Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO VIII. LA SEGUNDA PASCUA EN JERUSALEN

I– Jesús sube a Jerusalen 1

La corriente de oposición, cuyos principios en Galilea acabamos de comprobar, existía de tiempo atrás en la capital judía; San Juan la ha señalado varias veces 2. Ahora va a tomar de golpe un incremento formidable. El elemento hostil a Jesús goza allí de poder considerable, y así Jerusalén se convertirá, frente al Mesías, en centro de incredulidad y de rencorosa resistencia. Verdad es que también la fe y el amor aumentarán constantemente durante este período y consolarán al corazón de Cristo, que, de su parte, aprovechará todas las coyunturas propicias para revelarse a sus compatriotas. Como el relato no tiene alusión alguna a los discípulos de Jesús, es creíble o que éstos no le acompañaron a Jerusalén, o que acaso no estuvieron con él durante las escenas que van a ocurrir en Bethesda y en los pórticos del Templo.
El evangelista comienza refiriendo las circunstancias de tiempo y de lugar: «Era –dice– fiesta de los judíos 3, y Jesús subió a Jerusalén.» ¿Qué fiesta era aquélla? Como la expresión empleada por San Juan es harto vaga, y en todo el relato no se lee indicación que pueda servir para precisarla, no se puede responder con certeza. Los comentadores, desde muy antiguo, andan discordes acerca de este punto. Sucesivamente la han identificado con todas las grandes solemnidades religiosas de los judíos: unos, siguiendo a Taciano, San Ireneo y Eusebio de Cesarea, con la Pascua; otros, en pos de San Juan Crisóstomo y San Cirilo de Alejandría, con Pentecostés; otros, con la fiesta de Purim o de las «Suertes», instituida en memoria del grave peligro de que escaparon los israelitas en Persia, gracias a la reina Ester 4, y otros, finalmente, con la fiesta de los Tabernáculos. Difícil es resolverse por una u otra sentencia; pero todo bien considerado, y especialmente a causa del testimonio de San Ireneo, quien por San Policarpo tan de cerca se relaciona con San Juan, nos inclinamos a creer que se trata de la fiesta de la Pascua, y, por consiguiente, de la segunda Pascua de la vida pública del Salvador 5. Cierto que, según esta hipótesis, habría señalado San Juan una tras otra dos solemnidades pascuales, puesto que desde el principio del siguiente capítulo 6 va a mencionar otra explícitamente, y por el mismo caso habría pasado en silencio un año entero de la vida de Jesús. Mas esto constituye, sí una dificultad, no una imposibilidad, dado que el autor del cuarto Evangelio se había propuesto no tocar sino de paso el ministerio de Jesús en Galilea. Notemos, además, que pronto nos mostrará al Salvador en Galilea rodeado de numerosa y entusiasta muchedumbre de gentes, lo que supone que había transcurrido ya tiempo considerable desde el comienzo de su vida pública.
Continuando su relación, describe San Juan brevemente el lugar que va a ser teatro de un gran milagro del Salvador. «Hay en Jerusalén, cerca de la Puerta de las Ovejas, una piscina, que en hebreo se llama Bethesda, y que tiene cinco pórticos» 7. Bethesda, o más exactamente Beithhesda, «Casa de misericordia», era, en el idioma arameo de entonces, un nombre muy acomodado a un edificio destinado a aliviar las miserias humanas 8. La Puerta de las Ovejas, cerca de la que se hallaba la piscina, se cita varias veces en el libro de Nehemías 9. Llamábase así probablemente porque por ella entraban en la ciudad y en los patios del Templo los numerosos rebaños de carneros cebados en las estepas del Este, que servían para la alimentación y para los sacrificios. Estaba situada al noroeste de las murallas, aproximadamente en el emplazamiento de la actual puerta de San Esteban 10. Los cinco pórticos construidos sobre la piscina formaban, según noticias de San Cirilo de Jerusalén 11, un cuadrilátero, dividido por una galería transversal. Este estanque, que va a hacerse célebre en la historia de Jesús, ha sido por mucho tiempo identificado, aunque erróneamente, con el vasto depósito, hoy seco, que lleva el nombre de Birket-Israin. Excavaciones hechas desde el año 1871, muy cerca de la iglesia de Santa Ana, han puesto de manifiesto, a cincuenta pasos al Nordeste, sus preciosos restos; y este emplazamiento está tan conforme con una tradición que se remonta hasta el primer tercio del siglo IV, que cada día va siendo mayor la concordancia de opiniones sobre este particular 12.
Después de estos pormenores topográficos, el evangelista, completando su descripción general, nos muestra «tendidos» en tierra o en míseros lechos «gran número de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos» 13. Y añade: «Esperaban el movimiento del agua, porque el ángel del Señor descendía de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua. Y el primero que entraba en la piscina después del movimiento del agua quedaba sano de su enfermedad, cualquiera que ésta fuese.»
Como en otro sitio escribíamos 14, los versos 3 y 4 son desde hace mucho tiempo materia de interminables discusiones entre los exegetas, primero por lo que atañe a la crítica textual, y después por lo que a la interpretación de los hechos se refiere... 1.° Faltan en varios manuscritos griegos muy antiguos y en una de las más importantes traducciones siriacas, fuera de que contienen hartas variantes en los manuscritos donde se leen; por lo cual sabios críticos, católicos algunos de ellos, las tienen por glosa marginal, inserta después en el texto. Mas, de otro lado, la mayoría de los manuscritos griegos y de las antiguas versiones las contienen, y parece también exigirlas el sentido general del pasaje, pues poco después el paralítico, respondiendo a Jesús, menciona la agitación de las aguas de la piscina como condición de su virtud curativa: observación apenas inteligible, si se suprimen las líneas en cuestión, que son las que dan la clave. Nos inclinamos, pues, a considerarlas como auténticas, siguiendo a muchos autores pertenecientes a todas las escuelas exegéticas 15. 2.° Concedida la autenticidad, es evidente que el evangelista, al emplear ese lenguaje, quiso indicar un milagro periódico, que se efectuaba de tiempo en tiempo por el intermedio de un ángel, que, aun permaneciendo invisible, venía a agitar las aguas y comunicarles el poder de curar al que primero consiguiese entrar en ellas después de aquel movimiento. Tal ha sido la interpretación de los Padres y antiguos Doctores, y es también la más común entre los exegetas modernos.
Con todo, muchos comentadores, aun creyentes, son del parecer en que en todo este pasaje, aun admitida su autenticidad integral, se trata no más que de un fenómeno puramente natural. «La piscina de Bethesda habría sido sencillamente un depósito de agua mineral..., donde los enfermos esperaban el momento en que el calor subterráneo, brotando súbitamente, produjese fuerte agitación en la superficie del agua, y levantase las sales metálicas que constituían la eficacia del baño 16. Según esta opinión los movimientos del agua eran intermitentes, y su virtud curativa era eficaz sobre todo en los primeros momentos después de la agitación. Los judíos, poco versados en el conocimiento de las causas naturales, atribuían la virtud de curar de la piscina a la intervención de un ángel. San Juan, pues, no habría hecho sino recoger el eco de la creencia popular. Pero a esto se puede responder: ¿Qué agua mineral o gaseosa es capaz de curar no solamente a los paralíticos y a los cojos, sino también a los ciegos mismos? Porque de igual manera se menciona a estos últimos que los otros enfermos que esperaban la agitación de las aguas. Además de que el cronista no pone distinción entre su creencia personal y la del pueblo; los términos en que expone los hechos –en la hipótesis de que toda su narración sea auténtica– describen una creencia general. Dificultoso nos parece, por tanto, no admitir aquí un milagro que se repetía muchas veces, a intervalos probablemente irregulares.
Entre los enfermos que se apretujaban en derredor de la piscina de Bethesda, para aprovecharse de la virtud de sus aguas, hallábase una paralítico 17 digno de interés especial, pues su mal databa ya de treinta y ocho años. El mismo nos dirá que no estaba reducido a inmovilidad absoluta, ya que no había perdido por entero la contractilidad de sus músculos. El también nos dirá cuán escasa era su esperanza de cobrar la salud, aun en aquel lugar, testigo de tantas curaciones. Mas he aquí va a llegarle la libertad, bien que de un modo totalmente imprevisto. Jesús, a quien su infinita compasión atrajo hacia aquel conjunto de todas las miserias, se aproximó a él, y le preguntó con bondad: «¿Quieres ser sano?» Extraña parecía semejante pregunta, hecha por otro cualquiera a un infeliz tullido, acometido de inveterada enfermedad 18, y que se hallaba allí precisamente para obtener su curación. Pero tenía un fin nobilísimo: el de excitar la fe y la esperanza del enfermo, y llevar su atención hacia un medio de salud en que, a buen seguro, no había nunca pensado. Al hablarle de esa manera, el omnipotente taumaturgo le prometía tácitamente devolverle la salud. En la respuesta del enfermo rebosa profunda tristeza: «Señor, no tengo hombre que me meta en la piscina cuando el agua fuere revuelta, porque entretanto que yo voy, otro entra antes que yo.» ¡Nadie, en tan gran miseria! ¡Ni un amigo, ni un alma caritativa que por él se interesase para hacerle aquel indispensable servicio! Por de más había sido que, arrastrándose trabajosamente, intentase entrar en la piscina en el momento propicio: siempre se le había adelantado otro.
Replicó Jesús, con acento de suave autoridad: «Levántate, toma tu lecho, y anda.» Estas palabras, casi idénticas a las que el Salvador había dicho poco antes a otro paralítico, produjeron inmediato resultado. El enfermo quedó curado al punto, y, tomando a hombros el lecho, se fué de allí. Acababa de efectuarse un milagro indiscutible. Ahora bien, continúa el evangelista, «era sábado aquel día». Observación importante, que es como el nudo de todo el episodio. En efecto, cuando las autoridades religiosas de los judíos vieron a aquel hombre que llevaba su lecho por las calles se escandalizaron grandemente, y le dijeron con aspereza: «Es sábado, y no te es lícito llevar tu lecho.» Es verdad que había una tradición respetable que prohibía transportar cargas en tales días 19; pero se daban legítimas excepciones a esta regla. Lo reconocían los mismos rabinos, cuya es esta máxima 20: «Si un profeta te dice: Quebranta las palabras de la Ley, obedécele, excepto en lo que toca a idolatría.» A esta norma se ajustaba, sin saberlo, el paralítico al responder a los judíos: «Aquel que me curó me dijo: Toma tu lecho y anda.» Sobreentendía: le asistía el derecho de mandarme, ya que, con devolverme la salud por medio de un milagro ha demostrado poseer una autoridad superior, y, yo, naturalmente, le he obedecido.
Preguntáronle entonces los judíos: « ¿Quién es ese hombre (expresión desdeñosa) que te dijo: Toma tu lecho y anda?» Evidente era a todas luces que con aquella pregunta querían adquirir noticias sobre que fundar un proceso en regla contra Jesús. Pero el paralítico ignoraba el nombre de su bienhechor, que, luego de hecho el milagro, se alejó de la piscina y desapareció entre la muchedumbre.
No era una fuga, para escapar de un peligro que aún no existía, sino acto de prudencia, a fin de evitar una aglomeración tumultuosa y las aclamaciones que entonces habrían servido para estorbar el ministerio del Salvador.
Mas poco después – y todo induce a creer que fué en el mismo día– se encontró de nuevo el Salvador con el paralítico en un patio del Templo, adonde había ido movido sin duda por un sentimiento de piadosa gratitud. «Mira, que ya estás sano –le dijo–; no peques más porque no te acontezca alguna cosa peor». De donde se infiere que aquella inveterada enfermedad había sido, como en el otro caso semejante que poco ha estudiamos, castigo de graves desórdenes morales. Jesús había curado la enfermedad; pero podía ésta retoñar, y aun en forma más terrible, si quien había recibido tan señalado beneficio recaía de nuevo en el pecado.
Doblemente venturoso, por haber obtenido su perdón, a la par que su curación fuese el paralítico a anunciar a las autoridades judías que Jesús era quien le había devuelto la salud por medio de un prodigio. Al dar este paso no tuvo, ciertamente el dañado designio de denunciar a su bienhechor, como tal vez se ha supuesto. Tampoco intentaba provocar a las autoridades. Antes creía ingenuamente rendir homenaje al poderoso y compasivo taumaturgo y granjearle estimación y honra. Empero no conocía la malicia de los enemigos de Nuestro Señor, que, muy al revés, le «perseguían porque hacía estas cosas en sábado». Se fueron, pues, en busca de Jesús, y le colmaron de reproches y amenazas. Aquellos hombres de espíritu estrecho y malvado, que neciamente confundían sus tradiciones humanas del sábado con la verdadera significación del precepto divino, ni aun se dignan advertir el asombroso milagro que acaba de obrar Jesús; una circunstancia secundaria es lo único que atrae su atención y excita su cólera. El hecho es bien significativo y Jesús no dejará de recordárselo un día 21.
Entretanto les opone, en primer lugar, esta profunda y majestuosa sentencia «Mi Padre obra hasta ahora, y yo obro también.» Así iba derechamente al fondo de la cuestión, y a la vez reivindicaba para sí la dignidad y atributos de Hijo de Dios, por los que era rey y señor del sábado. No hay, no puede haber reposo absoluto para Dios. Es esta una verdad perspicua que también el teósofo judío Filón expresó con bello lenguaje 22: «Nunca cesa de obrar; mas de la traza que el quemar es propio del fuego, y de la nieve el enfriar, así es propio de Dios el obrar.» Sin duda, está escrito que el Creador descansó el séptimo día, después de haber realizado su obra portentosa, y en memoria de este descanso misterioso estableció el sábado para su pueblo 23; pero no es menos cierto que el reposo divino nada tiene que ver con la inercia. No es cesación de toda actividad, menos aún suspensión de sus paternales beneficios. Su acción continua es necesaria para la conservación de las criaturas y para el gobierno del mundo. Este mismo era el sentir de algunos rabinos: «R. Pinchas hizo esta observación: Aunque está dicho que Dios cesó de su trabajo, no se refiere esto más que a la creación del mundo, y no a su conducta respecto de los impíos y de los justos» 24. Jesús, como su Padre celestial, obra de continuo, sin que su actividad esté limitada a ciertos días o forzosamente detenida por el descanso del sábado. Se muestra así muy a lo hijo; su Padre obra; ¿cómo podría Él permanecer inactivo? La acusación lanzada contra Él recae, pues, al fin y al cabo, por manera indirecta, contra el Padre mismo.
Penetraron sus enemigos el alcance de esta respuesta breve y llena de dignidad. Era claro, en efecto, que en sus labios las palabras muy acentuadas, «mi Padre» no tenían el sentido amplio en que todo piadoso israelita podía aplicárselas, sino que denotaban a Dios como «su propio Padre» en el sentido más estricto 25. Y por esto, después de oídas, los judíos concibieron contra Jesús sentimientos aún más rencorosos; y llegaron a meditar designios de muerte, como lo nota el evangelista. De hecho, el atribuirse naturaleza divina hubiera sido, en un blasfemo cualquiera, crimen harto más grave que la simple violación del sábado.
Para justificarse va a pronunciar el Salvador, con majestad verdaderamente divina, un admirable discurso –el primero de los que nos ha conservado San Juan–, en el que, reiterando y desenvolviendo su anterior aseveración, demostrará que realmente es el Hijo de Dios y el Mesías. Es una página sublime, de un razonamiento conciso y vigoroso. En él se desborda por instantes el sentimiento filial; mas también sus impresiones dolorosas, sobre todo hacia el fin, cuando denuncia la incredulidad de los judíos.
Tenemos, pues, aquí una tesis francamente apologética. Se compone de dos partes casi iguales. En la primera 26 reivindica Jesús enérgicamente su naturaleza divina y los derechos que ella le confiere. En la segunda 27 señala los testimonios que se han dado en su favor: testimonios irrecusables, pero a los que sus adversarios han rehusado dar crédito.
Desenvolviendo, en primer lugar, la solemne protesta que acababa de oponer a los ataques de los jerarcas judíos, insiste en las relaciones que existen entre su actividad y la de su Padre.
En verdad, en verdad os digo: que el Hijo no puede hacer por sí cosa alguna, sino lo que viere hacer al Padre: y todo lo que el Padre hiciere, lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace: y mayores obras que éstas le mostrará, de manera que os maravilléis.
Por tres veces resonará en este discurso la grave fórmula «En verdad, en verdad os digo», especie de juramento con que Jesús abona con la veracidad divina sus gravísimas declaraciones. Hay, comienza diciendo, estrecha comunión, o mejor, absoluta identidad de operaciones entre su Padre y El. Añadiendo que el Hijo nada puede hacer por sí mismo, no significa mengua de su libertad, ni de su espontaneidad divina en su plenitud; pero no puede obrar de otro modo que el Padre, pues entrambos tienen una sola y una misma voluntad. El Padre ama tiernamente a este Hijo único, infinitamente amable. Ahora bien: a aquellos a quienes se ama se les manifiestan los secretos: una razón más de la perfecta identidad entre la actividad del Padre y la del Hijo. Cosa es de asombro ver cómo Jesús, para darnos alguna idea de sus relaciones con el Padre, toma una comparación de la afección de los padres humanos, que comunican con sus hijos sus íntimos pensamientos y designios, y les inician en los rudimentos de su oficio o de su arte. Acaba de aludir a sus milagros, singularmente a la curación del paralítico, y ha anunciado que hará cosas aún más admirables. Lo que sigue del discurso nos dice en qué consistirán.
Porque así como el Padre resucita los muertos y les da vida, así el Hijo da vida a quien quiere. Y el Padre no juzga a ninguno: mas todo el juicio ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo, como honran al Padre: quien no honra al Hijo no honra al Padre que le envió.
Poder de resucitar a los muertos y derecho de juzgar a todos los hombres: tales son, pues, las dos grandes obras a que ha aludido. Respecto de ellas desciende a algunos pormenores, explicando primeramente la significación espiritual y moral, tanto de la resurrección de los muertos como del juicio.
En verdad, en verdad os digo que viene la hora, y ahora es cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren, vivirán. Porque así como el Padre tiene vida en sí mismo, así también dió al Hijo el tener vida en sí mismo; y le dió poder de juzgar, porque Él es el Hijo del hombre.
Un día, al fin de los tiempos, según predecirá Jesús aún más claramente días antes de su pasión 28, vendrá la resurrección general, en el sentido propio, seguida del juicio universal, y entonces los buenos serán recompensados eternamente, en tanto que los malos sufrirán eterno castigo:
No os maravilléis de esto, porque viene la hora, cuando todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios. Y los que hicieron bien, saldrán de ellos para la resurrección de la vida; mas los que hubieren hecho el mal, para la resurrección del juicio.
Acaba Jesús la primera parte de su discurso con el pensamiento que le sirvió de punto de partida:
No puedo yo de mí mismo hacer cosa alguna. Según como oigo, así juzgo: y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió.
Hubiérase podido objetar a Jesús que los derechos y poderes sobrehumanos que se atribuía no tenían más fianza que sus aseveraciones personales. Previniendo esta objeción la refuta en la segunda parte de su apología. De su dignidad sublime pasa con suma naturalidad a tres testimonios que demostraban su realidad por modo irrefragable, haciéndonos oír sucesivamente tres voces: la de su Padre celestial, la de sus propios milagros y la de las Sagradas Escrituras. Y es de notar que, después de haber hablado hasta aquí, modestamente, en tercera persona –salvo en la afirmación inicial que ha servido de tema: «Yo también obro»–, emplea en adelante la primera persona.
Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Otro es quien da testimonio de mí; y sé que el testimonio que da de mí es verdadero. Vosotros enviasteis cerca de Juan, y él dió testimonio a la verdad. Mas yo no tomo testimonio de hombre: pero digo esto para que vosotros seáis salvos. Juan era una antorcha, que ardía y alumbraba, vosotros quisisteis alegraros un instante con su luz.
Dentro de poco tiempo no tendrá Jesús reparo en decir: «Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero» 29; y para ello tendrá cumplida razón, pues su origen divino y su santidad eran fianza de su veracidad; pero aquí hace una concesión: condesciende, por un momento, en aplicarse la ley jurídica, muy legítima por otra parte, en virtud de la cual no se presupone imparcial el testimonio que uno da en favor propio 30. Varios comentadores han entendido que este «otro» que dió testimonio verídico de Jesús no era otro que Juan Bautista, mencionado inmediatamente después; pero no han observado que, si Jesús le nombra, es para descartarlo casi al punto, al decir que no recibe testimonio de hombre alguno. Desde ahora, pues, se trata del testimonio de Dios mismo, sumariamente indicado en este lugar, en espera de ulteriores desenvolvimientos. El elogio que Cristo hace del Precursor es tan hermoso cuanto merecido. Con todo, Juan Bautista no era más que una lámpara, una antorcha cuyo modesto resplandor no se podía comparar con los brillantes rayos del Mesías: Non erat ille lux. Tan sólo el Salvador erat lux vera quae illuminat omnem hominern venientem in hunc mundum 31 . A la alabanza del Precursor agrega Jesús un áspero reproche contra los sacerdotes, a cuyo orgullo nacional había halagado por algún tiempo la vana satisfacción de ver levantarse inopinadamente en Israel aquel profeta, visiblemente enviado por Dios.
Oigamos ahora el testimonio del Padre celestial, que se había manifestado de tres maneras: por los milagros, ya muy numerosos, de Jesús; por el testimonio inmediato de la voz divina; probablemente la que acompañó al bautismo del Salvador; en fin, por las Escrituras.
Pero yo tengo mayor testimonio que el de Juan. Porque las obras que el Padre me dio que cumpliese, las mismas obras que yo hago me dan testimonio de que el Padre me ha enviado. El Padre, que me envió, Él dió testimonio de mí. Vosotros nunca habéis oído su voz, ni visto su faz, ni tenéis en vosotros estable su palabra, porque al que Él envió no le creéis. Escudriñáis las Escrituras en las que creéis tener la vida eterna; ahora bien, ellas dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para que tengáis vida.
Por dos veces aún dirige aquí Jesús a los judíos severa reprensión: no habían querido dejarse convencer ni por sus «obras», es, a saber, por el conjunto de su conducta, y especialmente por sus milagros, ni por las diversas manifestaciones con que Dios había querido iluminarlos, hablando sucesivamente a sus oídos, a sus ojos y a sus corazones. Particular fuerza tiene lo que aquí dice Nuestro Señor del testimonio que de Él dan las Escrituras. En hecho de verdad, los escribas y los rabinos de entonces estudiaban con diligencia y aun «escudriñaban» asiduamente la Biblia 32; mas como en este estudio seguían su acostumbrado método mezquino y frívolo, casi ningún provecho sacaban ni para sí ni para los otros. Sobre todo, teniendo sobre sus ojos, por su propia culpa, la opaca venda de que habla San Pablo 33, se negaban a ver en el Antiguo Testamento el brillante retrato del Mesías, del que casi en cada página hay un precioso trazo. Por donde su lectura venía a ser de todo en todo infructuosa 34.
Al acabar su discurso, Jesús pasa de la defensa a la acometida, y señala las causas de la incredulidad de sus enemigos y sus deplorables consecuencias.
Yo no busco mi gloria en los hombres. Mas yo os conozco y sé que no tenéis el amor de Dios en vosotros. He venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís la gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que de sólo Dios viene? No penséis que yo os he de acusar delante del Padre; otro hay que os acusa: Moisés, en quien vosotros esperáis. Porque si creyeseis a Moisés, también me creeríais a mí, pues él escribió de mí. Mas si a sus escritos no creéis, ¿cómo creeréis a mis palabras?
¡Qué santa energía se descubre en este lenguaje, y qué tinte de tristeza, a vista de tal resistencia a la gracia y del castigo que les espera! No podía Jesús declarar mejor la necia ceguedad de sus oyentes. Quisieran poseer la vida verdadera, y se desvían del que se la trae. A justo título consideran a Moisés como el personaje principal de la historia de Israel, y rechazan al Mesías, de quien hablan sus escritos. No se percatan de que Moisés será el primero en condenarlos. No tardará en cumplirse la predicción del Salvador de que aquellos ciegos e insensatos, que no quisieron recibirle, acogerán presurosos a muchos falsos Cristos, que servirán de instrumento a la venganza divina 35.
¿Cuáles fueron los resultados inmediatos de este discurso eminentemente apologético y cristológico, que abre vastísimos horizontes sobre la naturaleza y la obra del Verbo encarnado? San Juan termina esta su narración sin decírnoslo; mas parece que los judíos quedaron vivamente impresionados, pues que nada hallaron que replicar a Nuestro Señor, y le dejaron retirarse tranquilamente sin osar poner sobre Él sus manos violentas.

II– Jesús vuelve a Galilea

El incidente que precede sólo ha sido narrado por San Juan. Los tres sinópticos refieren otros dos que sucedieron por entonces, y que ponen también de manifiesto la violencia de la lucha ya empeñada contra el Salvador por sus implacables enemigos, los fariseos y los escribas. Buscarán éstos por doquier y aun, si el caso llega, provocarán ocasiones de dañarle; mas Él aceptará valerosamente el desafío, y responderá victoriosamente a sus odiosas acusaciones. Tanto según los sinópticos como según el cuarto Evangelio, la aparente violación del sábado por Nuestro Señor será lo que provoque esta vez en Galilea la explosión violenta del conflicto, que hasta entonces había permanecido casi latente en esta provincia.
De vuelta a Galilea, después de la fiesta que había ido a celebrar en Jerusalén, caminaba cierto día Jesús, seguido de sus discípulos, por un sendero que atravesaba un campo de trigo 36. No se menciona nominalmente la localidad donde esto sucedió; probablemente estaba situada en la ribera occidental del lago de Genesaret. Llegaban ya a sazón las espigas, estábase, pues, en plena primavera, no lejos de la Pascua, pues en el día segundo de esta solemnidad, el 16 de Nisán, se ofrecían a Dios en el Templo las primeras gavillas de la recolección de la cebada que se adelanta algo a las otras. Era un día de sábado, un sábado especial cuyo lugar en el año litúrgico determina San Lucas; pero con una expresión tan oscura, que aún no se ha logrado dar con su verdadera significación. Y no será por falta de hipótesis para explicar la locución «segundo-primero» 37, que no hallamos en ninguna otra parte de la literatura sagrada ni de la profana. Según la opinión más probable 38, sería este sábado el primero que seguía al segundo día de la octava pascual. Como la ley mosaica ordenaba 39 que desde este día se contasen los siete sábados o semanas que median entre Pascua y Pentecostés, con el fin de distinguirlos de todos los otros sábados del año por su especial importancia, habríase añadido a su número de orden la palabra «segundo», es decir, segundo día de Pascua, que indicaba su punto de partida. Sea de ello lo que fuese, el hecho narrado parece haber acaecido poco después de la curación del paralítico de Bethesda. Si la solemnidad que entonces había llevado a Jesús a Jerusalén era, como creemos, una Pascua, haría un año completo que ejercía el Salvador su ministerio; otros dos aún debían transcurrir antes de su muerte.
Quienes seguían al divino Maestro, que tan pobre vida hacía, no siempre estaban seguros de tener el pan cotidiano Y así fué que en este «sábado segundo-primero» sus discípulos, que tras Él iban, viéronse obligados, para calmar el hambre, a coger algunas espigas, que frotaban entre sus manos para desgranarlas. Nada tenía en sí de reprensible tal acto, pues la ley judía expresamente autorizaba a cualquiera que atravesase una viña o un campo de cereales a coger algunos racimos o algunas espigas para calmar el hambre o la sed, con tal de consumirlos allá mismo 40. Aún subsiste en Palestina esta caritativa tolerancia. Con todo, bien que en ello no hubiese falta alguna, podía tal acto ser pretexto a otro género de acusación. Los fariseos del lugar, que, con ánimo de espiar a Jesús, le habían seguido aun en la soledad de la campiña –quizás para ver si caminaba más de los 2.000 codos 41, que eran la distancia máxima que los rabinos permitían andar en día de sábado–, presto descubrieron en la conducta de los discípulos ocasión de censura. Llegándose al Salvador, sobre quien hacían recaer, naturalmente, la responsabilidad, le dijeron en tono severo: « ¡Mira! 42. Tus discípulos hacen lo que no es lícito en sábado.»
En otro sitio 43 hemos dado abundantes pormenores sobre la manera, excesivamente rígida, con que, según los escribas contemporáneos de Nuestro Señor, debían observar los judíos el reposo del sábado. Sobre el texto auténtico de la ley, Ex 31, 12-17, que no desciende a particularidades, habían ellos levantado todo un sistema de casuística, y aun a menudo ridícula, que, so pretexto de proteger el sábado, lo había transformado en verdadera carga. Según su exagerado sabatismo, coger dos espigas de trigo era trabajo de segador, que estaba formalmente prohibido 44; desgranarlas en la mano era trillar, falta asimismo grave, al decir de aquellos espíritus estrechos. Según esto, los discípulos del Salvador eran gravemente culpables, dos veces culpables; y el Maestro, que semejante escándalo toleraba, era, ya se ve, partícipe de su culpabilidad 45.
Con oportunidad y energía que pronto redujeron a los acusadores al silencio, tomó Jesús la defensa de sus discípulos, y a la vez protestó de aquella extremosa interpretación que empequeñecía el espíritu del precepto. En su breve respuesta adujo cuatro argumentos; los dos primeros tomados de la historia de la revelación; el tercero, de un texto de los profetas; el cuarto, de la recta y sana razón. He aquí la traducción de este discurso, en que hemos reunido las tres redacciones evangélicas:
¿No habéis leído lo que hizo David cuando tuvo hambre, y también los que con él estaban: cómo entró en la casa de Dios 46 y comió los panes de la proposición, que no le era lícito comer, como tampoco a los que con él estaban, sino sólo a los sacerdotes? ¿O no habéis leído en la ley que los sacerdotes los sábados en el Templo quebrantan el sábado, y son sin pecado? Pues dígoos que aquí está quien es mayor que el Templo. Si supieseis qué quiere decir: Misericordia quiero, y no sacrificio, nunca habríais condenado a inocentes. El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado. Así es que el Hijo del hombre es Señor aun del sábado.
El ejemplo tomado de la historia de David 47 es de singular fuerza, por la profunda veneración que todos los judíos sentían hacia este rey, a quien justamente consideraban como un hombre según el corazón de Dios. Prueba que a veces acaece en la vida humana al haber colisión entre dos mandatos, y que entonces el derecho positivo ha de ceder ante el derecho natural. Estaba prohibido entre los hebreos, a quienquiera que no fuese sacerdote, comer aquellos doce panes, que renovaban cada sábado, llamados «panes de la proposición», porque estaban puestos en una mesa de oro en el «Santo» del tabernáculo, para representar delante de Dios a las doce tribus de Israel 48. Mas, con todo eso, no puso reparo el sumo sacerdote en dar algunos a David para aplacar su apremiante hambre ¿Cómo los fariseos, que se preciaban de conocer a fondo las Escrituras, no se acordaban de esta circunstancia ni sabían hacer aplicación de ella? En la fórmula « ¿No habéis leído?» con que el Salvador cita este ejemplo y el siguiente hay un verdadero reproche. Se ha observado que suele emplearla cuando hace alguna alusión a los Libros Sagrados ante oyentes instruidos 49 mientras que dice « ¿No habéis oído?» cuando habla al pueblo o a un auditorio heterogéneo 50.
Más de notar es aún el segundo ejemplo que alega Nuestro Señor para justificar la conducta de sus discípulos, pues se refiere directamente al sábado y a su descanso obligatorio. Al considerar puramente los hechos, habríase de decir que los sacerdotes y los levitas violaban de continuo el sábado, pues en tales días era su trabajo mayor que de costumbre, por ser más los sacrificios, hasta el punto de que entonces era preciso doblar el número de los ministros. Y, eso no obstante, ¿quién hubiera pensado en acusarlos? Todos admitían esta máxima del Talmud: «Una obra servil hecha para el culto deja de ser servil» 51. Luego se pueden dar excepciones de la regla general del sábado, igual que de otras leyes. Pero el acto que se imputaba a los discípulos como transgresión ni siquiera era un trabajo. ¡Con qué majestad añadió Jesús, como conclusión de su segundo argumento: «Pues yo os digo que aquí está quien es mayor que el Templo»! Alude a sí mismo, como Mesías. A fuer de tal tenía, pues, derecho de interpretar la ley, y, en caso necesario, de dispensar de ella a sus discípulos, de igual modo que el Señor permitía el trabajo de los sacerdotes los días de sábado.
Ya en otra ocasión había opuesto Nuestro Señor a las injustas censuras de los fariseos 52 la sentencia divina «Yo quiero misericordia y no sacrificio», tomada del profeta Oseas. Con ella reprende aquí la degenerada casuística, la incalificable dureza de aquellos hombres, que condenan a inocentes, sin dignarse siquiera examinar si su proceder es merecedor de disculpa.
De altísimo valor es el argumento de razón con que Jesús termina su elocuente defensa: «El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado.» Tan evidente, tan indiscutible es este principio, que varios rabinos lo expresaron, tiempo después, en esta forma: «El sábado ha sido puesto en vuestras manos y no vosotros en las del sábado». Quería decir el Salvador que el reposo del sábado fué instituido por Dios como un beneficio para los israelitas, y no como pesada carga. Muy de otro modo juzgaban los escribas y fariseos, que trocaban al hombre en esclavo del sábado.
Al concluir torna el Salvador a hablar de sí mismo para reivindicar una vez más, a título de Hijo del hombre, de hombre ideal y de Mesías, autoridad suprema sobre el sábado. Es su «Señor», es decir, su dueño. Está pues, el sábado debajo de su inmediata inspección, y a Él le atañe determinar sin oposición de nadie lo que en tal día es permitido o vedado, según el espíritu de la ley. Notémoslo bien: por ningún caso intenta Jesús abolir todavía el sábado, como tampoco los sacrificios y otras instituciones análogas del judaísmo. Se contenta actualmente con explicar el precepto y desembarazarlo de las falsas interpretaciones con que tan tristemente le habían recargado hombres sin mandato y sin competencia. Y tan bien enderezado fué su razonamiento, tanto peso tenía, que ninguno se atrevió a refutarlo. Fué ésta una primera victoria que entonces consiguió Nuestro Señor.
Otra alcanzó poco tiempo después, también en día de sábado, con ocasión de otra acusación de sus adversarios, lanzada, esta vez, directamente contra El 53. Habiendo entrado en la sinagoga de una población, que tampoco nombran los escritores sagrados, se proponía, como dice San Lucas, anunciar a los asistentes la buena nueva al acabarse el servicio divino. Sin decirnos si pudo o no realizar su intento, los narradores pasan al hecho particular que hizo desbordarse el odio de sus enemigos. Hallábase en la sinagoga un hombre cuya mano –la mano derecha, dice el mismo San Lucas, con médica precisión– estaba «seca», es decir, atrofiada, rígida e inerte, a consecuencia de una parálisis local que había paralizado la circulación de los jugos vitales en aquel órgano. Este mal se tiene por incurable cuando ha durado notable tiempo; y si el arte humano ha conseguido alguna vez curarlo, nunca ha sido súbitamente. En su comentario del pasaje en que San Mateo refiere este hecho, cita San Jerónimo unas líneas, que dice haber leído en el Evangelio apócrifo de los Nazarenos, y, según las cuales, aquel infortunado había sido albañil; de modo que iba a quedar reducido a la mendicidad si Jesús no venía en su ayuda. Posiblemente es que esta circunstancia sea histórica.
Mezclados en la asamblea, sentados en sitios de honor, que ellos sabían buscar muy hábilmente 54, hallábanse varios fariseos, fija su atención en Nuestro Señor, pero con harto malignos pensamientos. Sabían que el reposo obligatorio del sábado no era obstáculo para sus curaciones maravillosas 55, y esperaban que delante de ellos mismos sanaría al pobre enfermo; entonces podrían acusarle ante la autoridad religiosa. También en este punto se había mostrado la odiosa severidad de los escribas, que no permitían curar en sábado a un enfermo, como no fuese que peligrase su vida; en todos los demás casos eran inexorables, juzgando por violadores del sábado aun a los que en este día llevasen a los enfermos unas palabras de consuelo. ¡Desventurado quien se rompiese un brazo o padeciese una torcedura de un pie en día de sábado! Tenía que aguardar a que el sol se traspusiese para recibir los primeros cuidados; ni aún se toleraba derramar un poco de agua fresca en las heridas.
Como Jesús tardase más de lo que deseaban sus impacientes enemigos en efectuar el milagro que les diese ocasión de impugnarle, tomaron la delantera y le hicieron esta insidiosa pregunta: « ¿Es lícito curar en sábado?» Mas como Él leía sus pensamientos más íntimos, lejos de caer en el lazo que le tendían, frustró su astucia con divina sabiduría. Dirigiéndose al punto al enfermo, le dijo con tono de mando: «Levántate y ponte en medio.» Esta vez va a dar a su milagro todo el esplendor posible, para mejor protestar contra los falsos principios de los escribas respecto del sábado. Obediente al mandato, salió –adivínase con qué emoción– al medio de la asamblea. Respondiendo entonces a la pregunta de los fariseos con una contrapregunta, conforme a un método que parece haber sido usual, les dijo a su vez Jesús: «Os pregunto yo: ¿Es lícito, en sábado, hacer bien o hacer mal, salvar la vida o quitarla?» Este lenguaje, aunque poco diferente, al parecer, del de ellos, presenta el caso de conciencia a una luz muy distinta: Sustituye Jesús la palabra «curar» con la de «hacer bien», y establece después dos disyuntivas, la segunda de las cuales completa la primera, y la aplica a la circunstancia presente. De esta suerte transformaba el alcance del acto y declaraba que no sólo no había falta en curar a un enfermo en día de sábado, sino que, muy al revés, la habría en no curarle. El dilema del fariseo era: obrar o no obrar. El del Salvador es: hacer el bien o no hacerlo, y el no hacerlo equivale muchas veces a hacer el mal.
Clara es la respuesta a una pregunta así planteada; tan clara, que los adversarios del Salvador se guardaron muy bien de darla, pues habrían tenido que condenarse a sí mismos. Entonces Jesús les dijo, con merecida severidad: «¿Quién habrá de vosotros que teniendo una oveja, si ésta cayere en sábado en un hoyo, no la eche mano y la saque? ¿Pues cuánto más no vale un hombre que una oveja?» En efecto, el propietario de un animal que cayese en un hoyo o en una de aquellas cisternas frecuentemente disimuladas por el ramaje en medio de los campos de Oriente estaba autorizado por la escuela farisaica a hacer, aun en sábado, cuanto fuese preciso para sacarlo 56. Este ejemplo, sacado del sentido común y de la práctica corriente, acabó de confundir a aquellos preguntones, que permitiendo un trabajo, tal vez considerable, para evitar una pérdida material, negaban a Jesús el poder curar un enfermo por medio de una simple palabra.
Entre el silencio general repuso el Salvador: «Luego es lícito hacer bien en sábado.» Y paseando sobre sus adversarios una mirada, en la que se leía, dice San Marcos, una mezcla de indignación y de tristeza –de indignación por su malicia y mala fe; de tristeza por el endurecimiento 57 de sus corazones–, dijo al enfermo: «Extiende tu mano » Aquella pobre mano, inerte hacía quizá mucho tiempo, se extendió sin dificultad. Estaba milagrosamente curado y tan sana «como la otra», añade San Mateo.
Furibundos 58 por haber sido vencidos y humillados ante toda la concurrencia, los fariseos, apenas salieron de la sinagoga, hicieron junta con los herodianos para concertar de mancomún la traza de ejecutar el criminal designio de perder a Jesús. Aquí, como en Jerusalén, decidióse, en principio, dar muerte al Salvador; la dificultad consistirá, hasta última hora, en la manera de ejecutarlo. Ya hemos dicho antes que los herodianos eran judíos muy adictos a la dinastía de Herodes; como si dijéramos liberales, en el orden político, y aun en parte en el religioso. Es motivo de extrañeza ver así conchabados hombres de tendencias tan opuestas; pero ¿no ofrece la historia ejemplos de contubernios semejantes entre gentes afiliadas a partidos muy diversos, a fin de alcanzar el logro de sus deseos? Ya veremos más adelante 59 cómo Herodes Antipas era en el fondo poco favorable a Nuestro Señor, y así el concurso de sus partidarios, sobre todo en la Galilea, podía ser útil a los fariseos para ejecutar su horrible designio.

III– Retírase Jesús cerca del lago Tiberiades, donde se le juntan muchedumbres afectas 60.

No le pasó inadvertida al Salvador aquella intriga sanguinaria; mas no turbó la paz de su alma. Empero, conforme a su norma de no exasperar a sus enemigos mientras no llegase su «hora», la hora de su sacrificio, se retiró 61 Jesús con sus discípulos a una de las soledades cercanas del lago de Tiberíades. Por singular contraste, nos lo muestran los evangelistas rodeado al punto de muchedumbre de gentes adictas, a manera de real cortejo, y a cuya afección correspondía Él con reiterados beneficios. Es ésta una consoladora página de la vida de Nuestro Señor y un interesante resumen de su ministerio en esta época.
San Mateo y San Marcos nos dan una lista, no por breve menos elocuente, de las regiones donde las gentes acudían en tropel cabe tan buen Maestro. Procedían principalmente de las provincias judías: primeramente de la Galilea, donde Jesús desplegaba entonces su actividad; después de la Perea, de allende el Jordán, y también de Judea. Tan sólo Samaria, entre las cuatro provincias que constituían la Palestina propiamente dicha, no enviaba cerca del Salvador grupo alguno digno de memoria. Acudían también de Jerusalén, donde, a pesar de la indiferencia de unos y la animadversión de otros, había hallado Jesús desde el principio cierto número de partidarios. Pero no eran únicas las comarcas judías en participar de esta santa y ardorosa peregrinación; también las regiones colindantes, aunque paganas, estaban representadas cerca de Cristo. Los escritores sagrados citan, entre otras, la Idumea, al sur de la Judea; la Decápolis, al este de Galilea; las ciudades de Tiro y de Sidón, al noroeste de esta misma provincia, y la Siria al nordeste. Favorecían este gran movimiento popular las vías que enlazaban todas estas regiones con Cafarnaún y el lago de Tiberíades. ¡Qué fuerza de atracción no debía de tener quien, sin esfuerzo alguno por granjearse popularidad, así allegaba en torno suyo tan varias y numerosas muchedumbres! En verdad que era aquél un espectáculo consolador y grandioso.
Algunas circunstancias, que los evangelistas cuidaron de anotar, prueban cuán bueno y lleno de gracia era Jesús, y cuánto también el amor con que aquel pueblo le correspondía. Es grato leer en el Evangelio de San Lucas que las turbas acudían cerca de Jesús no menos para «escucharle» que «para ser curados de sus enfermedades». La fama de su doctrina no era, pues, inferior a la de sus milagros. Los que iban en busca de curación para sus enfermedades corporales, con esa rudeza familiaridad del Oriente, empeñaban verdaderas batallas por llegarse al taumaturgo, que a todos curaba con bondad inagotable. «Se arrojaban» 62 sobre El, imaginando más segura la curación si lograban tocar su sagrado cuerpo, pues se sabía que, por sólo su contacto 63, habían acaecido maravillosas curaciones. Escenas de esta índole se repetían tan a menudo, que Jesús hubo de pedir a sus discípulos tuviesen de continuo una barca amarrada en la orilla y presta siempre a recibirle, donde pudiese refugiarse cuando estuviese demasiado apretado de la muchedumbre o cuando quisiese tomar un momento de reposo. Y si el caso llegaba de que sus enemigos se tornasen más amenazadores podría esta navecilla transportarle en pocas horas al otro lado del lago. Acudían también los endemoniados y se prosternaban a los pies del Salvador, clamando con todas sus fuerzas: «Tú eres el Hijo de Dios.» Homenaje que Jesús había rechazado ya 64, y contra el que seguía aún protestando con energía. Mas no era sólo a los posesos a quienes imponía silencio; lo recomendaba también insistentemente, por los motivos arriba indicados, a cuantos entonces curaba de algún mal físico o moral. En cuanto de Él dependiese, quería evitar que la afluencia y la confianza del pueblo agravasen la situación, ya harto difícil, en que le había puesto el partido farisaico. Por el momento le bastaba con ser su propio heraldo.
En este proceder dulce y humilde ve San Mateo, constante en su empeño de poner de relieve las circunstancias de la vida del Salvador que de antemano habían sido señaladas por los profetas, la realización de una hermosa predicción de Isaías 65 que también el Targum aplica al Mesías. Hela aquí tal como la leemos en el primer Evangelio 66:
«He aquí mi siervo, que escogí; mi amado, en quien se agradó mi alma: pondré mi espíritu sobre él, y anunciará la justicia a las naciones. No porfiará ni dará gritos, ni oirá nadie su voz en las plazas públicas. No quebrantará la caña ya cascada ni apagará la torcida que humea hasta que haya traído el triunfo de la justicia. Y las gentes esperarán en su nombre.»
La segunda parte del libro de Isaías, a que estas líneas pertenecen, está dedicada casi por entero al «Servidor de Yavé», es decir, al Mesías y a su obra de redención. Ahora bien: es notorio que todos los elementos del retrato aquí trazado por el profeta convienen perfectamente a Jesús, tal como los cuatro Evangelios nos lo han dado a conocer. A orillas del Jordán, el Padre lo había manifestado como su Elegido, como su Cristo, con esplendoroso testimonio, a la vez que derramaba sobre Él su Espíritu copiosamente. La actitud de Jesús hacia aquellos a quienes traía la salvación se describe principalmente con rasgos negativos, que nos lo muestran lleno de exquisita suavidad, de bondad misericordiosa, de incomparable modestia. ¡Cuán diferente del tribuno popular, que no cura más que de su propia fama! Y de tal suerte es Salvador por excelencia, que se esfuerza por reanimar la vida dondequiera que de ella quede una centellica. Notemos también que no es sólo el Salvador de los judíos, sino que a todas las naciones, a los hijos de Israel, bien así como a los paganos, anuncia la buena nueva de la redención y trae la esperanza de la verdadera dicha. Del triunfo final no hay ni sombra de duda en la mente del profeta.