Padres de la Iglesia

IRENEO

  • No hay más que un solo Dios
  • El designio creador y salvador de Dios
  • Cristo, manifestación del Padre y salvación humana
  • El Espíritu Santo
  • El hombre, objeto de la salvación de Dios
  • La Fe
  • La Iglesia
  • La Eucaristía
  • Escatología
  • No hay más que un solo Dios

    Será bueno que comencemos por lo primero y más importante, a saber, Dios, el creador que hizo el cielo y la tierra y todo lo que en ellos hay... y que mostremos que nada hay por encima o más allá de él. Él hizo todas las cosas por su propia y libre decisión, sin que nadie le empujara a ello; pues él es el único Dios, el único Señor, el único Creador, el único Padre, el único Soberano de todo, el que da la existencia a todas las cosas. ¿Cómo podría haber sobre él otra totalidad, otro principio, otro poder u otro dios? Porque Dios ha de ser la totalidad de todas las cosas, el que las contiene a todas en su infinitud, mientras que a él nada puede contenerle. Si algo hubiera fuera de él, ya no sería la totalidad de todas las cosas, ni las contendría todas... 2.

    Trascendencia de Dios

    Los tesoros celestes son realmente grandes: Dios es inconmensurable para el corazón e incomprensible para el espíritu, siendo así que él tiene a la tierra dentro de su puño. ¿Quién descubrirá su medida? ¿Quién llegará a ver el dedo de su mano derecha? ¿Quién verá su mano, la mano que mide las inmensidades, la que mide las medidas de los cielos y atenaza con su puño la tierra y los abismos, la que contiene en sí la anchura y la longitud y la profundidad y la altura de todo el universo creado, al que vemos y oímos y comprendemos lo mismo que el que permanece invisible? Por esta razón está Dios por encima "de todo principio y potestad y dominación y de todo nombre que pueda nombrarse" (Ef 1, 21), de todo lo que ha sido hecho o creado. Él es el que llena los cielos, y atraviesa con su mirada los abismos (Dn 3, 55), el mismo que está dentro de cada uno de nosotros. Porque, dice: "Yo soy un Dios cercano, y no un Dios lejano. Por más que un hombre se esconda en escondrijos, ¿acaso yo no le veré?" (Jr 23, 23). Su mano abraza todas las cosas: ella es la que ilumina los cielos, la que ilumina lo que está bajo los cielos, la que escudriña los riñones y el corazón (cf. Ap 2, 23), la que está presente en nuestros escondrijos y en nuestros secretos y la que de manera manifiesta nos alimenta y nos conserva... 3.

    A Dios no le conocemos en si, sino en su amor manifiesto en el Verbo.

    Es imposible conocer a Dios en su misma grandeza, ya que el Padre no puede ser medido. Pero en su amor, que es lo que nos va llevando hasta el mismo Dios por medio del Verbo, los que le obedecen van continuamente descubriendo que existe un Dios de tanta grandeza, que por si mismo creó, dispuso, ordenó y mantiene todas las cosas: entre éstas nos hallamos también nosotros y este mundo en que vivimos, porque también nosotros, con todo lo que hay en el mundo, hemos sido hechos 4.

    El hombre conoce a Dios por las obras de su amor5

    Es a través de su amor y de su infinita bondad como Dios puede llegar a ser conocido del hombre. Ahora bien, este conocimiento no llega a alcanzarle en su propia grandeza o en su ser mismo, porque bajo este respecto nadie le ha medido o le ha comprendido. Más bien le conocemos de la siguiente manera: reconocemos al que hizo y modeló todas las cosas, al que inspiró en ellas el soplo de vida, al que nos alimenta con su creación, al que mantiene todas las cosas con su palabra y les da consistencia con su sabiduría: este es el único Dios verdadero 6.

    Los atributos de Dios

    El que conoce las Escrituras y ha sido enseñado por la verdad, sabe que Dios no es como los hombres, y que sus pensamientos no son como los pensamientos de los hombres, Porque el Padre de todo está muy por encima de las emociones y pasiones de los hombres. Él es simple, sin composición ni diversidad de partes, todo uniforme y semejante a si mismo, porque es todo entendimiento, y todo espíritu, y todo percepción, y todo pensamiento, y todo razón, y todo oído, y todo ojos, y todo luz, y todo fuente de todos los bienes. Esto es lo que los que tienen sentido religioso dicen acerca de Dios. Y con todo, Dios está por encima de todas estas cosas, y es, por esta razón, inefable. Se puede decir con propiedad y verdad que es un entendimiento que lo entiende todo, pero no comparable al entendimiento de los hombres. Asimismo se le puede llamar con toda propiedad luz: pero en nada semejante a la luz que nosotros conocemos. Y así en todo lo demás: el Padre de todo en nada es comparable a la pequeñez de lo humano. Todas estas cosas se dicen de él en cuanto manifiestan su amor: pero comprendemos que en su grandeza está sobre todas ellas 6.

    Quién es Dios para nosotros

    Tal es nuestro creador: mirando a su amor, es nuestro Padre; mirando a su poder, es el Señor; mirando a su sabiduría, es nuestro Hacedor y Modelador 7.

    El designio creador y salvador de Dios

    Cómo Dios es creador de todas las cosas con sólo su Palabra

    Hay algunos que no saben quién es Dios y lo creen semejante a los hombres desvalidos que no pueden de repente y con lo que tienen a mano hacer una cosa determinada, sino que para hacerla tienen necesidad de muchos instrumentos... Pero el Dios de todas las cosas con sólo su Palabra las hizo y las creó todas, sin tener que servirse de nada: no necesitó de ángeles que le ayudasen para lo que tenía que hacer, ni de otro poder alguno, que sería muy inferior a sí... Él mismo, por si mismo, prefijando todas las cosas de una manera inexplicable e impensable para nosotros, hizo lo que quiso, dando a todas las cosas su armonía y su orden y su creación original: a los seres espirituales les dio la sustancia espiritual e invisible; a los celestes, la sustancia celestial; a los ángeles, la angélica, a los animales, la animal, acuática para los que nadan y terrestre para los que habitan la tierra: a todos de manera conveniente y proporcionada. De esta suerte, todo lo que ha sido hecho, lo hizo Dios con su Palabra infatigable. Porque es propio de la excelencia de Dios el no necesitar de instrumentos para hacer lo que hace: su propia Palabra es idónea y suficiente para hacer todas las cosas, como dice Juan, el discípulo del Señor: "Todas las cosas fueron hechas por Ella, y sin Ella no se hizo nada" (Jn 1, 3). Al decir "todas las cosas" incluye en ellas nuestro mundo, y por tanto, también este nuestro mundo ha sido hecho por su Palabra, y por esto dice el Génesis que todo lo que podemos ver que existe, lo hizo Dios por su Palabra. En el mismo sentido afirma David: "Él lo dijo, y fueron hechas las cosas; él lo mandó, y fueron creadas" (Sal 33, 9).

    ¿A quién, pues, hemos de dar más crédito en lo que se refiere a la creación del mundo: a los herejes que charlatanean de manera fatua y contradictoria, o a los discípulos del Señor y al fiel siervo de Dios, Moisés, y a los profetas? Porque Moisés explicó la formación del mundo desde el comienzo, diciendo: "En el principio hizo Dios el cielo y la tierra" (Gn 1, 1), y luego las demás cosas; pero no habla de dioses o de ángeles creadores 8.

    La acción creadora de Dios no es como la acción del hombre

    Atribuir la existencia de las creaturas al poder y a la voluntad del Dios del universo, es algo aceptable, creíble y coherente. En esta cuestión podría decirse apropiadamente que "lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios" (Lc 18, 27). Porque los hombres es verdad que no son capaces de hacer una cosa de la nada, sino únicamente de algún material previo. Pero Dios es más grande que los hombres, ante todo bajo este respecto, a saber, que él dio la existencia a la misma materia de su creación, la cual antes no había existido... Y este Dios que está sobre todas las cosas, fabricó con su Palabra la variedad y diversidad de cosas que existen, según le plugo. Porque él es el creador de todas las cosas, a la manera de un sabio arquitecto y de un rey soberano 9.

    Característica de las herejías gnósticas: negar la creación

    Nosotros nos atenemos al canon de la verdad, a saber, que hay un solo Dios todopoderoso, quien por su Palabra creó todas las cosas, y las dispuso, haciéndolas de la nada, para que existieran. Así lo dice la Escritura: "Por la Palabra del Señor fueron establecidos los cielos, y por el aliento de su boca todas las potestades que hay en ellos" (Sal 33, 6). Y en otra parte: "Todas las cosas fueron hechas por su Palabra; sin ella nada se hizo" (Jn 1, 3). Al decir "todas las cosas", nada queda excluido. Todo lo hizo el Padre por sí mismo, lo visible y lo invisible. lo sensible y lo inteligible, lo temporal y lo duradero... todo ello no por medio de ángeles o de ciertos poderes independientemente de su voluntad, pues Dios no tiene necesidad de nada de eso, sino que hizo todas las cosas por su Verbo y por su Espíritu, disponiéndolas y gobernándolas y dándoles la existencia. Éste es el Dios que hizo el mundo, que se compone de todas las cosas; el Dios que modeló al primer hombre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, sobre el cual no hay otro Dios, ni otro principio, ni otro poder, ni otra totalidad. Él es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como mostraremos. Mientras nos atengamos a este canon de la verdad, aunque otros digan otras cosas muy distintas, fácilmente les podremos argüir que se apartan de la verdad. Porque casi todas las herejías que existen afirman ciertamente que hay un solo Dios, pero no saben ser agradecidos para con aquel que los creó, y desvirtúan su naturaleza con sus erróneas opiniones, de manera semejante a como los paganos lo hacen con su idolatría. Porque desprecian lo que es creación material de Dios, y así se oponen a su propia salvación, haciéndose acusadores amargados contra sí mismos y falsos testigos de lo que dicen. Éstos, aunque no quieran, resucitarán con su carne, para que tengan que reconocer el poder del que es capaz de resucitarlos de los muertos (como fue capaz de crearlos en la carne). Pero no serán contados entre los justos, por su falta de fe 10.

    Dios crea al hombre para conferirle sus beneficios

    En un principio Dios creó a Adán, no porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Porque no sólo antes de Adán, sino aún antes de toda la creación el Verbo glorificaba a su Padre, permaneciendo en él, y era glorificado por el Padre, como él mismo dice: "Padre, glorifícame con la gloria que tenía contigo antes de que fuera hecho el mundo" (Jn 17, 5). Ni fue porque necesitara de nuestros servicios por lo que nos mandó que le obedeciéramos, sino para procurarnos la salud a nosotros. Porque obedecer al Salvador es participar en la salvación, y seguir a la luz es tener parte en la luz. Porque los que están en la luz no iluminan ellos a la luz, sino que son iluminados y reciben de ella resplandor: ellos no prestan beneficio alguno a la luz, sino que recibiendo beneficio son iluminados por la luz. De la misma manera el servir a Dios no es hacer a Dios un beneficio, ni tiene Dios necesidad de las atenciones de los hombres; al contrario, él da a los hombres que le siguen y le sirven la vida, y la incorrupción y la gloria eterna. El que puedan servirle es un beneficio que él hace a los que le sirven, y el que puedan seguirle a los que le siguen, sin que reciba de ellos beneficio. Porque Dios es rico, perfecto y sin necesidad de nada. Si Dios pide a los hombres que le sirvan, es porque, siendo bueno y misericordioso, quiere beneficiar a aquellos que perseveran en su servicio. En la misma proporción en que Dios no necesita de nada, el hombre necesita de la comunicación de Dios. Ésta es, en efecto, la gloria del hombre: perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto decía el Señor a sus discípulos: "No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido" (Jn 15, 16).

    Así pues, Dios, desde un principio, creó al hombre como objeto de su liberalidad, eligió a los patriarcas para su salvación; iba preparando a su pueblo, enseñando al indócil a someterse a Dios; iba disponiendo a los profetas para acostumbrar al hombre sobre la tierra a soportar su espíritu y a tener comunicación con Dios. No es que él tenga necesidad de nada, sino que ofrecía su comunicación a los que necesitan de él. Para los que le eran gratos, como un arquitecto, iba trazando como un plano de su salvación: a los que en Egipto no veían, él mismo les servía de guía; a los que en el desierto estaban inquietos, les dio una ley sumamente apropiada; a los que entraron en la tierra buena, les dio una herencia digna; a los que se convierten al Padre, les sacrifica el ternero cebado y les da el mejor vestido. De estas muchas maneras va combinando el género humano para conseguir la "sinfonía" (cf. Lc 15, 25) de la salvación. Por esto dice Juan en el Apocalipsis: "Su voz es como una voz de muchas aguas" (Ap 1, 15). Verdaderamente son muchas las aguas del Espíritu de Dios, porque rico y múltiple es el Padre. Y pasando por todos, el Verbo, sin tacañería alguna prestaba sus auxilios a los que se le sometían, prescribiendo a toda creatura una ley adaptada y acomodada.

    Según esto establecía para el pueblo la ley relativa a la construcción del tabernáculo y a la edificación del templo, a la elección de los levitas, a los sacrificios y oblaciones y purificaciones, y todo el servicio del culto, No es que él tuviera necesidad de ninguna de estas cosas, pues está siempre lleno de todos los bienes y tiene en si todo olor de suavidad y todo vapor perfumado, aún antes de que existiera Moisés. Pero iba educando al pueblo siempre dispuesto a volver a los ídolos, disponiéndoles con muchas intervenciones a permanecer firmes y a servir a Dios. Por las cosas accesorias, los llamaba a las principales, es decir, por las cosas figuradas a las verdaderas, por las temporales a las eternas, por las carnales a las espirituales, por las terrenas a las celestiales, tal como se dijo a Moisés: "Lo harás todo imitando la figura de las cosas que viste en la montaña" (Ex 25, 40; Hb 8, 5). Durante cuarenta días aprendía a retener las palabras de Dios, las figuras celestiales y las imágenes espirituales y prenuncios de lo futuro, como dice Pablo: "Bebían de la piedra que les seguía, la cual era Cristo" (1Co 10, 4); y luego, habiendo recorrido lo que se dice en la ley, añade: "Todas estas cosas les acontecían en figura, y son escritas para nuestra instrucción, la de aquellos a los que viene el fin de los tiempos" (1Co 10, 7-10). Así pues, por medio de figuras iban aprendiendo a temer a Dios y a perseverar en su servicio, de suerte que la ley era para ellos un aprendizaje y una profecía de lo venidero... 11.

    Dios quiere divinizar al hombre

    Los hombres reprochamos a Dios porque no nos hizo dioses desde un principio, sino que primero fuimos hechos hombres, y sólo luego dioses. Pero Dios hizo eso según la simplicidad de su bondad, y nadie tiene que tacharle de avaro o de poco generoso, pues dijo: "Yo he dicho: sois dioses, todos sois hijos del Altísimo" (Sal 82, 6). Pero, porque nosotros no éramos capaces de soportar la potencia de la divinidad, añadió: "mas vosotros moriréis como hombres" (Sal 82, 7). Con esto expresa ambas realidades: por una parte lo que es don generoso suyo, y por otra lo que es nuestra debilidad y lo que seríamos dejados a nosotros mismos. Porque, por lo que se refiere a su generosidad, hizo un don espléndido haciendo a los hombres semejantes a sí mismo por la libertad. Pero en lo que se refiere a su providencia, preveía la debilidad del hombre y las consecuencias que de ella se seguirían. Y finalmente, por lo que se refiere a su amor y poder, él triunfará de la manera de ser de la naturaleza creada. Pero fue conveniente que primero apareciera esta naturaleza, y que fuera luego vencida, y que lo mortal fuera absorbido por la divinidad y lo corruptible por la incorruptibilidad, haciéndose así el hombre a imagen y semejanza de Dios habiendo obtenido el conocimiento del bien y del mal.

    El bien consiste en obedecer a Dios, y en confiarse a él, y en guardar lo que manda, y esto es la vida del hombre. De manera semejante, el mal es desobedecer a Dios, y esto es la muerte del hombre. Ahora bien, por haber usado Dios de magnanimidad, el hombre pudo experimentar el bien de la obediencia y el mal de la desobediencia, a fin de que el ojo de la mente, habiendo hecho experiencia de ambos, pueda hacer con buen juicio la elección de lo mejor, y así nunca sea perezoso o negligente para con el precepto de Dios. Y habiendo aprendido por experiencia que es malo lo que le quita la vida, es decir el desobedecer a Dios, ya no sea jamás tentado con ello; y al contrario, habiendo conocido que es bueno lo que le conserva la vida, que es obedecer a Dios, lo guarde diligentemente y con todo ahinco. Esta es la razón por la que tuvo esta doble facultad respecto al conocimiento del uno y del otro, para que así enseñado elija lo mejor. ¿Cómo hubiera podido aprender el bien ignorando lo que le es contrario? Porque en efecto es más firme y más segura la percepción de lo experimentado que la simple conjetura que procede de una suposición. Y así como la lengua al gustar hace la experiencia de lo dulce y de lo amargo, y el ojo al ver distingue lo negro de lo blanco, y el oído al oír percibe las diferencias de los sonidos, así el espíritu, por experiencia de uno y de otro, aprende lo que es el bien y queda confirmado para retenerlo haciéndose obediente a Dios. En primer lugar rechaza la desobediencia que es cosa áspera y mala, mediante la penitencia; luego, aprendiendo de manera inmediata la naturaleza de lo que es contrario al bien y a la dulzura, jamás intentará ni siquiera probar lo que es desobedecer a Dios. Pero si tú quieres eludir el conocimiento de ambas realidades y esta doble facultad de conocer, sin darte cuenta matarás lo que hay en ti de hombre.

    Por lo demás, ¿cómo será dios el que ni siquiera ha llegado a ser hombre?; ¿cómo será perfecto el que acaba de ser hecho?; ¿cómo será inmortal el que, siendo de naturaleza mortal, no se sometió a su creador? Es necesario que en primer lugar tú guardes tu rango de hombre, y entonces podrás participar de la gloria de Dios. No eres tú el que hace a Dios, sino que Dios te hace a ti. Por tanto, si eres obra de Dios aguarda la mano del artífice, que hace todas las cosas a su tiempo, el tiempo oportuno con respecto a ti, que eres obra de otro. Ofrécele tu corazón blando y moldeable, y guarda la figura que te dio el artífice, conservando en ti las huellas de sus dedos. Si guardas esta configuración, llegarás a la perfección, ya que será el arte de Dios lo que encubrirá lo que hay en ti de barro. Su mano fabricó tu substancia: él te cubrirá por dentro y por fuera con oro puro y plata, y te adornará de tal manera que el mismo rey codiciará tu hermosura. Pero si te endureces en seguida, y opones resistencia a su arte, y te muestras descontento porque te ha hecho hombre, haciéndote ingrato a Dios habrás perdido a la vez su arte y tu vida. Porque el hacer es propio de la bondad de Dios, y el ser hecho es propio de la naturaleza del hombre. Por tanto, si le entregas a él lo que es tuyo, que es la fe en él y la sumisión, recibirás el efecto de su arte y serás una obra perfecta de Dios. Pero si no te confías a él y te escapas de sus manos, la causa de tu imperfección estará en ti que no te sometiste, no en aquel que te llamó. Porque aquel envió a que invitaran a la boda; pero los que no aceptaron la invitación a sí mismos se privaron de la cena del rey.

    No es que el arte de Dios sea deficiente, ya que tiene poder para suscitar de las piedras hijos de Abraham; sino que aquel que no se somete a su arte se constituye en causa de su propia imperfección. No es imperfección de la luz el que haya quien se cegó a sí mismo, sino que permaneciendo la luz tal como es, los que se han cegado por su culpa se encuentran en las tinieblas. La luz no hace coacción alguna para someter a nadie, y Dios tampoco obliga a nadie que no esté dispuesto a someterse a su arte. Así pues, los que se apartaron de la luz del Padre y traspasaron la ley de la libertad, se separaron por su culpa, pues habían sido constituidos libres y dueños de sus actos.

    Pero Dios, que de antemano sabe todas las cosas, ha dispuesto para unos y otros moradas apropiadas. A los que buscan la luz de la incorrupción y acuden a ella, les da benignamente esta luz que anhelan; en cambio a los que la desprecian y se apartan de ella y la rehúyen como quitarse los ojos, les preparó unas tinieblas adaptadas para el que es enemigo de la luz, imponiendo la pena que corresponde al que se escapa de someterse a él. La sumisión a Dios es el descanso perpetuo, de suerte que los que huyen de la luz tienen un lugar digno de su fuga. y los que huyen el descanso perpetuo tienen una morada condigna de su huida. Porque estando todos los bienes en Dios, los que por voluntad propia huyen de Dios se privan a sí mismos de todos los bienes, y así, privados de todos los bienes de Dios vienen a caer en el justo juicio de Dios. Porque los que huyen del descanso con justicia vivirán en la pena y los que huyen de la luz con justicia viven en las tinieblas. Así como los que huyen de la luz de este mundo ellos mismos se procuran las tinieblas, siendo ellos la causa de que se queden sin luz y vivan a oscuras y no siendo la luz la causa de este género de vida, como antes dijimos, así los que huyen de la luz eterna de Dios, que contiene en sí todos los bienes son ellos mismos la causa de que hayan de habitar en las tinieblas eternas, privados de todos los bienes, siendo ellos mismos responsables de que se les haya asignado tal morada 12.

    El designio de salvación

    Dios se mostró magnánimo ante la caída del hombre, y dispuso aquella victoria que iba a conseguirse por el Verbo. Así, "desplegando su poder ante la debilidad" (cf. 2Co 12, 9) quedaba de manifiesto la benignidad de Dios y la extrema magnificencia de su poder. Porque Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por la ballena, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino para que cuando fuera de nuevo vomitado fuera más sumiso a Dios y glorificase mejor a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás... De la misma manera, Dios toleró en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un designio de salvación, que fue puesto por obra por el Verbo mediante el "signo de Jonás" (Lc 11, 29)... Así, recibiendo el hombre de Dios una salvación inesperada, puede resucitar de entre los muertos y glorificar a Dios, pronunciando las palabras proféticas de Jonás: "Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó estando yo en el seno del abismo" (Jon 2, 2). De esta suerte el hombre permanecerá para siempre glorificando a Dios, dándole gracias por la salvación que obtuvo de él, "para que ninguna carne se gloríe delante del Señor" (1Co 1, 29), ni pueda ya el hombre jamás dar entrada a pensamiento alguno contra Dios, imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo, engreyéndose con vana soberbia y pensando contra toda verdad que es por su propia naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que en concreto hacía al hombre desagradecido para con aquel que le había creado, y le velaba el amor que Dios tenía para con el hombre, segando sus potencias para que no pudiera sentir de Dios como conviene, a saber, el compararse con Dios y creerse igual a él.

    Pero fue tal la magnanimidad de Dios, que dejó que el hombre pasase por todo esto, y tuviese así conocimiento de la muerte, pasase luego a la resurrección de entre los muertos y conociese por experiencia propia de dónde había sido libertado. Así se mostrará para siempre agradecido a su Señor, amándole más después de haber recibido de él el don de la inmortalidad, ya que "a quien más se le perdona, más ama" (Lc 7, 42). Así se conocerá el hombre a sí mismo como ser mortal y débil, y conocerá también a Dios, que es hasta tal extremo inmortal y poderoso que puede dar la inmortalidad a lo mortal y la eternidad a lo temporal; conocerá finalmente todo el poder de Dios que se ha ejercitado en sí mismo, e instruido de esta manera llegará a tener sentido de la grandeza de Dios. Pues la gloria del hombre es Dios: pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría y de su poder es el hombre. Y así como el médico se prueba qué tal es en los enfermos, así Dios se manifiesta en los hombres. Por esto dice Pablo: "Incluyólo Dios todo en la incredulidad, a fin de que a todos alcanzara su misericordia" (Rm 11, 32). Esto dice refiriéndose... al hombre, que desobedeció a Dios y perdió la inmortalidad, pero luego alcanzo misericordia, recibiendo por medio del Hijo de Dios la filiación que es propia de éste.

    El hombre que sin soberbia ni jactancia tiene un sentimiento verdadero acerca de lo creado y del Creador, Dios poderosísimo que está por encima de todas las cosas y que a todas da el ser; el que permanece en su amor con sumisión y acción de gracias, recibirá de él una gloria cada vez mayor y progresará hasta hacerse semejante a aquel que murió por él. Pues, efectivamente, aquél se hizo "semejante a la carne de pecado" (Rm 8, 3) para destruir al pecado. Y una vez destruido, lo arrojó de la carne, incitando al hombre a hacerse semejante a sí, destinándolo a ser imitador de Dios, poniéndolo al mismo nivel de su Padre y otorgándole el don de poder ver a Dios y comprender al Padre. Esto hizo el Verbo de Dios habitando en el hombre y haciéndose Hijo del hombre, a fin de habituar al hombre a recibir a Dios, y habituar a Dios a morar en el hombre 13.

    El plan salvífico de Dios ante el pecado del hombre

    Al salir el Señor a buscar la oveja perdida, llevando a cabo con un designio grandioso la recapitulación y restauración de lo que era obra de sus propias manos, era preciso que salvase al mismo hombre que había sido creado a su imagen y semejanza, es decir Adán, después que se había cumplido el tiempo de su condena por desobediencia... De esta suerte, Dios no fracasó, ni falló su arte creador. Porque, si el hombre, al que Dios había hecho para la vida, cuando perdió esta vida como consecuencia de la herida de la serpiente corruptora, ya no hubiese podido ser revivificado, sino que se hubiese hundido en una muerte definitiva, Dios hubiese fracasado, mientras que la malicia de la serpiente hubiese triunfado sobre el designio de Dios. Pero Dios es invencible y magnánimo, y su magnanimidad se mostró en la corrección y en la prueba que impuso al hombre. Por medio del segundo hombre, "encadenó al que era fuerte y le arrebató sus posesiones" (Mt 12, 29; Mc 3, 27), expulsando a la muerte y vivificando al mismo hombre que había muerto. La primera de las posesiones que (el enemigo) había conseguido era Adán, al que había puesto bajo su dominio haciéndole prevaricar malvadamente e infiriéndole la muerte con la promesa de la inmortalidad. Porque, en efecto, prometiendo que "serían como dioses" (Gn 3, 5) –cosa que él no podía otorgar en manera alguna– les dio la muerte. Pero en su justicia Dios ha vuelto a someter a cadenas al que había encadenado al hombre, mientras que el hombre que había sido encadenado ha sido liberado de las cadenas de su condenación. Este hombre es Adán, del que, según la Escritura, dijo el Señor: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Y nosotros somos sus descendientes, y, como descendientes suyos, hemos heredado su nombre 14.

    Por qué fue el hombre arrojado del paraíso y castigado con la muerte

    Dios arrojó al hombre del paraíso y lo transportó lejos del árbol de la vida, no porque le rehusase celosamente el árbol de la vida, como algunos audazmente mantienen, sino por misericordia para con él: para que no permaneciese para siempre transgrediendo, ni fuese inmortal el pecado que le afligía, ni su mal fuese sin término y sin curación. Puso fin a su transgresión interponiendo la muerte y haciendo cesar el pecado al imponerle la disolución de la carne en la tierra; de esta suerte, cesando el hombre en un determinado momento de vivir al pecado, y muriendo al pecado, podía empezar a vivir para Dios (cf. Rm 6, 2 y 10).

    Por esta razón puso enemistad entre la serpiente y la mujer y su descendencia, quedando ambas partes al acecho una de otra. La una era mordida en sus plantas, pero era capaz de pisotear la cabeza del enemigo, mientras que la otra mordía y mataba impidiendo la entrada del hombre en la Vida, hasta que llegara la descendencia predestinada para pisotear su cabeza. Esto se realizó cuando dio a luz María, de cuyo fruto dijo el profeta: "Caminarás sobre el áspid y el basilisco, y pisotearás al león y al dragón" (Sal 91, 13).

    Esto significaba que el pecado que se había erigido y propagado contra el hombre, haciéndole morir, sería expulsado juntamente con el imperio de la muerte, y sería pisoteado en los tiempos postreros aquel león que ha de asaltar al género humano, que es el Anticristo; y asimismo será encadenado aquel dragón y aquella antigua serpiente, sometiéndolo al dominio del hombre que antes había sido vencido, el cual aplastará todo su poder. Adán había sido vencido, y la vida le había sido del todo arrebatada; y por esta razón, una vez vencido el enemigo, Adán recobró la vida.

    "En último lugar será aniquilada la muerte enemiga" (1Co 15, 26) que en un principio había dominado al hombre. Y entonces, una vez liberado el hombre, se realizará lo que está escrito: "La muerte ha quedado engullida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?" (1Co 15, 54-55) 15.

    Explicación de la parábola de los viñadores (Mt 21, 33-43). Fue Dios quien plantó la viña del género humano cuando creó a Adán y cuando eligió a los patriarcas. Después la confió a los viñadores por medio de la legislación de Moisés. La rodeó con un seto, es decir, delimitó la tierra que tenían que cultivar. Edificó una torre, es decir, eligió a Jerusalén. Cavó un lagar, cuando preparó el receptáculo de la palabra profética: y así envió profetas antes de la transmigración a Babilonia, y otros después de la transmigración, más numerosos que los primeros, para recabar los frutos con las palabras siguientes: "Esto dice el Señor: Enmendad vuestros caminos y vuestras costumbres; juzgad con juicio justo; tened compasión y misericordia, cada uno con su hermano; no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero y al pobre; que nadie conserve en su corazón el recuerdo de la malicia de su hermano; no améis el juramento falso..." Cuando los profetas predicaban esto, recababan el fruto justo. Pero, como no les hacían caso, al fin envió a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, al cual mataron los colonos malos y lo arrojaron fuera de la viña. Y por esto Dios entregó la viña –no ya cercada, sino extendida por todo el mundo– a otros colonos que dieran sus frutos a sus tiempos. La torre de elección sobresale magnifica por todas partes, ya que en todas partes resplandece la Iglesia. En todas partes se ha cavado el lagar, pues en todas partes se encuentran quienes reciben el Espíritu. Y puesto que aquellos rechazaron al Hijo de Dios y lo echaron, cuando lo mataron, fuera de la viña, justamente los rechazó Dios a ellos, confiando el cuidado de los frutos a las gentes que estaban fuera de la viña... Uno y el mismo es el Dios Padre, que plantó la viña, que sacó al pueblo, que envió a los profetas, que envió a su propio Hijo, que dio la viña a otros colonos que le entreguen el fruto de su tiempo 16.

    Cristo, manifestación del Padre y salvación humana

    La generación del Hijo es estrictamente inefable

    Si alguno nos dijere: ¿Cómo, pues, fue producido el Hijo por el Padre?, le diremos que esta producción, o generación, o pronunciación o eclosión, o cualquiera que sea el nombre con que se quiera llamar a esta generación, que en realidad es inenarrable, no la entiende nadie... sino solamente el Padre que engendró, y el Hijo que fue engendrado. Y supuesto que esta generación es inenarrable, todos los que se afanan por narrar generaciones y producciones no están en su sano juicio, pues prometen explicar lo que es inexplicable. Que la palabra se emite a partir del pensamiento y de la inteligencia, esto evidentemente lo saben todos los hombres. Por tanto, no han logrado un gran hallazgo los que excogitaron como explicación una emisión de esta naturaleza; ni revelaron ningún misterio secreto si no hicieron más que aplicar a la Palabra unigénita de Dios lo que todos comprenden de toda palabra, aunque quieran declarar la producción y generación del primer engendrado como si ellos hubieran ayudado a dar a luz al que llaman inenarrable e innominable, sólo porque lo asimilan a la emisión de la palabra humana 17.

    Nada absolutamente de lo que ha sido creado y está bajo el dominio de Dios puede compararse con el Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho (Jn 1, 3), que es nuestro Señor Jesucristo. En efecto, los ángeles y los arcángeles y los tronos y las dominaciones han sido creados por el Dios que está por encima de todos y, como indica Juan, han sido hechos por medio del Verbo. Efectivamente, después de decir del Verbo que "estaba en el Padre", añadió: "Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él nada se hizo" (Jn 1, 3). Asimismo, David, al proclamar su alabanza, enumera en particular cada una de las creaturas que hemos mencionado, y los cielos y todas las potestades, añadiendo: "Porque él lo ordenó, y fueron creadas: lo dijo, y fueron hechas" (Sal 148, 5; Sal 32, 9). ¿A quién lo ordenó? –A su Verbo–. "Por él, –dice– fueron afirmados los cielos: por el aliento de su boca todo el poder de ellos" (Sal 33, 6). Y que todas las cosas las hizo libremente y como quiso, lo dice también David: "Nuestro Dios arriba en los cielos y en la tierra: él hizo todo lo que quiso" (Sal 115, 3). Ahora bien, lo que ha sido creado es distinto del Creador, y lo que ha sido hecho es distinto del que lo hizo. El Creador no ha sido hecho, ni tiene principio, ni fin, ni necesita de nada, sino que se basta a si mismo y aún confiere a los demás seres que sean lo que son. Lo que fue creado por él tuvo un comienzo; y todo lo que tuvo comienzo puede tener destrucción, y no es independiente, sino que depende del que lo hizo.

    Así pues, es absolutamente necesario, aún para aquellos que sólo tienen una limitada comprensión de tales distinciones, que usemos palabras diferentes, de suerte que el que todo lo hizo juntamente con su Verbo, con toda propiedad sea el único que se llama "Dios" y "Señor", mientras que las cosas creadas no pueden participar de este nombre, ni deben legítimamente apropiarse esta denominación, que es propia del Creador18.

    El Verbo nos revela al Padre

    Nadie puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, es decir, sin que el Hijo se lo revele; y nadie puede conocer al Hijo sin el beneplácito del Padre. Pero el Hijo cumple el beneplácito, ya que el Padre lo envía, y el Hijo es enviado y viene. Y el Padre, aunque para nosotros es invisible e inexpresable, es conocido por su propio Verbo; y aunque es inexplicable, el Verbo nos lo explica para nosotros (cf. Jn 1, 18). Recíprocamente, el Verbo sólo es conocido de su Padre. Esta es la doble verdad que nos manifestó el Señor. Por esta razón, el Hijo, con su manifestación, revela el conocimiento del Padre, ya que la manifestación del Hijo es conocimiento del Padre, puesto que todas las cosas son manifestadas por el Verbo. Y para que supiéramos que el Hijo venido a nosotros es el que da el conocimiento del Padre a los que creen en él, decía a los discípulos: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo, ni al Hijo sino el Padre, y aquellos a quienes el Hijo lo revelare" (Mt 11, 27). Con esto nos enseñaba lo que él mismo es y lo que es el Padre, a fin de que no admitiéramos a otro Padre fuera de aquel que se revela en el Hijo 19.

    No hay más que un solo Dios, quien con su Verbo y su Sabiduría ha creado y adornado todas las cosas. Él es el Creador, que ha destinado este mundo para el género humano. En su grandeza es desconocido de todas sus creaturas, ya que nadie ha penetrado su sublimidad ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos; sin embargo, en lo que se refiere a su amor es conocido en todo tiempo gracias a aquel por quien creó todas las cosas, es decir, su Verbo, nuestro Señor Jesucristo, el cual, en los últimos tiempos se ha hecho hombre entre los hombres en orden a unir el fin con el principio, esto es, el hombre con Dios. Por esta razón, los profetas, que recibieron el don de la profecía del mismo Verbo, predicaron su venida según la carne, mediante la cual se hizo la mezcla y comunicación de Dios y del hombre, según el beneplácito del Padre.

    Ya desde el comienzo había preanunciado el Verbo de Dios que Dios sería visto de los hombres y viviría y conversaría con ellos sobre la tierra, haciéndose presente en la obra de sus manos para salvarla y hacerse asequible a ella, "liberándonos de las manos de todos los que nos odian" (Lc 1, 71), es decir de todo espíritu de transgresión, haciendo "que le sirvamos en santidad y justicia todos los días de nuestra vida" (Lc 1, 74-75), a fin de que el hombre, entrelazado con el Espíritu de Dios, alcance la gloria del Padre.

    Esto anunciaban los profetas de manera profética, lo cual no es decir, como pretenden algunos, que siendo el Padre de todas las cosas invisible, era otro el que era visto por los profetas. Esto dicen los que no saben absolutamente nada de lo que es una profecía. Porque una profecía es una predicción de las cosas futuras, esto es, una anunciación anticipada de lo que luego será. Ahora bien, anunciaban de antemano los profetas que Dios sería visto de los hombres, así como también dice el Señor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios." Sin embargo, en su propia grandeza y en su gloria inenarrable, "nadie que vea a Dios, vivirá" (Ex 33, 20), ya que el Padre es incomprensible. Pero en su amor, en su bondad para con los hombres y en su omnipotencia, concede esto a los que le aman, es decir, que vean a Dios: esto es lo que anunciaban los profetas, porque "lo que es imposible a los hombres es posible para Dios" (Lc 18, 27). Porque el hombre por si mismo no verá a Dios; pero si Dios quiere, puede hacerse visible a los hombres, a los que quiera, cuando quiera y como quiera. Dios lo puede todo: y así fue visto entonces proféticamente por medio del Espíritu, y ha sido visto según la adopción por medio del Hijo, y será visto según su paternidad en el reino de los cielos, ya que el Espíritu prepara al hombre para hacerlo hijo de Dios, y el Hijo lo lleva al Padre, y el Padre le da la incorrupción y la vida eterna, cosas todas que resultan a cada uno del hecho de ver a Dios. Porque así como los que ven la luz están dentro de la luz, y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están dentro de Dios y participan de su resplandor. El resplandor de Dios da la vida: por tanto los que ven a Dios participan de la vida. Por esta razón, el que es inasequible e incomprensible e invisible, se presenta a los hombres como visible y comprensible y asequible, para dar la vida a los que lo captan y lo ven. Y así como su grandeza es inalcanzable, así también su bondad es inenarrable, y por ella se deja ver y da la vida a los que le ven. En efecto, es imposible vivir sin la vida, y no hay vida sin la participación de Dios, y la participación de Dios es ver a Dios y gozar de su bondad.

    Así pues, desde los comienzos es el Hijo el revelador del Padre, ya que desde el principio está con el Padre. Las visiones proféticas, la distribución de los carismas y ministerios y la gloria del Padre, todo lo ha ido manifestando al género humano en tiempo oportuno para su utilidad, de manera armoniosa y concertada: porque donde hay concierto hay consonancia, y donde hay consonancia hay oportunidad, y donde hay oportunidad hay utilidad. Por esto el Verbo se constituyó en dispensador de la gracia del Padre para utilidad de los hombres, en favor de los cuales obró tantos designios: manifestó a Dios a los hombres, y presentó los hombres ante Dios, guardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre no llegara a menospreciar a Dios, sino que pudiera progresar hacia él indefinidamente, y al mismo tiempo haciendo a Dios visible a los hombres mediante muchas disposiciones, a fin de que el hombre, privado totalmente de Dios, no dejara de existir. Porque gloria de Dios es el hombre vivo, y vida del hombre es la visión de Dios. Y si la manifestación de Dios que consiste en la creación da la vida a todos los vivientes de la tierra, mucho más la manifestación del Padre que se hace por el Verbo da la vida a los que ven a Dios 20.

    Cómo el Verbo cumple los designios de Dios sobre el hombre

    No había manera de que llegáramos a conocer las cosas de Dios, si nuestro Maestro, el Verbo, no se hubiera hecho hombre. Porque nadie más podía explicarnos las cosas del Padre fuera de su propio Verbo. En efecto, fuera de él, "¿quién conoció la mente del Señor?; ¿quién llegó a ser su consejero?" (Rm 11, 34). Por otra parte, nosotros no podíamos aprender de otra manera si no es viendo con los ojos a nuestro Maestro, y oyendo con nuestros oídos su voz: de esta forma, haciéndonos imitadores de sus obras y cumplidores de sus palabras, podíamos llegar a tener comunión con él. Los que acabábamos de ser hechos, fuimos creciendo, recibiendo incremento de aquel que es perfecto y que existe desde antes de la creación, el único que es bueno y óptimo, el que tiene el don de la incorruptibilidad, a cuya imagen habíamos sido hechos. Habíamos sido predestinados para ser, según la presciencia del Padre, lo que todavía no éramos: pues éramos un comienzo de lo que tenía que ser, para recibir el incremento en los tiempos preestablecidos por el ministerio del Verbo, el cual es perfecto en todo. Y, efectivamente, siendo poderoso como Verbo, y siendo hombre verdadero, con su sangre nos redimió de una manera congrua, dándose a sí mismo como rescate por aquellos que habían sido reducidos a cautividad. Y puesto que el Espíritu de rebelión nos tenía sometidos injustamente –ya que perteneciendo por naturaleza a Dios omnipotente nos había alienado contra nuestra naturaleza y nos había hecho sus seguidores– el Verbo de Dios, que tiene todo poder y no puede fallar en su justicia, justamente se volvió contra el mismo Espíritu de rebelión, rescatando de su poderío lo que era suyo, y esto no de manera violenta –como en un principio el Espíritu de rebelión nos había sometido al arrebatar con su hombre insaciable lo que no era suyo– sino por persuasión, como convenía que Dios, que es persuasivo y no violento, tomase lo que quisiese. De esta suerte, ni la justicia quedaba conculcada, ni lo que Dios había originariamente creado quedaba destruido 21.

    Cristo, vencedor de la antigua serpiente, según la promesa

    Recapitulando todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza: declaró la guerra a nuestro enemigo, y destruyó al que en el comienzo nos había hecho prisioneros en Adán, aplastando su cabeza, como está en el Génesis que Dios dijo a la serpiente: opondrá enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya: él acechará a tu cabeza, y tú acecharás a su calcañar" (Gn 3, 15). Estaba predicho, pues, que aquel que tenía que nacer de una mujer virgen y de naturaleza semejante a la de Adán, tenía que acechar a la cabeza de la serpiente. Esta es la descendencia de la que habla el Apóstol en la epístola a los Gálatas: "La ley de las obras fue puesta hasta que viniera la descendencia al que había recibido la promesa" (Ga 3, 19). Y todavía lo declara más abiertamente en la misma carta cuando dice: "Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho de mujer" (Ga 4, 4). El enemigo no hubiese sido vencido de una manera adecuada si no hubiese sido hombre nacido de mujer el que le venció. Porque en aquel comienzo el enemigo esclavizó al hombre valiéndose de la mujer, poniéndose en situación de enemistad con el hombre. Y por esto el Señor se confiesa a sí mismo Hijo del hombre, recapitulando así en sí mismo aquel hombre original del cual había sido modelada la mujer. De esta suerte, así como por un hombre vencido se propagó la muerte en nuestro linaje, así también por un hombre vencedor podamos levantarnos a la vida. Y así como la muerte obtuvo la victoria contra nosotros por culpa de un hombre, así también nosotros obtengamos la victoria contra la muerte gracias a un hombre.

    Por otra parte, el Señor no habría podido recapitular en sí mismo la antigua y original hostilidad contra la serpiente, cumpliendo así la promesa del Creador, si hubiese procedido de otro Padre. Pero es uno mismo e idéntico el que nos formó en un principio y el que envió a su Hijo al fin de los tiempos: y el Señor no ha hecho sino cumplir su mandato, tomando carne de mujer, destruyendo a nuestro Enemigo y rehaciendo al hombre a imagen y semejanza de Dios... 22.

    El Verbo, haciéndose hombre verdadero, liberó a los hombres

    Nuestro Señor es el único maestro verdadero, Hijo de Dios verdaderamente bueno y paciente, Verbo de Dios Padre que se hizo Hijo del hombre. Porque, efectivamente luchó y venció, ya que era un hombre que luchaba por sus padres, pagando con su obediencia la desobediencia. Él encadenó al que era fuerte y libertó a los débiles y dio la salvación a la obra de sus manos, destruyendo el pecado. Porque el Señor es bondadosísimo y misericordioso, y ama al género humano, y así, como hemos dicho, ha realizado la unión del hombre con Dios. Porque si no hubiera sido hombre el que venció al enemigo del hombre, la derrota del enemigo no habría sido justa; y, por otra parte, si no hubiese sido Dios el que nos daba el don de la salvación, no poseeríamos ésta de manera segura. Además, si no hubiese sido unido el hombre con Dios, no habría podido participar de la incorruptibilidad. Así pues, convenía que el mediador entre Dios y los hombres por su parentesco propio con una y otra parte redujese a entrambos a la amistad y concordia, recomendando los hombres a Dios y dando a conocer Dios a los hombres.

    ¿Cómo podríamos ser hijos de adopción por participación si no hubiésemos recibido por medio del Hijo la comunión que éste tiene con Dios, es decir, si el Verbo no la hubiese comunicado con nosotros haciéndose carne? Por esta razón, atravesó todas las edades, restituyéndolas todas a la comunión con Dios. Por consiguiente, los que dicen que sólo se manifestó aparentemente, y que no nació en la carne ni fue verdaderamente hombre, se encuentran todavía bajo la condenación antigua, y ofrecen argumentos en favor del pasado. Según ellos, no ha sido todavía vencida la muerte que "reinó desde Adán hasta Moisés, aún sobre aquellos que no pecaron a imitación de la transgresión de Adán" (Rm 5, 14). Cuando vino la ley, dada por medio de Moisés, dio testimonio acerca del pecado, declarando que era transgresor (cf. Rm 7, 13), retirando su imperio y descubriendo que no era rey, sino ladrón y declarándolo homicida. Pero la ley puso una carga sobre el hombre, que tenía en sí el pecado, mostrándole que era reo de muerte. Porque la ley, aún siendo espiritual, se limitó a poner de manifiesto el pecado, pero no lo destruyó, porque el dominio del pecado no era sobre el Espíritu, sino sobre el hombre. Era preciso, por tanto, que el que tenía que dar muerte al pecado y rescatar al hombre de su pena de muerte, se hiciera precisamente lo que éste era, es decir, hombre, reducido a esclavitud por el pecado y cautivo de la muerte. Así el pecado recibiría muerte de mano de un hombre, y el hombre escaparía a la muerte. Así como por la desobediencia de un hombre, modelado el primero de la tierra virgen, muchos fueron hechos pecadores y perdieron la vida, así fue preciso que por la obediencia de un hombre, que nació el primero de una virgen, muchos han sido justificados y han alcanzado la salvación.

    Así pues, el Verbo de Dios se hizo hombre, como dice Moisés: "Dios: sus obras son verdaderas" (Dt 32, 4). Si hubiese aparecido como carne sin haberse hecho carne, no sería su obra verdadera. Lo que aparecía, eso era: Dios que recapitulaba en si el hombre que él mismo había originariamente modelado, a fin de dar muerte al pecado, aniquilar la muerte y vivificar al hombre. Es así como "sus obras son verdaderas".

    Por el contrario, los que dicen que es un puro hombre, engendrado por José, permanecen en la esclavitud de la desobediencia original, y en ella mueren. Todavía no han entrado en comunión con el Verbo de Dios Padre, ni han recibido la libertad por medio del Hijo, como dice él mismo: "Si el Hijo os ha emancipado, verdaderamente sois libres" (Jn 8, 36). Por no reconocer al Emmanuel nacido de la Virgen, se encuentran privados de su don, que es la vida eterna. Al no recibir al Verbo de la incorruptibilidad, permanecen en su carne mortal y en deuda con la muerte, sin apropiarse el antídoto de la vida. A ellos se dirige el Verbo, explicando el don de su gracia: "Yo dije: sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo; en cambio vosotros, siendo hombres, moriréis" (Sal 82, 6-7). Esto último se refiere a los que no aceptan el don de la adopción, sino que al contrario, desprecian la encarnación y la casta generación del Verbo de Dios, robando así al hombre de aquella ascensión hasta el Señor y mostrándose ingratos para con el Verbo de Dios que por ellos se encarnó. Porque esta es la razón por la que el Verbo de Dios se hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, recibiendo en sí al Verbo y adquiriendo la filiación, se hiciese hijo de Dios.

    No podíamos adquirir la incorrupción y la inmortalidad de otra forma que uniéndonos a la incorrupción y a la inmortalidad. Y, ¿cómo podíamos unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad, si antes la incorrupción y la inmortalidad no se hacia lo que nosotros somos, de suerte que "lo corruptible fuera absorbido por la incorrupción, y lo mortal por la inmortalidad... a fin de que recibiéramos la adopción de hijos?" (cf. 1Co 15, 53-54; Rm 8, 15).

    En vista de esto, "¿quién explicará su generación?" (Is 53, 8). "Siendo hombre, ¿quién le reconocerá?" (Jr 17, 9). Le reconoce aquél, "a quien lo reveló el Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17) haciéndole entender que aquel que nació Hijo del hombre, "no por la voluntad de la carne ni por la voluntad de varón" (Jn 1, 13), ése es Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 13)23.

    El Verbo eterno se encarna en el tiempo para redimir al hombre

    Puede mostrarse con evidencia, que el Verbo, que desde el principio estaba en Dios, aquel por medio del cual fueron hechas todas las cosas y que desde siempre estaba presente en el género humano, en los últimos tiempos, en el momento predeterminado por el Padre, se unió a lo que él mismo había modelado y se hizo hombre capaz de padecer. Así se elimina la objeción de los que dicen: "Si nació en aquel momento, Cristo no existía anteriormente." Porque hemos mostrado, efectivamente, que el Hijo de Dios no empezó a existir en aquel momento, sino que desde siempre existía en el Padre.

    Pero en el momento en que se encarnó y se hizo hombre, entonces recapituló en sí mismo la larga serie de los hombres, dándonos de una manera compendiosa la salvación, de suerte que lo que habíamos perdido en Adán, es decir, el ser "a imagen y semejanza de Dios" (Gn 1, 26), esto mismo lo recuperásemos en Cristo Jesús.

    Porque no era posible que el hombre una vez vencido y destruido por la desobediencia, pudiese reconstruir y recuperar por sí mismo la palma de la victoria, como tampoco era posible que el que había caído bajo el pecado obtuviese él mismo su salvación. Por esto el Hijo operó lo uno y lo otro: siendo Verbo de Dios, descendió del Padre y se encarnó, descendió hasta la muerte y llevó a su término el designio de nuestra salvación. Pablo nos exhorta a creer sin hesitación en esta salvación, diciendo: "No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo?, esto es, para hacer bajar a Cristo; o ¿quién bajará al abismo?, esto es, para sacar a Cristo de entre los muertos" (Rm 10, 6-7). Y añade: "Porque si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado" (Rm 10, 9). Y Pablo da la razón por la que el Verbo de Dios obró así, cuando dice: "Para esto vivió Cristo, y murió y resucitó: para ser Señor de los vivos y de los muertos" (Rm 14, 9) 24.

    La redención de Cristo se extiende a todos los tiempos

    Por esta razón estaban pesados los ojos de los discípulos cuando Cristo vino a su pasión; y encontrándoles dormidos, el Señor primero les dejó estar, significando con ello la paciencia de Dios ante el sueño de los hombres. Pero cuando vino la segunda vez, los despertó y los hizo levantar, significando que su pasión era el momento de despertar a los discípulos que dormían. Y por ellos descendió a las regiones inferiores de la tierra (Ef 4, 9), para ver con sus ojos lo que había quedado inconcluso en su creación, a saber, aquellos de quienes decía a los discípulos: "Muchos profetas y justos desearon ver y oír lo que vosotros veis y oís" (Mt 13, 17).

    Porque Cristo no vino sólo por aquellos que en los tiempos del emperador Tiberio creyeron en él; ni el Padre tuvo sólo providencia de los hombres que ahora existen; sino que vino por todos los hombres sin excepción que desde el principio, según su capacidad, y en sus tiempos, temieron y amaron a Dios, y practicaron la justicia y la piedad para con sus prójimos, y desearon ver a Cristo y oír sus palabras. Y por esta razón, en la segunda venida, a todos los tales los despertará de su sueño y los hará levantar antes que a los demás que habrán de ser juzgados, y los establecerá en su reino.

    Porque, en efecto, no hay más que un solo Dios, que en sus designios condujo a los patriarcas, pero también justificó "a los circuncisos a partir de la fe y a los incircuncisos mediante la fe" (Rm 3, 30). Y así como nosotros estábamos prefigurados y anunciados en los que nos precedieron, así también ellos reciben en nosotros su forma cumplida, esto es, en la Iglesia, y reciben la recompensa de su labor. Por esto decía el Señor a los discípulos: "Mirad que os digo: levantad los ojos y contemplad los campos que están blancos para la mies. Porque el segador recibe su salario y recoge el fruto para la vida eterna, para que se alegren juntamente el que siembra y el que siega. Aquí se cumple la palabra de que uno es el que siembra y otro el que siega, ya que yo os he enviado a segar lo que no labrasteis; otros labraron, y vosotros os habéis introducido en su labor" (Jn 4, 35-38). ¿Quiénes son, pues, los que trabajaron, los que sirvieron a los designios de Dios? Está claro que son los patriarcas y los profetas, que fueron figura de nuestra fe y sembraron en la tierra la venida del Hijo de Dios, anunciando quién y cómo sería, a fin de que los hombres que habían de venir, teniendo temor de Dios, recibieran fácilmente, enseñados por los profetas, la venida de Cristo.

    Por esta razón, el que recibió el apostolado para con los gentiles hubo de trabajar más que los que predicaban al Hijo de Dios entre los circuncisos. Porque éstos tenían la ayuda de las Escrituras, que el Señor había confirmado y cumplido al venir tal como había sido anunciado. Pero allí se enfrentaban con una enseñanza extraña y una doctrina nueva: los dioses de los gentiles lejos de ser dioses son ídolos de los demonios; existe un solo Dios, que está sobre todo principado y potestad y dominación, y sobre todo nombre que pueda nombrarse (Ef 1, 21); que su Verbo, por naturaleza invisible, se ha hecho palpable y visible, humillándose hasta la muerte y muerte de cruz; que los que creen en él serán incorruptibles e impasibles, y recibirán el reino de los cielos. Todo esto tenía que predicarse a los gentiles por la sola palabra, sin Escrituras, y por eso tenían que trabajar más los que se dedicaban a predicar entre los gentiles.

    Pero, a su vez, aparece más generosa la fe de los gentiles al aceptar la palabra de Dios sin haber sido enseñados por las Escrituras. De esta forma suscitó Dios de las piedras hijos de Abraham, llevándolos al cortejo del iniciador y heraldo de nuestra fe, el cual aceptó la alianza de la circuncisión después de la justificación por la fe que precedió a la circuncisión, para que así quedasen prefigurados los dos testamentos, y fuese hecho padre de todos los que siguen al Verbo de Dios y admiten vivir como extranjeros en este mundo. Éstos son los que tienen fe, tanto si vienen de la circuncisión como de la incircuncisión, representados por Cristo, piedra angular en el vértice, que todo lo mantiene en cohesión, y que hace converger en un única fe de Abraham a los que, de uno y otro testamento, son aptos para el edificio de Dios 25.

    Cristo, tesoro escondido en el campo de las Escrituras.

    Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque él es el "tesoro escondido en el campo" (Mt 13, 44), es decir, en el mundo, ya que "el campo es el mundo" (Mt 13, 38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas, que no podían entenderse según la capacidad humana antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Por esto se dijo al profeta Daniel: "Cierra estas palabras y sella el libro hasta el tiempo del cumplimiento, hasta que muchos lleguen a comprender y abunde el conocimiento. Porque cuando la dispersión habrá llegado a su término, todo esto será comprendido" (Dn 12, 4-7). Y también Jeremías dice: "En los últimos tiempos entenderán estas cosas" (Jr 23, 20). Porque toda profecía antes de su cumplimiento presenta enigmas y ambigüedades a los hombres. Pero cuando llega el tiempo y se realiza lo que está profetizado, entonces se puede dar una explicación clara y segura de las profecías. Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado: con ella la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios, manifestándose sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa. En ella se prenuncia que el hombre progresará tanto en el amor de Dios, que podrá incluso ver a Dios y oír su palabra, y que con el oído de su voz recibirá tal gloria que los demás hombres no podrán poner sus ojos en su rostro glorificado, como se dice en Daniel: "Los que hayan entendido brillarán como el resplandor del firmamento, y entre muchos justos como las estrellas en el firmamento por los siglos y aún más" (Dn 12, 3). Así pues, si uno lee las Escrituras de la manera dicha –que es la manera que enseñó a los discípulos el Señor después de su resurrección de entre los muertos, mostrándoles con las mismas Escrituras que convenía que el Cristo padeciese y así entrara en su gloria, predicándose la remisión de los pecados en todo el mundo– será un discípulo perfecto, semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas viejas y nuevas 26.

    Las dos naturalezas de Cristo

    Hemos mostrado a partir de las Escrituras, que absolutamente ninguno de los hijos de Adán puede ser llamado Dios o Señor en sentido propio, pero que Cristo, al contrario de todos los hombres que jamás existieron, es anunciado por todos los profetas y los apóstoles y por el mismo Espíritu como Dios en sentido propio, y Señor, y Rey eterno, Hijo Único y Verbo encarnado: lo cual puede comprobar cualquiera capaz de alcanzar aún una pequeña parte de la verdad. Las Escrituras no darían acerca de él este testimonio si él fuera un simple hombre como los demás. Pero, porque él por encima de todos tuvo aquella generación gloriosa que le viene del Padre altísimo, y al mismo tiempo gozó de aquella otra generación gloriosa a partir de una Virgen, las Escrituras dan acerca de él este doble testimonio. Por ser hombre, no tiene honor, y es pasible, y se sienta sobre un pollino, y le dan a beber hiel y vinagre, y el pueblo le desprecia y se abaja hasta la muerte. Pero por ser Señor, es Santo, Admirable, Consejero, Hermoso en su figura y Dios fuerte que viene sobre las nubes para ser Juez del universo, Todo esto han profetizado de él las Escrituras. De la misma manera que era hombre, a fin de ser tentado, así también era Verbo, para ser glorificado. El Verbo no intervenía cuando era tentado, deshonrado, crucificado y puesto a morir; pero en cambio, estaba unido a la humanidad cuando obtenía la victoria, y aguardaba el sufrimiento, y resucitaba y era llevado a los cielos.

    Así pues, este Señor nuestro es Hijo de Dios y Verbo del Padre, y también Hijo del hombre. ya que tuvo una generación humana, hecho Hijo del hombre a partir de María, la cual pertenecía al linaje humano, siendo ella misma plenamente humana. Por esta razón, "el mismo Señor nos dio una señal... en las profundidades y arriba en las alturas" (Is 7, 14.11) sin que nadie la hubiese pedido. Nadie podía esperar que una virgen pudiese quedar encinta, y parir a un hijo y que el fruto de este parto fuese Dios con nosotros, que descendía a las profundidades de la tierra para buscar a la oveja que había perecido, que era la obra que él mismo había modelado, y que subía luego a las alturas para presentar y recomendar al Padre al hombre que había sido reencontrado, obrando en sí mismo las primicias de la resurrección del hombre. Porque, así como la cabeza resucitó de entre los muertos, así también todo el cuerpo restante, es decir, todo hombre que se encuentre en vida una vez cumplido el tiempo de su condena debida por la desobediencia, ha de resucitar.

    Así pues, Dios ha sido magnánimo ante la derrota del hombre, preparando la victoria que tenía que conseguirse por el Verbo. Porque "al desplegarse el poder en la debilidad" (2Co 12, 9) se manifestaba la benignidad de Dios y la gloria magnifica de su poder.

    Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por el cetáceo, no para que fuese absorbido y destruido definitivamente, sino para que, una vez arrojado de nuevo, fuera más sumiso a Dios y diese mayor gloria a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás. Porque así dice de ellos la Escritura: "Todos se retractaron de sus malos caminos y de la injusticia de sus manos, diciendo: ¿Quién sabe si Dios se arrepentirá, y apartará de nosotros su ira y así no pereceremos?" De manera semejante, Dios toleró pacientemente en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un medio de salvación que fue llevado a la práctica por el Verbo mediante el "signo de Jonás" (Lc 11, 29-30) para aquellos que tienen con respecto al Señor los mismos sentimientos que Jonás, confesándolo con sus mismas palabras: "Siervo del Señor soy yo, y adoro al Dios Señor del cielo, que hizo el mar y la tierra" (Jon 1, 9). De esta forma, el hombre, recibiendo de Dios una salvación inesperada, resucita de entre los muertos y glorifica a Dios y pronuncia las palabras proféticas de Jonás: "Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó desde el seno del infierno" (Jon 2, 2). Así el hombre permanece para siempre glorificando a Dios, y le da gracias sin interrupción por la salvación que obtuvo de él, "a fin de que ninguna carne se gloríe delante del Señor" (1Co 1, 29), ni admita jamás el hombre pensamiento alguno contra Dios, imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo y engreyéndose con vana soberbia pensando fuera de la verdad que es por su propia naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que hacía al hombre particularmente ingrato para con aquel que lo había creado, velándole el amor que Dios tenía para con el hombre y cegando sus potencias para que no pudiera sentir de Dios como conviene: el compararse con Dios y juzgarse igual a él 27.

    Valor redentor de la pasión de Cristo

    Nuestro Señor Jesucristo sufrió una pasión extraordinariamente violenta; pero no sólo no tuvo él ningún peligro de sucumbir, sino que con su fuerza fortaleció al hombre que había sucumbido y lo restableció a la incorruptibilidad... El Señor padeció para devolver el conocimiento a los que se habían separado del Padre, dándoles acceso a él... Dándonos el conocimiento del Padre nos dio la salvación... El fruto de su pasión fue la fortaleza y el vigor. Porque el Señor con su pasión "subiendo a las alturas se llevó consigo una hueste de cautivos y derramó sus dones sobre los hombres" (Sal 68, 19; cf. Ef 4, 8). A los que tienen fe en él les concedió que pudieran "andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo el poder de su enemigo" (Lc 10, 19), es decir, del príncipe de la apostasía. Así, con su pasión, destruyó el Señor la muerte, disolvió el error, desterró la corrupción, aniquiló la ignorancia; y en cambio, nos manifestó la vida, nos mostró la verdad, nos hizo el don de la incorrupción... 28.

    Para destruir la desobediencia original del hombre en el árbol del paraíso, el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8). Así curaba la desobediencia que había tenido lugar en un árbol, con la obediencia que tenía lugar en otro árbol (el de la cruz)... Por aquello por lo que desobedecimos a Dios y no creímos su palabra, por ello mismo introdujo la obediencia y la sumisión a su palabra. Con ello muestra abiertamente que uno mismo es el Dios a quien ofendimos en el primer Adán al transgredir el mandato, y con quien nos reconciliamos en el segundo Adán por la obediencia hasta la muerte, Con nadie más teníamos deuda, sino con aquel cuyo precepto originariamente habíamos violado; y este es el creador, del cual si miramos su amor es Padre; si miramos su poder es Señor; si miramos su sabiduría es nuestro hacedor y modelador. Pero al violar su precepto, pasamos a ser enemigos suyos; y por esto, en estos últimos tiempos, el Señor, por medio de su encarnación, ha tenido que restituirnos su amistad, haciéndose "mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Él hizo que el Padre, contra el cual habíamos pecado, nos fuera benévolo, pues con su obediencia le consoló de nuestra propia desobediencia, haciendo que nosotros tuviéramos familiaridad con nuestro creador y le obedeciéramos 29.

    La ley de la esclavitud, educación para la ley de la libertad

    La ley, estando impuesta a los esclavos, educaba al alma por medio de cosas exteriores y corporales, arrastrándola, como con una cadena, a someterse a los preceptos, a fin de que el hombre aprendiera así a obedecer a Dios. Pero el Verbo, liberando al alma, le enseñó también a purificar por ella al cuerpo de una manera voluntaria. Con esto, se hizo necesario que se quitaran las cadenas de la esclavitud a las que el hombre se había ya acostumbrado, y que siguiera a Dios sin cadenas; y al mismo tiempo tenían que extenderse los preceptos de la libertad y debía crecer la sumisión al Rey, a fin de que ninguno volviera atrás y se manifestara indigno de aquel que le liberó. Porque el respeto y la obediencia para con el padre de familia son iguales en los esclavos y en los libres; pero los libres tienen una mayor confianza, puesto que el servicio libre es mayor y más glorioso que la sumisión del esclavo.

    Por esta razón, el Señor en vez de "no cometerás adulterio" nos mandó ni siquiera desearlo (Mt 5, 27-28); y en vez de "no matarás", ni siquiera encolerizarse (Mt 5, 21); y en vez de pagar los diezmos, dar todos nuestros bienes a los pobres (cf. Mt 19, 21); y amar no sólo a los prójimos, sino también a los enemigos (cf. Mt 5, 43-44); y no sólo ser generosos y dispuestos a comunicar lo propio, sino aún dispuestos a regalar de grado a aquellos que nos roban, pues dice: "Al que te quita la túnica dale también el manto, y al que te quita tus bienes no se los reclames, y haced con los hombres lo que queréis que hagan con vosotros" (Mt 5, 40; Lc 6, 30-31). De suerte que no nos hemos de entristecer como hombres que no quieren ser timados contra su voluntad, sino que nos alegremos como quien regala de grado, más dispuestos a hacer un regalo al prójimo que a someternos a una necesidad. "Si uno, dice, te contrata para mil pasos, anda con él otros dos mil" (Mt 5, 41), de suerte que no le sigas corno un esclavo, sino que vayas delante de él como un hombre libre, mostrándote dispuesto y útil al prójimo en todo, sin considerar su malicia, sino atendiendo a perfeccionar tu propia bondad haciéndote semejante al Padre "que hace salir el sol sobre los malos y sobre los buenos, y hace llover sobre los justos y los injustos" (Mt 5, 45). Todo esto, como decíamos, no destruía la ley, sino que la cumplía y la ampliaba entre nosotros. Es como si uno dijera que el servicio del hombre libre es mayor, y que se ha arraigado en nosotros una sumisión y un efecto más plenos para con nuestro liberador, ya que no nos ha liberado para que nos apartemos de él –pues nadie puede por sí mismo conseguir los alimentos buenos de la salvación estableciéndose por su cuenta fuera de los bienes del Señor– sino para que, habiendo recibido de él un favor más grande, le amemos más. Pues cuanto mayor fuere nuestro amor para con él, tanto recibiremos de él una gloria mayor cuando estemos para siempre en la presencia del Padre.

    Así, pues, todos los preceptos naturales nos afectan por igual a nosotros y a los judíos: en éstos tuvieron comienzo y origen, mientras que en nosotros han llegado a su madurez y a su cumplimiento. En efecto, obedecer a Dios, y seguir a su Verbo, y amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo –siendo cualquier hombre prójimo de cualquier otro–, y abstenerse de toda mala acción, y otras cosas semejantes, son comunes a unos y a otros, y muestran que uno y el mismo es el Señor de todos. Éste es nuestro Señor, el Verbo de Dios, quien primero indujo a los esclavos a servir a Dios, y luego liberó a los que se sometieron a él, como dice a los discípulos: "Ya no os llamo esclavos, pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído del Padre" (Jn 15, 15). Al decir "ya no os llamo esclavos" muestra clarísimamente que él era el que en un principio había establecido por la ley aquella esclavitud de los hombres para con Dios; pero luego les concedió la libertad. Y al decir "pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor", muestra la ignorancia servil de aquel pueblo en su venida. Y al llamar amigos de Dios a sus discípulos, muestra claramente que él es el Verbo de Dios, al cual Abraham había obedecido voluntariamente y sin cadenas con su fe generosa, consiguiendo con ello hacerse "amigo de Dios" (St 2, 23) 30.

    Gratuidad de la vocación y necesidad de las buenas obras

    El Señor nos manifestó que, además de la vocación, convenía que nos adornásemos con obras de justicia, a fin de que el Espíritu de Dios encuentre descanso en nosotros. Porque esto significa el vestido nupcial, del que dice el Apóstol: "No queremos ser despojados, sino vestidos, para que lo mortal sea absorbido por la inmortalidad" (2Co 5, 4). Porque aún aquellos que han sido ciertamente llamados a la cena de Dios, si por su mala vida no dieron acogida al Espíritu Santo, serán arrojados, dice, a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). Con esto muestra claramente que el mismo rey que llamó a sus fieles de todas partes a las bodas de su Hijo y les dio el banquete de la incorruptibilidad, manda que sea arrojado a las tinieblas exteriores aquel que no tiene el vestido nupcial, es decir, el insolente. Así como en el Antiguo Testamento "muchos de ellos no le agradaron" (1Co 10, 5), así también en éste "muchos son llamados, pero pocos escogidos" (Mt 22, 14). Así pues, no es uno el Dios que juzga, y otro el Padre que llama a la salvación; ni es uno el que da la luz eterna y otro el que manda arrojar a las tinieblas exteriores a los que no tienen el vestido nupcial, sino que uno e idéntico es el Padre de nuestro Señor, por quien fueron enviados los profetas. Él es quien llama a los indignos por su inmensa benignidad, y él es el que examina si los llamados tienen el vestido apropiado y conveniente para las nupcias de su Hijo, ya que no puede agradarse en nada inconveniente y malo... Porque el que es bueno y justo y puro y sin mancha, no puede tolerar en su tálamo nupcial nada malo, injusto o abominable. Este es el Padre de nuestro Señor, por cuya providencia todas las cosas existen, y por cuyo mandato todas son administradas. Él da sus dones gratuitamente a quien conviene, pero justísimamente da su merecido a los ingratos y a los que son insensibles a su benignidad, siendo remunerador justísimo... 31.

    Los que somos hijos de Dios por naturaleza, hemos de serlo también por obediencia

    La denominación de hijo puede entenderse de dos maneras: del hijo natural, realmente engendrado como hijo, y del que eventualmente es constituido como hijo, al ser reconocido como tal. En realidad hay diferencia entre el hijo natural y el reconocido. El primero es simplemente el nacido de otro, pero el segundo es el constituido hijo por otro, del que recibe una determinada condición o un magisterio doctrinal, ya que el que es enseñado por la palabra de otro es llamado hijo de su maestro, y éste, a su vez, es llamado su padre. Así pues, según la condición natural, podemos decir que todos somos hijos de Dios, ya que todos hemos sido creados por él. Pero según la obediencia y la enseñanza seguida, no todos son hijos de Dios, sino sólo los que se confían a él y hacen su voluntad. Los que no se le confían ni hacen su voluntad son hijos del diablo, puesto que hacen las obras del diablo. Que esto sea así se declara en Isaías: "Engendré hijos y los crié: pero ellos me despreciaron" (Is 1, 2). Y en otro lugar los llama hijos extraños: "Los hijos extraños me han defraudado" (Sal 18, 46). Estos son hijos naturales por cuanto han sido creados por él: pero no son hijos según sus obras. Porque así como entre los hombres los hijos repudiados que se han revelado contra sus padres, aunque sean realmente sus hijos naturales son considerados por la ley como extraños y no heredan de sus padres naturales, así también en lo que se refiere a Dios: los que no le obedecen son repudiados por él y dejan de ser sus hijos, sin que puedan recibir su herencia... 32.

    Realidad de la encarnación, según el designio de Dios

    El Verbo, hijo único de Dios, que está siempre presente en el género humano, se unió a la obra de su creación impregnándola toda según el beneplácito del Padre y haciéndose carne. Éste es Jesucristo, nuestro Señor, el mismo que padeció por nosotros, y resucitó por nosotros, y que vendrá de nuevo con la gloria del Padre para resucitar a toda carne y para hacer patente la salvación y mostrar la norma del justo juicio en todo el universo a él sometido. Así pues, uno es Dios Padre, como hemos mostrado; y uno es Jesucristo, nuestro Señor, que viene a través de toda la "economía" y recapitula en sí mismo todas las cosas (cf. Ef 1, 10). Entre "todas las cosas" queda también comprendido el hombre, que ha sido modelado por Dios. Y así también recapitula al hombre en sí mismo, y de invisible se hace visible, de inasequible se hace asequible, de impasible se hace pasible; de Verbo se hace hombre, recapitulando en si mismo todas las cosas, de suerte que así como el Verbo de Dios es cabeza del mundo supraceleste e invisible y espiritual, así también tenga el principado en el mundo de lo visible y de lo corporal, asumiendo en sí mismo la primacía y constituyéndose a sí mismo en cabeza de la Iglesia, atrayendo a sí todas las cosas en el tiempo conveniente (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; Jn 12, 32).

    En él no hay nada fuera de orden o intempestivo, así como en su Padre tampoco hay nada incoherente. Todas las cosas han sido conocidas de antemano por el Padre, y son llevadas a cabo por el Hijo cuando sea conveniente y según su orden en el tiempo oportuno. Por esta razón, cuando María quería acelerar aquel maravilloso milagro del vino, queriendo tener parte antes de tiempo en aquel cáliz que todo lo compendia, el Señor rechaza su intempestiva premura diciendo: "Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mi? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2, 4). Es que esperaba aquella hora que era conocida de antemano por el Padre. Por esta razón también, cuando en muchas ocasiones los hombres querían prenderle, se dice: "Nadie puso las manos en él: porque no había llegado su hora" (Jn 7, 30); es decir la hora de su prendimiento y el tiempo de su pasión, que era conocido de antemano por el Padre, como dice el profeta Habacuc: "Es cuando se acerquen los años cuando serás conocido, y te mostrarás cuando llegue su tiempo; cuando mi alma se encuentre turbada por tu ira, entonces te acordarás de tu misericordia" (Ha 3, 2). Y asimismo dice Pablo: "Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Esto manifiesta que todo lo que el Padre había conocido de antemano, lo llevó a cabo nuestro Señor en el orden, el tiempo y la hora previstos y convenientes, siendo él uno e inmutable, pero a la vez rico y múltiple. Porque él sirve a la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo Salvador de los que se salvan, Señor de los que le están sometidos, Dios de todo lo creado, Hijo único del Padre, Cristo que había sido anunciado y Verbo de Dios hecho carne cuando, al llegar la plenitud de los tiempos, fue preciso que el hijo de Dios se convirtiera en Hijo del hombre 33.

    La formación de Adán y la formación de Cristo

    Así como la sustancia del primer hombre, Adán, fue tomada de la tierra intacta y todavía virgen –pues todavía Dios no había hecho llover, ni el hombre había trabajado la tierra (Gn 2, 5)– y fue modelado por la mano de Dios, es decir, por el Verbo de Dios, "por el cual han sido hechas todas las cosas", de suerte que el Señor "tomó limo de la tierra y modeló al hombre" (Gn 2, 7), así el Verbo, al recapitular en si mismo al mismo Adán tomó sustancia de María, siendo ésta todavía virgen, con una generación que reproduce debidamente la de Adán. Efectivamente. si el primer Adán hubiese tenido por padre a un hombre y hubiese nacido de semen de varón, podrían decir con razón que el segundo Adán había sido engendrado por José. Pero si el primer Adán fue tomado de la tierra y modelado por el Verbo de Dios, era congruente que el mismo Verbo, al obrar en sí mismo una recapitulación de Adán, tuviera una generación semejante a la de éste. Ahora bien, ¿por qué no tomó Dios por segunda vez el limo de la tierra, sino que modeló su nueva obra tomando sustancia de María ? A fin de que su obra no fuese "otra", y así fuese "otra" la obra que se salvase, sino que fuese la misma obra la que se reasumiese, guardándose la semejanza.

    Andan errados, por tanto, los que dicen que Cristo no tomó nada de la Virgen: queriendo rechazar la herencia de la carne, rechazan también la afinidad. Porque si aquél fue modelado y recibió su existencia de la tierra por obra de la mano artista de Dios, y en cambio éste ya no por obra de esta mano artista, ya no se guarda la semejanza de éste con aquel hombre 34.

    Eva y María

    Como fin de aquella seducción con la que Eva, desposada ya con su marido, fue perversamente seducida, la virgen María recibió maravillosamente del ángel su anuncio según la verdad, estando ya bajo el dominio de su marido. Porque así como Eva fue seducida por las palabras de un ángel para escapar al dominio de Dios y despreciar su palabra, así María recibió el anuncio de las palabras de un ángel a fin de que llevara a Dios haciéndose obediente a su palabra. Y si aquélla desobedeció a Dios, ésta aceptó obedecer a Dios, a fin de que la virgen María se convirtiera en abogada de la virgen Eva. Y así como el género humano fue sometido a la muerte por obra de aquella virgen, así recibe la salvación por obra de esta Virgen. En el plato equilibrado de la balanza están la desobediencia de una virgen y la obediencia de otra Virgen. El pecado del primer padre queda borrado con el castigo del primogénito, y la astucia de la serpiente con la simplicidad de la paloma, quedando rotas aquellas cadenas con las que estábamos atados a la muerte 35.

    El Espíritu Santo

    Los apóstoles dijeron la verdad, a saber que "el Espíritu Santo en forma de paloma descendió sobre él" (Mt 3, 16), el mismo Espíritu del que dijo Isaías: "Y descansará sobre él el Espíritu de Dios" (Is 11, 2), así como: "El Espíritu del Señor sobre mi: por esto me ha ungido" (Is 61, 1). De este Espíritu dice el Señor: "No sois vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre es el que habla en vosotros" (Mt 10, 20). Y asimismo, al dar a sus discípulos el poder de regenerar para Dios les decía: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo." Este Espíritu es el que por los profetas prometió "que se derramaría en los tiempos postreros sobre los siervos y las siervas para que profeticen" (Jl 3, 1-2), y por esto bajó sobre el Hijo de Dios, hecho Hijo del hombre, y así con él se acostumbró a habitar en el género humano y a descansar entre los hombres y a morar en la obra modelada por Dios, haciendo operativa en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de su vetustez en la novedad de Cristo.

    Este Espíritu es el que pide David para el género humano cuando dice: "Fortaléceme con tu Espíritu rector" (Sal 51, 13). El mismo Espíritu es el que Lucas dice que descendió sobre los discípulos después de la ascensión del Señor el día de Pentecostés, con poder para que todas las naciones entraran en la Vida y para abrir el Nuevo Testamento. Y por esto en todas las lenguas los discípulos entonaban a una un himno a Dios, siendo el Espíritu el que reducía a unidad las razas disgregadas y el que ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones.

    Por esta razón el Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos hiciese conformes con Dios. Porque así como el trigo seco no se puede hacer una masa compacta ni un único pan si no es con el agua, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos hacernos uno en Cristo Jesús sin esta Agua que viene del cielo. Y así como la tierra árida, si no recibe el agua no produce fruto, así nosotros que éramos anteriormente "un leño seco" (Lc 23, 31) nunca hubiéramos llevado fruto a no ser por esta lluvia que se nos da libremente de lo alto.

    Porque nuestros cuerpos por aquel baño (del bautismo) adquirieron aquella unidad que los hace incorruptibles; pero las almas la han recibido por el Espíritu. Por esto nos son necesarios uno y otro, ya que uno y otro procuran la vida de Dios.

    El Señor se compadeció de aquella samaritana pecadora, que no fue fiel a su único marido, sino que fue adúltera de muchas uniones: y le mostró y prometió el agua viva, para que ya no tuviera más sed, ni anduviera ocupada sacando laboriosamente el agua, sino que tuviera dentro de sí una fuente que brotara hasta la vida eterna. Éste es el don que el Señor recibió del Padre, y él a su vez lo entregó gratuitamente a los que participan de él, enviando por toda la tierra el Espíritu Santo.

    Previendo el regalo de este don, Gedeón, el israelita a quien Dios escogió para salvar al pueblo de Israel del poder de los extranjeros, cambió su petición: sobre el vellón de lana –figura del pueblo de Israel– en la cual se había posado al principio el rocío, profetizó la sequía que había de venir, es decir, que este pueblo ya no recibirla de Dios el Espíritu Santo, como dice Isaías: "Mandaré a las nubes que no lluevan sobre aquella tierra" (Is 5, 6). En cambio sobre todo el mundo se posará el rocío que es el Espíritu de Dios, el cual se posó sobre el Señor. "Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad. Espíritu de temor de Dios" (Is 11, 2-3). Este es el Espíritu que a su vez dio el Señor a la Iglesia, enviando desde el cielo el Paráclito a todo el mundo, del que el diablo, dice el Señor, ha sido arrojado como un rayo (Lc 10, 18). Por esto nos es necesario este rocío de Dios, para que no nos quememos ni nos hagamos estériles, de suerte que allí donde tenemos un acusador, allí tengamos un Paráclito defensor 36.

    El espíritu vence la debilidad de la carne

    Según el testimonio del Señor, el espíritu está pronto, pero la carne es débil (cf. Mt 26, 41). El Espíritu es capaz de llevar a término cualquier cosa que se presente. Ahora bien, si este vigor del Espíritu se combina como una especie de estímulo con la debilidad de la carne, necesariamente lo que es más fuerte dominará sobre lo más débil, y la debilidad de la carne será absorbida por el vigor del Espíritu. El que esté en esta condición, ya no será carnal, sino espiritual, por razón de la comunión con el Espíritu. De esta suerte dan los mártires su testimonio y desprecian la muerte: ello se debe, no a la debilidad de la carne, sino al vigor del Espíritu. La debilidad de la carne, al ser superada, muestra la fuerza del Espíritu; y recíprocamente, el Espíritu, al dominar la debilidad, se apropia la carne como cosa suya. De ambos elementos se constituye el "hombre viviente": viviente por la participación del Espíritu, y hombre por la condición de la carne. Por consiguiente, sin el Espíritu de Dios, la carne es cosa muerta y sin vida, y no puede poseer el reino de Dios... Pero dondequiera que está el Espíritu del Padre, allí hay un hombre viviente... y la carne, poseída por el Espíritu, se olvida de sí y asume las propiedades del Espíritu configurándose según la forma del Verbo de Dios. Por esto dice el Apóstol: "Puesto que hemos llevado la imagen de aquel que es terreno, llevemos también la imagen del que es celestial" (1Co 15, 49). Ahora bien, ¿qué es lo terreno? El cuerpo, ¿Qué es lo celestial? El Espíritu. Así pues, dice, ya que en otro tiempo, privados del Espíritu celestial hemos vivido a la manera antigua de la carne, desobedeciendo a Dios, ahora, acogiendo al Espíritu hemos de vivir con una vida nueva, obedeciendo a Dios. Y porque no podemos salvarnos sin el Espíritu de Dios, el Apóstol nos exhorta a que mediante la fe y una vida casta conservemos el Espíritu de Dios, Si no participamos del Espíritu Santo, no tendremos parte en el reino de los cielos. Por esto clamaba que la carne y la sangre por sí mismas no pueden entrar en la herencia del reino de Dios. Porque, si hay que hablar con verdad, la carne no hereda, sino que es heredada, según la palabra del Señor: "Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra" (Mt 5, 5): la tierra, de la que está formada la sustancia de nuestra carne, es lo que se nos dará en herencia en el Reino 37.

    Ahora tenemos el Espíritu de una manera parcial, pero lo tendremos en plenitud

    Por ahora hemos recibido el Espíritu de una manera parcial, que ha de ser completada y que nos prepara para la incorruptibilidad acostumbrándonos gradualmente a recibir y tener con nosotros a Dios. El Apóstol dijo que era una "prenda", es decir, una parte de aquella gloria que el Señor nos ha prometido, escribiendo en la epístola a los Efesios: "En él estáis vosotros, los que habéis prestado oído a la palabra de la verdad, al Evangelio de vuestra salvación: al creer en él, habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1, 13). Así pues, esta "prenda" al permanecer en nosotros nos ha hecho ya "espiritualmente", haciendo que lo mortal quede absorbido por la inmortalidad. Porque, dice el Apóstol: "No vivís en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rm 8, 9; cf. 2Co 5, 4). Esto tiene lugar, no arrojando la carne, sino pasando a tener comunión con el Espíritu. Porque aquellos a quienes escribía no vivían fuera de la carne, pero habían recibido el Espíritu de Dios, por el que clamamos Abba, Padre. Ahora bien, si ahora, que solo tenemos la "prenda", podemos clamar Abba, Padre, ¿qué será cuando resucitemos y le veamos cara a cara, cuando todos los miembros acudan en masa a cantar aquel himno de exultación glorificando al que los resucitó de los muertos y les regaló la vida eterna? Porque, si cuando el hombre no tiene más que una prenda del Espíritu en sí mismo, ya le hace exclamar Abba, Padre, ¿qué no hará la totalidad del don del Espíritu que Dios dará a los hombres? Nos hará semejantes a él y perfectos según la voluntad del Padre, ya que hará al hombre "a imagen y semejanza de Dios". Así pues, a los que tienen la prenda del Espíritu y no son esclavos de las concupiscencias de la carne, sino que se someten al Espíritu, viviendo según es razón, el Apóstol los llama con razón espirituales, ya que el Espíritu de Dios habita en ellos, Pero los espíritus incorpóreos no podrían llamarse hombres espirituales: es nuestra propia naturaleza, esto es, la unión del alma y de la carne que recibe al Espíritu de Dios, la que constituye el Hombre espiritual". En cambio, a los que rechazan las amonestaciones del Espíritu y sirven a los placeres de la carne viviendo irracionalmente y abandonándose sin freno a sus propios deseos, al no estar bajo ninguna inspiración del Espíritu divino y vivir como puercos o perros, el Apóstol los llama carnales, pues no sienten más que lo de la carne 38.

    La gracia del Espíritu es como un injerto de nueva vida

    No rechacemos el injerto del Espíritu por dar gusto a la carne. Dice el Apóstol: "Tú eras olivo silvestre: pero te han injertado de olivo bueno y te has hecho igual que el tronco de savia del olivo" (Ro". 11, 17). Si después del injerto el olivo silvestre sigue siendo tan silvestre como antes, "será cortado y arrojado al fuego" (Mt 7, 19); pero si aguanta el injerto y se transforma en un olivo bueno, será fructífero y digno de ser plantado en el jardín del rey. Así sucede con los hombres: si progresan en la fe, dando acogida al Espíritu de Dios y produciendo los frutos correspondientes, serán hombres espirituales, dignos de ser plantados en el jardín de Dios. Por el contrario, si resisten al Espíritu y permanecen en lo que inicialmente eran, con voluntad de seguir siendo carne y no espíritu con razón se dirá acerca de ellos que "la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios" (1Co 15, 50), que es lo mismo que decir que el olivo silvestre no será trasplantado en el jardín de Dios. Realmente es maravillosa la manera cómo el Apóstol explica nuestra naturaleza y el designio de conjunto de Dios por medio de estas expresiones de la carne y sangre y del olivo silvestre 39.

    Por la inserción del Espíritu, el hombre puede dar frutos agradables a Dios

    El olivo, si no se cuida y se abandona a que fructifique espontáneamente, se convierte en acebuche u olivo silvestre; por el contrario, si se cuida al acebuche y se le injerta, vuelve a su primitiva naturaleza fructífera. Así sucede también con los hombres: cuando se abandonan y dan como fruto silvestre lo que su carne les apetece, se convierten en estériles por naturaleza en lo que se refiere a frutos de justicia. Porque mientras los hombres duermen, el enemigo siembra la semilla de cizaña: por esto mandaba el Señor a sus discípulos que anduvieran vigilantes. Al contrario los hombres estériles en frutos de justicia y como ahogados entre espinos, si se cuidan diligentemente y reciben a modo de injerto la palabra de Dios, recobran la naturaleza original del hombre, hecha a imagen y semejanza de Dios. Ahora bien, el acebuche cuando es injertado no pierde su condición de árbol, pero si cambia la calidad de su fruto, recibiendo un nombre nuevo y llamándose, no ya acebuche, sino olivo fructífero: de la misma manera el hombre que recibe el injerto de la fe y acoge al Espíritu de Dios, no pierde su condición carnal, pero cambia la calidad del fruto de sus obras y recibe un nombre nuevo que expresa su cambio en mejor, llamándose, ya no carne y sangre, sino hombre espiritual. Más aún, así corno el acebuche, si no es injertado, siendo silvestre es inútil para su señor, y es arrancado como árbol inútil y arrojado al fuego, así el hombre que no acoge con la fe el injerto del Espíritu, sigue siendo lo que antes era, es decir, carne y sangre, y no puede recibir en herencia el reino de Dios. Con razón dice el Apóstol: "La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios" (1Co 15, 50); y "los que viven en la carne no pueden agradar a Dios" (Rm 8, 8): no es que haya que rechazar la sustancia de la carne, pero hay que atraer sobre ella efusión del Espíritu... 40.

    La invocación trinitaria en el bautismo

    Nuestro nuevo nacimiento, el bautismo, se hace con estos tres artículos, y nos otorga el nuevo nacimiento en Dios Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les confiere la incorruptibilidad. Así pues, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie tiene acceso al Padre, ya que el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se obtiene por medio del Espíritu Santo. En lo que se refiere al Espíritu, según el beneplácito del Padre lo dispensa el Hijo, como ministro, a quien el Padre quiere y como el Padre quiere 41.

    El hombre, objeto de la salvación de Dios

    Cómo el Verbo de Dios formó al hombre de la tierra y lo redimió

    Adán fue modelado de esta misma tierra que nosotros conocemos, pues dice la Escritura que dijo Dios: "Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que te conviertas en la tierra de que fuiste tomado" (Gn 3, 19). Por tanto, si después de la muerte nuestros cuerpos se convirtieran en tierra de algún otro género, se seguiría que no habrían sido hechos de ella; pero si se convierten en la tierra que conocemos, está claro que de ella fueron modelados. Lo cual puso de manifiesto el Señor al modelar con ella los ojos del ciego (cf. Jn 9, 7). Y verdaderamente, está claro que por la mano de Dios, por la que fue modelado Adán, hemos sido también modelados nosotros. Porque uno e idéntico es el Padre, cuya voz desde el comienzo hasta el fin está presente en la obra de sus manos, y la sustancia de que fuimos modelados la muestra claramente el Evangelio. Ya no hemos de buscar otro Padre fuera de éste; ni otra sustancia de la que habríamos sido hechos, fuera de la que el Señor nos anunció y manifestó; ni otra mano de Dios fuera de ésta que desde el comienzo hasta el fin nos va formando, y nos dispone para la vida, y está presente en su obra y la va perfeccionando a imagen y semejanza de Dios. Entonces se manifestó este Verbo, cuando el Verbo de Dios se hizo hombre, asemejándose al hombre y asemejando el hombre a sí, a fin de que por la semejanza con el Hijo el hombre pasara a ser estimado del Padre. Porque en los tiempos pasados se decía que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero no se podía comprobar, porque el Verbo era todavía invisible, y era a imagen de él que el hombre había sido hecho. Esta fue la razón por la que fácilmente perdió aquella semejanza. Pero, cuando el Verbo de Dios se hizo carne, aseguró las dos cosas: mostró, por una parte, que se trataba de una imagen auténtica haciéndose él mismo lo que era su imagen; y por otra restauró y consolidó la semejanza, haciendo al hombre semejante al Padre invisible, por medio del Verbo visible 42.

    Dios hizo al hombre capaz de una perfección siempre mayor

    Dios modeló al hombre con sus propias manos para que fuera creciendo y madurando, como dice la Escritura: "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28). Precisamente en esto está la distinción entre Dios y el hombre, en que Dios es el que hace, mientras que el hombre es el que se va haciendo. Y, naturalmente, el que hace es siempre el mismo, pero el que se va haciendo debe tener un comienzo, y un estadio intermedio, y una adición y un incremento. Dios hace el beneficio al hombre, y el hombre lo recibe. Dios es perfecto en todo, igual y semejante a sí mismo, siendo todo luz, todo inteligencia, todo sustancia, y fuente de todos los bienes; el hombre, en cambio, va progresando y creciendo hacia Dios. Y así como Dios es siempre el mismo, así el hombre, que va al encuentro de Dios irá progresando constantemente hacia Dios. Porque Dios no cesa jamás de comunicar sus dones y sus riquezas al hombre, así como el hombre no cesa jamás de recibir beneficios y de enriquecerse con Dios. Porque el hombre que es agradecido al que le hizo es a la vez receptor de su bondad e instrumento de su glorificación (exceptorium bonitatis et organum clarificationis); por el contrario, el hombre ingrato que desprecia a su creador no queriéndose someter a su palabra, será receptor de su justo juicio. El ha prometido dar siempre más a los que dan fruto, y ha prometido confiar el tesoro del Señor a los que ya tienen, diciendo: "Muy bien, siervo bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco voy a confiarte lo mucho: entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21)... Y así como tiene prometido que a los que ahora den fruto les ha de dar todavía más haciendo mayor su don –aunque no un don totalmente distinto del que ya conocen, pues sigue siendo el mismo Señor y el mismo Padre el que se les irá revelando– así también con su venida uno y el mismo Señor dio a los hombres de los últimos tiempos un don de gracia mayor que el que se había dado en el Antiguo Testamento. Porque entonces los hombres oían decir a los servidores que vendría el Rey, y ello les producía un cierto gozo limitado, estando a la espera de su venida. Pero los que lograron verlo presente y alcanzaron la libertad y llegaron a la misma posesión del don, tienen una gracia mayor y un gozo más pleno, pues disfrutan ya de la misma venida del Rey... 43.

    La creación del hombre

    Por lo que se refiere al hombre, lo modeló Dios con sus propias manos, tomando de lo más fino y puro que hay en la tierra y mezclando proporcionalmente su propio poder con la tierra. Sobre la carne modelada delineó luego su propia forma, de suerte que lo visible mismo tuviera una forma divina, ya que el hombre fue puesto en la tierra precisamente como imagen de Dios. Y para que pasara a ser viviente, Dios sopló sobre su rostro un soplo de vida, de suerte que tanto por lo que se refiere al soplo, como por lo que se refiere a la carne modelada el hombre fuera semejante a Dios. Porque, en efecto, era libre, y señor de si, habiendo sido hecho por Dios para tener autoridad sobre todos los seres que hubiera sobre la tierra. El gran universo creado, que había sido preparado por Dios antes de que modelara al hombre, fue dado al hombre como lugar de su residencia... Y en este dominio trabajaban también los servidores del Dios que había hecho todas las cosas, y este lugar había sido puesto al cuidado de un jefe o lugarteniente, que había sido puesto al frente de los demás servidores. Estos servidores eran los ángeles, y el jefe o lugarteniente, el arcángel.

    Ahora bien, habiendo hecho Dios secretamente al hombre señor de la tierra y de todo lo que en ella hay, lo hizo también señor de sus servidores que se encontraban en ella. Pero éstos estaban ya en su edad de pleno desarrollo, mientras que el señor, es decir, el hombre, era muy pequeño, pues era todavía niño, y debía desarrollarse hasta llegar a la edad adulta. A fin de que el hombre creciese y se desarrollase a gusto, le fue preparado un lugar mejor que este mundo, pues lo aventajaba en el aire, la belleza, la luz, los alimentos, las plantas, los frutos, las aguas y todas las demás cosas necesarias para la vida. Su nombre era Paraíso. Y a tal extremo era bello y bueno este paraíso, que el Verbo de Dios iba siempre a pasear por él, y conversaba con el hombre, prefigurando el futuro, a saber, que compartiría la morada del hombre y conversaría con él, estando con los hombres para enseñarles la justicia. Pero el hombre era todavía un niño, y no tenía juicio maduro, y por esta razón le fue fácil al seductor engañarle 44.

    Inocencia y caída del hombre

    Adán y Eva estaban desnudos, y no sentían vergüenza de ello, pues tenían una mente inocente y como de niño pequeño, y no podían representarse en espíritu ni pensar ninguna de las cosas que, bajo el dominio del mal, nacen en el alma a través de deseos voluptuosos y placeres vergonzosos. Estaban entonces en un estado de integridad, conservando su naturaleza en buen estado, pues el soplo que había sido infundido en su carne modelada era un soplo de vida Ahora bien, mientras este soplo permanece intacto y con toda su virtud, el alma ni piensa ni imagina cosas innobles, y por esta razón no tenían vergüenza alguna de besarse y de abrazarse castamente, como niños.

    Mas, a fin de que el hombre no tuviera pensamientos de soberbia y cayera en orgullo, como si por la autoridad que le había sido concedida y por su libertad de trato con Dios ya no tuviera Señor alguno, y a fin de que no cayese en el error de ir más allá de sus propios límites y de que al complacerse en sí mismo no concibiera pensamientos de orgullo contra Dios, le fue dada por Dios una ley por la que reconociera que tenía como Señor al que era Señor de todas las cosas. Y Dios le impuso ciertos límites, de suerte que si observaba el mandato divino permanecería como era entonces, es decir, inmortal; pero si no lo observaba, se convertiría en mortal y se disolvería en la tierra de la que había sido tomada su carne al ser modelada... Pero el hombre no observó este mandato, sino que desobedeció a Dios. Fue el ángel quien le hizo perder el sentido, a causa de los celos y la envidia que sentía con respecto al hombre, por los múltiples dones que Dios le había otorgado: así provocó su propia ruina, e hizo del hombre un pecador, induciéndole a desobedecer el mandato de Dios. El ángel, habiéndose convertido por una mentira en caudillo y originador del pecado, fue él mismo expulsado por haberse enfrentado con Dios, e hizo que el hombre fuera arrojado fuera del Paraíso... Y Dios maldijo a la serpiente, que había encubierto al rebelde, con una maldición que recala sobre el mismo animal y sobre el ángel que se había escondido en él, Satán. En cuanto al hombre, lo arrojó de su presencia y cambió su morada, haciéndole habitar junto a un camino, cerca del Paraíso, ya que el mismo Paraíso no podía admitir al pecador. Ya fuera del Paraíso, Adán y Eva cayeron en muchos infortunios, y pasaron su vida en este mundo entre tristezas, trabajos y lamentos; el hombre trabajaba la tierra bajo los rayos del sol, y ésta producía espinas y cardos, en castigo del pecado 45.

    El hombre es verdaderamente libre

    "Cuántas veces quise recoger a tus hijos, y tú no quisiste" (Mt 23, 37). Con estas palabras el Señor declara el antiguo principio de la libertad del hombre. Dios lo hizo libre desde un principio, y así como le dio la vida le dio también el dominio sobre sus actos, para que voluntariamente se adhiriera a la voluntad de Dios, y no por coacción del mismo Dios. Porque Dios no hace violencia, aunque su voluntad es siempre buena para el hombre, y tiene, por tanto, un designio bueno para cada uno. Sin embargo, dejó al hombre la libertad de elección, lo mismo que a los ángeles, que son también seres racionales. De esta suerte, los que obedeciesen justamente alcanzarían el bien, el cual, aunque es regalo de Dios, ellos tendrían en su mano el retenerlo. Por el contrario, los que no obedeciesen justamente serían privados del bien y recibirían la pena merecida, ya que Dios les dio el bien con benignidad, pero ellos no fueron capaces de guardarlo diligentemente, ni lo estimaron en su valor, sino que despreciaron su extraordinaria bondad... Si por naturaleza unos hubiesen sido hechos buenos y otros malos, ni aquellos serían dignos de alabanza por su bondad, que sería un don de la naturaleza, ni éstos vituperables, pues habrían sido creados malos. Pero todos son iguales por naturaleza, y pueden aceptar el bien y negociar con él, o bien perderlo y no negociar con él. Por esta razón entre los hombres bien organizados, y mucho más delante de Dios, los primeros reciben la alabanza y la buena fama de haber elegido el bien y haber perseverado en él, mientras que los otros son acusados y reciben el castigo merecido, por haber rechazado el bien y la justicia... Si no estuviese en nuestra mano hacer una cosa o dejarla de hacer, ¿con qué razón el Apóstol y, lo que es más, el mismo Señor, nos exhortarían a hacer ciertas cosas y a abstenernos de otras? Pero, teniendo el hombre desde su origen capacidad de libre decisión, y teniendo Dios, a cuya semejanza ha sido hecho el hombre, igualmente libre decisión, el hombre es siempre exhortado a adherirse al bien que se obtiene sometiéndose a Dios. Y no sólo en sus acciones, sino también en lo que se refiere a la fe quiso Dios preservar la libertad del hombre y la autonomía de su decisión, pues dice: "Hágase según tu fe" (Mt 9, 29), mostrando que la fe es algo propio del hombre, ya que tiene poder de decisión propia. Y dice en otra ocasión: "Todo es posible al que cree" (Mc 9, 23); y en otra: "Vete, y cúmplase según creíste" (Mt 8, 13), Semejantes expresiones muestran que la fe está en la libre decisión del hombre. Por esto, "el que cree en él, tiene vida eterna" (Jn 3, 36) 46.

    Cristo juzgará los frutos de la libertad del hombre

    Toda la apariencia de este mundo ha de pasar cuando llegue su tiempo, para que el fruto se recoja en el granero, y las pajas se abandonen al fuego. "Porque el día del Señor está encendido como un horno, y todos los pecadores que obran injusticias serán como cañas, y el día que está inminente los abrasará" (Ml 3, 19). ¿Quién es este Señor que hará venir tal día? Juan el bautista lo indica, cuando dice de Cristo: "Él os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego; él tiene la pala en su mano para limpiar su era, y recogerá el fruto en el granero, mientras que la paja la quemará en él fuego inextinguible" (Mt 3, 11-12; Lc 3, 16-17). Así pues, no son distintos el que hizo el trigo y el que hizo la paja, sino que son el mismo, y él los juzgará, es decir, los separará. Sin embargo, el trigo y la paja son cosas sin vida y sin razón, hechas por la naturaleza tales como son. Pero el hombre es racional, y bajo este aspecto es semejante a Dios, libre y dueño de sus actos, y causa de que se convierta a sí mismo ya en trigo, ya en paja. Por esta razón puede ser justamente condenado, ya que habiendo sido hecho racional perdió la verdadera razón. Se opuso a la justicia de Dios viviendo de manera irracional y entregándose a todo impulso terreno y haciéndose esclavo de todos los placeres, como dice el profeta: "El hombre no comprendió la dignidad que tenía; se puso al nivel de los asnos irracionales, haciéndose semejante a ellos" (Sal 49, 21) 47.

    El origen y la inmortalidad del alma

    Si dicen algunos que las almas que han comenzado a existir desde poco tiempo antes no pueden permanecer durante mucho tiempo, sino que han de ser inengendradas para que puedan ser inmortales, y que si han tenido un comienzo en el nacimiento habrán de morir con el mismo cuerpo, aprendan los tales que sólo Dios, Señor de todas las cosas, no tiene principio ni fin, sino que realmente es siempre el mismo y permanece de la misma manera Todas las cosas que de él proceden, todas las que han sido o son hechas, tienen su comienzo por generación, y precisamente bajo esta razón de no ser inengendradas son inferiores a aquel que las hizo. Con todo, pueden permanecer y durar por una serie de siglos, según la voluntad del Dios que las hizo, el cual, así como les confirió el don de comenzar a ser, les da luego el de seguir existiendo. El cielo que está encima de nosotros, el firmamento, el sol, la luna y los demás astros, así como todos los ornamentos que en el cielo se encuentran, en un principio no existían, pero fueron hechos y luego continúan durante mucho tiempo, según el designio de Dios. Así también, el que piense que en lo que se refiere a las almas, y a los espíritus, y en general a todo lo que ha sido creado sucede lo mismo, no se equivocará. Porque todo lo creado tiene ciertamente el origen de su creación, pero sigue durando todo el tiempo que Dios quiere que exista y que dure. Confirma esta manera de ver el espíritu profético cuando dice: "Porque él lo dijo, y fueron las cosas hechas; él lo mandó y fueron creadas. Las estableció para siempre y por los siglos de los siglos" (Sal 148, 5-6). Y también dice sobre la salvación del hombre: "Te pidió la vida, y le diste una longitud de días por los siglos de los siglos" (Sal 21, 4), mostrando que el padre de todas las cosas confiere la duración por los siglos de los siglos a los que se salvan. Porque nuestra vida no nos viene de nosotros ni de nuestra naturaleza, sino que se nos da como gracia de Dios. Por esta razón, el que conserva el don de la vida, dando gracias al que se lo dio, recibirá una longitud de días por los siglos de los siglos. En cambio, el que lo rehúsa, y no agradece a su creador el haber sido creado, y no reconoce a aquel de quien recibe el ser, él mismo se priva de la duración por los siglos de los siglos. Por esta razón decía el Señor a los que se mostraban ingratos para con él: "Si no habéis sido fieles en lo poco, ¿quién os dará lo mucho?" (Lc 16, 11), con lo cual quería decir que los que en esta breve vida temporal se han mostrado ingratos para con aquel que se la dio, con razón no recibirán del mismo la longitud de los días por los siglos de los siglos.

    Porque así como el cuerpo animal de por sí no es el alma, pero participa del alma todo el tiempo que Dios quiere, así el alma de por sí no es la vida, pero participa de la vida que Dios le confiere. De ahí la palabra profética referente al primer padre: "Fue hecho una alma vivientes (Gn 2, 7), enseñándonos que el alma fue hecha viviente por participación de la vida, entendiéndose por una parte el alma, y por otra la vida que tiene. Así pues, siendo Dios el que da la vida y la duración indefinida, es posible que las almas que originariamente no existían sigan existiendo mientras Dios quiera que existan y que duren. Porque la voluntad de Dios está al comienzo de todas las cosas, y todo le está sometido: todas las demás cosas le son inferiores, y le están sujetas y le sirven 48.

    El hombre entero, en cuerpo y alma, es objeto de la salvación de Dios

    Dios será glorificado en la obra de sus manos, pues la hará uniforme con su Hijo y semejante a él. Porque mediante las manos del Padre, es decir, mediante el Hijo y el Espíritu, el hombre entero, y no sólo una parte del hombre, es hecho a semejanza de Dios. El alma, o el espíritu, serán una parte del hombre, pero no son el hombre entero. El hombre completo es un compuesto y una unión del alma, que recibe en sí el Espíritu del Padre, combinada con la carne que ha sido modelada según la imagen de Dios... Si uno quiere prescindir de la sustancia carnal... y se refiere exclusiva y únicamente al espíritu como tal, ya no está hablando del hombre espiritual, sino del espíritu del hombre, o del Espíritu de Dios. Es cuando este Espíritu de Dios mezclado con el alma pasa a unirse a la carne, cuando se realiza el hombre espiritual y perfecto, por medio de la efusión del Espíritu. De éste se dice que está hecho a imagen y semejanza de Dios. En cambio, si faltare al alma el Espíritu, el resultado sería ciertamente un hombre animal, pero al quedarse en su mera condición carnal, sería un hombre imperfecto: tendría la imagen divina en su cuerpo, pero no conseguiría la plena semejanza por medio del Espíritu, y por esto se quedaría imperfecto. Por otra parte, si uno prescinde de la imagen material y desprecia el cuerpo, ya no puede decir que habla del hombre, sino o bien de una parte del hombre, como dijimos, o bien de algo totalmente distinto del hombre. Porque ni el cuerpo carnal por sí mismo constituye el hombre perfecto, sino únicamente el cuerpo del hombre, que es una parte del hombre; ni el alma por si misma es el hombre, sino que es el alma del hombre, que es una parte del hombre. Igualmente, el espíritu tampoco es el hombre, puesto que se llama espíritu, y no hombre. Es la compenetración y unión de todos estos elementos lo que hace al hombre completo. De acuerdo con esto, el Apóstol explicó cuál es el hombre perfecto y espiritual que es objeto de salvación; en la primera carta a los de Tesalónica dice: "El Dios de paz os santifique a vosotros perfectos, y sea íntegro vuestro espíritu, y vuestra alma, y vuestro cuerpo, sin reproche hasta la venida del Señor Jesucristo" (1Ts 5, 23). ¿Qué razón tenía para pedir que se conservasen íntegras y perfectas hasta la venida del Señor estas tres cosas, el alma, el cuerpo y el espíritu, si no es porque sabía que la salvación es una y la misma para las tres, siendo en realidad la unión y la integración de todas ellas? Por esto llama perfectos a los que representan estas tres 49.

    El cuerpo es templo de Dios y de Cristo, y será resucitado

    El Apóstol dice que el cuerpo es templo de Dios: "¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Al que profanare el templo de Dios, Dios lo perderá; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo" (1Co 3, 16). Con esto declara abiertamente que el cuerpo es templo en el que habita el Espíritu... Y no sólo templo, sino en concreto templo de Cristo dice que son nuestros cuerpos. Escribe a los corintios: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Arrancando, pues, los miembros de Cristo, los he de hacer miembros de una meretriz?" (1Co 6, 15)... Esto lo dice de nuestro cuerpo, esto es, de la carne, la cual dice ser miembro de Cristo cuando se mantiene en santidad y pureza; por el contrario, cuando se entrega al abrazo de una meretriz se convierte en miembro de ella. Por esto dijo: "Al que profanare el templo de Dios, Dios lo perderá." Ahora bien, sería enorme blasfemia decir que el templo de Dios, en el que tiene su morada el Espíritu del Padre, y que los miembros de Cristo, no han de tener parte en la salvación, sino que han de quedar reducidos a la corrupción. Y que nuestros cuerpos resucitan, no en virtud de su condición natural, sino en virtud del poder de Dios, lo explica a los corintios: "El cuerpo no es para fornicar, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Porque Dios resucitó al Señor, y nos resucitará también a nosotros con su poder" (1Co 6, 13) 50.

    Relaciones entre el alma y el cuerpo

    El cuerpo no es superior al alma, ya que de ella recibe el aliento, la vida, el crecimiento y el movimiento: es el alma la que gobierna y domina al cuerpo, y la que en tanto se ve impedida en sus movimientos en cuanto participa en ellos el cuerpo. Pero no pierde sus conocimientos por causa del cuerpo. El cuerpo es semejante a un instrumento, mientras que el alma se comporta como un artífice. Así como el artífice reconoce en sí mismo una posibilidad de obrar velozmente, pero ésta se ve retardada al pasar al instrumento por la inercia de la cosa a que se aplica, de suerte que la velocidad de su mente combinada con la lentitud del instrumento da como resultado una actividad temperada, así el alma al actuar en conjunción con el cuerpo se siente en cierto punto impedida, y su rapidez de acción ha de combinarse con la lentitud del cuerpo. Pero no pierde con ello toda su virtualidad, sino que al comunicar la vida al cuerpo no deja ella misma de vivir.

    Así como cada uno de nosotros recibe por la acción de Dios su cuerpo, así recibe el alma. No es Dios tan pobre y tan indigente que no pueda dar a cada cuerpo su alma, de la misma manera que le da su fisonomía. Y así, una vez se haya completado el número que él predeterminó, todos los que están señalados para la vida resucitarán con sus cuerpos y sus almas y sus espíritus, con los que agradaron a Dios. En cambio, los que son dignos de castigo, pasarán a recibirlo, también en cuerpo y alma, con los que se apartaron de la bondad de Dios. Unos y otros dejarán ya de engendrar y de ser engendrados, de tomar esposas y esposos, de suerte que la multitud de los perfectos del género humano, era el número previamente determinado por Dios, conserve su relación y su unión con el Padre.

    Asimismo, clarísimamente nos enseña el Señor que no sólo permanecen las almas sin pasar de cuerpo en cuerpo, sino que las mismas características del cuerpo al que las almas se adaptan permanecen idénticas, y se acuerdan de las obras que aquí hicieron y de las que dejaron de hacer. Nos lo enseña en el relato que está escrito acerca del rico aquél y de Lázaro, el que recibía refrigerio en el seno de Abraham. En él se dice que el rico reconoció a Lázaro después de su muerte, y asimismo a Abraham, y que cada uno permanecía en su lugar, y que el rico pedía que se enviara con un recado a Lázaro, al cual no quería dejar parte ni siquiera en los mendrugos de su mesa... Esto declara manifestísimamente que las almas perduran, y que no pasan de cuerpo en cuerpo, y que tienen forma humana de suerte que pueden reconocerse, y que se acuerdan de los que están en este mundo; asimismo que es verdad lo que los profetas dicen de Abraham, y que cada uno recibe la morada de que es digno aún antes del juicio 51.

    Lo mismo el cuerpo que el alma obran la salvación o la condenación

    El hombre es un viviente compuesto de alma y cuerpo, y todo depende de una y otro. De los dos provienen las caídas. Hay una pureza del cuerpo, la continencia que consiste en abstenerse de cosas vergonzosas y de actos injustos, y una pureza del alma que consiste en guardar intacta la fe en Dios, sin añadirle o quitarle nada. Porque la piedad se mancha o se corrompe al contaminarse con la impureza del cuerpo, y asimismo se quiebra y se ensucia y no se mantiene en su integridad cuando el error penetra en el alma. En cambio se conserva con toda su belleza y proporción cuando la verdad permanece constantemente en el alma y la pureza en el cuerpo. ¿De qué sirve conocer el bien de palabra, si uno mancha el cuerpo haciendo las obras del mal? ¿O qué utilidad verdadera puede haber en la pureza del cuerpo, cuando no hay en el alma la verdad? Porque una y otra se gozan cuando se encuentran juntas y están en acuerdo y alianza para poner al hombre en presencia de Dios... 52.

    De Dios recibimos la vida sobrenatural, lo mismo que la natural

    Así como en nuestra creación original en Adán, el soplo vital de Dios infundido sobre el modelo de sus manos dio la vida al hombre y apareció como viviente racional, así también en la consumación, el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios, unidos a la sustancia original modelada en Adán, hicieron al hombre viviente y perfecto, capaz de alcanzar al Padre perfecto. De esta suerte, de la misma manera que todos sufrimos la muerte en el hombre animal, también hemos recibido la vida en el hombre espiritual. Porque no escapó Adán jamás de las manos de Dios, a las que el Padre decía: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Y por la misma razón en la consumación también sus manos vivificaron al hombre haciéndolo perfecto, no por voluntad de la carne ni por voluntad de hombre (Jn 1, 13), a fin de que Adán –el hombre– fuera hecho a imagen y semejanza de Dios 53.

    La salvación y la condenación

    A los que perseveran en la amistad de Dios, él se les comunica a si mismo. Y la comunicación de Dios es vida, y es luz, y es goce de sus bienes. En cambio, a los que por voluntad propia se apartan de él, les da Dios la separación que ellos mismos se han escogido. Ahora bien, la separación de Dios es muerte, y la separación de la luz es tinieblas. La separación de Dios es la pérdida de todos los bienes que están en él, y así, los que por su apostasía los perdieron, se encuentran privados de todos los bienes y experimentan todos los males. No es que Dios directamente los castigue por si mismo: sino que ellos han de sufrir el mal que se deriva de estar privado de todos los bienes. Porque los bienes de Dios son eternos e infinitos: por esto la pérdida de estos bienes es eterna e infinita. Si uno se ciega a sí mismo o es cegado por otro dentro de una luz infinita, quedará para siempre privado del gozo de la luz: no es que la luz le castigue con la ceguera, sino que su misma ceguera tiene como consecuencia tan grande mal. Por esto decía el Señor: "el que cree en mí, no es juzgado", es decir, no es separado de Dios, ya que por la fe permanece unido a Dios. "Pero el que no cree –dice– ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios", es decir, él mismo se separó de Dios por su propia decisión. "Éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz. Porque todo el que obra mal, odia la luz, y no viene a la luz, a fin de que no se vean sus obras. En cambio el que hace la verdad, viene a la luz, para que sus obras queden patentes, porque ha obrado según Dios" (cf. Jn 3, 18 ss) 54.

    La acción del demonio

    El demonio, siendo un ángel apóstata, no puede hacer más que lo que hizo en un principio, es decir, seducir y atraer la mente del hombre para que traspase los mandatos de Dios, obcecando paulatinamente los corazones de aquellos que se disponen a servirle, de suerte que se olviden del verdadero Dios y le adoren a él como a Dios. Es como si un desertor se apoderara de una región por la fuerza, y empezase a turbar a los que viven en ella, reclamando para sí el honor de rey ante aquellos que ignoran que es un desertor y un ladrón. Esto es lo que hace el diablo: es uno de aquellos ángeles que estaban puestos al frente de las regiones del aire, como reveló el apóstol Pablo en la carta a los Efesios; y por envidia del hombre, desertó de la ley de Dios, pues la envidia es enemiga de Dios. Y al ser puesta en descubierto su apostasía por medio del hombre, siendo éste objeto de juicio contra él, se enconó cada vez más su enemistad contra el hombre, y tenía envidia de su misma vida, y lo quería arrastrar bajo su dominio apóstata. Pero el Verbo de Dios, creador de todas las cosas, por medio de la naturaleza humana obtuvo victoria sobre él, le declaró apóstata, y, contra lo que pretendía, lo sometió al hombre. Porque dice: "He aquí que os doy potestad de andar sobre las serpientes y sobre los escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo" (Lc 10, 19). De este modo, así como sometió al hombre en su apostasía, por medio del hombre auxiliado por Dios su apostasía fue aniquilada 55.

    Origen divino de las instituciones temporales

    Al apartarse de Dios el hombre se convirtió en una fiera, hasta tal punto que trataba como enemigos a los de su propia sangre, viviendo en toda suerte de revueltas, homicidios y rapiñas, sin temor alguno. Por esto le impuso Dios el temor humano, ya que no era capaz de sentir el temor de Dios. Y así, sometidos los hombres a la autoridad humana y obligados por sus leyes, llegasen a conseguir algo de lo que toca a la justicia, refrenándose unos a otros. Cuando se muestra la espada, su vista infunde temor; como dice el Apóstol: (La autoridad) "no sin razón lleva la espada, porque es ministro de Dios y toma venganza de ira sobre aquel que obra el mal." Así pues, los magistrados que se atienen a las leyes como vestido de justicia, no tendrán que dar cuentas ni serán castigados por lo que hubieren hecho con justicia y según las leyes. Pero lo que hubieren hecho para destruir al justo, de manera inicua, impía, contra las leyes o tiránicamente, será para ellos causa de perdición, porque el juicio de Dios llega a todos por igual, y no falla para nadie. Así pues, el reino terreno ha sido instituido por Dios para bien de las naciones, y no por el diablo. Este jamás está tranquilo, ni mucho menos quiere que los pueblos vivan tranquilos, porque no quiere que acaten la autoridad humana y así ya no se devoren los unos a los otros como peces, sino que al contrario, estableciendo leyes, rechacen las innumerables injusticias de los gentiles. Según esto, son ministros de Dios los que nos exigen los tributos, y en esto prestan un servicio.

    La autoridad ha sido establecida por Dios, y manifiestamente miente el diablo cuando dice: "Todo me ha sido entregado, y yo lo doy a quien quiero." Un hombre nace en un determinado dominio, y allí están establecidos los reyes, en forma conveniente a los tiempos y personas que han de gobernar. De ellos, algunos han sido puestos para vigilancia y utilidad de sus súbditos y para mantener la justicia; otros para infundir temor y castigo y para amenazar; otros para burla, desprecio y soberbia, si se han hecho merecedores de ello. Pero, como hemos dicho, el justo juicio de Dios llegará por igual a todos ellos 56.

    La Fe

    La fe. Sumario de la fe de la Iglesia

    La Iglesia, aunque está esparcida por todo el orbe hasta los límites de la tierra, ha recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo, de la tierra, del mar y de cuanto en ellos se contiene; y en un solo Cristo Jesús, hijo de Dios, encarnado por nuestra salvación; y en el Espíritu Santo, quien por medio de los profetas anunció los planes (de Dios), los advenimientos, el nacimiento de una Virgen, la pasión, la resurrección de entre los muertos, la ascensión en la carne a los cielos del amado Cristo Jesús, Señor nuestro, así como su parusía desde los cielos con la gloria del Padre, a fin de recapitular todas las cosas y restaurar toda carne de todo hombre, de suerte que para Cristo Jesús, Señor nuestro, Dios, salvador y rey, según el beneplácito del Padre invisible, se doble toda rodilla de los seres celestiales, terrestres e infernales, y toda lengua le confiese (cf. Flp 2, 10) y se haga un juicio justo y universal. A los espíritus del mal, y a los ángeles transgresores y apóstatas, y a los hombres impíos, injustos, inicuos y blasfemos, los enviará al fuego eterno; mientras que a los que hubieren permanecido en su amor desde el comienzo, y a los que hubieren hecho penitencia, les dará el don de la inmortalidad dándoles como gracia la vida, y les envolverá en gloria eterna 57.

    Hay que atenerse a la regla de fe, aun cuando no todo lo comprendamos

    Tenemos como norma de fe la misma verdad y el testimonio claro que nos viene de Dios, y no hemos de renunciar a este conocimiento firme y verdadero de Dios por ceder a especulaciones cuyas conclusiones son siempre fluctuantes. Más bien hemos de resolver las dificultades a la luz del principio de que realmente conviene dedicarse a investigar el misterio y los designios del Dios verdadero, pero procurando crecer en el amor de aquel que por nosotros hizo y hace tan grandes cosas; y nunca hay que abandonar aquel convencimiento por el cual se explica clarísimamente que sólo éste es el verdadero Dios y Padre, el que creó este mundo; el que modeló al hombre, dándole, al crearlo, la capacidad de multiplicarse; el que llamó al ser desde las cosas más pequeñas hasta las mayores; el que al feto concebido en el útero lo saca a la luz del sol, y el que hace crecer el trigo en la espiga madurándolo para el granero. Uno y el mismo Artífice es el que hizo el útero y creó el sol: uno y el mismo Señor es el que hizo brotar el tallo, el que hizo crecer el trigo y multiplicarlo y el que dispuso el granero.

    Ahora bien, aunque no encontremos la explicación de todas las cosas de la Escritura que debieran ser explicadas, no por ello hemos de recurrir a otro Dios distinto del que hay en realidad. Esto sería la máxima impiedad. Aquellas cosas las hemos de dejar a Dios, que es quien nos hizo, y hemos de estar convencidos que las Escrituras son perfectas, puesto que son palabra del Verbo de Dios y de su Espíritu; somos nosotros los que nos encontramos muy inferiores y muy alejados del Verbo de Dios y de su Espíritu, y por esto no alcanzamos a tener conocimiento de sus misterios. Nada tiene de extraño que esto nos suceda en lo que se refiere a las cosas espirituales y celestiales, y en lo que es objeto de revelación, puesto que aún en las cosas que están a nuestro nivel –me refiero a las cosas de esta creación que podemos tocar y ver y que tenemos con nosotros– muchas cosas escapan a nuestro conocimiento, y las hemos de dejar a Dios, quien con razón ha de estar por encima de todas las cosas...Así pues, si entre las cosas creadas hay algunas que quedan reservadas al conocimiento de Dios, y otras que están al alcance de nuestro conocimiento, ¿qué tiene de particular que en lo que se refiere a la investigación de las Escrituras –las cuales son todas espirituales– haya cosas que ciertamente podamos resolver con la gracia de Dios, mientras que otras haya que dejarlas como reservadas a Dios, y no sólo en este mundo, sino aún para el futuro? Así es siempre Dios el que enseña, y el hombre está continuamente aprendiendo de Dios. Así lo dijo el Apóstol: que todo lo demás sería destruido, pero permanecerían la fe, la esperanza y la caridad (1Co 13, 13): la fe en nuestro maestro permanece siempre inconmovible, asegurándonos que hay un solo Dios verdadero, y que hemos de amar a Dios siempre y en verdad, porque sólo él es nuestro Padre, y que hemos de esperar recibir siempre más de él, y aprender de él, porque es bueno, y tiene riquezas interminables, y un reino sin límites, y una sabiduría inmensas 58.

    Necesidad de la fe

    Hemos de guardar inflexible la regla de fe, y cumplir los mandamientos de Dios: creer en Dios, temiéndole porque es Señor, y amándole porque es Padre. Ahora bien, el cumplimiento de los mandamientos se obtiene con la fe, pues "si no creéis –dice Isaías– no comprenderéis" (Is 7, 9). La verdad proporciona la fe, ya que la fe tiene por objeto lo que realmente existe, de suerte que creeremos en las cosas tal como son, y creyendo en las cosas tal como son, guardaremos siempre firme nuestra convicción acerca de ellas. Y estando la fe íntimamente ligada a nuestra salvación, hemos de cuidarla con gran esmero, a fin de que tengamos una inteligencia verdadera de lo que existe. Esto es lo que nos procura la fe, tal como en tradición la hemos recibido de los presbíteros, discípulos de los apóstoles. En primer lugar, ella nos recomienda acordarnos de que hemos recibido el bautismo para remisión de los pecados en el nombre de Dios Padre y en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado y muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo de Dios; acordarnos también de que este bautismo es el sello de la vida eterna y el nuevo nacimiento en Dios, de suerte que ya no somos de hombres mortales, sino del Dios eterno; asimismo nos hemos de acordar de que el Ser eterno es Dios, que está por encima de todas las cosas creadas, a quien todo le está sometido; todo lo que le está sometido ha sido creado por él, de suerte que Dios no tiene dominio ni señorío sobre lo que sería de otro, sino sobre lo que es suyo, y todo, es de Dios. Por esto es Dios todopoderoso, y todo viene de Dios, ya que las cosas de aquí abajo tienen de alguna gran causa el principio de su existencia, y el principio de todas las cosas es Dios. Dios no ha sido creado por nadie, pero todas las cosas han sido creadas por él... 59.

    La fe de Abraham y nuestra fe

    En Abraham estaba prefigurada nuestra fe: él fue el patriarca y, por así decirlo, el profeta de nuestra fe, como lo enseña clarísimamente el Apóstol en la epístola a los Gálatas (Ga 3, 5-9)... El Apóstol lo llama no sólo profeta de la fe, sino padre de aquellos de entre los gentiles que creen en Cristo Jesús. La razón es que su fe y la nuestra son una misma y única fe: él, en virtud de la promesa de Dios, creyó en las cosas futuras como si ya se hubieran realizado; y nosotros, de manera semejante, en virtud de la promesa de Dios, contemplamos como en un espejo por la fe aquella herencia que tendremos en el reino 60.

    Grandeza de Dios y de sus obras, y pequeñez de la inteligencia humana

    Muchas y variadas son las cosas creadas, y en todas sus disposiciones bien dispuestas y en mutua armonía, aunque bajo aspectos particulares sean contrarias y en desacuerdo. Es como la cítara que mediante la diversidad de sus sonidos produce una melodía armoniosa compuesta de muchos sonidos contrarios. El amante de la Verdad no debe dejarse engañar por la diversidad de los distintos sonidos, ni debe colegir que uno proviene de un artífice y otro de otro, como si uno hubiera dispuesto los sonidos más agudos, otro los más graves y otro los medios, sino que uno solo, que quiso dar muestra de sabiduría en el conjunto de la obra entera, así como de justicia, de bondad y de benevolencia. [Los que oyen esta melodía han de alabar y glorificar a su artífice, admirando en unos casos los tonos agudos, considerando en otros los graves, oyendo en otros los tonos intermedios y observando en otros la idea de conjunto.] Hay que atender al fin de cada uno de los elementos, buscando sus causas, sin traspasar jamás la regla (de fe), ni apartarse del artífice, ni abandonar la fe en el Dios único que hizo todas las cosas o blasfemar de nuestro Creador.

    Mas si alguno no llega a encontrar la causa de todas las cosas que quisiera, piense que es hombre, que es infinitamente más pequeño que Dios, y que ha recibido la gracia de una manera parcial; que todavía no es igual o semejante a su Creador, y que no puede tener de todas las cosas la experiencia o el conocimiento que tiene Dios. Cuanto es menor que aquel que no fue hecho y que permanece siempre el mismo, el que sólo hoy fue hecho y tomó de otro el principio de su existencia será tanto menor que el que lo hizo en lo que se refiere a la ciencia y a la capacidad de investigar las causas de todas las cosas. Porque, oh hombre, no eres increado, no coexistías con Dios desde la eternidad, como su propio Verbo, sino que habiendo recibido hace un momento el principio de tu existencia por su extraordinaria bondad, poco a poco vas aprendiendo del Verbo los designios del Dios que te hizo.

    Por tanto guarda la mesura que corresponde a tu inteligencia, y no quieras, ignorante del bien, ir más allá del mismo Dios, porque no se puede ir más allá. No busques qué hay por encima del Creador, porque no lo encontrarás. El que te hizo es incomprensible. No excogites otro Padre por encima de él, como si ya hubieras tomado la medida de todo su ser, y hubieras recorrido toda su grandeza, y hubieras considerado toda su profundidad, su altura y longitud. No lo podrás excogitar, sino que yendo contra la naturaleza te convertirás en un insensato y, si te empeñas en ello, caerás en la locura, creyéndote a ti mismo más alto y más perfecto que tu Creador, y conocedor de todos sus reinos.

    Así pues, vivir como hombres simples y de poca ciencia y acercarse a Dios por la caridad es cosa mejor y más provechosa que tenerse por muy sabio y muy experimentado y encontrarse blasfemando del propio Dios, fabricándose otro Dios y Padre. Por esto exclama san Pablo: "La ciencia hincha, pero la caridad es constructiva" (1Co 8, 1). No que condenara la verdadera ciencia acerca de Dios, lo que hubiera sido acusarse en primer lugar a sí mismo: sino que sabía que algunos, so pretexto de saber, se envanecían y se apartaban del amor de Dios. Porque éstos opinaban que eran perfectos cuando introducían un demiurgo imperfecto, les arranca de las cejas el orgullo fundado en esta ciencia diciendo: "La ciencia hincha, pero la caridad es constructiva." No hay otra hinchazón mayor que la del que piensa que es mejor y más perfecto que el que le creó, y le modeló, y le dio el soplo de la vida y le otorgó el mismo ser. Como dije, está en mejor condición el que no sabe nada, ni siquiera una sola de las razones por las que fue creada cualquier cosa de las que han sido creadas, pero que tiene fe en Dios y persevera en su amor, que los que hinchados con este género de ciencia se apartan del amor que da la vida al hombre. No hay que querer saber otra cosa sino Jesucristo, el Hijo de Dios, que fue crucificado por nosotros antes que con cuestiones sutiles y charlatanerías, llegar a caer en la impiedad 61.

    Sentido en que puede darse una profundización de la fe

    La Iglesia, habiendo recibido este mensaje y esta fe que hemos dicho, aunque esparcida por todo el mundo, lo guarda cuidadosamente, como si habitara en una sola casa; y cree en estas cosas como si tuviera una sola alma y un mismo corazón, predicando y enseñando estas cosas al unísono y transmitiendo la tradición como si tuviera una sola voz. Porque aunque las lenguas a lo ancho del mundo son distintas, pero una es la fuerza de la tradición, siempre la misma. Las iglesias establecidas en Germania no tienen otra fe diferente ni otra tradición, ni las que están en Iberia o las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, ni las de Egipto, ni las de Libia, ni las que están establecidas en el centro del mundo (léase Jerusalén). Sino que así como el sol, que es creatura de Dios es uno y el mismo en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombres que quieren venir al conocimiento de la verdad. Y así, ni aunque haya entre los jefes de las iglesias alguno capaz de hablar muy bien enseñará otra cosa no habiendo nadie que esté por encima del Maestro, ni el que es incapaz de hablar disminuirá en nada la tradición, porque siendo una y la misma fe, ni el que es capaz de hablar mucho sobre ella la aumentará en nada, ni el que es capaz de hablar poco la disminuirá.

    El que algunos según su inteligencia puedan saber más o menos, no está en que puedan cambiar el mismo objeto (de la fe), excogitando otro Dios distinto del artífice y creador y mantenedor del universo como si aquél no bastara; o asimismo excogitando otro Cristo, u otro Unigénito. La diferencia está en que logren investigar lo que fue dicho en parábolas relacionándola con el contenido de la fe; en mostrar por sus pasos la acción y la economía de Dios para con la humanidad; declarando cómo Dios fue magnánimo en la apostasía de los ángeles transgresores así como en la desobediencia de los hombres; por qué uno y el mismo Dios hizo lo temporal y lo eterno, lo celestial y lo terreno; por qué, siendo Dios invisible, se apareció a los profetas no bajo una forma única, sino presentándose unas veces de una manera y otras de otra. Que expliquen por qué Dios ha hecho muchos pactos con la humanidad, y enseñen cuál es el carácter de cada pacto; y que investiguen por qué Dios lo incluyó todo en la infidelidad a fin de tener misericordia de todos (cf. Rm 11, 32); que reconozcan con acción de gracias por qué el Verbo de Dios se hizo carne y padeció, y anuncien por qué en los últimos tiempos tendrá lugar la parusía del Hijo de Dios, es decir en el fin se manifestará el principio. Que desplieguen lo que contienen las Escrituras acerca del fin y de las cosas futuras, sin pasar por alto por qué a los gentiles desesperados los hizo Dios coherederos y participantes de un mismo cuerpo y unos mismos beneficios con los santos. Que expliquen cómo esta insignificante carne mortal será revestida de inmortalidad, y lo corruptible, de incorruptibilidad (1Co 15, 54). Que anuncien cómo el que no era pueblo ha venido a ser pueblo, y la que no era amada, amada, y cómo son más numerosos los hijos de la abandonada que los de la que tiene marido (cf. Os 2, 23; Rm 9, 25; Is 54, 1; Ga 4, 27). Porque sobre estas cosas y otras semejantes exclamaba el Apóstol: "¡Oh profundidad de la riqueza y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios e ininvestigables sus caminos!" (Rm 9, 33) 62.

    Principios de interpretación de la Escritura

    Las parábolas no deben utilizarse para explicar cosas dudosas. El que explica una parábola debe fundarse en lo cierto, y entonces todos aceptarán por igual una misma explicación de la parábola, de suerte que el cuerpo de la verdad se conserve íntegro y con uniforme disposición de sus miembros, sin violencia alguna. Pero las cosas que no han sido declaradas abiertamente ni son evidentes, no hay que utilizarlas para interpretar las parábolas, inventando cada uno lo que le parezca. Si así se hace, no habrá ninguna norma de verdad, sino que cuantos sean los que explican las parábolas, tantas serán las verdades contradictorias que aparecerán fundando dogmas contrarios, como acontece en las elucubraciones de los filósofos gentiles. Con este modo de proceder, uno siempre está investigando y nunca llega a alcanzar nada, pues no se somete a la disciplina de la investigación. El que no tiene su lámpara preparada, cuando viene el Esposo no resplandece con ningún rayo de claridad luminosa (cf. Mt 25, 5), y entonces recurre a los que sacan de las tinieblas explicaciones de las parábolas, dejando a aquel que le concede gratuitamente la entrada en su casa por medio de lo que ha sido predicado de manera clara: y así, queda excluido de la cámara nupcial 63.

    La verdad está en la Iglesia, que conserva la fe y, sobre todo, el amor

    El hombre espiritual "no será juzgado por nadie" (1Co 2, 15), porque él tiene firmeza en todas las cosas: tiene una fe integra en el Dios único todopoderoso, del que proceden todas las cosas; tiene una confianza sólida en el Hijo de Dios, Cristo Jesús, Señor nuestro, por quien proceden todas las cosas, así como en su plan salvador, por el que el Hijo de Dios se hizo hombre; y la tal confianza la otorga en el Espíritu de Dios, que es quien da el conocimiento de la verdad y manifiesta la voluntad del Padre, el designio salvador del Padre y del Hijo para con los hombres en las sucesivas generaciones. Por "conocimiento de la verdad" entendemos la enseñanza de los apóstoles y el orden establecido en la Iglesia desde un principio en todo el mundo, con el sello distintivo del cuerpo de Cristo que es la sucesión de los obispos, a los que los apóstoles confiaron las diversas Iglesias locales; la preservación sin manipulaciones de las Escrituras hasta nosotros; el estudio total de las mismas, sin adiciones ni sustracciones, con una lectura no falseada y una exposición fundada en las Escrituras, sin audacias y sin blasfemias y finalmente, el don del amor, que es el principal, más valioso que el conocimiento, más honorable que la profecía, puesto que sobrepuja a todos los demás carismas 64.

    Valor de la religión natural

    La ley natural, por la que el hombre puede ser justificado, que era la que antes de la promulgación de la ley guardaban los que eran justificados por la fe y eran agradables a Dios, no la abolió el Señor, sino que la complementó y la cumplió, como está claro en sus palabras... 65.

    La Iglesia

    La Iglesia. El Señor confió a los apóstoles el Evangelio

    La única fe verdadera y vivificante es la que la Iglesia distribuye a sus hijos, habiéndola recibido de los apóstoles. Porque, en efecto, el Señor de todas las cosas confió a sus apóstoles el Evangelio, y por ellos llegamos nosotros al conocimiento de la verdad, esto es de la doctrina del Hijo de Dios. A ellos dijo el Señor, "el que a vosotros oye a mí me oye, y el que a vosotros desprecia a mí me desprecia y al que me envió" (Lc 10, 16). No hemos llegado al conocimiento de la economía de nuestra salvación si no es por aquellos por medio de los cuales nos ha sido transmitido el Evangelio. Ellos entonces lo predicaron, y luego, por voluntad de Dios, nos lo entregaron en las Escrituras, para que fuera columna y fundamento de nuestra fe (cf. 1Tm 3, 15). Y no se puede decir, como algunos tienen la audacia de decir, que ellos predicaron antes de que alcanzaran el conocimiento perfecto. Los tales se glorían en enmendar a los mismos apóstoles. Porque, después que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y "fueron revestidos de la fuerza de lo alto por el Espíritu Santo que vino sobre ellos" (Lc 24, 49; Hch 1, 8), fueron llenados de todos los dones y alcanzaron el "conocimiento perfecto". Entonces partieron a los confines de la tierra, predicando el evangelio de los bienes que nos vienen de Dios y anunciando la paz del cielo a los hombres (cf. Is 52, 7): y todos y cada uno de ellos poseían por igual el Evangelio de Dios. Y así, Mateo, estando entre los hebreos, dio a luz en su lengua un escrito del Evangelio, al tiempo en que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y fundaban allí la Iglesia. Y después de la muerte de éstos, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos dejó también por escrito lo que Pedro había predicado. Asimismo Lucas, compañero de Pablo, consignó en un escrito lo que aquél había predicado; y luego, Juan, discípulo del Señor, el que había descansado sobre su pecho, publicó también su evangelio, cuando vivía en Efeso de Asia.

    Todos éstos nos han enseñado que hay un solo Dios, creador del cielo y de la tierra, anunciado por la ley y los profetas, y que hay un solo Cristo, Hijo de Dios. Si alguno no admite esto, hace ofensa a los que fueron compañeros del Señor, hace ofensa al mismo Señor, y aún hace ofensa al Padre: con lo cual, él mismo se condena, resistiéndose y oponiéndose a su propia salvación. Esto es lo que hacen todos los herejes 66.

    Los herejes frente a la Escritura y a la tradición

    Cuando a los herejes se les arguye con las Escrituras, se ponen a atacar las mismas Escrituras, afirmando que están corrompidas, o que no son auténticas, o que no concuerdan, pretendiendo que no se puede sacar de ellas la verdad si no es que uno conozca la tradición que no fue transmitida por escrito, sino de viva voz. Esta sería la razón por la que Pablo habría dicho: "Hablamos la sabiduría entre los perfectos: una sabiduría que no es de este mundo" (1Co 2, 6). Cuando ellos hablan así de "sabiduría", cada uno se refiere a la que él mismo por su cuenta se ha inventado, es decir, el fruto de su imaginación; y así, según ellos, no hay nada que objetar a que la verdad esté unas veces en Valentín, y otras en Marción, y otras en Cerinto... Cada uno de éstos, en un colmo de perversión, no se avergüenza de "predicarse a si mismo" (2Co 4, 5) haciendo caso omiso de la regla de la verdad.

    Si, por el contrario, apelamos a la tradición que viene de los apóstoles y que se conserva en las Iglesias por la sucesión de los presbíteros, entonces ellos se oponen a esta tradición, afirmando que ellos saben más no sólo que los presbíteros, sino aún que los mismos apóstoles, pues ellos han encontrado la verdad pura. Porque, según ellos, los apóstoles mezclaron con las palabras del Salvador los preceptos de la ley; y no sólo los apóstoles, sino que aún el mismo Señor hablaba a veces como demiurgo (es decir, como el Dios del Antiguo Testamento), a veces como ser intermedio y a veces como Ser supremo. Ellos, en cambio, sin lugar a dudas y sin ninguna contaminación ni impureza, han llegado a conocer el "misterio escondido". Tal es la suma impudencia con que blasfeman del Creador. En realidad, lo que sucede es que no están de acuerdo ni con la Escritura ni con la Tradición.

    Pero la tradición de los apóstoles está bien patente en todo el mundo y pueden contemplarla todos los que quieran contemplar la verdad. En efecto, podemos enumerar a los que fueron instituidos por los apóstoles como obispos sucesores suyos hasta nosotros: y éstos no enseñaron nada semejante a los delirios (de los herejes). Porque si los apóstoles hubiesen sabido "misterios ocultos" para ser enseñados exclusivamente a los "perfectos" a escondidas de los demás, los hubiesen comunicado antes que a nadie a aquellos a quienes confiaban las mismas Iglesias, pues querían que éstos fuesen muy "perfectos" e irreprensibles (1Tm 3, 2) en todos los aspectos, como que los dejaban como sucesores suyos para ocupar su propia función de maestros. De su recta conducta dependía un gran bien; en cambio, si ellos fallaban, se había de seguir una gran ruina 67.

    El orden sucesorio de las Iglesias. La Iglesia romana

    sería muy largo en un escrito como el presente enumerar la lista sucesoria de todas las Iglesias. Por ello indicaremos cómo la mayor de ellas, la más antigua y la más conocida de todas, la Iglesia que en Roma fundaron y establecieron los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo, tiene una tradición que arranca de los apóstoles y llega hasta nosotros, en la predicación de la fe a los hombres (cf. Rm 1, 8), a través de la sucesión de los obispos. Así confundimos a todos aquellos que, de cualquier manera, ya sea por complacerse a si mismos, ya por vana gloria, ya por ceguedad o falsedad de juicio, se juntan en grupos ilegítimos.

    En efecto, con esta Iglesia (romana), a causa de la mayor autoridad de su origen, ha de estar necesariamente de acuerdo toda otra Iglesia, es decir, los fieles de todas partes; en ella siempre se ha conservado por todos los que vienen de todas partes aquella tradición que arranca de los apóstoles. En efecto, los apóstoles, habiendo fundado y edificado esta Iglesia, entregaron a Lino el cargo episcopal de su administración; y de este Lino hace mención Pablo en la carta a Timoteo. A él le sucedió Anacleto, y después de éste, en el tercer lugar a partir de los apóstoles, cayó en suerte el episcopado a Clemente, el cual había visto a los mismos apóstoles, y había conversado con ellos; y no era el único en esta situación, sino que todavía resonaba la predicación de los apóstoles, y tenía la tradición ante los ojos, ya que sobrevivían todavía muchos que habían sido enseñados por los apóstoles. En tiempo de este Clemente, surgió una no pequeña disensión entre los hermanos de Corinto, y la Iglesia de Roma envió a los de Corinto un escrito muy adecuado para reducirlos a la paz y para restaurar su fe y dar a conocer la tradición que hacía poco habían recibido de los apóstoles, a saber, que hay un solo Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, creador del hombre, que causó el diluvio y llamó a Abraham, que sacó a su pueblo de Egipto, habló a Moisés, estableció la ley, envió a los profetas y "preparó el fuego para el diablo y para sus ángeles" (Mt 25, 41). Que este Dios es predicado por las Iglesias como el Padre de nuestro Señor Jesucristo, pueden comprobarlo a partir de este mismo escrito los que quieran. Asimismo pueden conocer en él cuál es la tradición apostólica de la Iglesia, ya que esta carta es más antigua que los que ahora enseñan falsamente e inventan un segundo Dios por encima del creador y hacedor de nuestro universo.

    A Clemente sucedió Evaristo. y a éste Alejandro. Luego, en el sexto lugar a partir de los apóstoles, fue nombrado Xisto, y después de éste Telesforo, que tuvo un martirio gloriosísimo. Luego, Higinio; luego, Pío, y luego Aniceto; y habiendo Sotero sucedido a Aniceto, ahora, en el duodécimo lugar después de los apóstoles, ocupa el cargo episcopal Eleuterio. Según este orden y esta sucesión, la tradición de la Iglesia que arranca de los apóstoles y la predicación de la verdad han llegado hasta nosotros. Esta es una prueba suficientísima de que una fe idéntica y vivificadora se ha conservado y se ha transmitido dentro de la verdad en la Iglesia desde los apóstoles hasta nosotros 68.

    La pureza de la fe y la tradición de la Iglesia

    Era tal el cuidado que tenían los apóstoles y sus discípulos, que ni siquiera querían tener comunicación verbal con alguno de los que desfiguran la verdad, tal como dice el Apóstol: "Después de una primera y una segunda admonición, evita al hereje, pues has de saber que tal hombre es un pervertido, que está en pecado y es autor de su propia condenación" (Tt 3, 10).

    Existe una carta muy bien escrita de Policarpo a los de Filipos; en ella los que quieran y los que se preocupan de su salvación pueden aprender las características de la fe de aquél y la verdad que predicaba.

    Asimismo, la Iglesia de Efeso, fundada por Pablo y en la que vivió Juan hasta los tiempos de Trajano, es un testigo verdadero de la tradición de los apóstoles 69.

    Hay que recurrir a la tradición apostólica

    Siendo nuestros argumentos de tanto peso, no hay para qué ir a buscar todavía de otros la verdad que tan fácilmente se encuentra en la Iglesia, ya que los apóstoles depositaron en ella, como en una despensa opulenta, todo lo que pertenece a la verdad, a fin de que todo el que quiera pueda tomar de ella la bebida de la vida. Y esta es la puerta de la vida: todos los demás son salteadores y ladrones. Por esto hay que evitarlos, y en cambio hay que poner suma diligencia en amar las cosas de la Iglesia y en captar la tradición de la verdad (quae sunt Ecclesiae summa diligentia diligere et aprehendere veritatis traditionem). Y esto ¿qué implica? Si surgiese alguna discusión, aunque fuese de alguna cuestión de poca monta, ¿no habría que recurrir a las iglesias antiquísimas que habían gozado de la presencia de los apóstoles, para tomar de ellas lo que fuere cierto y claro acerca de la cuestión en litigio? Si los apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras, ¿acaso no habría que seguir el orden de la tradición, que ellos entregaron a aquellos a quienes confiaban las Iglesias? Precisamente a este orden han dado su asentimiento muchos pueblos bárbaros que creen en Cristo; ellos poseen la salvación, escrita por el Espíritu Santo sin tinta ni papel en sus propios corazones (cf. 2Co 3, 3) y conservan cuidadosamente la tradición antigua, creyendo en un solo Dios.

    Los que tal fe aceptaron sin letras, pueden ser bárbaros en cuanto al idioma, pero en lo que se refiere a sus ideas, sus costumbres y a su modo de vida, por medio de la fe se han hecho sapientísimos, y Dios se complace en ellos, y viven con una justicia, castidad y sabiduría perfectas. Si alguno, hablando con ellos en su propia lengua, les anuncia las invenciones de los herejes, al punto, cerrando sus oídos, se escaparán lo más lejos que puedan, incapaces ni siquiera de oír estas conversaciones blasfemas. De esta forma, a causa de aquella antigua tradición de los apóstoles, ni siquiera pueden admitir en su mente la idea de cualquiera de esas cosas de tan extraños discursos 70.

    La Iglesia, custodio de la fe, por la presencia del Espíritu en ella

    La predicación de la Iglesia es la misma en todas parras y permanece igual a sí misma, pues se apoya en el testimonio de los profetas y de los apóstoles y de todos los discípulos, a través de los comienzos, el medio y el fin, a través de la economía divina y de la acción ordinaria de Dios que se manifiesta en nuestra fe en orden a la salud del hombre. Esta fe que la Iglesia ha recibido, nosotros la custodiamos, y es como un licor exquisito que se guarda en un vaso de calidad y que, bajo la acción del Espíritu de Dios se rejuvenece constantemente y hace rejuvenecer al mismo vaso en el que está colocado. Porque, en efecto, a la Iglesia ha sido confiado este don de Dios a la manera como Dios confió su soplo al barro modelado, a fin de que al recibirlo todos los miembros recibieran la vida; y con este don va implicada la transformación en Cristo, es decir, el Espíritu Santo, que es prenda de incorrupción, fuerza de nuestra fe y escala por la que subimos hasta Dios. Porque, dice Pablo (1Co 12, 28): "Dios puso en su Iglesia apóstoles, profetas y doctores" y todas las demás manifestaciones de la acción del Espíritu, del cual no participan quienes no se acogen a la Iglesia. Estos se engañan a sí mismos y se excluyen de la vida por sus doctrinas malas y sus acciones perversas.

    Porque, donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y la totalidad de la gracia. El Espíritu es la verdad (Ubi enim Ecclesia, ibi et Spiritus Dei ; et ubi Spiritus Dei , illic Ecclesia et omnis gratia. Spiritus autem Veritas.) Por esto, los que no participan del Espíritu, ni van a buscar el alimento de la vida en los pechos de su madre (la Iglesia), ni reciben nada de la limpidísima fuente que brota del Cuerpo de Cristo, sino que por el contrario "ellos mismos se construyen cisternas agrietadas" (Jr 2, 13) hurgando la tierra y beben el agua maloliente del fango, al querer escapar a la fe de la Iglesia por temor de equivocarse rechazan el Espíritu, y así no pueden recibir enseñanza alguna. Puesto que se han apartado de la verdad, es natural que se revuelvan en toda suerte de errores y que se sientan zarandeados por ellos: sobre una misma cosa, ahora piensan esto y luego piensan lo otro sin que consigan nunca afirmarse en opinión alguna firme: prefieren antes ser sofistas de palabras que discípulos de la verdad. Y ello, porque no están fundados sobre la única Piedra, sino sobre la arena que está compuesta de multitud de chinillas.

    Esto es lo que hace que se fabriquen muchos dioses, y que tengan siempre una excusa para "buscar" (y en esto se manifiestan cegatones): pero jamás llegan a alcanzar nada, ya que reniegan del Creador, que es el Dios verdadero y el que nos hace capaces de "encontrar", y en cambio piensan haber encontrado "otro Dios", u "otro pleroma" u "otra economía" 71.

    Los presbíteros de la Iglesia tienen el carisma de la verdad

    Hay que obedecer a los presbíteros que están en la Iglesia, a saber, a los que son sucesores de los apóstoles y que juntamente con su sucesión en el episcopado han recibido por voluntad del Padre el carisma seguro de la verdad. En cambio, hemos de sospechar de aquellos que se separan de la linea sucesora original, reuniéndose en cualquier lugar: o son herejes y perversos en sus doctrinas, o al menos cismáticos, orgullosos y autosuficientes, o bien hipócritas que actúan por deseo de lucro o de vana gloria. Todos ellos se apartan de la verdad... y de todos ellos hay que apartarse. Por el contrario, como acabamos de decir, hay que adherirse a los que conservan la doctrina de los apóstoles y a los que dentro del orden presbiteral hablan palabras sanas y viven irreprochablemente para ejemplo y enmienda de los demás... Los tales viven en la Iglesia... y el apóstol Pablo nos enseña dónde podemos encontrarlos cuando dice: "Puso Dios en la Iglesia, primero los apóstoles, luego los profetas, y en tercer lugar los doctores" (1Co 12, 28). Así pues, allí donde han sido depositados los carismas de Dios, allí hay que ir a aprender la verdad, es decir, de los que tienen la sucesión eclesial que viene de los apóstoles, de los que consta que tienen una vida sana e irreprochable y una palabra no adulterada ni corrupta. Estos son los que conservan nuestra fe en el Dios único que hizo todas las cosas, y los que nos hacen crecer en el amor para con el Hijo de Dios que ha cumplido en favor nuestro tan grandes designios, y los que nos declaran las Escrituras de una manera segura, sin blasfemar de Dios, sin deshonrar a los patriarcas y sin despreciar a los profetas... En cuanto a aquellos que muchos tienen por presbíteros, pero que están al servicio de sus placeres, que no ponen ante todo el temor de Dios en sus corazones, sino que se dedican a vejar a los demás y se hinchan con la hinchazón de sentarse en la presidencia, mientras que en lo oculto obran el mal y dicen "nadie nos ve" (Dn 13, 20), serán reprendidos por el Verbo, el cual no juzga según la fama ni mira al rostro, sino al corazón... Así pues, hay que apartarse de los hombres de este género, y al contrario, como hemos dicho, hay que adherirse a los que guardan la sucesión de los apóstoles y, dentro del orden presbiteral, ofrecen una palabra sana y una conducta irreprochable para ejemplo y enmienda de los demás... 72.

    Dispersión doctrinal de la herejía, frente a la unidad de la Iglesia

    Todos estos herejes son muy posteriores a los obispos a los cuales los apóstoles entregaron las Iglesias... Y puesto que son ciegos para la verdad, esos herejes tienen necesidad de salirse del camino trillado y de buscar andando por caminos siempre nuevos. Esta es la razón por la que los elementos de su doctrina no concuerdan y están dispersos sin orden alguno. En cambio el camino de los que están en la Iglesia da la vuelta al mundo entero y tiene la tradición segura que procede de los apóstoles: en ella se puede ver que todos tienen una única e idéntica fe, que todos admiten un mismo y único Dios Padre, todos creen en la misma economía de la encarnación del Hijo de Dios, todos tienen la misma conciencia de que les ha sido dado el Espíritu Santo, todos practican los mismos mandamientos y guardan de la misma manera las ordenaciones eclesiásticas, todos esperan la misma venida del Señor y esperan la misma salvación de todo el hombre, es decir, del alma y del cuerpo.

    Porque la predicación de la Iglesia es verdadera y firme, y en ella se propone al mundo entero un único e idéntico camino de salvación. A ella, en efecto, le fue confiada la luz de Dios, y por esto la sabiduría de Dios con la que salva a todos los hombres "es proclamada por los caminos, actúa con libertad en las plazas, se predica desde lo alto de los muros y no cesa de hablar en las puertas de la ciudad" (Cf. Pr 1, 20-21). Porque por todas partes predica la Iglesia la verdad. Esta es la lámpara de siete brazos, que lleva la luz de Cristo. Los que abandonan la predicación de la Iglesia acusan de ignorancia a los santos presbíteros, sin observar que vale mucho más un hombre religioso aunque ignorante, que un sofista blasfemo e insolente. Esto es lo que son todos los herejes y los que creen haber encontrado algo más allá de la verdad. Empezando como hemos dicho, van siguiendo su camino, cada uno distinto y a su manera y a ciegas, cambiando de opinión sobre unas mismas cosas, como ciegos que se dejan guiar por ciegos, que han de caer necesariamente en la hoya de la ignorancia que les acecha. Siempre andan inquiriendo, pero jamás encuentran la verdad. Por esto hay que evitar sus opiniones, y hay que precaverse cuidadosamente, no sea que nos hagan algún daño. Por el contrario, hemos de refugiarnos en la Iglesia, para educarnos en su seno y alimentarnos con las Escrituras del Señor. La Iglesia ha sido plantada como un paraíso en este mundo: y el Espíritu de Dios dice que podemos comer los frutos de cualquier árbol del paraíso, es decir, de cualquier Escritura del Señor: pero no comáis del árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los herejes. Porque ellos mismos proclaman que tienen el conocimiento del bien y del mal, y levantan sus ideas impías por encima del Dios que los creó. Sus pensamientos se levantan por encima de lo que es dado pensar, y por esto dice el Apóstol: "No saber más de lo que conviene saber, sino saber la prudencia" (Rm 12, 3). No hemos de comer su ignorancia, que quiere saber más de lo que conviene, no sea que seamos arrojados del paraíso de la vida. Porque Dios introduce en el paraíso a los que obedecen a su mandato, "recapitulando en si mismo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1, 10): ahora bien, las de los cielos son espirituales, pero las de la tierra son de condición humana. Él recapituló, pues, en sí mismo estas cosas, juntando al hombre y al espíritu y poniendo el espíritu en el hombre, haciéndose a sí mismo cabeza del espíritu y haciendo que el espíritu sea cabeza del hombre: porque por él vemos y oímos y hablamos 73.

    La Eucaristía

    La Eucaristía. La eucaristía ha venido a sustituir los sacrificios antiguos

    Está claro que Dios no exigía a los judíos sacrificios y holocaustos, sino fe y obediencia y justicia, en orden a su salvación. En el profeta Oseas les muestra Dios lo que quería: "Prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios a los holocaustos" (Os 6, 6)... Y a sus discípulos les aconseja el Señor ofrecer a Dios las primicias de las creaturas que poseen, no porque él tenga necesidad de ellas, sino para que ellos no fueran estériles e ingratos. Y así tomó aquel pan que es parte de la creación, y dio gracias diciendo: Esto es mi cuerpo. Y de igual manera tomó el cáliz, que es parte de la misma creación de la que nosotros formamos parte, y proclamó ser su sangre, enseñando así la nueva oblación del nuevo Testamento. Esta oblación es la que la Iglesia, que la recibió de los apóstoles, ofrece en todo el mundo al Dios que nos da el alimento, como primicias de todos los dones que nos ha hecho en el nuevo Testamento. Sobre esto, Malaquías, uno de los doce profetas, profetizó lo siguiente: "Mi voluntad no está con vosotros, dice el Señor omnipotente, y no recibiré sacrificio de vuestras manos. Porque desde el oriente al poniente mi nombre es glorificado entre las naciones, y en todas partes se ofrece incienso a mi nombre y se hace un sacrificio puro, ya que mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor omnipotente" (Ml 1, 10). Estas palabras indican con toda claridad que el pueblo más antiguo dejará de ofrecer sacrificios a Dios, y en cambio se le ofrecerá en todo lugar un sacrificio que será puro, y su nombre será glorificado entre las naciones... 74.

    Sentido del sacrificio eucarístico en la nueva alianza,

    La oblación de la Iglesia, que según la enseñanza del Señor se ofrece en todo el mundo, es tenida por Dios como un sacrificio puro y le es aceptable. No es que él necesite sacrificio alguno de nosotros, sino que más bien es el que ofrece un sacrificio, si su ofrenda es aceptada, el que queda con ello honrado. El que ofrece un regalo a un rey, tiene con ello, una prueba de honor y de afecto (de parte de aquél)... Así pues, hemos de ofrecer a Dios las primicias de su creación, como dice Moisés: "No te presentarás vacío ante la presencia del Señor Dios tuyo" (Dt 16, 16). De esta suerte, mostrándose agradecido con aquellas mismas cosas que ha recibido en don, el hombre recibe el honor que viene de Dios. Así pues, no es que se haya rechazado todo género de oblación: oblaciones tenían los judíos. y oblaciones tenemos nosotros; sacrificios tenía el pueblo judío, y sacrificios tiene la Iglesia. Sólo que se ha cambiado la forma, puesto que la oblación ya no la hacen esclavos, sino hombres libres. Uno y el mismo es el Señor: pero es distinta la forma de la oblación del esclavo y la de los libres, a fin de que aún en la forma de los sacrificios se manifieste la condición de la libertad. Porque en lo que se refiere a Dios no hay nada sin sentido, nada que no tenga su significado y su razón de ser. Por esta razón, aquéllos consagraban los diezmos de sus bienes: pero los que han alcanzado la libertad todos sus bienes los tienen a disposición del Señor, y dan con alegría y liberalidad aquello que es menos, porque tienen la esperanza de bienes mayores, a la manera de aquella viuda pobre que echaba todo su sustento en las arcas de Dios (cf. Lc 21, 4)
    ...Ofreciendo, pues, la Iglesia su oblación con simplicidad, su don es justamente tenido como sacrificio puro delante de Dios... Porque es conveniente que nosotros hagamos una oblación a Dios, mostrándonos en todo agradecidos para con el Creador, con una mente limpia, y una fe sin hipocresía, una esperanza firme y un amor ardiente, ofreciendo las primicias de las creaturas que son suyas. Sólo la Iglesia ofrece esta oblación pura al Creador, pues ella le ofrece en acción de gracias lo que es parte de su creación. Porque los judíos ya no hacen oblación, puesto que sus manos están llenas de sangre por no haber recibido al Verbo por medio del cual se hace la oblación a Dios. Como tampoco hacen oblación todas las congregaciones de herejes: porque unos afirman que existe otro Padre distinto del Creador, y por tanto, si ofrecen a aquél lo que es de nuestra creación, lo presentan como ávido de lo que no es suyo y codicioso de lo ajeno. Por otra parte, los que dicen que nuestro mundo procede de un defecto, una ignorancia o una pasión, si ofrecen lo que es fruto de ignorancia, pasión o defecto, pecan contra su Padre, y lejos de darle gracias, más bien le hacen ultraje. ¿Cómo podrán admitir que el pan sobre el que se han dado gracias es el cuerpo de su Señor, y el cáliz es su sangre, si no admiten que él es Hijo del Creador del mundo, es decir, su Verbo, por el cual el árbol da su fruto, manan las fuentes, y la tierra produce primero la hierba, luego la espiga y luego el grano lleno en la espiga? Asimismo, ¿cómo pueden afirmar que la carne pasa a corromperse y no recibe la vida, si admiten que se alimenta del cuerpo y de la sangre del Señor? En consecuencia, o han de cambiar de opinión, o se han de abstener de ofrecer los dones que hemos dicho. En cambio nuestras creencias están en armonía con la eucaristía, y a su vez la eucaristía es confirmación de nuestras creencias. Porque ofrecemos lo que es de él, proclamando de una manera consecuente la comunicación y la unidad que se da entre la carne y el Espíritu. Y así como el pan que procede de la tierra al recibir la invocación de Dios ya no es pan común, sino eucaristía, compuesta de dos cosas, la terrena y la celestial, así también nuestros cuerpos, cuando han recibido la eucaristía, ya no son corruptibles, sino que tienen la esperanza de la resurrección.

    Así pues, le hacemos nuestra oblación, no porque él necesite de ella, sino como acción de gracias por sus dones y como consagración de lo creado. Dios no necesita de nuestras cosas, pero nosotros sí necesitamos ofrecer algo a Dios, como dice Salomón: "El que hace misericordia con un pobre, hace un préstamo a Dios" (Pr 19, 17). Porque Dios, que no necesita de nada, acepta nuestras buenas acciones para podernos dar en recompensa sus bienes. Así lo dice nuestro Señor: "Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os ha sido preparado. Porque tuve hombre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber..." (Mt 25, 34). En efecto, aunque no tiene necesidad de estas cosas, por nuestro bien quiere que nosotros las hagamos, a saber, para que no seamos estériles. De manera semejante el Verbo dio al pueblo judío el precepto de hacer sacrificios, aunque no tenía necesidad de ellos, a fin de que aprendiera a servir a Dios. E igualmente quiere que nosotros ofrezcamos también nuestro don sobre el altar frecuentemente y sin intermisión. Porque hay un altar en los cielos, y es allí adonde tienden nuestras oraciones y nuestros sacrificios; y hay allí un templo, como dice Juan en el Apocalipsis: "Y se abrió el templo de Dios" (Ap 11, 19); y hay un tabernáculo, pues dice: "He ahí el tabernáculo de Dios, en el cual cohabitará con los hombres" (Ap 21, 3). Todos los dones, oblaciones y sacrificios, los tenía el pueblo judío en figura, como le fue mostrado a Moisés en el monte por obra de uno y el mismo Dios, cuyo nombre es ahora glorificado por todos los pueblos en la Iglesia. Porque convenía que las cosas terrenas que fueron dispuestas para bien nuestro, fuesen figura de las cosas celestiales, siendo unas y otras obra de un mismo Dios. No había otra manera de hacer una imagen de las cosas espirituales... 75.

    Relación entre la creación. encarnación, eucaristía y resurrección

    Son absolutamente vanos los que desprecian todo el plan de Dios, negando la salvación de la carne y no admitiendo su regeneración, alegando que no es capaz de incorrupción. Porque si ésta no se salva, habrá que decir que tampoco el Señor nos redimió con su sangre (1Co 10, 16), y que el cáliz de la eucaristía tampoco es la comunión de su sangre, y que el pan que partimos tampoco es la comunión con su cuerpo. Porque no hay sangre si no es de las venas y las carnes y de la restante sustancia del hombre: y es haciéndose verdaderamente de esta sustancia como el Verbo de Dios nos redimió con su sangre, como dice su Apóstol: "En él tenemos redención, por medio de su sangre, y remisión de los pecados" (Col 1, 14). Porque somos miembros suyos, y nos alimentamos de las creaturas. Y las creaturas es él quien nos las da, haciendo salir su sol, y haciendo llover como quiere. El proclamó que el cáliz que procede de la creación es su propia sangre, con la cual irriga la nuestra. Y él confirmó que el pan de la creación es su propio cuerpo, con el cual da incremento a nuestros cuerpos. Así pues, en cuanto el cáliz de vino templado y el pan amasado reciben la palabra de Dios y se hace eucaristía del cuerpo de Cristo, la sustancia de nuestra carne recibe de ella incremento y la asimila. ¿Cómo dicen, pues, que la carne no puede recibir el don de Dios que es la vida eterna, si se alimenta del cuerpo y de la sangre del Señor y es miembro suyo? El bienaventurado Pablo dice en la carta a los Efesios: "Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne, de sus huesos" (Ef 5, 3); y esto no lo dice de un hombre espiritual e invisible, "porque un espíritu no tiene huesos ni carnes" (Lc 24, 39), sino de la constitución del hombre real, que está compuesto de carne y de nervios y de huesos. Éste es el que se alimenta de su cáliz, que es sangre de Cristo, y crece con el pan que es su cuerpo.

    Y así como el tronco de la vid puesto en la tierra da fruto en el tiempo apropiado, y el grano de trigo, al caer en la tierra y descomponerse, surge multiplicado por el Espíritu de Dios que mantiene todas las cosas, de suerte que luego por la sabiduría de Dios puede ser puesto a uso del hombre, y recibiendo la palabra de Dios se convierte en la eucaristía, que es el cuerpo y la sangre de Cristo; así también nuestros cuerpos que se alimentan con ella, y son puestos en la tierra, y se descomponen en ella, resurgirán a su propio tiempo, cuando la palabra del Señor les haga el don de la resurrección para gloria de Dios Padre. Él es quien confiere en verdad la inmortalidad a lo que es mortal, y regala la incorrupción a lo corruptible, porque el poder de Dios se cumple en la debilidad. Y así no podemos hincharnos como si tuviéramos la vida de nosotros mismos, ni podemos levantarnos contra Dios concibiendo un pensamiento de ingratitud: al contrario, habiendo aprendido por experiencia que la capacidad de permanecer para siempre la tenemos de la generosidad de Dios y no de nuestra propia naturaleza, no nos apartemos de la gloria de Dios tal como es, ni ignoremos nuestra propia naturaleza, sino que al contrario, consideremos hasta dónde llega el poder de Dios y cuál es el beneficio que el hombre recibe. Así no nos engañaremos en la concepción verdadera de la realidad de lo que existe, es decir de Dios y de los hombres... 76.

    Escatología

    La resurrección y la nueva Jerusalén

    Dice Isaías: "Habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, y ya no se acordarán de lo de antes, ni les vendrá a la mente, sino que encontrarán allí gozo y exultación" (Is 65, 17-18), Esto es también lo que dijo el Apóstol: "Porque pasa la figura de este mundo" (1Co 7, 31)... Cuando pasen, pues, estas cosas que hay sobre la tierra dice Juan, el discípulo del Señor, que bajará la nueva Jerusalén de arriba, como una esposa que se ha adornado para su marido: éste será aquel tabernáculo de Dios en el que Dios habitará con los hombres. De esta Jerusalén es imagen aquella otra Jerusalén terrena, en la cual los justos se van entrenando para la incorrupción y se van preparando para la salvación... Y esto en manera alguna hay que tomarlo como metáfora, sino que todo ello es firme y verdadero y sustancial, como que está hecho por Dios para disfrute de los hombres justos. Porque así como existe verdaderamente el Dios que resucita al hombre, así también el hombre resucita verdaderamente de entre los muertos, y no sólo metafóricamente... Y así como resucita verdaderamente, así también se entrenará para la incorrupción, y crecerá y se fortalecerá en los tiempos del reino, para hacerse capaz de recibir la gloria del Padre. Finalmente, cuando todo haya sido hecho nuevo, vendrá a habitar realmente en la ciudad de Dios... Ya que son hombres verdaderos, verdadera ha de ser también su plantación: no pueden caer en la nada, sino progresar en el ser. Porque la sustancia y materia de la creación no desaparecerá, ya que el que le dio el ser permanece verdadero y firme, sino que "pasa la figura de este mundo" (1Co 7, 31) para aquellos que cometieron transgresión, pues para ellos envejeció el hombre. Por esto, en la providencia que Dios tiene de todas las cosas, esta figura fue hecha temporal... pero cuando haya pasado esta figura. y el hombre haya sido renovado y haya recibido tal vigor en orden a la inmortalidad que ya no pueda de nuevo envejecer, entonces será el cielo nuevo y la tierra nueva. En aquella nueva condición permanecerá el hombre siempre nuevo, conservando cosas nuevas con Dios. Y que esto durará sin fin, lo dice Isaías: "De la misma manera que permanecen ante mi faz el cielo nuevo y la nueva tierra, dice el Señor, así permanecerá también vuestro linaje y vuestro nombre" (Is 66, 22)... 77.

    El Apóstol proclamó que la "creación sería liberada de la servidumbre de la corrupción para alcanzar la libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). Y en todas las cosas, y a través de todas, se manifiesta el mismo Padre, el que modeló al hombre, el que prometió la tierra a los padres, y el que extendió esta promesa hasta la resurrección de los justos, cumpliendo lo prometido en el reino de su Hijo. Más aún, paternalmente otorgó lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni penetró jamás en el corazón del hombre (cf. 1Co 2, 9). Porque, uno es el Hijo que llevó a cumplimiento la voluntad del Padre; y uno es el género humano, en el que tienen cumplimiento los designios misteriosos de Dios: "los ángeles desean contemplarlo" (1P 1, 12), pero no pueden llegar al cabo de la sabiduría de Dios por la cual su creatura alcanza la perfección al conformarse con su Hijo e incorporarse a él: a saber, que el primogénito que de él procede, el Verbo, descienda a la creación que es obra de sus manos y sea recibido en ella, y a la vez, que la creación sea capaz de recibir al Verbo y de ponerse a su nivel, por encima de los ángeles, hasta llegar a ser a imagen y semejanza de Dios 78.

    Notas

    2 IRENEO, Adversus Haereses, 2, 1, 1
    3 Ibid. 4, 19, 2
    4 Ibid. 4, 20, 1
    5 Ibid. IIl, 24, 1
    6 Ibid. 2, 13, 3
    7 Ibid. V. 17, 1
    8 IRENEO, Adversus Haereses, Il, 2, 4
    9 Ibid. Il, 10, 4
    10 Ibid. 1, 22, 1
    11 Ibid. 4, 14, 1-3
    12 Ibid. 4, 38, 4-39, 4
    13 Ibid. 3, 20, 1
    14 Ibid. Ill, 73. 1
    15 Ibid. lll, 23, 6
    16 Ibid. 4, 36, 2
    17 Ibid. 2, 28, 6
    18 Ibid. 3, 8, 2-3
    19 Ibid. 4, 6, 3
    20 Ibid. 4, 20, 4ss
    21 Ibid. V. 1, 1
    22 Ibid. 5, 21, 1-2
    23 Ibid. 3, 18, 6ss
    24 Ibid. 3, 18, 1
    25 Ibid. 4, 22, 1; 24, 2
    26 Ibid. 4, 26, 1
    27 Ibid. 3, 19, 3ss
    28 Ibid. 2, 20, 1
    29 Ibid. V. 16, 2
    30 Ibid. 4, 13, 2ss
    31 Ibid. 4, 36, 6ss
    32 Ibid. 4, 41, 2, Ibid. 3, 16, 6
    33 Ibid. 3, 16, 6ss
    34 Ibid. 3, 21, 10
    35 Ibid. V. 19, 1
    36 Ibid. 3, 17, 1ss
    37 Ibid. V. 9, 2
    38 Ibid. V. 8, 1
    39 Ibid. V. 9, 5
    40 Ibid. V. 10, 1
    41 IRENEO, Demonstratio, 7
    42 Adv. Haer, V. 16, 1
    43 Ibid. 4, 11, 1-3
    44 Dem. 11
    45 Dem. 14-16
    46 Adv. Haer. 4, 37, 1
    47 Ibid, 4, 4, 3
    48 Ibid. 2, 34, 3ss
    49 Ibid. 5, 6, 1
    50 Ibid. 5, 6, 2
    51 Ibid. Il, 33, 3; 34, 1
    52 Dem. 2
    53 Adv. Haer. 5, 1, 3
    54 Ibid. 5, 27, 2
    55 Ibid. 5, 24, 3
    56 Ibid. V. 74, 1
    57 Ibid. 1, 10, 1
    58 Ibid. 2, 27, 3
    59 Dem. 3
    60 Adv. Haer. 4, 21, 1
    61 Ibid. 2, 25, 1
    62 Ibid. 1, 10, 2-3
    63 Ibid. 2, 27, 1
    64 Ibid. 4, 33, 7
    65 Ibid. 4, 13, 1
    66 Ibid. 3, 1, 1
    67 Ibid. 3, 2, 1
    68 Ibid. 3, 3, 2ss
    69 Ibid. 3, 3, 4
    70 Ibid. 3, 4, 1ss
    71 Ibid. 3, 24, 1
    72 Ibid. lV, 26, 2
    73 Ibid. 4, 20, 1ss
    74 Ibid. 4, 17, 4
    75, Ibid. 4, 18, 1ss
    76 Ibid. 5, 2, 1ss
    77 Ibid. 5, 35, 2ss
    78 Ibid. V. 36, 3