PEDRO II

2P 1, 1-2. El saludo, semejante al de otros escritos del Nuevo Testamento y al de las cartas profanas de la época, contiene el nombre del remitente, el de los destinatarios y el saludo propiamente dicho.
«Simón»: El texto original griego dice Simeón, empleando la forma hebrea del mismo nombre (cfr. Hch 15, 14). A éste añade el de «Pedro», que el Señor había impuesto al Príncipe de los Apóstoles (cfr. Jn 1, 42).
Los destinatarios inmediatos de la carta posiblemente fueran los fieles de las comunidades de Grecia o Asia Menor (cfr. la Introducción a la carta).
El saludo contiene los dos términos habituales, «gracia y paz» (cfr. 1P 1, 2 y nota), que resumen los bienes del cristiano. El correcto «conocimiento de Dios y de Jesús» es un punto de referencia frecuente en la epístola (cfr. 2P 1, 1.8; 2P 2, 20; 2P 3, 18). No se trata de un conocimiento meramente intelectual o científico, sino del que lleva consigo un trato constante con el Señor y un comportamiento coherente (cfr. 2P 1, 5-7). El autor hace hincapié desde el principio en este punto, porque quiere prevenir de enseñanzas falsas que enturbian la rectitud de la fe.
«La justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo»: Podría referirse a Dios Padre y a Jesús; pero, puesto que el texto griego únicamente aduce un artículo, es probable que sea un título de Jesucristo, a quien se le llama «Dios y Salvador», del mismo modo que en otros lugares se le denomina «Señor y Salvador» (2P 1, 11; 2P 2, 20; 2P 3, 2.18). La divinidad de Jesucristo, proclamada en tantos textos del Nuevo Testamento, es abiertamente confesada en el inicio de la carta.

2P 1, 3-21. Esta primera parte de la epístola es una exhortación a mantenerse firmes en la fe y crecer en la vida cristiana. En primer lugar, se anima al empeño en la virtud con una argumentación sencilla y profunda a la vez (vv. 3-11): Dios, con su poder, ha elegido a los Apóstoles y les ha concedido gracias admirables de las que participan todos los fieles (vv. 3-4); a esa iniciativa divina hay que responder con la práctica de las virtudes, para alcanzar la meta y la plenitud a que el cristiano ha sido llamado (vv. 5-11).
A continuación (vv. 12-21) se recuerda que la esperanza en la Parusía -la venida gloriosa de Jesucristo- está garantizada y pertenece al depósito de la fe: la Transfiguración del Señor fue un anticipo de su última venida (vv. 16-18); muchas profecías la han anunciado y nadie puede abrogarse el derecho de contradecirlas (vv. 19-21). Por tanto, la venida última del Señor es muy cierta y mantiene viva nuestra esperanza.

2P 1, 3-4. En estos versículos se repite tres veces el mismo pronombre: «nos ha concedido… nos ha llamado… nos ha hecho merced…»: aunque podría incluir a todos los cristianos, es más probable que se refiera sólo a los Apóstoles.
El fundamento de la moral cristiana y de la práctica de las virtudes (vv. 5-9) es la iniciativa divina, que llama a los Apóstoles (v. 3) y les concede las gracias suficientes (v. 4) para que todos los cristianos seamos «partícipes de la naturaleza divina».
«Su divino poder»: Normalmente en la Biblia la llamada se atribuye a Dios Padre (cfr., p. ej., 1P 1, 15; 1P 2, 9; 1P 5, 10); al subrayar aquí que es Jesucristo quien llama «por su propia gloria y potestad», se confiesa claramente su divinidad.
«Los preciosos y más grandes bienes prometidos» son las promesas hechas en el Antiguo Testamento, especialmente las que se refieren a la venida del Mesías y Salvador. En efecto, Jesucristo lleva a cabo la Redención, por la cual alcanza para todos los hombres los bienes sobrenaturales de los que hablaron los profetas.
«Partícipes de la naturaleza divina»: En esta breve fórmula se resumen los frutos que esos preciosos bienes -en especial, la gracia- producen en los cristianos. Esa participación es, al mismo tiempo, el inicio y la meta definitiva de la vida cristiana. Inicio, en cuanto que es incorporación a Cristo mediante el Bautismo, y lleva consigo -a través de la gracia y la filiación divina adoptiva- el participar de la misma vida de Dios. Meta definitiva, en cuanto que esa participación llegará a su plenitud y se perfeccionará definitivamente en el Cielo, al contemplar a Dios «tal cual es» (1Jn 3, 2; cfr. nota correspondiente). De todos modos, la Santísima Trinidad inhabita -ya en esta vida- en el alma en gracia (cfr. p. ej., Jn 14, 17-23; 1Co 3, 16; 1Co 6, 19; y notas correspondientes). La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado (Es Cristo que pasa, 103).
La participación de la naturaleza divina es una nota fundamental de la vocación cristiana. El Papa Pío XII recuerda esta maravillosa realidad, estrechamente unida al misterio de la Encarnación: «Si el Verbo 'se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo' (Flp 2, 7), lo hizo para hacer partícipes de la naturaleza divina a sus hermanos según la carne (cfr. 2P 1, 4), tanto en este destierro por medio de la gracia santificante, cuanto en la patria celestial por la eterna bienaventuranza. Por esto el Hijo Unigénito del Eterno Padre quiso hacerse hombre, para que nosotros fuéramos conformes a la imagen del Hijo de Dios (cfr. Rm 8, 29) y nos renovásemos según la imagen de Aquél que nos creó (cfr. Col 3, 10)» (Mystici Corporis, n. 20).
Sobre la participación del cristiano en la naturaleza divina, véanse también las notas a Rm 8, 14-15 y Ga 4, 6.

2P 1, 5-9. También en otros lugares del Nuevo Testamento aparecen elencos de virtudes cristianas (cfr. p. ej., Ga 5, 22-23; 1Tm 6, 11; Ap 2, 19). En este pasaje se presenta una relación pedagógicamente bien estructurada, fácil de retener en la memoria, porque cada virtud está concatenada con la anterior; y, sobre todo, se pone de manifiesto la importancia de la fe y de la caridad, que enmarcan el principio y el final de la lista. San Ignacio de Antioquía comentaba el valor de estas dos virtudes teologales a los cristianos de Éfeso: «Nada de todo esto se os oculta, con tal de que tengáis en sumo grado hacia Jesucristo aquella fe y caridad que son principio y término de la vida. El principio es la fe; el término, la caridad. Las dos, trabadas en unidad, conducen a Dios, y todo lo demás que atañe a la perfección y santidad, se sigue de ellas. Nadie que proclama la fe, peca, ni nadie que posee la caridad aborrece» (Carta a los Efesios, XIV, 1-2).
Para el cristiano, las virtudes no son un fin en sí mismas, sino medio necesario para alcanzar el conocimiento de Cristo (cfr. nota a 2P 1, 1); pero la unión con el Señor exige las obras: quien no pusiera en práctica las virtudes se incapacitaría para ver a Cristo (v. 9). Santa Teresa de Jesús insistía continuamente en la necesidad de unir contemplación y obras: «Torno a decir que es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar, porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas, y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece» (Moradas, VII, cap. 4, 9).

2P 1, 10-11. El ejercicio de las virtudes no sólo asegura la vocación y elección, sino que es imprescindible para alcanzar el reino eterno. La Sagrada Escritura enseña que el premio definitivo es un don de Dios y lo indica con una expresión -«se os abrirá de par en par la entrada…»- que manifiesta que es Dios quien otorga el premio, pero atendiendo a la libre correspondencia del hombre. El Concilio de Trento enseñó solemnemente que «a los que obran bien hasta el fin (Mt 10, 22) y esperan en Dios, ha de proponérseles la vida eterna, no sólo como gracia misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los hijos de Dios, sino también como retribución que por la promesa de Dios ha de darse fielmente a sus buenas obras y méritos» (De iustificatione, cap. 16).
«Señor y Salvador Jesucristo»: La expresión, que aparece únicamente en esta carta (cfr. 2P 2, 20; 2P 3, 2.18), ha pasado a ser familiar en la tradición cristiana, porque condensa perfectamente la fe en Jesús como Dios y como Redentor. Se confiesa quién es Jesucristo y la obra que ha llevado a cabo.

2P 1, 12-15. En este pasaje queda reflejada la finalidad de la carta: traer a la memoria las verdades cristianas y estimular a los fieles a la práctica de las virtudes.
Dos motivos mueven al autor a escribir: su celo apostólico y la proximidad de su muerte. Ambos reflejan perfectamente la personalidad y el espíritu del Apóstol San Pedro. Acerca del conocimiento que pudiera tener de la proximidad de su muerte no se tienen datos seguros: quizás sea una alusión al anuncio que le había hecho el Señor (cfr. Jn 21, 18 ss.); o podría referirse también a una revelación posterior, tal como cuentan algunas tradiciones referentes al martirio del Apóstol -p. ej., la del Quo vadis?, recogida en un libro apócrifo (Actas de San Pedro, cap. 35)-.
La imagen de la tienda de los nómadas (v. 13; cfr. Is 38, 12) es muy expresiva de lo efímero de la vida del hombre sobre la tierra. También San Pablo la utiliza (cfr. 2Co 5, 1 y nota).
La carta tiene carácter de testamento espiritual (v. 15): de esta manera la amonestación a los cristianos a mantenerse fieles, resulta especialmente solemne.

2P 1, 16-18. La Transfiguración de Jesucristo, en la que se oyó la palabra de Dios Padre (vv. 16-18), y el testimonio de los profetas del Antiguo Testamento (vv. 19-21), son garantía de la verdad de la segunda venida de Jesucristo.
«El poder y la venida de Nuestro Señor»: Esta frase resume el objeto de la predicación apostólica: el poder significa que Jesucristo es Dios y es omnipotente como el Padre; la venida -literalmente «Parusía»- equivale a su manifestación gloriosa al final de los tiempos. No se trata de «fábulas», pues la manifestación final será tan real como su transitar terreno, del que han sido «testigos oculares» los Apóstoles. Al hablar de la Transfiguración, el autor sagrado menciona la «majestad» de Jesucristo -atributo que, por ser Dios, posee desde siempre- y la «voz» del Padre confirmando su naturaleza divina (cfr. Mt 17, 5). Este modo sencillo de argumentar muestra que si Jesucristo dejó entrever su divinidad momentáneamente, también podrá manifestarse en plenitud y para siempre al final de los tiempos.
«En el monte santo»: Esta expresión indica que se refiere al episodio de la Transfiguración y no al del Bautismo del Señor (Mt 3, 16-17). El apelativo «santo» proviene de que allí tuvo lugar la teofanía, de modo análogo a como en el Antiguo Testamento se llama «monte santo» a Sión, donde Dios se manifestó (cfr. Sal 2, 6; Is 11, 9).

2P 1, 19-21. «La palabra de los profetas» se cumple plenamente en Jesucristo (cfr. Hb 1, 1). No se aplica a una profecía concreta, pues en aquella época con esa referencia se indicaban o bien las profecías mesiánicas, o -más comúnmente- todo el Antiguo Testamento, en cuanto que anuncia la salvación definitiva.
Esta sección constituye una enseñanza completa acerca de la profecía bíblica: su valor, su interpretación y su origen divino. A la vez pone de manifiesto la íntima relación existente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: «Los libros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rm 16, 25-26; 2Co 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y lo explican» (Dei verbum, 16).
Al cumplirse en Jesucristo, las profecías del Antiguo Testamento confirman la veracidad de lo que Jesús dijo e hizo. Junto con la Transfiguración constituyen una garantía de la segunda venida del Señor
La comparación de la profecía con el lucero de la mañana es muy expresiva, ya que la función de éste es iluminar y anunciar la llegada de la plenitud del día. De manera semejante, la plenitud de la Revelación que comienza con la vida terrena de Cristo, alcanzará el culmen en su venida gloriosa.

2P 1, 20. La profecía, y la Sagrada Escritura en general, no son obra humana, sino palabra de Dios: no hay nada en la Biblia que no esté inspirado por el Espíritu Santo (v. 21). De ahí que -frente a tos falsos maestros de entonces y de todas las épocas- el autor sagrado rechace toda interpretación de la Sagrada Escritura basada exclusivamente en el ingenio humano porque, como recuerda el Conc. Vaticano II, es la Iglesia la que «recibió el mandato y el servicio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (Dei verbum, 12).
En estas palabras se reitera la enseñanza del Conc. de Trento: «Nadie, apoyado en su prudencia, se atreva a interpretar la Sagrada Escritura, en materias de fe y costumbres (…) retorciendo la misma Sagrada Escritura según su propio juicio, contra el sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas» (De libris sacris; cfr. Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 2).

2P 1, 21. El versículo pone de manifiesto el hecho y la naturaleza de la inspiración bíblica (cfr. 2Tm 3, 13 ss.). La Sagrada Escritura ha sido redactada bajo la inspiración del Espíritu Santo; en la composición de los libros sagrados intervienen Dios y el autor humano de tal manera que el escrito resultante es -a la vez- todo de Dios y todo del hombre.
La Santa Madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (Jn 20, 31; 2Tm 3, 16; 2P 1, 19-21; 2P 3, 15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados. Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (Dei verbum, 11).

2P 2, 1-22. El autor sagrado quiere desenmascarar a los falsos maestros que están causando graves daños entre los cristianos a quienes dirige su carta. Antes de rebatir su error fundamental -negar la Parusía- denuncia sus desviaciones morales: la codicia (vv. 3.14) y en especial la impureza.
La sección comienza por señalar los grandes males que comporta la actuación de esos embaucadores (vv. 1-3). Advierte el castigo eterno que les espera (vv. 4-10), describe la conducta corrompida de aquellos falsarios (vv. 10-19), e ilustra la gravedad de la situación de quienes -una vez convertidos- vuelven a su antigua vida de pecado (vv. 20-22).
La descarnada descripción de los falsos maestros, así como las continuas referencias a los castigos que les aguardan, impresionarían sin duda a los destinatarios de la carta, ayudándoles a apartarse con prontitud de aquellos impíos.
El pasaje correspondiente de la Epístola de San Judas (vv. 4-16), en el cual parece haberse inspirado el autor de ésta (cfr. la Introducción), completa e ilustra las enseñanzas del capítulo.

2P 2, 1-3. En el Antiguo Testamento aparecen frecuentes advertencias y reproches contra los falsos profetas que sembraban la confusión en el pueblo de Israel (cfr., p. ej., Dt 13, 2-6; Jr 14, 13-16; Ez 13, 1 ss.). Aquí se previene contra quienes, de manera semejante, están actuando en las comunidades cristianas; aunque los anuncia como futuros -quizá recordando las profecías del Señor sobre su aparición (cfr. Mt 24, 11)- es evidente, por las referencias del resto de la carta (cfr. 2P 2, 12 ss.), que ya habían comenzado a actuar. Por el tono de estos versículos parece que eran cristianos pervertidos, que todavía formaban parte de las comunidades de fieles.
El autor sagrado lamenta los tremendos estragos que causan: arrastran a muchos tras los malos ejemplos -San Judas dice en el pasaje paralelo que «convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (v. 4)-; y hacen un daño enorme a la Iglesia, pues por su culpa la vida cristiana es «infamada» (literalmente, «blasfemada»).
«El camino de la verdad» (v. 2): Como en los Hechos de los Apóstoles, se emplea esta palabra -«camino»- para designar la forma de vida cristiana, o el Evangelio mismo (cfr. nota a Hch 9, 3).

2P 2, 4-10. Se ilustra el castigo eterno que espera a los falsos maestros, con tres ejemplos bíblicos bien conocidos: los ángeles rebeldes, el diluvio y la destrucción de Sodoma y Gomorra. En el pasaje paralelo de San Judas (vv. 5-10), en lugar del diluvio se habla del castigo de los israelitas rebeldes durante el Éxodo. El hecho de que aquí se expongan esos ejemplos con mayor amplitud, y siguiendo el orden cronológico, hace suponer a los comentaristas que esta carta es posterior (cfr. Introducción).
También es característico de este pasaje el subrayar -junto a la condenación que espera a los impíos- la salvación que Dios otorga a los que permanecen fieles; Noé en medio de una generación perversa, y Lot rodeado de un ambiente corrompido. El Señor juzgará «a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes los rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12).

2P 2, 4. La Sagrada Escritura no explica en qué consistió el pecado de los ángeles que fueron castigados por Dios con el infierno. Muchos Santos -San Agustín, Santo Tomás de Aquino, p. ej.- piensan que tuvo que ser un pecado de soberbia. En la catequesis cristiana se suele exponer de la siguiente manera: «No permanecieron fieles a Dios todos los Ángeles; antes, muchos de ellos, por soberbia, pretendieron ser iguales a Él e independientes, y por este pecado fueron desterrados para siempre del paraíso y condenados al infierno» (Catecismo Mayor, n. 39).
«El infierno»: El texto original emplea la palabra «tártaro», que era el nombre que en la mitología griega designaba el lugar donde se atormentaba a los enemigos de los dioses. «Las cavernas tenebrosas»: También en el Evangelio se habla de las tinieblas para referirse a los horrores del infierno (cfr. Mt 22, 13; Mt 25, 30).
La condena de los ángeles ha de servir de escarmiento: aun siendo criaturas privilegiadas, sufrieron una severa pena. Tal castigo ayuda a entender la maldad del pecado.

2P 2, 5. «Pregonero de la justicia»: El Antiguo Testamento llama a Noé «justo» (Gn 8, 9); quizás de ahí el autor sagrado deduce que predicó la justicia con su ejemplo y su palabra. También es posible que evoque algunas tradiciones judías, mencionadas por Flavio Josefo, que afirmaban que el Patriarca -antes del diluvio- había predicado la conversión a sus contemporáneos.

2P 2, 6-10. La destrucción de Sodoma y Gomorra, proverbiales por sus vicios, es el ejemplo bíblico por excelencia del castigo divino para los impíos; el Señor lo recuerda frecuentemente en el Evangelio (cfr., p. ej., Mt 10, 15; Mt 11, 23-24; Lc 17, 26-29). Lot se mantuvo fiel en medio de aquellas ciudades corrompidas, a pesar de los acosos a que se vio sometido (cfr. Gn 18, 16-Gn 19, 38): por eso Dios le salvó, junto con su familia, cuando aquellas ciudades fueron devastadas. De manera semejante, cuando llegue el momento del Juicio, Dios salvará a los piadosos y castigará a los impíos. Con la mención de Lot, el autor sagrado parece indicar que los castigos antiguos no sólo son advertencia para los impíos: también son estímulo para perseverar en el bien, aunque el ambiente sea contrario.
Parece ser que el pecado más difundido entre los falsos maestros, y que más pervertía a los fieles, era el de lujuria (v. 10), como sucedía en Sodoma y Gomorra. Ese vicio ofusca de tal manera la mente que quien está inmerso en él llega a menospreciar «la autoridad del Señor» (literalmente, «el señorío»: cfr. nota a Judas 1, 8-10).
Mirad, escribe San Josemaría Escrivá, que el que está podrido por la concupiscencia de la carne, espiritualmente no logra andar, es incapaz de una obra buena, es un lisiado que permanece tirado como un trapo. ¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza. Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están paralíticos y como locos. Cada uno de nosotros debe invocar al Señor, a la Madre de Dios, y rogar que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la confesión (Amigos de Dios, 181).

2P 2, 10-19. Se describe, con trazos fuertes y descarnados, la conducta pervertida de los falsarios: son arrogantes y blasfemos (vv. 10-13); llevan una vida más propia de animales, dejándose arrastrar por sus malas pasiones, sobre todo por la lujuria y la avaricia (vv. 13-16); están vacíos de doctrina a pesar de sus apariencias (v. 17); seducen con falsas promesas de libertad a los recién convertidos (vv. 18-19).
El pasaje paralelo de San Judas (vv. 8-16) ayuda a entender mejor algunas expresiones de esta sección.

2P 2, 10-19. Se describe, con trazos fuertes y descarnados, la conducta pervertida de los falsarios: son arrogantes y blasfemos (vv. 10-13); llevan una vida más propia de animales, dejándose arrastrar por sus malas pasiones, sobre todo por la lujuria y la avaricia (vv. 13-16); están vacíos de doctrina a pesar de sus apariencias (v. 17); seducen con falsas promesas de libertad a los recién convertidos (vv. 18-19).
El pasaje paralelo de San Judas (vv. 8-16) ayuda a entender mejor algunas expresiones de esta sección.

2P 2, 10-13. En su arrogancia, los impíos «no temen blasfemar de los seres gloriosos» (literalmente, «glorias»), es decir, de los ángeles. Resulta difícil precisar si se refiere a la naturaleza angélica en general o -como opinan la mayor parte de los comentaristas- a los ángeles caídos. En cualquier caso, es patente que, cegados por su soberbia, osan blasfemar de unos seres que son superiores a ellos: osadía tanto mayor, cuando ni los propios ángeles se atreven a emitir un juicio injurioso contra los demonios.
Tampoco puede precisarse el contenido de esa blasfemia: quizá despreciaban el poder de los demonios, pensando que no podían hacerles ningún mal, y justificando así su vida depravada. También podría entenderse que invocaban a los ángeles como patronos de sus vicios (cfr. nota al pasaje paralelo de San Judas-vv. Judas 1, 8-10).

2P 2, 13-16. Aquellos hombres, movidos en su conducta únicamente por los placeres sensuales y la codicia, llevaban una vida propia de animales: su conducta degradada, que se denuncia con rasgos vigorosos, ha de servir de escarmiento, porque a esa misma situación pueden llegar quienes se dejan arrastrar por sus pasiones desordenadas.
Balaán, movido por Dios, había bendecido en varias ocasiones al pueblo de Israel (cfr. Nm 23, 4-Nm 24, 9); pero después indujo a los israelitas a la idolatría y la fornicación (cfr. Nm 31, 16; Ap 2, 14). En las tradiciones judías había quedado como ejemplo de hombre perverso y codicioso; de ahí que el autor sagrado le recuerde al hablar de la codicia y la capacidad de seducción de aquellos falsarios. En el pasaje correspondiente de San Judas (v. 11) se habla también de Caín y de Coré, para ilustrar la maldad de los falsos maestros (cfr. nota a Judas 1, 11).

2P 2, 13-14. «Se divierten con vosotros en los banquetes» (v. 13): Por la Carta de San Judas (v. 12) puede deducirse que aprovechaban esas ocasiones para dar rienda suelta a la gula y para difundir sus errores. La falta de templanza -manifestada sobre todo en la gula y en la lujuria- les convertía en esclavos de sus instintos, incapaces de captar otra cosa que no fueran los placeres sensibles.
El cristiano no debe dejarse ofuscar por los goces temporales si quiere vivir con sentido sobrenatural. La Iglesia, hablando del valor de la santa pureza, insiste en la importancia de que «todos tengan un elevado concepto de la virtud de la castidad, de su belleza y de su fuerza de irradiación. Es una virtud que hace honor al ser humano y que le capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y respetuoso con los demás» (Declaración Persona Humana, n. 12). Y al referirse a los medios para vivirla, recuerda: «Hoy también, y más que nunca, deben emplear los fieles los medios que la Iglesia ha recomendado siempre para mantener una vida casta: disciplina de los sentidos y de la mente, prudencia atenta a evitar las ocasiones de caídas, guarda del pudor, moderación en las diversiones, ocupación sana, recurso frecuente a la oración y a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Los jóvenes, sobre todo, deben empeñarse en fomentar su devoción a la Inmaculada Madre de Dios» (Ibid.).

2P 2, 17. La falsedad, el vacío y la esterilidad de la conducta de esos hombres se pone de relieve con dos imágenes -«fuentes sin agua», «nieblas arrastradas por el huracán»- que son como un resumen de las que utiliza San Judas (vv. 12-13). «Los llama mentes secas, comenta San Agustín: es decir, fuentes en cuanto que han recibido el conocimiento del Señor, Cristo; secas, en cambio, porque no viven congruentemente» (De fide et operibus, I, 25). La vanidad y la hipocresía suelen acompañar a quienes intentan justificar sus errores y su mal comportamiento (cfr. Mt 7, 15-20).

2P 2, 18-19. El triste resultado de la actividad de los falsarios es la seducción de algunos recién convertidos: poco antes se habían apartado de los vicios; pero ahora son de nuevo arrastrados a ellos, bajo promesas de libertad, como si ésta consistiera en seguir los instintos y las pasiones desordenadas. Así se convierten en esclavos del pecado: «Todo el que comete pecado, esclavo es del pecado» (Jn 8, 34).
La libertad cristiana -«la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 21)- ha sido ganada para los hombres por Jesucristo al morir en la Cruz. Desde el principio, algunos interpretaron mal esa libertad, y los Apóstoles tuvieron que corregir a quienes la tomaban como «pretexto para la maldad» (1P 2, 16), o «para la carne» (Ga 5, 13), convirtiendo «en libertinaje la gracia de nuestro Dios» (Judas 1, 4). Vivir en libertad no significa vivir al margen de la Ley de Dios; es más, la Ley de Cristo es «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25; cfr. nota correspondiente). «Si vosotros permanecéis en mi palabra -enseña el Maestro-, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).
«Cristo, nuestro Liberador, nos ha librado del pecado, y de la esclavitud de la ley y de la carne, que es la señal de la condición del hombre pecador. Es pues la vida nueva de gracia, fruto de la justificación, la que nos hace libres. Esto significa que la esclavitud más radical es la esclavitud del pecado. Por ello, las otras formas de esclavitud encuentran en la esclavitud del pecado su última raíz. Consecuentemente, la libertad en su pleno sentido cristiano, caracterizada por la vida en el Espíritu, no puede ser confundida con la licencia de ceder a los deseos de la carne. Ella es vida nueva en la caridad» (Libertatis nuntius, IV, 2).

2P 2, 20-22. Con dos proverbios populares (v. 22), el autor sagrado ilustra la gravedad de la situación en que se encuentran quienes, después de haber conocido la doctrina salvífica de Jesucristo, vuelven a sus antiguos pecados. El pasaje puede aplicarse tanto a los impíos como a los seducidos por ellos. «Sus postrimerías resultan peores que los principios»: Lo mismo había dicho el Señor de quien, tras librarse del demonio, vuelve a caer en su poder, «con lo que la situación final de aquel hombre resulta peor que la primera» (Mt 12, 45).
San Gregorio Magno aplica este pasaje a quienes lloran sus pecados, pero no terminan de dejarlos: «El perro cuando vomita, sin duda arroja fuera la comida que oprimía su pecho; pero cuando torna a lo que vomitó, vuelve a cargarse de lo que se había descargado. Así, los que lloran los pecados que han cometido, sin duda arrojan fuera la iniquidad de que malamente se habían saciado, y que oprimía lo íntimo del alma; iniquidad que vuelven a tragarse cuando después de la confesión la repiten. La puerca, por su parte, cuando se lava revolcándose en el cieno, sale más sucia. Asimismo, quien llora el pecado cometido pero, no obstante, no lo deja, se hace reo de mayor culpa; porque menosprecia el perdón que llorando pudo impetrar, y se revuelca como en agua cenagosa, porque cuando, a pesar de sus lágrimas, impide la limpieza de su vida, ante los ojos de Dios hace que se manchen las mismas lágrimas» (Regla pastoral, III, 30).

2P 3, 1-16. La verdad más directamente negada por los falsos profetas era la segunda venida del Señor (cfr. v. 4); al rechazarla, quitaban valor a las exigencias morales del cristianismo. Ante esta situación, el autor sagrado se ocupa ahora en rebatir sus argumentos y proponer la doctrina sobre la escatología. La dificultad para comprender algunas expresiones de la carta se debe, en parte, a que no han llegado hasta nosotros los razonamientos de los herejes que aquí se combaten.
Toda la sección tiene una perfecta unidad: breve referencia a la doctrina profética y apostólica (vv. 1-2); teorías falaces de los adversarios (vv. 3-4); enseñanza auténtica sobre la segunda venida del Señor (vv. 5-10); y exhortación a la esperanza y a mantenerse vigilantes, porque el tiempo de la venida del Señor nos es desconocido (vv. 11-16).

2P 3, 1-2. La carta a que se refiere es probablemente la actual 1P, donde también se trata de la Parusía (cfr. 1P 1, 10-12; 1P 5, 12). Aun cuando el autor de «la segunda carta» no fuera San Pedro, sino un discípulo (cfr. el tema de la seudonimia en la Introducción), bien podía referirse a esa primera epístola, que en esos momentos sería ya conocida entre los cristianos.
«Procuro despertar en vosotros con mis exhortaciones el recto criterio», es decir, una comprensión recta de la doctrina, capaz de discernir las desviaciones de los falsos maestros. La fe recta supone no sólo mantener la doctrina verdadera, sino también discernir cuándo hay error dogmático o moral.
La mención de los apóstoles junto a los profetas indica que, desde el principio, tienen una función semejante a los profetas del Antiguo Testamento, en cuanto transmisores autorizados de la Revelación.
«El precepto del Señor y Salvador» podría entenderse del mandamiento del amor (cfr. Jn 13, 34), en cuanto que encierra toda la vida cristiana, pero aquí (cfr. también 2P 2, 21) se refiere más bien al conjunto de verdades enseñadas por Jesucristo: en otras ocasiones se denomina el «Evangelio» (Ga 1, 9; cfr. Mc 1, 14), «la palabra del Señor» (Hch 8, 25), «el misterio de Dios» (1Co 2, 1) o «la fe» (Ga 1, 23). Como enseña el Conc. Vaticano II: «Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; del mismo modo la Iglesia, con su enseñanza, su vida y su culto, perpetúa y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (Dei verbum, 8).

2P 3, 3-4. Jesucristo había anunciado la aparición de falsos maestros que pretenderían engañar a los cristianos (cfr. Mt 24, 24; Mc 13, 22). Las frecuentes advertencias que aparecen en el Nuevo Testamento contra diversos errores muestran la facilidad con que los hombres nos apartamos de la verdad (cfr., p. ej., Hch 20, 29-31; 1Tm 4, 1; 2Tm 3, 1-5; 1Jn 2, 19). San Judas desenmascara casi con las mismas palabras a aquellos escarnecedores de Jesucristo, que se dejan llevar por sus concupiscencias (cfr. Judas 1, 18 y nota).
Los falsos profetas aludidos en la carta niegan la Parusía del Señor, basándose en que nada ha cambiado, ni ha ocurrido ninguna de las catástrofes que ellos consideraban inminentes; posiblemente por interpretar erróneamente las palabras del Señor acerca de los signos del fin del mundo y de su segunda venida (cfr. Mc 13, 21 ss.).
«Los padres»: Algunos lo entienden de la primera generación de cristianos que -en buena parte- ya habrían muerto; los falsos maestros argumentarían que la Parusía debía haber ocurrido en ese espacio de tiempo. También podría referirse a los antepasados del Antiguo Testamento, especialmente a los progenitores del género humano: en este caso, los escépticos mencionados pensarían influidos por cierta cultura y filosofía griega, que tenía el convencimiento de la inmutabilidad y eternidad del mundo; argumentarían que ningún cambio sustancial había ocurrido desde el principio hasta ahora, lo cual era señal de que tampoco iba a suceder en el futuro.

2P 3, 5-7. A los errores señalados se responde con datos reconocidos por todos: el cosmos no es inmutable, puesto que la creación y el diluvio atestiguan que su existencia y su conservación dependen de la palabra de Dios. Por otra parte, la dilación de la Parusía es razonable, si se tiene en cuenta que en la eternidad de Dios no cuenta el tiempo (v. 8) y, además, la misericordia divina busca en ese intervalo la conversión de los hombres (vv. 9-10).
La creación y el diluvio, en efecto, ponen de manifiesto que los cambios en el universo dependen del querer de Dios: con sólo su palabra surgió un conglomerado de tierra y agua, separados posteriormente para formar la tierra seca y el mar (cfr. Gn 1, 6-10); en el diluvio, la palabra divina hizo que las aguas anegaran de nuevo la tierra para castigar el pecado de los hombres, con lo que se volvió, de algún modo, a la primitiva situación de caos, hasta que surgió otra vez la tierra seca (cfr. Gn 8, 3-14).
El autor sagrado no pretende ofrecer ningún tipo de enseñanzas científicas sobre el origen del mundo. Se limita a evocar lo que narran los primeros capítulos de la Biblia con un lenguaje sencillo y figurado, acomodado a los conocimientos de una humanidad menos desarrollada (cfr. Gn 1-11): ideas que aceptaban pacíficamente sus interlocutores, según atestiguan los escritos rabínicos de la época. Pero las conclusiones que saca son perfectamente válidas: si por la palabra de Dios se producen la creación y el diluvio, esa misma palabra divina tiene poder para provocar una conflagración universal definitiva.
En las palabras del autor inspirado llama particularmente la atención su insistencia en la función cósmica del «fuego» en la conmoción final (cfr. 2P 3, 7.10.12). Posiblemente recoge una tradición bíblica según la cual el fuego es imagen de la presencia de Dios (cfr., p. ej., Ex 3, 1-4; Ex 13, 21-22; Dt 4, 24; Mi 1, 3-4.6), de su castigo (p. ej., Dt 32, 22;Is 5, 24-25;Is 66, 15-16; Sb 1, 15-18) y de sus intervenciones para purificar a los hombres (p. ej., Is 6, 7; Is 30, 27-28; Is 66, 18-22; Ml 3, 19-21). Por lo tanto, parece probable que el autor quiera subrayar así que el fin del mundo supondrá una especial intervención de Dios, de modo análogo a la que tuvo en la creación y en el diluvio; que tendrá carácter punitivo para los malos; y que llevará consigo una particular purificación, con una transformación profunda: «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (v. 13). Es posible que -de un modo que no podemos determinar- el fuego sea instrumento en las manos de Dios, para llevar a cabo esos acontecimientos.
No tienen sentido aquí, por tanto, las hipótesis de algunos autores, para quienes la conflagración cósmica por el fuego refleja ideas filosóficas persas o estoicas. En las primeras se habla del fin del mundo como de una pelea definitiva entre el bien y el mal; los estoicos sostienen una evolución cíclica del universo, y afirman que tras la destrucción surgirá un nuevo ciclo igual al anterior.

2P 3, 8. Este texto del Sal 90, 4 era frecuentemente citado por los rabinos judíos en los cálculos sobre la duración de los tiempos mesiánicos y sobre el fin del mundo; más tarde, los milenaristas también acudirán a él, para fundamentar sus hipótesis fantásticas sobre los mil años de duración del reino temporal de Cristo y de sus santos en la tierra, al fin del mundo. El autor de la carta lo cita como un testimonio autorizado de que el tiempo es una categoría de la creación, diverso de la eternidad de Dios: no se puede negar la Parusía simplemente porque no haya llegado.

2P 3, 9-10. En este pasaje se recuerda que, en su gran misericordia, Dios no busca la condenación, sino que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1Tm 2, 4; Rm 11, 22) y usa con ellos de una maravillosa paciencia. Ahora bien, la dilación de la Parusía se compagina con la certeza y lo imprevisible de ella: por tanto, lejos de ser una excusa para disminuir las exigencias de la vida cristiana, es un acicate a mantenerse vigilantes, como lo expresa la imagen del ladrón, que ya había utilizado el Maestro (cfr. Mt 24, 43-44; Lc 12, 39). «Y como no sabemos el día ni la hora, recuerda el Conc. Vaticano II, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr. Hb 9, 27), merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr. Mt 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr. Mt 25, 26), ir al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41)» (Lumen gentium, 48).
«La tierra con lo que hay en ella»: Los manuscritos griegos traen tal cantidad de variantes que resulta casi imposible restituir el texto original; pero en todos ellos aparece clara la idea de que la tierra se verá afectada por esa catástrofe universal.

2P 3, 11-16. La consideración del fin del mundo y de la Parusía del Señor fundamenta la exhortación moral contenida en esta perícopa. La certeza de que el mundo antiguo se disolverá (v. 12), para dar lugar a los cielos nuevos y la tierra nueva (v. 13), y el desconocimiento por parte de los hombres del período que precede a los acontecimientos escatológicos (v. 15) están en la base de estas amonestaciones.
El cristiano ha de aguardar estos hechos no con temor, sino con esperanza (vv. 12-14). Dios cumple su promesa de conceder el Cielo a quienes perseveran en el bien; pero esta esperanza no induce a desentenderse de las cosas humanas: «La espera de una tierra nueva no puede amortiguar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede, de alguna manera, anticipar el vislumbre del mundo nuevo» (Gaudium et spes, 39).
La esperanza abre el camino a un comportamiento recto (v. 11), cada vez más exigente (v. 14). El cristiano ha de ser consciente de la urgencia de crecer en la virtud, mientras vive en esta tierra (v. 15): Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses ni en cinco ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, (…): ¡a entregarlo, a no enterrarlo! Ésta ha de ser nuestra determinación (Amigos de Dios, 47).
El ejercicio de las virtudes conduce a la santidad y a la unión definitiva con Dios (v. 14; cfr. 1Ts 3, 13). «'Mientras moramos en el cuerpo, estamos en el destierro lejos del Señor' (2Co 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cfr. Rm 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cfr. Flp 1, 23). Este mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquél que murió y resucitó por nosotros (cfr. 2Co 5, 15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cfr. 2Co 5, 9) y nos revestimos de la armadura de Dios, para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cfr. Ef 6, 11-13)» (Lumen gentium, 48).

2P 3, 12. «Aguardáis y apresuráis»: Estos dos verbos reflejan que la esperanza cristiana es dinámica, totalmente opuesta a la pasividad. No significa, en contra de una idea bastante difundida entre los judíos de la época, que la aceleración de la Parusía dependa de los méritos de los hombres, sino que en la medida que viven más unidos a Cristo, más próximos están a su gloria. Por eso, es urgente que todos los hombres abracen la fe en Jesucristo. Con esta fe pedimos en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu reino». Así rezaban los primeros cristianos, cuando repetían la jaculatoria: «Marana tha», «Ven Señor» (1Co 16, 22; Ap 22, 20), refiriéndose a la Parusía o segunda venida de Cristo.
«El día de Dios»: Normalmente en el Nuevo Testamento se utiliza la expresión «día del Señor» (1Co 1, 8; 1Co 5, 5; 1Ts 5, 2; 2Ts 2, 2; 2P 3, 10); ambas se refieren al momento en que Cristo venga como juez de vivos y muertos.

2P 3, 13. «Unos cielos nuevos y una tierra nueva»: La renovación de los seres creados es una de las características de las promesas escatológicas: los profetas la anunciaron (cfr. Is 65, 17), y el Nuevo Testamento habla de beber el vino nuevo del banquete celestial (cfr. Mc 14, 25), de llevar un nombre nuevo (cfr. Ap 2, 17), entonar un cántico nuevo (cfr. Ap 5, 9), habitar en la nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 2). Con estas imágenes se expresa que todo el universo cambiará, la naturaleza entera se transformará profundamente (cfr. Rm 8, 19-22). «Ignoramos el tiempo en que se producirá la consumación de la tierra y de la humanidad (cfr. Hch 1, 7). Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado (cfr. 1Co 7, 31), pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia (cfr. 2Co 5, 2; 2P 3, 13), y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano» (Gaudium et spes, 39).

2P 3, 15-16. La referencia a los escritos de San Pablo es un testimonio evidente de cómo, desde los mismos inicios del Cristianismo, se considera fundamental la unidad en la fe. Es difícil saber si el autor sagrado estaba pensando en algún pasaje concreto, ya que hay muchos textos paulinos en los que aparecen temas y hasta expresiones parecidas a las de esta carta; por ejemplo, sobre la longanimidad de Dios en relación con la conversión (cfr. Rm 2, 4-11; 1Tm 1, 16), o la santidad como meta del cristiano (cfr. 1P 1, 7-8; Col 1, 21-22; Ef 1, 5-14).
«La sabiduría» de San Pablo puede hacer referencia a los dones especiales que recibió el Apóstol para propagar el Evangelio; o también al carisma de la inspiración divina, reconociendo así a las Cartas de San Pablo como escritura sagrada y canónica, puesto que se ponen al nivel de los demás Libros Sagrados (v. 16).
«Hay algunas cosas difíciles»: No se mencionan los temas o textos que ofrecen mayor dificultad, sino que sale al paso del daño que pueden causar los falsos maestros que apoyan sus errores en interpretaciones arbitrarias de los textos paulinos. San Agustín advertía en su tiempo que «las herejías y dogmas de perversión que enredan a las almas y las arrojan al abismo, no se originan sino de la mala inteligencia de las buenas escrituras y de que se afirma con temeridad y audacia lo que se ha entendido mal» (In Ioann. Evang., 18, 1).
De ahí que la Iglesia, a la vez que recomienda vivamente la lectura de la Sagrada Escritura, establezca normas concretas para evitar interpretaciones erróneas y conseguir mayores frutos de esa lectura asidua: «Los Obispos, como transmisores de la doctrina apostólica, deben instruir a sus fieles en el uso recto de los libros sagrados, especialmente del Nuevo Testamento y de los Evangelios, empleando traducciones de la Biblia provistas de las explicaciones necesarias y suficientes, para que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y con provecho con la Sagrada Escritura y se alimenten de su espíritu» (Dei verbum, 25).

2P 3, 17-18. La conclusión es una síntesis apretada de algunos puntos fundamentales de la carta: preocupación pastoral, medios para defenderse de los falsos maestros y fe en la divinidad de Jesucristo.
«Queridísimos»: Este título ha aparecido en pasajes exhortativos (2P 3, 1.8.14) y refleja la solicitud por los fieles. Las advertencias y amonestaciones nacen del celo pastoral por afianzarlos en la verdad (2P 1, 12) y despertar el recto criterio (2P 3, 1).
Cuando les anima a no decaer de su «firmeza», les está recordando que la fortaleza en la fe es arma imprescindible para salvaguardarse de los maestros engañosos, que vacilan en su fe y costumbres (cfr. 2P 2, 1-22; 2P 3, 16). Con los que yerran hay que vivir la comprensión y la caridad, que «en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable» (Gaudium et spes, 28).
«A él la gloria»: Normalmente las doxologías que aparecen en el Nuevo Testamento son en alabanza de Dios Padre (cfr. Judas 1, 25; Rm 16, 27); ésta va dirigida a Cristo, cuya divinidad, como en otros pasajes de la epístola, es abiertamente confesada. Él tiene la misma gloria que el Padre: la doxología no expresa sólo un deseo, sino que afirma también una realidad. La gloria eterna de Jesucristo es fundamento de la esperanza de la Iglesia que, «mientras va creciendo paulatinamente, anhela el Reino consuma y espera y ansía con todas sus fuerzas unirse con su Rey en la gloria» (Lumen gentium, 5).