Vida de Cristo

Parte Tercera. LA VIDA PÚBLICA

CAPÍTULO IX. DESDE LA ELECCIÓN DE LOS APÓSTOLES HASTA LA UNCIÓN DE LA PECADORA

I. –Institución del Colegio Apostólico

Es este un hecho de capital importancia, que, como paso decisivo en orden a la fundación de la Iglesia, bien merece contarse entre los puntos culminantes de la vida del Salvador. Los escritores sagrados nos han mostrado a Jesús caminando de victoria en victoria en Galilea. Sembrada ya en abundancia la buena semilla, se prepara rica mies; el Mesías necesita obreros celosos que desde ahora puedan ayudarle a hacer la recolección. Pero, si escoge auxiliares, lo hace sobre todo mirando a lo por venir. Comoquiera que el plan concedía al ministerio personal de Jesús corta duración, era menester que, vuelto ya Él al cielo, se continuase y se desenvolviese sin dilación su obra naciente por hombres a quienes hubiese comunicado su espíritu. Desde tiempo atrás había echado ya los cimientos de esta obra importante, tomando consigo, primero de modo transitorio 1 y después definitivamente 2, varios discípulos probados, que vivieran a su lado, como ejercitándose en el aprendizaje de su futuro ministerio; mas como esto no era suficiente, va a completar ahora la obra comenzada.
Para mejor penetrar la cabal significación de este acto, conviene puntualizar la debida distinción entre las diversas categorías de partidarios de Jesucristo que aquí y allá señalan los evangelistas. Bien que todos lleven el título de «discípulos», porque reconocen a Jesús por su Doctor y su Maestro, les corresponde este nombre en grados diferentes. Había, lo primero, una gran masa de partidarios del Cristo, que eran sus discípulos en la acepción más amplia de esta palabra. En este sentido se habla en el libro de los Hechos 3 de la «muchedumbre de discípulos» que moraban en Jerusalén. Este mismo nombre se da a otra categoría de creyentes, mucho menos numerosa, pero más estrechamente unida a Nuestro Señor. Tales eran antes de su vocación al apostolado aquellos de quienes hemos hablado hace poco: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, Felipe, Natanael y Mateo; tales también, posteriormente, los setenta y dos discípulos 4 y los ciento veinte discípulos que se reunieron en el cenáculo después de la Ascensión de Jesús 5, los quinientos discípulos a quienes el divino Resucitado se manifestó en Galilea 6. Por último, con mucha frecuencia, los escritores sagrados llaman también discípulos a los apóstoles aun después de su elección. Era este su primer título, y fue después, por mucho tiempo, el más usado. Todos estos discípulos formarán en torno de Jesús, hasta el fin de su vida terrestre, como tres círculos concéntricos que le rodearán con sus fieles homenajes.
San Marcos y San Lucas 7 exponen en términos sencillísimos, pero graves y solemnes, la conmovedora escena de la elección de los apóstoles. «Y subiendo a un monte –dice el primero–, llamó a sí a los que quiso, y vinieron a Él. Y escogió doce, para tenerlos consigo y para enviarlos a predicar. Y les dio potestad de sanar enfermedades y de lanzar demonios.» San Lucas dice a su vez: «Y aconteció que aquel día 8 subió a la montaña a hacer oración y pasó toda la noche orando a Dios. Y cuando fue de día, llamó a sus discípulos y escogió doce de ellos, a quienes dio el nombre de apóstoles.» San Mateo no menciona a los apóstoles ni el hecho de su vocación sino mucho después, con ocasión de la misión que les confiara su Maestro de ir a llevar la buena nueva por toda la Galilea 9; pero su misma manera de hablar de ellos en esta sazón supone que ya de tiempo atrás formaban como un cuerpo distinto. El lugar en que San Marcos y San Lucas refieren su elección corresponde mejor al orden cronológico. Esta designación, cuya importancia hemos ponderado, la hizo el Salvador inmediatamente antes de pronunciar el sermón de la Montaña.
Mucho se holgaría nuestra piedad de saber puntualmente cuál fue la montaña donde sucedieron estos dos acontecimientos; mas aunque los tres la indican con la expresión «la montaña», es decir, la montaña por excelencia 10, lo cual supone ser conocida de todos, ninguno de ellos la llama por su nombre. Cuando menos, del conjunto de los tres relatos se infiere que no estaba muy lejos de la ribera occidental del lago de Genezaret. Ahora bien; precisamente en el variado y pintoresco macizo montañoso que cae sobre esta ribera casi frente a Tiberíades hay una colina de singular figura de 346 metros de elevación sobre el nivel del mar Mediterráneo, y a la que dan los árabes el nombre de Karn o Kurun-Hattin, «Cuernos de Hattin» 11, que muy bien pudiera ser la Montaña de las Bienaventuranzas...
Deseando Jesús dar a este acto toda la solemnidad que merecía, subió una tarde a la montaña, con un número bastante considerable de discípulos propiamente dichos, y juntos pasaron la noche en aquel lugar. Pero mientras los discípulos se entregaban al sueño, Jesús dedicó aquel tiempo a una ferviente oración 12: consultaba con su Padre celestial, le recomendaba la elección que iba a hacer y demandaba sus gracias para aquellos a quienes iba a confiar oficio tan importante y delicado. Bien podemos suponer respetuosamente que fue aquella una de las súplicas más apremiantes del Hombre-Dios durante su vida pública.
Llegada la mañana, llamó y reunió Jesús a los discípulos que había llevado consigo a la montaña. Luego, ante asamblea tan respetable, que para nosotros representa los comienzos de la Iglesia cristiana, fue proclamando uno a uno los doce elegidos. Estos, saliendo de entre los demás, venían a colocarse cerca de Él, felices y noblemente orgullosos de aquella promoción inesperada. San Marcos añade a este cuadro una expresiva pincelada: Jesús «llamó a sí a los que Él quiso», como si dijera: a los que juzgó más aptos para las funciones que les iba a confiar, los que había encomendado a su Padre en su larga oración. Los «eligió» con toda propiedad, de propio movimiento, con acto de su libre albedrío, según lo que tiempo adelante se lo recordará a los apóstoles: «No me elegisteis vosotros a mí; mas yo os elegí a vosotros» 13. Lo mismo expresará al decir a su divino Padre 14: «Tuyos eran y me los diste a mí.» La regla que le veremos seguir para la elección de sus discípulos de segunda categoría la siguió, sin duda, con mayor motivo, para la elección de los doce. No aceptaba a cualesquiera que se le ofreciesen, a todos los que deseasen acompañarle de continuo, sino a quienes Él mismo llamase y escogiese 15, pues era conveniente que el Rey-Mesías así nombrase sus futuros ministros.
«Les dió el nombre de apóstoles.» Nombre muy significativo, pues significa «enviado», mensajero, delegado 16. Con todo, no se lee más que diez veces en los Evangelios 17, que, como antes dijimos, dan por lo común a los apóstoles el título de discípulos en un sentido particular. Pero, después de la Ascensión del Salvador, se usó este nombre con más frecuencia, como lo muestran el libro de los Hechos 18 y las epístolas de San Pablo. Del texto sagrado resulta que fue Jesús personalmente quien impuso a los recién elegidos este glorioso título, e indudablemente en el momento mismo de la elección, número cuya importancia se entendió tan bien, que se usó con frecuencia como nombre colectivo del Colegio apostólico 19. Tiene, a no dudarlo, sentido simbólico, y se admite comúnmente que al elegir Jesús doce apóstoles, ni más ni menos, se proponía entroncar de manera ostensible la Nueva Alianza con la Antigua. Tomó doce apóstoles en recuerdo de los doce patriarcas que habrían sido los fundadores de las doce tribus de que, en sus principios, se componía el pueblo de Dios. A esta circunstancia hará alusión al predecir a los doce que juzgarán a las tribus de Israel 20. Sin duda por razón del sentido místico de este número se creyó San Pedro obligado –«era preciso», dirá– después de la Ascensión a llenar sin tardanza el vacío dejado por Judas 21 en el Colegio apostólico.
Después de estos pormenores sobre la elección de los apóstoles, los sinópticos citan sus nombres en tres listas, que, completadas con otra semejante del libro de los Hechos, ofrecen vivísimo interés:
22 SAN MATEO SAN MARCOS SAN LUCAS HECHOS Simón Simón Simón Simón Andrés Santiago Andrés Juan Santiago Juan Santiago Santiago Juan Andrés Juan Andrés Felipe Felipe Felipe Felipe Bartolomé Bartolomé Bartolomé Tomás Tomás Mateo Mateo Bartolomé Mateo Tomás Tomás Mateo Sant. de Alfeo Sant. de Alfeo Sant. de Alfeo Sant. de Alfeo Tadeo Tadeo Simón Zelotes Simón Zelotes Simón Cananeo. Simón Cananeo. Judas de Sant. Judas de Sant. Judas Iscariote. Judas Iscariote. Judas Iscariote. 23
Cotejando estas cuatro listas, se nota en primer lugar que cada una se subdivide en tres grupos –tres «cuadrigas», como solían decir los antiguos–, cada uno de los cuales contiene siempre idénticos nombres. Pedro, Andrés, Santiago el Mayor y su hermano Juan forman el primer grupo; Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo, el segundo; Santiago el Menor, Simón el Cananeo o el Zelotes, Judas o Tadeo y Judas Iscariote, el tercero. Uno mismo es siempre el apóstol que se nombra a la cabeza de cada grupo: Simón-Pedro en el primero; Felipe, en el segundo, y Santiago el Menor, en el tercero, en tanto que los otros apóstoles no ocupan regularmente el mismo lugar en su grupo respectivo. Además, en las listas del segundo y tercer Evangelio están unidos de dos en dos por la conjunción y (et), quizá según clasificación de Jesucristo mismo cuando envió a los doce a predicar por primera vez 24. Parece que los nombres están colocados conforme a cierto orden de precedencia, primero los de los apóstoles más célebres y después los da los otros. Constantemente se menciona en primer lugar a San Pedro y en último a Judas Iscariote, con la añadidura de esta nota infamante: «Judas, el que le entregó; Judas, que fue el traidor.» Considerable fue la parte concedida por Jesús, en la formación del cuerpo apostólico, a los lazos del parentesco: Pedro y Andrés eran hermanos; lo eran también Santiago el Mayor y Juan, y probablemente Santiago el Menor y Judas.
Más aún: ¿No habrían sido elevados a la dignidad de apóstoles algunos miembros de la familia del mismo Jesús? Cuestión es esta que ha sido y sigue siendo muy debatida. Sin descender a intrincados pormenores, indicaremos los principales motivos que nos inclinan a una respuesta afirmativa: 1º San Pablo, en su epístola a los fieles de Galacia 25, hablando de la visita que, algo después de su conversión, hizo a San Pedro, dice no haber hallado con él en Jerusalén «a otro alguno de los apóstoles sino a Santiago, el hermano del Señor». Se refiere a las claras a Santiago, hijo de Alfeo, llamado el Menor, dado que Santiago, hijo mayor de Zebedeo, había padecido ya martirio varios años antes 26. En la misma epístola 27 considera San Pablo al mismo Santiago, con Cefas y Juan, como una de las columnas fundamentales de la Iglesia, lo que, virtualmente, equivale a contarle entre los miembros del Colegio apostólico. El historiador judío Flavio Josefo 28 da también a Santiago el Menor el título de «hermano de Jesús» 29. 2º Por otra parte, al principio de su epístola católica, San Judas se declara hermano de Santiago, de donde se sigue que era también de la familia del Salvador. Y, en efecto, la lista de los «hermanos», es decir, de los primos de Jesús, tal como nos la han transmitido San Mateo y San Marcos 30, contiene los nombres de Santiago (Jacob) y de Juche, o Judá. Bien es verdad que estos nombres, que recordaban a dos ilustres patriarcas eran muy frecuentes entre los judíos, y que muy bien podían hallarse en familia, a quienes ningún lazo de parentesco unía. Asimismo es verdad que, según otros textos evangélicos 31, los «hermanos» del Salvador no creían en su misión en la época en que constituyó el Colegio apostólico. Pero esta aserción, aunque verdadera en su conjunto, no se refiere a todos los «hermanos» de Jesús, por lo que bien pudo ser que algunos formasen parte del grupo de los doce. A causa de estas dificultades, y también porque el Libro de los Hechos 32 y San Pablo 33 parecen poner distinción entre los apóstoles y los hermanos de Jesús, no pocos comentadores vacilan o rehúsan francamente admitir la identidad. Ello no obstante, nosotros la tenemos por muy probable.
Al recorrer estas listas de los apóstoles, se echa de ver con sentimiento, ya expresado por San Juan Crisóstomo 34, cuán poco sabemos, fuera de lo que nos dicen los libros del Nuevo Testamento, de la historia de aquellos elegidos del Cristo.
Excederíamos los límites de nuestro plan si quisiéramos dar un resumen, por sucinto que fuese, de los hechos auténticos que respecto de cada uno de ellos nos han transmitido los antiguos escritores. Habremos, pues, de ceñirnos aquí a recordar los rasgos más salientes.
Para hablar de la primacía de Pedro, verdadera primacía de honor y de jurisdicción, aguardaremos que el Divino Maestro se la confiara de manera evidente y decisiva. Pero bueno será observar desde luego que, después de haber sido preparada desde las primeras relaciones de Jesús con su futuro vicario 35, se insinúa asaz claramente, por el lugar que se concede a Simón a la cabeza de las cuatro listas, y más aún por la significativa expresión con que San Mateo comienza su lista: Primos, Sirvan, «El primero, Simón» 36, pues este epíteto no es ciertamente, en este caso, simple número de orden, sino testimonio de verdadera preeminencia, ya que la numeración no se aplica a los demás nombres del grupo. La condición de Simón-Pedro, chocante por sus altibajos, se retrata en varios episodios de la vida del Salvador. Era el príncipe de los Apóstoles resuelto y a la par vacilante, audaz y tímido, impulsivo y generoso; un galileo, en fin, hasta los tuétanos. Tanto su ardor cuanto su dignidad solían empujarle a tomar la delantera, para hablar y para obrar, y más de una vez será intérprete del cuerpo apostólico. Profesará ardiente amor a su Maestro; y, con todo, después de haber intentado temerariamente defenderle con la espada, renegará de Él cobardemente. Pero después se esforzará en reparar su falta todo el resto de su vida 37.
A Andrés, su hermano, y, como él, discípulo del Precursor, le cupo la gloria insigne de seguir a Jesús el primero, juntamente con Juan, el futuro apóstol muy amado 38. Aunque su fama por fuerza ha quedado como oscurecida por la de Pedro, por sus trabajos y por su muerte Andrés verificó la significación de su nombre griego, que recuerda la virilidad y el vigor. Es casi extraño que no perteneciese al pequeño grupo compuesto por Pedro, Santiago el Mayor y Juan, al que San Juan Crisóstomo llama graciosamente compañía de los «íntimos entre los íntimos». Nos dice aquí San Marcos que Jesús, sin duda algo después, dio a los dos hijos de Zebedeo y de Salomé el sobrenombre de Boanerges 39 , es decir, «hijos del trueno», con que, por manera muy propia de los orientales, aludía delicadamente al temperamento ardiente y al celo emprendedor de los dos hermanos 40, o quizá a su elocuencia arrebatadora 41. Al nombre de Santiago es uso añadir el epíteto de «Mayor», para distinguirlo de su homónimo Santiago de Alfeo, llamado, por contraste, «el Menor» 42. El fue quien tuvo la gloria de ser el primero de los apóstoles en verter su sangre por Jesucristo 43. Juan, su hermano menor, «el discípulo a quien amaba Jesús» y a quien confió su Madre al punto de expirar, el organizador de la Iglesia de Efeso después de San Pablo, fue, por el contrario, el que de los doce vivió más tiempo, pues murió a fines del siglo I de nuestra Era. Se le venera no sólo como apóstol y amigo del Salvador, sino también como evangelista y autor de tres epístolas católicas y del Apocalipsis 44.
Como ya dijimos, suele admitirse, desde la Edad Media, que Bartolomé no difiere de Natanael, aquel «buen israelita» a quien su amigo Felipe condujo a Jesús muy a los comienzos de la vida pública, y que, incrédulo al principio, presto fue conquistado por el Divino Maestro 45. Esta identificación se funda en varias razones. Puesto que cuatro de los cinco personajes mencionados al final del primer capítulo de San Juan llegaron a ser apóstoles, no se ve motivo ninguno para que Natanael sólo quedase excluido. ¿Y qué otro que el de apóstol podía ser aquel superior oficio que Jesús mismo en el pasaje citado dice reservarle? En las cuatro listas de los apóstoles, Bartolomé está junto a Felipe, como lo está Natanael en el episodio a que acabamos de aludir. En fin, en la última página del cuarto Evangelio 46, Natanael figura de nuevo en un grupo de apóstoles, probablemente porque era uno de los doce. Por lo demás, Bartolomé, en arameo Bar-Tolmai, «hijo de Tolmai», es un nombre patronímico que supone un nombre personal, que, en la hipótesis expuesta, habría sido el de Natanael.
También antes hemos visto que, según antiquísima tradición, y a pesar de la opinión contraria de Heracleón y de Orígenes, Leví y Mateo son una misma persona. Obra suya es el primer Evangelio, el Evangelio del Mesías. San Juan 47 da varias veces la traducción griega del nombre del apóstol Tomás –en hebreo, Teôm; en arameo, Tôma'–, que significa «Dídimo», es decir, «gemelo», sin duda por alusión a una circunstancia de su nacimiento. No dejaba de tener analogía el temperamento de este apóstol con el de San Pedro: ardiente y generoso en el fondo 48, tenía también sus momentos de desmayo 49.
Varios apóstoles eran homónimos, por lo cual era necesario distinguirlos por sus sobrenombres. Así, nos hemos hallado ya con los epítetos de Santiago el Mayor y el Menor. En las cuatro listas se llama a este último «Santiago de Alfeo», es decir, «hijo de Alfeo». Según muchos intérpretes, el nombre de Alfeo, en su forma hebraica medio disimulada 50, es el mismo de Cleofás, mencionado por San Lucas y por San Juan 51 con ocasión de la pasión y resurrección del Salvador. Más arriba hemos apuntado la opinión, casi común en la Iglesia latina, de que el apóstol «Judas de Santiago», como le llama San Lucas, era hermano de Santiago el Menor y próximo pariente de Nuestro Señor Jesucristo. Se objeta a esto que en la línea precedente las palabras «Santiago de Alfeo» significan ciertamente hijo de Alfeo y que es difícil, con tan poco intervalo, traducir de modo diferente dos fórmulas análogas. La objeción tiene su fuerza; pero también la tradición tiene la suya, y la literatura clásica nos ofrece ejemplos de que, en asociaciones de esta clase, el segundo nombre no siempre indica paternidad, sino también, a veces, hermandad.
Circunstancia curiosa es que a San Judas se le dan en las listas de los apóstoles tres sobrenombres diferentes 52, pues además del citado, se le aplican los de Tadeo 53 y Lebeo 54: dos diminutivos que expresan ternura 55.
Simón el Cananeo, o más propiamente, según San Lucas, Simón el Zelotes 56, había sido, como parece colegirse de este epíteto, miembro del partido de los Zelotes galileos, que existía ya en tiempo de Nuestro Señor en Palestina, aunque en forma moderada y muy diferente de lo que después fue, cuando la guerra contra los romanos. Hoy se traduciría por «nacionalista».
El epíteto «Iscariote», que, además de la nota infamante: «el que entregó a Jesús», sirve para distinguir a los dos apóstoles llamados Judas, se considera casi unánimemente como equivalente al hebreo isch Keriot, «hombre de Kerioth», es decir, habitante de la población que antaño llevaba este nombre. Es, pues, una apelación geográfica que también se aplica al padre del traidor 57. Esta aldea no era el Kirioth del país de Moab 58, al este del Mar Muerto, sino el de la Judea septentrional 59. Parece que Judas fue el único de los Doce que no era galileo.
El hallarse un traidor entre los apóstoles suscita un problema de orden a la vez psicológico y teológico que no podemos pasar en silencio. ¿Cómo se explica que Jesús eligiese por apóstol a este miserable? ¿Cómo se explica asimismo que un apóstol llegase a traicionar a semejante Maestro? Hay en esto, ciertamente, un profundo y doloroso misterio, del que se han dado, mayormente de un siglo acá, extrañísimas interpretaciones, sobre todo en el campo racionalista. Unos han llegado a decir que la intención de Judas fue hacer servicio a Nuestro Señor, entregándole a sus enemigos. Otros han dado en el extremo contrario, negando a Judas todo humano sentimiento y considerándole como hostil a Jesús desde el primer momento. No se le ha de juzgar a priori, según ideas preconcebidas en uno u otro sentido, sino a la luz de documentos imparciales, como lo son nuestros cuatro Evangelios 60. El temperamento del traidor es, en efecto, muy complejo. Al mismo tiempo en que el Salvador le otorgó el señalado honor de elegirle por su apóstol, no se puede dudar que tenía todas las cualidades requeridas para cumplir dignamente esta función. ¿Que tendría defectos y prejuicios? Ninguno de los Doce, según veremos enseguida, estaba enteramente exento de ellos; y por otra parte, ¿no le daba excelente medio para vencerlos la compañía santísima de Jesús? Sino que dejó que arraigasen y creciesen en su corazón y le dominasen la ambición, la envidia, la avaricia sobre todo –esa pasión que hace al hombre egoísta y hasta brutal–, y estas pasiones le fueron empujando a cometer el crimen más horrible de que se habló en los anales de la historia. Desde cosa de un año antes de la muerte de Cristo, cuando Judas vio frustradas las brillantes esperanzas que había fundado en su título de apóstol al convencerse de que Jesús no condescendería con las orgullosas ambiciones del mesianismo nacional de los judíos, y cuando fue testigo de la defección de muchos discípulos, su apostasía fue cosa decidida en el fondo de su alma 61. Y, con todo, Jesús le había amado como a los demás apóstoles, y hasta le había dado singular prueba de confianza haciéndole tesorero de la pequeña comunidad 62. En diversas ocasiones le advirtió clara y enérgicamente, aunque siempre con su suma delicadeza, del peligro moral que corría mostrándole que nada ignoraba de sus negros designios 63, si bien lo hizo con palabras veladas para no excitar las sospechas de sus colegas. Todo fue en vano. El corazón de Judas se endureció cada vez más hasta el momento en que fue a hacer a los miembros del Sanedrín su horrible propuesta: « ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?» Aun entonces intentó Jesús traerle a mejores sentimientos, haciendo un supremo esfuerzo para despertar su conciencia 64, mas sin conseguir conmoverla. Finalmente, hubo de abandonarle a sí mismo, y le dejó perpetrar su crimen. Para salvarle hubiera sido menester quebrantar las condiciones a que Dios ha ligado la salvación de cada uno de los hombres. Y esto Jesús no podía moralmente hacerlo.
En último término, el problema de la caída de Judas no es más que una parte de otro problema más general: el de conciliar la presciencia divina con la libertad humana, el problema de la predestinación. «Judas está entre los apóstoles como estuvo la serpiente en el paraíso terrestre, Caín en el seno de la primera familia humana, Cam en el arca, y siempre y en todas partes el mal junto al bien. Era parte del Colegio apostólico para servir de instrumento a la ejecución de los decretos providenciales relativos al Mesías. Apresurémonos a añadir que este instrumento obrará con absoluta libertad, más aún, asistido constantemente de gracias especialísimas, con cuyo auxilio hubiera podido evitar su ignominiosa traición. Pero si él de todo abusó, ¿de quién fue la falta»? 65
Mencionada la elección de los Doce, San Marcos indica en pocas palabras el doble fin que Jesús se había propuesto al ejecutar tan solemne acto: quería tener a par de sí a los apóstoles y enviarlos a predicar. Pero esto no era más que un fin inmediato. Para el futuro, tenía Nuestro Señor respecto a sus apóstoles designios mucho más vastos, que en tiempo oportuno les daría a conocer. Mientras tanto le bastaba tenerlos de continuo a su lado, primero para instruirlos y educarlos poco a poco y después para confiarles, llegada la sazón oportuna, el ministerio de la predicación, a manera de aprendizaje. Añade San Marcos que Jesús dio a los Doce poder para sanar a los enfermos y expulsar los demonios; pero es posible que esta circunstancia se refiera aquí por anticipación, pues no veremos a los apóstoles usar de este maravilloso don hasta el momento de ir a predicar por primera vez 66.
Ahora demos una ojeada de conjunto a la lista que hemos examinado por menudo: así nos será más hacedero conocer los motivos de la elección del Salvador y las reflexiones que esta ojeada nos sugiera nos dispondrán a estudiar mejor a Jesús en concepto de educador. Escribía San Pablo a los recién convertidos cristianos de Corinto: «Considerad, hermanos, vuestra vocación: que no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; antes bien, lo necio del mundo escogió Dios para confundir a los sabios; las cosas flacas del mundo escogió Dios para confundir las fuertes, y las cosas viles y despreciables del mundo y aquellas que nada son escogió Dios para reducir a nada las que son, a fin de que ninguna carne se jacte delante de Él» 67. Esta observación se puede aplicar también a la providencial elección de los Doce. Cuando se lee su cuádruple lista, se echa al punto de ver que ninguno pertenece a las clases influyentes del judaísmo contemporáneo. En vano se buscaría entre ellos, en tiempo de elección, un miembro de la casta sacerdotal, un escriba, un fariseo, un rico, un genio o un hábil organizador, porque Jesús no había menester de medios humanos para fundar su Iglesia. Así, cuando sin más concurso humano que el de estos hombres sencillos, débiles, sacados de entre el pueblo, hechos a penosos trabajos, escogidos entre los que se ganaban el pan con el sudor de su rostro, quede sólidamente establecida, podrá se decir con verdad: «El dedo de Dios está aquí.» Auxiliares henchidos de prejuicios farisaicos, orgullosos de su fuerza personal, no convenían para la obra del Mesías. Con altivo desdén tratará el Sanedrín a los apóstoles de «hombres del pueblo sin instrucción» 68, y Celso a su vez hará mofa de ellos por su ignorancia de la ciencia mundana 69. Pero aunque los apóstoles no habían frecuentado las academias de los escribas –no otra cosa significa el epíteto «iletrados»–, eran hombres de buen sentido y de sano juicio, capaces de progreso intelectual, según lo prueban sus actos y sus escritos. No les pidamos influencia y ciencia humanas, que de hecho no poseían. Jesús y su divino Espíritu sabrán instruirlos y hacerlos aptos primero para entender y después para predicar las verdades cristianas. Todos, excepto Judas, cumplirían esta función con admirable alteza de miras. ¿No había de haber entre ellos uno de los mayores teólogos que jamás hayan existido?
Aun mirando sólo a sus condiciones externas, parece, en cuanto podemos juzgar, que los Doce estaban en la fuerza de la juventud cuando Jesús los llamó. Tenían entonces probablemente de veinte a treinta años, edad del pleno vigor: condición también excelente, dado que no les faltarán ni privaciones ni fatigoso trabajo. Se cree que San Juan era el más joven de todos. Varios, si no la mayor parte, estaban casados, como Simón Pedro 70. Conocidas son las hermosas palabras de San Jerónimo acerca del discípulo amado: «Juan, que era virgen cuando creyó en el Cristo, permaneció siempre virgen, y por ello fue más amado del Salvador, y reclinó su cabeza en el pecho de Jesús» 71. Los temperamentos de los apóstoles, tal como ocasionalmente se manifiestan en los Evangelios, no obstante ser muy varios, se complementaban entre sí de modo que la comunidad de los Doce formaba por sí sola un «microcosmo» por extremo interesante.
Dicho se está que aquellos a quienes Jesús escogió para que, en un porvenir próximo, le fuesen testigos y heraldos, habían de ser israelitas de nación, ya que la Iglesia cristiana iba a suceder directamente a la sinagoga, y que a los judíos en primer lugar había de ofrecerse la salud mesiánica. Déjase igualmente entender que eran hombres religiosos, llenos de fe y de piedad, temerosos de Dios y obedientes a su ley; hombres de honestísima vida, íntegros y leales, humildes y pi u agentes, activos y desasidos de todo. Al dejar, a la primera indicación del Maestro, lo que más caro les era, habían demostrado hasta qué punto poseían esta última cualidad 72. ¿Será preciso añadir que estaban unidos a Jesús por los lazos de un afecto tan profundo como respetuoso? Bien lo demostraron compartiendo con Él por espacio de varios años su vida pobre y mortificada, y, excepto el traidor, trabajando por El, después de su resurrección, con, constante y acrisolada fidelidad. Así, pues, todo bien mirado, tenían individual y colectivamente buenísimas cualidades, cuyo germen se desenvolverá de día en día. Por donde bien podría decirse, con el debido respeto, que su elección es honroso testimonio de la perspicacia y sabiduría humanas del divino Maestro.
Y con todo eso, aun sin caer en la exageración, que no siempre se supo evitar en antiguos tiempos 73, no se puede reprimir cierto sentimiento de asombro al par que de tristeza al ver cuán imperfectos eran todavía en el orden moral –a juzgar por algunas circunstancias mencionadas en los Evangelios–, aun después de haber vivido tanto tiempo en la escuela del Salvador. Los veremos tardos en entender ciertas enseñanzas de Jesús 74; dificultosos de convencerse de la necesidad de su pasión y de su muerte 75; celosos, unos de otros 76, ambiciosos 77, vengativos 78, estrechos y exclusivistas 79, de voluntad flaca, hasta el punto de que el primero de ellos renegará de su Maestro a la voz de una criada 80, y todos le desampararan en el peligro 81, y uno le traicionará vergonzosamente. Pero, con todas estas imperfecciones, todavía eran una «porción escogida», según dice Tertuliano 82, e idóneos para ser moldeados de modo que este oro en bruto, trabajado por las manos del más hábil orfebre, se trocase en acendrado y riquísimo metal, limpio de toda escoria.
Esta educación es lo que precisamente nos queda por describir, siquiera en sus líneas generales. Con ello se nos mostrará Jesús en un nuevo aspecto, el del sapientísimo, paciente y abnegado pedagogo. Desde el punto mismo que reunió a los Doce en torno suyo, se dedicó con infatigable celo a la tarea, a menudo ingrata, que generosamente se había impuesto. Y tanto se aplicó a esta grande obra, y tan excelente método empleó, que poco a poco la llevó a feliz remate. El estudio de este método seguido por Jesús presenta singularísimo interés.
No sin razón quiso Jesús, como lo hace notar San Marcos, que sus apóstoles permaneciesen de continuo con Él desde su elección. El mismo trato constante con Jesús había de ser ya el primero y principalísimo medio de educación, cosa linda extraña para quien no olvide que nunca ha habido en la tierra quien, ni aun de muy lejos, pueda compararse con Nuestro Señor. Su distinción exterior, sus modales, su lenguaje y, sobre todo, su perfección moral, le colocaban infinitamente por cima de todos los demás hombres. Teniendo, pues, siempre este modelo ante sus ojos, aprendieron los apóstoles a conocerle, a estimarle cada vez más, y, por consiguiente, a imbuirse de su espíritu y a imitarle. ¡Tan sencilla y tan llana era su virtud! No les imponía ni austeridades como las de Juan Bautista, ni singularidades semejantes a las de los fariseos. Todo exhalaba en Jesús humildad, desasimiento, modestia, pobreza, confianza en Dios, santidad perfecta y sincerísimo espíritu de religión. En su escuela, pues, aprendieron sus íntimos discípulos no el rígido formalismo farisaico, sino la verdadera y sólida piedad. Su compasión hacia todos los que padecían, su misericordia para con los pecadores y su amor hacia su Padre celestial constituían un dechado que no podía dejar de impresionarlos. Tuvo también buena parte en su educación la vista de los milagros de su Maestro. Si tan reiteradas maravillas producían en las turbas aquella vibrante impresión que varias veces hemos observado, natural era que la produjese doblada en quienes las veían por instantes y en variadísimas formas como escaparse de sus manos poderosas. En ellas veían un argumento irrefragable en abono de la mesianidad de su Maestro. Forzoso era que su fe se depurase al notar que los milagros del Salvador eran de naturaleza bien diferente de los que sus correligionarios esperaban entonces del Mesías; fuera de que varios de estos prodigios fueron hechos de propósito en gracia de los mismos apóstoles –por ejemplo, la primera y segunda pesca milagrosa 83, el apaciguamiento de la tempestad 84, la marcha de Nuestro Señor sobre las aguas 85, lo moneda hallada en la boca del pez 86, la maldición de la higuera 87–, y, por tanto, hubieron de ejercer en sus almas influencia particular. Y estas obras del admirable taumaturgo las contemplaron muy de cerca por espacio, cuando menos, de dos años.
Siéntese el ánimo, como por fuerza, vivamente conmovido al recordar punto por punto lo que fue para los Doce esta vida íntima en compañía del más perfecto de los maestros. Pero si fueron partícipes de sus trabajos, de sus fatigas y de sus privaciones, ¡cuán inefables alegrías no gustaron también en su santa y dulcísima presencia! Cierto día les dio el parabién por este privilegio a ellos solos concedido: «En verdad os digo que muchos profetas y justos anhelaron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron» 88. Sube de punto la emoción al considerar lo que debió de ser, para naturaleza tan exquisita y delicada como la de Jesús, la vida común con aquellos hombres, toscos y rudos por su anterior condición y oficio. Con esto quedó privado de su anterior libertad y de su apacible soledad. Además, ¿no era cargo suyo el proveer de lo necesario a aquellos a quienes había pedido la renuncia del oficio con que ganaban su sustento?
Otro poderosísimo medio de la educación de los apóstoles fue la palabra de Jesús. Es innegable que ejerció sobre ellos considerable influencia. Les fue, en primer término, de provecho grandísimo su predicación general. Todo lo que aquel incomparable Doctor enseñaba al pueblo acerca del reino de los cielos, de la naturaleza de Dios, de su propia persona, de la perfección cristiana, de la caridad fraterna y de su futura Iglesia, les convenía principalmente a ellos y penetraba en sus inteligencias, instruyéndolas, y en sus corazones, mejorándolos. Pero, además, con mucha frecuencia les proponía el Salvador su doctrina en forma especial, cuyo fin directo era su formación apostólica. Los Evangelios contienen un número respectivamente considerable de estas instrucciones particulares, de estas lecciones tan concretas, tan llenas de vida, dirigidas a ellos solos, y por medio de las cuales su Maestro les infundía su propio espíritu, les inculcaba su voluntad, les ilustraba acerca de sus funciones presentes y venideras; lecciones sobre la conducta que deberán observar como predicadores del Evangelio 89, lecciones de humildad 90 de paciencia 91, de buen ejemplo 92 y de caridad para con el prójimo 93. ¡Qué riqueza de enseñanzas en el discurso acerca del fin de los tiempos 94 y en el de despedida, pronunciado en el cenáculo y camino de Getsemaní! 95. Cuando más adelante estudiemos estas páginas conmovedoras, entenderemos cuán apropiadas eran a las condiciones morales de los Doce, y cuánta fuerza tenían para obrar en ellos la transformación que Jesús deseaba. Y notemos bien que en estas conversaciones familiares de Cristo con sus apóstoles no hay huella alguna de una enseñanza esotérica propiamente dicha, nada que, llegada la hora, no haya de ser «predicado sobre los techos». Este educador sin igual sabía adaptar maravillosamente sus instrucciones y sus consejos a las circunstancias de cada caso. No revelaba sino poco a poco y en sazón oportuna a sus discípulos ciertas verdades más dificultosas de entender. Una de sus máximas pedagógicas era ésta: «Aún tengo que deciros muchas cosas: mas ahora no las podéis comprender» 96. Cuando su doctrina presentaba alguna oscuridad daba gustoso a sus apóstoles cuantas explicaciones eran menester 97, ¡Qué trabajo no le costó, a veces, hacer penetrar en sus tardos espíritus algunas enseñanzas fundamentales, singularmente, como ya hemos dicho, la necesidad de su pasión y de su muerte! Se lamentaba tal vez de esta lentitud intelectual, y es de admirar con qué candor han transcrito los evangelistas estas quejas, tan poco gloriosas para los apóstoles. Otra observación que declara la excelencia de la pedagogía del Salvador: en hecho de perfección moral no exigía a sus apóstoles sino lo que fácilmente pudiesen cumplir desde luego.
Aguardaba a que se hiciesen más fuertes para pedirles sacrificios más dificultosos 98.
El medio que con más feliz suceso empleó Nuestro Señor para la educación de sus apóstoles fue, de cierto, el amor paternal de que siempre les rodeó. ¿Y cómo hubieran podido resistir a semejante ternura y no conceder a Maestro tan amoroso todo cuanto deseaba? Su dirección fue siempre como de amigo afectuosísimo. Formaban una familia sumamente unida, cuya cabeza, siempre respetada, Él era 99. Les daba los nombres más cariñosos y tiernos, llamándoles sus amigos 100 sus hermanos 101, sus hijitos 102. Con maternal amor cuidaba de que nada les faltase, sin olvidarse siquiera de concederles algunos días de reposo después de sus grandes fatigas 103. Su bondad para con ellos era inagotable, como elocuentemente lo demuestra por sí sola aquella observación del evangelista San Juan al comenzar a describir la escena del lavatorio 104: «Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin», o, según una traducción, quizá mejor, «los amó hasta el exceso». Y así, en la solemne plegaria dirigida a su Padre al salir del cenáculo 105, repesando el tiempo que junto a sí había tenido a los Doce, podrá decir que había cumplido para con ellos todos los oficios que sugiere el afecto más profundo. Su influencia era siempre suave; penetraba en las almas a manera de un perfume Es de notar que Jesús nunca hizo violencia al temperamento moral de los suyos, no quiso que desapareciese su carácter individual; miraba a corregirles los defectos, pero dejándoles su índole personal embellecida y perfeccionada.
Mas su afecto será siempre firme y vigoroso, aunque sin caer en la rigidez. Por el bien mismo de aquellos a quienes preparaba para oficio tan elevado, no perdonaba ocasión de corregir sus imperfecciones. En sus reprensiones alternaban la justa severidad 106 y la exquisita delicadeza. ¡Cuánta dulzura no hay en aquellas palabras: «Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo?» 107, y en el mudo reproche de aquella mirada que penetró hasta el fondo del corazón del príncipe de los apóstoles, después de su negación! 108 Siempre les fue grata la compañía del Maestro, pues les permitía una familiaridad que de otro lado, ni por un instante, dejó de estar acompañada de profundísimo respeto. Siempre se ha admirado la lealtad y la franqueza, a la par que la suavidad, del método de educación seguido por Jesús. Un hombre de elevada inteligencia escribía sobre este punto: «Por más que se lean y relean historias de todas las revoluciones religiosas o políticas que han ocurrido en el mundo, por ningún caso se hallará, entre el jefe y sus compañeros, entre el fundador y sus obreros, aquel divino carácter de perfecta y severa sinceridad que reina en las acciones y en el lenguaje de Jesucristo para con sus apóstoles. Los elige y los ama y les confía su obra; mas no condesciende con ellos, no usa de reticencia, ni de estímulos aduladores, ni de promesas o esperanzas exageradas; les habla la verdad escueta, y en nombre de la verdad escueta les da sus mandamientos y les transmite su misión 109. Y esta pedagogía del Salvador para con sus apóstoles dió frutos sabrosísimos.

II. – El Sermón de la Montaña 110

San Lucas pone luego después de la elección de los apóstoles esta parte notable de las enseñanzas del Salvador, y todo induce a creer que éste es su verdadero lugar. El que ocupa en el primer Evangelio no corresponde rigurosamente al orden cronológico. San Mateo, anticipando los hechos, lo inserta al principio de la vida pública de Jesús como dignísimo comienzo y a modo de elocuente resumen de su predicación. Para que un discurso de este género pudiese producir sus frutos, se requería que Jesús hubiese predicado ya tiempo considerable y conquistado los numerosos discípulos que, según los tres evangelistas, le rodeaban ya. Esto nos lleva, según el orden más natural de los hechos, a corta distancia de aquella fiesta que hemos creído poder identificar con la primera Pascua del ministerio de Nuestro Señor. Estamos, pues, en pleno «año feliz», aunque –como nos lo dirá un célebre pasaje del discurso– hubiesen apuntado ya desde algún tiempo los primeros indicios de la oposición de las clases directoras.
La institución del Colegio apostólico y el sermón de la Montaña son hechos conexos y entrambos tienen elevadísima significación en la vida de Jesús. Con razón se los considera como los primeros pasos para la fundación de la Iglesia. Con la elección de los apóstoles se procuraba auxiliares y se preparaba continuadores oficiales; al pronunciar su gran discurso, promulgaba lo que expresivamente se ha llamado la Carta del reino de los cielos.
«Viendo Jesús las gentes, subió a un monte..., y les enseñaba...» 111. Con estas palabras encabeza San Mateo este admirable discurso que a causa del lugar en que resonó por primera vez se llama el «Sermón de la Montaña».
Poco antes hemos descrito la región que, al menos en conjunto, sirvió de teatro a este sermón. Era una de aquellas terrazas del distrito montañoso situado en la ribera noroeste del lago Tiberíades, no lejos de Cafarnaún. Había venido Jesús la víspera por la tarde a estos parajes solitarios, y había pasado la noche en oración, antes de constituir el colegio de los Doce. Las turbas, atraídas sin cesar por sus milagros, por su palabra y por hechizo de su persona, se le reunieron a la mañana y le dieron ocasión de pronunciar aquel magistral discurso. Grandiosa era la cátedra desde donde iba a hablar, en consonancia con el asunto mismo del sermón. Contrasta con la barquilla sobre la que poco ha, predicaba Jesús al pueblo reunido en la playa 112. Pero otro contraste mayor acude espontáneamente al espíritu. Siendo el Sermón de la Montaña, en cierto sentido, respecto de la Iglesia cristiana, lo que la legislación del Sinaí respecto de la teocracia del Antiguo Testamento, equivalía, pues, a la promulgación solemne de la nueva ley. Pero ¡qué diferencia, en cuanto las circunstancias exteriores en que se dieron a la tierra los dos códigos divinos! «De un lado, el desierto abrasador, una roca tétrica y gigantesca, coronada de relámpagos, un país espantoso; del otro, una meseta cubierta de césped, desde la cual se domina una región que en otro tiempo pasaba por una de las más bellas del mundo. Allí, la palabra divina resuena como trueno que hiela los corazones; aquí, llena de suavidad. Allí, el pueblo recibe la orden de permanecer apartado; aquí, las turbas se llegan familiarmente al legislador, que es juntamente el Salvador de la humanidad. Allí, se promulga la Ley; aquí, el Evangelio» 113.
Los oyentes que alcanzaron la dicha de oír este memorable discurso, según precisas indicaciones de los escritores sagrados, formaban tres categorías distintas. En primera fila los apóstoles, a quienes acababa de elegir Jesús. En la segunda los numerosos discípulos que con él habían venido la víspera. Detrás de éstos, formando apiñado grupo en torno del divino orador, la muchedumbre de gentes que de toda la Palestina habían llegado para ver a Nuestro Señor y oír su palabra. Pero a quien Jesús mayormente se dirigía era a las dos primeras clases. Fuera de que así lo indican las fidelísimas narraciones de San Mateo y de San Lucas, se deduce claramente del fondo mismo del discurso, pues, según lo veremos pronto más largamente, describe en parte las cualidades de los perfectos cristianos, únicos en quienes se cumplen con rigor, por ejemplo, las Bienaventuranzas, las palabras «Vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo», y otras muchas circunstancias 114. Con todo, cosa cierta es que, según la mente de Jesús, las más de sus enseñanzas se dirigían también a la masa del auditorio, compuesta principalmente de gentes benévolas y dóciles. Y así San Mateo nos muestra, terminado el discurso, a esas turbas llenas de admiración 115. Y San Lucas 116 emplea esta expresiva fórmula: «Y cuando (Jesús) acabó de decir al pueblo todas estas palabras...»
San Marcos no nos ha conservado el Sermón de la Montaña, pues era su intento referir antes hechos que discursos; fuera de que éste que vamos a estudiar tiene cierto colorido israelita, que hubiera interesado menos a los lectores romanos del segundo Evangelio. San Mateo y San Lucas nos lo han transmitido con variantes considerables, así en cuanto al fondo como en cuanto a la forma. En el primer Evangelio ocupa tres capítulos enteros, ciento siete versículos; en el tercero, sólo veintinueve versículos. Además, según San Mateo 117, Jesús habría pronunciado el discurso en una montaña; según San Lucas 118, en cuanto Jesús eligió a los doce apóstoles, descendió de la montaña y se paró en una llanura, donde habló a los discípulos y a las turbas. De estas divergencias aparentes, dedujeron algunos, así en la antigüedad como en nuestros días 119 que las dos redacciones reproducen dos discursos diferentes, pronunciados el más largo en la montaña ante los apóstoles y discípulos, y el más corto en la llanura, algo después, delante de las turbas que se habían reunido con Nuestro Señor.
Pero bien considerado todo, y siguiendo a la mayoría de los comentadores 120, parece que entrambas redacciones, a pesar de sus marcadísimas diferencias, corresponden a un mismo discurso. No son difíciles de explicar las divergencias, y, por otro lado, son tales las semejanzas que no se puede desconocer la identidad, Idénticas son las circunstancias exteriores: el mismo auditorio compuesto de los discípulos y del pueblo; el mismo sitio, pues la llanura mencionada por San Lucas era una meseta de la montaña, que bien podía llamarse llanura con respecto a la cumbre de que Jesús acababa de bajar. Idéntico es también el tema: la verdadera justicia y la santidad cristiana, que, aunque más compendiosamente en el tercer Evangelio, se trata en ambas narraciones. En primer lugar, las Bienaventuranzas, vienen luego diversas reglas de conducta, frecuentemente expresadas en los mismos términos; al fin, una grave advertencia en forma de parábola característica. Por lo demás, el discurso, tal como se lee en San Lucas, está contenido íntegramente en la redacción de San Mateo. Aquí, como en otros lugares, el autor del tercer Evangelio suprimió, sin duda, del documento que utilizaba ciertos pormenores que juzgó menos adecuados a sus lectores griegos, y en particular la larga comparación entre la santidad judía y la perfección cristiana 121, como también la descripción de la hipocresía farisaica 122. También omitió de industria otros pasajes que habían de hallar lugar oportuno en otras partes de su narración, dado que Jesús hubo de repetir en ocasiones diferentes algunos de sus preceptos de más señalada importancia 123. Posible es también que San Mateo, como le ocurre con harta frecuencia, sacase del lugar que cronológicamente le corresponde tal cual dicho del divino Maestro –especialmente algunos de los que expone San Lucas en otras partes 124–, para agruparlos con otros semejantes. Pero esto no pasa de pura hipótesis. El Sermón de la Montaña, tal como en el primer Evangelio se lee, debe de conservar sobre poco más o menos la misma forma con que salió del corazón y de los labios del Salvador. Su relativa longitud no es para extrañar, pues cuando Jesús enseñaba a las turbas solía exponer más ampliamente su pensamiento 125. Como quiera que fuese, tal como nos ha llegado, bien pudo ser pronunciado en menos de media hora.
Todos los intérpretes creyentes concuerdan en admirar su perfecta unidad. La idea preponderante, cuyos diversos aspectos expone, es la del reino de los cielos, considerado en su esencia, en sus principios, en las condiciones que requiere en quien desea pertenecer a él, y, para decirlo de una vez, en la santidad que ha de resplandecer en cada uno de sus miembros. Este hermoso tema de la moral cristiana, comparada con la del Antiguo Testamento, y más aún con la del judaísmo de entonces, está claramente definido y largamente tratado. Tenemos, pues, aquí una proclamación solemne del Mesías, que a título de fundador y legislador de la Nueva Alianza declara a sus súbditos lo que de ellos pide y lo que de ellos espera si quieren servirle con fidelidad, no de palabra, sino con hechos. Hasta entonces había anunciado Jesús a sus compatriotas el advenimiento del reino de Dios e instándoles a entrar en él; pero no había descrito aún circunstancialmente las cualidades morales que debían adquirir para ser dignos de pertenecer a él. Ahora va a hacerlo en esta ocasión solemne. Era preciso que sus discípulos y aun las mismas turbas conociesen su pensamiento y su voluntad sobre este punto. Se los manifestará, pues, más en forma de exposición didáctica que de exhortación, esbozando la constitución y enumerando las leyes principales del reino de los cielos. ¡Hermoso ejemplar y dechado éste que Jesús va a proponerles! Aunque no se ha de buscar en el orden de este discurso una lógica tan rígida como la de Occidente, no falta todavía un plan, bien claro, en la disposición general y en la trabazón de los pensamientos 126. A guisa de exordio, expone Jesús en las Bienaventuranzas las condiciones esenciales para obtener el derecho de ciudadanía en su reino 127. Indica a continuación, en el cuerpo del discurso 128, cuáles son las obligaciones principales de sus súbditos, señalando al mismo tiempo algunos de sus derechos. En un elocuente epílogo 129 exhorta a sus oyentes a que pongan en práctica las reglas de conducta que acaba de trazarles.
Antes de transcribir el texto del discurso, los dos evangelistas encarecen aún su valor con citar algunas circunstancias. San Lucas nos dice que fue precedido de un alarde extraordinario del poder milagroso de Nuestro Señor: «Los que estaban atormentados de espíritus inmundos, eran sanos, y toda la gente procuraba tocarle, porque salía de Él virtud, y los sanaba a todos» 130. San Mateo 131 observa que Jesús, al tiempo de hablar, «se sentó». Era su postura ordinaria cuando se alargaba su predicación 132. Añaden también manifiesta solemnidad otros dos pormenores, uno de los cuales refiere San Lucas 133: «Alzó sus ojos hacia sus discípulos» –mirada llena de esperanza, de alegría y de ternura–, y otro debido a San Mateo 134: «Abriendo su boca les enseñaba.»
Si el Sermón de la Montaña es, como se ha dicho, un magnífico palacio, las Bienaventuranzas son un pórtico y un vestíbulo dignos de él. Su nombre proviene del adjetivo latino Beati, «bienaventurados», con que comienza cada una de ellas 135. Corresponden a una necesidad universal del corazón humano, tan ávido siempre y en todas partes de felicidad, y prometen satisfacerla. Pero esta felicidad que prometen es, de cierto, una dicha purísima y altísima, de que podrán gozar primero acá en la tierra y después perpetuamente en el cielo quienesquiera que obedezcan fielmente a la ley impuesta por Cristo.
Su número difiere en las dos redacciones. Comúnmente se cuentan ocho en la de San Mateo 136: lo que Bossuet 137 llama «la octava de las Bienaventuranzas». San Lucas sólo menciona cuatro 138 a las que añade cuatro maldiciones que se corresponden exactamente con ellas, y que no se hallan en el primer Evangelio. Ha omitido las que se refieren a los mansos, a los misericordiosos, a los limpios de corazón y a los pacíficos. No carece de verosimilitud que, siendo ocho las bienaventuranzas, fuesen también ocho las maldiciones pronunciadas por Jesucristo, pues natural parece que, después de haber felicitado a los que plenamente se apropiasen el espíritu cristiano, predijese la desgracia de quienes rehusasen adquirir este espíritu.
Por lo que hace a la forma externa, las Bienaventuranzas están rimadas y acompasadas al modo de la poesía hebraica. Cada una de ellas se compone de dos hemistiquios. En el primero señala Jesús una virtud cristiana, proclamando bienaventurados a los que la poseen; en el segundo añade el motivo de sus parabienes, que consiste siempre en un privilegio especial, de que gozarán sus fieles discípulos en el reino mesiánico. El segundo hemistiquio tiene estrecha relación con el primero, en cuanto que la recompensa prometida corresponde a la naturaleza de la virtud recomendada y es digno coronamiento de ella. Pero, en suma, esta recompensa, con distintos nombres, es siempre la misma. Siempre es la misma felicidad ideal, «en la primera bienaventuranza, como reino; en la segunda, como tierra prometida; en la tercera, como verdadero y perfecto consuelo; en la cuarta, como satisfacción de todos nuestros deseos; en la quinta, como postrera misericordia, que quitará todos los males y dará todos los bienes; en la sexta, con su propio nombre, que es la vista de Dios; en la séptima, como perfección de nuestra adopción, y en la octava, nuevamente como reino de los cielos» 139. Y así como en el reino de los cielos hay dos períodos, uno presente y futuro el otro, de igual manera hemos de distinguir también dos grados en el cumplimiento de las promesas que aquí hace el Salvador: tendrán su cumplimiento parcial acá en la tierra, antes de cumplirse íntegramente en el cielo.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os maldijeren y persiguieren y dijeren con mentira todo mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos entonces, porque grande será vuestra recompensa en los cielos, porque así persiguieron a los profetas que hubo antes que vosotros.»
«Admirable exordio» el de este discurso, donde, por lo demás, cada línea es una maravilla moral. El lenguaje es, en parte, el del Antiguo Testamento, que Jesús gusta de tomar por base de su predicación; pero en parte alguna de aquél se halla un grupo, de pensamientos tan consoladores y alentadores. Mas a la vez, ¡qué paradojas, al menos en apariencia!, según ya notaba San Ambrosio 140. ¿No son antes bien desgraciados a los ojos del mundo aquellos a quienes Cristo llama dichosos? Pero no es el mundo buen juez para sentenciar acerca de la verdadera felicidad y de sus condiciones. ¡Y qué sorpresa no debieron de experimentar los oyentes mismos del Salvador al escuchar estas admirables y asombrosas palabras! En muchos debieron de excitar la duda; pero los más las admiraron, y poco a poco aprendieron a gustar la verdad de ellas. ¡Qué bien sonaban en los labios de quien traía a la tierra la verdadera felicidad! El modelo de virtud que propone es el de la perfección. El cristiano que las ponga en práctica alcanzará un alto grado de santidad, pues se asemejará al mismo Jesús, ejemplar divino, que poseía en grado supremo las eminentes cualidades que aquí recomienda en forma delicadísima. Sí; cualidades eminentes, virtudes sólidas y generosas, que no se adquieren en un día, sino a costa de penosas luchas y de constantes sacrificios 141.
Los «pobres de espíritu» –los «pobres de su grado», como traducía Lacordaire–, los pobres por voluntad, no son, directamente, ni los humildes ni los que conocen su miseria moral, sino aquellos que, ricos o pobres, se dejan guiar por el espíritu de pobreza 142. Porque si hay ricos desasidos de los bienes de la tierra, hay pobres que no soportan su pobreza sin viva impaciencia. La mansedumbre que Cristo ensalza no ha de confundirse con el encogimiento; no es debilidad, no es defecto, sino fuerza. La tierra que Jesús promete en herencia figura el reino mesiánico, ya en su fase terrestre, ya en la celestial y eterna. «Los que lloran» son, en general, todos los que padecen, todos los afligidos, con tal que sufran con paciencia, valerosamente, los dolores físicos y morales, que no en vano, según varios pasajes del Antiguo Testamento 143 daban los judíos al Mesías el nombre de consolador; nadie mejor que Él sabe enjugar las lágrimas. La «justicia» de que ha de tener hambre y sed quien aspire a ser un día plenamente saciado no es otra cosa que la santidad cristiana 144. Los misericordiosos son los que como elegantemente dice Bossuet 145, se muestran «tiernos ante las miserias de los otros». Por una consoladora aplicación de la ley del Talión, Dios les tratara con paternal misericordia, especialmente en el día del juicio. Se restringiría demasiado el alcance de la sexta bienaventuranza si sólo se la aplicase a la castidad, a la virginidad propiamente dicha; la pureza de corazón que exige es huir del pecado, es decir, la inocencia en todos sus aspectos. A los que esto practiquen se les promete una recompensa magnífica; no sólo la amistad de Dios, conforme estaba anunciado en la ley antigua 146, sino la visión misma de Dios, la felicidad suprema, y eso para siempre 147. Al pronunciar Jesús la séptima bienaventuranza, no tanto miraba a los que nosotros llamamos pacíficos como a los pacificadores propiamente dichos, según el sentido del texto griego 148. El reino de los cielos es un reino de paz; su fundador es el «Príncipe de la paz» 149; quien, pues, con palabras y acciones se hace promotor de la paz, coadyuva a los designios de Dios, y así será llamado hijo de ese Dios a quien tanto agrada la santa unión de los corazones.
La octava y última de las bienaventuranzas está propuesta más largamente que las otras. Predice la actitud, por lo común hostil, del mundo judío y del pagano respecto a los discípulos del Salvador y traza a éstos las normas que deberán seguir cuando se hallen frente a sus perseguidores. A los insultos, a las calumnias, a las persecuciones y a las violencias de todo género habrán de responder con el sufrimiento paciente, generoso y valiente hasta el heroísmo. Pero ¿no será honroso para ellos el ser tratados cual su Maestro, y no es justo que imiten la paciencia y valor que él mostró en medio de los más inicuos tormentos? 150 Además, la dicha infinita que gozarán en el cielo será amplia y eterna compensación de todos sus padecimientos. ¡Qué fuerza la de aquellas palabras: «Alegraos y regocijaos» 151, en las que la paradoja alcanza toda su amplitud! 152
Tales son las condiciones para ser dignos ciudadanos del reino de los cielos. Quien las cumpla, cualquiera que sea la raza y época a que pertenezca, merecerá ser súbdito del Mesías, pues su reino no tiene límites, y su Iglesia será católica. A cuantos quieran realizar este dechado de perfección cristiana, y particularmente a los apóstoles y a aquellos discípulos que con ellos habían de ser como oficiales superiores del reino mesiánico, expone Jesús, a continuación, en un lenguaje figurado y muy expresivo, la santa y utilísima influencia que habrán de ejercer en medio de un mundo hostil o indiferente.

Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se desabriere, ¿con qué se la salará? Para nada vale ya sino para arrojarla fuera y para que la pisen los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada sobre una montaña no se puede esconder. Ni se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino que se la pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que éstos vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre, que está en los cielos 153.

Sin dificultad se entienden las metáforas de la sal y de la luz. La sal comunica a los alimentos sabor a un tiempo agradable y sano; es además excelente antiséptico. De este último modo, en especial, pueden ser los cristianos sal de la tierra, pues son eficaz preservativo contra la corrupción del mundo. ¡Pero guárdense bien de perder cualidad tan preciosa! En cuanto la sal se torne insulsa –caso entonces frecuente en Palestina, donde se usaba la basta e impura sal del Mar Muerto–, no vale sino para ser arrojada entre las inmundicias que suelen yacer en las calles de las ciudades de Oriente. Por su vida santa y por su conducta irreprensible y, si se trata de los apóstoles y de sus auxiliares, también por su predicación, han de ser además los cristianos luz del mundo, no menos sumido en la oscuridad intelectual que en la corrupción moral. No buscan, cierto agradar más que a Dios; mas, al fin, no pueden ocultar enteramente el brillo de sus virtudes, como no puede disimular su claridad una lámpara colocada sobre el candelero ni hacerse invisible una ciudad construida sobre una montaña. Tal sucedía con la linda ciudad de Safed, encaramada sobre uno de los últimos contrafuertes del Líbano, y en la que probablemente pensaba Jesús entonces, pues la tenía enfrente cuando pronunció estas palabras.
¡Qué grande misión la que así confiaba el Salvador a sus apóstoles y a todos sus verdaderos discípulos! Serán a un tiempo principio conservador y principio iluminador del linaje humano. Se podría decir que el Sermón de la Montaña todo está compendiado en este majestuoso exordio. ¡Mas cuántas otras maravillas no nos reserva aún! Cristo acababa de establecer en la tierra una nueva ciudad de Dios. Con todo, no quiere dar lugar a que se crea que todo es enteramente nuevo en esta ciudad. Es nueva; pero son antiguos sus fundamentos, pues consisten en la ley mosaica, desarrollada o devuelta a su perfección. Por ningún caso intenta Jesús derrocar la legislación del Sinaí; muy al contrario, lo que va a hacer es transfigurarla. Para poner bien de relieve este punto, establece una larga comparación entre la ley antigua y el nuevo Código traído por Él, mas antes asienta algunos principios generales de suma importancia.

No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido a abrogarlos, sino a darles cumplimiento. Porque de cierto os digo que, mientras no pasen el cielo y la tierra, no pasará ni una jota, ni una tilde de la Ley 154 que no se cumpla. Por lo cual quien quebrantare uno de estos mínimos mandamientos, y enseñare a los hombres a hacer otro tanto, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas quien hiciere y enseñare, éste será llamado grande en el reino de los cielos 155.

Esta solemne y enérgica protesta manifiesta todo el pensamiento y el respeto de Jesús hacia la ley de Moisés. Desde el principio llama la atención la serena dignidad con que se presenta a sí mismo 156 como el reformador religioso por excelencia, como el Mesías. Lo que dice tiene certidumbre de decirlo con autoridad suprema. El pronombre personal aparecerá con frecuencia en esta parte del discurso. Hasta entonces «la ley y los profetas», es decir, todo el Antiguo Testamento, representado por sus dos partes principales 157, habían servido de regla a muchas generaciones de israelitas. ¿Va a abolirlas el Cristo?158 No, ciertamente; en sentencia de la mayoría de los comentadores, viene perfeccionarlas, elevarlas hasta el grado que Dios quería 159. Siendo la ley de Moisés expresión incompleta, pero auténtica, de la voluntad de Dios, dicho se está que el Mesías no podía destruirla, sino que deber suyo era hermosearla más y más, hacerla más perfecta y santificante. De hecho, el lenguaje que aquí usa es de una verdad indiscutible si se le considera en su conjunto y se le da su verdadero sentido. Según feliz comparación de un antiguo intérprete griego 160, procedió Jesús respecto de la ley judía como un pintor que aplicando los colores sobre un croquis hecho al carbón no sólo no lo destruye, sino que lo completa, lo embellece y le da su verdadero aspecto.
De las prescripciones de la antigua ley, Jesús realizó lo que allí era figura; sustituyó la sombra con la realidad, rejuveneció lo que había envejecido. En sus manos la legislación mosaica recibió las modificaciones requeridas por el espíritu cristiano, pero no se puede decir que la destruyese; a lo sumo se podrá decir que la destruyó como queda destruida la semilla por el desarrollo de la planta, la flor por el desarrollo del fruto. Así había de suceder, como quiera que los viejos odres del judaísmo fueran incapaces para contener el vino nuevo del Evangelio. A Jesús le interesaba esclarecer este punto, a fin de refutar las acusaciones que le hacían sus adversarios. ¿No decían éstos que quería destruir el templo 161, que violaba el reposo del sábado 162 que rechazaba las tradiciones de los antiguos, que ellos tenían por tan obligatorias como la ley misma? 163 Por eso, no contento con repetir su aseveración bajo juramento (Amen dico vobis) y con prometer a la ley mosaica una duración eterna 164 bajo el régimen cristiano, prohíbe expresamente a sus discípulos abrogarla en sus partes esenciales, y llega hasta amenazar con castigo a quienes sin razón infrinjan sus menores preceptos, en tanto que promete recompensa especial a los que fielmente la obedezcan.
Este lenguaje es de suyo clarísimo. No será, empero, cosa inútil explicarlo mas a fondo, por causa de la doble actitud que parece haber tomado Jesús respecto de la ley mosaica. Su conducta y sus palabras en este punto muestran a las claras su respeto y perfecta obediencia. Nacido bajo la ley, según dice San Pablo 165, permaneció sujeto a ella durante toda su vida. Vano empeño sería el pretender demostrar que personalmente desobedeciese a una prescripción verdaderamente legal. Fue circuncidado a los ocho días de su nacimiento. Desde niño iba en peregrinación a Jerusalén a celebrar las fiestas solemnes. Frecuentaba el templo, que consideraba como casa de su Padre y lo protegió contra culpables irreverencias. Los sábados asistía regularmente a los oficios religiosos de la sinagoga. Si curaba a un leproso, lo enviaba a los sacerdotes para que fuese comprobada su curación y para que ofreciese los sacrificios prescritos por la ley. Quería que en materia de interpretación legal se respetase la autoridad oficial de los escribas. Varias veces le oiremos ponderar el Decálogo como resumen de la voluntad divina. En una palabra, su pensamiento y su actitud externa en orden a la ley mosaica fueron siempre las de un piadoso y fiel israelita. Por lo que los ebionitas mismos, no obstante su cristianismo judaizante, decían que había sido justificado delante de Dios, gracias a su ejemplar cumplimiento de la ley 166. Y hasta el Talmud 167 pone en su boca estas palabras, que, evidentemente, se refieren al pasaje de San Mateo que estamos explicando; «No he venido a quitar nada a la ley de Moisés, sino a añadir a la ley de Moisés.»
Por otra parte, tampoco se puede negar que alguna que otra vez censuró con entera libertad ciertas instituciones mosaicas. Y si no abrogó por sí mismo ningún estatuto legal, dejando este cuidado a sus discípulos, que lo harán poco a poco; según lo pidan las circunstancias, algunas de sus instrucciones prepararon esta abrogación, según hemos comprobado ya y volveremos a comprobar más adelante en lo que toca a los sacrificios 168, al ayuno 169, al sábado 170, al divorcio 171, a la ley del Talión 172 y a las abluciones 173. Pero bien mirado todo, ni aun entonces combatía ni destruía Jesús la ley. Lo que hacía era depurarla (como en el caso de las abluciones), desembarazándola de las tradiciones humanas con que la habían recargado los escribas; o explicarla (por ejemplo, en lo tocante al sábado), demostrando que en algunas ocasiones cesaba de ser obligatoria; o reemplazar la figura con el ideal, los sacrificios cruentos con la augusta víctima de nuestros altares; en una palabra, elevarla y transformarla, eliminando –y con qué delicadeza más exquisita– sus elementos transitorios para convertirla en eterna.
Pero importa hacer notar que bien que asegurase que había venido a dar cumplimiento a la ley, nunca dijo, ni siquiera insinuó, que la Antigua Alianza habría de conservar siempre su forma primitiva ni que la legislación del Sinaí habría de subsistir hasta el fin de los tiempos como Código ritual, social y constitucional. Ello hubiera sido oponerse al cumplimiento del plan divino, con tanta claridad descrito por los antiguos profetas. ¿No había anunciado Moisés mismo que Dios daría a los israelitas un profeta semejante a él 174, que, por tanto, completaría y perfeccionaría su obra de legislador? Ahora bien, para perfeccionarla preciso era modificarla. Así, pues, para Jesús la ley (judía) es temporal y eterna a la vez. Por esto concede a lo inmutable lo que le conviene e igualmente a lo transitorio.»
De este modo explicaban ya los Padres antiguos el proceder del Salvador en cuanto a la legislación mosaica. Cumplió sus preceptos, decía San Justino 175 pero muchos de éstos, cuyo fin principal era preparar la venida del Cristo, cesaron, venido ya, de ser obligatorios; los otros, por su misma naturaleza, son perpetuos.
Expuestos los grandes principios, aplícalos Jesús en toda la serie de su discurso. Prescindiendo de generalidades, desciende a pormenores prácticos de costumbres. Enumera uno por uno seis preceptos de la antigua ley y los explica según el espíritu de la nueva, con que demuestra cómo ésta perfecciona a la otra, espiritualizándola y elevándola a una altura moral que la legislación mosaica había sido incapaz de alcanzar.

Porque os digo, que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás, y quien matare merecerá ser castigado en juicio. Pero yo os digo que todo aquel que monta en cólera con su hermano, merecerá ser castigado en juicio; y quienquiera que dijere a su hermano: Raca, merecerá ser castigado por el Consejo; y quienquiera que le dijese: Insensato, merecerá ser castigado a la gehenna del fuego 176. Si, pues, presenta., ofrenda al altar 177, y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve antes a reconciliarte con tu hermano, y después ven a presentar tu ofrenda. Ponte presto en paz con tu contrario, mientras que vas con él de camino, no sea caso que el contrario te entregue al juez, y el juez al ministro, y seas echado a la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí en tanto no hayas pagado hasta el último óbolo 178.

Al estudiar en otro sitio la «justicia» de los escribas y fariseos, notamos ya sus imperfecciones. No era suficiente aquella santidad, ni aun mirada a la luz del Antiguo Testamento, cuyo espíritu habían falseado; fuera de que era completamente superficial. Así es que la Nueva Alianza no podía acomodarse a ella. El primer ejemplo con que Jesús expone el ideal de virtud que deseaba alcanzasen todos sus seguidores está tomado del quinto mandamiento del Decálogo 179, y se refiere al homicidio. En él, como en los ejemplos siguientes, se confrontan el texto de la antigua ley y la interpretación que le daban los escribas con el ideal cristiano. Los «antiguos» a que alude el Salvador son todas las generaciones judías de los siglos pasados. El Código del Sinaí no prohibía expresamente sino el homicidio, es decir, el daño externo más grave que se puede causar al prójimo; Cristo condena hasta un simple movimiento de cólera y con mayor razón las palabras injuriosas 180. Las dos reglas de conducta, expresadas en pintoresco lenguaje y tomadas una de la vida religiosa y otra de la vida civil de aquella época, demuestran cuán necesaria era la práctica de la caridad fraterna no sólo para agradar a Dios, sino también hasta para evitar graves molestias.
Segundo y tercer ejemplo:

Oísteis que se dijo a los antiguos: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que quienquiera que pusiere los ojos en una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella su corazón. Si tu ojo derecho te escandaliza, sácalo y échalo de ti; porque conviene perder uno de tus miembros antes que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y échala de ti; porque mejor te es perder uno de tus miembros, que no todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Se dijo, además: Quienquiera que repudiare a su mujer dele libelo de repudio. Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación, la hace adulterar, y quien se casa con la repudiada es adúltero 181.

En uno y otro ejemplo se trata de la santidad del matrimonio, imperfectamente protegido por el antiguo Código. En efecto, su prohibición miraba mayormente a los actos externos: «No cometerás adulterio» 182. Jesús va aún más adelante y prohíbe hasta las miradas voluntarias de codicias deshonestas. Para mejor inculcar cuanto importa conservarse castos, cueste lo que cueste, así en el fuero interno como exteriormente, emplea dos enérgicas metáforas, que declaran, digámoslo así, guerra a cuchillo a todo lo que pueda inducir al pecado de impurezas. Es preciso saber «renunciar no sólo a los lazos más agradables, sino hasta a los más necesarios, antes que poner en riesgo nuestra salvación» 183. Eso es lo que significan el ojo derecho y la mano derecha que es menester arrancar o cortar sin compasión.
La ley que toleraba el divorcio 184, y de la que se había abusado de extraña manera 185 en el transcurso de los tiempos, había asestado duro golpe a la fe conyugal.
Pero no era más que una concesión temporal, hecha por Moisés a los hebreos, «por la dureza de sus corazones», como después dirá el divino Maestro 186. Proclamando para siempre la indisolubilidad del matrimonio, lo reduce a su unidad primitiva, ordenada desde el principio por el Creador 187
Cuarto ejemplo:

Asimismo oísteis que se dijo a los antiguos: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo que de ningún modo juréis: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es la peana de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. No jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes hacer uno solo de sus cabellos blanco o negro. Sino que vuestro hablar sea: sí, sí; no, no pues lo que excede de esto, de mal procede 188.

Esta otra antítesis versa sobre los juramentos, a los que solían recurrir los judíos con culpable ligereza. A los mismos paganos les hacía esto novedad, y sus escritores advierten cuán fácilmente los judíos, diseminados por todas las provincias del imperio, violaban sus juramentos sin mínimo escrúpulo 189, acudiendo a restricciones mentales, o a determinadas fórmulas de juramento que pretendían no obligarles en conciencia. También el Talmud se preocupa de este punto, y se pregunta si las palabras Si y No no son por sí solas suficiente garantía de veracidad entre hombres honrados 190. Con mayor razón han de serlo bajo la ley evangélica 191. Mas ello no quiere decir que Jesús prohibiese en absoluto el juramento, pues circunstancias hay en que es innegable su utilidad, especialmente ante los tribunales. El mismo Salvador prestó juramento delante de Caifás 192.
Quinto ejemplo: la ley del Talión:

Oísteis que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no resistáis al malvado, sino antes bien, si alguno te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la Otra. Y a quien quiera ponerte pleito para tomarte la túnica, déjale también tu manto 193.
Y si alguno quiere obligarte 194 a caminar mil pasos, vete con él otros dos mil. Da a quien te pide, y al que quiera tomar de ti dinero prestado no le alejes 195.

La ley del Talión estaba admitida en la mayoría de los Códigos. El de Hammurabi 196, la menciona expresamente 197, y otro tanto hace el Código romano 198; pero la conocemos, sobre todo, por la legislación mosaica, que desciende a varios pormenores respecto de ella 199. Cuando la religión y la civilización no habían suavizado aún las costumbres, ofrecía reales ventajas, dado que establecía este principio, de suyo muy legítimo: que entre la ofensa brutal, injusta, y la reparación debe haber paridad. En la práctica el Talión quedaba, por lo común, reducido a una compensación pecuniaria, determinada por los jueces. Pero tenía el grave inconveniente de excitar el espíritu de venganza y de represalias, contra el que diversos pasajes del Antiguo Testamento previenen a las almas que quieran permanecer fieles a Dios 200. Por lo que no es maravilla que Jesús no diese lugar a esta ley en la Carta evangélica, como quiera que la ley de su reino sea por excelencia una ley de amor. Sin pretender condenar las precauciones que la sociedad o los simples particulares se ven obligados a tomar contra asesinos, ladrones y demás criminales, indica en cuatro encantadoras reglas de conducta –que, por lo demás, no han de tomarse al rigor de la letra– cuál ha de ser la disposición de los buenos cristianos en orden a las injurias. San Pablo 201 las resumió en esta expresiva frase: Noli vici a malo sed vince in bono malum. No seas vencido del mal, sino vence con el bien el mal.
Sexto ejemplo: el amor hacia los enemigos 202:

Oísteis que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y os calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también eso los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso mismo los gentiles? Sed, pues, perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto.

No había sido olvidada en la ley mosaica la caridad para con el prójimo, y en varios otros lugares del Antiguo Testamento se la recomienda en términos hermosísimos 203. Por desdicha, la mayoría de los judíos limitaban con exceso la significación de la palabra «prójimo», rehusando aplicarla a los gentiles, a quienes consideraban como enemigos. No así en la ley cristiana, donde todos los hombres han de tenerse por hermanos y como tales amarse. No sólo no están excluidos de este amor los enemigos, sino que Jesús les concede, en cierto modo, lugar privilegiado al encarecer la obligación del perdón general, sin curarse de la dificultad que ofrece el cumplimiento de este precepto. Nunca se había oído hasta entonces semejante lenguaje. El ejemplo de Dios, que derrama sus beneficios sobre justos y pecadores, es un poderoso motivo que sugiere Jesús a sus discípulos para animarlos a amar a sus enemigos.
Aquella áurea regla: «Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» 204, sirve de digno remate a esta primera parte del discurso. Noble, pero «terrible» ideal 205 de la santidad cristiana, tan diferente de la «justicia» de los escribas y fariseos. ¡Qué fuerza, qué esplendor en todas estas sentencias! Ahora ya se entiende mejor cómo Jesús, lejos de destruir la ley judía, la perfeccionaba, y cuánto distaban sus interpretaciones de las de los legistas de Israel. Andaban éstos atados a la letra, a los actos externos; Él penetraba hasta lo más profundo de los sentimientos, que quería fuesen limpios de toda escoria. Se contentaban muchos de los escribas y fariseos con una santidad aparente; Jesús exigía una virtud arraigada y sólida. ¡Y con qué autoridad señalaba sus condiciones! La fórmula: «Yo os digo», hasta seis veces repetida, propia es de un Maestro a quien compete derecho de exigir obediencia sin réplica.
Con esto hemos llegado a la parte principal del discurso donde Jesús explica algunas de las grandes obligaciones de los ciudadanos de su reino. Así como a las falsas interpretaciones que del Decálogo hacían los escribas ha opuesto el verdadero sentido de la ley espiritualizada, así también a la mentida y orgullosa virtud de los fariseos opone la pureza de intención con que quiere que sus discípulos cumplan el triple deber de la limosna, de la oración y del ayuno. También estas tres obras de fe con que se había manifestado la piedad judía en el curso de los siglos 206, y que aún estaban en pleno vigor al principio de nuestra Era 207, habían de ser perpetuo alimento a la piedad cristiana. Sino que aquello que los fariseos malograban con su ostentación e hipocresía, los discípulos de Cristo deben practicarlo con toda discreción y llaneza, para no perder nada del mérito de sus actos. Esto es lo que expresa un admirable principio con que comienza esta nueva serie de recomendaciones.

Mirad que no hagáis vuestras obras de justicia delante de los hombres, para que os vean 208: de otra manera, no tendréis galardón de vuestro Padre que está en los cielos.

Y Jesús aplica al punto este principio a las tres obras susodichas, Y en primer lugar a la limosna.

Cuando, pues, hagas limosna, no toques la trompeta delante de ti, como los hipócritas hacen en las sinagogas y en las calles, para ser honrados de los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Mas cuando tú hagas limosna no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna sea en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará 209.

Probable es que no haya de tomarse al pie de la letra aquello de «No hagas tocar la trompeta»; no es más que una imagen que pinta al vivo los sentimientos de vanidad de que estaban animados los fariseos cuando daban limosnas, pues solían buscar la publicidad de las sinagogas, de las calles y de todos los lugares donde más podían llamar la atención 210. A este triste cuadro opone Jesús el de la beneficencia cristiana, que ha de ser modesta, discreta y deseosa de ocultarse 211. Sabe que Dios la ve, y no busca otra cosa, sabiendo que, según un hermoso adagio popular, «Quien a los pobres da, a Dios presta».
Igual conducta debe observarse en cuanto a la oración:

Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie 212 en las sinagogas y en los cantones de las plazas, para ser vistos de los hombres. De verdad os digo que ya recibieron su galardón. Mas tú, cuando orares, éntrate en tu aposento, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y cuando orareis, no seáis prolijos en palabras, como los gentiles, que se imaginan que por mucho hablar serán oídos. No os asemejéis, pues, a ellos, porque vuestro Padre sabe lo que habéis menester antes que se lo pidáis. Vosotros, pues, así habéis de orar: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre; venga a nos el tu reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación; mas líbranos de todo mal. Amén. Porque si perdonareis a los hombres sus ofensas, os perdonará también vuestro Padre celestial vuestros pecados. Mas si no perdonareis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados 213.

Al recomendar a sus discípulos para la oración la misma delicada reserva que para la limosna, y al invitarlos a hacerla «a puertas cerradas» en su aposento convertido en oratorio secreto, evidentemente no condena Jesús la oración pública, hecha en nombre de la sociedad cristiana. No habla aquí más que de oraciones individuales del alma a Dios, sin aparato externo, cual las que Él mismo gustaba de hacer en lugares retirados. Tampoco desaprueba las oraciones prolijas sólo por serlo; sí condena, como indica la expresión característica empleada en el texto griego de San Mateo 214, esas repeticiones vanas y supersticiosas de fórmulas con que se quisiera, digámoslo así, forzar a Dios a conceder los favores que se le piden. Quédense tales prácticas para los gentiles 215; para los cristianos serian inconvenientes 216. Bien indicó San Agustín el verdadero significado de las palabras de Jesús cuando dijo 217: «Una cosa es prolijo discurso y otra prolijo afecto. No haya en la oración vana palabrería, pero no falte continuada suplicación, Aliud est serme multus, aliud diuturnus affectus. Absit ab oratione multa locutio, sed non desit multa precatio.»
Según su costumbre, al precepto junta Nuestro Señor un modelo concreto con que mejor muestre a sus discípulos cómo, en pocas palabras, se puede dirigir a Dios una ferviente oración que sea perfecto resumen de cuanto hay de mejor así para su gloria como para nuestro provecho. Igual que las Bienaventuranzas, el «Padre nuestro» se halla en el tercer Evangelio 218 en forma compendiada. Pero ningún inconveniente hay en admitir que las dos redacciones sean originales, ya que es muy posible que el Salvador repitiese la misma oración con ligeras modificaciones en diversas circunstancias 219. Tiene esta plegaria su arte exquisito, «su retórica», como alguien ha dicho. Comienza, al modo de algunos salmos, con una especie de captatio benevolentiae, con aquellas palabras: «Padre nuestro, que estás en los cielos», destinadas a mover el corazón de Dios. A esta filial invocación sigue el cuerpo de la oración, dividido en dos partes: la primera, concerniente a la gloria del Señor mismo, y la segunda, a las necesidades temporales y espirituales de los suplicantes.
«Padre nuestro», y no «Padre mío», porque todos pertenecemos a una sola y misma familia, y justo es que miremos al bien de todos sus miembros 220. A honra de Dios, a quien invocamos, emitimos tres distintos deseos, presentados con bella simetría. Dirígense: el primero, al Padre amoroso y amado, cuyo nombre pedimos sea santificado, es decir, reconocido y tenido en todas partes por santo, bendito y venerado según merece; el segundo, al rey glorioso, eterno, todopoderoso, cuyo reino quisiéramos ayudar a establecer por doquiera, uniendo así nuestros humildes esfuerzos a los del mismo Mesías; el tercero, al dueño absoluto del cielo y de la tierra, cuya voluntad santísima y justísima debiera ser, en cuanto nos sea posible, cumplida acá en la tierra tan perfecta y alegremente como lo es de los ángeles y de los elegidos en la mansión de la bienaventuranza.
Después de haberse ocupado primeramente del honor y gloria de Dios, el cristiano tiene derecho a pensar también en sus intereses personales y a recomendarlos piadosamente al Padre celestial. Esto hace en la segunda parte de la oración dominical con cuatro peticiones sucesivas. Comienza recordando a su Criador, a ese Criador que no deja sin alimento a los pequeñuelos de los cuervos, todas sus necesidades materiales, significadas por el pan cotidiano 221, que en casi todos los países es parte principalísima de la alimentación del hombre 222. Las peticiones siguientes se refieren a nuestras variadísimas necesidades espirituales. Sabiendo el cristiano que constantemente ha menester del perdón divino, conjura al Padre de las misericordias a que se lo conceda, y para obtenerle con más seguridad, alega que también él perdona, entera y generosamente, a cuantos hayan podido ofenderle. Y a esta petición que mira a lo pasado, añade otras dos, que recuerdan, de un lado, los peligros continuos que innumerables tentaciones a que estamos expuestos hacen correr a nuestra santidad y salvación, y de otro, la malicia del demonio 223, cuyo poder contrasta con nuestra flaqueza.
Tal es la tierna oración del Señor, u oración dominical, admirada aun de aquellos que no la rezan. Ninguna otra fórmula de súplica es a ella comparable. El Verbo encarnado, que, por su doble naturaleza, conoce cual nadie lo que a Dios conviene y lo que los hombres han menester, la sacó tanto de su corazón como de su espíritu. Brotó, dulce y ardiente a la par, de su alma enamorada de la gloria de su Padre y de la felicidad de los hombres. En ella se hermanan la sublimidad y la sencillez. Los labios no se cansan de repetirla y exhalar al cielo sus notas melodiosas. ¡Dichosos quienes, meditándola, aprendan a saborearla más y más y a escudriñar sus profundidades!
Respecto del ayuno, igual que respecto de la limosna y la oración, reprueba Jesús el vanidoso e hipócrita Proceder de los fariseos, que hacían público alarde de sus mortificaciones, tomando un aire lúgubre y llegando hasta a salir por las calles con una barba hirsuta, los cabellos en desorden y sucio el semblante, para atraerse alabanzas. No así los discípulos de Cristo, que habrán de tener secretos los ayunos que hagan, sin más fin que el de agradar a Dios y ganar méritos sobrenaturales. El mandarles que «perfumen su cabeza y laven su rostro» es, a las claras, una metáfora hiperbólica con que quiere poner más de relieve su pensamiento.

Cuando ayunéis no os pongáis tristes, como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que recibieron su galardón. Mas tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu cara, para que no entiendan los hombres que ayunas; basta que lo entienda tu Padre, que ve en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te galardonará 224.

De las obligaciones que impone la piedad pasa el Salvador a las que se derivan de la posesión de los bienes de este mundo 225. El Rey-Mesías quiere que el corazón de sus súbditos le pertenezca todo entero. Ahora bien; dos cosas, el amor inmoderado de las riquezas y la excesiva solicitud de las necesidades temporales, pueden arrebatárselo total o parcialmente. De ahí dos reglas de conducta, que expone y comenta en una de las páginas más bellas y consoladoras del Evangelio.
Primera regla: la riqueza verdadera no consiste en los bienes de este mundo, que son frágiles y perecederos, y cuya posesión es, por tanto, sumamente precaria, sino en los tesoros celestiales, que están a cubierto de todo peligro.
«No queráis atesorar tesoros en la tierra, donde el orín y polilla los consumen y en donde ladrones los desentierran y roban. Mas atesorad tesoros en el cielo, donde ni orín ni polilla los consumen ni ladrones los desentierran y roban. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. Antorcha de tu cuerpo es tu ojo; si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo será luminoso; mas si tu ojo fuere malo, todo tu cuerpo será tenebroso. Si, pues, la luz que hay en ti es tinieblas, ¿cuán grandes no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o servirá al uno y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a Mammón» 226.
Las palabras «donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» expresan una verdad psicológica cuya fuerza experimenta toda vida humana ¡No anhelen, pues, los corazones humanos sino los tesoros del cielo, que son los únicos duraderos y dignos! Lo que dice Jesús del ojo sencillo, es decir, sano y bien constituido, es una imagen que se refiere al mismo pensamiento. Sea nuestro corazón sencillo y puro, y lo será si no se deja seducir por los bienes terrenales, y toda nuestra vida moral será luminosa y santa. El amor de las riquezas producirá el efecto contrario. El adagio «Nadie puede servir a dos señores», que se halla en los más de los pueblos, y la aplicación que de él hace aquí el Salvador completan y refuerzan la idea. Servir a Dios o a Mammón 227: he ahí dos caminos opuestos, entre los cuales tiene que elegir el discípulo del Mesías. ¿Podrá dudar siquiera un instante? ¿Podrá entregarse a Mammón, a ese déspota cuya dominación es tan tiránica?
Segunda regla: el discípulo de Cristo debe desembarazar su espíritu de toda solicitud excesivamente humana en orden a sus necesidades temporales.

Por eso os digo: no os congojéis por vuestra vida, pensando qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, pensando de qué os vestiréis. “¿No es más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no sois vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros, a puros cuidados, puede añadir un codo 228 a su estatura? 229 ¿Y por qué andáis acongojados por el vestido? Considerad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y, con todo, yo os digo que ni Salomón en toda su gloria no anduvo vestido como uno de éstos. Pues si al heno del campo, que hoy es, y mañana es echado en el horno, Dios viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque de gentiles es afanarse por estas cosas; mas vuestro Padre sabe que habéis menester de todas esas cosas. Buscad, pues, primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán de añadidura. No andéis, pues, cuidadosos por el día de mañana, porque el día de mañana tendrá cuidado de sí mismo. Bástale a cada día su propio afán 230”.

Es admirable este pasaje, tanto por el fondo como por la forma; el lenguaje que en él usa Nuestro Señor es verdaderamente exquisito: «No os congojéis» 231 tal es la nota dominante de toda esta serie de recomendaciones. Por ningún caso excluyen la previsión prudente y moderada, ni el trabajo necesario para satisfacer las diversas necesidades de la vida, ya que el hombre fue condenado a comer el pan con el sudor de su rostro. No protesta aquí Jesús sino contra las preocupaciones angustiosas, contra los cuidados absorbentes, contra la falta de confianza en Dios. Señala cinco motivos que deben mover al cristiano a permanecer tranquilo en cuanto a sus necesidades temporales. El Criador, que nos ha dado la vida, no dejará de procurarnos también cuanto nos sea enteramente necesario para conservarla; Dios, infinitamente bueno, que paternalmente cuida de los seres más humildes, aun del pajarillo que sin saber lo que hace canta en nuestros tejados, sabrá también subvenir a las necesidades del hombre, su criatura privilegiada; de poco serviría la solicitud afanosa, siendo así que el hombre, por más ingenioso o inteligente que sea, no es poderoso a prolongar, ni un minuto, su vida contra la voluntad de Dios; las delicadas atenciones con que el Criador cuida aun de los seres irracionales, aun de las flores más efímeras 232, son fianza para el hombre de que no quedarán olvidadas sus necesidades temporales. Desconfiar de los bondadosos cuidados de la Providencia es cosa propia de paganos e indigna de los miembros del reino de los cielos. Conclusión: los cristianos deben buscar, ante todas cosas, con infatigable celo, los bienes espirituales, teniendo por cierto que Dios les resarcirá con proveer ampliamente a sus necesidades temporales. Demás de que si cada día trae al hombre su tropel de cuidados, ¿de qué sirven las preocupaciones sino de atormentarnos con doblado e inútil dolor?
A estas enseñanzas agrega Jesucristo otras varias instrucciones 233. Tocan las primeras a ciertos deberes mutuos de los cristianos. Nadie, dice, tiene derecho a constituirse en juez severo de las faltas del prójimo y juzgarle desfavorablemente; mas, con todo, menester es, a las veces, juzgar para no entregar ligeramente las cosas santas. El Salvador emplea aquí un lenguaje tan gracioso como enérgico 234.

No queráis juzgar, para que no seáis juzgados. Pues según el juicio con que juzgareis seréis juzgados, y con la medida con que midiereis seréis medidos. ¿Por qué miras la pajita en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en tu ojo? ¿O cómo dices a tu hermano: Deja, sacaré la pajita que hay en tu ojo, cuando hay una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás para sacar la mota del ojo de tu hermano.
No deis lo santo a los perros ni echéis vuestras margaritas a los puercos, no sea que las huellen con sus pies y, revolviéndose contra vosotros, os despedacen.

«Según el juicio con que juzgareis, seréis juzgado.» Divina ley del Talión, y muy justa, que contrasta notablemente con la quinta petición del Padrenuestro: «perdónanos..., como nosotros perdonamos» La breve parábola de la viga y de la pajita en el ojo, que también se lee en el Talmud y en la literatura árabe, pone muy de relieve un defecto harto común y hace más eficaz la reprensión 235. Las cosas santas y las perlas que no se han de echar a los animales inmundos representan aquí la doctrina evangélica en general, los misterios de la fe, los Sacramentos, y en especial la Eucaristía 236.
Ya antes trató Jesús de la oración. De ella trata ahora nuevamente, considerándola a otra luz, y mostrando la fuerza irresistible de la oración cristiana. Ha impuesto a sus discípulos muchas y dificultosas obligaciones; para animarlos, promételes que la gracia divina, pedida con insistencia, les ayudará poderosamente a permanecer fieles. Si los reyes de la tierra rechazan con frecuencia las peticiones de sus súbditos, aun siendo dignas de atención, no así Dios, que siempre acogerá favorablemente las de los cristianos. Perseveren éstos en la oración y, con tal que pidan debidamente, no pidan sino «lo que es bueno», tengan firme esperanza de ser oídos, según enseña Jesucristo con repeticiones e imágenes bien elocuentes.

Pedid y se os dará: buscad y hallaréis: llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá. ¿Quién de vosotros, cuando su hijo le pidiere pan, le dará una piedra? ¿O si le pidiere un pez, por ventura le dará una serpiente? Pues si vosotros, con ser malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, no dará lo que es bueno a quienes se lo pidan? 237

A continuación traza Jesús una verdadera «regla de oro», como se le ha llamado, que resume todo lo que hasta entonces había dicho:

Así, pues, todo cuanto queréis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos. Porque eso es la ley y los profetas 238.

Ley regla de la caridad, cuya práctica de parte de todos convertiría a la tierra, cuando menos en gran parte, en verdadero paraíso. Ley, demás de esto, naturalísima, expresada ya no sólo en varios lugares del Antiguo Testamento, como lo dice Nuestro Señor 239, sino también en algunos autores paganos 240 y en el Talmud, que nos ha transmitido estas palabras de Hillel: «Lo que tú detestas, no lo hagas a tu prójimo.» Pero este consejo de Hillel es puramente negativo y no recomienda otra cosa sino abstenerse de toda injusticia, mientras que «el precepto de Jesús es esencialmente positivo y demanda una actividad, sin límites. A la actitud pasiva de la justicia opone la libre iniciativa del amor» 241.
Pero no cumplirá el cristiano generoso y fiel estas diversas prescripciones de Cristo sin lucha y sin dolor. Variedad de obstáculos le saldrán al camino, derivados, cuándo de la esencia misma de la nueva religión, que pedirá constantes sacrificios; cuándo de guías perversos, que intentarán seducir a las almas ganosas de perfección; cuándo de ilusiones peligrosas, concernientes a la práctica de la santidad, en que pueden caer algunos discípulos del Salvador. A cautelar esas dificultades se enderezan tres exhortaciones de Jesús.
Las dificultades anejas a la vida cristiana se exponen en términos figurados y muy expresivos:

Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por él. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el camino que lleva a la vida, y cuán pocos son los que la hallan! 242

Estas dos puertas y estos dos caminos claramente simbolizan, de un lado, el camino fácil, agradable a la naturaleza, que hallan los mundanos en la libertad sin freno que conceden a todos sus apetitos; de otro, el áspero sendero de las incomodidades, de la mortificación, de los padecimientos que es menester soportar para seguir a Jesús. Pero ¡cuán diferente paradero! El camino estrecho, escarpado, de la perfección lleva a la bienaventuranza eterna; el camino ancho, a la perdición eterna; y, con todo eso, muchos se aventurarán a locas y ciegas por este último camino.
Muy temerosos peligros hacen correr también a los discípulos de Jesús los falsos guías, a quien él llama aquí «falsos profetas». Su retrato está esbozado con toques vigorosos.

Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con vestidos de ovejas y dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Recógense, por ventura, de zarzas racimos, o de abrojos higos? Así, todo árbol bueno lleva frutos buenos, pero el árbol dañado lleva frutos malos. No puede árbol bueno dar frutos malos, ni árbol dañado dar frutos buenos. Todo árbol que no produce fruto bueno será cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conoceréis 243.

Para hurtarse al influjo de estos falsos guías cuide, pues, el buen cristiano de observar sus palabras, sus actos y todo el conjunto de su conducta. No tardarán en poner al descubierto su verdadera condición. Las comparaciones que Jesús toma del reino vegetal para expresar este pensamiento le dan mucha viveza 244.
Por último, no se contente el discípulo sincero del Salvador con profesar exteriormente la fe cristiana, porque esta profesión, aunque estuviese acompañada del don de milagros, no será suficiente por sí sola para llevar al cielo. A la fe teórica deberán añadirse las obras, que han de consistir en cumplir cuan fielmente sea posible la voluntad de Dios, pues, como antiguamente se dijo, «no el nombre, sino la vida es lo que hace al cristiano».

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos; ese entrará en el reino de los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿pues no profetizábamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos milagros? Y entonces yo le diré claramente: Nunca os conocí: apartaos de mí los que obráis la iniquidad 245.

La escena del juicio final, a la que de improviso transporta Jesús a sus oyentes, tiene algo de trágico. Las palabras «nunca os conocí; apartaos de mí...» disiparán por manera terrible la ilusión de quienes, teniendo por cierta su salvación y aun juzgándose dignos de lugar honroso en la asamblea de los elegidos, se verán tratados como obreros de iniquidad 246.
Termina el Sermón de la Montaña con una maravillosa peroración, que, representando a los oyentes las preciosas ventajas de la obediencia, y los terribles efectos de la desobediencia, les apremia a poner en práctica las instrucciones que acaban de oír.

Así, pues, todo el que oye estas palabras y las pone por obra se asemejará a un hombre prudente que edificó su casa sobre peña. Y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y cayeron sobre aquella casa, y ella no cayó, porque estaba fundada sobre la peña. Y todo el que oye estas mis palabras y no las pone por obra se asemejará a un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena: Y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y rompieron contra aquella casa, y cayó y fue grande su ruina 247.

Tenemos aquí, contrapuestas, dos breves parábolas, dramáticamente descritas. Las frases, rápidas, entrecortadas, que sin interrupción se suceden, unidas, por la conjunción «y», que se repite muchas veces, pinta a lo vivo el súbito nacimiento y la furia impetuosa de esas pasajeras tempestades tan frecuentes en Palestina, que tantos daños ocasionan. En la segunda parábola, al ruido de la lluvia, del viento y de los torrentes desbordados, se añade el de la casa que se derrumba: ¡triste imagen de la virtud poco sólida, a quien el huracán de la tentación o de las pasiones quebranta y derriba por tierra!
San Mateo nos da a conocer en pocas palabras 248 honda impresión que el discurso hizo en los oyentes. Todos estaban suspensos, como fuera de sí: ¡tan grande era su admiración! 249 Y no es maravilla que así fuese, pues Jesús «les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas y los fariseos». Todo era parte a realzar la autoridad del predicador: en su persona, la majestad de su rostro y de todo su continente, el tono seguro de su voz, la dulzura persuasiva de su mirada; en su doctrina, la verdad, la sencillez, la elevación y hasta la dificultad de sus preceptos. Se traslucía en su acento que no era sólo un santo o un profeta, sino también un sabio y poderoso legislador, quien de aquel modo hablaba. ¡Qué diferencia, en todos los órdenes, entre Él y los escribas, fríos intérpretes de la ley, que siempre a ras de tierra, no acertaban a levantarse por cima de aquellas sus mezquinas y meticulosas cavilaciones, donde en vano se buscará ese poderoso aliento que eleva a las serenas regiones en que la verdad religiosa se muestra con toda su belleza y todos sus consuelos! 250

III. –Una ojeada sobre la predicación de Jesús
Probemos también nosotros a caracterizar, aunque más brevemente que lo hacen los evangelistas, esta nueva predicación. Pero no nos ocuparemos aquí sino de su forma externa, reservando para más adelante el estudiar el fondo, tan rico y trascendental de la misma.
Las palabras del Salvador ocupan lugar considerable en los relatos evangélicos, cuya cuarta parte, sobre poco más o menos, constituyen. Se nos presentan en dos formas principales: en sentencias aisladas y en discursos. Y éstos, a su vez, se dividen en tres categorías, según que nos han sido transmitidos por los sinópticos, por San Juan o en forma de parábolas. Acerca de su autenticidad no hay ni sombra de duda, los argumentos con que se demuestra que nuestros cuatro Evangelios son auténticos y verídicos se aplican por igual a las palabras de Jesús y a todos los demás pormenores. Es verdad que fueron pronunciadas primeramente en arameo, que era la lengua hablada de ordinario por Nuestro Señor, y que su actual vestidura griega es una traducción, que, a no dudarlo, les ha hecho perder algo de su colorido primitivo; pero es tan exacta esta traducción y ha llegado hasta nosotros por tan fieles manos, que tiene casi el mismo valor del texto original. Cierto es asimismo que, no habiendo sido escritas inmediatamente las palabras de Jesús, hubieran de modificarse ligeramente al pasar de boca en boca, según se ve por las variantes con que los distintos relatos nos las han transmitido. Mas tan segura y tenaz es, por lo común, la memoria de los orientales 251 tan pasmosas y fáciles de retener eran las palabras de Nuestro Señor y tanto cuidado pusieron los primeros cristianos en conservarlas como preciadísimo tesoro, que tenemos firmísimas garantías de su autenticidad. Nada apenas han perdido del sabor y frescura que tenían cuando Jesús las pronunció.
Ya hemos dicho antes lo que ha de pensarse acerca de la índole especial de los discursos del Salvador que se leen en el cuarto Evangelio, y en sazón oportuna concederemos a las parábolas la debida atención. Con todo, lo que ahora diremos acerca de la forma externa de la enseñanza de Jesús aplicase por igual a los discursos del cuarto Evangelio, a las parábolas y a los demás discursos y sentencias aisladas. Estas últimas son tan frecuentes, que no hay página de los Evangelios que no contengan alguna. Entre ellas las hay tan graciosas, tan enérgicas y expresivas, que se han hecho proverbiales en todos los pueblos de Europa 252. Se las ha comparado a flechas, que penetran profundamente en los espíritus para iluminarlos y en los corazones para mejorarlos. Pregonan a la vez la altísima inteligencia de Jesús, su elevadísima condición moral, su santidad sobrehumana. En gran manera han servido también para formar el espíritu cristiano y para civilizar al mundo. Se han recogido los «dichos» de los grandes pensadores y de los grandes héroes; pero ¿dónde, cuáles de ellos son comparables a estas sentencias de Nuestro Señor?
Los orientales, y en especial los judíos, han gustado siempre de esta manera de enseñar, de estas locuciones figuradas, que tan bien se graban en la imaginación. Los libros del Antiguo Testamento abundan en sentencias de esta clase, y varios de ellos –los Proverbios, el Eclesiastés, el Eclesiástico y la Sabiduría– casi únicamente de tales sentencias se componen. Al modo de los antiguos escritos de su pueblo, suele presentar Jesús estos proverbios en la forma característica de la poesía hebraica. En ellos, efectivamente, se halla lo que se llama «paralelismo de los miembros», que consiste en la repetición del pensamiento principal por medio de expresiones más o menos variadas, que ora lo desenvuelven y refuerzan, ora le oponen una antítesis 253. Por ejemplo:

Los postreros serán los primeros,
y los primeros serán los postreros 254.
Dios no es un Dios de muertos,
sino de vivos 255.
El que quiera salvar su vida la perderá;
el que perdiere su vida por mí y por el Evangelio, la salvará 256.
No deis lo santo a los perros,
ni echéis perlas delante de los puercos 257.

A veces, en vez de un dístico, la sentencia consta de tres o cuatro miembros agrupados juntamente:

Os tocamos la flauta, y no danzasteis.
Entonamos endechas, y no llorasteis 258.
Pedid y se os dará; buscad y hallaréis;
llamad y se os abrirá 259.
No os acongojéis por vuestra vida, pensando qué comeréis,
ni por vuestro cuerpo, pensando qué os vestiréis.
¿No es la vida más que el alimento,
y el cuerpo más que el vestido? 260.

Acontece también que los miembros de las frases están ordenados en estrofas simétricas, como sucede con este «himno de soberana belleza» y de un lirismo tierno y conmovedor 261

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra
porque escondiste estas cosas a los sabios y prudentes,
y porque las revelaste a los párvulos.
Sí, Padre, yo te doy gracias, porque así te agradó.
Todas las cosas me ha dado el Padre
y nadie conoce al Hijo, sino el Padre,
ní al Padre le conoce nadie, sino el Hijo.
y aquel a quien lo quisiere revelar el Hijo.
Venid a mí todos los que estáis cansados y cargados,
y yo os aliviaré.
Traed mi yugo sobre vosotros y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón,
Y hallaréis descanso para vuestras almas,
porque mi yugo es suave, y mi carga ligera.

Pero no por esto se crea que en todas las sentencias de Nuestro Señor se halla este paralelismo poético y este ritmo.
«Para salvar al hombre –escribía Clemente de Alejandría– emplea Cristo todos los acentos y varía sin cesar su lenguaje. Ora amenaza y advierte, ora se indigna, ora expresa su compasión con lágrimas». Nosotros podemos añadir: unas veces instruye, otras moraliza, otras conversa familiarmente, otras se eleva hasta las más altas sublimidades del lenguaje. Nos ofrece todos los géneros posibles de predicación: el sermón solemne, el catecismo, la homilía, el diálogo familiar, el discurso polémico, la simple réplica, con frecuencia abrumadora. Su lenguaje, grave en las sinagogas, se hace sencillo con sus discípulos y con las turbas. Hasta tiene, si es lícito hablar así, sus conversaciones de sobremesa, que no son la parte menos interesante de sus enseñanzas. En todo es un maestro que consuela, que reprende severamente, que anima, que pone a prueba o que rechaza oficios que no le cuadran. Propone problemas, responde a las objeciones que se hacen, descubre los pensamientos más íntimos. Y aun cuando usa el tono popular, su lenguaje es siempre digno y sobrio, sin incurrir nunca en la más mínima falta de gusto, sin caer jamás en aquellas puerilidades ni menos en aquellas chocarrerías tan frecuentes en los escritos de los rabinos.
Ya dijimos en otro lugar que el método habitual de Jesús, tanto en los discursos como en la simple conversión, era más «intuitivo» que «discursivo». «No razona a la manera de Platón; no comenta como un escriba. Conoce de modo pleno y absoluto, contempla con visión directa. Refiere lo que ve y lo que oye» 262. Mas esto no impide que sus discursos se ajusten a las leyes ordinarias del razonar. Sus pensamientos se suceden y enlazan con orden muy lógico. Su dialéctica nada deja que desear 263. Habla directamente a la inteligencia, al alma, al corazón, tal vez también a la experiencia personal de sus oyentes 264. Expone con claridad los principios y deduce las conclusiones con vigor. Y en todo esto brilla singular talento para elevar los espíritus por cima de los sentidos y de lo rastrero de la vida, para transportarlos a las esferas de las verdades celestiales y del reino de Dios. Nunca hay palabra de más en sus labios, y precisamente a esa concisión de su lenguaje se debe buena parte del poder de sus palabras; mas en la misma concisión tampoco hay nada de excesivo: la claridad y la justa medida reinan siempre en sus enseñanzas.
Jesús maneja hábilmente la ironía, la hipérbole y la paradoja, como lo hemos advertido al examinar el Sermón de la Montaña. « ¡Bienaventurados los pobres! ¡Ay de los ricos! ... Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncalo... Cualquiera que venga a mí y no odie a su padre y a su madre, no es digno de mí... Quien no está conmigo está contra mí... Perder su vida es ganarla... He venido a traer la espada... Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de los cielos... Cuando das una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos, sino a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos...» Con esta manera deliberadamente hiperbólica quería dar mayor realce a su pensamiento y que penetrase más hondo en la memoria de los oyentes. Sentencias de esta índole no han de interpretarse a la letra, sino conforme a su espíritu, pues Jesús no quiso imponer a sus discípulos sino «lo que es justo» 265. Licencias como esas no sólo se admiten en poesía, sino también en el lenguaje ordinario, al que comunican vida y movimiento.
Los Evangelios citan muchas preguntas hechas por el Salvador en las diversas circunstancias a sus apóstoles, a sus discípulos, a sus amigos, a sus adversarios y a las turbas que le rodean. Frecuente es que los maestros recurran a ese procedimiento, que Sócrates hizo célebre 266. Las preguntas hábilmente propuestas excitan la reflexión en los oyentes y ofrecen al maestro ocasión de explicar más a fondo su doctrina. No es, pues, maravilla que Jesús las multiplicase. Ora pregunta para preparar un milagro 267, o para dar ocasión a una parábola 268 , ora para atenuar un reproche 269, o para que sus mismos oyentes saquen la conclusión, trágica a veces, de sus enseñanzas 270. A las veces, a una pregunta que se le hacía, replicaba Él con otra con que obligaba a su interlocutor a reflexionar más y a buscar por sí mismo la solución de su problema 271. Procedía así Jesús principalmente cuando le hacían preguntas insidiosas 272.
Otra nota característica del lenguaje del Salvador es el ser, de ordinario, muy concreto, y muy rara vez abstracto, como no sea en algunos pasajes del cuarto Evangelio, cuando se dirigía a oyentes instruidos lo suficiente para poderle entender sin esfuerzo. Cuando hablaba al pueblo daba a sus instrucciones la forma que más agrada al pueblo: cual hábil pedagogo conocedor de la influencia, las imágenes y las comparaciones que tienen sobre la imaginación, recurría a ellas a menudo 273. Pocas páginas hay en el Evangelio que no contengan una o varias de estas felicísimas metáforas. Así, por ejemplo, comparaba al futuro príncipe de los apóstoles con una piedra fundamental; a los fariseos, con ciegos que guían a otros ciegos; a Herodes Antipas, con una raposa. A sus discípulos les recomendaba que tuviesen la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma, y los enviaba por -el mundo como corderos entre lobos. A Satanás le veía un día caer del cielo como un rayo. Sus parábolas y alegorías no son otra cosa que metáforas continuadas.
Y ¡qué maravilloso colorido local en la elección de estas imágenes y comparaciones! Tómales Jesús a manos llenas, de todos los órdenes de la vida palestinense. Al estudiar su crecimiento intelectual, dejamos apuntadas las hondas impresiones que la naturaleza, la vida social, política y religiosa grabaron en su alma y que, en curso de su ministerio, le ofrecieron rico tesoro, del que a la continua extraía «cosas antiguas y cosas nuevas», para dar mayor realce a su predicación. Los varios trabajos del campo, el clima del país sus vegetales y sus animales, su configuración exterior, el comercio y la industria, las casas y su menaje, los publicanos y los soldados, los mil y mil pormenores de la vida cotidiana y social, las instituciones políticas, las creencias y prácticas religiosas, todo le ofrecía argumentos y ejemplos, «ilustraciones» para su enseñanza dogmática y moral. Así es que los relatos evangélicos 274 son como espejo de los distintos aspectos de Palestina y de su historia en tiempos de Jesús.
Tal es, considerada en su forma externa, la predicación de Nuestro Señor Jesucristo: admirable a cualquier luz que se la mire; sencilla y límpida, aun cuando es sublime y se eleva hasta el cielo; jamás afectada ni altisonante; siempre fresca y original, coloreada y pintoresca. ¿Y cómo describir cual conviene su animado realismo, su delicada poesía, su lógica irresistible, su fuerza y suavidad, su brillo y elocuencia, su oportunidad y donaire, su profundidad y su deliciosa fragancia? ¿Y no es también para maravillar que, aun traducida a lenguas extrañas, conserve todas sus cualidades? En toda obra maestra literaria la forma y el fondo deben ser igualmente perfectos. Y así acaece en la predicación del Salvador, que hasta el fin de los tiempos ejercerá su dulce y salvadera influencia, embelesando así a los grandes como a los pequeños con sus hechizos celestiales. Parécenos aún que oímos el habla misma del Hijo del hombre, que se dirige a los hombres, sus hermanos, para indicarles el camino de la santidad y enseñarles dónde hallarán la felicidad verdadera. Si no se achacase a falta de respeto, diríamos que Jesús fue cuanto al lenguaje, un poeta, un altísimo maestro de estética, así como fue, en el orden de la doctrina, el máximo de los pensadores y de los doctores. Pero más digno elogio haremos de su predicación diciendo sencillamente que tanto en su manifestación externa como en el fondo posee la perfección incomparable que corresponde al Verbo encarnado. Y así avino al Salvador, cosa bien rara, hacerse santamente popular 275, aun combatiendo costumbres usuales y luchando contra las pasiones y los prejuicios de sus compatriotas. Cierto, «nunca así habló hombre como este hombre» 276.

IV. –Curación del siervo del Centurión y resurrección del hijo de la viuda de Naim

Los dos evangelistas que refieren la curación del siervo del centurión 277 , la colocan muy poco después del Sermón de la Montaña. San Mateo no menciona entre medias más que la curación de un leproso. San Lucas, con su precisión acostumbrada, establece más estrecha unión entre los dos hechos: «Y cuando Jesús acabó de decir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaún», y poco después parece que acaeció el prodigio.
Residía allí, con un destacamento que custodiaba el puerto y la vía comercial, un centurión, a servicio del tetrarca Herodes Antipas; pues este príncipe había reorganizado a la manera romana su pequeño ejército, compuesto únicamente de mercenarios extranjeros 278. Como el nombre mismo lo indica 279, un centurión estaba al frente de una compañía de cien hombres, es decir, de la sexta parte de una cohorte, que era la décima parte de una legión, compuesta a su vez de unos seis mil hombres. Había, por tanto, sesenta centuriones en cada legión 280. Que el protagonista de este relato era pagano lo prueba por sí sola esta observación del Salvador: «No he hallado tanta fe en Israel.» Cuando mucho se le podría considerar como prosélito, y aun esto sin razones muy convincentes. Igual que otros oficiales del mismo grado mencionados en los escritos del Nuevo Testamento 281, era de alma noble y generosa, y de afable condición. Su estancia en Palestina le había dado ocasión, de observar de cerca el judaísmo, y, como tantos otros paganos, se sintió atraído por el esplendor de sus dogmas y la elevación de su moral. Había, sin duda, oído hablar de Jesús 282, de su santidad, de su bondad, de sus milagros y, en particular, de la curación del hijo del oficial real de Cafarnaún 283, que tanta admiración había suscitado. Y aun es muy posible que alguna vez le encontrase en las calles de la ciudad y asistiese a alguna de sus predicaciones. Le tenía, pues, en grande estima aun sin haber tenido con Él relaciones personales.
Este centurión tenía a su servicio un esclavo 284, que, según observa San Lucas 285, «le era muy querido». Hecho harto raro entre romanos y griegos, que, por lo común, trataban a sus esclavos, con grandísimo desprecio y con dureza que con frecuencia rayaba en crueldad 286. Tan poco usual era el caso contrario 287, que Cicerón 288 se excusa de haber mostrado afecto a uno de estos desgraciados. La observación del evangelista señala el desusado interés que el centurión tenía por su servidor, y explica las diligencias que va a hacer en su favor al verle súbitamente acometido de parálisis, que le causaba horrible tormento y ponía su vida en trance desesperado 289. Los medios comunes eran a todas luces insuficientes; pero allí estaba Jesús, y el afligido centurión no dudó que pudiera curar pronta y milagrosamente al enfermo.
Entre los historiadores hay notable diferencia en la manera de contar los hechos. Según San Mateo, parece que el centurión mismo fue en busca del Salvador y le expuso directamente su demanda. Según San Lucas, parece que no fue él en persona, sino que envió una tras otra dos diputaciones a que le presentasen su petición. Mas no hay contradicción real entre ambas narraciones. El autor del primer Evangelio, que suele abreviar considerablemente, refiere lo sustancial del hecho, suprimiendo circunstancias secundarias. Aplicando aquella regla: «Lo que se hace por medio de otro se considera hecho por uno mismo», atribuye al centurión la diligencia que hicieron los delegados y las palabras que pronunciaron en su nombre. Es usual este proceder, y no faltan historiadores profanos que, llegada la ocasión, lo emplean también. Nosotros seguiremos la narración de San Lucas, por ser más completa y minuciosa.
No se atreviendo, pues, por humildad, a dirigirse personalmente a Jesús, le envió el centurión algunas personas principales 290 de la ciudad para que, en su nombre, le hiciesen esta confiada petición: «Señor, mi siervo yace en cama paralítico y es reciamente atormentado.» Los delegados, acordándose de los beneficios que el oficial gentil había otorgado a la ciudad, olvidaron sus recelos contra los gentiles y defendieron calurosamente su causa. «Bien merece –añadieron por su cuenta a la petición– que le otorgues esto, porque ama a nuestra nación y nos ha edificado una sinagoga.» Su benevolencia se había manifestado, pues, con otros, y singularmente, cosa muy significativa de parte de un gentil, con hacer construir generosamente a sus expensas una de las sinagogas de Cafarnaún, la más hermosa y rica de todas, ciertamente, si se la ha de identificar con aquella cuyas ruinas, descubiertas en Tell-Hum, hemos mencionado más arriba 291. Tiempo antes, el emperador Augusto había publicado, respecto de las sinagogas judías, un edicto laudatorio 292; el centurión dedujo de él una consecuencia práctica.
Acogió Jesús bondadosamente la petición de los enviados del centurión. «Iré y le curaré». Y al punto se encaminó con ellos a la morada del centurión. Mas advertido éste de la proximidad del taumaturgo, volvió de su primera decisión y envió apresuradamente a Jesús segunda embajada, compuesta esta vez de varios de sus amigos, con encargo de decirle: «Señor, no te tomes este trabajo 293, porque yo no soy digno de que entres debajo de mi techo; por eso ni aun me he creído digno de comparecer delante de ti; mas di solamente una palabra 294 y será sano mi criado.» ¡Palabras de admirable fe y humildad, que han merecido que la Iglesia las incluyese en las oraciones litúrgicas que reza el sacerdote al tiempo de la comunión! Para explicar este súbito cambio de parecer, el centurión hizo a Jesús, por medio de sus amigos, este militar razonamiento, sacado de los hechos en que a diario era actor y testigo: «Porque también yo, que soy hombre sometido a superiores, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.» Conoce, pues, por cotidiana experiencia, los prontos efectos del mando; sabe también lo que es obedecer. Si él, simple oficial subalterno, puede producir tales efectos con sus palabras, y si las de sus jefes obtienen también de él, aun a distancia, todo lo que le exigen, con mayor razón una orden de Jesús, que es tan poderoso taumaturgo, ejecutará cuanto quiera con un simple mandato. No tiene sino mandar, aun desde lejos, a la enfermedad, y por grave que sea desaparecerá al momento.
Los dos escritores sagrados observan que, al oír el Salvador estas palabras, expresó su admiración 295. Sin duda, como se ha dicho muy bien, el no admirarse de nada es regla de la perfección divina, ya que, en sentido estricto, la admiración supone sorpresa, y aun hasta cierto punto ignorancia, que es incompatible con la ciencia infinita. Pero Cristo era hombre al mismo tiempo que Dios, y su alma humana es la que experimentó esta impresión de admiración y asombro. Estaba sometido, según lo hemos dicho, a todos aquellos sentimientos de nuestra naturaleza que no implican o suponen imperfección moral.
Merecía el centurión un elogio público, y Jesús se lo tributó al instante. Volviéndose hacia los que le rodeaban, exclamó: «En verdad os digo que ni en Israel he hallado fe tan grande» 296. ¡Ni en Israel! ¡Cuánto dicen estas palabras! Había hecho Nuestro Señor todo lo posible, con su predicación, con sus milagros, con la santidad de su vida, para excitar entre sus compatriotas la fe en su misión divina, en su poder de hacer milagros y en su naturaleza sobrehumana; y con todo esto, aunque logró conquistar considerable número de discípulos fieles, pocos eran los que en esta época de su ministerio tenían fe tan perfecta como la del centurión 297.
Y contemplando el porvenir, y considerando al centurión como tipo de los innumerables paganos que habían de creer en El, añadió Jesús: «Yo os digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas exteriores: allí será el llanto y rechinar de dientes.» Esta profecía del Salvador, de buen presagio para los gentiles y trágica para los judíos, ilumina con viva luz el porvenir de su Iglesia. Extraño parece que no se la halle en el tercer Evangelio, que tan de grado menciona cuanto era en favor de los paganos; pero San Lucas la reserva para citarla más adelante 298, con ocasión de repetirla Jesús en otra circunstancia. El lenguaje de esta profecía tiene manifiesto colorido hebraico. Los «hijos del reino» son los judíos, que en virtud de las promesas divinas eran sus herederos natos y tenían derecho de entrar en él los primeros. Y así, dejase entender cuán gran castigo les era el ser excluidos en general 299 en tanto que los gentiles convertidos acudirán de todas las partes del mundo. Pero ya, de años atrás, el anciano Simeón había predicho que el Cristo sería ocasión de ruina para muchos israelitas 300, del mismo modo que habían vaticinado los antiguos profetas 301 el espacioso lugar que se haría en la Iglesia al mundo de la gentilidad 302. Igual que en Isaías y en otros pasajes del Nuevo Testamento 303, la felicidad de que gozarán los elegidos en el reino de los Cielos representase aquí debajo de la figura de un banquete, celebrado a la tarde, en una sala espléndidamente iluminada 304 mientras fuera reina profunda oscuridad. Quienes, por su culpa, no participen del festín, presidido por los tres patriarcas más gloriosos de Israel, serán, pues, arrojados en las «tinieblas exteriores». Su dolor y desesperación están breve y trágicamente descritos con la fórmula: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes.»
Después del elogio de la fe del centurión, viene su consoladora recompensa con la curación del enfermo, efectuada a distancia, por poder de la voluntad de Jesús. Los amigos del oficial tuvieron la alegría de comprobar la realidad del milagro cuando fueron a darle cuenta de la respuesta del Salvador.
De este gran prodigio pasamos a otro incomparablemente mayor: el de la resurrección del hijo de la viuda, cuya narración sólo se halla en el Evangelio de San Lucas 305. En unas líneas discretas el evangelista psicólogo nos pinta un cuadro conmovedor y dramático. Ocurrió el hecho en Naim 306, aldea de la Galilea meridional, y cuyo nombre no se lee en ninguna otra parte de la Biblia. Este nombre de Naim, que en hebreo significa la «Bella», la «Graciosa», está justificado por la situación de la misma aldea, construida en la vertiente septentrional del Pequeño Hermón -actualmente Djebel ed Duhy (o ed Dahy)-, al Sudeste de Nazaret, no lejos de Sunem, a una hora al Oeste de Endor. Desde la eminencia en que se alza, contemplase a sus pies la vasta y fértil llanura de Esdrelón; enfrente, al Norte, el Tabor y las colinas cubiertas de árboles de la Galilea superior, dominadas por el nevado pico del Gran Hermón. Actualmente Naim es un mísero lugarejo, compuesto de pobres cabañas, diseminadas entre los escombros del pasado 307.
Este nuevo milagro acaeció poco después de la curación del esclavo paralítico; al día siguiente, según una variante del texto original 308. Partiendo por la mañana de Cafarnaún, tuvo Jesús tiempo bastante para recorrer los treinta y ocho kilómetros que poco más o menos separan esta ciudad de Naim, adonde pudo muy bien llegar a la tarde, a la hora en que por lo común se hacen los funerales en Oriente. Le acompañaban no sólo sus apóstoles, sino también una turba numerosa, que no se cansaban de verle y escucharle: afluencia providencial, que había de multiplicar los testigos del nuevo prodigio.
Al punto que el Salvador y el cortejo que le rodeaba, subida ya la cuesta que lleva a Naim, iban a atravesar la puerta de mampostería que solían tener las más de las poblaciones de Palestina, otro cortejo, más éste lúgubre, salía en dirección contraria. Llevaban al cementerio, situado, al uso de los hebreos, a cierta distancia de las viviendas, fuera de la población, a un joven, muerto en la flor de la edad, hijo único, que dejaba a una madre viuda, sin apoyo de allí adelante y sin humano consuelo. Por compasión hacia un dolor tan profundo, que en la Biblia 309 y en la literatura profana se pone como imagen del mayor dolor humano –Orba cum flet unicum mater 310, la mayoría de los habitantes de la aldea habían querido asistir a los funerales.
A diez minutos de Naim, hacia el Este, en el sitio donde probablemente estaba el campo de los muertos, se ven todavía algunos sepulcros abiertos en la roca. Están precisamente al borde del repecho que Jesús hubo de subir para llegar a la puerta de la aldea. Los rabinos, que todos los casos tenían previstos, habían establecido reglas especiales para cuando se encontrasen dos cortejos de esta índole. Dejase entender que, por respeto y humanidad, los vivos debían dejar pasar el convoy fúnebre y hasta unirse a él para acompañarle al cementerio. Mejor aún lo hará Jesús. En viendo a aquella madre desolada, sintió profunda compasión 311, y al tiempo que pasaba cerca de El, delante del féretro y detrás de las plañideras mercenarias 312, le dijo con dulzura: «No llores.» Para hablar así preciso era que estuviese bien seguro del buen suceso de lo que en su pensamiento meditaba; de otro modo, estas palabras de aliento hubieran sido, cual suele acaecer en labios de los hombres, harto vulgares y aun carecieran de sentido. Pero Jesús nunca consuela en vano; es la fuente de la verdadera alegría, y sabe remediar las aflicciones más profundas 313.
Llegándose, pues, al féretro abierto donde el difunto, al estilo oriental, yacía envuelto en una sábana y con la cabeza descubierta lo tocó. Los que lo llevaban, escogidos de ordinario entre los parientes o vecinos del muerto, entendieron, al ver la majestad que brillaba en el rostro de Jesús, que aquel ademán era como un mandato, y al punto se detuvieron. Entonces el divino Maestro, entre el silencio y la atención de todos, dirigiéndose al muerto, cuyo rostro estaba lívido y cuyas manos se juntaban sobre el pecho, pronunció estas sencillas palabras, pero con acento de irresistible autoridad: «Joven 314 yo te lo digo: levántate.» Le habla como si sólo estuviese dormido. Su muerte no había sido, en realidad, más que una especie de sueño pasajero, pues al instante, unida nuevamente su alma al cuerpo, se sentó y comenzó a hablar 315: señal inequívoca de haber recobrado la vida de manera completa. ¿No es para admirar la facilidad con que obró el Salvador semejante prodigio? Como elocuentemente decía Massillón 316, «resucita a los muertos igual que ejercita las acciones más comunes; manda como señor a los que duermen el sueño de la muerte, y se advierte que es Dios de los muertos como de los vivos, siempre tranquilo, aun cuando obra las mayores cosas». En el rasgo final: «Y le devolvió a su madre», hay no sé qué de «inefablemente dulce» 317. La expresión era rigurosamente exacta, ya que la muerte había arrebatado a la desgraciada viuda su hijo único. Pero he aquí que Jesús vuelve a ponerla en posesión de su preciado tesoro.
Inmensa fue la conmoción que este milagro produjo. Cuantos lo presenciaron se sintieron sobrecogidos como de terror a la vista de un cadáver que delante de sus ojos volvía a la vida. Pero presto se remontaron a más elevados sentimientos. «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros –decían–, y Dios ha visitado a su pueblo.» Hacía ya mucho tiempo que ningún profeta había honrado y regocijado con su presencia a la nación teocrática, y su Dios la había hecho terribles visitas para castigar sus faltas. Pero Jesús era, cuando menos, un profeta enviado del cielo, ya que resucitaba los muertos, como en otros tiempos Elías y Eliseo 318. El Señor que le había dado semejante poder mostraba de este modo que no había desamparado a su pueblo. San Lucas acababa su relato diciendo que de Naim y de sus cercanías se dilató pronto la fama del prodigio por toda la Judea 319, y aun por todas las regiones colindantes.

V.–Ojeada general sobre los milagros de Jesús.

En diferentes ocasiones nos han mostrado los evangelistas a Jesús como taumaturgo poderoso, a cuya voz modificaba la Naturaleza sus leyes más estables. Y las enfermedades de toda suerte y hasta los demonios y la muerte misma huían ante su presencia. La ocasión presente nos parece muy oportuna para dar una ojeada de conjunto a sus prodigios, como poco ha hicimos con su predicación. Así veremos que también por este lado el Cristo es único en la historia del mundo 320.
Para expresar los milagros de Jesús, los evangelistas emplean varias expresiones características. Los llaman cuándo «prodigios» 321, o acciones deslumbradoras, dignas de admiración; cuándo «fuerzas» 322, es decir, actos que manifiestan el poder superior de quien las ejecuta; cuándo «signos» 323, o señales de una misión divina; cuándo «obras» 324, como si dijeran obras por excelencia. Con lo cual no intentan los escritores sagrados denotar categorías distintas de los milagros, sino indicar diversos aspectos que en ellos pueden considerarse.
Los antiguos profetas habían anunciado que el Mesías haría muchos milagros. Isaías, en particular, describiendo los beneficios del Cristo 325, había dicho en hermosísimo lenguaje: «Entonces verán los ojos de los ciegos y oirán los oídos de los sordos; entonces el cojo saltará como ciervo y se desatará la lengua de los mudos.» Jesús cumplió esta parte del plan divino tan cabalmente como las otras. Puesto que se representaba como enviado especial del cielo, como Salvador de Israel y del mundo, menester era que diese pruebas que como tal le acreditasen plenamente; una de las principales consistió precisamente en sus milagros. Si de su vida se eliminasen los prodigios, la fe de los primeros cristianos sería insoluble enigma. Y bien será añadir que Jesús, como Verbo encarnado, era un milagro continuo, una «maravilla», como le llamó Isaías 326, y que era congruente a su misión, tanto si se mira a su dignidad divina como si se atiende a la condición de los hombres, que hiciese muchos prodigios.
Y los hizo sobreabundantemente. Ciertas locuciones, a menudo repetidas en los evangelios, suponen que, demás de los milagros puntualizados por les escritores sagrados, obró Nuestro Señor prodigios incontables en el discurso de su corta vida pública. «Jesús –escribe San Mateo 327– recorría toda la Galilea.., predicando el evangelio del reino y sanando todos los achaques y todas las enfermedades en el pueblo. Y su fama se extendió por toda la Siria, y le presentaron todos los enfermos, los acometidos de varios males y dolores y los endemoniados y los lunáticos y los paralíticos, y los curó.» San Juan 328 nos muestra al Salvador haciendo muchos milagros en Jerusalén al principio de su ministerio, y los sinópticos nos describen el maravilloso alarde de su poder taumatúrgico en Cafarnaún 329. Con ocasión de una breve estancia de Jesús en la llanura de Genezaret, nos dice San Marcos 330 que «las gentes del país... le traían de toda ella los enfermos en sus camillas, luego que oyeron que estaba allí. Y dondequiera que entraba, en las aldeas, o en las granjas, o en las ciudades, ponían los enfermos en las calles y le rogaban que les permitiese tocar siquiera la orla de su vestido, y -cuantos le tocaban quedaban sanos». También San Mateo nos advierte que al tiempo de la segunda multiplicación de los panes «se llegaron a Él muchas gentes, que traían consigo mudos, ciegos, cojos, mancos y otros muchos enfermos, y los echaron a sus pies, y los sanó: de manera que se maravillaban las gentes viendo hablar los mudos, andar los cojos, ver los ciegos, y loaban al Dios de Israel» 331. «Cuando viniere el Cristo –se preguntaban en Jerusalén misma algunos judíos, asombrados de los muchos prodigios obrados por Nuestro Señor–, ¿hará más milagros que los que éste hace?» 332. Estas repetidas expresiones nos permiten afirmar sin hipérbole que del corazón y de las manos de Jesús debieron de salir centenares y millares de milagros, «un océano inefable de prodigios», como dice Santo Tomás de Aquino 333. Y esto, sin contar las profecías hechas por el Salvador, de que a su tiempo hablaremos 334.
Si el número de milagros obrados por Jesucristo es incalculable, el de aquellos cuya narración puntualizada poseemos es proporcionalmente reducido: unos cuarenta, según la opinión que más los amplía; hacia treinta y tres, a creer a otros autores 335. El evangelista que más cuenta no trae más de veinte. Como ni acerca de este particular ni acerca de la doctrina del Salvador y del conjunto de sus actos era posible decirlo todo, los primeros biógrafos del Salvador sólo nos han conservado extractos y trozos escogidos. Se holgaría nuestra piedad de tener noticias más completas; pero cierto es que el conocimiento circunstanciado de otros mil prodigios nada nuevo nos hubiera enseñado en cuanto a lo esencial de la vida de Jesús. La narración íntegra de todos sus milagros, sobre ser difícil, como lo observa San Juan 336, hubiera sido bastante superflua, ya que los extractos que han llegado hasta nosotros, elegidos con discretísimo tiento por los escritores sagrados 337, son más que bastantes para darnos a conocer a Nuestro Señor como taumaturgo y demostrar la divinidad de su misión.
Hemos visto que Jesús hizo su primer milagro en Caná, al principio de su vida pública, y ello sólo basta para probar que los prodigios que los evangelios apócrifos atribuyen a su infancia y adolescencia 338 –aun no teniendo cuenta con los pormenores inverosímiles, absurdos y aun groseros, que por sí son ya indicio de falsedad– son ciertamente apócrifos. Desde que el Salvador inauguró su ministerio, sus milagros se daban la mano con su predicación. Con todo eso, parece que fueron más frecuentes durante «el año feliz» y que decrecieron después por haber disminuido la fe de los oyentes; pero no terminaron sino después de la resurrección de Jesús con la segunda pesca milagrosa.
Es digna de consideración, como hemos escrito en otro lugar 339, la especial manera con que cada Evangelio refiere los milagros. San Mateo los expone con la noble sencillez que distingue toda su obra. Sabido es que este evangelista acostumbra agrupar sus materiales conforme a un orden lógico, y esto mismo hace, en parte, con los prodigios de Jesús, de los que reunió hasta diez –la mitad de todos los que expone– en los capítulos IX y X, para mejor encarecer, con múltiples y variados ejemplos, la omnipotencia del divino Maestro. La breve narración de San Marcos ha sido llamada, y con razón, «el Evangelio de los milagros». En efecto, como que vuela de prodigio en prodigio, presentándonos, en animadas páginas, las maravillas obradas por el Salvador, iluminadas por esplendorosa luz. En los milagros del Salvador contados por San Lucas hallamos, por lo que hace al taumaturgo, la dulce bondad y la inefable misericordia, que son las notas características con que el tercer Evangelio suele pintar al Hijo del hombre; y por lo que hace al narrador, hallamos al pintor habilísimo, diestro en escribir, al médico que cuida de señalar las circunstancias patológicas 340 y al discípulo de Pablo, que pone de relieve la universalidad de la redención obrada por Jesucristo. San Juan, como ya vimos, sólo refiere circunstancialmente unos cuantos milagros 341; pero leyendo sus narraciones presto se echa de ver la importancia que concede a estas «obras» de su amadísimo Maestro 342. Las ha escogido admirablemente entre las mayores 343, y casi siempre Jesús mismo une a ellas importantes discursos, que suelen versar sobre su propia persona y su divina misión 344. Además, mientras los sinópticos gustan de apuntar la impresión producida por los milagros de Nuestro Señor en las muchedumbres amigas 345, San Juan anota con preferencia la de los enemigos del Salvador.
Al estudiar por separado los milagros de Nuestro Señor, se advierte al punto en ellos, felicísima variedad, ya que fueron ejecutados en diversísimas circunstancias. Para clasificarlos se han seguido diferentes normas 346. La clasificación siguiente nos ha parecido la más natural y lógica: hay milagros realizados directamente sobre la Naturaleza, como, por ejemplo, el cambio del agua en vino, en las bodas de Caná, la tempestad aplacada en el lago, la marcha sobre las aguas, etc.; hay curaciones sobrenaturales: expulsión de los demonios, victorias obtenidas sobre voluntades hostiles (especialmente la expulsión de los vendedores del Templo, la manera con que frustró Jesús los proyectos homicidas de los habitantes de Nazareth); en fin, resurrecciones de muertos. El mayor espacio lo han reservado los evangelistas para las curaciones, que se refieren a variadísimas enfermedades: la fiebre, la lepra, la hidropesía, la parálisis, la hemorragia, la ceguera, la sordera, la mudez congénita, la consunción y otras varias.
La realidad histórica y la credibilidad de todos estos milagros, de cualquier categoría que sean, constan por firmísimos argumentos, tanto si se mira a la crítica textual como a la condición de los evangelistas y a los prodigios considerados en sí mismos
1.° Los textos evangélicos que narran los milagros de Nuestro Señor, de igual modo que las demás partes de su biografía, reúnen todas las debidas condiciones de autenticidad, integridad y veracidad. En este triple orden en nada se diferencian de los otros relatos. Combatirlos o rechazarlos únicamente por causa del elemento sobrenatural que encierran, sería injusticia tanto más manifiesta cuanto la parte atribuida a este elemento, aunque siempre considerable, no es desproporcionada ni excede los límites de lo verosímil. Más aún; es absolutamente imposible –hecho de gran importancia– eliminar los milagros de la historia del Salvador sin mutilar ésta por modo arbitrario y sin hacerla, tal vez, ininteligible, ya que los prodigios de Jesús forman con sus enseñanzas y demás actos de su vida un tejido tan apretado, que no se concibe cómo puedan arrancarse de él sin dejarlo hecho jirones 347.
2.° No son menos dignos de fe los evangelistas cuando narran los milagros de Nuestro Señor que cuando refieren otros hechos. Siempre manifiestan igual sencillez, idéntica probidad. Se contentan con una exposición, por lo común breve, siempre objetiva, en la que no se trasluce mínimo indicio de que embellezcan o exageren, y mucho menos de que inventen. No olvidemos que dos de ellos, San Mateo y San Juan, fueron testigos oculares de los milagros de su Maestro, y que los otros dos, San Marcos y San Lucas, conocían los hechos por testimonios segurísimos. Contra la sospecha de que fuesen demasiado crédulos protestaría Jesús, que, con ocasión de varios de sus milagros 348, hubo de echarles en cara su asombrosa incredulidad. Notemos, finalmente, que cuando narran el mismo hecho milagroso lo hacen de modo independiente, con variantes que son fianza de su veracidad.
3.° Los milagros del Salvador eran fáciles de comprobar. «Acaecieron en las plazas públicas, en presencia de multitudes numerosas que representaban todas las clases, delante de enemigos encarnizados» 349, que de cierto, a notar algo sospechoso, hubieran protestado, y que, al revés, tuvieron que inclinarse, mal de su grado, ante la evidencia de los hechos. Su confesión tiene, en este punto, altísimo valor: «¿Qué haremos? –se decían amargamente 350–, porque este hombre hace muchos milagros.» Otra prueba perentoria nos ofrece el proceder mismo de Jesús, que en varias circunstancias pronunció respecto de sus «obras» maravillosas palabras harto significativas, reveladoras de la plena certidumbre, sin sombra de duda, que tenía de su poder sobrenatural. Lanza los demonios por el Espíritu de Dios 351, alude a las dos multiplicaciones de los panes como a realísimos milagros 352, afirma que sus milagros le dan evidentísimo testimonio 353.
Es, pues, razonable creer en la realidad de los milagros evangélicos. Resisten a todas las acometidas. Por eso desde hace siglos han sido inquebrantable fundamento de la fe en Cristo y en su Iglesia. ¡Y qué hombres, qué ingenios han creído en El, con sencillez, pero con firmeza, siguiendo a los apóstoles y sus sucesores! Policarpo, Justino, Ireneo, Orígenes, Clemente de Alejandría 354, León y Gregorio el Grande, Lactancio, Hilario, Jerónimo y Agustín, Basilio, Gregorio de Nacianzo y Juan Crisóstomo, después Anselmo y Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, Dante y Milton, Bossuet y Fenelón, Newton y Pascal. Estos sabios, estos santos, estos filósofos, estos teólogos.., no creyeron en los milagros de Jesucristo sin sopesar los motivos que tenían para aceptarlos. Cierto; los que creemos en los prodigios evangélicos vamos en buena compañía, en una compañía tan noble como numerosa y excelente 355.
Merecen también nuestra atención algunas notas especiales de los milagros del Salvador. Repárese que ninguno ejecutó en interés propio. «Padece hambre después de un ayuno de cuarenta días, y le hubiera sido fácil cambiar en pan, como se lo sugería el demonio, las piedras del desierto; pero se guardará de recurrir a tan fácil medio. Siente sed junto al pozo de Jacob, y no tiene con qué sacar el agua; mas no hará brotar una fuente milagrosa nada más que para apagar su sed. Con precipitarse de lo alto del templo pudiera convertir a los habitantes de Jerusalén y procurarse resplandeciente gloria; pero rechaza con horror semejante propuesta del espíritu maligno. Habría traído a su parte a algunos de sus enemigos aviniéndose a hacer algunas maravillas extraordinarias que le pedían; pero rehúsa enérgicamente satisfacerles 356. Permite, en fin, a sus verdugos que pongan las manos sobre El, que le escupan, que le golpeen cruelmente, cuando le bastara expresar a su divino Padre un simple deseo 357 y acudieran a defenderle doce legiones de ángeles» 358.
En cambio, aparte raras excepciones, los milagros evangélicos fueron señaladas manifestaciones de la bondad misericordiosa y del amor compasivo de Jesús, que nunca se cansaba de aliviar los sufrimientos físicos o morales del caído linaje humano. Los evangelistas señalan esta bondad infinita de Jesús, que así se mostraba en actos maravillosamente saludables, como principio y causa de varios de sus milagros. «Y saliendo de la barca, vio numeroso gentío, y se le enternecieron las entrañas por causa de ellos, y curó a sus enfermos» 359. Días después, por dos veces multiplicó milagrosamente los panes 360 para socorrer a la muchedumbre que le había seguido hasta un lugar desierto, que hubiera padecido de hambre sin su generosa intervención 361.
Pero, no obstante que Jesús hizo continuos milagros en todos los órdenes posibles, nunca los prodigó. En su actividad milagrosa «resplandeció lo que pudiera llamarse una reserva no menos milagrosa» 362. Cristo obra siempre sus milagros con fin bien determinado: cada uno corresponde a una necesidad del orden físico o del moral. Satisfecha la necesidad, el taumaturgo se hace, digámoslo así, económico. Con cinco panes y dos peces sacia varios millares de hombres; pero quiere que sus apóstoles recojan los restos de la frugal comida para que no se desperdicien.
Hemos admirado ya la serenidad majestuosa, divina, con que Jesús hacía las obras más admirables. Por ningún caso, ni al imperar a las olas encrespadas, o a los demonios, o a las enfermedades más rebeldes, o a la muerte misma, notamos en Él vacilación o esfuerzo. Los medios de que se vale son de asombrosa sencillez. Las más veces le basta una palabra, un ademán o el simple contacto. «Yo lo quiero; queda limpio» 363; «Levántate, toma tu lecho y anda» 364; dice a la mar: «Calla, enmudece» 365; «Lázaro, sal fuera» 366. A veces cura a distancia 367. Con una sola excepción 368, y ésa de industria, el efecto era inmediato, completo, definitivo. Así, la suegra de Simón Pedro quedó tan bien curada, que inmediatamente pudo atender a sus oficios de ama de la casa; los paralíticos de Cafarnaún y de Bethesda se fueron llevando a hombros sus lechos; la hija de Jairo, apenas despertada del sueño de la muerte, pudo tomar alimento.
De ordinario, para obrar sus milagros aguardaba Jesús a que invocasen su poder o su bondad 369. Con todo, algunas veces tomó Él la delantera, como acaeció en las dos pescas milagrosas, en las dos multiplicaciones de los panes, en la resurrección del hijo de la viuda y en la de Lázaro y en la curación de varios enfermos. Su amoroso corazón no sabía resistir a la vista de ciertos padecimientos. Como quiera que se los mire, los milagros de Cristo son, pues, caso único en la historia del mundo. Son, como Él mismo dijo 370, «obras que ningún otro ha hecho». Este fallo, que era también el de las muchedumbres judías 371, ha sido ratificado por el de todos los siglos cristianos. No; nunca presenció el mundo obras tan grandiosas, tan bellas, tan trascendentales, tan divinas como los milagros de Nuestro Señor Jesucristo: cosa que no extrañará quien conozca las demás circunstancias de la vida del Hombre-Dios, con las cuales hacen los milagros perfectísima consonancia. Todos estos milagros, según la justísima observación de San Agustín 372, «tienen su propio lenguaje para cuantos sepan comprenderlo»: lenguaje clarísimo, elocuente y persuasivo para cualquiera que lo escuche atentamente y sin prejuicios.
¿Qué nos dicen, pues? ¿Qué nos enseñan del Salvador y de su misión? ¿Cuáles eran, al efectuarlos, sus soberanos designios y los de su Padre? Sobre ello nos ilustra Él mismo con memorables palabras que hacen resaltar el testimonio que de Él dan sus milagros. Ya le hemos oído exclamar, en su discusión con las autoridades judías, después de la curación del paralítico de Bethesda: «Las obras –es decir, los prodigios– que el Padre me ha concedido ejecutar, las mismas obras que yo hago me dan testimonio que el Padre me ha enviado» 373. Más adelante, cuando el Precursor, desde su prisión de Maqueronte, le envió dos discípulos con encargo de pedir a Jesús una respuesta categórica, oficial, a esta pregunta: «¿Eres tú el Mesías», Nuestro Señor, que había hecho ya varios milagros a vista de los delegados, les dijo: «Id y responded a Juan... lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres les es anunciado el Evangelio» 374. Este testimonio era tanto más claro cuanto estaba tomado de los oráculos de Isaías relativos al Mesías 375. Otra vez, después de haber refutado la blasfemia de los escribas y fariseos, que le acusaban de expulsar los demonios con ayuda de Satanás, sacó Jesús esta perentoria consecuencia: «Si yo lanzo los demonios por el Espíritu de Dios, cierto es que el reino de Dios ha venido entre vosotros» 376. Se seguía también que el Mesías, fundador del reino de Dios, había venido ya y que no era otro que Jesús mismo. En otros lugares 377 el divino Maestro reprocha a sus apóstoles el no creer bastante en El, a pesar de los milagros de que habían sido testigos. Finalmente, en una de las horas más solemnes de su vida, camino de Getsemaní, el Salvador dijo a sus discípulos 378: «Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado (a los judíos que permanecían incrédulos), no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado... Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ninguno otro ha hecho, no tendrían pecado; mas ahora las han visto, y me aborrecen a mí y a mi Padre.» Los milagros de Jesús condenaban, pues, la incredulidad de los judíos, porque demostraban con toda evidencia que Dios le había dado omnímodo poder.
Razón teníamos, pues, al afirmar que el lenguaje de los milagros del Salvador es clarísimo y elocuente. Prueban rigurosamente que Jesús es el enviado de Dios por excelencia, el Mesías de Israel, el Salvador del género humano. Así lo entendían las turbas, que creían «en su nombre viendo los milagros que hacía» 379; que, después de la resurrección del hijo de la viuda de Naim, exclamaban: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo» 380; que, vista la curación de un poseso 381, decían: «¿No es éste el Hijo de David?» Lo había entendido también Nicodemo cuando hacía esta justa observación 382: «Maestro, sabemos que eres un doctor enviado de Dios, porque nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.» Si la fe de los primeros discípulos y de los primeros apóstoles fue tan pronta y tan viva, es porque, en gran parte al menos, estaba cimentada sobre los milagros del Salvador 383. He aquí por qué el evangelista San Juan escribe con dejo de amargura 384: «Aunque Jesús había hecho a presencia de ellos (los judíos) tantos milagros, no creían en El.» Recordando los prodigios del Salvador, esta incredulidad le parecía imposible y casi monstruosa. Por último, el mismo San Juan, en las postreras páginas de su Evangelio 385, escribía: «Otros muchos milagros hizo también en presencia de sus discípulos, que no están escritos en este libro. Mas éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo tengáis vida en su nombre.»
Podemos, pues, concluir: «tanto según la mente de los que fueron testigos de los milagros de Jesucristo como según la suya propia, esta serie de asombrosos prodigios son prueba decisiva, irrefragable, de su íntima unión con Dios, de su misión especial, de su oficio mesiánico. Esas eran sus cartas credenciales, esa la ejecutoria infalible de su soberana dignidad» 386. ¿Prueban también los milagros de Jesucristo su divinidad? Responderemos más adelante.

VI.–Embajada del Bautista al Salvador.–Unción de la pecadora

Se ha dicho, y con mucha razón, que el primero de estos dos episodios es uno de los hechos más notables de la vida de Nuestro Señor. San Mateo, y más aún San Lucas 387, describen sus principales circunstancias con toda la claridad deseable. Si cada uno lo refiere en distinto lugar, explicase porque el autor del primer Evangelio sigue también aquí el orden lógico, mientras que San Lucas se atiene al cronológico.
Hemos dejado al Precursor en la dura prisión de Maqueronte, donde criminalmente lo había puesto Herodes Antipas por motivos de índole política, pero más aún por satisfacer al odio y deseo de venganza de Herodías. Allí fueron sus discípulos, a quienes el tetrarca permitía comunicar con su maestro, a contarle los incesantes milagros de Jesús y el próspero suceso de su predicación. Para de notar los prodigios realizados por el Salvador, San Mateo emplea en este lugar una expresión característica: «Las obras de Cristo» 388. Lo que viene a decir: obras tales que por sí solas testifican que su autor es el Mesías. Escogiendo entonces a dos de sus discípulos, los envió a Jesús, a quien debían proponer en Mi nombre esta pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?» que ha de venir, o más exactamente, el que viene 389 nombre con que por aquel tiempo solía denominarse al Mesías 390, que, según hemos visto, era ardentísimamente deseado, y cuyo próximo advenimiento se esperaba con impaciencia.
Pero ¿cómo Juan Bautista, después de la revelación que había recibido del Espíritu Santo 391, después de la escena que había visto a orillas del Jordán 392, después de sus mismos testimonios públicos, oficiales y reiterados 393, pregunta ahora a Jesús si es Él el verdadero Mesías? ¿Habíase infiltrado, tal vez, en su espíritu alguna duda suscitada por los padecimientos, por la inacción y por el aislamiento de la prisión? Eso imaginaron algunos desde los primeros siglos, y es de lamentar que aun hoy tengan esta opinión muchos defensores, no sólo entre los teólogos liberales, sino aun entre los mismos protestantes llamados ortodoxos Pero tal interpretación de la conducta de Juan es de todo en todo inadmisible. El mismo Jesús va a rendir testimonio a la inquebrantable firmeza de esta gran alma. Y ¿cómo pudiera olvidar tan pronto el Precursor la aparición del Espíritu Santo sobre la cabeza de Jesús, en figura de paloma? ¿No seguía resonando aún en sus oídos la voz celestial que había proclamado la dignidad del Hijo de María? No, el Precursor «tenía pruebas tan convincentes de la mesianidad de Jesús, que no era posible dudar de ella» 394.
Esta dificultad exegética que suscita el proceder del Precursor ha sido resuelta, hace ya mucho tiempo, por los Padres 395 y comentadores católicos, y aun por muchos teólogos protestantes. No proponía Juan esta cuestión mirando a sí mismo, `pues de antemano conocía la respuesta, sino únicamente en bien de sus discípulos, algunos de los cuales, considerando a Jesús como rival del Bautista, y recelosos de la autoridad que iba cobrando, no sólo no creían en El, sino que le eran desafectos y aun hostiles 396. Esperaba que, poniéndolos en ocasión de comunicar directamente con el Cristo, éste los traería de su parte y vendrían a reconocerle por Mesías.
No podían los enviados de Juan llegarse al Salvador en hora más propicia, más providencial, pues le hallaron en el pleno ejercicio de su poder sobrenatural, en uno de aquellos instantes benditos en que sus manos multiplicaban los portentos 397. Delante de los dos discípulos sanó a muchos enfermos y posesos y dió la vista a muchos ciegos 398. Tal fue su primera respuesta: la respuesta clara e innegable de los hechos, el ejercicio público de poderes manifiestamente sobrenaturales. A ella agregó una respuesta verbal, no menos perentoria. «Id –dijo a los mensajeros del Precursor– y decid a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto 399: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan, es anunciado a los pobres el Evangelio, y bienaventurado aquel que no se escandalizare en mí.» Come la cuestión había sido propuesta en nombre de Juan, natural era que a él dirigiese Jesús la respuesta que se le pedía, aunque, en realidad, se enderezase principalmente a los dos enviados y a los otros discípulos del Precursor. Era tanto más apta para convencerlos cuanto está casi literalmente tomada de un cuadro ideal que muchos siglos antes había trazado Isaías de la actividad bienhechora del Mesías, en aquel célebre pasaje 400 donde, mezclando la figura con la realidad, dice: «Entonces (en tiempo del Cristo) se abrirán los ojos de los ciegos; entonces se abrirán los oídos de los sordos; entonces el cojo saltará como el ciervo, y se desatará la lengua de los mudos.» Más adelante 401, en un texto que Jesús mismo se aplicó en la sinagoga de Nazaret, representa al Cristo como protector de los afligidos y portador de la buena nueva de los desgraciados. Esta última circunstancia cuadra singularmente al Mesías, y más cuando los doctores de la ley, los fariseos y las autoridades jerárquicas judías despreciaban al pueblo y le desamparaban, mientras que el Hijo del hombre, fiel a su vocación, aliviaba todos los dolores y predicaba con predilección a los pobres y a los pequeños. Recordar estos oráculos a los enviados de Juan después de haber obrado ante ellos muchos prodigios, era como decirles implícitamente: A vista de ojos lo veis; lo que Isaías profetizó del Mesías, yo lo realizo palabra por palabra; yo soy, pues, el Cristo. Era repetir lo que ya antes había dicho: «Las obras que yo hago me dan testimonio que el Padre me ha enviado» 402; testimonio que era superior al de Juan Bautista. Han se lamentado algunos de que en esta ocasión no respondiera Jesús directamente a la pregunta del Precursor, y hasta han querido ver en sus palabras una «evasiva»; mas quien medite sin pasión su respuesta y considere las circunstancias en que la dió, fuerza es que reconozca que apenas pudiera Jesús dar prueba más concluyente de su dignidad mesiánica. Siempre, claro está, que se la entienda en su verdadero sentido, a la letra, y no en sentido figurado, en un «sentido moral», cual si únicamente se refiriese a curaciones espirituales. Tan claros son los textos que excluyen toda razonable duda acerca de su interpretación.
Ya habrá notado el lector que el mensaje que a su vez envió Cristo al Precursor acaba con una grave advertencia, aunque presentada en la delicadísima forma de una bienaventuranza: «Bienaventurado el que no se escandalizare» ¿Pero podía el Cristo ser ocasión de escándalo y de caída? Sí; ya lo había predicho el anciano Simeón más de treinta años antes 403; y mucho antes de la presentación del Niño Jesús en el Templo lo había anunciado también Isaías 404: «El (el Cristo) será un santuario; pero será también piedra de tropiezo y roca de escándalo a las dos casas de Israel, red y lazo a los moradores de Jerusalén. Y tropezarán muchos de ellos, y caerán, y serán quebrantados; se enredarán y quedarán presos.» Estas líneas de Isaías explican bien la significación de las palabras «el que no se escandalizare en mí». Etimológicamente, el escándalo es un lazo, una trampa. Escandalizarse de Jesús era –harto lo mostraba la conducta de los discípulos de Juan– hallar en sus palabras y en sus actos falsos motivos para no admitirlo por Mesías. ¡Dichosas las almas fieles a quienes prevenciones de esta índole no hagan dudar ni las alejen de El! ¡Dichosos los enviados del Precursor si entendieron el riesgo que corrían y si tornaron a su maestro mejor dispuestos respecto del Cristo y satisfechos de su respuesta!
Luego que se partieron pronunció Jesús un discurso que nos ofrece un admirable ejemplo de la sencillez y elevación de su elocuencia. Preguntas dirigidas al auditorio, imágenes y parábolas alternan con lenguaje ordinario y con razonamientos enderezados a imprimir hondamente en los espíritus verdades de altísima importancia. Este breve discurso 405 comienza con un brillante panegírico de Juan Bautista 406. Como la escena que acabamos de referir acaeció en presencia de grande muchedumbre 407, que ignoraba los secretos motivos de la cuestión propuesta a Jesús en nombre de Juan, era de temer que en el ánimo de muchos quedase el Precursor con nota de hombre tornadizo, cual si vacilase su fe en el Mesías; que la misma autoridad de Jesús se pusiera en cuestión si el testimonio que Juan había dado de Él quedara sujeto a discusiones. El público elogio que el Mesías va a hacer del Precursor desvanecerá todas las sospechas y atajará todos los inconvenientes. La historia entera del Precursor está resumida en ese elogio, tan notable por la viveza del lenguaje como por la belleza y elevación de los pensamientos que expresa 408:

¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Más qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas delicadas? He aquí que los que traen vestidos delicados habitan en las casas de reyes. ¿Más qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Ciertamente, os digo, y más que profeta. Porque éste es de quien está escrito 409. He aquí que yo envío mi ángel delante de tu faz, que prepara tu camino delante de ti. En verdad os digo que entre los nacidos de mujeres no se levantó otro mayor que Juan el Bautista; mas el que menor es en el remo de los cielos, mayor es que él. Y desde los días de Juan Bautista hasta ahora el reino de los cielos padece fuerza, y los violentos lo arrebatan. Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis entender, él es aquel Elías que ha de venir. Quien tenga oídos para oír, oiga.

El elogio de Juan es, al principio, negativo, pues Jesús comienza diciendo que él no es el Precursor. Dirigiéndose a sus oyentes, les hace seis preguntas, que se suceden con animada rapidez, y a las que Él mismo responde en nombre de ellos. Les recuerda el santo ardor que, tiempo atrás, les arrastrara al desierto, y les pregunta qué fueron a ver 410. Aquel que los había atraído en nada ciertamente se parecía a las cañas que crecen en abundancia a orillas del Jordán, y a las que basta para mover el suave viento que riza la superficie del agua. ¡Juan, una caña! ¡El, que, firme e inflexible como columna de bronce, había hecho rostro a fariseos y a saduceos y al omnipotente tetrarca! ¡El, que era como robusta encina, que ni aun la persecución había podido desarraigar! Tampoco era uno de esos hombres afeminados, vestidos de delicadas y ricas telas, que viven en los palacios de los reyes; su dura túnica, hecha de pelos de camello, y su áspero cinturón de cuero lo estaban voceando.
¿Pues quién era?, vuelve a preguntar por tercera vez el divino orador, pasando a la parte positiva del elogio. ¿Un profeta? Sí, y aun más que un profeta, pues a él, a él solo, le fue concedida la honra de preparar de cerca los caminos al Mesías, de ser su Precursor, como lo había predicho el último de los videntes de la Antigua Alianza, Malaquías, en un oráculo al que los judíos de entonces atribuían sin vacilar significación mesiánica Jesús cita esta profecía con una ligera modificación. Leemos, en efecto, en el texto original: «He aquí que yo envío mi mensajero, y preparará el camino delante de mí, y de improviso vendrá a su templo el Señor a quien buscáis, el ángel de la alianza que deseáis. He aquí que viene, dice el Señor de los ejércitos.» El Mesías, que aquí claramente se presenta como Dios, anuncia que su venida será preparada por un heraldo escogido de industria para cumplir esta gloriosa función. En la cita de Jesús Dios interpela a su Cristo y le promete un precursor. El sentido es el mismo en ambos textos.
Este elogio, ya de suyo grande, va a hacerse aún mayor, pues Jesús añade, en forma de juramento («En verdad os digo»), que Juan Bautista era superior en dignidad a todos los hombres 411 que antes de él habían vivido. Los tiempos antiguos habían visto santos e ilustres personajes: los patriarcas, un Moisés, un Samuel, un David, un Elías, un Eliseo, un Isaías, un Jeremías y tantos otros; pero superior a todos ellos era el hijo de Zacarías e Isabel, precursor, al fin, del Mesías. Con todo, sin atenuar por eso su alabanza, la aclara Jesús diciendo que, por más insigne que sea Juan Bautista, «el que es menor en el reino de los cielos es mayor que él». La clave de esta sentencia, a primera vista algo oscura, está en las palabras «el reino de los cielos». Este reino no es otro que el del Mesías, el que Jesucristo iba a fundar. Pero tiene dos fases muy distintas: la de su establecimiento, o sea desde la venida del Mesías hasta el fin de los tiempos, y la de su consumación en el cielo. A la primera se refiere aquí el Salvador, y, sin mermar la dignidad del Bautista, afirma que el más humilde de los miembros de su reine de su Iglesia, está, en cierto sentido, por cima de él. ¿Cómo? «El Precursor es el mayor de los hombres; pero los verdaderos cristianos pertenecen a una rata transfigurada, divinizada. Juan Bautista, con ser el amigo íntimo del Rey-Mesías, no ha atravesado el umbral del reino, mientras que aun el menor de los cristianos ha recibido esa gracia. Juan Bautista es el paraninfo; la Iglesia, de la que son parte los cristianos, es la esposa misma del Cristo. El cristianismo nos ha colocado en un plan mucho más elevado que el del judaísmo, y los miembros del Nuevo Testamento aventajan a los del Antiguo, cuanto la Nueva Alianza aventaja a la Antigua» 412. La comparación no atañe, pues, al valor moral del Precursor, sino a sus relaciones con el reino mesiánico, en el que no le ha sido dado entrar.
Pero, cuando menos, cúpole a Juan la gloria de anunciar este reino, de prepararlo, y su predicación y su santidad lograron tan feliz éxito que desde el principio de su ministerio 413 el instante en que Jesús pronunciaba su elogio se multiplicaban los tenaces esfuerzos para penetrar en él y adquirir derecho de ciudadanía. El reino mesiánico se nos muestra, pues, aquí 414 debajo de la imagen de una fortaleza asaltada con violencia para conquistarla 415. Asalto del amor para penetrar en ella y no del odio para destruirla. De hecho, en esta época de la vida de Jesús, no obstante la frialdad con que así a Jesús como al Precursor acogieron sus conciudadanos –y de ello oiremos lamentarse al Salvador–, un movimiento ardiente y generoso impelía a muchedumbres numerosas a la conquista del reino de los cielos. Jesús atribuye parte de la honra consiguiente a este fruto a la predicación de Juan Bautista.
En todo este pasaje el pensamiento del Salvador es rico, denso, y requiere algunas explicaciones. Perseverando en el mismo orden de ideas y prosiguiendo el elogio del Precursor, recuerda a sus oyentes que «todos los profetas y la ley han profetizado hasta Juan». En la religión de Israel todo tenía significación profética, según lo dice aquí Jesús y lo afirma elocuentemente San Pablo 416. Al lado de las profecías propiamente dichas, había tipos y figuras. La ley misma era un conjunto de profecías. Pero el Precursor ha inaugurado una nueva era: la del cumplimiento. Antes de él se esperaba la realización de los divinos oráculos; en adelante, después del advenimiento del Mesías, deber de cada cual es esforzarse seriamente por alcanzar un lugar en el reino de Cristo. Aunque Jesús exige suavemente estos esfuerzos con aquella fórmula: «Si queréis entender», es evidente que es preciso querer, pues sin esto no se da la salvación. Y termina el Salvador su panegírico del Precursor estableciendo un parangón entre éste y Elías, como antes lo hiciera el arcángel San Gabriel 417 al anunciar a Zacarías el nacimiento de Juan. «El es –dice– aquel Elías, que ha de venir.» Ya indicamos en otro sitio 418 en qué sentido y por qué razón pudo decir Jesús que Juan Bautista era otro Elías. Una fórmula breve y grave: «Quien tenga oídos para oír, oiga», que el Salvador solía usar para invitar a sus oyentes a poner especial atención en algunas verdades más importantes 419, cierra esta parte del discurso.
Pasando a otro orden de ideas, Jesús va a describir en pocas palabras los resultados tan distintos que la predicación de Juan Bautista había producido, de un lado, en la nación judía en general, y de otro, en sus directores religiosos.
Y todo el pueblo y los publicanos, que lo oyeron, dieron gloria a Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Mas los fariseos y los doctores de la ley frustraron 420 los designios de Dios respecto de ellos, no recibiendo el bautismo de Juan.
Solamente San Lucas nos ha conservado esta observación de conjunto 421, consoladora en parte y en parte dolorosa, que confirma y resume los pormenores que nos ofrecen les cuatro evangelistas acerca del ministerio del Precursor. Las clases directoras –en especial los fariseos, los supuestos santos del judaísmo, y los escribas, los sabios, a los que podemos añadir los saduceos; por consiguiente, los jefes religiosos– habían recibido a Juan con frialdad, con recelo, y rehusando creer en su misión y recibir su bautismo de penitencia, frustraron, en cuanto a ellos atañía, los misericordiosos designios del Señor. En contracambio, las clases inferiores de la nación y hasta los publicanos 422 y otros pecadores públicos habían recibido con fe, y en grandísimo número, el mensaje y bautismo del Precursor, cooperando así a la ejecución del plan divino.
Con lindísimos términos y expresivas metáforas tomadas de la vida familiar, pinta Jesús el juicio que aquella generación desconfiada y aun incrédula había formado de Él y de su Precursor 423.

¿A quién pues, compararé los hombres de esta generación, y a quién se parecen? Semejantes son a los muchachos, que están sentados en la plaza y gritan a sus compañeros: Os hemos tocado flautas y no bailasteis: os hemos cantado lamentaciones y no llorasteis. Porque vino Juan el Bautista, que no comía pan, ni bebía vino 424, y decís: el demonio tiene. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: He aquí un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores. Mas la sabiduría ha sido justificada por todos sus hijos.

Delicadísima es la breve parábola con que comienza este pasaje. «¿A quién compararé...?» 425. Parece como que Jesús busca a qué podrá comparar el proceder ingrato y gravemente culpable que va a describir. En esto acúdele a la imaginación una escena de aquellos juegos infantiles que tantas veces había presenciado y de que, sin duda, fuera también actor en los días de su infancia, y la representa con unos cuantos rasgos bien escogidos. Dos grupos de niños están reunidas en la plaza pública, teatro antiguo y siempre nuevo de recreaciones infantiles. Con ese instinto de imitación propio de tal edad, uno de los grupos remeda primero una boda, y después unos funerales, pretendiendo que el otro grupo baile o llore al compás de sus cantos. Mas como este otro grupo no acude a ello los cantadores expresan a gritos su descontento y sus reproches (¿puede haber juegos de niños sin gritos ruidosos?). Y, con todo, ellos son los que obran mal, pues no tienen derecho a imponer sus caprichos; antes debieran avenirse a los deseos de sus compañeros 426.
El lenguaje que Nuestro Señor pone en boca de los niños dice bien con los usos de entonces. Así, entre los judíos, como en los más de los pueblos antiguos, se tenía por indispensable la flauta de igual modo en las ceremonias fúnebres 427 que en las alegres, y particularmente en las fiestas nupciales 428. Y así el Talmud 429 menciona «la flauta de los muertos» y la «flauta de las bodas». En el texto de San Mateo, el verbo griego que hemos vertido por «no llorasteis» 430, se traduce mejor: «No os golpeasteis el pecho», y denota otro antiguo uso que se practicaba en Oriente con ocasión de los funerales y de los duelos nacionales o personales 431.
Jesús mismo aplica la parábola a los que murmuraban su conducta y la del Bautista y permanecían rebeldes a su predicación. Esta casta de hombres caprichosos y mal dispuestos estaba figurada en el primero de los dos grupos de niños 432, pues también ella hubiera querida imponer sus antojos al Salvador y a Juan, cuyo proceder se atrevía a criticar por modo harto insolente. Se ofendió primero de la vida austera de Juan, a quien antes había admirado, llegando a tratarle de poseso 433; Jesús aceptaba invitaciones a convites, y porque, en apariencia, no llevaba una vida más mortificada que la mayoría de los judíos le acu baba afrentosamente de ser aficionado a la buena mesa y a los buenos vinos. Ni Juan danzó como ellos querían ni Jesús se lamentó cuando a ellos se les antojaba.
Mas no por eso se malograron del todo en Palestina las gracias y luces del cielo. Y así el Salvador acaba su discurso diciendo que «la sabiduría» absoluta, la del mismo Dios, que por diversísimos medios había querido salvar a los judíos 434, había sido «justificada», es decir, aprobada, proclamada justa y perfecta por todos «sus hijos»; hebraísmo con que se denota a los israelitas que, recibiendo a Jesús y a Juan por enviados del Señor, manifestaban ser verdaderamente sabios 435.
A este discurso de Jesús añade San Mateo un terrible anatema contra tres ciudades de orillas del lago Genesaret: Corozaín, Bethsaida y Cafarnaún; después, una acción de gracias que el Mesías hace a su Padre celestial, que se había dignado comunicar sus revelaciones a los pequeños y a los humildes, y, por último, aquel dulcísimo y afectuoso llamamiento: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» 436; pero es probable que Jesús dijo todo esto en época posterior, hacia el fin de su vida pública. Más adelante, cuando menos, lo trae San Lucas 437 que se ajusta mejor al orden cronológico; más adelante lo estudiaremos también nosotros.
El relato de la unción de Jesús por la pecadora es una de las más preciosas particularidades propias del tercer Evangelio 438. Encajaba perfectamente en el plan de San Lucas, que se complace en poner de manifiesto, siempre que la ocasión se le ofrece, la misericordia infinita de Cristo para con los pecadores arrepentidos, y, por tanto, la universalidad de la redención. Al comentar esta escena conmovedora San Gregorio Magno, que la dedicó una de sus más hermosas Homilías 439, se excusaba diciendo que más fácil le sería llorar que escribir. Nos hallamos, en efecto, ante «un cuadro arrobador, que tiene su lugar adecuado en la rica galería del pintor San Lucas; una cura admirable, digna de ser descrita por quien San Pablo llama su médico carísimo; un relato primoroso, en que abundan las situaciones psicológicas, y por este título, digno de la pluma del más psicólogo de los evangelistas» 440. Aunque el narrador no determina la fecha precisa del incidente, limitándose a unirlo con los acontecimientos precedentes por medio de una partícula 441, todo induce a creer que lo sitúa en su verdadero lugar, según el orden cronológico. Tampoco indica sino vagamente el sitio en que acaeció. «En una ciudad» 442 –dice–. Lo que puede significar: en la ciudad donde entonces se hallaba Jesús. Los comentadores han indicado a Naim, donde poco ha hemos visto al divino Maestro, a Jerusalén y a Betania, esta última porque se ha identificado a esta pecadora con María, hermana de Lázaro. Pero la locución empleada por San Lucas puede aludir también a Cafarnaún, que por aquella época era «la ciudad» del Salvador y su morada habitual.
Estrechado Jesús con insistencia –tal es el sentido del texto sagrado 443– por un fariseo, llamado Simeón, a que comiese en su casa, aceptó el convite. Aunque estaba muy lejos de andar en busca de semejantes invitaciones, tampoco las rehusaba de manera absoluta, y esto era lo que le había valido los injuriosos reproches de sus adversarios, poco ha mencionados. Allí, coma, en los demás sitios, sabía que obedecía a la voluntad de su Padre celestial y que cumplía su elevada misión. Las varias escenas de esta índole, cuyo recuerdo nos han conservado los Evangelios, y particularmente San Lucas 444, nos lo muestran, en efecto, singularmente edil i cante en sus conversaciones. No fue, cierto, muy efusiva –como lo mostrará el decurso de la narración– la acogida que el anfitrión hizo a Jesús; pero ninguna razón tenemos para suponer que la invitación fuera motivada por malévolas intenciones. Echará Jesús en cara a Simón el haberle recibido con frialdad, mas no el haberle tratado como a enemigo. Este fariseo, como tantos otros, quería ver de cerca al santo personaje cuyo nombre resonaba por doquier y que arrastraba en pos de sí a la muchedumbre del pueblo. Y quién sabe si no se sentía atraído por su santidad, por su predicación y milagros y deseaba observarle en la intimidad. Con esto se explicaría suficientemente su invitación.
Imaginaremos mejor la escena del banquete con la ayuda de diversos pasajes de los Evangelios, y más aún de las descripciones que nos han dejado los literatos e historiadores antiguos; recordemos cuál era entonces, aun entre los judíos, la actitud de los convidados en las casas de alguna importancia. «Bien puede decirse que los comensales estaban medio acostados y medio sentados. Las piernas y la parte inferior del cuerpo estaban extendidas sobre un sofá, mientras la parte superior del cuerpo estaba ligeramente elevada y sostenida por el codo izquierdo, que reposaba sobre un cojín; el brazo derecho y la mano derecha quedaban así libres para poderse alargar y tomar el alimento» 445. La mesa, bastante baja y próxima a la cabeza de los convidados, estaba colocada en el centro del hemiciclo formado por los divanes. Los pies de aquéllos quedaban fuera de los divanes por el lado que quedaba libre para el paso de los sirvientes.
De improviso penetró una mujer en la sala del festín. Era tristemente conocida en la ciudad por su conducta reprensible. Era una «pecadora», dice delicadamente el evangelista, omitiendo su nombre. Pero, pese a los esfuerzos que algunos intérpretes han hecho para atenuar su culpabilidad, no es posible dar una interpretación benévola al calificativo de «pecadora» aplicado a una mujer. Puesto caso que no hubiera sido la protagonista de esta escena una vulgar meretriz, no cabe dudar que hubiera llevado per algún tiempo una vida harto relajada. Así lo dirá Simón, el fariseo, aunque con cierta discreción, y el mismo Jesús hablará claramente de los «muchos pecados» de la convertida. Según la excelente observación de San Agustín 446, accesit ad Dominum immunda, ut rediret munda: se acercó al Señor impura para volver purificada.
Pero ¿cómo semejante mujer osó entrar en una casa honrada, y aun en la sala del festín? Aquel acto, que juzgado según las rígidas costumbres de Occidente, parecía desenvoltura, estaba en perfecta consonancia con los usos, más familiares, del Oriente bíblico. Mas, como quiera que fuese, aquella intrusión denotaba santa osadía y animosa resolución. La pecadora quería a todo trance acercarse a Jesús para alcanzar de Él su perdón. Poco le importaban molestias, insultos y aun malos tratos si con ello conseguía llegar pronto hasta El. Fácil es adivinar: muy poco antes, por obra inmediata de la predicación del Salvador, aunque sin haberle tratado aún personalmente, había comprendido la sinventura, cuán ignominiosa era su conducta, y, movida de la gracia, había prometido a Dios y a sí misma comenzar nueva vida cuyas santas prácticas reparasen desórdenes anteriores. Pero deseaba dar público testimonio de su gratitud a aquel a quien era deudora de su conversión, y recibir de sus manos puras una bendición poderosa que la ayudase a perseverar en su resolución. Por eso la vemos entrar presurosa en la casa del fariseo, cual si temiese dejar pasar sin aprovecharla la hora de Dios.
Tal es la minuciosidad del relato que podemos contemplar como a vista de ojos aun las más mínimas circunstancias de la escena. De un vistazo descubre el lugar que ocupa Jesús. Su intención es colocarse detrás de Él y perfumar, con un bálsamo líquido que lleva en un vaso de alabastro, los sagrados pies, que Jesús tiene descalzos, pues, según la costumbre oriental, ha dejado las sandalias a la entrada de la casa. Pero, vencida de fuerte emoción, mezcla de arrepentimiento, de gratitud y de respetuoso afecto, no puede contener sus lágrimas, que caen sobre los pies de Cristo. Esta misma circunstancia hace más ingeniosa su devoción. Soltando sus cabellos, se sirve de ellos, como de un lienzo, para enjugar las huellas de su llanto; luego, después de haber cubierto de piadosos besos los pies del Maestro 447, derrama sobre ellos el perfume contenido en el vaso de alabastro. No pronuncia una sola palabra; pero ¡cuán elocuente es su conducta, que tan bien manifiesta la viveza y sinceridad de sus sentimientos! Su gratitud efusiva, su amargo pesar, su generosa abnegación la sugieren el medio más natural y delicado de mostrar sus afectos.
San Lucas, sin curarse de describir la extrañeza que, sin duda, causó a los asistentes el proceder de la pecadora, se contenta con referir las impresiones del dueño de la casa. Este, muy lejos de comprender una escena que a los mismos ángeles embelesaba, se sintió contrariado, y, fariseo al fin, decía en su interior: «Si éste 448 fuese profeta, bien sabría quién y cuál 449 es la mujer que le toca, porque es pecadora.» No ignoraba Simón que las turbas atribuían a Jesús el título de profeta 450. Sabía también, por muchos hechos del Antiguo Testamento 451, que si bien los profetas, aun los más iluminados en lo alto, no son capaces de leer en el fondo de los corazones todo lo que en ellos pasa, Dios les revela a veces los más escondidos secretos. Le parecía, pues, recio de creer que Jesús, caso de estar dotado del don de profecía, no hubiese conocido al punto quién era la mujer cuyos homenajes tan tranquilamente recibía y que no la hubiese expulsado, en vez de que le toca!» ¡Cuánto dicen estas palabras! Un rabino a quien sus discípulos preguntaban: «¿A qué distancia se ha de permanecer de una cortesana?», respondió gravemente : «A la distancia de cuatro codos», es decir, a 2, 10 m. ¡Qué diferencia entre Jesús y los rabinos!
A pesar de que este recelo quedó escondido en el alma de Simón, no se le ocultó a la ciencia sobrenatural de Jesús, quien, como agudamente observa San Agustín 452, «oyó los pensamientos del fariseo». Va a probarle que no obstante haber permitido pacientemente a esta mujer manifestarle su respeto, no ignoraba su ardorosa historia, y que, por tanto, era verdadero profeta. Pero ¡cuánta dulzura y bondad en su amonestación! «Simón –comienza–, te quiero decir una cosa.» «Maestro, di», responde cortésmente el fariseo, dando a su invitado el título de «Rabbi», equivalente al de «Maestro». Y Jesús, envolviendo discretamente su pensamiento en una especie de caso de conciencia, añade:
Un acreedor 453 tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro, cincuenta. Mas como no tuviesen de qué pagarle, se los perdonó a entrambos. ¿Cuál, pues, de los dos le amará más? 454.
Estas últimas palabras vienen a decir: ¿Cuál de los dos deudores deberá testificarle más afectuosa y generosamente su reconocimiento? Sencilla era la respuesta: «Creo –dijo Simón– que aquel a quien más perdonó.» En efecto, muy ingrato sería un deudor insolvente a quien se perdonase una suma de 400 pesetas 455, si no experimentara hacia su acreedor mayor reconocimiento que el otro deudor a quien sólo se hubiese perdonado la décima parte. Pero ¿por qué este «Yo creo...»? 456. ¿No indica que Simón da su parecer a disgusto, como si temiese comprometerse, o, más aún, como si el caso propuesto le fuera indiferente? Así opinan muchos exegetas. Pero Jesús, sin darse por enterado de esa actitud del fariseo, replicó: «Rectamente has juzgado» 457, y vuelto hacia la mujer, que seguía a sus pies, cual si sólo entonces notara su presencia, continuó dirigiéndose al fariseo:
¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para los pies; mas ésta ha regado mis pies con sus lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré 458, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con óleo; mas ésta ha ungido con ungüento mis pies. Por lo cual te digo que perdonados le son sus muchos pecados, porque amó mucho. Mas al que menos se le perdona, menos ama.
En esta contraposición 459 del proceder de Simón y de la pecadora convertida, Nuestro Señor enumera tres de los principales ritos de la hospitalidad oriental con ocasión de los convites solemnes. A la llegada de los convidados, uno de los criados o criadas de la casa, y a veces el dueño mismo, les lavaba y enjugaba respetuosamente los pies 460 mal protegidos del polvo y del barro de los caminos por las simples sandalias de que iban calzados. El anfitrión acogía también a sus huéspedes con un beso 461; hoy mismo es esta la manera ordinaria de saludo, aun entre los hombres, en los países bíblicos. En fin, durante la comida se derramaba sobre la cabeza de los invitados algunas gotas de óleo, por lo común perfumado 462. Pero Simón se había dispensado de cumplir estos ritos con Jesús, manifestando de este modo una disposición de ánimo en que dominaba cierta cautelosa frialdad. De hecho, la pecadora fue quien cumplió con las reglas de la cortesía en la casa del soberbio fariseo. Posible es que el divino Maestro quisiera reprender indirectamente la conducta de este último, acabando con estas palabras: «Al que menos se perdona, menos ama» 463. Hay, pues, legítima correlación entre el amor y el perdón. A mayor amor, mayor perdón; menor amor, menor perdón. La pecadora acababa de manifestar amor y contrición hondísimos; por eso le fueron perdonadas enteramente sus gravísimas faltas. Jesús no quiso que se alejase sin haber recibido una seguridad consoladora. Dirigiéndose a ella por primera vez, la dice con dulzura: «Tus pecados te son perdonados.» Era una absolución en regla. Pero al oír estas palabras, como ya sucediera en otra ocasión 464, se escandalizaron los circunstantes y dijeron entre sí 465: «¿Quién es éste 466, que perdona los pecados?» En el fondo de esta pregunta había una acusación implícita de blasfemia. Sin curarse de esta solapada protesta, dice todavía el Salvador a la mujer, tan feliz ahora: «Tu fe te ha hecho salva; vete en paz.» Una fe vivísima, acompañada de profunda contrición y de grandísimo amor, había producido esta maravillosa regeneración 467.
Fuera grato a nuestra piedad saber con exactitud quién era aquella mujer que dió a los siglos cristianos ejemplo tan hermoso de conversión; pero ya hemos visto cómo San Lucas, por natural sentimiento de delicadeza, guardó silencio sobre su nombre, si ya él mismo lo conoció. Desde la antigüedad se han hecho conjeturas e investigaciones acerca de este asunto; pero de tal modo se ha agrandado y complicado la cuestión que no es posible resolverla con certeza. Las opiniones se dividen entre tres mujeres, que representan papel importante en los Evangelios: la pecadora, cuya conversión acabamos de ver, María-Magdalena y María, hermana de Lázaro y de Marta. Según San Gregorio Magno 468 estas tres mujeres no son más que una sola persona, y el peso de la autoridad de este sabio doctor hizo que su opinión fuese generalmente seguida en la Iglesia occidental desde el comienzo del sigloVII hasta el XVI. Con todo, San Ambrosio anduvo vacilante en este particular 469. San Jerónimo 470 distinguió entre la pecadora y María de Betania, mientras San Agustín las identifica 471. La Iglesia griega desde muy antiguo se declaró contra la identidad 472, y ha permanecido firme en esa opinión, pues honra con fiestas distintas a la pecadora arrepentida, a María-Magdalena y a la otra María. En el siglo XVI y en el XVII hubo fuerte reacción en Occidente, sobre todo en Francia, en pro de la distinción de las tres santas, sostenida no sólo por hombres ardientes e inconsiderados, como Launoy y Dupin, sino también por graves y sabios varones, como Estius, Tillernont, Calmet, Mabillon y Bossuet. «Es mas conforme a la letra del Evangelio distinguir tres personas», escribía el Obispo de Meaux 473; después de haber examinado uno por uno los textos evangélicos que hablan de ellas. Eso no obstante, no son del todo insolubles las dificultades que ofrecen estos textos para la identificación. Por otro lado, entre la pecadora y María-Magdalena y María hermana de Lázaro, hay grandes semejanzas de alma y de carácter. Todas tres son igualmente afectas a Jesús, generosas, activas en manifestar su santa adhesión. Claro es que este hecho por sí solo no basta para demostrar la identidad; pero sí ayuda a atenuar las dificultades que a esta identidad se oponen 474.