GALATAS

Ga 1, 1-5. Las palabras del saludo de la epístola nos ofrecen los dos ejes en torno a los cuales gira toda ella: la confirmación de la autoridad apostólica de San Pablo (v. 1) y la eficacia de la Redención universal cumplida por Jesucristo (v. 4). El primer tema ocupa los caps. 1-2; el segundo, el resto de la carta.
De esta forma -ya desde el principio- el Apóstol sale al paso de los errores que difundían los judaizantes, que negaban su autoridad y querían mantener la necesidad de la circuncisión y demás observancias mosaicas.

Ga 1, 1. San Pablo comienza esta carta recordando el origen divino de su condición de Apóstol. Era verdad que, a diferencia de los Doce, Pablo no había sido llamado por el Señor durante su vida pública, como él mismo reconoce: «Y en último lugar, como a un abortivo, se me apareció a mí también. Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol» (1Co 15, 8-9). De ahí que él ponga de relieve el carácter gratuito de su apostolado, y los efectos del mismo: «Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que se me dio no resultó vana, antes bien, he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1Co 15, 10; cfr. 1Co 9, 1-2; Ga 2, 8). Como observa San Agustín, la posteridad en el tiempo viene compensada por el hecho de que es el mismo Cristo glorificado quien le llama, de modo que la autoridad del testimonio de Pablo es igual que la de los Doce (cfr. Exp. in Ga, 2).
El fundamento de la autoridad apostólica de Pablo, por tanto, es la vocación recibida directamente de Jesucristo (cfr. Hch 9, 1-18). Por esto revela que él es apóstol no «de parte de los hombres», sino «por obra de Jesucristo y de Dios Padre». Al unir tan íntimamente, dentro de la misma frase, el nombre de Cristo y el de Dios Padre, el Apóstol defiende su autoridad fundamentándola en la voluntad de Jesucristo -como había ocurrido con los Doce- y en los planes salvíficos de Dios Padre.

Ga 1, 2. Sobre quiénes eran los gálatas y las particularidades de la iglesia de Galacia, vid. Introducción especial a las Epístolas de San Pablo a los Gálatas y a los Romanos, pp. 91-93.

Ga 1, 3. Sobre los dones de gracia y paz, cfr. nota a Rm 1, 7.

Ga 1, 4. La muerte redentora de Cristo es causa eficaz de la expiación de nuestros pecados y -como consecuencia- nos hace libres de «este mundo perverso». Esta expresión indica -como muchas veces en el Evangelio de San Juan- el pecado y los poderes opuestos a Dios que actúan en la historia y aparecen como una realidad presente. De ellos es rescatado el hombre por la obra redentora de Cristo. El mundo en sí fue creado bueno, pero a causa del pecado se empañó su bondad original y, en la medida en que refleja la voluntad perversa humana, es ocasión de pecado. A través de la Redención «se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: 'Y vio Dios que era bueno' (cfr. Gn 1, 10) (…). En Jesucristo el mundo visible, creado por Dios para el hombre (cfr. Gn 1, 26-30) -el mundo que, al entrar el pecado, ha quedado sujeto a la vanidad (Rm 8, 20; cfr. Rm 8, 19-22; Gaudium et spes, 2 y 13)-, adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor» (Redemptor Hominis, 8). El hombre empieza entonces a vislumbrar las cosas del cielo.
Es, según una comparación de San Jerónimo, como el pez que, levantado por el anzuelo del Pescador divino, pasa del abismo de este mundo a la palabra de Dios. «Pero no pasa lo mismo que en la naturaleza. Porque los peces mueren al ser sacados del mar, en cambio los Apóstoles nos sacaron del mar de este mundo, nos pescaron, para darnos la vida a los que estábamos muertos (…). Hemos comenzado a ver el sol, a ver la verdadera luz y emocionarnos de puro gozo en lo íntimo de nuestra alma» (Hom. a los neófitos sobre Sal 41). Con esta luz se puede mirar al mundo, redimido por Cristo, con optimismo, y descubrir todos los aspectos positivos que encierra, junto con la posibilidad de santificarlo y santificarse. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica (Es Cristo que pasa, 125).

Ga 1, 6-9. En la conducta de los gálatas ha habido un cambio inesperado y rápido, ya que, apenas San Pablo había terminado de anunciar por segunda vez el Evangelio, algunos enemigos suyos se han presentado para desautorizar al Apóstol y han logrado convencer a los gálatas, sobre todo en lo concerniente a la circuncisión.
Ante la situación creada, el Apóstol expone con claridad y fortaleza que sólo hay un Evangelio, un único modo de obtener la salvación. «Aquellos quieren -explica San Jerónimo- mudar el Evangelio de Cristo, cambiarlo, trastocarlo: pero no pueden conseguirlo, pues ese Evangelio es de tal naturaleza que no puede ser verdadero si no es como es» (Comm. in Ga, 1, 7).
El contenido de la Revelación -el depósito de la fe- es intocable. Los Apóstoles, como dice su mismo nombre, han sido enviados para transmitir fielmente lo que a su vez han recibido (cfr. 1Co 11, 23). Por eso, San Pablo encarecerá a sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, Tito y Timoteo, que guarden con esmero el conjunto de verdades que les ha enseñado (cfr. 1Tm 6, 20; 2Tm 1, 14; Tt 1, 9; Tt 2, 1; etc.).
Con gran fuerza inculca San Pablo la guarda del depósito de la fe y reacciona contra quienes pretenden adulterarlo. Contra éstos -como vemos en el texto- pronuncia las más graves palabras. Efectivamente, el intento de sustituir el verdadero Evangelio de Jesucristo por una doctrina distinta, merece el severo juicio que, en nombre de Dios, emite el Apóstol. Del mismo modo «la Iglesia, que recibió juntamente con el oficio apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y deber de proscribir (…) las opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe» (Dei Filius, cap. 4).
No cabe, pues, un «nuevo cristianismo» que haya de ser descubierto: «La economía cristiana, como alianza que es eterna y definitiva, no pasará jamás, y ya no hay que esperar nueva revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Nuestro Señor Jesucristo» (Dei verbum, 5).

Ga 1, 10. Una de las acusaciones que dirigían contra San Pablo era que, para facilitar la conversión al cristianismo, buscaba agradar a los hombres, y que por ello no exigía a los gentiles la circuncisión. En realidad la única mira del Apóstol era servir a Cristo, cumpliendo la voluntad de Dios sin cuidarse del favor de los hombres. Para San Pablo, como decía San Juan Crisóstomo, «vivir del amor de Cristo era la vida, el mundo, el cielo, el bien presente, el reino, la promesa, el bien inconmensurable; fuera de esto no se preocupaba de clasificar las cosas en tristes o alegres, ni juzgaba agradables o desagradables ninguna de las cosas que se poseen en este mundo» (Hom. 2 de laudibus S. Pauli).
San Pablo puede afirmar que no le importaba que hubiera quienes no le comprendieran, quienes incluso rechazaran su doctrina. Tenía experiencia de la oposición que ofrecían a veces sus oyentes frente a las exigencias del Evangelio, pero esto no le llevó nunca a desvirtuar la realidad de la Cruz, para hacer más fácil de aceptar la verdad que anunciaba. Además, el seguir a Cristo le había acarreado la enemistad y la persecución de parte de los judíos (cfr. Hch 13, 50).
La conducta del Apóstol constituye un estímulo para vencer los respetos humanos. Aunque la vida cristiana choque a veces con el ambiente, debemos permanecer firmes en las exigencias de la fe. Por lo tanto, cuando en nuestra vida personal o en la de los otros advirtamos algo que no va, algo que necesita del auxilio espiritual y humano que podemos y debemos prestar los hijos de Dios, una manifestación clara de prudencia consistirá en poner el remedio oportuno, a fondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas (Amigos de Dios, 157).
Santa Teresa escribe a su vez: «Andamos procurando juntarnos con Dios por unión, y queremos seguir los consejos de Cristo cargado de injurias y testimonios, y queremos a la vez muy entera nuestra honra y crédito. No es posible llegar allá, que no van por un camino» (Libro de su vida, cap. 31). Para servir a Dios de verdad hemos de estar dispuestos a soportar la indiferencia y la incomprensión cuantas veces haga falta. Sin duda que has purificado bien tu intención cuando has dicho: renuncio desde ahora a toda gratitud y pago humanos (Camino, 789).

Ga 1, 11-12. «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22, 10), preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesucristo: «Levántate, entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer» (Ibid.). El antiguo perseguidor, tocado por la gracia, recibirá la instrucción y el bautismo, por medio de un hombre –Ananías-, según las vías ordinarias de la Providencia. De este modo Jesucristo le hizo ejercitarse en la humildad, la obediencia y el abandono. El Evangelio predicado por San Pablo coincide con el que proclamaban los demás Apóstoles, y tenía ya el carácter de «tradición» en la Iglesia naciente (cfr. 1Co 15, 3; Ga 2, 2). Todo esto no es obstáculo para que San Pablo pueda proclamar con verdad -como lo hace en los versículos que comentamos- que su Evangelio no viene de un hombre, sino de una revelación de Jesucristo. En primer lugar, porque al ver a Jesucristo resucitado, recibió la luz sobrenatural para entender que Jesús era no sólo el Mesías sino el Hijo de Dios; y porque además a esta primera revelación siguieron otras muchas a las que alude en sus epístolas (cfr. 1Co 11, 23; 1Co 13, 3-8 y, sobre todo, 2Co 12, 1-4).
El caso de San Pablo fue singular, pues el modo ordinario de conocer el Evangelio de Cristo era recibirlo o aprenderlo de quienes habían sido testigos de su vida y de sus enseñanzas. Así ocurre, por ejemplo, con el evangelista San Lucas (cfr. Lc 1, 2). También San Pablo sintió la necesidad de ir a Jerusalén y conocer allí la predicación directa de los Apóstoles (vid. más adelante Ga 1, 16-18), sobre todo la de San Pedro.

Ga 1, 13-14. Por el libro de los Hechos de los Apóstoles conocemos el celo religioso de Saulo, que era fariseo, había estudiado a los pies de Gamaliel (cfr. Hch 22, 3; Flp 3, 5) y había presenciado, consintiendo, el martirio de Esteban (cfr. Hch 7, 58; Hch 8, 1). Durante la persecución contra los cristianos Saulo se destacó por su afán en descubrir y encarcelar a los seguidores de Jesucristo, más allá incluso de los límites de Judea (cfr. Hch 9, 1-2). Era sin duda un hombre convencido de su fe judía, celoso cumplidor de la Ley, y orgulloso de ser hebreo (cfr. Rm 11, 1; 2Co 11, 22). Tanto se hizo temer que los primeros cristianos no acababan de creer en su conversión (cfr. Hch 9, 26). Pero ese mismo ardor y apasionamiento era, según una comparación de San Agustín (cfr. Contra Fausto, XXII, 70), como una selva impracticable, que siendo un gran obstáculo es, sin embargo, indicio de la fecundidad del suelo. El Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron extraordinarios.
Así ocurrió con San Pablo; así puede volver a ocurrir con cada uno, por graves que sean sus faltas. Es la acción maravillosa de la gracia, que no cambia la naturaleza, sino que la sana y purifica, y luego la eleva y perfecciona: ¡Animo! Tú… puedes. -¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde…, con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz? (Camino, 483).

Ga 1, 15-16. En más de una ocasión se lee en la Escritura que Dios eligió a sus enviados cuando aún se encontraban en las entrañas maternas (cfr. Jr 1, 5; Is 49, 1-5; Lc 1, 15; etc.). Se subraya así la iniciativa gratuita de Dios y la ausencia de méritos personales previos. La vocación es un don divino sobrenatural, que Dios nos ha preparado desde toda la eternidad. Cuando la voluntad divina se le manifestó en el camino de Damasco (cfr. Hch 9, 3-6), San Pablo no pidió consejo «a la carne ni a la sangre». Es decir, no consultó a ningún hombre, porque tenía la seguridad de que Dios mismo le había llamado. Tampoco quiso atender los consejos de la prudencia carnal, sino que fue generoso con el Señor. Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los Apóstoles, cuando escucharon la invitación de Jesús, dejaron las redes «al instante» (Mt 4, 20.22; Mc 1, 18) y siguieron al Maestro abandonando «todas las cosas» (Lc 5, 1). De la misma manera Saulo, el antiguo perseguidor, sirvió al Señor «enseguida». Si se dirigió a Ananías, en Damasco, fue por mandato expreso de Jesús, para ser instruido, recibir el bautismo y conocer cuál era su misión (cfr. Hch 9, 15-16).
La llamada divina, por tanto, exige una respuesta inmediata. «Considerad la fe y la obediencia de los Apóstoles -dice San Juan Crisóstomo-. Hallándose en medio de su trabajo (¡y bien sabéis qué atractiva es la pesca!) es cuando escuchan su mandato; entonces no vacilan ni pierden tiempo: no dijeron 'vamos a volver a casa y a despedirnos de los parientes'. No, lo dejan todo y le siguen (…). Ésa es la obediencia que Cristo nos pide: no interponer ni un minuto de dilación, por muy necesario que sea lo que nos pueda detener» (Hom. sobre San Mateo, 14, 2). Y San Cirilo de Alejandría comenta; «Porque Jesús dijo también: 'Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios…', y miró hacia atrás el que pidió permiso de volver a su casa y hablar con los parientes. Pero vemos que no hicieron así los santos Apóstoles, sino que siguieron a Jesús dejando enseguida la barca y los padres. También Pablo 'enseguida, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre'. Así han de ser los que quieren seguir a Cristo» (Commentarium in Lucam, 9).
El seguimiento de Cristo se impone también, aun en el caso de que los parientes se opongan abiertamente o quieran aplazar la decisión definitiva, tal vez movidos por la prudencia de la carne: «Se debe honrar a los padres, pero a Dios se le debe obedecer. Hay que amar a quien nos engendró, pero hay que dar el primer lugar al que nos creó», dice con fuerza San Agustín (Sermo 100).
Ni siquiera la inseguridad acerca de la perseverancia al ver nuestras debilidades nos puede detener ni preocupar, más bien se debe pedir ayuda con toda confianza, porque, como enseña el Concilio Vaticano II, cuando el Señor llama hay que responder «de forma que sin atender a la carne y a la sangre, se vincule uno totalmente a la obra del Evangelio. Pero no puede darse esta respuesta sin la moción y la fortaleza del Espíritu Santo. Por eso el que ha sido llamado debe prepararse a perseverar firme en su vocación durante toda su vida, estar dispuesto a renunciar a todo lo propio para hacerse así todo para todos» (Ad gentes, 24).

Ga 1, 17-20. Después de una temporada de penitencia y de meditación, San Pablo marchó a Jerusalén (cfr. Hch 9, 26-30) para ver a Cefas, es decir, a Pedro. Es muy significativa la estancia de quince días junto a Pedro, señal del reconocimiento y veneración que Pablo tenía hacia el que fue elegido como piedra y fundamento de la Iglesia.
Pasada la generación de los Apóstoles, a lo largo de los siglos los cristianos han manifestado su amor a Pedro y a sus sucesores, acudiendo -muchas veces con grandes esfuerzos y peligros- a Roma: Católico, Apostólico, ¡Romano! –Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu 'romería', 'videre Petrum', para ver a Pedro (Camino, 520). La unión y veneración al Romano Pontífice es, pues, una manifestación, clara y práctica, de buen espíritu cristiano.
«Santiago, el hermano del Señor» (cfr. notas a Mt 12, 46-47 y Mt 13, 55) es, según la opinión más generalizada, Santiago el Menor (cfr. Mc 15, 40), llamado también el de Alfeo (cfr. Lc 6, 15), y autor de la carta que lleva su nombre (cfr. St 1, 1).

Ga 2, 1-10. San Pablo había finalizado su primer viaje apostólico volviendo a Antioquía de Siria, de donde había partido. Sabemos que la comunidad cristiana de aquella ciudad, encrucijada importante de culturas y razas, había surgido como consecuencia providencial de la dispersión de los fieles de Jerusalén que siguió al martirio de Esteban (cfr. Hch 11, 19-26). Algunos cristianos huidos de Jerusalén habían llevado allí la nueva fe, pero se habían limitado a predicar y a convertir a los judíos. Luego, por obra de otros cristianos que pertenecían al judaísmo de fuera de Palestina, llamado de la diáspora, empezaron a sumarse a la nueva religión también los paganos. Bernabé había recibido el encargo por parte de la iglesia de Jerusalén de organizar la naciente comunidad cristiana de Antioquía (cfr. Hch 11, 19-24). Más tarde escogió como colaborador suyo a Pablo, que vivía retirado en Tarso (cfr. Hch 11, 25-26).
Los discípulos de Antioquía, donde por primera vez recibieron el nombre de «cristianos», pertenecían a todas las condiciones étnicas y sociales. La breve lista de los nombres de «profetas y doctores» de la iglesia antioquena (cfr. Hch 13, 1-3) nos hace ver la variedad que había entre ellos: unos eran de origen africano, como Simón «el Negro», otros del Mediterráneo occidental y de cultura romana, como Lucio de Cirene; había de la familia de Herodes, como Manahén; judíos de las comunidades fuera de Palestina, como los mismos Bernabé y Saulo.
En el marco de esta variedad de origen, algunos cristianos procedentes del judaísmo pensaban que los paganos convertidos al cristianismo tenían que someterse a las prescripciones de la Ley mosaica (junto con las aplicaciones que la tradición judía había ido añadiendo), y, como puerta de entrada al pueblo elegido, exigían que esos convertidos del paganismo fueran circuncidados, como todos los judíos.
Cuando esos «judaizantes» que llegaron de Jerusalén (cfr. Hch 15, 1), afirmaron que la circuncisión era necesaria para la salvación, se trató de decidir algo más que el simple acatamiento a la Ley de Moisés: la Redención obrada por Cristo ¿bastaba para alcanzar la salvación, o seguía siendo necesario incorporarse al pueblo israelita con todas sus exigencias rituales?
El problema tuvo que provocar una división considerable. Hch 15, 2 nos habla de una oposición y controversia «no pequeña». En esta situación indudablemente dolorosa, el texto de Gálatas nos muestra que Pablo se decidió a intervenir movido por una revelación de Dios. Se trataba de afirmar de modo inequívoco la fuerza salvadora de la redención de Cristo. Es decir, no hacía falta la circuncisión ni, por tanto, someterse a las prolijas prescripciones rituales del judaísmo. Pablo expuso en Jerusalén «el Evangelio» que anunciaba entre los Gentiles. Junto con él fue Bernabé, y un joven discípulo hijo de padres paganos, Tito, tal vez bautizado por el mismo Apóstol (cfr. Tt 1, 4, donde le llama «hijo amado»), y que sería después uno de sus más fieles colaboradores.

Ga 2, 1. Desde su conversión hasta la fecha en que fue redactada esta carta, San Pablo realizó tres viajes a Jerusalén (cfr. Hch 9, 26; Hch 11, 29-30; Hch 15, 1-6). De estos tres viajes aquí habla sólo del primero y del tercero, omitiendo la breve estancia en Jerusalén con Bernabé (cfr. Hch 11, 29-30) por su escaso relieve.
Las exigencias de los judaizantes eran inadmisibles y claramente peligrosas. Por eso Pablo y Bernabé se opusieron abiertamente ya en Antioquía y, al no conseguir la tranquilidad y la unión, se hizo preciso marchar a la Ciudad Santa, para que los mismos Apóstoles y los presbíteros residentes en Jerusalén decidieran lo que había que hacer.

Ga 2, 3-5. Los «falsos hermanos» eran algunos cristianos procedentes del judaísmo, que no sólo creían necesario para salvarse el rito de la circuncisión y demás prescripciones acumuladas a la Ley de Moisés, sino que también obligaban a ello a los cristianos procedentes de la gentilidad. Tanto la postura teórica como la práctica de esos «falsos hermanos» se presentaba para San Pablo como un gravísimo error en la fe y un peligro no menor para la conducta cristiana: aceptar la postura de tales judaizantes era condicionar el valor redentor de la Vida, Muerte y Resurrección de Jesús. Aunque ellos no se percataran de las consecuencias, era quedarse en la misma situación de la historia salvífica anterior a la redención operada por Cristo. Los judaizantes sostenían firmemente que para ser cristiano había que incorporarse previamente a la religión judía y cumplir todas sus prescripciones. No habían entendido que Jesucristo nos ha liberado también de la esclavitud que conllevaba la Antigua Ley. Por eso, en estos versículos, recuerda San Pablo que no transigió con esos «falsos hermanos», y que su actitud era la correcta, puesto que ni siquiera Tito fue obligado a circuncidarse en Jerusalén, donde este grave problema había sido planteado ante los Apóstoles.

Ga 2, 6-9. La frase «los que parecían ser algo» puede dar la impresión de un cierto tono de ironía, pero por el contexto se advierte que San Pablo acepta rendidamente esa autoridad. Es como si dijera: toda autoridad viene de Dios, y si Él escoge a algunos, los escoge sin hacer «acepción de personas». Por eso no importa la estima o el aprecio humano, si uno parece mucho o poco, sino la misión encomendada por Dios.
Los que hacían cabeza, las «columnas» de la Iglesia, vieron en la misión recibida por Pablo una nueva manifestación de la misericordia divina. Así como Pedro había sido elegido para predicar preferentemente a los judíos. Pablo por su parte había sido designado para evangelizar a los gentiles.
Esta distinción, por supuesto, no quería decir que San Pedro o San Pablo tuvieran un ámbito exclusivo de predicación. En realidad, podían predicar, y así lo hicieron, tanto a paganos como a judíos, de forma indistinta. Lo único que se pretendió fue determinar la tarea concreta a que cada uno se debía dedicar inmediatamente.

Ga 2, 6. El verbo original de la frase «ninguna corrección me hicieron» quiere decir literalmente «añadieron» o «impusieron» en el sentido de alguna prescripción o carga. La frase, por tanto, puede ser leída de la siguiente manera: porque los que gozaban de autoridad no me impusieron ninguna obligación, ni hicieron ninguna corrección a mi doctrina o a mi modo de actuar.

Ga 2, 10. El libro de los Hechos nos manifiesta la preocupación de la primitiva Iglesia por atender las necesidades materiales de sus hijos. Esto se pone de relieve, por ejemplo, cuando nos habla del llamado «servicio de las mesas», que no era otra cosa que una labor asistencial a los necesitados. Esta actividad se hizo cada vez más absorbente y requirió el nombramiento de los siete diáconos, con el fin de que los Apóstoles se pudiesen dedicar a su tarea propia y especifica: la oración y el ministerio de la palabra o predicación (cfr. Hch 6, 1-6).
San Pablo cumplió el encargo de los Apóstoles de no olvidarse de promover colectas en favor de los pobres, como consta por la frecuencia con que aparece en sus escritos este tema (cfr. 1Co 16, 1-3; 2Co 8, 1-15; 2Co 9, 15; etc.). Precisamente una de las razones de su último viaje a Jerusalén fue la de entregar el importe de la colecta en las comunidades cristianas de Grecia y Asia Menor.

Ga 2, 11-14. En su trato con los judíos, San Pablo había cedido algunas veces en lo accesorio, con tal de poder mantener lo esencial del Evangelio: hizo circuncidar a Timoteo, que era de madre judía, «a causa de los judíos que había en aquellos lugares» (Hch 16, 3), y se sometió él mismo a algunas prácticas para disipar sospechas y recelos (cfr. Hch 21, 22-26). De igual modo aconseja paciencia y comprensión con los «débiles» en la fe, es decir, con aquellos cristianos de procedencia judía, que mantenían algunas costumbres judaicas relativas a los días de ayuno, a los alimentos puros e impuros y a la carne de los animales inmolados a los ídolos (cfr. Rm 14, 2-6; 1Co 10, 23-30). Pero cuando se trataba del tema capital de la libertad de los cristianos respecto de la Ley mosaica, el Apóstol se manifestó siempre firme, apoyándose en la decisión del concilio de Jerusalén.
La corrección de Pablo a Pedro no iba en contra de la autoridad de éste. Por el contrario, si se hubiera tratado de un personaje cualquiera, quizá el Doctor de las Gentes no hubiera actuado; pero al tratarse de Cefas, es decir, de la «piedra» de la Iglesia, era preciso intervenir decididamente para evitar la impresión de que los cristianos procedentes de la gentilidad estaban obligados a someterse a la manera de vivir de los judíos.
El episodio, lejos de empañar la santidad y la unidad de la Iglesia, demuestra la admirable unión espiritual entre los Apóstoles, la estimación de San Pablo hacia la cabeza visible de la Iglesia, y la gran humildad de Pedro para rectificar. Por eso dice San Agustín: «Quien era reprendido era más digno de admiración y más difícil de imitar que su propio reprensor (…). Esto sirve como extraordinario ejemplo de humildad, que es la más grande de las enseñanzas cristianas, pues por la humildad se conserva la caridad» (Exp. in Ga, 15).

Ga 2, 12. Cuando se afirma que los judaizantes eran «los que estaban con Santiago», no se quiere decir que hubieran sido enviados por este apóstol. Se quiere señalar más bien que venían de Jerusalén, donde después de la persecución de Herodes Agripa y la forzosa fuga de San Pedro (cfr. Hch 12, 17), Santiago el menor quedó como obispo de aquella iglesia. Lo que sí es probable es que estos cristianos, que no habían abandonado la Ley mosaica y las prescripciones judías, se ampararan bajo el nombre de este apóstol, «hermano del Señor», que gozaba de una veneración y de un respeto indiscutidos.

Ga 2, 15. San Pedro, San Pablo y los demás apóstoles son de raza hebrea, pertenecientes por tanto al Pueblo santo de Dios. A pesar de ello han considerado que no podían obtener la salvación mediante el cumplimiento de la Ley mosaica, «ya que por las obras de la Ley ningún hombre será justificado» (v. 16; cfr. Rm 3, 21-26).

Ga 2, 16. «Toda aquella observancia de las sombras -comenta San Agustín- debía terminar insensiblemente y poco a poco, según iba creciendo la sana predicación de la gracia de Cristo (…), dentro de la época de aquella generación de judíos que vieron la presencia corporal del Señor y vivieron los tiempos apostólicos. Esto bastaba para asegurar que esas prácticas no debían ser prescritas como detestables ni como idolátricas. Pero no debían tampoco mantenerse más tiempo, para que no las creyeran necesarias, como si la salvación viniese de ellas o no pudiera darse sin ellas» (Epístola 82, II, 15).
Podemos distinguir como tres tiempos en la observancia de las prescripciones judaicas. Un tiempo anterior a la Pasión de Cristo, cuando los preceptos legales estaban «vivos», es decir, eran de obligado cumplimiento. Otro tiempo, entre la Pasión de Cristo y la difusión de la predicación apostólica, cuando los preceptos ya no eran obligatorios, habían «muerto» pero no eran todavía mortales: los judíos conversos podían observarlos, con tal de no poner en ellos su esperanza, porque la esperanza era ya Jesús. El tercer tiempo corre a partir de la difusión de la verdad y de la gracia de Cristo. En este tiempo, que es también el nuestro, observar los preceptos judaicos como medio de salvación, equivale a negar la fuerza redentora de Cristo; y por ello tales preceptos pueden llamarse «mortales» (cfr. Comentario sobre Ga, ad loc.).
San Agustín utiliza una comparación muy expresiva: los antiguos «sacramentos» de la Ley quedaron, al llegar la fe en Cristo, como unos difuntos a los cuales se debe respeto y honor. Habían de ser enterrados con todos los ritos necesarios, no por simulación, sino religiosamente. No podían ser abandonados de repente, como exponiéndolos a la voracidad de las alimañas. Pero un cristiano, si quisiera ahora mantenerlos en vigor, «levantando las cenizas dormidas, no sería un hijo piadoso o un pariente que acompaña a la tumba, sino un profanador impío de sepulturas» (Epístola 82, ibid.).

Ga 2, 17-18. San Pablo, para resaltar aún más que la justificación viene sólo de la fe en Jesucristo, y no de las prácticas de la Ley mosaica, se plantea una objeción falsa que inmediatamente refuta. Podríamos explicarla así: si nosotros -dice San Pablo-, los cristianos procedentes del judaísmo, porque estamos convencidos de que sólo la fe en Cristo puede justificarnos, no cumplimos la Ley mosaica, según esto podría decirse que nos encontramos en la misma situación que los gentiles que son pecadores. Esto significaría que la fe en Cristo nos ha inducido a pecar. Por tanto, podríamos preguntar: ¿es que «Cristo es ministro del pecado»? El Apóstol rebate enérgicamente ese razonamiento absurdo. Si volviéramos ahora a la observancia de la Ley mosaica -viene a decir San Pablo-, daríamos a entender que el haberla abandonado, al abrazar la fe en Cristo, nos ha hecho pecadores y que Cristo habría sido el causante, el ministro del pecado.

Ga 2, 19-20. Por medio del sacramento del Bautismo nos hemos unido a Jesucristo con una unión que supera, con mucho, la simple unión del afecto: hemos sido crucificados con Él, muriendo con Él al pecado para resucitar a una nueva vida (cfr. nota a Rm 6, 3-8). Esta nueva vida exige un nuevo modo de actuar, sobrenatural, que va afianzándose con la ayuda de la gracia, y perfecciona el comportamiento del hombre, que ya no es así puramente natural. El cristiano debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus, no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí (…), de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! (Es Cristo que pasa, 103-104).
La vida en Cristo de la que habla aquí el Apóstol no es sólo un sentimiento, sino una verdadera realidad de la gracia, ya que «el alma de Pablo estaba entre Dios y su cuerpo: el cuerpo vivía y se movía por acción del alma de Pablo, pero su alma vivía por obra de Cristo. Por esto, hablando de la vida de la carne, que él mismo vivía, San Pablo dice 'la vida que vivo ahora en la carne'; pero, en relación con Dios, era Cristo el que vivía en Pablo, y por esto dice 'vivo en la fe del Hijo de Dios', por la cual habita en mí y me mueve» (Comentario sobre Ga, ad loc.). Por esto puede añadir el mismo Apóstol «mihi vivere Christus est, para mí vivir es Cristo» (Flp 1, 21).
Todo esto es consecuencia del amor de Cristo que se entregó voluntariamente a la muerte por cada uno de nosotros. Lo mismo que San Pablo, podemos descubrir, mediante la fe, que la Pasión de Cristo nos afecta personalmente. Y de la fe brotará el amor que «tiene la fuerza de conseguir la unión (…), hace salir a los que aman del propio sitio, y no los deja ser como son, sino que los transforma en lo que aman» (De divinis nominibus, 4). Es una experiencia común que el hombre vive en relación con aquello en que tiene centrado su afecto y de lo que recibe gozo. Los hombres con afición al estudio o a la caza dicen que esas actividades son «su vida». De manera semejante, si un hombre vive buscando sólo su interés, vive para sí. Si, en cambio, busca el bien de los demás, se dice que vive para ellos. Por tanto, si amamos a Cristo y nos unimos a Él, viviremos «por Él», de una manera tanto más profunda cuanto más profundo es el amor. «¿Amas la tierra? -exclama San Agustín-. Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué voy a decir? ¿Que serás dios? No me atrevo casi a decirlo, pero te lo dice la Escritura: 'Yo dije sois dioses, y todos hijos del Altísimo' (Sal 81, 6)» (In Epist. Ioann. ad Parthos, II, 14).
Esta profunda realidad espiritual nos moverá a entregarnos con amor a la lucha ascética: «Corramos, pues, con ánimo esforzado a la pelea, mirando a Jesús crucificado, que desde la Cruz nos brinda su auxilio y nos promete la victoria y la corona. Si en lo pasado caímos, fue por no haber mirado las llagas y las ignominias que nuestro Redentor padeció y por no haberle pedido su ayuda. En cuanto a nuestro futuro, no dejemos de tener ante la vista lo que padeció por nosotros y qué dispuesto se halla a socorrernos (…), y así saldremos con seguridad triunfantes de nuestros enemigos» (Práctica del amor a Jesucristo, 3).

Ga 3, 1-14. El Apóstol llama «insensatos» a los gálatas, no llevado de la indignación por su conducta, sino movido por el amor que les tenía. Este amor le hace sufrir porque se han olvidado de que la salvación viene sólo de Jesucristo y no de la Ley. Los gálatas mismos, en efecto, son testigos de que han recibido la justificación sin oír hablar siquiera de la Ley, puesto que han recibido el Espíritu Santo antes de la llegada de los de Jerusalén (vv. 1-5). Basta que recuerden los carismas que se han manifestado entre ellos: las «cosas tan grandes», los «milagros» que son manifestación del Espíritu (cfr. 1Co 12, 1-1Co 14, 40).
Por otra parte está el ejemplo de Abrahán (vv. 6-9; cfr. Rm 4, 1-25). El Señor le prometió la bendición para su descendencia, estableció con él una alianza y le justificó no por las obras de la Ley, que no había sido aún promulgada, sino por su fe. De la misma forma, todos los que han creído y creerán en Dios como Abrahán serán de verdad descendientes suyos y recibirán también la bendición divina.
Por último la Ley mosaica, lejos de traer la salvación, es causa más bien de la muerte espiritual, en cuanto que todo precepto lleva consigo la pena que se deriva de su incumplimiento (vv. 10-14; cfr. Rm 7, 7-12). El Señor nos libró de la maldición de la Ley al cargar voluntariamente con el castigo que merecía el pecado del hombre (cfr. Is 53, 4; Mt 8, 17; Rm 3, 21-26; Rm 5, 6-10). Acatar, por tanto, de nuevo la Ley equivaldría a considerar que el sacrificio de nuestro Redentor fue innecesario y superfluo.

Ga 3, 1. San Pablo se preciaba de predicar a Cristo crucificado, aunque era consciente de que ello constituía un escándalo para los judíos y una locura para los paganos (cfr. 1Co 1, 23). Pero el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo era la esencia misma de la predicación de los Apóstoles (cfr. Hch 2, 22-24; Hch 3, 13-15; etc.), ya que en estos misterios está encerrada toda posibilidad de vida y salvación eterna. Por esto -añade el Apóstol- para los creyentes, Cristo crucificado, lejos de ser una locura, es la fuerza y la sabiduría de Dios.
Pablo supo probablemente describir con tal fuerza, eficacia y emoción el Sacrificio de Nuestro Señor que su imagen se quedó grabada en la memoria de los buenos gálatas. Ahora los judaizantes son como unos embaucadores que logran «fascinar» a los ingenuos y distraer su mirada: ya no miran a Cristo en la Cruz, sino las obras que ellos hacen.
La amonestación de San Pablo es una invitación a volver los ojos al gran signo que sintetiza todo el cristianismo: la imagen de Cristo en la Cruz, que desde la época apostólica preside altares y retablos, lugares de trabajo y de descanso.

Ga 3, 2-5. Recuerda San Pablo a los gálatas que en el Bautismo recibieron al Espíritu Santo y sus dones. A partir del Bautismo, y no antes, habían experimentado la acción del Espíritu que, aunque siempre es una realidad gozosa en la vida de la Iglesia, en la época apostólica, que vivieron los gálatas, fue más ostensible. Por tanto, ¿de dónde les viene a los gálatas la vida del Espíritu? ¿De la fe en Cristo y del Bautismo o de las obras de la Ley? El Apóstol plantea la cuestión en forma de pregunta sin respuesta inmediata, porque es evidente que han recibido la vida del Espíritu por la fe en Cristo y el Bautismo. Para nada había intervenido la Ley mosaica. ¿Por qué la insensatez de cambiar el Evangelio que les había predicado Pablo?

Ga 3, 6-9. El Apóstol evoca la figura de Abrahán para probar que la justicia del hombre no es fruto de las obras materiales prescritas por la Ley mosaica, sino de la fe en la palabra divina. Según Gn 15, 6, cuando Dios prometió a Abrahán que tendría un hijo a pesar de su ancianidad y de la esterilidad de su esposa Sara, Abrahán creyó sin titubeos en la promesa divina. Esta fe es la que justificó a Abrahán, pues todavía no había instituido Dios la circuncisión ni dado la Ley. Por eso afirma San Pablo que «los que viven de la fe, esos son hijos de Abrahán».
Dios había hecho al Patriarca una promesa que tenía dimensión universal: «todas las naciones». Ahora se cumple esa promesa mediante la incorporación de los gentiles, por la fe, al nuevo pueblo de Dios. Abrahán es en efecto el padre de los creyentes, pues en él eran ya bendecidos todos los que habían de creer en Jesucristo.
Lo mismo que a Abrahán, Dios justifica a todo hombre por la fe (cfr. Gn 15, 6; Rm 4, 2 ss.; St 2, 21 ss.). De ahí que los hombres no sean hijos del Reino por el solo hecho de descender de Abrahán según la carne, sino que es necesario asemejarse a él mediante la fe. Por tanto, la grandeza del hombre ante Dios no viene de la sangre como creían los judíos, sino de la gracia divina, que nos constituye en hijos de la bendición, en hijos de Dios (cfr. Jn 1, 12-13).
El don de la justificación por la fe lo concede Dios a todos aquellos que creen en su palabra, como hizo Abrahán. Los verdaderos imitadores de Abrahán, dice San Juan de Ávila, son «los que creen con fe viva, con fe firme y constante, tan certificados en ella que todos los trabajos y todas las adversidades no son parte para desconsolarlos, ni todas la tentaciones y disfavores para hacerlos desmayar» (Lecciones sobre Ga, ad loc.).

Ga 3, 10-12. En el llamado concilio de Jerusalén había dicho San Pedro: «¿Por qué tentáis ahora a Dios imponiendo sobre los hombros de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar?» (Hch 15, 10). Según estas palabras, los judíos no pudieron con sus propias fuerzas cumplir la Ley mosaica por la que pensaban ser justificados ante Dios. Por tanto, quienes pongan su esperanza de salvación en la Ley mosaica, quedan sujetos a la maldición que la misma Ley establecía para sus infractores («maldito todo el que no persevere en el cumplimiento de todo lo que está escrito en el libro de la Ley», Dt 27, 26).
La maldición de la Ley recae sobre quien no la cumple, ya que todo precepto lleva en sí la pena para quien lo quebranta. Por eso afirma el Apóstol que quienes confían sólo en la Ley están sometidos al riesgo de ser maldecidos, de ser castigados, «están sujetos a maldición». De ahí que San Pablo continúe su exposición y recuerde de nuevo el pasaje de Habacuc donde se afirma que «el justo vivirá de la fe» (Ha 2, 4) (cfr. nota a Rm 1, 17). Si el justo vive de la fe, concluye el Apóstol, no vive de la Ley, ya que ésta no requiere la fe, sino el cumplimiento de sus preceptos.

Ga 3, 13-14. Cristo, siendo inocente, quiso dar al Padre una satisfacción perfecta y borrar nuestra culpa. Con este fin cargó voluntariamente sobre sí con la maldición que la Ley establecía para los transgresores. Soportaba en lugar nuestro la maldición de la Ley y de esta forma nos liberaba de ella. Lo que para el Señor fue un castigo, para los hombres fue la salvación. Como afirma San Jerónimo, «la injuria sufrida por el Señor es nuestra propia gloria. Él murió para que nosotros viviéramos, descendió a los infiernos para que nosotros subiéramos al cielo. Se hizo necedad para que fuéramos reafirmados en la sabiduría. Se vació de la plenitud y de la forma de Dios, tomando la forma de siervo, para que esa plenitud divina habitara en nosotros y de siervos fuésemos convertidos en señores. Él fue clavado en el árbol de la Cruz para que el pecado cometido en el árbol de la ciencia del bien y del mal fuera borrado, una vez colgado en el árbol de la Cruz» (Comm. in Ga, ad loc).
Con la muerte del Señor se lleva a cabo la Redención universal, se hace realidad la promesa y la bendición de Dios al patriarca Abrahán y así su descendencia alcanza la amplitud y abundancia de los mares y los cielos, donde no se pueden contar ni las arenas ni las estrellas (cfr. Gn 15, 5-6; Gn 22, 17).

Ga 3, 15-29. Dios es «misericordioso y fiel» y lo que promete lo cumple. Su voluntad es tan firme e inalterable como la que se contiene en un testamento. Por eso lo que Dios prometió a Abrahán no podía quedar anulado por la Ley mosaica, que se promulgó mucho tiempo después (cfr. Rm 4, 13-17). Pero ¿cuál es entonces el papel de la Ley, si todo se debe a la promesa? En primer lugar (vv. 19-22) la Ley fue dada para castigar las transgresiones cometidas antes de la llegada de Cristo (v. 19 a). Esto no va contra la promesa de salvación que fue hecha a Abrahán, antes al contrario, ya que si la Ley indica qué es el pecado, enseña al mismo tiempo que ese pecado puede y ha de ser redimido. En segundo lugar (vv. 23-25), la Ley fue dada por Dios para guardar y guiar a los hombres hacia Cristo, lo mismo que el pedagogo -en el mundo greco-romano en que San Pablo vivía- era un criado que tenía como misión cuidar a los niños y llevarlos a la escuela; y su misión cesaba cuando el niño llegaba a la mayoría de edad.
Al llegar la Redención obrada por Jesucristo (v. 26 b) el hombre alcanza su mayoría de edad y con ella su libertad. Por la fe en Cristo y mediante el Bautismo el hombre se transforma en hijo de Dios y se reviste de Cristo (v. 27). Desde ese momento toda diferencia entre los hombres desaparece (v. 28), todos vienen a ser descendencia de Abrahán y partícipes de las promesas que a él le fueron hechas.

Ga 3, 15-18. Dios, en su Revelación, habla por medio de hombres y utiliza las imágenes y los aspectos de la vida corriente para hacer comprensible, aunque sea de forma aproximada y analógica, cuanto quiere revelar de sí mismo. Así la promesa de Dios es comparada a un testamento, para hacernos comprender la firmeza del querer de Dios. Muchas veces en la Escritura se habla de «alianza» o de «pacto» entre Dios y los hombres (p. ej. en Gn 9, 8 s.; Ex 24, 3 ss.; etc.). Aquí se especifica que es como un «testamento legalmente reconocido», porque la voluntad expresada en un testamento es sagrada, nadie puede añadir ni quitar nada. Pues así ocurre con las promesas divinas. Nadie puede modificarlas en lo más mínimo. Por tanto, la Ley no condiciona ni puede cambiar las promesas otorgadas como «un testamento establecido (…) en forma debida».
Por otra parte, la imagen del testamento comporta la iniciativa y absoluta libertad del testador, en nuestro caso Dios, que de modo libre y tomando la iniciativa ha salvado al hombre por Cristo, llamado aquí «descendencia de Abrahán». Según Gn 12, 7 esa «descendencia» tiene un sentido colectivo. En cambio. San Pablo lo interpreta en sentido individual. En realidad no hay contradicción ya que Cristo es Cabeza de la Iglesia y forma con ella un solo Cuerpo, el Cristo total (cfr. 1Co 12, 12; Col 1, 18). Por eso San Ireneo afirma que la Iglesia es descendencia de Abrahán (cfr. Adversus haereses, 32, 2) y San Agustín añade que al presentar a Cristo como descendencia de Abrahán está incluyendo en Él a todos los cristianos (cfr. Exp. in Ga, ad loc.).

Ga 3, 19-20. Con el advenimiento de Cristo se ha cumplido la promesa que Dios había hecho a Abrahán. Este acontecimiento es muy superior a la donación de la Ley a Moisés en el monte Sinaí, como lo muestra la forma en que se realizan la promesa y la entrega de la Ley. En efecto, según las tradiciones judías, la Ley había sido promulgada en el monte Sinaí por mediación de los ángeles (cfr. Hch 7, 53). Estas tradiciones ponían así de relieve dos aspectos importantes: el carácter sagrado y sublime de la Ley y la trascendencia de Dios, que había comunicado su voluntad no directamente sino a través de los ángeles. La promesa en cambio había sido hecha directamente por Dios a Abrahán, y en este sentido es superior a la Ley. Por otra parte, la Ley había sido entregada en el contexto de una Alianza en la que intervenían dos partes: Dios y el pueblo elegido. De ahí que se necesitase un mediador: Moisés (cfr. Dt 5, 5). La promesa en cambio no depende de la voluntad de dos partes, sino que procede únicamente de la voluntad misericordiosa de Dios que la otorga a Abrahán y la cumple en Jesucristo de modo totalmente gratuito. También en este sentido la promesa es superior a la Ley.

Ga 3, 21-25. «Pero la Escritura encerró todas las cosas bajo el pecado»: La frase no es fácilmente inteligible. Sin embargo, de su contexto se desprende el sentido de este pasaje: Dios revela que todos los hombres están bajo el dominio del pecado, tanto los gentiles como los hebreos, no obstante haberles dado a éstos la Ley (cfr. Rm 3, 10-18). La razón es, una vez más, que la Ley no podía conferir la justificación; la Ley no podía liberarnos ni del demonio, ni del pecado, ni de la muerte. En cambio ahora, en la plenitud de los tiempos, se descubre el plan de Dios al dar la Ley: cuidar y custodiar a la humanidad durante su niñez, como un ayo (pedagogo) cuida y vigila al niño hasta que alcanza la madurez. Bajo la vigilancia del ayo el niño no actúa libremente, pero es conducido hasta el maestro. Así ocurrió con la humanidad: era un niño, al que la Ley tenía como encerrado; pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo Jesucristo, que nos ha liberado del pecado, de la muerte y de la misma Ley o ayo. Por eso dice el Apóstol: «Una vez que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al pedagogo». Esa fe es la nueva vida que sustituye a la antigua bajo la dura disciplina de la Ley.
Para nosotros ahora estos razonamientos y enseñanzas de San Pablo pueden parecernos irrelevantes. Pero hay que ponerse en la situación de un antiguo judío, celoso observante de la Ley mosaica -y, sin embargo, impotente para cumplir el asfixiante cúmulo de sus preceptos- que, tras su conversión a la fe de Cristo, se siente profundamente liberado de las viejas ataduras y quiere, con todas sus fuerzas, que sus antiguos hermanos de raza alcancen esa misma libertad en Cristo que él ya posee.

Ga 3, 24. La Ley, lo mismo que todo el Antiguo Testamento, tenía una función respecto al Nuevo: preparar su promulgación. Todo lo que se contiene en los libros de la Antigua Alianza se refiere de modo directo o indirecto a Nuestro Señor Jesucristo y a su obra salvífica. Se da, por tanto, una íntima relación de unidad entre ambos Testamentos, enseñada por la Tradición y recordada recientemente por el Conc. Vaticano II con estas palabras: «Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Pues aunque Cristo estableció con su sangre la Nueva Alianza (cfr. Lc 22, 20; 1Co 11, 25), los libros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rm 16, 25-26; 2Co 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y lo explican» (Dei verbum, 16).

Ga 3, 27. San Juan de Ávila comenta este pasaje: «Y no se contentó el Espíritu Santo con decir que estamos lavados y ungidos, sino que ahora dice que estamos vestidos, y que nuestra vestidura es, no de cualquier hermosura o de cualquier valor, sino el mismo Jesucristo, que es la suma de toda hermosura, de todo el valor y de toda la riqueza, etc. Quiere decir que la hermosura de Jesucristo, su justicia, su gracia, sus riquezas, su valor, su lustre, su resplandor y riquezas, todo eso resplandece en nosotros como la claridad y resplandor del sol resplandece y reverbera en un espejo limpísimo» (Lecciones sobre Gal, ad loc.).
Esta imagen, según la cual el cristiano se reviste de Cristo, la usa San Pablo en otros muchos pasajes (Rm 13, 14; 1Co 15, 43; Ef 4, 24; Ef 6, 11; Col 3, 10; etc.), e indica la íntima unión del bautizado con Cristo, tan fuerte que se puede afirmar que el cristiano es «otro Cristo».

Ga 3, 28. Podemos decir que en el orden de la naturaleza hay una igualdad radical entre todos los hombres: como descendientes de Adán, nacemos hechos a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26-27). Las diferentes funciones que la vida social impone no pueden alterar lo que tenemos por naturaleza. Desde esta perspectiva tampoco hay diferencia -ni debe haberla- entre los hombres, ni siquiera entre hombres y mujeres, las cuales, aunque desarrollan distintas tareas, son de igual modo imagen y semejanza de Dios.
En el orden de la gracia, conseguido por la Redención, esa igualdad esencial, original, fue restaurada por Cristo, que se hizo hombre y murió en la cruz por la salvación de todos. Por ello Juan Pablo II enseña que el verdadero sentido de la dignidad humana es sublimado por la Redención: «En el misterio de la Redención el hombre es 'confirmado' y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! 'Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús'. El hombre que quiere comprenderse a sí mismo hasta el fondo -no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe 'apropiarse' y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (Redemptor Hominis, 10).
De esa igualdad radical de todos los hombres se deriva la fraternidad universal que ha de imperar en las relaciones humanas; Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros (Es Cristo que pasa, 106).

Ga 4, 1-11. San Pablo presenta una síntesis de la historia de la humanidad bajo el punto de vista de la salvación otorgada por Dios. Desde la transgresión de Adán el hombre permanecía en el pecado, era esclavo del demonio. Un periodo largo en el que en la oscuridad causada por el pecado brillaba la promesa, ya desde el primer momento, de un Redentor (cfr. Gn 3, 15), pero en el que ante los pecados de los hombres, la justicia divina iba imponiendo el merecido castigo (cfr. Gn 6-7; Gn 19, 1-29; etc.). No obstante, siempre prevalece la misericordia del Señor, el amor indefectible que le impide exterminar al género humano a pesar de su maldad (cfr. Gn 9, 9-11; Os 11, 8; etc.). Por eso, muchas veces y de múltiples formas, Dios se acerca al hombre y le habla para revelarle el camino de la salvación. Podemos decir que el Señor agotó todos los medios para ayudar a los hombres. Por último, cuando llegó «la plenitud de los tiempos», Dios estimó que era llegado el momento de acabar con aquella situación, que San Pablo llama aquí de tutela; entonces, como culmen de su amor hacia nosotros, envió a su Hijo Unigénito, que se hizo hombre para sacarnos del estado de apartamiento de Dios en el que estaba sumida la humanidad. «Jesucristo, Palabra hecha carne, 'hombre enviado a los hombres' (Carta a Diogneto, 7, 4), habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cfr. Jn 5, 36; Jn 17, 4) (…), lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei verbum, 4).
En el texto original se nos dice literalmente que «fue hecho de mujer»: San Pablo, que tantas veces habló de la divinidad de Jesús, subraya ahora su humanidad auténtica: Jesús no apareció de pronto en la tierra como una visión celestial, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando nuestra naturaleza humana en las entrañas purísimas de una mujer. Con ello se distingue también la generación eterna (la condición divina, la preexistencia del Verbo) de su nacimiento temporal. En efecto, Jesús, en cuanto Dios, es engendrado misteriosamente, no hecho, por el Padre desde toda la eternidad. En cuanto hombre, sin embargo, nació, «fue hecho», de Santa María Virgen.
San Gregorio Nacianceno comenta al respecto que «el Hijo de Dios en persona, el que existe desde toda la eternidad, el que es invisible, incomprensible, incorpóreo, principio de principio, luz de luz, fuente de vida e inmortalidad, expresión del supremo arquetipo, sello inmutable, imagen fidelísima, término y medida del Padre, es el mismo que viene en ayuda de su imagen; por amor del hombre se hace hombre, por amor a mi alma se une a un alma intelectual, para purificar a aquellos a quienes se ha hecho semejante, asumiendo todo lo humano, excepto el pecado; concebido por la Virgen, previamente purificada en su cuerpo y en su alma por el Espíritu» (Sermo 45, 9).
Por tanto, Santa María Virgen, al ser Madre de Jesucristo, que es Dios, es verdadera Madre de Dios, tal como se definió dogmáticamente en el Concilio de Éfeso: «Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema» (Dz-Sch, 252).
Bellamente expone este misterio el Fundador de la Universidad de Navarra: Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre -sin confusión- la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios (Amigos de Dios, 274).

Ga 4, 3. «Los elementos del mundo»: Esta expresión se refiere en primer lugar a las prácticas y ritos de las religiones paganas. Más en concreto al respeto supersticioso a los astros y fuerzas que, según las concepciones idólatras, regían el curso del universo y de la historia. Por otra parte, al incluirse el mismo San Pablo entre los que estaban sujetos a los elementos del mundo, parece referirse también a algunos preceptos ceremoniales de la religión mosaica. En ambos casos, los «elementos del mundo» sometían a los hombres a una esclavitud respecto de la observancia de «días, lunas nuevas, festividades, años» (cfr. Rm 14, 5; Ga 4, 10; Col 2, 16).
En el caso de los gentiles, pretendían aplacar y tener favorables a los dioses y a las fuerzas de la naturaleza con una visión supersticiosa. Los judíos, en cambio, observaban un precepto específico de Dios que, sin embargo, había perdido ya su vigencia. Los gálatas vivían sometidos como esclavos a esos «elementos del mundo», hasta que en la plenitud de los tiempos fueron liberados por Cristo, de manera semejante a como un niño se ve libre de tutores y administradores, a los que estaba sujeto hasta la mayoría de edad.

Ga 4, 6. La palabra «Abbá» es un vocablo arameo que ha llegado hasta nosotros junto con su traducción «¡Padre!». Es el mismo término que usó Nuestro Señor en su oración personal, según se deduce de Mc 14, 36 (cfr. nota a Lc 11, 1). Un término, por otra parte, que los judíos no habían utilizado nunca para dirigirse a Dios, probablemente porque entraña una gran confianza y ternura, propia de los niños pequeños al dirigirse a su padre. Jesucristo no dudó, sin embargo, en usarla y en animar a los suyos para que la utilizaran. Así nos invita a tratar a Dios con la misma confianza y ternura con que un hijo pequeño trata a su padre. Porque, en efecto, Cristo mediante su obra redentora no sólo nos ha liberado del yugo de la Ley, sino que nos ha dado la posibilidad de tener una condición nueva ante Dios, la condición de hijos. San Pablo se hace eco de esta doctrina (cfr. también Rm 8, 16-17) y atribuye al Espíritu Santo la acción, interior al hombre, que le empuja a clamar lleno de amor y de esperanza: ¡Abbá, Padre!
Por todo esto, si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro (…). Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada (Es Cristo que pasa, nn. 136 y 185).
En este pasaje aparece la acción de las tres divinas Personas en la vida sobrenatural del hombre. El Padre envía al Espíritu Santo, llamado aquí «Espíritu de su Hijo», que nos ayuda a entender y a vivir el don de la filiación adoptiva, la realidad gozosa de ser hijos de Dios.

Ga 4, 8-10. San Pablo recuerda a sus lectores la situación penosa en que se hallaban cuando no conocían a Dios y adoraban a los falsos dioses. Era una situación triste que les tenía atados a sus propias pasiones, esclavos del pecado (cfr. Rm 1, 18-33; Ef 2, 11-12; Ef 4, 17 ss.; etc.). En cambio, cuando conocieron a Dios le amaron, pues es imposible conocer al Supremo Bien y no amarle con toda el alma. El Apóstol puntualiza que, en realidad, no es que ellos hayan conocido a Dios, sino que Dios les ha conocido a ellos. En este caso, aunque por pura iniciativa divina, también conocer equivale a amar. Es decir, Dios nos ha querido, nos ha amado (cfr. nota a Ga 4, 3).

Ga 4, 10. San Pablo reprocha a los gálatas que continúen celebrando esas prescripciones que ya han dejado de estar en vigor.
Desde antiguo Dios quiso recoger y confirmar con la ley revelada una norma de moral natural, indicando los días especialmente consagrados al servicio divino. Además del sábado. Dios instituyó otras fiestas, en recuerdo de las misericordias y portentos que había realizado en su pueblo (cfr. caps. Lv 23; Nm 28 y 29).
Del mismo modo que la revelación del NT es más perfecta que la del AT, así el culto exigido por Cristo -tanto privado como público- es mucho más excelente. Las leyes ceremoniales que determinaban el tercer precepto de la Ley mosaica ceden su lugar a las que establece el Evangelio. Éste también tiene un nuevo culto y unas fechas señaladas para ese culto. Efectivamente, «por una tradición apostólica, que tiene su origen en el mismo día de la Resurrección de Cristo, la Iglesia celebra el Misterio pascual cada ocho días, día que se llama, con razón, día del Señor, o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que les hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1P 1, 3). Por eso el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse en la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de descanso en el trabajo» (Sacrosanctum concilium, 106).
La obligatoriedad del descanso dominical y la asistencia a la Santa Misa el domingo y los demás días festivos de precepto está establecida en el nuevo Código de Derecho Canónico (can. 1246-1248). Es una ley eclesiástica que especifica la ley natural de dar culto a Dios y la ley divino-positiva de santificar las fiestas. Así lo ha establecido la Iglesia, que es la depositaria de la doctrina de Cristo y, en cuanto sociedad perfecta, tiene legítima potestad de emanar leyes para el bien de sus súbditos.
Existen también en la Iglesia prescripciones respecto a días penitenciales en los que los fieles deben ejercitar la virtud de la penitencia con el ayuno, la abstinencia de carne o bien con otras obras de caridad y piedad determinadas por la autoridad eclesiástica (cfr. Ibid., can., 1249-1253) . Cfr. nota a Ga 4, 3.

Ga 4, 12. Pablo recuerda a los gálatas la época en que estuvo en medio de ellos evangelizándoles. Por esto el tono de la carta se hace aún más entrañable. Ellos saben que él dejó el camino de las obras de la Ley cuando conoció el Evangelio. Pero ese abandono le acarreó persecuciones y molestias de parte de sus antiguos correligionarios. Pablo convivió con los gálatas, procurando de todo corazón no distinguirse de ellos (excepto en lo que fuera contrario al Evangelio). Puede afirmar con toda verdad que se hizo como ellos, hasta el punto de ser considerado por los judíos como un renegado, un impuro gentil.
Si Pablo abandonó sus antiguas observancias judaicas, también los gálatas, por seguir el Evangelio, deberán abandonar las observancias de su antiguo paganismo («los días, los meses, las estaciones y los años», v. 10). Pablo ve el peligro que constituye para la pureza de la fe cristiana la vuelta a la observancia de aquellas costumbres paganas que antes tenían los gálatas, así como de las judaicas que ahora parece que están comenzando a adquirir. Hay que romper con todo eso. Y para que lo entiendan mejor, acude a la pedagogía más sencilla y más íntima: que imiten la forma de vida que han visto en él. Ya les ha explicado la doctrina; ahora acude al ejemplo vivo de la propia conducta del Apóstol.

Ga 4, 19. San Pablo se dirige a los gálatas entrañablemente: el peligro en que están de apartarse de la fe en Cristo, que habían recibido por medio del Apóstol, hace a éste sentir «dolores de parto» para confirmarles de nuevo en la fe, como una madre que da a luz. No puede atenderles directamente, pues media mucha distancia geográfica. Por eso su lenguaje adquiere los tonos de padre y de madre a la vez; el Apóstol sufre, pues hay que predicarles de nuevo el Evangelio, hasta que «Cristo esté formado» en ellos, como un niño se forma en el seno materno.
Jesucristo nos enseñó que a nadie hemos de llamar Padre sobre la tierra, sino sólo a Dios nuestro Señor (cfr. Mt 23, 9), pues sólo de Dios Padre procede toda paternidad en los cielos y en la tierra (cfr. Ef 3, 15). Es evidente que no se pueden tomar las palabras del Señor como si nos prohibieran dar el nombre de padre a quien nos ha dado el ser y la vida.
De manera semejante en la Iglesia son considerados padres quienes nos engendran en la fe, mediante su predicación y el Bautismo (cfr. Catecismo Romano, III, 5, 8). A tal paternidad espiritual, por tanto, se refiere San Pablo en esta ocasión y en otras (cfr. 1Co 4, 15). Es bueno dar gloria a Dios, sin tomarse anticipos (mujer, hijos, honores…) de esa gloria, de que gozaremos plenamente con Él en la Vida…
Además, Él es generoso… Da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. -Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. -Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos
(Camino, 779).
La Iglesia enseña que la Virgen María es Madre de los cristianos (cfr. Lumen gentium, 61). Ella es ejemplo para todos nosotros: Que en cada uno de vosotros, escribía San Ambrosio, esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Y este Padre de la Iglesia añade unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros (Expositio Evangelii sec. Lucam, II, 26).
Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios (Amigos de Dios, 281).

Ga 4, 21-31. Todo lo que narra el Antiguo Testamento tiene para los cristianos un singular valor pedagógico. Así lo enseña el Apóstol cuando afirma que aquellas cosas antiguas ocurrían en figura, «y fueron escritas para escarmiento nuestro, para quienes ha llegado la plenitud de los tiempos» (1Co 10, 11). Sin embargo, hay determinados sujetos y personajes que contienen un especial significado, como el episodio que aquí se recuerda (cfr. Gn caps. 16, 17 y 21). Abrahán había recibido de Dios la promesa de tener un hijo (Gn 15, 4) de su esposa Sara (cfr. Gn 17, 19). Siendo ambos esposos de avanzada edad y Sara además estéril, ésta -con arreglo a costumbres ancestrales de su tribu- hizo que Abrahán tuviera un hijo, Ismael, de su esclava Agar. Pero Dios advirtió a Abrahán que aquel hijo de la carne no era el de la promesa (cfr. Gn 17, 19). Ésta se cumplió más tarde cuando por milagro divino Sara dio a luz. San Pablo nos habla del sentido alegórico que tienen Sara, la esposa de Abrahán y madre de Isaac, y Agar, esclava suya y madre de Ismael. Ambas mujeres representan dos etapas de la Historia de la Salvación. Agar es la figura de la etapa correspondiente a la Antigua Alianza, que se celebró en el Sinaí, mientras que Sara representa la Nueva Alianza, sellada para siempre con la sangre de Cristo y que libera del yugo de la Ley y del pecado.
La conclusión es que los cristianos somos hermanos de Isaac, nacido de la mujer libre, y por tanto herederos también de la promesa hecha a Abrahán y su descendencia.

Ga 4, 24-26. El autor sagrado quiere subrayar que seguir sujetos a la Ley mosaica equivale a permanecer esclavos, ser hijos de Agar, la esclava. Estos serían los que integran la Jerusalén actual, «que es, en efecto, esclava junto con sus hijos». En contraposición está la «Jerusalén celestial», metáfora que también se usa en el Apocalipsis para designar a la Iglesia triunfante ya en la gloria (cfr. Ap 21, 2.10). Además, al designar a la Iglesia con la imagen de la Jerusalén celestial se evoca su carácter trascendente y sobrenatural.
Seguramente para los judíos contemporáneos de San Pablo la comparación de Jerusalén con Agar podía resultar poco menos que una blasfemia. No obstante, sabemos que en el mundo judío de aquella época los rabinos hacían distinción entre la Jerusalén terrena y la Jerusalén celestial: la primera no era sino una pálida imagen de la segunda. El Apóstol recoge estas enseñanzas, que se deducen de la misma Sagrada Escritura, para explicar que los que creen en Cristo son los verdaderos descendientes -con una descendencia espiritual- de la legítima esposa, Sara, que prefigura la Jerusalén celestial; mientras que los que no creen en Cristo, aunque pertenezcan por la carne al pueblo de Israel, ya no son los descendientes verdaderos de la esposa legítima, sino de la esclava Agar. San Pablo hace ahora un juego de palabras, tan usual entre los rabinos: como Hagar es uno de los nombres del sistema montañoso del Sinaí, al que -según las consideraciones geográficas de aquella época- pertenece también el Monte de Sión, sobre el que está construida Jerusalén, esta Jerusalén terrestre se relaciona con Agar, que es la esclava, a la que no se hizo la promesa divina. El pasaje, que a nosotros nos puede resultar muy extraño, muestra sin embargo la formación antigua rabínica de San Pablo, de la cual se vale la Providencia divina para enseñarnos el sentido de uno de los episodios importantes de la historia del Antiguo Testamento.

Ga 4, 29. Una tradición rabínica, recogida en el Talmud, tratado Sota 6, 6, glosaba el pasaje de Gn 21, 9, en el que se dice que Ismael jugaba con Isaac, en el sentido de que Ismael sentía animosidad contra Isaac y le maltrataba en los juegos. Según esta tradición judaica, y una vez establecido que Ismael es figura de los judíos e Isaac figura de los cristianos, San Pablo recuerda que, igual que entonces, los hijos nacidos según la carne (los judíos) persiguen a los nacidos según el espíritu (los cristianos); y de igual modo también los que han sido liberados de la Ley por la muerte de Cristo sufren opresión por parte de los que quieren permanecer sujetos a la Ley, es decir, de aquellos judaizantes que se empeñan en imponer a los cristianos procedentes del paganismo el yugo de la Ley mosaica.

Ga 5, 1-3. La Ley de Moisés, fruto de una revelación divina, era buena y conveniente para el tiempo en que había sido dada. Cristo vino a dar a esa Ley su perfección (cfr. nota a Mt 5, 17-19 y a Ga 5, 14-15). Los muchísimos preceptos judiciales y ceremoniales de la Ley mosaica fueron dados por Dios para una etapa concreta de la Historia de la Salvación, a saber, hasta la venida de Cristo. Su observancia material no obliga ya a los cristianos (cfr. S.Th. I-II, q. 118, a. 3 ad 3).
El Apóstol, a lo largo de la Carta a los Gálatas, se refiere, como hemos ido viendo, a la libertad respecto de la Ley mosaica, pero, es claro, que tal liberación no puede desligarse de todo el conjunto de la libertad. Someterse a la circuncisión después de haber sido bautizados equivale a someterse a unas prácticas carentes ya de valor y a privarse de los frutos de la Redención de Cristo. En otras palabras, la sujeción a la Ley judaica lleva consigo una pérdida de la libertad en general. Con todo, el peso de su autoridad apostólica les dice: «Si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada». De este modo subraya con gran fuerza la eficacia de la Redención de Cristo, que no necesita de los ritos del AT.

Ga 5, 4-5. Entre el seguimiento de Cristo y la observancia de la Ley existe ahora no ya una mera distinción, sino una clara oposición. De tal manera que si alguien intenta seguir la Ley se separa de Cristo. El Bautismo es el sacramento por el que somos injertados en Jesucristo, llegando a ser de este modo miembros de su Cuerpo y sarmientos unidos a la vid (cfr. Jn 15, 5). Si nos separamos de Cristo, verdadera vid y fuente de vida, no podemos dar fruto. Ni tampoco podemos darlo injertándonos de nuevo en el régimen de la Antigua Ley por estar ya caduca.
En cambio, si permanecemos en la gracia que nos ha traído Jesucristo, produciremos el «fruto de la justicia», que no es sólo el que ahora poseemos -la vida de la gracia- sino su perfecto cumplimiento en la vida eterna: esto es, en definitiva, lo que «anhelamos», lo que esperamos con vehemencia.

Ga 5, 6. En la etapa de la Historia de la Salvación que se inaugura con Cristo, la condición de judío o gentil, de circunciso o incircunciso, carece de valor en orden a la salvación del hombre. Lo que cuenta es creer de verdad que lo único que nos salva es Cristo Jesús. Pero creerlo con una fe que mueve a actuar en consecuencia, con una fe que mueve a amar a Cristo y, a partir de ese amor divino, a todos los hombres. La fe a la que se refiere San Pablo puede llamarse, a tenor del apóstol Santiago (St 2, 17), «fe viva», es decir, fe que se traduce en honda convicción que mueve la voluntad al amor: es «la fe que actúa por la caridad».
Es claro que San Pablo habla de la virtud sobrenatural de la fe en su sentido propio y verdadero, es decir, de la «fe viva». En la tradición cristiana se ha llamado, a partir de Santiago (St 2, 17), «fe muerta» a esa caricatura de la fe que es incapaz de manifestarse en obras.
El Magisterio de la Iglesia enseña que «la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni nos une perfectamente con Cristo, ni nos hace miembros vivos de su Cuerpo. Por esta razón se dice con toda verdad que 'la fe sin las obras está muerta' (St 2, 17 ss.) y ociosa y que 'en Cristo Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que actúa por la caridad' (Ga 5, 6; Ga 6, 15)» (De iustificatione, cap. 7).
Por todo esto, el que tiene fe pero no vive en gracia de Dios viene a ser como un hombre muerto. La caridad, en efecto, es como el alma de todas las virtudes y por eso «no hay que olvidar que si alguno tuviera todos los dones del Espíritu Santo, pero le faltase el primero, la caridad, no estaría sobrenaturalmente vivo (…). Sería como un cadáver: por mucho que se adorne con oro y piedras preciosas, sigue siendo un cadáver» (Santo Tomás, In duo praecepta, prol. 3).
El Señor afirmó que a sus discípulos se les conocería por la caridad (cfr. Jn 13, 35), porque la fe engendra la esperanza, y ésta lleva a la caridad. «Cuando se pregunta si algún hombre es bueno -dice San Agustín- no se averigua qué cree o espera, sino qué es lo que ama. Porque quien ama rectamente sin duda alguna también rectamente cree y espera; pero el que no ama, en vano cree, aunque sea verdad lo que cree (…). Por tanto, ésta es la fe de Cristo, que encarece el Apóstol, la que 'actúa por la caridad'» (Enchiridion, cap. 117).

Ga 5, 9. La frase, a modo de proverbio, indica que unos pocos pueden corromper a todos los demás, como es el caso de los falsos predicadores que engañaron a los gálatas. Es una realidad que también se puede aplicar en sentido positivo, según se desprende de la parábola de la levadura, que hace fermentar toda la masa (cfr. Mt 13, 33 y par.). Es decir, que unos pocos apóstoles de Cristo pueden arrastrar tras de sí a las muchedumbres.
Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera (Ga 5, 9) (…). Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación (Amigos de Dios, 9).

Ga 5, 11-12. San Pablo sale al paso de una de las calumnias que los judaizantes levantaban contra él. Le atribuían una doble conducta respecto de la circuncisión: en Judea, según ellos, predicaba su obligatoriedad, para congraciarse con los judíos; en cambio, entre los gentiles -tal era el caso de los gálatas- afirmaba que no era necesaria.
Por otra parte, al ser la circuncisión solamente signo de la Antigua Alianza, estaba llamada a desaparecer juntamente con ésta. Después de cumplida la Redención y establecida la Nueva Alianza, la circuncisión ya no significa nada: es sólo la incisión en la carne. Al comentar este pasaje, Santo Tomás lo interpreta como una expresión de gran ironía: «Si tan partidarios son de la circuncisión, que no sólo se circunciden, sino que se castren» (Comentario sobre Ga, ad loc.). Efectivamente, por aquellos tiempos, los fanáticos adoradores de Cibeles se castraban en honor de la diosa.

Ga 5, 14-15. Como preparación a la venida del Redentor, quiso Dios revelar al pueblo elegido las normas fundamentales de la ley natural, pues su conocimiento había sido oscurecido y debilitado por el pecado original y los pecados personales. Los diez mandamientos que Dios reveló a Moisés (Ex 20, 1-21; Dt 5, 6-22) marcaban inequívocamente el camino para agradar al Señor y salvarse (cfr. Lv 18, 5; Ne 9, 29; etc.).
Con la llegada del Salvador, el Decálogo, por pertenecer a la ley natural, continuó vigente. Es más, Cristo le dio nuevo vigor y mostró que la clave y resumen de esos Diez Mandamientos es el Amor: amor a Dios, que lleva consigo necesariamente el amor al prójimo (cfr. notas a Mt 22, 34-40, y a Jn 13, 34-35).
«Puede también preguntarse -comenta San Agustín- por qué el Apóstol habla aquí sólo del amor al prójimo, con el cual dijo que se cumple la Ley (…), cuando en realidad la caridad sólo es perfecta si se viven los dos preceptos del amor a Dios y al prójimo (…). Pero ¿quién puede amar al prójimo, es decir, a todo hombre, como a sí mismo, si no ama a Dios, ya que sólo con su precepto y su don puede cumplir el amor al prójimo? De ahí que, como ambos preceptos no se pueden guardar uno sin otro, basta nombrar uno de ellos» (Exp. in Ga, 45). Cfr. también nota a Rm 13, 8-10.

Ga 5, 17-21. La caída original dejó en nosotros una tendencia a buscar las criaturas como instrumentos de satisfacción propia en lugar de dirigirlas al Señor. Aparecen entonces las apetencias de la carne, que combaten contra Dios y contra lo más noble de nuestro ser. Pero al recibir en nuestras almas la gracia que nos justifica, participamos de los frutos de la Redención obrada por Cristo y podemos triunfar sobre la concupiscencia y sobre la vida según la carne.
Los vicios que se señalan en los vv. 19-21 proceden de una realidad más profunda: la vida «de la carne». Y «se dice -afirma San Agustín-, que alguien vive según la carne cuando vive para sí mismo. Por eso, en este caso, por 'carne' se entiende todo el hombre. Ya que todo lo que proviene de un desordenado amor a uno mismo se llama obra de la carne» (De civitate Dei, XIV, 2).
Por esta razón se incluyen entre las obras de la carne no sólo los pecados de impureza (v. 19) y las faltas de templanza (v. 21), sino también los que van contra las virtudes de la religión y de la caridad fraterna (v. 20).
«Resulta significativo que Pablo, al hablar de las 'obras de la carne', mencione no sólo 'fornicación, impureza, lujuria (…), embriagueces, orgías' -todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los pecados 'carnales' y del placer sexual ligado a la carne-, sino que nombra también otros pecados a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también 'carnal' y 'sexual': 'idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, iras, riñas, discusiones, divisiones, envidias' (…). Todos los pecados son expresión de la 'vida según la carne', que se contrapone a la 'vida según el espíritu'» (Juan Pablo II, Alocución 7-I-1981).
Por tanto, como dice el Apóstol, todos los que de una forma o de otra se obstinan en su pecado no podrán entrar en el Reino de los Cielos (cfr. 1Co 6, 9-10; Ef 5, 5).

Ga 5, 22-25. Cuando el hombre se deja llevar por sus instintos se dice que lleva una «vida animal». En cambio, si se comporta de acuerdo con la razón, lleva una vida racional y humana. De igual modo cuando deja actuar al Espíritu Santo su vida se transforma en una vida «según el Espíritu», en una vida sobrenatural y ya no simplemente humana, sino divina. Esto sucede siempre que el hombre se encuentra en gracia de Dios y no se olvida de ese tesoro que lleva dentro. ¡Solo! -No estás solo. Te hacemos mucha compañía desde lejos. -Además…, asentado en tu alma en gracia, el Espíritu Santo -Dios contigo- va dando tono sobrenatural a todos tus pensamientos, deseos y obras (Camino, 273).
Entonces el alma se convierte en un árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Las acciones que lleva a cabo revelan la presencia del Paráclito, y en cuanto causan en el hombre un deleite espiritual, son llamadas frutos del Espíritu Santo (cfr. S.Th. I-II, q. 70, a. 1).
«Los frutos enumerados por el Apóstol (Ga 5, 22) son aquellos que el Espíritu Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida, y están llenos de toda dulzura y gozo, pues son propios del Espíritu Santo, que 'en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo y que llena de infinita dulzura a todas las criaturas' (De Trinitate, 5, 9)» (Divinum illud munus, n. 12).

Ga 6, 1-2. Amar a los demás es cumplir la Ley de Cristo. Ya antes (cfr. Ga 5, 14) afirmaba el Apóstol que «toda la Ley se resume en un solo precepto, en éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Es una doctrina que se encuentra a menudo en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 22, 40; Rm 13, 8-10; Col 3, 14; etc.), pues el amor mutuo es el «Mandato Nuevo» de Cristo (cfr. Jn 13, 34). Y está muy claro que la afirmación del Mesías resalta de modo terminante: en esto os conocerán, ¡en que os amáis los unos a los otros! Por eso, siento la necesidad de recordar constantemente esas palabras del Señor. San Pablo añade: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2) (…). ¡Si hay tantos hermanos, amigos tuyos, sobrecargados de trabajo! Con delicadeza, con cortesía, con la sonrisa en los labios, ayúdales de tal manera que resulte casi imposible que lo noten; y que ni se puedan mostrar agradecidos, porque la discreta finura de tu caridad ha hecho que pasara inadvertida (Amigos de Dios, 44).
Lógica consecuencia del amor a los demás es, en primer lugar, la corrección fraterna que hace el cristiano con mansedumbre y humildad, buscando solamente el bien del hermano, y consciente al mismo tiempo de la propia debilidad e imperfección personal. «Nunca ha de tomarse el cuidado de reprender el pecado ajeno -dice San Agustín-, sino cuando, después de examinar nuestra conciencia con preguntas internas, nos respondemos delante de Dios, sin titubeos, que lo hacemos por amor» (Exp. in Ga, 57).
La otra manifestación de la caridad que nos indica este pasaje es la de llevar las cargas de los demás, sin descuidar las propias: La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo…; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús (Amigos de Dios, 173).

Ga 6, 3-5. El someterse a las prescripciones legales de los judíos llevaba a algunos a creerse mejores que los demás. La actitud de aquellos gálatas recuerda el engreimiento del fariseo que oraba de pie en el Templo y daba gracias a Dios por sus múltiples cualidades (cfr. Lc 18, 11). Como dice el Señor, aquel hombre fatuo salió del Templo lo mismo que entró, con el alma manchada por la soberbia y separado del amor de Dios, que se recrea en los humildes y les da su gracia (cfr. Lc 1, 51-53).
Como en el caso del fariseo, el orgullo de los judaizantes procedía del desconocimiento que tenían de sí mismos. Por eso el Apóstol exhorta a que cada uno se examine con sinceridad, de cara a Dios, que todo lo ve. Pero «el hombre de sí mismo -enseña San Juan de Ávila- no es sino vanidad, y si otra cosa más es, por el Señor Dios lo es» (Audi, filia, II, 66). San Agustín exclama: «Ningún hombre bueno puede gloriarse delante de Ti, ni es justificado todo hombre que vive; porque, si algún bien hay, pequeño o grande, es gracia tuya» (Sermo 99, 6).
El conocimiento propio nos conduce, por tanto, a la humildad, a la desconfianza en nosotros mismos y al abandono total en las manos de Dios, que todo lo puede. San Pablo nos recomienda el examen de conciencia, a través del cual descubriremos las verdaderas causas de nuestra actuación y de nuestros estados de ánimo. El propio conocimiento nos lleva como de la mano a la humildad (Camino, 609).

Ga 6, 6. Nuestro Señor ordenó a los Apóstoles que dieran gratuitamente lo que gratuitamente habían recibido (Mt 10, 8). Pero, a la vez, afirmó que quien trabaja merece su sustento, (Mt 10, 10), es decir, que los predicadores del Evangelio tienen derecho a vivir de ese trabajo. La misma doctrina encontramos en la vida y en las enseñanzas de San Pablo. Pues, aunque de ordinario se procuraba el sustento personal con su propio trabajo (cfr. Hch 18, 3; 1Ts 2, 6-9; 2Co 11, 7-15), a veces, sin embargo, había aceptado la ayuda material que le prestaron los cristianos de Filipo (cfr. Flp 4, 10-20). En el pasaje que comentamos expone el Apóstol una regla general, dejando bien claro que el discípulo ha de compartir sus bienes con el maestro. «Si sembramos en vosotros bienes espirituales, ¿es mucho que recojamos de vuestros bienes materiales? (…). Con todo, no hemos hecho uso de este poder» (1Co 9, 11-12).
La Iglesia recuerda esta doctrina en el Conc. Vaticano II: «Los presbíteros, consagrados al servicio divino en el cumplimiento del cargo que se les ha encomendado, merecen recibir una justa remuneración, pues el que trabaja es merecedor de su salario (Lc 10, 7), y ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio, que vivan del Evangelio (1Co 9, 14). Por ello, en la medida en que no se hubiera provisto por otros medios la justa retribución de los presbíteros, los fieles mismos, como quiera que por su bien trabajan los presbíteros, tienen verdadera obligación de procurar que se les proporcionen los medios necesarios para llevar una vida honesta y digna» (Presbyterorum ordinis, 20).

Ga 6, 7-10. Hay algunos que viven como si el Señor no les fuera a pedir cuentas algún día, como si pudieran engañar a Dios. Las palabras de San Pablo contienen también una verdad que la Iglesia recuerda (cfr. Dz-Sch, 1000-1001, 1304, 1488); el tiempo de merecer termina con la muerte. Por esto insiste el Apóstol en la necesidad de luchar seriamente por llevar una conducta justa, «porque lo que uno siembre, eso recogerá». La imagen de la siembra aplicada a la vida espiritual, muy frecuente en la Biblia, es muy rica de contenido (cfr. Sal 107, 37; Sal 126, 5; Pr 6, 19; Pr 22, 8; Os 8, 7; Os 10, 12; Jr 12, 13; Mt 13, 27; Mt 25, 24-26; Jn 4, 37; 1Co 9, 11; 1Co 15, 37; St 5, 7; etc.). San Juan de Ávila comenta así este pasaje: «Había dicho que hacer bien era sembrar; y en el sembrar, de presente no hay sino pérdida: deshacerse hombre de la hacienda que posee por la que espera. Alude a la misma metáfora, y dice que no desfallezcamos, que no desmayemos haciendo bien, que esperemos en Dios» (Lecciones sobre Gal, ad loc.).

Ga 6, 11. Aquí, como en otras ocasiones y con extensión algo mayor (cfr. 1Co 16, 21; Col 4, 18; 2Ts 3, 17; Flm 1, 19), San Pablo alude a unas palabras escritas por él mismo, de su puño y letra. Sabemos que, según la costumbre de la época, el Apóstol no escribía directamente sus cartas, sino que habitualmente las dictaba a un amanuense. Por ejemplo, en Rm 16, 22 éste envía también un saludo personal a los destinatarios. El mismo modo de escribir lo utiliza San Pedro en su primera carta, en la que el amanuense nos dice incluso su propio nombre: Silvano (cfr. 1P 5, 12).

Ga 6, 14. Los circuncisos -tanto judíos como cristianos- se jactaban de llevar en su carne la señal de la Antigua Alianza, la circuncisión. San Pablo les hace ver que sólo hay un motivo de gloria para él: la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, con la que se selló la Nueva Alianza, se cumplió la Redención y, por eso, ha llegado a ser la señal del cristiano. Éste era el contenido central de su predicación: la fuerza y la sabiduría de Dios (cfr. 1Co 1, 23-24). La afirmación del Apóstol ha sido repetida por los cristianos y ha sugerido páginas de una gran piedad y unción. Así, por ejemplo, en una homilía pascual del siglo II, de autor desconocido, se dice: «Cuando me sobrecoge el temor de Dios, la Cruz es mi protección; cuando tropiezo, mi auxilio y mi apoyo; cuando combato, el premio; y cuando venzo, la corona. La Cruz es para mí una senda estrecha, un camino angosto: la escala de Jacob, por donde suben y bajan los ángeles, y en cuya cima se encuentra el Señor».
De la Santa Cruz proviene nuestra salvación, pues en ella quiso morir Jesús por nuestros pecados. Por eso, decía San Juan Crisóstomo como en un cántico: «La Cruz es el trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la que Cristo atravesó a la serpiente; la Cruz es la voluntad del Padre, la gloria de su Hijo Único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la seguridad de la Iglesia, el motivo de gloria de Pablo, la protección de los santos, la luz de todo el orbe» (De coemeterio et de cruce, 2).
Por su parte San Anselmo exclama emocionado: «¡Oh Cruz, que has sido escogida y preparada para bienes tan inefables!, eres alabada y ensalzada no tanto por la inteligencia y la lengua de los hombres, ni aun de los ángeles, como por las obras que gracias a ti se realizaron. ¡Oh Cruz, en quien y por quien me han venido la salvación y la vida, en quien y por quien me llega todo bien!, Dios no quiera que yo me gloríe si no es en ti (cfr. Ga 6, 14)» (Oraciones y meditaciones, 4).
La Cruz, por tanto, ha de ser para cada cristiano, en la vida diaria, su apoyo y su fuerza: Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú (Camino, 178).

Ga 6, 15. La expresión «nueva criatura» tiene un gran contenido teológico. Señala la trascendencia de la gracia sobrenatural sobre toda acción humana: como la creación fue obrada por Dios a partir de la nada, así también la gracia es concedida sin méritos anteriores. Por otra parte, la frase indica que, en orden a la salvación, lo único que vale ante Dios es la gracia: lo mismo que las cosas existen porque han sido creadas, así el hombre vive en el orden sobrenatural porque ha sido «creado de nuevo». Por último, esta expresión nos permite entender algo del misterio de la gracia: así como en la creación se nos comunica el ser, una naturaleza y unas facultades, de manera semejante en la nueva creación se nos comunica una participación de la naturaleza divina, se nos da una nueva naturaleza (sobrenaturaleza) y todo un organismo sobrenatural (virtudes infusas y dones del Espíritu Santo).
La naturaleza que Dios nos otorgó por la creación fue dañada por el pecado de Adán y llegó a ser en sentido propio una «vieja criatura», el hombre viejo. Por tanto, la vida nueva, o nueva creación, brilla por contraste sobre el fondo oscuro del pecado y de la muerte causados por la caída de Adán. «Hemos sido creados -comenta Santo Tomás- y hemos recibido el ser natural por medio de Adán; pero aquella criatura ya había envejecido, se había corrompido, y por esto el Señor, al hacernos y al constituirnos en el estado de gracia, obró una especie de criatura nueva. 'Para que fuéramos como la primicia de su creación' (St 1, 18). Y añade 'nueva' porque somos renovados por Él mediante una vida nueva; y también por el Espíritu Santo. 'Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra' (Sal 104, 30); y por la Cruz de Cristo (…). Así pues, por medio de la nueva criatura, es decir, por la fe en Cristo y por el amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones, somos renovados y nos unimos a Cristo» (Comentario sobre Ga, ad loc.).
En varios lugares del Nuevo Testamento se nos revela este paralelismo entre la creación y la nueva creación (re-creación). En efecto, la vida nueva que se consigue a través de la unión con Cristo es llamada «nueva criatura» (cfr. 2Co 5, 17). Esta nueva criatura es el hombre nuevo, que no ha nacido de la voluntad de la carne y de la sangre, sino de Dios (cfr. Jn 1, 12-13), el hombre elevado al estado sobrenatural de la gracia, creado en Cristo (cfr. Ef 2, 10.15) para una vida de justicia y santidad (cfr. Rm 6, 4; Col 3, 9-10), el hijo adoptivo y heredero de Dios (cfr. Rm 8, 16), en el cual en definitiva se manifiesta la vida misma de Cristo (cfr. Ga 2, 20).

Ga 6, 17. Alusión a la señal o estigma con que se marca a las reses para indicar a qué ganadería pertenecen. En la antigüedad se usaba también en los esclavos -para señalar a qué familia pertenecían- o en los seguidores de algunas religiones. San Pablo alude a esas costumbres para declararse metafóricamente siervo del Señor.