JUDAS

Judas 1, 1-2. Conforme al uso epistolar greco-romano, corriente también en las cartas del Nuevo Testamento, el encabezamiento menciona el nombre y títulos del remitente y a los destinatarios (v. 1); incluye también el saludo o bendición (v. 2).
El autor de la carta es probablemente el Apóstol San Judas Tadeo (cfr. la Introducción a la carta). Aunque era uno de los parientes del Señor (cfr. Mt 13, 55), no menciona esta circunstancia sino que considera mayor título ser «siervo de Jesucristo». En el mundo religioso hebreo, la expresión «siervo de Dios» equivale a adorador de Dios (cfr. nota a Rm 1, 1). Por tanto, al presentarse como «siervo de Jesucristo» -como hacen otros apóstoles (cfr. Rm 1, 1; St 1, 1; 2P 1, 1)-, San Judas apunta implícitamente la divinidad de Cristo.
La epístola se dirige «a los que han recibido la llamada divina amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo»: estas tres características son aplicables a todos los cristianos. Por ello fue incluida entre las llamadas «epístolas católicas», es decir, dirigidas a todo el orbe cristiano, aunque los destinatarios inmediatos fueran un grupo más reducido.
«Los que han recibido la llamada divina»: Literalmente «los llamados». A la misma raíz griega pertenece también la palabra «Iglesia», que es la comunidad de aquellos que Dios «llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1P 2, 9), el nuevo pueblo de Dios elegido por Él libre y gratuitamente. Al designar a los cristianos habitualmente como «llamados» (cfr. Rm 1, 7; Rm 8, 28; 1Co 1, 24; Ap 17, 14), el Nuevo Testamento subraya el carácter gratuito del don de la fe y de la vocación cristiana, que tienen su origen no en la voluntad humana, sino en una iniciativa divina.
«Amados de Dios Padre»: Ya el Antiguo Testamento consideraba el amor de benevolencia de Dios por todas sus criaturas (cfr. Sb 11, 24), particularmente por su pueblo elegido. Los profetas no cesaron de recordar esa predilección divina, tal como se había mostrado en la historia de Israel. La manifestación suprema del amor eterno del Padre es la Encarnación y la muerte redentora de su Hijo Jesucristo, «para que recibiéramos por él la vida» (1Jn 4, 9). Y el amor paterno de Dios, por el que nos hizo hijos suyos (cfr. 1Jn 3, 1), no cesa de favorecernos a lo largo de toda nuestra vida (cfr. Rm 8, 32).
«Guardados para Jesucristo»: Seguimos la interpretación más probable del texto; cabría traducir también «guardados por medio de Jesucristo». Todo el plan divino de salvación se orienta hacia Jesús, Cabeza de la Iglesia (cfr. Col 1, 18) y del universo entero (cfr. Ef 1, 3-10). «A los que (Dios) de antemano conoció también los predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él fuese primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
Con estas expresiones, el autor sagrado describe lo que es un cristiano: su vida se inicia con la llamada divina, progresa gracias al amor de Dios y culmina en Jesucristo. Indudablemente, el fin último del cristiano da pleno sentido a su vocación y a su perseverancia: «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste» (Lumen gentium, 48).

Judas 1, 2. Los buenos deseos que suelen acompañar el saludo de las cartas aparecen aquí con cierta originalidad. Efectivamente, San Judas suele presentar sus ideas ordenándolas en tres elementos; se describe a sí mismo como Judas -siervo de Jesucristo- hermano de Santiago; los destinatarios son llamados -amados de Dios- guardados para Jesucristo; y la bendición abarca misericordia-paz-amor (cfr. también vv. 5-8.11.20-21). Estos tres bienes, estrechamente relacionados entre sí, son un resumen de las gracias que Dios concede.
Por la misericordia, Dios ama a los hombres a pesar de sus pecados. Tiene una larga y rica historia en el Antiguo Testamento, como recuerda el Papa Juan Pablo II: «Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (cfr., p. ej., Os 2, 21-25; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones (…). En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido» (Dives in Misericordia, 4). Podemos decir que la Redención es obra de la misericordia divina.
La paz es consecuencia de la misericordia de Dios. Aparecía habitualmente en el encabezamiento de las cartas judías. San Pablo y San Pedro suelen poner en sus cartas «gracia y paz» (cfr. nota a Rm 1, 7; 1P 1, 2).
El amor es el don supremo, que se ha revelado plenamente en el Nuevo Testamento: el amor de Dios suscita en los cristianos el amor hacia Dios y hacia los hombres, y constituye el precepto fundamental, que resume los demás (cfr. Mt 22, 34-40).
Algunos Santos Padres han interpretado alegóricamente este saludo, y el de otras cartas, como una mención implícita de la Santísima Trinidad: según San Agustín, la misericordia se atribuye al Padre, la paz al Hijo y el amor al Espíritu Santo (cfr. Exposición incoada a la Ep. a los Romanos, 12).

Judas 1, 3-4. Estos versículos manifiestan el motivo de la carta y el propósito de su autor. El escribir a los fieles «acerca de nuestra común salvación» (v. 3), resulta urgido ante la llegada de noticias alarmantes sobre la actividad perniciosa de ciertos falsos maestros, que con sus doctrinas erróneas y su conducta perversa ponían en peligro la integridad de la fe de aquellos fieles.
Movido por su celo pastoral, San Judas desenmascara a los impíos (vv. 5-16) y exhorta a los cristianos a custodiar su fe (vv. 17-23).

Judas 1, 3. Hay que mantener íntegra la fe recibida, y transmitirla con fidelidad. La fe «entregada a los santos» supone un depósito de verdades ya formado: con esta referencia, algunos proponen retrasar la fecha de composición de la epístola; sin embargo, también abundan en San Pablo las referencias a ese depósito inmutable (cfr., p. ej., Ga 1, 6-9; 1Co 11, 23 ss.; 1Co 15, 1 ss.).
Las palabras de San Judas subrayan la importancia de la Tradición. En efecto, el sagrado depósito de la fe y de la moral cristianas ha sido confiado a la Iglesia para que lo conserve «por transmisión continua hasta el fin de los tiempos. Por eso, los Apóstoles, al transmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que conserven las tradiciones que de palabra o por carta aprendieron (cfr. 2Ts 2, 15) y que luchen por la fe recibida de una vez para siempre (cfr. Judas 1, 3)» (Dei verbum, 8).
Por tanto, aunque la custodia de la fe y su fiel transmisión es deber fundamental del Papa y los Obispos de la Iglesia, esta obligación compete también a todos los cristianos. De una manera especial a quienes tienen obligación de enseñar: p. ej., padres de familia, maestros, catequistas. Juan Pablo II exhorta: «El único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca. La constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea su responsabilidad en la Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús» (Catechesi Tradendae, 6).

Judas 1, 4. «Se han infiltrado»: El término griego, que significa «entrar desde fuera», expresa bien el proceder de los falsos maestros; probablemente eran predicadores itinerantes, que iban de una comunidad a otra. Se señala un doble error: uno de orden práctico y moral, pues convierten la gracia en libertinaje; y otro de orden doctrinal, porque niegan a Jesucristo. Sobre este error casi no se vuelve a hablar (cfr.. v. 8), seguramente porque la carta tiene una finalidad pastoral.
«Convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios»: Las desviaciones que se condenan tienen su origen en esta perversión de valores. Cristo con su gracia nos ha alcanzado la libertad; pero, con cierta frecuencia, se ha tomado esta verdad como pretexto para rebajar las exigencias de la lucha contra el pecado (cfr. Rm 6, 1.15; Ga 5, 13; 1P 2, 16; 2P 2, 19). Para profundizar en el verdadero alcance de la libertad, hay que mirar a Jesucristo que, siendo Dios, se anonadó a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cfr. Flp 2, 6-8 y notas correspondientes). Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores (…). La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres (Amigos de Dios, 26-27).

Judas 1, 5-7. El autor acude a tres ejemplos bíblicos famosos, como advertencia a los falsos maestros: los israelitas incrédulos y murmuradores que perecieron en el desierto (v. 5); los ángeles que por soberbia se rebelaron contra Dios y fueron arrojados al infierno (v. 6); los habitantes de Sodoma y Gomorra cuyas ciudades fueron exterminadas a causa de sus pecados de lujuria (v. 7).
Al mismo tiempo, parece señalar ya los tres vicios fundamentales que caracterizan a los herejes que denuncia: incredulidad, soberbia y lujuria (cfr. también vv. 14-16).
En la 2P se alude también a los castigos de los ángeles rebeldes y de Sodoma y Gomorra (cfr. 2P 2, 4-10 y notas correspondientes).

Judas 1, 5 «El Señor»: En otros manuscritos griegos se lee «Jesús», atribuyendo así más expresamente la liberación del pueblo de Israel de la tierra de Egipto a Cristo, interpretando el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, que es su plenitud. El mismo procedimiento emplea San Pablo (cfr. 1Co 10, 1-12). La lectura «el Señor» admite la posibilidad de que se refiera tanto a Dios Padre como a Cristo.
En el libro de los Números (cap. 14) se narra como el pueblo de Israel -una vez liberado de la esclavitud de Egipto- se rebeló contra Dios, murmurando por las dificultades del trayecto y desconfiando de la ayuda divina. En castigo de esta incredulidad, Dios decretó que toda aquella generación -con excepción de los que habían sido fieles- muriera durante los cuarenta años de la marcha por el desierto, sin poder entrar en la tierra prometida (cfr. Nm 14, 20 ss.).
San Judas aplica las enseñanzas de este suceso a la situación de los cristianos: han sido liberados de la esclavitud del pecado en el Bautismo, y tienen a la vista la tierra prometida del Cielo. Sin embargo, mientras están en camino, deben perseverar en aquella fe transmitida «de una vez para siempre» (v. 3) y llevar una vida conforme a ella.
«Aunque ya sepáis todo esto de una vez para siempre»: Nuestra traducción sigue a la gran mayoría de los papiros y códices griegos más antiguos, apartándose de la Neovulgata que -al cambiar el orden de las palabras- aplica la expresión «una vez» a la salvación de Egipto («…el Señor -después de haber salvado una sola vez al pueblo…-»).

Judas 1, 6. Dios creó a los ángeles como los seres más sublimes para que fuesen su corte celestial y le sirvieran en el gobierno del mundo, especialmente como mensajeros suyos y custodios de los hombres. Desde el principio recibieron el don de la gracia pero como criaturas inteligentes tuvieron que responder libremente a esos dones. La Sagrada Escritura nos dice que una parte de ellos se rebeló contra Dios (cfr. Ap 12, 7-9), y ésos fueron arrojados al infierno.
Algunos libros apócrifos -p. ej., el Libro de Henoc- recogían relatos legendarios sobre el pecado de los ángeles caídos (cfr. nota al v. 7). San Judas, sin embargo, se limita a consignar que hubo ángeles que pecaron, que fueron castigados inmediatamente y que su castigo se hará patente -como el de los demás condenados- en el juicio final. La Iglesia enseña que la soberbia fue la causa de la rebelión contra Dios: «Aunque todos los ángeles fueron adornados de dones celestiales, sin embargo, muchos que se rebelaron contra Dios, su Padre y Creador, fueron expulsados de aquellas excelsas moradas y arrojados al abismo, donde sufren las penas eternas de su soberbia» (Catecismo Romano, I, 2, 17).

Judas 1, 7. Los habitantes de Sodoma y Gomorra estaban especialmente depravados (cfr. Gn 18, 20 ss.): sus perversiones -incluso pecados contra naturaleza («sodomía»)- eran proverbiales (Jr 23, 14; Ez 16, 48-50). Toda aquella región fue destruida (cfr. Gn 19, 24-25) y sus ciudades quedaron para siempre como prototipo del severo castigo que Dios infringe a los impíos (cfr. Jr 49, 18; Jr 50, 40; Am 4, 11). Estaban situadas junto al mar Muerto, donde «como testimonio de aquella maldad subsiste todavía una tierra desolada, humeante, unas plantas cuyos frutos no alcanzan sazón» (Sb 10, 7). Jesús también aludió a estas poblaciones, como símbolo del castigo divino (cfr. Mt 10, 15; Mt 11, 13; Lc 10, 12; Lc 17, 29).
«Como ellos se entregaron…»: Probablemente se refiere a los ángeles, aludiendo al relato mítico del Libro de Henoc y de otros apócrifos que imaginaban que el pecado de los ángeles había sido de impureza; esta forma de pensar estaba extendida entre los judíos. El autor sagrado no confirma la veracidad de tales relatos; simplemente recoge de las ideas populares los elementos apropiados para hacer más comprensible la gravedad de los pecados y la severidad de la sanción divina.
«Sufriendo el castigo de un fuego eterno». En estas palabras queda patente el carácter irrevocable del juicio divino; la fe de la Iglesia ha recogido esta expresión al ilustrar las penas que los condenados sufren en el infierno: «Quienes correspondieron al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes lo rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible» (Credo del Pueblo de Dios, 12).
La doctrina cristiana enseña una y otra vez la existencia del castigo eterno, del infierno. Esta verdad no se ha revelado para provocar terror, sino para estimular a la conversión y a la perseverancia en el bien. A muchos hombres les ha hecho volver al buen camino.
Hay infierno. -una afirmación que, para ti, tiene visos de perogrullada. -Te la voy a repetir: ¡hay infierno!
Hazme tú eco, oportunamente, al oído de aquel compañero y de aquel otro
(Camino, 749).

Judas 1, 8-10. El autor sagrado quiere desenmascarar la arrogancia de los falsos maestros, que siguen en su conducta a los indicados anteriormente (vv. 5-7). No les guía la verdad, sino sus sueños -«su delirio»- como a los falsos profetas de la antigüedad (cfr., p. ej., Dt 13, 1-5).
Su conducta corrompida se resume en tres pecados (v 8) cuya naturaleza resulta difícil de precisar. «Manchan su cuerpo», con sus pecados de impureza, asemejándose a los habitantes de Sodoma y Gomorra (cfr. vv. 4 y 7). «Menosprecian la autoridad del Señor»: la traducción literal sería «menosprecian el señorío», aludiendo probablemente a que su conducta licenciosa suponía una negación práctica del señorío de Cristo (v. 4); también podría referirse a la Iglesia, cuya autoridad despreciaban.
«Blasfeman de los seres gloriosos», es decir, de los ángeles. No está claro, sin embargo, si se refiere solamente a los ángeles buenos o a la naturaleza angélica en general, incluyendo por tanto también a los demonios. Ni sabemos tampoco qué tipo de blasfemia era. Quizá se iniciaron entonces las costumbres depravadas de las que, más tarde, hablan San Ireneo (cfr. Adversus haereses, I, 31) y San Epifanio (cfr. Adversus haereses Panarium, 38): a inicios del siglo II hubo unos herejes gnósticos que llegaron a tal grado de libertinaje y desvarío, que invocaban a los ángeles como patronos de su conducta licenciosa.
Para ilustrar mejor la maldad de esas injurias a los ángeles, San Judas señala cómo ni siquiera el Arcángel San Miguel se atrevió a maldecir al diablo, y se limitó a exclamar: «¡Que el Señor te reprenda!». Sitúa estas palabras cuando ambos disputaban «el cuerpo de Moisés», dando por supuesto que sus lectores conocían la leyenda popular -recogida en el apócrifo La Asunción de Moisés, entre otros escritos judaicos- según la cual San Miguel y el diablo se habrían disputado el cuerpo muerto de Moisés. El autor sagrado no hace suyas esas especulaciones, sobre las que nada dice la Biblia (cfr. Dt 34, 5-6); se limita a sacar una aplicación moral. En contraste con la prudencia del Arcángel, resalta más la osadía de aquellos hombres.

Judas 1, 11. Con otros tres ejemplos bíblicos, se destaca la conducta perversa de los falsarios. Caín aparece en la Escritura como el prototipo del incrédulo y fratricida (cfr. Gn 4, 3 ss.; Hb 11, 4; 1Jn 3, 12). Balaán, adivino famoso (cfr.caps. Nm 22-24), era para los judíos ejemplo de avaro y seductor, que había llevado a los israelitas a la idolatría y la fornicación (cfr. Nm 31, 16; 2P 2, 15; Ap 2, 14). Coré y sus seguidores se rebelaron contra Moisés y Aarón, siendo castigados por Yahwéh, que abrió la tierra y ésta los tragó (Num 16).
Los impíos que denuncia San Judas obraban contra los cristianos de manera semejante: les inducían a la apostasía y al libertinaje, y provocaban divisiones entre ellos (v. 19).

Judas 1, 12-13. Con trazos fuertes, acudiendo a imágenes inspiradas en la naturaleza, sigue la descripción de los falsos maestros, destacando una y otra vez su arrogancia y su hipocresía: con una apariencia externa llamativa, ocultan su vacío interior.
Participan en las comidas fraternas -ágapes- de los cristianos (cfr. nota a 1Co 11, 17-22), donde dan rienda suelta a su gula y propagan sus errores. Son así ocasión de «escándalo»: el término griego traducido de esta manera equivale originariamente a «escollo», es decir, una roca que está a flor de agua y es por tanto peligrosa para la navegación; la misma palabra puede traducirse también por «mancha», en sentido propio o moral, como hace la Neovulgata. «Son hombres que se apacientan a sí mismos», es decir, altaneros y ambiciosos; es posible que se haga referencia también a que no respetaban la autoridad en la Iglesia (cfr. vv. 8.16).
Señalando la esterilidad y falsedad de sus vidas. San Judas les llama «nubes sin agua» -engañando por tanto a quien la espera de ellas- y «árboles de otoño» que deberían estar cargados de fruto y, en cambio, se muestran estériles. «Dos veces muertos»: quizá se refiere a que su apartamiento de la fe es peor que el estado anterior al Bautismo (cfr. 2P 2, 20-22); «arrancados de raíz»: «Toda planta que no plantó mi Padre Celestial -había dicho el Señor- será arrancada» (Mt 15, 13). Y así como las olas del mar arrojan a las costas desechos y suciedad, éstos echan sobre los fieles el mal ejemplo de su vida impura. Apareciendo como estrellas que deslumbran momentáneamente, son en realidad «astros errantes», que van por caminos desviados.
«El infierno tenebroso»: Literalmente sería «la lobreguez de las tinieblas»; pero se refiere al lugar tenebroso por excelencia, lugar de castigo preparado para los impíos (cfr. nota a Judas 1, 7).

Judas 1, 14-16. A lo largo de la carta hay alusiones al Libro de Henoc, que ahora cita expresamente. Este apócrifo, escrito años antes de Jesucristo, nos ha llegado principalmente en versiones etiópica y copta; pertenece a la llamada literatura apocalíptica, que recoge muchos relatos legendarios sobre textos oscuros del Antiguo Testamento. Como casi todos los libros apócrifos es de autor desconocido, y se atribuye -para darle autoridad- a un personaje relevante del Antiguo Testamento; en concreto, Henoc aparece en el Génesis como el séptimo descendiente de Adán, alabado por su bondad (cfr. Gn 5, 6.22-24; cfr. Si 44, 16; Si 49, 14; Hb 11, 5). Estos escritos apócrifos estaban bastante extendidos como literatura espiritual, y sin duda algunos hicieron mucho bien, a pesar de sus inexactitudes; pero nunca se les consideró como inspirados ni en el pueblo de Israel ni en la Iglesia.
Por eso, cuando el autor sagrado menciona este libro, se sirve de expresiones familiares a sus destinatarios inmediatos. Cuando dice que Henoc «profetizó», hay que entenderlo en sentido amplio, pues tal era el modo habitual de referirse a las enseñanzas de un maestro reconocido (cfr. la Introducción a la carta).
«He aquí que ha venido el Señor con sus santas miríadas». Prescindiendo del sentido que estas palabras tienen en el libro de Henoc, es claro que en esta carta el Señor es Cristo, que vendrá como Juez universal acompañado de los ángeles (cfr. Dn 7, 10; Hb 12, 22), tal como Él mismo anunció (cfr. Mt 25, 31). En el lenguaje apocalíptico, utilizado también por los profetas, se habla de acontecimientos futuros como si ya hubiesen sucedido.
Aunque el juicio divino abarca a todos los hombres, en este pasaje se habla sobre todo de la condena que espera a los impíos; en concreto, a los falsos maestros denunciados en la epístola. Por eso, vuelve a repetir las principales acusaciones contra ellos: rebeldía contra la legítima autoridad eclesiástica, incredulidad, lujuria, orgullo y avaricia (vv. 4.8.10.11).
La meditación de las verdades eternas es un buen antídoto contra el pecado: «Porque muchas veces acontece -enseña Fray Luis de Granada- que viendo el pecador el tormento que le está aparejado, aunque no ame a Dios por lo que en eso le va, comienza a refrenarse de sus malas obras, y desea y procura seguir otro camino, y poco a poco con los favores del cielo llega a amar y servir al Señor de corazón y voluntad. Porque la misericordia divina es tan grande, que por muchos caminos y maneras se comunica a los hombres» (Compendio de doctrina cristiana, cap. 8).

Judas 1, 17-23. Denunciados los falsos doctores (vv. 5-16), San Judas se dirige ahora a los fieles para recordarles la enseñanza apostólica acerca de la aparición de los herejes (vv. 17-19), y exhortarles a vivir las virtudes cristianas (vv. 20-21). Concluye la carta con unos consejos prácticos sobre cómo deben comportarse con los extraviados (vv. 22-23).

Judas 1, 17-19. Los apóstoles, fundadores de las comunidades cristianas, habían advertido ya, en su primera predicación oral, del peligro de la aparición de falsos maestros en el seno de la Iglesia (cfr. Hch 20, 29 ss.; 1Tm 4, 1-3; 2Tm 3, 1-5). Estos avisos se remontan en última instancia a lo que Cristo había predicho: «Surgirán falsos mesías y falsos profetas, y se presentarán con grandes señales y prodigios para engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos» (Mt 24, 24).
El modo de referirse a «los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo» (v. 17) no indica que el autor no fuera uno de ellos. Podría estar aludiendo simplemente a que algunos ya habían muerto. Por otro lado, este versículo subraya la importancia de la Tradición (cfr. nota al v. 3).
«En los últimos tiempos» (v. 18): En los profetas, esta expresión hacía referencia a la era mesiánica (cfr., p. ej., Is 2, 2; Mi 4, 1), con la que termina la larga espera de la humanidad en el Redentor prometido, y comienza el reino de Dios que durará eternamente (cfr. Dn 7, 14.27; Lc 1, 33). Esta «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) ha comenzado con la venida de Cristo y culminará con su vuelta gloriosa para el juicio universal. En la perspectiva del Nuevo Testamento, por tanto, «los últimos tiempos» abarcan todo el periodo de la era cristiana: es el tiempo de la Iglesia. Esta fase terrestre del reino de Dios está caracterizada, entre otras cosas, por la presencia simultánea de «buenos» y «malos» (cfr. Mt 13, 47-48), por la mezcla de la cizaña en medio del trigo (cfr. Mt 13, 24 ss.).
«Hombres meramente naturales»: Literalmente sería «hombres psíquicos». Como en algunos textos de San Pablo (cfr. 1Co 2, 14; 1Co 15, 44-46), éstos se oponen a los hombres «espirituales», es decir, a los cristianos que poseen el Espíritu Santo, y le son dóciles (cfr. Rm 5, 5; Rm 8, 14). En cambio, quienes «no tienen el Espíritu», que es el principio de la vida sobrenatural, juzgan y viven guiados únicamente por la naturaleza humana herida por el pecado original. Su sabiduría es meramente terrena (cfr. St 3, 15), carnal (cfr. 1Co 3, 3).

Judas 1, 20-21. La vida cristiana se resume en vivir las tres virtudes teologales -fe, amor y esperanza, acompañadas de la oración-, mediante la actuación de cada una de las Personas divinas: el amor de Dios Padre, la misericordia de nuestro Señor Jesucristo y la comunión con el Espíritu Santo.
El edificio espiritual se apoya en la fe, es decir, en las verdades reveladas por Dios para nuestra salvación, y transmitidas de una vez para siempre a la Iglesia (cfr. v. 3). De ahí que sea una fe «santísima»: de origen divino, digna de sumo respeto, e inmutable. Para penetrar cada vez más en las riquezas insondables de la fe, es necesaria la oración. El cristiano ora «en el Espíritu Santo», porque -como enseña San Pablo- «recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15); y «el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: pues no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26).
Al amor de Dios -origen de nuestra filiación divina en el Espíritu Santo- debe responder el cristiano con su esfuerzo por mantenerse en ese amor y acrecentarlo constantemente. La confianza en la ayuda divina y en su misericordia fomenta la esperanza en nuestro encuentro definitivo con el Señor.
El Concilio Vaticano II recuerda que la fecundidad de la vida del cristiano depende de la unión vital con Cristo: «Tal vida exige el ejercicio continuo de la fe, de la esperanza y de la caridad. Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios (…). Quienes poseen esta fe viven con la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor (…). Movidos por la caridad que procede de Dios, hacen el bien (cfr. Ga 6, 10) a todos, muy especialmente a los hermanos en la fe» (Apostolicam actuositatem, 4).

Judas 1, 22-23. El Apóstol da algunos consejos prácticos para el comportamiento con los que están afectados por el error.
El texto griego admite diversas lecturas. Según algunos códices, y la Vulgata, se podrían distinguir tres grupos de personas: los vacilantes; los que ya están dañados por el error, pero todavía tienen remedio; y los que están obstinados en la herejía. En este caso, la traducción sería la siguiente: «Tratad de convencer a los que vacilan; a otros tratad de salvarlos, arrancándolos del fuego; y a otros tratadlos con misericordia, pero con precaución, aborreciendo hasta la túnica manchada por su carne». Otros códices, a los que sigue la Neovulgata, tras un consejo válido para el trato con todos los afectados por el error, distinguen dos grupos: los que todavía tienen remedio y los que parecen irrecuperables.
Los cristianos han de tratar siempre con misericordia a los que se apartan de la buena doctrina. De esta manera, lograrán atraer a muchos a la verdad; con otros no lo conseguirán: en estos casos, especialmente cuando su conducta sea depravada, habrá que proceder con prudencia -«aborreciendo hasta la túnica manchada por su carne»- ante el peligro de contagiarse, pero sin dejar de tratarles con afecto y de pedir por ellos. «Es propio de los perfectos -enseña San Agustín- que en los pecadores no odien más que los pecados; y que amen a esos mismos hombres» (Contra Adimantum, XVII, 5).

Judas 1, 24-25. La carta no concluye con los habituales saludos a los destinatarios, sino con una solemne doxología o alabanza dirigida a Dios Padre por medio de Jesucristo. Quizá tenga su origen en un himno litúrgico.
«Único Dios»: No excluye aquí la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo, sino que profesa la unicidad de Dios: hay un sólo Dios verdadero (cfr. Jn 17, 3).
Dios muestra su poder sobre todo en la obra de nuestra salvación. Constantemente necesitamos de la ayuda de su gracia: para no caer en pecado en el transcurso de esta vida, y para alcanzar un día la gloria en el cielo. Jesucristo es el Mediador, tanto de nuestra salvación como de nuestra alabanza al Padre. Desde sus inicios, la Iglesia tiene la costumbre de dirigir la oración litúrgica al Padre por medio de Jesucristo.