial en un vulgar incidente. Antes le hemos visto conversar con un sabio de Israel, miembro del Sanedrín judío; ahora instruye a una mujer del pueblo, a una pecadora. ¡Cuán diferentes interlocutores! También hay gran diferencia en el asunto de la conversación, en las verdades reveladas por el divino Maestro; y con todo, es el mismo el método general de instrucción y análogos los procedimientos pedagógicos. «En ambos casos, Jesús saca provecho de las circunstancias inmediatas; pasa admirablemente de lo natural a lo sobrenatural; se complace en repetir, aunque desenvolviéndolas, las palabras que aún no han sido del todo comprendidas, a fin de excitar así la atención y la fe; procura conmover después de haber convencido. Modelo de todo en todo divino del modo que se ha tener en convertir las almas» 86.
A la demanda de Jesús, responde la mujer, llena de extrañeza: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer samaritana?» Había distinguido la nacionalidad de Nuestro Señor por algunas particularidades de su vestir, como las franjas, o quizás por su pronunciación. Los samaritanos, de hecho, pronunciaban de modo diverso que los judíos ciertas vocales y las letras guturales. Su extrañeza, según explica el evangelista, provenía de que los judíos no tenían trato, es decir, trato amistoso y familiar, con los habitantes de Samaria 87. Tan cierto era el hecho, y a tanto llegó la mutua rivalidad de ambos pueblos, que, tiempo después, no podía un judío comer el pan ni beber el vino de los samaritanos sin contraer mancha legal. Mas esta severa prohibición no existía aún en tiempo de Jesús, ya que sus discípulos habían ido en busca de víveres a Sicar.
Sin responder a la pregunta de la samaritana, porque le habría llevado a un terreno estéril, replicó el Salvador: «Si supieses el don de Dios, y quién es el que te dice: dame de beber, tú, de cierto, le pedirías a Él, y te daría agua viva.» Con este lenguaje, metafórico en parte, quería excitar en el espíritu de aquella mujer un presentimiento de la dignidad de quien la estaba hablando. El «don de Dios» consistía probablemente en la insigne merced de la Providencia concedida a la samaritana, procurándola una conversación con el Mesías mismo. El «agua viva», aquí como en otros lugares de los Libros Sagrados 88, es el agua corriente de los manantiales, por oposición al agua estancada de las cisternas, y tanto más preciada en Palestina cuanto más raramente se la encuentra. En este lugar 89 simboliza la abundancia de gracias que el Espíritu Santo difunde en las almas y la vida sobre abundante que el Cristo trajo al mundo.
Cada vez más admirada, responde la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo: ¿de dónde, pues, tienes el agua viva?» Permanece obstinadamente en el dominio de lo sensible, pues no era aún capaz de elevarse más alto. Pero, cuando menos, la respuesta de Jesús ha producido en ella un primer efecto: indúcela a sospechar que se halla en presencia de uno que es mucho más que los otros judíos. Siéntese dominada de cierto respeto, que se manifiesta por el honorífico título de Señor que ya da a Jesús y que repetirá otras dos veces. Pero ¿cómo podía Él procurarla agua de fuente? La del pozo di Jacob poseía, sí, esta cualidad; mas Jesús y la samaritana lo había notado fácilmente –no tenía a mano ni la cuerda, ni el saquito de cuero, ni la diminuta ánfora que los viajeros solían llevar consigo en Palestina 90 para sacar el agua necesaria de los pozos que hallasen a lo largo de los caminos.
Con cierta altivez, en tono de ironía y de incredulidad, añadió la samaritana «¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Jacob, el cual nos dió este pozo, del cual bebieron él, y sus hijos y sus ganados?» Fuese cual fuese la categoría de su interlocutor, creía ella que no podía ser superior al ilustre patriarca a quien los habitantes del distrito debían aquel pozo, y que con aquella agua se había dado por contento. Considerar y proclamar a Jacob como antepasado suyo era para los samaritanos, según refiere Flavio Josefo 91, punto de orgullo nacional, aunque, en realidad, la mayoría de ellos eran de origen pagano.
Reasumiendo, para desenvolverla, la alegoría del agua viva, dijo entonces Jesús: «Quienquiera que beba de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, nunca jamás tendrá sed; porque el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que saltará hasta la vida eterna.» Si bien con este lenguaje tampoco respondía Jesús directamente a la pregunta de la samaritana, contestaba, cuando menos, a su pensamiento íntimo: ¿A qué agua te refieres? Dejando a un lado las puntos secundarios, que habrían interrumpido o desviado inútilmente el curso del diálogo, va derecho al principal y encarece la índole especial, soberanamente preciosa, del agua mística que Él podía procurarle. El agua ordinaria, aun extraída del pozo de Jacob, no apaga la sed sino por algunas horas: la samaritana misma, con su ánfora, era manifiesta prueba de ello. El agua que Él da apaga la sed para siempre 92. Posee un privilegio maravilloso: en el seno de quien la tiene se trueca en fuente abundante, inexhausta, que jamás cesara de refrigerarle, y que finalmente le llevará a la vida eterna, donde le sumerge como en un océano sin linderos. Imagen riquísima de las gracias inagotables de que es inindada el alma creyente y unida a Cristo cuando ha recibido al Espíritu Santo.
Convencida ya del poder de quien la habla, pero engañándose aún respecto de la naturaleza del agua que en tan elogiosos términos se la describe, dice la mujer, no sin emoción: «Señor, dame de esa agua, para que ya no tenga sed ni venga aquí a sacarla.» Ahora ya no presenta objeciones, sino que, invertidos los papeles, es ella quien hace a Jesús la demanda con la que él mismo había entablado la conversación. Su imaginación y sus deseos estaban vivamente interesados. Querría tener abundante repuesto de esta agua bienhechora. Pero ¿por qué venía tan lejos, cuando más cerca de Sicar había varios manantiales? Acaso porque prefería el agua del pozo de Jacob a todas las otras; acaso también por la situación irregular en que vivía y por el consiguiente temor de los sarcasmos de sus compañeras si iba a llenar su cántaro al mismo sitio y en las mismas horas que ellas.
Hasta aquí Jesús se ha dirigido sobre todo a la inteligencia de la samaritana. Mas he aquí que, dando de pronto a la conversación un giro inesperado, se dirige derechamente a su conciencia. «Ve –le dice–, llama a tu marido y ven acá con él.» ¿Pedía Jesús realmente a la samaritana que le condujese aquel hombre, según se ha supuesto? Cierto que no. Su verdadero fin era sacudir fuertemente, para despertarla, a aquella alma dormida en el mal. Confusa y sonrojada respondió: «No tengo marido.» Esta respuesta era ambigua, ya que podía significar simplemente: No estoy casada. Posible es que la samaritana escogiese hábilmente estos términos con la esperanza de eludir cualquiera otra pregunta de parte de Jesús. Pero el Salvador, con su pronta respuesta, le demostró que leía hasta en lo más hondo de su corazón y de su vida reprensible: «Bien has dicho: no tengo marido; porque cinco has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido: verdad has dicho en eso.» Bien fuese que se hubiera casado cinco veces por sucesiva muerte de sus maridos, bien los hubiera tenido por obra del divorcio, con que en aquellos relajados tiempos tan fácil y tristemente se menospreciaban los lazos matrimoniales 93, era sobrado evidente la ligereza de costumbres de aquella mujer.
Dió la saeta en el blanco. En vista de revelaciones tan concretas y verdaderas, no quedaba a la culpable sino el confesar sencillamente su vergüenza. Y lo hizo al punto, pues no carecía de cierta franqueza, según hemos visto por su conversación, mas sólo de manera implícita e indirecta: «Señor, veo que eres profeta.» Ella sabía, en efecto, que los profetas leían frecuentemente en el fondo de los corazones, y Jesús acababa de mostrarle que poseía este privilegio. La ciencia sobrehumana del Salvador había producido en ella impresión profunda, y hasta le había inspirado un comienzo de fe.
Y pues era profeta, le propuso inmediatamente un problema religioso, que sus correligionarios discutían desde hacía varios siglos, y que no le era a ella indiferente. «Nuestros padres –continuó– adoraron en este monte, y vosotros (los judíos) decís que Jerusalén es el sitio en donde se debe adorar.» Algunos comentadores no han querido ver en estas palabras más que un hábil subterfugio para desviar una conversación que, como fácilmente se adivina, la era muy desagradable. Nosotros preferimos creer, con la mayor parte de los intérpretes, que la samaritana se proponía un fin serio al hacer a Jesús esta pregunta. Al pronunciar las palabras «en este monte», debió de indicar con la mano el Garizim, que allí, al lado, se erguía junto al sitio donde acaecía esta escena. Tenía este monte importancia excepcional en la religión de aquellos a quienes la mujer llama «nuestros padres», es decir, los antiguos samaritanos. Unos trescientos años antes de nuestra Era habían construido en la cumbre del Garizim un templo, que fué destruido el año 128 por el gran sacerdote Juan Hircano I, sucesor de los Macabeos 94, y cuyas ruinas subsisten aún parcialmente. Desde esta cima, situada en el centro de Palestina, se goza de un panorama espléndido en todas direcciones. Al Sur abarca la vista los montes de Efraim; al Este, las alturas que se levantan como un muro y cierran el horizonte al otro lado del Jordán; al Oeste, hasta la llanura de Sarón y el Mediterráneo; al Norte, las montañas de Sebaste o Samaria, sobre las cuales asoma, a lo lejos, el cono nevado del Hermón. Aun después de la destrucción de este templo, continuaron los samaritanos considerando al Garizim como centro de su culto.
Hoy mismo, su reducida comunidad, ya muy menguada 95, que reside en la ciudad de Naplusa, donde tiene una pequeña sinagoga, le llama el monte santo, se vuelve hacia él para orar, le atribuye todo linaje de tradiciones legendarias va cada año a inmolar y comer en su cumbre el cordero pascual. Para justificar esta veneración, alegan los samaritanos aquel pasaje del Deuteronomio en que Moisés ordenó a los hebreos que, después que hubiesen atravesado el Jordán erigiesen sobre el Garizim 96 un altar en honra del verdadero Dios. Pero, en realidad, lo que el texto hebreo auténtico menciona en ese pasaje es el monte Ebal, y sólo por deliberado fraude de los copistas se lee el nombre de Garizim en el célebre manuscrito del Pentateuco que poseen los samaritanos 97.
Sin querer entablar una controversia sobre el punto en litigio, se allana Jesús por esta vez a seguir a su interlocutora al terreno elegido por ella, ya que le facilitaba las grandes revelaciones que iba a hacer. Respondió con tono patético:

«Mujer, créeme, viene la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos, porque 1a salud viene de los judíos. Mas se acerca la hora, y es ya venida, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Tales, adoradores son los que el Padre busca. Dios es espíritu, y es menester que aquellos que le adoran le adoren en espíritu y en verdad.»

¡Cuán grandioso horizonte abre Jesús con este lenguaje para un porvenir cercano, y a qué alturas tan sublimes eleva la cuestión! Pronto, respondió en primer término, cesará todo particularismo religioso, y doquiera reinará un culto superior, perfecto, que derribará cualesquiera barreras levantadas por el espacio, por el tiempo, por las nacionalidades y por la diversidad de lenguas, y abrogará así el culto de los judíos como el de los samaritanos. Será el cumplimiento literal del oráculo de Malaquías 98: «Desde Oriente hasta Poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y sacrificios, una ofrenda pura, porque grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos.» Cuarenta años apenas después de pronunciada la profecía del Salvador, hablase ya cumplido íntegramente en lo tocante al templo de Jerusalén, que, reducido a un montón de ruinas por obra de los romanos, corrió la misma suerte que en otro tiempo había cabido al templo de Garizim. Por más que el culto israelítico hiciese mucha ventaja a todos los demás, era de suyo incompleto e imperfecto, y debía, a su vez, ceder su puesto a la nueva religión establecida por el Cristo. Esta sola creará entre Dios y los hombres lazos paternales de un lado y filiales del otro, en tanto que así los judíos como los samaritanos, habían rendido y rendían aún sus homenajes más al «Señor» que al «Padre».
Después de esta respuesta general, Jesús resuelve directamente, conforme a la historia de la revelación, el problema propuesto por la samaritana. Hasta entonces, solos los judíos habían practicado el culto grato a Dios. El templo de Jerusalén era el único santuario legítimo. Con no aceptar más que el Pentateuco y rechazar todas las otras partes de la Biblia, se habían apartado de la voluntad divina. Su religión era un culto cismático, y el Garizim no tenía derecho alguno a su veneración supersticiosa. «La salvación viene de los judíos»: ¿no eran éstos, efectivamente, el pueblo por Dios escogido entre todos para conservar el tesoro de la revelación? ¿No eran ellos por quienes se había transmitido la promesa de la redención? Y, sobre todo, ¿no había de salir de su linaje el Mesías para salvar al mundo entero? ¡Privilegio glorioso de Israel, que también San Pablo se complace en recordar con noble orgullo! 99.
Pero he aquí que ha comenzado el nuevo orden de cosas anunciado por Jesús: «Se acerca la hora, y es ya venida...» ¡Con qué dulce firmeza debió de pronunciar estas proféticas palabras! El Cristo, con el pequeño grupo de sus discípulos, había inaugurado ya el culto «verdadero», el culto de los «verdaderos adoradores», tan expresivamente significado por las palabras «en espíritu y en verdad». Dos cualidades esenciales lo ensalzaban, pues, por encima del de todas las otras religiones. «En espíritu», es decir, interior, espiritual, de arte que ante todo consiste en una adoración del espíritu y del corazón 100. «En verdad», y no en figura, como su cedía ordinariamente en el culto judaico, donde los homenajes del pueblo a su Dios se expresaban por medio de sacrificios simbólicos, en tanto que la religión de Cristo posee la realidad en vez de la sombra e inmola al soberano Señor la víctima por excelencia 101. Con estas condiciones, el nuevo culto se amoldará perfectamente a la naturaleza de Dios, que, siendo «espíritu», sólo se satisface con una adoración ante todo espiritual. Ya en la Antigua Alianza se había entrevisto, a veces, este culto superior 102; pero a la Nueva estaba reservado el realizarlo perpetuamente.
La mujer a quien se dignó Jesús hacer estas observaciones era, ciertamente, incapaz de comprender todo su sentido. Al menos entendió que esta gran reforma estaba vinculada a la venida del Mesías, pues también sus correligionarios, igual que los judíos, esperaban un redentor, a quien llamaban Taheb, «el que restablece» 103. Se lo imaginaban ante todas cosas como profeta eminente, conforme a aquellas palabras de Moisés: «El Señor me dijo: Yo les suscitaré un profeta de en medio de sus hermanos semejante a ti, y pondré mis palabras en su boca, y les hablará todo lo que yo le mandaré» 104. Por esto se contentó la samaritana con responder: «Yo sé que ha de venir el Mesías, y cuando Él viniere nos declarará todas las cosas.» Le dice Jesús, majestuosa y sencillamente: «Yo lo soy, yo que contigo estoy hablando.» Revelación sublime con que quiso honrar la fe naciente y la buena voluntad de aquella mujer. En su trato con los judíos se abstendrá durante mucho tiempo de aplicarse directa y claramente el título de Mesías, para precaver abusos a que los habrían inducido sus extravagantes esperanzas mesiánicas. Como de parte de los samaritanos no existía tal inconveniente, Jesús no vaciló en presentarse a ellos como Mesías.
A este punto llegaba la conversación cuando tornaron los discípulos con los víveres que habían ido a buscar a Sicar, o quizás a Siquem 105. Su primera impresión, al ver a su Maestro hablando con una mujer, fue de extrañeza, pues por obra de los escribas y fariseos se observaba entre los judíos de entonces una extremada severidad en las relaciones exteriores de hombres con mujeres. Rabino hubo que llegó hasta a enseñar que no se debía saludar a una mujer 106. Por ventura era esta la primera vez que Jesús hacía uso ante sus apóstoles de semejante licencia. Pero tanto le respetaban y tan elevada idea tenían de su conducta, que ninguno de ellos, según expresamente advierte el narrador, se atrevió a interrogarle acerca de este particular.
A su llegada, la samaritana se alejó silenciosamente; pero tan conmovida estaba, que se olvidó de llevar su cántaro. Se volvió apresurada a Sicar, y deseando comunicar su alegría y también su fe a cuantos encontraba, les decía: «Venid, y ved a un hombre que me ha dicho todas cuantas cosas he hecho.» Palabras bien significativas en sus labios. No le había dicho Jesús todos lo que ella había hecho; pero, al menos, había puesto el dedo en la triste llaga de su alma, y esta intuición psicológica había sido el principio de su conversión. Y agregaba: «¿No será, por ventura, el Mesías?» No lo dudaba ella; pero en asunto de tanta gravedad no se atrevía a declarar su creencia exteriormente de un modo absoluto. Ello no obstante, sus noticias produjeron al punto extraordinario efecto. La mayoría de los habitantes de la aldea se encaminaron sin perder momento hacia el pozo de Jacob para ver de cerca al misterioso extranjero.
Entretanto, el Salvador había trabado nueva plática, esta vez con sus discípulos. «Maestro, come», le habían dicho, colocando ante Él los manjares que habían traído. Pero quien poco ha olvidara su sed, olvida ahora su hambre; su pensamiento se cernía en regiones mucho más elevadas. «Yo tengo para comer –les respondió– un manjar que vosotros no conocéis.» Como antes la mujer, tampoco ahora los apóstoles comprendieron la significación superior de estas palabras, que interpretaron a la letra. «¿Le habrá dado alguno de comer?», se preguntaban. Preciso fué que Jesús les explicase brevemente su pensamiento: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y cumplir su obra.» No había, pues, querido hablar en su primera respuesta de un manjar material, sino de un alimento místico, que consistía en cumplir fiel y filialmente la voluntad de su divino Padre. Al trazar el retrato moral de Nuestro Señor indicamos ya con cuánta prontitud y amor se conformó siempre y en todas partes con esta voluntad santísima 107.
Luego añadió estas consoladoras palabras acerca del glorioso porvenir de su obra y de la generosa recompensa reservada a sus colaboradores:

«¿No decís vosotros: cuatro meses aún, y vendrá la siega? Pues yo os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos, que ya blanquean para la siega. Y el segador recibe su jornal y allega fruto para la vida eterna, para que se gocen a una el que siembra y el que siega. Porque aquí se verifica el proverbio: Uno es el que siembra y otro es el que siega.»

Vimos arriba que la primera de estas expresiones: «¿No decís vosotros: cuatro meses aún...?», nos ayuda a fijar aproximadamente la fecha del tránsito de Jesús por Samaria, que debió de ser, cuando más tarde, a mediados de enero. Tomando ocasión de esas palabras de los discípulos, y pasando de la realidad a la figura, el pensamiento de Jesús se eleva de repente. No, les dice, no pasará tanto tiempo antes de la próxima recolección. Les bastaba, según observación de San Juan Crisóstomo y de San Agustín 108, levantar los ojos para ver en la dirección de Sicar un campo simbólico, cuyas espigas estaban ya maduras: los habitantes de la aldea, que se acercaban, animados de las mejores disposiciones y semejantes a rica mies. El segador no tenía sino la hoz en su mano para hacer la recolección.
Llevando adelante su hermosa alegoría, el Salvador, que contemplaba el., su espíritu el futuro ministerio de sus apóstoles y de sus sucesores, los anima a ser segadores celosos, describiéndoles las ventajas que hallarán en coadyuvar a esta laboriosa tarea. No amontonarán sus gavillas los obreros de Cristo en graneros materiales, sino en el cielo, y Dios mismo será quien les dé la recompensa. Aquí abajo acaece con frecuencia que «el que siembra en lágrimas», en el temor, por causa, de los temibles riesgos que corre el grano arrojado en la tierra, no tiene la fortuna de «recoger en la alegría» 109; mas en este otro campo de las almas, el que siembra y el que recoge se regocijan juntamente en el cielo, donde reciben la dicha eterna por salario. Pero guárdense los predicadores del Evangelio de envanecerse de los frutos alcanzados, pues muchas veces los deben, en parte, al menos, al trabajo de sus predecesores, que los prepararon, sin llegar a gozar de ellos.
Esto decía Jesús cuando llegaron los habitantes de Sicar. Aunque muchos de ellos le tenían ya por el Taheb, por sólo el testimonio de la samaritana –pues tanto como a ella les habían impresionado las revelaciones que Jesús le había hecho–, deseaban todavía verle y conocerle más de cerca. Le rogaron, pues, que permaneciese entre ellos algún tiempo, a fin de completar su instrucción. Con su bondad acostumbrada accedió Jesús a esta petición tan natural y legítima, y permaneció dos días enteros en su aldea, con, lo que se aumentó notablemente el número de los que en Él creían, aunque no parece efectuarse en Sicar milagro alguno. Al hablar de Él decían a la que había sido ocasión primera de su fe: «Ya no creemos por su dicho, porque nosotros mismos le hemos oído, y sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo.» ¡El Salvador del mundo! No podían dar a Jesús nombre más exacto. El ministerio que se había dignado ejercer entre ellos, a pesar de que eran odiados de los judíos, les dió a entender que no traía la salvación sólo a un pueblo privilegiado, sino a todos sin excepción alguna. Digna de notar es su diligencia en afiliarse entre los discípulos de Cristo, y ella es también su mayor elogio. La cual diligencia contrasta con la incredulidad de los jefes religiosos de Israel, con la indiferencia de los habitantes de Jerusalén y con la fe superficial con que tantos otros judíos parecían haberse unido a Jesús 110.
Por esta época del regreso de Nuestro Señor a Galilea, aunque no se puede precisar la fecha, tuvo lugar la prisión del Precursor, cuya ocasión exponen breve mente los sinópticos 111. No se contentaba Juan Bautista con recordar a las turbas sus obligaciones morales y religiosas y prepararlas para recibir al Mesías. Aquel hombre intrépido, que no había temido censurar severamente a los directores de Israel, reprochó también a Herodes Antipas «todas las cosas malas que había hecho» 112, y, sobre todo, protestó enérgicamente contra un público escándalo que se había introducido en la corte del débil y frívolo tetrarca. Casado con una hija de aquel Aretas IV, rey de los árabes nabateos de Petra, mencionado por San Pablo en una de sus epístolas 113 habíase atrevido, con desprecio de las leyes divinas y de las humanas, a unirse descaradamente con Herodías, princesa ambiciosa, de condición violenta, apasionada, casada también ella, y que era a un tiempo sobrina y cuñada suya, pues Aristóbulo, su padre, hijo de Herodes el Grande por la princesa asmonea Mariammé, había sido hermano de Antipas, y su marido, Herodes Filipo 114, hijo del rey Herodes por otra Mariammé, hija del gran sacerdote Simón, era también hermanastro del mismo tetrarca Antipas. Filipo y Herodías se habían casado hacia el año 10 antes de nuestra Era, y de su matrimonio nació Salomé, que tan triste papel ha de representar en el martirio del Bautista.
Herodes-Filipo, desheredado por su padre en el orden político, pero con bienes de fortuna suficientes, se había retirado a Roma, donde vivía como persona particular. La orgullosa Herodías soportaba muy a duras penas esta inferioridad de su marido. Así es que cuando su tío Antipas, ido a Roma por negocios de Estado, la declaró su pasión criminal, anhelosa ella de brillar en la corte de Tiberiades, se dejó fácilmente seducir. Mas antes de acompañar al tetrarca a Palestina, le exigió que repudiase a la hija del rey Aretas. Advertida ésta en secreto, se refugió en casa de su padre, quien, tiempo después, vengó esta afrenta declarando la guerra a Antipas e infiriéndole una humillante derrota 115, en la cual muchos judíos vieron un justo castigo con que Dios tomaba la defensa de la moral, tan groseramente ultrajada. De los pormenores genealógicos antes mencionados resulta, en efecto, que la unión de Antipas y Herodías era un doble incesto y un doble adulterio, piles, por una parte, ambos eran casados, y, por otra, la ley judía vedaba expresa mente el matrimonio entre cuñado y cuñada y entre tío y sobrina 116. Además, por su elevada categoría, su conducta era, más aún, «una violación ruidosa, cínica, de la ley conyugal» 117.
Contra tal impudencia, que con sobrado motivo había suscitado la indignación pública, hubo de protestar muchas veces 118 el Bautista con su célebre Non licet, «No es lícito...», que lanzó, quizás, al rostro mismo del tetrarca. Con idéntica intrepidez y severidad había reprendido Elías, su modelo, a Acab y Jezabel 119.
Su valor en defender los derechos de la moral ultrajada fué cruelmente castigado, pues Antipas, «viniendo a colmo de sus maldades» 120, lo hizo encerrar en un calabozo de la fortaleza de Maqueronte, construida como nido de águilas en tino de los parajes más agrestes de la Perea meridional, al Oriente del Mar Muerto.
El historiador Josefo nos describe por menudo 121 esta plaza fuerte, cuyas ruinas han visitado muchos palestinólogos contemporáneos 122. Levantada por el príncipe asmoneo Alejandro Janeo y destruida después por Gabinio cuando las guerras de Pompeyo 123, había sido reconstruida y notablemente agrandada por Herodes el Grande, quien la convirtió en baluarte de la Transjordania, para contener las incursiones de los salteadores árabes. En la última guerra de los judíos contra Roma, resistió valerosamente los ataques de Lucilo Baso; pero, forzada a capitular, fué de nuevo destruida. De ella sólo queda hoy un montón de ruinas. Se componía de dos partes: de una ciudad protegida por murallas y sólidas torres y de una ciudadela encaramada sobre una cima rocosa mucho más elevada. Esta, «rodeada de profundos valles, estaba defendida por un cinturón de murallas de 160 codos (84 metros), en cuyo interior se hallaba el palacio real. De él sólo subsisten los cimientos, que se elevan a 1 ó 2 metros sobre el suelo; en el interior se ve un pozo profundo, una gran cisterna abovedada y dos subterráneos» 124. Desde este observatorio se divisa casi toda la ribera occidental del Mar Muerto, la meseta de Judea hasta cerca de Hebrón, las ciudades de Belén y Jerusalén, el desierto de Judá y el oasis de Jericó, en medio del cual se columbra el Jordán como un hilo de plata. La altura es de 1.150 metros sobre el nivel del Mar Muerto y unos 740 metros sobre el nivel del Mediterráneo. Su antiguo nombre se reconoce fácil mente en la actual forma árabe de M'kaur.
Josefo 125, al hablar del encarcelamiento del Precursor, parece atribuirlo a motivos políticos. Temía quizás Antipas, dice, que usase Juan de su poderosa influencia para empujar a los judíos a una rebelión. Pero esta noticia es inexacta, o, por lo menos, incompleta; la verdadera causa fué la que nos dicen los evangelistas. Ni aun con tan duro trato se aplacaron el odio y deseo de venganza de Herodes. Aquella Jezabel del Nuevo Testamento, aquella Cleopatra judía, como se la ha llamado, deseaba la muerte inmediata del Bautista, y para lograrla no cesaba de importunar al tetrarca 126, que al principio estuvo a punto de ceder. Pero temió, y con razón sin duda, provocar el disgusto de sus súbditos, que eran muy adictos al Precursor. Además, por viciado que estuviese, tenía en grande aprecio al siervo de Dios, en quien reconocía «un hombre justo y santo», y hacia el cual sentía una especie de veneración religiosa. Por lo cual, sabiendo, por otra parte, que ya nada tenía que temer de él, lo protegió durante algún tiempo contra la desaforada hostilidad y las reiteradas asechanzas de Herodías 127. Y a más llegaba aún: cuando residía en Maqueronte, lo visitaba en su calabozo o lo hacía subir a su palacio, lo escuchaba con agrado y seguía sus sabios consejos en muchos puntos, como quiera que la verdad recobra sus fueros a intervalos hasta en almas tan corrompidas como la del tetrarca. Así también Félix, uno de los gobernadores romanos de la Palestina después de Pilato, visitará un día a San Pablo en su prisión de Cesarea 128.