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St 1, 1 Encabezamiento y saludo

En la antigüedad era común empezar las cartas con un saludo. Así lo hacen también los autores del Nuevo Testamento al escribir sus epístolas, si exceptuamos la epístola a los Hebreos y la primera de San Juan, que no lo tienen.
Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce tribus de la Dispersión, salud.
El saludo de la epístola de Santiago está reducido al mínimo. Se nombra al autor, afirmando ser siervo de Jesucristo, de donde le viene toda la autoridad doctrinal; se indican los destinatarios y se da el saludo.
Santiago, en griego ????ß?ß, que corresponde al hebreo Ya'aqob, era un nombre muy frecuente entre los judíos. Se trata, como ya hemos dicho en la introducción, de Santiago obispo de Jerusalén y pariente del Señor. Aquí se presenta humildemente como siervo de Dios y del Señor Jesucristo. En la Sagrada Escritura, el término siervo ('ebed en hebreo) tiene con frecuencia un sentido religioso. Se llamaban "siervos de Dios" los israelitas que se distinguían por su fidelidad al Señor, como los patriarcas, los profetas, los reyes buenos, los justos en general, e incluso el mismo Mesías es designado con el nombre de Siervo de Yahvé en Isaías Is 42, 1-2. En el Nuevo Testamento, los apóstoles son llamados "siervos del Señor", y también todos los cristianos. San Pablo se designa a sí mismo con este título.
Santiago, al presentarse como siervo de Dios, quiere significar que su persona, su vida, su autoridad, vienen como a constituir una especie de servicio, de ministerio religioso, de acto de culto en honor de Dios y de Jesucristo. El es el siervo del Señor Jesucristo. Esta fórmula o apelación es muy antigua, y designa al Mesías-Señor, constituido jefe de la humanidad regenerada en el día de su resurrección. En los LXX, el título de Señor (Kúpios) es dado a Dios, y traduce el nombre divino Yahweh. Los cristianos dieron ya desde un principio el título de Señor a Jesús, tomándolo no del helenismo, sino del Antiguo Testamento. En nuestro texto se da mayor realce a la divinidad y a la soberanía (Señor) de Jesús que a su mesianidad, la cual se supone ya bien conocida. La construcción griega no permite, sin embargo, unir la palabra Dios a Jesucristo, y traducir: "Siervo de Jesucristo, Dios y Señor," como hace San Cirilo Alejandrino y diversos autores antiguos.
No hay razón alguna para rechazar la frase; del Señor Jesucristo, como quisieran los críticos acatólicos Spitta, Massabieu, Meyer, con el fin de poder sostener que la epístola de Santiago es un escrito enteramente judío. La expresión se encuentra en todos los códices. Después de Señor, la Vulgata añade nuestro, con las versiones Pesitta y la Bohaírica; pero es mejor suprimirlo, pues falta en el griego.
Santiago dirige su carta a las doce tribus de la Dispersión, que designaban en aquel tiempo a todos los cristianos de origen judío que vivían dispersos fuera de Palestina. En la antigüedad israelita, la expresión Dispersión (en griego, Diáspora) servía para designar a los judíos emigrados de Palestina. Sin embargo, algunos comentaristas consideran las doce tribus de la Dispersión como sinónimo del nuevo Israel o de la Iglesia. En cuyo caso la epístola iría dirigida a todos los cristianos, fuesen judíos o paganos. En la introducción ya dijimos que la epístola fue dirigida directamente a los judíos convertidos que habitaban fuera de Palestina. Esto se ve claramente por el estudio del contexto y de la misma epístola.
Después de mencionar al autor y a los destinatarios de la epístola, viene el saludo: ?a??e??. Esta forma de saludo, corriente entre los griegos, significa propiamente regocijaos. Se encuentra frecuentemente en los autores clásicos, en los papiros, en los LXX, y otras dos veces en el Nuevo Testamento. El texto de Hch 15, 23 nos habla precisamente del decreto del concilio apostólico de Jerusalén, en cuya composición colaboró Santiago. También se emplea una forma parecida en Mt 26, 49; Mt 28, 9, y Lc 1, 28. San Pablo, en cambio, prefiere la fórmula gracia y paz (????? ?a? e?????), del mismo modo que San Pedro. Los orientales saludaban con la expresión "la paz sea con vosotros."
Es posible que Santiago haya escogido de propósito el saludo griego, con el fin de tomar de esto pie para precisar, en el versículo siguiente, el carácter religioso de la alegría que desea a sus fieles.

St 1, 2-12. Consejos para soportar las pruebas

St 1, 2-4. Alegría en las pruebas

Santiago envía a los cristianos afligidos un mensaje de alegría. Esos cristianos son designados por nuestro autor con la expresión hermanos míos (v.2). Es una expresión llena de ternura y afecto, que es bastante empleada en la epístola. Los cristianos aplicaban este título a todos los convertidos, incluso a los gentiles; porque, para el cristianismo, la fraternidad no proviene de la nacionalidad -como sucedía en el judaísmo-, sino de la fe. Los hermanos son los miembros de la familia en la que Dios es Padre de todos y Jesús es el hermano mayor. Jesucristo nos ha enseñado con la parábola del buen samaritano que hemos de considerar a todos los hombres, incluso a los miembros de naciones enemigas, como hermanos. Y San Pablo dice con frase enérgica: "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús." Ga 3, 26-28
El mensaje de alegría que el autor sagrado dirige a los cristianos que sufren era tanto más necesario cuanto que los primeros con vertidos del judaísmo debían esperar que, con la venida del Mesías y su conversión, se verían libres de toda clase de sufrimientos. Sin embargo, la experiencia demostraba lo contrario. Por eso, muchos cristianos debían preguntarse por qué Dios permitía que sufriesen como antes o tal vez más. Santiago responde, a imitación de los sabios del Antiguo Testamento, al problema del mal y del sufrimiento. Pero su respuesta es infinitamente superior a la de aquéllos, porque ha visto a Cristo responder con su propia vida al grave problema del dolor.
Los cristianos han de tener por sumo gozo el verse rodeados de diversas tentaciones (v.2). La intensidad de la alegría es subrayada aquí del mismo modo que en Flp 2, 29; Flp 4, 4. El discípulo de Cristo nunca estará tan cerca de la verdadera alegría como cuando está expuesto a toda clase de pruebas. Esta es la razón de que Jesús declare bienaventurados a los que sufren y son perseguidos, y les diga: "Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa." Mt 5, 12. Y San Pablo enseña lo mismo cuando escribe: "Nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada, y la virtud probada, la esperanza." Rm 5, 3-4. Es la esperanza del premio eterno la que transforma el dolor del justo en alegría. El mismo San Pablo nos dice en otro pasaje de la epístola a los Romanos, Rm 8, 18: "Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros." Es el ejemplo, el amor de Cristo perseguido, azotado y muerto por nosotros, el que daba fuerza a los apóstoles, los cuales salían "contentos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús." Hch 5, 41. Y San Pedro consuela a los cristianos oprimidos injustamente por sus amos con estas palabras: "Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas." 1P 2, 19
He aquí la solución que da el cristianismo al terrible problema del dolor, que había angustiado a tantas almas justas del Antiguo Testamento. A la luz de esta enseñanza, los lamentos del libro de Job, de algunos salmos, del Eclesiastés, etc., pierden su sentido trágico. El dolor será en adelante, no un motivo que haga zozobrar las almas, al no explicarse la conducta de Dios con sus criaturas, sino un medio que las acerque más a Él, que las santifique más.
Las diversas tentaciones o pruebas, contra las cuales chocaban los cristianos convertidos del judaísmo, se refieren, no precisamente a las persecuciones, sino más bien a las tribulaciones cotidianas. El contexto, al hablarnos de los ricos, lo hace en términos que parecen sugerir que tales pruebas provenían principalmente de la pobreza. Se trata seguramente de las vejaciones y expoliaciones que sufrían los cristianos pobres por parte de los ricos. Son, por lo tanto, circunstancias dolorosas que ponen a prueba la fe de los cristianos, y no tentaciones al pecado, como se podría suponer de la versión de la Vulgata: "in tentationes varias incideritis." Las pruebas que provienen del exterior, soportadas con paciencia, sirven para evitar el pecado y la concupiscencia, acrecientan los méritos, se ejercitan las virtudes y nos obtienen el auxilio divino.
Los cristianos que sufren las vejaciones de los ricos han de complacerse en la prueba, considerando que la prueba de vuestra fe engendra la paciencia (v.3). Las pruebas contribuyen al perfeccionamiento moral y pueden ser un gran beneficio para el cristiano, porque purifican su fe. Del mismo modo que el fuego purifica los metales, así el sufrimiento purifica a las almas y manifiesta la calidad de su fe. La fe de que nos habla aquí Santiago es la fe subjetiva, la virtud de la fe, que es probada en las tentaciones, conociéndose así mejor su buena calidad.
La prueba engendra, produce, como efecto, la paciencia = ?p?µ???. En el Nuevo Testamento, la ?p?µ??? designa la virtud de la paciencia que posee el alma fiel en medio de las pruebas y aflicciones, con la cual puede perseverar durante largo tiempo en la fe y en el amor de Dios. Esta fue la virtud que poseyeron los mártires del Antiguo y del Nuevo Testamento. San Pablo recomienda la paciencia en las pruebas como uno de los signos que deben caracterizar a los verdaderos ministros de Cristo, como una de las virtudes más necesarias para el cristiano. En la epístola a los Romanos se expresa un pensamiento semejante al de Santiago, aunque enfocado desde otro punto de vista. El Apóstol de los Gentiles considera nuestra paciencia como la paciencia del Salvador continuada en sus miembros, en los cuales encuentra incluso su complemento necesario. Por consiguiente, paciencia en sentido bíblico no es la virtud que reprime los movimientos desordenados de la ira, sino la espera paciente del auxilio y del premio divinos prometidos a los atribulados.
El efecto del sufrimiento, soportado pacientemente por el cristiano, ha de ser el de hacer avanzar al hombre en la perfección. Es doctrina ya enseñada en los libros Sapienciales del Antiguo Testamento que la prueba sirve para curar y educar al hombre. Así lo afirma expresamente Eliú y el Sirácide. Según ellos, era conveniente soportar la prueba, porque nos hace bien. Santiago va todavía más lejos, pues orienta el alma hacia el premio del cielo y la exhorta a la alegría en medio de las tribulaciones, imitando en esto a Jesús, que ya lo había enseñado en el sermón de la Montaña.
La fe tiene en Santiago -como también en el judaísmo- un carácter esencialmente práctico: es a un mismo tiempo confianza en Dios y perseverancia en la acción. Por eso, la paciencia, como fruto de la fe, ha de ir acompañada de buenas obras. Si queremos ser cristianos perfectos y cumplidos (v.4), es decir, irreprochables, nuestra fe ha de ser perseverante y no detenerse a medio camino. Ha de ir acompañada de una obra perfecta, o sea, de la práctica de todas las virtudes cristianas. Jesucristo quiere que sus discípulos sean "perfectos como el Padre celestial."
La perfección moral, la santidad cristiana, que ha de ser el fin y el fruto de la tribulación y de la paciencia, es inculcada por medio de tres expresiones muy significativas: han de ser perfectos, alcanzando la meta fijada por Dios; íntegros, completos, en todas aquellas partes de que consta la perfección, y sin faltar en cosa alguna, o sea, sin carecer de ninguna cosa que se ordene a la perfección.
Aunque en nuestra vida moral muchas veces tropezamos y caemos, sin embargo, tanto Jesucristo como Santiago quieren que el alma viva en un esfuerzo constante hacía el bien, asegurándose de este modo la perseverancia final.

St 1, 5-8. Oración pidiendo la sabiduría

El pensamiento expresado en el v.4, sobre la posibilidad de que a los cristianos les pueda faltar alguna cosa, tal vez haya inducido al autor sagrado a hablar de la sabiduría como medio para obtener lo que puede faltar. Si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dio, y le será otorgada (v.5). Esta sabiduría no es la que buscaban los griegos, fruto de la ciencia y de la filosofía profanas, ni tampoco la sabiduría de orden dogmático que San Pablo predica a los perfectos, sino más bien la sabiduría práctica, que permite apreciar las cosas y los sucesos en su justo valor, en conformidad con la ley divina, y en el caso presente enseña a saber sufrir.
Santiago reproduce más o menos la enseñanza moral de los libros Sapienciales sobre la sabiduría. En nuestra epístola, la doctrina de la sabiduría conserva todavía su carácter viejotestamentario. Como en Job, se insiste en la necesidad de la sabiduría para comprender la razón de ser de las tribulaciones. El principio de esta sabiduría es el temor de Dios.
La teología de la sabiduría es desarrollada en otros libros del Nuevo Testamento, sobre todo en San Pablo. Revelada por Cristo, viene a ser, en cada uno de nosotros, un don del Espíritu Santo y un fruto de la oración. Tiene por objeto el Misterio de Dios y es la que guía al fiel en la vida. Lo que la distingue de la sabiduría mundana -según San Pablo- está en que juzga todo según Cristo crucificado; porque Dios obra en el orden espiritual únicamente mediante la cruz de Cristo, que el mundo rechaza.
El que no posea esta sabiduría ha de pedirla a Dios, y le será dada. La oración es el gran medio para obtener de Dios cualquier gracia. Ya lo dijo Jesucristo: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá"(Mt 7, 7). Dios da continuamente y a todos los hombres. Santiago seguramente debe tener presente la enseñanza de Cristo acerca del Padre celestial, que hace nacer el sol sobre buenos y pecadores. La liberalidad divina está dispuesta a socorrer a todos los hombres sin hacerse exigente. Y esto mismo ha de ser motivo para que el fiel pida la sabiduría. El término griego ap??? puede traducirse de dos maneras: "simplemente, sin condición," o también "generosamente, liberalmente" (Vulgata: adfluenter). La idea de generosidad se expresa de la misma manera en 2Co 8, 2; 2Co 9, 11-13; Rm 12, 8. Por lo que se refiere a la expresión µ? ??e?d????t?? (Vulgata: non improperat) : sin reproche, hay que notar que el sentido es el siguiente: Dios no reprocha a los que le dirigen súplicas ni siente pesar por los beneficios ya concedidos contrariamente a los hombres, que con frecuencia parecen reprochar a los pobres la limosna que les dan. El libro del Eclesiástico recomienda varias veces no reprochar después de haber dad. La única condición que exige Dios para dar generosamente es la oración llena de confianza. Pidamos como Salomón, y obtendremos, como él, la sabiduría y todos los demás bienes.
La oración, para ser eficaz, debe ir acompañada de la fe. Por eso dice Santiago: Pero pida con fe, sin vacilar en nada (v.6). Esta fe (p?st??) no designa propiamente la virtud infusa de la fe, sino la confianza, la esperanza cierta de obtener todo lo que pedimos. Una tal confianza se funda en la promesa de Cristo, el cual ha prometido: "Todo cuanto orando pidiereis, creed que lo recibiréis y se os dará" (Mc 11, 24). Por eso, el hombre ha de pedir a Dios con toda su alma, sin dudar. Porque quien vacila (lit: juzga) es semejante a las olas del mar. (v.6b). Santiago pone aquí en guardia a los cristianos contra los espíritus críticos, que todo lo quieren juzgar y discutir. Este querer juzgarlo todo puede llevar, en el aspecto religioso, al escepticismo práctico, que mataría de raíz el espíritu de oración.
Santiago ilustra a continuación, mediante la imagen de las olas del mar movidas por el viento, la importancia que tiene una actitud firme en la oración. "Si falta la fe -dice San Agustín-, la oración perece.; la fe es la fuente de la oración." Jesús reprochó a San Pedro, cuando estaba para sumergirse en medio de las olas encrespadas del mar, su poca fe. La comparación tomada del mar revuelto es muy apropiada para designar al alma vacilante. En el Antiguo Testamento también se emplea la imagen del mar agitado como símbolo del alma voluble e inestable, que nunca puede estar en reposo.
Una oración hecha en semejantes condiciones, es decir, con fe vacilante, no puede ser escuchada, porque desagrada a Dios (v.7). El hombre que vacila es porque tiene su alma dividida en sentimientos contrarios, y es sacudida por los acontecimientos como las olas por el viento. El ???? d?????? -varón indeciso (v.8)-, designa al hombre de doble alma, dividido entre dos sentimientos o dos pensamientos: por una parte espera ser escuchado, y por otra teme que Dios no le oiga. El Antiguo Testamento también nos habla del hombre de doble corazón (beleb waleb), que corresponde al d?????? de nuestra epístola. Rabí Tanchuma dice en su Miaras, a propósito del Deuteronomio, Dt 26, 16: "He aquí que la Escritura advierte a los israelitas y les dice: Cuando oréis a Dios, no debéis tener dos corazones, uno vuelto hacia Dios, y el otro hacia un objeto diferente." Y también es muy conocida la sentencia de nuestro Señor: "Nadie puede servir a dos señores." Mt 6, 24.

St 1, 9-11. El pobre y el rico ante la prueba

El autor de nuestra epístola, después del paréntesis sobre la necesidad de pedir la sabiduría para saber gozar en las tribulaciones (v.5-8), vuelve a hablar de la alegría que el cristiano debe experimentar en medio de las aflicciones de la pobreza. Y comienza con una aplicación práctica: el pobre ha de gloriarse, porque su condición humilde es ensalzada. El rico ha de encontrar en su propia fragilidad motivos para glorificar al Señor (v.8-10).
El hermano pobre designa al cristiano humilde, modesto por su condición social, más bien que al pobre en bienes de fortuna. Viene a ser como el continuador de los Anawim, de los cuales nos habla el Antiguo Testamento y anuncia su exaltación. El estado humilde que ocupan en la Iglesia les confiere en ella una dignidad que basta para consolarles en su miseria, porque de este modo cumplen la bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt 5, 3), y se asemejan más a su Maestro divino.
La exaltación del pobre no se refiere aquí a un cambio brusco de fortuna, como el que nos cuenta el final del libro de Job; ni tampoco a la recompensa sobrenatural en la otra vida -de esto nos hablará en el v.12-, sino al estado actual del humilde, en cuanto que es una perfección moral, consecuencia de las pruebas y de la posesión de la sabiduría. La exaltación de los humildes formaba parte del programa mesiánico. El cristiano ha de regocijarse a causa de su dignidad de hijo de Dios, de hermano de Cristo, de heredero del reino de los cielos. Esto le confiere tal nobleza, que bien puede gloriarse.
Santiago nos presenta a continuación una antítesis encantadora: del mismo modo que el pobre se gloría en su exaltación, así el rico ha de gloriarse en su humillación (v.10). ¿De qué humillación se trata? No parece aludir a una ruina material causada por la prueba, ni a una humillación moral, sino más bien quiere decir que el rico ha de gloriarse de su fragilidad. Los cristianos ricos -de los cuales se trata aquí- son invitados a complacerse, a buscar motivos de confianza y alegría, no en sus bienes terrenos, sino en el pensamiento de su fragilidad y de la caducidad de las riquezas. Porque el rico con sus riquezas pasará como la flor del heno (v.10), es decir, será pronto despojado de sus riquezas por la muerte, del mismo modo que la hierba pierde en seguida su belleza. Esta imagen está tomada de Is 40, 6-8, en donde también se habla de la caducidad de la belleza de la flor.
La idea que aflora de la comparación de todos estos textos es la de la caducidad y vanidad de las ventajas humanas, es decir, aquí de las riquezas.
Algunos autores, sin embargo, piensan que en este pasaje se habla del rico en general, cristiano o no cristiano. En cuyo caso nuestro autor diría con severa ironía: Que se gloríe el rico en sus riquezas, pues son cosas efímeras, que pasarán como flor de hierba (San Beda, Ceulemans, etc.). Así interpreta también este versículo el P. Teófilo García de Orbiso, el cual añade que no se da el nombre de hermano al rico, ya que se trataría de uno que o no es cristiano o es un mal cristiano.
A continuación (v.11) el autor sagrado explica y desarrolla la idea contenida en el v.10. Se trata de un fenómeno corriente en Palestina: el viento caliente del desierto, que sopla de la parte oriental, seca y abrasa toda vegetación. El término griego ?a?s?? (Vulgata: ardor) puede significar bien sea "calor," "ardor", o bien "viento caliente." Este último sentido parece aquí el más apropiado, porque, si se refiriese al calor del sol, tendría a?t?? después de ?a?s?vt. Además, en el texto de Is 40, 6-8, al cual alude Santiago en este versículo, se habla del "soplo de Yahvé" (ruah qadim), que es el viento del oriente, el que seca y quema todo lo que encuentra, haciendo desaparecer su belleza. Esto mismo es confirmado por lo que sigue en el versículo 11 de nuestra epístola, que está tomado evidentemente de Is 40, 7.
Finalmente, viene la aplicación a los ricos: así también el rico se marchitara en sus empresas (v.11b). El rico recibe una lección útil y elevada: el fracaso de sus empresas le será provechoso. La expresión en sus empresas se podría entender en sentido moral: de la conducta, del comportamiento en la vida (cf. v.8); sin embargo, la Vulgata y St 4, 13 parecen apoyar con fuerza el sentido literal: viajes emprendidos por asuntos comerciales, especulaciones comerciales.
El tema de la caducidad de las riquezas es frecuente en la Sagrada Escritura y en la literatura clásica. En el Antiguo Testamento, las riquezas eran deseadas y consideradas como una bendición del cielo. Por eso, Job y Tobías se sienten dichosos al recuperar sus bienes. Santiago se eleva por encima de estas miras demasiado terrenas, y declara la prueba de la pobreza un medio de perfección más elevado y un motivo que puede asegurar la salvación eterna.

St 1, 12. La recompensa prometida a la prueba

La perspectiva se ensancha en este versículo. Ya no se trata de regocijarse en la tribulación a causa del progreso moral que de ella dimana, sino a causa de la recompensa que merece. Bienaventurado el varón que soporta la tentación (v.12). Esta bienaventuranza es la traducción de la expresión hebrea (aserei ha'is 'aser,) que se lee frecuentemente en los Salmos y en los libros Sapienciales. En el Nuevo Testamento, si exceptuamos Rm 4, 8, que cita el salmo Sal 32, 2, las bienaventuranzas son expresadas de un modo algo distinto. Nuestra epístola conserva, pues, la expresión propia del Antiguo Testamento.
El varón de condición humilde, que soporta la prueba y triunfa de ella, es beatificado. Las obras buenas, especialmente los sufrimientos soportados por amor de Dios, merecen premio delante de Él. Por eso, los que tal hagan recibirán la corona de la vida eterna. Los antiguos solían llevar en las fiestas y banquetes coronas de guirnaldas, de flores o de laurel, para expresar su alegría. Posteriormente vino a ser el signo de la victoria y de la realeza. La corona en este pasaje es, por lo tanto, el símbolo de la alegría y de la dignidad, de la recompensa y de la victoria. Aquí se trata de una corona determinada y bien conocida -t?? st?fa???, con artículo- : es la corona de la vida eterna, prometida a los que hayan amado a Dios sobre todas las cosas. Jesucristo había declarado bienaventurados a los pobres "porque de ellos es el reino de los cielos", Mt 5, 3. Estos participarán en el cielo de las alegrías y de la recompensa por la victoria obtenida sobre las aflicciones de este mundo. La imagen de la corona simboliza la participación de esos cristianos en el reino de Cristo, fuente de triunfo y de alegría. En este sentido nos habla San Pablo de la "corona de justicia"; San Pedro de la "corona inmarcesible de la gloria" (1P 5, 4), "y el Apocalipsis, de la "corona de la vida" (Ap 2, 10). Cristo victorioso aparece en el Apocalipsis ceñido con una corona, lo mismo que la Mujer vestida de sol, y los cristianos permanecieron fieles en las persecuciones que el Imperio romano declaró a la Iglesia. Todos ellos llevan coronas porque son vencedores y reinan con Cristo.
Los mártires cristianos constituyen el ejemplo más claro de la promesa anunciada por Santiago. Ellos realizaron de una manera perfecta lo que el Apocalipsis desea a la iglesia de Éfeso: "Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida"(Ap 2, 10). Esta corona la prometió Dios a los que le aman (v.12b).
El fiel ha de procurar ordenar todo en este mundo a la perfección, especialmente la prueba, porque de esta manera se prepara la corona de la gloria eterna. Éste motivo constituirá una fuente de consuelo para los afligidos y les dará fuerzas para recibir y soportar las pruebas con alegría. Las aflicciones son un excelente medio para probar el amor verdadero para con Dios.

St 1, 13-15. El origen de la tentación

Después de hablar de la utilidad de las pruebas para perfeccionar al hombre moralmente y obtenerle la bienaventuranza eterna, pasa ahora Santiago a instruir a los fieles sobre las tentaciones propiamente dichas.
Santiago no intenta dar aquí un análisis completo de la tentación, sino que recuerda simplemente, por una parte, la incompatibilidad de Dios y del mal (v.15a), y, por otra, la entera responsabilidad del pecador (v.15b-15). El autor sagrado pone en guardia al fiel que ya ha pecado, contra una excusa fácil de la falta cometida, y tal vez trate de responder a una objeción: ¿Cómo es posible que Dios, siendo bueno, nos solicita al mal? Ciertos fieles debían atribuir a Dios la causa de su propia culpabilidad. El libro del Eclesiástico ya había precavido a sus lectores contra el mismo error, Si 15, 11-20, y lo mismo hace el libro de los Proverbios, Pr 19, 3.
La epístola de Santiago responde a la objeción, afirmando que nadie en la tentación diga: Soy tentado por Dios. Porque Dios no es tentador. Dios es la misma santidad, tanto en sí mismo como en sus obras, y no puede inducir al mal ni ser el origen de algún mal por consiguiente, decir que Dios tienta es contradecir lo que nosotros sabemos de Él.
El verbo pe????e?? significa tentar, impulsar al mal. Si se entiende en sentido amplio de "someter a una prueba," en este caso Dios puede tentar, como vemos, por ejemplo, en el caso de Abraham. En este sentido decía San Agustín: "Est enim tentatio adducens peccatum qua Deus neminem tentat, et est tentatio probans fidem qua et Deus tentare dignatur." Sin embargo, el significado ordinario de pe????e?? es el de impulsar al mal en sentido peyorativo, el de inducir de una manera positiva al pecado, lo cual repugna a la santidad divina. Si el Padre nuestro pide a Dios: "no nos pongas en la tentación," es que la lengua y el pensamiento hebreo no suelen distinguir entre lo que Dios quiere positivamente y entre lo que Dios solamente permite. Todo lo atribuyen a Dios directamente, sin tener en cuenta las causas segundas. La malicia de las tentaciones es imputable al demonio, que es el padre del pecado y de la muerte y el tentador por antonomasia.
Como confirmación de lo dicho, el autor sagrado aduce una prueba deducida de la santidad divina: Dios ni puede ser tentado al mal ni tienta a nadie (v.15). La Vulgata ha entendido la frase griega aducida en sentido activo: "intentator (= non tentator) malorum." Sin embargo, todos los autores modernos la entienden en sentido pasivo: "no puede ser tentado al mal," porque así se evita una tautología con lo que sigue: no tienta a nadie. El autor sagrado quiere decir que, por el hecho de ser Dios santo, es incapaz de querer el mal, y tampoco puede ser tentado de tentarnos a nosotros, es decir, de inducirnos al mal.
Al argumento metafísico, deducido de la santidad de Dios (?.13), Santiago añade otro argumento psicológico, tomado de nuestra experiencia personal. El pecador tiene conciencia de que la fuente del mal y del pecado está en el fondo del corazón humano. La verdadera causa de la tentación al mal es la propia concupiscencia, es decir, aquella perversa inclinación al mal que es causada en el hombre por el pecado original, la cual permanece en el hombre incluso después del bautismo. Aunque la concupiscencia no es pecado, sin embargo, proviene del pecado y arrastra al pecado "Santiago conoce -dice el P. Teófilo García de Orbiso- otras fuentes de la tentación: el mundo y el demonio, contra los cuales previene a los fieles (St 1, 27; St 4, 4-7). Pero aquí habla de la causa próxima e íntima de la concupiscencia mala que se encuentra en toda tentación, y a la que vienen a reducirse tanto el mundo como el demonio en cuanto que sólo por medio de ella pueden obrar en la voluntad humana."
La concupiscencia atrae y seduce al hombre como una mujer de mala vida, la cual con sus artes trata de seducir a los hombres. El autor sagrado posiblemente tenía en su mente la imagen de la cortesana. En cuyo caso habría perfecta continuidad entre el v.14 y 15. La concupiscencia es personificada en el v.15 como una meretriz que seduce, concibe y pare. De este modo, Santiago describe plásticamente el proceso de la tentación, que de la sugestión pasa al placer, al consentimiento y a los efectos del pecado. Se trata del pecado totalmente desarrollado, que después de su nacimiento crece y, cuando llega a su pleno desarrollo, produce su fruto. El fruto del pecado consumado es la muerte: la muerte espiritual del alma, que es privada de la gracia, y la muerte eterna en el infierno para el que no se arrepienta. San Agustín tiene también este bello pensamiento: "Si peccatum non times, time quod perducit peccatum. Dulce est peccatum sed amara est mors. Ipsa est infelicitas hominum: propter quod peccant, morientes hic dimittunt et ipsa peccata secum portant."
El proceso y el resultado de la tentación consentida forman contraste con el proceso y el resultado de las pruebas soportadas por amor de Dios. Las pruebas purifican la fe; la fe produce la paciencia; la paciencia, la perfección, y la perfección es recompensada en el cielo. Por el contrario, la concupiscencia es causa de la tentación, ésta engendra el pecado, y el pecado la muerte. Estío observa, contra Lutero y Calvino, que en nuestro versículo la concupiscencia es bien distinta del pecado, como enseña el concilio Tridentino. Ciertos autores ven en el v.15 expresada la distinción entre pecados graves y leves. Sin embargo, creemos que en este versículo se trata únicamente del pecado grave, que es el que causa la muerte del alma.

St 1, 16-18. De Dios proceden todos los bienes

El autor sagrado vuelve como a coger el hilo de la argumentación del v.13, para poner de manifiesto la bondad inmutable de Dios. No os engañéis, hermanos míos carísimos, porque de Dios no proviene ninguna clase de mal, sino toda clase de bienes. El v.17 precisa de una manera sintética los bienes que proceden de Dios: Todo buen don (d?s?ß) y toda dadiva (d???µa) perfecta viene de arriba. El término d?s?? designa, bien sea el acto de dar o bien el don mismo. Aquí es preferible el significado de don, por el paralelismo con d???µa, el cual significa también don, dadiva. La epístola no determina qué dones son éstos, sino que se coloca en un punto de vista general. Se podrían incluir en el término gracia, tomado en sentido amplio.
Todos estos dones descienden del Padre de las luces (v.17b). Aquí se toma Padre en el sentido de creador, de autor de una cosa. En el mismo sentido, San Pablo llama a Dios "Padre de las misericordias" (2Co 1, 3), "Padre de la gloria" (Ef 1, 17). Las luces designan los astros. La idea de Dios creador y señor de los astros es frecuente en la Biblia. "Bendito sea el Señor nuestro Dios, que ha formado los astros," dice la oración judía del Sema. La expresión Dios "Padre de las luces" ha de entenderse aquí, ante todo, en sentido propio, pero no se excluye -antes bien-, parece insinuado por la antítesis con ?tt?s??asµa -sombra- el sentido alegórico. Dios, que ha sido el Creador de las lumbreras celestes y en el que no existe sombra alguna, es la luz y la fuente de toda luz moral. De Él sólo pueden proceder los bienes y la felicidad.
Santiago continúa inspirándose en el lenguaje astronómico. Por eso añade: En el cual (en Dios) no se da mudanza ni sombra de alteración (v.17c). El autor sagrado parece referirse al eclipse (?p?s??asµa) ? al oscurecimiento debido al movimiento sideral de los astros. Dios, en cuanto que es la fuente de toda luz y Creador de todos los astros, no conoce ninguna variación ni está sometido a ninguno de los eclipses de los astros. Su luz es siempre la misma; es decir, en Dios no hay ninguna imperfección. Esta inmutabilidad de Dios es expresada en el Antiguo Testamento contraponiéndola a las mutaciones de los astros. De Dios sólo proceden las cosas buenas; por eso, atribuir a Dios la solicitación al mal es una verdadera blasfemia.
Una prueba de la bondad divina es nuestra regeneración. Dios es verdaderamente Padre para nosotros, pues por su propia voluntad nos engendró (v.18). Es decir, nos dio la vida de una manera puramente gratuita y sin mérito alguno por nuestra parte. Más no sólo nos infundió la vida natural, sino sobre todo la vida sobrenatural, que nos comunicó mediante la gracia santificante, constituyéndonos verdaderos hijos suyos. Se trata, por consiguiente, del nacimiento sobrenatural de los cristianos, especialmente de los judíos convertidos, a los cuales va dirigida la epístola. Esta regeneración espiritual era operada por el bautismo, al que seguramente se alude aquí. El autor sagrado ve en la vocación cristiana una nueva creación, a la manera de San Pablo y de San Juan.
La metáfora del nacimiento espiritual se encuentra ya en Dt 32, 18, en donde se habla de Israel en sentido colectivo, a quien Dios formó y engendró. Los autores del Nuevo Testamento han aplicado las imágenes de nacimiento, regeneración, filiación, directamente a los individuos, y las han trasladado al orden sobrenatural. La idea de un nuevo nacimiento aplicada al ingreso en la Iglesia se encuentra varias veces en el Nuevo Testamento.
¿Cómo se realizó el nacimiento espiritual? Por la palabra de la verdad, es decir, por medio de la predicación del Evangelio. San Pablo dice también en este sentido: "Vosotros, que escuchasteis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salud." (Ef 1, 13). Y en la primera a los Corintios, 1Co 4,15, afirma aún con mayor fuerza: "Yo fui quien os engendró en Cristo por el Evangelio." Lo mismo enseña San Pedro: "Dios, por su gran misericordia, nos reengendró a una viva esperanza." (1P 1, 3) Y poco después añade: "Fuisteis engendrados, no de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios." (1P 1, 23)
La palabra de la verdad designa la Ley mosaica en el Sal 119, 43. En San Pablo, la palabra de la verdad, con el artículo, es la revelación cristiana. En nuestro texto es el Evangelio. Pero no sólo en tanto que es predicado, sino también como operación poderosa y eficaz de Dios. La Palabra de Dios se considera en la Biblia como la ejecutora de su voluntad.
Los cristianos, a los que se dirige Santiago, fueron regenerados para que fuesen como primicias de sus criaturas. El pronombre indefinido t??a sirve para suavizar un término que, yendo solo, parecería demasiado categórico. De ahí que se pueda traducir por como, en cierto modo. El término primicias no ha de ser entendido en el sentido de la antigua ceremonia judía, según la cual se ofrecían en el templo los primeros frutos, con el fin de reconocer la soberanía de Dios sobre toda la cosecha y poder después disponer libremente del resto3. El sentido que tiene aquí es más bien el que ya tiene en otros lugares de la Sagrada Escritura, en donde significa simplemente lo que viene antes de la masa: Israel, que se acercó a Dios antes que las naciones; los corintios se convirtieron antes que el resto de la Acaya. Del mismo modo, los cristianos, a los que va dirigida nuestra epístola, fueron los primeros en convertirse a la fe de Cristo y son, en consecuencia, como las primicias de todas las criaturas. Por eso mismo, San Pablo compara los cristianos a las primicias en Rm 16, 5; 1Co 16, 15. Otros autores, sin embargo, entienden primicias en el sentido de la parte mejor de una cosa. Los cristianos serían la parte más noble y digna de toda la creación a causa de su dignidad de hijos de Dios.

St 1, 19-27. Deberes respecto de la Palabra de Dios

St 1, 19-21

Después que Santiago ha hablado de la Palabra de Dios, pasa ahora a indicar los deberes principales del hombre para con esa Palabra. En primer lugar hay que saber escucharla. El Evangelio exige nuestra cooperación. La expresión sabéis corresponde al griego ?st? -forma clásica en lugar de la helenística ??date, que es más común-, que es la lección de los mejores códices (BSAC, Vulgata, Bohaírica). Para algunos autores sería un imperativo; para otros, con más razón a nuestro entender, sería más bien un indicativo que recuerda cosas ya conocidas de los lectores. De hecho, todo lo que sigue se encuentra sustancialmente en los Proverbios, en el Eclesiastés, en el Eclesiástico y en las máximas de los autores profanos.
Santiago llama a sus lectores hermanos míos carísimos. Es una expresión de ternura con la que suele comenzar un nuevo argumento. Por eso aquí comienza también un nuevo período.
Todo hombre -dice nuestra epístola- debe ser pronto para escuchar, tardo para hablar (v.19). Esta máxima, que es inculcada en los libros Sapienciales y en la sabiduría de todos los pueblos, ha de cumplirse de un modo especial cuando se trata de escuchar la Palabra de Dios, bien sea en las asambleas litúrgicas o bien en otro lugar. Santiago inculca aquí una máxima que los sabios daban frecuentemente a sus discípulos en los libros Sapienciales. Otro tanto hacían los rabinos, como se ve por los paralelos aducidos por Strack-Billerbeck, y los autores paganos. Zenón, por ejemplo, decía: "Tenemos dos orejas y una boca a fin de que escuchemos más y hablemos menos."
Santiago exhorta a los fieles a no querer erigirse en seguida como maestros, sino antes aprender bien y meditar profundamente la Palabra de Dios.
El cristiano ha de ser también tardo para hablar, porque de la lengua locuaz pueden provenir muchos males morales. Además, este consejo es una norma de prudencia, pues así se evita la nota de locuacidad y el desprecio de los hombres sensatos.
A continuación añade el autor sagrado que el hombre ha de ser tardo para airarse. Santiago seguramente habla aquí de la cólera, porque ésta lleva a interrumpir la enseñanza, turba las ideas y da libre curso a palabras desordenadas. La misma asociación de ideas la encontramos en Luciano. También los libros Sapienciales recomiendan ser lentos en la cólera; y lo mismo hacen los filósofos. En el v.20, Santiago da la razón de por qué el hombre ha de ser lento en la cólera: porque ésta no obra la justicia de Dios. "El que quiere instruir con fruto a los demás ha de escuchar con paciencia y hablar sin cólera" De Ambroggi, o.c. p.56. Además, el que está irritado no realiza la justicia que Dios quiere, es decir, no está en condiciones de hacer lo que es justo y santo delante de Dios. Para nuestro autor, como para Jesucristo, la justicia de Dios es la conducta virtuosa y meritoria delante de Dios. Para San Pablo, en cambio, la justicia es la santidad de Dios, la gracia santificante comunicada al hombre, 2Co 5, 21; Flp 3, 8-11. Otro indicio de que nuestra epístola es anterior a los escritos paulinos.
Una vez puesto el principio (v.19), el autor sagrado pasa a la consecuencia: para cooperar eficazmente con la Palabra de Dios, con el Evangelio, y serle dóciles, es necesario renunciar al mal y a todo lo que incapacita al hombre para recibir y predicar la verdad revelada. Hay que suprimir ante todo los obstáculos, deponiendo toda sordidez y todo resto de maldad (v.21). Hay que renunciar no sólo al vicio, a toda mancha moral, sino también a toda manifestación externa -a todo resto de maldad-, como la cólera, etc. El sentido de tte??sse?a es controvertido. En otros lugares del Nuevo Testamento tiene el sentido de abundancia, que es conservado en nuestro pasaje por la Vulgata: "abundantiam." Sin embargo, en el contexto presente es difícil conservar esta significación, pues no se condena la abundancia del mal, sino el mismo mal. Por eso traducimos ese término por todo resto de maldad.
El autor sagrado quiere que los cristianos aparten los obstáculos para recibir la Palabra con dulzura, con mansedumbre; la palabra injerta (?'µf?t?ß) en vosotros (v.21b). El término griego eµf?t?ß, en los clásicos significa propiamente "innato, natural, enraizado." En el contexto presente conviene mejor el sentido de "injertado, enraizado dentro, plantado dentro." Se trata del Evangelio, de la palabra de la verdad, que nos engendra a una nueva vida. Yahvé había dicho por el profeta Jeremías que en los tiempos mesiánicos escribiría su ley en los corazones. Esta Palabra es capaz de salvar vuestras almas, es decir, de regenerarlas con un nacimiento sobrenatural mediante la infusión de la gracia santificante. En esta regeneración, el hombre no puede comportarse de un modo meramente pasivo, sino que ha de cooperar con la acción divina, desechando toda malicia y revistiéndose de mansedumbre para recibir en su corazón la Palabra de Dios de una manera cada día más plena.
Recibir la Palabra es una expresión bíblica. No se trata aquí de recibirla por primera vez, sino de comprenderla mejor, de obedecerla mejor. Santiago expresa en este texto claramente la fuerza salvífica del Evangelio, de la que dice San Pablo: "No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree." Rm 1, 16.

St 1, 22-25

El Evangelio exige no solamente que se le escuche, sino que también requiere la cooperación de la voluntad del hombre con el fin de que resulte eficaz en orden a la salvación. No basta con aceptarlo; es necesario practicarlo. La fe ha de ir acompañada de las buenas obras. De este modo, el autor sagrado preanuncia uno de los grandes temas de la epístola: la cuestión de la fe y de las obras.
La necesidad de poner en práctica la Palabra de Dios es recalcada por el mismo Jesús en varias ocasiones (Mt 7, 24; Mt 12, 50; Lc 6, 47-49; Lc 8, 21; Jn 13, 17). Cristo llama necio al hombre que escucha sus palabras y no las pone en práctica, Mt 7, 26. También San Pablo enseña lo mismo, empleando expresiones casi idénticas a las de Santiago: "No son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los cumplidores de la Ley; ésos serán declarados justos" Rm 2, 13. Esta idea es inculcada frecuentemente en el Antiguo Testamento (Ez 33, 31-32; Dt 15, 5).
Los ambientes judíos a los que se dirige nuestra epístola tenían gran necesidad de que se les recordase este principio. Por el hecho de considerarse hijos de Abraham se creían muy por encima de los demás hombres.
En los v.23-24, Santiago explica mediante una bella imagen lo que acaba de decir. Lo mismo que un hombre que se mira al espejo con negligencia no se acuerda después de las manchas que tenía en el rostro, para hacerlas desaparecer, así sucede al hombre que se contenta sólo con oír la palabra del Evangelio sin ponerla en práctica.
Los espejos de los antiguos eran un disco de plata o de una aleación de cobre y estaño pulimentado. Aunque no eran muy perfectos, se podían ver en ellos las manchas o deformidades del rostro. En este texto de Santiago se inspiraron los Padres cuando consideran la Sagrada Escritura como un espejo en el que se ve el cristiano. "Scriptura sacra mentís oculis quasi quoddam speculum opponitur -dice San Gregorio Magno- ut interna nostra facies in ipsa videa-tur; ibi etenim foeda, ibi pulchra nostra cognoscimus: ibi sentimus quantum proficimus, ibi a profectu quan longe distamos." Moralia in lob 2, 1: PL 75, 553.
Pero el autor sagrado no se detiene aquí, sino que opone al transgresor de la ley el que la observa: quién atentamente considera la ley perfecta., ajustándose a ella, sera bienaventurado por sus obras (v.25). El Evangelio es presentado como un espejo sobre el cual se inclina el fiel (pa?a???a?) para ver si su conducta es conforme con las exigencias cristianas. El considerar la Palabra divina, no de un modo olvidadizo, sino con el propósito de cumplirla, llevará al fiel a un cambio moral. El Evangelio, comparado con la Ley antigua, es llamado la ley perfecta, porque, al contrario de la Ley mosaica, conduce a la perfección, es decir, perfecciona la misma Ley mosaica. Además, es llamado la ley de la libertad, porque nos libra realmente de la servidumbre de la Ley mosaica, del pecado, de la muerte, y nos hace hijos de Dios. La Ley antigua era, por el contrario, un yugo de esclavitud, impotente para borrar el pecado, y que impulsaba a los hombres a servir a Dios más con el temor que con el amor.
Santiago no habla directamente de la libertad de las observancias legales. La controversia con los judaizantes no parece que existiese todavía cuando fue escrita la epístola. Más tarde San Pablo hablará de la libertad de los cristianos, por la cual no están sometidos a la Ley mosaica. Pero el punto de vista de San Pablo es bastante diverso del de Santiago. Para el Apóstol de los Gentiles, la libertad es una prerrogativa del Evangelio, Rm 8, 2; Ga 4, 21-31.
El que cumple y vive continuamente conforme al Evangelio, vivirá feliz a causa de su buena conducta, porque está en paz con Dios y con su prójimo. También aquí tenemos un eco de la enseñanza de Cristo: "Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan." Lc 11, 28. Esta bienaventuranza está ya presente en el testimonio de una buena conciencia, en el aumento de la gracia y de los méritos. Sin embargo, Santiago mira a la bienaventuranza eterna: éste será bienaventurado por sus obras (v.25). El Antiguo Testamento proclama con frecuencia feliz al que cumple la Ley. Pero si la felicidad que desea el Antiguo Testamento no sobrepasa la felicidad terrena, Santiago se eleva mucho más alto. Para él la felicidad es la corona de vida que Dios prometió a los que le aman.

St 1, 26-27

En estos versículos, el autor sagrado hace una aplicación del principio enunciado en el v.22. Santiago afirma que sería una ilusión engañosa el creerse religioso (3??s??ß) cuando se reduce la religión a demostraciones puramente exteriores. Buenas son las manifestaciones exteriores del culto. Pero pueden hacerse inútiles por la indisciplina de la lengua, porque la lengua nos puede hacer pecar de muy diversas maneras. Si se quiere ser verdaderamente piadoso, religioso, hay que refrenarse, y refrenarse en este punto. De lo contrario, su religión resultaría vana.
Los judíos tenían tendencia a descuidar los deberes esenciales de la religión y a preocuparse demasiado de la parte exterior de la religión. Los profetas habían predicado con frecuencia que lo que agradaba a Dios no era la multiplicidad de los sacrificios, sino la práctica de la misericordia y de la justicia. También Jesucristo reaccionó fuerte contra la religión exterior e hipócrita de los fariseos (Mt 15, 1-10; Mt 23, 1ss; Mc 7, 15ss). La religión pura e inmaculada ante Dios Padre (v.27), es decir, la religión verdadera, no es la que se preocupa únicamente de las prácticas exteriores, sino la que ejerce la caridad y la que preserva al hombre del mundo corrompido.
Santiago enseña que es necesario practicar la caridad fraterna de una manera positiva, socorriendo misericordiosamente a los desvalidos. Cita como ejemplo a los huérfanos y a las viudas, de los que se habla con frecuencia en el Antiguo Testamento. Jesucristo ha inculcado con su ejemplo y sus palabras la caridad para con los necesitados. Por eso mismo, la comunidad primitiva de Jerusalén organizó desde el primer momento la obra de ayuda a las viudas, que después se extendió a toda la Judea y hasta las iglesias de la gentilidad. San Pablo practicó esta virtud organizando colectas para socorrer a los pobres de Jerusalén.
Esta obra de caridad hecha por amor de Dios es un verdadero culto a la Divinidad, constituye la más auténtica religión. Por eso dice muy bien la epístola a los Hebreos: "De la beneficencia y de la mutua asistencia no os olvidéis, que en tales sacrificios se complace Dios."
La religión auténtica exige, además, el conservarse sin mancha en este mundo. Es necesario luchar contra las tentaciones, las atracciones pecaminosas de este mundo, para mantenerse puro. Porque la pureza de vida conservada por amor de Dios es un verdadero acto de culto. Mundo, en nuestro texto, se toma en sentido antropológico, no cosmológico, y designa a los hombres considerados bajo el imperio del mal, o bien el reino del pecado con sus doctrinas y sus ejemplos malos, de los cuales hay que preservarse.
Por el Evangelio sabemos que los fariseos atribuían una importancia primordial a los ritos tradicionales, a las abluciones, a los ayunos, décimas, en detrimento de muchos de los preceptos del Detoffo o de la caridad 201. Entre los convertidos del judaísmo debía de persistir en parte ese espíritu formalístico, contra el cual se levanta Santiago.

St 2, 1-26. Imparcialidad entre el pobre y el rico

El autor sagrado ha hablado en el capítulo anterior de cómo el hombre no sólo ha de limitarse a escuchar la palabra divina, sino a ponerla en práctica mediante una fe operosa. El cristiano ha de obrar siempre en conformidad con su fe. Por eso pasa ahora a hablar de la acepción de personas, considerándola como inconciliable con la fe de Cristo.

St 2, 1-4. No tener acepción de personas

La mención de los huérfanos y de las viudas al final del capítulo anterior tal vez sea el motivo que haya impulsado a Santiago a hablar de la acepción de personas. Si el verdadero espíritu cristiano exige una caridad activa para con los necesitados, el mostrar parcialidad en favor de los ricos en las asambleas cristianas va en contra de los principios del Evangelio. Esta es la razón de que Santiago exhorte a los cristianos a no juntar la acepción de personas con la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo (v.1). Esta fe es la adhesión del intelecto del cristiano a la persona y a la enseñanza de Jesucristo. Es la misma fe que aquella de St 1, 3, la cual es causa de alegría en el sufrimiento; que eleva al humilde y humilla al rico, que hace esperar la corona de vida. Los cristianos no han de dejarse fascinar por las vanidades de este mundo, porque ellos creen en el Señor de la gloria, en Jesús resucitado y entronizado en la gloria de su Padre, en el resplandor incomparable de la Divinidad. Un día también ellos participarán de la gloria de Cristo en el cielo. Por todo lo cual, honrar al rico porque es rico y despreciar al pobre porque es pobre es ir en contra de la misma fe. Santiago ha querido recordar la verdadera gloria de Cristo para dar mayor relieve a la vana gloria de los ricos.
El principio propuesto en el v.1 es ilustrado por un ejemplo (v.2-4). Los cristianos se encuentran reunidos en asamblea, cuando entran un pobre y un rico, ambos cristianos. Al rico, vestido espléndidamente (v.2), se le saluda con toda amabilidad y se le conduce a un puesto de honor. Al pobre, con un vestido sórdido debido al uso y a la suciedad, se le dice simplemente con sequedad: Tú quédate ahí en pie o siéntate bajo mi escabel (v.3). Hacer esto en una reunión cristiana es algo infamante. La iglesia es tanto para el pobre como para el rico, y hacer muestras de servilismo a los que parecen ricos, mientras se relega a un rincón al pobre, es ser injusto y vano en el juzgar a las personas. Porque el hombre, como ve sólo lo exterior -Dios, en cambio, ve el corazón-, fácilmente se equivoca, dejándose llevar de las apariencias y no juzgando según manda la justicia. El pecado da la acepción de personas, sobre todo en los jueces, magistrados, príncipes, es condenado con frecuencia en los Profetas, en la Ley y en los libros Sapienciales. Del Mesías se dice: "No juzgará por vista de ojos ni argüirá por oídas de oídos, sino que juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la tierra. La justicia será el cinturón de sus lomos, y la fidelidad el ceñidor de su cintura". Y, en efecto, Cristo no juzgó según las apariencias, sino según justicia. Por eso recibió con amor a los pobres y los defendió; en cambio, a los ricos los trató con severidad. Esto mismo lo confiesan los fariseos cuando dicen al Señor: "Maestro, sabemos que eres sincero, y que con verdad enseñas el camino de Dios sin darte cuidado de nadie, y que no tienes acepción de personas." Mt 22, 16.
El hecho de tratar bien a una persona porque es rica, va en contra de los principios cristianos de la caridad. Esto significa despreciar a Dios por agradar servilmente a los poderosos. Por eso dice muy bien el autor sagrado: Procediendo de esta manera, ¿no juzgáis por vosotros mismos y venís a ser jueces perversos? (v.4). El verbo d?a????? tal vez sirva mejor traducirlo, como en St 1, 6, por "dudar, ser inconsecuente, estar dividido en sí mismo." Por consiguiente, se podría traducir: "¿No sois inconsecuentes con vosotros mismos y venís a ser jueces perversos?" En cuyo caso significaría que los cristianos dudan, están divididos entre si atender a Cristo o al mundo. Tienen fe, pero obran como si no la tuvieran. De este modo se evita la tautología al evitar la repetición del verbo juzgar. Sin embargo, la mayor parte de los autores entienden el verbo en sentido activo de juzgar, siguiendo a la Vulgata.
Santiago condena los juicios temerarios, fundados únicamente en apariencias externas. Pero sería falsear el pensamiento del autor sagrado atribuirle la condenación de los signos de respeto que se deben dar a los superiores y a los ancianos.

St 2, 5. Superioridad del pobre

El autor sagrado, dirigiéndose a sus lectores como a hermanos carísimos, va a mostrarles que el favoritismo hacia los ricos es contrario a las divinas preferencias, que muestran más favor hacia el pobre. Los destinatarios de la epístola sabían por propia experiencia que la mayoría de los cristianos eran gente humilde y pobre. Esto mismo era indicio del favor divino, puesto que les hacía herederos del cielo en lugar de concederles riquezas materiales. Eran pobres según el juicio del mundo, pero ricos desde el punto de vista de la fe. Los pobres, por el hecho de no encontrar en este mundo las satisfacciones que tienen los ricos, están más pendientes de la Providencia divina y menos expuestos a los peligros de las riquezas. Por esto mismo, están más libres para amar a Dios, y Dios se inclina hacia ellos de preferencia. Porque Él es el que "levanta del polvo al pobre y de la basura saca al indigente, para hacer que se siente entre los príncipes y darle parte en un trono de gloria."18 El mismo Cristo desaprueba la acepción de personas con su ejemplo, como nota muy bien San Gregorio Magno a propósito del modo diverso de proceder de Jesús con el cortesano de Cafarnaúm (Jn 4, 46-54) y con el siervo del centurión (Mt 8, 5-13): "Reguli filio per corporalem praesentiam non dignatur adesse, Centurionis servo non dedignatur occurrere. Quid est hoc, nisi quod superbia nostra retunditur, qui in hominibus non naturam, qua ad imaginem Dei facti sunt, sed honores et divitias veneramur."

St 2, 6-7. Actitud indigna de los ricos

Despreciar al pobre y ultrajarlo repugna tanto más a la conciencia cristiana cuanto que conoce muy bien las preferencias divinas por el pobre. Dios ensalza al pobre, y ellos le humillan, cometiendo de este modo una verdadera impiedad, pues se oponen al juicio de Dios. "El que desprecia al pobre -dice el libro de los Proverbios- peca." Y, sin embargo, los cristianos ricos, a los que se dirige Santiago, eran los opresores de los pobres (v.6) y cometían con ellos indignas exacciones. Incluso les llevaban ante los tribunales, abusando de su poder, para exigirles cuentas. Por eso, los cristianos, ensalzando a los ricos, obran neciamente, ya que son sus adversarios y los enemigos del nombre cristiano.
Los judíos del Imperio romano gozaban del privilegio de juzgar según su ley, aunque no podían imponer la pena de muerte. El autor sagrado no se refiere aquí a las persecuciones oficiales, sino a la explotación y abuso social de los pobres por parte de los ricos. Esto sucedía de un modo particular en Oriente y hasta entre los mismos judíos. Por eso, los profetas denuncian en sus discursos a los opresores de los huérfanos, de las viudas y de los débiles en general.
La conducta de esos ricos deshonra y blasfema el buen nombre invocado sobre nosotros (v.7). Su avaricia y sus violencias escandalizan a los humildes y hacen que los infieles desprecien el nombre de Cristo. El nombre superior a todo nombre es el nombre de Jesús, el cual que invocado sobre nosotros. ¿En qué ocasión? Probablemente cuando recibieron el bautismo en el nombre de Jesús. En el Antiguo Testamento, pronunciar el nombre de Dios sobre alguno equivalía a ponerlo bajo la protección divina, a declararlo propiedad suya. El mismo modo de hablar se aplica a nuestro Señor Jesucristo en el Nuevo Testamento. Su nombre es el único medio de salvación que Dios dio a los hombres sobre la tierra. El buen nombre invocado sobre nosotros también se podría entender del apelativo cristianos, con el cual empezaron a ser designados los discípulos de Antioquía y después todos los discípulos de Cristo.

St 2, 8-13. La caridad y la misericordia son necesarias.

Santiago precisa su pensamiento. Tal vez algún cristiano pudiera excusarse de la actitud tomada respecto de los ricos diciendo que lo hacía por caridad. El autor sagrado responde diciendo que bien está eso, a condición de que su conducta no esté viciada por la acepción de personas (v.8). Porque el favoritismo es la negación misma de la caridad. El autor sagrado sospecha con fundamento que se guían por la acepción de personas, pues, de lo contrario, no se podría explicar por qué tratan al pobre de modo diverso, siendo así que cae bajo la misma regla de la caridad.
Ser aceptador de personas es cometer un pecado y constituirse en transgresor de la Ley (v.9), es decir, de la ley regia de la caridad evangélica (v.8). Se llama ley regia porque es el principio fundamental en el reino de Cristo; es el precepto primero y más grande, el que domina todos los demás y constituye la base de toda la Ley y de los Profetas. Es, por lo tanto, regio en razón de su misma dignidad y de su origen, pues procede de Jesús, que es rey. La misma expresión de ley regia se emplea en una inscripción de Pérgamo del tiempo de Trajano. La razón de esta apelación era el haber sido dada por cierto rey de Pérgamo.
El amor al prójimo es ya inculcado en el Levítico, cuyo texto es citado por Santiago (v.8). Pero el amor para con el prójimo de nuestro texto no ha de ser concebido en el cuadro particularista en que se colocaba el judaísmo, sino en la perspectiva universalista de la Iglesia de Cristo. Jesús en el Evangelio nos enseña que todos los hombres, incluso nuestros mismos enemigos, deben ser amados y respetados por sus discípulos.
La Ley condenaba, en diversos textos, la acepción de personas. "No hagas injusticia en tus juicios -dice el Levítico, Lv 19, 1-, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al poderoso; juzga a tu prójimo según justicia." El Deuteronomio exhorta a los israelitas, diciendo: "No atenderéis en vuestros juicios a la apariencia de las personas; oíd a los pequeños como a los grandes, sin temor a nadie, porque de Dios es el juicio" Dt 1, 17. Y en otro lugar dice el mismo libro del Deuteronomio: "No tuerzas el derecho, no hagas acepción de personas, no recibas regalos, porque los regalos ciegan los ojos de los sabios y corrompen las palabras de los justos. Sigue estrictamente la justicia, para que vivas y poseas la tierra que te da Yahvé, tu Dios." Dt 16, 19-20.
El quebrantamiento del precepto de la caridad mediante la acepción de personas no constituye solamente la trasgresión de un precepto de la Ley, sino de la Ley entera. Santiago considera la ley como un todo (v.10). Aunque los cristianos fueran exactos cumplidores de todos los preceptos, excepto de la caridad, cometerían un grave pecado. Porque toda falta contra un mandamiento de la Ley presupone, por parte del trasgresor, desprecio de toda la Ley. De este modo se muestra la gravedad del pecado. El Talmud también afirma: "Quien quebrante un solo mandamiento es culpable ante todos los demás preceptos."
Esta idea es explicada por el autor sagrado en el ?. 11. Los preceptos de la Ley forman un todo inseparable, porque son la expresión de una misma voluntad divina. El legislador es uno. Su voluntad es también única, y, por lo tanto, única ha de ser la ley que la expresa. Quebrantar un precepto es quebrantar toda la ley, pues es ponerse en contra de la voluntad divina. Del mismo modo que Santiago se expresan los rabinos. Rabí Yohanán, por ejemplo, enseñaba: "Aquel que dice: Yo acepto toda la Ley excepto una palabra, desprecia la palabra del Señor y hace nulos sus preceptos."
Sin embargo, la afirmación de Santiago: quien quebranta un solo precepto se hace reo de todos, a primera vista parece falsa. Porque, si alguien comete adulterio, no por eso se le podrá acusar de homicidio o viceversa, aunque ambas cosas se prohíban en la Ley.
No obstante, el pensamiento del autor sagrado es claro: quien traspasa un precepto se hace reo de todos, "no directa y materialmente -como dice el P. Teófilo de Orbiso-, sino implícita y formalmente, en cuanto desprecia la Ley, de la cual emanan todos los preceptos con igual valor coactivo, y la misma autoridad del legislador, de la que provienen todas y cada una de las prescripciones. En materia moral sucede lo mismo que en materia de fe: el que cree todas las verdades de fe excepto una, es hereje, como si las rechazara todas, porque desprecia la veracidad divina, que es única e idéntica en la revelación de todas y de cada una de las verdades."
San Agustín, en una carta a San Jerónimo en la que le pregunta por el sentido del dicho de Santiago del v.10, compara la doctrina de Santiago (v.10-11) a la de los estoicos a propósito de la solidaridad entre las virtudes y los vicios. Posteriormente los escolásticos estudiaron más a fondo esta doctrina, con la tesis de que todas las virtudes están informadas por la caridad. El concilio Lateranense II (1139) aplica la doctrina de Santiago al que no hace una verdadera penitencia: si uno hiciera penitencia de todos sus pecados, excepto de uno, su penitencia sería falsa.
Santiago aduce, finalmente, en forma de exhortación, la última razón contra el favoritismo (v.12-13). La acepción de personas es un acto condenado por el Evangelio y un pecado contra la misericordia, que será severamente juzgado por Dios. La ley de la libertad es el Evangelio, que será nuestra condenación si en nuestra conducta nos guiamos por el favoritismo. El juicio del que se habla aquí es principalmente el juicio final, que seguirá a la venida del Señor; pero no se excluyen los juicios divinos particulares que se manifiestan en los sucesos cotidianos. A éstos parece aludir la Vulgata: "incipientes iudicari," que indica la proximidad del juicio.
El que piensa que será juzgado según la ley evangélica tratará a todos con igual amor y honor, evitando la acepción de personas, porque sabe que será medido con la misma medida con que midió a los demás. Santiago tiene presente la doctrina de Cristo en San Mateo 7, 1-2, y la parábola del siervo inexorable (Mt 18, 23-35); y sobre todo la sentencia de Cristo Juez, que condena a los que no fueron misericordiosos, y, en cambio, recibe en su reino a los que practicaron la misericordia.
El autor sagrado declara a continuación (v.13) que el juicio será sin misericordia para aquel que no hace misericordia. La justicia divina le aplicará la ley del talión. Porque, como decía nuestro Señor en el sermón de la Montaña, "con el juicio que juzgareis seréis juzgados y con la medida con que midiereis se os medirá". Los misericordiosos son objeto de una bienaventuranza especial. El Padre celestial perdonará a quien perdone a sus semejantes. Santiago recomienda ser bueno y misericordioso especialmente para con los pequeños y humildes.
La misericordia era una virtud muy recomendada ya en el Antiguo Testamento. Es considerada como condición para obtener el perdón de los pecados. La misericordia se manifestaba frecuentemente en el Antiguo Testamento mediante la limosna, que era una de sus formas más especialmente recomendadas. Dios juzgará con severidad al que no tenga misericordia. Pero el que sea misericordioso no tiene por qué temer, pues cuando sea juzgado obtendrá victoria. La misericordia, en la lucha entablada con el juicio, logrará el triunfo. San Agustín, comentando este pasaje de Santiago, dice muy hermosamente: "Per baptismum deletur hominis iniquitas, sed manet infirmitas; ex qua necesse est quaedam, quamvis minora, peccata subrepant; et ideo datum est alterum reme-dium, quia non poterat dari alterum baptismi sacramentum; hoc remedium cotidianum, quasi secundum baptisma, est misericordia."

St 2, 14-20. No hay fe sin obras

El tema de las relaciones entre la fe y las obras es el punto central de la epístola. En el capítulo St 1, 19-27 ha enseñado Santiago que no basta con escuchar la palabra, sino que hay que cumplirla. Y en la primera parte del capítulo St 2, 1-13 ha insistido en que no se puede creer en Cristo y ser aceptador de personas. Ahora pasa a desarrollar la tesis de que la fe sin las obras es incapaz de salvarnos.
En el v.14 se enuncia claramente la tesis de que la fe sin las obras no vale para salvar al hombre, dándole una forma un tanto dramática mediante dos interrogaciones. Santiago no pone en duda la necesidad de la fe para la salvación, antes bien, la supone. Lo que quiere decir es que la adhesión a Cristo mediante la fe no ha de ser puramente teórica, sino que se ha de manifestar en las obras. El fiel que se contenta con las buenas palabras, sin practicar las obras de misericordia para con sus hermanos cristianos, se jacta de una fe a la que falta una cualidad esencial para ser eficaz en orden a la salvación.
Esta doctrina de Santiago está en perfecta conformidad con el Evangelio, en donde Cristo enseña que "no todo el que dice "¡Señor, Señor!" entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos" Mt 7, 21. Por consiguiente, la fe en Dios no aprovechará si no va acompañada con la observancia de los mandamientos. El que cree en Dios y no cumple su voluntad, se hace reo de mayor castigo, según enseña el mismo Cristo: "El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no se preparó ni hizo conforme a ella, recibirá muchos azotes."
La fe de la que habla la epístola en toda esta perícopa es la virtud teologal de la fe. Consiste esta virtud en la adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la autoridad de Dios revelante. Algunos cristianos, aunque poseían esta fe, se preocupaban poco del cumplimiento de las obras de caridad, creyendo que podían salvarse sin su cumplimiento. Santiago afirma con toda claridad que es necesario su cumplimiento para poder salvarse.
El autor sagrado no se refiere aquí a las obras exteriores de la Ley mosaica, sino a las obras buenas en general. La controversia de la Iglesia primitiva con los judaizantes acerca de la observancia de la Ley antigua parece que todavía no había estallado. La enseñanza de Santiago no va, pues, contra los judaizantes, a los que combate San Pablo en sus epístolas a los Gálatas y a los Romanos. Para los judaizantes antipaulinos bastaba cumplir materialmente las prescripciones impuestas por la Ley para asegurarse la salvación. La intención con que se hacían no tenía mayor importancia. Contra esta falsa doctrina se levanta el Apóstol de los Gentiles, enseñando que en adelante, para obtener la salvación, no era ya necesaria la práctica de la Ley, sino que bastaba la fe. Pero no una fe cualquiera, sino "la fe actuada por la caridad." De este modo San pablo coincide con Santiago, que exige la fe unida a las obras de caridad. Nada hay que indique que Santiago quiera combatir la doctrina de San Pablo. Además, ya dejamos dicho que la epístola de Santiago es probablemente anterior a las de San Pablo.
La tesis enunciada es probada por medio de una pequeña parábola (v.15-16). Esta, si bien debe ser hipotética, se apoyaba en la experiencia de muchos casos semejantes. Se trata de un hermano o de una hermana, es decir, de cristianos unidos a Cristo y participantes de una misma fe, que se encuentran en extrema indigencia. A pesar de todo, se les despide con buenas palabras, sin hacer nada en favor de esos desvalidos. En cuyo caso la fe de esos cristianos poco compasivos no valdría nada ante Dios, sería una fe muerta (v.17). Sería como el árbol seco, que no da frutos. La fe sin obras es estéril y ociosa, como la caridad que socorriese las necesidades del prójimo con solas palabras. El que tiene con qué socorrer al hermano necesitado, y, sin embargo, en lugar de darle de comer y vestirlo, lo despide con buenas palabras, manifiesta una caridad hipócrita y sus palabras vienen a sonar a los oídos del indigente como irónicas y sarcásticas. Delante del Juez supremo de poco servirá el haber hablado bien si no practicamos las obras de caridad y misericordia. Isaías ya había dicho que el ayuno que agrada a Dios es el repartir el pan con el que tiene hambre y vestir al que anda desnudo. También en el Nuevo Testamento se habla de alimento y de vestido, como imágenes de las cosas que son necesarias para la vida. San Juan Bautista, dirigiéndose a las turbas, les decía: "El que tiene dos túnicas, dé una al que no la tiene, y el que tiene alimentos, haga lo mismo." Jesucristo, exhortando a tener confianza en la Providencia divina, enseña: "No os inquietéis por lo que comeréis ni por lo que vestiréis." Y San Pablo afirma a su vez: "Teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos."
Las obras de que nos habla Santiago no son las obras legales, es decir, el cumplimiento de la Ley mosaica, sino las obras buenas de caridad. La fe sin las obras es fe muerta, no porque las obras sean la causa de la vida de la fe, sino porque manifiestan al exterior esa vida. Cuando el cristiano no ejecuta obras de caridad, muestra que su fe está muerta y que, por lo tanto, no le podrá salvar, ya que la salvación supone la vida de la gracia, y ésta no puede ser efecto de una cosa muerta.
El concilio Tridentino hace referencia a estos versículos de nuestra epístola cuando habla de la justificación del impío y de sus causas. Enseña que la justificación implica no sólo remisión de los pecados, sino también renovación interior del hombre. Porque la fe, si no va unida con la esperanza y la caridad, no hace perfecta la unión con Cristo ni vivifica el miembro de su Cuerpo.
La interpretación del v.18 es controvertida. Para algunos autores sería una objeción artificialmente propuesta para reafirmar todavía más enérgicamente la necesidad de las obras. Sin embargo, mejor que una objeción, es más natural ver aquí una especie de desafío lanzado contra aquel que cree, pero que no hace electiva su fe con obras de caridad. El desafiado pretende disociar fe y obras, como si pudiesen subsistir separadas, como si fuesen carismas del mismo valor y perfectamente intercambiables. El autor sagrado le responde que pruebe la existencia de esa fe que no tiene obras. La fe con obras, en cambio, manifiesta palpablemente su existencia.
Esta interpretación ve en la frase ???'??e? t?ß, con que empieza el versículo, una confirmación de la doctrina expuesta. Por lo tanto, ???a no es adversativa, sino enfática o confirmativa, como en Jn 16, 2; 1Co 7, 21; 2Co 7, 11. Santiago diría al que se gloriaba de la fe sin las obras: Te invito a mostrarme tu fe sin obras. Esto no lo podrás hacer, porque la fe, siendo algo interior, no puede verse o comprobarse, a no ser que se manifieste al exterior mediante las obras. Yo, en cambio, que tengo obras, puedo mostrarte mi fe, pues de ella proceden esas obras, como el fruto del árbol.
Éstas preguntas y respuestas, formuladas a la manera de la diatriba griega, se ordenan a demostrar que la fe no puede ser atestiguada más que por las obras.
Creer en Dios es una cosa buena; y la fe, incluso la informe o muerta que permanece en el pecador, es también algo muy bueno y excelente, por ser un hábito sobrenatural infuso, que no se pierde a no ser por un acto de incredulidad o apostasía. Pero a esta fe le falta una condición necesaria: las obras.
El monoteísmo constituía la base de la fe judía, que incluía, además, todos los misterios revelados por Dios. Las cristiandades primitivas también hicieron del monoteísmo el primer artículo de su nueva fe. Santiago también se muestra fuertemente teocéntrico, sin disminuir la importancia de Jesucristo. Este carácter arcaico de la teología de Santiago confirma la antigüedad de su epístola, anterior a las cartas de San Pablo.
Santiago aduce en el v.19 un argumento decisivo contra el objetante. La fe puramente intelectual y teórica no es la fe que salva, como lo prueba el ejemplo de los demonios. Estos también creen, en cierto sentido, es decir, son constreñidos a creer por la evidencia de ciertos motivos de credibilidad. Y, sin embargo, su fe no posee eficacia alguna salvadora, porque está privada de buenas obras. Les sirve, por el contrario, para mayor tormento, pues saben que Dios es justo e inmutable en sus decretos y que nunca podrán librarse de las manos justicieras de Dios. En este sentido, la fe de los demonios es comparable a la fe muerta de los cristianos, la cual no les podrá salvar. Santiago no intenta afirmar la semejanza de la fe del cristiano con la fe de los demonios, sino que habla de la semejanza en cuanto a los efectos. Del mismo modo que la fe de los demonios no les aprovecha en nada para librarse de su condenación, así también la fe sin obras del cristiano no le valdrá para salvarse.
Los demonios creen en nuestros misterios no por un hábito de fe sobrenatural, como sucede en los cristianos, sino forzadamente, por la evidencia de los signos de credibilidad con los cuales ha sido confirmada por Dios.
El temblor de los demonios parece recordar aquellos casos de exorcismos narrados por los evangelios, en que los demonios se veían forzados a abandonar a los posesos por mandato de Jesús. También los cristianos que, teniendo fe, no la hacen efectiva mediante las obras, deberían temblar y estremecerse, porque con ella no se podrán salvar.

St 2, 21-26. La prueba de la Sagrada Escritura

El autor sagrado pasa ahora a dar el argumento decisivo, tomado de la Sagrada Escritura. Supone que el interlocutor todavía no está convencido, y acude a la prueba definitiva. La Biblia era para el judío como para el cristiano, la palabra de Dios, y su autoridad no tiene réplica. La brusca interrogación con que comienza da mayor vivacidad al estilo. Santiago dice al que todavía duda: Si quieres ver que la fe sin las obras es estéril, no tienes más que considerar el ejemplo de Abraham y de Rahab.
El ejemplo de Abraham era el más eficaz para convencer a un judío-cristiano. Este patriarca era, en la tradición judía, el prototipo del creyente, el padre de la fe. Santiago recuerda el sacrificio de Isaac como la obra por excelencia que atestigua la fe y la justicia de Abraham. La fidelidad del patriarca fue tanto más admirable cuanto que la prueba fue más dura. Por eso, toda la literatura judía celebra su fidelidad. También en el Nuevo Testamento Santiago y San Pablo evocan el ejemplo de Abraham para indicar las exigencias de la fe. San Pablo alaba principalmente su fe; Santiago se fija sobre todo en su obediencia, que era la manifestación y el fruto de su fe.
En la literatura judía, el sacrificio de Isaac era el punto culminante de las pruebas sufridas por Abraham. Esta fue la obra que le mereció de un modo especial la justificación: Abraham fue justificado por las obras (v.21). Sin embargo, Santiago no quiere decir que en aquel momento obtuviera la justificación inicial. Esta es ya supuesta en Abraham por el mismo libro del Génesis. Además, en todo este pasaje de nuestra epístola nunca se habla de la justificación inicial. El autor sagrado habla más bien de un aumento de la justificación que ya poseía. Se hizo más justo, como enseña el concilio de Trento. Abraham fue sometido a una terrible prueba y obedeció. Esta obediencia le mereció una mayor justificación, y, al mismo tiempo, el reconocimiento, por parte de Dios, de su justicia.
La fe puede ser perfeccionada por las obras. Y éstas a su vez pueden mostrar la buena calidad de la fe. Son como el complemento necesario de ella. Mas la fe confiere a las obras tal dignidad, que hacen al hombre grato a Dios; y, al mismo tiempo, la fe recibe de las obras su consumación y perfección. En Abraham, la fe fue inseparable de las obras. La idea del v.22 es la unión de la fe y de las obras. Abraham no fue reconocido justo por Dios a causa de la fe sola, porque la fe sola es fe muerta; ni por las obras solas, porque éstas suponen la fe que las inspira, sino por la unión de ambas.
La conducta ejemplar de Abraham y su fe, unida a una obediencia ciega, explican por qué Dios se lo imputó como justificación y por qué la Sagrada Escritura exalta su santidad: Creyó Abraham, y le fue imputado a justicia y fue llamado amigo de Dios (v.23). La cita está tomada de Gn 15, 6, según la versión de los LXX. La última frase no se encuentra en el Génesis, sino en Is 41, 8, en 2Cro 20, 7 y en Dn 3, 35. Posteriormente se convirtió en una fórmula corriente entre los judíos, cristianos y árabes para designar a Abraham, el amigo de Dios: Jalil Allah, como dicen los árabes hoy día. De aquí procede el nombre que los árabes dan a la ciudad de Hebrón, en donde Abraham vivió, murió y fue enterrado: El-Jalil.
Santiago saca a continuación la conclusión del argumento escriturístico, tomado del ejemplo de Abraham. Viene a ser como la respuesta directa al v.20: Ved cómo por las obras y no por la fe solamente se justifica el hombre (v.24). El autor sagrado quiere decir que el hombre es justificado por la fe unida a las obras. La fe es necesaria, pero no basta para salvarse. Debe darse la unión de la fe y de las obras para ser agradable a Dios y poder salvarse.
Santiago admite, como San Pablo, que la justificación se opera por la fe, pero no por la sola fe, que entonces resultaría muerta (v.17) e incapaz de producir la vida de la gracia que se confiere en la justificación. La fe debe ir acompañada de obras de caridad, es decir, no ha de ser puramente intelectual y teórica, sino que ha de ir informada por la caridad.
La conclusión de Santiago podrá parecer contraria a la de San Pablo en la epístola a los Romanos (Rm 3, 28). Sin embargo, si examinamos de cerca la mente de ambos autores, veremos que no hay contradicción ninguna.
La justicia de que se habla aquí ha de ser entendida en el sentido de perfección moral. La justificación es aquí la complacencia de Dios por el exacto cumplimiento de sus órdenes; es la amistad y el beneplácito del Señor. San Pablo dirá, a propósito del ejemplo de Abraham, que no es la materialidad de las obras lo que hace merecer delante de Dios, sino la actitud del alma que se somete enteramente a Dios y está siempre dispuesta a obedecer. Esto presupone una fe viva unida a la caridad. Por su parte, Santiago dice que lo que agrada a Dios no es la fe muerta, sino la que implica el cumplimiento de las leyes más penosas y las obras de caridad, que la vivifican. La fidelidad manifestada en la prueba es la que indica la buena cualidad de la fe. Santiago quiere simplemente mostrar cómo la actitud ejemplar del patriarca ha contribuido a aumentar en su favor la amistad divina.
Las tesis de San Pablo y de Santiago no son contradictorias, sino que más bien ambas enfocan la cuestión en sentido inverso. Porque cuando San Pablo habla de la fe que justifica, se refiere a la fe informada por la caridad, a la fe viva. En cambio, Santiago, al hablar de, que la fe sin las obras no puede salvar, alude a la fe muerta, es decir, al simple asentimiento de la inteligencia a la autoridad de Dios revelante. Para San Pablo, las obras que no justifican son especialmente las observancias de la Ley mosaica; para Santiago, en cambio, las obras que salvan son las de la ley perfecta de la libertad, las obras buenas que siguen a la justificación. El concilio Tridentino enseña que la fe, cuando no lleva unidas la esperanza y la caridad, no une perfectamente a Cristo y no hace miembro vivo de su Cuerpo místico.
En el v.25, Santiago cita otro ejemplo tomado del libro de Josué. Se trata de Rahab la cortesana, mujer cananea, que de pecadora se hizo agradable a los ojos de Dios gracias a su fe, unida a sus obras. Por el libro de Josué sabemos que Rahab salvó la vida de los espías hebreos enviados por Josué porque había creído que Yahvé era el verdadero Dios del cielo y de la tierra y que había entregado la tierra de Canaán en manos de los israelitas. Su fe era viva, activa, unida a las obras de caridad en favor de aquellos perseguidos. Su fe se manifiesta en las obras que realizó. A causa de sus obras, unidas a la fe, Rahab obtuvo el perdón y la justificación, haciéndose agradable a los ojos de Dios. Esto le mereció ser incorporada al pueblo de Dios y ser contada entre los antepasados del Mesías, de la misma manera que Tamar, Rut, Betsabé, Rahab, que los judíos consideraban como el prototipo de los prosélitos, fue también para los cristianos un modelo de fe.
Santiago concluye todo lo que ha dicho desde el v.14 mediante una comparación: la fe sin las obras es muerta, del mismo modo que el cuerpo sin alma (v.26). El cuerpo sin la ruah, es decir, sin el soplo vital, se convierte en un cuerpo muerto. Otro tanto sucede con la fe disociada de las obras de caridad: se convierte en una fe muerta, sin alguna eficacia salvadora. Como el p?e?µa coopera con el cuerpo para vivificarlo, así las obras cooperan con la fe para darle virtud salvadora. No se deben urgir demasiado los términos de la comparación ni tratar de investigar por qué la fe se equipara al cuerpo, y las obras al espíritu. Santiago quiere describir gráficamente la inseparabilidad de la fe y de las obras. La fe que no va unida con las obras es semejante al cuerpo del cual desaparece el espíritu, se muere.

St 3, 1-18. Dominio de la lengua

Las instrucciones y exhortaciones que siguen no tienen ningún nexo especial y directo con lo que antecede. Recuerdan, sin embargo, lo que ya había dicho el autor sagrado en St 1, 19-26; St 2, 12, Santiago enseña que todos los cristianos deben refrenar la lengua, pero principalmente los maestros, los cuales han de ejercitar su ministerio docente mediante la lengua y han de procurar que sus palabras estén llenas de sabiduría y de prudencia. De ahí que el autor sagrado trate de refrenar la ambición de los cristianos de querer erigirse en maestros de los demás. El oficio de enseñar está lleno de peligros por la dificultad en custodiar la lengua. Las faltas de la lengua pueden ser causa de un juicio más severo por parte de Dios.

St 3, 1-2. Responsabilidad del que enseña

Santiago no quiere que haya entre los cristianos, a los cuales se dirige, muchos maestros (v.1). Parece como si quisiera reaccionar contra la búsqueda ambiciosa del título de maestro. Es bien conocido el prestigio de que gozaban los rabinos entre los judíos. Tenían la aureola del sabio y del escriba, eran colmados de honores. También la Iglesia naciente tuvo sus didascalos. Pero los apóstoles tuvieron que combatir en las comunidades cristianas la ambición de querer erigirse en doctores. Ya desde los primeros tiempos de la Iglesia se dieron abusos entre los didáscalos, sobre todo entre los didáscalos de origen judío. Estos se ponían a predicar sin estar suficientemente instruidos, o bien predicaban doctrinas no del todo conformes con la fe de Cristo, con las cuales sembraban el desconcierto en la Iglesia. Santiago aconseja aquí a sus lectores que no se complazcan en los títulos. El maestro será juzgado más severamente, pues tendrá que responder de la enseñanza dada, y además pesará sobre él la obligación de cumplir mejor su deber, por conocerlo con mayor perfección que los demás. Los doctores judíos parece que se preocupaban más de enseñar la virtud que de practicarla.
Por otra parte, hay que tener en cuenta, observa el autor sagrado, que todos ofendemos en mucho (v.2a). Santiago expresa aquí un principio universalmente admitido, y que la Sagrada Escritura recuerda con frecuencia: nadie puede decir que no tiene pecado. El libro de los Proverbios (Pr 24, 16) afirma que "el justo cae siete veces al día." Y San Juan en su primera epístola (1Jn 1, 8) hace esta advertencia: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros." No hay nadie que no tenga que decir muchas veces el Padre nuestro pidiendo perdón de nuestras deudas". El concilio Tridentino ha definido que es imposible evitar el pecado venial por toda la vida sin un privilegio especial de Dios.

St 3, 3-12. Peligros y excelencia de la lengua

Entre todos los pecados, los cometidos con la lengua son los más frecuentes y los más difíciles de evitar. Por eso los cristianos no han de ser fáciles en constituirse en maestros, pues el que enseña está expuesto más que ningún otro a pecar con la palabra. El que no peca de palabra, es varón perfecto (v.2b), porque el dominio de la lengua es un signo de fuerza moral y de santidad que dispone al hombre para afrontar victoriosamente todas las tentaciones. Dominar la lengua es una de las cosas más difíciles. Por eso el que logre dominarla podrá dominar también todos los movimientos desordenados, pues el que hace lo más difícil podrá hacer también lo más fácil. Del mismo modo que la transgresión de un solo mandamiento hacía pecar contra toda la Ley, así también el dominio de la lengua permitirá el dominio de todo el cuerpo. El cuerpo es considerado aquí como el conjunto de los miembros de los que el hombre se sirve para obrar bien o mal. Las benéficas consecuencias del freno de la lengua se manifestarán en toda la conducta de la persona.
Santiago sigue en esto a la tradición sapiencial judía, que estigmatiza tan frecuentemente los pecados de la lengua.
La sentencia expresada en el v.2b es confirmada con dos ejemplos (v.3-5a) Lo mismo que el jinete guía, mediante el freno, el caballo y lo conduce a donde quiere, aunque sea más fuerte que él; y las grandes naves son guiadas por un pequeño timón no obstante la fuerza del viento, así también por medio del dominio de la lengua, que es un pequeño miembro del cuerpo, el hombre modera y gobierna todo su cuerpo. El autor sagrado da realce a la desproporción entre la pequeñez del miembro, que es la lengua, y la influencia enorme que ejerce en la vida del hombre. Este gran poder de la lengua -a causa de la naturaleza viciada de la humanidad- inclina al hombre con mayor frecuencia al mal que al bien. La lengua puede corromperlo y destruirlo todo.
El poder nocivo y destructivo de la lengua es semejante al del fuego (v.5b-6). Una débil chispa, un poco de fuego, puede causar grandes incendios y destruir todo un bosque. También la literatura sapiencial compara la lengua a carbones ardientes, y las palabras a saetas inflamadas (Pr 16, 27; Pr 26, 18; Sal 120, 3-4; Si 28, 22ss). La lengua es, como la chispa, insignificante e inofensiva en apariencia, pero puede causar grandes daños. Por medio de ella pueden encenderse, fomentarse y satisfacerse las más bajas pasiones. De este modo la lengua puede contaminarnos y destruir toda nuestra vida con su fuego devastador, porque la fuente del poder nocivo de la lengua es el infierno, el mismo demonio. La lengua es todo un mundo de iniquidad, ya que es el instrumento y la ocasión de toda clase de mal. La mayor parte de los crímenes son preparados, ejecutados y defendidos con la lengua, como afirma San Beda.
La lengua la tenemos entre nuestros miembros como un pequeño mundo de iniquidad, como una fuerza moral corruptora, como un productor de veneno, que puede contaminar todo nuestro cuerpo. Pero no sólo es veneno, sino también fuego que es atizado en el infierno y puede inflamar el ciclo de la vida humana. La expresión t?? t????? t?? ?e??se??: "rotam nativitatis" (Vulgata), tiene cierta dificultad, ya que t????? puede tomarse en el sentido de rueda o de carrera, curso (de la vida). Las versiones antiguas y los antiguos comentaristas se inclinan por el significado de rueda. Pero rueda significaría aquí no el mundo, que tanto entre los griegos como en la literatura rabínica es comparado a una rueda en perpetuo movimiento, sino la sucesión de las diversas etapas de la vida humana, el desarrollo de un destino, de una vida en sus etapas sucesivas. La literatura órfica y pitagórica habla también de la rueda o del ciclo de la vida.
Santiago enseña que la lengua tiene el terrible poder de incendiar, de comprometer moralmente toda la existencia humana.
Además, la lengua, con tanto poder maléfico, es sumamente difícil de domar. El hombre ha encontrado el medio de domar toda clase de bestias (v.7), pero a la lengua nadie es capaz de domarla (v.8). La lengua es un azote irrefrenable, un mal sin reposo, un adversario siempre agitado, que es sumamente difícil de domar. Bajo el estímulo de las pasiones se agita continuamente, diciendo despropósitos. Está llena de veneno mortífero, que infecta y mata. La literatura cristiana aplicará muy pronto esta imagen a los doctores heréticos, que mezclan con el buen vino su veneno mortífero.
Si el hombre, que es poderoso para someter a su imperio todos los seres de la creación, no puede domar la lengua, esto se explica por el hecho de que la lengua no es sólo un miembro humano, sino también el instrumento y la sede infernal de la malicia (cf. v.6).
La lengua es tan inestable e irrefrenable, que con frecuencia comete monstruosas contradicciones. Con ella los hombres bendicen al Señor, a nuestro Padre celestial, en las funciones litúrgicas y en las oraciones privadas. Pero al momento la emplean también para maldecir a los hombres, que han sido hechos a imagen de Dios (v.8). Esta manera de obrar es tanto más grave cuanto que maldecir al hombre -hecho a imagen de Dios - es maldecir la imagen del mismo Dios, maldecir algo de Dios mismo. Y, por lo tanto, se viene a contradecir las alabanzas que se le habían tributado. La afirmación del autor sagrado tiene sentido general. Sin embargo, tal vez deje entrever que los judíos convertidos al cristianismo se resentían de su origen y eran muy inclinados a maldecir al prójimo.
El doble uso de la lengua no es moral. Servirse de la misma lengua para bendecir y maldecir es una monstruosidad que no tiene término de comparación en la naturaleza, como lo demuestran tres ejemplos aducidos por el autor sagrado (v. 11-12). Una fuente no echa por el mismo caño agua dulce y amarga; ni la higuera puede producir aceitunas (Vulgata: uvas), ni la vid higos; ni tampoco un manantial dar a la vez agua salada y dulce. Estas imágenes, tomadas de la vida campestre de Palestina, manifiestan un claro contraste entre la armonía de la naturaleza y el desorden existente en el uso de la lengua. La aplicación es evidente: es necesario hacer desaparecer ese desorden, esa monstruosidad de la lengua, haciendo buen uso de ella.
La fuerza de la comparación de la primera imagen no se pone en la salida simultánea de agua dulce y amarga, como piensa algún autor (Meinertz), sino en el hecho que del mismo caño, aunque en diverso tiempo, salga agua dulce y amarga. De igual modo, la deformidad de la lengua no está en que a la vez profiera palabras contrarias, lo que sería imposible, sino en que la misma lengua, en tiempos diversos, pronuncie cosas contradictorias.
Los v.9-11 son aducidos por el Catecismo Romano (3:9:20) para estigmatizar los daños producidos por la mentira.

St 3, 13-16. Verdadera y falsa sabiduría

En la segunda parte del capítulo 3, el autor sagrado expone las cualidades que debe tener la sabiduría del maestro. Es difícil cumplir la misión de maestro, a causa de la facilidad con que la lengua desbarra. Sin embargo, este mal connatural puede ser superado por una conveniente preparación del alma por medio de la verdadera sabiduría. Esta es la razón de que el autor sagrado pase del abuso de la lengua a hablar de los peligros de la falsa sabiduría.
Del mismo modo que los árboles manifiestan su naturaleza por medio de sus frutos (v.1z), así también la verdadera sabiduría es conocida por la conducta de los individuos. El verdadero maestro no es el que se contenta con conocer las verdades divinas, sino el que sabe dominar sus pasiones, observa una conducta irreprensible y está lleno de aquella mansedumbre (v.13) que es propia de la verdadera sabiduría.
Si, pues, la mansedumbre es propia de la verdadera sabiduría, es evidente que no serán sabios ni poseerán la auténtica sabiduría los que tienen un corazón lleno de amarga envidia y rencilloso (v.14). La falsa sabiduría procede del orgullo y no de la gracia divina. No es de arriba, sino totalmente terrena por su origen, animal y demoniaca (v.15), porque es opuesta al don supremo del Espíritu Santo y proviene del padre de la mentira. La oposición entre animal y espiritual es también frecuente en San Pablo.
Donde hay envidias y rencillas, allí habrá desenfreno (Vulgata: "inconstante"); todo género de males (v.16), como lo demuestra la experiencia. El desorden moral se opone al orden establecido por el Dios de la paz. La verdadera sabiduría, fundada en la caridad, une a los cristianos; en cambio, la sabiduría diabólica, movida por la envidia y el desorden, será causa de toda clase de males. Por eso decía San Pablo a los fieles de Corinto: "Si, pues, hay entre vosotros envidias y discordias, ¿no prueba eso que sois carnales y vivís a lo humano?" 1Co 3, 3; es decir, muestran que carecen de la verdadera sabiduría y se rigen por la que es terrena, animal y diabólica.
Por el modo de hablar se ve que Santiago se refiere a la sabiduría práctica, que ordena toda la vida según las normas de la rectitud y de la justicia. De esta sabiduría se habla con frecuencia en los libros Sapienciales.

St 3, 17-18. Cualidades de la sabiduría que viene de Dios

La verdadera sabiduría se opone, por su origen, sus atributos y sus frutos, a la falsa sabiduría. El texto griego nos habla de siete cualidades de la verdadera sabiduría; la Vulgata, en cambio, tiene ocho. La sabiduría de arriba, es decir, la que procede de Dios, es ante todo pura (v.17), libre de todo movimiento pasional y de todo principio de error y de pecado. No puede entrar en el alma malévola ni en el cuerpo que es siervo del pecado, porque es una emanación del mismo Dios. Es pacífica, porque aporta la paz y conduce a ella. En esto se diferencia de la falsa sabiduría, que se deleita en los litigios y en las rivalidades. Es indulgente para con los inferiores, dócil a las razones de los demás, y, por lo tanto, no soberbia ni caprichosa. La verdadera sabiduría está llena de misericordia para con los pobres y afligidos, y de buenos frutos, es decir, de obras de caridad. Es imparcial, o sea que no hace distinción ni tiene acepción de personas, y sin hipocresía, porque obra con sinceridad, no para complacer a los hombres, sino a Dios.
La sabiduría de que nos habla Santiago es, pues, eminentemente práctica, puesto que conduce a la observancia de las virtudes cristianas. Este cuadro que nos presenta el autor sagrado de la sabiduría recuerda el elogio de la caridad hecho por San Pablo en 1Co 13, 1-ss.
Para terminar esta instrucción, Santiago invita a la práctica de la verdadera sabiduría, la cual produce la justicia en la paz (v.18). En cambio, la envidia y las rencillas son fuente de toda clase de males, con los cuales es violada la justicia. Por eso únicamente las almas pacíficas podrán poseer la verdadera sabiduría, pues la sabiduría siembra los frutos de la justicia en beneficio de los pacíficos, es decir, de aquellos que buscan la paz.

St 4, 1-17. Las pasiones engendran la discordia

Aquí el autor sagrado pasa a considerar la ambición o el deseo de riquezas, que, como dice San Pablo, 1Tm 6, 10, es "la raíz de todos los males." Esa ambición produce discordias entre los cristianos, por lo cual Santiago arremete contra esta "auri sacra fames" en todo este capítulo y en parte del siguiente. En toda esta sección expone las causas que motivan las discordias entre los cristianos. Por una parte está la envidia de los pobres (v.1-12); por otra, la avaricia desmesurada de los mercaderes (v. 13-17), y, en fin, la injusticia de los ricos (St 5, 1-6).

St 4, 1-3. Las causas que motivan la discordia son

La verdadera sabiduría produce la paz. Mas esta paz es frecuentemente turbada en las comunidades cristianas por las querellas y los conflictos. La causa de todo esto son las pasiones desordenadas, la concupiscencia (?d???), que tiene su sede en la parte inferior del cuerpo humano, es decir, en nuestros miembros, de los cuales se sirve como instrumentos para engendrar la lucha dentro de nosotros mismos (v.1). Esta lucha íntima fue experimentada también por San Pablo, Rm 7, 23. El objeto de la concupiscencia son los placeres y los deleites de los sentidos y la comodidad de la vida. Para satisfacer éstos se necesitan bienes terrenos, como dinero, vestidos, joyas, los cuales se desean con avaricia y se buscan por todos los medios.
La concupiscencia que no es domada provoca las guerras y las contiendas. Estas provienen de la codicia de bienes que no se poseen y se desean ardientemente. Entonces nacen la envidia y los celos. Pero como ni con esto se obtiene lo que se desea, surge entonces la irritación, el litigio, que pueden llevar a actos de hostilidad (v.2). El análisis psicológico de Santiago es muy hermoso.
El motivo de no obtener lo que se desea es la falta de la verdadera oración. No se dirigen a Dios con las verdaderas disposiciones de la oración impetratoria. Dios da a todos generosamente, a condición de que se lo pidamos. Pero esta petición hay que hacerla con buena intención (?.3). Santiago dice a sus lectores que piden los bienes codiciados con mala intención, no para sostener la fragilidad humana, sino para satisfacer sus incontrolados placeres (San Beda). Muchos fieles no cumplían el mandato del Señor: "Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia" Mt 7, 7-11, sino que buscaban la abundancia para satisfacer sus pasiones. Los bienes terrenos pueden ser objeto de oración. Nuestro Señor en el Padre nuestro nos manda pedir el pan cotidiano y demás bienes de la tierra necesarios para la vida, pero en el supuesto de que no nos resulten nocivos. Se pueden pedir bienes temporales en la oración con tal de que se haga con recta intención, o sea para mejor cumplir la voluntad de Dios, pues, como dice la 1Jn 5, 14, "si pedimos alguna cosa conforme con su voluntad, El nos oye."

St 4, 4-6. La segunda causa de discordias: el amor del mundo

Aquí inicia el autor sagrado una severa requisitoria contra aquellos que, siguiendo las pasiones, abandonan a Dios, esposo de las almas, para cometer adulterio con el mundo. Los cristianos sometidos a los placeres terrenos cometen un adulterio espiritual. En el Antiguo Testamento, la alianza de Yahvé con el pueblo elegido es representada frecuentemente bajo la imagen del matrimonio: Dios es el esposo; Israel, la esposa. Si ésta es infiel al pacto, Dios le reprocha llamándola adúltera. También Jesucristo llamó adúltera a la generación judía que no lo quería reconocer como Mesías. San Pablo llama a Cristo esposo y cabeza de la Iglesia, Ef 5, 22ss; 2Co 11, 2. Lo que se aplicaba al pueblo elegido, se podía aplicar a los cristianos, verdaderos sucesores del auténtico Israel.
El autor sagrado confirma a continuación su pensamiento con una prueba escriturística: ¿O pensáis que sin causa dice la Escritura: Con ardiente celo, (Dios) ama el espíritu que ha hecho habitar en nosotros? (?.5). Sería una cita tomada de Gn 2, 7, y que también estaría inspirada en la idea -expresada frecuentemente en la Biblia- de que Dios ama con amor celoso a los hombres. La versión que adoptamos nos parece ser la más conforme con los mejores códices griegos. La Vulgata, a la cual sigue Nácar-Colunga, considera el espíritu como sujeto. Sería el Espíritu Santo, que habita en nosotros, y nos desearía con ardiente celo. Pero, en este caso, ¿a qué texto bíblico aludiría? Creemos que es mejor considerar a Dios como sujeto de la frase. El es el místico Esposo de nuestras almas, y ama, hasta sentir celos, el espíritu humano que ha infundido en nosotros con su soplo creador, pues Dios es el único dueño del hombre por razón de la creación.
Este texto, considerado una crux Ínterpretum, ha dado origen a muy diversas explicaciones y conjeturas. La más interesante es, sin duda, la propuesta por Wettstein, el cual cree que se dio una confusión entre las palabras p??ß f3???? = "ad invidiam," "con ardiente celo," y p??? t?? ?e?? = "versus Deum," que sirva la lección original. En cuyo caso habría que traducir: "hacia Dios dirige sus anhelos el espíritu que (El) hizo habitar en nosotros." Esta corrección textual correspondería perfectamente con el contexto, y provendría de dos textos bíblicos combinados. Tiene, sin embargo, el inconveniente que no coincide bien con lo que sigue.
Dios quiere para sí solo todo el amor del hombre y no soporta que lo divida con el mundo. Por el hecho de amarnos Dios con amor tan ardiente, nos otorga una mayor gracia (v.62), a fin que podamos llevar a la práctica una cosa tan difícil. El hecho de que Dios exija la totalidad de nuestro amor es difícil de cumplir, porque el mundo nos incita con sus atractivos. Pero mayor es la gracia con la que Dios fortalece al hombre para que se entregue plenamente al servicio de Dios. El comparativo µe????a ha de entenderse, en este caso, en sentido absoluto. Esto nos recuerda ciertos pasajes de los profetas, en que Israel, a pesar de haberse prostituido, es tan amado de Yahvé que incluso le promete una bendición más abundante, una gloria aún mayor (Is 9, 6; Za 1, 14; Za 8, 2).
El recuerdo de la gracia trae a la mente del autor sagrado un texto bíblico que habla de este don divino que Dios concede a los humildes: Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia (v.6b). La cita pertenece al libro de los Proverbios (Pr 3, 34), aducida según la versión de los LXX. La gracia que Dios da a los humildes debe entenderse, en el texto de los Proverbios, de un favor divino que no es sólo espiritual, sino también temporal. Porque Dios maldice la casa de los malvados y bendice la de los justos. Pero Santiago entiende el texto en un sentido más profundo, más en conformidad con el Nuevo Testamento.
Los soberbios son los amadores del mundo, a los cuales niega su gracia y benevolencia y les prepara un castigo eterno. Los humildes representan aquellos que responden a la llamada divina, se someten totalmente a su voluntad y confían en El. A éstos les da su gracia, los llena de bienes como a amigos carísimos y les tiene reservada la bienaventuranza eterna.

St 4, 7-10. La tercera causa de discordia: el orgullo

Para conseguir esa gracia superabundante hemos de humillarnos delante de Dios, someternos a su santa voluntad, y de este modo venceremos al diablo (v.7). Santiago no dice explícitamente con qué armas hemos de vencer al diablo, porque esto lo suponía bien sabido de los cristianos, a los cuales se dirige. Al diablo se le debe vencer con el escudo de la fe y con la práctica de la humildad y demás virtudes cristianas. El diablo no tiene poder sobre nosotros sino en la medida en que nosotros se lo permitamos. Si obramos bien y estamos sometidos a Dios, no podrá hacer nada contra nosotros y huirá. A este propósito dice muy bien Hermas: "No temáis al diablo. El diablo no puede otra cosa que causar miedo, pero es un miedo vano. No temáis, y huirá lejos de vosotros. No puede dominar a los siervos de Dios, que ponen toda su esperanza en Dios. Puede combatir, pero no vencer. Si, pues, vosotros le resistís, huirá lejos de vosotros confundido."
Huir del demonio es acercarse a Dios, el cual nos dará su gracia para poder resistir al mal. A Dios nos podremos acercar mediante los afectos de nuestra alma, y principalmente por medio de la oración, que penetra hasta el mismo trono de Dios. Dios se acercara a nosotros (v.8) mediante sus favores y sus especiales auxilios, a fin de socorrernos en los momentos de peligro. Pero, si queremos que Dios esté a nuestro lado, hemos de esforzarnos por purificar nuestras acciones -lavaos las manos- y por purgar nuestros afectos internos -vuestros corazones-, obrando con recta intención, y entonces desaparecerá la duplicidad del alma pecadora. El autor sagrado se refiere a la purgación del alma de todas las manchas contraídas por la amistad con el mundo y a la total renuncia al espíritu mundano.
Condición preliminar para la conversión es el reconocer y sentir la propia miseria moral. Santiago insiste sobre los signos que manifiestan externamente la compunción interior, como era usual entre los orientales. En la Biblia se invita con frecuencia a cambiar la alegría profana en llanto saludable de penitencia. Es mejor para el alma practicar el espíritu de compunción, que la conducirá a Dios, que abandonarse a las alegrías mundanas, las cuales hacen al alma olvidarse de Dios. Jesucristo expresa las mismas ideas en el sermón de la Montaña cuando declara "bienaventurados a los que lloran, porque ellos serán consolados" Mt 5, 4. El autor sagrado, al aconsejar a los fieles que se aflijan y lloren, no les pide que supriman toda alegría moderada o todo goce inocente, sino que quiere señalar a los hombres mundanos lo que deben hacer para recuperar el favor divino. Como penitentes que rechazan lo que hasta entonces habían amado, han de imitar al publicano del Evangelio, que, estando en el templo, "no se atrevía a levantar los ojos al cielo y hería su pecho diciendo: ¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!" Lc 18, 13. Esta humildad, provocada por el conocimiento de su miseria, le valió la justificación.
En lugar de gozar orgullosamente de la vida, han de humillarse delante del Señor, y El los ensalzará (v.10). El Señor se complace en habitar con el humilde. El tema de la exaltación del humilde se encuentra frecuentemente en la Biblia. En nuestro pasaje se trata de una exaltación espiritual y moral, con la perspectiva del premio en la vida futura. De esta exaltación había hablado ya nuestro Señor en el Evangelio. Se trata de la exaltación que supone el ser hijo de Dios, participante de la vida de la gracia y heredero de la vida eterna.

St 4, 11-12. Cuarta causa de discordia: la maledicencia

El hagiógrafo vuelve a hablar de los pecados de la lengua, porque entre los males provocados por las pasiones en las comunidades cristianas tenía especial importancia la difamación. El autor sagrado pone en guardia a los fieles contra los juicios temerarios y la difamación del prójimo, que tienen su origen en el resentimiento y en la envidia. Uno de los motivos que debe disuadir a los cristianos de hablar mal y de hacer juicios injuriosos del prójimo es la reverencia debida a la ley y a su autor. Hablar mal o juzgar desfavorablemente a un hermano equivale a menospreciar la ley cristiana, y principalmente la ley de la caridad. El detractor del prójimo rebasa el terreno que le pertenece e invade el de Dios, único juez supremo y legislador universal. Dios es el único "que puede arder el alma y el cuerpo en la gehenna" Mt 10, 28, así como también librar al hombre de ella. Por eso, el hombre, que no es nada delante de Dios, cuando juzga a su prójimo poco caritativamente, se deja llevar de la soberbia y de la ambición. La humildad es el verdadero fundamento de la caridad.

St 4, 13-St 5, 6. Advertencia a los ricos

Santiago ataca con fuerza en esta sección a los comerciantes y a los ricos, que, con orgullosa presunción e independencia de Dios, creían que podían disponer del futuro a su antojo. Este vicio provenía de la codicia de las cosas terrenas y del desprecio de las celestiales. Esta es la razón de que les dirija una serie de advertencias. Las advertencias van dirigidas especialmente a los comerciantes cristianos, que en sus negocios todo lo esperaban de su habilidad, sin recurrir para nada a Dios y sin tener cuenta de Él. El lanzarse a empresas comerciales para sacar grandes ganancias conviene muy bien a judeo-cristianos que amaban el mundo y envidiaban a los ricos. Los judíos fueron desde los tiempos de Alejandro Magno especialistas en el comercio.

St 4, 13-17. Los proyectos de los comerciantes son efímeros

El autor sagrado nos presenta a los comerciantes discutiendo entre sí los planes a realizar. Todo lo preparan cuidadosamente. Piensan que todo les saldrá a pedir de boca, y ya proyectan grandes planes para el futuro (?.13), sin tener en cuenta la brevedad de la vida y la ayuda divina. La tendencia de los judíos al comercio ya era proverbial en aquel tiempo. Santiago no condena el comercio en cuanto tal, sino que reprende a los comerciantes cristianos por el espíritu mundano que manifestaban en sus ambiciosos planes. Se duele de que obren sólo por el afán de lucro y se olviden totalmente de la Providencia divina. Por eso, Santiago les invita a reflexionar sobre la caducidad de la vida (v. 14). Los comerciantes, de los que se habla aquí, olvidan que el mañana no les pertenece. El futuro está únicamente en manos de Dios. Aunque el hombre propone, es Dios el que dispone. Por cuya razón, la conducta de esos fieles es insensata, como la del rico de la parábola, Lc 12, 13-21, que, habiendo tenido una buena cosecha, pensaba que ya tenía reservas para muchos años, prometiéndoselas muy felices y descansadas. Pero aquella misma noche oyó la voz del Señor, que le decía: "Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado, ¿para quién será?"
Si, pues, el hombre es como humo, que aparece un momento y al punto se disipa, no ha de hablar con tanta arrogancia, como lo hacían los mercaderes de nuestra epístola, sino con humildad y modestia, pensando en la brevedad de la vida y en la dependencia que tenemos de Dios.
Consideraciones e imágenes semejantes a estas del Evangelio y de la epístola de Santiago las encontramos con frecuencia en los libros Sapienciales, Pr 27, 1; Jb 7, 7; Sal 144, 4; Si 18, 8ss; Sb 5, 9-14.
A la actitud insensata de los comerciantes, el hagiógrafo opone la actitud de la sabiduría cristiana, es decir la sumisión a la voluntad de Dios (v.15). La recomendación que hace Santiago está inspirada en la fe sobre la Providencia divina. Se encuentra frecuentemente en San Pablo la misma fórmula u otras semejantes. Sin embargo, los comerciantes, en lugar de someterse a Dios, se complacen de su habilidad en los negocios y en sus grandiosos proyectos comerciales. Esta complacencia mundana es mala, porque prescinde totalmente de Dios (v.16) y se atribuye a sí misma los éxitos habidos en sus negocios. San Juan considera la "soberbia de la vida" como una de las tres pasiones fundamentales de las que provienen todos los vicios del mundo.
Santiago concluye con una máxima general (v.17), como es frecuente en él. Los hombres que conocen sus deberes y no los cumplen pecan. Y los fieles a los que se dirige el hagiógrafo conocen la fragilidad de la vida humana, la existencia de la Providencia y lo que deben hacer. Pero no lo hacen. Y nada aprovecha para la salvación el conocer sus obligaciones si no se ponen en práctica. Al contrario, este conocimiento será motivo de mayor pecado y castigo. Son, por lo tanto, inexcusables. Jesucristo también expresa en diversas ocasiones esta misma idea; y San Pablo la desarrolla en la epístola a los Romanos a propósito de la Ley.

St 5, 1-6. Las alegrías engañosas de los ricos

Santiago inicia en el capítulo 5 una severa requisitoria contra los ricos soberbios, injustos, avaros, entregados a los placeres del mundo. Parece que el autor sagrado se dirige a cristianos ricos, injustos y explotadores de los pobres, que ya entonces existían en las comunidades cristianas. Santiago les amenaza con los castigos que van a venir sobre ellos. Nuestro autor imita el estilo de los profetas, los cuales estaban tan ciertos de los castigos anunciados al pueblo de Israel, que los presentaban como ya realizados o a punto de realizarse. Los ricos, avaros e injustos, en lugar de alegrarse y de gozar deberían lamentarse por la suerte que les espera (v.1): perderán sus bienes y serán condenados en el día del juicio (v.2-9). El castigo no será meramente temporal, sino eterno, como parece insinuarlo el v.3. La perspectiva del tiempo permanece, sin embargo, vaga e imprecisa; lo mismo que en las amenazas que el libro de Henoc dirige a los ricos. Por eso no hay razón para explicar este pasaje de Santiago -y otros semejantes- del último juicio al fin del mundo. Santiago habla de la proximidad de la parusía de Cristo, lo mismo que San Pedro y San Pablo.
Nuestro Señor también amenaza a los ricos con toda clase de privaciones. Las riquezas que han amontonado esos ricos, consistentes en víveres, vestidos, ropas preciosas y metales, serán consumidas por la polilla y el orín. Estos agentes destructores serán a su vez, en el día del juicio, una prueba abrumadora de la avaricia culpable de esos ricos, un testimonio terrible que será exhibido en contra de ellos. Han preferido tener sus riquezas inactivas en los cofres, a despecho de la justicia y de la caridad. Pero ese orín será testigo en contra de ellos, porque hará más evidente su avaricia y los acusará ante el tribunal del Juez supremo. El autor sagrado presenta el orín como un testigo y un verdugo, en cuanto que, en el día del juicio divino, el orín acuciará y morderá la conciencia, acusándola así ante Dios. Este tormento resultará intolerable. Así se cumple lo que dice el libro de la Sabiduría: "Para que conozcan que por donde uno peca, por ahí es atormentado." Las riquezas putrefactas y llenas de orín constituirán para ellos un ejemplo y como un símbolo del fin trágico que les espera: del mismo modo que perecieron las riquezas, así también perecerán ellos. Sus bienes serán la causa de su pérdida eterna, pues hicieron mal uso de ellos. Pudieron vestir a los hermanos pobres con los vestidos guardados en sus roperos, pero prefirieron dejarlos apolillarse. Amontonaron riquezas para hacer más terrible la cólera de Dios en el día del juicio (v.2-5).
Jesucristo exhortaba también a sus discípulos a no amontonar riquezas en este mundo, en donde pueden ser consumidas por el orín y la polilla, sino en el cielo, en donde no hay polilla ni ladrones.
El severo juicio con el que amenaza el autor sagrado está justificado por tres graves injusticias cometidas por esos malos ricos. Defraudan al pobre reteniendo su salario, con lo cual le condenaban a pasar hambre o incluso a morir de inanición. Aquí se trata de obreros rurales, que, según la ley, debían ser pagados todas las tardes. Una tarde sin salario era una tarde sin pan, un día de hambre. El salario defraudado es comparado a una voz que, como la sangre de Abel, pide venganza al cielo. Los gritos de los pobres oprimidos llegan a oídos del Señor de los ejércitos (v.4). La expresión parece inspirarse en el texto griego (LXX) de Is 5, 8-9, en el que también se habla de las injusticias de los ricos. En el Antiguo Testamento se protesta frecuentemente contra las injusticias cometidas en el pago de los salarios. Dios mismo promete su ayuda, en Ex 22, 26, a aquel que acuda a Él pidiendo auxilio contra la injusta vejación. El v.4 está, por consiguiente, lleno de reminiscencias del Antiguo Testamento. Santiago se dirige directamente a sus lectores, suponiendo que ya conocen las prescripciones de la Ley en esta materia. Esto demuestra que los destinatarios eran cristianos convertidos del judaísmo.
Insensibles a los gritos de los pobres, los ricos abusan de sus riquezas para el placer y el lujo (v.5). Los banquetes y la ociosidad les han engordado como si se tratase de animales destinados al matadero. Viven cual estúpido ganado que se engorda para el día de la matanza. En el mismo sentido habla el profeta Jeremías de los mercenarios de Egipto, gordos y preparados para el castigo. El día de la matanza designa el día del juicio final, llamado así por los profetas porque es considerado como el día de la victoria de Yahvé sobre sus enemigos, cuyos cadáveres yacerán por tierra.
También los Libros Santos amonestan muchas veces contra los abusos de la comida y de la bebida. Las parábolas evangélicas del rico insensato, del rico epulón y del pobre Lázaro ilustran los severos reproches de Santiago. La suerte que les espera a estos ricos injustos y glotones nos la indica Jesucristo en la parábola ya recordada del rico epulón: serán sepultados en el infierno, en donde serán atormentados sin alivio alguno.
Finalmente, los ricos injustos condenan y matan al pobre inofensivo, que no puede oponer resistencia (v.6). Este reproche de injusticia recuerda los apostrofes de Amos o de Miqueas contra los ancianos y jueces de Israel, que vendían la justicia y despojaban al pueblo de todo lo que poseía. Cuando escribía Santiago, como ya en tiempo de los profetas, los regalos hechos a los jueces decidían frecuentemente las sentencias. La expresión le habéis dado muerte no es necesario entenderla de una muerte procurada directamente. Se puede entender también de una muerte procurada indirectamente, sometiendo al pobre a gravísimas exacciones; condenándolo así a una muerte lenta. El Sirácide considera el pan como la vida de los pobres; privarles del pan es, por lo tanto, matarles: "El pan de los pobres es la vida de los indigentes, y quien se lo quita es un asesino. Mata al prójimo quien le priva de la subsistencia. Y derrama sangre el que retiene el salario al jornalero". El pensamiento de Santiago debe de ser parecido al del Sirácide. Los ricos matan al pobre realmente, condenándolo a muerte -en la antigüedad los poderosos eran dueños de vidas y haciendas-, o bien lo matan moralmente, privándole de los medios de subsistencia.
El justo (ó d??a???) del que habla nuestro texto no es Jesucristo, sino el cristiano pobre, oprimido y perseguido. La expresión el justo tiene aquí sentido colectivo, como en el libro de la Sabiduría Sb 2, 10.12.18; Is 57, 1; Sal 94, 21, y designa a los pobres que, perseguidos y calumniados por los ricos malvados, confían en Dios, el cual no les abandonará en la prueba. El pecado de los ricos es tanto más odioso cuanto que el pobre está sin defensa eficaz. Pero el Señor tomará su defensa y vengará al justo oprimido.

St 5, 7-20. Exhortaciones finales

Comprende esta última sección de la epístola diversas exhortaciones dirigidas a los fieles. Los v.7-11 contienen una recomendación de soportar con paciencia la opresión de los poderosos. En el v.1a se habla contra los juramentos hechos a la ligera y sin motivo grave. Los v.13-18 nos presentan las recomendaciones que hace el autor sagrado a los cristianos en las diversas circunstancias de la vida, y especialmente en las enfermedades. Y, por último, Santiago termina su carta exhortando a todos a trabajar por la conversión de los pecadores.

St 5, 7-11. Exhortación a la paciencia

Después de reprochar severamente las injusticias de los ricos, se vuelve a los pobres oprimidos -debían de ser la mayoría-, recomendándoles la paciencia, porque la venida del Señor y el día en que ha de dar a cada opresor el castigo merecido llegarán pronto e infaliblemente (v.7). Entonces cesará el escándalo de la prosperidad de los impíos y la injusticia será castigada. Santiago, más bien que incitar a la revolución social, pide a los fieles que esperen la sanción divina.
El autor sagrado está convencido de que la parusía del Señor restablecerá el orden perturbado. Los pobres recibirán el premio de su paciencia y los opresores recibirán el castigo merecido por sus injusticias. La venida del Señor no constituye motivo de preocupación para los fieles, sino más bien motivo de confortamiento. Esto lo demuestra claramente la pequeña parábola que pone a continuación para ilustrar la exhortación. Lo mismo que el labrador, que aspira a recoger los frutos de la tierra, espera con paciencia la llegada del tiempo oportuno para que caigan las lluvias tempranas y las tardías (v.7), así también los cristianos oprimidos han de esperar que el Señor, con su venida, realice sus más íntimos anhelos (v.8). El pensamiento de la parusía o juicio, que debía causar terror a los ricos, era un consuelo para los fieles pobres. La perspectiva escatológica de Santiago permanece vaga, aunque considera la parusía como próxima.
En espera de la llegada del Señor, Santiago exhorta a practicar la caridad fraterna. La llegada del Juez es tan cierta y tan próxima, que los fieles no deben dejarse llevar de la impaciencia o de faltas contrarias a la caridad, que les pudieran conducir a recriminaciones juicios temerarios contra los miembros de la comunidad o a merecer una severa sentencia del justo Juez (v.9). Los cristianos han de tolerarse mutuamente los propios defectos: "Ayudaos mutuamente -dice San Pablo- a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo." Las expresiones que emplea la epístola de Santiago parecen inspirarse en el sermón de la Montaña y en el discurso escatológico de Cristo.
El autor sagrado dice a sus lectores que han de tomar como ejemplo a los profetas, que tanto sufrieron de sus correligionarios por la justicia y por la predicación de la verdad (v.10). Los sufrimientos de los profetas constituyen un ejemplo citado frecuentemente en la catequesis primitiva. El profeta paciente por excelencia era Jeremías. Pero también tuvieron mucho que sufrir Amos, Oseas, Elías, Isaías, Daniel. Algunos de estos profetas sufrieron incluso prisión y otros llegaron hasta soportar una muerte cruel por causa de Yahvé. Pues bien: si hombres tan santos y amados de Dios, como eran los profetas, tuvieron que sufrir tanto, esto ha de valer para animar a los fieles, porque, si sufren, es señal de que Dios los ama como a sus siervos los profetas. San Pedro cita en un contexto análogo el ejemplo de paciencia que nos dejó Jesús. Si Santiago no aduce el ejemplo de Cristo, tal vez sea porque, escribiendo a judeo-cristianos, les cita aquellos ejemplos que ellos conocían desde la infancia, y que tenían para ellos un gran valor.
También el ejemplo de paciencia de Job ha de servir a los fieles para infundirles ánimos y para que puedan perseverar hasta el momento en que el Señor tenga misericordia de ellos, como la tuvo de Job. Al fin, también les dará, como dio a Job, el premio de su paciencia, porque el Señor es compasivo y generoso (v.11). Nuestro Señor también había dicho: "El que persevere hasta el fin será salvo." Y Santiago promete la corona de la vida al que soporte la prueba con paciencia.

St 5, 12. Hay que evitar el perjurio

La impaciencia no debe llevar nunca a los cristianos a pronunciar palabras irrespetuosas contra Dios. Los judíos eran muy inclinados a jurar; y esto mismo había introducido abusos deplorables. Había muchos que no les importaba perjurar. Sobre todo después que la casuística rabínica había regulado cuándo se podía quebrantar el juramento. Contra este laxismo se levantan el Sirácide y nuestro Señor, condenando el abuso del juramento. Santiago, siguiendo el ejemplo de Cristo, quiere que la franqueza y la sencillez regulen las relaciones sociales de los fieles. Las palabras de este versículo son muy afines a las de Jesús tal como nos las refiere San Mateo.
Esto no quiere decir que Santiago condene toda clase de juramento. Lo que rechaza es el abuso y mal uso. La Iglesia ha declarado que el juramento, hecho con las debidas condiciones, es lícito, y a veces ella misma lo exige e impone.

St 5, 13-18. Se ha de acudir a Dios en la oración

En estos versículos indica Santiago lo que han de hacer los cristianos en las diversas circunstancias de la vida, y especialmente en la enfermedad. En este contexto, con motivo de la recomendación de la oración asidua, introduce el autor sagrado la instrucción acerca de la unción de los enfermos (v. 14-15), que constituye uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo y promulgado aquí por Santiago.
La oración es la medicina de todos los males, pues con ella se consigue reanimar el alma y se obtiene el auxilio pedido. Incluso Jesucristo, en un momento de suprema tristeza, recurre a la oración. Es necesario volverse siempre hacia Dios y orar: en el sufrimiento, para implorar ayuda, y en la alegría, para darle gracias (v.15). Se pueden dar gracias a Dios bien sea cantando con los labios himnos sagrados o bien sólo con el corazón.
En el caso que un cristiano se enferme gravemente, el autor sagrado determina cómo ha de comportarse (v.14-15): Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia (v.14). Santiago, al decir esto, da un consejo, no una orden perentoria o un precepto formal. Por eso el concilio Tridentino afirma que el sacramento de la unción de los enfermos fue recomendado y promulgado por Santiago; pero no dice que haya sido impuesto.
Los presbíteros -término tomado del ambiente judío, en el que los ancianos tenían una función tan importante- designa frecuentemente en el Nuevo Testamento una realidad y una función totalmente nuevas: son los sacerdotes. El presbyterium cristiano ya no constituye una clase puramente honorífica o un consejo consultivo, formado por los fieles más ancianos, sino que designa la institución sacerdotal que estaba al frente de cada Iglesia y desempeñaba las funciones del culto. También aparecen en las epístolas de San Pablo íntimamente unidos a los apóstoles y compartiendo con ellos las cargas de la enseñanza y de la administración de los sacramentos, en grado superior a los diáconos. El concilio de Trento definió que el ministro de la unción de los enfermos no es un simple anciano, sino el sacerdote ordenado por el obispo. Santiago habla de los presbíteros, en plural y con artículo, porque supone que la institución de los presbíteros es un hecho cumplido en la Iglesia. Y en el plural se puede ver un plural de categoría, o tal vez sería mejor pensar que, siendo pequeña la comunidad y los presbíteros pocos también, vengan juntos a ver al enfermo. En la Iglesia griega existe la costumbre de que vayan siete presbíteros a administrar la unción al enfermo; y si este número no se puede tener, deben ir al menos tres. La Iglesia romana, en cambio, sigue la costumbre de administrar la unción de los enfermos por medio de un solo presbítero, pues no considera la pluralidad de presbíteros, de que habla Santiago, como condición necesaria para la validez y eficacia del sacramento.
Llegados al lado del enfermo, han de orar sobre él, extendiendo sus manos sobre el enfermo, tendido en la cama, y después ungirle con óleo en el nombre del Señor (v.14). La oración litúrgica debía acompañar la unción con óleo. El participio aoristo ??e??a?te? fungentes) parece indicar simultaneidad con la acción del verbo principal p??se???s3?sa? (orent). La unción con óleo era hecha en el nombre del Señor, es decir, por orden de Jesús, o mejor, porque iba acompañada de una oración en la que se invocaba el nombre de Cristo. También el bautismo era administrado en el nombre de Jesús. Esta unción hecha en el nombre del Señor no sólo tenía una finalidad terapéutica ordinaria, sino, principalmente, finalidad religiosa. Esto se ve claramente por los efectos de esta unción descritos en el v.15: la oración de la fe salvará al enfermo. Es la oración litúrgica que acompañaba a la unción, la oración de la comunidad, de la Iglesia, hecha con fe. Es conveniente observar que el autor sagrado no trata aquí de la eficacia ex opere operato o ex opere operantis, porque, como muy bien dice J. Chaine, Santiago ni siquiera se propone esta cuestión en nuestro pasaje.
¿De qué salud se trata aquí? Hay autores, como A. Charue, que entienden esta salud en sentido amplio e impreciso de favor divino, favor divino de la restauración de la salud y del perdón de los pecados. Otros autores (Belser, Bardenhewer, Chaine) creen que se trata únicamente, o al menos principalmente, de la salud del cuerpo. Otros, finalmente, apoyándose en el sentido que tiene el verbo s?se? en otros lugares de la epístola, piensan que se trata de la salud espiritual, de la salvación eterna. Santiago, cuando habla de la curación del cuerpo, emplea otro verbo (?a3?te). El efecto principal de la unción es, por consiguiente, el conferir al enfermo la salud eterna.
El segundo efecto de la unción es el alivio que el Señor dará al enfermo. Hará que el enfermo se levante de su enfermedad, que sane. Es evidente que el autor sagrado no quiere decir que todos han de sanar, porque, en este caso, todos los que recibiesen la unción no morirían. Se sobrentiende la condicional: "si Dios lo quiere."
El tercer efecto de la unción es el perdón de los pecados. La enfermedad no supone pecado; pero, si los hay, le serán perdonados. El hagiógrafo no hace ninguna reserva. Por consiguiente, entre los pecados incluye las faltas graves. De aquí pudo concluir con razón la teología que la remisión de los pecados -incluso los graves- es un efecto propio, no accidental, del sacramento de la unción de los enfermos, aunque los que la reciben tengan que confesar antes, si pueden, las faltas graves. Esto mismo es enseñado claramente por el concilio Tridentino, poniendo así de relieve que el fruto espiritual que ha de obtenerse de la unción es la finalidad principal de la administración de dicho rito.
En la antigüedad era conocida la virtud terapéutica del óleo sobre todo en los países cálidos, en donde ayuda a desengrasar y a regularizar la transpiración, y también a limpiar y a suavizar la piel. Los judíos tenían en gran aprecio el óleo como remedio contra las enfermedades. Por otra parte, los semitas se servían del óleo para inaugurar un santuario y consagrar los objetos de culto. Lo empleaban en los sacrificios, para consagrar al sumo sacerdote y para ungir los reyes entre los hebreos. De este significado religioso se ha podido pasar fácilmente a la unción de los enfermos, cuya curación era esperada de Dios más que de los médicos. Por eso, cuando en el Evangelio se dice que los apóstoles "ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban", sin duda que se alude a curaciones milagrosas. La duración y permanencia de este rito en las comunidades cristianas -como nos lo demuestra la epístola de Santiago- supone una consigna del mismo Jesucristo. Por eso dice el concilio de Trento: "Sacramentum a Christo Domino nostro apud Marcum quidem insinuatum, per lacobum autem. fidelibus commendatum ac promulgatum".
La unción de la que habla nuestra epístola tiene un valor religioso, porque es hecha en nombre del Señor (v.14) y va acompañada de oraciones (v.14-15). Además, su finalidad no es únicamente el alivio de las enfermedades, sino, sobre todo, la remisión de los pecados.

El Sacramento de la Unción de los Enfermos

El rito de la unción que, como hemos visto, describe Santiago, constituye un verdadero sacramento de la Nueva Ley. La unción es un signo sensible muy adaptado para simbolizar la curación espiritual. Entre los antiguos, la unción con óleo era un remedio terapéutico muy usado. La materia remota es el óleo; la materia próxima, la unción; la forma, la oración litúrgica, y el ministro, el presbítero o sacerdote. Fue instituido por Cristo y promulgado por Santiago en esta epístola. El autor sagrado no precisa el número de unciones ni el modo de hacerlas. Sin duda supone que los presbíteros ya sabían administrar la unción. De donde se deduce que debía de ser un rito practicado ya en la Iglesia.
Los efectos espirituales producidos por esta unción también son indicados: obtiene la salvación espiritual mediante la remisión de los pecados y el aumento de la gracia santificante. Procura la curación, o, al menos, el alivio material o moral del enfermo.
Tiene, por consiguiente, todas las propiedades y características propias de un sacramento.
El sentido auténtico de este texto de Santiago (v. 14-15) ha sido declarado por el magisterio solemne de la Iglesia católica. Ya el papa San Inocencio I (a.416) utiliza expresamente este texto de Santiago a propósito del sacramento de la unción de los enfermos. Más tarde, el concilio Florentino también habla del sacramento de la unción de los enfermos, al cual se refiere Santiago en este lugar. Pero es principalmente el concilio Tridentino el que enseña que Santiago en este texto recomienda y promulga el sacramento de la unción de los enfermos, instituido por nuestro Señor Jesucristo. La declaración del concilio de Trento se apoya no sólo en las palabras de Santiago, sino también en la tradición apostólica recibida por la Iglesia. Con razón, pues, este concilio, interpretando el sentir de toda la tradición y en contra de la negación de los protestantes, definió solemnemente que la unción de los enfermos es un sacramento. "Si quis dixerit extremam unctionem non esse veré et proprie sacramentum a Christo Domino nostro institutum (cf. Mc 6, 13) et a beato lacobo apostólo promulgatum (St 5, 14), sed ritum tantum acceptum a patribus, aut figmentum humanum, anathema sit."
Los protestantes modernos y los racionalistas ven, en la unción de la que nos habla Santiago, un remedio terapéutico ordinario, y en la visita de los presbíteros a los enfermos, una piadosa y caritativa costumbre.
La materia de este sacramento es el óleo de oliva consagrado por obispos el día de Jueves Santo. Este sacramento se puede repetir en caso de recaída en una enfermedad grave. Aunque es un sacramento no estrictamente necesario para la salvación -Santiago recomienda, no manda-, sin embargo, pecaría el que lo despreciase.
En los v.16-18, el autor sagrado ya no se dirige al enfermo, sino más bien a los cristianos que rodean al enfermo, como parece sugerirlo la partícula griega oüv (= pues). Sin embargo, la unión que parece suponer esta partícula no es fácil precisarla. Algunos piensan que Santiago une la unción de los enfermos y la confesión en un solo bloque, como si formaran los sacramentos de los enfermos. No obstante, como todo este pasaje parece tener por finalidad el indicar los medios más aptos para obtener la salud del enfermo, es muy probable que aquí el autor sagrado invite a los fieles presentes en torno al enfermo a que confiesen sus pecados, para que sus oraciones, salidas de corazones purificados, puedan ser más eficaces delante de Dios. Entre los judíos era frecuente confesar los propios pecados para hacer más eficaz la oración. El poder de la oración del justo es un tema bastante conocido en el Antiguo Testamento. Pero para que la oración sea de buena calidad y tenga poder delante de Dios ha de proceder de un alma recta y justa. Con este fin, la espiritualidad rabínica recomendaba con frecuencia la confesión de los pecados. Esta misma costumbre se conservó entre los primeros cristianos. Por la Didajé sabemos que los cristianos tenían por costumbre confesarse en la iglesia para prepararse mejor a la oración.
¿De qué confesión habla Santiago? ¿Se trata de la confesión sacramental o de una simple práctica devota? El término s??????ß (= mutuamente) puede tener un sentido genérico ordinario y designar reciprocidad: "los unos a los otros"; pero a veces también puede revestir un sentido relativo, restringido. En cuyo caso, nuestro texto habría que entenderlo así: cada uno confiese con quien está facultado para recibir la acusación, es decir, con los presbíteros. Sin embargo, en este pasaje Santiago parece referirse a la comunidad. Por consiguiente, es mejor entender ???????? en sentido ordinario, y admitir que el autor sagrado alude aquí a la práctica litúrgica. La expresión griega e??µ????e?ste ???????ß se entiende más fácilmente de una confesión hecha en grupo, como la oración. Los fieles se reconocen culpables y dicen en voz alta sus faltas. La confesión debía de referirse a faltas que podían ser conocidas sin inconveniente.
De este texto tal vez provenga la costumbre de la confesión litúrgica pública (Confiteor Deo.), que se recita antes de la misa y en otras ocasiones; así como la confesión monástica que se realiza mediante la acusación de las culpas públicas ante el superior y toda la comunidad.
Sin embargo, los teólogos no coinciden en la determinación del verdadero significado de la confesión recomendada por Santiago. San Agustín y, más tarde, el cardenal Cayetano ven en esto una piadosa costumbre de acusarse recíprocamente para obtener el perdón de los demás. Otros sostienen que el autor sagrado habla de la confesión sacramental.
Además de la confesión recíproca, Santiago recomienda la oración: orad unos por otros para que os salvéis (v.16). Una vez purificada su alma por la confesión de los pecados, los fieles están mejor preparados para obtener de Dios lo que piden. La oración fervorosa del justo es muy poderosa delante de Dios. Pero este poder depende de las buenas disposiciones y de la fe del que ora. El autor sagrado confirma la eficacia de la oración del justo con el ejemplo del profeta Elías, el cual, a pesar de ser hombre semejante a nosotros, obtuvo de Dios la sequía durante tres años. Y de nuevo oró y envió el cielo la lluvia (v. 17-18). Santiago expresa la misma doctrina que nuestro Señor cuando enseñaba a los apóstoles: "Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará." Esto debe animar a los cristianos a orar como Elías, porque también conseguirán los mismos resultados.
El libro 1 de los Reyes (1R 17, 1; 1R 18, 1) no habla de tres años y seis meses, como se expresa nuestra epístola. Sólo habla de años, en plural, de muchos días y del año tercero; pero de los seis meses nada se dice. Como Jesucristo en el Evangelio dice lo mismo que Santiago, es muy probable que tanto Cristo como Santiago hayan seguido la tradición judía, que determinaba más en concreto el tiempo que duró la sequía en los días de Elías.

St 5, 19-20. La corrección fraterna

Santiago termina su epístola con una recomendación final para que trabajen por la conversión de los hermanos descarriados. El que esto haga conseguirá la total remisión de sus pecados y la salvación final. El profeta Ezequiel había ya prometido la salvación de la propia alma al que se esforzare por convertir al pecador de su mal camino. De igual modo, el cristiano celoso obtendrá el perdón a causa de su abnegación. Y la abnegación en favor del prójimo, cuando es inspirada por la caridad, cubrirá la muchedumbre de sus pecados, o sea, según el lenguaje bíblico, los hará desaparecer. Se trata del premio de aquel que ha cumplido el acto de caridad de convertir al prójimo. San Beda dice a este propósito: "Si enim magnae mercedis est a morte eripere carnem quandoque morituram; quanti meriti est a morte animam liberare, in caelesti patria sine fine victuram?"
El horizonte de la epístola parece limitarse a la comunidad cristiana.
La epístola termina bruscamente, sin los saludos y deseos con que terminan ordinariamente las demás cartas del Nuevo Testamento, especialmente las de San Pablo. Pero esta falta se comprenderá fácilmente si tenemos presente que la epístola de Santiago es una especie de circular a las comunidades judías de la diáspora, que el autor no ha visitado ni conoce.