JUAN I

1Jn 1, 1-4. Desde los Santos Padres, a estos versículos se les ha dado el nombre de prólogo, a semejanza del prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1, 1-18). En efecto, son muchas las coincidencias doctrinales, de estilo e incluso de terminología entre las dos secciones.
En los dos pasajes se canta y ensalza el misterio de la Encarnación: el Verbo de Dios que existía desde toda la eternidad, «desde el principio», se ha hecho hombre -ha sido visto, oído, contemplado, tocado-, para que los hombres puedan participar de la vida divina -«comunión» con el Padre y con el Hijo-. Este prólogo, como el del Evangelio, está escrito en forma rítmica: «lo que existía (…) lo que hemos oído (…) lo que hemos visto (…)». Y son muchos los conceptos iguales: por ejemplo, la alusión al «principio» (cfr. Jn 1, 1), la expresión «el Verbo» para referirse a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, la referencia a «la vida» (cfr. Jn 1, 4). Como subraya San Beda, «desde el inicio de la epístola se enseña la divinidad y, a la vez, la humanidad de nuestro Dios y Señor Jesucristo» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).

1Jn 1, 1. «Lo que existía desde el principio»: Aunque el pronombre es neutro -como para indicar el carácter inefable del misterio de Cristo-, la expresión completa no se refiere a una cosa o a una enseñanza abstracta, sino a la Persona divina del Hijo, que al llegar la plenitud de los tiempos se manifestó (v. 2), asumiendo la naturaleza humana. Es decir, San Juan, como en el Evangelio, enseña que Jesús, conocido históricamente -los Apóstoles han convivido con Él, lo han visto, lo han oído-, es el Verbo eterno de Dios (cfr. Jn 1, 1y nota).
«Lo que hemos oído… visto…»: Tantas fórmulas para expresar la percepción sensible denotan el interés del Apóstol por afirmar la realidad de la Encarnación. Quizás porque algunos herejes la negaban o, sencillamente, porque consideraba necesario inculcar esta verdad fundamental de nuestra fe. Así lo había hecho en el Evangelio (cfr., p. ej., Jn 20, 30-31); y en esta carta son frecuentes frases como: «Jesucristo venido en carne» (1Jn 4, 2); «Jesús es el Cristo» (1Jn 2, 22; cfr. 1Jn 5, 1); «Jesús es el Hijo de Dios» (1Jn 4, 15; cfr. 1Jn 5, 1.13.20). Recientemente, el Magisterio ha vuelto a recordar que «la Iglesia ha conservado siempre santamente el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, y lo ha propuesto como creencia a lo largo de los años y de los siglos con un lenguaje cada vez más diáfano». Y subraya que lo enseñado por la Iglesia «sobre el único y mismo Cristo Hijo de Dios, engendrado antes de los siglos según la naturaleza divina, y en el tiempo según la naturaleza humana, así como sobre las personas eternas de la Santísima Trinidad, pertenece a las verdades inmutables de la fe católica» (Mysterium Filii Dei, nn. 2 y 6).

1Jn 1, 2. San Juan intercala como entre paréntesis este versículo, para explicar lo que significa «el Verbo de la vida». En el Evangelio había escrito: «En él (en el Verbo) estaba la vida» (Jn 1, 4), y en otro lugar recoge la afirmación de Jesús: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6, 35.48). Estas expresiones declaran que el Hijo de Dios tiene la vida en plenitud, esto es, la vida divina, fuente de toda vida, natural y sobrenatural. Jesucristo llega a identificarse con la Vida (cfr. Jn 11, 25; Jn 14, 6). Por la Encarnación, el Verbo de Dios nos manifiesta la verdadera Vida y, al mismo tiempo, hace posible su comunicación a los hombres: de modo imperfecto por medio de la gracia, mientras permanecen en este mundo; y en plenitud por la visión beatífica en el Cielo (cfr. 1Jn 5, 11-12).
«Y damos testimonio»: El testimonio de los Apóstoles es algo irrepetible en la historia de la Iglesia, porque -a diferencia de quienes les han sucedido- han conocido personalmente al Señor, han sido «testigos» de su vida, muerte y Resurrección (cfr. Lc 24, 48; Hch 1, 8).
Junto al Padre»: La expresión griega insinúa, al mismo tiempo, la cercanía, la distinción y la relación mutua entre el Padre y el Hijo, dándonos a conocer así algunos aspectos del misterio de la Santísima Trinidad (cfr. nota a Jn 1, 1).

1Jn 1, 3-4. La finalidad del testimonio acerca de Cristo es doble: la comunión y el gozo completo. La comunión con los Apóstoles, expresada con el término técnico koinonía, implica, en primer lugar, tener la misma fe de quienes convivieron con Jesucristo: «Ellos vieron presente al Señor corporalmente -recuerda San Agustín- y oyeron las palabras de su boca y nos las anunciaron; nosotros también las oímos, pero no le hemos visto (…). Ellos le vieron, nosotros no le vimos y, sin embargo, estamos unidos a ellos, porque tenemos la misma fe» (In Epist. Ioann. ad Parthos, I, 3).
Tener la misma fe de los Apóstoles es indispensable para alcanzar la comunión con el Padre y con el Hijo: «Abiertamente enseña San Juan que quienes desean participar de la unión con Dios, deben primero participar de la unión con la Iglesia, aprender la misma fe y beneficiarse de los mismos sacramentos que los Apóstoles recibieron de la suma Verdad hecha carne» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.). La Iglesia, como enseña el Concilio Vaticano II, no es simplemente un conjunto de personas que piensan del mismo modo, sino el pueblo de Dios «que Cristo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad» (Lumen gentium, 9).
La unión con los Apóstoles, con la Iglesia, tiene como fin la unión con Dios -«con el Padre y con su Hijo Jesucristo»-, tema que San Juan desarrolla ampliamente a lo largo de la epístola, como antes había hecho en el Evangelio (cfr., p. ej., Jn 17, 20 ss.). En esta carta utiliza expresiones como «tener al Hijo», y, por el Hijo, «tener al Padre» (1Jn 2, 23; 1Jn 5, 11 ss.); «estar en Dios» (1Jn 2, 5; 1Jn 5, 20); «permanecer en Dios» (1Jn 2, 6.24; 1Jn 3, 24; 1Jn 4, 13.15.16). Esta unión íntima y profunda significa que, sin perder la propia personalidad, el hombre participa de modo admirable y real de la misma vida divina. Si son muchas las fórmulas que la Sagrada Escritura utiliza para expresar esta realidad, es porque el hombre con su inteligencia limitada no llega a abarcar plenamente la verdad maravillosa de la unión con Dios.
El gozo completo es fruto de esa unión. La mayoría de los manuscritos dicen «nuestro gozo»; otros, entre ellos la Vulgata, aducen «vuestro». La variante no tiene importancia, porque el pronombre «nuestro» incluye a los Apóstoles y a los fieles, sobre todo teniendo en cuenta la «comunión» mutua antes mencionada (cfr.Jn 15, 11; Jn 17, 13). Esta alegría, que alcanzará su plenitud en la otra vida, ya en la tierra es de alguna manera completa, en cuanto que el conocimiento de Jesucristo es lo único capaz de llenar las aspiraciones humanas.

1Jn 1, 5-1Jn 2, 29. Esta sección expone la naturaleza de la unión con Dios y las exigencias que conlleva. Cabe distinguir dos partes: la primera (1Jn 1, 5-1Jn 2, 11) enseña que la unión con Dios se traduce en caminar en la luz, y por consiguiente en rechazar el pecado y observar los mandamientos. La segunda (1Jn 2, 12-19) advierte a los destinatarios que deben guardarse de las concupiscencias del mundo y desconfiar de los falsos maestros o anticristos.San Juan escribe como un pastor de almas que ha vivido y contemplado profundamente la vida del Señor. Enseña de modo unitario las verdades de la fe, junto con las exigencias morales y ascéticas, con el fin de que la conducta sea coherente con la doctrina. Por eso, no pretende distinguir unas partes estrictamente doctrinales y otras morales.

1Jn 1, 5. «Dios es luz». La imagen antitética «luz-tinieblas» fue muy utilizada en la antigüedad; en ocasiones, para propugnar la existencia de un principio del bien y otro del mal. Los gnósticos, por ejemplo, basaban en este dualismo gran parte de sus ideas erróneas. En San Juan la imagen tiene una significación bien distinta, relacionada con la doctrina bíblica sobre la luz. Cuando Dios se manifiesta a los hombres, suele acompañarle de un modo u otro la luz: desde la zarza ardiendo (cfr. Ex 3, 1 ss.), hasta la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego (cfr. Hch 2, 1 ss.). Es una manera de mostrar la trascendencia divina, como hace también San Pablo: «El Señor de los señores (…), el que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1Tm 6, 15-16).
Además, con la imagen de la luz, se vislumbra lo que significa la revelación: Dios se nos ha dado a conocer, iluminando nuestros corazones (cfr. 2Co 4, 6). De esta forma, cabe decir que Dios es la luz, Jesucristo nos la ha dado a conocer, y la revelación cristiana es el resplandor de esa luz. En el Evangelio de San Juan es constante la idea de Cristo como luz que ilumina este mundo (cfr., p. ej., Jn 1, 4.9; Jn 8, 12; Jn 9, 5). Santo Tomás explica, en este sentido, que los filósofos anteriores al Señor tenían una cierta luz que les permitía alcanzar por la razón algunos conocimientos sobre Dios; el pueblo de Israel participó más de esta luz por la revelación divina en el Antiguo Testamento; los ángeles y los santos, al tener mayor conocimiento de Dios por medio de la gracia, tienen la luz divina en un grado peculiar; pero sólo el Verbo de Dios es la luz verdadera, porque por su misma esencia es luz que ilumina (cfr. Comentario sobre S. Juan 1, 9).
El contenido de la expresión «Dios es luz» abarca también el ámbito moral: en Dios no hay tinieblas puesto que no hay pecado en Él; es el soberano bien y la perfección suma. La antítesis luz-tinieblas sirve por tanto para subrayar la gravedad del pecado, comparable a las tinieblas: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas» (Jn 3, 19). Los que llevan una vida de santidad son denominados hijos de la luz (Jn 12, 36; Lc 16, 8; Ef 5, 8; 1Ts 5, 5); en cambio, los que obran mal viven en la oscuridad (1Ts 5, 4), que es símbolo del pecado (Lc 22, 53>.
La afirmación «Dios es luz» va a servir a San Juan para encarecer a los cristianos un comportamiento recto. Así hace también San Agustín cuando comenta: es preciso que nos unamos a Dios, y «deben ser arrojadas de nosotros las tinieblas para que entre la luz, porque las tinieblas no se compaginan con la luz» (In Epist. Ioann. ad Parthos, I, 5).

1Jn 1, 6-10. La fórmula «si decimos…» introduce tres supuestos verosímiles y que, de hecho, debían darse entre algunos herejes de los primeros tiempos, especialmente los gnósticos, que -jactándose de haber conseguido la sabiduría plena- se consideraban impecables.
Literariamente, San Juan utiliza la técnica del paralelismo, habitual entre los escritores semitas: la primera frase expone una idea que se repite en las siguientes con nuevas matizaciones que profundizan en ella. En este caso, la primera afirmación -«mentimos»- se completa progresivamente: «nos engañamos a nosotros mismos» (v. 8)… «le hacemos mentiroso (a Dios)» (v. 10). Este recurso literario pone de manifiesto la familiaridad del autor de la carta con esta manera de expresarse, tan frecuente en la Biblia.

1Jn 1, 6-7. Caminar en las tinieblas-caminar en la luz: gráficamente se expresa la conducta pecaminosa y la conducta recta. San Juan insiste en que no se puede justificar una vida de pecado invocando una presunta comunión con Dios: «De ninguna manera basta la mera confesión de la fe, aclara San Beda, si falta la confirmación con las buenas obras» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).
«Comunión unos con otros»: En un paralelismo exacto de las frases, cabría esperar «tenemos comunión con Él», como han entendido algunos Santos Padres. Si el texto trae esta otra lectura es porque la comunión mutua, la comunión con la Iglesia a la que se refiere San Juan, es prenda y señal de la comunión con Dios: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
«La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado». El Apocalipsis abunda en esta idea cuando afirma que la Sangre de Cristo libra a las almas (cfr. Ap 1, 5), las lava y las blanquea (cfr. Ap 7, 14), las rescata para Dios (cfr. Ap 5, 9), por ella son vencidos todos los que se oponen a la salvación (cfr. Ap 12, 11). Queda claro que la Sangre de Cristo purifica todo tipo de pecados: pasados y presentes; mortales y veniales. Sobre el valor expiatorio universal de la Sangre de Cristo, cfr. notas a Hb 9, 12.14.

1Jn 1, 8. «Si decimos que no tenemos pecado…»: La universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (cfr. Qo 7, 20; Jn 9, 2; Jn 14, 4; Jn 15, 14; Pr 20, 9; Sal 14, 1-4; Sal 51; etc.) y es también expuesta claramente en el Nuevo (cfr. sobre todo Rm 3, 10-18). El Concilio de Trento condena «al que dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni perder la gracia» (De iustificatione, can. 23).
La pérdida del sentido del pecado es un peligro que acecha al hombre de todos los tiempos. El Apóstol previene de tal riesgo en primer lugar a sus contemporáneos; pero su indicación tiene particular importancia en nuestra época. «Engañados por la pérdida del sentido del pecado -recuerda Juan Pablo II-, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad de volver a escuchar, como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia de San Juan: 'Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros'; más aún, 'el mundo entero yace en poder del Maligno' (1Jn 5, 19). Cada uno, por lo tanto, está invitado por la voz de la Verdad divina a leer con realismo en el interior de su conciencia y a confesar que ha sido engendrado en la iniquidad, como decimos en el Salmo Miserere (cfr. Sal 51, 7)» (Reconciliatio et Paenitentia, 22).

1Jn 1, 9-10. «Si confesamos nuestros pecados»: El Concilio de Trento cita este texto -sin pretender definir el sentido exacto del pasaje- al enseñar que la confesión de los pecados es de institución divina: «La Iglesia universal entendió siempre que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados (St 5, 16; 1Jn 1, 9; Lc 17, 14) y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo» (De Paenitentia, cap. 5).
El autor sagrado subraya la disposición interior del cristiano, que debe reconocerse pecador con humildad, y San Agustín explica: «Si te confiesas pecador, en ti está la verdad: la verdad es luz. Aún tu vida no brilla en todo su fulgor, porque hay en ti pecados; pero ya comienzas a ser iluminado, puesto que confiesas tus iniquidades» (In Epist. Ioann. ad Parthos, I, 6).
«Fiel y justo»: Estos términos son traducción de dos términos hebreos que literalmente se refieren al amor y a la fidelidad. Con esta expresión se subraya en el Antiguo Testamento que el amor fiel de Dios está siempre dispuesto a perdonar.

1Jn 2, 1-2. A fin de que nadie abuse de la misericordia divina para continuar pecando, San Juan exhorta a evitar el pecado. Una cosa es reconocerse pecadores, conscientes de la propia fragilidad, y otra bien distinta llenarse de pasividad o de pesimismo, como si fuera imposible evitar la ofensa a Dios: Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí -explica San Josemaría Escrivá-, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad (Es Cristo que pasa, 75).
«Hijitos míos»: Es difícil traducir esta expresión y otras similares de San Juan, cargadas de ternura y de responsabilidad pastoral. Son fruto de un amor profundo y recio, como el de Jesús en la Última Cena (cfr. Jn 13, 33). Este mismo término griego aparece seis veces más en esta carta (1Jn 2, 12.28; 1Jn 3, 7.18; 1Jn 4, 4; 1Jn 5, 21); en otras ocasiones emplea una palabra equivalente a nuestro «pequeños míos» (cfr. 2, 14.18) o «queridísimos» (1Jn 2, 7; 1Jn 3, 2.21; 1Jn 4, 1.7.11; Jn 3, 2.5.11). En todas esas expresiones queda reflejada la relación profundamente humana del apóstol San Juan con los fieles.
«Tenemos un abogado ante el Padre»: Jesucristo, como único Mediador (cfr. 1Tm 2, 5), intercede por nosotros. Él, que ha muerto por nuestros pecados -es «la víctima de propiciación»-, presenta a Dios Padre sus méritos infinitos, en virtud de los cuales nos perdona siempre. El Espíritu Santo es llamado también Paráclito o Abogado, en cuanto que acompaña, consuela y guía a cada cristiano, y a la Iglesia entera, en su caminar terreno (cfr. nota a Jn 14, 16-17).
«El apóstol San Juan nos exhorta a evitar el pecado, dice San Alfonso María de Ligorio; pero, temiendo que decaigamos de ánimo, al recordar nuestras pasadas culpas, nos alienta a esperar el perdón, con tal que tengamos la firme resolución de no caer, diciéndonos que tenemos que habérnoslas con Cristo, que no murió sólo para perdonarnos, sino que además, después de muerto, se ha constituido abogado nuestro ante el Padre celestial» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 2).

1Jn 2, 3-6. «En esto sabemos»: Es una expresión muy frecuente en esta carta (p. ej., 1Jn 2, 5.18; 1Jn 3, 19.24), que introduce normalmente los criterios seguros para distinguir la verdad del error, tanto en la doctrina como en la conducta moral. En este caso, se refiere a la guarda de los mandamientos como señal del verdadero conocimiento de Dios.
Conocer a Dios no significa para San Juan una actividad meramente intelectual, ni pretender que la inmensidad de Dios quepa en el entendimiento limitado del hombre. Se refiere a algo más sencillo y vital: conocer a Dios es estar unidos a Él por la fe y por el amor -por la gracia-. Si en esta carta se insiste con tanta frecuencia en el conocimiento de Dios (cfr., p. ej., 1Jn 2, 14; 1Jn 3, 1; 1Jn 4, 6-8; 1Jn 5, 20), o en el de Jesucristo (cfr. 1Jn 2, 13-14; 1Jn 3, 6), posiblemente sea porque los herejes -sobre todo los gnósticos- se jactaban de haber alcanzado una especial inteligencia de Dios, superior a la de los simples fieles. De ahí que el Apóstol describa en qué consiste el verdadero conocimiento de Dios, con expresiones que se complementan: conocerle (v. 4), en quien le conoce «el amor de Dios ha alcanzado verdaderamente su perfección» (v. 5), permanecer en Él (v. 6).
«Guardar sus mandamientos» (vv. 3 y 4), «guardar su palabra» (v. 5), «caminar como él caminó» (v. 6): El cumplimiento de los mandamientos es imprescindible, pues no cabe fe sin obras (cfr. 1Jn 3, 17-18; St 2, 14 ss.; Ga 5, 6). Se requiere además guardar la palabra divina, es decir, recibir con docilidad toda la revelación, idea muy frecuente en los escritos joaneos (cfr., p. ej., Jn 5, 38; Jn 8, 31.51; 1Jn 2, 14). Pero, sobre todo, el cristiano ha de identificar su vida con la de Cristo; San Próspero comenta: «Caminar como él caminó, ¿qué otra cosa es sino abandonar las comodidades que él abandonó, no temer las contrariedades que él soportó, enseñar lo que él enseñó (…), continuar haciendo el bien también a los desagradecidos, orar por los enemigos, tener misericordia con los perversos, soportar con ánimo ecuánime a los engreídos y soberbios?» (De vita contemplativa, lib. II, cap. 21).

1Jn 2, 7-8. Con un juego de palabras el autor sagrado atrae la atención de los lectores hacia el mandamiento del amor fraterno, que va a describir en los vv. 9-11. En efecto, es un mandamiento antiguo (v. 7) y, a la vez, nuevo (v. 8). Antiguo, porque cristianismo y caridad son inseparables, y esto lo saben los fieles «desde el principio», es decir, desde la primera catequesis; de algún modo se puede decir que es incluso anterior al cristianismo, porque está impreso en el corazón del hombre. Pero es nuevo, porque no está anticuado, sino que se ha hecho realidad en Cristo y en los cristianos. La novedad no está en el precepto -se encuentra ya en el Antiguo Testamento (cfr. Lv 19, 18)-, sino en la medida que exige Jesús -«como yo os he amado» (Jn 13, 34)- y en su universalidad: el amor a todos los hombres, amigos y enemigos, sin distinción de raza, ni de ideología, ni de posición social (cfr. nota a Jn 13, 34-35).
Pero, además, el amor cristiano no se limita a buscar la felicidad terrena de los otros, sino que pretende llevar a los hombres a la fe y a la santidad: «¿Cuál es la perfección en el amor?, pregunta San Agustín. Amar a los enemigos y amarlos para que se conviertan en hermanos. Nuestro amor no debe ser material. Desear a uno el bienestar temporal es bueno; pero, aunque éste falte, debe asegurarse el alma (…). Es incierto si esta vida puede resultarle a uno útil o inútil; en cambio, la vida en Dios es siempre útil. Por tanto, ama a tus enemigos de modo que se conviertan en hermanos; ámalos de tal manera que los atraigas a la comunión contigo en la Iglesia» (In Epist. Ioann. ad Parthos, I, 9).

1Jn 2, 9-11. Con el estilo peculiar de esta carta se hace una aplicación del mandamiento nuevo, quizá frente a los falsos maestros, que despreciaban a los simples fieles, y producían escisiones dentro de los cristianos. El ritmo del lenguaje -aborrecer, amar, aborrecer-, en el que la idea positiva está expresada entre dos ideas opuestas, realza la importancia del amor al hermano.
El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo -enseña San Josemaría Escrivá-, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?
Resulta muy fácil, muy a la moda, afirmar con la boca que se ama a todas las criaturas, creyentes y no creyentes. Pero si el que habla así maltrata a los hermanos en la fe, dudo de que en su conducta exista algo distinto de una
palabrería hipócrita. En cambio, cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (Minucio Félix, Octavius, XXXI), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor (Amigos de Dios, 226).
Luz-tinieblas: Repitiendo esta imagen antitética, se cierra el apartado comenzado en 1Jn 1, 5 -«Dios es luz»-.

1Jn 2, 12-14. Estos versículos, que vienen a ser un inciso dentro del desarrollo de la carta, plantean algunas dificultades lingüísticas. La más importante es el modo de comprender el sentido de la expresión: escribo, o insisto, «porque…». La conjunción griega que aparece aquí podría tener como interpreta la Neovulgata- sentido explicativo: Os escribo «que se os han perdonado vuestros pecados…». En este caso, el Apóstol estaría animando a los cristianos frente a los herejes; es como si dijera: estad seguros de «que se os han perdonado vuestros pecados…», es decir, de que sois vosotros, no ellos, quienes sois cristianos.
Sin embargo, de acuerdo con el contexto, también es correcto entenderlo con sentido causal: porque. De esta manera el Apóstol fundamenta su autoridad sobre los cristianos, confiando en que sus enseñanzas van a ser escuchadas; es como si les dijera: puedo escribiros, y tenéis el deber y el derecho de atenderme, «porque se os han perdonado vuestros pecados…».
También se presta a diversas interpretaciones el modo de dirigirse a los cristianos, llamándoles hijitos, niños, padres, jóvenes. Suele entenderse que las dos primeras denominaciones (hijitos, niños) abarcan a todos los cristianos, sin ninguna referencia a la edad física, o a su situación en la Iglesia como recién bautizados; en cambio, los otros dos apelativos (padres y jóvenes) irían dirigidos a tales grupos de cristianos. Con todo, no hay que descartar la posibilidad de que sean simples recursos retóricos, de modo que lo que se dice a los más jóvenes es perfectamente aplicable a los de más edad y viceversa; así lo entendía San Agustín: «Acordaos de que sois padres; si os olvidáis de Aquél que es desde el principio, habéis perdido la paternidad. También considerad una y otra vez que sois jóvenes: luchad por vencer; venced para ser coronados; sed humildes para no sucumbir en la lucha» (In Epist. Ioann. ad Parthos, II, 7).
«Habéis conocido al que existe desde el principio»: Se refiere a Jesucristo (cfr. 1Jn 1, 1), distinguiéndolo del Padre, que aparece al comienzo del v. 14. San Juan hace hincapié en conocer, que abarca no sólo un saber teórico, sino más especialmente un conocimiento de fe y de amor (cfr. nota a 1Jn 2, 3-6).

1Jn 2, 13. «El Maligno». La referencia explícita al demonio aparece en varios pasajes de esta carta: es enemigo de los hijos de Dios (1Jn 2, 14; 1Jn 5, 18), peca desde el principio (1Jn 3, 8) y tiene bajo su poder al mundo (1Jn 5, 18-19; cfr. Jn 16, 11).
El Papa Juan Pablo II enseña a este respecto: «El Apóstol escribe: ¡'Habéis vencido al Maligno'! (…). Conviene remontarse constantemente a las raíces del mal y del pecado en la historia de la humanidad y del universo, como Cristo se remontó a estas mismas raíces en su misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección. No hay que tener miedo de llamar por su nombre al primer artífice del mal: al Maligno. La táctica que él usaba y usa consiste en no revelarse, a fin de que el mal, sembrado por él desde el principio, reciba su desarrollo por parte del hombre, de los sistemas mismos y de las relaciones interhumanas, entre las clases y entre las naciones… para hacerse también cada vez más pecado 'estructural', y dejarse identificar cada vez menos como pecado 'personal'. Por tanto, a fin de que el hombre se sienta en un cierto sentido 'liberado' del pecado y al mismo tiempo esté cada vez más sumido en él» (Carta a los jóvenes, n. 15).

1Jn 2, 15-17. El término «mundo» tiene diversas acepciones en la Sagrada Escritura (cfr. nota a Jn 17, 14-16). Aquí, como en otros lugares de la Biblia, tiene el sentido peyorativo de enemigo de Dios y del hombre (cfr. también nota a Is 1, 26-27), abarcando todo lo que se opone a Dios: el reino del pecado. El seguimiento de Cristo lleva consigo una exigencia radical: «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 24); «la amistad con el mundo es enemistad con Dios» (Is 4, 4).
«La arrogancia de los bienes terrenos»: Este sentido originario del texto griego se ha venido traduciendo habitualmente como «soberbia de la vida», según la literalidad del texto latino. No hay contradicción entre las dos traducciones: la arrogancia que se apoya en las riquezas materiales desemboca en la soberbia.
La enumeración que hace San Juan de las manifestaciones de una vida mundana es un compendio de lo que se opone a la fidelidad al amor de Dios. La concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (…).
Podemos y debemos luchar contra la concupiscencia de la carne, porque siempre nos será concedida, si somos humildes, la gracia del Señor.
El otro enemigo, escribe San Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea -los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo-sólo con visión humana.
Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el
seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la
superbia vitae. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás hombres, a dominarlos, a maltratarlos: porque donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra (Pr 11, 2) (Es Cristo que pasa, 5-6).

1Jn 2, 18-27. El pasaje desarrolla una de las ideas más importantes y frecuentes en las cartas de San Juan: la fidelidad de los cristianos puesta a prueba por los herejes. El estilo peculiar, de fuertes contrastes y paralelismos, da viveza a la exposición de la doctrina.
Describe primero la situación en que se encuentran aquellos cristianos: la existencia de los herejes lleva a pensar que se ha cumplido la predicción del Señor sobre la llegada del Anticristo (cfr. Mt 24, 5-24 y par.), y ha comenzado «la última hora» (v. 18).
A continuación, desenmascara a quienes encarnan la figura del Anticristo, contraponiéndoles a quienes se mantienen fíeles: 1) Ellos no son de los nuestros (v. 19); vosotros, en cambio, permanecéis en la verdad (vv. 20-21). 2) Los herejes son unos embusteros que niegan la verdad fundamental de que Jesús es el Cristo (vv. 22-23); vosotros, en cambio, permanecéis en el Padre y en el Hijo (vv. 24-25). 3) Ellos, con arrogancia, pretenden erigirse en maestros; pero la unción permanece en vosotros y no necesitáis maestros espúreos (vv. 26-27).
La reiteración del término permanecer señala la necesidad de mantener incólume la doctrina de la Iglesia. Los fieles tienen derecho a vivir su fe sin turbaciones innecesarias, y es parte de la misión de los pastores de la Iglesia confirmar a los cristianos en la fe, como hace aquí San Juan. El Papa Pablo VI, al presentar el Credo del Pueblo de Dios, enseñaba: «La Iglesia, ciertamente, tiene siempre el deber de continuar su esfuerzo para profundizar y presentar, de una manera cada vez más adaptada a las generaciones que se suceden, los insondables misterios de Dios, ricos para todos de frutos de salvación. Pero es preciso al mismo tiempo tener el mayor cuidado, al cumplir el deber indispensable de búsqueda, de no atentar a las enseñanzas de la doctrina cristiana. Porque esto sería entonces originar, como se ve desgraciadamente hoy día, turbación y perplejidad en muchas almas fieles» (Homilía, 30-VI-1968).

1Jn 2, 18. «La última hora»: Probablemente esta expresión era familiar entre los primeros cristianos, que deseaban ardientemente la segunda venida de Cristo o parusía. Como se refleja en tantos pasajes del Nuevo Testamento, la plenitud de los tiempos está ya iniciada con la Encarnación y la Redención de Jesucristo (cfr. Ga 4, 4; Ef 1, 10; Hb 9, 26). Desde entonces -y hasta el fin del mundo- estamos en los últimos tiempos, en la última etapa de la Historia de la Salvación en la tierra: de ahí el sentido de urgencia que siempre han tenido los cristianos en la propia santidad y en la propagación del Evangelio. «Para que nadie tenga pereza en progresar -exhorta San Agustín-, escucha: 'Hijos míos, es la última hora'. Progresad, corred, creced; es la última hora. Ésta puede prolongarse, pero es la última» (In Epist. Ioann. ad Parthos, III, 3). Este sentido escatológico de los últimos tiempos, anunciado ya por los profetas (cfr. Is 2, 2; Jr 23, 20; Jr 49, 30), lo presenta también San Juan en su Evangelio (cfr., p. ej., Jn 2, 4; Jn 5, 28; Jn 17, 1).
«El Anticristo». Una de las señales de «la última hora», anunciada por el Señor y los Apóstoles, es la actividad febril de los falsos profetas (cfr. Mt 24, 11-24; 2Ts 2, 2 ss.; 2Tm 4, 1 ss). La expresión «Anticristo» aparece sólo en las cartas de San Juan (1Jn 2, 18.22; 1Jn 4, 3), si bien sus características son similares a las del «hombre impío», «el adversario», de que habla San Pablo (cfr. 2Ts 2, 1-12), y a las «Bestias» del Apocalipsis (cfr., p. ej., Ap 11, 7; Ap 13, 1 ss.): su cualidad común y distintiva es la brutal oposición a Cristo, a su doctrina y a sus seguidores. No resulta fácil interpretar con seguridad si el Anticristo tiene sentido individual o colectivo. De las cartas de San Juan puede deducirse más bien lo segundo: designaría al conjunto de los que se oponen a Jesucristo -los «muchos anticristos»-, que han actuado desde los orígenes del Cristianismo, y continuarán luchando contra el Señor hasta el fin de los tiempos.

1Jn 2, 19. «No eran de los nuestros». San Juan desenmascara a los anticristos: no habrían tenido oportunidad de seducir a los fieles, si hubieran venido de fuera de la comunidad; pero se trata de cristianos fingidos, lobos con piel de oveja (cfr. Mt 7, 15), «falsos hermanos» (Ga 2, 4), y así pueden inducir más fácilmente a confusión. El Señor ya advirtió que en el Reino de Dios crecen simultáneamente el trigo y la cizaña (cfr. Mt 13, 24-30); la comprobación de esta penosa realidad no es motivo para desconfiar de la santidad de la Iglesia. Como explica San Agustín: «Muchos que no son de los nuestros reciben con nosotros los sacramentos; reciben con nosotros el Bautismo, reciben con nosotros lo que saben que los fieles reciben: la bendición, la Eucaristía y los demás santos sacramentos; reciben con nosotros la comunión del mismo altar, pero no son de los nuestros. La tentación demuestra que no lo son; cuando les sobreviene la tentación, vuelan fuera como impulsados por el viento, porque no son grano. Cuando la era del Señor comience a ser aventada en el día del juicio, entonces volarán todos; tenedlo muy en cuenta» (In Epist. Ioann. ad Parthos, III, 5).

1Jn 2, 20. «La unción del Santo»: Resulta difícil precisar cuál es esta unción (cfr. también el v. 27), cuya actividad en el cristiano opone San Juan a la del Anticristo. Podría tratarse del Sacramento del Bautismo o de la Confirmación, o de ambos, donde la unción con el crisma forma parte del rito sacramental. En cualquier caso, se refiere a la acción del Padre y del Hijo por el Espíritu Santo en el alma del cristiano que ha recibido esos sacramentos: así se explica que tal unción instruya a los cristianos «acerca de todas las cosas» (v. 27).
El «Santo»: Con esta expresión San Juan puede designar a Dios Padre (cfr., p. ej., Ap 6, 10; Jn 17, 11), a Dios Hijo (cfr. Jn 6, 69; Ap 3, 7), o simplemente a Dios, sin pretender distinguir las Personas. Este último uso era muy frecuente entre los judíos de aquella época, para referirse al único Dios.
«Todos estáis instruidos» (literalmente: «Todos sabéis»), no sólo acerca de la unción, sino de la doctrina cristiana en general. Algunos manuscritos importantes, a los que sigue la Vulgata Sixto-Clementina, leen: «Vosotros sabéis todo». Ambas lecturas se complementan, puesto que el Apóstol quiere subrayar que los cristianos no necesitan oír enseñanzas ajenas a las de la Iglesia, sino que, guiados por el Espíritu Santo, poseen la certeza de la fe. El Concilio Vaticano II cita este texto, al enseñar el sentido sobrenatural de la fe de los fieles: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cfr. 1Jn 2, 20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando 'desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos' prestan su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Lumen gentium, 12).

1Jn 2, 22. «Jesús es el Cristo»: Es una verdad fundamental de la fe cristiana. Como en la mayoría de los textos de San Juan, esta formulación no incluye únicamente que Jesús es el Mesías, sino también que es el Hijo de Dios (cfr. Jn 20, 31). Desde los primeros tiempos del cristianismo, la fe en Jesús, que incluía tanto su mesianidad como su divinidad, podía ser expresada aplicando a Jesús los títulos de «Mesías e Hijo de Dios», o uno sólo de estos términos. A lo largo de los siglos la Iglesia ha ido explicitando y profundizando en las verdades reveladas sobre Jesucristo, en parte porque diversos herejes han pretendido negarlas. También en los últimos años el Magisterio ha tenido que salir al paso de algunas concepciones erróneas: «Son claramente opuestas a esta fe las opiniones según las cuales no sería revelado y conocido que el Hijo de Dios subsiste desde la Eternidad en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo; e igualmente, las opiniones según las cuales debería abandonarse la noción de la única persona de Jesucristo, nacida del Padre antes de todos los siglos según la naturaleza divina, y en el tiempo de María Virgen según la naturaleza humana; y, finalmente, la afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien, en sí misma como persona humana y, en consecuencia, el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría de un modo sumo presente en la persona humana de Jesús.
»Los que piensan de tal modo permanecen alejados de la verdadera fe de Jesucristo, incluso cuando afirman que la presencia única de Dios en Jesús hace que Él sea la expresión suprema y definitiva de la Revelación Divina; y no recobran la verdadera fe en la unidad de Cristo, cuando afirman que Jesús puede ser llamado Dios por el hecho de que, en la que dicen su persona humana, Dios está sumamente presente» (Mysterium Filii Dei, n. 3).

1Jn 2, 23. «Tener al Padre»: Es una expresión muy gráfica de la unión con Dios (cfr. 2Jn 1, 9). San Juan utiliza otros términos para indicar la misma realidad: por ejemplo, «conocerle» (1Jn 2, 3 s.; Jn 14, 7), «verle» (Jn 14, 7.9). Posiblemente, el Apóstol tiene presentes los errores de los gnósticos, para quienes la unión con Dios se alcanzaba mediante un conocimiento (gnosis) peculiar, que sólo podían conseguir los iniciados en su secta. El Apóstol repite la enseñanza contenida ya en su Evangelio: sólo a través de Cristo, de la fe en Él, se alcanza la unión y el conocimiento del Padre (cfr. Jn 1, 18; Jn 14, 9-10); Jesús y el Padre son un único Dios (Jn 14, 11). En consecuencia, la fe en Cristo es inseparable de la fe en la Santísima Trinidad: de ahí que la negación de la divinidad del Hijo lleve consigo la negación y la ruptura con Dios Padre. «Cuando se abandona el misterio de la persona divina y eterna de Cristo, Hijo de Dios, se destruye también la verdad de la Santísima Trinidad» (Mysterium Filii Dei, n. 4).

1Jn 2, 27. La unción (cfr. nota a 1Jn 2, 20) hace referencia al Espíritu Santo, que actúa en los fieles instruyéndolos «acerca de todas las cosas». Es lo que había anunciado el Señor: «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 26).
El Apóstol no pretende decir que los fieles no necesitan del Magisterio de la Iglesia -no hubiera tenido sentido entonces escribirles-; lo que quiere dejar claro es que el verdadero maestro es el Espíritu Santo: en efecto, Él asiste al Magisterio cuando enseña, y actúa también en el alma del cristiano, ayudándole a aceptar esa enseñanza. «Si su unción os enseña todas las cosas, parece que nosotros nos afanamos inútilmente; ¿por qué gritar tanto? (…). He aquí la maravilla. El sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el Maestro está dentro. No penséis que alguien aprende de un hombre; nosotros podemos llamar la atención con la fuerza de nuestra voz, pero si no está dentro el que enseña, nuestras voces resultan inútiles» (In Epist. Ioann. ad Parthos, III, 13).

1Jn 2, 28-29. Ambos versículos vienen a ser un resumen de lo que precede y una introducción a la doctrina de la filiación divina, de la que trata en el capítulo siguiente. La idea central que ha venido repitiéndose -«permaneced en Él»-, ahora amplía sus horizontes con el pensamiento del Juicio Final: Jesucristo, que nos ha de juzgar, es el mismo que nos ha dado la revelación y la vida. Éste es uno de los fundamentos de la esperanza cristiana.
«Tengamos confianza»: Es significativo el cambio de persona del verbo, en el que se incluye el mismo escritor sagrado: todos hemos de dar cuenta de nuestras obras y debemos tener confianza en Cristo Juez. El término que traducimos por «confianza» es mucho más rico en griego que en castellano: equivale a libertad, franqueza, audacia confiada.
«Será gran cosa a la hora de la muerte -exhorta Santa Teresa- ver que vamos a ser juzgadas de quien habemos amado sobre todas las cosas. Seguras podremos ir con el pleito de nuestras deudas; no será ir a tierra extraña sino propia, pues es a la de quien tanto amamos y nos ama» (Camino de perfección, cap. 40, 8).

1Jn 3, 1-24. Todo el capítulo tercero refleja el alma del Apóstol, contemplativa y emocionada ante el maravilloso don de la filiación divina. El Espíritu Santo, autor de toda la Sagrada Escritura, ha querido que llegase hasta nosotros esta revelación singular: somos hijos de Dios (v. 1).
No es fácil dividir el capítulo, pues el estilo reflexivo y coloquial incluye repeticiones y desarrollos que, por otra parte, dan mayor viveza y frescura a las palabras. Con todo, cabe distinguir una primera proclamación del mensaje central (vv. 1-2) y una doble exigencia de la filiación divina: rechazar todo pecado (vv. 3-10) y vivir en plenitud el amor fraterno (vv. 11-24).

1Jn 3, 1. «Que nos llamemos hijos de Dios». La expresión original -«somos llamados…»- es un hebraísmo, utilizado también por el Señor en las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5, 9): «ser llamados» equivale a «Dios nos llama»; y en el lenguaje de la Biblia, cuando Dios da un nombre no es un mero título, sino la realización de lo que se indica (cfr., p. ej., Gn 17, 5), ya que la palabra de Dios es eficaz; lleva a cabo lo que dice. De ahí que San Juan añada: «¡y lo somos!».
No se trata, por tanto, de un simple título metafórico, ni de una ficción jurídica o una mera adopción al modo humano: la filiación divina es un característica fundamental de la vida del cristiano, una realidad espléndida por la que Dios da gratuitamente a los hombres una dignidad estrictamente sobrenatural, que los introduce en la intimidad divina y los hace domestici Dei, familiares de Dios (Ef 2, 19). Se explica el tono de asombro y de gozo con que San Juan transmite tal maravilla.
Este sentido de la filiación divina constituye uno de los puntos centrales de la espiritualidad del Opus Dei. Su Fundador enseña: No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Ésa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo
(Es Cristo que pasa, 133).
«El mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él»: Estas palabras evocan las del Señor en la Última Cena: «Llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre ni a mí» (Jn 16, 2-3). La filiación divina lleva consigo una unión e identificación misteriosa entre Jesucristo y el cristiano.

1Jn 3, 2. El don inefable de la filiación divina, que el mundo no conoce (v. 1), tampoco es experimentado en plenitud por los cristianos, ya que los gérmenes de vida divina que encierra sólo alcanzarán su total desarrollo en la vida eterna, cuando le veamos «tal cual es», «cara a cara» (1Co 13, 12). «Ésta es la vida eterna: Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). En esa visión inmediata de Dios tal como es, y de todas las cosas en Dios, la vida de la gracia y la filiación divina alcanzan su pleno desarrollo. Por su naturaleza, el hombre no es capaz de ver a Dios cara a cara; es necesario que Él lo ilumine mediante una luz especial, que llamamos lumen gloriae. Con ella no abarca del todo a Dios -cosa imposible para cualquier criatura- pero sí puede contemplarlo directamente.
Comentando este versículo, el Catecismo Romano explica que «la bienaventuranza consiste en dos cosas: una, que veremos a Dios tal y como es en su naturaleza y sustancia; y la otra, que seremos transformados como dioses, pues los que gozan de Él, aunque conservan su propia naturaleza, sin embargo, se revisten de cierta forma admirable, semejante a la divina, de modo que más parecen dioses que hombres» (I, 13, 7).
«Cuando se manifieste»: Caben dos interpretaciones, dado que el verbo en griego no tiene sujeto: «Cuando se manifieste (lo que seremos) seremos semejantes a Él (Dios)»; o bien, como interpreta la Neovulgata: «Cuando él (Cristo) se manifieste, seremos semejantes a él (Cristo)». La segunda interpretación es más probable y, por tanto, la que ha quedado reflejada en nuestra versión.

1Jn 3, 3. «Se purifica»: La esperanza cristiana, que tiene su fundamento en Cristo, es dinámica e impulsa al cristiano a «purificarse». Este verbo evoca las purificaciones rituales exigidas a los sacerdotes del Antiguo Testamento antes de iniciar el servicio divino (cfr. Ex 19, 10; Nm 8, 21; Hch 21, 24); en este versículo, y en otros lugares del Nuevo Testamento, significa purificación interior de los pecados, justicia, santidad (1P 1, 22; St 4, 8). El modelo es Jesucristo, «el puro», el que no ha tenido nunca pecado, el justo (1Jn 2, 29; 1Jn 3, 7); no hay otro ideal de santidad para el cristiano, como el propio Jesús había dicho: «Aprended de mí» (Mt 11, 29; cfr. Jn 14, 6). Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres (Amigos de Dios, 128).

1Jn 3, 4-5. «El pecado es iniquidad»: Aunque no sea propiamente una definición, expresa una idea fundamental: todo pecado es más que una mera trasgresión de un precepto de la ley moral; es por encima de todo una ofensa a Dios -autor de esa ley-, un desprecio y un rechazo de su voluntad.
Para comprender bien el alcance de esta afirmación, hay que partir de que el hombre es criatura de Dios, a quien no sólo debe su existencia, sino del que depende en todo momento. De ahí que todo pecado suponga también la engañosa pretensión de querer ser como Dios (cfr. Gn 3, 5), de construir su vida al margen o incluso contra Dios. Todo el que peca rompe su dependencia de Dios y se pone de parte del diablo. En esto consiste el misterio y la «iniquidad» del pecado. «Esta expresión -explica el Papa Juan Pablo II-, en la que resuena el eco de lo que escribe San Pablo sobre el misterio de la iniquidad (cfr. 2Ts 2, 7), se orienta a hacernos percibir lo que de oscuro e inaprensible se oculta en el pecado. Éste es sin duda, obra de la libertad del hombre; mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según San Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él (cfr. Rm 7, 7-25; Ef 2, 2; Ef 6, 12)» (Reconciliatio et Paenitentia, 14).
Pero además, una vez que Cristo ha realizado la obra de nuestra Redención, todo pecado supone también una ofensa a nuestro Redentor, un volver a crucificar al Hijo de Dios (cfr. Hb 6, 6). Por eso, San Juan recuerda el fin principal de la Encarnación: «Él se manifestó para quitar los pecados» (v. 5). Resuena aquí el eco de aquellas palabras que el Apóstol escuchó de labios del Bautista: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). En efecto, como confesamos en el Credo de la Santa Misa, el Verbo se encarnó «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Siendo Dios verdadero y por tanto completamente exento de pecado (v. 5), asumió nuestra naturaleza humana, para cargar con nuestros pecados y llevarlos al madero de la Cruz. En consecuencia, el cristiano, rescatado del poder del diablo por la preciosa Sangre de Cristo e íntimamente unido a Él por la vida de la gracia, ha roto definitivamente con el pecado.

1Jn 3, 6-9. Este pasaje sirve de preparación para el v. 10, donde el Apóstol indica cuáles son los criterios por los que «se distinguen los hijos de Dios y los hijos del diablo»: vivir las virtudes cristianas y cumplir los mandamientos de Dios, especialmente el de la caridad fraterna.
Para entender bien las afirmaciones de San Juan, conviene recordar su batalla doctrinal contra los falsos maestros -los gnósticos-: éstos pretendían engañar a los fieles (v. 7), aduciendo un conocimiento especial de Dios (gnosis), que les situaba por encima del bien y del mal, de manera que lo considerado por la Iglesia como pecado, les resultaba indiferente e incapaz de arrebatarles su pretendida unión con Dios.
Frente a estos herejes, el Apóstol se hace eco de las palabras del Señor: «Por el fruto se conoce el árbol» (Mt 12, 33). Así, al verdadero cristiano se le conoce por las obras de justicia (v. 7), es decir, por el cumplimiento de los mandamientos divinos, llevando una vida de santidad. Por eso son incompatibles con el pecado las cualidades que definen la existencia cristiana: la filiación divina -«el que ha nacido de Dios» (v. 9)-, la unión vital con Cristo -«todo el que permanece en él» (v. 6)-, la gracia santificante junto con las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo -tal parece ser el sentido de la expresión «germen divino» (v. 9)-. De este modo se entiende que «todo el que permanece en él (Cristo), no peca» (v. 6).
Es más, mientras «el germen divino permanece en él… no puede pecar» (v. 9). Es evidente que San Juan no pretende afirmar que el cristiano sea impecable; al comienzo de la carta había dicho: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1Jn 1, 8). Lo que quiere dejar claro es que nadie puede justificar su propio pecado bajo el subterfugio de proclamarse hijo de Dios; la justicia de los hijos de Dios se refleja en sus obras, mientras que «el que peca, ése es del diablo» (v. 8), puesto que por el mismo pecado ha roto con Dios y se ha sometido a la esclavitud del demonio.
La antigua herejía ha rebrotado, de alguna manera, en nuestra época: hay quienes afirman que la trasgresión de los mandamientos divinos, aun en materia grave, no rompe la unión con Dios, mientras se mantenga la «opción fundamental» por Él. Contra este error, el Magisterio de la Iglesia recuerda que «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de 'opción fundamental' -como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad» (Reconciliatio et Paenitentia, 17).

1Jn 3, 10. «Hijos del diablo»: Esta expresión no está utilizada en sentido estricto, sino según un modo de hablar semita muy frecuente, por el que significa «partidarios del diablo». En efecto, en los escritos joaneos aparecen referencias a los «hijos del diablo» (cfr. Jn 8, 44; Hch 13, 10), o a los que «son del diablo» (1Jn 3, 8), o incluso denomina al traidor Judas como «diablo» (Jn 6, 70); pero nunca aparecen giros como «nacido del diablo», «engendrado por el diablo». Por tanto, las expresiones «hijos del diablo» e «hijos de Dios» no se pueden colocar en el mismo plano.
«Hijos de Dios» también se refiere aquí primariamente al aspecto moral de la vida cristiana, designando -por oposición a «los hijos del diablo»- a quienes se comportan como partidarios de Dios. Sin embargo, la filiación divina tiene un sentido radicalmente distinto de la diabólica, ya que deriva de un acontecimiento trascendental: por la vida de la gracia el cristiano participa de la misma naturaleza de Dios (cfr. 1Jn 3, 1-2 y notas correspondientes).
Los criterios de discernimiento entre los dos grupos mencionados son: la práctica de la justicia, esto es, la lucha por la santidad y contra el pecado, reseñada en la sección anterior (vv. 3-9), y la práctica del amor fraterno, como muestra en la sección siguiente (vv. 11-24).

1Jn 3, 11-22. Con la misma solemnidad que en 1Jn 1, 5, inicia San Juan este importante pasaje sobre el amor fraterno. Como es habitual en su estilo, no es fácil descubrir un esquema rígido, pero hay una clara ilación de ideas, expresadas con contrastes y paradojas: 1) Enunciado del tema central: el mandamiento del amor (v. 11). 2) El contrapunto es el pecado de Caín (v. 12); los que no viven el amor fraterno son tan homicidas como él (vv. 13-15). 3) Nuestro modelo -nuevo contraste- es Cristo, que dio su vida por nosotros (v. 16); el amor fraterno, a ejemplo del Señor, no se queda en palabras, se demuestra con obras y de verdad (vv. 17-18). 4) La consecuencia del amor fraterno es la confianza plena en Dios, que conoce todo (vv. 19-22).
En los Santos Padres esta perícopa de San Juan ha dado pie a encendidos y bellos comentarios. «Creo que ésta es la perla que buscaba el comerciante descrito en el Evangelio, que, al encontrarla, vendió todo lo que tenía y la compró (Mt 13, 46). Ésta es la perla preciosa: la caridad. Sin ella de nada te sirve todo lo que tengas; si sólo posees ésta, te basta. Ahora ves con la fe, después verás con visión intuitiva; si ahora que no vemos, amamos, ¡qué grado de amor alcanzaremos cuando veamos! Y, entre tanto, ¿en qué debemos ejercitarnos? En el amor fraterno. Puedes decirme: no he visto a Dios; pero ¿puedes decirme: no he visto al hombre? Ama a tu hermano. Si amas a tu hermano que ves, también verás a Dios, porque verás la caridad y dentro de ella habita Dios» (In Epist. Ioann. ad Parthos, V, 7).

1Jn 3, 11. El mandamiento nuevo del amor fraterno, que Jesús había señalado expresamente durante la Última Cena (cfr. Jn 13, 34-35 y nota), es el «mensaje» que los cristianos han aprendido desde el principio (cfr. 1Jn 2, 7). No hay mandamiento más sublime, y todos se resumen en él. Como explica San Agustín: «Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder: amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto sólo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!» (In Epist. Ioann. ad Parthos, V, 7).

1Jn 3, 12. Caín es el prototipo de los que pertenecen al diablo; no sólo porque mató violentamente a su hermano, sino porque el odio que anidaba en su corazón le impedía descubrir la bondad de Abel. Caín, por sus obras malas, no soportaba las buenas obras de su hermano. También hoy puede darse esta actitud ante la conducta recta de los demás: Porque no sabes -o no quieres- imitar la conducta noble de aquel hombre, tu secreta envidia te empuja a ridiculizarle (Surco, 911).

1Jn 3, 13. Este versículo es un inciso que rompe las consideraciones sobre el alcance del odio a los hermanos, para dar ánimos a todos los cristianos y, más en concreto, a aquellos que probablemente estaban ya sufriendo las persecuciones, quizás la de Domiciano. Jesús había anunciado claramente que sus discípulos padecerían persecución como Él (cfr. Jn 15, 18-22).
Para un cristiano, las contrariedades han de ser ocasión para mostrar con firmeza su fe, sin tristezas ni desalientos (cfr. Jn 16, 1-4): «Bienaventurados si os insultan por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (1P 4, 14).

1Jn 3, 14-15. La vida cristiana supone el paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia. «Permanece en la muerte (del pecado)» el que no vive el mandamiento del amor.
«Todo el que aborrece a su hermano es un homicida». Sin duda, esta formulación clara y tajante recuerda la enseñanza de Jesucristo en el Sermón de la Montaña: «Todo el que se llene de ira contra su hermano, será reo de juicio» (Mt 5, 22). El pecado interno de odio tiene la misma malicia en su raíz que la realización externa de un homicidio.
San Juan, con tales fórmulas, deja bien sentado que el odio al prójimo es incompatible con la fe cristiana.

1Jn 3, 16-18. El cristiano conoce en Jesucristo la naturaleza y las exigencias del amor. No sólo a través de sus sublimes enseñanzas -como en la imagen del Buen Pastor (Jn 10, 1 ss.), o en su discurso de la Última Cena-, sino sobre todo por medio de su ejemplo: «Dio su vida por nosotros» muriendo en la Cruz. Nosotros «debemos» hacer lo mismo: el término griego utilizado por San Juan implica una obligación. Es decir, el precepto del amor fraterno obliga por una doble razón: por la misma naturaleza de las cosas, ya que todos los hombres somos hermanos e hijos de Dios; y por la deuda contraída, porque debemos responder al amor infinito que Cristo nos ha demostrado al dar la vida por nosotros.
Con un ejemplo muy similar al de la Carta de Santiago (cfr. St 2, 15-16), se ilustra que el amor verdadero se manifiesta en obras concretas: el que ante las necesidades ajenas «cierra su corazón», es que no ama de verdad. En el lenguaje semita se suele decir «cierra sus entrañas», porque éstas son consideradas la sede de los afectos, del amor entrañable. Los santos han recordado constantemente la enseñanza de San Juan: «Obras quiere el Señor -decía Santa Teresa-, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuese menester, lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello; ésta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieras loar mucho a una persona, te alegres más mucho que si te loasen a ti» (Moradas, V, cap. 3, 11).

1Jn 3, 19-22. El Apóstol reafirma la serenidad del cristiano, porque el juicio de Dios es sapientísimo. Él no sólo conoce nuestros pecados y nuestra fragilidad, sino también nuestro arrepentimiento y buenos deseos, y nos comprende y perdona. Ya San Pedro había invocado, en su diálogo del lago Tiberíades, el conocimiento absoluto de Jesucristo: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo» (Jn 21, 17).
De esta forma aparece diáfana la enseñanza de San Juan sobre la misericordia divina: si la conciencia nos acusa, podemos pedir perdón y fomentar nuestra esperanza en Dios; si no nos acusa, la confianza es plena y audaz, como la de un hijo que ha experimentado muchas veces la delicadeza del Padre. El amor de Dios es más fuerte y poderoso que nuestros pecados, recuerda el Papa Juan Pablo II: «Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: 'Sí, el Señor es rico en misericordia' y decimos asimismo: 'El Señor es misericordia'» (Reconciliatio et Paenitentia, 22).
Esta confianza en Dios llena de seguridad nuestra oración (v. 22). «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá» (Jn 15, 7; cfr. Jn 14, 13 s.; Jn 16, 23.26-27).

1Jn 3, 23-24. Los mandamientos divinos se resumen aquí en un doble aspecto: la fe en Jesucristo y el amor a los hermanos. «Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo; ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.). La fe y la caridad no pueden separarse (cfr. Ga 5, 6); el mismo Señor había indicado cómo reconocer a sus discípulos: en el amor de unos por otros (Jn 13, 34-35).
La guarda de los mandamientos garantiza al cristiano su permanencia en Dios: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15, 10). Pero además, esta fidelidad a los mandatos divinos hace que Dios permanezca en el cristiano, mediante la inhabitación del Espíritu Santo en su alma: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre» (Jn 14, 15-16).
«Que Dios sea tu casa y que tú seas la casa de Dios; habita en Dios y que Dios habite en ti. Dios habita en ti para apoyarte; tú habita en Dios para no caer. Observa los mandamientos, guarda la caridad» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).

1Jn 4, 1-6. En la tercera parte de la carta (1Jn 4, 1-1Jn 5, 12), el autor sagrado desarrolla con amplitud los dos aspectos fundamentales en que acaba de resumir los mandamientos de Dios (1Jn 3, 23): la fe en Jesucristo (1Jn 4, 1-6; 1Jn 5, 1-12) y el amor fraterno (1Jn 4, 7-21).
Comienza dando unos criterios para reconocer el verdadero espíritu de Dios y discernir a los falsos maestros (1Jn 4, 1-6); hay claras resonancias de lo expuesto en el capítulo segundo (cfr. 1Jn 2, 18-29). Allí a los herejes se les denominaba «anticristos», aquí «falsos profetas». Allí se subrayaba la inhabitación de la Santísima Trinidad en los creyentes -«vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (1Jn 2, 24), la unción «permanece en vosotros» (1Jn 2, 27)-; aquí se insiste más en la pertenencia o no a Dios, desarrollada en tres puntos: 1) El que confiesa a Jesucristo «es de Dios»; el que no lo confiesa «no es de Dios» (vv. 2-3). 2) Vosotros «sois de Dios»; ellos «son del mundo» (vv. 4-5). 3) Nosotros -seguramente los Apóstoles- «somos de Dios»; y, por tanto, la doctrina apostólica merece y requiere ser escuchada (v. 6).
«Ser de Dios» en el lenguaje de San Juan no significa propiamente origen, pues en realidad todos, buenos y malos, fieles o no, provienen de Dios. Indica más bien la pertenencia a un grupo -«de mis ovejas» (Jn 10, 26)-, y, a la vez, una categoría, un modo de ser: «El que es de la tierra (…) de la tierra habla» (Jn 3, 31); «vosotros sois de abajo; yo soy de arriba» (Jn 8, 23); «todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37). La fe, por tanto, no afecta a algo extrínseco o accidental, sino que transforma la intimidad de la persona: pertenecer a la comunidad de los hijos de Dios lleva consigo un modo nuevo de ser, que se manifiesta en una conducta coherente.

1Jn 4, 2-3. Según algunos manuscritos griegos la traducción sería: «Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne…». En este caso el Apóstol estaría poniendo el acento en la realidad de la Encarnación, como si los falsos profetas que se oponen a la fe fueran los que afirmaban que la Humanidad de Cristo no era real, sino simple apariencia (ésta era la posición mantenida por los docetas).
Sin embargo, nos parece que la traducción «Jesucristo venido en carne» responde mejor al texto original y al contexto de la carta, ya que San Juan insiste con frecuencia en que la fe del cristiano se centra en la Persona de Jesucristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre (cfr. 1Jn 2, 22; 1Jn 4, 15; 1Jn 5, 1.5). Esta insistencia va dirigida sobre todo contra las doctrinas gnósticas, que afirmaban que Jesús se había convertido en Hijo de Dios a partir del Bautismo (cfr. nota a 1Jn 5, 6).
En relación con el Anticristo, cfr. nota a 1Jn 2, 18.

1Jn 4, 4. San Juan reitera el convencimiento de que, en el combate contra el Maligno, la victoria es de los cristianos (cfr. 1Jn 2, 13; 1Jn 5, 4.18). Pero el fundamento de esa victoria es el poder de Cristo, que opera en ellos; de esta manera, junto a la seguridad de la fe, hay en el texto una llamada a la humildad: «No te ensoberbezcas, mira quién ha vencido en ti. ¿Por qué venciste? -'Porque más poderoso es el que está en vosotros que el que está en el mundo'. Sé humilde; lleva a tu Señor; sé un borriquillo de tu jinete. Te conviene que Él te guíe, que Él te conduzca; porque si no lo tienes a Él por jinete, te dará por alzar la cabeza, por lanzar coces: ¡pero ay de ti sin guía! Esa libertad te llevaría a ser pasto de las fieras» (In Epist. Ioann. ad Parthos, VII, 2).

1Jn 4, 6. «El que conoce a Dios nos escucha»: Como en otros lugares de la carta hay un cambio de la segunda persona –vosotros- a la primera –nosotros- (cfr. 1Jn 2, 18.28; 1Jn 3, 13-14). Cabría pensar que el Apóstol sólo pretende incluirse en el conjunto de la comunidad cristiana, como si dijera: «El que conoce a Dios escucha a los cristianos». Pero el sentido obvio es referir el «nosotros» a quienes tienen autoridad en la Iglesia, en perfecta sintonía con lo dicho por Jesús: «Quien a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16). La obediencia al Magisterio vivo de la Iglesia es, por tanto, el criterio para distinguir el espíritu de la verdad y el espíritu del error. No puede ser de otra manera, ya que es el mismo Espíritu Santo el que lleva al Magisterio de la Iglesia a enseñar y a los fieles a recibir sus enseñanzas: «A estas definiciones (del supremo Magisterio) nunca puede faltar el asentimiento de la Iglesia en virtud de la acción del mismo Espíritu Santo, por la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe» (Lumen gentium, 25).

1Jn 4, 7-21. San Juan se extiende ahora en el segundo aspecto del mandamiento divino (cfr. 1Jn 3, 23): el amor fraterno. El hilo de la argumentación es el siguiente: Dios es amor y es quien primero nos ha amado (vv. 7-10); el amor fraterno es la respuesta obligada al amor de Dios (vv. 11 -16); cuando hay amor perfecto no hay temor (vv. 17-18); el amor fraterno es manifestación del amor a Dios (vv. 19-21).
No es una repetición inútil de ideas ya expuestas (1Jn 2, 7-11; 1Jn 3, 11-18): frente a los falsos maestros que comenzaban a surgir, la caridad es la señal segura para reconocer al verdadero discípulo.
Es muy ilustrativa la tradición transmitida por San Jerónimo, sobre los últimos años de la vida de San Juan: siendo ya muy anciano, decía siempre lo mismo a los fieles: «Hijos míos, amaos unos a otros». En cierta ocasión, le preguntaron el porqué de su insistencia: «A lo cual respondió con esta sentencia digna de Juan: 'Porque es el precepto del Señor, y si éste solo se cumple, basta'» (Comm. in Ga, III, 6, 10).

1Jn 4, 7. Los atributos divinos, las perfecciones que Él tiene en grado máximo, son la causa de nuestras virtudes: porque Dios es Justo, por ejemplo, nos ha hecho capaces de ser justos. De la misma manera, porque Dios es amor, los hombres somos capaces de amar. El verdadero amor, la verdadera caridad, procede de Dios.

1Jn 4, 8. «Dios es amor»: Sin ser propiamente una definición -en 1Jn 1, 5 ha dicho «Dios es luz»-, esta expresión nos revela uno de los atributos divinos más consoladores: «Aunque nada más se dijera en alabanza del amor en todas las páginas de esta Epístola, exclama San Agustín; aunque nada más se dijera en todas las páginas de la Sagrada Escritura, y únicamente oyéramos por boca del Espíritu Santo 'Dios es amor', nada más deberíamos buscar» (In Epist. Ioann. ad Parthos, VII, 5).
El amor de Dios a los hombres se puso de manifiesto en la creación y en los dones preternaturales y sobrenaturales concedidos antes del pecado; tras el pecado del hombre, el amor de Dios aparece sobre todo perdonando y redimiendo -como San Juan indica a continuación (v. 9)-, de manera que la obra de la salvación es la obra de la misericordia divina: «Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que 'tanto amó Dios (…) que le entregó a su Hijo Unigénito' (Jn 3, 16), Dios que es amor no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Ésta corresponde no sólo a la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también a la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal» (Dives in Misericordia, 13).

1Jn 4, 9. Dios ha manifestado su amor a los hombres enviando a su propio Hijo; es decir, no son sólo las enseñanzas de Jesucristo las que nos hablan del amor de Dios, sino, sobre todo, su presencia entre nosotros: Él mismo, que es la plena revelación de Dios (cfr. Jn 1, 18; Hb 1, 1) y de su amor a los hombres. La fuente de todas las gracias es el amor que Dios nos tiene y que nos ha revelado, no exclusivamente con las palabras: también con los hechos. El amor divino hace que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hijo de Dios Padre, tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. Y el Verbo, la Palabra de Dios, es Verbum spirans amorem, la Palabra de la que procede el Amor (S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 43, a. 5; citando a San Agustín, De Trinitate, IX, 10).
El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (Jn 19, 34). Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, hasta el consummatum est (Jn 19, 30), el todo está consumado, por amor (Es Cristo que pasa, 162).
«Entre nosotros»: El alcance de la expresión griega es difícil recogerlo en nuestra lengua. Significa que el amor de Dios se ha manifestado ante los testigos de la vida del Señor -los Apóstoles- y ante los demás cristianos, que participan del testimonio apostólico (cfr. notas a 1Jn 1, 1-3); esta idea se repite en los vv. 14 y 16. Pero significa también «dentro de nosotros», en nuestro interior, en cuanto que por la gracia santificante participamos de la misma vida divina; cada cristiano es testigo de que Jesucristo ha venido para que los hombres «tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

1Jn 4, 10. Puesto que el amor es un atributo divino (v. 8), los hombres -en cuanto que participan de las cualidades de Dios- tienen capacidad de amar. Por tanto, siempre es Dios el que toma la iniciativa.
San Juan, explicando en qué consiste el amor, señala su manifestación suprema: «Envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados». A lo largo de la carta han aparecido expresiones semejantes: Jesucristo es «la víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 2, 2); el Hijo de Dios se manifestó «para destruir las obras del diablo» (1Jn 3, 8); «dio su vida por nosotros» (1Jn 3, 16). Todas ellas ponen de manifiesto: 1) Que la muerte de Jesucristo es un sacrificio en sentido estricto, el más sublime acto de reconocimiento de la soberanía de Dios. 2) Que es un sacrificio propiciatorio, pues con él alcanza el perdón divino de los pecados de los hombres. 3) Que es el acto supremo del amor de Dios, hasta el punto de que San Juan puede asegurar que «en esto consiste el amor».
Lo más asombroso, enseña San Alfonso María de Ligorio, «es que habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada, y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de Cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 1).

1Jn 4, 11-12. El Apóstol subraya aquí el fundamento teológico de la caridad fraterna: el amor que Dios nos ha demostrado con la Encarnación y muerte redentora de su Hijo, nos hace deudores de un amor semejante al suyo; en consecuencia «debemos» amar al prójimo con la gratuidad y el desinterés con que Él nos amó primero.
Además, amándonos unos a otros, estamos en comunión con Dios. El anhelo más profundo del corazón humano, que consiste en ver y poseer a Dios, no se puede saciar en esta vida, porque «a Dios nadie lo ha visto jamás» (v. 12); al prójimo, en cambio, lo vemos. De ahí que en esta vida, para estar en comunión con Dios, el camino sea la caridad fraterna. «El amor de Dios es lo primero que se manda -explica San Agustín-, y el amor del prójimo lo primero que se debe practicar (…). Tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo te harás merecedor de verle a Él. El amor del prójimo limpia los ojos para ver a Dios, como dice claramente Juan: Si no amas al prójimo, a quien ves, ¿cómo vas a amar a Dios, a quien no ves? (cfr. 1Jn 4, 20)» (In Ioann. Evang., 17, 8).

1Jn 4, 13. El don del Espíritu Santo es el criterio para estar seguros de nuestra comunión con Dios. Como el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, su presencia en el alma en gracia es necesariamente dinámica, es decir, impulsa a cumplir todos los mandamientos (cfr. 1Jn 3, 24), y especialmente el del amor fraterno. Esta exigencia interna es manifestación de que la tercera Persona de la Santísima Trinidad está actuando y, por tanto, señal de unión con Dios.
La acción del Espíritu Santo en el alma es un maravilloso y profundo misterio. «Esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, dice San Juan de la Cruz, con que Dios la transforma en Sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite, que no hay decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en cuanto tal puede alcanzar algo de ello» (Cántico Espiritual, canción 39).

1Jn 4, 14-15. Con gran fuerza, San Juan recuerda de nuevo (cfr. 1Jn 1, 4) que él y los demás Apóstoles han visto con sus propios ojos al Hijo de Dios, hecho hombre por amor nuestro. Han sido testigos oculares de su vida y muerte redentoras. Y en el Hijo, enviado por el Padre como salvador del mundo, se les ha revelado el insondable misterio de Dios cuyo ser es Amor. «'Dios rico en misericordia' (Ef 2, 4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha dado a conocer (cfr. Jn 1, 18; Hb 1, 1 ss.)» (Dives in Misericordia, 1).

1Jn 4, 16. «Conocer» y «creer» equivalen no a un mero conocimiento teórico, sino a una adhesión íntima y experimentada (cfr. notas a 1Jn 2, 3-6; 1Jn 4, 1-6; Jn 6, 69; Jn 17, 8). De ahí que cuando dice que han conocido y creído «en el amor que Dios nos tiene», no se está refiriendo a una verdad abstracta, sino al hecho histórico de la Encarnación y muerte de Cristo (v. 14), suprema manifestación del amor del Padre.
«El que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él». Santo Tomás explica «que de alguna manera el amado se encuentra en el amante. Y así, el que ama a Dios, en cierto modo lo posee, como dice San Juan (1Jn 4, 16) (…). Por otro lado, es una propiedad del amor que el amante se transforme en el amado; por lo que si amamos cosas viles y perecederas, nos tornamos viles e inestables, como aquellos que 'se hicieron abominables, como las cosas que amaron' (Os 9, 10). Si, por el contrario, amamos a Dios, somos hechos divinos, pues dice el Apóstol: 'El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él' (1Co 6, 7)» (In duo praecepta, prol., III).

1Jn 4, 17-18. La perfección de la caridad se manifiesta en la confianza serena ante Dios y la consiguiente ausencia de temor. La perfección del amor se realiza «en nosotros», como un don gratuito; pero también puede afirmarse que crece con nosotros, merced a nuestra libre correspondencia.
La confianza en el día del Juicio -cfr. también la nota a 1Jn 2, 28- ha de vivirse ya en esta vida. Un fundamento de tal confianza puede verse en la audaz afirmación: «…como es él, así somos nosotros». No se refiere a la simple imitación de virtudes o cualidades, sino a la profunda identificación con Cristo a que debe llegar el cristiano: «Vivo, pero ya no vivo yo -exclama San Pablo-, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20).
El temor incompatible con la caridad es el servil, que ve a Dios únicamente como autor de castigos por las transgresiones de sus mandamientos. Sí es compatible, en cambio, el temor filial, por el que el cristiano siente un profundo horror al pecado, ya que le aparta del amor de su Padre Dios. En los primeros pasos de la vida cristiana, el temor de Dios constituye un impulso importante (cfr., p. ej., Sal 111, 10; Si 1, 27): el Concilio de Trento enseña que los pecadores, «del temor de la justicia divina, del que son provechosamente sacudidos, pasan a la consideración de la divina misericordia y renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo» (De iustificatione, cap. 6).

1Jn 4, 18. La solución es amar, dice San Josemaría Escrivá. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: 'qui autem timet, non est perfectus in caritate'. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer.
-Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! -¡Adelante!
(Forja, 260).

1Jn 4, 19. Comentando este pasaje, explicaba San Agustín: «¿Cómo le habríamos de amar si Él no nos hubiera amado primero? Amándole nos hacemos amigos de Él; pero nos amó cuando éramos sus enemigos para hacernos sus amigos. Él nos amó primero y nos concedió amarle. Aún no le amábamos, pero amándole nos hacemos hermosos. ¿Qué hace un hombre, deforme y contrahecho amando a una mujer hermosa? (…) ¿Acaso podrá él amando cambiarse en hermoso? (…) Nuestra alma, hermanos míos, es fea debido a la iniquidad; amando a Dios se hace hermosa. ¿Qué amor es este que hace hermoso al amante? Dios siempre es hermoso, nunca deforme, jamás mudable. Nos amó primero quien siempre es hermoso» (In Epist. Ioann. ad Parthos, IX, 9).
«Amamos»: También podría traducirse por «debemos amarnos», como repetición de 1Jn 4, 11. Pero aquí parece tener sentido afirmativo: somos capaces de amar.

1Jn 4, 20-21. La calificación de «mentiroso» es muy dura (cfr. 1Jn 1, 6-10; 2Jn 1, 2-4): ser mentiroso es pertenecer al bando del diablo, padre de la mentira (cfr. Ioh 8, 44). Amar a Dios supone cumplir todos los mandamientos (cfr. Jn 14, 15; Jn 15, 10), y el mandamiento principal es el de la caridad: por tanto, es imposible amar a Dios sin amar al prójimo. Clemente de Alejandría recoge de la tradición cristiana una hermosa sentencia: «Ver a tu hermano es ver a Dios» (Stromata, I, 19; II, 15).
San Juan concluye la exhortación a la caridad, recordando con nueva fórmula el mandamiento de Jesucristo. De este modo queda bien patente que el amor al prójimo es inseparable del amor a Dios: la verdadera caridad es una corriente que va de Dios al cristiano y de éste a sus hermanos los hombres. «La caridad con Dios y con el prójimo es el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo» (Lumen gentium, 42).

1Jn 5, 1-5. El capítulo quinto es una recapitulación de toda la carta, poniendo de relieve la fe en Jesucristo (vv. 6-12) y la seguridad que esa fe lleva consigo (vv. 13-21).
En los primeros versículos (vv. 1-5), San Juan señala algunas consecuencias de la fe: el que cree en Jesucristo es hijo de Dios (v. 1); ama a Dios y a los hombres, sus hermanos (v. 2); cumple los mandamientos (v. 3) y participa de la victoria de Cristo sobre el mundo (vv. 4-5).

1Jn 5, 1. «El que ama a quien le engendró…»: Es un aforismo que expresa que quien ama a su padre, ama también a sus hermanos, porque han nacido de un mismo progenitor; no se concibe el amor a los padres sin la fraternidad. La Neovulgata aclara el alcance que esta máxima tiene en la carta, añadiendo Deum: «El que ama a Dios que le engendró…» ama al que ha nacido de Él; la fraternidad cristiana es consecuencia de la filiación divina.

1Jn 5, 4. «Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe»: Es tan importante la fe en Jesucristo, que todo bautizado participa por ella en el triunfo del Señor. Jesús ha vencido al mundo (cfr. Jn 16, 33) con su muerte y su Resurrección, y el cristiano -incorporado a Él por la fe- tiene a su alcance las gracias necesarias para vencer las tentaciones y participar de la misma gloria. En este texto el término «mundo» tiene un sentido peyorativo: significa todo aquello que se opone a la obra redentora de Cristo y a la consiguiente salvación de los hombres.

1Jn 5, 6. El «agua» y la «sangre» se han interpretado de modos diversos, según se apliquen -siguiendo un sentido más literal- a acontecimientos de la vida de Cristo, o se consideren como símbolos de algunos sacramentos. El agua, referida a la vida de Cristo, aludiría al Bautismo del Señor (cfr. Mt 3, 13-17 y par.), donde el Padre y el Espíritu Santo atestiguaron la divinidad de Jesucristo; la sangre aludiría a la Cruz, donde Cristo, Dios y Hombre verdadero, derramó su Sangre redentora. Según esta interpretación, San Juan se enfrenta aquí con los gnósticos, que afirmaban que Jesús de Nazareth se había convertido en Hijo de Dios por el Bautismo y había dejado de serlo antes de la Pasión: por tanto, en la Cruz sólo había muerto el hombre Jesús, desprovisto de su divinidad; pero esto supone negar el valor redentor de la muerte de Cristo.
Como símbolos de los sacramentos, el agua se referiría al Bautismo (cfr. Jn 3, 5) donde recibimos el Espíritu Santo y la vida de la gracia (cfr. Jn 7, 37-39); la sangre se aplicaría a la Eucaristía, donde participamos de la Sangre de Cristo, para tener vida en nosotros (cfr. Jn 6, 53.55.56). Jesús ha venido a dar la vida a los hombres (cfr. Jn 10, 10): esa vida la alcanzamos en primer lugar por el agua viva del Bautismo (cfr. Jn 4, 14; Jn 7, 37 ss.); y además, por la aplicación de la Sangre del Señor, que nos purifica de todo pecado (cfr. 1Jn 1, 7; 1Jn 2, 2; 1Jn 4, 10).
Ambas interpretaciones son compatibles, puesto que los sacramentos son signos sensibles de los efectos sobrenaturales de la muerte redentora de Cristo. Tertuliano, hablando del Bautismo, escribía: «Tenemos todavía un segundo baño, único también él, a saber, el de la sangre. De él decía el Señor: 'Tengo que ser bañado con un bautismo' (Lc 12, 50), cuando ya había sido bañado. Efectivamente, había 'venido por el agua y por la sangre' (1Jn 5, 6) según escribe Juan, para ser bañado por el agua, glorificado por la sangre, para hacer de nosotros llamados por el agua, elegidos por la sangre. Estos dos bautismos brotaron de la llaga de su costado traspasado: así los que creyeran en su sangre serían lavados por el agua; los que fueron lavados en el agua beberían también la sangre» (De baptismo, XVI).

1Jn 5, 7-8. La edición Sixto-Clementina de la Vulgata incluía un inciso, quedando el texto del modo siguiente: «7 Pues son tres los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo y estos tres son uno; y son tres los que dan testimonio sobre la tierra: 8 el Espíritu, el agua y la sangre y los tres coinciden en lo mismo». El texto subrayado -conocido como el comma, o inciso, joaneo- dio origen a una polémica a finales del siglo pasado sobre su autenticidad. La antigua Congregación del Santo Oficio dejó libertad a los teólogos para seguir investigando esta cuestión (cfr. Declaración del Santo Oficio, 2-VI-1927). Hoy está demostrado que el inciso fue introducido en España, hacia el siglo IV d. C., en un escrito atribuido a Prisciliano; por tanto no pertenece al texto original.
En el inciso se habla expresamente de la Santísima Trinidad; pero también prescindiendo de él se anuncia este misterio de la fe con suficiente claridad: se menciona a Jesucristo, Hijo de Dios (vv. 5-6), así como al Espíritu Santo (v. 6) y al Padre, que dan testimonio del Hijo (v. 9).
Según las normas legales del Antiguo Testamento, no bastaba el testimonio de uno solo en los procesos (Dt 17, 6; cfr. Jn 8, 17). San Juan aduce el de tres: el Espíritu Santo, el agua y la sangre. De esta manera desautoriza la doctrina de los gnósticos, pues confirma que el agua y la sangre, es decir, el Bautismo de Cristo y su muerte en la Cruz son manifestación de su divinidad. Ya se comprende que el término «testimonio» está aquí tomado en sentido amplio: en cuanto que en esos dos momentos importantes de su vida, Cristo se nos da a conocer como verdadero Dios.
Los Santos Padres que han entendido estas palabras como referidas a los sacramentos, suelen comentar cómo en ellos se hace presente internamente, y se manifiesta externamente, la gracia de Dios. En esa línea escribe San Beda: «El Espíritu Santo nos hace hijos adoptivos de Dios; el agua de la sagrada fuente nos lava; la sangre del Señor nos redime: el sacramento espiritual nos da doble testimonio, uno visible, otro invisible» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).

1Jn 5, 9-12. Con su estilo característico, San Juan va hilvanando unas frases breves -contrastadas con sus antítesis- muy densas de contenido. Enuncia escuetamente tres verdades importantes, que supone bien conocidas por los cristianos: 1) Dios Padre ha dado testimonio de su Hijo (v. 9); 2) es un testimonio vinculante: no creer es hacer mentiroso a Dios (v. 10); 3) Dios nos ha dado la vida en Cristo (vv. 11-12).
El Apóstol ha señalado antes que la fe en Jesús encuentra fundamento razonable en testimonios externos y produce como fruto la vida sobrenatural (cfr. 1Jn 1, 1-5). Ahora añade que además de los testigos mencionados poco antes -el espíritu, el agua y la sangre (vv. 6-8)-, es Dios Padre el que da testimonio. Aunque no lo dice expresamente, es evidente que Dios lo ha venido dando a lo largo de la vida de Jesucristo: sus palabras, sus milagros, su Pasión y Muerte, su Resurrección son muestras del testimonio de Dios acerca de la divinidad de Jesús. El creyente «lleva en sí mismo el testimonio» de Dios (v. 10), en cuanto que acepta y hace suyo el mensaje cristiano -la revelación-, con la seguridad de que viene de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. A la vez, el que cree en Jesucristo manifiesta a los demás su fe, transmitiéndoles la seguridad de que Jesús es verdadero Dios.
Fruto de la fe es la vida sobrenatural, que es germen y primicia de la vida eterna (vv. 11-12): ésta sólo puede alcanzárnosla Jesucristo, nuestro Salvador. «A los que todavía peregrinamos en esta vida nos ha dado en esperanza la vida eterna, que nos dará plenamente en los cielos cuando lleguemos a Él» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).

1Jn 5, 13-21. Las palabras de San Juan en el v. 13 evocan el primer epílogo de su Evangelio, cuando explica la finalidad que perseguía al escribirlo: «Para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 31). En este versículo de la carta, el Apóstol subraya la eficacia de la fe, que constituye ya un anticipo de la vida eterna (cfr. notas a 1Jn 3, 2; 1Jn 5, 9-12).
Las recomendaciones finales pretenden reforzar la confianza en la oración y urgir la necesidad de rogar por los pecadores (vv. 14-17); también insisten en la seguridad que la fe en el Hijo de Dios da al creyente (vv. 18-21).

1Jn 5, 14-15. El Apóstol ya se había referido antes a la confianza en la oración y a la seguridad de recibir lo que se pide, poniendo como motivo que «guardamos los mandamientos y hacemos lo que es grato a sus ojos» (1Jn 3, 22). Ahora insiste en que Dios nos escucha siempre, si pedimos «según su voluntad». De dos modos puede entenderse esta condición, explica brevemente San Beda: «En cuanto que pidamos las cosas que Él quiere, y que quienes nos acerquemos a pedir seamos tal y como Él quiere» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.). Es necesario por tanto que quien pide se esfuerce por vivir de acuerdo con la voluntad de Dios, y se identifique de antemano con sus designios. Si no lucha por vivir según los mandamientos de Dios, no puede pretender que Él escuche sus oraciones
Cuando la oración reúne las debidas condiciones, «tenemos ya lo que hemos pedido», según nos garantiza el mismo Señor: «Si me pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 14). «No nos extraña, pues, que el demonio haga todo lo posible para movernos a dejar la oración o a practicarla mal -enseñaba el Santo Cura de Ars-, pues sabe mejor que nosotros qué terrible es para el infierno y cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración!» (Sermones escogidos, Quinto domingo después de Pascua).

1Jn 5, 16-17. «Pecado de muerte»: El sentido del texto original es «pecado que lleva a la muerte». La gravedad de esta falta -cuya naturaleza no especifica San Juan- recuerda la de la blasfemia contra el Espíritu Santo (cfr. Mt 12, 31-32) y la del pecado de apostasía de que se habla en la Carta a los Hebreos (Hb 6, 4-8).
Los Santos Padres han interpretado esta expresión de formas variadas, refiriéndola a distintos pecados graves. Atendiendo al contexto de la carta -en los capítulos anteriores San Juan ha hablado con frecuencia de los anticristos y falsos profetas que «salieron de entre nosotros» (1Jn 2, 19)-, la interpretación más adecuada parece la de San Beda y San Agustín, que la aplican al pecado del apóstata que, además, ataca la fe de los otros cristianos: «Considero, explica San Agustín, que el pecado de muerte es el de un hermano que, después de haber conocido a Dios por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, combate la unión fraterna y se agita con llamas de envidia contra esa misma gracia, por la que fue reconciliado con Dios» (De Serm. Dom. in monte, I, 22, 73).
Si San Juan no manda expresamente rezar por esos pecadores, no quiere decir que sean irrecuperables, o que sea inútil pedir por ellos. El Papa San Gelasio I enseña: «Hay pecado de muerte para los que permanecen en el mismo pecado; hay pecado no de muerte para quienes se apartan del mismo pecado. Ningún pecado hay, ciertamente, por cuyo perdón no ore la Iglesia, o del que, por la potestad que le fue divinamente concedida, no pueda absolver a quienes se apartan de él» (Ne forte).
Refiriéndose a este pasaje, dice el Papa Juan Pablo II: «Obviamente, aquí el concepto de muerte es espiritual: se trata de la pérdida de la verdadera vida o vida eterna, que para Juan es el conocimiento del Padre y del Hijo (cfr. Jn 17, 3), la comunión y la intimidad entre Ellos. El pecado que lleva a la muerte parece ser en este texto la negación del Hijo (cfr. 1Jn 2, 22), o el culto a las falsas divinidades (cfr. 1Jn 5, 21). De cualquier modo con esta distinción de conceptos, Juan parece querer acentuar la incalculable gravedad de lo que es la esencia del pecado, el rechazo de Dios, que se realiza sobre todo en la apostasía y en la idolatría, o sea en repudiar la fe en la verdad revelada y en equiparar con Dios ciertas realidades creadas, elevándolas al nivel de ídolos o falsos dioses (cfr. 1Jn 5, 16-21)». Y, tras referirse a la blasfemia contra el Espíritu Santo, de que se habla en el Evangelio de San Mateo (Mt 12, 31-32), añade: «Es claro que se trata de expresiones extremas y radicales del rechazo de Dios y de su gracia y, por consiguiente, de la oposición al principio mismo de la salvación (cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 14, aa. 1-3), por las que el hombre parece cerrarse voluntariamente la vía de la remisión. Es de esperar que pocos quieran obstinarse hasta el final en esta actitud de rebelión o, incluso de desafío contra Dios, el cual, por otro lado, en su amor misericordioso es más fuerte que nuestro corazón-como nos enseña también San Juan (cfr. 1Jn 3, 20)- y puede vencer todas nuestras resistencias psicológicas y espirituales, de manera que -como escribe Santo Tomás de Aquino- 'no hay que desesperar de la salvación de nadie en esta vida, considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios' (Suma Teológica, II-II, q. 14, a. 3, ad 1)» (Reconciliatio et Paenitentia, 17).

1Jn 5, 16. «Pida y le dará la vida»: La Neovulgata, aclarando el sentido de la frase dice: «Pida y Dios le dará la vida».

1Jn 5, 18-20. «Sabemos»: Así comienzan los tres versículos. No se refiere propiamente a un conocimiento teórico, sino al que proviene de la fe viva. San Juan resume la gozosa seguridad del cristiano, tal como ha venido enseñando a lo largo de la carta (cfr. 1Jn 2, 3-6 y nota). Una confianza que se fundamenta en tres verdades consoladoras: 1) el que ha nacido de Dios no peca (cfr. 1Jn 3, 6-9 y nota); 2) «somos de Dios», y por tanto especialmente libres frente al mundo, que continúa sometido al mal (cfr. 1Jn 4, 4; 1Jn 5, 12); 3) el Hijo de Dios se ha hecho hombre (cfr. 1Jn 4, 2; 1Jn 5, 1). La Encarnación del Verbo es la verdad central que ilumina las anteriores, porque nuestro conocimiento sobrenatural es efecto de la Encarnación (v. 20): Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es también la vida eterna, porque sólo en Él podemos alcanzarla.

1Jn 5, 18. «En esta afirmación de San Juan -enseña el Santo Padre Juan Pablo II- hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no pecar, el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo texto. Pero poco antes escribía: 'Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque el germen divino permanece en él' (1Jn 3, 9). Si por este 'germen divino' nos referimos -como proponen algunos comentaristas- a Jesús, el Hijo de Dios, entonces podemos decir que para no pecar -o para liberarse del pecado- el cristiano dispone de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es misterio de piedad» (Reconciliatio et Paenitentia, 20).

1Jn 5, 19. «El mundo entero yace en poder del Maligno»: Aunque el término griego podría ser neutro y admitiría una traducción más abstracta -«en poder del mal»-, es más coherente con el contexto entenderlo en sentido personal. San Juan destaca el contraste entre los seguidores de Cristo y los del Maligno: mientras que el mundo -en sentido peyorativo- está como esclavo en poder del diablo, los verdaderos cristianos «estamos en Cristo», como libres, participando de su propia vida. «Nosotros hemos nacido de Dios por la gracia y en el bautismo hemos sido regenerados por la fe. En cambio los que aman al mundo están sometidos al enemigo, bien porque todavía no se han liberado de su dominio por las aguas de la regeneración, bien porque, después de regenerados, han vuelto a someterse a su dominio por el pecado» (In I Epist. S. Ioannis, ad loc.).

1Jn 5, 20. «El Verdadero», esto es, el único verdadero Dios frente a los falsos dioses; con esta palabra escueta los judíos se referían a Dios sin nombrarlo. Cuando, a continuación, San Juan dice «estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo», está confesando la divinidad de Jesús y su condición de único Mediador entre el Padre y los hombres.

1Jn 5, 21. A primera vista, esta exhortación final puede llamar la atención. Sin embargo, era oportuna porque aquellos primeros cristianos vivían en medio de un mundo pagano, y estaban expuestos al peligro de idolatría.
Con todo, quizá San Juan hable más bien en sentido metafórico: el verdadero peligro de los cristianos, entonces y ahora, es seguir a los ídolos del corazón, al pecado. En este consejo final querría decirles: Guardaos del pecado, guardaos de los que con falacias os inducen a él.