Vida de Cristo
Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA
CAPÍTULO VI. PRIMERA EXCURSION POR GALILEA
I– Ocasión y resumen de esta primera misión
No obstante la natural fatiga consiguiente a jornada tan laboriosa, el celoso Pastor de las almas, al día siguiente, muy de mañana, no acabada aún la noche del sábado al domingo 1, estaba ya de pie, e, inadvertido de todos, dejaba calladamente la casa. «Particularidad notable del lago de Gennesar es estar cercado de soledades desiertas. Estos solitarios lugares, ya situados en las mesetas, ya escondidos en los barrancos que abundan cerca de la playa, ofrecían adecuados refugios para el reposo y la oración». A uno de ellos se recogió Jesús, y al punto su alma quedó sumida en la oración. Para unirse más completamente con su Padre celestial por medio de una ardiente oración, dejó la casa de su futuro apóstol; pero también para hurtarse a los aplausos de los habitantes de Cafarnaún, cuya admiración y alborozo se había sobreexcitado con los milagros de la víspera. Quería sobre todo, según lo mostrará el curso de la narración, poner por obra, sin tardanza, un gran designio que en su espíritu tenía trazado.
Entretanto, los discípulos, notada su ausencia, y llenos de inquietud 2, se pusieron a buscarlo, guiados por Simón-Pedro. «Todos te andan buscando», le dijeron no bien lo hallaron. En efecto, apenas llegada la aurora, las turbas habían acudido a ver al poderoso y misericordioso taumaturgo. Pero el Hijo de Dios no se había encarnado sólo para dispensar sus bendiciones a una comarca privilegiada; por lo que respondió a sus discípulos, recordándoles que otros muchos hijos de Israel tenían también derecho a su predicación y a sus beneficios. «Vamos a las aldeas y ciudades cercanas 3, pues menester es que les predique también el Evangelio del reino de los cielos, porque para esto he sido enviado» 4. Tal era, en verdad, la primera función que su Padre celestial le había confiado: anunciar el próximo establecimiento del reino de los cielos y colocar sus fundamentos.
Tres veces, cuando menos, veremos a Cristo emprender viajes de predicación por Galilea. El que en este pasaje mencionan los sinópticos comenzaba su bienhechora serie 5. Fué de considerable extensión, según se infiere de las expresiones con que los tres evangelistas esbozan compendiosamente este período de intensísimo trabaje. «Discurría Jesús por toda la Galilea –dice San Mateo– enseñando en las sinagogas, y predicando el Evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.» En este breve, pero elocuente resumen, hallamos los elementos ordinarios del ministerio de Jesús: de un lado, la predicación, cuyo teatro solían ser las sinagogas y cuyo tema principal era el reino de Dios; de otro, la curación milagrosa de los enfermos y posesos 6. Merced a este santo consorcio procedía Jesús a un tiempo mismo como médico de las almas y como médico de los cuerpos. Sus reiterados milagros disponían los corazones a recibir con fruto sus enseñanzas, cuya verdad atestiguaban. Arrojando a manos llenas en los entendimientos la semilla de la divina palabra, evitaba que el fruto de los prodigios quedase reducido a un resultado tan sólo superficial y transitorio.
La Galilea entera fué, pues, evangelizada. Según una indicación que sólo trae San Lucas 7 –si realmente es auténtica–, Jesús habría ido en su primera misión mucho más allá de los límites de esta provincia. Se habría extendido también esta misión a la Judea, es decir, a la Palestina en general, conforme al significado que a veces da a este nombre el tercero de los sinópticos 8. Carecemos de noticias respecto de la ruta seguida por el divino Misionero y por sus discípulos. De las palabras «Vamos a las aldeas y ciudades cercanas» se puede inferir que las poblaciones más próximas de Cafarnaún –Bethsaida, Corozaín, Magdala, Dalmanutha– fueron evangelizadas las primeras. Tan considerable trabajo exigía ciertamente varias semanas, y por ventura meses. Los términos empleados por los evangelistas, en especial el uso del imperfecto y del participio junto con el imperfecto 9, indican duración no escasa.
II– Curación de un leproso. Jesús es odiosamente rechazado por sus paisanos de Nazaret.
Después de esta solemne manifestación que nos describen los tres sinópticos, causa cierta extrañeza que no recuerden más que un solo hecho de esta importante misión 10. Es, al menos, un caso de curación extraordinaria que atrajo grandemente la atención. Cerca de una ciudad que no se nombra, un desventurado israelita acometido de lepra, olvidando el precepto de mantenerse a cierta distancia de los pasajeros 11 o violándolo atrevidamente con la esperanza de obtener su curación, se aproximó a Jesús –los tres narradores señalan la sorpresa que causó su inopinada aparición–, se puso de rodillas y se prosternó luego delante de El. Las palabras que se escaparon de sus labios, corroídos ya por el mal, no fueron menos humildes y conmovedoras que su actitud: «¡Señor –exclamó–, si quieres puedes purificarme!»
Purificarme: era la expresión técnica que desde tiempos de Moisés usaban los judíos para significar la curación de la lepra, ese mal repugnante y terrible, que ha sido siempre uno de los más dolorosos azotes de Egipto, donde tuvo origen, de la Palestina, de Siria y de otros países bíblicos, y que también ha penetrado en varias regiones de Europa. Ampliamente se halla descrito en el capítulo XIII del Levítico (Lv 13); los relatos de los viajeros y los informes de los médicos nos dan a conocer todas sus tristes circunstancias.
1º En cuanto al cuerpo. Desde la piel, a la que acomete en primer lugar, se introduce lentamente en el interior del organismo, invadiendo las carnes, los músculos, los tendones, el sistema nervioso y hasta los mismos huesos, que carcome y en parte destruye. De este modo son invadidos los miembros, unos tras otros, con atroces padecimientos físicos y morales. Los labios y la nariz desaparecen; el rostro y el cuerpo se cubren de úlceras purulentas y fétidas; se desprenden las falanges de los dedos, y a veces hasta las manos y los pies. Este estado espantoso puede durar bastantes años, ya que los órganos esenciales no son acometidos sino gradualmente. Los leprosos viven, pues, muriendo. Y lo más horrible del caso es que su mal es incurable, como lo sospechaban ya los antiguos hebreos 12, y como lo reconocen hoy los médicos más peritos. De aquí que los rabinos mismos, que para todas las enfermedades recomiendan remedios, ninguno indican para la lepra.
2° En el orden social. Como este mal se tenía entonces por contagioso 13, había ordenado el legislador hebreo rigurosísimas disposiciones para aislar en todo lo posible a los que de ella estuviesen acometidos. Una vez comprobada, tras diligente examen, la existencia de la terrible enfermedad, eran declarados legalmente impuros y apartados de las ciudades. Para darse a conocer desde lejos tenían que llevar vestidos desgarrados, ir con la cabeza desnuda, cubierta la barba con un velo, advertir de su proximidad a los pasajeros, gritando: Tamé, tomé, «Impuro, impuro» 14. Así desamparados, se convertían en parias de la sociedad, quedando reducidos las más de las veces a mendigar, como aun se ve hoy a las puertas de Jerusalén. Para hacer su vida más tolerable solían reunirse en pequeños grupos y ponían en común sus miserias 15.
3º En el orden religioso no eran los leprosos propiamente excomulgados entre los judíos. Se les permitía asistir a las ceremonias del culto en las sinagogas, pero en condiciones harto humillantes: debían entrar los primeros, salir los últimos y colocarse en lugar aparte. Pero el concepto que generalmente se tenía de las causas de su enfermedad no era sino para aumentar su desconsuelo. Dábase por cosa averiguada que mal tan horrible tenía que ser castigo de Dios, merecido por grandes pecados 16. De ahí viene el nombre hebreo de la lepra tzara'at, «golpe» dado por Dios, azote divino.
San Lucas, como médico que era, apunta una circunstancia que manifiesta cuán triste era la situación del infortunado que venía a arrojarse a los pies del Salvador. Estaba «lleno de lepra». Sus pies, sus manos, sobre todo su rostro, mostraban las huellas visibles de su enfermedad. Pero su confianza en la omnipotencia de Jesús era firmísima: «Si quieres, puedes limpiarme», curarme. Pero ¿«querría» el taumaturgo? ¿Vendría en ello? El leproso, aunque no tuviese certidumbre, lo esperaba, y su indirecta súplica no tenía otro fin que conmover el corazón del buen Maestro e inclinar favorablemente su voluntad.
Se cumplió de contado el intento, como nos enseña San Marcos, el evangelista más puntual para anotar los sentimientos del Salvador. Los rabinos judíos, no creyendo haber hecho lo bastante con agravar las rigurosas reglas dictadas por Moisés respecto de los leprosos, estaban muy lejos de mostrar a estos infortunados la compasión de que, a fuer de hombres y correligionarios, eran merecedores. Tal de ellos hubo que se ufanaba de arrojarles piedras para apartarlos de su camino. Otros huían y se escondían apenas los divisaban. Otros ni aun les consentían lavarse la cara 17. ¡Qué diferente la conducta de Jesús! Al ver y oír al desventurado que de aquel modo le suplicaba, sintió hacia él profunda compasión 18, que manifestó con su ademán y con sus palabras. «Alargando la mano, le tocó» (al leproso). El texto de la ley prohibía este contacto; pero «cuando la caridad se junta con el poder puede ponerse sobre la ley» 19 en cosas tan secundarias. Al mismo tiempo pronunció el Salvador estas dulces palabras, que como eco respondían a la súplica del leproso: «Quiero, sé limpio.» La lepra quedó curada «al punto», como lo observan los tres evangelistas. Era un milagro de primer orden, ya que, juntamente con la horrible enfermedad, desaparecieron hasta sus huellas y los estragos que había producido en el rostro y miembros de aquel infortunado.
Pero de golpe se muda la escena, cuando Jesús, en tono severo 20, intima al leproso curado estas dos órdenes: «Mira que a nadie lo digas; sino ve, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu curación lo que Moisés Prescribió, para que le seas testimonio.» Poco ha hemos oído, a propósito de la expulsión de un demonio, el primero de estos mandatos. Sabía Jesús muy bien que no era posible impedir que se dilatase la fama de que ya de ordinario los obraba en presencia de muchos testigos 21. Ni podía tampoco desear que quedasen desconocidos, pues tenían por fin el acreditarlo como enviado de Dios y dar mayor autoridad a su predicación. Y de otro fado, ¿cómo contener totalmente los impulsos de gratitud de todos aquellos a quienes tan grandes beneficios otorgaba? Mas, cuando menos, se esforzaba por amortiguar el rumor de sus señalados hechos para no dar ocasión de agitaciones profanas y políticas. Sucediese luego lo que sucediese, su fin, en parte al menos, quedaba conseguido, pues el mismo silencio que imponía era buena prueba de que no buscaba la admiración de la muchedumbre. En el caso actual, preveía que el leproso, de natural ardiente, intentaría enardecer los ánimos, y que viéndose curado del todo se creería dispensado de satisfacer a las obligaciones legales que le quedaban por cumplir. De ahí la otra recomendación, no menos apremiante, con que Jesús recordaba a este hombre que antes de tornar a la sociedad de las gentes estaba obligado, en primer término, a hacer comprobar su curación por medio del sacerdote encargado de este oficio en la región, y en segundo lugar, a ir a Jerusalén para ofrecer las víctimas de antiguo prescritas por Moisés: para los ricos, una oveja de un año y dos corderos; para los pobres, un cordero y dos palomas 22. Con razón «quería evitar Jesús que el ejercicio de su poder taumatúrgico pareciese contrariar a prescripciones importantes de la ley. Ahora bien; la ley contenía una orden urgente, pues se trataba de devolver al leproso curado sus privilegios sociales, y este derecho estaba reservado a los sacerdotes. Al Salvador mismo le importaba esta comprobación oficial, puesto que, a la vez que testimonio irrecusable para los sacerdotes de su respeto a la ley de Moisés, de cuya violación no tardarían en acusarle, lo sería también de su dignidad mesiánica, demostrada hasta la evidencia por sus milagros» 23.
Para mejor expresar Jesús la importancia que concedía a esta su doble intimación, según otra expresión enérgica que leemos también en San Marcos 24, lo «arrojó» de su lado. Cuanta había sido la bondad mostrada al leproso antes de sanarlo, tanta es ahora la severidad después de haberlo curado. Empeño inútil cuanto al primero de los mandatos, pues el enfermo, apenas dejado el lugar donde estaba el taumaturgo, comenzó a contar y publicar el prodigio que en favor suyo había sido hecho. Esta indiscreción, por lo demás tan natural, tuvo embarazosas consecuencias para el Salvador, que no podía ya entrar abiertamente y en pleno día en las ciudades sin provocar, mal de su grado, aclamaciones populares que le eran molesta carga y aun en parte estorbaban su ministerio, por lo que se vió moralmente constreñido a renunciar por algún tiempo a sus designios de activísimo apostolado en poblaciones importantes. Pero también amaba la vida de retiro, y la practicó recogiéndose a lugares solitarios, donde gozoso se entregaba a la oración. Con todo, a medias no más andaba oculto, pues aun entonces las turbas, deseosas como estaban, nos dice San Lucas, «de oírle y de ser curadas de sus enfermedades, lograban dar con su retiro». Y él las acogía con su bondad inagotable.
En este lugar juzgamos puede colocarse un doloroso y significativo incidente que San Lucas, con ligera transposición, narra al principio de la vida pública 25; pero que, ciertamente, hubo de acaecer después, como quiera que en él se alude a numerosos y resonantes milagros poco hacía efectuados por Jesús en Cafarnaún. Por aquel tiempo fué, pues, el Salvador a Nazaret, la humilde aldea «en que se había criado», según que lo recuerda el cronista. Allí más que en sitio alguno quisiera Jesús derramar sus divinos favores; pero precisamente en Nazaret, «su patria», es donde se van a manifestar los primeros chispazos de la contradicción, que no podían menos de estallar en Galilea, como antes en Judea, contra la persona y la obra del Mesías.
El primer sábado después de su llegada fué Jesús, según costumbre suya, a la sinagoga, donde tantas veces había orado, para asistir al oficio divino. Una tradición que parece antigua dice que este edificio estaba al Norte de la actual basílica de la Anunciación, subiendo hacia el centro de la ciudad, en el sitio mismo donde hoy se levanta la iglesia de los griegos melquitas 26. Sigamos los principales ritos de la reunión. Una vez que el rosch hakkenéset o cabeza de la sinagoga y sus asesores oficiales ocuparon sus sitios en la tribuna levantada delante del arca santa, «el delegado de la comunidad» –cuyo nombre en hebreo era selíahh tsibbur– comenzó el rezo de las oraciones de costumbre. Primero dos «bendiciones», dirigidas una al Creador de todas las cosas, y en especial de la luz, que vela sobre su obra para conservarla y renovarla de continuo, y otra al Dios de Israel, que, después de haber elegido a su pueblo entre todas las naciones, lo colmó de gracias y le dió su ley 27. Se recitó luego el Schema 28, célebre entre los judíos, compuesto de tres pasajes del Pentateuco 29, que ponen de relieve la unidad del verdadero Dios y excitan a los fieles a pensar constantemente en El. Después de otra «bendición», que celebra a Jehovah en cuanto rey de Israel y salvador suyo, el oficiante, colocándose ante el arca, comenzó, en nombre de toda la concurrencia, la hermosa plegaria conocida con el nombre hebreo de Schemóneh ‘Esréh, es decir, «diez y ocho», porque, al principio, estaba formado de dieciocho eulogias o alabanzas dirigidas al Señor 30. Pero, al tenor de la costumbre de los días de sábado, no recitó más que las tres primeras y las tres últimas eulogias. Los asistentes se asociaban a estas diversas plegarias respondiendo Amen cuando el ritual lo prescribía. Mientras duraba el Sche móneh ‘Esréh, de pie todos se volvían hacia el arca, y, par consiguiente, hacia Jerusalén.
Seguían a estas plegarias dos lecturas, tomadas ambas de la Biblia: la prime: a del Pentateuco, es decir, de la Ley; la segunda de los libros proféticos 31. Aquella se llamaba simplemente paraschah o «división»; ésta haphataráh, «acción de despedir» porque después de ella no había ya más lecturas litúrgicas de la Biblia en el oficio de aquel día. El texto sagrado se leía en hebreo, y verso por verso, cuando se trataba de la Ley, se traducía inmediatamente al arameo por el meturgueman o «traductor». De los libros proféticos se leían de ordinario tres versos seguidos, que al punto se traducían también. Toda la concurrencia escuchaba en pie estas lecturas; luego se sentaba para escuchar la explicación que de ellas se hacía.
El día en que Jesús honró con su presencia la sinagoga de Nazaret, todo había sucedido como acabamos de referir, hasta que se llegó a la lectura tomada de los profetas. En este momento, Jesús se adelantó para leer. ¿Había sido especialmente invitado por el jefe de la sinagoga, o bien se ofreció Él mismo, ya que el uso lo consentía? Dificultosa es la respuesta; mas el texto de San Lucas parece favorecer a la segunda hipótesis. Como quiera que fuese, Jesús subió lentamente las gradas de la tribuna y ocupó el pupitre del lector. Entrególe al punto el hhazzan o sacristán el libro, o, mejor dicho, el «rollo» (imeguilláh) –pues los volúmenes sagrados de los judíos no consistían en cuadernos superpuestos y cosidos juntamente, sino en bandas rectangulares de pergamino, cosidas una con otra a lo largo y enrolladas en uno o dos cilindros de madera– que contenía los vaticinios de Isaías. Habiendo desenrollado 32 el pergamino, Jesús «halló», es decir, según la significación más natural de este verbo, halló providencialmente 33, un dulcísimo vaticinio de Isaías, que pinta con vivos colores, por medio de expresivos ejemplos, la misión bienhechora y consoladora del Mesías y su predilección hacia los afligidos y los humildes. He aquí el oráculo, tal como lo leemos en la narración de San Lucas: «El Espíritu del Señor sobre mí; por eso me ha consagrado con su unción. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a sanar a los quebrantados de corazón, a anunciar a los cautivos la redención y a los ciegos la vista, a poner en libertad a les oprimidos, a publicar el año favorable del Señor y el día del galardón» 34.
La cita está hecha libremente conforme la traducción de los Setenta 35; pero expresa muy bien el sentido del texto original. Al mencionar «el año favorable del Señor», el profeta aludía al gran año jubilar de los hebreos, que se celebraba cada cincuenta arios, y traía alivio y consuelo a muchos afligidos, a quienes libraba de la esclavitud o restablecía en la posesión de sus bienes 36. Era, pues, en este sentido, un año de singulares beneficios; razón por la cual se alega aquí como tipo de la era mesiánica y de sus múltiples bendiciones.
Leído este pasaje reposada y claramente, volvió Jesús a enrollar el pergamino y se lo entregó al sacristán. Se sentó después en la silla del lector, indicando de este modo que se disponía a hablar para explicar el texto sagrado. Solemne era el momento, y San Lucas lo da a entender admirablemente, mostrándonos fijas en Jesús las miradas de todos 37. Sus oyentes, impresionados de antemano, preguntaban-se qué iría a decir sobre texto tan notable aquel joven cuya reputación de predicador y taumaturgo les había llegado, primero de Jerusalén y después de Cafarnaún, si bien hasta entonces sólo se había mostrado en la pequeña aldea debajo de las apariencias de un modesto y pacífico artesano. ¡Con qué elocuencia y con qué piedad no debió de comentar este magnífico tema! ¡Cuán grato nos fuera conocer todo su discurso! Pero el evangelista no nos ha conservado más que su cortísimo exordio: «Hoy vuestros oídos han escuchado el cumplimiento de estas palabras» 38. Lo cual significaba: Yo mismo soy el Mesías redentor y consolador anunciado por Isaías. Estaba, pues, abierto «el año favorable del Señor, y todos podían recoger sobreabundantes beneficios».
Pero ya que San Lucas no nos ha conservado el discurso de Jesús, descríbenos en términos dramáticos el efecto que produjo en la concurrencia. «Todos –dice– le rendían testimonio 39 y se maravillaban de las palabras de gracia que salían de su boca.» Palabras de gracia, es decir, aquí como en otros pasajes de la Escritura 40 palabras bellas y graciosas, agradables de oír, tanto por el fondo como por la forma. Los paisanos de Jesús eran muy quienes para apreciarlas, pues sabemos por documentos fidedignos –los Evangelios, el libro de los Hechos, los escritos de Filón y de Josefo– que gustaban oír predicar y que no faltaban entre ellos oradores populares. Sino que éstos, más de una vez, al pronunciar estos sus discursos, no se cuidaban tanto de la santificación de sus oyentes cuanto del aumento de su fama personal.
Por desgracia, los habitantes de Nazaret parece se dejaron llevar más de la gracia exterior de la palabra de Jesús que de los conceptos que expresaban. Ellos mismos nos van a decir qué fué lo que admiraron y lo que les había tenido como suspensos de los labios del predicador. Comunicándose sus impresiones cuando el Salvador cesó de hablar, se decían unos a otros: «¿No es éste el Hijo de José?» Les era recio de entender cómo aquel a quien consideraban como hijo del humilde carpintero –tan secreto había permanecido su nacimiento virginal– y que no había recibido instrucción especial ni había cursado en academia alguna podía hablar con aquella gracia y distinción: rasgo que denota en ellos una ligereza imperdonable 41.
¿Percibió Jesús estas superficiales observaciones entre el murmullo de les que las expresaban, o las conoció solamente porque, can su conciencia divina, leía en los corazones? Como quiera que fuese, respondió a tan extraño prejuicio con tanta serenidad y sabiduría como firmeza. Reanudando su discurso, les dijo: «Sin duda que me aplicaréis este proverbio: Médico, cúrate a ti mismo. Las grandes cosas que hiciste en Cafarnaún, hazlas también aquí, en tu patria.» El satírico proverbio que Nuestro Señor mismo, a guisa de objeción, pone en boca de sus paisanos corría entonces con variedad de formas así entre los judíos como entre los romanos y los griegos 42. Se aplica a los que se toman la misión de socorrer a los otros estando ellos mismos necesitados de la ayuda de los demás. Ahora bien; Jesús acababa de presentarse en cierto modo como hábil médico, capaz de curar todos los males. ¿No se le podía respondér: Si tú eres realmente el Salvador de Israel, comienza por mejorar tu propia posición, cuya oscuridad y pobreza de todos aquí es conocida? Para esto haz entre nosotros milagros semejantes a los que has hecho en Cafarnaún; entonces nos convenceremos.
Tras una corta pausa, Jesús añadió: «En verdad os digo, que ningún profeta es acepto en su patria. En verdad os digo, que muchas viudas había en Israel en días de Elías, cuando fué cerrado el cielo por tres años y seis meses, y hubo grande hambre en toda la tierra; mas a ninguna de ellas fué enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta 43, en el país de Sidón. Y muchos leprosos había también en Israel en tiempos del profeta Eliseo; mas ninguno de ellos fué curado, sino Naamán el Sirio.»
Al proverbio que tácitamente le aplicaban responde, pues, el Salvador con otro perfectamente apropiado al caso 44. No se extraña de la opinión en que le tienen sus compatriotas. «La familiaridad engendra desprecio»; de ahí que quien ha vivido en la intimidad de otro, aunque sea éste un gran profeta –ya lo supo Jeremías bien a costa suya 45–, sea por lo común menos idóneo y esté menos dispuesto para reconocer sus buenas cualidades. Dicho esto, responde Jesús a la petición, más o menos explícita, de milagros hecha por los habitantes de Nazaret. No; no los hará entre ellos, y justifica su negativa con dos ejemplos sacados de la historia de dos ilustres profetas de antiguos tiempos: Elías 46 y Eliseo 47, que en caso parecido al suyo habían obrado prodigios en favor de personas extrañas a Israel y no en beneficio de sus conterráneos. Los milagros del Mesías habían de ser recompensa de la fe; no estaban ligados a circunstancias puramente geográficas.
Aun sin haber hecho Jesús expresa aplicación de estos ejemplos a sus conciudadanos, la alusión era bastante clara para ser entendida. ¿Luego valdremos nosotros, se dijeron, menos que la pagana de Sarepta y que el leproso Naamán? Comparación semejante encandeció a aquellos galileos violentos y apasionados. Varias voces lanzaron gritos de muerte contra aquel que a sus ojos no era más que un audaz provocador. Toda la concurrencia se sumó a este intento sanguinario y manos brutales se apoderaron de Cristo, y maravilla fué que no cometiesen allí mismo un horrendo atentado, que trae a la memoria el asesinato judicial ejecutado en el diácono Esteban por una turba furibunda 48. Fanáticos e insensatos, arrastran al Salvador fuera de la sinagoga, y de allí fuera de la población, hasta llegar cerca «de la cumbre de la montaña en que estaba construida su ciudad», y ya se disponen a despeñarle desde allí. Si no que Jesús, desasiéndose de sus manos, tranquilo, majestuoso, pasó por medio de ellos, sin que nadie se atreviese a arrojarse de nuevo sobre Él para detenerlo. Ibat, «iba»: palabra que por sí sola es todo un cuadro.
¿Qué había sucedido? ¿Bastaron, como suponen muchos autores, la dignidad de la actitud de Jesús, la nobleza de su semblante y de su mirada para atemorizar aquellos frenéticos? Creemos que no, pues cosa clara es –y han acertado en reconocerlo así varios exegetas racionalistas 49– que la intención de San Lucas fué referir un milagro propiamente dicho. Pero fueron demasiado lejos algunos de nuestros antiguos exegetas al decir que Jesús hirió instantáneamente de ceguera o de parálisis a los bárbaros homicidas, pues nada de eso contiene la narración. Hubo un verdadero milagro, un milagro de orden moral, que consistía en la victoria obtenida por la voluntad de Jesús sobre la de sus enemigos, reduciéndolos a impotencia. A esta categoría de prodigios perteneció también la expulsión de los vendedores del templo, y otros varios milagros nos señalarán aún los evangelistas... 50.