Padres de la Iglesia

TERTULIANO

La verdad cristiana

La pasión por la verdad

... Dejad que la verdad se abra paso hasta vuestros oídos, aunque sea por este camino privado de un escrito sin voz, La verdad no pide favor alguno para su causa, porque no se asombra de su condición: sabe que anda como extranjera en la tierra, y que, andando entre extranjeros, fácilmente se encuentra con enemigos: su linaje, su morada, su esperanza, su crédito, el reconocimiento de su valor están en los cielos. Mientras tanto, una sola cosa pide: que no se la condene sin ser conocida. ¿Qué daño les puede venir a las leyes, que son soberanas en su propia esfera, de que se la oiga? ¿Podrá su soberanía ser más gloriosa por el hecho de que condenen a la verdad sin haberla oído? Si la condenan sin oírla, además del reproche de injusticia, se atraerán la sospecha de un prejuicio por el cual no están dispuestos a oír aquello que saben que no podrían condenar una vez oído... 1.

La verdad no tiene nada de qué avergonzarse, sino sólo de que no se la saque a luz 2.

El cristianismo y la filosofía.

Todo esto son doctrinas humanas y demoníacas, nacidas de la especulación de la sabiduría mundana, para agradar a los oídos. Pero el Señor las llamó necedad, y eligió lo necio según el mundo para confundir a la misma filosofía. Porque la filosofía es el objeto de la sabiduría mundana, intérprete temeraria del ser y de los designios de Dios. Todas las herejías en último término tienen su origen en la filosofía. De ella proceden los eones y no sé qué formas infinitas y la tríada humana de Valentín; es que había sido platónico. De ella viene el Dios de Marción, cuya superioridad está en que está inactivo; es que procedía del estoicismo. Hay quien dice que el alma es mortal. y ésta es doctrina de Epicuro. En cuanto a los que niegan la resurrección de la carne, se apoyan en la enseñanza de todos los filósofos sin excepción. Los que equiparan a Dios con la materia siguen las enseñanzas de Zenón. Los que pretenden un Dios ígneo aducen a Heráclito. Las mismas cuestiones tratan los filósofos y los herejes, y sus disquisiciones andan entremezcladas: ¿de dónde viene el mal?; ¿cuál es su causa?; ¿de dónde y cómo ha surgido el hombre? Y también lo que hace poco propuso Valentín: ¿de dónde viene Dios? Está claro de la Entimesis y del Ectroma. Es el miserable Aristóteles el que les ha instruido en la dialéctica, que es el arte de construir y destruir, de convicciones mudables, de conjeturas firmes, de argumentos duros, artífice de disputas, enojosa hasta a sí misma, siempre dispuesta a reexaminarlo todo, porque jamás admite que algo esté suficientemente examinado. De ella nacen las fábulas y las genealogías interminables, las disputas estériles, las palabras que se insinúan como un escorpión... Quédese para Atenas esta sabiduría humana manipuladora y adulteradora de la verdad, por donde anda la múltiple diversidad de sectas contradictorias entre sí con sus diversas herejías. Pero, ¿qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué relación hay entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes y los cristianos? Nuestra escuela es la del pórtico de Salomón, que enseñó que había que buscar al Señor con simplicidad de corazón. Allá ellos los que han salido con un cristianismo estoico, platónico o dialéctico. No tenemos necesidad de curiosear, una vez que vino Jesucristo, ni hemos de investigar después del Evangelio. Creemos, y no deseamos nada más allá de la fe: porque lo primero que creemos es que no hay nada que debamos creer más allá del objeto de la fe... 3.

La tradición apostólica, regla de fe

Jesucristo mientras vivía en la tierra declaraba lo que él era, lo que había sido, cuál era la voluntad del Padre que él ejecutaba, qué deberes prescribía al hombre; y todo esto, ya abiertamente al pueblo, ya a sus discípulos aparte, de entre los cuales había escogido a doce principales para tenerlos junto a sí, destinados a ser los maestros de las naciones. Y así, habiendo hecho defección uno de ellos, cuando después de su resurrección partía hacia el Padre mandó a los once restantes que partieran y enseñaran a las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y al punto los apóstoles –palabra que significa Enviados"–...recibieron la fuerza del Espíritu Santo que les había sido prometida para hacer milagros y para hablar. Y en primer lugar anunciaron por la Judea la fe en Jesucristo e instituyeron Iglesias, y luego marcharon por todo el orbe y predicaron la enseñanza de la misma fe a las naciones. Así fundaron Iglesias en cada una de las ciudades, y de éstas las demás Iglesias tomaron luego el retoño de la fe y la semilla de la doctrina, como lo siguen haciendo todos los días para ser constituidas como Iglesias. Por esta razón éstas se tenían también por Iglesias apostólicas, puesto que eran como retoños de las Iglesias apostólicas. A todo linaje se le atribuyen las características de su origen. Y así todas estas Iglesias, tan numerosas y tan importantes, se reducen a aquella primera Iglesia de los apóstoles, de la que todas provienen. Todas son primitivas; todas son apostólicas, puesto que todas son una. Prueba de esta unidad es la intercomunicación de la paz y del nombre de hermanos, así como de las garantías de la hospitalidad.

Aquí fundamos nuestro argumento de prescripción: Si el Señor Jesús envió a los apóstoles a predicar, no hay que recibir otros predicadores fuera de los que Cristo determinó, puesto que "nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a quien el Hijo lo revelare" (Mt 28, 19), ni parece que el Hijo lo revelase a otros fuera de los apóstoles, a quienes envió a predicar precisamente lo que les había revelado. ¿Qué es lo que predicaron, es decir, qué es lo que Cristo les reveló? Mi presupuesto de prescripción es que esto no se puede esclarecer si no es recurriendo a las mismas Iglesias que los apóstoles fundaron y en las que ellos predicaron "de viva voz", como se dice, lo mismo que más tarde escribieron por cartas. Si esto es así, es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquéllos. Este es el criterio de la verdad.

...Suelen objetarnos que los apóstoles no tuvieron conocimiento de todo; luego, agitados por la misma locura con que todo lo vuelven al revés, dicen que efectivamente los apóstoles tuvieron conocimiento de todo, pero no lo enseñaron todo a todos. En uno y otro caso atacan al mismo Cristo, quien hubiera enviado a unos apóstoles o mal instruidos o poco sinceros. Porque, ¿quién estando en sus cabales puede creer que ignorasen algo aquellos a quienes el Señor puso como maestros, todos los cuales fueron sus compañeros, sus discípulos, sus íntimos? A ellos les explicaba por separado todas las cosas oscuras; a ellos les dijo que les estaba dado conocer los secretos que el vulgo no podía comprender. ¿Ignoró algo Pedro, a quien llamó Piedra sobre la que había de edificarse la Iglesia, quien obtuvo las llaves del reino de los cielos y el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra? ¿Ignoró algo Juan, el muy amado del Señor, el que descansó sobre su pecho, el único a quien el Señor descubrió que Judas sería el traidor, el que fue dado a María como hijo en su propio lugar? ¿Qué podía querer que ignorasen aquellos a quienes mostró hasta su propia gloria, con Moisés y Elías, y hasta la voz del Padre desde el cielo? Y con ello no hacía ofensa a los demás apóstoles, sino que atendía a que "toda palabra ha de reposar sobre tres testigos" (Dt 9, 15). Seguramente fueron ignorantes aquellos a quienes aún después de la resurrección, mientras iban de camino, se dignó explicarles todas las Escrituras. En cierta ocasión había dicho claramente: "Os tengo que decir todavía muchas cosas, pero ahora no las podéis soportar" (Jn 16, 21). Sin embargo, añadió: "Cuando venga aquel Espíritu de verdad, os llevará a toda verdad." Con lo cual mostró que no ignoraban nada aquellos a quienes prometía que "conseguirían toda verdad" por medio del Espíritu de verdad. Y ciertamente cumplió lo prometido con la venida del Espíritu Santo, atestiguada en los Actos de los apóstoles. Los que rechazan este libro ni siquiera pueden pertenecer al Espíritu Santo, ya que no pueden reconocer que el Espíritu Santo haya sido enviado a los discípulos; ni siquiera pueden admitir la iglesia, ya que no pueden probar cuándo ni en qué cuna fue constituido este cuerpo. Pero ellos se preocupan poco de no tener pruebas de aquello que defienden: y así tampoco han de considerar las refutaciones de sus embustes.

...Con una locura semejante, como dijimos, confiesan que efectivamente los apóstoles no ignoraban nada, ni predicaban cosas distintas unos de otros, pero no admiten que ellos revelasen a todos todas las cosas, sino que algunas las anunciaban en público y para todo el mundo, y otras en privado y para pocos. Aducen las palabras que dirigió Pablo a Timoteo (1Tm 6, 20): "Guarda el depósito", y también: "Conserva el precioso depósito".

...Era natural que al confiarle a Timoteo la administración del Evangelio, añadiera que no lo hiciera de cualquier manera y sin prudencia, según la palabra del Señor de "no echar las piedras preciosas a los puercos, ni las cosas santas a los perros" (cf. Mt 7, 6). El Señor enseñó en público, sin ninguna alusión a secreto misterioso alguno. Él mismo les mandó que lo que hubieran oído de noche y en lo oculto, lo predicasen a pleno día y desde los tejados. Mediante una parábola les daba a entender que ni siquiera una mina, es decir, una de sus palabras, tenían que guardar en un escondite sin dar fruto alguno. Él mismo les enseñaba que no se solía ocultar una lámpara bajo un celemín, sino que se ponía sobre un candelabro, para que brille "para todos los que están en la casa" (Mt 5, 15). Todo esto, los apóstoles o lo habrían despreciado, o no lo habrían entendido, si no lo cumplieron, ocultando algo de la luz que es la palabra de Dios y el misterio de Cristo... 4.

No basta la Escritura como garantía de verdad: se requiere la fe de la Iglesia que la interpreta.

Es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras, que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquellas. Este es el criterio de la verdad 5.

La regla de la verdad es la tradición antigua

Habrá que considerar como herejía lo que se ha introducido con posterioridad, y habrá que tener por verdad lo que ha sido transmitido desde el principio por la tradición. Pero otra obra asentará contra los herejes esta tesis, por la que, aún sin discutir sus doctrinas, habrá que convencerles de ser tales a causa de la "prescripción de novedad" 6.

La apelación no ha de ser a la Escritura; no hay que llevar la lucha a un terreno en el que la victoria sea ambigua, incierta o insegura. Aunque la confrontación de textos no tuviera por resultado poner en un mismo plano los dos partidos combatientes, todavía según requiere la naturaleza de las cosas, habría que proponerse antes la única cuestión que ahora pretendemos dilucidar, a saber, a quién hay que atribuir la fe misma, la fe a la que dicen relación las Escrituras. Por quién, mediante quién, cuándo y a quién ha sido dada la doctrina que nos ha hecho cristianos. Dondequiera que aparezca que reside la verdad de la enseñanza y de la fe cristiana, allí estarán las verdaderas Escrituras, las verdaderas interpretaciones de todas las que verdaderamente son tradiciones cristianas 7.

El Espíritu Santo, garantía de la tradición de la Iglesia.

Concedamos que todas las Iglesias hayan caído en el error; que el mismo Apóstol se haya equivocado al dar testimonio en favor de algunas. El Espíritu Santo no ha tenido cuidado de ninguna a fin de conducirla a la verdad, aunque para esto había sido enviado por Cristo, para esto había sido pedido al Padre, para que fuera doctor de la verdad. No ha cumplido su deber el mayordomo de Dios, el vicario de Cristo, sino que ha dejado que las Iglesias entiendan a veces otra cosa y crean otra cosa que lo que él mismo predicaba por medio de los apóstoles. ¿Es verosímil realmente que tantas y tan importantes Iglesias hayan andado por el camino del error para encontrarse finalmente en una misma fe? Muchos sucesos independientes no llevan a un resultado único. El error doctrinal de las Iglesias debiera haber llevado a la diversificación. Pero sea lo que fuere, cuando entre muchos se aprecia unanimidad, ésta no viene del error, sino de la tradición. ¿Quién tendrá la audacia de decir que se equivocaron los autores de esta tradición? 8.

El criterio de antigüedad combinado con el de apostolicidad

Así pues, si quieres ejercitar mejor tu curiosidad en lo que toca a tu salvación, recorre las Iglesias apostólicas en las que todavía en los mismos lugares tienen autoridad las mismas cátedras de los apóstoles. En ellas se leen todavía las cartas auténticas de ellos, y en ellas resuena su voz y se conserva el recuerdo de su figura. Si vives en las cercanías de Acaya, tienes Corinto. Si no estás lejos de Macedonia, tienes Filipos. Si puedes acercarte al Asia, tienes Efeso. Si estás en los confines de Italia, tienes Roma, cuya autoridad también a nosotros nos apoya. Cuán dichosa es esta Iglesia, en la que los apóstoles derramaron toda su doctrina juntamente con su sangre, donde Pedro sufrió una pasión semejante a la del Señor, donde Pablo fue coronado con un martirio semejante al de Juan (Bautista), donde el apóstol Juan fue sumergido en aceite ardiente sin sufrir daño alguno, para ser luego relegado a una isla. Veamos lo que esta Iglesia aprendió; veamos lo que enseñó. Y con ella las Iglesias de Africa que le están vinculadas (ecclesiis contesseratis). Ella reconoce a un solo Dios y Señor, creador de todo, y a Cristo Jesús, nacido de la virgen María, hijo del Dios creador; reconoce la resurrección de la carne, asocia la ley y los profetas con los escritos evangélicos y apostólicos: aquí es donde va a beber su fe: la fe que sella con el agua, que viste con el Espíritu Santo, que alimenta con la Eucaristía. Ella exhorta al martirio, y no admite a nadie contrario a esta doctrina. Tal es la doctrina, no digo que ya prenunciaba las herejías futuras, pero sí de la que nacieron las herejías. Estas no forman parte de ella, puesto que surgieron en oposición a ella. También de un hueso de oliva suave, rica y comestible, nace un acebuche. También de las pepitas de higos deliciosos y dulcísimos nace el vacío e inútil cabrahígo. Así las herejías han nacido de nuestro troncos pero no son de nuestra raza; han nacido de la semilla de la verdad, pero con la bastardía de la mentira.

Siendo así que la verdad ha de declararse a nuestro favor, a saber, de todos los que profesamos aquella regla que la Iglesia recibió de los apóstoles, éstos de Cristo, y Cristo de Dios, es evidente que nuestro intento es razonable cuando proponemos que no se ha de permitir a los herejes que apelen a las Escrituras, ya que probamos sin recurrir a las Escrituras que ellos no tienen nada que ver con las Escrituras. Si son herejes, no pueden ser cristianos, ya que no han recibido de Cristo lo que ellos se han escogido por propia elección al admitir el nombre de herejes. No siendo cristianos, no tienen derecho alguno sobre los escritos cristianos. Con razón se les ha de decir: ¿Quiénes sois? ¿Cuándo llegasteis, y de dónde? ¿Qué hacéis en mi terreno, no siendo de los míos? ¿Con qué derecho, Marción, cortas leña en mi bosque? ¿Con qué permiso, Valentín, desvías el agua de mis fuentes? ¿Con qué poderes, Apeles, mueves mis mojones?... Esta posesión es mía; posesión antigua y anterior a vosotros. Tengo unos orígenes firmes, desde los mismos fundadores de la doctrina... 9.

El criterio de antigüedad de la verdad

Volvamos a nuestra discusión acerca del principio de que lo más originario es lo verdadero, y lo posterior es lo falso. Tenemos en su favor aquella parábola de la buena semilla que fue sembrada por el Señor primero, y a la que el diablo enemigo añadió después la mezcla impura de la cizaña que es hierba estéril. Adecuadamente representa la parábola la diversidad de las doctrinas: porque también en otros pasajes la semilla es imagen de la palabra de Dios, y así la misma sucesión temporal manifiesta que viene del Señor y es verdadero lo que ha sido depositado en primer lugar, mientras que lo que ha sido introducido después es extraño y falso. Este principio permanece válido contra cualesquiera herejías posteriores, las cuales no tienen conciencia alguna de su continuidad como argumento de su verdad.

Por lo demás, si algunas tienen la audacia de remontarse hasta la edad apostólica, a fin de parecer transmitidas por los apóstoles por el hecho de haber existido en la época de los apóstoles, les podemos replicar: Que nos muestren los orígenes de sus Iglesias; que nos desarrollen las listas de sus obispos en el orden sucesorio desde los comienzas, de suerte que el primer obispo que presenten como su autor y padre sea alguno de los apóstoles o de los varones apostólicos que haya perseverado en unión con los apóstoles. En esta forma, solo las iglesias apostólicas pueden presentar sus listas, como la de Esmirna, que afirma que Policarpo fue instituido por Juan, y la de Roma, que afirma que Clemente fue ordenado por Pedro. De la misma manera las demás Iglesias muestran a aquellos a quienes los apóstoles constituyeron en el episcopado y son sus rebrotes de la semilla apostólica. Que los herejes inventen algo semejante, ya que nada les es ilícito, una vez que se han puesto a blasfemar. Pero aunque lo inventen, nada conseguirán, puesto que su misma doctrina, al ser comparada con la de los apóstoles, declarará por su contenido distinto y aún contrario que no tuvo como autor a ningún apóstol ni a ningún varón apostólico. Porque, así como los apóstoles no enseñaron cosas diversas entre sí, así los varones apostólicos no enseñaron cosas contrarias a las de los apóstoles; a no ser que se admita que una cosa aprendieron de los apóstoles, y otra predicaron. Con tal forma de argumento les atacarán aquellas Iglesias que, aunque no presentan como fundador suyo a ninguno de los apóstoles o de los varones apostólicos, puesto que son muy posteriores y aún todos los días siguen siendo fundadas, sin embargo, por la comunión con aquella misma fe se consideran como no menos apostólicas en virtud de la consanguinidad doctrinal. Así pues, que todas las herejías, llamadas a juicio por nuestras Iglesias bajo una u otra de estas formas, prueben que son apostólicas por alguna de ellas. Pero está claro que no lo son, y que no pueden probar ser lo que no son, y que no son admitidas a la paz y a la comunión con las Iglesias que de cualquier manera son apostólicas, ya que por la diversidad de sus misterios (ab diversitatem sacramenti) de ninguna manera son apostólicas 10.

La regla de la antigüedad y la tradición, contra Marción

Siendo cosa clara que es más verdadero lo que es más antiguo, y es más antiguo lo que viene de los comienzos, y viene de los comienzos lo que viene de los apóstoles, será igualmente claro que fue transmitido por los apóstoles lo que es tenido por sacrosanto en las Iglesias de los apóstoles. Veamos cuál es la leche que los corintios bebieron del apóstol Pablo, según qué principios fueron reprendidos los gálatas, qué se escribió a los filipenses, a los tesalonicenses, a los efesios, qué es lo que los romanos oyen directamente, a los que tanto Pedro como Pablo les dejaron el Evangelio sellado con su propia sangre. Tenemos también las Iglesias que se alimentaron de Juan: porque, aunque Marción rechaza su Apocalipsis, si recorremos la sucesión de los obispos hasta su origen terminaremos en Juan, su autor. De la misma manera se puede reconocer la autenticidad de las demás Iglesias. Me refiero ya no sólo a las directamente apostólicas, sino a todas aquellas que están unidas con ellas por la comunión del sacramento: en ellas se encuentran el evangelio de Lucas desde que fue publicado, mientras que la mayoría ni siquiera conocen el de Marción. ¿No queda condenado por el solo hecho de que nadie lo conoce? Ciertamente Marción tiene Iglesias: las suyas, tan posteriores como adúlteras, ya que si uno recorre su lista sucesoria, se encontrará más fácilmente con un apóstata que con un apóstol, esto es, descubrirá que su fundador es Marción u otro de los del enjambre de Marción. Las avispas hacen también panales, y así hacen Iglesias los marcionistas. Es esta autoridad de las Iglesias apostólicas la que garantiza los demás evangelios que nos han llegado a través de ellas y según la interpretación de ellas, a saber, el de Juan, el de Mateo, y el que publicó Marcos –aunque se dice que es de Pedro, de quien Marcos era intérprete– y el que compuso Lucas, cuyo contenido se atribuye a Pablo... 11.

Dios creador y redentor

Grandeza del Dios de los cristianos

Lo que adoramos es el Dios único, el que por el imperio de su palabra, por la disposición de su inteligencia, por su virtud todopoderosa, ha sacado de la nada toda esta mole con todo el aparejo de sus diversos elementos, de los cuerpos y de los Espíritus, para servir de ornamento a su majestad. Por esto los griegos dieron al mundo el nombre de "cosmos", que significa ornamento.

Invisible es Dios, aunque se le vea; impalpable, aunque por su gracia se nos haga presente; inabarcable, aunque las facultades humanas lleguen a alcanzarle. Por esto es verdadero y tan grande: porque lo que comúnmente se puede ver y palpar y abarcar es inferior a los ojos que lo ven, a las manos que lo palpan, a los sentidos que lo alcanzan. Pero lo que es inmenso, sólo de sí mismo es conocido.

He aquí lo que permite comprender a Dios: la imposibilidad de comprenderle. La fuerza de su grandeza le revela y le oculta a la vez a los hombres, cuyo pecado se puede reducir al de no querer reconocer a aquel a quien no pueden ignorar.

¿Queréis que probemos su existencia a partir de sus obras, tantas y tales que nos mantienen, nos deleitan y hasta nos aterran? ¿Queréis que lo probemos por el testimonio de la misma alma? Ésta, aunque se halla presa en la cárcel del cuerpo, contrahecha por mala educación, debilitada por sus pasiones y concupiscencias, sometida a la esclavitud de falsos dioses, sin embargo, cuando recapacita como despertando de una embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad, recobrando su salud normal, invoca entonces a Dios con ese único nombre, que es el nombre del Dios verdadero: "Dios grande", "Dios bueno", "lo que Dios quiera": éstas son expresiones de todos los hombres. De la misma manera le reconocen como juez: "Dios lo ve", "a Dios me encomiendo", "Dios me lo pagará". ¡Oh testimonio del alma naturalmente cristiana! Cuando profiere semejantes expresiones, mira no al Capitolio, sino al cielo, pues sabe que allí está la sede del Dios vivo, y sabe que de él y de allí ha descendido 12.

Unicidad y atributos de Dios.

La verdad cristiana lo ha proclamado con toda claridad: Si Dios no es único, no hay Dios. Nos parece mejor negar la existencia de una cosa que atribuirle una existencia como no debiera. Si quieres llegar a conocer que no puede haber más que un Dios, pregúntate qué es Dios, y encontrarás que no puede ser de otra manera. En cuanto le es dado al hombre dar una definición de Dios, voy yo a dar una definición que será admitida por el consentimiento universal de los hombres: Dios es el ser de suprema grandeza establecido desde la eternidad, no nacido, no creado, sin principio ni fin. Éstas son las propiedades que hay que atribuir a esta eternidad que constituye a Dios como grandeza suprema. Dios debe tener estos atributos y otros semejantes, si ha de ser la suprema grandeza en forma y modo de ser, así como en fuerza y poder.

Esto lo admiten todos los hombres, pues nadie negará que Dios es el ser de grandeza suprema; a no ser que uno pueda atreverse a proclamar que Dios es, por el contrario, algo en alguna manera inferior, con lo cual le quita lo que es propio de Dios y niega su divinidad. Ahora bien, ¿cuál será la propiedad de esta suma grandeza? Evidentemente será que nada pueda ser igual a él, os decir que no haya otra suma grandeza: porque, si la hay, será igual a él; y si es igual a él, ya no será la suma grandeza, con lo cual no se cumple la condición y, por así decirlo, la ley por la que nada puede igualarse a la grandeza suprema... 13.

El Dios creador por su bondad eterna

Cuando nos ponemos a considerar a Dios en cuanto es conocido por el hombre, si se nos pregunta de qué manera le conocemos, haremos bien en comenzar por sus obras, que son anteriores al mismo hombre. De esta forma llegaremos inmediatamente a descubrir junto con él mismo su bondad y una vez establecida y admitida ésta como base, nos podrá sugerir alguna indicación para comprender el orden de lo que siguió... Para comenzar, el sujeto que tenía que conocerle no lo encontró Dios fuera de sí, sino que él se lo hizo por sí mismo. Ésta es la primera de las bondades del creador, a saber, que Dios no quiso permanecer eternamente desconocido, es decir, sin que existiera algo que pudiera conocer a Dios. Porque, en efecto, ¿qué bien se puede comparar al de conocer y gozar a Dios? Y aunque este bien no aparecía todavía como tal, pues no existía todavía quien lo considerase, Dios ya sabía de antemano que se manifestaría como un bien, y por esto encargó a su suprema bondad que arbitrase el medio de que tal bien se hiciera manifiesto. Naturalmente, este bien no fue algo repentino, como si procediera de un capricho o de un impulso anímico que empezara a existir en el momento en que comenzó a actuar. Porque si esta bondad constituyó el comienzo (de todo) en el momento en que comenzó a actuar, ella misma, al actuar, no tenía comienzo. Pero así que ella creó el comienzo surgió el orden temporal de las cosas, ya que fueron colocados los astros y las lumbreras celestes que permiten distinguir y calcular el tiempo, como está escrito: "Servirán para los tiempos, los meses y los años" (Gn 1, 15). Por tanto, la bondad que hizo el tiempo, no tenía tiempo antes de que existiera el tiempo, y la que hizo el comienzo, no tuvo comienzo antes de que hubiera el comienzo. Estando, pues, libre del orden del comienzo y de la medida del tiempo, hay que admitir que existe desde una edad que no tiene medida ni límite, y no se puede pensar que haya tenido un comienzo súbito, caprichoso o bajo cualquier impulso externo: no hay base alguna para poder pensar nada de esto, ya que no tiene ninguna característica temporal. Por el contrario, hay que suponer que la bondad de Dios es eterna, inherente al mismo Dios perpetuamente: sólo así es digna de Dios 14.

Bondad de la creación que Dios ha destinado al hombre

Este mundo está compuesto de toda suerte de cosas buenas. Esto solo muestra ya cuán grande es el bien preparado para aquel a quien va destinado todo este universo. En efecto, ¿quién sería digno de tener como morada tal obra de Dios fuera de la misma imagen y semejanza de Dios? La misma imagen es también obra de la bondad de Dios, efecto de una acción especial de la misma, ya que no se hizo por mero mandato oral, sino por la acción directa de sus propias manos, a la que precedió aquella palabra llena de cariño: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Esto dijo la divina bondad; y la misma bondad se puso a modelar el barro, hasta formar un ser de carne tan admirable y enriquecido con tan diferentes propiedades a partir de un material único. Luego la misma bondad sopló en él una alma, no muerta, sino viva. La misma bondad lo puso al frente de todas las cosas, para que las disfrutara, y las gobernara y hasta les diera nombre. La misma bondad quiso añadir todavía nuevos placeres, y así, aunque era dueño de todo el universo, le dio para habitar un lugar particularmente agradable, trasladándolo a un paraíso, con lo que ya desde entonces se figuraba el paso del mundo a la Iglesia. La misma bondad proveyó de la ayuda de una compañera, para que ningún bien faltara al hombre, diciendo "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 3, 3) y en esto ya preveía cómo el sexo de María tenía que reportar beneficio al hombre y luego a la Iglesia... 15.

La Trinidad en la unidad

La herejía de Práxeas piensa estar en posesión de la pura verdad cuando profesa que para defender la unicidad de Dios hay que decir que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son lo mismo. Como si no se pudiera admitir que los tres sean uno por el hecho de que los tres proceden de uno por unidad de sustancia, manteniendo el misterio de la economía divina, que distribuye la unidad en la trinidad, poniendo en su orden el Padre, el Hijo y el Espíritu. Son tres, no por la cualidad, sino por el orden; no por la sustancia, sino por la forma, no por el poder, sino por el aspecto; pues los tres tienen una sola sustancia, una sola naturaleza y un mismo poder, porque no hay más que un solo Dios, a partir del cual, en razón del rango, la forma y el aspecto, se dan las designaciones de Padre, Hijo y Espíritu Santo; y aunque se distinguen en número, no por eso están divididos 16.

La Trinidad

El Logos de Dios.

Antes de todas las cosas Dios estaba solo: él era para sí su universo, su lugar, y todas las cosas. Estaba solo porque nada había fuera de él. Pero en realidad, ni siquiera entonces estaba solo, pues tenía consigo algo de su propio ser, su razón. Porque Dios es un ser racional, y la razón estaba primero en él, y de él derivó a todas las cosas. Esta razón es la conciencia que Dios tiene de sí mismo. Los griegos la llaman "logos", que equivale a lo que nosotros llamamos "palabra": por esto ya se ha hecho corriente entre nosotros que digamos, para simplificar, que en el comienzo la Palabra estaba en Dios. Propiamente la razón debiera considerarse como anterior a la palabra, porque Dios no hablaba desde el principio, pero estaba dotado de razón desde el principio, y la misma palabra proviene de la razón y muestra así que ésta es anterior y como su fundamento. Pero esto no cambia las cosas, ya que si Dios todavía no había pronunciado su Palabra, sin embargo la tenía dentro de sí con la misma razón y en la razón, pensando y disponiendo consigo y en silencio lo que luego había de decir con su Palabra. Porque cuando pensaba y disponía en su razón, convertía ésta en palabra, ya que lo hacía verbalmente. Para que lo entiendas más fácilmente, reflexiona sobre ti mismo, que estás hecho a imagen y semejanza de Dios: también tú, siendo animal racional, tienes en ti mismo razón, porque no sólo has sido hecho por un artífice dotado de razón, sino que de su mismo ser has recibido la ida. Observa, pues, cómo esto sucede siempre dentro de ti, cuando en silencio andas pensando algo en tu razón: la razón se te expresa en palabras en cualquier pensamiento que te ocurra y a cualquier estímulo de tu conciencia. No piensas nada que no sea en palabras, ni tienes conciencia de nada que no sea por la razón. Inevitablemente te pones a hablar en tu interior, y al hablar tu palabra se te convierte en interlocutor, y en esta palabra está la misma razón por la que hablas pensando y por la que piensas hablando. De esta suerte, la palabra es en ti en cierto modo como una segunda persona (secundus quodammodo est in te sermo): en sí misma la palabra es algo distinto de ti, ya que por ella hablas pensando, y por ella piensas hablando. ¡Con cuánta mayor plenitud se dará esto en Dios, de quien tú te consideras imagen y semejanza! También él tiene en sí mismo la razón cuando está en silencio, y la Palabra cuando raciocina. Así pues, sin temeridad alguna, tengo motivos para suponer que Dios antes de la creación del universo no estuvo solo, pues tenía en sí mismo a su razón, y con la razón su Palabra que era distinta de él por su actividad dentro de él 17.

La Trinidad: distinción de personas en la unidad esencial.

El Hijo promete que, cuando haya subido al Padre, le pedirá que envíe el Paráclito, y lo enviará. Nótese que es "otro"... Además dice: "Él tomará de mí" (Jn 14, 16), como él toma del Padre. De esta forma la conexión entre el Padre y el Hijo por una parte, y entre el Hijo y el Paráclito por otra, hace una serie coherente de tres, en la que uno depende de otro. Estos tres son una sola cosa, pero no una sola persona (tres unum sunt, non unus), como está escrito: "Yo y e] Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30), con referencia a la unidad esencial, no a la individualidad numérica (ad substantiae unitatem, non ad numeri singularitatem)18.

La Trinidad

Dios profirió su palabra, como la raíz produce el retoño, la fuente el arroyo y el sol el rayo de luz... Y no tengo ningún reparo en usar estos nombres... porque todo origen es una paternidad, y todo lo que procede de un origen es engendrado: mucho más la Palabra de Dios, que, además, con toda propiedad recibió el nombre de Hijo. Sin embargo, ni el retoño se distingue de la raíz, ni el arroyo de la fuente, ni el rayo del sol, y así tampoco la Palabra se distingue de Dios. De acuerdo con estas imágenes, confieso admitir dos realidades, Dios y su Palabra, el Padre y el Hijo del mismo. Porque la raíz y el retoño son dos realidades, pero unidas; la fuente y el arroyo tienen dos formas, pero no están divididas; el sol y el rayo tienen dos modalidades, pero están juntas. Todo lo que procede de otro ha de ser necesariamente distinto de aquello de lo que procede, pero no ha de estar necesariamente separado. Cuando hay una nueva realidad hay dos realidades; cuando hay una tercera, hay tres realidades. Ahora bien, el Espíritu es una tercera realidad que procede del Padre y del Hijo, como el fruto es una tercera realidad procedente de la raíz y del retoño, y el río es una tercera realidad procedente de la fuente y del arroyo y el punto de luz es una tercera realidad con respecto al sol y a su rayo. Con todo, nada queda separado de la matriz de la que recibe sus propiedades. De esta suerte la Trinidad, procede del Padre en estadios bien trabados y conexos, sin que la defensa de la condición de su "economía" suponga un ataque a su realidad monárquica. Profeso la regla de fe por la que declaro que el Padre y el Hijo y el Espíritu son inseparados. Si mantienes esto constantemente, entenderás cómo se ha de entender lo demás. Porque si digo que uno es el Padre, otro el Hijo y otro el Espíritu, el ignorante o el malvado entiende mal esta expresión si, porque hay cierto sonido de diversidad, concluye que esta diversidad ha de entenderse en el sentido de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están separados. Me veo obligado a decir esto, porque hay quien pretende que es lo mismo el Padre, el Hijo y el Espíritu, dando honores falsos a la "monarquía" a expensas de la "economía"... 19.

El Logos y la sabiduría eterna.

Este principio de operación y modo de ser de la conciencia divina se manifiesta también en la Escritura bajo el nombre de sabiduría. Porque, ¿a qué se puede aplicar mejor el nombre de sabiduría que a la razón y palabra de Dios? Escucha cómo la Sabiduría es creada como una segunda persona: "En primer lugar me creó Dios como comienzo de sus caminos, antes de que hiciera la tierra, antes de que asentara los montes; antes que a los collados, me engendró a mí" (Pr 8, 22)... En cuanto Dios quiso crear con su existencia y sus variedades propias lo que con su sabiduría, su razón y su palabra había dispuesto en su interior, lo primero que hizo fue dar a luz a la Palabra que contenta en sí inseparablemente su razón y su sabiduría; y por esta Palabra se hicieron todas las cosas, ya que por ella habían sido pensadas y dispuestas y aún hechas en la conciencia de Dios. Lo único que les faltaba era que pudieran ser objeto de conocimiento y comprensión en sus diversas formas y existencias concretas... 20.

El Verbo actuaba ya en favor de los hombres desde el A.T

No pienses que sólo la creación del mundo se hizo por el Verbo, sino que por él se hizo todo lo que Dios hizo en los tiempos subsiguientes... "A él se le dio todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18)... Todo poder y todo juicio, dice la Escritura: todas las cosas fueron hechas por él, y todo fue entregado a sus manos, y por tanto no hay que admitir ninguna excepción en el tiempo, pues ya no se trataría de todas las cosas si no se incluyeran las cosas de todos los tiempos. Por tanto, fue el Hijo quien juzgó al mundo desde el principio: él destruyó aquella torre soberbia y confundió las lenguas, castigó el orbe con la avenida de las aguas, hizo llover fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra, siendo Dios de Dios. Él era quien bajaba siempre a hablar con los hombres, desde Adán hasta los patriarcas y los profetas, en visiones y sueños, en imágenes y enigmas, siempre preparando ya desde el comienzo aquel orden que había de conseguir en los tiempos finales. De esta suerte, constantemente estaba Dios aprendiendo a conversar con los hombres en la tierra: un Dios que no era otro que la Palabra que tenía que hacerse carne. Aprendía así, para disponernos a nosotros para la fe, pues más fácilmente creeríamos que el Hijo de Dios había descendido al mundo, si habíamos conocido que antes ya había acontecido algo semejante. Todo esto, así como "fue escrito para nosotros" se hizo también por nosotros, "por aquellos a quienes sobrevino el fin de los tiempos" (1Co 10, 11). De esta suerte, ya desde entonces empezó a experimentar los afectos propios del hombre, ya que él tenía que asumir los elementos del hombre, la carne y el alma... Estas cosas convenían al Hijo, que tenía que someterse aún a las pasiones humanas, a la sed, el hambre, las lágrimas, incluso el nacimiento y la muerte, en lo cual el Padre "lo hizo un poco inferior a los ángeles" (Sal 8, 6) 21.

Dios se abaja al nivel de los hombres en Cristo

Dios no hubiese podido entrar en trato con los hombres, si no hubiese tomado sentimientos y afectos humanos. así moderaba con humildad el poder de su majestad, que hubiera sido intolerable a la pequeñez humana. Lo que parece indigno de Dios, era necesario para el hombre, y por eso era también digno de Dios, ya que nada es tan digno de Dios como la salvación del hombre... Si el Dios supremo con tanta humildad abajó la excelencia de su majestad que se sometió a la muerte y muerte de cruz, ¿por qué no admitís que el Dios del Antiguo Testamento se abajase en ciertas cosas mucho más soportables que los insultos, el patíbulo y el sepulcro que había de recibir de los judíos? ¿Es que realmente pensáis que son cosas bajas las que ya desde entonces debían ser indicio de que Cristo, sometido a los sufrimientos de los hombres, venía de aquel Dios cuyos antropomorfismos vosotros repudiáis? Profesamos que Cristo actuó desde siempre en nombre del Padre; él es quien habló en los comienzas, quien tuvo tratos con los patriarcas y los profetas, pues es el Hijo del creador y la Palabra suya. Al proferirla Dios en sí mismo, constituyó al Hijo, y luego le dio el poder sobre todas sus disposiciones y voluntades, haciéndolo un poco inferior a los ángeles, como dice él mismo en la Escritura (Sal 8, 6).

Al disminuirlo así, el Padre le ordenó para estas cosas que vosotros reprobáis como antropomorfismos, entrenándole ya desde el comienzo para aquello que tenía que ser en el fin. Él es el que baja, el que pregunta, el que pide, el que jura. Que nadie vio al Padre, lo atestigua el mismo Evangelio común, pues dice Cristo: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27). ÉI mismo había dicho en el Antiguo Testamento: "Nadie que vea a Dios vivirá" (Ex 33, 20). Con esto declara que el Padre es invisible, y en su nombre y autoridad era Dios aquel que era tenido por Hijo de Dios. En cambio entre nosotros Cristo es recibido como tal, pues es de esta forma como es nuestro. Por consiguiente, toda la dignidad que vosotros reclamáis para Dios se encuentra en el Padre, que es invisible, inabordable y sereno, siendo, por así decirlo. el dios de los filósofos. En cambio lo que reprocháis como indigno de Dios, se ha de admitir en el Hijo, hecho visible, audible y asequible, mediador e instrumento del Padre. En él se han mezclado Dios y el hombre: Dios por su poder, y hombre por su debilidad. De esta suerte puede conferir a la humanidad lo que ha robado a la divinidad. Todo lo que según vosotros es deshonroso de Dios, encierra en el Dios que yo adoro el misterio de la salvación humana. Dios se pone a vivir a la manera humana, para que el hombre aprendiera a vivir de manera divina. Dios se pone al nivel del hombre, para que el hombre pudiera ponerse al nivel de Dios. Dios se hizo pequeño, para que el hombre adquiriera su grandeza. Si crees que esto es indigno de Dios, no sé si realmente crees en un Dios crucificado. Vuestra perversidad es indecible frente a ambas maneras de manifestarse del creador. Le llamáis juez, pero repudiáis como crueldad la severidad del juez que dicta según lo que merece cada caso. Exigís que Dios sea sumamente bueno, pero despreciáis como debilidad su suavidad y benignidad en abajarse hasta lo que era capaz de comprender la pequeñez humana. No os gusta ni siendo grande ni siendo pequeño, ni como juez ni como amigo... 22.

Cristo se encarnó verdaderamente, porque tenía que morir verdaderamente

(Los gnósticos) proponen que no hay dificultad en que Cristo hubiera tenido un cuerpo que no pasara por el nacimiento, igual que admitimos que los ángeles, sin pasar por útero alguno materno, anduvieron en forma carnal... Quisiera que éstos compararan las causas por las que Cristo y los ángeles anduvieron en forma carnal. Ningún ángel jamás descendió para ser crucificado, para someterse a la muerte, para resucitar de la muerte. Ya tienes la causa de que los ángeles no tomaran carne a través del nacimiento: ninguno de los que se encarnó lo hizo por tales motivos. No venían para morir, y, consecuentemente, tampoco para nacer. Pero Cristo, que fue enviado para morir, hubo necesariamente de nacer a fin de que pudiera morir. No suele estar sujeto a la muerte más que lo que está sujeto a nacimiento. Es una deuda mutua la que está establecida entre el nacimiento y la muerte. La ley de la muerte es la causa del nacimiento... 23.

Eva y María

Habrá que comentar la razón por la que el Hijo de Dios hubo de nacer de una virgen. Debía nacer de nuevo el que tenía que ser consagrador de un nuevo nacimiento, acerca del cual el Señor había prometido por Isaías que nos iba a dar una señal...: "Una virgen concebirá en su vientre y parirá un hijo" (Is 7, 14). De acuerdo con esto concibió la Virgen, y parió a Emmanuel, es decir a "Dios con nosotros". Este es el nacimiento nuevo: el hombre nace en Dios porque Dios ha nacido en el hombre, tomando la carne de la antigua raza, pero sin la cualidad antigua de la raza; así la restauró con una raza nueva, la raza espiritual, purificada por el hecho de haber quedado expulsados los antiguos errores. Ahora bien, toda esta nueva forma de nacimiento así como estaba prefigurada en el viejo nacimiento con todos sus detalles, así también hace inteligible la disposición del nacimiento virginal. Porque cuando surgió el hombre, la tierra era virgen y no había sido vejada por el trabajo humano ni se le había introducido semilla alguna: de esta tierra virgen se nos dice que Dios hizo el hombre para que fuera un ser viviente. Ahora bien. si esto se refiere acerca del antiguo Adán, tenemos razón para pensar que sucederá paralelamente en el "Adán novísimo", como dijo el Apóstol. Este segundo, pues, salió de una tierra virgen –la carne que no había sido todavía abierta a la generación–, para que fuera un Espíritu vivificante... Dios lo restableció a su imagen y semejanza, que había sido arrebatada por el diablo, por una operación paralela. Porque la palabra del diablo, artífice de la muertes se metió dentro de Eva cuando ésta era todavía virgen; paralelamente la Palabra de Dios, constructora de la vida, tenía que meterse dentro de la Virgen, para que se restableciera la salud del hombre por el mismo sexo por el cual había venido al hombre la perdición. Eva creyó a la serpiente: María creyó a Gabriel. Lo que aquélla pecó creyendo, creyendo lo corrigió ésta. Se objetará: "Pero Eva no concibió nada en su seno por obra de la palabra del diablo." Ya lo creo que concibió: porque la palabra del diablo fue el semen por el que ella tuvo luego que parir desterrada y tuvo que parir con dolores, dando a luz, en suma, a un diablo fratricida. Por el contrario, María dio a luz a aquel que tenía que salvar a su hermano carnal, Israel, su propio matador. Al sello virginal hizo Dios descender su propia Palabra, el hermano bueno que había de borrar la memoria del mal hermano. Y por esto Cristo, para salvar al hombre, tuvo que salir de allí mismo donde se había metido el hombre llevando sobre sí la condenación 24.

Las dos naturalezas de Cristo

O confiesas que en el Dios crucificado está la sabiduría, o vale más que no lo admitas para nada. ¿Qué es más indigno de Dios, más vergonzoso, nacer o morir? ¿Soportar la carne o soportar la cruz? ¿Ser circuncidado o ser crucificado? ¿Ser amamantado o ser sepultado? ¿Ser colocado en un pesebre, o ser depositado en un sepulcro? En realidad no serás sabio si no te conviertes en necio para el mundo y te pones a creer las necedades de Dios...Respóndeme tú, asesino de la verdad. ¿No fue realmente crucificado el Señor? ¿No murió realmente, para que fuera realmente crucificado? ¿No resucitó realmente, por haber realmente muerto? ¿O es que Pablo nos enseñaba falsedades cuando decía que sólo conocía a Cristo crucificado (cf. 1Co 15, 17) añadiendo falsamente que había sido sepultado e inculcando falsamente que había resucitado? Y si esto es así, ¿toda nuestra fe es falsa, y es un fantasma todo lo que esperamos de Cristo? Eres el más malvado de los hombres, pues buscas excusas para los que dieron muerte al Señor. Pues, en efecto, nada hicieron sufrir éstos a Cristo si es verdad que Cristo nada sufrió.

No le quites al mundo su única esperanza, y no quieras lo que hay de necesariamente deshonroso en nuestra fe. Todo lo que es indigno de Dios es en provecho mío. Él dijo: "Si uno se avergüenza de mí, yo me avergonzaré de él" (Mt 10, 33...). Si no me avergüenzo de mi Señor, estoy salvado. ¿Fue crucificado el Hijo de Dios? Es vergonzoso, y por esto no me avergüenza. ¿Murió el Hijo de Dios? Es absurdo, y por esto lo creo. ¿Resucitó una vez sepultado? Es imposible, y por esto es cierto. Estas cosas ¿cómo hubieran sucedido realmente en él, si él no existía realmente, si no tenía realmente lo que había de ser crucificado, lo que había de morir, ser sepultado y resucitar, es decir, la carne vivificada por la sangre, estructurada sobre los huesos, ligada por los nervios y cruzado por las venas? Esta carne era, sin lugar a dudas, humana, pues era nacida de un ser humano y, por tanto, mortal. Por ella Cristo es "hombre" e "hijo del hombre"... A no ser que nos digas, Marción, que el hombre no es carne, o que la carne del hombre no procede de un ser humano, o que María no era un ser humano, o que ser hombre es ser Dios. Si no tiene carne, Cristo no puede ser denominado hombre: si no procede de un ser humano, no puede ser llamado hijo del hombre, de la misma manera que no es Dios sin el Espíritu de Dios, ni Hijo de Dios si Dios no es su Padre. Así pues, el origen de una y otra sustancia revela que es a la vez Dios y hombre: bajo un aspecto, nacido; bajo otro, no nacido; bajo un aspecto, carnal; bajo otro, espiritual, bajo uno, débil; bajo otro, fuerte en extremo; bajo uno, mortal; bajo otro, viviente. Estas propiedades de sus dos maneras de ser (conditiones), la divina y la humana, se señalan como igualmente verdaderas para una y otra naturaleza, el Espíritu y la carne. Con la misma credibilidad, el poder del Espíritu de Dios prueba que Cristo es Dios, y los sufrimientos de su carne humana prueban que es hombre. Sin el Espíritu no tendría el poder; sin la carne no se darían sus sufrimientos. Si la carne con sus sufrimientos no es más que una apariencia, el Espíritu con su poder es una falsedad. ¿Por qué introduces una falsedad que parte a Cristo en dos? Todo él fue verdad. Puedes estar cierto de que prefirió someterse al nacimiento que engañar con alguno de sus componentes –y además en detrimento propio–, presentándose como teniendo una carne sólida sin tena huesos, dura sin tener músculos, sangrienta sin sangre... con palabras fantasmagóricas que sonaban a los oídos con una voz imaginaria. Si fuera así, ¿fue también un fantasma cuando después de la resurrección ofreció sus manos y sus pies a los discípulos para que los examinaran?... De esta forma, engaña, embauca y encandila a todos los que le ven, a todos los que le conocen, a todos los que se acercan a él y le tocan. Si esto es así, no debieras hacer a Cristo descendido del cielo, sino venido de alguna banda de falsarios, ni debieras proclamarlo Dios por encima de los hombres, sino simple hombre con poder de mago; no sería el pontífice de nuestra salvación, sino el artífice de un espectáculo; no sería el resucitados de los muertos, sino el embaucador de los vivos. Por más que, aunque hubiera sido un mago, tendría que haber nacido 25.

El Hijo abandonado por el Padre

Te encuentras con que en su pasión exclama Cristo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46)... Esta es la voz de la carne y del alma, es decir, del hombre, no la voz del Verbo y del Espíritu, es decir, de Dios. Fue proferida precisamente para que quedara manifiesto que Dios es impasible y que abandonó a su Hijo al entregar su humanidad a la muerte. El Apóstol tuvo conciencia de esto cuando escribió: "El Padre no fue indulgente con su propio Hijo" (Rm 8, 32); y antes había dicho lo mismo Isaías: "el Señor lo entregó por nuestros pecados" (Is 53, 6). Fue al no tener indulgencia con él, al entregarlo por nosotros, cuando el Padre lo abandonó. Pero en realidad no abandonó el Padre al Hijo, pues éste puso en sus manos su espíritu. Lo puso en sus manos, y al punto murió, porque mientras el espíritu está todavía en la carne, ésta no puede morir. Así pues, para el Hijo, ser abandonado del Padre fue lo mismo que morir. Por tanto, el Hijo muere y resucita por obra del Padre, según las Escrituras. El Hijo se remonta a lo más alto de los cielos, habiendo descendido a lo más profundo de la tierra. Allí está sentado a la derecha del Padre, no el Padre a su derecha. Allí le vio Esteban cuando le apedreaban, todavía de pie a la derecha de Dios, pues empezará a sentarse en el momento en que el Padre ponga todos sus enemigos debajo de sus pies. Él mismo vendrá de nuevo sobre las nubes del cielo, de la misma manera como subió. Y, mientras tanto, él mismo derramó el don recibido del Padre, el Espíritu Santo, la tercera persona (tertium numen) de la divinidad y el tercer grado de la suma majestad, predicador de la monarquía unitaria e intérprete de la economía divina para aquel que dé oído a la nueva profecía que se contiene en sus palabras. Él es el guía de toda verdad, la cual se encuentra en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: éste es el misterio cristiano. Es propio de las creencias judaicas creer de tal modo en un solo Dios, que no quieras poner al Hijo junto a él, y además del Hijo el Espíritu. ¿Qué diferencia hay entre los judíos y los cristianos, sino ésta? ¿Qué necesidad teníamos del Evangelio, que es la esencia del Nuevo Testamento, y que declara que la ley y los profetas se extienden hasta Juan, si no sacamos de él que los tres en quienes creemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu, no constituyen más que un solo Dios?... 26.

El hombre pecador

Cómo pudo Dios hacer al hombre capaz de pecar

Paso ya a estas cuestiones vuestras, perros a los que el Apóstol echó a la calle (cf. Flp 3, 2), pues no dejáis de ladrar contra el Dios de la verdad. Estos son vuestros argumentos, que siempre andáis royendo como huesos: "Si Dios es bueno, y sabe lo que ha de suceder, y tiene poder para evitar el mal, ¿por qué toleró que el hombre, imagen y semejanza suya y aún de su misma sustancia en lo que al alma se refiere, fuese engañado por el diablo hasta el punto de que cayera en la muerte por no obedecer a la ley? Porque si Dios es bueno, no podía querer que esto sucediera; si conoce el futuro, sabía que esto tenía que suceder; si tenía poder para ello, debía haberlo evitado. De esta suerte, dadas estas tres propiedades de la majestad divina, nunca debiera haber sucedido lo que era incompatible con ellas. Por el contrario, si realmente sucedió así, es evidente que no podemos creer que Dios sea bueno, ni conocedor del futuro ni todopoderoso...".

Ahora bien, si en Dios se dan estas propiedades, según las cuales no debería haber sucedido ningún mal al hombre, y, con todo, tal mal sucedió, tendremos que considerar la condición del hombre, pues pudo suceder por parte de ella lo que no podía suceder por parte de Dios. En efecto, nos encontramos con que el hombre fue hecho por Dios como ser libre, capaz de arbitrio y decisión propia: precisamente es en esto donde más en particular se manifiesta que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Porque no es en su rostro o en sus rasgos corporales, que presentan en los hombres tanta diversidad, donde el hombre está hecho a imagen de Dios, que es siempre idéntico a sí, sino en aquello más esencial que procede del mismo Dios, esto es, el alma, que ha recibido el sello del ser divino en lo que se refiere a la libertad de arbitrio y de decisión. De no ser así, no se hubiese impuesto una ley a un ser que no habría sido capaz de prestar un obsequio libre a esta ley; ni se hubiera señalado castigo de muerte a la transgresión de la misma, si no se hubiera dado por supuesto que había en el hombre libertad para despreciar la ley. Y así, en las leyes del Creador que luego siguieron, descubrirás que Dios propone al hombre el bien y el mal, la vida y la muerte, y todo el sistema de disciplina ordenado por medio de los preceptos no supone otra cosa sino que Dios llama, amenaza y exhorta al hombre que, dotado de voluntad y de libertad, es capaz de obediencia o de rebelión
...Pero si objetas que, si la libertad y decisión del hombre habían de resultar para él ruinosas, no debían habérselo dado, voy a defender que el hombre realmente tenía que haber sido hecho así;... La bondad y la sabiduría de Dios, que siempre actúan a una en nuestro Dios, son argumento de que tenía que ser de esta manera. Porque la sabiduría sin bondad no es sabiduría, ni la bondad sin sabiduría es bondad, a no ser que se admita el Dios de Marción, que ya hemos dicho que es bueno pero irracional. Convenía que Dios se diera a conocer: esto era cosa ciertamente buena y razonable. Convenía que hubiera un ser digno de conocer a Dios. ¿Qué ser tan digno podía pensarse fuera de la misma imagen y semejanza de Dios? También esto es, sin duda, bueno y razanable. Por tanto, convenía que se hiciera una imagen y semejanza de Dios con libertad de arbitrio y decisión, ya que en esta libertad es donde se descubre la semejanza e imagen de Dios... Hubiera sido extraño que el hombre fuera dueño y soberano de todo el mundo, pero no de si mismo: hubiera sido dueño de los demás, pero esclavo de sí mismo... Ahora bien, bueno por naturaleza sólo lo es Dios. El que es lo que es sin comienzo alguno, no tiene lo que es por institución, sino por naturaleza. En cambio el hombre, que todo cuanto es lo ha recibido, tiene un comienzo, y en este comienzo recibió el principio de su ser: por esto no está ordenado al bien por la misma naturaleza, sino por el acto de su creación... según que es bueno su creador, que es el creador de todos los bienes. Pues bien, a fin de que el hombre alcanzara su propio bien estando emancipado de Dios, de suerte que el bien del hombre fuera como propiedad y naturaleza suya propia, en la creación le fue dada por Díos como un título de emancipación la libertad de arbitrio y de elección, con la cual el hombre pudiera obrar el bien espontáneamente y como cosa propia. Esto exigían la bondad y la sabiduría... Le fue concedida plena libertad de elección en uno u otro sentido, de suerte que siempre fuese dueño de si para hacer libremente el bien y para evitar libremente el mal; pues, por otra parte, convenía que el hombre estuviera bajo el juicio de Dios y que fuese justo por sus méritos propios, es decir, libres. En efecto, no podía asignarse razonablemente una recompensa del mal ni del bien a aquel que fuese bueno o malo por necesidad, no por voluntad propia. Para esto se dio la ley, la cual no anula, sino que pone a prueba la libertad con que uno o libremente se somete o libremente la traspasa. Por esto tenían que estar ambos caminos abiertos al libre arbitrio... Es muy fácil que los que han caído para ruina del hombre, antes de examinar su condición y sin tener en cuenta la sabiduría del Creador, le culpen a éste lo sucedido. Pero si se considera bien la bondad de Dios desde el comienzo de su creación, uno se convencerá de que de Dios no puede haber salido nada malo; y al contrario, una reflexión sobre la libertad del hombre mostrará que ella es la culpable del mal que cometió 27.

El alma humana

Definimos el alma humana como nacida del soplo de Dios, inmortal, incorpórea, de forma humana, simple en su sustancia, consciente de sí misma, capaz de seguir varios cursos, dotada de libre arbitrio, sometida a circunstancias externas, mudable en sus capacidades, racional, dominadora, capaz de adivinación y procedente de un tronco común. Ahora hemos de considerar cómo procede de un solo tronco, es decir, de dónde, cuándo y cómo la recibe el hombre. Algunos opinan que desciende de los cielos, creyéndolo con la misma fe indubitable con que prometen que ha de retornar allí... Me duele en el alma que Platón haya sido la despensa de que se han alimentado todos los herejes: porque éste es quien en el Fedón dice que las almas pasan de acá allá y de allá acá... 28.

El alma es transmitida por los padres, juntamente con el semen.

¿Cómo es concebido un ser animado? ¿Se forman simultánea mente las sustancias del alma y del cuerpo, o más bien la una precede a la otra? Mantenemos que las dos son concebidas, formadas y perfeccionadas al mismo tiempo, de la misma manera que nacen simultáneamente, sin que ningún intervalo separe la concepción de las dos y dé prioridad a una sobre la otra. Juzgad el origen del hombre a partir de su fin. Si la muerte no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo, la vida, que es lo contrario de la muerte, no se puede definir más que como la unión del cuerpo y del alma. Si la separación de las dos sustancias se produce simultáneamente por la muerte, la ley de su unión nos obliga a pensar que la vida llega simultáneamente a las dos sustancias. Mantenemos, pues, que la vida empieza en la concepción, pues defendemos que el alma existe desde este momento, y el principio de la vida es el alma. Simultáneamente se une para la vida, lo que simultáneamente se separa en la muerte... Nadie, pues, sienta rubor si damos una interpretación que resulta necesaria. Ante la naturaleza hemos de sentir reverencia, pero no rubor. Es la concupiscencia, no la naturaleza, lo que hizo la cópula sexual vergonzosa. Son los excesos, no el uso establecido, lo que es impúdico, ya que el uso establecido está bendecido por Dios: "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28). Los excesos sí que están maldecidos, los adulterios, las violaciones, la prostitución. Pues bien, en este venerable uso del sexo por el que de la manera usual se unen el varón y la mujer, sabemos que tanto el alma como el cuerpo tienen su función: del alma viene el deseo, de la carne la ejecución; el alma instiga, la carne lo realiza. Así, de todo el hombre, a impulsos de un estímulo único que proviene de ambos elementos, surge la sustancia seminal, la cual recibe del elemento corporal su condición líquida, y del elemento psíquico su calor. No quisiera correr un mayor riesgo de ofender la modestia que de probar la verdad; pero en aquel ardor de la máxima delectación en que el humor genital es eyaculado, ¿no sentimos que sale de nosotros también algo de nuestra propia alma, de suerte que sentimos una prostración y un desmayo que nos llega a oscurecer la vista? Éste es el semen psíquico, segregado por la misma alma, de manera semejante a como el humor corporal procede de la evacuación de la carne... Así como en el origen del hombre dos elementos diversos y distintos, el barro y el soplo, se unieron para formar un solo hombre, confundiéndose ambas sustancias para formar un ser único, así también mezclaron sus principios seminales, dando forma a la manera como tenía que propagarse desde entonces la especie. De esta suerte ahora los dos elementos, aunque sean distintos, fluyen unidos y simultáneamente por un mismo surco, y ambos dan como fruto en el campo apropiado a un hombre compuesto de ambas sustancias, el cual a su vez llevará dentro de sí la misma capacidad seminal, como está establecido en las leyes generales de la generación. Por tanto, de un solo hombre procede toda la multitud de almas que vemos; y en esto la naturaleza ha cumplido bien el mandato divino: "Creced y multiplicaos." Y aún en las mismas palabras que precedieron a la creación del primer hombre, "hagamos al hombre" (Gn 1, 26), se anunció su plural posteridad cuando se añadió: "y dominen a los peces del mar". Y era natural, pues siempre la semilla es promesa de mies 29.

Dignidad de la carne humana en relación con el espíritu

El barro fue hecho glorioso por la mano de Dios, y la carne todavía más gloriosa a causa de su soplo, por el cual perdió la rudeza de la carne y del barro y recibió la belleza del alma... Tú te preocupas de que tus vinos y tus ungüentos de gran precio se guarden en vasos de correspondiente calidad y que a tus espadas de un acero exquisito correspondan vainas de igual valor, ¿y piensas que Dios abandonará en cualquier vil cacharro lo que es sombra de su propia alma, aliento de su propio Espíritu, obra de su propia boca, de suerte que sea entregada a una condenación cierta por el mero hecho de haber sido puesta en sitio tan indigno? Pero, ¿hay que decir que colocó el alma en la carne, o más bien que la insertó y la combinó con ella? Tan íntimamente la entremezcló, que no puede darse como cierto si es la carne la que envuelve al alma o es el alma la que envuelve a la carne, si es la carne la que manifiesta al alma, o el alma la que manifiesta a la carne. Y aunque más bien hay que creer es el alma la que es servida y la señora, pues está más próxima a Dios, aún esto redunda en gloria de la carne, pues contiene aquello que es próximo a Dios y se hace partícipe de su soberanía. En efecto, ¿cómo puede el alma utilizar la naturaleza, cómo puede disfrutar del mundo, cómo puede saborear los elementos si no es a través de la carne?... Por la carne ha recibido una partícula del poder divino, pues no hay nada que no alcance con la palabra, aunque sólo sea por indicación tácita: y la palabra proviene de un órgano carnal... Todo está sometido al alma por medio de la carne, y, por tanto, todo está sometido a la carne. De esta suerte, la carne, aunque es tenida por sierva e instrumento del alma, se descubre como su compañera y coheredera en lo temporal. ¿Por qué pues no en lo eterno?
...Ninguna alma puede conseguir la salvación si no creyó mientras vivía en la carne: tan verdad es que la carne es el quicio sobre el que gira la salvación (caro salutis est cardo). Cuando Dios atrae a sí al alma, es la carne la que permite que el alma pueda ser atraída por Dios. La carne es lavada, para que el alma quede purificada. La carne es ungida, para que el alma quede consagrada. La carne es sellada, para que el alma quede protegida. La carne recibe la sombra de la imposición de las manos, para que el alma quede iluminada por el Espíritu. La carne se alimenta con el cuerpo y la sangre de Cristo, para que el alma quede cebada de Dios. Por tanto, no se puede separar en el premio lo que colaboró en un solo trabajo. Los sacrificios agradables a Dios –me refiero a la aflicción del alma, los ayunos, la abstinencia y todas las molestias anejas a estas prácticas– es la carne la que los realiza una y otra vez, a costa propia... 30.

Dignidad de la carne, obra de Dios y destinada a Cristo

Mi propósito es vindicar para la carne todo aquel honor que le confirió el que la creó. Porque ya entonces la carne pudo gloriarse de que siendo tan poca cosa como es el limo de la tierra, llegó a encontrarse entre las manos de Dios... Este mero contacto hubiera bastado para hacerla feliz. Al tacto de Dios hubiera podido salir inmediatamente la figura modelada, sin más esfuerzo. Pero era una cosa demasiado grande lo que se estaba construyendo con tal material: por esto tiene la gloria de ser honrado tantas veces cuantas se posa en él la mano de Dios, lo toca, lo pellizca, lo amasa, lo modela. Imagínate a Dios enteramente ocupado y entregado a este material, con sus manos, sus sentidos, su actividad, su ingenio, su sabiduría, su providencia y, sobre todo, con su amor que le dictaba los rasgos que modelaba. Porque cuando iba dando expresión al barro, estaba pensando en Cristo que tenía que ser hombre, es decir, barro, ya que el Verbo se haría carne, que entonces era tierra. Por esto empezó el Padre diciendo al Hijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). E hizo Dios al hombre, lo hizo modelándolo, "a imagen de Dios lo hizo", es decir, de Cristo. Porque el Verbo era Dios, y, hecho a imagen de Dios, no intentaba apropiarse cosa ajena al asemejarse a Dios.

De esta suerte, aquel barro que tomaba ya entonces la imagen del Cristo que tenía que existir en la carne, no era sólo una obra de las manos de Dios, sino una prenda del mismo. ¿De qué puede servir ahora intentar oscurecer el origen de la carne trayendo a colación el nombre de tierra, elemento bajo y sucio? Aunque se hubiese tomado cualquier otro material para formar al hombre, lo que convendría traer a la memoria sería la grandeza del artífice, que es quien ennoblece el material al elegirlo y quien hace la obra trabajándolo... 31.

El pecado del hombre y la resurrección

Dice el Señor que vino a salvar lo que había perecido (cf. Mt 18, 11). ¿Qué piensas que era lo que había perecido? El hombre, sin lugar a dudas. ¿Todo el hombre, o parte de él? Ciertamente todo, ya que la transgresión, que fue la causa de la muerte del hombre, fue cometida tanto por el impulso del alma con su concupiscencia como por la acción de la carne con su placer. Con ello se escribió contra todo el hombre el veredicto de culpabilidad, por el que luego tuvo que pagar justamente la plena pena de muerte. Así pues, también el hombre entero será salvado, ya que el hombre entero cometió el delito... sería indigno de Dios que devolviera a la salud la mitad del hombre, haciendo, por así decirlo, menos que los mismos gobernantes de este mundo, que siempre conceden el indulto en forma total. ¿Habrá que admitir que el diablo fue más fuerte para mal del hombre al lograr destrozarlo totalmente, mientras que Dios es más débil, ya que no lo restaura en su totalidad? Pero dice el Apóstol que "donde abundó el delito, sobreabundó la gracias (cf. Rm 5, 20) 32.

La inmortalidad del hombre

Esto es lo que hace la muerte: separar el cuerpo y el alma Ahora bien, los que hemos sido instruidos acerca del origen del hombre, nos atrevemos a declarar que la muerte no le ha venido al hombre por naturaleza, sino a causa de una culpa, y ésta tampoco es natural. Sin embargo, fácilmente se da el nombre de naturales a cosas que parecen ligadas a nuestra condición por nacimiento, aunque son adventicias. Si el hombre hubiese sido creado directamente para la muerte, se diría que la muerte es para él natural. Ahora bien, que no había sido creado para la muerte lo prueba el mandato que le imponía una amenaza condicional, diciendo que moriría según fuera su libre decisión. Por tanto, si no hubiese pecado, no hubiera muerto. Consiguientemente, no era natural lo que aconteció a causa de un acto de voluntad con poder para elegir y no por necesidad de la ley de la creación 33.

Todo el hombre quedó debilitado, aunque no totalmente corrompido, por el pecado

Todas las cualidades otorgadas al alma en su nacimiento están aún ahora oscurecidas y pervertidas por aquel que en los orígenes tuvo envidia de ellas. Por esto no se pueden distinguir claramente ni se pueden utilizar como convendría. No hay hombre a quien no se le pegue un Espíritu malvado que le está acechando desde las mismas puertas del nacimiento... En el parto de todos los hombres interviene la idolatría... Por lo demás. el Apóstol tenía presente la clara palabra del Señor: "Si uno no nace del agua y del Espíritu, no entrará en el reino de Dios" (Jn 3, 5). Por tanto, toda alma ha de considerarse incluida en el estado de Adán en tanto no es incluida en el nuevo estado de Cristo. Hasta que no adquiere este nuevo estado, es inmunda, siendo objeto de ignominia en asociación con la carne. Porque, aunque la carne es pecadora y se nos prohíbe "andar según la carne" (2Co 10, 2) y las obras de la carne son condenadas porque sus apetencias son contra el espíritu (cf. Ga 5, 17) y los que la siguen son tachados de carnales, sin embargo, la carne no es mala en sí misma. Por sí misma la carne no siente ni conoce nada para poder inducir a forzar al pecado. ¿Cómo podría hacerlo? Ella no es más que un instrumento, y aún un instrumento que no es como un siervo o un amigo, que son seres animados, sino como un vaso u otra cosa semejante de naturaleza corporal, no viviente. El vaso es instrumento para el que tiene sed: pero si el que tiene sed no se acerca el vaso, el vaso no le servirá nada. Lo distintivo de cada hombre no está en este elemento terreno. La carne no es el hombre, ni le da sus peculiares cualidades espirituales y personales, sino que es una cosa de sustancia y condición totalmente distinta del ser personal, aunque ha sido entregada al alma como posesión e instrumento para las necesidades de la vida. Por consiguiente, la carne es atacada en la Escritura porque el alma no hace nada sin la carne en los actos de concupiscencia, gula, embriaguez, crueldad, idolatría, y otros actos que no son meros sentimientos, sino acciones. En realidad, los sentimientos pecaminosos que no resultan en acciones suelen imputarse al alma: "El que mira con concupiscencia, ya ha cometido adulterio en su corazón" (Mt 5, 28). Por otra parte, ¿qué puede hacer la carne sin el alma en lo que se refiere a la virtud, la justicia, la paciencia, la modestia? No puedes acusar a la carne de mala, si no puedes mostrar que puede hacer el bien. Se lleva a juicio lo que ha servido para el delito, a fin de que en el mismo juicio de los instrumentos se manifieste todo el peso de culpa del delincuente. Si los cómplices resultan castigados, mucho mayor odio recae en el autor principal, y cuando ni el cooperador resulta inocente, mucho mayor es la pena del instigador.

Por consiguiente, el mal del alma es anterior y, fuera del que le viene añadido por la intrusión del espíritu malo, proviene de la falta original y es en cierto sentido connatural. Porque la corrupción de la naturaleza es como una segunda naturaleza que tiene su propio dios y padre, que no es otro que el autor de la corrupción. Con todo, sigue habiendo el bien en el alma, a saber, aquel bien original, divino y genuino que es propiamente suyo por naturaleza. Porque lo que procede de Dios propiamente no queda destruido, sino entenebrecido, ya que, en efecto, puede ser entenebrecido, puesto que no es Dios, pero no puede ser destruido, porque procede de Dios. Es lo que sucede con la luz que por más que un obstáculo le cierre el paso, sigue existiendo, aunque si el obstáculo es suficientemente opaco no aparece. Lo mismo sucede con el bien en el alma que está ahogada en el mal: según sea éste, el bien o desaparece del todo o surge como un rayo de luz por donde encuentra un espacio libre. Así, hay hombres pésimos y hombres muy buenos, aunque las almas son todas de una misma especie. Y en los peores hay algo bueno, y en los mejores algo malo. Sólo Dios no tiene pecado, y entre los hombres sólo Cristo no tiene pecado, porque es Dios... No hay ninguna alma sin pecado, porque ninguna hay que no guarde una semilla de bien. Por esto, cuando el alma se convierte a la fe y es restaurada en su segundo nacimiento por el agua y por el poder de arriba, se le quita el velo de su corrupción original y logra ver la luz en todo su esplendor. Entonces es recibida por el Espíritu Santo, de la misma manera que en el primer nacimiento había sido acogida por el espíritu inmundo. Y la carne sigue al alma en sus nupcias con el Espíritu como una dote, y se convierte en sierva, no del alma, sino del Espíritu. ¡Oh nupcias dichosas, si no se entrometiese el adulterio! 34.

Sacramentos y vida cristiana

Necesidad del bautismo después de la venida de Cristo

(Según los herejes) el bautismo no es necesario, pues basta la fe: porque Abraham agradó a Dios sin ningún sacramento de agua, sino con el de la fe (nulllus aquae nisi fidei sacramento)... Sea que antes por la sola fe (hubiera salvación), antes de que el Señor padeciera y resucitara. Pero así que el objeto de la fe se amplió y hubo que creer en su nacimiento, su pasión y su resurrección, se amplió también el medio de salvación (ampliato sacramento) con la adición del sello del bautismo, que es, en cierta manera, como el vestido de la fe, que antes estaba desnuda. Ya no hay ahora posibilidad de eludir su ley, porque, en efecto, la ley del bautismo ha sido impuesta y su forma ha sido prescrita cuando se dice: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). Esta ley se relaciona con aquella declaración: "Si uno no renaciera del agua y del Espíritu Santo no entrará en el reino de los cielos" (Jn 3, 5), la cual somete la fe a la necesidad del bautismo. Por esto desde entonces todos los que creían eran bautizados. Pablo, por ejemplo, así que creyó fue bautizado... 35.

Simplicidad de los sacramentos y medios de santificación.

No hay nada que contribuya tanto a endurecer las mentes humanas como el contraste entre la simplicidad de las obras divinas tal como las vemos llevarse a cabo y la grandiosidad de los efectos que en ellas se prometen. En este punto, es tanta la simplicidad, la ausencia de pompa y de boato fastuoso y, en realidad, de elementos costosos, que un hombre es sumergido en el agua y bañado mientras se pronuncian unas pocas palabras, y en poco o nada vuelve a salir más limpio que antes: precisamente por esto resulta tan increíble que pueda así conseguirse la vida eterna. No me engaño al decir que, por el contrario, la solemnidades de los ídolos con su secreto, con su aparato teatral y costoso es lo que constituye toda la credibilidad y autoridad de aquellos. ¡Qué mísera es la incredulidad, que niega a Dios lo que es más propio de él, la simplicidad y el poder! ¿Por ventura no es maravilloso que en un simple lavatorio quede disuelta la muerte? Porque es maravilloso, no se quiere creer, mientras que precisamente por ello debía creerse más. ¿Cómo han de ser las obras divinas, sino mayores que todo lo que nos maravilla? También nosotros nos maravillamos, pero creemos. En cambio, la iniquidad se maravilla porque no cree: se maravilla de esas cosas simples y las tiene por vanas; se maravilla de esas cosas tan grandiosas, y las tiene por imposibles. Sea así, como tú piensas: la palabra divina te sale al encuentro de ambas objeciones: "Lo necio del mundo eligió Dios, para confundir su sabiduría" (1Co 1, 27). Y también: "Lo que es difícil para los hombres, es fácil para Dios" (Mt 19, 26). Porque si Dios es sabio y poderoso –cosa que admiten aún los que no hacen caso de él–, tiene razón para usar como materia de sus obras lo que es contrario a la sabiduría y al poder, es decir, la necedad y la imposibilidad: porque todo poder tiene su causa en aquello de donde se suscita... 36.

Figura y realidad del bautismo

No hace diferencia alguna el que uno se bautice en el mar o en un estanque, en un río o en una fuente, en un lago o en un recipiente: ni hay diferencia entre aquellos que Juan bautizó en el Jordán y los que Pedro bautizó en el Tíber, así como no recibió ni más ni menos en orden a la salvación aquel eunuco a quien Felipe yendo de camino bautizó en una agua que al azar encontraron. Todas las aguas, en virtud de la cualidad de su mismo origen primero, llevan a cabo el misterio de la santificación (sacramentum sanctificationis consequuntur) por la invocación de Dios: entonces sobreviene al punto el Espíritu del cielo y permanece sobre las aguas, santificándolas con su propia virtud de suerte que, una vez así santificadas, queden impregnadas de fuerza santificadora. Hay en esto una analogía con una realidad bien sencilla: por los pecados nos manchamos con una especie de suciedad, y con el agua nos lavamos. Los pecados no aparecen en la carne: no aparecen sobre la piel de nadie las manchas de la idolatría, la lujuria o el robo, pero la suciedad de estas cosas está en el Espíritu del que las ha cometido, porque el espíritu es el señor, y la carne es la sierva. Sin embargo, ambos se comunican mutuamente el reato de culpa, ya que la incitación fue del Espíritu, y la ejecución de la carne. Entonces, habiendo recibido las aguas en cierto sentido una virtud medicinal por la intervención del ángel, el Espíritu se disuelve como corporalmente en el agua, y la carne en la misma agua se purifica espiritualmente
...Esto de que un ángel intervenga en el agua, aunque parezca cosa nueva tiene un precedente que era imagen de lo que había de suceder: Un ángel intervenía en la piscina de Betsaida removiendo las aguas. Estaban al acecho los que sufrían enfermedades, pues el que se adelantaba a bajar al agua dejaba de sentirse enfermo una vez bañado. Esta curación corporal era una imagen para explicar la curación espiritual, a la manera con que siempre las cosas carnales preceden a las espirituales de las que son figura (semper carnalia in figuram spiritalium antecedunt). Ahora bien, cuando creció en todos la gracia de Dios, creció también la virtud del agua y del ángel: lo que antes era remedio de los defectos del cuerpo, ahora es remedio del espíritu; lo que conseguía la salud temporal, ahora restablece la eterna; lo que antes liberaba a uno cada año, ahora salva todos los días a pueblos enteros de los que expulsa la muerte por la ablución de los pecados... Por este medio el hombre, que desde un principio había sido hecho a imagen de Dios, es restituido a su semejanza, y hay que notar que la imagen se entiende de la semejanza exterior (in effigie), la semejanza de la eterna (in aeternitate). En el bautismo recibe el hombre aquel Espíritu que originariamente había recibido por el soplo de Dios, y que luego perdió por el pecado.

Esto no quiere decir que alcancemos el Espíritu Santo por la misma agua, sino que la purificación del agua bajo el influjo del ángel nos prepara para el Espíritu Santo. También en esto una figura antecedió a la realidad: así como Juan fue el precursor del Señor que preparaba sus caminos, así el ángel que preside el bautismo adereza el camino para el Espíritu Santo, que ha de venir, con la expulsión del pecado que la fe impetra con el sello impuesto en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque si cualquier declaración queda establecida con tres testigos, mucho más lo será el don de Dios. Respecto a esta bendición tenemos como jueces de la fe los mismos que nos han prometido la salvación, y el número de estos nombres divinos es suficiente para que en nuestra esperanza estemos confiados. Y aunque el testimonio de la fe y la promesa de salvación está pendiente de estos tres, se añade necesariamente la mención de la Iglesia, porque donde están estos tres, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el cuerpo de los tres.

Luego, al salir del baño, somos ungidos con la santa unción, según aquella práctica antigua por la que los sacerdotes solían ungirse con el aceite de un cuerno, como Aarón fue ungido por Moisés. Y a causa del crisma, que significa unción, nos llamamos cristianos, es decir, ungidos... De esta suerte, la unción resbala sobre nosotros de una manera carnal, pero aprovecha de una manera espiritual, de la misma manera que el mismo bautismo que es un acto carnal por el que somos sumergidos en el agua tiene el efecto espiritual de liberarnos de los pecados.

Luego se nos imponen las manos en forma de bendición, mientras se llama y se invita al Espíritu Santo... Y aquel Espíritu Santísimo desciende gustoso del Padre sobre los cuerpos purificados y bendecidos, y también sobre las aguas del bautismo en las que, como reconociendo su prístina sede, descansa, como cuando bajó en forma de paloma hasta el Señor. La paloma declara la naturaleza del Espíritu Santo, siendo un animal cuyas características son la simplicidad y la inocencia, hasta el punto de que su cuerpo carece de hiel... 37.

El bautismo no se ha de conferir precipitadamente ni a los niños.

Los que tienen el oficio de bautizar saben que el bautismo no se ha de conferir temerariamente... "No deis lo santo a los perros, ni arrojéis vuestra piedra preciosa a los puercos" (Mt 7, 6). Y también: "No impongáis fácilmente las manos ni tengáis parte en los pecados ajenos" (1Tm 5, 22)... Todo el que pide el bautismo puede engañar o puede engañarse, y así puede ser más conveniente demorar el bautismo según la condición y disposición de las personas, y también según la edad. ¿Qué necesidad hay, cuando realmente no la hay, de poner en peligro a los padrinos, los cuales por la muerte pueden faltar a lo prometido o pueden tener con el tiempo la decepción de haber apadrinado a uno de mala condición? Ciertamente dice el Señor (acerca de los niños): "No les impidáis que vengan a mí" (Mt 19, 14). Vengan enhorabuena cuando ya empiezan a ser crecidos, cuando son capaces de aprender, cuando se les pueda enseñar adónde van. Háganse cristianos cuando, puedan conocer a Cristo. ¿Para qué se apresura la edad inocente hacia la remisión de los pecados? En las cosas temporales se procede con mayor cautela: ¿por que confiar las cosas divinas a aquellos a quienes no se confían los bienes de la tierra? Que aprendan a pedir la salvación, para que claramente la des a los que la han pedido. Con no menor razón hay que diferirlo asimismo a los que no están casados, pues para ellos está al acecho la tentación: a las doncellas porque se desarrollarán, y a las viudas porque están libres: hay que esperar o a que se casen, o a que se fortalezcan con la continencia. El que entiende la responsabilidad del bautismo temerá más conseguirlo que diferirlo: una fe íntegra tiene segura la salvación 38.

Todos los pecados pueden ser perdonados. Todos los pecados, ya fueren cometidos por la carne o por el espíritu, ya de obra o de intención, ha prometido que pueden avanzar perdón por la penitencia el mismo que fijó la pena por el juicio, pues dice al pueblo: "Haz penitencia y te daré la salvación" (Ez 18, 21.23). Por tanto, la penitencia es vida cuando antecede a la muerte. Tú, pecador, entrégate a esta penitencia, abrázala como el náufrago que pone su confianza en una tabla: ella te levantará cuando estás para ser hundido en las olas de los pecados, y te llevará al puerto de la divina clemencia... Arrepiéntete de tus errores, una vez que has descubierto la verdad. Arrepiéntete de haber amado aquello que Dios no ama, cuando ni siquiera nosotros toleramos que nuestros esclavos no odien aquello que nos molesta... Te preguntas: ¿Me será útil la penitencia, o no? ¿Por qué le das vueltas a eso? Es Dios el que manda que la hagamos... 39.

No hay más que una penitencia después del bautismo

Que nadie interprete mis palabras de suerte que piense tener ya camino libre para pecar, pues tiene camino libre para la penitencia, haciendo así de la abundancia de la clemencia celestial pretexto de entregarse libidinosamente a la temeridad humana. Nadie ha de hacerse malo porque Dios sea bueno, ni piense que cuantas veces es perdonado, tantas puede pecar. Porque habrá un límite para el perdón, mientras que no habrá un límite en el pecar. Ya que una vez escapamos con vida, considerémonos estar en peligro, aunque nos parezca que podremos escapar de nuevo. Muchas veces los que han salido con vida de un naufragio ya no quieren tener más que ver con las naves y el mar: con el recuerdo del peligro pasado, honran el beneficio divino de su salvación. Es de alabar el temor, y es de amar la humildad, para no ser de nuevo gravosos a la misericordia divina... El perversísimo enemigo del hombre no ceja nunca en su malicia y está particularmente furioso cuando ve al hombre liberado totalmente de sus pecados, y se enciende su ira cuando ve que se apaga su poder... Por esto, se pone a observar, atacar, rodear, para ver si puede herir los ojos con alguna concupiscencia carnal, o enredar la mente con ilusiones mundanas, o destruir la fe con el temor de los poderes terrenos, o desviar del camino seguro con tradiciones falseadas. No anda él corto de objetos de escándalo ni de tentaciones. Pero Dios, que preveía todos estos venenos, aun cuando hubiere quedado ya cerrada la puerta del perdón con el cerrojo del bautismo, quiso que quedara todavía algún camino abierto: y así dejó en el vestíbulo la puerta de la segunda penitencia, que pudiera abrirse para los que llaman a ella: pero ésta se abre ya una sola vez, pues es ya la segunda puerta. Después ya no podrá ser abierta de nuevo, si una vez hubiere sido abierta en vano. ¿No es bastante que se haya abierto una vez? Se te concedió lo que ya no merecías, pues habías perdido lo que habías recibido. Si se te concede la indulgencia del Señor, por la que puedes recuperar lo que habías perdido, muéstrate agradecido por este beneficio renovado o, mejor dicho, ampliado: porque es mayor cosa el restituir que el dar, ya que es peor la condición del que perdió algo que la del que simplemente nada recibió 40.

La pública confesión y penitencia

Esta segunda y única penitencia es una cosa tan sería y estricta que ha de probarse con toda diligencia, y así no ha de ser meramente algo surgido de la propia conciencia, sino que ha de ser administrada con algún acto (exterior). Esto es lo que se llama confesión, con la que reconocemos ante Dios nuestro pecado, no porque él lo ignore, sino porque la confesión dispone para la satisfacción y de ella nace la penitencia, y con la penitencia Dios es aplacado. Por tanto, la confesión es aquella disciplina por la que el hombre se prosterna y se humilla, poniéndose en una actitud que atrae la misericordia. Esta disciplina impone que, aún en lo que se refiere al porte y vestido, el penitente se vista de saco y se postre en la ceniza, cubriendo de luto su cuepo y abatiendo su espíritu con el dolor, mostrando con esta triste compostura la mutación de aquello en que pecó. Además, ha de contentarse con la comida y la bebida más simple, no por causa de su estómago, sino de su espíritu: de ordinario el ayuno sirve de alimento a la oración, pasando los días y las noches ante el Señor con gemidos, lágrimas y sollozos, postrándose ante los presbíteros y arrodillándose ante los que son amados de Dios. y encargando a todos los hermanos que se hagan mensajeros de su oración. Todo esto constituye la confesión, a fin de que sirva de recomendación a la penitencia, rinda honor al Señor con el temor del peligro, de suerte que lo que ella pronuncia haga las veces de la indignación de Dios, y la aflicción temporal convierta no ya en inútiles, pero sí en írritos los suplicios eternos. La misma acusación y condenación de la confesión es absolución, y, créelo, cuanto menos te perdones a ti mismo tanto más te perdonará Dios 41.

El rigorismo de Tertuliano montanista

Ese sumo pontífice, ese obispo de obispos (el papa Ceferino o Calixto), promulga ahora un edicto: "Yo absuelvo los pecados de adulterio y de fornicación a todos los que hayan hecho penitencia"... ¿Dónde habrá de publicarse tamaña liberalidad? Sobre las puertas de las casas de vicio, supongo yo, bajo los indicadores de su género de comercio. Este jaez de "penitencia" debiera proclamarse en el mismo lugar en que se comete el pecado. Este perdón debiera estar a la vista en los lugares a los que los hombres entrarán con la esperanza de obtenerlo. Sin embargo, este edicto es leído en las iglesias, es pronunciado en la Iglesia. en la Iglesia que es virgen. Ojalá que esta proclamación esté bien alejada de la que es esposa de Cristo... 42.

Hay ciertos pecados cotidianos en los que todos caemos. ¿Quién puede escapar a pecados como un movimiento de ira irrazonable... o un acto de violencia física, o una calumnia impensada, o una blasfemia inconsciente, un faltar a lo prometido o una mentira proferida por vergüenza o compulsión? En nuestros negocios, en el trabajo de cada dia, en aquello con que ganamos nuestro sustento, en lo que vemos u oímos, nos encontramos con poderosas tentaciones. Si no hubiera perdón para ese género de faltas, nadie alcanzaría la salvación. Estas faltas serán perdonadas por la intercesión de Cristo ante el Padre. Pero hay otros pecados de naturaleza muy distinta, demasiado graves y demasiado perniciosos para que puedan ser perdonados. Tales son el asesinato, la idolatría, el fraude, el renegar de la fe, la blasfemia y, naturalmente, el adulte rio y la fornicación y cualquier género de violación del "templo de Dios". Cristo ya no intercederá por estos pecados: el que ha nacido de Dios no los cometerá jamás, y si los ha cometido, no será un hijo de Dios 43.

Tertuliano montanista niega la remisión de los pecados

Si constase que los bienaventurados apóstoles hubiesen mostrado indulgencia para con las faltas cuyo perdón depende, no del hombre, sino de Dios, lo habrían hecho, no en virtud de una disciplina ordinaria, sino en virtud de su poder personal. Porque también resucitaron muertos, cosa que es de sólo Dios... Dices tú: "La Iglesia tiene poder de perdonar los pecados"... Ya que mantienes esta opinión, yo te pregunto: "¿De dónde presumes tú este derecho para la Iglesia?" Si es porque el Señor dijo a Pedro: "...lo que atares o desatares en la tierra será atado o desatado en los cielos" (cf. Mt 16, 18), es que presumes que la potestad de atar y de desatar se prolonga hasta tu persona, es decir, a toda la Iglesia que se relaciona con Pedro. ¿Quien eres tú para destruir y cambiar la manifiesta intención del Señor que confirió este poder a Pedro a título personal? "Sobre ti", dijo, "edificaré mi Iglesia", y "te daré las llaves", a ti, no a la Iglesia; y "lo que tú atares o desatares", no lo que otros ataren o desataren44.

El matrimonio cristiano

No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica. En la tierra no deben los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehúyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también él presente, y donde está él, el maligno no puede entrar 45.

La vida de los cristianos

Voy a mostrar las verdaderas actividades de la "secta" cristiana: habiendo refutado las perversidades que se les atribuyen, mostraré sus excelencias. Somos un cuerpo unido por una común profesión religiosa, por una disciplina divina y por una comunión de esperanza. Nos reunimos en asamblea o congregación, con el fin de asaltar a Dios como en fuerza organizada. Esta fuerza es agradable a Dios. Oramos hasta por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por el bienestar temporal, por la paz general, para que el fin del mundo sea diferido. Nos reunimos para meditar las Escrituras divinas, por ver si nos ayudan a prever o a reconocer algo para los tiempos presentes. En todo caso, alimentamos nuestra fe con aquellas santas palabras, levantamos nuestra esperanza, fortalecemos nuestra confianza, robustecemos nuestra disciplina insistiendo en sus preceptos, En estas reuniones tienen lugar las exhortaciones, los reproches, las censuras divinas. Porque se juzgan las cosas con gran severidad, pues tenemos la certeza de andar bajo la mirada de Dios, dándose como una suprema anticipación del juicio futuro cuando uno ha cometido tales delitos que hacen sea excluido de la participación en la oración, en la asamblea y en todo acto piadoso. Nuestros presidentes son ancianos de vida probada, que han conseguido este honor, no con dinero, sino con el testimonio de su vida: porque ninguna de las cosas de Dios puede comprarse con dinero. Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas, como si con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando quiere. En esto no hay compulsión alguna, sino que las aportaciones son voluntarias, y constituyen como un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, o bebidas, o despilfarros chabacanos, sino en alimentar o enterrar a los pobres, o ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus padres y sus fortunas, o a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, o a los que trabajan en las minas, o están desterrados en las islas o prisiones o en las cárceles. Estos reciben su pensión a causa de su confesión, con tal que sufran por pertenecer a los seguidores de Dios.

Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros, lo que nos atrae la odiosidad de algunos, pues dicen: "Mira cómo se aman", mientras ellos sólo se odian entre sí. "Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro", mientras que ellos están más bien dispuestos a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos hermanos lo tienen por infamia, a mi entender sólo porque entre ellos todo nombre de parentesco se usa sólo con falsedad afectada. Sin embargo, somos incluso hermanos vuestros en virtud de nuestra única madre la naturaleza, por más que vosotros sois bien poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo útero de ignorancia salieron a una misma luz de verdad... Los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa, en que los demás practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio.

¿Qué tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite?...Digo esto, porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas, diciendo que no son sólo infames y criminales, sino también opíparas... Pero su mismo nombre muestra lo que son nuestras cenas, pues se llaman ágapes, que significa en griego "amor". Todo lo que en ellas se gasta, es en nombre y en beneficio de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los indigentes de toda suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros... Considerad el orden que en ellas se sigue, para que veáis su carácter religioso: no se admite en ellas nada vil o contrario a la templanza. Nadie se sienta a la mesa sin haber antes gustado una oración a Dios. Se come lo que conviene para saciar el hambre; se bebe lo que conviene a hombres modestos. Se sacian teniendo presente que incluso durante la noche han de adorar a Dios, y hablan teniendo presente que les oye su Señor. Después de lavarse las manos y de encenderse las luces, cada uno es invitado a salir y recitar algo de las sagradas Escrituras o de su propia inspiración, y con esto se muestra hasta qué punto ha bebido. El convite termina con la oración, como comenzó 46.

Las tradiciones no escritas

"Aun para lo que se ampara en la tradición –me dices– se ha de exigir la autoridad de la Escritura." Investiguemos, pues, si no hay que admitir la tradición más que cuando viene escrita. Así lo diríamos si no hubiera precedentes de otras observancias cuya validez vindicamos únicamente por el título de la tradición y el patronazgo de la costumbre, sin ratificación alguna escrita. Comencemos por el bautismo: antes de ir al agua, en la asamblea y bajo la mano del que preside, profesamos renunciar al diablo, a su pompa y a sus ángeles. Luego somos sumergidos tres veces, dando unas respuestas un tanto más extensas que las que determinó el Señor en el Evangelio. Luego nos hacen salir y gustamos una combinación de leche y miel, y durante toda la semana a partir de aquel día nos abstenemos del baño diario. El sacramento de la eucaristía (eucharistiae sacramentum), instituido por el Señor en el momento de la comida y para todos, lo tomamos nosotros también en las reuniones antes del alba y no lo recibimos de manos de otros fuera de los que presiden. En fiesta anual hacemos oblaciones por los difuntos, o en los natalicios. Consideramos como prohibido ayunar o hacer oración de rodillas en domingo, y el mismo privilegio disfrutamos desde el día de Pascua al de Pentecostés. Sufrimos con escrúpulo que se caiga al suelo algo de nuestro cáliz o de nuestro pan. Cuando nos ponemos a continuar o a empezar algo, siempre que entramos o salimos, nos vestimos, nos calzamos, nos lavamos, nos sentamos a la mesa, encendemos la luz, nos acostamos, nos sentamos, en cualquier ocupación, nos persignamos rozando le frente. Si exiges una ley escrita para todas estas prácticas, no podrás leer ninguna. Sólo se te dirá que la tradición las instituyó, la costumbre las confirmó, la fe las observa... 47.

El cristianismo proclama la igualdad de todos los hombres

El nombre de Cristo se extiende por todas partes, es creído por todas partes, es honrado por todos los pueblos, reina por doquier, es adorado por todos, es concedido a todos en todas partes por igual. Cristo no concede privilegios al rey, no acoge con menos gusto al bárbaro, no juzga los méritos del hombre según su rango social o su linaje. Él es igualmente de todos, rey de todos, juez de todos, Dios y Señor de todos... 48.

La naturaleza es en todas partes la misma. No es sólo para los latinos y los griegos que el alma desciende del cielo. En todos los pueblos el hombre es el mismo. Tienen nombres diferentes, pero tienen una alma igual. La palabra es distinta, pero el Espíritu es el mismo. Los sonidos son distintos, y cada pueblo tiene su propia lengua, pero los elementos del lenguaje son comunes. Dios está en todas partes; la bondad de Dios está en todas partes, los demonios están en todas partes, y en todas partes se encuentra la maldición de los demonios. En todas partes se invoca el juicio de Dios, en todas partes está la muerte, en todas partes el temor de la muerte. En todas partes no hay más que un único testimonio... 49.

No se puede imponer ninguna religión determinada.

...Uno puede adorar a Dios, y otro a Júpiter. Uno puede tender sus manos suplicantes al cielo, y otro al altar de su fe. Otros, si parece, pueden orar contando las nubes, y otros, a su vez, los charcos. Uno puede ofrecer a Dios su alma, y otro la de un macho cabrío. Porque habéis de tener buen cuidado de que no cometáis un crimen contra la religión si quitáis a los hombres la libertad de la religión y les impedís que elijan libremente su divinidad, no permitiéndome que yo honre al que quiero honrar, y forzándome a honrar al que no quiero honrar. Nadie, ni siquiera los hombres, quieren ser honrados por quien lo hace forzado 50.

Es un derecho del hombre, un privilegio de la naturaleza, el que cada cual pueda practicar la religión según sus propias convicciones: la religión de uno no daña ni ayuda a otro... y ciertamente no es propio de la religión el obligar a la religión 51.

Es fácil de ver que sería injusto forzar a hombres libres a ofrecer sacrificios contra su voluntad cuando, por otra parte, se prescribe que todo acto de culto ha de hacerse con voluntad sincera. Se consideraría cosa inepta que otro fuerce a uno a honrar a los dioses cuando en realidad uno espontáneamente y por su propio interés ha de buscar aplacarlos... 52.

Los cristianos y el servicio militar

Se ha suscitado ahora la cuestión acerca de si un creyente puede dedicarse al servicio militar, y si un militar puede ser admitido a la fe, incluidos los simples soldados y aquellos de grado inferior que no se ven obligados a ofrecer sacrificios y a administrar la pena de muerte. No hay compatibilidad entre el "sacramentum" divino y el humano, entre la bandera de Cristo y la del demonio, entre el campo de la luz y el de las tinieblas. No puede una alma estar bajo dos obligaciones, la de Dios y la del César... Y aunque los soldados se presentaron a Juan y recibieron de él normas de conducta, aunque el centurión creyó, más adelante el Señor, al desarmar a Pedro desarmó a todo soldado. No nos está permitido a nosotros ningún modo de vida que lleva implicados actos ilícitos... 53.

En cambio en otros escritos:.

Nos embarcamos igual que vosotros, servimos en el ejército como vosotros, cultivamos la tierra con vosotros... 54.

Marco Aurelio en sus cartas da testimonio de que en una famosa ocasión fue vencida una sequía en Germania gracias a las oraciones de los cristianos que a la sazón servían en el ejército... 55.

Llenamos todos vuestros lugares: las ciudades, las islas, los pueblos, las aldeas, los mercados, los campamentos militares...56.

El porqué de la persecución.

Parece que la persecución proviene del demonio, que es el que mueve la iniquidad de la que resulta la persecución. Pero debemos saber que la persecución no se da sin la iniquidad del demonio, pero tampoco la prueba de la fe sin la persecución. Y a causa de esta probación de la fe, la persecución no se explica adecuadamente como efecto de aquella irreductible iniquidad, sino como instrumento. Porque la voluntad de Dios de probar la fe es lo primero y es la causa de la persecución: y luego viene la iniquidad del diablo, que es instrumento de la persecución y causa inmediata de la prueba... La iniquidad del diablo es utilizada para poner a prueba la justicia y confundir a la iniquidad. Por tanto, en cuanto es instrumento, la iniquidad no es libre, sino que hace una función de servicio.

Porque la persecución es un acto libre de Dios que quiere probar la fe, y se sirve de la iniquidad del diablo para llevarla a cabo. Por esto decimos, si acaso, que la persecución viene por el diablo, pero no viene del diablo. Nada puede el diablo contra los siervos del Dios vivo, si no es por permisión de Dios, el cual, o quiere destruir al diablo por medio de la fe de los elegidos que sale victoriosa en la tentación, o quiere mostrar que son del diablo aquellos que se pasan a sus filas. Así, tienes el ejemplo de Job, a quien el diablo no hubiera podido atacar con tentación alguna si no hubiera recibido la permisión de Dios... Y de la misma manera el diablo hubo de pedir permiso para tentar a los apóstoles...pues el Señor dice a Pedro en el evangelio: "Mirad que Satanás ha pedido cribaros como el trigo: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe" (Lc 22, 31); es decir, que no se permitirá al diablo llegar hasta tal extremo que su fe fuese puesta en peligro. Con esto queda patente que en las manos de Dios están ambas cosas: el poder de sacudir la fe y el de protegerla, pues ambas cosas se piden a Dios: el diablo pide poder sacudirla, y el Hijo pide poder protegerla... Cuando decimos al Padre: "No nos dejes caer en la tentación", profesamos que ésta viene de él, pues a él le pedimos que nos libre de ella... Ni siquiera sobre aquel rebaño de cerdos tuvo la legión del diablo poder alguno hasta que no lo consiguió de Dios: mucho menos tiene poder sobre los que son ovejas de Dios.

Me atrevo a decir que hasta los pelos de aquellos cerdos tenía Dios contados: mucho más los cabellos de sus santos. Si el diablo parece tener algún poder propio, será si acaso sobre aquellos que ya no son de Dios, las naciones que el Señor de una vez ha reputado como "gota de un pozal, polvo de la era y salivazo" (Is 40, 15, en LXX). Por esta razón los ha dejado ya Dios a disposición del demonio, como una especie de cosa de nadie. Pero contra los que son de la casa de Dios, nada puede el demonio de su propio poder; y cuando este poder le es concedido, los ejemplos consignados en las Escrituras muestran las causas de ello, a saber, o para someter a uno a una prueba (como en Job)... o para reprobar a un pecador, como se da autoridad al verdugo para el castigo (como en el caso de Saúl), o para mantener en vereda, como el Apóstol dice que le fue dado como estimulo un ángel de Satanás que le abofeteara (2Co 12, 7)... Todo esto nos acontece particularmente en las persecuciones, porque entonces somos particularmente probados o rechazados, y tenemos particular ocasión de humillación o de enmienda... 57.

El cristiano y las riquezas.

Si alguien se encuentra excitado por la pérdida de los bienes de fortuna, le aconsejamos con múltiples lugares de la sagrada Escritura a despreciar el siglo. No puede encontrarse mejor exhortación al desprendimiento de las riquezas que el ejemplo de Jesucristo, que no poseyó ningún bien temporal. Siempre defendió a los pobres y condenó a los ricos. Inspirándonos el despego de los bienes de este mundo, nos exhorta a la paciencia, demostrándonos que si despreciamos las riquezas no debe apurarnos que las perdamos. De ninguna manera hemos de apetecerlas, pues el Señor no estuvo apegado a ellas, y si disminuyen o llegamos a perderlas totalmente, hemos de soportarlo con paz.

La avaricia no consiste sólo en la concupiscencia de lo ajeno. aun lo que nos parece ser nuestro es en realidad ajeno, ya que nada es nuestro, sino que todas las cosas son de Dios a quien pertenecen aún nuestras personas. Si por haber sufrido alguna pérdida caemos en impaciencia, doliéndonos de haber perdido lo que en realidad no es nuestro, mostramos con ello que no estamos libres aún de la avaricia. Amamos lo ajeno, cuando soportamos difícilmente la pérdida de lo ajeno. Quien se deja llevar de la impaciencia, anteponiendo los bienes terrenos a los celestiales, peca directamente contra Dios, pues aniquila el espíritu que recibió de Dios entregándose a los bienes de este siglo.

Si alguno lleva mal el verse privado por el hurto, la violencia y aún la pereza, de una pequeña parte de lo que posee ¿podrá esperarse de él que se desprenda de parte de sus bienes para hacer limosnas? Quien no aguanta el ser amputado por otro, ¿tendrá valor para amputarse él a sí mismo? La paciencia en la pérdida de nuestras riquezas es un buen ejercicio para acostumbrarnos a su distribución y comunicación. No le duele dar a quien no teme perder. El que tiene dos túnicas, ¿cómo puede estar dispuesto a dar una de ellas al desnudo, si no está dispuesto a dar también la capa al que le quite la túnica?... Es propio de los gentiles el impacientarse por los daños materiales, pues ellos ciertamente anteponen el dinero a su alma. Así lo demuestran cuando por la ambición del lucro afrontan los peligros del mar, cuando por el deseo de enriquecerse no dudan en tomar la defensa en el foro de las causas indefendibles... Nosotros, en cambio, hemos de seguir un camino muy distinto: hemos de estar dispuestos a sacrificar, no el alma por el dinero, sino el dinero por el alma: ya voluntariamente con la limosna, ya pacientemente cuando nos sea arrebatado... 58.

Escatología

El alma recibe premio o castigo aún antes de la resurrección. El purgatorio

Es muy conveniente que el alma, sin esperar a (la resurrección de) la carne, sufra castigo por lo que haya cometido sin la complicidad de la carne. E igualmente es justo que en recompensa de los buenos y santos pensamientos que haya tenido sin cooperación de la carne, reciba también consuelos sin la carne. Más aún, las mismas obras realizadas con la carne, es ella la primera en concebirlas, disponerlas, ordenarlas y ponerlas en acto... Por consiguiente, es conveniente que la sustancia que ha sido la primera en merecer la recompensa sea también la primera en recibirla. En una palabra, ya que por aquel calabozo de que nos habla el Evangelio entendemos el infierno (cf. Mt 5, 25), en el que "hay que pagar hasta el último céntimo de la deuda", hemos de entender que en este mismo lugar hay que purificarse de las faltas más ligeras, en el intervalo de tiempo que precede a la resurrección; y nadie ha de poner en duda que el alma puede recibir ya algún castigo en el infierno, sin perjuicio de la plenitud de la resurrección, en la que recibirá su merecido juntamente con la carne 59.

El reino milenario final

Confesamos que nos ha sido prometido un reino aquí abajo aún antes de ir al cielo, pero en otra condición de cosas. Este reino no vendrá sino después de la resurrección, y durará mil años en la ciudad de Jerusalén que ha de ser construida por Dios. Afirmamos que Dios la destina a recibir a los santos después de su resurrección, para darles un descanso con abundancia de todos los bienes espirituales, en compensación de los bienes que hayamos menospreciado o perdido acá abajo. Porque realmente es digno de él y conforme a su justicia que sus servidores encuentren la felicidad en los mismos lugares en los que sufrieron antes por su nombre. He aquí el proceso del reino celestial: después de mil años, durante los cuales se terminará la resurrección de los santos, que tendrá lugar con mayor o menor rapidez según hayan sida pocos o muchos sus méritos, seguirá la destrucción del mundo y la conflagración de todas las cosas. Entonces vendrá el juicio, y cambiados en un abrir y cerrar de ojos en sustancia angélica, es decir, revistiéndonos de un manto de incorruptibilidad, seremos transportados al reino celestial 60.

Fraternidad

¡Mirad cómo se aman! (Apologético 39)

Habiendo refutado las perversidades que se atribuyen [al cristianismo], mostraré ahora sus excelencias. Somos un cuerpo unido por una común profesión religiosa, por una disciplina divina y por una comunión de esperanza. Nos reunimos en asamblea o congregación con el fin de recurrir a Dios como una fuerza organizada. Esta fuerza es agradable a Dios. Oramos hasta por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por el bienestar temporal, por la paz general (...).

Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas, como si con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando desea. En esto no hay coacción alguna, sino que las aportaciones son voluntarias, y constituyen como un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, bebidas, o en despilfarros mundanos, sino en alimentar o enterrar a los pobres; en ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus padres y sus fortunas, a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, a los que trabajan en las minas o están desterrados en islas o prisiones. Éstos reciben pensión a causa de su fe, si sufren como seguidores de Dios.

Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí. Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos hermanos lo toman como una infamia, sólo porque entre ellos, a mi entender, todo nombre de parentesco se usa con falsedad afectada. Sin embargo, somos incluso hermanos vuestros en cuanto hijos de una misma naturaleza, aunque vosotros seáis poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo seno de ignorancia salieron a una misma luz de verdad (...), los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, los que no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa en que los demás practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio (...).

¿Qué tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite? Digo esto, porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas, diciendo que son no sólo infames y criminales, sino también opíparas 1 (...). Pero su mismo nombre muestra lo que son nuestras cenas, pues se llaman ágapes, que en griego significa amor. En ellas, todo se gasta en nombre y en beneficio de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los indigentes de toda suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros (...). Considerad el orden que en ellas se sigue, para que veáis su carácter religioso: no se admite nada vil o contrario a la templanza. Nadie se sienta a la mesa sin haber antes gustado una oración a Dios. Se alimentan teniendo presente que incluso durante la noche han de adorar a Dios, y hablan teniendo presente que les oye su Señor (...).

El convite termina con la oración, como comenzó. De allí nos alejamos, no para unirnos a grupos de bandidos, ni para andar vagabundeando, ni para cometer obscenidades, sino en busca del mismo cuidado de la modestia y de la pureza, como quienes han cenado más disciplina que alimento.

Por qué confesar los pecados

(Sobre la penitencia VIII, 4-X)

¿Qué pretenden las parábolas del Evangelio? ¿Qué nos enseñan? Una mujer perdió una dracma, e inmediatamente se puso a buscarla; en cuanto la encontró, invitó a sus amigas para que se alegraran con ella. ¿No es como la imagen de un pecador que vuelve a la gracia divina? Se extravía la oveja de un pastor, y el rebaño entero no le es más querido que esa única oveja: sale en su busca, la prefiere sobre todas las demás y, cuando la encuentra, la conduce al aprisco llevándola sobre sus hombros, porque estaba rendida de tanto errar.

Recordaré también a aquel padre bueno y paciente que recibe a su hijo pródigo, y lo acoge con cariño a pesar de que el muchacho, con su despilfarro, se arruinó. Pero estaba arrepentido, y el padre mata un ternero cebado y, con la alegría de un convite, da rienda suelta a su gozo. ¿Por qué? Porque había recuperado al hijo perdido. Lo sentía dentro de sí mismo como la prenda más querida, precisamente porque lo había vuelta a ganar.

¿Quién es para nosotros ese padre? Dios mismo. Nadie es tan padre nuestro como El, nadie manifiesta tanta piedad hacia nosotros. Él te acogerá como hijo suyo, aun cuando hayas dilapidado a manos llenas todo lo que habías recibido. Aunque vuelvas desnudo, te recibirá, precisamente porque has vuelto. Y sentirá más alegría con tu retorno que con el buen comportamiento de su otro hijo. A condición, claro está, de que tu arrepentimiento sea sincero: es decir, de que proceda de lo íntimo de tu corazón; de que estés dispuesto a reconocer el hambre que te aflige y la abundancia de que gozan alegremente los siervos de tu padre. A condición de que abandones la piara inmunda de puercos, vuelvas a tu padre y –aunque él se sienta justamente indignado– le digas: he pecado, padre mío; ya no merezco ser llamado hijo tuyo. El reconocimiento de las propias culpas levanta y ennoblece al pecador, mientras el que intenta disimularlas, las agrava. En la confesión de los pecados se halla implícito el reconocimiento de las faltas y la verdadera contrición; si las disimulas, es señal de obstinación culpable.

El procedimiento para beneficiarse de este segundo perdón es más difícil que el del primero, que se obtiene en el Bautismo. Las pruebas que han de ofrecerse son más exigentes. No basta ya hacer un íntimo examen de conciencia; es preciso expresar el arrepentimiento con un rito claro y manifiesto. Este rito en griego se llama exomologesis, y consiste en confesar sinceramente al Señor las culpas que hemos cometido; no porque Él las ignore, sino porque declarándolas se satisface a la justicia divina. De la confesión oral procede la penitencia, y la penitencia mitiga la justa ira del Señor hacia el que ha pecado.

La exomologesis [rito de la Penitencia] comprende todo el proceso por el que el hombre se abate y se humilla ante la majestad de Dios, hasta el punto de conducirse de modo capaz de atraer sobre sí la piedad y misericordia divinas (...). Se propone avalorar las oraciones que dirigimos al Señor, con la aspereza del ayuno; removerse con lágrimas día y noche; invocar a Dios con todo el ardor de nuestra fe; arrodillarse a los pies del sacerdote... La Penitencia levanta al hombre precisamente cuando lo abate y lo postra en tierra; lo ilumina con una luz resplandeciente, cuando le mueve a reconocerse pobre y desvalido; lo justifica cuando le acusa; lo absuelve cuando le condena. Créeme: cuanto más severo seas contigo mismo, más perdonará y excusará Dios tus culpas. Sin embargo, estoy persuadido de que muchos evitan o difieren de un día para otro la Penitencia, como si este rito les pusiese en evidencia delante de los demás. De este modo demuestran que les preocupa más la estima de los hombres que la propia salvación. Se les puede comparar al enfermo que contrae un mal vergonzante y, movido por un falso pudor, evita que el médico conozca su verdadero estado, y acaba muriendo (...). Pero, dime, tú que muestras ahora tanto recato y tanta vergüenza: cuando se trataba de pecar tenías la frente alta y soberbia, y ahora, cuando es momento de calmar la justa indignación del Señor, ¿tiemblas? No reconozco ningún mérito ni al pudor ni a la timidez, si produce más daño que beneficio. Y es precisamente este falso sentido del pudor el que mueve a algunos hombres como a pensar: no te preocupes; es mejor que me pierda yo, con tal de que mi estimación quede a salvo.

Es verdad que, al reconocer las propias culpas, podría uno exponerse a un grave riesgo, si, por ejemplo, lo hiciese ante una persona pronta a insultarnos o a burlarse de nosotros, o cuando alguien esperase la ruina del otro para levantarse sobre la desgracia ajena, pisoteando lo que ya está caído. Pero estas cosas no pueden suceder entre hermanos, entre quienes participan de una misma esperanza, entre los que tienen de común el temor y la alegría, el dolor y los sentimientos. Si todos poseen un mismo espíritu, que procede del mismo Dios y Padre, ¿por qué te crees diferente de ellos?, ¿por qué huyes de los que están sujetos, igual que tú, a las mismas caídas y errores, como si ellos fuesen espectadores de tus luchas, prontos sólo al aplauso, y no en cambio gente muy cercana a ti, compañeros de tus mismas fatigas?.

El cuerpo no permanece impasible ante el sufrimiento de uno de sus miembros; necesariamente se duele con él, y busca un remedio. Allí donde están uno o dos fieles, allí se encuentra la Iglesia, y la Iglesia se identifica con Cristo. Por eso, cuando tú tiendes las manos hacia tu hermano, estás tocando a Cristo, estás abrazando a Cristo, estás implorando a Cristo. Y cuando tus hermanos derraman lágrimas por ti, es Cristo quien sufre, es Cristo quien por ti suplica a su Padre, obteniendo fácilmente lo que como Hijo pide.

Vamos a decirlo francamente: si conservas ocultos tus pecados, ¿piensas obtener un gran beneficio?, ¿crees acaso que quedará a salvo tu honorabilidad? No. Aunque logremos ocultar nuestras faltas, en cuanto esto es posible al hombre, no las podremos esconder a los ojos de Dios. ¿Y vamos a comparar la estima de los hombres con la certeza de que Dios conoce nuestros pecados? ¿Qué es preferible: condenarse, ocultando las miserias a los ojos humanos, o reconocer sinceramente nuestras propias culpas?.

Alguno podrá decir: ¡pero es muy costoso admitir los propios pecados, y confesarlos! Sí, pero del reconocimiento de la enfermedad procede la curación. Por otra parte, cuando se trata de arrepentirse, no hay que hablar tanto de lo que cuesta, sino de la luz y la salvación que ese acto de penitencia consigue para nuestro espíritu. Es muy doloroso, par ejemplo, ser quemado con un cauterio, o experimentar la acción de algunas medicinas; sin embargo, todos estos remedios se usan, aunque nuestro pobre cuerpo padezca, y su acción dolorosa se justifica en orden a la curación de la enfermedad. Cualquiera acepta de buen grado el mal presente, con la esperanza de un bien mayor de que gozaremos en un momento futuro.

Oración

La eficacia de la oración (Sobre la oración, 28-29)

Esta es la hostia espiritual que destruyó los antiguos sacrificios. ¿A mí qué la muchedumbre de vuestros sacrificios?, dijo. Harto estoy de los holocaustos de carneros y de la grasa de corderos; no quiero sangre de toros ni de machos cabríos. ¿Quién ha pedido esto a vuestras manos? (Is 1, 11). Lo que ha exigido Dios, lo enseña el Evangelio. Vendrá la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, dijo. Pues Dios es espíritu (Jn 4, 23 ss) y, por consiguiente, exige adoradores de ese tipo.

Nosotros somos verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, que al orar con el espíritu, sacrificamos con el espíritu la oración como hostia propia y aceptable a Dios, es decir, la que exigió y proveyó para sí. Ésta, ofrecida de todo corazón, apacentada por la fe, cuidada por la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada por la caridad, debemos conducirla al altar de Dios con la pompa de las buenas obras, entre salmos e himnos, para que impetre de Dios todo lo que conviene.

¿Qué negará Dios a la oración que proviene del espíritu y de la verdad, si es Él quien la exige? Leemos y oímos y creemos: ¡cuántas pruebas de su eficacia! La antigua oración ciertamente libraba de los fuegos, de las bestias y del hambre; sin embargo, no había recibido de Cristo la forma. Pues ¡con cuánta más eficacia opera la oración cristiana! No coloca al ángel del rocío en medio de llamas, ni obstruye la boca a los leones, ni proporciona la comida de los campesinos a los hambrientos, no desvía ninguna sensación de las pasiones aun cuando se haya concedido la gracia, sino que instruye a los que padecen, sienten y se duelen con sufrimientos, y con la virtud amplía la gracia para que la fe, al comprender por qué se sufre en nombre de Dios, sepa qué es lo que se consigue del Señor.

Pero también antes la oración imponía plagas, dispersaba ejércitos enemigos, impedía la utilidad de las lluvias. Ahora, en cambio, la oración aleja toda la ira de la justicia de Dios, está alerta por los enemigos, suplica por los peregrinos. ¿Qué tiene de admirable que sepa alejar aguas celestes la que también fue capaz de impetrar fuegos? Sólo la oración vence a Dios; pero Cristo quiso que ella no obrara nada malo y le confirió toda la fuerza del bien. Así, pues, ella no sabe nada más que alejar las almas de los difuntos del camino mismo de la muerte, corregir a los débiles, curar a los enfermos, expiar a los endemoniados, abrir las cerraduras de la cárcel, desatar las cadenas de los inocentes. Ella misma disminuye los delitos, repele las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, deleita a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las agitaciones, obstaculiza a los ladrones, alimenta a los pobres, gobierna a los ricos, levanta a los caídos, apoya a los que se están cayendo, sostiene a los que están en pie.

La oración es el muro de la fe, nuestras armas y nuestras lanzas contra el enemigo que nos observa por todas partes. Por tanto, nunca caminemos inermes. De día acordémonos de la guardia; por la noche, de la vigilia. Bajo las armas de la oración custodiemos el estandarte de nuestro emperador; esperemos la trompeta de los ángeles con la oración. Oran también todos los ángeles, ora toda criatura, oran y doblan las rodillas los ganados y las fieras y, saliendo de los establos y grutas, miran hacia el cielo no con ociosa boca, haciendo vibrar su aliento según su costumbre. También las aves entonces, levantándose, se erigen hacia el cielo y abren la cruz de sus alas en vez de las manos y dicen algo que parece oración.

¿Qué más se puede decir del deber de la oración? También oró el Señor mismo, para quien sea el honor y la virtud en los siglos de los siglos.

Felicidad del matrimonio cristiano

(A la mujer, 9)

¿Cómo podré expresar la felicidad de aquel matrimonio que ha sido contraído ante la Iglesia, reforzado por la oblación eucarística, sellado por la bendición, anunciado por los ángeles y ratificado por el Padre? Porque, en efecto, tampoco en la tierra los hijos se casan recta y justamente sin el consentimiento del padre. ¡Qué yugo el que une a dos fieles en una sola esperanza, en la misma observancia, en idéntica servidumbre! Son como hermanos y colaboradores, no hay distinción entre carne y espíritu. Más aún, son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos rezan, juntos se arrodillan, juntos practican el ayuno. Uno enseña al otro, uno honra al otro, uno sostiene al otro.

Unidos en la Iglesia de Dios, se encuentran también unidos en el banquete divino, unidos en las angustias, en las persecuciones, en los gozos. Ninguno tiene secretos con el otro, ninguno esquiva al otro, ninguno es gravoso para el otro. Libremente hacen visitas a los necesitados y sostienen a los indigentes. Las limosnas que reparten, no les son reprochadas por el otro; los sacrificios que cumplen no se les echan en cara, ni se les ponen dificultades para servir a Dios cada día con diligencia. No hacen furtivamente la señal de la cruz, ni las acciones de gracias son temerosas ni las bendiciones han de permanecer mudas. El canto de los salmos y de los himnos resuena a dos voces, y los dos entablan una competencia para cantar mejor a su Dios. Al ver y oír esto, Cristo se llena de gozo y envía sobre ellos su paz.

De patientia

Importancia de la paciencia

Confieso a Dios, mi Señor, que temo no poco por mí y quizás sea desvergüenza el que yo me atreva a escribir acerca de la paciencia. De ninguna manera soy capaz, como hombre carente de todo bien. Porque cuando es necesario demostrar e inculcar alguna cosa, entonces se buscan personas competentes que con anterioridad la hayan tratado y con decisión dirigido para poderla recomendar con aquella autoridad que procede de la propia conducta; sin que sus enseñanzas tengan que avergonzarse por falta de los propios ejemplos.

¡Ojalá que esta vergüenza trajese el remedio: de modo que la misma vergüenza de carecer de la que enseñamos a los otros, se convirtiera en maestra de lo que decimos! Con todo, hay algún tipo de bienes y también de males, de tan imponderable magnitud como la gracia de una inspiración divina. Porque lo que es sumo bien se halla al arbitrio de Dios, el cual por ser el único en poseerlo es también el único en dispensarlo, y esto a quien Él señala para conseguirlos a tolerarlos es indispensable dignarse hacerlo Por esta misma razón es de verdadero consuelo discurrir sobre aquello, de lo cual no podemos gozar; como los enfermos que faltándoles la salud, no terminan jamás de hablar de ella. Así yo –¡Oh miserable de mí! siempre consumido por la fiebre de mi impaciencia– para obtener esta virtud necesito suspirar y pedir y hablar de ella. Veo mi enfermedad y tengo presente que sin el socorro de la paciencia no se logra fácilmente la firmeza de la fe ni la buena salud de la doctrina cristiana. De tal modo Dios la antepuso, que sin ella nadie puede cumplir ningún precepto ni realizar ninguna obra grata al Señor.

Los mismos que viven como ciegos honran su excelencia proclamándola: virtud suma. Y aquellos filósofos paganos, que se atribuyen una animalesca sabiduría1, tanto la estiman que a pesar de hallarse, por muchos caprichos y envidias, divididos en sectas y opiniones, sin embargo tan sólo concuerdan con respecto a la paciencia, para cuyo estudio únicamente se ponen en paz. En ella están de acuerdo; en ella se unen, y de modo unánime se empeñan en fingir que la poseen. Buscan ser estimados por sabios, simulando ser pacientes. ¡Grande alabanza de ella es, el que se hagan merecedoras de honra y glorias sabios tan vanos! O quizás, ¿no será afrentoso que cosa tan divina se la revuelva con tales falacias? Véanlo ellos. Quizás dentro de poco tendrán que avergonzarse de que su sabihondez sea destruida con este mundo.

Paciencia de dios con los hombres

A nosotros la obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia humana, asombrada de la resignación canina, sino de la divina ordenación de una enseñanza viva y celestial, que nos muestra al mismo Dios como dechado de esta virtud 2. Pues desde el principio del mundo Él derrama por igual el rocío de su luz sobre justos y pecadores. Estableció los beneficios de las estaciones, el servicio de los elementos y la rica fecundidad de la naturaleza tanto para los merecedores como para los indignos. Soporta a pueblos ingratísimos, adoradores de muñecos y de las obras de sus manos; y que persiguen su nombre y a su familia 3. Su paciencia aguanta constantemente la lujuria, la avaricia, la iniquidad insolente, a tal punto que, por esta causa, la mayoría no cree en Él porque jamás lo ven castigando al mundo.

Paciencia de Cristo

Estas manifestaciones de la sabiduría divina podr parecer como cosa tal vez demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia que tan claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para ser tocada con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de una mujer y allí esperó; nacido, no se apuró en crecer; y adulto, no buscó ser conocido; más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue bautizado, y rechaza los ataques del tentador con sólo palabras4. De rey se hace maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación, buen conocedor de la paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. "No discute ni reclama; nadie lo oyó gritar en las plazas, no rompió la caña cascada ni apagó la mecha que humeaba." (Is 42, 2-3.)5 No había mentido el profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; de ninguno rechazó ni la mesa ni la casa. Él mismo sirvió el agua para lavar los pies de sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se disgustó contra aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer sentir a tan afrentosa gente el fuego del cielo (Lc 9, 52-56). Sanó a los ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto pudiera parecer poco, todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo Y cuando fue entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse, como cordero abandonado a la voluntad del esquilador. Y El que si hubiese querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos. (Mt 26, 51-53.) Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y diole satisfacción a quien Él no había injuriado, restituyéndole la salud por medio de la paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue crucificado porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su muerte fuese afrentada con tantos ultrajes? No; pero se le escupió, se le flageló, se le escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de las más horrorosas espinas.

Oh maravillosa y fiel equidistancia! Él, que había propuesto ocultar su divinidbajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la impaciencia humana. ¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh fariseos! deberíais haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó una paciencia semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa para que la gente rehúse la fe; pero para nosotros es precisamente su fundamento, y su razón; y tan suficientemente clara que no sólo creemos movidos por las enseñanzas del Señor sino también por los padecimientos que soportó. Para los que gozamos del don de la fe, estos padecimientos prueban que la paciencia es algo natural de Dios, efecto y excelencia de alguna cualidad divinas6.

Paciente sumisión a Dios

Ahora bien, si observamos que son los mejores siervos, los que soportan con buena voluntad el humor de su amo y lo sirven para merecer un premio que es fruto de su dedicación y de su complaciente sumisión, ¿cuánto más no debemos nosotros estar solícitos en el servicio del Señor, siendo servidores de un Dios vivo, cuyo juicio no tiene por castigo grillos de esclavitud, ni como premios gorros de libertad, sino penas o dichas eternas? 7.

Evitemos por tanto, su severidad, y ganémonos su liberalidad sirviéndole con tanto mayor empeño cuanto más grande es el castigo con que amenaza y mayor el galardón que promete. Nosotros exigimos que nos sirvan no tan sólo los criados y aquellas otras personas que por algún derecho nuestro nos están obligadas, sino también los mismos animales domésticos y aún todas las bestias, porque entendemos que Dios las ha destinado y sometido a nuestro uso, y hasta parece que supiesen que deben obecedernos; y ¿será posible entonces que siendo tan buenos servidores nuestros los que Dios nos ha sometido, nosotros dudemos luego en obedecerle a El, Señor universal, de quien somos súbditos? ¡Cuánta injusticia y cuánta ingratitud! No es posible que la obediencia que se nos guarda por bondad de Dios, luego se la neguemos a Él nosotros mismos.

No he de insistir sobre esta nuestra obligación de obedecer a un Señor que es Dios; bastará que uno la reconozca para que luego sepa cuál sea su deber para con Él. Pero no ha de creerse, sin embargo, que la obediencia sea cosa extraña a la paciencia, pues aquélla nace de ésta. Jamás un impaciente puede ser obsequioso; como tampoco un paciente puede resultar desagradable. Por consiguiente, ¿cómo no vamos a discurrir intensamente acerca de la excelencia de una virtud que el mismo Señor, Dios conocedor y apreciador de todo lo bueno, ostentola en su misma persona? ¿Y quién puede dudar que un bien de Dios no debe ser apreciado con todas las fuerzas por aquellos que son de Dios? En esto, como en un compendio de su valor y defensa, se funda la alabanza y la recomendación de la paciencia.

Origen y males de la impaciencia

Proseguiremos pues, en nuestra disertación ya que no es simple ocio, sino más bien de utilidad el que se traten argumentos fundamentales para la fe. La locuacidad, aun cuando sea vituperable casi siempre, no lo es si se entretiene con temas edificantes. Ahora bien, cuando se investiga sobre alguna cosa buena, el método exige que se estudie también lo que le es opuesto, porque de esta manera se verá más claro lo que deba seguirse y, por consiguiente, más preciso lo que deba evitarse. Tratemos ahora pues, de la impaciencia.

Así como la paciencia se halla en Dios, así la impaciencia, su enemiga, es concebida y nace de nuestro enemigo. Con semejante origen queda patente cuán directamente la impaciencia es contraria a la fe. Porque lo concebido por el enemigo de Dios, en nada puede ser favorable a las cosas de Dios; y este mismo antagonismo sirve no sólo entre las obras sino también entre sus autores.

Y siendo Dios óptimo y el diablo por el contrario, pésimo; se deduce que por esta oposición esencial no pueden ser entre sí indiferentes; porque es imposible imaginarnos que algún bien nazca del mal. como tampoco que algún mal se origine del bien. Por consiguiente, yo descubro los principios de la impaciencia en el mismo diablo al no soportar con paciencia que Dios sometiese la creación entera al que era su imagen, es decir al hombre (Gn lll). Porque, en efecto, no se hubiera dolido si lo hubiese soportado, ni hubiera envidiado al hombre si no se hubiese dolido. Por esto engañó, porque envidiaba; y envidiaba porque le dolía; y le dolía por impaciente 8. No me preocupa averiguar si este ángel de perdición haya sido primero malo o impaciente, siendo evidente que la impaciencia nace con la maldad y la maldad viene de la impaciencia; y luego, coligadas entre sí e indisolubles, crecen en el regazo mismo de su padre. Y como éste ya desde el principio conocía por dónde entraba el pecado, e instruido por propia experiencia sobre lo que más ayuda a delinquir, llamó a la impaciencia en su ayuda para poder arrojar el hombre al crimen.

No puede tachárseme de temerario si afirmo que cuando la mujer se le acercó, en ese mismo instante se le inoculó la impaciencia por el aire mismo de la conversación con el diablo; de tal manera que nunca jamás pecara si con paciencia hubiese respetado la divina prohibición. Después, no soportando ella sola su caída, impaciente por hablar, acércase a a Adán –que no siendo todavía su marido no tenía obligación de atenderla 9– y así lo convierte en transmisor de una culpa que ella había sacado del mal. De este modo perece Adán por la impaciencia de Eva. Luego perece él mismo por culpa de su propia impaciencia, pues, en cuanto al mandato divino, no lo guardó; y en cuanto a la tentación diabólica, no la rechazó. Así, donde nació el delito, surgió la primera sentencia; y cuando comenzó el pecado del hombre, entonces aparece la justicia de Dios. Además, con la primera indignación de Dios, revélase también su primera paciencia, pues suavizó la violencia del castigo maldiciendo tan sólo al diablo.

Y fuera de este delito de impaciencia, ¿qué otro crimen había cometido el primer hombre? Era inocente, íntimo de Dios, moraba en el Paraíso; pero no bien cedió a la impaciencia, pierde la sabiduría divina y la capacidad de gozar de los bienes celestiales. Desde entonces es condenado a trabajar la tierra; y desterrado de la presencia de Dios comenzó a ser dominado fácilmente por la impaciencia, y así por todo lo demás, con que luego seguiría ofendiendo a Dios; porque no bien fue concebido este germen diabólico y fecundado por la maldad, procreó una hija, la ira, que ya nació amaestrada en toda clase de maldades. De este modo la impaciencia que había sumergido a Adán y a Eva en la muerte, también enseñó a su hijo Caín cómo ser homicida (Gn 4, 1-14).

En vano atribuiría yo todo esto a la impaciencia, si Caín –el primer homicida y primer fratricida– hubiese soportado pacientemente el justo rechazo de sus ofrendas, si no hubiese encolerizado contra su hermano, si finalmente a nadie hubiese matado. Porque ciertamente sin ira no habría matado, ni sin impaciencia se hubiese airado: lo cual prueba que la ira realizó lo que la impaciencia había planeado. Éstos son en verdad los principios de la impaciencia, todavía niña, aún en la cuna. Después, ¡cuánto horror con su rápido crecimiento! Porque si la impaciencia fue la primera en delinquir, se sigue que ella no sólo fue la primera sino también la única madre de todos los delitos. Como de su fuente, arrancan de ella los distintos canales de toda clase de crímenes.

Ya hablé del homicidio. El primero de los cuales lo ejecutó la ira, sin embargo tanto éste como los demás pecados que siguieron después, tienen por causa y origen a la impaciencia. A quien comete homicidio –hágalo por enemistad o por robo– antes que el odio o la avaricia, lo impulsó la impaciencia. Ninguna violencia existe que no sea fruto maduro de la impaciencia. Quién se hubiera insinuado hasta el adulterio si no hubiese sido impacientado por la lujuria? ¿Qué empuja a las mujeres a la venta de su honestidad, sino la impaciencia de conseguir el precio de la propia explotación'? Y como éstos, todos los demás crímenes que son gravísimos ante Dios. Tanto es cierto, que en síntesis puede afirmarse: todo pecado ha de atribuirse a la impaciencia porque todo mal es impaciencia contra el bien.

En efecto, el impúdico se impacienta contra la honestidad; el perverso, contra la bondad; el impío, contra la piedad, y el revoltoso, contra la tranquilidad. A tal punto, que para hacerse malo basta no soportar el bien. ¿Cómo, pues, no va Dios, reprobador de malos, a ofenderse contra tal monstruo de pecados? ¿Acaso no es cosa clara que el mismo Israel pecó siempre contra Dios por impaciencia? ¿No fue por esto que, olvidándose del divino poder que lo sacara de Egipto, exige de Aarón dioses conductores ofreciendo, para la fabricación de un ídolo, la contribución de su oro? (Ex 32, 1-6). ¿Y acaso no tomó como impaciencia las tan necesarias demoras de Moisés, que hablaba con Dios? ¿No es este mismo pueblo que, después de la nutridora lluvia del maná, después de la seguidora agua de la piedra, todavía desespera del Señor y no puede tolerar la sed de tres días?.

Esta impaciencia le fue reprochada por Dios. No es necesario discurrir sobre cada uno de los demás casos, pues siempre pecaron por impaciencia. ¿Por qué maltrataron a los profetas, sino por la impaciencia de tener que oírlos? (Hch 7, 51-52, y Sb 2, 12-14). Aún al mismo Señor, ¿no fue por la impaciencia de tenerlo que ver? 10 ¡Se hubieran salvado de haber sido pacientes!.

La paciencia, crisol de la fe

Tan excelente es la paciencia que no sólo sigue a la fe sino que aún la precede (Gén. XV). En efecto, creyó Abraham a Dios, y Éste lo reputó por justo. Pero la paciencia probó su fe cuando le ordenó la inmolación de su hijo. Yo diría que no se probó su fe, sino que se lo destacó para modelo, porque bien conocía Dios a quien había aprobado por justo. Y no sólo escuchó pacientemente tan grave mandato, cuya realización hubiera desagradado al Señor, sino que lo hubiera ejecutado si Dios lo hubiese querido. ¡Con razón bienaventurado, porque fue fiel; con razón fiel, porque fue paciente! De este modo cuando la fe –gracias a una paciencia divina fue sembrada entre los pueblos por Cristo, descendiente de Abraham– colocó la gracia sobre la ley; para ampliar y cumplir la ley antepuso la paciencia como auxiliar, pues sólo ella era lo que faltaba a la enseñanza de la anterior justicia (Gál. III).

En efecto, antes se exigía "diente por diente y ojo por ojo", se daba mal por mal (Ex 21, 23-25 y Dt 19, 21), porque aún no había llegado a la tierra la paciencia, porque tampoco había llegado la fe. Entonces la impaciencia se gozaba de todas las oportunidades que le ofrecía la misma ley. Así acontecía antes que el Señor y Maestro de la paciencia, hubiese venido. Pero cuando hubo llegado, la paciencia unió la gracia a la fe; entonces ya no fue lícito herir ni siquiera con una palabra, ni tampoco tratar de fatuo sin correr el riesgo de ser juzgado 11. Vedada pues la ira, calmados los ánimos, dominado el atrevimiento de la mano, vaciado el veneno de la lengua, la ley consiguió mucho más que lo que perdía, conforme a las palabras de Cristo que dice: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen y orad por vuestros perseguidores para que podáis ser hijos del Padre Celestial" (Mt 5, 44). ¡Observa qué padre nos consiguió la paciencia! Por este capital precepto queda sancionada la universal doctrina de la paciencia, pues ni siquiera se permite tratar mal a los mismos que lo merecen.

La paciencia y los bienes temporales

Hemos ya tratado sobre las causas de la impaciencia, ahora veremos otras obligaciones según se vayan presentando. Si el ánimo se halla perturbado a causa de la pérdida de los bienes familiares, casi no hay enseñanza del Señor que no inculque el desprecio de las cosas mundanas. Nada inspira tanto menosprecio del dinero como pensar que al Señor no se le encuentra jamás entre ninguna clase de riquezas. Siempre ensalza a los pobres; y a los ricos los amenaza con la condenación.

Si ordena el desprecio de la opulencia, la adelanta en la paciencia la resignación, para que no se haga cuenta de unas riquezas que se tienen que perder. En consecuencia, lejos de nosotros apetecer algo que el Señor tampoco quiso, sino que hemos de soportar sin pena su disminución y aún su pérdida. El Espíritu del Señor, por medio del Apóstol, declaró: "La codicia es la raíz de todos los males" ( 1Tm 6, 10). Y esto lo interpretamos diciendo que no está la codicia tan sólo en el afán de lo ajeno, sino también en lo que parece ser nuestro; pues esto mismo es ajeno. Nada en verdad es nuestro, ni siquiera nosotros, por cuanto todo es de Dios. De consiguiente, ni resentidos por el daño sufrido, lo llevamos con impaciencia doliéndonos de la pérdida de algo que no era nuestro, entonces estamos cerca de ser víctimas de la codicia. Codiciamos lo ajeno cuando con amargura sufrimos la pérdida de lo que no era nuestro.

El que se impacienta por las pérdidas, antepone lo terreno a lo celestial y muy de cerca peca contra Dios, pues ultraja al Espíritu que de El hemos recibido, posponiéndolo a las cosas terrenales. Perdamos, por tanto, con gusto lo que es terreno y defendamos lo celestial. Es preferible perder todo lo de este mundo, si con ello nos enriquecemos de paciencia. El que no se halla dispuesto a soportar el menoscabo proveniente del robo o de la violencia, o quizás del propio descuido, ignoro con qué facilidad y buena gana pueda extender su mano para dar limosna. Porque, ¿acaso se herirá a sí mismo, quien de ninguna manera tolera ser herido por otro? El perder con paciencia enseña a dar con liberalidad. No lamenta ser generoso quien no teme la privación; porque de otra manera, "¿cómo el que tiene dos túnicas dará una al que no tiene? ¿cómo al que roba la túnica ofrecemos la capa?" (Mt 5, 40). Y "¿cómo nos fabricaremos amigos con las riquezas" (Lc 16, 9) si tanto las amamos que no soportamos perderlas?.

Nos perderemos con lo perdido. Porque, ¿encontraremos algo en este mundo que no debamos perder? 12 Es propio de los paganos mostrar impaciencia por cualquier pérdida, porque ellos estiman al dinero más que a sus almas. Esto se deduce por cuanto se los ve que, dominados por la avaricia de las ganancias, soportan los grandes peligros del mar; o cuando por avidez de dinero defienden en los tribunales causas que ni siquiera dudan que están perdidas; o se contratan para los juegos y se enganchan en el ejército como mercenarios; y cuando, finalmente, asaltan en los caminos como si fueran bestias 13. Empero, a nosotros, que tanto nos diferenciamos de ellos 14, nos conviene dejar no el alma por el dinero, sino el dinero por el alma; o sea, ser generosos en dar y pacientes en perder.

La paciencia enseña a soportar las injurias

Los que en esta vida llevamos no sólo el cuerpo sino la propia alma expuesta a la injuria de todos, y además hemos de sobrellevarlo todavía con paciencia, ¿nos vamos a sentir heridos por algún pequeño daño? ¡Lejos del siervo de Cristo una torpeza tal, como sería la que una paciencia ejercitada para afrontar pruebas muy grandes viniese luego a quebrarse delante de unas naderías! Por lo tanto, si alguno osase provocarte con su propia mano, hállese pronta la admonición del Señor, que dice: "AI que te hiriere en el rostro, ofrécele también la otra mejilla" (Mt 5, 39). Canse tu paciencia a la maldad, cuyo golpe ya sea de dolor como de afrenta, será frustrado y más gravemente contestado por el mismo Dios. Pues, más castigas al mal cuanto más lo soportas; y más castigado será por Aquel por quien los sufres.

Y si el veneno de una lengua reventase afrentándote o maldiciéndote, mira lo que fue dicho: "Cuando se os maldijere, gozaos" (Mt 5, 12). El mismo Señor ha sido maldecido en la ley, no obstante ser el único bendito (Dt 21, 23; Ga 3, 13). Por tanto, nosotros sus siervos, sigamos al Señor, y con paciencia soportemos el ser maldecidos para conseguir ser bendecidos. Y cuando con escasa moderación se diga algo insolente o mal en contra de mí, entonces sería necesario que yo respondiese con idéntica amargura o con un silencio lleno de impaciencia; pero si por haber sido maldecido tuviese que maldecir, ¿cómo me he de considerar seguidor de las enseñanzas del Señor, las cuales afirman que el hombre no se mancha con la suciedad de los vasos sino con lo que sale de su boca? (Mc 7, 15). Y además, ¿no hemos de dar cuenta de toda palabra vana y superflua? (Mt 12, 36). De todo lo cual se sigue que el Señor quiere apartarnos de ese mismo mal, que nos enseña a tolerar con paciencia cuando nos viene de otro.

Y ahora considera tú cuánta sea la ventaja de la paciencia; porque toda injuria –proceda de la lengua como de la mano– que intenta herirla se despunta con el mismo golpe, como dardo arrojado contra una piedra de inalterable dureza. Su intento, pues, es inútil e infructuoso; y todavía quizás con golpe de retorno se hiera el mismo que había arrojado la flecha. Luego, es evidente que el que desea herirte lo hace para que sufras, pues la ganancia del herido se mide por el dolor del herido. Por tanto, si inutilizas su ganancia no doliéndote, es él quien deberá sufrir al ver frustrado su deseo. Entonces tú, no sólo saliste ileso, que es lo que más importa, sino que además de verte libre del dolor, todavía gozarás por haber malogrado la intención de tu adversario. He aquí cuánta sea la utilidad y la ventaja de la paciencia.

La paciencia atempera el dolor ante la muerte

Ni siquiera esa especie de impaciencia que se origina de la pérdida de las personas allegadas, tiene excusa, aun cuando la defienda tan especial sentimiento de afecto. Hay que anteponerle el respeto debido a la intimación del Apóstol, que dice: "No os entristezcáis por la muerte de nadie, como los gentiles, que no tienen esperanza" (1Ts 4, 13). Y con razón. Si creemos en la resurrección de Cristo, creemos también en la nuestra, pues Él por nosotros murió y resucitó. Luego, constándonos la resurrección de los muertos, está demás el dolor por la muerte, y con mayor razón está demás la impaciencia de ese dolor. ¿Por qué, pues, te has de afligir si crees que no ha perecido? ¿Por qué has de llevar con impaciencia que se haya ido momentáneamente, el que crees que deba volver? Ausencia es lo que juzgas muerte. No se ha de llorar al que se nos adelante, sino tratar de alcanzarlo.

Sin embargo, este mismo deseo de alcanzarlo, también debe ser moderado por la paciencia. En efecto, ¿por qué has de sufrir con impaciencia la partida de aquel a quien pronto has de seguir'? Por lo demás, en estas cosas la impaciencia presagia mal de nuestra esperanza y es traición a nuestra fe. Asimismo ofendemos a Cristo cuando lloramos, como si fueran infelices, a los que fueron llamados por El. ¡Cuánto mejor expresa el deseo de los cristianos lo que dice el Apóstol: "Deseo ya ser recibido y estar con el Señor!" (Flp 1, 23) 15. Por lo tanto, si con impaciencia sufrimos por los que alcanzaron su descanso, mostramos no quererlos alcanzar.

La paciencia, enemiga de la venganza

Otro muy grande estímulo para la impaciencia es la pasión de la venganza, tanto la que se pone a defensora del honor como la que se comete por maldad. Esta clase de honra es siempre tan vana, como la maldad es siempre odiosa ante Dios. Y lo es muy especialmente en este caso en que uno, provocado por la maldad de otro, se constituye a si mismo en juez con el fin de ejecutar la venganza. Esto es pagar con un nuevo mal; es duplicar el que se había cometido tan sólo una vez. Entre los malvados la venganza es considerada como un consuelo; pero entre los buenos se la detesta como un crimen. ¿Qué diferencia hay entre el provocador y el que a sí mismo se provoca? Que aquél comete el pecado antes, y éste lo comete después. Pero tanto el uno como el otro, son reos de crimen ante Dios, que prohíbe y condena cualquier clase de maldad.

Ser el primero o el segundo en pecar no establece diferencia; ni el lugar distingue lo que iguala la semejanza del crimen. Porque de un modo absoluto está mandado que no se devuelva mal por mal (Rm 12, 17). Por tanto, a iguales acciones corresponde igual merecido. ¿Cómo observaremos, pues, este precepto si de veras no despreciamos la venganza? A más de esto, si nos apropiamos el arbitrio de nuestra defensa, ¿qué clase de honor tributamos a Dios, que es nuestro Señor? Cualesquiera de nosotros –con ser vasos quebradizos– nos sentimos muy ofendidos cuando nuestros siervos se toman ellos mismos venganza contra sus compañeros. Por el contrario, no sólo alabamos a los que, recordando su humilde condición y el respeto debido a los derechos de su señor, nos ofrecen su paciencia dejando una satisfacción mucho más grande que aquella que ellos hubieran podido exigir. Ahora bien, ¿y esto mismo se lo negaremos nosotros a Dios, que es tan justo en ponderar y tan poderoso en realizar? ¿Qué cosa pensamos de este juez si no lo consideramos capaz de hacernos justicia? Y sin embargo, esto es lo que precisamente nos exige cuando dice: "Dejadme la venganza, que yo me vengaré" (Dt 32, 35, y Rm 12, 19). Es decir: dame tu paciencia que yo la he de premiar 16.

Y cuando nos dice: "No quieras juzgar para no ser juzgado" (Mt 7, 1), ¿no nos exige la paciencia? ¿Y quién es el que no juzga a otro, sino el que es paciente y no se defiende? Además, ¿quién es el que juzga para perdonar? Porque si perdona, entonces se libra de la impaciencia propia del juez y roba, por tanto el honor al único juez, esto es a Dios 17. En verdad, ¡cuántos desastres causa la impaciencia! ¡Cuántas veces hubo que arrepentirse de haberse vengado! ¡Y en cuántas otras, la fuerza de la venganza fue más dañosa que las ofensas que la motivaron! Porque nada comenzado por la impaciencia ha podido concluir sin violencia. ¡Ni nada hay realizado por la violencia que no ofenda, que no arruine y que no caiga precipitadamente! Por otro lado, si la venganza es menor que la ofensa, te enloqueces; y si mayor, te abrumas. ¿Para qué, pues, la venganza si la impaciencia de su dolor no me deja dominar su violencia?.

Si, por el contrario, descanso sobre la paciencia, no sufriré, y no teniendo de qué sufrir no tendré tampoco de qué vengarme.

La paciencia, madre de todas las virtudes

Después de haber tratado –dentro de nuestras posibilidades– los temas principales sobre la paciencia, ¿sobre qué otros trataremos? ¿serán los de casa o los de afuera? 18 Abundante y extensa es la labor del demonio. Variadísimos los dardos de este arquero dañino. A veces son pequeños y otras muy grandes. A los menores los desprecias en razón de su misma pequeñez; pero de los mayores, ¡huye a causa de su violencia! Cuando la injuria es pequeña, entonces no es necesaria la paciencia; pero cuando es grande, entonces sí que la paciencia es muy necesaria para curar la injuria. Esforcémonos en superar los daños que nos inflija el maligno; de modo que la competencia de nuestra serenidad de ánimo supere la astucia del enemigo. Cuando nosotros mismos, por imprudencia o capricho, nos causamos daño, sufrámoslo con paciencia ya que somos culpables. Y si creemos que Dios nos prueba, ¿a quién hemos de mostrar mayor paciencia que al Señor? Porque además de habernos enseñado a sufrir con alegría, le debemos agradecer que se haya dignado hacernos objeto de un castigo divino; pues dice: "Yo a los que amo castigo" (Ap 3, 19, y Hb 12, 6). ¡Oh feliz el siervo de cuya corrección se interesa el Señor! ¡Dichoso aquel contra quien se digna enojarse y a quien corrigiendo nunca engaña con disimulo! 19.

Como se puede ver, estamos siempre obligados al deber y servicio de la paciencia. De cualquier parte que venga la molestia: sea de nosotros, sea de las insidias del demonio o por amonestación de Dios, ha de intervenir la paciencia con su ayuda que, además de ser una merced grande de su condición, es también una felicidad. ¿A quiénes, en efecto, llamó el Señor dichosos sino a los pacientes? "Bienaventurados, dice, los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Nadie es pobre de espíritu perfectamente sino el humilde, y ¿quién es humilde sino el paciente? Pues, nadie puede humillarse a sí mismo, si antes no tuvo paciencia en la sumisión.

"Bienaventurados los mansos." De ninguna manera es posible suponer que estas palabras puedan referirse a los impacientes. Asimismo, cuando distingue los pacíficos con el título de dichosos y los llama hijos de Dios, ¿podrán por casualidad tenerse los impacientes por familiares de la paz? Necio sería quien tal pensase. Y cuando dice: "Gozaos y alegraos siempre que os maldijesen y os persiguiesen, mucho en verdad será vuestro premio en el Cielo". Ciertamente que no es a la impaciencia que se promete la alegría, porque nadie se goza en las adversidades si antes no las hubiese despreciado, y nadie puede despreciarlas sin la práctica de la paciencia.

La paciencia al servicio de la paz y de la penitencia

En cuanto a la práctica de la paz tan agradable a Dios, ¿podrá el que es totalmente hijo de la impaciencia perdonar a su hermano no digo ya las setenta y siete veces o las siete. sino una sola vez por lo menos? ¿Quién será el que mientras se encamina al juez, pueda resolver su desacuerdo en forma amigable (Mt 5, 23-24) si antes no amputa de su alma el dolor, la dureza y el resentimiento, verdaderas venas de la impaciencia'? Ninguno que tenga el ánimo agitado contra su hermano, podrá llevar su ofrenda al altar si antes no torna a la paciencia para poder reconciliarse con él. ¡Ay, cuánto peligro corremos si se pusiese el sol sobre nuestra ira! 20 De aquí que no sea lícito vivir sin paciencia ni siquiera un solo día.

Si la paciencia. como se ve, gobierna toda suerte de enseñanzas saludables, no es de maravillar que también ayude a la penitencia, cuyo oficio es socorrer a los caídos. Y así, cuando roto el matrimonio por aquella causa que hace lícito al marido o a la esposa a sufrir con perseverancia un género de viudez, 21 entonces la paciencia ayuda a esperar, a desear y a rogar hasta que la penitencia llegue alguna vez a alcanzar la salvación del cónyuge descarriado. ¡Cuántos bienes le consigue la paciencia para cada uno de los dos! A uno lo ayuda a no ser adúltero; y al otro, lo corrige. También en este sentido tenemos las parábolas del Señor, llenas de santos ejemplos de paciencia. A la oveja perdida la busca y la encuentra la paciencia del pastor, pese a la impaciencia que, por tratarse únicamente de una sola, con facilidad la abandonara. Pero la paciencia se toma el trabajo de buscarla; y Aquél que es paciente, carga sobre sus hombros a la pecadora perdida (Lc 14, 3-5). Así tambien la paciencia del padre acoge, viste y alimenta al hijo pródigo; y todavía lo defiende de la disgustada impaciencia del hermano (Lc 14, 11-32). De este modo se salvó el que había perecido porque encontró a la paciencia, sin la cual no hubiese hallado a la penitencia.

La misma caridad –sacramento máximo de la fe y tesoro del nombre cristiano, exaltada por el Apóstol con toda la inspiración del Espíritu Santo– acaso ¿no se forja en las enseñanzas de la paciencia? En efecto, dice: "La caridad es magnánima", esto supone a la paciencia. "Es benéfica"; la paciencia no hace ningún mal. "No es envidiosa"; y esto es propio de la paciencia. "Ni se ensoberbece"; de la paciencia aprende a ser modesta. "No tiene hinchazón ni desprecia"; tampoco la paciencia. La caridad "no busca su negocio"; la paciencia ofrece el suyo si a otro le aprovecha; "ni se irrita", y sino ¿qué le quedaría a la impaciencia? "Por tanto –añade– la caridad todo lo soporta, todo lo tolera", y todo esto porque es paciente. Con razón "nunca pasará" mientras las demás virtudes se desvanecerán, pasarán. El don de lenguas, las ciencias, las profecías concluyen. En cambio la fe, la esperanza y la caridad permanecen: la te, que ha sido traída por la paciencia de Cristo; la esperanza, que es ayudada por la paciencia de los hombres; y la caridad, a la cual acompaña la paciencia enseñada por Dios mismo.

De la paciencia del alma a la paciencia del cuerpo

En fin, hasta aquí se ha tratado de una paciencia espiritual y uniforme, constituida tan sólo en el alma; pero también la paciencia alcanza méritos delante de Dios de muchísimas maneras por medio del cuerpo. Este tipo de paciencia lo reveló el Señor por medio de la fortaleza de su cuerpo. Por tanto, si el alma guía al cuerpo, con facilidad le comunica la paciencia estableciéndola en él como en su morada. Pero, ¿qué clase de ganancias hará la paciencia por medio del cuerpo'? En primer lugar, gana con la mortificación de la carne, que es un sacrificio de humildad que aplaca a Dios. Le ofrece al Señor el desaliño y la pobreza de la comida, contentándose con un alimento sencillo y beber agua pura. Se enriquece si a esto añade el ayuno, y cuando consigue acostumbrar el cuerpo a la penitencia y a la modestia en el vestir.

Esta paciencia corporal hace recomendables las oraciones y asegura las plegarias porque abre los oídos de Cristo, nuestro Dios, desvaneciendo su severidad y provocando su clemencia. Así fue cómo aquel rey de Babilonia –que por haber ofendido al Señor, viose privado durante siete años de la forma humana (Dn 4, 25-31)– ofreciendo la paciencia de su cuerpo sacrificado por la penitencia y la sordidez, recuperó el reino y satisfizo a Dios, que es lo que más deben desear los hombres. Pero más altos aún y más dichosos grados de paciencia corporal hemos de indicar, como que ella eleva a la santidad la continencia de la carne; sostiene a la viudez, conserva la virginidad, y al voluntario eunuco lo levanta hasta el reino de los cielos (Mt 19, 12). Todo lo cual nace de las fuerzas del alma; pero se perfecciona en la carne, que con la ayuda de la paciencia triunfa finalmente en las persecuciones. Y cuando aprieta la fuga 22, la carne lucha contra las incomodidades de la huida; y cuando la cárcel oprime, la carne sufre las cadenas, el cepo, la dureza del suelo, la privación de la luz y la falta de lo necesario para la vida 23.

Y si la sacan para experimentar la felicidad del segundo bautismo 24 elevándola a la altura del divino trono, entonces nada la ayuda tanto como la paciencia del cuerpo, pero si "el espíritu está pronto", sin la paciencia "la carne es débil" (Mt 26, 41). De esta manera ella es la salvación para el espíritu y para la misma carne. Cuando el Señor afirmó de la carne que era débil, entonces nos enseñó que era necesario fortalecerla con la paciencia contra todo lo que sería inventado para castigar y arrancar la fe; a fin de que con toda constancia pudiera tolerar los látigos, el fuego, la cruz, las bestias y la espada, todo lo cual lo dominaron con el sufrimiento los profetas y los apóstoles.

Grandes modelos de paciencia

Contando con las fuerzas de la paciencia, Isaías no dejó de profetizar del Señor sino cuando fue aserrado vivo. San Esteban, mientras era apedreado, pedía perdón para sus enemigos (Hch 7, 59-60). ¡Oh cuán dichosísimo fue Job, el cual con toda clase de paciencia, desbarató todas las fuerzas del diablo! Jamás negó a Dios la paciencia ni la fe que le debía; ni cuando le arrebataron su hacienda, ni la totalidad de sus rebaños; ni cuando de un solo golpe perdió a sus hijos bajo las ruinas de la casa; ni siquiera cuando fue atormentado por una úlcera que cubría todo su cuerpo. ¡Contra él inútilmente ejercitó el diablo todas sus fuerzas! Éste es el mismo que, torturado por tantísimos dolores, jamás faltó al respeto a Dios, sino que se constituyó para todos nosotros en modelo y testimonio de la paciencia que debemos observar, tanto del espíritu como de la carne, tanto del alma como del cuerpo, para que no caigamos ante la pérdida de los bienes materiales, ni de las personas que nos son queridas, ni siquiera ante las aflicciones del cuerpo. ¡Qué féretro hizo Dios con este hombre para el diablo! 25!Qué estandarte desplegó contra el enemigo de su gloria, cuando este mortal, ante el amargo sucederse de los mensajeros, no abrió su boca sino para dar gracias a Dios; y cuando reprocha a su esposa que, hastiada de tantos males, les aconseja remedios perniciosos! Y ¿entre tanto? ¡Dios sonreía, mientras Satanás se despedazaba al ver cómo Job con gran serenidad de ánimo sacaba la asquerosa abundancia de sus llagas: o cuando se entretenía en devolver a sus cuevas y comida, los gusanos caídos de su destrozada carne!.

Y así, este gran realizador de la victoria de Dios, después de haber mellado todos los dardos de las tentaciones con la armadura y el escudo de su paciencia, recuperó de Dios la salud de su cuerpo; y todo lo que había perdido volviólo a poseer por duplicado. Y si hubiese querido también los hijos se le hubieran restituido para que nuevamente fuera llamado padre por ellos 26. Prefirió, sin embargo, que se los devolviera en el último día. Tan seguro estaba de Dios que dilató así su total alegría, soportando voluntariamente esta pérdida para no vivir sin algún motivo de ejercitar la paciencia.

Elogio y semblanza de la paciencia

El más excelente procurador de la paciencia es Dios. A tal punto que si en Él depositas la injuria, será tu vengador; si el daño, restituidor; si el dolor, médico; y si la muerte, resucitados. ¡Cuánta fortuna la de la paciencia, que tiene a Dios por deudor! Y no sin razón; porque la paciencia defiende todo lo que Él estima, e interviene en todas sus determinaciones: defiende la fe, gobierna la paz, sostiene el amor, instruye la humildad, espera la penitencia, completa la confesión, modera la carne, protege el espíritu, refrena la lengua, contiene la mano, combate las tentaciones, desvía los escándalos, perfecciona el martirio, consuela al pobre, modera al rico, no apremia al débil ni agobia al fuerte, satisface al fiel, destaca al noble, recomienda el criado a su patrón y el patrón a Dios. La paciencia es adorno en la mujer y distinción en el varón. Se le ama en los niños, se le alaba en los jóvenes y se la admira en los ancianos; y siempre, en todo sexo y edad, es hermosa. ¡Apresúrense los que desean contemplar su rostro y ornamento! Es su cara muy serena y plácida; su frente lisa, sin arrugas de enojo ni de tristeza; gozosa y mesuradamente caídas las cejas; los ojos bajos por modestia, no por satisfacción, y los labios sellados por un silencio dignitoso. Tiene el aspecto de persona inocente y segura. Mueve a menudo su cabeza con amenazante desdén contra el diablo. Finalmente, vístese de ropaje inmaculado, al talle de su cuerpo, sin ampulosidad ni arrastre.

Siéntase en el trono de aquel Espíritu dulcísimo y manso, que no quiso revelarse en medio del huracán, ni ocultarse en la tenebrosidad de la nube, sino en la serena brisa en la cual, a la tercera vez, Elías lo vio sencillo y afable 27. Por tanto, donde está Dios, allí mismo se halla su hija la paciencia. Por lo cual, cuando la gracia divina 28 desciende a un alma, la acompaña inseparablemente la paciencia. Si así no fuera, ¿moraría siempre con nosotros? Temo que no sería por mucho tiempo. Pues la gracia, sin la compañía y ayuda de la paciencia, se sentiría molesta en cualquier lugar y tiempo, y no podría sufrir sola los ataques del enemigo sin los medios adecuados para resistirlos.

Diferencia entre la paciencia pagana y la cristiana

La paciencia cristiana es una norma, una ciencia, algo verdadero y celestial; absolutamente distinta de la pagana, que es terrena, falsa y afrentosa. El diablo quiso copiar también en esto al Señor, enseñando a sus secuaces una paciencia del todo suya. Por la intensidad se parecen; pero difieren por su objeto: lo que tiene la una de fuerza para el mal, lo tiene la otra para el bien. Hablaré ahora de la paciencia diabólica. Ella hace que por una dote los maridos sean venales, o que por afán de dinero entreguen su esposa a la explotación 29. Ésta es también la paciencia que hace tolerar a los presuntos herederos tantos trabajos vergonzosos, condenándolos a ofrecer afectos falsos y obsequios obligados. Es la misma que encadena los parásitos hambrientos a sufrir protectores injuriosos, esclavizando su libertad a su glotonería. ¡Tales son las cosas que aprendieron los paganos de su paciencia! ¡Lástima que un nombre tan excelso, lo rebajen con acciones tan torpes! Porque la codicia los hace pacientes con sus esposas, con los ricos y con los poderosos; y tan sólo son impacientes con Dios 30.

Pero, váyase la tal paciencia a compartir con su jefe el fuego que le espera. Por el contrario, nosotros honremos la paciencia de Dios y la de Cristo. Paguémosle con la nuestra, la que Él gastó por nosotros. Y ya que creemos en la resurrección del espíritu y de la carne, ofrezcámosle la paciencia de nuestra alma y la de nuestro cuerpo.

Ad martyres

Necesidad de la concordia

Entre los alimentos que para el cuerpo ¡Oh escogidos y dichosos mártires! os envía a la cárcel la señora Iglesia, nuestra madre, sacados de sus pechos y del trabajo de cada uno de los fieles, recibid también de mí algo que nutra vuestro espíritu; porque no es de provecho la hartura del cuerpo cuando el espíritu padece hambre 31. Y si todo lo que está enfermo debe ser curado, con mayor razón ha de ser mejor atendido lo que está más enfermo.

No soy ciertamente yo el más indicado para hablaros; sin embargo, los gladiadores, aún los más diestros, sacan ventaja no tan sólo de sus maestros y jefes, sino también de cualquier ignorante e incapaz, que desde las graderías los exhortan, y no pocas veces sacaron provecho de las indicaciones sugeridas desde el público. Por tanto, en primer lugar ¡Oh bendecidos de Dios! no contristéis al Espíritu Santo (Efes. 4, 3), que entró en la cárcel con vosotros, pues sin El nunca la hubieseis podido aguantar. Esforzaos, pues, para que no os abandone y así, desde ahí, os conduzca al Señor. En verdad la cárcel es también casa del demonio, donde encierra a sus familiares y seguidores: pero vosotros habéis entrado en ella para pisotearlo precisamente en su propia casa, después de haberlo maltratado afuera cuando se os perseguía.

¡Atentos! que no vaya ahora a decir: En mi casa están: los tentaré con rencillas y disgustos, provocando entre ellos desavenencias". ¡Que huya de vuestra presencia y escóndase deshecho e inutilizado en el infierno, como serpiente dominada y atontada por el humo! De modo que no le vaya tan bien en su reino que os pueda acometer, sino que os encuentre protegidos y armados de concordia, porque vuestra paz será su derrota. Esta paz debéis custodiarla. acrecentarla y defenderla entre vosotros, para que podáis dársela a los que no la tienen con la Iglesia y suelen ir a suplicársela a los mártires encarcelados 32.

La cárcel del mundo

Los demás impedimentos y aún vuestros mismos parientes os han acompañado tan sólo hasta la puerta de la cárcel. En ese momento habéis sido segregados del mundo. ¡Cuánto más de sus cosas y afanes! ¡No os aflijáis por haber sido sacados del mundo! Si con sinceridad reflexionamos que el mundo es una cárcel, fácilmente comprenderíamos que no habéis entrado en la cárcel sino que habéis salido. Porque mucho mayores son las tinieblas del mundo que entenebrecen la mente de los hombres 33. Más pesadas son sus cadenas, pues oprimen a las mismas almas. Más repugnante es la fetidez que exhala el mundo porque emana de la lujuria de los hombres. En fin, mayor número de reos encierra la cárcel del mundo, porque abarca todo el género humano amenazado no por el juicio del procónsul, sino por la justicia de Dios 34. De semejante cárcel ¡Oh bendecidos de Dios! fuisteis sacados, y ahora trasladados a esta otra que, si es oscura, os tiene a vosotros que sois luz 35; que, no obstante sus cadenas, sois libres delante de Dios 36; que, en medio de sus feos olores, sois perfume de suavidad 37. En ella un juez os espera a vosotros, a vosotros que juzgaréis a los mismos jueces 38.

Ahí se entristece el que suspira por las dichas del mundo; pero el cristiano, que afuera había renunciado al mundo, en la cárcel desprecia a la misma cárcel. En nada os preocupe el rango que ocupáis en este siglo, puesto que estáis fuera de él. Si algo de este mundo habéis perdido, gran negocio es perder, si perdiendo habéis ganado algo mucho mejor. Y ¡cuánto habrá que decir del premio destinado por Dios para los mártires! Entre tanto sigamos comparando la vida del mundo con la de la cárcel. Mucho más gana el espíritu que lo que pierde el cuerpo. Pues, a éste no le falta nada de lo que necesita, gracias a los desvelos de la Iglesia y a la fraterna caridad de los fieles 39. Además, el espíritu gana en todo lo que es útil a la fe. Porque en la cárcel no ves dioses extraños, ni te topas con sus imágenes, ni te encuentras mezclado con sus celebraciones, ni eres castigado con la fetidez de sus sacrificios inmundos. En la cárcel no te alcanzará la gritería de los espectáculos, ni las atrocidades, ni el furor, ni la obscenidad de autores y espectadores 40. Tus ojos no chocarán con los sucios lugares de libertinaje público. En ella estás libre de escándalos, de ocasiones peligrosas, de insinuaciones malas y aún de la misma persecución.

La cárcel es para el cristiano lo que la soledad para los profetas (Mt 1, 3, 4, 12 y 35). El mismo Señor frecuentaba los lugares solitarios para alejarse del mundo y entregarse más libremente a la oración (Lc 6, 12); y finalmente, fue en la soledad donde reveló a sus discípulos el esplendor de su gloria (Mt 17, 1-9) 41. Saquémosle el nombre de cárcel y llamémosle retiro. Puede el cuerpo estar encarcelado y la carne oprimida, pero para el espíritu todo está patente. ¡Sal, pues, con el alma!!Paséate con el espíritu, no por las umbrosas avenidas ni por los amplios pórticos, sino por aquella senda que conduce a Dios! ¡Cuantas veces la recorras, tantas menos estarás en la cárcel! ¡El cepo no puede dañar tu pie, cuando tu alma anda en el cielo!.

El espíritu es el que mueve a todo el hombre y lo conduce a donde más le place, porque "donde está tu corazón, allí está tu tesoro" (Mt 6, 21). Pues bien, ¡que nuestro corazón se halle, donde queramos que esté nuestro tesoro!.

La cárcel, palestra de la victoria

Sea así ¡Oh amados de Dios! que la cárcel resulte también molesta para los cristianos. Pero, ¿no hemos sido llamados al ejército del Dios vivo y en el bautismo no hemos jurado fidelidad? El soldado no va a la guerra para deleitarse; ni sale de confortable aposento, sino de ligeras y estrechas tiendas de campaña, donde toda dureza, incomodidad y malestar tiene asiento. Y aún durante la paz debe aprender a sufrir la guerra marchando con todas sus armas, corriendo por el campamento, cavando trincheras y soportante la carga de la tortuga 42. Todo lo prueban con esfuerzo para que después no desfallezcan los cuerpos ni los ánimos: de la sombra al sol, del calor al frío, de la túnica a la armadura, del silencio al griterío, del descanso al estrépito. Así pues, vosotros ¡Oh amados de Dios! todo cuanto aquí os resulta dañoso tomadlo como entrenamiento, tanto del alma como del cuerpo. Pues recia lucha tendréis que aguantar.

Pero en ella el agonoteto 43 es el mismo Dios; el xistarco 44 es el Espíritu Santo; el premio, una corona eterna; los espectadores, los seres angélicos; es decir, todos los poderes del cielo y la gloria por los siglos de los siglos. Además, vuestro entrenador es Cristo Jesús 45, el cual os ungió con su espíritu. Él es quien os condujo a este certamen y quiere, antes del día de la pelea, someteros a un duro entrenamiento, sacándoos de las comodidades, para que vuestras fuerzas estén a la altura de la prueba. Por esto mismo, para que aumenten sus fuerzas, a los atletas se los pone también aparte, y se los aleja de los placeres sensuales, de las comidas delicadas y de las bebidas enervantes. Los violentan, los mortifican y los fatigan porque cuanto más se hubieran ejercitado, tanto más seguros estarán de la victoria. Y éstos –según el Apóstol– lo hacen para conseguir una corona perecedera, mientras que vosotros para alcanzar una eterna (1Co 9, 25). Tomemos, pues, la cárcel como si fuera una palestra; de donde, bien ejercitados por todas sus incomodidades, podamos salir para ir al tribunal como a un estadio. Porque la virtud se fortifica con la austeridad y se corrompe por la molicie.

Ejemplos paganos de heroicidad

Si sabemos por una enseñanza del Señor que "la carne es débil y el espíritu pronto", no nos hagamos muelles; porque el Señor acepta que la carne sea débil, pero luego declara que el espíritu está pronto para enseñarnos que a éste debe aquélla estarle sujeta. Es decir, que la carne sirva al espíritu, que el más débil siga al más fuerte, y participe así de la misma fortaleza.

Entiéndase el espíritu con el cuerpo sobre la común salud. Mediten, no tanto sobre las incomodidades de la cárcel, como sobre la lucha y batalla finales. Porque quizás el cuerpo teme la pesada espada, la enorme cruz, el furor de las bestias, la grandísima tortura del fuego y, en fin, la habilidad de los verdugos en inventar tormentos. Entonces el espíritu ponga, ante sí y ante la carne, que si todo esto es ciertamente muy grave, sin embargo ha sido soportado con gran serenidad por muchos; y todavía por otros muchos más tan sólo por el deseo de alcanzar fama y gloria. Y no sólo por hombres sino también por mujeres. De modo que vosotras ¡Oh bendecidas de Dios! habéis de responder también por vuestro sexo.

Largo sería, si intentase enumerar todos los casos de hombres que por propia voluntad perecieron 46. De entre las mujeres está a la mano Lucrecia que, habiendo sufrido la violencia del estupro, se clavó un puñal en presencia de sus parientes para salvar así la gloria de su castidad. Mucio dejó que se quemara su mano derecha en las llamas de un ara, para con este hecho conseguir fama. Menos hicieron los filósofos. Sin embargo. Heráclito se hizo abrasar cubriéndose con estiércol de ganado. Empédocles se arrojó en el ardiente cráter del Etna. Peregrino no hace mucho que se precipitó a una hoguera 47. En cuanto a las mujeres que despreciaron el fuego está Dido, que lo hizo para no verse obligada a casarse nuevamente después de la muerte de su marido, por ella amado tiernamente. Asimismo, la esposa de Asdrúbal, enterada de que su esposo se rendía a Escipión, se arrojó con sus hijos en el fuego que destruía a su patria, Cartago. Régulo, general romano, prisionero de los cartagineses, no consintiendo ser canjeado tan sólo él por muchos prisioneros enemigos retorna al campo adversario para ser encerrado en una especie de arca llena de clavos, sufriendo así el tormento de muchísimas cruces.

Cleopatra, mujer valerosa, prefirió las bestias, y se hizo herir por víboras y serpientes –más horribles que el toro y el oso– antes que caer en manos del enemigo. Pero pudiera creerse que más es el miedo a los tormentos que a la muerte. En este sentido, ¿acaso aquella meretriz de Atenas cedió ante el verdugo? Conocedora de una conjuración, fue atormentada para que traicionara a los conjurados; entonces, para que atendiesen que con las torturas nada le podrían sacar aun cuando siguiesen atormentándola, se mordió la lengua y se la escupió al tirano. Nadie ignora que hasta hoy la mayor festividad entre los espartanos es la de la flagelación. En esta solemnidad los jóvenes de la nobleza son azotados delante del altar y en presencia de sus padres y parientes, que los animan a perseverar en el suplicio. Consideran que no hay renombre y gloria de mayor título que perder la vida antes que ceder en los sufrimientos.

Luego, si por afán de terrena gloria tanto puede resistir el alma y el cuerpo de llegar hasta el desprecio de la espada, el fuego, la cruz, las bestias y todos los tormentos, y tan sólo por el premio de una alabanza humana; entonces puedo afirmar que todos estos sufrimientos son muy poca cosa para alcanzar la gloria del cielo y la merced divina. Si tanto se paga por el vidrio, ¿cuánto no se pagará por las perlas? ¿Quién, pues, no dará con sumo gusto por lo verdadero, lo que otros dieron por lo falso?.

Lección de los juegos

Dejemos estos casos motivados por el afán de gloria. Hay también entre los hombres otra manía y enfermedad del alma que los lleva a soportar tantos juegos llenos de sevicia y crueldad. ¿A cuántos ociosos la vanidad no los hizo gladiadores, pereciendo luego a causa de las heridas? 48.

¡Cuántos otros, llevados del entusiasmo, luchan con las mismas fieras y se juzgan más distinguidos cuantas más mordeduras y cicatrices ostentan! Algunos otros se contratan para vestirse por algún tiempo con una túnica de fuego 49. No faltan los que se pasean calmosamente, mientras van recibiendo en sus pacientes espaldas los latigazos de los cazadores 50. Todas estas atrocidades ¡Oh bendecidos de Dios! no las permite el Señor en estos tiempos sin motivo. Con ellas trata ahora de exhortarnos, o quizás de confundirnos el día del juicio, si tuviéramos temor de padecer por la verdad y para nuestra salvación, lo que estos jactanciosos realizaron por vanidad y para su perdición.

Los padecimientos de la vida

Dejemos ahora también estos ejemplos que nos vienen de la ostentación. Volvamos nuestras miradas y consideremos las adversidades que son ordinarias en la vida humana. Ella nos enseñará con cuánta frecuencia sucede a los hombres, de modo inevitable, lo que sólo algunos soportaron con ánimo invicto. ¡Cuántos han sido abrasados vivos en los incendios! ¡A cuántos otros devoraron las fieras, y no sólo en la selva sino en el mismo centro de las ciudades, por haberse escapado de sus encierros! 51 Cuántos fueron exterminados por las armas de los ladrones o crucificados por los enemigos, después de haber sido atormentados y vejados con todo género de ignominias!.

No hay hombre que no pueda padecer por la causa de otro hombre, lo que algunos dudan de sufrir por la causa de Dios. Para esto, los acontecimientos presentes han de servirnos de lección 52. Porque, ¡cuántas y cuan distinguidas personalidades de toda edad; ilustres por nacimiento, dignidad y valor han encontrado la muerte por causa de un solo hombre! De ellos, unos fueron muertos por él mismo porque eran sus adversarios; y otros, por serle partidarios, lo fueron por sus adversarios.

Notas 1

1 TERTULIANO, Apologeticus, 1, 1, 1ss
2 TERTUL. Adv. Val. 3
3 TERTUL. De Praescriptione, 7, 1 ss
4 Ibid. 20-26
5 Ibid. 21, 4-7
6 TERTUL. Adversus Marcionem, 1, 1
7 De Praescr. 19, 1-3
8 Ibid, 28, 1-4
9 Ibid. 36-37
10 Ibid. 31-32
11 Adv. Mc 5, 1
12 Apol. 17
13 Adv. Mc 1, 3
14 Ibid. 2, 3
15 Ibid. 2, 4, 3
16 TERTUL. Adv. Praxean, 2, 3-4
17 Ibid. 5
18 Ibid. 25
19 Ibid. 8-9
20 Ibid. 6
21 Ibid: 16
22 Adv. Mc 2, 27
23 TERTUL. De carne Christi, 6, 3-6
24 Ibid. 17
25 Ibid. 5, 1-10
26 Adv. Praxean, 30 – 31
27 Adv. Mc 2, 5-6
28 TERTUL. De Anima, 22, 2
29 Ibid. 27
30 TERTUL. De carnis resurrectione, 7
31 Ibid. 6
32 Ibid. 34
33 De Anima, 52
34, Ibid. 39-41
35, TERTUL. De Baptismo, 13
36 Ibid. 2
37 Ibid. 5-8
38 Ibid. 18
39 TERTUL. De Paenitentia, 4
40 Ibid. 5
41 Ibid 9
42 TERTUL. De Pudicitia, 1
43 Ibid. 19
44 Ibid. 21
45 TERTUL. Ad Uxorem, 2, 8
46 Apol. 39
47 TERTUL. De Corona, 3
48 TERTUL. Adv. Jud. 7
49 TERTUL. De testimonio animae, 6
50 Apol. 24,
51 TERTUL. Ad. Scapulam, 2
52 Apol. 28, 1
53 TERTUL. De Idolatria, 19
54 Apol. 42
55 Ibid. 5
56 Ibid. 37
57 TERTUL. De fuga in persecutione, 2
58 TERTUL. De Patientia, 7
59 De Anima, 58
60 Adv. Mc 3, 24

Notas 2

1 Quizás lo diga por aquello de San Pablo: "La prudencia de la carnes es muerte; pero la del espíritu es vida y paz" (Rm 8, 6)
2 "Resignación canina" es una referencia a los filósofos cínicos, especialmente a Diógenes
3 Familia de Dios, llama Tertuliano a los cristianos, adoradores, no de ídolos, sino del verdadero y único Dios, y víctimas de las persecuciones de los poderes del Imperio Romano
4 Véase: Mt 3, 13-15; IV. 4, 7, 10. Con sólo palabras rechazó Cristo al tentador pudiendo con su omnipotencia arrojarlo de inmediato al infierno; pero de "Rey se hace maestro" no solamente para enseñar a los hombres a vencer las tentaciones, sino también el recto uso de la Sagrada Escritura, citada con falsedad por el demonio
5 Citado el sentido
6 Más tarde afirmará San Agustín que "la misma debilidad de Dios procede de su omnipotencia" (De civ. Dei , 14, 9)
7 En la literatura antigua, los grillos que impiden caminar simbolizaban la esclavitud: y el derecho de usar gorro, la libertad
8 Dice el libro de la Sabiduría (Sb 2, 24): "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen"
9 Se refiere a los deberes de los cónyuges entre sí, los cuales deben ser compartidos mutuamente con sinceridad, lealtad e igual interés. Según esta frase, para Tertuliano, Adán y Eva sólo habrían sido esposos después del pecado, al ser expulsados del Paraíso
10 Según el Evangelio (Mt 27, 18): "Pilato sabia que por envidia los judíos se lo habían entregado". Por no tolerar con paciencia al que se envidia, nace el odio que es causa de la muerte del envidiado
11 Referencia a Mt 5, 21-22
12 Referencia a Mt 10, 39
13 Movidos por el afán de dinero o por la vanidad de ser aplaudidos por el populacho, habla quienes se dedicaban al oficio de gladiadores, y otros se alistaban como mercenarios para la guerra. Costumbres anotadas también por Séneca, que dice: "Se arriendan para morir unos por la espada y otros por el cuchillo" (Epist. 87). Véase además las notas 18 y 19 de la "Exhortación"
14 En razón de ser cristianos
15 Tertuliano traduce la palabra griega analisai por recipi (ser recibido). Mejor es la traducción de la Vulgata (muy posterior ) con el verbo dissolvi (ser separado, morir)
16 En este mismo sentido dice San Gregorio Niseno: La injuria que se me hizo tiene a Dios por juez: a Él recurro con mi querella ' (Epis ad Flav.)
17 Vale decir: El juez está destinado para inquirir y castigar los delitos, no para perdonarlos. Si los perdona, falta a su deber alejándose de mi impaciencia que debe tener contra la culpa. Si esto hace, no cumple con su obligación de reprimir el delito castigándolo, con lo cual injuria a Dios usurpándole el derecho de perdonar, pues Él es el único juez que, mientras caiga lo hecho contra nosotros, perdona lo que se cometió contra Él
18 Los temas principales desarrollados hasta aquí son: desprecio de las riquezas, perdón de las injurias, no llorar con exceso la muerte de los allegados y no vengarse de los enemigos. Ahora tratará de otras ocasiones de ejercitarse en la paciencia: las tentaciones del diablo, los efectos de las propias culpas y las pruebas de Dios
19 La ira de Dios no quiere sino el bien de sus criaturas. Su misericordia nos trata como padre y como médico: corrige y cura en esta vida aún con severidad para no tener que castigar en la otra eternamente
20 Referencia al pasaje paulino de Ef 4, 26
21 Véase Mt 5, 32
22 Esta frase es la prueba de que el presente tratado fue escrito por Tertuliano cuando todavía era católico, pues como montanista reprobó como ilícita la fuga (Conf. Ad uxor. 3, 17 y De cor mil, 1, 18)
23 Apenas hoy podemos imaginarnos una cárcel romana con sus cuevas subterráneas, oscuras, sin ventilación, llenas de excrementos y de toda clase de basuras. Los presos eran retenidos ya con grillos encadenados a las paredes, o ya en cepos que los obligaban a estar tendidos en el suelo sin poderse mover. Algunas actas de los mártires se ocupan indirectamente de los horrores de tales cárceles, pues no suelen describir lo que suponían en conocimiento de todos. Véase también la nota 3 de "La Exhortación"
24 El segundo bautismo es el martirio
25 Es decir, que el cuerpo de Job fue como un féretro para las insidias del demonio, que hallaron la muerte en la paciencia de su cuerpo
26 En realidad fue llamado nuevamente padre, pues la Sagrada Escritura afirma que tuvo otros hijos (Jb 42, 13). Aquí el autor se refiere a los primeros, muertos por el derrumbe de la casa (Jb 1, 19)
27 Referencia al siguiente texto: "Y díjole Yavé (a Elías): 'Sal afuera y ponte en el monte ante Yavé. Y he aquí que va a pasar Yavé". Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yavé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto. Vino tras el terremoto un fuego; pero no estaba Yavé en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y blando susurro. Cuando lo oyó Elías, cubriéndose el rostro con su manto y saliendo, se puso en pie a la entrada de la caverna y oyó una voz que le dirigía estas palabras", etc. (1R 19, 11-13). Traducción de Nácar-Colunga, pág. 451. B. A. C. Madrid, 1949
28 Hemos traducido la expresión "espíritu de Dios" por "gracia divina" por así deducirse del texto y exigirlo una mayor claridad
29 Ambas cosas desgraciadamente muy corrientes en el mundo pagano; y no sólo se traficaba con la esposa sino también con los hijos y las hijas
30 O sea que el afán avariento de poseer la dote, exponía a unos a tener que soportar las violencias de una esposa no amada: el deseo de heredar a los ricos que no tenían descendencia, humillaba a otros en la prestación de servicios torpes y vengonzosos (Véase entre otros: Cicerón en Paradoxa. Juvenal en la Sat. XII y S. Jerónimo en la Epist. II ad Nepotianum). Y finalmente. los parásitos por gula y los clientes por protección y vanidad se sometian a los poderosos.

Notas 3

31 En tiempo de persecución, la Iglesia por medio de sus obispos. sostenía en sus necesidades materiales a los confesores de la fe: encarcelados, perseguidos, a los que habían huido dejándolo todo ante el temor de apostatar y a los que se les habían confiscado sus bienes por ser católicos. En una obra antiquísima, la Didascalia de los Apóstoles", escrita probablemente en Siria, antes del año 250 se lee: "Si alguno de los fieles por el nombre de Dios o por la Fe o por la Caridad fuese enviado al fuego, a las fieras o a las minas, no queráis apartar de él los ojos... procurad suministrarle, por medio de vuestro obispo, socorros, alivios y alimento... el que sea pobre ayune y dé a los mártires lo que ahorre con su ayuno... si abunda en bienes proporcióneles de sus haberes para que puedan verse libres... porque son dignos de Dios: han cumplido en absoluto con aquello del Señor: "A todo el que confesare mi nombre delante de los hombres, lo confesaré yo delante de mi Padre" (V, I )
32 Se refiere en primer lugar, a la paz de todos los fieles con Dios, alcanzada por los méritos de los mártires y de los confesores para toda la Iglesia y para conversión del mundo pagano. Secundaria y principalmente se refiere aquí a la reconciliación de los cristianos, que por algún grave pecado habían sido excomulgados. Éstos recurrían a los confesores de la fe pidiéndoles escribiesen a los obispos intercediendo por ellos a los efectos de que se les levantara la penal o se les acortara la penitencia impuesta
33 Prudencio (348, + 405), que muy bien conocía los horrores de las cárceles romanas, describe así aquella en que fue arrojado San Vicente después del tormento: "Es arrojado a un ciego subterráneo... En el fondo hay un lugar más negro que las mismas tinieblas, un cobacho formado por las piedras de una bóveda inmunda"... (Peristph. 5, 238/44). Ésta de Cartago está descrita por estas palabras de Santa Perpetua, que se leen en su Pasión: Nos metieron en la cárcel. ¡Qué horror! Jamás había sufrido tal oscuridad. ¡Terrible aquel día! ¡Insoportable estrechez por la aglomeración!''... (Pass. III)
34 De aquí se deduce que estos mártires se hallaban encarcelados en Cartago, ciudad gobernada por un procónsul, por ser capital de una provincia proconsular
35 Jesús dice: Vosotros sois la luz del mundo'' (Mt 5, 14): y San Pablo: "Un tiempo erais tinieblas, mas ahora luz en el Señor'' (Ef 5, 10)
36 ''Si el Hijo os libertare –dice Jesús– seréis realmente libres" (Jn 8, 36)
37 Somos buen olor de Cristo'' (2Co 2, 15)
38 "Y Jesús les dijo: En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido... Os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel'' (Mt 19, 28)
39 Véase la nota número 1de De patientia
40 Tertuliano escribió por el año 200, un opúsculo De spectaculis (Migne, P. L. 1. 701-738) repudiando estos juegos y espectáculos paganos, tan frecuentes por aquellos tiempos, y todos ellos desbordando crueldad y lujuria; donde el nombre de Dios era blasfemado, donde tantos cristianos eran martirizados y donde todo crimen y refinada maldad era aplaudida. Muchos autores paganos los repudiaron en sus obras sin mayor éxito. Antes que Tertuliano, ya Taciano, entre el 170 y 172, los había escarnecido (Orat adv. gr. 22-24)
41 Y además: Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36 y 2P 1, 17-18
42 La tortuga, en el lenguaje militar romano, era un blindaje formado por los soldados estrechamente juntos entre si y sosteniendo cada uno su propio escudo sobre la cabeza. Formaban así un techo defensivo contra el enemigo. A veces, para atacar un fuerte, sobre el primer techo de escudos se levantaba un segundo y hasta un tercero, con gran agobio de los de abajo (Conf. T. Livio. XLIV)
43 El agonoteto era el presidente del certamen y el que daba los premios
44 El xistarco era el que hacía cumplir las leyes del juego, el juez
45 Al entrenador se lo denominaba epistato
46 En este lugar insinúa Tertuliano que el verdadero mártir debe dejarse llevar no de su voluntad sino de la de Dios. El martirio es una evocación; por tanto, el provocar al perseguidor y ser por éste muerto, podría considerarse como una forma de suicidio
47 Peregrino o Proteo es un personaje, cuya biografía escribió Luciano de Somosata por el año 170. Lo presenta como un tipo impostor, filósofo de la escuela cínica. Aulo Gelio, por el contrario, en sus Noches Áticas (XII, 11) lo pondera como varón sabio y honorable. Se le tributaba culto como si fuera un dios; Conf. Eshenagorae Supplicatio pro Christianis, 26
48 Los gladiadores eran casi siempre reos condenados a las bestias; pero no faltaban voluntarios. Tanto unos como otros, al hacerse gladiadores, estaban condenados a una muerte violenta y prematura. Petronio, en su Satyricon (CXVII). nos ha dejado su juramento: "Juramos sufrir la esclavitud, el fuego, los azotes, la misma muerte, todo lo que quiera de nosotros (¿el lenista, el patrón?), declarándonos suyos en cuerpo y alma como gladiadores legalmente contratados"
49 La túnica de fuego era un suplicio. Algunos, sin embargo, se ofrecían voluntariamente a ponérsela en los juegos para ganarse los aplausos de la plebe, que condenaba al reo a ser vestido con una túnica empapada en materias combustibles: pez, resina, betún. Algunos mártires tuvieron que sufrirla antes de ser arrojados a la hoguera, como San Erasmo. De este suplicio hace mención Séneca. Epist. 14
50 Entre los juegos del circo había la caza de bestias feroces. Los cazadores perseguían a los animales con látigos de cuero y nervio de buey. No faltaban los que se ofrecían en espectáculo desfilando con sus espaldas desnudas, entre dos filas de cazadores que zurraban sin piedad estas "pacientísimas espaldas'' como las llama Tertuliano
51 Las ciudades que poseían circo, debían tener cuevas donde se encerraban y cuidaban las fieras para los juegos. Hubo veces que, por descuido de los cuidadores o por ferocidad de los animales, consiguieron escaparse de su encierro realizando verdaderas matanzas entre la población de la ciudad
52 Alude Tertuliano a un acontecimiento de aquellos días. Se trata de las ejecuciones realizadas en todo el Imperio Romano por causa del emperador Septimio Severo contra los partidarios de sus rivales Clodio Albino y Pescenio Níger. A su vez, los seguidores de éstos llevaron a cabo igual procedimiento contra los secuaces del emperador. De esta referencia se deduce que la presente obrita haya sido escrita en los primeros meses del año 197, algunos años antes de su famoso Apologeticum.

1 El ágape era una comida de fraternidad que precedía a la celebración de la Eucaristía, por un motivo de caridad con los más pobres. Posteriormente, esa costumbre dio lugar a las instituciones de beneficencia de la Iglesia. La calumnia de que eran objeto los cristianos no se limitaba a una supuesta glotonería, sino que también llegaba a imputarles conductas licenciosas e incluso antropofágicas.