Al compás del Año Litúrgico
Álvaro del Portillo
Monseñor Álvaro del Portillo y Diez de Sollano nació en Madrid el 11 de marzo de 1914 y falleció en Roma el 23 de marzo de 1994, a las pocas horas de regresar de una peregrinación a Tierra Santa. Su trayectoria terrena, en casi ochenta años de vida, está caracterizada por una fidelidad sin quiebra a la vocación cristiana. Educado en el seno de una familia de arraigada piedad, fue su encuentro con san Josemaría Escrivá de Balaguer el que imprimió un rumbo decisivo a su existencia.
Don Álvaro era una persona dotada de una inteligencia preclara y de una voluntad sin fisuras. Doctor Ingeniero de Caminos, doctor en Historia y doctor en Derecho Canónico, puso todas sus energías y todos sus talentos al servicio de la misión que Dios le confió. En efecto, desde que pidió la admisión en el Opus Dei, el 7 de julio de 1935, y especialmente desde finales del año 1939, se convirtió en el más firme apoyo del Fundador de la Obra: primero como fiel laico y luego como sacerdote. En septiembre de 1975, tras el fallecimiento de san Josemaría, fue elegido por unanimidad para sucederle al frente del Opus Dei. El 28 de noviembre de 1982, con la erección del Opus Dei en Prelatura personal, san Juan Pablo II le nombró Prelado y el 6 de enero de 1991 le confirió la ordenación episcopal.
Pastores y fieles de todo el mundo lo tuvieron en gran estima, como atestigua la fama de santidad que le rodeó ya en vida y se manifestó a raíz de su fallecimiento. Benedicto XVI reconoció que había practicado las virtudes teologales y cardinales en grado heroico (decreto de la Congregación de las Causas de los Santos, 28-VI-2012) y el Papa Francisco aprobó el milagro requerido para la elevación a los altares (ibid., 5-VII-2013). La ceremonia de beatificación está prevista en Madrid, el 27 de septiembre de 2014.
En estas páginas me he propuesto destacar algunas de sus enseñanzas espirituales como Pastor al frente del Opus Dei. Son textos de un marcado carácter ascético con los que don Álvaro ofrece a los destinatarios orientaciones prácticas para mejorar su vida cristiana. El hecho de ser sucesor de san Josemaría e hijo suyo fidelísimo, explica que las referencias a ese santo sacerdote y las citas de sus escritos sean constantes en las cartas pastorales. Don Álvaro se propone expresar el mensaje del Fundador, aplicándolo a las necesidades del momento pero sin variarlo lo más mínimo. Aparte de numerosas homilías, meditaciones y encuentros familiares de carácter espiritual con un incontable número de personas, desarrolló una amplia labor mediante las cartas pastorales dirigidas a los fieles del Opus Dei. Al escribir como Prelado, a quien las personas de la Obra llaman sencillamente «el Padre», es lógico que se dirija a ellos con la expresión «hijos míos» e «hijas mías», que manifiesta las peculiares relaciones de paternidad y de filiación que hay en el Opus Dei, reflejo de las que se dan en la Iglesia, «familia de Dios» sobre la tierra (Concilio Vaticano II, Lumen gentium 6 y 28).
Estos escritos interesarán también a un público católico amplio, pues contienen enseñanzas universales provenientes del Evangelio y, por tanto, son aprovechables por todos. Esta es la razón que me ha movido a preparar esta selección de textos. Para dar unidad al libro, he elegido algunos escritos en los que monseñor del Portillo trata especialmente de los diversos tiempos litúrgicos en sus cartas pastorales.
Termino con una advertencia: como el lector puede comprobar, don Álvaro se refiere a san Josemaría como «nuestro Padre» o «nuestro Fundador». La explicación es sencilla, si se considera que el Opus Dei es una familia de carácter sobrenatural. Además, cuando falleció monseñor del Portillo, el Fundador del Opus Dei aún no había sido canonizado. Esto sucedió en el año 2002, siendo ya monseñor Javier Echevarría obispo y Prelado del Opus Dei. A él va mi agradecimiento por su estímulo para llevar a cabo este trabajo, que –así lo espero– contribuirá a dar a conocer mejor la figura y las enseñanzas del futuro beato, Álvaro del Portillo.
José Antonio Loarte
Roma, 13 de mayo de 2014,
fiesta de la Virgen de Fátima.
Si siempre es causa de alegría para mí hablar o escribir sobre Mons. Álvaro del Portillo, mi predecesor al frente del Opus Dei, hoy lo hago con especial agradecimiento al Señor. Dedico estas líneas a presentar un libro con algunos textos espirituales entresacados de su predicación; particular gozo me produce redactarlas en el año del centenario de su nacimiento –se cumplió el pasado 11 de marzo–, que coincide además con el de su beatificación, el 27 de septiembre.
La figura de este siervo bueno y fiel (Mt 25, 21) es un ejemplo para practicar las virtudes en el entramado de la existencia cotidiana. Don Álvaro, en efecto, fue un cristiano, un sacerdote, un obispo que encarnó fidelísimamente el espíritu del Opus Dei. Así lo reconoce el decreto con el que la Santa Sede proclamó que había practicado en grado heroico todas las virtudes:
«El Siervo de Dios ha sido ejemplo de caridad y de fidelidad para todos los cristianos. Encarnó y puso por obra íntegramente y sin excepciones el espíritu del Opus Dei, que llama a los cristianos a buscar la plenitud del amor a Dios y al prójimo a través de los deberes y tareas que forman la trama de nuestras jornadas (...). Bien se puede decir que esta es la descripción más exacta de la actividad desplegada por el Siervo de Dios como ingeniero, como sacerdote y, finalmente, como obispo. Se entregaba por entero en todas sus actividades, convencido de que participaba en la misión salvífica de la Iglesia mediante el fiel cumplimiento de sus deberes de cada día» (Congregación de las Causas de los Santos, Decreto del 28-VI-2012)
Si hubiera que destacar alguna virtud en el caminar de don Álvaro, sería indudablemente la fidelidad, como puso de manifiesto el decreto apenas recordado, y como se reconoce en la oración con que millares de personas acuden a su intercesión en el mundo entero: Dios Padre misericordioso, que concediste a tu siervo Álvaro, Obispo, la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia y fidelísimo hijo y sucesor de San Josemaría...
Don Álvaro resulta muy conocido por sus aportaciones al Derecho Canónico. Desarrolló una rica doctrina en temas referentes al laicado y al sacerdocio ministerial, que influyó significativamente en la redacción de varios documentos del Concilio Vaticano II y del Código de Derecho Canónico actualmente vigente. Sus libros «Fieles y laicos en la Iglesia» y «Escritos sobre el sacerdocio» son punto de referencia para los estudiosos de estos temas.
Como Prelado de la Prelatura personal del Opus Dei, Mons. del Portillo se dedicó plenamente a la tarea pastoral. Predicó frecuentemente la Palabra de Dios, mediante homilías y meditaciones, y difundió –de otros muchos modos– la doctrina cristiana. En las numerosas reuniones que mantuvo con millares de personas de toda edad y condición –verdaderos encuentros de familia–, sabía acomodarse a las circunstancias de cada uno y a las necesidades de los tiempos. Fueron muchas las horas que dedicó a la tarea evangelizadora, durante los diecinueve años de su servicio pastoral como Prelado del Opus Dei.
Además de esta intensa actividad, don Álvaro redactó un buen número de cartas pastorales dirigidas a los fieles de la Prelatura. Prefería llamarlas cartas de familia, porque utilizaba un lenguaje sencillo y práctico, que todos podían entender, independientemente de la formación profesional, cultural, etc., recibida. Trataba en esas cartas de los más variados aspectos de la conducta cristiana, cuidando siempre que los lectores pudieran sacar una aplicación práctica para la existencia cotidiana. Casi resulta obvio decir que, aunque están dirigidas principalmente a los fieles del Opus Dei, laicos y sacerdotes, también las personas que no pertenecen a la Prelatura pueden beneficiarse de los consejos y sugerencias de don Álvaro, que tienen su raíz en el Evangelio.
Entre los variados temas ascético-espirituales que se tratan en esas cartas, el editor ha elegido textos en torno al año litúrgico. Era uno de los temas preferidos por don Álvaro en su predicación y en sus cartas pastorales, pues hizo suyo el consejo de san Josemaría: caminar junto a Cristo al compás de la liturgia. Estas páginas conservan toda su actualidad –solo se han omitido algunas frases muy ligadas al momento histórico en el que fueron escritas–, y pueden ayudar al lector a revivir, año tras año, los acontecimientos del paso de Cristo por la tierra, que la Iglesia presenta en la liturgia.
Ruego a Dios por intercesión de la Santísima Virgen, recurriendo también a don Álvaro, que estas páginas produzcan mucho fruto espiritual en los lectores, ayudándoles a santificarse en la existencia ordinaria, afrontada –como don Álvaro– con una fidelidad extraordinaria.
+ Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei
Roma, 1 de mayo de 2014,
memoria litúrgica de san José artesano.
Acaba de comenzar el Adviento y, una vez más, la Iglesia Santa nos muestra en la liturgia el modo de recorrer con fruto estas semanas que preceden a la Natividad del Señor. Oh Dios omnipotente, concede a tus fieles la voluntad de ir con obras al encuentro de Cristo que viene, para que colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos 1.
A lo largo de estos días volveremos a escuchar las voces de los Profetas que anunciaron hace siglos la venida del Redentor. Reviviremos con alegría la expectación y la esperanza de todos los justos de la antigua Ley, la fe de quienes asistieron más de cerca a tan gran acontecimiento –san José, Juan el Bautista, Isabel, Zacarías– y, de modo especialísimo y único, la humildad, la fe y el amor de María, que con su entrega hizo posible la Encarnación del Hijo de Dios.
Hijas e hijos míos, salgamos al encuentro del Redentor del mundo. Pongámonos en camino una vez más, con renovado amor en nuestros corazones, con luz nueva en los ojos, con más vigor en nuestras almas, fortalecidas por el alimento diario de la Sagrada Eucaristía. Arrojemos fuera los fardos –las pequeñas concesiones a la comodidad, al egoísmo, al amor propio– que quizá hacen menos airoso nuestro paso y retardan nuestra marcha hacia Dios. ¡Podemos, con la ayuda del Espíritu Santo! ¡Debemos llevarlo a cabo!, con la intercesión de nuestra dulce Madre María, que nos trae del Cielo, en este Adviento, una gracia nueva para renovar a fondo nuestra entrega.
La invitación a mirar a la Virgen, a ponderar en nuestra oración los sentimientos que llenaban su corazón, a procurar imitarla constantemente, es una recomendación del Magisterio de la Iglesia 2, que reviste particular actualidad en estas semanas. La actitud y las respuestas de María Santísima –ya antes del anuncio del Arcángel y, sobre todo, durante los meses que median entre la Encarnación y el Nacimiento del Salvador– constituyen la mejor escuela en la que los cristianos nos disponemos para el nacimiento espiritual de Cristo en nuestras almas, que Dios desea renovar en cada Navidad. Agradezcamos a la Trinidad Santísima este don infinito, y demos gracias también a nuestro Padre por su fiel y heroica correspondencia, con la que nos ha ayudado a descubrir la dicha incomparable –incluso desde el punto de vista humano– de dejar nacer a Cristo en nuestras vidas, de pertenecer tan íntimamente a la Familia de Nazaret.
Ojalá el Señor nos conceda en este Adviento –así se lo pido lleno de confianza– encarnar de tal modo el espíritu de su Madre Santísima, que se cumpla en nosotros aquella afirmación de un Padre de la Iglesia, que con tanta alegría consideró muchas veces nuestro Fundador 3: «Que en cada uno de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Porque si bien una sola es la Madre del Señor según la carne, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros» 4.
La solemnidad de la Inmaculada Concepción, que celebramos el 8 de diciembre, es otro espléndido pórtico del Adviento. Detengámonos a considerar la figura purísima de Nuestra Señora, concebida sin mancha de pecado original en atención a los méritos de Cristo, llena de todas las gracias y virtudes. Para ayudarnos a sacar propósitos operativos, nuestro Fundador nos invitaba a hacer examen. «Así ama Jesucristo a su Madre», decía muchos años atrás, después de enumerar las gracias y privilegios con que la Bondad divina enriqueció a María. Y continuaba: «Y tú, ¿cómo honras a la Señora? ¿Qué le ofreces? ¿Cuántas jaculatorias le diriges a lo largo del día? ¿Cómo sabes dominar tus pequeñas miserias, acordándote de que eres hijo de una Madre tota pulchra, purísima, inmaculada?» 5.
Entre las principales características del tiempo litúrgico en que nos encontramos, se cuenta la invitación imperiosa a purificarnos de nuestros pecados y preparar a Jesús una morada digna en nuestras almas. Como nos pedía nuestro Padre por estas fechas, hemos de caminar durante la etapa del Adviento «tratando de construir con el corazón un Belén para nuestro Dios» 6. El Señor no desdeña alojarse en nuestros pobres corazones, aunque seamos tan poca cosa, si disponemos todo con cariño, lo mejor que podamos. ¿Qué comodidades encontró en Belén, cuando vino al mundo hace veinte siglos? Nació en una gruta paupérrima, porque no hubo lugar para ellos en la posada 7, pero rodeado del afecto grandísimo de María y de José, que limpiarían y arreglarían lo mejor posible aquel establo para recibir a Dios. Sobre todo, vivían ellos con una vigilancia de amor que les llevaba a aborrecer toda imperfección, por pequeña que fuera, y a corresponder a la gracia con todo su ser, de modo que ni la más sutil separación les distanciase de ese Dios que se les entregaba hecho Niño.
Tampoco nos rechaza a nosotros, aunque estemos llenos de defectos y de miserias, si luchamos cada día y procuramos conservar bien limpias nuestras almas. Por eso, ¡qué lógico resulta que cuidemos de modo especial en estos días la Confesión sacramental: el examen, el dolor, los propósitos! Y, junto a la recepción fructuosa de la Penitencia, la satisfacción generosa por nuestros pecados y por los del mundo entero, ofrezcamos al Señor con alegría las contrariedades, las pequeñas mortificaciones que la vida cotidiana trae consigo, el lógico cansancio de un trabajo profesional exigente... Esforcémonos, hijas e hijos míos, con una lucha operativa, para que en cualquier instante, en toda circunstancia, cumplamos con amor lo que más agrada a Jesús.
Todo esto resulta posible –tenéis la misma experiencia que yo– gracias a las virtudes que Dios mismo ha infundido en nuestras almas con el Bautismo: la fe, la esperanza, la caridad; virtudes teologales que se acrecientan especialmente mediante la recepción de la Eucaristía. Cada venida de Jesús a nuestra alma y a nuestro cuerpo, en la Sagrada Comunión, supone una siembra nueva, abundante, de estas semillas divinas destinadas a dar un día frutos de vida eterna, en la contemplación y goce de la Santísima Trinidad. Nuestro Padre, en sus delirios de amor por Jesús Sacramentado, nos confió que le decía lleno de reverencia y de adoración: «¡Bienvenido!» Y se mantenía en vigilante actitud para crecer en delicadezas de amor con este «Dios nuestro, Margarita preciosísima, que se digna bajar a este muladar, que soy yo».
Déjame que te pregunte: hija mía, hijo mío, ¿cómo te preparas cada día para recibir la Sagrada Comunión? ¿Procuras poner, como aconsejaba nuestro Padre, «limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» 8? ¿Acudes a tu Madre –a nuestra Madre– para suplicarle ardientemente que te ayude a recibir al Señor con aquella pureza, humildad y devoción con que lo acogió Ella en su cuerpo y en su alma purísimos?
La última semana del Adviento, ya en la inminencia de la Navidad, nos invita a ahondar en los propósitos y deseos que embargaban el espíritu de Nuestra Señora. Las lecturas evangélicas nos impulsan a considerar la fe y la humildad de María, su pureza sin mancha, su entrega absoluta y sin dilaciones al Señor, su rendida obediencia, su espíritu de servicio...: virtudes que todos los cristianos hemos de esforzarnos por practicar, si de verdad queremos que nuestras almas, como la de Nuestra Señora, se conviertan en templo vivo de la divinidad, lleno de la luz del Espíritu Santo 9.
Podríamos pasar horas y horas, hijos míos, desentrañando las lecciones que descubrimos en la actitud constante de nuestra Madre. ¡Tan rica de contenido divino nos la muestra el Santo Evangelio! Pero sois vosotros, cada una y cada uno, en vuestros ratos de oración durante el tiempo litúrgico que hemos comenzado, quienes debéis –debemos– ir confrontando nuestra existencia cotidiana con la de la Virgen, para aprender de Ella y disponernos del mejor modo posible a la Navidad.
En este camino que tiene su meta en Belén, no os olvidéis de san José, nuestro Padre y Señor. Siguiendo a nuestro Fundador, que tanto cariño tuvo y tiene al Santo Patriarca, poneos muy cerca de su persona, pedidle que os enseñe a tratar a su Esposa Inmaculada con un amor rebosante de ternura y respeto, de delicadeza y confianza. Este hombre justo 10, en quien Dios se apoyó para llevar a cabo su designio redentor, nos enseñará a acercarnos con mayor intimidad a la Virgen; y, en compañía de María y de José, llegaremos a la Noche Santa con la impaciencia sobrenatural y humana de acoger al Niño Dios en nuestros corazones.
¿Y qué diremos a Jesús, cuando lo veamos reclinado sobre las pajas del pesebre? Procuraremos «cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana» 11. Cada uno se lo confiará de modo personalísimo, con las palabras y los afectos que salgan de su corazón; pero todos pediremos por la Iglesia, por el mundo, por las almas, con el afán ardiente de que los frutos de la Redención –que Él trajo en plenitud a la tierra hace ya tanto tiempo– se extiendan más y más por todo el orbe.
En Navidad, nuestro Fundador sabía introducirse en el portal de Belén como un personaje más. A veces se imaginaba que era un pastorcillo que se acerca confiado a Jesús, ofreciéndole un pequeño regalo; en otras ocasiones escogía el puesto de aquel otro que –de rodillas ante el Niño Dios– solo sabe adorar; incluso se ponía en el lugar de la mula y del buey, que con su aliento contribuyen a dar calor al Recién Nacido, o en el de un perrillo fiel que está de guardia junto al pesebre... Eran las pequeñas locuras de un alma enamorada, que cada uno de nosotros bien puede seguir, recordando el consejo de nuestro Padre: «Al tratar a Jesús no tengáis vergüenza, no sujetéis el afecto. El corazón es loco, y estas locuras de amor a lo divino hacen mucho bien, porque acaban en propósitos concretos de mejora, de reforma, de purificación, en la vida personal. Si no fuese así, no servirían para nada» 12.
Hijas e hijos míos, que esta intimidad con nuestro Dios y nuestro Rey, apenas nacido, os ayude a intensificar vuestras plegarias por mis intenciones. Pedidle con confianza que nos escuche. A la intercesión de nuestro queridísimo Fundador, que tanto amó a la Sagrada Familia –la trinidad de la tierra–, encomiendo que sus hijas y sus hijos del Opus Dei, las personas que se benefician de la labor apostólica de la Prelatura, los cristianos y todos los hombres de buena voluntad, queramos dar cabida en nuestras almas a Cristo que viene a nuestro encuentro para acogernos muy dentro de su Corazón, y presentarnos a Dios Padre por la acción del Espíritu Santo.
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad 13, y para eso concede todas las gracias necesarias. Espera únicamente que perseveremos en su servicio, que no nos cansemos de bregar para implantar el reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz 14, que Jesucristo ha instaurado ya en la tierra con su Pasión, Muerte y Resurrección. Pensad que nosotros hemos recibido el encargo de extenderlo hasta el último rincón del mundo, como fieles servidores suyos: oportet illum regnare! 15, es preciso que Él reine.
En la etapa presente de la historia, hasta que el Señor vuelva como Juez de vivos y muertos, el reino de Dios nace y se desarrolla en el interior de las almas. Cristo anhela imperar en cada uno con su gracia; desea que su Verdad se asiente en las inteligencias y que su Amor gobierne los corazones. Y el único obstáculo para el cumplimiento de esos designios es el pecado. Por eso, parte esencialísima de la tarea que se nos ha confiado a los cristianos consiste en quitar de nuestros corazones y de los demás esa barrera formidable, capaz de anular la eficacia de la redención obrada por Jesucristo.
Estas consideraciones, que la reciente solemnidad de Cristo Rey ha traído con fuerza a nuestras almas, adquieren una especial actualidad ahora que nos preparamos para celebrar la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. Os invito a paladearlas en vuestra oración personal. Ella, precisamente por no haber sufrido la más mínima mancha de pecado, ni original ni personal, se nos muestra como una criatura singular y santísima, en la que Dios se complace sobremanera: es la llena de gracia, la bendita entre todas las mujeres, la que goza de una intimidad única y singular con el Dios tres veces Santo 16. Dios Nuestro Señor la colmó de todas las riquezas sobrenaturales desde el primer instante de su ser natural, en previsión de los méritos de Cristo y en vistas a su Maternidad divina. Por eso, ante la invitación que el Arcángel san Gabriel le transmite de parte de Dios, de los labios de nuestra Madre sale una respuesta pronta y decidida, que mantendrá y renovará incesantemente en su caminar terreno: fiat mihi secundum verbum tuum 17, hágase en mí según tu palabra. La extraordinaria pureza del alma de María torna a la Virgen capaz de percibir la voz de Dios y de seguirla hasta sus últimas consecuencias.
Para que las personas que tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Solo cuando media una amistad habitual con el Señor –amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante–, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí... 18.
El pecado significa siempre esclavitud. Seguir a Cristo es libertad. En su reciente encíclica Veritatis splendor, el Santo Padre recuerda con palabras de san Agustín que la liberación espiritual comienza con el «estar exentos de crímenes (...) como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como estos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...» 19.
Caminar habitualmente en gracia de Dios es la condición previa y necesaria para que los hombres y las mujeres, empujados por el viento de la gracia, emprendan el vuelo de ascensión que les llevará a las alturas del amor de Dios. «Se necesita una especial sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación. Cierto es que Dios también se ha hecho oír de pecadores: Saulo, Balaam... Sin embargo, de ordinario, Dios Nuestro Señor quiere que las criaturas, por la entrega, por el amor, tengan una especial capacidad para conocer estas manifestaciones extraordinarias» 20.
¿Comprendéis cada vez con más profundidad, hijas e hijos míos, la trascendencia de cuidar muy bien la Confesión sacramental: la preparación, el dolor, los propósitos, la satisfacción? ¿Os percatáis de la importancia que reviste para un fecundo apostolado y para el proselitismo, que vuestras amigas, vuestros amigos, frecuenten habitualmente esa fuente de gracia y de perdón que la Iglesia dispensa abundantemente? Y como el proselitismo 21 se basa sobre el ejemplo –como Jesús, que cœpit facere et docere 22, comenzó a hacer y a enseñar–, ¿cuidáis semanalmente este medio preciosísimo de santificación? ¿Evitáis los retrasos? ¿Formuláis propósitos más sinceros de contrición y de conversión?
¡Qué buena ocasión nos ofrece la próxima solemnidad de la Inmaculada para dar un fuerte impulso a estos aspectos básicos del apostolado! Pedid a la Madre de Dios que nos consiga gracia abundante, de modo que mucha gente se sienta removida para acercarse a Dios, a la Iglesia y a la Obra, y estén en condiciones de escuchar el silbido amoroso del Buen Pastor, que les llama a establecer una gran intimidad con Él.
Hijas e hijos míos, vayamos nosotros por delante. Procuremos que nuestra lucha por la santidad mejore, con garbo más continuado, en estas semanas de Adviento. Cristo sale a nuestro encuentro una vez más. ¿Os imagináis –como nos invitaba nuestro Padre a considerar– las conversaciones de María y José en la inminencia del nacimiento de Jesús? ¡Qué delicadezas buscarían y pondrían por obra con el Hijo que iba a nacer! ¡Qué hambres santas de brindarle la acogida más cariñosa posible! ¡Y qué dolor el del santo Patriarca cuando, al entrar en Belén, encontró cerradas todas las puertas, porque no hubo lugar para ellos en la posada 23! El Verbo eterno de Dios llega al mundo, después de tantos siglos de espera, y son pocos los que encuentra preparados. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron 24, comenta con un dejo de tristeza san Juan en el prólogo de su Evangelio.
Hijas e hijos míos, estas realidades han de removernos a manifestar más amor al Señor. También ahora muchas personas desconocen a Jesucristo: ignoran los inmensos beneficios de su encarnación redentora, no saben que ha nacido para morir por todos y así rescatarnos de la esclavitud del pecado. Reaccionemos nosotros, en primer lugar, frente al peligro de acostumbrarnos a este exceso del amor de Dios. ¡No permitamos que el desamparo de Belén se renueve en nuestros corazones! Con palabras que nuestro Fundador repitió innumerables veces, también nosotros podemos rezar: ¡Aparta, Señor, de mí, lo que me aparte de ti! Pido a la Trinidad Beatísima que esta aspiración sea el programa constante de nuestra conducta.
Lo que aleja de Jesús es el orgullo, la pereza, la sensualidad, la envidia...: todas las bajezas que bullen en nuestro interior y que, en última instancia, se reducen a un desordenado amor propio. ¡Luchemos de verdad en estas semanas, hijos míos, para preparar un buen hospedaje al Señor! No cabe imaginar una pobreza mayor que la suya en el portal de Belén; y, sin embargo, se sintió a gusto sobre aquellas pajas que fueron su primera cuna, porque le rodeaba el cariño inmenso de María y de José.
Fomentemos mucho en estos días –y siempre– el dolor de nuestros pecados; y así, cuando el Señor venga a nosotros en la Navidad, encontrará nuestro corazón lleno de amor, mullido y blando como aquella pobre cuna de Belén. Nos colmaremos de la alegría serena y honda de la Navidad, señal distintiva de los hijos de Dios, porque –como nos decía nuestro queridísimo Padre– «si queréis ser felices, sed santos; si queréis ser más felices, sed más santos; si queréis ser muy felices, sed muy santos (...). La santidad, hijos míos, lleva consigo –no lo olvidéis– la felicidad en la tierra, aun en medio de todas las contradicciones» 25.
Al escribiros, pienso con alegría que la Iglesia dedica este mes [noviembre] a los hijos suyos que han dejado este mundo. Nos invita a acudir a la intercesión de quienes contemplan ya el Rostro de Dios –son bienaventurados con esa visión y ese goce–, y nos recuerda el deber de ofrecer sufragios por quienes se purifican en el Purgatorio, antes de ser admitidos en el Cielo.
Con las celebraciones litúrgicas de los dos primeros días de este mes, esta Madre buena, que siempre vela por los suyos, desea llamar nuestra atención una vez más sobre el sentido último de nuestra existencia, que no debemos perder jamás de vista: estamos llamados a ser santos, es decir, a identificarnos eternamente con Dios, participando en la gloria celestial. Si alcanzamos este fin, con la gracia divina, llegaremos a la perfección suma que el Señor nos ha fijado; si no, nuestros años terrenos perderían todo su sentido: constituirían un fracaso, un enorme y definitivo fracaso. Porque, como afirma Jesucristo, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? 26.
Todo nuestro apostolado, hijas e hijos míos, se resume en hacer resonar estas palabras en los oídos de quienes pasan junto a nosotros, sin excluir a ninguno. Una misión particularmente urgente en nuestros días, porque muchos, embriagados por el ansia de un placer temporal, se aferran a los bienes de aquí abajo y olvidan que nuestro corazón ha de estar fijo en el Cielo: gustad las cosas de arriba, no las de la tierra 27.
En su reciente Carta encíclica sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral católica, el Romano Pontífice [san Juan Pablo II, encíclica Veritatis splendor] analiza profundamente la situación actual de la sociedad. Permitidme una digresión, que estimo ineludible. Por varios conductos me han confirmado la esperanza del Santo Padre, de la Jerarquía, en la lucha de los hombres y mujeres del Opus Dei por la santidad. Parece como si el Señor nos pusiera de manifiesto que estamos muy obligados a responder, a toda hora, con plenitud de entrega. Con esa muestra de confianza, nos pide que repasemos nuestra entrega personal, para arrancar tajantemente cualquier síntoma de tibieza o de aburguesamiento. Examinémonos, pues, con delicadeza.
Como habréis observado, el Papa subraya en ese documento de su Magisterio el fuerte contraste entre la aspiración a la felicidad eterna, que anida en todos los corazones humanos, y el abocarse de tantas almas a las criaturas, olvidando a su Creador. No es mi intención glosar aquí esta Carta encíclica, que todos los fieles de la Prelatura hemos de conocer y meditar, sino tomar ocasión de su contenido para exponer algunos puntos de especial relieve en nuestra tarea apostólica.
En primer lugar, querría que os fijaseis en la pregunta del joven rico del Evangelio, que el Santo Padre comenta largamente: ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna? 28. El Vicario de Cristo pone en evidencia que se trata de «una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna» 29. Esta afirmación encierra una importancia singular a la hora del apostolado, porque en el corazón de cualquier hombre, de cualquier mujer, por alejado que se encuentre de Dios, alienta –sembrado allí por Dios mismo– un deseo profundo de eternidad, que no es posible saciar aquí abajo. En esta aspiración, constantemente alimentada por los secretos y espléndidos impulsos de la gracia, hallaremos siempre un punto de apoyo para remover a las almas, para acercarlas poco a poco, como por un plano inclinado, hasta la amistad con el Señor. El camino, en ocasiones, será largo, pero desechemos las impaciencias, con la certeza de que Dios cuenta con nuestra colaboración –tejida de oración, de buen ejemplo, de palabras oportunas– para atraer a Sí los corazones.
No olvidemos, por otra parte, que –sin pesimismo– en el momento actual asistimos a un profundo oscurecimiento de los espíritus, con una manifestación clara: la ignorancia no solo de las verdades sobrenaturales, sino de las mismas verdades religiosas naturales, esas que la recta razón humana –siempre sostenida por Dios– podría llegar a conocer por sí misma. Por eso, ¡qué gran actualidad tiene el apostolado de la doctrina! ¡Qué necesario es! Hemos de sentir verdadera hambre de propagar las enseñanzas del Magisterio; ahora, en concreto, esos aspectos que el Santo Padre desarrolla en su encíclica.
Como es tradición en la Obra, en muchísimos lugares se organizarán cursillos y ciclos que sirvan de altavoz a la doctrina del Romano Pontífice: un trabajo imprescindible, y cuantas más personas participen en esas reuniones, mejor. Sin embargo, no basta la doctrina para que las almas cambien. Se requiere que sea interiorizada por cada uno, de modo que se conformen a esos postulados en sus pensamientos, juicios y decisiones. Lo recuerda san Pablo: no os amoldéis a este mundo, sino por el contrario transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto 30. Se necesita una transformación radical del modo de enfocar y enjuiciar las realidades terrenas, y más aún, del propio espíritu de la criatura humana, hasta lograr que coincida completamente con el designio divino que se nos ha manifestado en Jesucristo: tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús 31.
En esta tarea, un papel fundamental corresponde a la formación de la conciencia, que –como recuerda el Papa– ha de ser heraldo de Dios y como su mensajero, de modo que cumpla perfectamente su misión de ser «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo fortiter et suaviter a la obediencia» 32. Sin una conciencia recta y verdadera, que recoja los impulsos del Espíritu Santo sin distorsiones ni interpretaciones subjetivas, no es posible alcanzar una vida interior recia, ni iluminar el mundo con la luz de Cristo. Una persona con la conciencia mal formada no puede de ninguna manera ser apóstol; más aún, correría el peligro gravísimo de convertirse en el pseudo-apóstol que nuestro Padre describe en Forja, con todas sus desgraciadas consecuencias 33.
Hijas e hijos míos, esmerémonos en afinar cada día más la rectitud de nuestra conciencia, sacando provecho a los medios de formación que se nos proporcionan en la Obra y pidiendo consejo siempre que sea necesario. Ocupémonos de auxiliar también a nuestros amigos y conocidos. A lo largo de la jornada se presentan muchas ocasiones para ayudarles a formarse bien la conciencia: basta abrir los ojos, basta tener el alma tensa, herida de amor a Dios, para detectar los momentos en que conviene dejar claro un criterio, recomendar la lectura de un buen libro, brindar la sugerencia oportuna..., siempre con cariño, con paciencia, sin dar la impresión de ser los promotores de la verdad, porque esa Verdad que nos llena no es nuestra, sino de Dios, y el Señor la ha confiado a su Iglesia. En definitiva, «es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar –hoja a hoja– un códice; hacer a la gente mayor de edad, formar la conciencia, que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad» 34.
El Santo Padre se refiere en su encíclica a algunos puntos basilares de la enseñanza moral de la Iglesia, como la prohibición siempre y en todo momento de realizar acciones intrínsecamente malas. Aunque esas exigencias son de sentido común y están claramente expuestas en los Mandamientos de la Ley de Dios, abundan las personas que las desconocen. Sin olvidar la existencia de casos en los que una deformación tan grande de la conciencia encuentra su origen en una voluntad desviada, que positivamente rechaza las normas dictadas por Dios, en la gran mayoría tal deformación se nutre de una ignorancia supina de las verdades morales fundamentales. Esas pobres gentes no han tropezado con alguien que les haya mostrado la verdad, o peor aún, han asimilado unas ideas equivocadas. Solo Dios conoce los corazones. Por eso, escribió nuestro Fundador, «el día del juicio serán muchas las almas que responderán a Dios, como respondió el paralítico de la piscina –hominem non habeo (Jn 5, 7), no hubo nadie que me ayudara– o como contestaron aquellos obreros sin trabajo, a la pregunta del dueño de la viña: nemo nos conduxit (Mt 20, 7), no nos han llamado a trabajar. Aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que solo Dios podrá medir» 35.
¿Comprendes, hija mía, hijo mío, la importancia de tu apostolado de amistad y confidencia? ¡A cuántas personas puedes llevar la luz de Cristo, para que ilumine los ojos de su alma y los abra a las realidades imperecederas! Pensad, como os recordaba al principio, que en cada criatura humana, por muy metida que se halle en el error, se esconde siempre al menos el rescoldo de esas verdades naturales, que la gracia está siempre pronta a avivar, sirviéndose de tu ejemplo sencillo, de tu palabra oportuna, de tu sonrisa amigable. ¿Te haces cargo de que no puedes ser apóstol, si no acudes con hambre de aprender a cada uno de los medios de formación? ¿Estás solo físicamente presente –¡qué tristeza sería!– o luchas para aplicar las potencias y los sentidos? ¿Fomentas en tu alma el deseo constante de aprender para servir?
Para que esta gran aventura humana y sobrenatural de reevangelización de la sociedad, en la que estamos empeñados junto a tantos otros cristianos, produzca los frutos que el Santo Padre espera, resulta imprescindible recurrir llenos de confianza a los auxilios sobrenaturales: la oración, el sacrificio, la devoción a la Virgen Santísima, la intercesión de nuestro Padre. En este mes de noviembre, acudamos también a las benditas ánimas del Purgatorio y a los santos del Cielo, unidos a nosotros por los lazos de la misma comunión en Cristo y en el Espíritu Santo. De este modo, la Iglesia en sus tres estados o situaciones –triunfante, purgante y militante– cumplirá la misión que le ha confiado el Señor para la salvación de toda la tierra.
Pienso con mucha frecuencia –y doy gracias al Señor de que así sea– en que todas las personas que pasaron al lado de nuestro Padre tocaron con las manos su constante visión sobrenatural. Fue la suya una insistencia machacona, para que no perdiéramos nunca este punto de mira: que estamos llamados a adorar eternamente a la Santísima Trinidad en el Cielo. De aquí su enseñanza perseverante, animándonos a tratar intensamente, ya en esta tierra, a las tres divinas Personas.
Sí, hijos míos, estamos destinados a gozar de Dios por toda la eternidad: esto es lo que confiere valor y sentido a toda la existencia humana. «Nuestra esperanza –predicaba san Agustín a los fieles– no se cifra en el tiempo presente, ni en este mundo, ni en la felicidad con que se ciegan los hombres que se olvidan de Dios. Lo primero que debe saber y defender un alma cristiana es que no hemos venido a la Iglesia para disfrutar los bienes de aquí abajo, sino para alcanzar aquel otro bien, que Dios nos ha prometido ya, pero del que los hombres no pueden hacerse idea todavía» 36.
Esta felicidad que el Señor ha dispuesto para sus hijos fieles se resume –nos consta claramente, por la fe que Dios nos da– en la posesión y goce de la Trinidad Beatísima; una bienaventuranza que –como le gustaba paladear a nuestro santo Fundador– será «para siempre, para siempre, para siempre». Resulta, pues, imprescindible que resuene en nuestras almas de modo habitual, y que se lo recordemos constantemente a los demás. Porque, como nos amonesta el Señor en el Evangelio, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? 37.
En una de sus últimas Cartas, nuestro Fundador tocaba esta verdad fundamental, y nos señalaba que «la existencia temporal –tanto la de las personas como la de la sociedad– solo es importante precisamente como etapa hacia la eternidad. Por eso es solo relativamente importante, y no es un bien absoluto» 38. Nuestra Madre la Iglesia, con pedagogía sobrenatural, dedica el mes que ahora comenzamos [noviembre] a la piadosa costumbre de tratar a todos los fieles difuntos: los que reinan ya con Cristo en el Cielo y los que se preparan en el Purgatorio para gozar eternamente de Dios. Lo hace también, entre otros motivos, para que quienes aún peregrinamos en la tierra, metidos en los afanes de cada día, no nos descaminemos, sino que mantengamos bien fija la vista en el fin último al que estamos destinados.
Hijos míos, muy grande ha de ser nuestro dolor personal al comprobar que, en ocasiones, nos azacanamos en las tareas de aquí abajo, en lugar de buscar exclusivamente a Dios. Junto a este dolor, nos causa también una gran pena el panorama de millones y millones de personas –y lo que es más triste aún, de muchos cristianos– que marchan por la vida sin rumbo ni meta, como polvo que arrebata el viento 39, ajenos al misericordioso designio de nuestro Padre Dios, que quiere que todos los hombres se salven 40 pero que cuenta, al mismo tiempo, con la cooperación libre de cada uno. Reflexionemos a menudo en estas certezas básicas, que son como la estrella polar de nuestro peregrinar terreno. Hemos de gastar cada una de nuestras jornadas con el firme convencimiento de que de Dios venimos y a Dios vamos, esforzándonos por vivir –como nos señalaba nuestro queridísimo Padre– al mismo tiempo «en la tierra y en el Cielo»: metidos hasta las cejas en un trabajo profesional exigente, en las mil incidencias del ambiente familiar y social, que tratamos de santificar, pero con la mirada fija en el Cielo, donde nos aguarda la Trinidad Beatísima.
Siempre, y concretamente en las circunstancias actuales, «las verdades eternas han de quedar firmemente asentadas en nuestra alma, orientando nuestra conducta» 41. A cada uno de nosotros, hijas e hijos míos, nos toca traer estas verdades definitivas al oído del amigo, del pariente, del colega de trabajo, de aquella persona que, por el motivo que sea, la Providencia divina pone a nuestro lado quizá por breve tiempo. Es preciso que luchemos para ser fieles a la gracia inmerecida de la vocación que hemos recibido. Y así, con la ayuda divina, procurar despertar a todos del sueño en que muchos –como nosotros antes de ser llamados por Dios– se encuentran, y lograr que alcen sus ojos por encima del horizonte inmediato y caduco, hasta fijarlos en lo único definitivo: la eternidad a la que nos dirigimos. Se lo diremos del modo más oportuno en cada caso, pero todas las almas que pasen a nuestro lado han de quedar alertadas.
«Cada uno de nosotros ha de ser quasi lucerna lucens in caliginoso loco (2P 1, 19), como un farol encendido, lleno de la luz de Dios, en esas tinieblas que nos rodean» 42. Prolongando el eco de estas palabras de nuestro Padre, debemos pensar a fondo: ¿soy de verdad, en todos los sitios, ese farol encendido del que hablaba nuestro Fundador, o a veces permito que la luz de la vocación no alumbre en el ambiente que frecuento? ¿Me dejo llevar por la cobardía o los respetos humanos? Porque no basta que conservemos esa divina luz en nuestra alma: hemos de comunicarla a quienes nos rodean. Escuchad el consejo que se transmitían unos a otros los primeros cristianos, el celo santo de aquellos hombres y de aquellas mujeres, que tanto removió a nuestro Padre: «No viváis solitarios, replegados en vosotros mismos, como si ya estuvierais justificados» 43. Por eso, comentaba nuestro Fundador, «agradezcamos con obras nuestra vocación de cristianos corrientes, pero con la luz de Dios dentro, para derrocharla y señalar el camino del Cielo» 44.
Nuestro Padre nos puso en guardia ante una realidad tristísima, siempre actual: que «es fuerte, y bien estimulada por el diablo, la presión que todo hombre padece para alejarle de la consideración de su destino eterno» 45. Resulta, pues, urgentísimo meditar personalmente estas realidades fundamentales –la muerte, el juicio, el infierno, la gloria– y empeñarse en que las mediten muchas personas que se mueven como si estuviesen instaladas en esta tierra para siempre. Las ocasiones pueden ser frecuentes a lo largo de este mes, pues en muchos sitios el pensamiento de los parientes difuntos se convierte en algo particularmente vivo. ¡Vamos a no desaprovecharlas! Procuremos situar a muchas almas, personalmente, frente a su propio destino eterno, frente a sus propias responsabilidades, bajo la mirada de Dios, ayudándoles a rectificar, a plantearse una profunda conversión en su conducta. Si lo hacéis con tono positivo –siempre hemos de movernos así, porque Dios es Amor 46–, como una consecuencia natural del afecto que les tenéis, la gracia divina se servirá de vuestro ejemplo y de vuestras conversaciones para removerles. Son gentes a quienes, en muchas ocasiones, nadie ha hablado de estos temas trascendentales, porque desgraciadamente, como repetía nuestro Padre, «Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e invadiendo el mundo de indiferencia» 47.
Bien sé, hijos míos, que es ímproba la tarea que el Señor ha querido confiarnos; pero es una preciosa y divina aventura. ¡Las almas están tan volcadas en lo material, en tantos países! Por eso mismo, hemos de preocuparnos de «marcar la huella de Dios, con caridad, con cariño, con claridad de doctrina» 48, en todos los que encontremos. En primer lugar, en nosotros mismos: si no vigilásemos, si no nos esforzásemos día tras día por rectificar la intención en el trabajo, si no mortificásemos nuestros sentidos y potencias, si no rezásemos mucho, iríamos en el mal tanto o más lejos que cualquiera, y sería vano y estéril nuestro personal apostolado. Para evitarlo, «hay que aumentar la visión sobrenatural, que quiere decir –sobre todo– vivir continuamente con los ojos puestos en la eternidad a la que nos encaminamos, sin dejarnos deslumbrar por los espejuelos de lo temporal» 49. Os invito a llevar a la oración, con profundidad y calma, los pasajes del Evangelio en los que el Señor dedica sus enseñanzas a las verdades eternas. Os ayudarán mucho las consideraciones de nuestro Padre sobre esos temas en Camino, Surco y Forja, de donde podéis sacar también tantas ideas frescas, incisivas, para vuestra labor apostólica.
Os escribo en este día, de inmenso júbilo en el Cielo y en la tierra, en el que la Santa Madre Iglesia se regocija al festejar a tantos millones de hijos suyos, que han alcanzado ya la eterna bienaventuranza, y gozan contemplando a Dios cara a cara 50. También nosotros nos llenamos de alegría, pues entre los santos que alaban a la Trinidad vemos a nuestro queridísimo Padre, a tantas hijas y a tantos hijos suyos de la Obra, y a innumerables personas a las que hemos conocido y amado en la tierra. Contribuye a aumentar nuestro alborozo la certeza de que, por la misericordia infinita del Señor, otras muchas almas alcanzarán la felicidad eterna en estos próximos días, una vez purificadas de sus faltas y pecados.
Al haceros estas consideraciones, que tanto consuelo ponen en mi corazón, tengo bien presente la amabilísima figura de nuestro Fundador y su antigua devoción a sus «buenas amigas las almas del purgatorio» 51, como le gustaba repetir. Recuerdo concretamente la ilusión que le embargaba al hablar de este tema: que el Señor, acogiendo los abundantes sufragios que la Iglesia ofrece siempre, y especialmente en este mes [noviembre], por los difuntos, concediera una amnistía general a todas las almas del Purgatorio. La misma ilusión humana y sobrenatural, llena de fe y de obras, pido ahora a Dios para vosotros y para mí, con el anhelo de que también cada una y cada uno busque la amistad con tan queridas y poderosas aliadas.
Esta piedad recia y jugosa, que nos ha transmitido nuestro queridísimo Padre, es manifestación práctica de una de las verdades más consoladoras que nos enseña la Iglesia: el dogma de la Comunión de los santos. Saber que todos los cristianos formamos parte del Cuerpo místico de Jesucristo, es fuente de gran alegría y de seguridad. Meditad en la certeza de que, por la caridad, estamos íntimamente unidos a nuestra divina Cabeza y entre nosotros; que hay entre los miembros de este Cuerpo místico una real comunicación de bienes; y que esa unión perdura más allá de la muerte... Todo el misterio de la Iglesia se refleja, pues, en esta antigua y maravillosa doctrina cristiana.
Esta comunión adquiere especial intensidad entre quienes caminan unidos, in radice caritatis, por una misma vocación y unos mismos fines; por tanto, influye con particular vigor entre los hijos de Dios en su Opus Dei. Por eso nuestro Padre nos invitaba a vivir «una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo» 52.
Considera atentamente, hija mía, hijo mío, la grandeza de tu vocación divina, y la responsabilidad de tu respuesta: tu oración y tu sacrificio, tu tarea profesional y familiar, tu vida entera, desborda –¡debe desbordar!– el ámbito concreto en el que te mueves, para dejar sentir su vitalidad en los puntos neurálgicos de la Iglesia y de la sociedad civil. Desde nuestro lugar de trabajo –en la oficina y en el campo, en el hogar doméstico, en la fábrica y en la cátedra universitaria, en todas partes–, si cumplimos con alegría nuestros deberes y somos fieles a nuestra vocación, si somos a diario exigentemente piadosos, estamos ayudando al Papa en su misión de gobernar a la Iglesia, fortaleciendo a tantos cristianos que se ven injustamente perseguidos a causa de la fe, fomentando la paz y la concordia entre las naciones, impulsando el apostolado: realizando en los ambientes más diversos una siembra de paz y de alegría. ¿No es esto algo maravilloso, que hemos de agradecer cada día a Dios?
Meditar con frecuencia en la Comunión de los santos lleva al optimismo en la lucha ascética y en la labor apostólica, a sentirnos fuertes con la fortaleza de los demás, y a fomentar –insisto– el sentido de responsabilidad que cada uno ha de tener en la Obra. «En nuestra vida, si somos fieles a nuestra vocación –escribía nuestro Padre–, permanecemos siempre unidos a los santos del Paraíso, a las almas que se purifican en el Purgatorio y a todos vuestros hermanos que pelean aún en la tierra. Además, y esto es un gran consuelo para mí, porque es una muestra admirable de la continuidad de la Iglesia Santa, os podéis unir a la oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos han precedido, los que viven ahora, los que vendrán en los siglos futuros. Así, sintiendo esta maravilla de la Comunión de los santos, que es un canto inacabable de alabanza a Dios, aunque no tengáis ganas o aunque os sintáis con dificultades –¡secos!–, rezaréis con esfuerzo, pero con más confianza» 53.
Cuando se encontraba físicamente entre nosotros, nuestro Fundador vivía admirablemente la Comunión de los santos. El Santo Sacrificio era siempre, día a día, el centro y la raíz de toda su vida interior; y en cada una de sus misas se daban cita la Iglesia triunfante, la Iglesia purgante y la Iglesia militante. Por eso, sus mementos eran intensos, recogidos, sin prisas. Encomendaba a los vivos y a los difuntos –comenzando siempre por el Papa y por los obispos–, a todos los fieles de la Iglesia; a sus hijos y a los parientes y amigos de sus hijos, a los benefactores de la Obra y a los que habían tratado de hacernos algún mal, a los cristianos y a los no cristianos: a todos sin excepción, con corazón universal. Y acudía a la intercesión de la Santísima Virgen, de los ángeles y de los santos del Cielo. Así enviaba «sangre arterial» a todas partes, en abundancia, empujando a todos a ser buenos y fieles.
Ahora participa en la Comunión de los santos de un modo aún más eficaz. Viendo a Dios cara a cara, estando muy cerca de la Santísima Virgen y de san José, secundado por tantas hermanas y tantos hermanos nuestros que ya están en el Cielo, cuando nuestro Padre reza por cada uno de nosotros, toda esa corona de hijas e hijos suyos dirá amén a su oración, robusteciendo, subrayando esa súplica. Y, como enseña el adagio, muchos amenes al Cielo llegan: ¡qué fuerza y qué eficacia ante Dios Nuestro Señor! Pues no seamos tardos, hijos míos, para aprovechar ese caudal de gracias que nuestro Fundador nos envía constantemente, y hagámonos cotidianamente más rezadores.
Hijas e hijos míos, también yo percibo que la Comunión de los santos es una de mis grandes riquezas. No me olvido de que en cada jornada, desde los puntos más distantes del mundo, decenas de millares de personas ofrecen el Santo Sacrificio y la Sagrada Comunión bien unidos a las intenciones de mi Misa, rezan el Rosario e innumerables jaculatorias, ofrecen su trabajo profesional y las contrariedades de la vida por este Padre vuestro. Me hago cargo de que pocas personas cuentan en la tierra con un soporte tan grande de oraciones y de sacrificios: cuando lo pienso, me siento confundido y, al mismo tiempo, inmensamente agradecido a Dios y a nuestro Padre, a cuya incesante oración se debe este gran milagro de la Obra. Podéis estar seguros de que me esfuerzo por administrar bien ese caudal: lo pongo cada mañana en la patena, junto a la Hostia Santa, junto a la Sangre de mi Señor, y ruego a nuestro queridísimo Fundador que se encargue de aplicarlo donde más se precise. Naturalmente, las necesidades de la Iglesia y de mis hijos ocupan siempre el primer lugar: vuestra santidad personal, la buena marcha de la labor. Y, si me llegan noticias de alguna o de alguno que está más urgido de este apoyo, por la razón que sea, hacia esa hija y ese hijo mío procuro desviar el raudal conveniente del caudal que recibo.
Haced vosotros lo mismo, poniendo en movimiento constantemente esta realidad divina de la Comunión de los santos. Rezad unos por otros, especialmente si comprendéis que alguien se encuentra más necesitado. Ayudaos a ser fieles de verdad. Dirigíos a la Santísima Virgen con muchas oraciones saxum en cada jornada 54. Cuidad sobre todo el día de guardia 55, que es una Costumbre muy santa: indudablemente, una iluminación de Dios a nuestro Padre, para que nos empujemos en la Obra, para marchar todos juntos hacia la vida eterna. No os permitáis la ligereza de retrasar este ritmo, porque –¡estad bien seguros!– todas vuestras acciones tienen trascendencia divina o secundan la triste labor del enemigo de Dios.
Llegar al Cielo es lo único que importa, hijas e hijos míos. Es la meta de todos nuestros anhelos, la dirección de todas nuestras pisadas, la luz que debe iluminar siempre nuestro caminar terreno. No me perdáis nunca de vista que en la tierra estamos de paso: no tenemos aquí morada permanente 56, dice el escritor sagrado. Varios millares de hijas e hijos míos han dado ya el gran salto y –por la misericordia infinita del Señor, y como premio a su lucha en la tierra– son inmensamente felices en el Cielo. A todos nos ha de llegar ese momento, que hemos de preparar con nuestra pelea diaria, sin agobios de ningún género, porque es un salto en brazos del Amor. Pero no me olvidéis el grito que tantas veces salía de labios de nuestro Padre: «tempus breve est!», es breve el tiempo para amar, para labrarse esa felicidad eterna a la que aspiramos. ¡No lo desaprovechemos! Hijos míos, ¡qué bien se muere en el Opus Dei, cuando hemos procurado vivir con lealtad nuestros deberes cristianos! Por eso, deseo que frecuentemente os preguntéis: ¿soy de verdad Opus Dei?, ¿estoy empeñado en hacer el Opus Dei?
La Reina del Cielo ocupa un puesto singular en el Cuerpo místico de Cristo. Acudid a Ella para todo, recurrid a su intercesión materna y todopoderosa, confiadle vuestras obras de fidelidad, aun las más pequeñas, para que, perfumadas por sus manos, sean agradables a la Trinidad Beatísima.
Al reanudar mi conversación con vosotros, en este mes que la piedad cristiana dedica a los fieles difuntos, acuden a mi memoria unas palabras inspiradas, que deben resonar diariamente en nuestros corazones, como un grito de alerta: non habemus hic manentem civitatem! 57, no tenemos en la tierra morada permanente, sino que estamos de paso, de camino hacia la vida eterna.
Entre otras muchas consideraciones, nuestro Padre escribió –cuando era sacerdote joven– unas palabras que han removido a millares de almas, a nosotros también, ayudándonos a disponernos mejor para ese encuentro personal con Dios, en el momento de la muerte: «¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad» 58. Son innumerables los hombres y las mujeres que, cada día, rinden cuentas ante el tribunal de nuestro Supremo Juez, y cada año son más los miembros de nuestra familia –somos familia numerosa, gracias a Dios– que dan el salto a la vida eterna. Hija mía, hijo mío: con sentido de eternidad, no pierdas de vista que «un día, la hoja caída serás tú» 59. ¡Vamos, pues, a vivir como si cada jornada que comienza debiera ser la última de nuestra existencia terrena!
En el Opus Dei no nos da miedo hablar de la muerte. ¡Sí: la Obra es para nosotros «el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir», como tanto repetía nuestro Fundador! El Señor nos llamará en el momento más oportuno, como el jardinero que corta las flores de su jardín cuando están más bellas. Pero no sabemos cuándo sucederá. ¡Qué empeño pondríamos, si lo supiéramos, para convertir esa jornada en oración constante, ininterrumpida! ¡Con qué amor asistiríamos a la Santa Misa! ¡Qué rectitud habría en nuestro trabajo! ¡Cómo nos preocuparíamos de nuestros hermanos y de todas las almas...! Pues así, hijos, así hemos de transcurrir cada uno de los momentos de nuestra existencia.
Por la misericordia de Dios, nos consta que lo único definitivamente importante es llegar al Cielo. Y en el Opus Dei se nos traza con claridad el camino para conseguirlo: nuestras Normas, nuestras Costumbres, la fidelidad a nuestro espíritu, en servicio de la Iglesia Santa y de todas las almas. Pero muchas personas –parientes, amigos, colegas vuestros– andan por la vida sine metu nec spe, sin temor de Dios y sin esperanza, sin pararse nunca a pensar en ese mundo, el definitivo, que se encuentra más allá de sus ojos de carne. Hijas e hijos míos: ¡no podemos dejarles en la ignorancia de algo que es tan esencial para su salvación eterna!
A lo largo de la historia, y especialmente ahora, cuando el materialismo intenta borrar hasta el más elemental sentido cristiano, y aun humano, de las conciencias, resulta imprescindible recordar a las personas que tienen un alma inmortal, que Dios es justo Juez de vivos y muertos, que hay un premio o un castigo eternos. ¡Que existe el Cielo... y también el Infierno! «Una afirmación –escribió nuestro Padre– que, para ti, tiene visos de perogrullada». Y añadía: «Te la voy a repetir: ¡hay infierno! Hazme tú eco, oportunamente, al oído de aquel compañero... y de aquel otro» 60.
Hijo mío: ¿haces eco a nuestro Padre? ¿Sabes situar a las almas frente a Dios, con delicadeza pero con valentía, de modo que sean conscientes de sus deberes y de sus personales responsabilidades? ¿Procuras llegar cuanto antes, en tus conversaciones apostólicas, a lo esencial –la necesidad de estar en gracia de Dios y, por tanto, de acercarse con frecuencia a la Confesión–, o por el contrario te demoras en aspectos secundarios, sencillamente porque te falta audacia, afán de almas y, en definitiva, amor de Dios? Si así fuera, reacciona enseguida, hijo de mi alma; pide a nuestro Padre que te alcance del Señor más valentía, más sentido de responsabilidad, más garra apostólica.
Al cristiano que se sabe hijo de Dios le mueve sobre todo el amor; pero no hay que olvidar la justicia de Dios –¡sus justos juicios!–, que barruntamos con la gracia del Espíritu Santo, y que nos han de ayudar a orientar el rumbo de nuestra vida y a respetar –¡a amar!– la ley de Dios. Por eso, aunque casi nadie hable de los novísimos –porque es un tema inquietante, que obliga a las personas a replantearse el sentido de la propia existencia–, tú y yo no podemos dejarlos de lado en nuestro apostolado personal, ni en los medios de formación de las labores de san Rafael y de san Gabriel 61.
Traer a la conversación la realidad de las postrimerías forma parte de la catequesis más elemental, porque es recordar a la gente que el único verdadero mal sobre la tierra es el pecado, capaz de privar a un alma, por toda la eternidad, de la visión de Dios y del gozo inmenso de amarlo. Todo lo demás que la gente llama males –la enfermedad, la pobreza, las dificultades materiales...–, es bueno o es malo en la medida en que nos sirve o no para alcanzar el Cielo. En resumen, «no olvides, hijo, que para ti en la tierra solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado» 62.
La meditación de los novísimos, tan propia de este mes de noviembre, nos ayudará a todos a rectificar la marcha de nuestro caminar terreno, a aprovechar mejor el tiempo, a no dejarnos absorber por los cuidados y necesidades de la tierra, a no permitir que nuestro corazón se apegue a nada de aquí abajo, a fomentar el horror al pecado, en todas sus manifestaciones, y a sentir la urgencia de un apostolado constante: más intenso y extenso, más descarado, más exigente.
No quiero terminar sin referirme a nuestros queridos difuntos: ninguno debe quedar fuera de nuestra oración y de nuestro recuerdo lleno de cariño. Sed diligentes, hijas e hijos míos, en la aplicación de los abundantes sufragios que en la Obra hacemos por ellos durante estos días. Más aún: sed muy generosos. Tened la ambición santa, que agrada mucho a Nuestro Señor, de que ninguno de vuestros hermanos o hermanas, ninguno de mis hijos o hijas, si están ahora en el Purgatorio, demore un momento más la hora de encontrarse con Dios cara a cara. Pedidlo con mucha confianza, por intercesión de la Santísima Virgen.
Fomentad en vuestros corazones la amistad honda con las benditas ánimas del Purgatorio, para que nos obtengan una compunción profunda por nuestros pecados personales y por los de toda la humanidad. Rogadles –a ellas, que de manera inmediata lo experimentan– que entendamos la lejanía de Dios en que nos coloca el pecado –el venial también–, las imperfecciones, las omisiones... Y pedid que todos odiemos esas ofensas al Señor. Recurrid también a la intercesión de nuestras «buenas amigas las almas del purgatorio» 63, por las intenciones mías: la Iglesia, el inminente Sínodo extraordinario de obispos, la Obra, los sacerdotes, etc. Hijas e hijos míos, que vivamos también nosotros cara a Dios.
Dominus prope est! 64, ¡el Señor está cerca! Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos, de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas anteriores a la Navidad. Nos invita a preparar la venida espiritual de Cristo a nuestras almas, con más urgencia cuanto más se aproximan los días felices del Nacimiento de Jesús. Y, a la vez, estas palabras traen a mi memoria aquel lucero de que nos hablaba nuestro Padre, que el Señor nos ha puesto en la frente. Hija mía, hijo mío: la llamada que Dios nos ha hecho para ser Opus Dei tiene que resonar en nuestra alma como un aldabonazo constante, más fuerte que cualquier otro lazo de unión, y ha de llevarnos a saber que la huella de Dios en nuestras vidas no se borra nunca 65. Démosle gracias, procuremos seguirle muy de cerca, y arranquemos con determinación todo lo que nos aparte de Él, aunque parezca un detalle de muy poca entidad.
El Adviento es uno de los tiempos fuertes de la Sagrada Liturgia, con los que nuestra Madre la Iglesia nos mueve a purificarnos de modo especial, por la oración y la penitencia, para acoger la abundante gracia que Dios nos envía, porque Él siempre es fiel. En estos días se nos invita a buscar –diría que con más ahínco– el trato con María y con José en nuestra vida interior; se nos pide una oración más contemplativa, y que afinemos con manifestaciones concretas en el espíritu de mortificación interior. Así, cuando nazca Jesús, seremos menos indignos de tomarlo en nuestros brazos, de estrecharlo contra nuestro pecho, de decirle esas palabras encendidas con las que un corazón enamorado –como el de mis hijas y mis hijos todos, sin excepción– necesita manifestarse.
Me detengo en estas consideraciones para recordaros que no podemos limitarnos a esperar la Navidad, sin poner nada de nuestra parte. Mirad lo que respondió una vez nuestro Padre, a un hijo suyo que le preguntaba cómo vivir mejor el Adviento: «Deseando que el Señor nazca en nosotros, para que vivamos y crezcamos con Él, y lleguemos a ser ipse Christus, el mismo Cristo» 66. Y concretaba en aquella ocasión: «Que se note en que renazcamos para la comprensión, para el amor, que, en último término, es la única ambición de nuestra vida» 67.
Hijas e hijos míos: si, al meditar estas palabras, comenzáis a seguir el Adviento con más ilusión –con más esfuerzo–, día tras día, aunque sea a contrapelo, aunque os parezca una comedia, cuando el Señor nazca en Navidad encontrará vuestras almas bien dispuestas, con la decisión terminante de ofrecerle esa acogida que le negaron los hombres hace veinte siglos, como también se la niegan ahora; y ocasionaréis a este Padre vuestro una gran alegría.
Pero no es cosa solo del Adviento: todos los días baja Jesús a nosotros, en la Sagrada Comunión. «Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo –escribe nuestro Padre– para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! –“Ecce veniet!” ¡que está al llegar!–, nos anima la Iglesia» 68. ¿Cómo nos preparamos para recibirle, cada día? ¿Qué detalles de amor cuidamos? ¿Qué limpieza procuramos en nuestros sentidos, qué adornos en nuestra alma? ¿Cómo es tu piedad? ¿Procuras acompañarle en el Sagrario de tu Centro? ¿Pides que crezca a diario la vida eucarística en los fieles de la Prelatura? ¿Conocen los que te tratan tu intimidad con Cristo en la Hostia Santa? No hay mejor momento que el de la Sagrada Comunión, para suplicar a Jesús –realmente presente en la Eucaristía– que nos purifique, que queme nuestras miserias con el cauterio de su Amor; que nos encienda en afanes santos; que cambie el corazón nuestro –tantas veces mezquino y desagradecido– y nos obtenga un corazón nuevo, con el que amar más a la Trinidad Santísima, a la Virgen, a san José, a todas las almas. Y aprovechad esos momentos para renovar vuestro compromiso de amor, pidiendo a este Rey nuestro que nos ayude a vivir cada jornada con nuevo empeño de enamorados.
Os aconsejo que repitáis –¡saboreándolas!– muchas comuniones espirituales. Rezad con frecuencia durante estas semanas –también yo procuro meterlo en mi alma– el veni, Domine Iesu! –¡ven, Señor Jesús!– que la Iglesia repite insistentemente. Decidlo, no solo como preparación para la Navidad, sino también para la Comunión de cada día. De este modo, nos resultará más fácil descubrir lo que no va en nuestra lucha cotidiana y, con la gracia de Dios y nuestro esfuerzo, lo quitaremos. No me olvidéis que nuestra entrega bien vivida, con fidelidad constante, es la mejor preparación para ese encuentro con Cristo en la Navidad y en la Sagrada Eucaristía.
Veni, Domine, et noli tardare!, ven, Señor, y no tardes. A medida que transcurren las semanas, el grito de la Iglesia –el tuyo y el mío– sube al Cielo más apremiante. Relaxa facinora plebi tuae!, ¡destruye las ataduras –los pecados– de tu pueblo! No podemos limitarnos a implorar el perdón por las miserias nuestras: también hemos de suplicarlo por los pecados de los demás. Jesús, hijas e hijos míos, ha venido al mundo para redimir a toda la humanidad. También ahora desea introducirse en el corazón de todas las personas, sin excepción alguna.
Adviento significa expectación; y cuanto más se avecina el acontecimiento esperado, mayor es el afán por contemplarlo realizado. Nosotros, junto a tantos otros cristianos, deseamos que Dios ponga punto final a la dura prueba que aflige a la Iglesia, ya desde hace muchos años. Anhelamos que este largo adviento llegue finalmente a su término: que las almas se muevan a contrición verdadera; que el Señor se haga presente más intensamente en los miembros de su amada Esposa, la Iglesia Santa. Lo deseamos y lo pedimos con toda el alma: magis quam custodes auroram 69, más que el centinela la aurora, ansiamos que la noche se transforme en pleno día.
¡Qué buen tiempo, hijos, es este Adviento para intensificar nuestra petición por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores, por los obispos, por los sacerdotes y por los seglares, por las religiosas y los religiosos, por todo el Pueblo santo de Dios! Y es oración, no solo la plegaria que sale de los labios o la que formulamos con la mente, sino la vida entera, cuando se gasta en el servicio del Señor. Os lo recuerdo con unas palabras que nuestro Fundador nos dirigía en el comienzo de un nuevo año litúrgico: «Hemos de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras que hay alrededor. Con la sal de nuestra dedicación a Dios, con el fuego que Cristo trajo a la tierra, sembraremos la fe, la esperanza y el amor por todas partes: seremos corredentores, y las tinieblas se cambiarán en día claro» 70.
Seguid pidiendo con fe, bien unidos a mis intenciones y segurísimos de la eficacia infalible de esta oración. El Señor escuchó a nuestro Padre cuando le rogaba –¡solo Él sabe con qué ardor e intensidad!– por lo que llevaba en su alma, y ha oído –no me cabe la menor duda– las incesantes plegarias que en todos los rincones del mundo se elevaron al Cielo unidas a la intención de su Misa. Pero, hijas e hijos míos, con la fuerza que me viene de haber ocupado su puesto, os insisto: ¡uníos a mi oración!, y hasta me atrevo a pediros que gastéis vuestra vida en este empeño. Sí, lo repito a tu oído: debemos rezar más, porque no conocemos la medida de oración establecida por Dios –en su justísima y admirable Providencia– antes de concedernos los dones que esperamos. Simultáneamente, una cosa es ciertísima: la oración humilde, confiada y perseverante es siempre escuchada. Un fruto de esta plegaria nuestra, más intensa durante el Adviento, es comprender que podemos, que debemos rezar más. ¡No desfallezcamos!
Como la Prelatura es parte integrante de la Iglesia, pediremos también por el Opus Dei, instrumento del que Dios quiere servirse para extender su reinado de paz y de amor entre los hombres. También la Obra vive constantemente su adviento, su expectación gozosa del cumplimiento de la Voluntad de Dios. ¡Son tantos los panoramas apostólicos que el Señor nos pone delante!: comienzo de nuevas labores apostólicas, consolidación –en extensión y en profundidad– de las que ya se realizan en tantos lugares; nuevas metas en nuestro servicio a la Iglesia y a las almas... Y, por encima de todo, el Señor quiere la fidelidad de mis hijos: la lealtad inquebrantable de cada uno a la llamada divina, a sus requerimientos, a esta gracia inefable de la vocación con la que ha querido sellar nuestras vidas para siempre.
Un año más, la Iglesia nos invita a disponernos para dar acogida a Nuestro Señor, que de nuevo quiere nacer espiritualmente en nuestras almas. Aperiatur terra et germinet Salvatorem! 71, es el grito que la liturgia pone en nuestros labios: ábrase la tierra y venga el Salvador. Esa tierra es la humanidad sedienta de Dios; es este mundo nuestro que, sin saberlo –en pleno siglo XX–, anhela a su Redentor; es cada ser humano, llamado por el Señor a ser hijo suyo.
La Navidad despliega ante nuestros ojos la gozosa realidad de nuestra filiación divina, que llena de esperanza a los cristianos, ya que Dios nos la ha señalado como cimiento de nuestro espíritu. Por eso, en una fiesta como la que nos preparamos a celebrar, nuestro Padre comenzaba así su oración: «¿Qué vamos a hacer nosotros hoy, el día en que los hombres celebran la fiesta de Navidad? En primer lugar una oración filial que nos sale de maravilla, porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos de Dios» 72. Es tan importante el acontecimiento que conmemoramos, que la Iglesia dedica cuatro semanas a prepararlo. Veni, Domine Iesu! 73, nos invita a rezar, porque el Adviento es como una marcha: Dios viene hacia nosotros, y nosotros hemos de salir al encuentro del Señor. Que ninguno de mis hijos se quede rezagado, que ninguno dé cabida a la tibieza. Todos hemos de esforzarnos en estos días por ir más rápidamente hacia Dios que viene. Y el encuentro ha de realizarse en Belén: en la humildad de aquella gruta y en la humildad de nuestra vida ordinaria, sin nada exteriormente llamativo, pero repleta de amor a Nuestro Señor.
Durante estos días de Adviento, con más intensidad según se acercaba la Nochebuena, nuestro queridísimo Padre solía pensar en la marcha de José y de María camino de Belén. La Santísima Virgen, hecha Trono de Dios, llevaba en su seno al Redentor del mundo, al Mesías anunciado por los Profetas. José, como cabeza de aquella familia, haría todo lo posible por aligerar las dificultades del viaje, velando constantemente por su Esposa amadísima y por el Niño que había de nacer. ¿Os imagináis la premura y cuidados que derrocharía, con el corazón lleno de agradecimiento a Dios Nuestro Señor, que finalmente iba a cumplir las promesas de redención? A mí me gusta acompañarles en ese camino, ayudarles a superar las molestias propias de todo viaje, y más en aquellas circunstancias. Procuro –lo aprendí de nuestro Fundador– ir bien pegado a santa María, y prestar algún servicio a José, como esclavito suyo.
Únete a este grupo, hija mía, hijo mío, y oiremos aquellas conversaciones que saben enteramente a Cielo por estos caminos de la tierra: porque así ha de ser nuestra vida personal, estar con Dios, cortando los hilos sutiles, «las maromas», que nos impidan seguir las huellas divinas de nuestra vocación. Atengámonos a lo que el Señor nos pide, a través de quienes nos dirigen, sin excusas y sin regateos.
Hijas e hijos míos, que estas consideraciones no se queden en buenos deseos. Muchos cristianos, desgraciadamente, han perdido el sentido de la Navidad. A lo más, experimentan una vaga aspiración de felicidad entre las criaturas, confundiendo no pocas veces ese deseo de bien –que está presente, de un modo u otro, en todo ser humano– con una bondadosidad inoperante y superficial, que se apaga ante el primer contratiempo. No saben que la alegría de la Navidad está enraizada en la Cruz, porque este Niño que nace en Belén, y que es anunciado jubilosamente por voces de ángeles, viene a la tierra para morir por nosotros. Como afirmaba nuestro Padre, la alegría «sale sola cuando una criatura se siente hija de Dios, aunque a veces cueste, y tengamos que refugiarnos –humillados y a la vez dichosos– en el corazón del Padre Celestial. La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge y nos perdona siempre» 74.
Durante este tiempo de Adviento, en la Navidad y siempre, vamos a ofrecer a Dios, con amor, las pequeñas mortificaciones que nadie advierte, pero que sazonan la convivencia con las demás personas y hacen más eficaz nuestro trabajo. Busquemos el trato con María y con José, en estas semanas de preparación para la Navidad. Así, en la Noche Santa, cuando Jesús nazca, nos permitirán tomarle en nuestros brazos, y estrecharle contra nuestro corazón, y bailarle, y cantarle..., sin que nada nos separe de Él. Deseo que afinemos, que nos esforcemos a diario en ser hombres y mujeres de Dios, pensando que tenemos obligación de comportarnos de modo que, quienes nos tratan, vean que somos amigos del Señor, y que nos conducimos de modo coherente con nuestra condición de fieles hijos de Dios. Hemos de considerar que, en cualquier momento, la gente –con palabras de nuestro Padre– nos puede preguntar: «¿Dónde está el Cristo que busco en ti?» 75.
En vuestra oración ante el Portal de Belén, hijas e hijos míos, tened muy presentes las necesidades de la Iglesia, del mundo, de la Obra. Meditad en el fracaso aparente de Cristo, porque muchos hombres rechazan la gracia divina, y llenaos de confianza y de sentido de responsabilidad: Dios es siempre victorioso, aunque a veces su triunfo llegue por caminos distintos de los que nosotros pensamos. Cuenta contigo y conmigo, a pesar de nuestra nada, para llevar la salvación a todas las gentes. No perdáis nunca esta seguridad, aunque el enemigo de las almas –aprovechándose de nuestras debilidades personales– intente deslizar en nuestro corazón el desaliento o la tristeza. Apoyémonos en nuestra filiación divina, que el Señor ha ratificado de tantas maneras en la vida de la Obra, y corramos a refugiarnos en los brazos todopoderosos de nuestro Padre del Cielo, bien persuadidos de que omnia in bonum!: todo –hasta nuestros pecados, si nos arrepentimos sinceramente de esas faltas–, todo concurre al bien de los que aman a Dios 76.
Rezad mucho por la Iglesia, para que al fin salga del bache en el que se encuentra desde hace tiempo, y que tantas lágrimas costó a nuestro queridísimo Padre. Encomendad con todo cariño al Papa y a sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, como os he pedido ya muchas veces. Rogad por la santidad de los obispos, de los sacerdotes y de los religiosos, y por la del entero pueblo de Dios; y, muy concretamente, por la santidad de cuantos formamos parte de la Obra. ¡Que seamos más fieles, más entregados, cada día!
Hace pocos días, al celebrar la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, consideraba una vez más el afán apostólico que nuestro Padre supo transmitir a tantos millares de personas, con su palabra y con su ejemplo, porque ardía de amor a Dios. Al renovar la consagración del Opus Dei al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, he pedido a Nuestro Señor que cada día encienda más nuestras almas en esos afanes divinos; que sus hijas y sus hijos del Opus Dei, ahora y siempre, hasta el fin de los siglos, vivamos solo para extender su reinado en todas las almas, dando así gloria a la Santísima Trinidad.
Deseo con estas líneas impulsaros a realizar un apostolado cada vez más intenso, plenamente confiados en el Señor. Pensad, hijas e hijos míos, en la fuerza transformadora de la gracia divina, capaz de esclarecer las inteligencias más ciegas, hasta el punto de convertir, en un solo instante, al perseguidor Saulo en el Apóstol Pablo. Estos prodigios se siguen realizando también en nuestros días.
El tiempo litúrgico que ahora comenzamos, el Adviento, es una invitación a reforzar nuestra esperanza. El Señor pondrá fin al tiempo de prueba que padece la Iglesia y que tanto nos hace sufrir, si continuamos en una perseverante siembra de doctrina y de amor. En estas semanas, mientras preparamos la gran fiesta del Nacimiento del Redentor, podemos considerar el modo de actuar de Nuestro Señor. Aunque deseaba ardientemente tomar nuestra carne, preparó a la humanidad con pedagogía divina y vino a la tierra en el momento prefijado por el Padre desde la eternidad. Pasaron muchos siglos antes de que se verificase el sublime acontecimiento de la Encarnación; luego, una vez hecho Hombre, Jesucristo permaneció treinta años sin revelar su condición de Mesías e Hijo de Dios. Solo más tarde manifestó su poder y su divinidad en todo su esplendor.
Sed, pues, optimistas, aunque la realidad concreta que muchas veces palpáis a vuestro alrededor sea difícil. No basamos nuestra esperanza en los medios humanos –aunque hemos de poner todos los que estén a nuestro alcance–, sino en Jesucristo Nuestro Señor, que es Dominus dominantium 77, Señor de los que dominan, que ha conquistado el mundo entero mediante su Sacrificio en la Cruz.
Os parecerá a veces que el non serviam! [no quiero servir], que tantos hombres y mujeres pronuncian tristemente con sus vidas, compone un clamor más fuerte que el serviam! [serviré] que –con la gracia divina– sale cada día de los labios y de los corazones de todos los que deseamos ser dóciles a la gracia. No os dejéis engañar por las apariencias. Os repito que el Señor triunfa siempre. Habéis de tener presente que, como nos recordaba nuestro Padre, «en los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo. Hijos míos, sintamos el deber de ser leales a cuanto hemos recibido de Dios, para transmitirlo con fidelidad. No podemos, no queremos capitular» 78.
La oración es nuestra fuerza. Es la palanca que remueve el Corazón Misericordioso del Salvador, siempre dispuesto a ayudar a los suyos. «Dios no pierde batallas. Hemos de llamar continuamente a la puerta del Corazón Sacratísimo de Jesucristo, que es nuestro amor, y del Corazón Dulcísimo de María, que es nuestra salvación; y no olvidar que, para el Señor, los siglos son instantes» 79. Pero es bueno que le urjamos. Si nos exigimos a fondo en nuestra lucha cotidiana, hijas e hijos míos, veréis cómo resurge la Iglesia en todo el mundo, cómo arraiga la fe en tantas almas; si en cambio no peleamos, aun estando ayudados por la gracia, engrosaremos el clamor de ese non serviam!, con una grave responsabilidad de nuestra parte, puesto que Dios nos ha llamado con especial confianza. Hemos de pedir a Jesús, con aquellas palabras del Evangelio que le dirigía nuestro queridísimo Padre: «¡Óyenos, Señor! Aumenta nuestra fe, más aún. Repitamos, con el centurión: tantum dic verbo (Mt 8, 8), di una sola palabra, ¡una sola!, y se arreglará todo» 80.
Con la oración constante –¡esa oración por mis intenciones, que continuamente os pido!–, ha de ir inseparablemente unido el esfuerzo diario de cada uno por impregnar de espíritu cristiano el ámbito en el que se mueve. No penséis que podéis contribuir muy poco: cada uno, cada una, puede llegar a mucho, porque la eficacia apostólica depende, en primer lugar, de vuestro amor a Dios y de la visión sobrenatural con que realicéis el apostolado entre quienes os rodean.
Pero déjame que te pregunte, hijo mío: ¿cómo has aprovechado este año las ocasiones que se te han presentado para acercar las almas a Dios? ¿Has procurado insistir una vez y otra, sin desanimarte por la aparente falta de correspondencia de parte de algunas personas? ¿Has buscado nuevas vías para llegar a más gente? Y, fundamentalmente: ¿somos apóstoles que basan su acción en una oración profunda y en una abundante mortificación? ¿Trabajamos con perfección, por el Señor, ofreciendo un ejemplo claro de cristianos coherentes, en el ejercicio de nuestra labor profesional? ¿Nos esforzamos por aprender de los demás, mirando sus virtudes y sus cualidades?
En estas semanas de preparación para la Navidad, nuestro Padre, entre otras muchas oraciones, solía rezar con creciente insistencia: veni, Domine Iesu!, veni, Domine, et noli tardare!...; ¡ven, Señor Jesús!, ¡ven, Señor, y no tardes! Os recomiendo que sigáis también en esto su ejemplo: os ayudará a tener más presencia de Dios, a encenderos en afán de almas, a hacer más urgente vuestra oración por la Iglesia; y sentiremos el deber de purificar nuestras almas y nuestros cuerpos para que Él venga a tomar más plena posesión de nuestro yo.
«Empecemos ya a dar gracias al Señor: ut in gratiarum semper actione maneamus, vivamos en una continua acción de gracias a nuestro Dios. Acciones de gracias que son un acto de fe, que son un acto de esperanza, que son un acto de amor. Agradecimiento, que es conciencia de la pequeñez nuestra, bien conocida y experimentada, de nuestra impotencia; y que es confianza inquebrantable –también de esto tenemos experiencias maravillosas– en la misericordia divina, porque Dios Nuestro Señor es todo Amor: y de su Corazón paternal brotan raudales de designios de paz y de gozo, para los hijos suyos. Designios misteriosos en su ejecución, pero ciertos y eficaces» 81.
Permaneced muy unidos a María y a José en estos días de Adviento y suplicadles que nos dejen participar con más hondura en la gozosa espera que ellos vivieron cuando Jesús estaba para venir al mundo. También ahora el Señor ha de nacer en muchos corazones: nada más lógico, pues, que impetrar la ayuda de su Madre y del que hizo las veces de padre suyo en la tierra.
Estamos ya metidos en el Adviento y nos preparamos –como todos los años– para vivir muy bien esa gran fiesta del acercamiento de Dios a los hombres que es la Navidad. Para los cristianos, estas semanas constituyen un tiempo de espera gozosa, que llegará a su culmen en la Nochebuena, cuando venga al mundo nuestro Redentor. Para los hijos de Dios en su Opus Dei, además, este Adviento presenta un relieve especial, ya que por vez primera celebraremos la Navidad teniendo a nuestro amadísimo Padre en los altares. Por eso, la alegría propia de esas fiestas se ha de multiplicar en cada Centro, en cada corazón, en cada hogar de una hija mía o de un hijo mío.
Recordaréis que cuando nuestro Fundador marchó al Cielo, en medio del dolor profundísimo que nos causó su inesperada partida, experimentamos un gozo sobrenatural humanamente inexplicable, porque estábamos seguros de que el Señor le había recibido inmediatamente en su gloria. Os escribí y os dije entonces, repetidas veces, que estaba pidiendo a Dios una gracia especial: que con el pasar de los años se mantuviera abierto, en carne viva, el desgarrón que la marcha de nuestro Padre había producido en nuestras almas. El Señor nos escuchó, y en todos estos años el recuerdo del 26 de junio ha supuesto un impulso formidable a la fidelidad de todas y de todos 82.
Ahora, con motivo de la beatificación, he pedido al Señor otra gracia para toda la Obra: no perder nunca la alegría sobrenatural que experimentamos en torno al 17 de mayo. Bien podemos aplicarnos lo que canta el salmo: magníficamente, en verdad, obró Dios con nosotros, y nos llenamos de gozo 83. Tan íntima y profunda era esa alegría, fruto del Espíritu Santo 84, que nos parecía estar inmersos en un mar de gozo, señal clara de la presencia de Dios en nuestras almas. Un júbilo que se fue contagiando a millares y millares de personas que, por un motivo o por otro, estaban ya en relación con la Obra o comenzaron a estarlo entonces –parientes, amigos, colegas de trabajo, simples conocidos–, causando un gran bien a sus vidas, porque les empujaba a rezar, a frecuentar los sacramentos, a mejorar en su ambiente familiar o de trabajo; en definitiva, a acercarse un poco más a Dios. Son reacciones que he podido comprobar repetidamente al leer los numerosísimos relatos que habéis enviado a propósito de aquellas inolvidables jornadas de mayo. No ceso de agradecerlo al Señor, mientras le ruego que –como a los discípulos de la primera hora– nos llene siempre de alegría y de Espíritu Santo 85.
A este propósito, me gusta recordar lo que nos decía a menudo nuestro Padre: que «la alegría es un bien cristiano, y especialmente un bien de los hijos de Dios en el Opus Dei» 86. ¡No la perdáis nunca, hijas e hijos míos, suceda lo que suceda! Y, para eso, no olvidéis jamás que «la alegría es fruto de la paz, la paz es consecuencia de la guerra, y la guerra es un deber que tenemos cada uno de nosotros» 87. La alegría viene sola a nuestra alma, y nos llena por completo, cuando no abandonamos la lucha interior, cuando diariamente renovamos el esfuerzo personal –con la ayuda divina– por cumplir siempre y en todo, con amor, los deberes en los que la Voluntad de Dios se manifiesta para cada uno: deberes de piedad –¡nuestras Normas y Costumbres!–, y deberes profesionales, sociales, familiares...
Es una experiencia bien presente, gracias a Dios, en el Opus Dei. Cuando nos conducimos de este modo, el Espíritu Santo derrama abundantemente en nuestros corazones el gaudium cum pace, un gozo y una paz que necesariamente se traslucen al exterior y atraen a las almas de quienes nos rodean. Sacaréis con alegría el agua de las fuentes de la salud 88, exclama el Señor por boca de Isaías. Entonces, el apostolado adquiere eficacia, porque estamos en condiciones de facilitar a nuestros amigos y compañeros de profesión un encuentro personal con Jesús, el Médico divino capaz de sanar sus llagas, el Consolador que aquietará sus penas, el Maestro que saciará las hambres de verdad que anidan en todos los corazones.
En efecto, como también escribió nuestro Padre: «¿Quién ha dispuesto que para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas raras, extrañas? Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla –a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios» 89.
Cultivad, pues, en estas semanas de Adviento, la alegría de salir al encuentro de Cristo que viene. Cuidad de modo especial las pequeñas mortificaciones, internas y externas, con las que podemos disponer mejor el corazón para dar una acogida cariñosa al Niño que nacerá en Belén. Siguiendo el consejo de nuestro Fundador, caminad de la mano de la Virgen y de san José, que son los mejores maestros de la vida interior. Recordad lo que en tantas ocasiones nos comentó nuestro Padre: en Belén, no hay lugar para los egoísmos, para el propio yo. Allí todos están al servicio de los otros con una generosidad sin límites. Yo querría que así fuera nuestro modo de proceder: servicio a Dios, servicio a los demás, también cuando estemos cansados. ¿Te ocupas de preparar tu alma para que el Señor la encuentre bien limpia? ¿Procuras que otros se acerquen a Cristo que va a nacer? ¿Les das ejemplo de cómo hay que tratar a Jesús, en la conducta diaria? ¿Aprendes de los demás para llegar a una profunda intimidad con Dios encarnado?
Deseo igualmente que todos –cada una, cada uno– sintamos ansias diarias de colmar la indiferencia de tanta gente ante estas magnalia Dei 90, ante esta realidad de que el Verbo se hace carne para salvarnos, pues muchos lo ignoran o no le reciben. Hijas e hijos míos, pedid a santa María y a san José, y a nuestro Padre, ansias de reparación, también por nuestras faltas personales de correspondencia.
Prope est iam Dominus! 91. Meditaba estas palabras en mi charla con el Señor, y contemplaba su infinita Bondad con las criaturas; tan grande, hijos míos, que se nos entrega sin límites y nos ayuda, además, a sabernos muy unidos los unos a los otros. He pensado una vez más en vosotros y en mí, y os confieso que he sentido –casi materialmente– el deseo de estar con cada uno durante las próximas fiestas. Físicamente no podrá ser así. Espiritualmente, os puedo asegurar que me encontraréis todos a vuestro lado.
Por eso, nada más comenzar estas líneas, os digo que tengo el alma llena de alegría, de agradecimiento, de paz, de serenidad, de compunción y de propósitos de mayor entrega, contando con vuestra ayuda. Al echar la mirada atrás me ha venido también a la cabeza –con más intensidad que de ordinario, si cabe– el recuerdo concreto de nuestro Padre cuando escribía a sus hijas y a sus hijos, para felicitarnos por la Santa Navidad: siempre nos ponía ante la bendita responsabilidad de hacer –en servicio de la Iglesia– el Opus Dei, siendo nosotros mismos Opus Dei; porque este es para nosotros el camino de la fidelidad y de la felicidad: hacer el Opus Dei, luchando por identificarnos cada día más con el espíritu de la Obra.
Sé –no hay presunción de mi parte– que ahora guía nuestro santo Fundador mi mano, precisamente al enviaros estas letras que llevan, con el calor de esta gran familia, el deseo de que os acerquéis más al Señor, el ruego de que renovéis vuestro agradecimiento por el Año Mariano que estamos viviendo 92, tan pleno de bendiciones de la Trinidad Beatísima, alcanzadas por nuestro Padre, con la intercesión de santa María y de san José.
Acabo de escribir que nuestro Padre guía mi mano y, movido por el ejemplo de su santidad, quiero urgiros a que presentéis al Dios que nace ese agradecimiento concreto, con obras diarias, con oración cotidiana más piadosa, con mortificación perseverante, con un trabajo continuo, con un apostolado ininterrumpido. Y os pido, también, que os unáis más a mis intenciones, a mis propósitos, a mis pasos, porque procuro seguir los de nuestro Padre, con el ritmo santo que desde el Cielo nos marca.
Os escribía que me parece estar viendo aquellos modos tan propios de nuestro Padre en esta época litúrgica. Cuando se acercaban las Navidades, y durante esos días santos, a nuestro Fundador le gustaba especialmente pensar en Belén, meterse en el Portal y, si podía, se paraba ante el Nacimiento, para mirar a la Sagrada Familia, siempre aprendiendo de los Tres, y siempre ofreciendo a Jesús, a María y a José, todo lo que tenía. Se notaba, me atrevería a decir que se tocaba con las manos, la realidad de que, al rezar y al trabajar, al descansar y al ocuparse de los demás, quería estar –y estaba– «siempre con los Tres».
Y eso mismo es lo que ha de interesar a cada uno de nosotros, porque este es el secreto divino para ser Opus Dei: «Estar siempre con los Tres». En Belén y en Nazaret todo es Opus Dei. Allí se abre la escuela –la cátedra– del trato de Dios con los hombres y de los hombres con Dios. Allí nos ha hecho entrar nuestro Padre, para que nos empapemos y para que aprendamos el modo de manifestarse la humildad y la misericordia del Señor con nosotros. Vamos, pues, con nuestro Padre a Belén. Vamos a aprender del Niño, nuestro Dios, de María, Madre de Dios y Madre nuestra, de José, nuestro Padre y Señor. Para conseguirlo, pedid ayuda a nuestro Padre y esforzaos –no me cansaré de repetíroslo– en andar por los caminos de la humildad. Y concretamente, cuidadme la Confesión sacramental y la charla fraterna 93: que sean puntuales, contritas, bien preparadas, con ánimo de aprovechar «esos medios soberanos de santificación –como los llamaba nuestro Padre–, que el Señor nos ha regalado». Y después, lanzaos a un apostolado decidido, para que todas las almas que tratéis descubran la alegría incomparable de llegar a Jesús, a María y a José, acudiendo, después de una confesión contrita, a una dirección espiritual perseverante.
No me olvidéis que nuestro servicio –nuestro amor incondicional– a la Iglesia Santa, al Romano Pontífice, a la Jerarquía, a las almas, a la Obra, es sinónimo de lucha para ser santos. No basta que trabajemos mucho: hemos de trabajar y de luchar, para hacer todo acabadamente bien, sin excusas de ningún género, que no existen cuando se ama de veras; pero solo se ama de veras cuando el alma y el corazón están limpios. Vividlo, y enseñadlo a vivir a vuestros amigos, a vuestros colegas, a vuestros parientes, a vuestros compañeros de trabajo.
Cuando redacto estas líneas, al inicio del nuevo año, tengo ante mis ojos las escenas de la Navidad. Una vez más, al contemplar al Niño Dios envuelto en pañales y reclinado en el pesebre, acuden a mi memoria las palabras de san Pablo cuando, conmovido ante esta humildad del Señor, nos escribe que Dios, siendo rico, se ha hecho pobre por vosotros, a fin de que su pobreza os enriquezca 94.
La doctrina cristiana nos enseña que todos los bienes proceden del Creador. «No solo hemos recibido de Dios los bienes espirituales y celestiales –exclama san León Magno–, sino también nos han venido de su generosidad las riquezas terrenas y corporales» 95. Nuestro Fundador proclamó siempre que «el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 ss)» 96. Y no solo esto: tanto amó Dios al mundo –nos dice la Escritura Sagrada– que le entregó a su Hijo unigénito 97. ¿Cómo vamos a despreciar las cosas de la tierra, si nos hablan de la bondad del Señor y, rectamente usadas, nos acercan a Él?
Los bienes materiales son, pues, queridos positivamente por Dios, y nosotros hemos de utilizarlos como medio de santificación y de apostolado, para servir a Dios y a los hombres. Incluso me atrevo a afirmar que el hecho de tener cierta holgura económica –para aquellas personas que se encuentran en esta situación– es también un camino recto, porque hace posible la práctica generosa de las obras de caridad y misericordia con el prójimo. «¿Cómo dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al desamparado –cosas por las que, de no hacerse, amenaza el Señor con el fuego eterno y las tinieblas exteriores–, si cada uno empezara por carecer de todo eso? (...). No deben, por consiguiente –os diré con un antiguo escritor eclesiástico–, rechazarse las riquezas, que pueden ser de provecho a nuestro prójimo. Se llaman efectivamente “posesiones” porque se poseen, y “bienes” o utilidades porque con ellas puede hacerse el bien y han sido ordenadas por Dios para utilidad de los hombres» 98.
No os inquietéis, sin embargo, hijas e hijos míos, cuando no gocéis de disponibilidad económica y, por tanto, no estéis en condiciones de llevar a cabo todas las obras de misericordia que desearíais realizar. En estos casos, vuestros deseos suben ante el trono de Dios como aroma grato en su presencia, y las mismas estrecheces en que se desarrolla ordinariamente la vida de la mayor parte de mis hijos –que deben trabajar duramente para sacar adelante a su familia, para ayudar a las necesidades de la Iglesia y colaborar en los apostolados de la Prelatura– es ya una ocasión espléndida de unirse más a Dios, como enseña el Apóstol 99. Podréis exclamar entonces, con palabras que san Ambrosio refiere al nacimiento de Cristo en Belén: «Mi patrimonio es aquella pobreza, y la debilidad del Señor es mi fortaleza. Prefirió para sí la indigencia, a fin de ser pródigo con todos» 100.
El desorden introducido en el mundo por el pecado de origen, agravado luego por los pecados personales de cada uno, hace que en tantas ocasiones la criatura humana pierda su rectitud en el uso de los bienes materiales, hasta invertir y retorcer el orden establecido por Dios. Se llega así, en no pocas circunstancias, al absurdo de pretender convertir esos bienes en término y fin del destino humano, como si alcanzásemos aquí abajo una morada permanente 101. Es necesario estar prevenidos contra esta tentación, hijas e hijos míos, que es capaz de sujetar en sus redes a muchas criaturas; también a quienes, por vocación divina, debemos caminar y trabajar en medio del mundo, usando de los bienes terrenos con el fin de conducir a Dios todas las cosas.
Entre las enseñanzas que nos brinda el nacimiento de Jesús, me gustaría que reflexionásemos, de nuevo, sobre la necesidad de moverse y sentirse con el corazón libre, verdaderamente desprendido de las cosas materiales. No es una actitud negativa: se trata de una exigencia capital de la respuesta cristiana, imprescindible para preservar la naturaleza misma de los bienes creados –instrumentos al servicio de Dios y de los demás– y, sobre todo, para defender la dignidad del hombre, constituido –en cuanto imagen de Dios– en dueño y señor de la creación 102.
Un aspecto de nuestra labor apostólica consiste, pues, en mostrar a las personas que nos rodean el verdadero sentido de los bienes de la tierra. Las palabras de un apóstol a sus hermanos los hombres y mujeres de cada tiempo –y vosotros sois apóstoles, elegidos por Cristo con una vocación específica– han de estar respaldadas por el testimonio de una conducta coherente. Este buen ejemplo resulta particularmente necesario, cuando se busca enseñar a las almas el camino cristiano del desprendimiento efectivo de las cosas materiales: más que las palabras, es la actitud de quien exhorta lo que podrá remover a muchas personas, animándolas a seguir los mismos pasos de Cristo. Por eso, cuando acogéis con alegría las estrecheces y carencias, cuando administráis en servicio de nuestro prójimo los bienes que Dios haya puesto en vuestras manos y lucháis contra la tentación del aburguesamiento, cuando marcháis por esta tierra nuestra sin el más mínimo apegamiento a los bienes materiales, estáis desarrollando un apostolado colosal y acabáis por influir decisivamente en vuestros parientes y amigos, y en el ambiente que os rodea.
A todos mis hijos –pienso ahora especialmente en cuantos habitan con su familia de sangre– necesito urgirles a que no bajen la guardia en este terreno, porque todos llevamos –¡triste tesoro!– en el fondo del alma la tendencia desordenada a usar mal de los bienes de aquí abajo. Hija mía, hijo mío, ten siempre presente el ejemplo del Maestro, y «conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente. Si no –te repito con nuestro Padre–, nunca serás apóstol» 103. Esta preocupación es perfectamente compatible con la necesidad de comportarse de acuerdo con las exigencias del ambiente social propio de cada uno, pero llevando siempre en nuestras actuaciones la luz y la sal de los seguidores de Jesucristo: la luz de una conducta parca, la sal de la mortificación alegre y generosa. Sabréis así descubrir, y rechazar, lo que a veces puede presentarse como una exigencia del propio tenor social, cuando no es más que una concesión –pequeña, y quizá no tan pequeña– a los criterios errados y a las falsas dependencias de una sociedad hedonista.
Examinad, pues, vuestra actitud personal hacia los bienes materiales. Pedid al Señor que os dé a conocer cuáles son los «hilillos sutiles» 104 que amenazan con aherrojar el corazón con la fuerza de una gran cadena, para romperlos y volar libres hacia Dios. Los que seáis padres o madres de familia con hijos aún jóvenes, considerad también cómo los educáis en la virtud humana y cristiana de la templanza: convenceos de que no les haríais ningún favor satisfaciendo todos sus caprichos, aunque sea este, desgraciadamente, el modo habitual de comportarse de muchos padres, que no se deciden a cortar, a negarse a atender tantas peticiones inútiles de sus hijos.
Enseñad a vuestros amigos formas prácticas de este desprendimiento interior, que ha de presentar manifestaciones externas muy concretas. Que sepan, del modo oportuno en cada caso, que vosotros os priváis voluntariamente de muchas pequeñeces –o no tan pequeñeces– para subvenir a las necesidades materiales de la Iglesia, para ayudar a las labores apostólicas de la Prelatura, para practicar las obras de misericordia que todo cristiano está llamado a realizar. Que os vean contentos, porque Dios ama al que da con alegría 105; de este modo será más fácil plantearles la necesidad de que se conduzcan sobriamente, y animarles a que también ellos se decidan a caminar desatados voluntariamente de las riquezas, para almacenar en el Cielo tesoros que no envejecen (...), donde el ladrón no llega ni corroe la polilla 106.
Estad persuadidos, hijas e hijos míos, de que prestáis un gran servicio a vuestros amigos y conocidos, cuando les invitáis a colaborar en el sostenimiento de los apostolados –tan numerosos y variados– que la Prelatura desarrolla en servicio de las almas. En algunos casos quizá no os escucharán: se inventarán mil excusas para no privarse de nada, porque quizá se hallan esclavizados por el dinero. Sin embargo, vosotros no habréis perdido el tiempo: además de recibir una pequeña humillación por Jesucristo –para Él y por Él trabajamos, no nos interesa ningún provecho personal de orden material–, que siempre es una gran riqueza, la petición que hayáis formulado, respaldada por vuestra oración, resonará como un aldabonazo en el alma de aquella persona: ¡quién sabe si esa conversación marcará el principio de un nuevo planteamiento de su camino hacia Dios, como resultado de la inquietud que habéis sembrado en su corazón!
En otras ocasiones, el Señor bendice ese apostolado de pedir con la respuesta generosa de personas que comienzan por colaborar con lo suyo, para terminar –¡cuántas saludables experiencias vienen a mi memoria!– entregándose ellos mismos al servicio de Dios y de los hombres, movidos por la fuerza de la vocación. Así paga el Señor repetidamente los servicios que le brindan sus criaturas, que siempre serán pequeños en comparación con la generosidad divina.
En los días pasados, al sentir el gozo con toda la Iglesia por el nacimiento temporal del Hijo de Dios, os habréis llenado también de pena, al pensar que aún hay muchas criaturas que no conocen a Jesús. Pensad que, incluso en países de vieja tradición cristiana, bastantes personas han perdido el sentido sobrenatural de estas fiestas tan santas, que no raramente se convierten en ocasión de pecar. ¿No es esto una manifestación de la ignorancia religiosa que abunda en el mundo que rechaza a Dios; y, al mismo tiempo, una triste confirmación de que nuestra labor apostólica es muy necesaria, muy urgente?
«Todos los apostolados del Opus Dei –repitió muchas veces y en diversas formas nuestro Padre–, se reducen a uno solo: dar doctrina, luz» 107. Toda la tarea de la Obra, hijas e hijos míos, se propone enseñar y difundir la fe cristiana, a todos los niveles y entre todo tipo de personas. Así vivió nuestro santo Fundador, y así hemos de vivir siempre sus hijos: con el único deseo de hacer que la doctrina de Cristo sea conocida, amada y puesta en práctica por todos los hombres. Es este un apostolado principalísimo nuestro, que cada uno debe realizar entre sus colegas, amigos y parientes.
Siempre será necesario dar doctrina, pero es indudable que existen épocas, como la actual, en las que este deber adquiere particular urgencia. El ataque que sufre la fe en todo el mundo es muy fuerte, hijas e hijos míos; y aunque el Santo Padre no cesa de hablar a toda hora, exponiendo claramente la doctrina cristiana, sus enseñanzas se estrellan contra una muralla de indiferencia o se relegan enseguida al olvido, cuando no son silenciadas por poderosos grupos de presión que manejan los hilos de la opinión pública.
No os estoy dibujando un cuadro sombrío, no estoy cargando las tintas: responde, desgraciadamente, a la realidad que cada día tocamos con las manos, ya desde hace largo tiempo. Pero esto no quiere decir que la situación sea desesperada, porque Dios está de nuestra parte, y si Deus pro nobis, quis contra nos? 108; si Dios vela por su Iglesia, ¿quién podrá vencerla? Portœ inferi non praevalebunt 109, las puertas del infierno no prevalecerán.
Hace años, al contemplar cómo se atacaban todas las verdades de la fe, una por una, nuestro Fundador solía comentar que era como desmantelar los grandes sillares de una catedral para tirarlos al barranco. Y añadía: «Una de las labores que os recomiendo (...) es que, cuando veáis que arrancan una piedra de la Iglesia, vayáis allá, os pongáis de rodillas, la beséis y, poniéndola sobre vuestros hombros, la volváis a colocar en su sitio (...). Vamos a convertirnos, como aquellos hombres que hicieron nuestras catedrales, en trabajadores de Dios» 110. No hay otra actitud posible para los hijos de Dios: si se ataca un punto del dogma, de la moral, de la disciplina de la Iglesia, ¡a defenderlo!, todos a una, siguiendo el magisterio del Romano Pontífice, haciendo de altavoz a sus enseñanzas.
Empeñaos seriamente en esta tarea, hijas e hijos míos. Esforzaos por poner en práctica este apostolado de la doctrina, sacando cada uno el máximo provecho a las mil oportunidades que se presentan en la vida diaria –conversaciones con colegas y amigos, comentarios hechos con enfoque cristiano a los sucesos y noticias de más difusión, etc.–, y provocando vosotros mismos con iniciativa y espontaneidad otras muchas ocasiones para hacer eco a la doctrina de la Iglesia sobre temas de candente actualidad, como los que se refieren a la defensa de la vida humana, la santidad del matrimonio, el fin sobrenatural de la Iglesia, el valor de los sacramentos... Pienso, por ejemplo, en ese apostolado que nuestro queridísimo Padre encargó de modo particular a sus hijas y a sus hijos Supernumerarios, mediante la organización de tertulias, roperos, reuniones de amigos..., y de otros muchos que vuestro sentido de responsabilidad sabrá promover: cursos básicos de doctrina cristiana, catequesis a vuestros hijos y a los hijos de vuestros amigos, iniciativas para difundir por escrito las enseñanzas del Santo Padre, etc.
Junto a este apostolado personal de amistad y de confidencia, que es lo nuestro y lo verdaderamente eficaz, hay que sentir también la responsabilidad de colaborar –con iniciativa y responsabilidad personales– en el apostolado de la opinión pública: cartas a los periódicos y a los demás medios de comunicación, artículos, conferencias, publicaciones... Todos estáis en condiciones de realizar esta tarea, porque la Prelatura os proporciona de modo constante la conveniente formación doctrinal-religiosa, tanto mediante círculos, clases, meditaciones, etc., como a través de una abundante información escrita: aprovechad bien esos medios, hijos míos; atesorad en vuestro corazón la buena doctrina de nuestra Santa Madre la Iglesia; conocedla a fondo, cada uno en la medida de sus posibilidades; hacedla llegar a muchísimas personas.
Nuestro Señor nos espera. Hay que ponerse en movimiento con sentido de urgencia, y fomentar este mismo afán en los Cooperadores, en los muchachos de san Rafael, en nuestros amigos y conocidos que, siendo buenos católicos y lamentándose quizá ante la situación del mundo, están apoltronados en su trabajo y en su familia, como en un reducto. Decidles que no pueden desentenderse; que es la hora de salir al descubierto y hacer frente, con todos los medios que estén a nuestro alcance, a ese ataque brutal del enemigo de Dios, que tantas almas se empeña en llevar por caminos de perdición.
Recordad aquella escena que con frecuencia nos relató nuestro Padre, cuando un hombre de buen corazón pero que no tenía fe, mostrándole un mapamundi, le hacía considerar el fracaso de Cristo: tantos siglos desde que llegó a la tierra, y tantos lugares a los que no había llegado aún la luz del Evangelio. Recordad también la reacción de nuestro Fundador: su dolor y su firme esperanza, porque «la doctrina de Cristo está fecundando el mundo. La Redención se está haciendo ahora: vosotros y yo somos corredentores. Por eso estamos aquí –continuaba en una ocasión, y es bueno meditarlo ahora, cuando la Navidad está aún tan cerca–, consummati in unum (Jn 17, 23), ante ese Dios hecho Niño, tratando de pensar en la responsabilidad que tenemos» 111.
Llenaos de agradecimiento, hijas e hijos míos, porque el Señor desea contar con vosotros, junto con otros muchos hijos fieles de la Iglesia, para transformar ese aparente fracaso en una gran victoria de la gracia de Cristo. «En esto consiste el gran apostolado de la Obra: mostrar a esa multitud, que nos espera, cuál es la senda que lleva derecha hacia Dios. Por eso, hijos míos, os habéis de saber llamados a esa tarea divina de proclamar las misericordias del Señor: misericordias Domini in aeternum cantabo (Sal 87, 2), cantaré eternamente las misericordias del Señor» 112. Deseo que meditemos, cada uno en su oración ante el Señor, cómo sentimos este celo por la salvación de las almas. Pensad que ninguno está dispensado de esta obligación cristiana y, por esto, debe abundar en vuestro quehacer cotidiano una oración y una mortificación –constantes, personales, generosas– por esta expansión del Amor de Dios. Nadie puede quedarse rezagado. Recordad aquel consejo de nuestro santo Fundador: «¡Ved almas detrás de todo lo que hagáis!»; por eso añadía con convencimiento que no dispensaba del apostolado ni a los enfermos, ni a los ancianos: ¡a nadie! Querría que nos examinemos con valentía, considerando si en algún momento nos dispensamos de este deber que tan claramente nos pide Dios.
En toda esta tarea apostólica, acogeos a la poderosa intercesión de la Santísima Virgen Sedes Sapientiœ, y buscad también la ayuda de nuestro santo Fundador, que desde el Cielo sigue empeñado en que sus hijas y sus hijos hagamos por todo el mundo una siembra cada día más extensa e intensa de buena doctrina. Pedídselo especialmente el próximo 9 de enero, como regalo por el aniversario de su nacimiento.
Gloria a Dios en lo más alto del cielo y paz en la tierra 113. Así cantaron los ángeles en la primera Navidad, cuando comunicaron a los pastores el nacimiento de Jesús en Belén. Lo hemos meditado muchas veces en estos días, al compás de los textos litúrgicos, y hemos pedido al Señor que derrame abundantemente sobre la humanidad esa paz suya, basada sobre la justicia y el amor, que el mundo no puede dar 114.
Una mirada al planeta, en este comienzo de año, nos recuerda que, desgraciadamente, innumerables hombres y mujeres no conocen la paz. La guerra causa estragos en muchas partes; abundan las incomprensiones y rivalidades, no solo entre unas naciones y otras, sino dentro de un mismo país, de una misma ciudad, de una misma familia. El mensaje de paz que Cristo vino a traer a la tierra, en ocasiones ha caído en el olvido para muchos.
A todos nos consta la grandísima preocupación que el Romano Pontífice, Padre común de los cristianos, demuestra por este tema. Resultan incontables sus intervenciones en favor de una justa paz entre los pueblos, sus llamadas a los gobernantes, sus invitaciones a los cristianos y a todas las personas de buena voluntad para que la impetren de Dios y aúnen esfuerzos para construirla día tras día.
El mensaje del Papa para la Jornada Mundial de la Paz, que se celebra todos los años el 1 de enero, lleva esta vez el siguiente lema: de la familia nace la paz de la familia humana. El Santo Padre subraya, en este año 1994 dedicado a la familia, la íntima relación existente entre la paz en el seno de los hogares y la paz de la sociedad. Recuerda Juan Pablo II que solo la familia, en cuanto «célula primera y vital de la sociedad» 115, asegura la continuidad y el futuro de la convivencia social. Por tanto, «la familia está llamada a ser protagonista activa de la paz gracias a los valores que encierra y transmite hacia dentro, y mediante la participación de cada uno de sus miembros en la vida de la sociedad» 116.
Deseo llamaros la atención sobre la primera parte de esta afirmación del Vicario de Cristo: si la familia puede y debe ser protagonista de la paz, e influir decisivamente en la vida de las naciones, ha de cumplir una condición ineludible: que no pierda –más aún, que incremente constantemente– sus valores propios: la solidaridad, el espíritu de sacrificio, el cariño y la entrega de unos a otros, de manera que cada uno de sus miembros no piense en sí mismo, sino en el bien de los demás.
Estas condiciones se cumplen con mayor facilidad en la familia cristiana, que goza de una especial asistencia de Dios en razón de la gracia específica del sacramento del Matrimonio. Por eso, hijas e hijos míos, todo lo que contribuyamos para formar bien a las familias cristianas, ayudándoles a comprender la inmensa dignidad a la que han sido llamadas, se resuelve en un bien incalculable para la entera sociedad. De sobra lo sabe el demonio, que –así se expresaba nuestro Padre–, como no tiene un pelo de tonto, concentra sus ataques contra la institución familiar, procurando corromperla o, al menos, haciéndole la vida muy difícil.
«Familia, ¡"sé” lo que "eres"»! 117, clamaba Juan Pablo II en su Exhortación apostólica Familiaris consortio, y vuelve a repetirlo ahora. Frente a la crisis de valores, de modelos, de comportamientos, que experimentan muchos hogares, todos en el Opus Dei sentimos la responsabilidad de contribuir al fortalecimiento de la institución familiar, inspirados en el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret. Este apostolado, misión específica de mis hijas y de mis hijos Supernumerarios, es tarea de todos, porque todos podemos y debemos ayudar de un modo u otro a la configuración cristiana de la sociedad, y para esto resulta indispensable partir de la familia. La nueva evangelización que el mundo necesita urgentemente comienza por ese núcleo.
Y como es preciso barrer primero la propia casa –así os lo dije hace ya nueve años, haciendo eco a los deseos del Romano Pontífice–, cada uno debe examinar cómo se preocupa de este cometido eminentemente cristiano. Pienso que no me alejo de la realidad que estamos considerando si me detengo a meditar en la situación de cada uno de nuestros Centros, verdaderos núcleos vitales de trascendencia para tantas personas y tareas. Siempre serán muy actuales aquellas preguntas que nos dirigía nuestro Padre al llegar a una sede: ¿me cumplís las Normas? ¿Estáis unidos? ¿Se practica la corrección fraterna? Nos urgía de este modo, porque solo si somos exigentes con nosotros mismos, buscando incansablemente la santificación personal y la de quienes con nosotros conviven, llevaremos la paz y la alegría de Dios a la gran familia humana. A mis hijas y a mis hijos que reciben charlas fraternas, les pido especialmente que ayuden a sus hermanos en esta delicadísima tarea, rezando por ellos y aguijoneándoles para que nunca dejen caer en un segundo plano esta importantísima tarea de trabajar por el bien espiritual del propio Centro o de la propia familia de sangre.
Me dirijo ahora a los padres y madres de familia, o a quienes –como puede suceder– realizan sus veces. ¿Tienes bien presente que formar cristianamente a los hijos es la tarea más importante que el Señor te ha confiado? ¿Dedicas a cada uno –con la gracia de Dios– el tiempo necesario para labrar su alma, con el interés que un orfebre pone en trabajar la joya más preciosa? ¿Tienes ilusión por formarte muy bien, para realizar este encargo divino del mejor modo posible? ¿Pones de tu parte todo el esfuerzo, con el sacrificio que haga falta? ¿Vives atento a las necesidades de cada uno de tus hijos, en los diversos momentos de su desarrollo? ¿Sabes prever los problemas que puedan surgir y buscar los remedios oportunos? ¿Recurres con confianza filial a la Santísima Virgen y a san José en todo lo que se refiere a la buena marcha de los tuyos? ¿Pides el conveniente consejo en la dirección espiritual, para formarte un buen criterio cuando dudas sobre el modo de actuar en un caso concreto?
Con palabras de nuestro Fundador, quiero recordar a mis hijos casados que «el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano: en encontrar la alegría escondida que hay en la llegada al hogar; en la educación de los hijos; en el trabajo, en el que colabora toda la familia; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer el hogar agradable –nunca nada que huela a convento, que sería anormal–, la formación más eficaz, la vida más sencilla» 118.
No penséis que esta tarea termina cuando los hijos se independizan de vosotros. También entonces os incumbe una responsabilidad –ciertamente de distinta índole– para fomentar la identidad cristiana de los nuevos hogares que se constituyen. El Papa habla explícitamente de la importancia de los abuelos y de otros parientes, en cuanto representan insustituibles y preciosos lazos de unión entre las diversas generaciones: «Aportad generosamente vuestra experiencia y el testimonio –les exhorta– para unir el pasado con el futuro en un presente de paz» 119.
Muchos de mis hijos e hijas Supernumerarios son ya abuelos: abuelos siempre jóvenes, aunque sean menos jóvenes. Pensad que, realizando este nuevo cometido con sentido común y con sentido sobrenatural, podéis colaborar enormemente a la transmisión de la fe y de las costumbres cristianas a las nuevas vidas que llegan. Así ha ocurrido durante siglos en la Iglesia, y así debe continuar sucediendo.
Pienso también de modo especial en un apostolado importantísimo para el futuro de la familia y de la sociedad, en el que todas mis hijas se sienten de un modo u otro comprometidas: el que se realiza con las empleadas o con las personas que se dedican al trabajo del hogar en tantas partes del mundo. ¡Cuánto bien podéis hacer, hijas de mi alma, con este quehacer apostólico –pido al Señor que cada día sea más amplio–, enseñando a esas personas a realizar bien su ocupación, por amor de Dios, y a influir cristianamente en los hogares donde prestan sus servicios, con cariño y paciencia, con su buen ejemplo, con una palabra dicha oportunamente! En sus manos está, de un modo muy particular a veces, la posibilidad de que muchos hogares adquieran un talante cristiano. Así nos lo exponía nuestro queridísimo Padre: «Esa labor de servicio doméstico no es una labor poco importante. A mi juicio es no solo tan importante como cualquier otra –desde el punto de vista de quien la ejercita–, sino, en muchísimas ocasiones, más importante que las demás: porque las que tienen esa profesión, tan digna y tan merecedora de respeto, llegan a la entraña de la sociedad, llegan a lo más hondo del vivir de la gente, a todos los hogares; y de ellas dependen no pocas veces las virtudes de la familia, la buena educación de los hijos, la paz de la casa; y, en consecuencia, buena parte de la rectitud y de la paz de la misma sociedad civil, y de la labor santificadora de la Iglesia» 120.
La sociedad de mañana será lo que sean la familias de hoy, porque «la familia –como escribe el Papa– lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad; su papel especialísimo es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz» 121. En este sentido, las virtudes domésticas, practicadas y enseñadas a practicar a los niños desde su más tierna infancia, en generosa apertura a las demás personas, constituyen un germen importantísimo que dará luego fruto en la sociedad civil. El respeto de la vida y de la dignidad de cada ser humano, la comprensión y el perdón recíprocos, la paciencia, la participación en las alegrías y en las penas..., todo esto ofrece a la comunidad familiar «la posibilidad de vivir la primera y fundamental experiencia de paz» 122. Sin olvidar que –como nos enseñó siempre nuestro queridísimo Padre– la paz del mundo, que anhelamos, es «algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria» 123: es fruto de esa pelea íntima que cada uno debe mantener dentro de sí mismo contra todo lo que nos aparte de Dios. Solo si hay una lucha ascética personal, constantemente renovada –¡año nuevo, lucha nueva!–, se difundirá la paz de Dios a nuestro alrededor: en los hogares, entre los demás parientes, en el círculo profesional y social..., hasta provocar en todo el mundo esa oleada de paz y concordia que el Señor ha prometido a los hombres, y que los ángeles anunciaron en la primera Navidad.
Movilizaos, pues, hijas e hijos míos, en este apostolado que es tan necesario actualmente en la Iglesia y en la sociedad. Encomendadlo cada día a la Sagrada Familia de Nazaret, y recurrid también a la intercesión del beato Josemaría 124, nuestro amadísimo Padre, de modo particular el próximo día 9 de enero, aniversario de su nacimiento. Pensad a qué nuevas familias podéis llegar: por medio de los padres, de los hijos, de los abuelos, de los demás parientes... ¡Hay mil formas de conectar con unos y con otros! De este modo, además, estaremos bien unidos a uno de los objetivos prioritarios del Santo Padre en su esfuerzo por la reevangelización de la sociedad.
En estos días del nuevo año, mientras nos acercamos a un nuevo aniversario del nacimiento de nuestro Fundador, acude con insistencia a mis labios aquella jaculatoria con la que nuestro Padre, en su última Navidad entre nosotros, nos impulsaba a pedir luces abundantes a Dios: «Domine, ut videam!, ut videamus!, ut videant!» [Señor, que vea, que veamos, que vean]. Os aconsejo que la repitáis mucho y con devoción honda cada jornada, rogando con todas las veras de vuestra alma al Señor que os conceda su claridad para ver lo que espera de nosotros –de cada una, de cada uno, y de toda la Obra–, en este 1986 que empezamos a gastar.
¿Qué deseas de mí, Señor? Domine, quid me vis facere? 125, ¿qué quieres que yo haga? ¿Qué he de proponerme de cara a los meses próximos, para cumplir tu Voluntad? Ponte en presencia de Dios, y pregúntaselo así, con sencillez y sinceridad absolutas. Oirás cómo, en el fondo del alma, el Señor te recuerda esa verdad gozosa que da sentido a nuestra vida: haec est enim voluntas Dei, sanctificatio vestra 126: la Voluntad de Dios es que seamos santos. Con palabras tomadas de Surco, os digo y me digo: ¡«A ver cuándo te enteras de que tu único camino posible es buscar seriamente la santidad! Decídete –no te ofendas– a tomar en serio a Dios. Esa ligereza tuya, si no la combates, puede acabar en una triste burla blasfema» 127.
Para ser santos, no hay otra receta que cultivar la vida interior día a día, como se cultiva un campo para que dé fruto. El Señor espera que nuestra vida y nuestro trabajo, nuestros pensamientos y nuestras obras, todo en nosotros le pertenezca, no solo en teoría y con el deseo, sino en la realidad concreta, minuto a minuto, de nuestra existencia cotidiana.
Las tareas agrícolas requieren esfuerzo, tenacidad, paciencia... Hay que clavar la reja del arado en tierra, abonar y regar; hay que proteger las plantas de la helada o del excesivo sol, y luchar contra las plagas... Una vida de trabajo duro, de brega silenciosa, con frío y con calor, con lluvia o con sequía, antes de recolectar los frutos. Lo mismo sucede en la lucha interior. Cada uno de nosotros es el campo que Dios cultiva 128, y has de estar dispuesto –hija mía, hijo mío– a gastar tu entera existencia en ese esfuerzo –de sol a sol, jornada tras jornada– sin dejar de trabajar por ninguna causa, sin escurrir el bulto, sin quitar el hombro..., porque la Trinidad nos contempla en cada instante.
No olvidéis, hijas e hijos míos, que la lucha interior no es cuestión de sentimientos, ni debe confundirse con los consuelos que a veces concede Dios a sus criaturas. Más aún: os recordaré que la entereza del trato con Dios, el auténtico enamoramiento del alma, se pone de manifiesto precisamente en los momentos de aridez, cuando es preciso ir cuesta arriba, a contrapelo; cuando el corazón no responde sensiblemente y la entrega se hace más costosa; cuando no se encuentra gusto ni sabor en las realidades sobrenaturales. La vida interior se forja con la gracia divina –que no nos falta nunca, que es sobreabundante– y con tu necesaria respuesta humana a esa gracia, que así sabrá encontrar en lo ordinario, en el quehacer habitual, la perenne novedad del Amor.
Hijas e hijos míos: una vida interior sólida, de personas que han superado la edad de niños fluctuantes 129 y que, por tanto, no se acomodan a los vaivenes del sentimiento, ni al estado de ánimo o de salud, ni a las dificultades del ambiente, ¡esa ha de ser la piedad recia y jugosa de un hijo de Dios en el Opus Dei! Sed, sí, niños en la malicia; pero en la cordura hombres hechos 130: hombres y mujeres responsables, que saben poner todo el corazón –aunque esté seco– en el trato con Dios Padre, con Dios Hijo, con Dios Espíritu Santo, con nuestra Madre santa María, con nuestro Padre y Señor san José. Y si en algún momento arrecia la dificultad, insisten en la petición: ut videam!, ut sit!, como aprendimos de nuestro queridísimo Fundador, que terminó su vida en la tierra –después de tantos años de entrega absoluta a Dios– repitiendo, ¡rezando con más piedad!, la misma jaculatoria con que, al comienzo de su vocación, invocaba la luz del Cielo para sus pasos.
Si tu oración es sincera, si estás a la escucha de lo que el Señor te manifiesta por medio de las personas que le representan, si pones en práctica sus consejos, te aseguro que alcanzarás esas luces que deseas. Y se hará realidad lo que Jesús espera de la Obra, de cada uno de nosotros, para este año 1986: un gran salto adelante en nuestro servicio a la Iglesia y a las almas.
Dios quiere que seamos santos para que le ayudemos a santificar a los demás. Nos pide, por tanto, que hagamos mucho apostolado. Precisamente el celo apostólico presenta como síntoma primero y preponderante el «hambre de tratar al Maestro» 131, el empeño fiel y diario, sin altibajos, por cuidar y mejorar la propia vida interior. De la Santa Misa y de la oración, del Rosario bien rezado, de la mortificación generosa, del trabajo terminado hasta el detalle y realizado con rectitud de intención, saldrá la eficacia apostólica extraordinaria de la Obra de Dios, que la Iglesia anhela y el mundo necesita.
Ahora que comienza el año, fija en tu examen personal y en la Confidencia [en la dirección espiritual] las metas –¡grandes, atrevidas!, pero determinadas diariamente en cosas pequeñas–, y pelea por alcanzarlas, con la ayuda de Dios. Ten presente que, como escribió nuestro Padre, «para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios» 132.
Concreta, pues, hija mía, hijo mío, los medios que vas a emplear cada día para lograr esa entrega nueva: la oración y las mortificaciones ofrecidas para que aquella persona se confiese, para que esa otra se incorpore a la labor, para que la de más allá dé un paso importante en su vida espiritual: asistir a un curso de retiro, incorporarse a un Círculo o a un curso de doctrina cristiana, comenzar la dirección espiritual, etc. Y cuando veas que no las has cumplido, que los deseos han sido, sí, largos, pero las obras cortas, pide perdón a Dios, rectifica con dolor de amor, y recomienza a la jornada siguiente. «"Nunc coepi!" –¡ahora comienzo!–: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir –¡de amar!– con lealtad enteriza a nuestro Dios» 133.
No os arredréis ante las dificultades. Recordad la fe con que nuestro Padre comenzó las actividades de la obra de san Rafael, hace ya cincuenta y tres años, y los frutos de su entrega generosa a la gracia de Dios. Verdaderamente, aquellos tres que asistieron al primer Círculo son ahora muchos millares, de todas las razas y lugares, como nuestro amadísimo Fundador vio con los ojos del alma, mientras les impartía la bendición con el Santísimo Sacramento.
Esa fe operativa de nuestro Fundador, una fe que se alimenta de la vida interior y se desborda en iniciativas apostólicas bien concretas, es la que suplico a Dios, para cada una y cada uno de nosotros, como regalo suyo en el año que comienza. Un año –os lo he escrito por extenso en otra carta– en el que todos, sin excepción alguna, hemos de empeñarnos seriamente en la tarea de cristianización de la sociedad, que es el fin de la Obra y lo que el Romano Pontífice nos solicita con insistencia en estos momentos.
Pregúntate cada día si has contribuido más abundantemente a la acción apostólica con tu oración y con tu mortificación. Considera si, al hablar con los demás, ves siempre almas a las que has de empujar hacia Dios. Piensa si tu comportamiento en el trabajo y en la vida de relación despierta, en quienes te tratan, el sentido cristiano que ha de alimentar tu actividad. Examina si te interesas, con rectitud de intención, por los problemas de los demás, porque son tus hermanos, son almas que aguardan tu ejemplo, tu palabra, tu oración.
Poned estos afanes de santidad personal y de apostolado bajo el manto de la Virgen. Recuerdo la confianza y el amor con que acudió a Ella nuestro Padre, en enero de 1948, en su primera romería a la Santa Casa de Loreto, para rogarle –como acostumbraba desde los comienzos– que mantuviera la integridad espiritual del Opus Dei a lo largo de los siglos. Esta unidad, hijos míos, se refuerza abrigando todos y cada uno los mismos sentimientos, vibrando al unísono, trabajando todos –con constancia, sin pausas ni desmayos– en esta gran tarea de la santificación propia y de los demás. Querría que ahondásemos en lo que con tanta fuerza predicaba nuestro santo Fundador: que rezáramos sinceramente la oración pro unitate apostolatus [la unidad del apostolado], viviéndola jornada tras jornada. Recuerda, pues, que te incumbe esta santa obligación.
Con la certeza de que ninguno se quedará rezagado en este esfuerzo que la Iglesia nos exige maternalmente, os envío mi más afectuosa bendición: que el Señor esté en vuestros corazones, para que le busquéis durante todos y cada uno de los días de este año que comienza; en vuestros labios, para que anunciéis la buena nueva a cuantas personas pasen a vuestro lado; en vuestro trabajo, para que se convierta en el candelero donde brille para los demás la luz de la vida cristiana. Y así, con la sonrisa de la Virgen y de san José, con la complicidad de los Ángeles Custodios, con la intercesión de nuestros Patronos e Intercesores, y con el estímulo constante de nuestro Fundador, vayáis por todos los caminos de la tierra, haciéndolos divinos, llenando de frutos los graneros de la Iglesia Santa. Y que este fruto –abundante, colmado– sea duradero 134.
En estos días pasados de la Santa Navidad, al amparo de la Sagrada Familia, hemos rezado por la unidad maravillosa que caracteriza a esta familia nuestra del Opus Dei, para que se refuerce aún más, y para que colectiva e individualmente –cada una y cada uno desde su sitio–, al mirar al Niño, repitamos el ofrecimiento enterizo de nuestras vidas y no tengamos más ideal que el de cumplir la Santa Voluntad de Dios. Yo siento constantemente –os lo he confiado ya en otras ocasiones– la fuerza de vuestra oración por mí: podéis tener la certeza de que también el Padre vive continuamente para sus hijos y no cesa de rezar por todos y por cada uno. Y ¿qué pido al Señor para vosotros? La verdadera felicidad: es decir, que luchemos de veras para alcanzar la santidad; que seamos esforzadamente fieles al camino de servicio a la Iglesia Santa, que la Trinidad Beatísima nos ha trazado.
Os invito a que os fijéis una vez más en aquellos Magos que acuden de las lejanas tierras de Oriente, para postrarse ante el Mesías, y ofrecerle sus dones de oro, incienso y mirra, reconociendo en el recién Nacido al Rey de reyes, que es perfecto Dios y perfecto Hombre. Han llegado a la gruta guiados por una estrella; y... ¡qué fuerza cobran las palabras de nuestro Padre!: «También nosotros hemos visto una gran estrella; también en nuestra alma se encendió una gran luz: la gracia soberana de la vocación» 135.
No dejéis de meditar en la realidad de que aquellos personajes, desde que sienten la llamada, emplean todas sus energías en recorrer el camino que se les indica. No hay obstáculo capaz de detenerles: saben superar el cansancio de todo el itinerario; no se excusan ante el frío de las noches de invierno; y cuando el Señor permite que se queden a oscuras, no se desaniman, sino que –muy al contrario– ponen todos los medios a su alcance para perseverar, para alcanzar la meta, para estar con Dios.
Medita ahora, hija mía, hijo mío, aquellas consideraciones de nuestro Padre que son un resumen de la vida de cada uno de nosotros y que tienen unas consecuencias llenas de exigencia: «Cristo Jesús os ha llamado desde la eternidad. No solo os ha señalado con el dedo, sino que os ha besado en la frente. Por eso, para mí, vuestra cabeza reluce como un lucero» 136.
La vocación es una llamada divina, que nos transforma. Aunque nada haya mudado en nuestra situación en la vida, todo ha adquirido un nuevo sabor dentro de nosotros. Se ha encendido una luz potentísima, para poner más claridad y calor en nuestras almas y en las almas de quienes con nosotros conviven. Hemos quedado sellados para siempre por esta gracia, que confiere un sentido nuevo, divino, a nuestra existencia humana: ahora, experimentamos ansias de infinito y nos sabemos enrolados por Cristo en la primera línea de su ejército de apóstoles, para llevar la sal y la luz del Evangelio a todas las gentes. Las realidades más menudas se tornan campo de batalla, donde se desarrollan gestas maravillosas, llenas de trascendencia porque sabemos convertir «la prosa diaria en endecasílabos de verso heroico».
Nuestro queridísimo Fundador solía repetirnos que la vocación al Opus Dei es «una fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, y nos empuja a dedicar las más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio» 137. En ocasiones ponía un ejemplo gráfico: un sastre, como forma vital de su carácter, de su personalidad, se fija en la hechura de los trajes de quienes se cruzan con él por la calle; un zapatero mira si esas personas van bien calzadas; un médico quizá descubre algunos rasgos que pueden ser síntomas de una enfermedad... Nosotros enfocamos todos los sucesos a través de esa llamada divina, que no es algo superpuesto: se ha hecho un todo con nuestra existencia. No hay nada que resulte ajeno a nuestras relaciones con Dios: ni intereses profesionales, ni aficiones o gustos personales, ni formas de carácter; porque la vocación no es algo que afecte solo parcialmente a nuestro yo, no es un estado de ánimo, ni depende de la situación personal, familiar o social, en que podamos encontrarnos con el rodar de la vida. Dios nos ha tomado por entero, y nos ha dicho: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu! 138. Todos, cada una y cada uno, hemos de responder a esta exigencia divina con plenitud de entrega, sin rebajar sus requerimientos. Todos, insisto: Numerarios, Agregados y Supernumerarios de la Prelatura; Agregados y Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Porque en todos es idéntico el fenómeno vocacional, e igualmente poderosa la gracia que lo sustenta, y que se adapta a las circunstancias propias del estado de cada uno. El Señor, al mostrar la estrella a los Reyes Magos e invitarles a conocer al Mesías, les pedía a la vez una entrega total de su vida, que les signaba ya para la eternidad: para alcanzar aquel fin, debían ponerse en camino, debían dejar tantas cosas, debían secundar con plenitud la Voluntad de Dios. Igualmente nosotros, al venir a la Obra, «no nos hemos apuntado para dar algo; hemos venido a darnos del todo, sin regateos, y no solo porque nos ha dado la gana, sino porque Él nos llamó» 139.
Hijos míos: no caben componendas de ningún tipo. No podemos conformarnos con apuntarnos, con estar a la ligera en el Opus Dei; hemos de ser y de estar cada uno, a conciencia, en el Opus Dei 140. Al menos, hemos de desearlo ardientemente, impetrarlo del Señor con constancia y rectificar el rumbo cuantas veces sea necesario: porque todos los seres humanos arrastramos la tendencia innata a la comodidad, a sentir una fuerte atracción por lo que resulta más fácil, a huir del esfuerzo que supone la lucha por la santidad. Hemos de grabar siempre a fuego en nuestras almas y en nuestros corazones esta verdad, cargada de compromisos: Dios nos ha llamado ab aeterno, para que seamos santos de altar, con virtudes heroicas, como nuestro Padre.
El tiempo pasado de la Navidad ha sido buena ocasión para que lo consideremos. Aunque cuando te lleguen estas líneas hayan transcurrido esas fechas, contempla de nuevo la escena del Portal. ¿Acaso descubres el más mínimo asomo de comodidad o egoísmo por alguna parte? Se nos presentan claramente una entrega y abandono confiados en Dios, una alegría plena: ¡un amor que no deja dividido el corazón! «En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención» 141.
Urgidos por nuestro Padre, hagamos un decidido examen de conciencia, hijos míos. Pregúntate: ¿hay algún aspecto de mi vida que, de algún modo, no se compagine con las exigencias de la vocación? ¿Existen en mi trabajo, en mis intereses, en mis proyectos, en mis aficiones, tiempos, decisiones, detalles que no están sometidos plenamente al servicio de Dios? ¿Me esfuerzo, de verdad, por ser cada día más fiel en lo poco 142: en el plan de vida, en el servicio al prójimo, en el cumplimiento de los demás deberes ordinarios, para que sea realmente total mi respuesta al Señor?
Reacciona si percibes o te ayudan a esclarecer algún rincón oscuro en tu alma, zonas cubiertas por el polvo del egoísmo o de la comodidad, que impiden cumplir su cometido a las gracias que nos consigue la vocación. Piensa que el Señor espera tu correspondencia leal para llenarte de eficacia, para hacerte feliz en la tierra y felicísimo en el Cielo. No permitamos que se apague o pierda fulgor ese brillante lucero que nos distingue a los ojos de Dios entre todas las criaturas, y que nos encumbrará a esa unión eterna con la Trinidad Beatísima. Si no perseverásemos, no podríamos excluir que ese abandono nos trajera un distanciamiento absoluto del Señor, porque, como nos precisa el Evangelio, hemos recibido de Dios un talento –la vocación divina– y debemos ocuparnos de que fructifique al máximo, porque el Creador nos pedirá estrecha cuenta de cómo hemos administrado ese don suyo; de si hemos sido fieles al compromiso de Amor que hemos adquirido con Él.
Si somos fieles a la vocación, si nuestra alma está como en carne viva, si no atenuamos las exigencias del Amor, la consecuencia necesaria será que nos conduciremos a toda hora como apóstoles de Cristo. ¡Qué frío está el mundo, hijos míos! Hemos de caldearlo con el fuego de nuestros corazones enamorados, conscientes de que –en estos tiempos de deslealtad– los hijos de Dios somos particularmente responsables de amparar y defender los derechos de nuestro Padre y Señor de cielos y tierra. Esa es nuestra misión, que cada uno –con libertad y responsabilidad personales– ha de cumplir desde el puesto que le corresponde en la sociedad civil.
Hijas e hijos míos, insisto: hay que corresponder a tanta gracia de Dios día a día, minuto a minuto, con el fervor y la ilusión sobrenatural de los primeros momentos de nuestra vida en Casa [en la Obra] y con la madurez que da el paso del tiempo: por eso, aunque sean muchos los años desde el instante en que el Señor nos llamó, contamos con la frescura de un amor joven, que no conoce de cansancios ni acostumbramientos. Si somos fieles, si nos esforzamos de verdad por ser cada vez más plenamente Opus Dei, ¡cuánto bien haréis a los hombres! Ninguno que se encuentre a vuestro lado, en este camino de la vida, aunque sea por pocos instantes, podrá quejarse como aquel paralítico del Evangelio: hominem non habeo! 143, diciendo al Señor: no ha habido nadie que me enseñara tus mandatos, que me tendiera una mano y me ayudara a andar... Iréis por todos los caminos de la tierra, con la luz de Dios, divinizándolos y divinizando a las almas, llenos del gaudium cum pace [la alegría y la paz] que Dios concede siempre como premio a la entrega.
Pido a la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, por la intercesión de nuestro santo Fundador, que ningún hijo mío se quede tranquilo, con la tranquilidad mala de la mediocridad en la entrega, al meditar las enseñanzas que nos dan Jesús, María y José desde la cátedra de Belén; que todos amemos cada día más nuestra vocación divina, la joya preciosísima de nuestra vida; que nadie pierda ese gran tesoro, sino que lo hagamos rendir para la gloria de Dios, en servicio de la Iglesia y de las almas.
Nunca agotaremos la riqueza de las enseñanzas de la Navidad, y sus abundantes gracias nos empujan a imitar, a incorporar a nuestra conducta, tantos divinos ejemplos. La gruta de Belén es una cátedra desde la que la Trinidad Santísima, con el concurso incondicionado de María y de José, nos imparte lecciones de olvido de sí, de humildad, de pobreza, de abandono... Predicaciones que se resumen en una sola: la entrega absoluta a la Voluntad de Dios, con una disponibilidad plena para poner la existencia entera al servicio de la misión que el Señor nos ha confiado. He sido testigo de cómo se metía en este santo misterio nuestro Fundador, y le ruego que ponga en nuestras almas, en nuestros sentidos y potencias, sus hambres de estar con Cristo, con María, con José, participando en la hondura de amor y en la intimidad con que Dios se digna allegarse hasta nosotros.
«Todo allí nos insiste en esta entrega sin condiciones: José –una historia de duros sucesos, combinados con la alegría de ser el custodio de Jesús– pone en juego su honra, la serena continuidad de su trabajo, la tranquilidad del futuro; toda su existencia es una pronta disponibilidad para lo que Dios le pide. María se nos manifiesta como la esclava del Señor (Lc 1, 38) que, con su fiat, transforma su entera existencia en una sumisión al designio divino de la salvación. ¿Y Jesús? Bastaría decir que nuestro Dios se nos muestra como un Niño; el Creador de todas las cosas se nos presenta en los pañales de una pequeña criatura, para que no dudemos de que es verdadero Dios y verdadero Hombre» 144.
Al recoger estas palabras de nuestro Padre, quiero moveros a un mayor sentido de responsabilidad en nuestra entrega –hija o hijo mío: ¡en la tuya!–, para que no abandonemos a nuestro Dios al frío de la indiferencia. Pido a la Santísima Virgen y a san José –¡y a nuestro Padre!– que ninguna de mis hijas ni de mis hijos se acostumbre o se haga el sordo a estas llamadas que fueron fundacionales, y que el Señor otra vez pone en mi corazón y en mi alma, para que os las recuerde y transmita con urgencia, repitiéndolas sin cansancio.
Fijad vuestros ojos en la escena de Belén: frío, pobreza, incomodidades sin cuento, son los compañeros que María y José hallan a su lado cuando está a punto de cumplirse el inefable acontecimiento de la llegada de Dios a la tierra. Todo tipo de contrariedades parecen reunirse allí. Y, sin embargo, la Virgen y su Esposo solo alimentan un pensamiento y un deseo en el corazón: responder sin regateos a los designios divinos, bien conscientes de que sus vidas no tienen más fin –como la de su Hijo– que el de cumplir cabalmente la obra que la Providencia les ha encomendado 145. Gustosamente se sacrifican o, mejor, aman el plan que Dios les ha señalado en su Amor infinito, porque la entrega a la persona amada es siempre gozosa para quien ama de verdad, y las renuncias carecen en absoluto de importancia: in eo quod amatur, aut non laboratur, aut et labor amatur 146, donde hay amor, necesariamente reina la felicidad.
Hijas e hijos míos: también para nosotros se ha repetido esa predilección divina, pues el Señor ha puesto en nuestras manos una tarea grandiosa: la realización de la Obra de Dios sobre la tierra, al servicio de la Iglesia y de las almas. Nos ha escogido personalmente –dejadme que os lo recuerde una vez más, pues no me canso de admirar y agradecer esta bondad suya– para que cada uno de nosotros sea Opus Dei y haga a su alrededor el Opus Dei. Este fin, hijos, ha asumido nuestra existencia con carácter de totalidad y de exclusividad: no hay –no puede haber– otros fines en nuestra voluntad, ni otras ilusiones en nuestro corazón, ni otros pensamientos en nuestra inteligencia, que no se hallen plenamente sometidos al misericordioso designio que Dios nos ha mostrado mediante la vocación. Jesús, a pesar de nuestras miserias personales, nos quiere en la primera fila de su ejército de apóstoles; nos invita a ser levadura en medio de la sociedad civil, con la misión específica –parte de la misión general de la Iglesia– de convertir la masa de los hombres en pan de primerísima calidad, digno de la mesa del Cielo.
Sí, hija mía, hijo mío: tú y yo hemos nacido para cumplir un designio de la Providencia que nadie puede llevar a cabo en lugar nuestro. Este don divino reclama una disponibilidad absoluta: nuestras potencias y sentidos, las energías todas de nuestra alma han de ponerse al servicio de ese fin, que resume el sentido más pleno de nuestro paso por el mundo. Dejar voluntariamente fuera del «juego divino de la entrega» 147 una parte de nuestras posibilidades, aunque fuera mínima, reservándonos algo para nosotros mismos, resultaría una cosa bien triste, un fraude a Dios y a las almas y, si no rectificásemos, acabaría por esterilizar nuestros esfuerzos para implantar el reinado de Cristo en la sociedad o, al menos, disminuiría considerablemente su eficacia. Por el contrario, con la entrega absoluta a nuestra vocación, todas las circunstancias que nos rodean adquieren sentido, incluso las que –con una lógica meramente humana, sin el relieve de lo sobrenatural– podrían parecer incomprensibles. ¡Qué alegría inunda nuestras almas cuando de verdad nos gastamos, jornada tras jornada, en la realización del querer de Dios! «Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre; en una palabra, todo lo que suele acompañar la carrera de un hombre en su madurez, todo ha de someterse –así, someterse– a un interés superior: la gloria de Dios y la salvación de las almas» 148.
Este es el plan de Dios para ti y para mí, hijos e hijas suyos en el Opus Dei. Como en Belén, hemos de componer, día a día, los trazos de esta aventura sobrenatural maravillosa. El Señor nos ofrece constantemente su gracia con generosidad, sobreabundantemente, y espera, de nuestra parte, correspondencia sincera a esa gracia: nos pide que nos movamos según los dictados de esa «lógica nueva, que ha inaugurado Dios bajando a la tierra» 149: la lógica del servicio incondicionado a la misión que hemos recibido.
Déjame que te pregunte: ¿son estas tus diarias disposiciones más íntimas? Tus relaciones profesionales, familiares, sociales, ¿se mueven siempre en el ámbito y en la lógica de Dios? ¿Están realmente en función y al servicio de la tarea de hacer el Opus Dei? ¿Son, en consecuencia, continua ocasión de apostolado –¡un apostolado descarado, hijos míos, sin respetos humanos!– y de servicio a las almas? ¿O has dejado que aparezca en tu conducta alguna escisión, como una esquizofrenia o como un triste egoísmo, entre el trabajo profesional, tus planes y actividades, por un lado, y las dulces y recias exigencias de la vocación, por otro? Piensa si, en tu labor profesional, pones en primer término las necesidades de la Prelatura, el servicio de la Iglesia y de tus hermanos, el bien del apostolado; si vibras con las intenciones del Padre y con las noticias de la labor en otros lugares; si sientes como tuyas las cosas del Centro al que estás adscrito, desde las más materiales hasta las más espirituales.
Te repito con nuestro santo Fundador: «¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios!» 150. Sería una traición a la confianza que el Señor ha manifestado con cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro nombre a este Camino divino de la Obra, y a la confianza de tantos y tantos que tienen derecho a esperar, de nosotros, un ejemplo que les remueva, una palabra que les arranque del sueño en el que se hallan sumidos.
Me consta, hijos míos, que todos guardamos en el corazón grandes deseos de fidelidad, de gastarnos sin reservas ni condiciones en servicio del Señor. La Navidad es un buen momento –¡todos bien apiñados alrededor de la Sagrada Familia!– para que fomentemos esas ansias de entrega, renovemos su lustre y las concretemos, afinando más. En vuestros ratos de oración delante del Portal, contemplando a Jesús, María y José, examinad vuestra correspondencia cotidiana: si estáis plenamente disponibles para aceptar los encargos apostólicos que quieran confiaros los Directores; si vuestro primer proselitismo se concreta, de verdad, en la atención de vuestros hermanos –mis hijos Supernumerarios, en el cuidado de su familia de sangre–; si sabéis renunciar con alegría a vuestros planes personales, cuando advertís que el bien de las almas os lo está pidiendo. Con absoluta seguridad os digo que nada nos debe importar, si no nos lleva al cumplimiento de nuestro fin; y en ninguna cosa hemos de detenernos, si está al margen de ese fin. De este modo, todo lo que hagamos, hasta lo más menudo, se convierte verdaderamente en Opus Dei.
En la gruta de Belén, junto a la Sagrada Familia, podemos descubrir la presencia callada de nuestro Padre, que tanto amó a la trinidad de la tierra. A su intercesión acudo otra vez, y siempre, para que sus hijas y sus hijos aprendamos definitivamente la lección de entrega y de cumplimiento abnegado de la Voluntad de Dios, que nos dan Jesús, María y José. En esa intimidad, hijas e hijos, pedid por las intenciones de este Padre vuestro, ¡que tanto os necesita!
Nuestro Padre nos enseñó a contemplar las escenas del Santo Evangelio y a detenernos también, y con especial atención, en las que nos relatan la vida de Jesús durante sus primeros treinta años, que constituyen –con mucho– la mayor parte del paso de Nuestro Señor entre los hombres. «Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo» 151.
Desde muy joven, a nuestro Fundador le enamoró, le robó el alma, este modo natural, humilde, corriente –si se puede hablar así cuando se trata de Él– de comportarse del Señor. El que es Dios con el Padre y el Espíritu Santo en la unidad de la naturaleza divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo 152. Nunca ahondaremos suficientemente en esa aleccionadora humillación de la Encarnación del Verbo, que culmina con la muerte de Cristo en la Cruz. Meditando ese ejemplo divino, nuestro Fundador comprendió, con luces claras, que esos lustros de vida oculta en Nazaret, repletos de trabajo profesional, de sucesos normales, ¡de Amor!, constituyen para los cristianos un ejemplo y una enseñanza perennes: nos muestran el inmenso valor de una existencia sencilla y ordinaria, animada por el deseo y la realidad de cumplir la Voluntad santísima de Dios.
«Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo –escribió san Agustín–, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad» 153. Y esto es así porque «la humildad es la morada de la caridad» 154: sin humildad no existe la caridad ni ninguna otra virtud y, por tanto, es imposible que haya verdadera vida cristiana.
Santa Teresa de Jesús afirmaba que «la humildad es andar en verdad» 155, es decir, caminar constantemente en la realidad de lo que somos. ¿Y qué somos cada uno de nosotros? Hombres y mujeres corrientes, con defectos, como todas las personas, pero llenos también de ambiciones nobles, de deseos de santidad, que el Señor pone y fomenta en nuestras almas; pobres criaturas que conocen sus límites personales y que, al mismo tiempo, son conscientes de que Dios se ha dignado utilizarlas como instrumentos para extender sus acciones de Amor en el mundo, en todos los quehaceres nobles, en todas las situaciones honradas de la sociedad, llegando a todos los pobladores de esta bendita tierra nuestra. Por eso, para los hijos de Dios en el Opus Dei, para los cristianos, «ser humildes no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad» 156.
Consecuencia necesaria de la humildad, según el espíritu de la Obra, es la naturalidad: comportarse de modo coherente con la propia identidad y con los ideales que nos mueven. Todos los miembros de la Prelatura somos fieles corrientes o sacerdotes seculares que procuramos mantener una lucha interior constante –con la ayuda de una gracia específica– para identificarnos con Jesucristo en medio de las ocupaciones y trabajos ordinarios, sin distinguirnos exteriormente de los demás cristianos, pero con ánimo siempre actual de dar testimonio de nuestra fe en todas nuestras acciones.
Somos uno más entre nuestros amigos, parientes y compañeros de trabajo; no nos separa de ellos ninguna barrera. «En la Obra –decía nuestro Padre gráficamente– no hay diferencia con los demás hombres: somos iguales a ellos: no nos separa de los demás ni un tabique tan fino como un papel de fumar» 157. Todo en nuestro caminar es corriente, espontáneo, nada llamativo. Eso sí, insisto, nos afanamos por llevar con nosotros a todas partes la luz de la vocación cristiana, que Dios ha concretado en ti, en mí, sostenido y enriquecido con su llamada específica al Opus Dei. Cada día, en las más variadas circunstancias, tú y yo hemos de comportarnos siempre y en todo de acuerdo con la dignidad de la vocación a la que hemos sido llamados 158, y esto tanto en los momentos de seguridad como en los de aridez espiritual y humana. No me olvides, hija mía, hijo mío, que Dios se fía de ti, que Nuestro Señor quiere que otros le conozcan por la lealtad y la solidez de tu conducta como hombre de Cristo, como mujer de Cristo.
Desde este punto de vista, por tanto, la naturalidad entraña coherencia permanente –cuando nos contemplan otros y cuando nadie nos mira– entre lo que somos y lo que hacemos, sin fracturas de ningún tipo. Es también la naturalidad manifestación de la unidad de vida, que nos impulsa a impregnar con el fuerte sabor de la doctrina cristiana el lugar en el que nos movemos. Por eso, nada más ajeno a la naturalidad, y nada más afín a la cobardía, que la actitud de conformarse –es decir: no hacer apostolado, no hablar en cristiano, no vestir con delicado pudor– cuando el ambiente se presenta contrario a Dios. Así lo escribía nuestro Padre hace muchos años: «"Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?", me preguntas.
»–Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos: y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido» 159.
La humildad que intentamos practicar y robustecer en el Opus Dei no consiste en actitudes exteriores, superficiales; es algo muy íntimo, profundamente radicado en el alma. Se manifiesta en el convencimiento profundo y sincero de que no somos mejores que los demás y, al mismo tiempo, en la certeza firme de que hemos sido convocados específicamente por Dios para servirle en medio de las distintas situaciones de cada momento y traerle muchas almas. Esta seguridad nos llena de optimismo, a la vez que nos impulsa a dar toda la gloria a la Santísima Trinidad, sin buscar nada para nosotros mismos, y nos empuja a interesarnos por quienes nos rodean. ¡Cómo se entiende aquel deseo santo de nuestro querido Fundador, cuando nos urgía: «Dejad la garra santa de Dios en todos los que pasen a vuestro lado!»
Vigilad, hijas e hijos míos, para no perder nunca esta pureza de intención, de la que la Trinidad Beatísima nos pedirá estrecha cuenta, pues –como también insistía nuestro Padre–«no podemos robar a Dios nada de la gloria que le debemos».
Rectificad una vez y otra los móviles de vuestra conducta –en el trabajo, en el ambiente familiar y social, en cualquier momento– buscando siempre y en todo solamente la gloria del Señor. «Por lo tanto –dejadme que vuelva machaconamente a las enseñanzas de nuestro Padre–, debéis trabajar con naturalidad, sin espectáculo, sin pretender llamar la atención, pasando inadvertidos, como pasa inadvertido un buen padre que educa cristianamente a sus hijos, un buen amigo que da un consejo lleno de sentido cristiano a otro amigo suyo, un industrial o un negociante que cuida de que sus obreros estén atendidos en lo espiritual y en lo material (...). Con una humildad personal tan honda, que os lleve necesariamente a vivir la humildad colectiva, a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos» 160.
El Señor nos exige que cultivemos a diario esta humildad colectiva, para que solo a Él vaya toda la gloria. Hemos de ser sal y fermento; tenemos, pues, que disolvernos como la sal, transmitiendo el buen sabor a los alimentos; hemos de desaparecer como la levadura en medio de la masa, compenetrados con la humanidad entera para mejorarla. En una palabra, nuestra eficacia está en morir a nosotros mismos para dejar vivir a Cristo en nosotros: ser el grano de trigo que se entierra y muere para producir mucho fruto 161.
También en este aspecto tan característico de nuestro espíritu se pone claramente de manifiesto que la Obra la hace Dios, y que el apostolado que realizamos es apostolado suyo. Por eso –¡hijas e hijos míos, meditadlo bien!– no buscamos gratitud o pago humano por nuestra labor: nuestra ambición es servir a todos con tal delicadeza y naturalidad, que ni siquiera puedan darnos las gracias. «Esta humildad colectiva –que es heroica, y que muchos no entenderán– hace que los que forman parte de la Obra pasen ocultos entre sus iguales del mundo, sin recibir aplausos por la buena semilla que siembran, porque los demás apenas se darán cuenta, ni acabarán de explicarse del todo ese bonus odor Christi (2Co 2, 15), que inevitablemente se ha de desprender de la vida de mis hijos» 162.
Déjame que te pregunte –también yo me formulo estas mismas cuestiones, con exigencia–: ¿procuro pisotear mi yo, contrariando mi gusto, mis aficiones, también en cosas lícitas y nobles? ¿Procuro no herir a los demás, con mi trato altanero o despegado? ¿Acudo con prontitud a socorrer las necesidades de los demás? ¿Veo en quienes conmigo conviven, o trabajan, a Jesucristo, de modo que Él me lleve a esmerar mi atención, mi delicadeza en el trato, y mi espíritu y mi realidad de servicio? ¿Lucho contra mi mal genio, e incluso contra una justificada reacción, en mi trato con los demás?
Dentro de pocos días celebraremos, llenos de alegría, la gran fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. Sus días en la tierra estuvieron empapados de naturalidad y humildad: siendo la criatura más excelsa, pasó oculta entre las mujeres de su tiempo. Amó y trabajó en silencio, sin llamar la atención de quienes la conocían, atenta solo a captar los impulsos del Espíritu Santo y a satisfacer las necesidades de las almas. A la vez, atraía tanto su comportamiento, suponía tan luminoso punto de referencia, que sus conciudadanos, para referirse al Maestro, repetían: ¿No es este el artesano, el hijo de María? 163. Ojalá también nuestro comportamiento haga la figura de Jesús familiar a los que nos acompañan. Considerad qué premio ha concedido Dios a su excelsa Madre y Madre nuestra: la que a sí misma se llamó esclava del Señor 164, es exaltada sobre todas las criaturas, celestiales y terrenas; la que se consideraba la más pequeña entre los pobres del Señor 165, se ve coronada como Reina y Señora de todo el universo.
Hijas e hijos míos, volvamos ininterrumpidamente los ojos a nuestra Madre. Y pidamos que, como Ella, aspiremos solo al premio eterno: el que Dios nos otorgará si nos mantenemos fieles en su servicio, una jornada y otra, sin mendigar aquí abajo ninguna gloria ni compensación humana.
Dentro de poco comenzará la Cuaresma, tiempo que la Iglesia dedica a la purificación y a la penitencia, recordando los cuarenta días de oración y ayuno con que Jesucristo se preparó para su ministerio público. Querría que a lo largo de esas semanas, siguiendo fielmente el espíritu del Evangelio, todos nosotros –y las personas que se acogen al calor de nuestro camino– nos decidiéramos de verdad a seguir las recomendaciones del Señor, que la liturgia recoge en la Misa del Miércoles de Ceniza 166, cuando nos invita a incrementar el ayuno, la oración y las obras de caridad –las tres prácticas penitenciales por excelencia– con rectitud de intención y con alegría, pidiendo a Dios que, al luchar contra el espíritu del mal, seamos protegidos con las armas de la austeridad 167.
La Cuaresma es una llamada apremiante a vigilar contra las asechanzas del Maligno, empuñando las armas de la oración y de la penitencia. Con palabras de nuestro Padre, muchas veces os he recordado que «el demonio no se toma vacaciones», que no ceja nunca en su empeño de apartar las almas de Dios. Y ya veis cuántos éxitos cosecha: millones de personas se encuentran dominadas por un ansia insaciable de descaminos, y olvidan que tienen un destino eterno. Una ola de hedonismo –de búsqueda desenfrenada del placer, cualquiera que sea– se extiende por el mundo entero, entre pobres y ricos, hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y aun niños. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de dar –entre nuestros colegas, amigos y parientes– un testimonio decidido y generoso de reciedumbre y de templanza, de austeridad en el uso de los bienes de la tierra y de sobriedad en las comidas y bebidas. Está en juego la autenticidad de nuestra vocación y la realidad de nuestro servicio a la Iglesia, porque una persona, si se deja prender por los atractivos de las cosas materiales, pierde la eficacia apostólica en esta batalla por la gloria de Dios y la salvación de las almas, que estamos combatiendo (...).
[Los aniversarios de la historia del Opus Dei] tienen el denominador común del espíritu de oración y de penitencia de nuestro amadísimo Padre. El Espíritu Santo le empujó –en los primeros años y siempre– a prácticas heroicas de penitencia, porque había de ser el fundamento de esta divina construcción, que ha de durar siglos. ¡Cuántas veces, al hablar de la expansión de la Obra, afirmaba que se había ido difundiendo por todas partes al paso de Dios, con la oración y mortificación suya y de muchas otras personas! Comentaba también que, marcando ese paso de Dios, iba el son de sus disciplinas..., y –añado yo– de la heroica sobriedad de nuestro Fundador, que supo mortificarse lo indecible en la comida, en la bebida, en el descanso, siempre con una sonrisa, para ser el instrumento idóneo en manos de Dios y hacer así el Opus Dei en la tierra.
También ahora rige la misma ley, hijas e hijos míos. También ahora la mortificación y la penitencia, la austeridad de vida, son necesarias para que la Obra se desarrolle al paso de Dios. Y nos toca a nosotros –a ti y a mí, a cada una y a cada uno– seguir los pasos de nuestro Padre, del modo más adecuado a las circunstancias personales. A todos se nos pide, habitualmente, la heroicidad en la práctica de las mortificaciones pequeñas; y además «de las mortificaciones ordinarias, mortificaciones extraordinarias, con permiso del Director, en esas temporadas –¡qué bien se notan!– en que Dios nos pide más. Con permiso de tu Director siempre –nos enseñó nuestro Padre–, porque es él quien debe moderarlas; pero moderarlas no quiere decir siempre disminuirlas, sino también aumentarlas si lo cree conveniente» 168. Deseo que consideréis, concretamente, cómo estáis viviendo las indicaciones sobre templanza que os vengo dando desde hace algún tiempo, para ayudaros a vivir delicadamente esta virtud. No las consideréis, hijos, como algo negativo. Por el contrario, vedlas como disposiciones que –si se viven con generosidad y alegría– aligeran de peso nuestra alma y la hacen más capaz de elevarse –«como esas aves de vuelo majestuoso, que parecen mirar el sol de hito en hito»– a las alturas de la vida interior y del apostolado.
Examínate con valor y sinceridad: ¿cultivo la templanza en todos los momentos de mi vida? ¿Mortifico la vista con naturalidad, sin rarezas, pero realmente, cuando voy por las calles o leo el periódico? ¿Lucho contra la tendencia a la comodidad? ¿Evito crearme necesidades? ¿Sé poner «entre los ingredientes de la comida, "el riquísimo" de la mortificación» 169, y me mortifico voluntariamente en la bebida? ¿Me dejo llevar por la excusa de que esa conducta llamaría la atención en mi ambiente, en mi círculo de amigos, entre mis relaciones sociales? Deseo que todas mis hijas y todos mis hijos –Numerarios, Agregados, Supernumerarios 170– lleven a su oración personal la enseñanza y el ejemplo constantes de nuestro queridísimo Padre; y pido a Dios que –como consecuencia de ese examen sincero– se exijan personalmente más en este terreno, sin miedo a que su comportamiento familiar o social choque con las costumbres de los demás: como escribió nuestro Fundador, «ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido» 171.
No perdáis de vista, además, que el ejemplo de una vida sobria constituye el bonus odor Christi 172 [el buen aroma de Cristo] que atrae a otras almas. Muchas personas, jóvenes y menos jóvenes, están hastiadas de llevar una vida fácil, muelle, sin relieve humano ni sobrenatural. El testimonio de nuestra vida entregada, el ambiente de nuestros Centros, de nuestros hogares –un ambiente de austeridad alegre, de exigencia y de comprensión al mismo tiempo, sin concesiones a la facilonería–, viene a ser como un imán que atrae a los más nobles, a los más sinceros, a los más deseosos de cosas grandes. Y estas son las personas que el Señor quiere necesitar, para llegar a la masa de la humanidad –nos interesan todas las almas– con nuestra actuación, a modo de fermento.
Como siempre, también con estas líneas os abro mi alma, comunicándoos una partecica de mis ocupaciones, que se reducen a una: que busquemos diariamente la santidad, para hacer la Obra, tal y como Dios quiere. Dejadme, por lo tanto, que os insista, urgiéndoos a que aumente vuestra oración y vuestra mortificación por mis intenciones. Siento una tremenda alegría por el peso santo que el Señor me ha confiado, pero –como repetía nuestro Padre– os aseguro que es muy fuerte, duro; por eso os necesito, y os confirmo que diariamente le digo al Señor, para que me escuche: «Mira la oración y la mortificación de estas hijas, de estos hijos». ¡No me abandonéis!
Al cumplirse un año desde que el Señor, en su infinita misericordia, quiso coronar el camino jurídico que nuestro amadísimo Fundador dejó preparado 173, deseo haceros partícipes de los pensamientos que Dios me inspira, para que los meditéis conmigo y los hagáis vuestros. Querría escribiros con frecuencia, para manteneros cada día dentro de mi corazón y ayudaros a escuchar las insinuaciones del Espíritu Santo, que pide una correspondencia cada vez más generosa al Amor divino.
Hemos recorrido este tiempo con el pensamiento dirigido continuamente a Dios Nuestro Señor y a la Santísima Virgen, en acción de gracias por este gran don que nos ha otorgado, que constituye la suma y el preludio de tantos bienes como ha derramado y seguirá derramando sobre la Obra y sobre cada uno de nosotros.
Pero, como os he hecho considerar otras veces, nuestra gratitud no sería sincera si se limitara a palabras: mientras damos gracias a Dios, fuente de todo bien 174, y ponderamos su Grandeza y su Bondad, nos sentimos más obligados a quererle opere et veritate 175. Deseo grabar en vosotros la urgencia y la responsabilidad de hacer fructificar tantos dones recibidos del Señor: ante la mirada de Amor que nos ha dirigido, no podemos quedar indiferentes, como si nada hubiera sucedido; nos toca corresponder con una entrega total, sin condiciones: nuestro compromiso de amor, respuesta a esa predilección divina, tiene que alcanzar y abarcar cada uno de los actos de nuestra vida, espoleándonos sin tregua a una lucha más decidida y más alegre.
Lucha, lucha interior, hijas e hijos míos: este es el eje de las palabras que ahora os dirijo, y esta es la pregunta que cada uno debe hacerse en su examen personal: ¿cómo he recorrido este año de acción de gracias? ¿Ha habido decisiones –traducidas en hechos concretos– de renovar mi pelea interior, de cortar manifestaciones de aburguesamiento, de tibieza, quizá en cosas pequeñas, pero significativas? ¿O han transcurrido los meses «como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro» 176, arrastrando una rutina que no siente la urgencia del Amor de Dios? Si fuera así, reacciona inmediatamente –siempre estás a tiempo–, con la contrición del hijo pródigo, y renueva la lucha, recomienza, con propósitos bien definidos, tamizados en la charla fraterna: recupera terreno, paso a paso.
Bien sabéis que nuestra pelea se desarrolla en la vida ordinaria de cada día, en un montón de cosas pequeñas. Y es ahí donde el Señor espera que luchemos seriamente: en el detalle para cumplir mejor –con más amor– las Normas y las Costumbres 177; en el esfuerzo por realizar el trabajo más acabadamente y con mayor visión sobrenatural; en el empeño por desterrar de nuestra conducta brotes de sensualidad, de vanidad, de pereza; en la decisión eficaz de salir de nuestro egoísmo o de nuestra comodidad, para preocuparnos efectivamente de las almas.
Pensad que, cuando se ama, nada es pequeño, todo tiene importancia. Hemos de vigilar para vivir con esmero nuestro compromiso de amor: no podemos soltar un hilo aquí y otro allá –aunque parezcan insignificantes–, en esta trama humana y divina de nuestra vocación. Mirad cómo nos exigía nuestro queridísimo Fundador: «En la Obra tenemos el camino muy claro. Y dentro de ese camino, que es general, hay otros personales; caminos que debemos andar, porque al caminar nosotros preparamos –ya os lo he dicho– el paso de los demás; caminos que nos dicta nuestra conciencia personal, una conciencia que es cada día más exigente con cada uno, con vosotros y conmigo. ¿No os dais cuenta de que es Dios quien nos pide más y más y ¡más!; que está hambriento del amor de los hombres, porque deliciae meae esse cum filiis hominum (Pr 8, 31), mis delicias son estar con los hijos de los hombres? Y los hijos de los hombres no quieren estar con Dios. ¡Nos mira con más cariño! Nos pide más muestras de amor, de fidelidad, de lealtad, de unión.
»Hijos míos, unidad de vida. Lucha. Que aquel vaso del que os hablaba otra vez, también hace poco, no se rompa. Que el corazón esté entero y sea para Dios. ¡Que no nos detengamos en miserias de orgullo personal! Que nos entreguemos ¡de verdad!, que sigamos adelante. Como el que marcha para ir a una ciudad: procura insistir, y un paso detrás de otro, logra recorrer todo el viaje. Nosotros, también» 178.
Considerad, hijas e hijos míos, que estas preguntas que os hago –y me hago– en nombre de nuestro Padre son –no tengo la menor duda– aldabonazos del Espíritu Santo en nuestras almas, que golpea con la fuerza de su Amor: hodie, si vocem eius audieritis, nolite obdurare corda vestra 179: escuchadle, hijos, cuando mendiga a vuestra puerta, porque viene a llenaros de fortaleza divina, de fecundidad apostólica, de felicidad.
Se acerca la solemnidad de san José, Nuestro Padre y Señor, Patrono de la Obra junto a la Santísima Virgen, Maestro de vida interior, y desearía que estas líneas os ayudaran a prepararos mejor para esa fiesta tan íntima, tan de familia –¡el santo de nuestro queridísimo Padre!–, en la que nos unimos a Dios con especiales lazos de amor.
Crecer en vida interior es una exigencia de nuestra vocación divina. Crecer significa renovarse, abandonar lo que se ha hecho viejo –con la vejez del acostumbramiento, de la rutina, de la tibieza– y reencontrar la juventud de espíritu, que únicamente brota de un corazón enamorado. Así nos lo recalcó nuestro Fundador, que cada día sabía hallar en la Santa Misa –ese «encuentro personalísimo con el Amor de mi alma» 180, decía– el impulso para renovar y acrecentar constantemente su entrega, porque –añadía– «soy joven, y lo seré siempre, ya que mi juventud es la de Dios, que es eterno. Jamás podré con este amor sentirme viejo» 181.
También nosotros, hijas e hijos míos, hemos de mantener joven y vibrante nuestra respuesta a la llamada que recibimos, nuestra entrega, sin reservarnos nada: proyectos, afectos, recuerdos, ilusiones... todo ha de estar bien abandonado en el Señor –relictis omnibus! 182–, si de verdad deseamos ser fieles a esta vocación divina. Examinaos con valentía, con sinceridad, con hondura: ¿cómo he vivido este año las obligaciones –¡gustosas obligaciones!– de mi compromiso de amor? ¿Me he esmerado con el Señor en delicadezas de persona enamorada o, por el contrario, he soslayado alguna de las consecuencias concretas de la entrega? ¿He luchado decididamente contra todo aquello que podía entibiarla? Fomentad en vuestro examen el dolor de amor, porque todos podíamos haber puesto más cariño y más debida exigencia en nuestro trato con Dios. Y si descubrís algo que os ate a cosas que no sean las suyas –las de la Iglesia, las de la Obra, las de las almas–, reaccionad con energía, porque hemos sido escogidos para ser santos de verdad, para dar la caza al Amor que no conoce fin: ese Amor que nos enciende cada día, que nos mantiene siempre jóvenes –con una juventud de alma y de espíritu–, aunque transcurra el tiempo y en el cuerpo se perciba el desgaste de los años.
Al renovar vuestra entrega el próximo día 19 183, considerad la fidelidad de san José a su vocación específica, teniendo delante de los ojos el ejemplo heroico de nuestro Padre. Llevad a vuestra meditación personal –como ya habréis hecho a lo largo de estas semanas– la vida del santo Patriarca, que no regateó esfuerzos para dar cumplimiento a la misión que le había sido confiada. «Mirad, nos enseñaba nuestro Fundador: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional (...). Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da... todo lo que es y puede» 184.
Dentro de pocos días, si Dios quiere, este Padre vuestro cumplirá setenta años. Comienzo otra nueva etapa de la juventud de siempre, y agradezco al Señor todas las maravillas que me ha permitido ver en estos lustros pasados. Siguiendo los pasos de nuestro Padre, también yo deseo cumplir solo siete años, ser siempre pequeño –cada día más–, y de este modo encontrar un buen sitio en los brazos de María y en los brazos de José, bien cerca de nuestro Jesús.
El regalo que espero de vosotros en este aniversario es –os lo repito machaconamente, porque solo esto importa– un esfuerzo renovado y vibrante en vuestra lucha diaria, apoyados siempre en la gracia divina, que la Santísima Virgen nos obtiene a manos llenas. Sedme fieles en el cumplimiento del pequeño o gran deber de cada momento, por amor y con amor. ¡Luchar por amor toda la vida, a los setenta años como a los veinte, es nuestro destino! Pedid al Señor, para todos en la Obra, este don de la victoria final: lo que importa es ganar la última batalla. Y para conseguirlo, hijas e hijos míos, hemos de buscar en la vida corriente de cada jornada ese quid divinum [algo divino], del que nos hablaba nuestro Padre, procurando encontrar constantemente algo nuevo que dar a Dios, como manifestación concreta de nuestra entrega renovada, de nuestro más apasionado enamoramiento del Señor.
Cuando la pelea resulta fácil y cuando se presente difícil, cuando el entusiasmo acompaña y cuando falta la ilusión humana, cuando se recogen victorias y cuando parece que solo cosechamos fracasos..., mantened vivo el sentido del deber: ¡seamos leales! El Señor no se cansa nunca de nosotros: nos perdona una vez y otra, nos llama cada día, con una sucesión ininterrumpida de mociones que nos transforman –si procuramos corresponder a esas gracias– en instrumentos aptos, aunque no nos demos cuenta. Hijos míos, ninguna miseria personal o ajena puede hacernos dudar de la divinidad de nuestra vocación: ¡no tenemos derecho!
Os escribía el mes pasado urgiéndoos a aumentar vuestro afán proselitista. Si de verdad somos almas enamoradas, ese ardor aflorará continuamente en nuestra vida, con naturalidad, aunque a veces requiera esfuerzo y hayamos siempre de fomentarlo en la oración. Acudid a san José, bajo cuyo patrocinio ponemos las vocaciones para la Obra. Nada más lógico, pues es el Cabeza de familia en el hogar de Nazaret, y «a esa Familia pertenecemos». Ahora, tan cerca de su fiesta, os recuerdo que hemos de ser tenaces, tozudos en la acción apostólica, pues es indispensable para lograr frutos que perduren. Pedídselo al santo Patriarca, al encomendarle las vocaciones que han de venir al Opus Dei, y meditemos todos aquel consejo de nuestro Padre: «¿Queremos ser más?, ¡pues seamos mejores!» 185.
Os pido también una constancia diaria en ese apostolado de la Confesión, que la Iglesia espera de nosotros y que es el requisito indispensable para realizar una honda labor de almas. Derrochad mucha paciencia con las personas que tratáis, sin desanimaros cuando no respondan. Dedicadles tiempo, queredlas de verdad, y acabarán rindiéndose al Amor de Dios que descubrirán en vuestra conducta. Y no olvidéis que cada paso que dan nos obliga a ayudarles más: después de la primera vez, hay que empujarles de nuevo al confesonario..., hasta que entiendan la necesidad de frecuentar los sacramentos. No me olvidéis que el apostolado, en cualquiera de sus formas, es la superabundancia de la propia vida interior: ¿no os conmovéis al tocar con las manos que el Señor nos necesita?
Hijas e hijos míos, he de poner fin a estas líneas, aunque –si dejara al corazón seguir sus impulsos– llenaría hojas y hojas para hablar con cada uno de vosotros, pues ninguna otra preocupación hay en mi vida que la de amar a Dios y procurar que todos seáis santos. Seguid rezando por mis intenciones, bien unidos a la Misa que todos los días celebro teniendo presente el bien de la Iglesia entera, de la Obra, y de cada uno de vosotros.
El servicio a los demás, concretado en la preocupación por sus necesidades espirituales y materiales, constituye una de las tradicionales prácticas de la piedad cristiana que la Iglesia pone en primer plano especialmente durante la Cuaresma. De cara a este tiempo litúrgico, deseo que cuidéis de modo particular –junto con una mayor exigencia en la oración y en la mortificación– los detalles concretos de caridad fraterna, como nos enseñó nuestro santo y amadísimo Fundador, «para que nuestras conversaciones no giren en torno a nosotros mismos, para que la sonrisa reciba siempre los detalles molestos, para hacer la vida agradable a los demás» 186.
Más aún, os pido –nos pide a todos la Trinidad Beatísima– que busquemos las ocasiones para mejorar nuestro espíritu de penitencia precisamente en el servicio a quienes están a nuestro alrededor, por el motivo que sea, aunque sea unos pocos instantes: en nuestra vida en familia, en el seno de las familias de mis hijas y de mis hijos Agregados o Supernumerarios, en la convivencia diaria con los colegas y compañeros de trabajo... En una palabra, poned en práctica el consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo 187. Nuestro Padre lo comentaba así: «Debéis tener empeño, un empeño muy particular en hacer agradable la vida a los demás, sin mortificaros jamás unos a otros. Diciendo: me voy a fastidiar yo un poco, para hacer más amable el camino divino de los demás» 188. Y añadía: «Que os sepáis fastidiar alegremente y discretamente para hacer agradable la vida a los demás, para hacer amable el camino de Dios en la tierra. Este modo de proceder es verdadera caridad de Jesucristo» 189.
Exigíos en este campo, hijas e hijos míos, atribuyendo mucha importancia a las pequeñas mortificaciones que hacen más alegre y amable el camino de los demás, viendo siempre en ellos a Cristo, sin olvidar que «una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia» 190. De este modo, vuestros pequeños sacrificios subirán al Cielo in odorem suavitatis 191, como el incienso que se quema en honor del Señor, y se reforzará la fuerza de vuestras oraciones por la Iglesia, por la Obra, por mis intenciones.
No me olvidéis ni un solo día que me apoyo en cada una, en cada uno de vosotros, para urgir a la Trinidad Beatísima en todas mis peticiones. Solicitad de muchas otras personas esta ayuda, especialmente en la próxima Cuaresma, que tantas gracias y tan intensas trae a las almas que se muestran dispuestas a vivir hondamente este tiempo litúrgico. Alimentemos las ansias de que nazca y se desarrolle en la sociedad un deseo profundo de reparar por las ofensas a Dios que comete la humanidad, que cometemos todos. Lancémonos con audacia a proponer a muchas almas este panorama, que es de renuncia –de sacrificio alegre y gustoso–, para amar más a Dios y, por Él, a todas las criaturas.
Con el inicio del nuevo año, he recordado el brindis que nuestro queridísimo Padre hizo con sus hijos del Centro del Consejo General, el 1 de enero de 1974: «Para todos la alegría, para mí la compunción». Han transcurrido ya diez años, y estas palabras de nuestro santo Fundador son plenamente actuales. También yo deseo, hijos míos, que vuestra alma rebose siempre de gozo, y que lo transmitáis a las personas que tenéis alrededor. Pero no olvidéis que la alegría es consecuencia de la paz interior –y, por tanto, de la lucha de cada uno contra sí mismo–, y que en esa pelea personal la verdadera paz es inseparable de la compunción, del dolor humilde y sincero por nuestras faltas y pecados, que Dios perdona en el Santo Sacramento de la Penitencia, dándonos además su fuerza para pelear con más empeño.
Hijas e hijos míos, cuidad con esmero la Confesión sacramental cada semana, que es una de las Normas de nuestro plan de vida; esforzaos de verdad por alejar de este Sacramento Santo la rutina o el acostumbramiento; exigíos en puntualidad; preparadla con amor, pidiendo al Espíritu Santo sus luces para ir a la raíz de vuestras faltas; fomentad la contrición, sin darla nunca por supuesta; haced vuestros propósitos y luchad para ponerlos en práctica, contando siempre con la gracia sacramental, que obrará maravillas en nuestras almas, si no ponemos obstáculos a su acción.
Y con esta determinación renovada para confesaros mejor vosotros mismos, lanzaos sin tregua al apostolado de la Confesión, que tan urgente es en estos tiempos de la vida del mundo y de la Iglesia. ¡Con qué fuerza lo predicaba nuestro Padre!: «¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! (...). ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios!» 192.
El retorno a la amistad con Dios, rota por el pecado, es la raíz de la verdadera y más profunda alegría, que tantos hombres y mujeres buscan afanosamente sin encontrarla. Recordádselo con santa audacia, hijas e hijos míos, a vuestros parientes, a vuestras amistades, a vuestros colegas de trabajo, a cuantas personas tengáis ocasión de tratar, convencidos de que las abundantes gracias del Año Jubilar de la Redención, que estamos celebrando en unión con la Iglesia universal, son poderosas para despertar las conciencias, mover los corazones al arrepentimiento y la voluntad a los propósitos de conversión. No cortéis por falsas prudencias o por respetos humanos ese carisma de la Confesión que, en frase del Santo Padre Juan Pablo II, distingue a los miembros del Opus Dei. Meditad con frecuencia que la amistad con Dios –y, por tanto, la piadosa recepción del Sacramento de la Penitencia– es el punto de partida indispensable para que vuestro apostolado personal produzca sólidos frutos. Solo así, insisto, muchas personas estarán en condiciones de incorporarse a las labores de san Rafael y de san Gabriel, y de recibir el don divino de la vocación a la Obra.
A mis hijos sacerdotes, a todos, quiero insistirles en que dediquen mucho tiempo –todo el que puedan– a administrar el perdón de Dios en este Sacramento de reconciliación y de alegría. Estad siempre disponibles para atender a las almas. Buscad con pasión –la administración del Santo Sacramento de la Penitencia y la dirección espiritual son una de nuestras «pasiones dominantes»– la oportunidad de aumentar vuestra labor de confesonario. Experimentaréis así la alegría del Buen Pastor, que sale en busca de la oveja perdida y, cuando la halla, se la pone sobre los hombros muy gozoso 193. Y haced partícipes de esta alegría a otros muchos hermanos vuestros en el sacerdocio, para que sean cada vez más los que administren la misericordia divina en este Sacramento del perdón. Os repito lo mismo que clamaba nuestro Padre: «Amad el confesonario. ¡Amadlo, amadlo! ¡Que nos maten a fuerza de confesar! Ese es el camino para desagraviar al Señor por tantos hermanos nuestros que ahora no quieren sentarse en el confesonario, ni oír a las almas, ni administrar el perdón de Dios» 194.
No quiero terminar sin detenerme en la gran alegría que el Señor ha querido depararnos ayer, con ocasión de la estancia del Romano Pontífice en la parroquia de san Giovanni Battista al Collatino, en la Scuola Safi y en el Centro Elis, donde fue acogido con inmenso cariño por mis hijas y mis hijos, y por otras muchísimas personas que viven como a la sombra del espíritu de la Obra. Recordé la fe y el amor de nuestro queridísimo Padre cuando, en 1965, dio en ese mismo lugar la bienvenida a Pablo VI, y agradecí a Nuestro Señor los abundantes frutos espirituales que ha derramado en estos años. El Papa saludó a todos los Consiliarios, uno por uno, los bendijo a ellos y a todas las Regiones, y les dirigió unas palabras en las que me emocionó reconocer el eco de aquellas otras de nuestro amadísimo Fundador, cuando nos decía que cada uno de nosotros tenía que ser Opus Dei. En efecto, el Santo Padre deseó a todos los miembros de la Prelatura «ser siempre más Opus Dei y hacer el Opus Dei en todas las dimensiones del mundo, no solo en el humano, sino también en el mundo creado. Quizá se encuentre en esta fórmula –añadió el Papa– la realidad teológica, la naturaleza misma de vuestra vocación, en esta época de la Iglesia que estamos viviendo, y en la que vosotros habéis sido llamados a vivir y a trabajar» 195.
Mirad, hijas e hijos, que para ser Opus Dei y para hacer el Opus Dei hemos de esforzarnos en tener el alma muy limpia, muy metida en Dios; y en ser instrumentos para que muchos otros vuelvan a ser amigos de Dios, reconciliándose con Él. La Santísima Virgen nos ayudará siempre, y contamos con la intercesión y la bendición de nuestro Padre.
Me da mucha alegría enviaros estas cartas, también porque me traen a la memoria la actividad de nuestro Fundador desde los primeros tiempos. Quería –como quiero yo, en su nombre– mantener cada día más unido nuestro bendito Opus Dei, en servicio de la Iglesia Santa; y deseaba que de nuestros bienes espirituales participasen todas las personas que estaban a nuestro alrededor: les daba todo nuestro cariño, y les pedía a todos –uno a uno; una a una– que le ayudasen con su oración, para que pudiéramos servir más y mejor al Señor, como Él esperaba y espera. Os transmito ahora, de nuevo, este encargo, con el fin de que se lo digáis vosotros, de mi parte, a todas las personas que tratéis: pedidles, concretamente, que se unan a vosotros rezando por las intenciones de mi Misa. Acordaos de que el Opus Dei se ha hecho y se hará siempre con oración, y de que necesitaremos en todo momento esta colaboración valiosísima y fecunda.
Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación 196, leeremos dentro de pocos días en la liturgia de la Misa, al inicio de la Cuaresma. Aunque no hay época del año que no sea rica en dones divinos, este tiempo lo es de modo particular, por servir de preparación inmediata a la Pascua, la solemnidad más grande del año litúrgico. En los días de Semana Santa, en efecto, la Iglesia recuerda y revive la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, por las que el demonio ha sido vencido, el mundo redimido de los pecados y los hombres hechos hijos de Dios.
«Entramos en la Cuaresma, es decir, en una época de fidelidad mayor al servicio del Señor. Viene a ser –escribe el Papa san León– como si entrásemos en un combate de santidad» 197. ¡Qué familiares suenan estas palabras, claro reflejo de la Tradición viva de la Iglesia, en los oídos de los hijos de Dios en el Opus Dei! Son exhortaciones a no cejar en la pelea interior, a no concedernos tregua en la lucha contra los enemigos de nuestra santificación.
Esta pelea, lo sabemos bien, es deber de todos los cristianos. Al recibir las aguas del Bautismo, prometimos –y lo hemos ratificado luego en el Sacramento de la Confirmación– renunciar a Satanás y a todas sus obras, para servir solamente a Jesucristo. Un compromiso que exige un combate perenne. «Este es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias!» 198, escribió nuestro Padre el último día de 1971, sintetizando sus propósitos y sus anhelos después de muchos años de pelea personal constante.
Esta obligación general de los cristianos ha quedado en nosotros confirmada y robustecida por la vocación al Opus Dei. Al corresponder a la llamada divina, hemos adquirido «un compromiso de amor, aceptado libremente, con Dios Señor nuestro» 199. Este compromiso de amor nos vincula a la Prelatura y a unos con otros por nuestra honradez de cristianos, y tiene un contenido preciso, ascético y jurídico, claramente expresado en nuestro Derecho particular. Ahora, con palabras de nuestro Fundador, deseo sencillamente recordaros que nos obliga sobre todo «a luchar, con el fin de poner en práctica los medios ascéticos que la Obra nos propone para ser santos; a luchar, para cumplir nuestras Normas y Costumbres; a esforzarnos por adquirir y defender la buena doctrina, y mejorar la propia conducta; a procurar vivir de oración, de sacrificio y de trabajo, y –si es posible– sonriendo: porque yo entiendo, hijos míos, que a veces no es fácil sonreír» 200.
Siendo la Cuaresma, como antes os recordaba, una época de más rigor en la pelea, deseo invitaros a renovar vuestro combate con la ayuda del Señor, en estas semanas de preparación para la Pascua. ¿Cómo lo haremos? Cada uno de vosotros, hijas e hijos míos, responsable y libremente, procurará concretar lo que os señalo –«hacerse un traje a la medida», diría nuestro queridísimo Padre–, de acuerdo con las necesidades de su alma, a la luz de los consejos que reciba en la Confesión sacramental, en la charla fraterna y en los Círculos.
La ascética cristiana ha reconocido siempre, como especialmente propios de este tiempo litúrgico, la oración, el ayuno y la limosna; es decir, el amor a Dios –manifestado en la oración de la mente y en la oración de los sentidos, que eso es la mortificación– y el amor a todas las almas, mediante la práctica generosa de las obras de misericordia y de apostolado.
Me gustaría, pues, que todos a una, latiendo nuestros corazones al unísono, nos planteásemos decididamente en esta Cuaresma vivir con mayor intensidad, cada día, la oración mental y vocal; ser generosos en la mortificación de los sentidos, mirando la Cruz de Cristo; y practicar con más asiduidad las obras espirituales y corporales de misericordia. He escrito con más asiduidad, porque todos los días, con distintos matices, se nos presentarán muchas ocasiones de llevar a Cristo a otras almas, o de encontrarle y servirle en las personas que nos rodean en la convivencia ordinaria.
En estas líneas, hijas e hijos míos, deseo recordaros una de las principales manifestaciones de misericordia con las almas: enseñar al que no sabe. La necesidad de llevar a cabo un generoso apostolado de la doctrina, que se robustece con la formación que recibimos y es tan querido y deseado por todos en el Opus Dei, nos hace presente lo que tantas veces enseñó nuestro Padre: que «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina. Gran parte de los males que afligen al mundo se deben a la falta de doctrina cristiana (...). Toda nuestra labor tiene, por tanto, realidad y función de catequesis. Hemos de dar doctrina en todos los ambientes» 201.
Para esto se requiere, en primer lugar, que tengamos doctrina clara, abundante, segura: ¡cuidadme los medios de formación que la Prelatura dispensa a manos llenas! Acudid a las clases y Círculos, a las meditaciones y charlas, a los retiros... con «la ilusión de la primera vez», aunque hayan transcurrido muchos años desde entonces, y con deseos sinceros de sacarles el provecho que encierran. Solo así estaréis en condiciones de ayudar a tantas personas que la Divina Providencia pone diariamente a vuestro lado para que alumbréis su inteligencia y su conducta con la luz de la doctrina católica.
Resulta urgente y necesario realizar una siembra generosa de doctrina, en todos los campos de la actividad humana. Cada cristiano debería sentirse personalmente responsable de hacer llegar a su entorno concreto, a su ambiente, las enseñanzas que Jesucristo ha entregado a su Esposa para que las conserve intactas y las transmita de generación en generación. Todos, en efecto, en virtud del Bautismo recibido, estamos llamados a colaborar en la misión evangelizadora de la Iglesia. Piensa ahora por tu cuenta, hija mía, hijo mío, cómo estás contribuyendo al cumplimiento de ese divino encargo: id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura... 202, en todas las circunstancias de tu trabajo profesional, de tu caminar junto a las demás personas en esta etapa de la historia.
Las palabras del Evangelio de san Marcos, que todos debemos sentir como dirigidas a cada uno por el Señor, han resonado recientemente con vigor nuevo en mis oídos. La víspera de mi salida de Roma para iniciar un viaje pastoral por diversos países de Europa, al recibir la bendición del Santo Padre, el Vicario de Cristo me decía con fuerza que hemos de hacer llegar nuestro apostolado a todo el mundo, porque muchas almas nos están esperando. Rezad, hijas e hijos míos, para que este deseo del Papa, que es también el nuestro, se realice cuanto antes, de modo que –con la doctrina católica– prenda en muchos países el espíritu del Opus Dei.
Como intención apostólica general para este mes, os he señalado que cada uno procure llevar al menos una nueva persona a los Círculos de san Rafael o de Cooperadores. Para alcanzar esta meta, que presupone en vuestros amigos el deseo de tomarse en serio la práctica de la vida cristiana, es indispensable que tengan un conocimiento básico de las enseñanzas de la Iglesia. También por esto, para el desarrollo de las labores específicas de la Obra, resulta muy necesario el apostolado de la doctrina. Porque, como enseña el Apóstol, ¿cómo invocarán a Aquél en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de Él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? 203. Es necesario, pues, que cada uno de nosotros se pregunte con frecuencia: yo, ¿a quién puedo hablar de Dios? ¿Con qué parientes, amigos, colegas de trabajo, conocidos, puedo provocar una conversación orientadora, que les haga reflexionar sobre el sentido último de su vida y, con la gracia de Dios, ayudarles a que se encaminen por las sendas de la vida cristiana? Y, más concretamente, ¿a qué personas puedo preparar para que se incorporen a los Círculos? Pregúntate también, con sinceridad: ¿pueden los demás descubrir a Cristo por mis palabras, por mis actuaciones en la vida familiar y social, por mi comportamiento en el ejercicio del trabajo profesional?
Con el afán de dar doctrina, que es una de las características que definen a los fieles de la Prelatura, se relaciona íntimamente esta otra obra de misericordia: dar buen consejo al que lo necesita. Cuando un alma vacila en el momento en que debería tomar una decisión, quizá importante, ayudarle con las propias luces, alcanzadas de Dios mediante el estudio, la formación recibida y la oración, constituye una obra de caridad delicadísima. Es, además, una manifestación estupenda del modo específico de hacer apostolado, que el Señor ha querido para el Opus Dei: el apostolado de amistad y confidencia. Así se comporta el padre o la madre con sus hijos, el amigo con el amigo, el trabajador con sus colegas de oficio o profesión..., realizando en la sociedad civil una siembra de doctrina de consecuencias incalculables.
«El espíritu del Opus Dei es simple, cándido y genuino» 204, escribió nuestro Padre en una de sus Cartas. Es así por voluntad explícita de Dios, que ha dispuesto que en la Obra haya criaturas humanas de todas las condiciones y ha establecido que en su espíritu reluzca –como una gema preciosísima– el amor a la sinceridad, a la sencillez, a la claridad de conducta y de conciencia: manifestaciones que se acomodan tan perfectamente a cualquier alma, por encima de las más diversas idiosincrasias.
Pensad, pues, hijas e hijos míos, que siempre hemos de caminar con sencillez de corazón 205, con la sencillez y la sinceridad que vienen de Dios 206, con amor a la verdad, y todo como exigencia clara y permanente de nuestro deseo de imitar a Jesucristo, que predicó de sí mismo que Él es la Verdad 207. Al mismo tiempo, esta actitud cobra fuerza en nosotros como un reflejo de la unidad de vida, que es característica esencial de nuestro espíritu. Del mismo modo que hemos de rechazar cualquier fractura entre nuestra vida espiritual y nuestro trabajo, tampoco debe haber ninguna división entre nuestros pensamientos y nuestras palabras, entre lo que somos y lo que hacemos. En nuestra conducta ha de manifestarse a todas horas la hondura y radicalidad de la vocación específica con la que hemos sido llamados; es decir, esa conciencia de buscar la santidad en las circunstancias más dispares en que nos encontremos.
Sea vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no 208, amonesta el Señor por san Mateo. La sinceridad implica coherencia absoluta entre lo que se piensa y lo que se habla, significa transparencia, supone dejar paso hasta el fondo del alma a la luz divina, capaz de alumbrar nuestras tinieblas, sin ponerle obstáculos de ningún tipo. ¡Con qué actualidad escuchamos aquel consejo de nuestro Padre! «Me has pedido –recoge en Forja– una sugerencia para vencer en tus batallas diarias, y te he contestado: al abrir tu alma, cuenta en primer lugar lo que no querrías que se supiera. Así el diablo resulta siempre vencido» 209. Por el contrario, la mentira, la simulación, el engaño, todo lo que no es diáfano nos repugna, porque viene del Maligno 210 y es lo más opuesto al espíritu cristalino propio del Opus Dei. Por eso concluye nuestro Fundador: «¡Abre tu alma con claridad y sencillez, de par en par, para que entre –hasta el último rincón– el sol del Amor de Dios!» 211.
¡Cuántas veces, por disposición divina –no dudo en calificarlo así–, predicó nuestro Padre la importancia de la sinceridad! La recomendaba a todos: a aquellos que se acercaban a nuestra familia sobrenatural, a quienes acababan de pedir la admisión, a quienes estaban recibiendo una formación más intensa en los Centros de Estudios, a los que llevaban decenas de años en la Obra... A todos y a cada uno nos pedía más delicadeza y exigencia en la práctica de esta virtud, asegurándonos incluso que era el mejor obsequio que podíamos hacerle. Recordaréis que el día en que cumplió setenta años, a quien le preguntaba qué regalo esperaba de sus hijos, nuestro Fundador respondió inmediatamente: «La sinceridad: sinceridad en la Confesión y en la charla fraterna». Nos hacía esta invitación tan terminante, porque una profunda sinceridad con Dios, con nosotros mismos y con los Directores es y será siempre condición indispensable para forjar la fidelidad. «Si queremos perseverar, seamos humildes. Para ser humildes, seamos sinceros» 212.
Haciendo eco a las enseñanzas de nuestro Padre, también yo me siento urgido, hijas e hijos míos, a recomendaros ardientemente que –sin escrúpulos– os empeñéis todo lo posible por mejorar constantemente en esta virtud. Presentarnos con sinceridad en la dirección espiritual no consiste solo en contar la verdad: es preciso manifestar toda la verdad, después de haber examinado con valentía nuestra conciencia, sin ocultar luego nada a quien tiene el encargo divino de ayudarnos a recorrer con garbo y fidelidad nuestro camino. No hay peor mentira –os consta perfectamente– que la que va mezclada con algo de verdad. Por eso, en la Confesión sacramental y en la charla fraterna nos esforzamos siempre por no tolerar ni siquiera un residuo oscuro en ningún rincón de nuestra alma; nos afanaremos, llenos de paz, por reconocer con humildad y sencillez nuestros errores.
No podemos engañarnos, como aquel señor del que cuentan en Italia que comía la pasta con los ojos cerrados, porque el médico le había dicho que la pasta... ¡ni verla! Tampoco hemos de caer en la puerilidad de adornar los propios defectos con la hojarasca de una palabrería inútil, con la que muchas veces –quizá de modo inconsciente– todos tendemos a disfrazar lo que más nos humilla o avergüenza. No me cansaré de recordaros que «si el demonio mudo –del que nos habla el Evangelio– se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha.
»– Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata» 213.
Pero –insisto– no es suficiente contar las cosas tal y como las vemos delante de Dios, sin callar nada. La persona verdaderamente sincera, además de manifestar toda la verdad, se muestra plenamente dispuesta a aceptar los consejos de la dirección espiritual, con entera docilidad de mente y de voluntad, y a continuación lucha esforzadamente para llevarlos a la práctica. Esta es la sinceridad cabal: la que camina unida a la docilidad y a la pelea concreta en los puntos que nos han señalado.
Hija mía, hijo mío, piensa ahora en la presencia de Dios cómo es tu sinceridad. ¿Vas a la oración con el alma abierta de par en par, con deseos de conocer lo que el Señor quiere de ti? ¿Procuras tratar personalmente a Jesús, cara a cara, sin refugiarte en el anonimato? ¿Pides luces al Espíritu Santo al realizar cada día tus exámenes de conciencia, para conocerte cada vez mejor? ¿Preparas bien la Confesión sacramental y la Confidencia? [dirección espiritual] ¿Acudes a estos medios con verdadero afán de identificar tu espíritu con el de la Obra?
También la sencillez –sinceridad en la conducta, en las actitudes, en el comportamiento– se halla íntimamente relacionada con la unidad de vida y se presenta «como la sal de la perfección» 214. Por esta razón, toda la formación que recibimos en la Obra tiende –como repetía nuestro Padre– a que seamos interiormente sencillos, descomplicados. «Desde que llegasteis a la Obra, no se ha hecho otra cosa que trataros como a las alcachofas: ir quitando las hojas duras de fuera, para que quede limpio el cogollo. Todos somos un poco complicados; por eso, a veces, fácilmente, de una cosa pequeña dejáis que se haga una montaña que os abruma, aun siendo personas de talento. Tened, en cambio, el talento de hablar, y vuestros hermanos os ayudarán a ver que esa preocupación es una bobada o tiene su raíz en la soberbia» 215.
Cada uno ha de empeñarse en airear constantemente su alma, sin permitirse ninguna trastienda en donde se acumulen cachivaches que entorpecerían la marcha hacia Dios. Hija mía, hijo mío, cuenta enseguida a la hermana o al hermano tuyo que recibe tu charla fraterna aquello que comience a pesarte, a robarte la paz interior, a enturbiar tu alegría, y el Señor te premiará, ayudándote a saborear con más riqueza el gaudium cum pace, la alegría y la paz que son resello inmediato de nuestra vocación.
La sencillez, además –os lo insinuaba al comienzo de estas líneas–, resulta especialmente necesaria para atraer almas a nuestro camino. Las personas sencillas se ganan espontáneamente la simpatía y el aprecio de los demás, mientras que las que son complicadas alejan de sí a la gente y crean a su alrededor un vacío difícil de colmar. Examinaos también sobre este punto, para mejorar la eficacia de vuestro apostolado de amistad y confidencia, y ved si vuestro trato con las personas que os rodean es llano, sencillo, confiado; y, al mismo tiempo, empapado de la necesaria prudencia que hemos de vivir en toda nuestra actuación.
Las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa, al poner ante nuestros ojos los sufrimientos que soportó Jesucristo en favor de su Cuerpo místico, nos hablan hasta gráficamente del gran amor de Nuestro Señor a la Iglesia, por la que se entregó –como afirma san Pablo– para hacerla santa e inmaculada, sin mancha ni arruga 216. No nos cansemos de meditar la Pasión de Cristo, hijas e hijos míos; más aún, supliquemos al Espíritu Santo que nos conceda ansias de ahondar más y más en los sufrimientos redentores del Señor. En esa contemplación se encenderá nuestro afán de almas, y de ahí sacaremos fuerzas para llevar a cabo un apostolado cada día más incisivo y eficaz.
Nuestro Padre nos dijo muchas veces, en los últimos años de su vida en la tierra, que era entonces especialmente tiempo de rezar. Yo lo repito ahora con toda mi fuerza. Constantemente hemos de acudir a Dios, fuente de todos los bienes, con la sencillez y la confianza con que un hijo pequeño corre a su padre para pedirle todo lo que precisa. Y no olvidemos, porque así lo quiere la Divina Providencia, que existen momentos en los que la necesidad de rezar se hace más acuciante. Y entonces, ¡ahora!, «un clamor incesante ha de brotar de nuestra alma. ¿Cómo? Acomodando la vida nuestra a la fe: con defectos, que los tendremos siempre (...), pero tratando de que nuestra conducta sea un reflejo perfecto de nuestra fe» 217.
Lo primero, pues, ha de ser el esfuerzo –renovado en cada jornada– por vivir de modo coherente con nuestra fe cristiana y con los compromisos que hemos adquirido en la Obra. Por eso, hijos míos, no dejaré nunca de insistir en la importancia de pelear personal e interiormente en todos los instantes de nuestra existencia. La lucha concreta, de cada momento, para ser mejores hijos de Dios en el Opus Dei, es la garantía más firme de nuestro servicio a la Iglesia. Preguntaos si actuáis de esta manera: si en el examen de conciencia de cada noche os fijáis –con generosidad, con amor– algún punto de lucha concreto para la jornada siguiente; pensad si los consejos recibidos en la charla fraterna y en la Confesión orientan realmente la pelea interior a lo largo de cada semana.
«El remedio de los remedios es la piedad. Ejercítate, hijo mío, en la presencia de Dios, puntualizando tu lucha para caminar cerca de Él durante el día entero. Que se os pueda preguntar en cualquier momento: y tú, ¿cuántos actos de amor a Dios has hecho hoy, cuántos actos de desagravio, cuántas jaculatorias a la Santísima Virgen? Es preciso rezar más. Esto hemos de concluir. Quizá rezamos todavía poco, y el Señor espera de nosotros una oración más intensa por su Iglesia. Una oración más intensa entraña una vida espiritual más recia, que exige una continua reforma del corazón: la conversión permanente. Piensa esto, y saca tus conclusiones» 218.
De este modo, nuestras peticiones estarán bien respaldadas y llegarán con más fuerza a la presencia de Dios. Con palabras de nuestro Padre, insisto en que «habéis de tener, hijas e hijos míos, una gran preocupación que os ocupe en rezar. Por tanto (...) a clamar incesantemente: con la oración y con el cumplimiento fidelísimo de los pequeños deberes de cada día» 219. Y añadía nuestro Fundador, haciéndonos ver la importancia de la oración sincera y tozuda, nuestra y de tantas otras personas: «Recemos más, ya que el Señor ha encendido en nuestra alma este gran amor a la Iglesia Santa. Clamemos, hijos, clamemos –clama, ne cesses! (Is 58, 1)–, y el Señor nos oirá y atajará la tremenda confusión de este momento» 220.
Nuestra oración ha de extenderse, pues, a todas las horas y a todas las ocupaciones: es preciso orar siempre 221: de día y de noche, sin interrupción 222, escribe san Pablo. Tenemos el ejemplo de nuestro amadísimo Padre, que afirmaba que también durante el sueño proseguía su oración. Además, cuando alguna vez se desvelaba –¡y fueron tantas sus noches de vigilia insomne, por amor a la Iglesia!–, nuestro Fundador rezaba también oraciones vocales llenas de piedad, con hambres de desagraviar al Señor. Pero no se limitaba solo a esas ocasiones: tan íntimamente unido estaba a la Trinidad Beatísima, que verdaderamente se cumplían en su vida aquellas palabras de san Jerónimo: «Para los santos, el sueño mismo es oración» 223. Con la gracia de Dios, que no nos ha de faltar, empeñémonos en que adquiera realidad de trato con el Señor nuestra entera existencia, con una oración continua.
«Pero hemos de rezar con afán de reparación. Hay mucho que expiar, fuera y dentro de la Iglesia de Dios» 224, nos pedía nuestro Padre y ahora os ruego yo. «Buscad unas palabras, haceos una jaculatoria personal, y repetidla muchas veces al día, pidiendo perdón al Señor: primero por nuestra flojedad personal y, después, por tantas acciones delictuosas que se cometen contra su Santo Nombre, contra sus Sacramentos, contra su doctrina» 225.
Volved una y otra vez los ojos a Nuestro Señor Jesucristo, ahora y a lo largo del año, poniéndoos muy cerca de Él en los momentos de su Pasión y Muerte. Contemplad aquel sudor de sangre durante la oración en el huerto, que expresa la intensidad de los sufrimientos de su alma, el peso de los pecados que cargan sobre su Humanidad Santísima. Viendo a Jesús así, ¿reaccionaremos con miedo a la expiación, a la penitencia, a la renuncia? ¿Vamos a regatear la pequeña colaboración que Él espera de cada uno de nosotros, para completar en nuestra vida lo que falta a sus padecimientos en favor de la Iglesia? 226.
Seamos generosos, hijas e hijos míos, para ofrecer inmediatamente a Dios, con afán de desagravio, la enfermedad inesperada, la contradicción injusta, los mil avatares que alteran los proyectos nobles y buenos que nos habíamos forjado. «Es hora de reparar al Señor. Desagraviadle, porque es el momento de quererle. Siempre es la hora de amarle, pero en estos tiempos, cuando se hace tanta ostentación de presuntuosa indiferencia, de mal comportamiento (...), hemos de acercarnos más aún al Señor para decirle: Dios mío, te quiero; Dios mío, te pido perdón» 227. Si nos ejercitamos diariamente en las pequeñas mortificaciones voluntarias, que no deben faltar en nuestro plan de vida, Jesús nos concederá su gracia para aceptar apenas surjan –¡con alegría, sin una queja!– y amar las contrariedades que se presenten. Pondera, hija mía, hijo mío: ¿cómo respondes ante lo que te contraría? ¿Aceptas inmediata y completamente, con ardiente amor, la amabilísima Voluntad divina? ¿Procuras identificarte con sus designios? ¿Te esfuerzas por sonreír, aunque cueste?
Jamás había pesimismo en las palabras de nuestro Fundador, cuando nos pintaba con colores vivos la situación que tanto le hizo sufrir. Ni hay ahora tampoco pesimismo en mis palabras, porque bien sabemos que Nuestro Señor es Todopoderoso; pero nos está manifestando que quiere contar con nuestra ayuda y la de tantas otras personas, que también desean ser fieles a sus compromisos bautismales. «Somos muchos los cristianos –la inmensa mayoría– que permanecemos compactos por la misericordia del Señor. Los que sean fieles verán que la Iglesia renace y vuelve a tener la unidad y la hermosura de siempre» 228.
Aprovechemos, por tanto, este tiempo de rezar y de reparar, que es simultáneamente tiempo de confiar mucho en Dios y de hacer un apostolado descarado, con la seguridad de que el Señor nos oye. Concretamente, aprovechad también el tiempo litúrgico de la Cuaresma, que ahora estamos viviendo, y el de la Semana Santa, para intensificar el apostolado de la Confesión, ayudando a muchas personas a cumplir el precepto de la Iglesia que manda confesar y comulgar por Pascua. Y animadles a que, a su vez, empujen a muchas otras almas a renovarse espiritualmente en las fuentes de la gracia.
Reforcemos, pues, nuestra esperanza, pero a base de oración, de mortificación y de obras: realidades de lucha personal y de apostolado, porque «Dios no pierde batallas. Pero hemos de llamar continuamente a la puerta del Corazón Sacratísimo de Jesucristo, que es nuestro amor, y del Corazón Dulcísimo de María, que es nuestra salvación; y no olvidar que, para el Señor, los siglos son instantes.
»Tranquilos, tranquilos, hijas e hijos míos, que el día nuevo se acerca, lleno de paz y de claridad. Estaremos tranquilos, serenos, si no perdemos la conciencia clara de que no somos nada, no podemos nada, no valemos nada sin el Señor: sine me nihil potestis facere (Jn 15, 5). Hemos de poner nuestro esfuerzo, en la propia vida espiritual y en la labor apostólica, pero con el convencimiento de que el fruto depende solo de Dios. La oración, esa es nuestra fuerza: no hemos tenido nunca otra arma. Perseveremos, que el Señor nos oirá» 229.
El Señor escucha siempre la oración humilde, confiada y perseverante, como la que tratamos de hacer todos sus hijos en el Opus Dei. Ante vuestra mirada aparece bien claro cómo van saliendo adelante muchas de las intenciones por las que, desde hace tiempo, os estoy pidiendo plegarias. Continuad rezando, todos bien unidos, que nuestro Padre Dios obrará maravillas si somos fieles. Rezad con más intensidad en estas semanas, pues ahora especialmente me apoyo en la fuerza de vuestra oración. ¡No os podéis hacer cargo de cuánto busco vuestra colaboración! Y no os escondo que pido al Señor que cale muy a fondo en las almas de todos, ¡en la tuya!, aquella súplica y aquel ruego del Maestro: ¿ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en tentación 230.
Hijos míos, cuidadme las medias horas de oración, acompañándome con una lucha sincera contra el cansancio, el acostumbramiento, la ligereza. Acordaos de que la Trinidad Beatísima nos ve y nos oye: ¡que no sea la nuestra una conducta desairada, sino un empeño por alabar más y mejor a Dios, en cada rato de meditación, en cada oración vocal!
Termino con otras palabras de nuestro Fundador, que conviene que meditemos en estos tiempos de dura crisis, que atravesamos. «No quiero que seáis pesimistas: tenéis –vuelvo a repetiros– que ser alegres y optimistas; recordad que el Señor no pierde batallas, que la Redención se está actuando también ahora, y no solo hace veinte siglos con la inmolación de Jesús en el Calvario. Y seréis más prontamente optimistas y esperanzados, si os acostumbráis a rezar: San José, Nuestro Padre y Señor, bendice a todos los hijos de la Santa Iglesia de Dios» 231.
En marzo de 1973 –han transcurrido ya diecisiete años–, nuestro Fundador nos enviaba una Carta que sacudió fuertemente nuestras almas. Era la primera de las tres campanadas con las que, en los últimos años de su vida, nos urgía a afinar en nuestra fidelidad a la Iglesia y a las exigencias de nuestra vocación. Nos decía en una de aquellas Cartas: «Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma (...) aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles 232. Una campana, pues, de gozos divinos, un silbido de Buen Pastor, que a nadie puede molestar» 233.
En estos momentos, hijas e hijos míos, siento la necesidad de prolongar los tañidos de aquellas campanas que Dios hizo resonar, en nuestros oídos, sirviéndose de nuestro Padre. Como siempre, mi único afán de ayudaros y de exigirme marcha en estrechísima unión de intenciones y de sentimientos con nuestro Fundador, y me impulsa a servirme de sus mismas palabras con el fin de urgiros y de urgirme a una respuesta cada día más generosa. Os invito a leer y a meditar de nuevo esas páginas escritas por nuestro Padre y pido al Señor que todos experimentemos una fuerte sacudida interior, una vibración de santidad como la que contemplamos en la existencia de nuestro Fundador.
Las circunstancias del mundo y de la Iglesia, al comenzar esta última década del siglo XX, no son en muchos aspectos distintas de las que impulsaron a nuestro Padre a ponernos en guardia, a empujarnos y mantenernos en una vigilia de personas sinceramente enamoradas de Dios para mejor servir a la Iglesia y a las almas. Nos hablaba en esas Cartas del «tiempo de prueba» que entonces atravesaba la Esposa de Cristo, y tengo necesidad de advertiros –¡sin alarmismos!– que, desgraciadamente, esa situación perdura. Es cierto que en algunos casos no faltan señales de que se ha empezado a remontar la cuesta; pero en muchos aspectos de capital importancia, y en la mayor parte de las naciones –de modo particular en los países de la vieja Europa y de América septentrional– persiste aquel fenómeno disgregador que tanto hizo sufrir a nuestro Padre: esa confusión doctrinal, ese desprecio grosero e ignorante de los canales de la gracia que son los sacramentos, esa falta de obediencia y de autoridad, de que se sirve el enemigo de las almas para perder a tantas y a tantos.
Os advierto con claridad de estas tristes realidades, hijas e hijos míos, porque siento el grave deber de prevenir el riesgo de que alguno se acostumbre a ese modo de afrontar la vida que se descubre en algunos cristianos –en muchos, por desgracia–, con la correspondiente degradación de la sociedad civil, considerando normal lo que es un burdo alejamiento de Dios, a veces con visos de una falsa naturalidad. Es obligación que me incumbe como Pastor vuestro, y a cada uno de vosotros como oveja y pastor de este pusillus grex 234 del Señor que es la Obra, la de evitar que nadie se deje embaucar por la propaganda de los medios de comunicación, que tienden a presentar con tintes laudatorios y positivos, como conquistas de un progreso irreversible, lo que es, en definitiva, una claudicación ante lo que un cristiano coherente con su fe debe vivir, ante lo que jamás puede ceder. Por eso, el grito de nuestro Padre es plenamente actual: «¡Alerta y rezando!, así ha de ser nuestra actitud, en medio de esta noche de sueños y de traiciones, si queremos seguir de cerca a Jesucristo y ser consecuentes con nuestra vocación. No es tiempo para el sopor; no es momento de siesta: hay que perseverar despiertos, en una continua vigilia de oración y de siembra» 235.
No podemos bajar la guardia, insisto, en este combate de amor que es nuestro caminar terreno. De ti, de mí, el Señor espera un empeño mayor en nuestra labor de almas, de manera que contribuyamos eficazmente a purificar el ambiente en el que vivimos. Clamemos con la oración y con las obras, hijos míos, velando atentamente por nuestros hermanos y por las personas que hay junto a nosotros, sin concedernos una pausa que los enemigos de la Iglesia –fuera y dentro de Ella– no se conceden en su triste tarea. Cada uno, cada una, ha de reconocer, como dirigido a su propia conciencia, aquel grito de la Escritura que nuestro Fundador repitió tan machaconamente para que adquiriera un eco vibrante en nuestros corazones: custos, quid de nocte? 236, ¡centinela, alerta!
Nos mantendremos alertados y contribuiremos a que termine el «tiempo de prueba» si cada día nos esforzamos –de modo tangible, concreto– en santificar nuestro trabajo profesional, con todo lo que esto exige; si procuramos cumplir cada vez mejor –¡con más amor!– las Normas de nuestro plan de vida; si nos esmeramos en dar a las personas que con nosotros conviven un ejemplo amable, atrayente, de lo que significa querer ser buenos cristianos: con errores personales, que todos los tenemos, pero sin componendas en lo que no podemos transigir y, al mismo tiempo, con comprensión y cariño hacia los equivocados. Hemos de estar totalmente persuadidos de que «estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. Después... "pax Christi in regno Christi", la paz de Cristo en el reino de Cristo» 237.
No tenemos más remedio que enfrentarnos, de palabra y de obra, con algunas situaciones que no están de moda en la sociedad actual; de otro modo, no seríamos fieles seguidores del único Señor. Hemos de dar la vida por la Iglesia, sin alardes, pero sin escondernos en un cómodo punto medio. «Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos –a lo largo de los siglos– han querido ser constantes discípulos del Maestro» 238.
Piensa ahora, hija mía, hijo mío, cómo te comportas en tu lugar de trabajo, en tu familia, en el círculo social en el que te desenvuelves, y pregúntate si te empeñas todo lo posible, si haces todo lo que está en tus manos para lograr que allí impere la Cruz redentora de Cristo, sus enseñanzas, sus leyes. ¿Buscas modos nuevos para llevar la doctrina católica a otras personas, sobre todo en los puntos más ignorados o tergiversados en la actualidad? ¿Vas con gallardía a dar el tono de los hijos de Dios al ambiente laboral, familiar, social, deportivo, en que te mueves? ¿Cultivas en tu charla cotidiana con Jesús ese complejo de superioridad propio de los hijos de Dios, al que tan a menudo se refería nuestro Padre, y lo llevas contigo a todas partes?
Al formularos y formularme estas preguntas, me parece que viene como anillo al dedo la necesidad de que meditemos, de que pongamos en práctica aquella lejana y actual enseñanza de nuestro santo Fundador: «"Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?", me preguntas.
»–Y te contesto: Chocará, sin duda, la vida tuya con la de ellos: y este contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido» 239.
Hijas e hijos míos, perdamos el miedo a chocar con las modas, de cualquier estilo, si esas modas chocan contra Dios, aunque sea –¡eso dicen los desamorados!– en cosas de poca importancia.
Porque hay que rezar, sí, y resistir personalmente a la ola de disolución que anega a tantos hombres y a tantas mujeres; pero también hay que sembrar a manos llenas la buena doctrina, mediante el apostolado personal de amistad y de confidencia que el Señor quiere para nosotros, y perorando –así se expresaba nuestro Padre 240– cuando sea conveniente. Con el bagaje de la fe y de la formación que recibimos en la Prelatura, no hay ningún ambiente –por hostil que parezca– que con la ayuda del Señor no podamos purificar. Se requiere, eso sí, que seamos valientes, decididos; que no tengamos miedo a provocar en las almas –con mucha caridad, insisto, pero con fortaleza– esas crisis saludables que se originan cuando una persona se coloca de tú a tú delante del Señor. Si pedimos con humildad la luz de Dios para este examen que os recomiendo, quizá veremos que es posible, ¡que debemos!, hacer más (...).
Hijas e hijos míos, acabamos de comenzar la Cuaresma. Sé que esperáis que os pida más oración, más generosidad en las mortificaciones ofrecidas por lo que llena mi alma. Yo también espero estos ratos de charla de familia, de confidencia con cada uno de vosotros, para rogaros que me ayudéis más, que me sostengáis. Me gustaría que vuestra respuesta fuera como la de aquella enferma que, en los primeros años de la Obra, sentía el peso del Opus Dei –¡todo estaba por hacer!– y percibía que el Señor contaba con su respuesta más completa, con su total holocausto. Aquella persona –como tantas otras a lo largo de los años– supo ofrecer con alegría grandes dolores físicos y morales para dar solidez a los fundamentos del Opus Dei, constituyendo para nuestro Padre un apoyo firmísimo.
Vamos a dar a nuestra mortificación y a nuestra penitencia –que han de ser más intensas en este periodo de Cuaresma– un hondo sentido de reparación. Que podamos decir cada uno con san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia 241. Procurad acercar a las personas que tratáis al sacramento de la Confesión, y recibidlo vosotros con más agradecimiento, con mayor devoción. Uníos a mis intenciones –la Iglesia y el Papa, en primer lugar– ofreciendo al Señor el cumplimiento acabado, perfecto, de vuestro trabajo. Y acudid con confianza a santa María, Trono de la gloria, para conseguir la misericordia divina: Adeamus cum fiducia al Thronum gloriæ ut misericordiam consequamur!
Dentro de pocos días comienza la Semana Santa, en la que la Iglesia nos invita a meditar profundamente el infinito Amor de Dios a los hombres, manifestado en la Pasión y Muerte de Cristo y en la «locura de amor» de la Sagrada Eucaristía. Ante la sobreabundancia de la misericordia divina, un hombre o una mujer de fe –eso queremos ser cada una y cada uno de los hijos de Dios en la Obra– no puede tomar otra actitud que la de adorar la Bondad infinita del Señor, agradecer sus designios misericordiosos con la humanidad entera, y desagraviar por los pecados personales y los de todos los hombres, con el propósito sincero de devolver amor con amor.
Hoy querría que os fijarais en otra de las escenas que conmemoraremos en los próximos días. Me refiero a la entrada de Jesucristo en Jerusalén, a lomos de un borrico, para recibir la aclamación del pueblo. Nuestro Padre nos habló muchas veces de aquel pobre jumento, instrumento del triunfo de Jesús, en el que veía retratados a todos los cristianos que mediante un trabajo profesional bien hecho, realizado cara a Dios, procuran hacer presente a Cristo entre sus compañeros y amigos, llevándole en su vida y en sus obras por pueblos y ciudades, para que solo Dios sea glorificado.
Sin embargo, no olvidemos lo que también nos hacía notar nuestro Padre, a propósito de ese texto evangélico: que el Señor requirió los servicios de dos de los discípulos que le acompañaban más de cerca, enviándoles a desatar al borriquillo y a enjaezarlo 242. «Para que el borrico pudiera llevar al Señor –predicaba, por ejemplo, el Domingo de Ramos de 1947, en su primera Semana Santa romana–, tuvo que ir un alma de apóstol a desatarlo del pesebre. Así nosotros debemos ir hacia esas almas que nos rodean, y que están esperando una mano de apóstol –somos apóstoles sin llamarnos apóstoles– que los desate del pesebre de las cosas mundanas, para que sean trono del Señor» 243.
Jesucristo Señor nuestro está empeñado en que sean innumerables las personas que se santifiquen en las circunstancias ordinarias de la vida, en medio del trabajo profesional cumplido con perfección. Desea servirse de ellas para llegar a los más diversos ambientes del mundo, a todos los lugares donde los hombres y las mujeres gastan sus fuerzas en una tarea honrada; para asumir ese esfuerzo, purificarlo de la escoria del egoísmo, y unirlo a los grandes sufrimientos que Él padeció en la Cruz; para elevarlo a Dios Padre como ofrenda grata y aceptable a la Trinidad Santísima 244.
El Evangelio no nos dice el nombre de esos dos discípulos a quienes Jesús encargó que fueran a desatar al borrico, pero precisa en cambio que cumplieron con exactitud el mandato del Señor: Los discípulos marcharon e hicieron como Jesús les había ordenado. Trajeron el asna y el pollino, pusieron sobre ellos los mantos y le hicieron montar encima 245. La docilidad de estos hombres para atenerse exactamente a lo que se les había encargado, fue un requisito previo a la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, preludio a su vez del triunfo definitivo sobre el pecado que habría de obtener a los pocos días en el altar de la Cruz.
Hijas e hijos míos, al considerar esta escena que reviviremos dentro de pocas fechas, desearía que sacarais la renovada convicción de que «todos los cristianos tenemos obligación de ser apóstoles. Todos los cristianos tenemos obligación de llevar el fuego de Cristo a otros corazones. Todos los cristianos hemos de pegar la hoguera de nuestra alma» 246. Nuestro Padre nos advertía que, en ocasiones, «la gente se asusta: se asombra del afán de llevar a Dios otras almas, para que le sirvan»; pero, al mismo tiempo, nos recordaba que «nosotros sabemos que es un deseo del Señor, y una manifestación coherente de nuestro amor». Añadía: «Me viene a la memoria –y os lo repito a vosotros– lo que decía a los hijos míos, hace tantos años: que debían ser imprudentes en el apostolado, no cuidadosos y cautos (...). Debéis sentiros muy proselitistas, y perder cualquier clase de temor. Debéis mataros por el proselitismo, porque allí está nuestra eficacia» 247.
¿Es así tu afán de almas? ¿Sientes, como nuestro amadísimo y santo Fundador, la urgencia de acercarte a cada una de las personas que se relacionan contigo por cualquier motivo, para hablarles de Dios, para sacarles del torpor en el que quizá se encuentran sumidas, para abrirles horizontes sobrenaturales en su vida ordinaria? ¿Te percatas de que Jesús cuenta contigo –como contó con aquellos dos discípulos desconocidos– para que te avecines a quienes se hallan «atados al pesebre de las cosas mundanas», para librarlos con su gracia de esas ligaduras, y así disponerlos a que también ellos se conviertan en «borriquitos de Dios», que llevan a Cristo por todos los caminos de los hombres? (...).
Avivad, pues, vuestra fe, hijas e hijos de mi alma, y lanzaos a un apostolado incesante, que ha de ser la sobreabundancia del esfuerzo de cada uno de nosotros, jornada tras jornada, por unirse más y más al Señor. Palparemos entonces como venturosa realidad, también en cada uno, aquellas palabras de nuestro Fundador: «Somos portadores de Cristo, somos sus borricos –como aquél de Jerusalén– y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés» 248.
Aunque parezca un inciso –no lo es–, no me olvidéis que en este mes celebraremos también el aniversario de la Confirmación y de la Primera Comunión de nuestro Padre: soldados de Cristo somos, alimentados con su Cuerpo y con su Sangre, vivificados con la fortaleza del Espíritu Santo, y escogidos para participar en su intimidad; esforcémonos para ser mujeres y hombres muy de Dios, como se esforzó nuestro Padre en cada jornada.
Se aproximan los días de la Semana Santa, en los que la Iglesia celebra de modo solemne el adorable misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo; y estas fechas son especialmente apropiadas para poner en práctica aquel consejo de nuestro Padre: «¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca, a Jesús?... Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas» 249.
Sí, hijas e hijos míos. Hemos de procurar ser uno más, viviendo en intimidad de entrega y de sentimientos, los diversos pasos del Maestro durante la Pasión; acompañar con el corazón y la cabeza a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen en aquellos acontecimientos tremendos, de los que no estuvimos ausentes cuando sucedieron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto por los pecados de cada una y de cada uno de nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima que nos conceda la gracia de entrar más a fondo en el dolor que cada uno ha causado a Jesucristo, para adquirir el hábito de la contrición, que fue tan profundo en la vida de nuestro santo Fundador, y le llevó a heroicos grados de Amor.
Meditemos a fondo y despacio las escenas de estos días. Contemplemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, miremos cómo busca en la oración la fuerza para enfrentarse a los terribles padecimientos, que Él sabe tan próximos. En aquellos momentos, su Humanidad Santísima necesitaba la cercanía física y espiritual de sus amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? 250. Nos lo dice también a ti y a mí, que tantas veces hemos asegurado, como Pedro, que estábamos dispuestos a seguirle hasta la muerte y que, sin embargo, a menudo le dejamos solo, nos dormimos. Hemos de dolernos por estas deserciones personales, y por las de los otros, y hemos de considerar que abandonamos al Señor, quizá a diario, cuando descuidamos el cumplimiento de nuestro deber profesional, apostólico; cuando nuestra piedad es superficial, ramplona; cuando nos justificamos porque humanamente sentimos el peso y la fatiga; cuando nos falta la divina ilusión para secundar la Voluntad de Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo.
En cambio –empapémonos de esta realidad, actual entonces como ahora–, los enemigos de Dios están en vela: Judas, el traidor, y la chusma no se han concedido reposo, y llegan en plena noche para entregar con un beso al Hijo del hombre. Sigue golpeando en mi alma la impresión que me produjo, en México, la imagen de Cristo crucificado con una llaga tremenda en la mejilla –el beso de Judas–, imaginada por la piedad del pueblo cristiano, para simbolizar la herida que causó en su Corazón la defección de uno de los que Él había elegido personalmente.
Hijos de mi alma: ¡que no nos separemos nunca del Señor! Dejadme que insista: vamos a procurar seguirle muy de cerca, para que no se repita –en lo que dependa de nosotros– la indiferencia, el abandono, los besos traidores... En estos días, y siempre, «deja que tu corazón se expansione, que se ponga junto al Señor. Y cuando notes que se escapa –que eres cobarde, como los otros–, pide perdón por tus cobardías y las mías» 251, agarrado de la mano de tu Madre santa María, para que Ella infunda en tu alma un afán decidido y sincero, ¡operativo!, de fidelidad a ese Cristo que se entrega por nosotros.
Después del prendimiento en Getsemaní, acompañamos a Jesús a casa de Caifás y presenciamos el juicio –parodia blasfema– ante el Sanedrín. Abundan los insultos de los fariseos y levitas, las calumnias de los falsos testigos, bofetadas como aquella, cobarde, del siervo del Pontífice, y suenan de forma sobrecogedora las negaciones de Pedro: ¡qué dolor el de nuestro Jesús, y qué lecciones para cada uno nosotros! Luego, el proceso ante Pilatos: aquel hombre es cobarde; no encuentra culpa en Cristo, pero no se atreve a pechar con las consecuencias de un comportamiento honrado. Primero busca una estratagema: ¿a quién dejamos libre, a Barrabás o a Jesús? 252; y cuando le falla este expediente, ordena que sus soldados torturen al Señor, con la flagelación y la coronación de espinas. Ante el cuerpo destrozado del Salvador, nos hará mucho bien seguir aquel consejo de nuestro Padre: «Míralo, míralo... despacio» 253; y preguntarnos: «Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?» 254. Por último, la crucifixión. «Una Cruz. Un cuerpo cosido con clavos al madero. El costado abierto... Con Jesús quedan solo su Madre, unas mujeres y un adolescente. Los apóstoles, ¿dónde están? ¿Y los que fueron curados de sus enfermedades: los cojos, los ciegos, los leprosos?... ¿Y los que le aclamaron?... ¡Nadie responde»! 255.
Me ha ayudado a hacer la oración la descripción de los sufrimientos de Nuestro Señor, que hace santo Tomás de Aquino 256, con estilo literario escueto. Explica el Doctor Angélico que Jesús padeció por parte de todo tipo de hombres, pues le ultrajaron gentiles y judíos, varones y mujeres, sacerdotes y populacho, desconocidos y amigos, como Judas que le entregó y Pedro que le negó. Padeció también en la fama, por las blasfemias que le dijeron; en la honra, al ser objeto de ludibrio por los soldados y con los insultos que le dirigieron; en las cosas exteriores, pues fue despojado de sus vestiduras y azotado y maltratado; y en el alma, por el miedo y la angustia. Sufrió el martirio en todos los miembros del cuerpo: en la cabeza, la corona de espinas; en las manos y pies, las heridas de los clavos; en la cara, bofetadas y salivazos; en el resto del cuerpo, la flagelación. Y los sufrimientos se extendieron a todos los sentidos: en el tacto, las heridas; en el gusto, la hiel y el vinagre; en el oído, las blasfemias e insultos; en el olfato, pues le crucificaron en un lugar hediondo; en la vista, al ver llorar a su Madre... y –añado yo– nuestra poca colaboración, nuestra indiferencia.
Hijas e hijos míos, al meditar en la Pasión surge espontáneo en el alma un afán de reparar, de dar consuelo al Señor, de aliviarle sus dolores. Jesús sufre por los pecados de todos y, en estos tiempos nuestros, los hombres se empeñan, con una triste tenacidad, en ofender mucho a su Creador. ¡Decidámonos a desagraviar! ¿Verdad que todos sentís el deseo de ofrecer muchas alegrías a nuestro Amor? ¿Verdad que comprendéis que una falta nuestra –por pequeña que sea– tiene que suponer un gran dolor para Jesús? Por eso os insisto en que valoréis en mucho lo poco, en que afinéis en los detalles, en que tengáis auténtico pavor a caer en la rutina: ¡Dios nos ha concedido tanto, y Amor con amor se paga! Me dirijo a Jesús, contemplándole en el patíbulo de la Santa Cruz, y le ruego que nos alcance el don de que nuestras confesiones sacramentales sean más contritas: porque –como nos enseñaba nuestro Padre– sigue en ese Madero, desde hace veinte siglos, y es hora de que ahí nos coloquemos nosotros. Le suplico también que nos aumente el imperioso afán de llevar más almas a la Confesión.
En la Cruz, Jesús exclama: sitio! 257; tengo sed; y nuestro Padre nos recuerda que «ahora tiene sed... de amor, de almas» 258. La redención se está haciendo, y nosotros hemos recibido una vocación divina que nos capacita y nos obliga a participar en la misión corredentora de la Iglesia, según el modo específico –querido por Dios para su Obra– que nos ha transmitido nuestro Padre.
El Señor y la Iglesia esperan que seamos leales a esta misión, que nos gastemos totalmente en nuestro empeño por ser apóstoles de Jesucristo. Esperan que carguemos sobre nuestros hombros, con alegría, la Cruz de Jesús, y que la abracemos «con la fuerza del Amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra» 259.
Las almas necesitan que realicemos una labor mucho más extensa e intensa de apostolado y proselitismo: ¡urge mucho! ¿Y las dificultades del ambiente? Sabéis que el hecho de que exista un ambiente más o menos hostil al sacrificio, a la entrega, no es motivo para disminuir nuestro afán apostólico, ¡al contrario!: montes sicut cera fluxerunt a facie Domini 260; los obstáculos se derriten como cera ante el fuego de la gracia divina. Nunca olvidéis que la obra de Cristo no termina en la Cruz y en el sepulcro, que no son un fracaso; que culmina en la Resurrección y en la Ascensión al Cielo, y en el envío del Paráclito: la Pentecostés ubérrima de frutos, que también ha de repetirse, necesariamente, en la vida de los cristianos, pues si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él 261; y con Él, y por Él, y en Él llevaremos a innumerables hombres y mujeres, en los más diversos confines del mundo, el alegre anuncio de la Redención: el gozo y la paz que el Espíritu Santo derrama en los corazones fieles.
Hijas e hijos míos, caminad con la seguridad de que nuestros esfuerzos son siempre fecundos: labor vester non est inanis in Domino 262, ¡no son nunca vanos nuestros trabajos por el Señor! Por eso, lanzaos –cada día más– a un apostolado sin respetos humanos, con complejo de superioridad, con moral de victoria, porque victoriosos somos siempre en Jesucristo, aun en el caso de que, humanamente, no se vieran las flores y los frutos. Si esto sucediera alguna vez, después de preguntaros sinceramente si estáis empleando todos los medios –oración, mortificación y acción–, poned en práctica la enseñanza de nuestro Padre, cuando escribía: «No admitas el desaliento en tu apostolado. No fracasaste, como tampoco Cristo fracasó en la Cruz. ¡Ánimo!... Continúa contra corriente, protegido por el Corazón Materno y Purísimo de la Señora: Sancta Maria, refugium nostrum et virtus!, eres mi refugio y mi fortaleza» 263.
La cercanía de la fiesta de nuestro Padre y Señor san José constituye para todos una nueva invitación a intensificar el celo por las almas. Toda nuestra actividad –desde la más material hasta la más espiritual– ha de estar orientada por este afán apostólico, que debe espolearnos constantemente.
«"Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros..." Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti» 264, escribió nuestro Padre haciendo eco al mandato del Señor. Fiel a ese divino encargo, la Iglesia no cesa de llevar el Evangelio a todas las gentes, en todas las épocas. Pero hay momentos en los que el Espíritu Santo urge de modo especial a dar cumplimiento a esas palabras de Cristo. Como ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II en su última Carta encíclica [Redemptoris missio], «los cristianos estamos llamados a la valentía apostólica, basada en la confianza en el Espíritu» 265.
Hijas e hijos míos, valentía apostólica: en el lugar de trabajo y en el hogar doméstico; en el silencio de un laboratorio y en el ruido de una fábrica; en el parlamento y en medio de la calle: en cualquier lugar donde nos encontremos, allí debemos ser apóstoles, con determinación: «¡Dios y audacia!»
Hace ya mucho tiempo, en los primeros años de la Obra, Dios quiso confirmar a nuestro Padre en esta doctrina que le había confiado el 2 de octubre de 1928: fue una gracia singularísima, que recibió durante la celebración de la Santa Misa en la iglesia del Patronato de Enfermos de Madrid, el 7 de agosto de 1931.
En sus Apuntes íntimos, nuestro Fundador ha dejado escrito el relato de esa intervención de Dios en su alma. Aquel día, la diócesis de Madrid-Alcalá celebraba la fiesta de la Transfiguración del Señor. Con agradecimiento a Dios, consideraba nuestro Padre el profundo cambio interior que se había obrado en su alma desde que llegara a Madrid en 1927. Y añade: «Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum" (Jn 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas» 266.
Fue muy grande la conmoción de nuestro Fundador ante esta caricia divina. Con esas palabras, recogidas en la Sagrada Escritura, Jesucristo anunciaba que, cuando fuese alzado en el madero de la Cruz, se cumpliría la Redención del mundo. Pero aquel día, el Señor quiso que nuestro Padre las entendiera también con un matiz nuevo, profundamente unido a nuestra vocación a ser cada una y cada uno, en todos los caminos de la tierra, otro Cristo, el mismo Cristo, para corredimir con Él: «Aquel día de la Transfiguración, celebrando la Santa Misa en el Patronato de enfermos, en un altar lateral, mientras alzaba la Hostia, hubo otra voz sin ruido de palabras.
»Una voz, como siempre, perfecta, clara: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum! (Jn 12, 32). Y el concepto preciso: no es en el sentido en que lo dice la Escritura; te lo digo en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos, con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos» 267.
Hijas e hijos míos, en esta locución que nuestro Padre escuchó precisamente mientras alzaba la Sagrada Hostia, se encierra el designio divino sobre el Opus Dei. Meditémosla una y otra vez, con el deseo de ahondar en su significado y darle personal cumplimiento. Para esto, vamos «a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía (...). Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32)» 268.
Ante la inmensidad de la labor apostólica que se presentaba a sus ojos, esta invitación del Señor confortó enormemente a nuestro Padre y debe fortalecernos también a nosotros. Dios nos ruega y nos exige a cada uno que seamos «almas de Eucaristía», para poder santificar el trabajo y todas las actividades que realizamos en medio del mundo. Si lo hacemos, Él nos asegura que atraerá todas las cosas hacia sí. Lo llevará a cabo Él, si nosotros somos fieles. Por eso, no hemos de perder nunca de vista que el influjo de la santidad de cada uno llega mucho más allá del ámbito que nos rodea y de las personas que tratamos: se extiende al mundo entero, a todas las almas. No podemos empequeñecer el horizonte de nuestra entrega, o medir su eficacia solo por los frutos inmediatos que alcanzamos a divisar. Dios concedió a nuestro Padre, en aquella ocasión, contemplar el triunfo de Cristo atrayendo a Sí todas las cosas; también nosotros podemos y debemos mirar, con los ojos de la fe, el triunfo de Cristo cada vez que le ponemos verdaderamente en la cumbre de nuestro trabajo, y en este empeño hemos de sabernos exigir, sin excusas, a diario. Fijaos bien: la Trinidad Santísima, las almas, esperan nuestra respuesta, que ha de ser cabal, sin mediocridades, sin componendas.
Saboread aquellas frases que nuestro Padre pronunció en 1963, recordando esa locución divina de la que os vengo hablando: «Cuando un día, en la quietud de una iglesia madrileña, yo me sentía ¡nada! –no poca cosa, poca cosa hubiera sido aún algo–, pensaba: ¿Tú quieres, Señor, que haga toda esta maravilla? (...). Y allá, en el fondo del alma, entendí con un sentido nuevo, pleno, aquellas palabras de la Escritura: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» 269. Esto es lo que nos reclama seriamente el Señor, solo esto: cumplir acabadamente y por amor el deber de cada momento, grande o pequeño; así, el Reino de Cristo será realidad.
Como también decía tantas veces nuestro Padre, «es cuestión de fe». Por eso, quisiera que ahora examináramos si profesamos esa fe grande que nos empuja a comprender con profundidad que de la santidad personal –de la tuya, de la mía– dependen muchas cosas grandes. Hija mía, hijo mío, pregúntate: ¿veo almas en mi trabajo?; ¿me doy cuenta de la trascendencia que tienen las cosas pequeñas hechas por amor?; ¿me desanimo cuando no logro los resultados que esperaba en la labor apostólica?; ¿me impulsa de veras la fe a ser fuerte ante las dificultades?; ¿soy optimista, o me dejo abatir por las contrariedades o los estados de ánimo? Hijas e hijos míos, «que entreguemos plenamente nuestras vidas al Señor Dios Nuestro, trabajando con perfección, cada uno en su tarea profesional y en su estado, sin olvidar que debemos tener una sola aspiración, en todas nuestras obras: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres, y así contribuiremos a que la luz y la vida de Jesucristo sean gracia, paz y amor para la humanidad entera» 270.
Para realizar fielmente la misión que el Señor nos ha confiado, resulta imprescindible «tener una sola aspiración», actuar en todo instante con una misma clara finalidad: en otras palabras, es indispensable la «unidad de vida». En nuestro firmamento espiritual no debe haber más que un solo norte: el cumplimiento de la Voluntad de Dios. Cualquier otro interés o finalidad noble ha de quedar subordinado, incorporado, al querer del Señor; y, si es necesario, hemos de saber desecharlo, aunque humanamente se trate de algo en sí bueno y atractivo, si comporta el riesgo de perder el punto de mira sobrenatural. De este modo, las diversísimas actividades que nos ocupan en cada jornada no asumirán para nosotros un carácter disgregador, sino una fuerte coherencia: constituirán la trama de nuestra lucha por la santidad personal y se tornarán en ocasión y medio para desarrollar una honda labor apostólica.
Solo con el esfuerzo constante para que nada quede sustraído a nuestro amor a Dios y, por Él, a las almas, se torna cada vez más fuerte la unidad de vida, que es, sí, don de Dios, pero al mismo tiempo es tarea ejecutada fielmente día a día. Recordad aquel estupendo programa de vida que nos propone nuestro Fundador: «Cumplir la voluntad de Dios en el trabajo, contemplar a Dios en el trabajo, trabajar por amor de Dios y al prójimo, convertir el trabajo en medio de apostolado, dar a lo humano valor divino: esta es la unidad de vida, sencilla y fuerte, que hemos de tener y enseñar» 271.
Este horizonte de vida exige que –con la gracia divina, que no nos faltará– rectifiquemos constantemente la intención, porque cada persona –tú, yo– tiende desordenadamente a sí misma y a satisfacer el propio egoísmo... ¡Ahoguemos inmediatamente, en cuanto los percibamos, esos bajos motivos, y remontémonos de nuevo hasta el Señor! En ocasiones, insisto, tendrás incluso que renunciar a un determinado proyecto, si descubres que no se presenta ordenado a la gloria de Dios; pero, en otras muchas circunstancias, la rectitud de intención te impulsará a proponerte metas más altas en la vida interior, en el trabajo profesional y en la labor apostólica, superando la comodidad con el amor. Y, simultáneamente, no vamos a quedarnos parados por el temor a que esas ambiciones nobles sean desvirtuadas por la soberbia o por el orgullo. Rectifica la intención y ¡adelante!, con hambre de servir a este Dios nuestro que nos busca siempre y siempre se nos entrega.
Se acerca la Semana Santa: la Muerte y Resurrección del Señor. En estos días de la Cuaresma, el afán de poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas –nuestra «sola aspiración»– adquiere el tono de una más intensa mortificación y penitencia. San Pablo, que se sabía otro Cristo, afirmaba con audacia: sufro en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia 272. Tú y yo, ¿podemos repetir lo mismo? ¿Procuras, de verdad, enraizar tu felicidad, tu alegría, en la Cruz? ¿Pones en todo –en los sentidos, en la imaginación, en el carácter...– «la sal de la mortificación» 273? Después, no lo olvides, viene –también para nosotros– la gloria de la resurrección: no son nada los padecimientos del tiempo presente en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros 274.
Hemos llegado a los umbrales de la Semana Santa. Dentro de pocos días, al asistir a las ceremonias litúrgicas del solemne Triduo Pascual, participaremos en las últimas horas de la vida terrena de Nuestro Señor Jesucristo, cuando se ofreció al Eterno Padre como Sacerdote y Víctima de la Nueva Alianza, sellando con su Sangre la reconciliación de todos los hombres con Dios. A pesar de su carga dramática, a la que no debemos ni podemos acostumbrarnos –¡el Inocente cargado con las culpas de los pecadores, el Justo que muere en lugar de los injustos!–, la tragedia de la Semana Santa es fuente de la más pura alegría para los cristianos. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor! 275, canta la Iglesia en el Pregón pascual, a propósito del pecado de nuestros primeros padres, y queremos decir nosotros de nuestros errores personales diarios, si nos sirven para rectificar llenos de dolor de amor y crecer en espíritu de compunción.
Os aconsejo, hijas e hijos míos, que en estas jornadas santas que se avecinan procuréis fomentar en vuestras almas muchos actos de reparación y de dolor –dolor de amor–, pidiendo al Señor perdón por vuestras faltas personales y por las de la humanidad entera. Poneos con el pensamiento y el deseo junto a Cristo, en aquellas pruebas amargas de la Pasión, y tratad de consolarle con vuestras palabras llenas de cariño, con vuestras obras fieles, con vuestra mortificación y vuestra penitencia generosas, sobre todo en el cumplimiento de los deberes de cada momento. Si lo hacéis así, estad seguros de que ayudaréis a Jesús a llevar la Cruz –esa Cruz que pesa y pesará sobre el Cuerpo místico de Cristo hasta el final de los siglos–, siendo con Él corredentores. Participaréis de la gloria de su Resurrección, porque habréis padecido con Él 276, y quedaréis colmados de alegría, de una alegría que nada ni nadie os podrá quitar 277.
No olvidemos nunca, hijas e hijos de mi alma, que el gaudium cum pace, la alegría y la paz que el Señor nos ha prometido si somos fieles, no depende del bienestar material, ni de que las cosas salgan a la medida de nuestros deseos. No se funda en motivos de salud, ni en el éxito humano. Esa sería, en todo caso, una felicidad efímera, perecedera, mientras que nosotros aspiramos a una bienaventuranza eterna. La alegría profunda, que llena completamente al alma, tiene su origen en la unión con Nuestro Señor. Recordad aquellas palabras que nuestro amadísimo Fundador nos repitió en una de sus últimas tertulias: «Si quieres ser feliz, sé santo; si quieres ser más feliz, sé más santo; si quieres ser muy feliz –¡ya en la tierra!–, sé muy santo» 278.
Hija mía, hijo mío: la receta viene muy experimentada, porque nuestro santo Fundador, que tanto sufrió por el Señor, fue felicísimo en la tierra. Mejor dicho: precisamente por haberse unido íntimamente a Jesucristo en la Santa Cruz –en esto consiste la santidad, en identificarnos con Cristo crucificado–, recibió el premio de la alegría y de la paz.
Escuchad lo que nos confiaba en 1960, predicando una meditación el día de Viernes Santo. Rememoraba en su oración personal esa forja de sufrimientos que fue su vida, y nos animaba a no tener «miedo al dolor, ni a la deshonra, sin puntos de soberbia. El Señor, cuando llama a una criatura para que sea suya, le hace sentir el peso de la Cruz. Sin ponerme de ejemplo, os puedo decir que a lo largo de mi vida yo he sufrido dolor, amargura. Pero en medio de todo me he encontrado siempre feliz, Señor, porque Tú has sido mi Cirineo.
»¡Rechaza el miedo a la Cruz, hijo mío! ¿Ves a Cristo clavado en ella y, sin embargo, buscas solo lo placentero? ¡Esto no va! ¿No te acuerdas de que no es el discípulo más que su Maestro? (cfr. Mt 10, 24).
»Señor, una vez más renovamos la aceptación de todo aquello que se llama en ascética tribulación, aunque a mí no me gusta esta palabra. Yo no tenía nada: ni años, ni experiencia, ni dinero; me encontraba humillado, no era... ¡nada, nada! Y de ese dolor llegaban salpicaduras a los que se hallaban a mi lado. Fueron años tremendos, en los que sin embargo jamás me sentí desgraciado. Señor, que mis hijos aprendan de mi pobre experiencia. Siendo miserable, no estuve nunca amargado. ¡He caminado siempre feliz! Feliz, llorando; feliz, con penas. ¡Gracias, Jesús! Y perdona por no haber sabido aprovechar mejor la lección» 279.
Al meditar estas palabras de nuestro Padre, la conclusión que hemos de sacar es clara: no debemos perder nunca, en ninguna circunstancia, la alegría sobrenatural que dimana de nuestra condición de hijos de Dios. Si alguna vez nos falta, acudiremos inmediatamente a la oración y a la dirección espiritual, al examen de conciencia bien hecho, para descubrir la causa y poner el remedio oportuno.
Es cierto que, en ocasiones, esa ausencia de alegría puede nacer de la enfermedad o del cansancio; es entonces obligación grave de los directores facilitar a esos hermanos suyos el descanso y los cuidados oportunos, vigilando para que nadie –por un recargo excesivo de trabajo, por falta de sueño, por agotamiento o por la razón que sea– llegue a ponerse en una situación que causa un daño a su respuesta interior.
En otros momentos, como nos señalaba nuestro Padre, la pérdida de la alegría esconde raíces ascéticas. ¿Sabéis cuál es la más frecuente? La preocupación excesiva por la propia persona, el dar vueltas y revueltas en torno a uno mismo. Con lo poquita cosa que somos cada uno, ¿cómo se te ocurre a veces, hijo mío, hija mía, girar alrededor de tu propio yo? «Si nos amamos a nosotros mismos de un modo desordenado –escribe nuestro Padre–, motivo hay para estar tristes: ¡cuánto fracaso, cuánta pequeñez! La posesión de esa miseria nuestra ha de causar tristeza, desaliento. Pero si amamos a Dios sobre todas las cosas, y a los demás y a nosotros mismos en Dios y por Dios, ¡cuánto motivo de gozo!» 280.
Este ha sido el ejemplo del Maestro, que entregó su vida por nosotros. Vamos, pues, a corresponder de modo igual por Él y por los demás. Vamos a alejar de nuestro horizonte cotidiano cualquier preocupación personal; y si nos asalta alguna, la abandonaremos con plena confianza en el Sagrado Corazón de Jesús, en el Corazón Dulcísimo de María, nuestra Madre, y nos quedaremos tranquilos. Nosotros, hijas e hijos míos, hemos de preocuparnos –mejor dicho, hemos de ocuparnos– solo de las cosas de Dios, que son las cosas de la Iglesia, de la Obra, de las almas. ¿No os dais cuenta de que hasta humanamente salimos ganando? Y, además, solo así estaremos siempre llenos del gaudium cum pace y atraeremos a muchas otras personas a nuestro camino.
Dejadme que insista, con otras consideraciones de nuestro Padre tomadas de la tertulia a la que me refería anteriormente. «Ser santo –remachaba– es ser dichoso, también aquí en la tierra. Padre, ¿y usted ha sido dichoso siempre? Yo, sin mentir, decía hace pocos días (...) que no he tenido nunca una alegría completa; siempre, cuando viene una alegría, de esas que satisfacen el corazón, el Señor me ha hecho sentir la amargura de estar en la tierra; como un chispazo del Amor... Y, sin embargo, no he sido nunca infeliz, no recuerdo haber sido infeliz nunca. Me doy cuenta de que soy un gran pecador, un pecador que ama con toda su alma a Jesucristo» 281.
Tú y yo, hija mía, hijo mío, sí que somos pecadores. Pero, ¿amamos con toda el alma al Señor? ¿Nos esforzamos en rectificar una vez y otra –felix culpa!–, sacando motivos de más amor, de mayor compunción, de nuestros tropiezos?
Es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios 282. En estas palabras de los Hechos de los Apóstoles, que leímos en la Misa de beatificación de nuestro Padre, sintetizaba el Papa Juan Pablo II la raíz de los abundantes frutos espirituales de la existencia de nuestro Fundador. «La vida espiritual y apostólica del nuevo beato –recordó el Santo Padre en su homilía– estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar» 283.
Nuestro Dios, infinitamente omnipotente, podía haber redimido a los hombres por otros caminos, pero eligió el de la Cruz, en la que se nos ha revelado de una manera impresionante y cercanísima el infinito amor de Dios por cada uno de nosotros. El Sacrificio de la Redención, que se hace sacramentalmente presente en la Santa Misa, se prolonga de algún modo en nuestra vida personal, también mediante nuestra participación voluntaria e íntima en el via crucis del Señor, en la senda real que el Verbo Encarnado nos ha abierto con su Pasión y Muerte. Como recordaba también Juan Pablo II, «si la vía hacia el reino de Dios pasa por muchas tribulaciones, entonces, al final del camino se encontrará también la participación en la gloria: en la gloria que Cristo nos ha revelado en su resurrección» 284.
Firmemente asentado en esta verdad, nuestro Padre nos enseñó a recurrir con generosidad en todo momento, y especialmente a la hora de sacar adelante cualquier labor de almas, a la mortificación, que es «la oración de los sentidos» 285. Por eso, en la nueva etapa que su beatificación ha inaugurado en la historia de la Obra y de cada uno de nosotros, hemos de utilizar con alegría las armas de la mortificación y de la penitencia personales, que nos alcanzarán de Dios un continuo incremento de la eficacia apostólica –que quizá no vemos con los ojos– en nuestro servicio a la Iglesia y al mundo. «No olvides que, ordinariamente, van parejos el comienzo de la Cruz y el comienzo de la eficacia» 286.
Examina, hija mía, hijo mío –yo también lo hago–, cómo estás siguiendo las pisadas del Maestro: ¿te abrazas con amor a la Cruz de cada día: a la que tú procuras buscar en la mortificación voluntaria, y a la que te sale al encuentro en las pequeñas o grandes contrariedades? ¿Ves ahí, con la luz de la fe, ocasiones preciosas de unión con Jesucristo? ¿Te quejas ante las adversidades? A veces, no podrás evitar un primer movimiento de disgusto; procura siempre, y especialmente entonces, rezar enseguida, como nuestro Padre: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!» 287. No le gustaba a nuestro Fundador oír hablar quejumbrosamente de cruces, porque «cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la Santa Cruz» 288. Por eso aseguraba, y lo hemos visto hecho realidad en su propia conducta, que «el alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría» 289 y queda repleta del gozo íntimo –aunque se siga sufriendo– de sentirse corredentora con Cristo.
Este es el secreto, hijos míos, para que la Cruz no apesadumbre: el amor. Desde su juventud, nuestro Padre se movió fascinado por Jesucristo que se inmola, a quien amaba con locura; fue ese amor el motivo que le llevó –como afirmaba el Papa el 17 de mayo– «a entregarse para siempre a Él y a participar en el misterio de su pasión y resurrección» 290, con la consecuencia de una maravillosa fecundidad apostólica. Este es el camino que sus hijas y sus hijos hemos de seguir, cada día, cada instante: «Desde la Cruz, con Cristo, a la gloria inmortal del Padre» 291, confiados en que, al pie de la Cruz, encontraremos siempre la fortaleza, el cariño y el consuelo materno de la Santísima Virgen. Pidamos al Señor en la Cruz que sepamos desaparecer, que nos decidamos a enterrar nuestro yo, que busquemos con sinceridad el holocausto cotidiano de nuestra vida, pero que esta aspiración no se quede solo en deseos: envolvamos nuestra existencia con una penitencia diaria, que se centre en el cumplimiento bien acabado de nuestro deber.
Nuestro queridísimo Padre nos enseñó que «la Redención –con la que Cristo nos libró del pecado y nos convirtió en ofrendas agradables a Dios– se continúa haciendo: y vosotros y yo somos corredentores» 292. Mirad, en estos próximos días de Semana Santa y siempre, cómo el Señor se abraza gustosamente a la Cruz; y aprended a clavaros con Él, también gustosamente, en la Cruz del cumplimiento amoroso y fiel de nuestros deberes de cada jornada, mortificando el egoísmo y las tendencias desordenadas, siendo generosos en la práctica de la mortificación interior, de la mortificación corporal y de los sentidos, aunque algunos farisaicamente se escandalicen, porque –como afirma el apóstol– el hombre animal no es capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios, pues para él son todas una necedad y no puede entenderlas 293. Querría que cada una y cada uno de nosotros meditase si ha ahondado, durante esta Cuaresma, en una penitencia real; si se ha preparado –con la participación en el Via Crucis– a seguir los pasos del Maestro, si ha pensado en dar como el Maestro –aunque el cuerpo se resista– hasta el último aliento en la entrega de cada hora.
No dejemos al Señor solo en la Cruz. Cuando tantas personas huyen despavoridas de Dios, buscando sólo placeres y goces terrenos, nosotros hemos de poner la luz y la sal de la penitencia cristiana en toda nuestra vida, bien seguros de que así consolamos al Señor, nos identificamos más y más con Él, y contribuimos eficazmente al bien de la Iglesia y del mundo, a la salvación de las almas.
¡Cuán necesaria es esta labor corredentora! No nos sintamos nunca ajenos a las ofensas que se cometen contra Dios y contra las cosas de Dios. Pidamos a nuestro santo Fundador que mantenga nuestras almas en carne viva, para descubrir con rapidez cuanto desagrada al Señor en nuestra vida personal y en la de los demás. Sed gustosamente almas que desagravian, sin miedo al sacrificio, para acompañar a nuestro Redentor y a su Madre bendita, y encaminar a muchas gentes por caminos de vida eterna. Todos en el Opus Dei hemos de contribuir a formar –tengo conciencia de habéroslo dicho muchas veces– un muro de contención que detenga a las almas en su loca huida de Dios. Así llevaremos a cabo esa misión que el Cielo espera que realicemos.
Para ser muro fuerte, como requieren los tiempos que vivimos, no existe más receta que la de estar unidísimos a Jesucristo Redentor, que se nos entrega cada día en el Santo Sacrificio de la Misa. Os repetiré, con palabras de nuestro Fundador, que «para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey, Cristo, es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía, ¡viriles!, almas de oración» 294, porque nos esforcemos seriamente –con la gracia de Dios– en hacer del Santo Sacrificio «el centro y la raíz» de toda nuestra existencia. Es en la Misa donde Cristo vence al pecado, ofreciéndose como Víctima de propiciación por los pecados del mundo, de cada hombre y de cada mujer, hasta el final de los tiempos. Solo si hacemos de nuestro día una Misa, en estrecha unión con el Sacrificio del Altar, seremos capaces de colaborar eficazmente en la obra salvadora.
Imitad el ejemplo que siempre nos dio nuestro santo Fundador, que encontraba en la Santa Misa energías siempre nuevas para su pelea de cada día y para su labor apostólica; ese entretenerse sin prisas con «nuestro Jesús» 295, con delicadezas de enamorado, amándole también por los que no le aman, desagraviándole además por los que le ofenden, entreteniéndose con Él en conversación íntima después de la Comunión. Como premio a su gran amor a la Eucaristía, el Señor le concedió el don de experimentar en su cuerpo y en su alma, durante la renovación del Santo Sacrificio, el cansancio de un trabajo divino. También nosotros, hijas e hijos míos, hemos de poner lo que esté de nuestra parte para vivir la Misa como la vivía nuestro Padre: el esfuerzo cotidiano para evitar las distracciones y para desechar la rutina, si es que en alguna ocasión –¡Dios no lo permita!– se introdujera en nosotros.
Meditad, pues, cómo saboreáis la Santa Misa cada día: con qué cariño la preparáis, cómo la celebráis o asistís, qué sentimientos llenan vuestra alma en esos momentos –de adoración, de agradecimiento, de reparación y de ruegos–, cómo os esforzáis para que vuestra acción de gracias por haber recibido al Señor –esos diez minutos después del Santo Sacrificio, y luego a lo largo de la entera jornada– sea intensa, llena, bien aprovechada. Buena ocasión es esta para considerarlo, cuando acabamos de agradecer a Dios el sacerdocio de nuestro Fundador, el pasado 28 de marzo, y nos disponemos a celebrar, también con hacimiento de gracias, aquel momento –que con alma agradecida recordaba nuestro Padre– en el que Jesús Sacramentado llegó por vez primera a su cuerpo y a su alma, hace ya tantos años, poniendo en su corazón una semilla que habría de fructificar abundantemente.
Si procuramos vivir con piedad la Santa Misa, nos resultará más fácil permanecer unidos a Jesucristo a lo largo de la jornada, colaborando en la aplicación de la obra redentora. Y, como nuestro Padre, sentiremos sobre nuestro corazón el dulce compromiso de hacer compañía –desde lejos y desde cerca– a Jesús en el Sagrario, porque es allí, junto al Tabernáculo, donde se renueva nuestra fidelidad a la llamada divina, manteniéndose siempre joven y llena de alegría; allí nos encendemos en ansias de pegar este amor a otros corazones, mediante un apostolado cada día más extenso y más intenso; allí, junto al Señor Sacramentado, aprendemos lecciones de humildad, de servicio abnegado y generoso a las demás personas, y especialmente a nuestros hermanos. Allí se fortalece nuestra decisión de servir a la Iglesia y al Romano Pontífice con todas las veras del alma.
En cada Misa, que es renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, se halla de algún modo presente María Santísima, que por designio divino supo estar llena de fortaleza iuxta crucem Iesu 296, junto a la Cruz de Jesús. El domingo pasado, en unión con el Romano Pontífice y con la Iglesia universal, hemos confiado a su Corazón dulcísimo e Inmaculado las angustias y las penas de una humanidad que se aleja de Dios. Vamos a acercarnos mucho más a Ella en estos días de Pascua que se avecinan, y a pedirle insistentemente que vele por la Iglesia, por la Obra, por cada uno de nosotros: Cor Mariae dulcissimum, iter serva tutum! Impetremos su intercesión poderosa poniéndonos a su lado, al pie de la Cruz, para que la Redención obrada por Cristo en el Calvario llegue a todas las almas, sin excluir ninguna: que esa Redención «sea abundante: todavía más, más, ¡más abundante! ¡divinamente abundante!» 297. Que el triunfo glorioso de su Hijo –vencedor del demonio, del pecado y de la muerte–, al que Ella ha sido asociada plenamente, se derrame sobre el mundo entero.
El aniversario de la ordenación sacerdotal de nuestro queridísimo Padre, que acabamos de celebrar, habrá traído a vuestra memoria –una vez más y con nueva fuerza– la figura amabilísima de nuestro Fundador, que es para nosotros el modelo acabado de correspondencia al Amor divino. Configurado con Cristo, Sacerdote Eterno, se entregó con alegría al ministerio sacerdotal desde el primer momento, en aquel pequeño pueblo al que le destinaron –hace ahora sesenta años– para que lo atendiera durante la Semana Santa y el tiempo de Pascua. ¡Cómo se gastó nuestro Padre en esas numerosas jornadas, para acercar las almas a Dios! ¡Con qué ilusión, pasados los años, recordaba aquellos primeros momentos de su sacerdocio!
También nosotros, hijas e hijos míos, hemos de colaborar con el Señor en la aplicación de la Redención. El sacerdocio real, con el que Dios selló nuestras almas en el Bautismo y en la Confirmación, ha sido reforzado en nosotros mediante la vocación divina al Opus Dei, que nos capacita para llevar el nombre de Cristo a todos los ambientes donde trabajan y viven los hombres. Pero no me olvidéis que el apostolado, para que sea verdaderamente eficaz, ha de fundamentarse en una unión profunda, habitual, diaria, con Jesucristo Señor Nuestro: todos hemos de ser –como decía nuestro Padre– no ya «alter Christus», sino «ipse Christus», el mismo Cristo. Para eso, hijas e hijos de mi alma, debéis fomentar con todas vuestras fuerzas el trato con Jesús en el Pan y en la Palabra, en la Eucaristía y en la oración.
De modo particular, deseo impulsaros a tratar mucho a Jesucristo en su Humanidad Santísima. Él mismo ha dicho: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino por mí 298. ¡Con qué apasionado amor hablaba siempre nuestro Padre de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero! ¡Con qué fuerza nos empujaba a tratarle más cada día! «¡Amad la Santísima Humanidad de Jesucristo!, repetía. No hay en esto nada de sensualidad, de equivocación. Al contrario, es amar el paso de Dios por la tierra. Os repito que se lo hacía ya considerar a los primeros que vinieron junto a mí. Quería hacerles descubrir que tenemos la obligación de amar a Jesús, que se anonadó, haciéndose como nosotros, para que pudiéramos amarle con más facilidad» 299.
Esforzaos por conocer más y más al Señor: no os conforméis con un trato superficial. Vivid el Santo Evangelio: no os limitéis a leerlo. Sed un personaje más: dejad que el corazón y la cabeza reaccionen. Tened hambre de ver el rostro de Jesús, como la tenía nuestro queridísimo Padre. Pregúntate con sinceridad, en la presencia de Dios: ¿cómo va mi vida de oración? ¿No podría ser más personal, más íntima, más recogida? ¿No podría esforzarme un poco más en el trato con Jesús, en la meditación de la Sagrada Pasión, en el amor a su Humanidad Santísima? ¿Cómo es mi oración vocal? ¿Hablo con Dios mientras rezo? ¿Lleno las calles de la ciudad de Comuniones espirituales, de jaculatorias, etc.? Sí, hija mía, hijo mío. De este examen sacarás –sacaremos todos– el convencimiento de que podemos y debemos contemplar con más pausa y amor los misterios del Rosario, obtener más fruto de la lectura diaria del Santo Evangelio, acompañar más de cerca a Cristo por los caminos que recorrió en la tierra.
Son preguntas que hemos de hacernos con frecuencia, pues sin querer nos habituamos a las cosas más santas; así enderezaremos el rumbo de nuestros pasos. Buscaos jaculatorias, que os ayuden a mantener y dar vida a vuestro trato con el Señor, con la Virgen Santísima, con san José, de acuerdo con las necesidades de vuestra alma. Nuestro Padre nos enseñó que de la mano de santa María y del santo Patriarca es más fácil llegar a Jesús; sobre todo si les pedimos, con la confianza de los niños pequeños, que nos hagan conocer y amar a su Hijo. Luego, «de la Humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su Omnipotencia y su Providencia, y al fruto de la Cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este Amor, para encontrar la verdadera Vida» 300. Hijas e hijos míos: a las cimas de la más alta santidad nos conduce nuestra vocación, si sabemos entregarnos con generosidad, secundando las mociones del Paráclito en nuestras almas. Y esto, como enseñó siempre nuestro Padre, en la vida ordinaria, en las circunstancias en que comúnmente nos desenvolvemos con nuestros iguales, sin aspirar a nada extraordinario: lo verdaderamente extraordinario ha de ser nuestro amor a Dios y a las almas, que nos ha de hacer sentir la urgencia de un apostolado y de un proselitismo cada día más intensos.
Al comienzo de estas líneas os invitaba a corresponder con generosidad al Amor de Dios, que se da por entero a cada uno. No olvidéis el consejo que nuestro Padre repitió siempre: «amor con amor se paga. Correspondemos al amor divino, siendo fieles, muy fieles; y como consecuencia de esta fidelidad, llevando el amor que hemos recibido a otras personas, para que gocen de este encuentro con Dios» 301. Para que las almas vengan y perseveren, es necesario que cada uno de nosotros entregue su yo, afinando en la propia renuncia, llegando a la más profunda intimidad de nuestra alma, para que sea de Dios y solo demos vida de Dios. Mientras no exista esta decidida determinación, nuestro apostolado personal no será todo lo eficaz que el Señor necesita.
Apostolado, hijas e hijos míos. Afán de poner muchas almas a los pies de Jesús, en el Santo Sacramento de la Penitencia, donde se nos aplican los merecimientos que Jesucristo nos ganó en la Cruz. Empeño perseverante para que vuestras amigas y vuestros amigos caminen como por un plano inclinado, hasta que se consolide su vida interior, llevándoles a los medios de formación que la Obra les ofrece: la dirección espiritual, los Círculos, los retiros... Así estarán en condiciones de recibir, si el Sembrador divino quiere, la llamada específica al Opus Dei, que es vocación de servicio abnegado y fiel a la Iglesia Santa y a todas las almas.
Acudid al Sagrario, para que Jesús acreciente estos afanes en vuestros corazones. Preparaos muy bien para recibirle sacramentalmente cada día, con especial empeño en este mes, en el que celebraremos el aniversario de la Primera Comunión de nuestro Fundador. Y decid a la Virgen y a san José, que no se apartan un momento del Tabernáculo, que nos enseñen a tratar –cada día mejor– a «nuestro Jesús» 302.
Guiados por la liturgia de la Iglesia en la Semana Santa, hemos revivido una vez más los últimos días de la vida terrena de Nuestro Señor: su Pasión y Muerte, su gloriosa Resurrección. Atrás queda la tarde del Jueves Santo, cuando Jesucristo, no satisfecho con padecer y morir para salvarnos, quiso instituir ese prodigio de cariño que es la Sagrada Eucaristía. Con la ayuda de nuestro Padre, que nos enseñó a profundizar en este Misterio de Amor, hemos considerado los sentimientos de Jesús que, teniendo que volver al Cielo y deseando al mismo tiempo quedarse en la tierra, realizó este milagro inefable. Desde entonces –para ti, para mí; por ti, por mí–, y hasta el final de los siglos, en la Eucaristía nos alimentamos de Cristo, se realiza la memoria de la Pasión del Señor, el alma se llena de gracia, y se nos da una prenda de la gloria eterna 303.
En estas líneas me propongo detenerme en un aspecto esencial del Misterio eucarístico: la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, que se realiza diariamente sobre nuestros altares, hasta el fin de los siglos, en cumplimiento del mandato de Cristo: haced esto en memoria mía 304. Deseo, hija mía, hijo mío, que apliques a tu propia vida estas palabras, este encargo divino –que el Señor dirigió directa y principalmente a los Apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio ministerial–, porque todos, por el Bautismo y la Confirmación, participamos de un modo o de otro en el sacerdocio de Cristo y todos tenemos alma sacerdotal.
La Misa. ¡No nos acostumbremos nunca a celebrarla o a participar en el Santo Sacrificio! Un alma de fe, como son todas las hijas y todos los hijos míos, reconoce en el Sacrificio del altar el portento más extraordinario que se lleva a cabo en este mundo nuestro. Asistir a la Misa –para los sacerdotes, celebrarla–, significa tanto como desligarse de los lazos caducos de lugar y de tiempo, propios de nuestra condición humana, para situarnos en la cima del Gólgota, junto a la Cruz donde Jesús muere por nuestros pecados, participando activamente en su Sacrificio redentor. ¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiéramos tenido la gracia de acompañar a Cristo en aquellas horas amargas, junto a la Santísima Virgen, san Juan y las santas mujeres, sabiendo que se cumplía la liberación del género humano, la redención de nuestras almas y de nuestros cuerpos? Sin duda, habríamos buscado una unión intensa e inmediata con nuestro Redentor, en la adoración, en la acción de gracias, en la reparación y en la impetración que, durante aquellos momentos, Jesucristo presentaba a Dios Padre por nosotros.
Pues, ¡meditadlo bien!, así ha de transcurrir nuestra Misa cada jornada. Porque en el Sacrificio del Altar, el mismo Cristo Señor Nuestro, que murió y resucitó y ascendió al Cielo, continúa inmolándose a Dios, ahora por medio del sacerdote, y nos aplica los infinitos méritos que nos ganó en la Cruz. «Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas –escribió nuestro Padre–, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes» 305. Pidamos perdón a la Trinidad Beatísima por nuestras negligencias pasadas y, amparándonos en la intercesión de nuestro santo Fundador, y siguiendo su ejemplo, hagamos el propósito de vivir el Santo Sacrificio como trabajo de Dios: un trabajo que absorbe, que encanta, que cuesta, que agota, porque requiere que pongamos en esa acción divina nuestros sentidos y potencias, todo nuestro ser.
Con palabras que luego recogería el Concilio Vaticano II, nuestro Fundador nos enseñó también que la Santa Misa ha de ser «el centro y la raíz de nuestra vida interior». Y esta expresión, de gran contenido teológico, trae al mismo tiempo consecuencias prácticas para la vida diaria.
En primer lugar, la Misa es centro; debe ser, por tanto, el punto de referencia de cada uno de nuestros pensamientos y de cada una de nuestras acciones. Nada ha de desarrollarse en la vida tuya al margen del Sacrificio eucarístico. En la Misa encontramos el Modelo perfecto de nuestra entrega. Allí está Cristo vivo, palpitante de amor. En aparente inactividad, se ofrece constantemente al Padre, con todo su Cuerpo místico –con las almas de los suyos–, en adoración y acción de gracias, en reparación por nuestros pecados y en impetración de dones, en un holocausto perfecto e incesante. Jesús Sacramentado nos da un impulso permanente y gozoso a dedicar la entera existencia, con naturalidad, a la salvación de las almas, embebidos de ese divino afán en el que se concreta el modo de vivir lealmente, sin medias tintas, nuestra vocación al Opus Dei.
Hijas e hijos míos, pasemos así nuestro caminar por la tierra. Como escribió nuestro Padre, hemos de servir a Dios «no solo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida» 306.
Para los hijos de Dios en el Opus Dei, el altar donde se ejercita constantemente nuestra alma sacerdotal es el lugar de trabajo, el hogar de familia, el sitio donde convivimos codo a codo con las demás personas. Toda nuestra actividad puede y debe quedar orientada hacia la Misa. Imitad el ejemplo de nuestro Fundador: cuando alguien le hacía partícipe de una pena, o le pedía que rezara por sus intenciones, su respuesta era siempre la misma: que lo tendría presente en el Santo Sacrificio. Por eso, en el altar, nuestro Padre se sentía cargado con las necesidades de todos. Mediador entre los hombres y Dios, identificado con Cristo como todo sacerdote cuando sube al altar, siendo ipse Christus!, se esmeraba cotidianamente en la celebración de la Misa: se preparaba muy bien cada día, rezaba las oraciones sin prisa, paladeándolas; vivía con intensidad los mementos; miraba amorosamente a Jesús que se nos entrega; le adoraba con profunda piedad; cuidaba la acción de gracias... En pocas palabras, se esforzaba verdaderamente en hacer de la Santa Misa el centro de su vida entera.
Por eso, quizá se lo habéis escuchado, le gustaba dividir la jornada en dos partes: desde que terminaba la Misa hasta el Ángelus era un tiempo continuo de acción de gracias; todo lo que realizaba en esas horas, lo ofrecía a Dios como agradecimiento por haber renovado el Santo Sacrificio. A partir de las doce, comenzaba a prepararse para la Misa siguiente, fomentando los deseos de recibir a Jesús, repitiendo Comuniones espirituales, pensando en ese milagro colosal de que Dios, infinitamente grande, se esconda bajo las apariencias de un trozo de pan, para venir a nosotros: «A este muladar de mi pecho» 307, puntualizaba con profunda y sincera humildad.
Y esta ha de ser nuestra lucha, la tuya y la mía, cada jornada de nuestra vida, si queremos que la Santa Misa sea realmente el centro de nuestra vida interior. Pregúntate, por tanto, cómo te preparas a diario para celebrar o asistir al Santo Sacrificio; cómo vives el tiempo de la noche; cómo cuidas el ofertorio –poniendo, junto al pan y al vino, tu trabajo y tu cansancio, tus penas y tus alegrías, tus ilusiones y tus fallos– para que Él los una a su Sacrificio; cómo te esfuerzas en rezar por la Iglesia y por la Obra, por el Papa, por el Padre y por los obispos, por tus hermanos, por los sacerdotes, por todos los fieles vivos y difuntos; cómo aprovechas la Comunión eucarística, esos minutos en los que Jesucristo, Sol de justicia, está en tu pecho, vivificándote, transformándote en Él; cómo se te va el corazón al Sagrario, durante el resto de las horas, para ofrecer de nuevo al Señor el trabajo y el descanso, la risa y las lágrimas, tus afanes de apostolado, tus hambres de almas... Examínate, y saca propósitos bien concretos para cada día.
Si toda nuestra existencia debe ser corredención, no me olvides que en la Santa Misa adquiere tu vida esa dimensión corredentora, ahí toma su fuerza y se pone especialmente de manifiesto. Por eso, la Misa es la raíz de la vida interior. Hemos de estar bien unidos a esa raíz, y esto depende también de nuestra correspondencia. De ahí que nuestra entrega vale lo que sea nuestra Misa, te concreto, parafraseando a nuestro Padre; nuestra vida es eficaz, sobrenaturalmente hablando, en la medida de la piedad, de la fe, de la devoción con que celebramos o asistimos al Santo Sacrificio del Altar, identificándonos con Jesucristo y sus afanes redentores.
En el Santo Sacrificio, en efecto, recuperamos las fuerzas gastadas en la lucha cotidiana, y nos colmamos de deseos de santidad y de apostolado. Acordaos de lo que nos narra la Escritura Santa sobre el profeta Elías. Después de un largo camino, sintió hambre y sed. Agotado, se quedó profundamente dormido por el cansancio, pero un ángel le despertó, y le presentó un pan cocido bajo la ceniza y un vaso de agua. Aquel varón de Dios, después de haber comido y bebido, espoleado con la fortaleza de aquel alimento, anduvo durante cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al lugar que el Señor le había indicado 308. ¡Imaginaos la eficacia del manjar eucarístico, en los que lo toman bien dispuestos! Es mucho mayor, hijas e hijos míos, ¡mucho mayor! Con ese alimento del alma, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nosotros podemos caminar no cuarenta días con sus noches, sino toda la vida, hasta llegar con paso rápido y alegre al Cielo –donde el Señor y la Virgen nos esperan–, arrastrando además a otras muchas almas.
Sí, hijas e hijos míos. En la Santa Misa hallamos el remedio para nuestra debilidad, la energía capaz de superar todas las dificultades de la labor apostólica. Convenceos: para abrir en el mundo surcos de amor a Dios, ¡vivid bien la Santa Misa! Para llevar a cabo la nueva evangelización de la sociedad, que nos pide la Iglesia, ¡cuidad cada día más la Misa! Para que el Señor nos mande vocaciones con divina abundancia y para que se formen bien, ¡acudid al Santo Sacrificio!: ¡importunad un día y otro al Dueño de la mies, bien unidos a la Santísima Virgen, llenando de peticiones vuestra Misa!
A finales de este mes celebraremos un nuevo aniversario de la Primera Comunión de nuestro Padre. ¡Cómo se preparó nuestro Fundador para ese momento, con la ayuda de los abuelos! Nunca se borró de su alma la impresión de aquella primera vez en la que Jesucristo vino sacramentalmente a su alma. A nosotros, que somos sus hijos, esta fiesta nos llena de gozo y, a la vez, nos impulsa a disponernos muy bien para nuestras Comuniones eucarísticas. Y lo mejor para conseguirlo –insisto– es cuidar cada día la Santa Misa. «Te ayudará –os digo a cada uno, con palabras autobiográficas de nuestro Padre– aquella consideración que se hacía un sacerdote enamorado: ¿es posible, Dios mío, participar en la Santa Misa y no ser santo?
»–Y continuaba: ¡me quedaré metido cada día, cumpliendo un propósito antiguo, en la Llaga del Costado de mi Señor!
»–¡Anímate!» 309.
Seguid pidiendo por las intenciones de mi Misa. Que cada día, al acercaros al altar, renovéis vuestra oración, bien seguros de que el Señor nos prepara cosas estupendas, antes, más y mejor de lo que pensamos, si no cejamos en este empeño de fe y de obras. Déjame que te pregunte al oído: ¿presentas a diario esa petición, llena de actualidad, cuando se ofrece el pan y el vino que se convertirán luego en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo?
Hoy, Viernes Santo, la Iglesia conmemora de modo solemne la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. Los ritos litúrgicos del Triduo pascual ponen ante nuestros ojos, una vez más, el Amor infinito de Dios por sus criaturas: un amor más fuerte que la muerte 310, que ha sido la causa de la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad para ofrecerse en Sacrificio redentor por la salvación de los hombres.
Toda la vida de Jesús, desde la concepción a la muerte, se halla presidida por el afán exclusivo de cumplir los decretos divinos. He aquí que vengo (...) para hacer, oh Dios, tu Voluntad 311, son las palabras que el autor inspirado pone en su boca, cuando es enviado visiblemente al mundo. Luego, en el transcurso de los años, Jesús manifiesta de mil modos su ardiente deseo de cumplir la Voluntad del Padre. Afirma que es su alimento, que para eso ha venido a la tierra, que ardientemente ha deseado que sonase la hora de nuestra Redención, señalada desde la eternidad por su Padre del Cielo 312. Durante la agonía en el Huerto de los Olivos, se nos muestra como ejemplo de unión perfecta con el querer de Dios: no se haga mi voluntad, sino la tuya 313. En el Gólgota se nos manifiesta plenamente ese amor de Cristo, oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis 314, obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz.
El fruto de esa obediencia –no lo olvidemos nunca, hijos de mi alma– es la Redención de la humanidad entera. Podía el Señor haber perdonado nuestros pecados de mil modos distintos; pero dispuso el Sacrificio redentor de su Unigénito, para que la obediencia de Cristo reparase la desobediencia de Adán al precepto divino: pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos 315.
No fue, la de Cristo, una sujeción meramente exterior a la Voluntad divina, sino una obediencia interior, fruto del inmenso amor a su Padre y a todas las almas. Y así puede afirmar: por eso el Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo 316. Con libertad soberana, ofreció sus padecimientos y dolores, por amor, en el altar de la Cruz. De este modo, como enseña la Iglesia, la obediencia de Nuestro Señor constituye el alma del Sacrificio redentor del Calvario, que perdura y se renueva cada día en la Santa Misa.
La consideración atenta de las escenas de la Pasión nos ayuda a valorar más y más la importancia de la obediencia en la economía de nuestra salvación. Por eso, si los cristianos debemos recorrer el mismo camino que Cristo –seguir sus huellas, como recomienda el Príncipe de los Apóstoles 317–, también hemos de manifestar gran aprecio por esta virtud santa que nos injerta en el plan divino de la Redención y hace posible que, de verdad, seamos corredentores. Ha de ser la obediencia de los católicos –la nuestra, por tanto, pues somos sacerdotes seculares y laicos corrientes iguales a los demás– una obediencia como la de Cristo, que nace del amor y al amor se ordena, que en todos los momentos se ve sostenida e impulsada por el amor.
Como consecuencia del pecado original, de aquella primera desobediencia, todos llevamos dentro un germen de rebeldía y de engreimiento en la propia voluntad. Lo percibe la criatura claramente en su interior y, a la vez, se pone de relieve en tantos ambientes. Hay como un ataque generalizado contra todo lo que suponga autoridad, y en primer lugar contra la de Dios y la de la Iglesia. Con frase de san Pablo, nos vemos obligados a reconocer que non omnes oboedierunt Evangelio 318, no todos los cristianos obedecen a las exigencias del Evangelio, y cada uno de nosotros ha de luchar con decisión para que crezca cada día su propia lealtad personal a los designios de Dios. Esta rebeldía de que os hablo no presenta en verdad algo nuevo: ha ocurrido siempre, y se correrá ese riesgo mientras el mundo dure; pero en estos momentos parece como si el eco de la primera rebeldía –el non serviam! pronunciado por Satanás y los ángeles apóstatas– se hiciera más persistente.
Hijas e hijos míos, el Señor espera que demos testimonio de Jesucristo, mostrando a los hombres y mujeres que nos rodean las maravillas de una conducta cristiana íntegra, en la que la obediencia reluce como una joya espléndida. Sujeción, por Dios, a la legítima autoridad en los diversos órdenes de la vida humana. Obediencia ante todo al Romano Pontífice y al Magisterio de la Iglesia. Los fieles del Opus Dei, por su honradez de cristianos, se obligan además –con un verdadero compromiso de justicia y de fidelidad– a aceptar y a obedecer rendidamente los mandatos y las directrices del Prelado y de los Directores, en todo lo que se refiere al fin espiritual y apostólico de la Prelatura (...).
En el Opus Dei somos tan amigos de la libertad personal como el que más y, al mismo tiempo, muy amigos de la obediencia. Lo hemos aprendido de nuestro queridísimo Fundador, que bebió esta enseñanza en la fuente limpia del Evangelio y nos enseñó a ver, tanto en los mandatos legítimos de la autoridad como en la obediencia debida a esos preceptos, una raíz común: el afán de servir a los demás; y una misma savia, el amor, que vivifica tanto a los que gobiernan como a los que obedecen.
En la Prelatura, todos nos sabemos solidarios en el cumplimiento de la misión espiritual que el Señor nos ha confiado, dentro de la Iglesia, que no disminuye ni modifica nuestra condición de fieles corrientes. Al servicio de esa misión ponemos todas nuestras energías, los talentos –pocos o muchos– que Dios ha concedido a cada uno. Por eso, al obedecer, lo hacemos con «todas las energías de la inteligencia y de la voluntad» 319, con espíritu de iniciativa y sentido de responsabilidad, como nos enseñó nuestro queridísimo Fundador.
Debe ser la nuestra una obediencia profunda, que nos impulsa no solo a rendir la voluntad, sino a la «sumisión del entendimiento» 320: a identificar nuestro criterio con el de los Directores, en toda la tarea apostólica. Una obediencia plena, como la de Cristo, propia de los hijos y amigos de Dios, que conocen y aman la Voluntad de su Padre celestial: ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer 321. Y si alguna vez sucede que no entendéis el porqué de los mandatos recibidos –por la limitación humana o por la ceguera de un momento, que el Señor puede permitir para nuestro bien–, esforzaos en obedecer, «como en manos del artista obedece un instrumento –que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro–, seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios» 322. De este modo se pondrá especialmente de manifiesto esa obediencia de la fe que vemos reflejada en la vida de santa María, que constituye uno de los frutos más preciosos de la acción del Paráclito en las almas.
El espíritu del Opus Dei nos enseña a obedecer con plena voluntariedad actual. No vemos ninguna oposición entre la libertad y la obediencia, porque conocemos bien –¡con qué claridad lo contemplamos en las escenas de la Semana Santa!– que una y otra se exigen mutuamente, pues tienen su origen en un mismo amor y a un mismo fin se encaminan: la participación en la misión de Cristo, la santificación de las almas.
De este modo, la obediencia en la Obra es fruto de la unidad de vida. Obedecemos porque nos da la gana –con la ayuda de Dios–; es decir, procuramos asimilar los criterios apostólicos y espirituales que se nos transmiten, hacerlos nuestros y ponerlos en práctica, sin reserva interior de ningún tipo, plenamente solidarios con las indicaciones de los Directores, en todo lo que se refiere al fin sobrenatural de la Prelatura; al paso que somos conscientes de que cada uno es personalmente responsable de sus actos, que lleva a cabo –insisto– porque le da la gana. Precisamente porque tratamos de vivir así, delicadamente, esta virtud cristiana, en el Opus Dei el mandato más fuerte es por favor.
Hijas e hijos míos, examinad si vuestra obediencia tiene estas características; si, como cristianos, os preguntáis a diario: ¿estoy haciendo lo que Dios quiere de mí?; si os movéis con espontaneidad en todas vuestras actuaciones; si asumís, también a diario, vuestra responsabilidad al obedecer libremente y con prontitud, sin distinguir entre lo que os parece importante y lo que se os antoja de menor trascendencia; si consultáis con sencillez a los Directores y sabéis dar cuenta de los encargos apostólicos recibidos; si os sentís verdaderamente comprometidos en la tarea de hacer el Opus Dei en la tierra, en unión con vuestros Directores y todos vuestros hermanos, para el mejor servicio de la Iglesia. Esta profunda unidad de espíritus y de corazones es condición indispensable para que se produzcan en nosotros y a nuestro alrededor –con la gracia divina– frutos de santidad y de apostolado, que es lo único que buscamos.
Vir oboediens loquetur in victoriam 323, solo los que saben obedecer alcanzarán la victoria. Nos lo recuerda en estos días la liturgia de la Iglesia, cuando nos invita a imitar a Cristo, hecho obediente hasta la muerte, por amor: por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre 324.
Son incontables las riquezas encerradas en esta gozosa realidad [la filiación divina] que informa toda nuestra existencia y nuestro obrar. En esta Carta deseo detenerme en un aspecto concreto, que nuestro Fundador puso muchas veces de manifiesto: la íntima conexión entre la filiación divina y la unión a la Cruz salvadora. Es preciso tenerlo siempre presente, de modo particular en estos días, cuando celebraremos un nuevo aniversario de aquel 14 de febrero en el que el Señor quiso coronar el Opus Dei con la Santa Cruz 325.
No podemos olvidar ni pasar por alto que nuestro Padre recibió del Señor el don de saberse especialmente hijo de Dios precisamente en momentos de intenso sufrimiento. Como conocéis, fue en Madrid, en el año 1931; concretamente, el día 17 de octubre. En sus Apuntes íntimos –aquellas Catalinas, que escribía llevado por la mano de Dios–, dejó escrito: «Día de santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa» 326.
Años después, nuestro Fundador aludió en varias ocasiones a este hecho; por ejemplo, en una de sus Cartas, refiriéndose al sentido de la filiación divina, escribió: «Este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra, y en 1931 tomó forma: en momentos humanamente difíciles, en los que tenía sin embargo la seguridad de lo imposible –de lo que hoy contempláis hecho realidad–, sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía» 327.
De aquellos «momentos humanamente difíciles», queda también constancia en las anotaciones de esos años. Con emoción recojo otro párrafo de las Catalinas: «Día 9 de septiembre de 1931: Estoy con una tribulación y desamparo grandes. ¿Motivos? Realmente, los de siempre. Pero, es algo personalísimo que, sin quitarme la confianza en mi Dios, me hace sufrir, porque no veo salida humana posible a mi situación» 328. Para entrever, aunque sea solo en forma muy genérica, la dureza de la situación en la que se encontraba nuestro Padre, basta pensar en el ambiente de violencia sacrílega contra la religión y los sacerdotes que se había desencadenado en Madrid aquel mismo año de 1931; y, sobre todo, en la viva conciencia de nuestro Padre sobre su propia incapacidad para cumplir una Voluntad de Dios –hacer el Opus Dei– que a los ojos humanos se presentaba simple y llanamente como un imposible.
Años después, nuestro Fundador explicaría el sentido profundo de esa íntima relación entre filiación divina y unión a la Cruz: «Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo solo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es esta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios» 329. Y en otra ocasión, nuestro Padre comentaba: «Es quizá la oración más subida que Dios me ha dado. Aquello fue el origen de la filiación divina, que vivimos en el Opus Dei. ¡Qué certeza en mi necesidad! ¡Qué alegría en mi pena! ¡Qué hijo tan malo en las manos de un Padre tan bueno! ¡Y me sentía tan hijo, tan seguro...! ¡Qué Padre!» 330.
Nuestra identidad cristiana consiste en ser hijos de Dios en Cristo, de cuya vida participamos por el Espíritu Santo. En tan inefable realidad se centra la enseñanza de la Sagrada Escritura, particularmente clara en las cartas de san Pablo. Esta identificación con Cristo, iniciada en el Bautismo, se hace más y más intensa mediante la recepción de los demás sacramentos, especialmente la Eucaristía, y encuentra su piedra de toque en la forja de la Cruz –el dolor, cristianamente recibido, une íntimamente a Cristo crucificado, nos identifica más y más con Él–, y se torna operativa por medio de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad.
Cuando un cristiano, plenamente consciente de tan profunda realidad, se empeña en actuar como Cristo, es lógico que tropiece con dificultades, que choque con el ambiente descristianizado que hay en tantos sitios. Lo mismo le sucedió a Nuestro Señor, y no es el discípulo más que el maestro 331. Somos del mundo pero no mundanos. Somos del mundo y vivimos en el mundo para santificarlo, para reconducirlo a Dios. Por eso, no nos dejamos llevar por la falsa naturalidad del que oculta su condición de cristiano, cuando las circunstancias del ambiente no resultan favorables; ni nos camuflamos, adoptando hábitos o costumbres contrarios a nuestro ser en Cristo. Sin fanatismos de ninguna clase, que no pueden surgir cuando hay sobreabundancia de caridad, no nos inhibimos ante los clamores de los que se comportan como enemigos de la Cruz de Cristo 332, que sigue constituyendo para muchos locura o escándalo 333.
Hijas e hijos míos: como los primeros cristianos, tened siempre el valor saludable, apostólico, de practicar con sencillez y naturalidad las exigencias amables de nuestra vocación, sin temor a chocar con las costumbres paganizadas entre las que tantas veces debéis moveros. Nuestro Padre nos lo pedía –¡nos lo pide!– con fuerza: «Manifestad claramente el Cristo que sois, por vuestra vida, por vuestro Amor, por vuestro espíritu de servicio, por vuestro afán de trabajo, por vuestra comprensión, por vuestro celo por las almas, por vuestra alegría» 334. Insisto: no hemos de extrañarnos ni de asustarnos ante las dificultades exteriores e interiores. Nosotros no trabajamos por entusiasmo, ni confundimos la alegría con el bienestar o con la ausencia de sufrimiento. Más aún, cuando resistimos a las presiones de esta sociedad en la que nos desenvolvemos, y nos esforzamos por llevar con nosotros nuestro propio ambiente –el ambiente de Cristo–, no nos falta nunca el gaudium cum pace, la alegría y la paz interior, frutos delicados de la acción del Espíritu Santo.
En cualquier caso, hija mía, hijo mío, si llegan a tu vida y a la mía momentos o temporadas de contradicción, de aridez espiritual, de aparente fracaso apostólico, vamos a imitar a Cristo, que en su inmensa desolación –Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? 335– responde: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu 336, y cumple de este modo la Redención del mundo, obteniéndonos el don del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios.
En esta identificación con Cristo se resume nuestra entera existencia. Seguiremos así el ejemplo de nuestro Padre, que en aquellos primeros años, de los que os he hablado anteriormente, y en otros tiempos de durísimo sufrimiento, jamás se encerró en sí mismo, sino que desde Dios –bien apoyado por la fe en el sentido de la filiación divina– se entregó en todo momento a un fecundísimo trabajo por las almas, con total olvido de sí mismo y de su propio sufrimiento. También nosotros, tras los pasos de nuestro Fundador, experimentaremos cada vez más la profunda verdad de aquellas otras palabras suyas: «La Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio» 337.
Al pie de la Cruz encontramos a María. Ella pone una decisiva nota de delicadeza en aquella escena tremenda del Gólgota. Invoquémosla en todas nuestras necesidades, seguros de que no desoye nunca las súplicas de sus hijos. Por sus manos deseo hacer llegar al Cielo nuestra gratitud a la Trinidad Santísima.
Como todos los años, en los días de Pascua hemos revivido la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Después de las horas amargas del fracaso de Cristo en la Cruz, nos sentimos ebrios de alegría ante su triunfo sobre el demonio, el pecado y la muerte; y deseamos llevar esta alegría –gaudium cum pace– a nuestras vidas personales, en lo grande y en lo pequeño, hasta las últimas consecuencias. Un júbilo profundo y sereno embarga a la Iglesia en estas semanas del tiempo pascual; es el que Nuestro Señor ha querido dejar en herencia a todos los cristianos y que especialmente, como afirmaba con plena convicción nuestro Padre, es patrimonio de los hijos de Dios en su Opus Dei; un contento lleno de contenido sobrenatural, que nada ni nadie nos podrá quitar, si nosotros no lo permitimos.
Por lo tanto, con un imperativo divino que nace de la unión que el Señor nos pide, os digo: caminemos siempre alegres, hijas e hijos míos, que la alegría forma parte integrante de nuestra llamada. Cuando asimilamos bien el espíritu de la Obra, haciéndolo carne de nuestra carne y vida de nuestra vida, no encontramos más que motivos de paz a nuestro alrededor, incluso en los acontecimientos más dolorosos que nos puedan sobrevenir –enfermedades, incomprensiones, falta de medios, contrariedades del tipo que sea–, puesto que al provenir de la mano de nuestro Padre Dios, necesariamente son buenos y fecundos, como resultan plena y actualmente fecundos los sufrimientos de Cristo en orden a la redención del género humano. Miremos cada uno de esos pasos, y meditemos que el Señor los aceptó por amor, en obediencia filial a la Santísima Voluntad de su Padre, sin poner condiciones.
Aquí radica la clave, hijos de mi alma, para sacar fruto –fruto sobrenatural y también humano– de todas las circunstancias que se presenten en el correr de nuestra existencia: convertir la Voluntad de Dios en alimento de nuestra vida, con un esfuerzo sincero por cumplirla como Él desea, hasta en sus pormenores más pequeños. ¿No recordáis aquel programa claro y atrayente que nos trazó nuestro amadísimo Fundador?: «Escalones: Resignarse con la Voluntad de Dios: Conformarse con la Voluntad de Dios: Querer la Voluntad de Dios: Amar la Voluntad de Dios» 338.
En estos momentos, cuando aún tenemos tan reciente en la memoria el ejemplo de Cristo, obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz 339, en acatamiento pleno del designio divino, podemos preguntarnos si nuestra actitud ante las exigencias concretas que Dios nos fija a cada uno de nosotros recibe esa respuesta plena. Nos consta que esa Voluntad se nos manifiesta en el cumplimiento de los deberes familiares, sociales y profesionales propios del estado de cada uno; en la fidelidad constante a los compromisos libremente adquiridos al responder afirmativamente a la vocación; en las circunstancias fortuitas que acompañan nuestro camino en la tierra. ¿Nos empeñamos en reconocer ese divino querer en nuestra existencia cotidiana? ¿Lo abrazamos con alegría, cuando trae consigo una renuncia, grande o pequeña, a nuestros proyectos tal vez demasiado humanos? ¿O no nos queda otro remedio que reconocer –¡y ojalá lo reconociésemos verdaderamente contritos!– que en ocasiones nos limitamos a aceptarlo con resignación, con tristeza, con quejas, como algo ineludible que no está en nuestras manos evitar?
Hijas e hijos míos, reaccionemos con energía si alguna vez descubriésemos esta rémora en nuestro corazón. Sería entonces el momento de fomentar con urgencia el sentido de la filiación divina, verdadero fundamento de nuestro espíritu, y de arreciar en la oración y en la penitencia, pidiendo a nuestro Dios que no nos niegue sus luces y nos empuje a comprender que omnia in bonum! 340, que todo concurre al bien de los que le aman. Repitamos despacio, saboreándola, aquella oración filialmente recia que nos enseñó nuestro Padre: «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén» 341. Y os aseguro que, como promete nuestro santo Fundador, alcanzaremos la paz.
Por otra parte, hijos, una decidida determinación de secundar hasta el fondo la Voluntad divina es el único modo de recorrer nuestro paso por la tierra siendo verdaderamente felices, con la felicidad relativa –solo en el Cielo será completa– que podemos alcanzar aquí abajo. Pensadlo bien: ¿por qué veíamos siempre tan contento a nuestro Padre, a pesar de las dificultades de todo tipo que encontró en su camino? ¿Por qué aparecen llenos de paz los santos, aun en medio del dolor, de la deshonra, de la pobreza, de las persecuciones? ¿Por qué mis hijas y mis hijos en el mundo entero –contamos ya con mucha experiencia, gracias a Dios– son sembradores de paz y de alegría en todos los caminos de los hombres? La respuesta se dibuja bien clara: porque procuran identificarse con la Voluntad del Padre del Cielo, imitando a Cristo; porque ante lo agradable y ante lo desagradable, ante lo que requiere poco esfuerzo y ante lo que quizás exige mucho sacrificio, deciden ponerse en la presencia de Dios y afirmar con clara actitud: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!» 342. ¡Ahí está la raíz de la eficacia y la fuente de la alegría!
No me cabe la menor duda de que mis hijas y mis hijos buscan cumplir la Voluntad de Dios en toda su vida. En la Obra, todos nos movemos –y se lo agradezco al Señor con toda mi alma– con esa buena determinación. Pero también resulta evidente que solo los buenos deseos no bastan; que el transcurrir de las jornadas, con la multiforme variedad de actividades y afanes que cada una comporta, no raramente trae consigo un desdibujamiento de la decisión de cumplir siempre y en todo la Voluntad divina. Por eso es indispensable reafirmar una vez y otra nuestro empeño de servir al Señor fielmente, de responder como Cristo –¡somos otros Cristos!– en los pequeños y en los grandes sucesos de cada día. Y es también aquí donde cobra particular importancia la piedad personal, constantemente renovada en nuestras Normas.
Hijas e hijos míos, cuidad con esmero la oración de la mañana y de la tarde, los exámenes de conciencia, y todas las Normas y Costumbres de la Obra. No seamos nunca superficiales en la piedad: la nuestra ha de ser una devoción recia, honda, sincera, que impregne –por la unidad de vida– el trabajo y el descanso, los deberes profesionales y sociales, las relaciones de parentesco y de amistad con las demás personas. La piedad, cuando está firmemente arraigada en nuestras almas, empuja al trabajo, a la entrega, al servicio fraterno, al apostolado. ¡Y si no, no es una piedad verdadera, sino una caricatura! Dejadme que os recuerde unas palabras que nuestro Fundador refería a nuestra bendita fraternidad, pero que pueden aplicarse a todos los demás campos de nuestra vida. Escribía nuestro Padre: «Piedad, piedad, piedad: si faltas a la caridad, será por falta de vida interior, y no por tener mal carácter» 343.
Vamos, pues, a ahondar más profundamente en nuestra piedad personal. No nos ha de faltar la ayuda de la Virgen Santísima, que durante sus años en la tierra, y ahora en el Cielo, se distinguió y se distingue por sus ardientes deseos de que la Voluntad divina se haga. ¡Qué bien experimentada tenía la eficacia de ese sometimiento alegre e incondicionado al querer de Dios! ¿Recordáis su fiat! en Nazaret, y a lo largo de la vida pública de Cristo, y en el Calvario? Aún resuena con fuerza, que define su respuesta santa, aquel consejo que manifestó en Caná a los sirvientes de aquella casa; el mismo que nos sugiere ahora a cada una y a cada uno de nosotros, el que presenta a los hombres y mujeres de todos los tiempos: haced lo que Él os diga 344. Querría, me lo pone la Trinidad Santísima en el alma, que meditemos a fondo esta necesidad: ¡lo que Él nos diga!, porque a ti y a mí nos indica que cuidemos con singular esmero la vocación; que nos convenzamos de que se requiere que hagamos el Opus Dei a todas las horas; que no admitamos otro programa que el de encarnar con plenitud el espíritu propio de nuestro camino; que seamos leales a la Iglesia Santa y a las almas, con una lealtad inquebrantable a las exigencias de nuestra llamada divina.
Buen momento es el mes de mayo, que ahora comenzamos, para seguir esta recomendación maternal de Nuestra Señora. Esmeraos, hijas e hijos míos, en cumplirla mejor que nunca, aconsejando este sugestivo programa a las personas –vuestros parientes, vuestros colegas, vuestros amigos– a quienes invitéis a honrarla en estos días en sus ermitas y santuarios.
En el espíritu del Opus Dei ocupa un lugar importante la veneración a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, a Quien tanto amó nuestro Padre ya desde que era sacerdote joven. Un amor y un trato que nosotros, sus hijas y sus hijos, debemos cultivar en nuestra vida personal, si verdaderamente queremos hacer el Opus Dei y ser nosotros mismos Opus Dei, obra divina.
En la vida sobrenatural –la enseñanza viene de san Pablo– nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo 345: no somos capaces de llevar a cabo la más pequeña acción, con alcance eterno, sin la ayuda del Paráclito. Él nos empuja a clamar Abba, Pater!, de manera que paladeemos la realidad de nuestra filiación divina. Él, como Abogado, nos defiende en las batallas de la vida interior; es el Enviado que nos trae los dones divinos; el Consolador que derrama en nuestras almas el gaudium cum pace, la alegría y la paz que hemos de sembrar por el mundo entero.
Procuremos, pues, aumentar nuestra intimidad con el Espíritu Santo. Renovemos con obras, con esfuerzos cotidianos, el propósito de tratarle mucho. Pido a la Trinidad Santísima, como acostumbraba a repetir nuestro Fundador en cada jornada, que para las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei –¡para ti!–, el Divino Espíritu no sea nunca el Gran Desconocido: así solía decir nuestro Padre con inmenso dolor, al comprobar que la mayor parte de los cristianos apenas le tratan, y no le agradecen las constantes gracias que nos envía.
Me atrevo a afirmar que, en la Obra, además, tenemos una especial obligación de conocer y de amar al Divino Paráclito. Como nuestro Fundador remachó en innumerables ocasiones, la única finalidad del Opus Dei es que todos sus miembros se santifiquen y hagan apostolado, viviendo las virtudes cristianas según el modo específico que Dios ha trazado para nosotros. En otras palabras, la tarea de la Obra se concreta en disponernos para recibir con fruto la acción del Espíritu Santo, y en ayudar a las personas que tratamos para que sean dóciles a esa acción santificadora. ¿Veis por qué hemos de tratar asiduamente a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad?
Hijo mío, ¿consideras con frecuencia en tu oración la verdad, tan consoladora, de que somos templos vivos del Paráclito? ¿Cultivas con sincero interés tus ansias de conocer mejor y de amar al Dios Trino que habita en tu alma por la gracia? ¿Procuras buscar y renovar las industrias humanas que tanto nos ayudan a mantener un diálogo constante con el Señor, a movernos en su presencia, a decirle palabras de cariño? Buen momento es este, al acercarse la solemnidad de Pentecostés, para que cada uno de nosotros renueve sus propósitos de frecuentar el trato con el Espíritu Santo.
Como insistía a menudo nuestro Fundador, «hablamos con el Padre que está en los Cielos, repitiendo las palabras que Jesús, Señor Nuestro, enseñó a los Apóstoles: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre... Hablamos con el Hijo, porque le amamos en la Cruz y le agradecemos que nos haya redimido. Pero del Espíritu Santo casi no nos acordamos, y es Él el que actúa en las almas en gracia, el que se asienta en nosotros para hacernos templos de la Santísima Trinidad, aunque como no hay más que un solo Dios, cuando el Espíritu Santo está en el alma de un cristiano, están también el Padre y el Hijo» 346.
La actividad del Espíritu Santo pasa inadvertida. Es como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta. Acabo de citaros algunos ejemplos que la Sagrada Escritura utiliza para hablar de la acción del Paráclito, de este Santificador que se manifestó a los Apóstoles como viento impetuoso y bajo la forma de lenguas de fuego 347, y a quien el Señor mismo comparaba con un manantial del que nacerían –en el seno de los que creyeran en Él– ríos de agua viva 348.
Una de las razones por las que nuestro Padre era tan devoto del Espíritu Santo es precisamente esta: porque admiraba y agradecía constantemente el trabajo eficaz y silencioso del Paráclito en las almas en gracia. Y de tal manera se dejó moldear por el Santificador, que llegó a identificarse con Cristo desde muy joven, e hizo suya esta faceta tan propia de nuestro Consolador: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca» 349, fue siempre el lema de su conducta.
Para adquirir familiaridad en el trato con el Paráclito, os aconsejo que asimiléis con hondura y consideréis con frecuencia, en vuestra meditación personal, aquella oración compuesta por nuestro Fundador en plena juventud, que constituye un magnífico acto de disponibilidad ante el Señor: «Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
»¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...» 350.
Me importa que te preguntes: ¿cómo me esfuerzo por responder a la gracia divina que el Paráclito me procura? Muchas veces escuché a nuestro Padre esta consideración: «La devoción al Espíritu Santo, honda, ardiente, es tradicional en la Obra desde los comienzos: ¡que no se pierda!» Piensa si estás a tono con esta realidad, y descubrirás que quizá ahí se encuentra el camino para que tu vida de apóstol tenga toda la eficacia que el Señor desea. En cualquier caso, atiende de nuevo a nuestro Fundador, que nos escribía: «Propósito: "frecuentar", a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. –"Veni, Sancte Spiritus...!" –¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma!» 351.
El mes de mayo, que acabamos de comenzar, nos ofrece una ocasión privilegiada para acercarnos más al Espíritu Santo. ¿Cómo? Tratando con piedad filial a nuestra Madre la Virgen Santísima. Habréis reflexionado en muchas ocasiones que, en la economía de la salvación, Dios ha querido asociar íntimamente a santa María a la acción del Paráclito. Cuando el Hijo es enviado al mundo por el Padre, se encarna de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine 352: por obra del Espíritu Santo, de María Virgen, como rezamos en el Credo. Cuando la Iglesia se manifiesta públicamente, mediante el envío del Paráclito en Pentecostés, en medio de los Apóstoles se encuentra la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, imán que atrajo en aquellos momentos a la tierra al Espíritu divino.
Si deseamos acercarnos más y más al Espíritu Santo, y dejarle actuar en nuestras almas sin ponerle ningún obstáculo, hemos de caminar de la mano de la que es –de modo especialísimo, en virtud de su maternidad divina y de su plenitud de gracia– Templo vivo de la Santísima Trinidad y Esposa del Paráclito. La Virgen nos lleva al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo nos mueve a acudir a la Virgen, para que nos resulte más fácil honrar a la Trinidad Beatísima.
Unamos, pues, la devoción, el afecto, la petición a la Madre de Dios y Madre nuestra, con el amor entregado y la piedad sincera a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Así cumpliremos más fiel y eficazmente la misión que Dios nos ha confiado: santificarnos en nuestros quehaceres ordinarios, santificando a las personas que nos rodean con ocasión de nuestra actividad familiar, profesional, social, etc. Y se harán realidad –«antes, más, mejor»– las ansias que consumían a nuestro Padre, cuando en un día del mes de mayo de 1970, ante la imagen de la Virgen de Guadalupe, hacía así su oración personal: «Este mes de mayo, que vivimos ahora, resplandecerá siempre. Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo –que no soy nada, que solo no puedo nada– me atrevo a ofrecerte muchas almas, infinidad de almas, oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tiempos, decididas a entregarse a tu Hijo, y al servicio de los demás, para llevarlos a Él» 353.
Este mismo mes de mayo, en el domingo dedicado a la Santísima Trinidad, el Santo Padre Juan Pablo II ordenará sacerdotes a un grupo de hermanos vuestros. ¡Qué buena ocasión para agradecer al Señor –al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo: a la Trinidad, que es un solo Dios– las gracias y los dones que constantemente derrama sobre la Obra y sobre nuestras pobres personas! ¡Qué oportunidad más estupenda para rezar por la unidad de la Obra, con más ardor y agradecimiento!, porque esta oración por nuestro Opus Dei ha de ser más fuerte cada día; si no, ¿qué agradecimiento sería el nuestro? Dadle gracias por todo, hijas e hijos míos; también por lo que nos pueda parecer –quizá en un primer momento– duro o difícil de aceptar, pensando en la Iglesia, en la Obra. «Dale gracias por todo –repetía nuestro Fundador–, porque todo es bueno» 354, si se puede ordenar a Él.
Hijas e hijos míos: de nuevo os ruego que os unáis a mi oración y que, para alcanzar del Señor lo que pedimos, recurráis con inmensa confianza a la Santísima Virgen y continuéis por este camino de trato con el Espíritu Santo, que nos ha legado nuestro Padre: senda ancha y andadera para las almas que desean vivir una piedad recia, bien fundada, como se nos exige a todos en la Obra. Invocadle para que sepamos recorrerla hasta el fin, todos los hijos de Dios en el Opus Dei, y para que nos ayude a superar los obstáculos que puedan presentarse en nuestro camino.
De este modo, como tantas veces os he recordado, lograremos que el Espíritu Santo nos limpie, sacie nuestra sed de Dios y nos comunique su fuego para extender el reinado de Cristo por toda la tierra. Permítele –¡te lo digo a ti, hija mía, hijo mío!– penetrar siempre en tu corazón y en tu vida: que no encuentre nunca, en ninguno de nosotros, el estorbo de la soberbia, de la sensualidad, de la pereza, de la vanidad...; que, al percibir sus mociones en el alma, nos mostremos dúctiles como la cera, para que el Paráclito nos moldee a su gusto, sin hallar resistencias ni dilaciones, y así imprima en nosotros los rasgos firmes de Jesús, nuestro divino Redentor.
Comienza el mes de mayo, que la Iglesia tradicionalmente dedica a honrar de modo especial a la Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, las palabras que os dirijo en esta ocasión no tienen otra finalidad que la de impulsar a todos a vivir muy pegados a Nuestra Señora, dando vibración mariana a toda nuestra conducta.
Viene a mi memoria aquel 20 de mayo de 1970, cuando nuestro queridísimo Padre –romero de María en la Villa de Guadalupe– abría su corazón con gran confianza a Nuestra Madre del Cielo. Allá abajo, en la nave de la Basílica, muchas personas se acercaban de rodillas a la imagen de la Virgen, llevando en sus manos unas flores o unas monedas, y tanto amor en su corazón. Nuestro Fundador recordó entonces esa costumbre de ofrecer flores a la Virgen en el mes de mayo, que había vivido desde su infancia. Y añadió: «Señora nuestra, ahora te traigo –no tengo otra cosa– espinas, las que llevo en mi corazón; pero estoy seguro de que por ti se convertirán en rosas» 355.
Aquellas espinas que hacían sangrar el corazón de nuestro Padre son ahora, por la intercesión todopoderosa de la Santísima Virgen, espléndidas rosas que perfuman con su exquisita fragancia nuestra vida en el Opus Dei y nos llevan a dar gracias a Dios por todos sus dones, y especialmente por el de la configuración jurídica definitiva, que nuestro Fundador puso entonces también en las manos purísimas de Nuestra Señora. Hijas e hijos míos, no dejéis nunca de agradecer a la Santísima Virgen este beneficio tan grande, que Ella nos ha alcanzado de su Hijo. Y, al mismo tiempo, como os he repetido muchas veces, seguid rezando para que nos proteja frente a todos los obstáculos, externos o internos, que el demonio quiera poner en nuestro camino. Cor Mariae dulcissimum, iter serva tutum!
¿Qué flores llevaremos a nuestra Madre en este mes de mayo? Os transmito el consejo de nuestro Fundador, lo que siempre nos enseñó a practicar, cuando nos recomendaba ofrecer a la Virgen «rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor» 356. Trataremos, pues, de poner más empeño –más amor– en nuestros deberes de cada momento: en la fidelidad a los compromisos divinos que nos unen a Dios y a la Obra; en la preocupación santa por nuestros hermanos y por todas las almas; en el cumplimiento de las obligaciones propias del estado de cada uno; en la realización de un trabajo profesional exigente y ordenado...
El buen olor de Cristo 357, del que la Santísima Virgen estuvo llena plenamente, y que debe perfumar nuestra vida entera, tiene entre otros el ingrediente precioso de la santa pureza, con el que el amor de nuestros corazones se mantiene siempre fresco y jugoso, como esas flores que colocamos sobre el altar. Desgraciadamente, en el mundo actual –ese mundo en el que por vocación divina estamos inmersos, y que queremos poner a los pies de Cristo– se ataca de modo descarado, de cien mil maneras, esta virtud que hace a los hombres tan gratos a Dios y a su Madre bendita. Por esto mismo hemos de vivirla con exquisita delicadeza, de acuerdo con las circunstancias del estado en el que cada uno ha sido llamado.
No podemos bajar la guardia, porque es en el corazón donde se encuentran los aliados y cómplices que podrían agostar ese Amor Hermoso. Cuidad con cariño el pudor y la modestia. Sed exigentes en la guarda de la imaginación y de los sentidos. No aflojéis en la vida de piedad. Cultivad una conciencia delicada, que sabe evitar hasta la más pequeña ocasión de desamor a nuestro Dios, y lleva a tener una sinceridad absoluta en la Confesión sacramental y en la charla fraterna: una sinceridad salvaje, si fuera preciso. Y, como nos enseñó nuestro Padre, extended por todo el mundo –con el ejemplo de vuestra vida limpia y con vuestro apostolado constante– una cruzada de castidad y de pureza, que devuelva a los cristianos el sentido de la dignidad humana y de la inefable dignidad a que han sido elevados por la gracia, al ser convertidos en hijos de Dios.
La Santísima Virgen es Modelo perfecto de fidelidad a la Voluntad divina. Ella quiere, solo y absolutamente, lo que desea su Hijo. ¿Y qué es lo que el Señor ansía, sino que todos los hombres se salven? 358. Por eso, al tratar más íntimamente a María en este mes de mayo, necesariamente creceremos en afán de almas, en espíritu apostólico y proselitista. No olvidéis lo que os vengo repitiendo de intento en estos meses: que Dios Nuestro Señor quiere necesitar de ese esfuerzo nuestro, constante, sin pausas, para remover a innumerables personas con su gracia y conceder a muchos el regalo de nuestra misma vocación divina.
Hijas e hijos míos: poneos metas altas y profundizad en vuestro apostolado personal. No os conforméis con tratar superficialmente a unas cuantas personas. Hay que acercarse a mucha gente –cuanta más, mejor–, en ese apostolado nuestro de amistad y confidencia, con paciencia y tenacidad. Hemos de suscitar en muchos hombres y mujeres la decisión de vivir a fondo su vocación cristiana, de manera que la fe en Jesucristo informe el modo de pensar, de sentir y de obrar. Movilizad las conciencias; sacad de la indiferencia a los perezosos, provocando ansias de ser cristianos de verdad, dispuestos a poner la propia vida al servicio de la tarea redentora.
Para iniciar o profundizar en el trato apostólico, disponemos entre otros de un medio maravilloso que nos dejó nuestro Padre: las romerías de mayo, que se fundamentan en la oración y en el espíritu de sacrificio y tienen siempre un carácter claramente apostólico. ¡Moved a conocidos vuestros a que os acompañen a hacer romerías a la Virgen!
En bastantes casos, esta invitación a rezar a Nuestra Señora es el primer paso para que un alma vuelva a practicar la vida cristiana, porque el cariño a la Madre del Cielo es con frecuencia como la brasa escondida bajo el rescoldo: permanece durante años y años en el fondo de la conciencia, quizá oculta tras una corteza de ignorancia y de pecado, pero pronto a resurgir y a inflamarse bajo el soplo del Espíritu Santo en el sacramento de la Penitencia.
En otras ocasiones invitaréis a personas con cierta vida de piedad, que podrían servir más y mejor al Señor y a la Iglesia, pero que no se deciden a dar nuevos pasos en su vida cristiana. A todo esto se refería nuestro Padre cuando escribía que «muchas conversiones, muchas decisiones de entrega al servicio de Dios han sido precedidas de un encuentro con María. Nuestra Señora ha fomentado los deseos de búsqueda, ha activado maternalmente las inquietudes del alma, ha hecho aspirar a un cambio, a una vida nueva» 359.
Llenaos, pues, de confianza y de seguridad en la intercesión maternal de la Virgen, y sed audaces en la invitación a muchas personas a honrar a la Señora con estas romerías. Les haréis un gran bien, porque al considerar los misterios del Santo Rosario, al rezar sin prisas, saboreándolas, esas oraciones vocales maravillosas que nos ha transmitido la Iglesia, al ofrecer con alegría alguna pequeña mortificación en honor de nuestra Madre, irán aprendiendo las lecciones de la disponibilidad más absoluta en el servicio de Dios y de las almas que nos da la Esclava del Señor, la criatura más perfecta que ha salido de las manos de Dios.
Al comenzar esta carta, mi pensamiento se dirige enseguida a la Santísima Virgen, que espera nuestras visitas en tantos santuarios o en pequeñas ermitas, a veces olvidadas, en cualquier rincón del mundo. Esta Costumbre de la Obra –la romería de mayo–, que vivimos con amor de hijos y con afán apostólico, agrada mucho a nuestra Madre, y es como un resello de la entraña profundamente mariana de nuestro espíritu. Cuando vayáis a rezar a la Virgen, tened muy presentes mis intenciones; comienzo ya con este ruego, porque necesito que urjáis a la Santísima Trinidad por todo lo que yo pido como Pastor de esta porción de pueblo de Dios: sentid el peso bendito de ayudarme.
En estas semanas del tiempo pascual, hemos contemplado las apariciones de Cristo Resucitado. ¡Qué gozo experimentarían los Apóstoles al estar de nuevo con Jesús! La Sagrada Escritura nos lo dice expresamente: se llenaron de alegría al ver al Señor 360. ¡Qué conversaciones tendrían con Él! ¡Qué felicidad a su lado! Y, sin embargo, el Señor les advierte: os conviene que Yo me vaya, pues si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros 361. Pensad, hijas e hijos míos, cuál será la grandeza del Don del Espíritu Santo para que Cristo pronuncie estas palabras: os conviene que Yo me vaya... Algo podemos vislumbrar, si meditamos que Jesús es el Verbo hecho Hombre, Dios con nosotros; y que el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, viene a nuestra alma, donde habita con el Padre y el Hijo: Dios en nosotros. Cristo es nuestro Redentor y nuestro modelo; y el Espíritu Santo, nuestro Santificador, que obra dentro de ti y de mí para que nos sepamos hijos de Dios y vivamos de acuerdo con esa dignidad; en una palabra, para hacer de cada uno de nosotros «otro Cristo, el mismo Cristo», como nos recordaba nuestro santo Fundador .
Desde muy joven, nuestro Padre cultivó una gran devoción al Espíritu Santo, que fue creciendo a lo largo de su peregrinar en este mundo, en ocasiones por medio de grandes descubrimientos. Uno de esos sucesos tuvo lugar el 8 de noviembre de 1932. Ese día, por la mañana, nuestro Padre anotó un consejo que acababa de recibir en la dirección espiritual apenas una hora antes: «Me ha dicho: "tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale"». Al acabar aquella charla, de nuevo en la calle, «haciendo oración –escribe nuestro Padre–, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa verdad de su presencia (...). Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte.
»Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!...» 362.
Debo confiaros que me emociona siempre más y me remueve –como os sucederá a vosotros– la lectura de estas confidencias de nuestro queridísimo Fundador, que tanto nos enseñan de su amor apasionado a Dios y de su vida contemplativa. El trato con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ya intenso, creció vigorosamente en su alma desde aquella fecha en que descubrió la impresionante verdad de su presencia santificadora –«siento el Amor dentro de mí»–, la necesidad de secundar sus mociones –«tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir...»–, la personal indigencia para hacer realidad ese deseo y, al mismo tiempo, la absoluta confianza en la ayuda del Paráclito: «Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero...»
Te invito, hija mía, hijo mío, a confrontar tu respuesta diaria a la gracia con estas palabras de nuestro Padre. Te darás cuenta de que tienes aún mucho camino por delante, hasta llegar a esa intimidad con el Espíritu Santo; quizá, incluso, te parezca que sigue siendo para ti «el Gran Desconocido». No te desanimes. Comienza por pedirle que te ilumine para descubrir su presencia en tu alma; que encienda tu voluntad con el fuego del amor; que te fortalezca, para seguir sus inspiraciones. Puedes servirte de aquella oración que nuestro Padre compuso en el mes de abril de 1934:
«Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad...
»He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
»¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...» 363.
Una oración profunda, para que la medites despacio, ahora que se acerca la fiesta de Pentecostés. «He oído tu voz», escribe nuestro Padre. ¿Y qué es esa voz del Espíritu Santo, sino la llamada a ser santos? «Santos de veras, auténticos, canonizables», como nos repetía insistentemente nuestro Fundador 364. Una santidad «sin paliativos, sin eufemismos, que llega hasta las últimas consecuencias; sin medianías, en plenitud de vocación vivida de lleno» 365. Hija mía, hijo mío, es preciso que atiendas con fina delicadeza a esta voz del Paráclito, que no te niegues a lo que te está pidiendo ahora mismo y concretamente. Quizá te reclama que cortes algún hilillo sutil que te impide volar alto en la vida interior; o que te decidas a luchar seriamente en un propósito que ya has formulado en otros momentos; o que desarraigues –siempre con su ayuda– un defecto que aún te domina; o que venzas –y te concede la gracia para lograrlo– esos peros que te inventas, por comodidad, en el apostolado. Cosas pequeñas... o no tan pequeñas: y siempre obstáculos grandes porque nos apartan de la intimidad con Dios. Quizá te reclama un cambio más radical y hondo de tus disposiciones e incluso de tu carácter, una verdadera conversión: que te decidas, sin componendas de ningún género, a ser humilde de corazón 366. El Espíritu Santo quiere formar a Cristo en ti, y en ocasiones tiene que hacerlo a golpe de cincel, por medio de la contradicción, del dolor o de las humillaciones, pequeñas o grandes. No des lugar al miedo y abre tu alma a esa acción divina. Hodie, si vocem eius audieritis, nolite obdurare corda vestra 367, recuerda reiteradamente la Sagrada Escritura: si percibes la voz de Dios, no endurezcas tu corazón.
A nuestro Padre le acuciaba fuertemente la responsabilidad de ser santo. Estaba persuadido de que, en los planes divinos, por la bondad del Cielo, muchas cosas dependían de su fidelidad. Bien a la vista tenemos los frutos: somos tú y yo, y tantas personas en todo el mundo que se han acercado y se acercan a Cristo, a la Iglesia, por medio del Opus Dei. Todo esto ha querido realizarlo el Señor, sirviéndose de la correspondencia de nuestro Padre. Pues medita ahora –y a la hora de la flojera, del cansancio, de la tentación– en lo que tenemos por delante, como los Apóstoles en Pentecostés: millones de almas a las que Dios desea que transmitamos la fe y el espíritu de la Obra; considera ese ambiente familiar, profesional y social de nuestros tiempos, que nosotros podemos y debemos contribuir a cristianizar. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes» 368. ¿Cómo te comportas tú ante esta responsabilidad? ¿Procuras luchar con todas tus fuerzas para ser santo, para identificarte con Cristo, secundando libremente y con totalidad la acción del Espíritu Santo?
Cuando se habla de responsabilidades, generalmente las imaginamos como un peso. En este caso solo es verdad hasta cierto punto, porque mi yugo es suave y mi carga ligera 369, nos asegura el Señor. Suave y ligera, porque son el yugo del amor y la carga del amor. El Espíritu Santo, que inhabita en nuestras almas, es el Amor del Padre y del Hijo, y el efecto propio de su presencia se concreta en llenarnos de amor: la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado 370. Y así sucede una cosa estupenda, que parece una contradicción pero que no lo es: quien se entrega de veras a Dios y toma ese yugo y esa carga de amor, camina más libre que nadie. Santo Tomás lo explicaba diciendo que, cuanto más amor se tiene, más libertad se posee, porque donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad 371. Por eso enseñaba nuestro Padre: «Yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad: una realidad subraya y afirma la otra (...). Por amor a esa libertad, queremos tener buena atadura. Esa es, además, la mayor muestra de libertad; decirle al Señor: ponme manillas de hierro, átame a ti, que yo solo quiero servirte y amarte» 372.
Hijas e hijos míos, vamos a terminar con un propósito, ese mismo de nuestro Padre que os he recordado antes: «Frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo». Si quieres concretarlo aún más, te sugiero dos puntos: buscar el recogimiento interior, siempre necesario para escuchar al Espíritu Santo en medio del quehacer diario; y tener, en la dirección espiritual, una docilidad activa que te lleve no solo a oír sino a luchar en lo que te indican, y a comentar en la siguiente charla fraterna cómo lo has llevado a la práctica.
Nos acercamos a la solemnidad de Pentecostés, con la que dio comienzo la misión de la Iglesia entre las naciones. En esa fecha renovaremos, una vez más, la consagración del Opus Dei al Espíritu Santo. Vamos a pedir con mucha fe: «Te rogamos que asistas siempre a tu Iglesia, en particular al Romano Pontífice» 373. Y, para prepararnos bien, nos apiñamos con los Apóstoles en torno a la Virgen Santísima, pidiendo por su intercesión un afán de almas que nos queme por dentro: «ure igne Sancti Spiritus!»
En este mes dedicado a nuestra Madre, no puedo terminar sin recordaros que Ella es la criatura que con más intimidad y perfección trata a cada una de las Divinas Personas. Por eso os invito a ser muy marianos: solo así se acrecentará vuestro diálogo confiado con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Y os deseo de todo corazón que vuestra entera existencia discurra por los cauces que recorrió nuestro Fundador, que amó y ama a la Virgen con ternura.
Comienza el mes de la Virgen y lo escribo con gozo, con el que embargaba a nuestro Padre siempre que hablaba de santa María, y deseo que sepamos amarla como nuestro Fundador: con el corazón y con la cabeza, para llegarnos con Ella a la vida de la Trinidad Santísima, en un trato desbordante con cada una de las Personas divinas.
Lógicamente, tanto en las ideas como en las frases de este escrito recurriré a lo que aprendí de nuestro Padre. No las subrayo, pero quiero que sepáis que todo lo que yo os pueda decir de nuestra Madre lo aprendí de la vida y de las enseñanzas de nuestro Fundador, tan cargadas de doctrina hecha carne de su carne.
En el primer día de este mes, la Iglesia celebra la memoria litúrgica de san José, Esposo virginal de santa María, la criatura que con más intimidad y cariño ha tratado a Dios y a su bendita Madre Inmaculada. Viene a mi pensamiento todo el ambiente de la Sagrada Familia en Nazaret, porque el Opus Dei es –como señalaba lleno de júbilo nuestro Padre– un rincón de aquel hogar modelo, al que todos nosotros pertenecemos. ¿No descubrís, en las alegrías de nuestra cristiana vida en familia, un trasunto del cariño que reinaba en aquella casa, en la que todos competían por servir más y mejor a los demás? Así ha de suceder siempre en los Centros de la Prelatura y en cualquier lugar donde se encuentre un hijo de Dios en la Obra, porque ese sentirnos hijos de Dios, de santa María, hermanos, constituye un aspecto fundamental del espíritu del Opus Dei, que a todos y a cada uno nos toca defender, proteger y fomentar, como un derecho fundamental.
Este aire de familia, tan propio de la Obra, no se basa en lazos naturales; se enraiza en la realidad de una misma vocación sobrenatural y de un mismo espíritu: no procede de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios 374. Nuestra vocación específica se asienta firmemente en la dignidad de hijos de Dios recibida en el Bautismo. Más aún, constituye como un despliegue –que Dios pide específicamente a quienes llama al Opus Dei– de las virtualidades contenidas en la vocación cristiana, mediante el impulso eficaz de una particularísima gracia de Dios que nos empuja a tomar conciencia de que somos especialmente hijos suyos, y a comportarnos de acuerdo con tan excelsa dignidad. El sentido de la filiación divina es, por eso, el fundamento de la vida espiritual de todos los fieles de la Prelatura. «Para hacer los cimientos de un edificio –escribía nuestro Fundador ya en los primeros años de la Obra–, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca. Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es esta: piedad, filiación divina» 375.
¡Hijos de Dios!: todo lo que esta certeza comporta, hasta tal punto cualifica nuestra fisonomía, que esa relación filial empapa completamente todas las manifestaciones de nuestros apostolados y la existencia misma de los fieles de la Prelatura. Es una gracia inherente a nuestra vocación, que nos configura día a día con Cristo, hasta identificarnos con Él por la acción del Espíritu Santo, mediante la actuación especialmente intensa –si no ponemos obstáculos– del don de piedad.
Si no ponemos obstáculos, he escrito; o mejor, si colaboramos positivamente con el querer de Dios, que desea que luchemos las veinticuatro horas del día como buenos hijos suyos. En este combate de amor y de paz, en ocasiones peleado a contrapelo, con aridez, con sequedad, se encierra la ascética propia de la Obra, que ha de estar constantemente renovada en el propio yo de cada uno, para ser Opus Dei luchando por seguir fidelísimamente todos sus puntos, todas sus manifestaciones, en todas las circunstancias en que nos encontremos. Por eso se nos pide en la Prelatura, como característica esencial de los compromisos que hemos adquirido, el empeño por cultivar en nuestras almas el sentido de la filiación divina, que ha de convertirse en el hilo conductor de nuestra entera jornada 376. Esforcémonos seriamente, pues, con la ayuda de Dios, para que nuestra oración, nuestro trabajo, nuestro apostolado, sean la oración, el apostolado y el trabajo de una hija o de un hijo que se sabe otro Cristo; más aún, ipse Christus!, el mismo Cristo, porque somos miembros suyos y Él vive y actúa en nosotros y por medio de nosotros.
Para identificarnos con Cristo y dejar que su vida se manifieste a través de mi pobre persona, de la tuya, es preciso quitar el obstáculo del propio yo, la soberbia, el amor propio: en una palabra, morir a nosotros mismos, entregándonos de veras con Cristo en la Cruz, como enseña el Apóstol: yo estoy clavado con Cristo en la Cruz, y no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí 377. Por esto, hijas e hijos míos, la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, constituye el centro y la raíz de nuestra vida sobrenatural: es «"nuestra" Misa» 378. Tú, yo, en fuerza y por la virtud del sacerdocio común recibido en el Bautismo, fortalecido en la Confirmación, y hecho más vivo y operante por la gracia de nuestra vocación divina, ofrecemos el Santo Sacrificio con Jesús, por el Espíritu Santo, a Dios Padre, con el fin de que la Redención obtenida una sola vez en el Calvario produzca sus frutos eficaces en todas las almas. Así lo resume nuestro Fundador al terminar sus consideraciones sobre el Via Crucis, con palabras que son un programa de vida para los hijos de Dios: «Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas.
»Dar la vida por los demás. Solo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él» 379. Para esto se nos da cada día el Señor en la Sagrada Eucaristía: para transformarnos en Él, para que vivamos su misma vida.
Vuelvo a las primeras palabras de esta Carta: comenzamos el mes de mayo, el mes mariano del año mariano 380. Como siempre, nos disponemos a remozar nuestro cariño a la Virgen, cuidando las diversas manifestaciones de la piedad mariana, que embeben el caminar de los hijos de Dios en la Obra de Dios. En vuestras romerías, acompañados por vuestros amigos, pedid a la Reina del Opus Dei que nos alcance de su divino Hijo muchas vocaciones, necesarias para servir más y mejor a la Iglesia y a todas las almas. Además, como fruto de ese mayor empeño en el trato con la Virgen, pido especialmente a la Trinidad Beatísima que aumente en todos los fieles de la Prelatura la conciencia de la riqueza y de la hondura de nuestra filiación divina. Pongo esta intención en las manos de María, cuya misión es llevar a los hombres hasta Jesús, para que por Cristo, con Cristo y en Cristo se reconozcan hijos del Padre del Cielo.
Sin embargo, hijas e hijos míos, aun siendo principalmente obra del Espíritu Santo, sentirnos hijos de Dios y comportarnos de acuerdo con esta inmensa dignidad depende también en buena parte de cada uno de nosotros: de la humildad con que lo pidamos, del empeño que pongamos en considerar frecuentemente esta consoladora verdad, de la perseverancia con que luchemos para alcanzar las metas concretas que nos propongamos.
Nuestro Fundador hablaba –jamás lo impuso a nadie– del camino de infancia espiritual: verse como un niño pequeño delante de nuestro Padre Dios y de nuestra Madre la Virgen, necesitado de todos los cuidados, con un abandono activo. En otras ocasiones nos movía a considerarnos hijos mayores de nuestro Padre del Cielo, con la responsabilidad de amparar y defender los derechos de Dios en la sociedad. Sea como fuere: os exhorto a que nos conduzcamos como buenos hijos. Dios nos lo exige, y los hombres y mujeres de esta tierra nuestra –quizá inconscientemente, sin percatarse– nos lo exigen también.
Os ruego, por tanto, que realicéis una labor apostólica cada día más amplia, más profunda. No os conforméis con lo que ya estéis haciendo: echad una mirada alrededor –en vuestra familia próxima y lejana, en vuestro ambiente de trabajo o de estudio, en aquel círculo deportivo, social, profesional, en el que os movéis–, y descubrid otras personas para que, con el espíritu de la Obra, se acerquen más a Dios. Fijaos de manera especial en la gente más joven, para que se incorporen a los medios tradicionales de la labor de san Rafael. No es excusa la edad, si ya hemos entrado en años: todos podemos y debemos tomar parte –cada uno a su modo– en el desarrollo de este apostolado, que es importantísimo para la recristianización de la sociedad y para el crecimiento de nuestra familia sobrenatural. Examinaos diariamente sobre este punto, fijaos objetivos concretos. A mis hijos Directores les pido que estimulen a sus hermanos en esta tarea, tan hermosa y tan prometedora de frutos.
El conocimiento de que somos hijos muy queridos de Dios nos moverá poderosamente. En efecto, la meditación frecuente de esta verdad trae consigo unas consecuencias bien precisas en la lucha interior, en el trabajo y en la labor apostólica: en toda la conducta. A impulsos de la piedad filial, la fe se hace inconmovible, la esperanza segura, la caridad ardiente. Ninguna dificultad, de dentro o de fuera, será capaz de remover nuestro optimismo, aunque externamente todo nos resulte arduo.
Y como dote inseparable de este don preciosísimo, viene al alma el gaudium cum pace, la alegría y la paz, tan propia de los hijos de Dios en su Opus Dei, para que las sembremos abundantemente a nuestro alrededor. Con palabras de nuestro Fundador os resumiré: «Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; para la vida de familia, ninguna receta mejor –y así se hace la vida agradable a los demás– que considerar nuestra filiación divina; para nuestros errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la filiación divina» 381.
Dentro de este mes, volveremos a celebrar, llenos de alegría, la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio central de nuestra fe, que ilumina con su resplandor y colma nuestra vida de cristianos. Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. La misma invocación pronuncia el sacerdote, cada vez que nos imparte la absolución sacramental. Y en la Misa, renovación del Sacrificio que Cristo ofreció al Padre por el Espíritu Santo 382, las tres divinas Personas actúan conjuntamente: una efusión de amor por los hombres que suscitaba en nuestro Fundador gratitud y deseos eficaces de corresponder, con su entrega personal más completa, a la inefable donación que Dios hace de sí mismo en la Sagrada Eucaristía, para cada uno de nosotros. ¡Ojalá, hijas e hijos míos, se repita y se renueve esa reacción sobrenatural en nuestras almas, al meditar estas estupendas realidades divinas!
Llegaremos bien preparados al domingo de la Santísima Trinidad, si –entre otros medios– alimentamos nuestra oración personal con los textos litúrgicos de la Ascensión y Pentecostés. De la mano de la Santísima Virgen, nuestra Madre –a la que honramos especialmente durante el mes de mayo, y de la que siempre queremos aprender–, contemplamos cómo Jesucristo asciende al Cielo para que su Santísima Humanidad ocupe el lugar de gloria que le está reservado a la derecha de Dios Padre. Nuestro Señor se marcha pero, según su promesa, nos envía el Consolador, el Espíritu Santo, para que habite con nosotros eternamente. Dispongámonos junto a la Virgen para la venida del Paráclito, imitando a los Apóstoles y a las santas mujeres 383. Así crecerá en nosotros la familiaridad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y se hará más sólida la necesidad de tratar y distinguir a cada una de las tres Personas divinas, como le ocurría a nuestro Padre. No contentos con glorificar y amar a nuestro Dios en el domingo de la Santísima Trinidad –y, con el Trisagio, en los días precedentes–, nos gozaremos en venerarle más apasionadamente pocos días después, en la solemnidad del Corpus Christi, cuando prestemos nuestro homenaje de adoración y reconocimiento a Jesucristo, realmente presente bajo las especies eucarísticas, a Quien están inseparablemente unidos el Padre y el Espíritu Santo.
En cierta ocasión nos confiaba nuestro Padre: «Desde hace tiempo procuro bucear en el misterio de la Trinidad Santísima, con la ayuda del Señor. Unas veces me parece que tengo luces, otras que tengo sombras. Y os puedo decir que me pongo muy contento de no entender, entendiendo» 384. Tú y yo también hemos de hacer a diario, ¡constantemente!, el esfuerzo de bucear en este piélago inmenso de Bondad, de Belleza, de Perfección, ¡de Amor!, que es Dios Nuestro Señor. Bien experimentado nos resulta que, solos, no podemos nada; pero, movidos por el Paráclito, nos afirmamos en la conciencia de ser realmente hijos de Dios Padre, pues Cristo vive en nosotros y obra a través de nuestras pobres personas 385. En nuestra oración personal, podemos clamar con san Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme (...), haz que busque siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperanza de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad: sana esta, confirma aquella (...). Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa» 386.
Ya como simples criaturas, en Dios existimos, nos movemos y somos 387; de Él procedemos y a Él tendemos. Pero, además, al haber sido regenerados en las aguas bautismales, hemos nacido a una vida nueva: somos hijos de Dios, por la gracia que nos hizo divinæ consortes naturæ 388, partícipes de la misma naturaleza divina. Y, guiados por el Espíritu de Dios 389, que nos identifica con Cristo, en verdad podemos y debemos llamarnos hijos de Dios Padre. Hijas mías, hijos míos, ¡luchemos diariamente en lo grande y en lo pequeño, para comportarnos de acuerdo con esta dichosísima dignidad!
Regnum Dei intra vos est! 390, nos ha comunicado Jesús en el Evangelio. Estamos ciertos, con la certeza que nos confiere la fe, de que en nuestra alma en gracia inhabita la Trinidad Beatísima: las tres divinas Personas han tomado posesión de nosotros y allí permanecen, y nos permiten gozar de su trato; eso sí, mientras no las echemos por el pecado. Si alguna vez nos sucediera esta tremenda desgracia, la misericordia de nuestro Dios nos limpia en el Santo Sacramento de la Penitencia, y vuelve a infundirnos el gozo de sabernos hijos suyos queridísimos, mediante el envío del Espíritu Santo. ¡Cuántas gracias hemos de dar a Dios por esta maravilla que ha confiado a la Iglesia! Pero hemos de mostrarnos verdaderamente agradecidos, con obras: «Hemos de afanarnos cuanto podamos en arrojar lo superfluo y reunir lo útil, en repudiar la lujuria y conservar la castidad, en desdeñar la avaricia y buscar la misericordia, en despreciar el odio y amar la caridad. Si con la ayuda de Dios hacemos esto –dice un Padre de la Iglesia–, atraemos inmediatamente a Dios al templo de nuestro corazón y de nuestro cuerpo» 391.
«Os aconsejo que desarrolléis la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de vuestro corazón. Eso es la vida interior» 392, repetía nuestro Padre. Todos tenemos –nos decía– un hilo directo con la Santísima Trinidad, pues podemos hablar con Dios en cualquier momento de nuestra jornada, sin necesidad de hacer antesala: basta con buscarle en el centro de nuestra alma. Pero ese don –porque de un don se trata– requiere docilidad a las inspiraciones del Paráclito, esfuerzo personal por mantenerse constantemente en presencia de Dios, mediante el cumplimiento enamorado de las Normas de piedad de nuestro plan de vida.
No olvidéis nunca que la práctica habitual de la mortificación interior y de los sentidos resulta totalmente necesaria para ser contemplativos, es decir, hombres o mujeres que se esfuerzan por caminar en el recogimiento del alma aun en medio de las actividades más absorbentes. Solo en ese clima de silencio interior es posible oír la voz del Señor, entretenerse con Él en íntimo coloquio y captar las exigencias de su Amor.
Para ayudarnos a ser contemplativos, el espíritu de la Obra nos enseña a cuidar el tiempo de trabajo de la tarde y las horas del reposo nocturno: momentos en los que hemos de esforzarnos más especialmente, si cabe, por controlar los sentidos, la imaginación y las otras potencias, de modo que nuestros pensamientos solo giren en torno a la Trinidad y se centren en Dios y en los demás por Dios. De esta manera, y tomando ocasión de las circunstancias y acontecimientos que entretejen la jornada, mantendremos un auténtico diálogo con Dios Uno y Trino, presente en nuestra alma. Hija mía, hijo mío, pregúntate: ¿procuro trabajar con intensidad a lo largo del día, también en los momentos de cansancio, sin concesiones a la pereza?; ¿me afano por cuidar la presencia de Dios, recordando –como nos advertía nuestro Padre– que precisamente en las primeras horas de la tarde Cristo consumó el Sacrificio redentor en el Calvario? Y por la noche, cuando me retiro a descansar, ¿lucho por centrar mis pensamientos en Dios, en diálogo de amor vivo, preparándome con cariño y piedad para la Misa y la Comunión del día siguiente?
Con luz sobrenatural, nuestro Fundador nos ha marcado muy claramente el camino que hemos de recorrer, para llegar a ser –eficaz y prácticamente– almas contemplativas en medio de los afanes terrenos. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán» 393. Y añadía nuestro santo Fundador que tratando a Jesús y a María, viviendo nuestro espíritu de filiación divina, llega un momento –si somos perseverantes– en que «el corazón necesita (...) distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas (...). Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» 394.
Con claridad creciente, en medio de la luminosa oscuridad de la fe, adoraremos al Dios tres veces Santo y nos iremos enamorando más y más de Él, si nos esforzamos por recorrer todos los días la senda que –siguiendo los planes del Cielo– nos ha trazado nuestro Padre. Caminando así, el Espíritu Santo actuará en el mundo a través de nosotros con su fuerza, como un modo concreto de esa presencia suya que todo lo llena desde el día de Pentecostés.
«Hace años –afirmaba en cierta ocasión nuestro Padre–, escribí que llegaría la Pentecostés de la Obra. Pienso que ya estamos en esta dichosísima situación. Muchos de vosotros habéis sido como lenguas de fuego, que han ido de una parte a otra de la tierra para llevar a otras criaturas la sabiduría y la fortaleza de Dios (...). Vamos a pedirle al Señor que, en su Opus Dei, la Pentecostés sea continuada: que nunca falten almas de apóstol, que transmitan –con la doctrina y la vida de la Iglesia– el espíritu de la Obra a todos los hombres de todas las razas» 395. ¡Qué alegría me ha dado comprobar una vez más, con ocasión de mi reciente viaje a África, la verdad de estas palabras de nuestro Padre! También en ese queridísimo continente, personas de razas y lenguas diversísimas andan ya por la vía que Dios abrió por medio de nuestro Fundador, para su gloria y en servicio de la Iglesia.
Con otra imagen evangélica, nuestro Padre recordaba también que «el efecto de la levadura no se produce bruscamente. Decidlo a los hermanos vuestros de las regiones donde se está comenzando, donde pasan penas y sufren porque todavía son pocos. No se produce ese efecto violentamente, ni parcialmente, sino que la levadura actúa calladamente, sin violencia, por una virtud intrínseca, y sobre toda la masa» 396. Lo que hace falta –con la gracia que Dios nos concede de modo sobreabundante–, es que tú y yo, en medio del mundo, no perdamos el vigor divino propio de nuestra vocación, sino que lo aumentemos cada día, a base de cuidar fidelísimamente el compromiso de amor que nos une al Señor en el Opus Dei.
Hija mía, hijo mío, nuestro Padre nos impulsa a perseguir lo grande –ese trato continuado con Dios Uno y Trino, en el que consiste el fruto y el fin de toda nuestra vida 397–, poniendo un esmerado amor en las cosas pequeñas. Y para que sea una realidad, también en tu ambiente apostólico, «una nueva Pentecostés, que abrase otra vez la tierra» 398, os he pedido que cada uno procure acercar al menos una persona más a los medios de formación, invitándola a hacer una romería a la Virgen durante el mes de mayo. Nuestra Señora, Regina Apostolorum, no dejará de oírnos en este tiempo dedicado especialmente a Ella, y obtendrá del Cielo las gracias que hagan operativos nuestros deseos de dilatar más y más la siembra de santidad que viene a realizar el Opus Dei.
Tratad mucho a santa María. No hay senda más segura para afinar en la vida interior, progresando en el trato con Dios Uno y Trino, y para alcanzar eficacia apostólica. Saboread –¡repetid!– esos piropos que nos muestran su dignidad sin par: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. Y utilizad el atajo que nos recomendó nuestro Fundador: ir por María y José a Jesús y, a partir de la trinidad de la tierra, llegarnos hasta la Trinidad del Cielo.
El mes que ahora empezamos es rico en celebraciones que nos deben ayudar mucho a dar un fuerte impulso a nuestra vida interior y a nuestro apostolado personal. En estas pocas líneas, querría animaros a sacar provecho de las gracias que el Señor nos concede con ocasión de estos acontecimientos de la Iglesia universal y, por tanto, de la Obra.
Lo primero que me viene a la cabeza es que dentro de dos semanas celebraremos la gran fiesta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (...). Al considerar el prodigio de amor que es la Sagrada Eucaristía, nos vemos impulsados a fomentar con más fuerza los actos de adoración y las acciones de gracias, los actos de reparación y las peticiones. En estas actitudes del alma verdaderamente eucarística se resume el sentir de la Iglesia al instituir –hace ya tantos siglos– la solemnidad del Corpus Christi, y también la del Sagrado Corazón de Jesús. Pretende esta Madre nuestra que todos sus hijos, conscientes de los inmensos beneficios que Dios nos otorga en este Augustísimo Sacramento, manifestemos nuestra gratitud y nuestra adoración a Jesucristo, y le desagraviemos con corazón grande por todas las ofensas que se le infieren, por las nuestras personales, por las de todos los hombres y mujeres.
No podemos olvidar que Dios tiene derecho a recibir culto público por parte de la sociedad, y lógicamente debería ocurrir de modo especial en los países tradicionalmente católicos. La procesión del Corpus ofrece otro cauce espléndido para el cumplimiento de ese deber, cuando las circunstancias lo permiten. Por eso, me gusta que también vosotros individualmente, sin formar grupo –porque sería contrario a nuestro espíritu–, como los demás fieles cristianos corrientes, procuréis participar en ese acto de culto a la Eucaristía, si vuestras ocupaciones os lo permiten, y que aprovechéis esta ocasión para invitar a vuestros amigos y parientes, llevándoles a expresar así, públicamente, su fe y su amor.
Muchas veces no será posible tomar parte físicamente en esas demostraciones de la fe del pueblo de Dios. Con más razón habéis de empeñaros entonces por fomentar las disposiciones interiores que se requieren al participar en cualquier acción litúrgica. «Porque las manifestaciones externas de amor –escribió nuestro Padre– deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana. Si hemos sido renovados con la recepción del Cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2Co 2, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir» 399.
Haciendo eco a nuestro Padre, protagonista también en este punto de la gran tradición de la Iglesia, me gusta considerar que los adornos con que, en tantos lugares, el pueblo cristiano engalana las fachadas de los edificios para honrar a Jesús Sacramentado, así como las flores y las hierbas olorosas que esparce a su paso por las calles, son un símbolo de las virtudes que han de embellecer nuestras almas. Jesús desea ardientemente encontrar en sus hijas e hijos –en ti y en mí– obras concretas que revelen nuestra entrega. Busca en nosotros realidades diarias, constantes, de amor y de servicio abnegado a Él y, por Él, a los demás, que son como esas flores que se arrojan con veneración al paso de la Eucaristía. Espera que le ofrezcamos nuestras horas de trabajo intenso y bien terminado, entretejido de pequeños sacrificios, apenas perceptibles, como poco llamativo –aunque agradable– es el aroma de la hierbabuena y la retama, que en algunas tierras colocan en el recorrido de la Hostia Santa por las calles de ciudades y pueblos. Aguarda que salgamos a su encuentro con mil detalles de delicadeza en las Normas –puntualidad, esmero, esfuerzo por acabarlas bien–, pues de este modo son como el incienso que se quema en silencio delante del Santísimo y sube hasta el cielo.
Hija mía, hijo mío, contempla por tu cuenta, en un examen sincero, tu piedad eucarística, y saca tus resoluciones precisas. ¿Cómo es tu trato con Jesús en la Eucaristía? ¿Te preparas con cuidado, con enamoramiento, para recibirle sacramentalmente cada día? ¿Afinas en la acción de gracias después de la Comunión? ¿Pones cariño y atención en la Visita al Santísimo? ¿Qué empeño muestras en asaltar los Sagrarios que divisas en tu camino por las calles? ¿Le desagravias con profunda contrición por tus pecados y por los de todas las criaturas?... Recuerda lo que nos enseñaba nuestro amadísimo Fundador, que es maestro amabilísimo en el arte de querer con locura a Jesús en la Sagrada Eucaristía: «¡Amor con amor se paga! Piensa en tus genuflexiones ante el Sagrario, en tus visitas al Santísimo, en ese recuerdo hacia Él cuando pasas cerca de un Tabernáculo, que ha de ser un recuerdo cada vez más encendido. ¡Amor con amor se paga!» 400.
Hoy, mientras acompañaba a Nuestro Señor en la procesión eucarística en su honor, una vez más ofrecí a Jesús Sacramentado la Obra entera y la vida de los fieles de la Prelatura; es decir, vuestra pelea personal para ser santos y vuestro apostolado, vuestro descanso y vuestro trabajo, vuestras penas y vuestras alegrías. Al Señor le gusta que renovemos con frecuencia la entrega: bien nos consta que, por mucho que hagamos, no lograremos corresponder a la donación generosa, al holocausto que Él consumó sobre la Cruz, por cada uno de nosotros, y que a diario renueva sobre el Altar.
Comenzamos el mes del Sagrado Corazón. Querría que todos os preparaseis muy bien para esta gran solemnidad que la Iglesia conmemora en junio, y que en las semanas siguientes vivieseis muy metidos en Él. ¿De qué nos habla el Corazón de Cristo, sino de amor, de entrega, de sacrificio gustoso? «Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos» 401.
¿No te conmueve, hija mía, hijo mío, la figura de Cristo cosido a la Cruz, con los brazos y el Corazón abiertos de par en par, acogiendo a todos? ¿No sientes brotar en tu alma los deseos de corresponder a ese Amor, de reparar por tus pecados y faltas personales, y por los del mundo entero? ¿No te vienen ganas de desagraviar al Señor, de hacerle compañía continuamente, de decirle palabras de cariño? Pues no te contengas, que el alma contemplativa necesita expansionarse, convertir en realidad esos afanes que Dios mismo pone en el corazón.
¡Hay tanto que reparar! Echa una mirada a tu vida –yo miro a la mía–, y encontrarás lagunas, omisiones, vacíos de amor, ¡pecados!, que –aunque habitualmente, por su gracia, se trate de faltas pequeñas– entristecen mucho al Señor, justamente porque nos quiere con amor de predilección. Y tú, hija mía, hijo mío, ¿experimentas un sincero dolor de tus faltas? ¿Acudes cada semana a la Confesión sacramental, como se establece en nuestro plan de vida, con el deseo de purificar bien tu alma, de mejorarla, de encenderla más en el Amor de Dios? ¿Aborreces –así: con verdadero odio, y no solo de palabra– el pecado venial deliberado? ¿Pones los medios para luchar con decisión, un día y otro, sin pactar jamás con esa ofensa a Dios?
Me doy cuenta de que, al escribiros, uso giros de nuestro Padre, y me lleno de gozo. Ojalá sepa imitarle, y hablaros con sus hechos de amor a Dios y de reparación; y le pido que a vosotros os suceda otro tanto.
Mira también a tu alrededor, a este mundo al que amamos y del que formamos parte por vocación divina: ¡cuánto se ofende a Dios, cuánto se le desprecia! A diario se cometen pecados gravísimos, ¡nuevas lanzadas al Corazón amabilísimo del Redentor! Releed lo que nos escribía nuestro Padre en 1972, con gran dolor de su alma: «Todas esas traiciones a la Persona, a la doctrina y a los Sacramentos de Cristo, y también a su Madre Purísima... parecen una venganza: la venganza de un ánimo miserable, contra el amor de Dios, contra su amor generoso, contra esa entrega de Jesucristo (...). Claridad con oscuridad, así le hemos pagado. Generosidad con egoísmos, así le hemos pagado. Amor con frialdad y desprecio, así le hemos pagado» 402. Y, con nuestro Padre, dile: ¡Señor, no más! ¡Ayúdame a cambiar!
Pido al Señor, por intercesión de nuestro santo Fundador, que ninguno de los fieles del Opus Dei se acostumbre a ver el mal en el mundo; deseo que todos mantengamos en carne viva nuestra sensibilidad ante el pecado –propio y ajeno–, de modo que reaccionemos siempre con actos de amor y de desagravio, con ansias de reparar. Os recomiendo, como aconsejaba nuestro Fundador, que deis a vuestra vocación un sentido de reparación, buscándoos –también es un consejo suyo– una jaculatoria personal que os ayude a suplicar el perdón de Dios por los pecados de todos los hombres, y especialmente de los cristianos.
No olvidéis, sin embargo, que la mejor reparación al Corazón Sacratísimo de Jesús es la que ofrecemos cuando llevamos a la práctica, sin componendas, las exigencias de nuestra llamada, con plena fidelidad a nuestro compromiso de amor; cuando abrazamos con alegría el sacrificio escondido y silencioso de las distintas jornadas, en el cumplimiento de nuestros deberes profesionales, familiares, sociales; cuando llevamos almas al Santo Sacramento de la Penitencia, divino tribunal de perdón y de misericordia; cuando aceptamos con alegría interior las contrariedades diarias.
En esas ocasiones, ¡y siempre!, pensad que el Señor nos ha elegido como corredentores y, por eso, nos coloca cerca de la Cruz, para que le ayudemos a salvar las almas todas. Estad convencidos de que es una manifestación de confianza por su parte, y de que, al mismo tiempo, os concede gracias más que suficientes para superar la prueba. ¡Estad seguros!
Hemos de llegarnos a la Cruz, con la serenidad y con el gozo del Maestro. Por eso, cuando el horizonte humano aparezca cerrado; ante la incomprensión; ante la enfermedad; ante el aparente –¡solo aparente!– fracaso de una gestión apostólica..., si buscamos solo la gloria de Dios, ¡seguid tranquilos, hijos míos, tranquilos! Redoblad vuestra confianza en el Señor y en la Virgen Santísima. Meteos más en el Corazón de Cristo, donde hallaréis la paz: venid a mí –os dice entonces a cada una y a cada uno–, todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas 403.
Si nos mantenemos fieles a la Iglesia, a nuestra vocación, y bien unidos entre nosotros, trabajando sin cesar en la tarea de nuestra santificación personal y en el apostolado, os aseguro –son palabras del Espíritu Santo– que no trabajaréis en vano: electi mei non laborabunt frustra 404. En el Corazón amabilísimo de nuestro Redentor, encontramos siempre la energía necesaria para perseverar en su santo servicio y para vencer las dificultades, pues –como reza la Iglesia en la Liturgia– el Señor ha permitido que una lanza traspasara su costado para que todos los hombres, atraídos por el Corazón abierto de su Salvador, sacaran agua con gozo de las fuentes de la salvación 405.
Hijas e hijos míos, os recuerdo el consejo de nuestro queridísimo Padre: «Los hijos de Dios en el Opus Dei adeamus cum fiducia –hemos de ir con mucha fe– ad thronum gloriae, al trono de la gloria, la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que tantas veces invocamos como Sedes Sapientiae, ut misericordiam consequamur, para alcanzar misericordia.
»Vayamos, a través del Corazón Dulcísimo de María, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, a pedirle que, por su misericordia, manifieste su poder en la Iglesia y nos llene de fortaleza para seguir adelante en nuestro camino, atrayendo a Él muchas almas.
»Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae, ut misericordiam consequamur (cfr. Hb 4, 16). Que lo tengáis muy en cuenta en estos momentos y también después. Yo diría que es un querer de Dios: que metamos nuestra vida interior personal dentro de esas palabras que os acabo de decir. A veces las escucharéis sin ruido ninguno, en la intimidad de vuestra alma, cuando menos lo esperéis. Adeamus cum fiducia: id –repito– con confianza al Corazón Dulcísimo de María, que es Madre nuestra y Madre de Jesús. Y con Ella, que es Medianera de todas la gracias, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesucristo. Con confianza también, y ofreciéndole reparación por tantas ofensas. Que nunca os falte una palabra de cariño: cuando trabajáis, cuando rezáis, cuando descansáis, y también con ocasión de las actividades que parecen menos importantes: cuando os divertís, cuando contáis una anécdota, cuando hacéis un rato de deporte...: con toda vuestra vida, en una palabra. Poned un fundamento sobrenatural en todo, y un trato de intimidad con Dios» 406.
Pido al Señor que mis hijas y mis hijos aumenten siempre en su alma este sentido sobrenatural de su vida y de su trabajo. Ruego a la Trinidad Beatísima especialmente por los que se encuentren más necesitados, para que sepan unirse al sufrimiento redentor de Jesucristo y alcancen del Señor la paz. Confío esta oración a la intercesión de nuestro amadísimo Padre, ahora que nos preparamos para el undécimo aniversario de su marcha al Cielo. Que nuestro Fundador nos consiga gracia abundante de Dios; que el Espíritu Santo, como río de paz 407, por medio de la labor apostólica de mis hijas y de mis hijos, empape muchos corazones y haga germinar en ellos frutos de santidad: para gloria de Dios, para servicio de la Iglesia, y para bien de la humanidad entera.
Quiero insistiros en un buen modo de disponerse para el próximo 26 de junio: preparando con especial cuidado nuestras confesiones semanales –la puntualidad, el dolor, los propósitos–, e intensificando en este mes, todos los días, ese bendito apostolado de la Confesión, al que tanto nos impulsó nuestro Padre, y cuya necesidad y urgencia es cada día mayor.
Hijas e hijos míos, acudid con piedad y confianza a nuestra Madre. Pedidle por la santidad de todas y de todos. Hagamos nuestra la experiencia de nuestro Fundador, cuando nos decía: «En vuestra oración, poneos muy cerca de su Corazón, y desde allí iréis sin daros cuenta al Corazón de Jesús, Cor Iesu Sacratissimum et Misericors, con los coros de los Ángeles, el patrocinio de san José, y la acogida inefable de la Trinidad Beatísima» 408.
Hemos de ser «contemplativos en medio del mundo» 409. ¡Cuántas veces lo habremos escuchado en los medios de formación! Es una de esas ideas madre que debemos esforzarnos en comprender cada vez mejor. Nunca puede quedar en una frase hecha que se repite mecánicamente. Ahora mismo, mientras escribo pensando en cada una y en cada uno, pido al Señor que, con su gracia, sepamos ahondar en esta enseñanza de nuestro Fundador y transmitirla a muchas almas, bien encarnada en nuestra vida.
¿En qué consiste, para nosotros, ese ser «contemplativos en medio del mundo»? Os responderé con pocas palabras: es ver a Dios en todas las cosas con la luz de la fe, espoleados por el amor, y con la firme esperanza de contemplarle cara a cara en el Cielo. San Pablo escribe que ahora vemos como en un espejo, oscuramente: entonces –en el Cielo– veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido 410. En esta tierra no podemos conocer a Dios como Él nos conoce; le contemplamos de modo imperfecto. En cambio, sí podemos comenzar a amarle como Él nos ama, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado 411. Este amor nos impulsa a poner en ejercicio la fe para buscar y ver a Dios en las más diversas circunstancias de nuestra existencia. Y como la fe nos permite solo entrever oscuramente, se enciende en nosotros la esperanza de alcanzar la visión clara del Cielo. No se trata de una simple aspiración, sino de verdadera esperanza –como la de quien aguarda a la persona amada, y sabe con certeza que no faltará a la cita–, porque conocemos y creemos el amor que Dios nos tiene 412. Así, la contemplación es ejercicio de fe, de esperanza y de amor (...).
Meditemos una y otra vez este misterio sublime: el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros 413. Dios ha tomado nuestra naturaleza humana, ha venido a esta tierra y se ha quedado realmente presente en la Santísima Eucaristía. ¿Cabe una muestra más patente de que ya ahora podemos contemplarle? Está ahí, en la Hostia Santa, para que le tratemos con fe, esperanza y amor. Cuando el sacerdote eleva a Nuestro Señor, después de la Consagración, es el momento de suplicar, como hacía en silencio nuestro Padre: adauge nobis fidem, spem, caritatem! [auméntanos la fe, la esperanza y la caridad]. Para ser contemplativos, hijas e hijos míos, hemos de ser almas de Eucaristía. Jesús se ha quedado en el Sagrario porque desea venir a nuestras almas y habitar en nosotros, de modo que seamos, cada uno, «otro Cristo, el mismo Cristo». Nos urge a que le contemplemos no solo en el Tabernáculo, sino también dentro de nosotros, donde su Persona divina permanece con el Padre y el Espíritu Santo. Pretende vivir en ti para que, al poner tus ojos en lo que te rodea, tu mirada sea su mirada. Así somos contemplativos.
«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma» 414, rogaba nuestro Fundador poco tiempo antes de marchar al Cielo. Tú y yo hemos de repetirnos aquella pregunta que también oíamos con frecuencia de sus labios: ¿cómo sería la mirada de Jesús? Para encontrar la respuesta, nos basta abrir el Evangelio. Cristo nos da ejemplo constante de cómo ver a Dios en todo. En las criaturas: mirad los lirios del campo..., cómo los viste Dios 415; en las situaciones más diversas, también en el dolor 416 y en la enfermedad o en la muerte de las personas queridas 417. De todo saca ocasión para hablar con Dios Padre, y alabar, y renovar su acción de gracias, y reparar 418. Su mirada es siempre de amor a las almas: al ver a la muchedumbre se llenó de compasión, porque estaban (...) como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: la mies es mucha pero los obreros pocos... 419. Medita en tu oración personal, viva, ferviente, esa actitud redentora de Cristo, y pregúntale: Señor, ¿cómo mirarías Tú a las personas y al ambiente que me rodea, en el trabajo, en la familia, en la calle? Pídele ver siempre con sus ojos; que su visión penetre por medio de los tuyos.
«Cuando definimos como contemplativa la vocación a la Obra es porque procuramos ver a Dios en todas las cosas de la tierra: en las personas, en los sucesos, en lo que es grande y en lo que parece pequeño, en lo que nos agrada y en lo que se considera doloroso» 420. Estas palabras han de cumplirse en nuestra conducta. Es preciso que sepamos descubrir ese «algo divino» 421, que se esconde en las circunstancias de la existencia ordinaria, de modo que todas sean ocasión de nuestro trato con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así viviremos, de verdad, «en el cielo y en la tierra» 422.
Podría parecer imposible que una persona con una intensa dedicación profesional, que ha de ir de aquí para allá, o permanecer horas concentrado en su lugar de trabajo, logre mantener por medio de esas mismas tareas una continua conversación con Dios. Desde 1928, por la Bondad divina y la correspondencia santa de nuestro Padre, es una meta asequible, con unos medios concretos, para millones de hombres y de mujeres. La vocación a la Obra –ha escrito nuestro Fundador– «nos ha de llevar a tener una vida contemplativa en medio de todas las actividades humanas (...), haciendo realidad este gran deseo: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios» 423. Pensad que este ideal se ha realizado en nuestro Fundador, y que nosotros sus hijos, si queremos serlo de veras, hemos de seguir sus pasos. No podemos admitir el pensamiento –sería una tentación diabólica– de que el ejemplo de nuestro Padre es solo para admirar y no para imitarlo fielmente. Que resuenen en nuestras cabezas, hijas e hijos míos, estas palabras suyas: «Un alma que no sea contemplativa, difícilmente podrá perseverar en el Opus Dei» 424.
Las realidades nobles del quehacer familiar, profesional y social se convierten, en nuestro caso, en medio para acercarnos a Dios. Un medio necesario, porque «o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca» 425. Pero siempre un medio. El fin es la contemplación amorosa de Dios. Por eso, si respondemos a las exigencias de nuestra vocación, nos sucederá como a nuestro Padre: que «mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán» 426.
El Señor quiso conceder a nuestro Fundador gracias especiales, que le confirmaban en la seguridad de que las realidades cotidianas no son obstáculo para la contemplación; y que, al mismo tiempo, constituyen solo un medio. Así se trasluce en la siguiente anotación del año 1932: «Es incomprensible: sé de quien está frío (a pesar de su fe, que no admite límites) junto al fuego divinísimo del Sagrario, y luego, en plena calle, entre el ruido de automóviles y tranvías y gentes, ¡leyendo un periódico!, vibra con arrebatos de locura de amor de Dios» 427. Al meditar estas palabras, fíjate también en que nuestro Padre vibraba con esa «locura de amor de Dios» porque permanecía fiel a la meditación, aunque estuviese frío como un témpano durante ese tiempo. ¡Cuántas veces le he oído repetir que si no cuidásemos las medias horas de oración no creería en nuestra presencia de Dios!
Hijas e hijos míos: ¡vamos a poner todo nuestro esfuerzo y a quitar los obstáculos! ¿Qué esfuerzo? Ante todo, el cumplimiento fiel de las Normas, que nos conduce poco a poco a una presencia de Dios constante. Sin olvidar que la presencia de Dios es también una Norma de siempre, es decir, que hay que buscarla en sí misma, y no solo como el resultado de las otras Normas. ¿Y qué obstáculos? Sobre todo, lo que se opone más directamente a la caridad, pues si no hay amor, no cabe la contemplación. Por eso advierte nuestro Padre: «Para ser contemplativos en medio del mundo, hemos de empaparnos del espíritu de la Obra, que nos llevará a preocuparnos siempre de los demás, por amor de Dios, y a no pensar en nosotros mismos; de modo que al final de la jornada, vivida en medio de los afanes de cada día, en nuestro hogar, en nuestra profesión u oficio, podremos decir, al hacer nuestro examen de conciencia: ¡Señor, no sé qué decirte de mí: he pensado solo en los otros, por ti! Lo que, con palabras de san Pablo, se podría traducir: vivo autem, iam non ego: vivit vero in me Christus! (Ga 2, 20). ¿No es esto ser contemplativos?» 428.
Preguntémonos: ¿cuido de que mi meditación sea intensa, sin recortes de tiempo ni de atención? ¿En qué pienso a lo largo del día? ¿Permito el monólogo interior, o busco el diálogo con Dios? ¿Rechazo inmediatamente los pensamientos de soberbia, de vanidad, de envidia, de sensualidad, o dejo que empañen los ojos de mi alma? Recuerda las palabras del Señor: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios 429. Esos pensamientos más o menos consentidos serían viles traiciones, que un corazón enamorado y leal no debe admitir. Otra cosa distinta son las tentaciones, que no constituyen ningún obstáculo para ser contemplativos. Ya nos lo advierte nuestro Fundador en la homilía Hacia la santidad, que os recomiendo meditar con frecuencia en la oración: «No pensemos que, en esta senda de la contemplación, las pasiones se habrán acallado definitivamente...» 430. Y después nos ofrece el remedio: refugiarse en las Llagas de Cristo 431, porque ahí podemos decir: Señor, si te has dejado clavar en la Cruz ha sido para vencer el pecado; por eso, con tu gracia, puedo y debo superar decididamente esta tentación y serte fiel. Así, las mismas pruebas se transforman en medios para unirnos más al Señor.
Se acerca la fiesta de la Transfiguración, que la Iglesia –sobre todo en Oriente– celebra con gran solemnidad. Sobre el monte Tabor, Jesucristo deja que los ojos de los discípulos contemplen por un momento un resplandor de su gloria. San Pedro se encontraba tan a gusto, que exclamó: Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas 432, y expresó su deseo de permanecer allí para siempre. No eran esos los planes del Señor. Realiza ese prodigio tan grande para fortalecerlos frente a las pruebas que les esperan, para que no claudiquen ante el escándalo de la Cruz. La felicidad del Cielo –de la que es un anticipo la gloria del Tabor– vendrá después; ahora, mientras caminamos, vivimos el tiempo de extender el reino de Cristo, el momento de ser fieles, leales a la vocación, con una fidelidad que se labra en los combates de cada día.
¡Qué bien lo entendió nuestro Padre cuando en los primeros años de la Obra nos escribía que enseñáramos a las nuevas vocaciones que «no van al Tabor: van al Calvario» 433! Para nosotros, estar en el Gólgota unidos a Jesús, consiste en abrazarnos a la Cruz de la jornada, amando el sacrificio que se concreta en acabar bien todas y cada una de nuestras tareas. Os lo recuerdo, hijas e hijos míos, tanto a los que lleváis decenas de años sirviendo al Señor en su Obra como a quienes acabáis de recibir la luz de la vocación. No me olvidéis nunca que nuestro camino de santidad es lo ordinario. Ahí, en las cosas aparentemente más anodinas, hemos de esforzarnos por encontrar la huella de Dios y amarle con piedad de hijos.
No esperéis, pues, nada especial o extraordinario. Os lo recalco con unas palabras de nuestro Fundador, tomadas de su oración personal, que nos ponen en guardia frente a una posible tentación del demonio, que «lo nuestro es lo corriente, lo de cada día, ¡la prosa! Puede ser esta –añadía– una de las tentaciones que se les presenten a los hijos míos, ahora y a la vuelta de los siglos; una de las condiciones con las que el demonio quiera sujetarles y hacerles estériles. Nosotros no vivimos de milagros. Ya los hizo el Señor, y los sigue realizando a través de nuestro trabajo apostólico y en la vida personal, íntima, de cada uno. Por ahí no nos cogerá Satanás, pero hemos de estar prevenidos» 434.
No penséis que se trate de una tentación poco frecuente. Hay muchas personas –no nos excluyamos nosotros, tú, yo– que andan siempre en busca de prodigios, de planes raros o llamativos, mientras abandonan o realizan chapuceramente los deberes propios de su oficio y de su estado. Al tiempo que lo practicamos, enseñemos a las almas a rectificar, a recorrer el camino de santidad al alcance de todos, que Dios nos muestra. Por esta razón, hemos de excedernos siempre –aunque en este terreno no cabe el exceso– en conducirnos con naturalidad y visión de eternidad en nuestra existencia ordinaria. Aquí descubrimos toda la riqueza de la ascética de las cosas pequeñas, que incansablemente predicó nuestro santo Fundador.
No os descuidéis, porque no estamos hechos de una pasta diversa de la de los demás. La pereza, la desgana, la comodidad, los respetos humanos... están siempre al acecho, y el demonio sabe aprovechar la fragilidad de nuestra naturaleza para insinuar en el corazón, de mil modos distintos, la invitación a no cumplir perfectamente la obligación de cada instante. Si no estamos vigilantes, es fácil conformarse con un trabajo a medio hacer, con no rematar una gestión apostólica, con no cuidar esmeradamente el plan de vida... Ciertamente se trata de pequeñeces, que en sí no constituyen una ofensa grave a Dios. Sí; pero no cabe olvidar que esas cosas pequeñas son para nosotros... «¡la prosa!», la materia de nuestra santificación, que con la gracia de Dios y nuestra correspondencia personal hemos de convertir en «endecasílabo, en verso heroico». ¿Sabes ser puntual en tu horario? ¿Vives el minuto heroico en las diversas ocupaciones? ¿Tienes o buscas en todo el afán de ofrecer a Dios un sacrificio bien acabado?
Al comentar la escena de las tentaciones de Cristo en el desierto, exclamaba nuestro Fundador: «¿Lo veis? El diablo intenta condicionar a Cristo. ¡Muéstrame que eres el Hijo de Dios! Y a nosotros también puede sugerirnos: ¡muéstrame que eres un santo! Ponte en este peligro, hazme una cosa extraordinaria, no te conformes con lo ordinario...» 435. ¡No caigamos en esas marrullerías, hijas e hijos de mi alma! Nos afecta a todos esa vigilancia, aunque ya sea muy antigua nuestra vocación al Opus Dei, porque el demonio se muestra más retorcido con quienes más cerca están del Señor. Por eso, nos esmeraremos más si cabe –¡y cabe!– en la guarda de los sentidos, en huir de las ocasiones peligrosas para el alma, en las renuncias y mortificaciones corporales, que aunque sean de poca monta constituyen una excelente defensa frente a las tentaciones del Maligno. Ahí nos espera el Señor, en la normalidad –¡bendita normalidad!– de nuestra vida ordinaria, que guarda los extraordinarios resplandores que provienen del Amor.
Continúo con aquella oración de nuestro Padre, para que la hagamos nuestra en la realidad de nuestra existencia cotidiana: «No te pedimos nada, Señor, fuera de lo vulgar, de lo corriente: que eso es bastante extraordinario, es un milagro de primera categoría, si lo realizamos con amor. A última hora, esta es la predicación que has puesto en mi boca desde hace casi cincuenta años, y esta es la enseñanza que saben transmitir todos mis hijos. Con esa predicación y con esa enseñanza has hecho vibrar el corazón mío, has dado luz a mi inteligencia y fuerza a mi voluntad, y me has llenado de seguridad y de consuelo» 436.
¿No es este el ejemplo maravilloso que nos ha dado la Virgen? Nuestro Fundador, el beato Josemaría, afirmaba de Ella que es «Maestra del sacrificio escondido y silencioso» 437; y efectivamente, su peregrinar terreno estuvo repleto de normalidad. Como en la vida de Jesús, son excepción los momentos de gloria que María pasó en esta tierra. Así se santificó la que era Toda Santa por su Inmaculada Concepción. Así creció en sabiduría y en gracia la que era Trono de la Sabiduría. Así aumentó en amor de Dios la que era Esposa del Espíritu Santo. De claridad en claridad, de una gracia a otra gracia mayor, sin frenos de ningún tipo, fue María progresando constantemente en su unión con Dios, hasta que se cumplió el suceso singular y maravilloso que la Iglesia celebra el próximo día 15: su Asunción en cuerpo y alma a la gloria del Cielo. Al renovar la Consagración de toda la Obra al Corazón Dulcísimo e Inmaculado de María –imagino que ya te estarás preparando para esa fiesta, en este año mariano–, pide –así procuro comportarme yo– que sepamos ser de Dios y para Dios, que le respondamos con un fiat! que sea el distintivo que nos caracterice.
Hijas e hijos míos, pensemos que también el término de nuestra vida terrena será la gloria celestial, si sabemos caminar por esta senda maestra de la santificación de la lucha ordinaria, que Jesús Señor Nuestro y su Madre bendita nos abrieron con sus años en Nazaret, y que nuestro amadísimo y santo Fundador supo imitar con tanto garbo. ¿Habéis pensado alguna vez en el ingreso triunfal de la Virgen en el Cielo, alabada por toda la corte celestial, recibida por Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, para estrecharle en un abrazo bien fuerte y coronarla como Reina y Señora de todo lo creado? Yo trato de imaginarme ese instante y –soy consciente de la pobreza de mis expresiones–, me figuro una explosión de luz, un cúmulo de gozos, un anegarse de la criatura en ese océano de bondad y de misericordia que es Dios.
Toda esa felicidad eterna, que no alcanzamos ni remotamente a expresar, se ha volcado en nuestra Madre por haber sido fiel, jornada tras jornada, al plan divino que la Trinidad le señalaba y que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, estuvo tejido de tareas normales, ordinarias. Para que tú y yo, hija mía, hijo mío, nos llenemos de ánimo y caminemos con garbo siempre nuevo por el camino de nuestra vocación. Al hilo de estas enseñanzas, examínate: ¿ha aumentado tu recurso a la Virgen en este año? ¿Recurres a Ella constantemente? ¿Has procurado que tus colegas, tus personas conocidas, traten más a María?
Se aproxima otro aniversario de la marcha de nuestro Padre al Cielo, y pienso que un buen modo de preparar esta fecha –que tanto dolor y tanta alegría suscita en nuestras almas– es ponderar la entrega completa de nuestro Fundador a la Voluntad divina, que le llevó a cumplir en sí mismo lo que había escrito en Camino: «Hay que darse del todo, hay que negarse del todo: es preciso que el sacrificio sea holocausto» 438. En su afán de identificarse con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Buen Pastor que dejó la vida por sus ovejas 439, nuestro Padre selló día a día su entrega en el Sacrificio de la Misa, que prolongaba a lo largo de las veinticuatro horas de la jornada, y que –por bondad divina– pudo celebrar hasta el último día que pasó en la tierra.
Entra en los planes de Dios que la mediación sacerdotal de nuestro Padre continúe vigorosa en el Cielo, como testimonian millares y millares de personas en el mundo entero, al recurrir confiadamente a su intercesión. Nosotros tenemos la certeza y el consuelo de saber que se ocupará especialmente de sus hijas e hijos –el pusillus grex que Dios le encomendó más directamente–, y de tantas almas relacionadas de un modo u otro con el Opus Dei.
Todos en la Obra somos hijos del sacerdocio de nuestro Padre, de su oración, de sus sacrificios, de su vocación correspondida con heroica generosidad. Por un nuevo título –y no hago una distinción, sino una llamada a la peculiar responsabilidad– lo son quienes reciben la ordenación sacerdotal en la Prelatura, para serviros y servir a todas las almas; se lo recordaba días atrás a los hijos míos que han recibido la ordenación de manos de Su Santidad el Papa Juan Pablo II, el 28 de mayo. Estos hermanos vuestros constituyen un eslabón más de la cadena que, comenzada por nuestro Padre, siguió formándose aquel 25 de junio de 1944 –van a cumplirse ahora cuarenta y cinco años–, cuando tuvo lugar la primera ordenación de miembros de la Obra. Hijas e hijos míos, ayudadme en mi acción de gracias a Dios por este don inestimable del sacerdocio, concedido al Opus Dei. Recemos y mortifiquémonos especialmente, como dispuso nuestro Padre para esa fecha, con la expresa petición de «que todos los sacerdotes, pero especialmente los del Opus Dei, sean muy santos. Y para que no nos falten los necesarios» 440.
El sacerdocio de nuestro Padre ha sido extraordinariamente fecundo. Por su respuesta sin límites a la gracia de Dios, son ya muchos millares las hijas y los hijos suyos que han descubierto este bendito camino nuestro, y bastantes centenares los sacerdotes al servicio de la Prelatura, para servir así a la Iglesia Santa. Esa increíble riqueza apostólica continuará resplandeciendo igualmente en una extraordinaria movilización de hombres y de mujeres –iniciada, insisto, por nuestro Padre–, de la que cada uno nos sabemos ahora continuadores.
Somos, y Dios quiera que el número se multiplique, como las estrellas del cielo 441 hasta el final de los tiempos, cristianos corrientes que se esfuerzan por encarnar y poner en práctica una enseñanza de la Iglesia, relegada por muchos al olvido durante siglos: que la vida del Verbo encarnado «es participada por todos aquellos que, en Cristo, constituyen la Iglesia. Todos participan del sacerdocio de Cristo, y tal participación significa que ya mediante el Bautismo "del agua y del Espíritu Santo" (cfr. Jn 3, 5) son consagrados para ofrecer sacrificios espirituales en unión con el único sacrificio de la Redención, ofrecido por Cristo mismo. Todos, como pueblo mesiánico de la Nueva Alianza, se convierten en "sacerdocio real" (cfr. 1P 2, 9) en Jesucristo» 442.
Esa participación en el sacerdocio de Nuestro Señor brinda a todos los cristianos la posibilidad de ser hostia viva, santa, grata a Dios 443, y de ofrecer víctimas espirituales 444 con su vida y su trabajo. «Así pues –os recuerdo con palabras de un antiguo autor eclesiástico–, tú tienes un sacerdocio, porque eres de linaje sacerdotal, y por eso debes ofrecer a Dios una hostia de alabanza, de oración, de misericordia, de pureza, de justicia, de santidad» 445.
En el Opus Dei, la gracia de nuestra vocación específica supone un nuevo impulso para ahondar en la filiación divina –siendo cada uno otro Cristo– y llevar a su más pleno ejercicio el sacerdocio común de los fieles. Por eso nos repetía machaconamente nuestro santo Fundador que hemos de tener un «alma sacerdotal», que informe nuestra entera existencia como el alma al cuerpo. «Mientras desarrolláis vuestra actividad en la misma entraña de la sociedad, participando en todos los afanes nobles y en todos los trabajos rectos de los hombres, no debéis perder de vista el profundo sentido sacerdotal que tiene vuestra vida: debéis ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo» 446.
Tendremos alma sacerdotal en la medida en que nos identifiquemos con Cristo, hasta hacer verdaderamente nuestros sus sentimientos, su vibración por la salvación de todas las almas. Esto requiere esfuerzo, para dejarnos moldear por la gracia y presentar a la humanidad, por encima de nuestras debilidades personales, la figura amabilísima de Jesús 447: una imagen purificada de nuestras flaquezas, rebajada en las aristas del egoísmo, de modo que pueda reflejar las facciones del Salvador.
Hijas e hijos míos: no os quedéis en solos deseos, por muy santos que sean; repasemos nuestra pelea diaria para considerar –como tan frecuentemente nos predicó nuestro Padre– si de veras rezamos, hablamos, trabajamos, nos mortificamos como lo haría el Maestro, si estuviera en las diversas situaciones en las que vosotros y yo nos encontramos.
La docilidad esforzada al Espíritu Santo nos hará conformes a ese ideal. Sabremos cultivar cada día mejor –lo hacéis ya, hijas e hijos míos– las virtudes sacerdotales: la oración continua, en alabanza, acción de gracias y desagravio a Dios, y en petición por todos los hombres; el sacrificio silencioso, unido a la oblación de Cristo en la Cruz, renovada en la Santa Misa: ¡centro y raíz de nuestra jornada!; el servicio a los demás, con una caridad sin límites...
Daos cuenta, hijos míos, de que una persona que desea ganar almas para Dios debe superarse de continuo: no puede pactar con el mal carácter, con la impaciencia, con sus defectos, sino que ha de esforzarse por presentar a los otros el ejemplo real y atrayente de Nuestro Señor, que les facilite el encuentro con la Santísima Trinidad. Nosotros, movidos por el amor de Cristo, queremos reproducir en todos nuestros pasos y actitudes los rasgos que lo hacen infinitamente amable: su misericordia ilimitada, su comprensión de las flaquezas ajenas, su celo ardiente por la salvación de todas las almas...
Os he comentado repetidas veces, por ejemplo, que debemos controlar el carácter, evitar los caprichos. No es lógico que nadie, justificándose en motivos de edad, de enfermedad, de excepción, admita en su vida manías que no habría tolerado años atrás o que corregiría en otros. Aparte de que la edad o la debilidad personal no son jamás motivos válidos para amar menos a Dios –¡todo lo contrario!–, ese tipo de razones se alza como excusa para enmascarar una conducta aburguesada, como careta para encubrir la tibieza. Nuestro Padre habló con fuerza, por ejemplo, contra el tópico del trópico, cuando alguno lo mencionaba como justificación de la flojera; ¡no me vayáis a inventar ahora, hijos míos, el tópico de la edad o de la falsa comprensión consigo mismo! Por tanto, jóvenes o menos jóvenes, que eso no hace al caso, atended las preguntas que nuestro Padre nos dirige en lo íntimo del corazón: «Hijo mío, ¿dónde está el Cristo que yo busco en ti? ¿En tu soberbia? ¿En tus deseos de imponerte a los demás? ¿En esas pequeñeces de carácter que no quieres vencer? ¿En esa tozudez? ¿En ese amor al propio juicio, al criterio personal? ¿Está ahí Cristo?» 448.
Cuidadme la fraternidad, ¡con todos!, que se manifiesta también en no hacer acepción de personas. Queremos a todos, sin distinción, por un motivo sobrenatural. Es más, acogiendo sinceramente el consejo de nuestro Fundador, procuramos que los afectos de nuestro corazón pasen antes «por el Corazón Dulcísimo de María y por el Corazón Sacratísimo de Jesús, como por un filtro» 449. Recordemos estas consideraciones al celebrar, en este mes, esas dos fiestas tan entrañables del Señor y de la Virgen.
No os dejéis guiar nunca por simpatías o antipatías. Si superamos los obstáculos del carácter propio y del ajeno, encontraremos razones para estimar sin limitaciones a quienes nos rodean. Ejercitaos en esa objetividad sobrenatural que inculcaba nuestro Padre: «Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación y de divergencia.
»Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque no se deseaba, a herir y a hacer daño.
»Es preciso aprender a callar, a esperar, y a decir las cosas de modo positivo, optimista» 450.
El alma sacerdotal se compendia en alimentar los mismos afanes que embargaban el Corazón de Jesús: honrar a Dios, instaurar por la gracia su Reino en la tierra, difundir la verdad, dirigir las almas hacia su último fin... ¡Vibración apostólica, hijos míos! (...). ¿Cómo te has movido en el mes que acaba de terminar, para convertir en realidad esas ansias redentoras de nuestro Dios? ¿A cuántas personas te has acercado, llevando con tu ejemplo y con tus palabras la luz de Cristo y la sal de una exigente y cordial conducta cristiana?
Ante la grandeza de los dones divinos, aflora constantemente a mis labios esta sencilla exclamación tantas veces oída a nuestro Fundador: ¡qué bueno es el Señor! La bondad de Dios se vuelca en nosotros mediante su Amor infinito y omnipotente. Recordáis cómo san Juan, resumiendo de algún modo la grandiosa experiencia de los Apóstoles en su trato con Jesucristo, manifestó: nosotros hemos conocido y hemos creído el amor que Dios nos tiene 451. También nosotros podemos asegurar que, en muchas ocasiones –diría que con constancia–, hemos conocido, hemos experimentado, ese Amor de Dios, de un modo tan palpable que podríamos afirmar que casi no se precisa de la fe para reconocer que Dios nos ama. Piensa, hija mía, hijo mío, en tu propia vida, piensa en la historia de la Obra y de la entera Iglesia... ¿No es verdad que, en innumerables detalles, el amor de Dios por ti resulta tan patente que puedes exclamar con san Pablo, como algo casi evidente: el Señor dilexit me et tradidit semetipsum pro me 452?
Pero aquellas palabras de san Juan tienen una segunda parte: no atestiguan solo que los Apóstoles han conocido el amor de Dios; añaden que ese amor divino ha sido creído por ellos. Todos contamos también con la experiencia abundante de que, muy frecuentemente, los caminos de la Providencia divina –los que nos parecen favorables y los adversos– superan de tal modo nuestra inteligencia, que solo con un acto de fe rendida –¡sin ver ni entender!– tocamos lo que son: manifestaciones de un Amor que todo lo sabe y todo lo alcanza. Hijas e hijos míos, meditemos frecuentemente en este punto esencial del cristianismo –inseparable del sentido de la filiación divina–, que nuestro queridísimo Padre encarnó de un modo impresionante, y que le empujaba a repetir ante cualquier acontecimiento humanamente duro: «omnia in bonum!», y también: «¡Dios sabe más!»
El Señor concedió a nuestro Fundador, desde muy joven, una fe inconmovible en el amor de Dios, que le llevaba a considerar como caricias divinas todo cuanto le procurara un sufrimiento. Por ejemplo, el 24 de enero de 1932 rezaba así: «Jesús, siento muchos deseos de reparación. Mi camino es de amar y sufrir. Pero el amor me hace gozar en el sufrimiento, hasta el punto de parecerme ahora imposible que yo pueda sufrir nunca. Ya lo dije: a mí no hay quien me dé un disgusto. Y aún añado: a mí no hay quien me haga sufrir, porque el sufrimiento me da gozo y paz...» 453. No penséis, hijos míos, que esa fe gigante de nuestro Padre eliminase los dolores de su alma y de su cuerpo. La contradicción y el padecimiento estuvieron constantemente presentes en su caminar terreno, también cuando dirigía al Señor esa oración que acabo de transcribir. La fe no quita el sufrimiento, sino que otorga la capacidad de gozarse en ese dolor, precisamente porque con la fe el Señor nos confiere la certeza de que, también en esos momentos, somos objeto de una Providencia divina, omnipotente y llena de amor. Como nos enseña san Juan Crisóstomo, «quien sabe todo lo que sufrís y lo puede impedir, si no lo impide, es evidente que por providencia y cuidado que tiene de vosotros no lo impide» 454. Y, sobre todo, la fe en el amor de Dios por nosotros nos impulsará a abrazarnos a la Cruz del Señor, con la alegría íntima, sobrenatural, de sabernos corredentores con Él y en Él.
Todo es para bien, porque todo está en las manos de quien todo lo domina y nos ama con inmensa ternura. Meditad y convenceos de que, como precisa san Pablo, esto se cumple en los que de veras aman a Dios: diligentibus Deum, omnia cooperantur in bonum 455. La fe no nos conduce a la pasividad de un providencialismo irresponsable; nos anima, por el contrario, a luchar con perseverancia por corresponder al Amor con nuestro amor: solo el pecado, que depende de nuestra libertad, es lo que, en sí mismo, no coopera a nuestro bien. Pero Dios se nos muestra tan grande, tan Padre –¡un Dios que perdona!–, que sale siempre a nuestro encuentro como el padre del hijo pródigo y, si somos humildes y sinceros, si reconocemos nuestras culpas y nos dejamos abrazar por la misericordia divina, el Señor saca grandes bienes de nuestras mismas miserias, a través de la penitencia.
La fe en el Amor de Dios por nosotros nos impulsa a corresponder a ese divino regalo, y se convierte en fundamento firme de nuestra esperanza; de esa esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo 456. Hemos de conducirnos siempre con esa seguridad que se apoya, no en nuestras fuerzas, sino en las de Dios; en esa seguridad que nos anima a trabajar con alegría –spe gaudentes 457–, con la perseverancia del borrico de noria, aunque en ocasiones no se vean los frutos y, en cambio, parezcan agigantarse las dificultades. La esperanza, hija mía, hijo mío, es sinónimo de alegría santa, porque se cuenta con el Señor, y Él no pierde batallas. ¿Acudes con estas disposiciones a tu apostolado?; ¿defiendes con esta certeza la doctrina de la Iglesia?; ¿procuras recristianizar el ambiente?; ¿exiges a las almas que tratas, en nombre de Dios, con tu ejemplo y tus palabras?; ¿te empeñas en no rendirte a una cultura sin Dios, a unas distracciones y espectáculos carentes de moral? Si nos doblegamos, si no nos rebelamos santamente contra este mundo sin Dios, si nos quedamos encerrados en nuestros Centros, en nuestra fraternidad, me atrevo a deciros que no estamos haciendo el Opus Dei que el Señor nos reclama, el Opus Dei que las almas nos piden.
Hace muchos años, nuestro Padre, para prevenirnos del posible desaliento en nuestra labor apostólica, nos dejó señalado: «Trabajad, llenos de esperanza: plantad, regad, confiando en el que da el incremento, Dios (1Co 3, 7). Y, cuando el desaliento venga, si esta tentación permitiera el Señor; ante los hechos aparentemente adversos; al considerar, en algunos casos, la ineficacia de vuestros trabajos apostólicos de formación; si alguien, como a Tobías padre, os preguntara: ubi est spes tua?, ¿dónde está tu esperanza?..., alzando vuestros ojos sobre la miseria de esta vida, que no es vuestro fin, decidle con aquel varón del Antiguo Testamento, fuerte y esperanzado quoniam memor fuit Domini in toto corde suo (Tb 1, 13), porque siempre se acordó del Señor y le amó con todo su corazón: filii sanctorum sumus, et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo; somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios ha de dar a quienes nunca abandonaron su fe en Él (Tb 2, 18)» 458.
¡Hijos de santos!: bien podemos rezar así, pensando en nuestro queridísimo Padre. La esperanza se apoya en Dios como en su único fundamento, pero además, junto a la Virgen Santísima –Spes nostra–, encontramos también en nuestro Fundador una manifestación entrañable y bien sólida de ese fundamento de nuestra esperanza. Hija mía, hijo mío, cuando en las batallas de tu alma y de la labor apostólica pretenda insinuarse, de un modo u otro, el desaliento, vuelve tus ojos a nuestro Padre: a la eficacia que Dios puso en su vida interior y en su inmensa actividad apostólica; acude por su intercesión a nuestra Madre... ¡y llénate de esperanza! Recomienza, con fidelidad renovada, a poner en práctica los medios bien determinados que nuestro Fundador nos legó para realizar la Obra de Dios en ti mismo y en el mundo.
La fe en el Amor de Dios por nosotros, que nos lleva a exclamar, con segura esperanza, «omnia in bonum!», no nos impide ver las dificultades, ni nos ahorra el sufrimiento de este largo «tiempo de prueba» por el que atraviesa la Iglesia. ¡Cuánto sufrió nuestro Padre! Si toda su existencia estuvo marcada por la Cruz, el último periodo fue quizá el más doloroso, por su inmenso amor al Cuerpo místico de Cristo, tan maltratado: en su doctrina, en sus sacramentos, en su disciplina... Pero recordad que, en medio de aquella auténtica pasión, el Señor quiso que notara su presencia de un modo especial; concretamente, el día 8 de mayo de 1970, hizo resonar en el alma de nuestro Padre una precisa locución divina: «Si Deus nobiscum, quis contra nos?» 459. Era una confirmación extraordinaria de la fe en que jamás el Señor abandona a su Iglesia, y, simultáneamente, de la certeza en la protección divina sobre la Obra, precisamente para servicio de la Santa Iglesia, que es lo único que nos importa. Algún tiempo después, nuestro Fundador se refería a este regalo del Cielo, procurando pasar personalmente inadvertido: «Si Deus nobiscum, quis contra nos?, decía el Señor a una criatura, con una loquela que no se hace con ruido de palabras, pero bien precisa. Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Por eso hemos de ser optimistas y alegres. Nuestra alegría y nuestro optimismo son oración, porque tenemos la seguridad de que nadie puede prevalecer contra el Señor. Si Deus nobiscum, quis contra nos? Y me atrevo a afirmar que Deus nobiscum: Dios está con nosotros» 460.
¡Adelante, pues, hija mía, hijo mío! Y, si en algún momento, notas que esta segura y alegre esperanza se oscurece en tu alma, reza enseguida Domine, adauge nobis fidem, spem, caritatem!; Señor, auméntame, especialmente, la fe en el Amor que Tú me tienes.
Deseo simplemente sugeriros que, con ocasión de las fiestas del Nacimiento de la Santísima Virgen y de su fidelidad junto a la Santa Cruz, nos preparemos para entrar con una nueva entrega en el nuevo año de la Obra, de la mano de santa María: caminaremos todos a una con esa respuesta personal a la vocación, que renovaremos con profundo agradecimiento a Dios, con ansias de correspondencia fiel, por habernos buscado.
No nos cansemos de volver los ojos hacia santa María: toda la jornada nuestra debe tener este matiz mariano. Al conmemorar su Natividad, que la Iglesia celebra el día 8 [de septiembre], la vemos como la criatura nueva por excelencia: la primicia de la Redención, la hija de Dios llena de gracia, elegida desde la eternidad. Con su fiat viene a la humanidad el Redentor Jesús, que se hará Pan de Vida eterna para quien lo come y viva según sus mandamientos, enseñanzas y llamadas: este Cristo, Señor Nuestro, formado por el Espíritu Santo en María.
Es lógico que pensemos, que participemos, en la densidad de los acontecimientos que se suceden desde el nacimiento de la Virgen Santísima, hasta la hora en que la acogemos –bendito don de la Misericordia divina–, con Juan, como Madre, al pie de la Cruz de Jesucristo. Meditémoslo bien: la Trinidad ha escogido una criatura excelsa, ¡pero criatura como nosotros!, para que se encarnara en sus entrañas el Hijo de Dios, que viene al mundo para cumplir la Redención; con la respuesta de María llega, pues, a todos nosotros la plenitud de los tiempos. Acaecen, en ese puñado de años, los días más importantes de la historia humana. Y toda esta riquísima historia comienza con la pequeña semilla que Dios echa en la tierra: a través de la vida de una Mujer, primero niña, luego adolescente, finalmente mujer llena de madurez, que es siempre la obra maestra del Amor Misericordioso de Dios, para que la imitemos los demás, tú y yo. «Todo lo grande comienza siendo pequeño» 461, repetía nuestro queridísimo Padre. También ha querido la Trinidad Beatísima que la inigualable epopeya de la Redención se amoldase a esta ley del mundo nuestro. ¿Aprenderemos de una vez, hijas e hijos míos, que los pasos de Dios discurren por estos humildes y grandiosos senderos, y que sus más grandes portentos –los acontecimientos de nuestra salvación– han tenido una gestación larga, imperceptible a muchas miradas; han crecido en la pobreza, han arraigado en lo humilde, que pasa inadvertido a muchos que se tienen por sabios?
Al contemplar el nacimiento de santa María, pidamos al Espíritu Santo esta gran luz: saber valorar la gran potencia redentora de los muchos pocos, de lo cotidiano, repetido y humilde, hecho por y con amor. Mirad que lo poco es la trama firme que hace posible la grandeza y el heroísmo. Error colosal resultaría la idea, el pensamiento de que este sendero significa renunciar a horizontes elevados o conformarse con la mediocridad. Al revés, en este camino seguro, iter tutum, se esconde, pero brilla ante Dios, el gran heroísmo de un apostolado eficaz, para ese mar sin orillas de nuestros sueños diarios. El desprecio de lo poco impide que los anhelos vivos de redención se conviertan en una realidad incisiva, en ese quid divinum [algo divino], propio de todas las circunstancias, que infiere y transforma, con la gracia, la vida de los hombres y mujeres de esta tierra. Por esto, yo pido a la Virgen Niña que tú y yo entendamos cada vez mejor la hondura bíblica que recoge la advertencia de nuestro Padre: «Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas» 462, porque Dios mismo ha buscado, como claro modelo, esta senda para redimirnos. Por esto, nuestro Padre afirma rotundamente: «La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» 463. Esta es la perseverancia grandiosa que contemplamos en María, que la llevará hasta el heroísmo de estar firme junto a la Cruz de su Hijo, para reunir después a su lado a los discípulos que se dispersaron a la hora amarga, cuando todo parecía perdido, y dar así paso a la Iglesia que nace.
Mirad, pues, a esta Niña, de la que bien conocéis su historia –ahondad en su amor heroico a través de su lealtad cotidiana, en lo corriente, al Señor–, y obtendréis luz para veros por dentro y para ver, según la medida de Dios, el mundo que nos rodea y espera ansiosamente la revelación de los hijos de Dios 464: es decir, que vuestra identidad cristiana se manifieste claramente y sin ambigüedades en vuestras obras diarias, también en esas ocupaciones que nadie más que el Señor contempla. Hijos, jamás podemos emboscarnos en el anonimato de un plural que elimine la responsabilidad personal, o en el anonimato de una situación a la que no concedamos importancia. Hemos de conservar siempre a flor de piel aquel grito de nuestro Padre: «¡mi ejemplo!», con el que espoleaba constantemente –también en la hora del cansancio o de la sequedad– su propia conciencia para darse más y más generosamente, pensando en la santificación de cuantos le trataban.
Yo ¿qué hago?, ¿qué he hecho durante este mes para llevar la luz de Cristo al ambiente donde trabajo? ¿Qué incidencia tiene mi fe cristiana en mi quehacer actual y en los ambientes donde me muevo? Hijas e hijos míos, insisto: mirad a María, contemplad la admirable grandeza de su Corazón y la transparencia de su alma, y desearéis que se cumpla en cada uno, en todos, como rezamos en la Misa de santa María, ese servir dignamente –fielmente– el misterio de nuestra Redención 465. A todos nos toca servir, en las realidades concretas de cada día; extender la llamada a la santidad entre los hombres, mediante un apostolado que no tiene paréntesis, porque ocupa nuestra existencia entera, todo nuestro caminar, sin soluciones de continuidad. Detengámonos en la contemplación de la actitud de esta Virgen Inmaculada, que se acercará, fiel y firme, hasta el pie de la Cruz, porque ha atravesado, siempre serena, las horas de grandes gozos, las de los enormes dolores y las aparentemente vulgares.
Así la veremos en la fiesta del 15 de septiembre. María nos muestra, junto a la Cruz, el espesor de su fe y la fidelidad de su Amor, en la hora de la dura prueba y del gran dolor. La firmeza de su fe y la riqueza de su amor sin límites le hacen superar esta prueba, asumiéndola en su alma –traspasada por la espada del dolor– como la gran ocasión para cooperar con su Hijo en la consumación de la Redención de la humanidad, porque así ha respondido al Señor en las más diversas circunstancias.
Hijas e hijos míos, no retiréis vuestros ojos de este ejemplo de fidelidad recia y tierna. En santa María aprendemos a asumir el dolor, lo que más nos pueda costar en esta vida, participando en ese horizonte grandioso de Redención, que por su gran fuerza nos libera de las cadenas y opresiones del pecado. Cuando llegue la hora del dolor –la enfermedad, la incomprensión, la humillación, el peso de los propios errores, algo que cueste más de lo corriente– afrontad esos momentos con visión de fe segura, porque ahí nos está esperando Cristo. Es Él, que perpetúa su Pasión en los miembros de su Cuerpo, para la salvación de muchos. Y, como en el Gólgota, reaccionad con el convencimiento de que María está a nuestro lado a esa hora, para que ofrezcamos ese sacrificio por la Redención de los hombres.
Amad mucho la Santa Cruz, hijas e hijos míos. Cuando el día 14 [de septiembre] la adornéis con flores, pensad que la mejor decoración de la Santa Cruz es el amor con el que se comparte con Cristo ese yugo divino. Paladead en vuestra alma la necesidad que presenta nuestro mundo de recibir las gracias de la Cruz. ¡Cuántos ignoran la Santa Cruz todavía, o se afanan para no poner sus hombros, para no acogerla! Tú y yo no nos podemos perder de ánimo ante las grandes o pequeñas desbandadas que siempre se han verificado en la historia humana, y no hemos de tolerar que se adormezca el vigor del alma con lamentos inoperantes. Todo nuestro paso por la tierra es tiempo de testimoniar con obras el Amor Misericordioso de Cristo por todos: la luz, la paz, la novedad de vida que se inaugura con el misterio de la Cruz. Esas obras han de ser, con la ayuda de la gracia, fruto de nuestra sed de almas: hijos, no podemos vivir tranquilos si no trabajamos perseverantemente para pegar el fuego de Cristo a quienes nos rodean, anunciándoles que Cristo ha muerto con el fin de traernos una nueva vida a todos los hombres y mujeres. Vamos a rezar más, vamos a querer más, vamos a trabajar más, para mostrar la grandeza de nuestra vocación cristiana con hechos, con un sí firme y constante a los requerimientos de Dios.
Una vez más pido a la Virgen Santísima que nos obtenga fortaleza de fe y firmeza de amor, para trabajar con ímpetu siempre joven, con el amor recio de personas enamoradas, en esta siembra apostólica que fertilice los campos más variados de este mundo nuestro. No nos pueden achicar el ánimo los obstáculos que surgen ante cualquier actividad espiritual, pues hemos de recordar además que el encuentro con Cristo pasa necesariamente por la Cruz. Recordad que también Jesús padeció contradicción, incomprensiones, sufrimientos morales y físicos, pero sabía que para vencer, para darnos la verdadera felicidad, debía entregar su vida entera por nuestra salvación. Saboread también la certeza de que, después de la Cruz, viene la Resurrección, la victoria del poder y de la misericordia de Dios sobre nuestras pobres miserias, la alegría y la paz que esta tierra no puede dar. Hijas e hijos, es la hora de animar a muchos a escoger esta nueva vida que tiene en Cristo su fuente.
A punto de cumplirse quince años del día en que el Señor quiso poner sobre mis hombros el yugo suave y la carga ligera de ser el primer sucesor de nuestro Padre, vuelvo a recordaros que cuento con la reciedumbre de vuestra fidelidad cotidiana para cumplir como Dios quiere mi misión de buen pastor: me hace falta la renovación diaria de la entrega a Dios de todos vosotros, y de la mía, y así sacar adelante esta empresa divina que «el cielo está empeñado en que se realice» 466 –¡no lo olvidemos jamás!– como Dios dispuso desde 1928.
Sí, hijas e hijos míos: ese hilar fino cara a Dios en nuestra respuesta a la vocación, en lo grande y en lo pequeño, es para mí el mejor apoyo –diría que el verdadero–, la palanca más poderosa para remover el Corazón de Nuestro Señor y arrancarle tantos bienes que Él desea concedernos. Como nuestro queridísimo Fundador, añado que me adorno con esa lucha vuestra y con vuestras virtudes, cuando presento al Señor, cada jornada, las múltiples necesidades de la Iglesia y de su –¡nuestro!– Opus Dei. Pensad, pues, que la lealtad de cada uno, de cada una, a los requerimientos concretos de la llamada tiene mucha trascendencia no solo para sí mismo, sino para todos. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes» 467.
Como estamos enamorados del Señor, no nos resulta trabajoso ese afán por corresponder con delicadeza y reciedumbre a la Voluntad divina. ¡Es tan hermoso amar y saberse amados! Nuestro corazón y nuestras potencias, nuestro ser entero, están habitualmente llenos de alegría y de paz, que son el premio que nuestro Padre Dios concede a sus hijos fieles. «En cuanto no estimamos nada de la tierra, ni de nosotros mismos, más de lo que estimamos el Amor de Dios, somos necesariamente felices; porque la infelicidad comienza cuando se coloca delante el ídolo del yo, de la soberbia, de la ambición, de la profesión, de la familia, de las ideas políticas; de la propia visión personal, que puede ser equivocada. Y no digamos nada si se trata de la sensualidad» 468.
Así nos advertía nuestro Padre en una de sus últimas Cartas, cuyos repiques aún escuchamos en el fondo de nuestra alma. Os lo recuerdo con machaconería, para que ninguno lo olvide, y especialmente para que salte a nuestros ojos cuando llegue el momento –que necesariamente se presenta, de un modo u otro, en nuestra vida– de notar con más fuerza el peso de la Cruz de Cristo en nuestra carne y en nuestra alma. Sabed, hijos, que es un peso que no aplasta, pues Jesús lo lleva con nosotros; en realidad Él carga con lo desagradable, si se lo permitimos, al tiempo que deposita en los corazones su gozo y su consuelo. Recordemos esta realidad particularmente en este mes [septiembre], al celebrar la Exaltación de la Santa Cruz, el día 14, y formulemos propósitos de amar la Cruz, siendo de veras hombres y mujeres penitentes. Caminando con este talante, los pasos para seguir a Cristo resultan para nosotros fuente de las más limpias y nobles alegrías.
A veces, sin embargo, por nuestra flaqueza, podemos sentir el lastre de las limitaciones que –voluntariamente o por negligencia– hayamos puesto a nuestra correspondencia a los silbidos amorosos del Buen Pastor. Habría llegado entonces el momento de meditar más a fondo aquellas otras palabras de nuestro Fundador. Nos hablaba del relictis omnibus del Evangelio 469, y nos señalaba que en la navegación de la vida nuestra, cuando las pasiones se alzan y hay peligro de naufragio, no cabe más solución que «dejarlo todo, el oro, la plata, los muebles ricos, las especias preciosas... Lo que cuenta es salvar la nave. Padre, me diréis: ¿esto sucede con frecuencia? No, hijas e hijos míos. Y además, cuando el demonio ve que no obtiene nada por ese procedimiento, desiste de atacar así.
»Hijos, ¡humildes, entregados! Aceptad y amad esos condicionamientos y esas limitaciones, consecuencia de una libérrima decisión nuestra, que son también gracia de Dios, que nos permiten aguantar el peso del día y del calor (Mt 20, 12), mientras trabajamos por la Iglesia. Por otra parte, nadie está en la vida de otro modo: solo Dios no se encuentra con su libertad condicionada» 470.
Cuando, en las intenciones y en las obras, sabemos decir que no a todo lo que nos aparta de nuestro fin o a aquello que podría ser un obstáculo para vivir muy cerca del Señor, la entrega se hace más madura, más fuerte y luminosa, más capaz de contagiarse a muchas otras personas. Es entonces, con la gracia, cuando nuestra libertad se reafirma, porque al elegir voluntariamente lo que Dios pide, rechazando lo que le desagrada, nos identificamos más y más con Él, fuente de la verdadera y única libertad, que –fijaos bien– nos consiguió en la Cruz, mediante su Sacrificio. «Con esa libertad hemos aceptado las limitaciones que cualquier elección comporta. No existe ninguna criatura en la tierra que no esté condicionada, limitada. Aceptad siempre las limitaciones que os mantienen en el buen sendero. No os saltéis las barreras, porque más allá comienza el descamino, el precipicio.
»Luchad, sobre todo, con la soberbia. Cuando penséis que tenéis toda la razón y sentís que os enconáis contra cualquiera –y especialmente, lo que es muy difícil que suceda, si fuese con alguno que cumple su deber de conducir la comitiva–, ¡abrid el corazón, y pedid a Dios mucha humildad! No deis lugar al diablo (Ef 4, 27)» 471.
No olvidemos que hemos de vivir endiosados, bien metidos en Dios. Todo lo demás –salud o enfermedad, bienestar o estrecheces, éxitos profesionales o aparentes fracasos...– son solo circunstancias relativas, ocasiones y medios para realizar lo que constituye nuestra más honda aspiración. Meditad el grito de nuestro Padre: «Lo que me interesa de vosotros, hijas e hijos queridísimos, es la vida sobrenatural de vuestra alma: vuestra vida interior y sus manifestaciones directamente apostólicas. Otros éxitos, otros logros humanos me parecen bien, si os llevan a Dios, pero la Obra es completamente ajena: eso es tarea vuestra, de cada uno.
»Si en algún caso extraordinario aquella tarea personal se convirtiese en un obstáculo, si pusiera en peligro la salvación del alma; si se levantara en aquel corazón una tempestad, y comenzara a preocuparle más la carga que el barco..., entonces habría llegado el momento de ser heroico, y arrojarlo todo por la borda, sin titubeos.
»Pero si hay vida de piedad, si se guardan los sentidos, si se cultiva habitualmente la humildad, es muy difícil que se presente una situación tan extrema. Sin embargo, conviene conservar bien grabada en el corazón esa jerarquía de valores» 472.
Ruego a Dios, por intercesión de nuestro Padre, que en ninguno de mis hijos, ni en mí, se ofusque nunca esta claridad de ideas: lo primero es la unión con Jesucristo, la santidad personal, la lucha decidida por cumplir en todo la Voluntad de Dios, la lealtad más completa a nuestro ser del Señor en el Opus Dei. Si no tuviéramos nítido este orden en nuestra conciencia –y eso sucedería si permitiésemos que otros intereses, aun aparentemente rectos y nobles, ocupasen el primer plano de nuestras aspiraciones–, podría efectivamente presentarse el riesgo ante el que nos prevenía nuestro Padre.
Permanezcamos, pues, vigilantes, hijas e hijos míos, para advertir los primeros síntomas de esta enfermedad –una falsa libertad– tan difundida hoy entre mucha gente; descubramos a tiempo sus manifestaciones en nuestra propia conducta y en la de quienes nos rodean, para ayudarles del modo oportuno. Y recordad que siempre es tiempo para poner en práctica los remedios que nos brinda el espíritu de la Obra.
Especialmente me dirijo ahora a las hijas y a los hijos míos que están en los primeros años de su actividad profesional, y encuentran quizá dificultades para abrirse camino. En medio de los lógicos esfuerzos que debéis desarrollar, no me olvidéis, hijas e hijos míos, que el éxito no consiste en obtener una buena colocación o en desarrollar un papel brillante, sino en la fidelidad amorosa a vuestro compromiso de amor. Trabajando como el que más, habéis de tener siempre presente que es a Dios, Sumo Bien y Suma Belleza, a Quien buscáis y a Quien servís. Porque ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? 473; ¿para qué valdría una situación profesional o social brillante, si se consiguiera a costa de enfriamiento en la entrega?
La unidad de vida a la que nos mueve el espíritu de la Obra es el mejor antídoto de este peligro. «Pensad en esta unidad de vida cuando, con el paso del tiempo, os encontráis cogidos de lleno por el quehacer profesional. Debéis sentir la responsabilidad de quienes han de permanecer más metidos en Dios que nadie, haciendo de la profesión una continua ocasión de apostolado. Si en esos años de madurez la profesión se fuera convirtiendo como en un coto aislado, donde solo con dificultad tienen acceso los criterios apostólicos, hemos de ver ahí un indicio evidente de que se está rompiendo la unidad de vida: y habría que recomponerla. Habría que volver a vibrar, es decir, habría que volver a la piedad, a la sinceridad, al sacrificio –gustoso o dificultoso– por las cosas de la Obra, del apostolado, a hablar de Dios sin empachos ni respetos humanos» 474.
La vibración apostólica y proselitista, el afán de almas constituye la señal más clara de que nos negamos a reducir la actividad profesional a una excusa para perseguir fines personales, a algo que no ponemos en las manos de Dios ni identificamos con sus planes. Ahondad una vez y otra en lo que nuestro Padre nos escribía: «Todos mis hijos –los jóvenes y los que ya tienen años– pueden y deben sacar adelante las labores de la Obra. Si no sintieran esta responsabilidad, se irán enmoheciendo poco a poco, y se convertirían inevitablemente en instrumentos inservibles. Entonces podrían perder la vocación muy fácilmente.
»Todos hemos de ocuparnos en una labor profesional seria, a tiempo completo; y en una labor apostólica también muy concreta y constante: además de realizar aquel trabajo profesional con afán de almas, de modo que sirva para santificarse y para ayudar a santificar a otros» 475.
Pregúntate ahora, hija mía, hijo mío, qué huella apostólica estás dejando en tu lugar de trabajo, en tu círculo de amistades, entre las personas con quienes te relacionas más de cerca. ¿Haces crecer la temperatura espiritual a tu alrededor? ¿Mantienes vivo el deseo de llegar cada día más lejos en tu apostolado personal, y ser como la piedra caída en el lago, que provoca ondas concéntricas que se esparcen en todas direcciones 476? ¿Llevas a tus amigos, a tus amigas, a la frecuencia de sacramentos y a la dirección espiritual con tus hermanos sacerdotes? ¿Les invitas a frecuentar los medios de formación que la Obra les ofrece? Porque, como también nos advirtió nuestro Fundador, «sería una triste ingenuidad engañarnos, llamando apostolado a cualquier capricho personal, a cualquier ocupación, con la excusa de que es algo importante, de altura. ¡Almas! Esa es la medida, el criterio, para saber si aquella actividad es verdaderamente Opus Dei, operatio Dei, trabajo de Dios» 477.
Muy frecuentemente os repito que el tema constante de mi oración se resume en la plena fidelidad de cada una y de cada uno de nosotros: la perseverancia hasta el último momento de la vida en nuestro servicio alegre y voluntario a Dios, según la vocación específica con la que el Señor nos ha llamado en el seno de la Iglesia. Me gusta recordaros, con palabras de nuestro Padre, que «nos espera, hijos, una labor inmensa (...). El Señor no nos necesita a ninguno, y nos necesita a todos: de modo que hay que pedirle –¡pero de verdad!– que nos haga muy leales y perseverantes en el apostolado. Nos rodea mucha gente buena, y cada uno de nosotros ha de procurar no dejarse arrastrar por la corriente, no quedarse atrás: no podemos defraudar a esas almas, que sería además defraudar a Dios» 478.
La fidelidad, la perseverancia hasta el fin, es una gracia que Dios no niega a quienes se la suplican sinceramente y ponen de su parte el poquito –el todo– que les corresponde: el esfuerzo por responder a su amor, renovado un día y otro, de ordinario en las cosas pequeñas de la jornada. No olvidemos nunca la «fórmula de canonización» –así se expresaba a veces nuestro Padre– que Jesucristo emplea en el Evangelio: euge, serve bone et fidelis...; muy bien, siervo bueno y fiel. Porque fuiste fiel en lo poco –en las cosas pequeñas–, Yo te confiaré lo mucho (la gloria eterna): entra en el gozo de tu Señor 479.
Hijas e hijos míos, ¡de verdad vale la pena esforzarse cotidianamente en el servicio a Dios! Fijos los ojos en Jesús, iniciador y consumador de nuestra fe 480, renovemos cada mañana, con un serviam! [te serviré] vibrante, nuestro compromiso de amor, nuestros deseos de caminar a todas horas muy cerca del Señor, procurando descubrirle y amarle en las Normas, una a una, en esa persona que pasa junto a nosotros, en aquella tarea que debamos afrontar en el cumplimiento de nuestro deber. Os lo recuerdo una vez más al comienzo de esta época que en los países del hemisferio norte –aunque estas consideraciones valen para todos– coincide con el verano y que, por esta razón, mucha gente dedica en parte a las vacaciones. Porque, como decía nuestro Padre, «hay que dar fruto en tiempo de descanso; trabajar en otra cosa, cambiar de ocupación: nosotros no sabemos estar sin hacer nada» 481.
Os confieso que muy frecuentemente echo una mirada a los años de mi convivencia con nuestro santo Fundador: me ayuda mucho pensar en sus reacciones diarias, en las circunstancias más dispares. Había siempre un afán por ser enteramente de Dios, alma de oración continua, hijo fiel, transmisor leal, corazón contrito, sacerdote que se desvivía por todos. Realmente su respuesta era el reflejo de la jaculatoria que repetía: in manibus tuis tempora mea! 482, todo su tiempo era para Dios. Al contemplar esa vida de santidad, pienso en mí y pienso en vosotros. ¿Nos movemos a toda hora cara a Dios? ¿Pertenece al Señor todo nuestro tiempo? ¿Nos ocupamos de ser más apostólicos? ¿Procuramos vencer el aburguesamiento con una mortificación continua, con un espíritu de penitencia que mantenga despierta el alma? ¿Aceptamos de buena gana, aunque cuesten, las contradicciones?
Hijas e hijos míos, sé que me repito en estas cartas de familia, pero lo hago de intento, para que se os graben firmemente en el alma estas exigencias. Quiero no cansarme de repetiros estas llamadas, como no se cansó nuestro Padre, interrogándonos en primer lugar con su ejemplo y su entrega al Señor, a la Iglesia, a la Obra.
Sobre la necesidad del indispensable reposo, que obedece –lo mismo que el trabajo– al plan de Dios sobre la creación, nuestro Padre nos habló en muchas ocasiones. Con su prudencia de gobernante y su corazón de padre y de madre, nos dio normas muy concretas que siempre hemos de procurar seguir. Al mismo tiempo, hemos de vivir desprendidos también del descanso, plenamente abandonados en las manos de Dios, que es un Padre que nos ama con locura.
Entre las recomendaciones de nuestro Fundador, deseo detenerme en una que es fundamental. Me refiero a que en el servicio de Dios no hemos de tomarnos nunca vacaciones. ¡Cuántas veces nos advirtió nuestro Fundador que el demonio está siempre activo! No reposa en su triste tarea de alejar a las almas de Dios, y en estos periodos de tiempo desgraciadamente logra con más facilidad su objetivo. Nosotros no podemos caer en ese lazo, y hemos de esforzarnos por alertar también a nuestros parientes y amigos, a todas las personas que están en contacto con la labor formativa de la Prelatura. Por eso, haced eco a las palabras de nuestro Fundador al oído de vuestros amigos y conocidos, de modo que aprovechen del mejor modo el tiempo dedicado al descanso.
Cuidad vosotros mismos, en primer lugar, de dar un nuevo ritmo a vuestro trato personal con Dios y a vuestro afán apostólico en esas épocas, de acuerdo con las circunstancias concretas en las que cada uno se encuentre, siempre con el afán de crecer en vida interior. El mismo cambio de actividad propio de estas semanas, si se enfoca con esta perspectiva, os ayudará a plantearos metas concretas en el apostolado, en la atención a la familia, en el aprovechamiento del tiempo y en la necesaria formación cultural que es indispensable para el cumplimiento de nuestro fin, como se nos recuerda cada semana en el Círculo.
Querría detenerme concretamente en una de las posibilidades que brindan las vacaciones: aprovecharlas para intensificar los lazos de amistad que nos unen a otras personas y para multiplicar el número de amigos, con el fin de acercarlos a Dios y a los medios de formación de la Obra. Todos podemos y debemos llegar a más, porque la gracia que el Señor nos concede es abundantísima. Utilicemos para eso el apostolado epistolar –¡qué fecunda es la experiencia de nuestro Padre!– y todas las ocasiones que se nos presenten, hasta las que puedan parecer más anodinas, como los viajes, para intentar entablar una conversación apostólica con las personas con quienes coincidamos. No me olvidéis tampoco que, en estas épocas, mucha gente deja todavía más de lado al Señor. Desagraviemos, también porque quizá nosotros hubiéramos caído en las mismas faltas, de no habernos topado con Dios; alimentemos el deseo de recristianizar la diversión; pidamos que las almas salgan del fango y se conviertan. ¡Qué panorama fascinador se nos presenta ante los ojos, para ser más fieles, más de Dios, más Opus Dei!
A los que asisten en estas fechas a sus Convivencias y Cursos anuales 483, les animo a acudir «con la ilusión de la primera vez», con el deseo de redescubrir el espíritu «siempre viejo y siempre nuevo» de la Obra y a ponerlo en práctica con renovado empeño. Aprovechad muy bien, hijas e hijos míos, el esfuerzo verdaderamente grande que despliega la Obra, como Madre buena, para proporcionaros esos días de formación, descanso y vida en familia más intensa, preocupándoos unos de otros con caridad vigilante.
A mis hijas y a mis hijos Supernumerarios, y a todos, les pregunto al oído: ¿en qué piensas y cómo te mueves para elevar el tono cristiano del ambiente en el que te desenvuelves? ¿Qué planes organizas de cara al tiempo de vacaciones, en el que frecuentemente hay un cambio de domicilio? ¿Te has propuesto llevar el espíritu de la Obra a un nuevo círculo de gente, quizá de acuerdo con otras hermanas u otros hermanos tuyos que se hallan en tus mismas circunstancias? ¿Cómo has resuelto la gustosa obligación de frecuentar asiduamente los medios de formación también en esas semanas, e incluso de ampliar su radio de acción apostólico? Pide luces a nuestro amadísimo Padre, insiste en la oración, y verás cómo las posibles dificultades no solo se resuelven, sino que se convierten en el inicio de una nueva onda expansiva, que portará nuestro espíritu –el espíritu de la Obra– más lejos de lo que pensábamos.
A mediados de mes [julio], el día 16, celebraremos la festividad de la Virgen del Carmen. En muchos lugares es la Patrona de las gentes de la mar, a la que acuden en todas sus necesidades y especialmente en los peligros y tormentas. También la vida nuestra es una larga navegación, en la que –como os recordaba al principio– lo verdaderamente importante es arribar al puerto seguro de la vida eterna, a la gloria del Cielo. Como en este periplo no faltan las tempestades, es lógico que acudamos con mucha confianza a Nuestra Señora Stella maris, la estrella que alumbra las noches de nuestra existencia, la que señala el rumbo seguro en los momentos de oscuridad por los que podamos atravesar. Confiad a su intercesión maternal y eficacísima –Ella es la Omnipotencia Suplicante, que obtiene de Dios todo lo que implora– la perseverancia hasta el fin, hasta la vida eterna, de todos y cada uno de los miembros de nuestra familia sobrenatural.
Hace pocos días hemos conmemorado un nuevo aniversario de la marcha de nuestro Padre al Cielo. ¡Con cuánto agradecimiento hemos ofrecido el Santo Sacrificio en alabanza y gloria de la Trinidad Beatísima, por los innumerables dones naturales y sobrenaturales con que colmó a nuestro Fundador y por los constantes favores y gracias que nos dispensa mediante su intercesión! Vamos a renovar esta gratitud que, como siempre os recuerdo, ha de ser operativa: se ha de traducir en el esfuerzo constante por hacer carne de nuestra carne, vida de nuestra vida, todos y cada uno de los elementos que configuran nuestro espíritu.
El espíritu del Opus Dei nos impulsa a valorar cuanto de noble, grande y verdadero hay en esta tierra nuestra. Como señalaba nuestro Padre, amamos al mundo «apasionadamente», y ningún logro humano –ningún bien digno del hombre– nos es ajeno; tomamos sinceramente como nuestras las penas y las alegrías, los éxitos y los fracasos de esta humanidad a la que pertenecemos, y en la que contribuimos –cada uno en su propio ambiente– a desarrollar las potencialidades estupendas que el Creador ha depositado en la naturaleza humana.
Esta consideración me trae a la memoria la actitud permanente de nuestro Padre, que encomendaba siempre a Dios a las personas en estos rincones de Roma y en cualquier lugar donde se encontrase, trabajando y sirviendo a todos con hambre de ayudar a las almas todas. Ninguna criatura humana, ningún suceso le dejaba indiferente: luchaba por empapar de sentido sobrenatural todas las circunstancias. Y os confieso que a veces me pregunto: ¿seguimos sus hijos –tú y yo– este mismo modo de proceder?
Además, por nuestra vocación al Opus Dei, el Señor espera de nosotros que sin componendas, con claridad, con respeto a los demás pero con valentía, hagamos campear su enseña –la Santa Cruz– en la cúspide de todas las realidades nobles. Este divino encargo nos mueve a estar abiertos a todo lo bueno de esta sociedad en la que estamos bien metidos, y a mejorar constantemente nuestra preparación profesional en el específico trabajo que cada uno desempeña. Recordemos, además, que cada semana se nos invita a examinar cómo nos esforzamos para mejorar nuestra formación cultural y profesional, medio indispensable para el cumplimiento del fin que Dios nos ha confiado al llamarnos a su Obra.
De nuevo acude espontáneamente a mi recuerdo la figura de nuestro queridísimo Fundador, que también en este campo –como en todos– se nos presenta como ejemplo que ilumina. Desde pequeño, nuestro Padre se preocupó por adquirir y desarrollar una profunda formación intelectual y humana. Siempre tuvo un gran aprecio por las obras cumbres del pensamiento y una gran atracción por la buena literatura, por el arte, por la ciencia. En ese acervo cultural que se transmite de generación en generación, fruto del ingenio y del trabajo de los hombres, nuestro Fundador reconocía los valores genuinamente humanos y sabía rastrear la huella de Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha elevado a la dignidad de hijos suyos. También nosotros, como nuestro Padre, nos llenamos de entusiasmo por todas las realizaciones humanas nobles y tratamos de aumentar nuestra cultura humana, para ser mejores instrumentos de Dios y, desde nuestro lugar, le ofrecemos también las realizaciones nobles de los hombres, aunque los interesados no se lo propongan.
Con afán de ahondar en vuestra formación, aprovechad muy bien, hijas e hijos míos, los tiempos de vacaciones, las horas de asueto, los ratos de descanso, para mejorar vuestra preparación y trabajar siempre con afán de servicio. Es cuestión de hacer rendir el tiempo; con orden, sacaréis ratos para leer –¡hay tantos libros que valen la pena!–, de modo que vayáis adquiriendo y aumentando vuestra preparación intelectual o manual, que os facilitará, entre otras cosas, meter la doctrina de Cristo en cualquier ambiente, con don de lenguas.
Esta apertura de mente y de corazón, connatural a nuestro espíritu, no debe llevarnos a olvidar, sin embargo, que no todo es trigo bueno en el gran campo del mundo. Abunda también la paja, e incluso, desgraciadamente, la cizaña que el enemigo de Dios se ha encargado de sembrar a manos llenas 484. No cabe en este caminar nuestro, codo a codo con los demás, una actitud ingenua; ni podemos permitir que, bajo la apariencia de grano de calidad, alguien pretendiera despacharnos mala semilla, tanto en el ámbito profesional como en el cultural.
Como ya nos advirtió con claridad nuestro Padre, esa siembra desgraciada es obra permanente del demonio, que continúa con descaro su perniciosa labor en estos años. «Satanás se transforma en ángel de luz (2Co 11, 14) (...). Y para la formación de la inteligencia de los apóstoles, propone ideas que en realidad la deforman. No nos dejemos engañar. Para curar enfermos, basta ser médico, no es preciso contraer la misma enfermedad. Hemos tratado y trataremos siempre de mejorar nuestra preparación intelectual, pero eso no quiere decir que haya que beber todos los brebajes emponzoñados que se fabrican: aunque muchos los fabriquen y muchos los beban» 485.
Aquellas últimas campanadas de nuestro Fundador 486, tan maternas y tan paternas, iban dirigidas a ponernos en guardia frente al indiscriminado afán de probar todas las novedades que se producen en el campo de la filosofía, de la teología, de la literatura, de la historia... Con luz de Dios, con gran prudencia y fortaleza, nuestro Padre tomó una serie de precauciones que se han demostrado eficacísimas, y por las que le debemos redoblado reconocimiento, pues contribuyeron decisivamente a vacunarnos contra los gérmenes que pululan por tantas partes; sabiéndonos al mismo tiempo hombres o mujeres débiles, capaces de todos los errores y de todos los horrores, si nos soltamos de la mano del Señor.
Os consta, esa es mi voluntad, que siguen en pie todas las disposiciones que nuestro Fundador, después de meditar las cosas en la presencia de Dios, nos dio en el ejercicio de su misión de buen pastor: normas bien precisas 487 en relación a las lecturas, a la asistencia a espectáculos, etc. No pensemos que ya han pasado las circunstancias que impulsaron a nuestro Padre a comportarse de ese modo, porque nos engañaríamos desgraciadamente: las insidias contra la fe se alzan constantes, agravadas además por un clima de relativismo e incluso de rechazo del Magisterio de la Iglesia, en aras de un falso concepto de la libertad.
La vacunación y revacunación contra las enfermedades más habituales del espíritu son, simplemente, cuestión de fidelidad a Dios, que lleva consigo la eficacia sobrenatural. Todos experimentamos las consecuencias del pecado original: «Una cierta inclinación al mal y al error. Por otra parte –escribía nuestro Padre–, están nuestros pecados personales, las miserias que cada uno ha querido contraer. Esos bacilos esperan solo una debilitación del organismo, que vengan a menos las propias defensas, especialmente si el ambiente en el que debemos movernos es malsano.
»Nuestro organismo se debilita, y la enfermedad hace presa en él, si se descuida la vida interior, la oración y la mortificación; si no se procura recibir convenientemente la gracia santificante en los sacramentos de la Penitencia y de la Sagrada Comunión; si nos apartamos de la protección maternal de la Virgen Santísima; si no nos esforzamos en ejercitar las virtudes sobrenaturales, que son como las facultades de ese organismo; si dejamos de poner todos los medios sobrenaturales, que nos proporcionan nuestras Normas. En un clima infecto, un hombre débil es ya prácticamente un enfermo» 488.
En el espíritu de la Obra, gracias a Dios, «tenemos toda la farmacopea» 489, la triaca conveniente y los remedios precisos para mantener y aumentar la salud espiritual en medio de cualquier situación en que nos encontremos, siempre que no nos pongamos voluntaria e innecesariamente en peligro de apartarnos del Señor. Nuestro espíritu de hijos de Dios, de contemplativos en medio del mundo, vivido en plenitud, entraña cuanto necesitamos para responder en cada instante como fieles apóstoles de Cristo Jesús. Pero hay que ser docilísimos a las indicaciones que se nos facilitan en la dirección espiritual –colectiva o personal, hijas e hijos míos–, sin dejarse engañar por las falsas excusas de naturalidad, de eficacia apostólica, de exigencias profesionales o familiares..., que a veces pueden verse como circunstancias eximentes de las normas que señaló nuestro Fundador, y que yo, como sucesor suyo y Padre vuestro, confirmé desde el primer momento. Las palabras que escribió en una de sus últimas Cartas, a propósito de la gran tormenta que azotaba a la nave de Pedro, mantienen plenísima actualidad: «Podemos estar muy sosegados y muy serenos, porque la tempestad pasará. Basta que nos mantengamos bien unidos, basta que nos mantengamos fieles y obedientes en lo pequeño.
»Lo pequeño es no leer libros de personas que se llaman teólogos –porque lo dicen ellos–, y que atacan la fe. Lo pequeño es guardar los sentidos, no ir por ahí desparramados: sin rarezas, con fortaleza, con naturalidad, pero sin concesiones. Lo pequeño es poner el salero y la gracia de una mortificación menuda, que pasa inadvertida, en cada acción, con amor» 490.
Alzo mi corazón lleno de agradecimiento a Dios por la obediencia y fidelidad con que se han seguido y se siguen en la Obra estas normas, fruto de la caridad pastoral de nuestro Padre. He querido recordároslas para que afinéis siempre en el modo de cumplirlas. «Asimilad bien y transmitid esos criterios y esos contenidos doctrinales, que aumentan la capacidad de discernimiento en estos momentos de confusión. A la vez que un poderoso antemural para la defensa del don precioso de la fe y para la integridad de la vida cristiana, son una ocasión de catequesis, de sólido apostolado. Es esta una labor colosal que nunca debemos descuidar: robustecer las creencias vacilantes de tantas almas, fortalecer la sana doctrina» 491.
Entre los dones que el Sembrador divino infundió en el alma de nuestro Padre, aquel 2 de octubre de 1928, se cuenta la veneración a los Ángeles de la Guarda. Tan hondamente quedó grabada esta devoción cristiana en el alma de nuestro Fundador, que muchos años después nos confiaba: «No es fácil que yo pueda olvidar aquel sonar de campanas, el 2 de octubre de 1928: las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles. Hijos míos, en vuestro trabajo, en vuestra lucha interior, en vuestro caminar por ese camino cuesta arriba y con dificultades, sabed que no estáis solos. Tenéis la gracia del Señor, tenéis la ayuda de nuestra Madre la Virgen Santísima, y tenéis a los Santos Ángeles Custodios» 492.
La devoción, más aún, el trato amistoso, confiado, con los Custodios constituye uno de los puntos característicos de la fisonomía espiritual que Dios ha fijado para su Obra. Por eso, desde los comienzos de nuestra vocación, y aun antes, cada uno de nosotros ha ido saboreando el descubrimiento de esta realidad: junto a la asistencia maternal de la Santísima Virgen, todas las personas contamos con un poderoso amigo –¡nada menos que un Príncipe del Cielo!– a quien el Señor ha encomendado la misión de ayudarnos en nuestro caminar hacia la vida eterna. La Iglesia, en efecto, aplica a los Ángeles Custodios las palabras que Dios dirigió a Moisés: Yo mandaré un ángel delante de ti para que te defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto 493.
La ayuda del Custodio se demuestra siempre poderosa para vencer en las batallas, grandes o pequeñas, de la vida interior. Con frecuencia os he repetido, haciendo eco a nuestro Padre, que el demonio no se toma vacaciones en su triste tarea de tentar a las almas. Por eso, hija mía, hijo mío, tú y yo hemos de permanecer en vigilia constante, como un soldado que está de centinela en la primera línea del frente. En esta vela de cada uno, nuestro Ángel de la Guarda no duerme: con el gozo de asistirnos, prevé las asechanzas del demonio, y muchas veces las desbarata; nos pone alerta cuando es preciso y nos brinda su fortaleza, mediante las mociones con las que, por voluntad divina, nos impulsa hacia el bien, respetando siempre nuestra libertad. No cesemos, pues, de invocarlo, con aquella oración antigua de la Iglesia, que rezamos en nuestras Preces: Sancti Angeli Custodes nostri, defendite nos in proelio ut non pereamus in tremendo iudicio [Santos Ángeles Custodios nuestros, defendednos en la lucha para no perecer en el día del juicio].
Estos servidores fidelísimos de Dios preparan nuestras almas para recibir las gracias que nos acompañan por la senda del cumplimiento de la Voluntad de Dios. También ellos se encargan de llevar ante el Señor nuestros deseos de fidelidad, nuestra contrición y nuestros propósitos: «Esa buena voluntad, que la gracia ha hecho germinar de nuestra miseria, como un lirio nacido en el estercolero» 494. Captaremos con más facilidad esta ayuda ordinaria que nos prestan si cada uno de nosotros se empeña por tener un trato habitual, hondo y amistoso, con su Ángel Custodio. «¿No se saluda y se trata con cordialidad a todas las personas queridas? –Pues, tú y yo –escribe nuestro Padre– vamos a saludar –muchas veces al día– a Jesús, a María y a José, y a nuestro Ángel Custodio» 495.
Este trato, insisto, ha de discurrir siempre por los cauces de una verdadera amistad personal. Como sucede entre amigos, la confianza con el Custodio –si existe esa amistad, si es real– nos llevará muchas veces a pedirle favores materiales y espirituales, que él ciertamente está en condiciones de alcanzarnos: es esta una enseñanza claramente contenida en la Tradición viva de la Iglesia y en la práctica del pueblo cristiano desde la más remota antigüedad. ¡Cómo le gustaba considerarlo a nuestro Padre! «Bebe en la fuente clara de los "Hechos de los Apóstoles": En el capítulo XII, Pedro, por ministerio de Ángeles libre de la cárcel, se encamina a casa de la madre de Marcos. –No quieren creer a la criadita, que afirma que está Pedro a la puerta. "Angelus eius est!" –¡será su Ángel!, decían.
»–Mira con qué confianza trataban a sus Custodios los primeros cristianos.
»–¿Y tú?» 496.
Hija mía, hijo mío, no tengas reparo en acudir a tu Ángel Custodio siempre que te haga falta, incluso para los asuntos más nimios y materiales. ¡Te maravillarás de los resultados!
También en el cumplimiento de nuestros deberes ordinarios la ayuda del Ángel Custodio se demuestra decisiva en muchos momentos, si recurrimos a su auxilio con espíritu de fe. «Así deseaba dedicarse a la oración un sacerdote, mientras recitaba el Oficio divino: "seguiré la norma de decir, al comenzar: ‘quiero rezar como rezan los santos’, y luego invitaré a mi Ángel Custodio a cantar, conmigo, las alabanzas al Señor".
» Prueba este camino para tu oración vocal, y para fomentar la presencia de Dios en tu trabajo» 497.
En el apostolado, el recurso a los Santos Ángeles Custodios resulta especialmente fructuoso. Para superar las dificultades del ambiente, para vencer el pesimismo, para preparar el terreno antes de una gestión apostólica y atraer a otras almas en pos de Cristo, los Ángeles Custodios se han caracterizado siempre en la Obra como los mejores «cómplices, especialmente en la labor de proselitismo» 498. Nuestro Padre, bien fundado en su experiencia, aconsejaba ganarse al Custodio de la persona concreta a la que queremos meter por los caminos de la amistad con Dios y del apostolado.
No olvidéis, hijas e hijos míos, que para la misión colosal que se nos ha confiado, de colaborar en la recristianización de la sociedad, es indescriptiblemente valiosa la acción de los Santos Ángeles encargados por Dios de la custodia de cada hombre, de cada mujer, y de cada pueblo o nación, como es piadosa creencia de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura 499. Vamos, por tanto, a actualizar con vigor estas alianzas espirituales que Dios, en su Sabiduría y Bondad, ha previsto para ayudar a sus hijos en la pelea contra las fuerzas del mal.
El 29 de septiembre hemos celebrado la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, a quienes nuestro Fundador, dócil a una clarísima inspiración divina, encomendó de modo especial las diversas tareas apostólicas de los fieles de la Prelatura. Hijos, consideremos en qué medida somos leales a este querer divino, y cómo incide en nuestra jornada la unión con estos Santos Patronos, para que nuestros trabajos de formación y de apostolado den frutos más abundantes en las almas.
Importunemos de modo especial al Arcángel san Rafael; pedidle que así como acompañó al joven Tobías en su largo viaje, librándole de los peligros y alcanzándole toda clase de bienes, del mismo modo acompañe a las muchachas y a los muchachos que se acercan al calor de la Obra, y a la gente joven del mundo entero. Ruego a Dios que en cada uno de nosotros –cualquiera que sea su edad y situación– alienten cotidianamente las ansias de participar de algún modo en la labor apostólica con la juventud, que constituye uno de nuestros apostolados más queridos: «la niña de nuestros ojos», según la expresión que usaba nuestro Padre.
No me alargo más. Me interesa, con estas líneas, reforzar vuestro optimismo y vuestra confianza sobrenaturales, trayendo a vuestra consideración la maravillosa realidad de los Santos Ángeles Custodios, y de su poderosa actuación. Es una devoción recia y bien fundada teológicamente, antigua como la piedad de los cristianos, que el Señor ha querido hacer brillar con nuevo lustre por medio del Opus Dei.
Invocamos a la Santísima Virgen como Regina Operis Dei, Reina del Opus Dei. A Ella acudimos con total confianza siempre, y de modo especial en este día, pidiéndole que continúe amparando bajo su manto a esta pequeña familia, a la que quiso tomar bajo su maternal protección el 2 de octubre de 1928. Y que los Santos Ángeles Custodios, de quien es santa María Reina y Señora, sigan siendo –como hasta ahora– nuestros amigos, nuestros defensores, nuestros aliados en esta batalla por implantar el Reino de Dios en el mundo, lucha en la que todos estamos empeñados.