Congregación 

para la Evangelización de los Pueblos

 GUÍA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS

DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN

PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS

Roma, junio de 1989

1. Introducción. La Congregación para la Evangelización de los Pueblos, consciente de la importancia fundamental del sacerdocio ministerial para la vida y el desarrollo de la comunidad cristiana, ha prestado siempre especial atención a los presbíteros locales de las nuevas Iglesias.

Como aportación concreta a la formación de los sagrados ministros, en la sesión plenaria del 1417 de octubre de 1986, se han formulado Algunas Directivas sobre la formación en los Seminarios Mayores, que S.E. el Cardenal Prefecto ha comunicado a los Obispos interesados en una circular del 25 de abril de 1987.

Para dar continuidad a esta primera e importante contribución en beneficio de los seminaristas, y como testimonio de atención a los sacerdotes, durante la plenaria del 11-14 de abril de 1989, después de amplia consulta y examen del abundante material enviado por las Iglesias particulares, se ha preparado una Guía Pastoral para los sacerdotes diocesanos de las Iglesias que dependen de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

En esta Guía, conforme a la doctrina y a las normas generales de la Iglesia, se tratan en orden todos los temas principales referentes a la identidad, la espiritualidad, la vida y la acción pastoral de los presbíteros, haciendo hincapié, según lo indicado expresamente por el Concilio (1), en las notas características que corresponden más bien a las Iglesias jóvenes en pleno desarrollo; en particular: las cualidades espirituales y el estilo de vida del sacerdote, que sean un testimonio evidente también para los no cristianos; la comunión con el Obispo, con el presbiterio y la comunidad cristiana; la disponibilidad y el compromiso para dar el primer anuncio del Evangelio a los no cristianos; la formación y participación de los laicos en la vida y el desarrollo de la Iglesia, y su compromiso en la obra de Evangelización; la atención primordial a los jóvenes; el amor preferencial por los pobres; la sensibilización en favor de la promoción humana y la defensa de la justicia; la inquietud por la inculturación y la aptitud para promoverla; el diálogo ecuménico y el diálogo con las otras religiones.

Estos, y otros puntos importantes, constituyen la trama de toda la materia; hacen que la Guía responda, en la medida de lo posible, a las necesidades de los sacerdotes de las Iglesias que están en los territorios de misiones. Se considerarán, pues, clave de lectura de lo demás.

Los destinatarios de la Guía son, esencialmente, los sacerdotes diocesanos seculares que pertenecen a las Iglesias que dependen de la Congregación; ellos son cada vez más numerosos y asumen siempre mayores responsabilidades. Por consiguiente, requieren especial atención. Además, pertenecen por lo general a la primera o segunda generación de sacerdotes nativos del país, para los cuales el modelo tradicional del sacerdote es el religioso misionero, y no el sacerdote diocesano secular local; en fin, los problemas de los sacerdotes que se encuentran en los territorios de misiones son específicos y concretos, están vinculados a situaciones eclesiales y socioculturales locales, y requieren directrices y soluciones adecuadas.

Se espera que esta Guía constituya un punto de referencia, y un elemento de unidad y de estímulo para todos los sacerdotes seculares; y que, al mismo tiempo, sirva de inspiración para los religiosos y misioneros que trabajan en esas mismas Iglesias jóvenes. La Congregación para la Evangelización de los Pueblos entrega, por tanto, con gran confianza estas orientaciones a las Conferencias Episcopales y a los Ordinarios como guía pastoral para sus presbíteros, y como documento básico para formular o renovar sus directorios particulares, de manera que toda la familia sacerdotal de la Iglesia misionera viva en el fervor, trabaje en unidad de espíritu e intenciones, y pueda responder a las esperanzas de una Iglesia que se encamina hacia un nuevo adviento misionero, con María.

I - EN LAS FUENTES DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

2. Fundamento Trinitario. Cristo Jesús, en quien "reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente " (Col 2, 9), fue enviado por el Padre para realizar el plan de salvación universal (cf. Jn 3, 17;Jn 5,30;Jn 8,16; Ga 4,4; etc.), recibiendo de El todo poder para cumplir su misión (cfr Jn 5, 20-21; Mt 28, 18); fue ungido con el Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18 ss; Hch 10, 38), y después de haber cumplido la voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verddad (cf. 1Tm 2,4), hasta dar su vida como rescate por muchos (cf. Mc 10,45), destruyó la muerte con la resurreción y volvió al Padre, penetrando los cielos, donde reina eternamente e intercede por sus hermanos (cf Jn 16, 27-28;Jn 13,1-3; Hb 4, 14-16). El sacerdote, cuya tarea es continuar la misión de Cristo, halla la fuente última de su misión en el amor salvífico del Padre (cfr Jn 16, 6-9.24; 1Co 1,1; 2Co 1,1), y el origen inmediato de su vocación en Cristo que le llama por su nombre como llamó a los apóstoles e infunde en él su Espíritu (cf Jn 20, 21) para marchar hacia el Padre con sus hermanos. En esta realidad Trinitaria, fuente de la misión de la Iglesia (2), se arraiga y encuentra plena justificación la vocación y misión del sacerdote ministro.

El mismo Cristo promovió a sus apóstoles como ministros de manera que poseyeran, en la sociedad de los creyentes, la sagrada potestad del orden. Por medio de los apóstoles, el Señor hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aqéllos que son los Obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fué encomendado a los presbíteros a fin de que cooperaran en el fiel cumplimiento de la misón apostólica (3). Esta misión participa en la misión universal de la Iglesia para los no cristianos e involucra a los sacerdotes en forma concreta (4).

Por intermedio del Obispo, los sacerdotes son llamados por Cristo a una vocación especial (cf Mc 3,13; Lc 6, 13); están en el mundo pero no son del mundo (cf Jn 17, 14-15); y, en virtud de la consagración, están capacitados para cumplir la misón misma de Cristo de anunciar a todos que el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca (cf. Mc 1, 15), y de presidir, enseñar y santificar al Pueblo de Dios (5).

El principio constitutivo del sacerdocio ministerial es Cristo-Sacerdote victíma de la nueva y eterna alianza (cf. Hb 9, 11-15). El principio eficaz es la elección y misión especial por parte de Dios, que convierte al sacerdote en instrumento de Cristo (cf Mc 3, 19; Lc 22, 19; Mt 28, 18-20). El principio ejemplar es la diaconía de Cristo, cuyas imágemes dan luz a la identidad del sacerdote:

Cristo-enviado por el Padre para salvar al mundo (cf Jn 3, 17); que indica la universalidad de la misión; Cristo-siervo, que subraya la renuncia de Cristo, quien vino, no a ser servido, sino a servir y a dar su vida (cf Mt 20, 28: Flp 2,7-8); Cristo-pastor-maestro, que vela con amor, guía su rebaño, y lo reúne en el único redil (cfr Jn 10,1 ss ). Es la palabra viva del Padre que convoca a las gentes en su Reino (cf Jn 12, 48-50).

El relieve que se da a la función ministerial subraya la relación esencial del sacerdote con la Persona de Cristo. El sacerdote, en efecto, es signo e instrumento del único sacerdote y mediador ante el Padre: Jesucristo, y continuación de El sobre la tierra, que actualiza el poder de Cristo de anunciar la Palabra, de renovar el sacrificio de la Cruz en la Eucaristía, perdonar los pecados y guiar al Pueblo de Dios. Es imposible separar el ser del sacerdote del ser de Cristo, la vida del sacerdote de la vida de Cristo.

Estén, pues, todos los presbíteros, convencidos de que su identidad sacerdotal se realiza únicamente en la conformidad total con la identidad de Cristo, con conocimiento, coherencia y fervor del espíritu. Y recuerden que Cristo, al cumplir su misión de salvador, aceptó el camino de la encaranción, despojándose de sí mismo y tomando todo lo que es propio del hombre, excepto el pecado (cf Hb 2, 17-18; Hb 4,15). Esta encarnación será un signo de la actividad misionera.

El Espíritu Santo da a la Iglesia la unidad íntima y ministerial, proporcionándole diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf Ef 4, 11-13; 1Co 12,4) (6), y vivificando, como alma, a la instituciones eclesiásticas (7), infundiendo en los corazones de los cristianos ese spíritu que había animado a Cristo a cumplir su misión (8).

"Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza" (9). La elección, la santificación y la misión proceden siempre del Espíritu santificador (cf Hch 13, 3;Hch 19,6). Y es el Espíritu el que dá la capacidad objetiva de ejercer eficazmente el ministerio. También el Espíritu es enviado (cf Jn 14, 26;Jn 15,26) y permanece unido al sacerdote-enviado para colaborar en la obra de salvación (10).

Gracias al Espíritu, principio de comunión (11), los sacerdotes llegan a ser guías y animadores espirituales de la comunidad, especialmente con la fuerza de la Palabra. Gracias a ese mismo Espíritu, son ministros de los sacramentos, que por El son vivificados, desde el bautismo, "en el Espíritu y el agua" (Jn 3, 5; Hch 10,47), hasta la Eucaristía, en la que Cristo "ejerce constamemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio sacerdotal en favor nuestro" (12).

La consagración inaugura en los sacerdotes un continuo Pentecostés. En virtud de esta gracia extraordinaria, ellos deben saber reconocer la acción del Espíritu en la Igleisa y cooperar con ella, conscientes de que han recibido una misión sobrenatural y universal en favor de todos los hombres.

3. Fundamento eclesiológico y sacramental. La Iglesia, "sacramento universal de salvación" (13), actualiza la redención, mediante la Palabra y los sacramentos, principalmente mediante el Sacrificio de la Eucaristía. De este carácter ministerial de la Iglesia participan los sacerdotes llamados a predicar y difundir el Evangelio, a presidir el culto y a desempeñar la función de guías en el Pueblo de Dios.

La Iglesia es comunión, articulada jerárquicamente en distintos ministerios, servicios y funciones en el interior de la comunidad. En particular, mediante los tres grados del Orden sagrado (Obispos, sacerdotes, diáconos), se edifica como templo vivo, en una comunión de fe y de amor. Estos tres ministerios que confiere la ordenación, transmitidos por los apóstoles y sus sucesores, son jerárquicos y constituyen la jerarquía eclesiástica.

El Obispo en comunión con el Sumo Pontífice, Jefe el Colegio Episcopal, y con los miembros del Colegio, es - en la comunidad eclesial - el "gran sacerdote" (14), signo vivo de Cristo, supremo pastor; su función reproduce aquella central de servicio humilde y potente de Cristo Jefe (15). Para ejercer en forma plena y eficaz su ministerio, el Obispo debe ser coadyuvado por presbíteros y diáconos.

Los presbíteros son ayuda e instrumento del Orden episcopal y, en cada comunidad, representan al Obispo: bajo su autoridad, predican el Evangelio (16), "santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada" (17).

El presbítero, además, en comunión con el Obispo, obra en nombre de Cristo (18). Anuncia, ejerciendo el mismo ministerio de Cristo-Profeta en el servicio de la Palabra, incluso a aquellos que están lejos (19); es sacerdote-ministro en cuanto consagra en nombre de Cristo-Pontífice ("in persona Christi Pontificis") (20); es pastor, en cuanto reúne y guía a la comunidad en nombre de Cristo-Buen Pastor (cf Lc 10, 16; 1P 5, 2).

En la Iglesia-comunión, en fin, hay distinción y complementariedad entre el sacerdocio de los ministros ordenados y el sacerdocio común de los fieles, pues el uno coopera con el otro para realizar la misión confiada por Cristo a la Iglesia. El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo (21). Los presbíteros deben ser conscientes de su identidad particular que los habilita para un ministerio específico y que se ordena a la edificación del único Cuerpo de Cristo que es por naturaleza: profético, sacerdotal y real. A pesar de la diversidad de las funciones permanece intacta la idéntica dignidad fundamental de los cristianos.

El sacerdote es diocesano en virtud de su encardinación en la diócesis (22), donde permanece unido al Obisopo bajo un aspecto nuevo y está, de manera especial, al servicio de esa comunidad eclesial particular que es la diócesis (23). En su calidad de sacerdote diocesano, está llamado a crear la comunión entre los miembros de la comunidad local y también a ampliarla, evangelizando a aquellos que todavía permanecen fuera de ella.

En esta comunión de la Iglesia, no deberá olvidarse el papel que tienen los diáconos permanentes que trabajan al lado del sacerdote y deben formarse para que lleven una vida evangélica, de manera que puedan cumplir, en forma adecuada, los deberes propios de su orden. Ellos representan una figura que puede asumir un significado importante en las Iglesias jóvenes que necesitan de todas las energías disponibles para desarrollarse. La función del diácono deberá estudiarse y organizarse a nivel de las Conferencias Episcopales (24).

Es necesario subrayar la dimensión eclesial y sacramental que califica a los sacerdotes. Todo sacerdote representa a la Iglesia y actualiza en ella el proyecto de salvación. Esto supone: conciencia de aquello que tiene relación con la Iglesia, coherencia con el proyecto concreto de salvación, y comunión de espíritu y de acción con todos lo que actuán en la pastoral, en especial con el Romano Pontífice, el Obispo, los demás sacerdotes y los diáconos.

Tengan todos los presbíteros fija su mirada en María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia: desde el momento de la Encarnación del Hijo de Dios, ella es fundamento ejemplar necesario de su ser y de su vida.

II- IDENTIDAD DEL EVANGELIZADOR Y DEL PASTOR

4. Conciencia misionera del presbítero. La comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia universal llega a su perfección sólo cuando éstas también toman parte en el esfuerzo misional en pro de los no cristianos en su territorio, y también en aquél que se realiza para con otras naciones (25).

En el dinamismo apostólico, propio de la esencia misionera de la Iglesia (26), los presbíteros ocupan necesariamente un lugar importante. Esto debe ponerse de relieve, especialmente, en los que trabajan en territorios de misiones donde se realiza la evangelización de los no cristianos.

Con la sagrada ordenación, los presbíteros han recibido, en efecto, un don especial que "no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión univeral y amplísima de salvación 'hasta lo último de la tierra' (Hch 1,8)" (27).

Por consiguiente, todo presbítero debe tener una clara conciencia misionera, que le haga apto y listo para comprometere efectivamente y con generosidad para que el anuncio del Evangelio llegue a los que todavía no profesan la fe en Cristo. El sacerdote es, en verdad, "misionero para el mundo" (28).

La evangelización de los no cristianos que viven en el territorio de una diócesis o una parroquia está encomendada, en primer lugar, al respectivo pastor y a la comunidad cristiana local. Este deber apostólico exige que el Obispo sea esencialmente mensajero de fe, y que los presbíteros hagan todo lo posible por predicar el Evangelio a los que se encuentran fuera de la comunidad eclesial, comprometiéndose personalmente, y haciendo participar a los fieles, en colaboración con los misioneros.

En la distribución de las tareas pastorale, a los sacerdotes locales no deben confiarse, prioritariamente, las comunidades ya formadas y organizadas, dejando al cuidado de los misioneros aquellas que comienzan, o la responsabilidad de evangelizar nuevos grupos. Los sacerdotes locales tienen el derecho y el deber de asumir, ellos mismos, la evangelización de sus hermanos que todavía no son cristianos, siendo verdaderos apóstoles de frontera, sin aspirar a las funciones más destacadas y a puestos seguros, centrales o mejor remunerados.

Es conveniente que las Iglesias jóvenes "participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero" (29). Que todas las Iglesias particulares sepan dar de su pobreza (30). Por tanto, además de los presbíteros que pertenecen a institutos misioneros, propónganse las diócesis enviar sus propios sacerdotes que sienten la llamada de Cristo, como misioneros fidei donum, para que se inserten en la actividad misionera propiamente dicha (31). Estos sacerdotes estén felices de poder vivir con toda plenitud la comunión con Cristo enviado por el Padre (cf Jn 17, 18;Jn 20,21) y con la Iglesia universal, poniéndose a disposición de su Obispo para ser enviados a predicar el Evangelio a otros pueblos. Esto requiere en ellos no sólo madurez en la vocación, sino también la capacidad de desprenderse de su propia patria, etnia y familia, y una aptitud especial para insertarse en las otras culturas con inteligencia y respecto (cf. Gn 12, 1-4; Hb 11, 8).

En ningún otro sector del apostolado eclesial, como en éste, los presbíteros podrán demostrar la intensidad de su amor a Cristo, a la Iglesia y al hombre, pudiendo decir con S.Pablo: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1Co 9,22) (32)

5. Conciencia pastoral del presbítero. La función pastoral exige de los sacerdotes una conciencia pastoral profunda, que se basa en su identidad de "consagrados para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y celebrar el culto divino" (33), participando así en la misión de Cristo Buen Pastor que conoce, alimenta y guía a sus ovejas y va en busca de aquellas que están perdidas o se encuentran todavía fuera del redil (cf. Jn 10, 1 ss; Lc 15, 3-6).

En su expresión completa, la conciencia pastoral se manifiesta en el sentido de pertenencia a la Iglesia universal, en comunión de amor y de obediencia al Romano Pontífice, principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión (cf. Mt 16, 19; Jn 21, 15-17); y también en el sentido de comunión y coparticipación entre las Iglesias particulares, en las cuales y de las cuales se edifica la Iglesia universal (34). Una Iglesia particular se vuelve estéril si no se dá a la demás Iglesias hermanas. Esto supone que los presbíteros estén dispuestos a partir, enviados por el Obispo, para colaborar, en la caridad, con las Iglesias más necesitadas, especialmente con aquellas que se encuentran en ambientes solo parcialmente evangelizados (35).

En su expresión inmediata, la conciencia pastoral se manifiesta en el sentido de pertenencia a la propia Iglesia particular, en comunión con el Pastor, con los demás presbíteros, los díaconos y toda la comunidad de los fieles.

La comunión con el Obispo debe ser espiritual y jerárquica, y supone algunas actitudes como: reconocer en él la autoridad de Cristo, Supremo Pastor; aceptar con estima y amor su función de padre de la comunidad diocesana; colaborar activamente con él, con espíritu de obediencia apostólica. Los Obispos, por su parte, consideren a los presbíteros como "hermanos y amigos"; conózcanles personalmente; visítenles con frecuencia y preocúpense por su bien material y espiritual (36). La relación entre Obispos y sacerdotes se basa en un espríritu de fe, pero se desarrolla y se expresa en un clima de mutua confianza, de verdadera estima y de concreta colaboración, respetando el papel propio de cada cual.

La comunión con los presbíteros se basa en el hecho de que junto al Obispo, y a su alrededor, ellos forman un "solo presbiterio" (37). El sentido de pertenencia al presbiterio hace que cada sacerdote se sienta unido a los demás por "especiales lazos de caridad apostólica, ministerio y fraternidad" (38), realizando así la unidad mediante la cual Cristo quiso que los suyos fueran "perfectamente uno" (cf. Jn 17, 23). La forma institucionalizada, en representación del presbiterio, cuya misión es ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis, es el Consejo presbiteral. En las Iglesias de territorios de misiones, éste desempeña una función pastoral activa; por consiguiente, debe constituirse y valorizarse, lo más ampliamente posible, según las normas canónicas y teniendo en cuenta la situación concreta local (39).

La comunión con los fieles requiere que los presbíteros se consideren Pueblo de Dios con ellos, dedicados radicalmente al desarrollo de la comunidad, con auténtica caridad pastoral, pues han sido tomados de entre los hombres y puestos en favor de las cosas que se refieren a Dios (cf. Hb 5, 1) (40). Por consiguiente, oren los presbíteros incesantemente por sus propios fieles, recomendádoles al amor del Padre (cf. 2Ts 1, 11); comprométanse a conocer bien su situación real, como el pastor conoce sus ovejas (cf Jn 10,14); vivan en medio de ellos como "hermanos entre hermanos" (41); recorran con ellos un mismo camino cristiano de fe, dándoles ejemplo (cf. Jn 13, 15); eviten con cuidado todo aquello che pueda causar escándalo (cf. 2Co 6,3); den, con la comunidad, un auténtico testimonio de coherencia cristiana a los que están lejos y todavía no creen en Cristo; tengan cuidado de no alejarse de la gente debido a su condición que, con frecuencia, les coloca a un nivel superior en la escala social.

Dignos de alabanza son aquellos sacerdotes que aceptan y ejercen con empeño y alegría cualquier servicio que su Obispo les encomiende; que hacen lo posible por acercarse a los no cristianos y no se dejan implicar en actividades ajenas al sentido apostólico de su vocación.

6. Fraternidad sacerdotal. Los presbíteros, reunidos alrededor del Obispo, vivan la fraternidad, conscientes de que se trata de una verdadera "fraternidad sacramental" (42), fundamento necesario para una mutua ayuda espiritual, a fin de que desempeñen el ministerio con unidad de intención. Tengan ellos presente el valor evangelizador de esa fraternidad sacerdotal por la caual forman un cuerpo dinámico y creíble, de conformidad con la petición que hizo Jesús al Padre en la oración de la Ultima Cena (cf. Jn 17,20-21). La Evangelización nunca es un acto aislado o individual, sino siempre profundamente eclesial, que se ha de cumplir con el espíritu y con el método de la comunión. Esto se hace urgente en las Iglesias en cuyo territorio se está llevando a cabo la evangeliazación de los no cristianos (43).

Procuren los presbíteros tener una verdadera amistad con sus hermanos; gracias a ésta podrán ayudarse, con mayor facilidad, a crecer en la vida espiritual e intelectual, prestarse asistencia en las necesidades materiales, y tener una vida más plena y serena. Esta amistad entre los sacerdotes, realizada en Cristo como consecuencia de la comunión de cada uno con El, es una gran ayuda para superar el peso y las dificultades de la soledad (44).

Los presbíteros encrgados de la cura de almas, en especial los párrocos, consideren que les han sido confiados especialmente los sacerdotes jóvenes que el Obispo les envía como colaboradores; ayúdenlos fraternamente de manera que no se sientan abandonados y se integren positivamente en el presbiterio.

Entre los medios que favorecen esa fraternidad, se pueden señalar las asociaciones sacerdotales. Han de estimarse aquellas que, con estatutos reconocidos por la autoridad eclesiástica competente, fomentan la vida espiritual, la convivencia humana, las actividades culturales y pastorales, y favorecen la unidad de los presbíteros entre sí y con su propio Obispo (45). Han de evitarse las asociaciones que tiene un espíritu cerrado, una mentalidad exclusivista, sobre todo si están de alguna manera relacionadas con grupos potentes o movimientos políticos, o son favorecidas por ellos (46). De todos modos, insístase, en las Iglesias jóvenes, en la unidad de todo el presbiterio.

Se debe dar especial importancia a la fraternidad entre los sacerdotes seculares y los misioneros, especialmente los que han contribuido a fundar la Iglesia y a desarrollar el clero nativo.

La fraternidad sacerdotal, cierto, abarca también a los sacerdotes que pertenecen a Institutos de vida consagrada o a Sociedades de vida apostólica. Y, en cierto sentido, se extiende también a los laicos que siguen a Cristo más de cerca en una vida consagrada. Prepárense los presbíteros, y estén dispuestos a ayudar espiritualmente a los hermanos y hermanas laicos, de acuerdo con las directrices del Obispo, sin intervenir, sin embargo, , en asuntos referentes a la disciplina y a la organización interna de la comunidad.

7. Ministro de la Palabra. Pertenece al presbítero, como educador del Pueblo de Dios en la fe, partícipe de la misión profética de Cristo y cooperador del Obispo, anunciar la Palabra de salvación y, con su fuerza, congregar a los fieles (cf. Rm 10,17) (47). Un deber específico del predicador del Evangelio es comunicar la Palabra de Dios, de la cual es humilde servidor - no la sabiduría humana (cf. 1Co 2,1 ss) (48). El ministerio de la Palabra se realiza de distintas maneras. En las Iglesias jóvenes, se pueden destacar las siguientes: el primer anuncio a los no cristianos; la predicación a los fieles; la catequesis a los catecúmenos y a los bautizados; la evangeliación de la enseñanza y de la cultura; el diálogo individual.

Al organizar las actividades apostólicas de la diócesis y de la parroquia, deberá darse un lugar destacado a la función específica del anuncio a los no cristianos, involucrando en primer lugar a los sacerdotes y a los diáconos, con la estrecha colaboración de los catequistas y de toda la comunidad de los fieles.

La predicación implica, para los sacerdotes, un elevado sentido de responsabilidad y deberes concretos: no debe ser improvisada, sino preparada mediante el estudio, e interiorización en la oración; ha de expresar los valores perennes de la Sagrada Escritura, de la Tradición, de la liturgia, del magisterio y de la vida de la Iglesia (50); debe haber coherencia entre la predicación y la conducta del sacerdote, de manera que la Palabra sea corroborada por el testimonio (cf. Mt 5, 16); han de exponerse criterios perennemente actuales para la vida cristiana individual y comunitaria (51).

En la predicación, se destaca la homília, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono. Se le da un lugar privilegiado y debe exponer los misterios de la fe y las normas de vida cristiana, basándose en el texto sagrado y siguiendo el año litúrgico (52). Debe estar vinculada con la catequesis, aplicando a las formas concretas de vida, en el contexto cultural, los misterios proclamados.

En las zonas de misiones, donde hay escasez de clero, póngase de relieve la posibilidad de admitir a predicar también a los laicos, en conformidad con las normas canónicas (53). Elijan los sacerdotes algunos de los fieles más idóneos y prepárenlos a este delicado ministerio. Si éstos últimos han sido oficialmente escogidos por el Obispo, inclúyanles en los programas parroquiales de predicación y asístanles fraternamente.

En las misiones, la catequesis ocupa un lugar de primera necesidad para ayudar a que surjan nuevas comunidades, y fomentando así la formación religiosa de los bautizados en un contexto eclesial joven que requiere una adecuada inculturación y que a menudo se vé sometido a presiones contrarias por el ambiente no evangelizado, y recibe la influencia del materialismo moderno.

En este campo es indispensable la cooperación de todos los miembros de la comunidad, pero especialmente de algunas categorías.

Los padres tiene, ante todo, más que cualquier otro, la obligación de formar cristianamente a sus hijos con las palabras y con el ejemplo (56). Preparen los sacerdotes a aquellos que están por contraer matrimonio, y apoyen a las parejas y a los padres de familla cristianos en esa peculiar responsabilidad, mediante instrucciones apropiadas y con un ayuda práctica.

Nadie puede ignorar la importancia de los maestros para ayudar a crecer en la fe a las nuevas generaciones (57). La enseñanza de la religión en las escuelas es, para muchos jóvenesm, el primer contacto que tienen con el Evangelio. Por lo tanto, empéñense los sacerdotes en el sector de la pastoral de las escuelas católicas y estatales, pues son un terreno prometedor para una primera evangelización y un medio propicio para la formación religiosa de los jóvenes ya bautizados, ya que se deberá encarnar el mensaje cristiano en los valores de la cultura que la escuela transmite. Las maneras de intervenir deberán ser diferentes, según las instituciones escolares, la preparación religiosa de los maestros y las leyes del Estado. Lo que cuenta es hacerse cargo, con convicción, del sector escolar, en la pastoral diocesana y parroquial (58).

En las Iglesias de misiones, los catequistas tienen la tarea de explicar la doctrina evangélica y de organizar, en colaboración con los sacerdotes, los actos litúrgicos y las obras de caridad (59). En algunos casos, se les confía el cuidado espiritual de pequeñas comunidades donde el sacerdote solo puede estar raras veces. Con el desarrollo de las Iglesias, el catequista para todo se va configurando más bien como una función específica, con la única tarea de la catequesis. Es necesario que los sacerdotes se entiendan muy bien con los catequistas, dando valor a su trabajo, retribuyéndoles justamente y se preocupen por su formación espiritual e intelectual, de acuerdo con las normas diocesanas, en escuelas destinadas a este fin (60).

Instruir, y acompañar a los catecúmenos, es una de las funciones primordiales de los catequistas. La experiencia demuestra que el desarrollo de la primera evangelización se debe a su generosidad, sobre todo en las zonas donde los no cristianos son numerosos. En este contexto, ha de subrayarse la función del catecumenado peculiar de las misiones que, a través de la instrucción y la práctica, inicia a los catecúmenos en el misterio de la salvación y les lleva a vivir la fe, la caridad y el apostolado. Es tarea de las Conferencias Episcopales establecer estatutos para organizar el catecumenado sobre la base del Ordo Initiationis Christianae, especificando los deberes, las prerrogativas y los programas de los catecúmenos (61). Se pida a los sacerdotes un empeño generoso para valorizar el catecumenado, con la convicción de que es el mejor medio para que se desarrolle la comunidad, en cuanto a nuevos miembros, y en madurez.

Para facilitar la instrucción catequética y, en general, el anuncio de la Palabra, es importante que los presbíteros crean en la utilidad de los medios de comunicación grupales y sociales, y los empleen, ayudando también a los fieles a formarse criterios eficaces para su correcta utilización. Habrán, pues, de tener una cierta sensibilidad, suficiente preparación, capacidad para suscitar la colaboración de los laicos, y saber emplear los medios apropiados (62).

8. Presidente de las celebraciones litúrgicas y ministro de los Sacramentos. El presbítero, partícipe de manera especial del Sacerdocio de Cristo, actuando como ministro suyo y bajo la autoridad del Obispo, ejerce su función sacerdotal sobre todo en los actos litúrgicos y en la administración de los sacramentos (64). Deberá, por tanto, empeñarse en adquirir un profundo sentido litúrgico y ser un animador convencido de la vida litúurgica de los fieles (65).

Dado que los fieles bien dispuestos tienen derecho a recibir los sacramentos (67), procuren los pastores que tengan una preparación adecuada (68). Es necesario precisar, aquí, que la pastoral sacramental no se limita al tiempo que precede la celebración, sino sigue más adelante para acompañar y llevar a la madurez, prestando especial atención a los neófitos (69). La comunidad tiene el deber de crear un ambiente fraterno a quienes reciben los sacramentos por primera vez.

Para que la Iglesia pueda desarrollarse, es preciso poner de relieve el carácter central de la Eucaristía, en virtud de la cual, y alrededor de la cual la comunidad se forma, vive y llega a la madurez. Al ofrecer el Santo Sacrificio "en la específica identificación sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote" (70), los presbíteros habrán de colocar, efectivamente, el misterio eucarístico en el centro de su vida y de su comunidad. No olviden que sólo a partir de ese centro vital podrán anunciar la Palabra con fruto y reunir a la comunidad que les ha sido encomendada. Esfuércense por estimular a los fieles a que tomen parte activa en la Santa Misa, ofreciendo la divina víctima a Dios Padre y uniendo la ofrenda de su propia existencia (71), reciban con frecuencia el pan de vida, y veneren con adoración a Cristo vivo en el tabernáculo (72). Cuando, por falta de sacerdotes, no es posible celebrar la Sta. Misa todos los domingos en todas las comunidades, los pastores deberán establecer un programa que contemple la celebración por turnos, de manera que los fieles puedan tener una cierta garantía y orden en este campo esencial para su vida cristiana.

En la situación actual, coinviene también invitar a los sacerdotes a un "ejercicio diligente, regular, paciente y fervoroso del sagrado ministerio de la Penitencia" (73). Esta pastoral requiere disponibilidad y espíritu de sacrificio, pero es la expresión más elevada de la misericordia de Dios en Cristo a través del ministerio de la Iglesia. Esfuércense los sacerdotes en presentar este sacramento también como una solución para los conflictos del mundo actual, en cuanto que el pecado individual repercute siempre en la vida social, con consecuencias desastrosas para la dignidad integral del hombre (74).

En las Iglesias de territorio de misiones, gracias a una catequesis fiel a la doctrina, y a la generosidad de los pastores, la práctica del sacramento de la Penitencia es todavía frecuente. Habrá que superar las dificultades en cuanto a la organización y al número limitado de confesores para conservarla e intensificarla. Una programación ordenada ayudará a coordinar las fuerzas; en especial, con ocasión de las grandes fiestas, de manera que los sacerdotes que son vecinos se ayuden mutuamente. Hay que tener siempre presente que la confesión individual es el único modo ordinario para que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilie con Dios y con la Iglesia. Por lo que se refiere, en cambio, a la absolución a varios penitentes a la vez, sin previa confesión individual, hay que recordar que puede administrarse sólo bajo ciertas condiciones: cuando hay peligro de muerte, o si se presenta una necesidad grave; es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. Corresponde al Obispo diocesano juzgar si se dan las condiciones requeridas por la norma canónica; éste, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en los que se verifica esa necesidad (75). No habrán de descuidarse, especialmente en los momentos principales del año litúrgico, las celebraciones penitenciales comunitarias; se ayudará a los fieles a comprender el sentido profundamente eclesial de purificación, aunque no sea bajo la forma sacramental.

Principalmente, pero no exclusivamente, en los Territorios donde se realiza la primera evangelización de los no cristianos, los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación requieren especial atención por parte de los sacerdotes.

Por lo que se refiere al Bautismo, subráyense especialmente los efectos, a saber: la liberación del pecado, la filiación divina, la configuración con Cristo y la incorporación a la Iglesia (76). En la fase de preparación, la pastoral deberá dirigirse a los padres y a los padrinos cuando se trata del Bautismo de niños, y a los candidatos mismos cuando son adultos (77). Se deberá valorizar la natural connexión entre catecumenado y bautismo (78). No deberá descuidarse la pastoral postbautismal, ya que los neófitos necesitan una especial ayuda para cumplir fielmente los deberes de la vida cristiana e integrarse en la comunidad eclesial que les ha recibido (79).

En cuanto a la Confirmación, también es importante insistir en los efectos. Por ella se progresa en el camino de la iniciación cristiana, y ella enriquece con los dones del Espíritu Santo, vincula más estrechamente a la Iglesia y obliga más estrictamente a comprometerse en el apostolado, dentro y fuera de la comunidad eclesial (80). La pastoral deberá cuidar de la preparación de los confirmandos y luego acompañarlos para que su vida cristiana sea más madura y su compromiso apostólico, aún con los no cristianos, sea más generoso. La administración de la Confirmación es una ocasión propicia para establecer un vínculo personal y concreto entre cada uno de los candidatos y el Obispo.

Además la necesidad de la participación activa que supone, tanto una previa preparación, como una conciencia del valor de la acción litúrgica (83). La pastoral litúrgica exige, además, que se preste atención a la relación entre la celebración y la vida, de manera que los fieles puedan manifestar en sus actividades las múltiples riquezas del misterio de Cristo que han conocido mediante la fe (84). Ese tipo de pastoral exige un notable esfuerzo de inculturación, para que se comprendan más fácilmente las celebraciones y correspondan a la sensibilidad de las personas en su contexto cultural, sin desde luego disminuir el imprescindible sentido de misterio (85). El estudio y las iniciativas de inculturación de la liturgia deberán emprenderse a nivel de las Confrencias Episcopales, en conformidad y armonía con la tradición y las normas de la Iglesia universal. Los sacerdotes con cura de almas deberán sostenerlas con convicción y realizar las orientaciones según el programa común aprobado en la diócesis (86). En fin, tómense bien en cuenta las celebraciones dominicales cuando falta el ministro sagrado. Ratificada la celebración de la Eucaristía como centro y cumbre de la vida cristiana, es indispensable asegurar a las comunidades alejadas del centro una reunión de oración todos los domingos, aún cuando no se puede celebrar la Misa por falta de sacerdotes (87). Las Conferencias Episcopales y los Obispos locales tienen el deber de organizar esas celebraciones conforme a las normas de la Iglesia (88) por lo que se refiere a su contenido, su relación con el año litúrgico, la persona que las debe presidir, su desarrollo y la necesidad de no confundirlas con la celebració eucarística. Corresponde a los sacerdotes preparar a las comunidades interesadas y a sus animadores, de manera que estas celebraciones en las que se lee la Palabra de Dios y, posiblmente, se distribuye la Eucaristía, sean una verdadera expresión de la oración de la Iglesia que pueda ayudar a los fieles a santificar el domingo y aumentar en ellos el deseo de participar en la Santa Misa.

9. Liberación, promoció humana y opción preferencial por los pobres. La promoción del hombre está asociada a la evangelización: se trata, en efecto, de la única misión de la Iglesia que se siente comprometida, por voluntad de Cristo (cf. Mt 25, 41-45; Lc 16, 19-31), en un auténtico desarrollo integral del hombre, como individuo y como sociedad, hasta llegar a denunciar, cuando es necesario, los males y las injusticias sociales que lo aquejan (91). Hay que recordar, sin embargo, que la misión propia de la Iglesia no es de orden "político, económico o social", sino "religioso" (92), en cuanto que ella "da su primera contribución a la solución del problema urgente del desarrollo cuando proclama la verdad sobre Cristo, sobre sí misma y sobre el hombre " (93).

En este mismo marco, surge la cuestión de la liberación, que se siente con mayor o menor urgencia en distintas partes de la Iglesia, con todo lo que ella implica en la acción. Todo hombre ha sido llamado, en el eterno designio del Padre, a la comunión con Dios, con el género humano y con todo el mundo; éste se encuentra íntimamente vinculado al hombre y por medio de él alcanza su fin. Esta comunión es quebrantada por el pecado, pero restaurada en Cristo, según la promesa de salvación que Dios anunció desde los orígenes de la humanidad (cf. Gn 3, 15; Rm 5,20-21). Cristo, muerto y resucitado, en efecto, libera al hombre del pecado y de sus consecuencias de opresión, egoísmo e injusticia a nivel individual y social, restaura la comunión y ofrece a todos la salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, la Iglesia proclama esta misma liberación y se empeña en ayudar al hombre para que la conquiste en todos los campos de su existencia.

Es necesario que, en los territorios de misiones, los sacerdotes tengan una concienca clara y precisa de este problema y conozcan exactamente los elementos esenciales de una teología de la liberación conforme al magisterio de la Iglesia (94), a fin de dar una contribución eficaz en el pensamiento y la acción, sin caer en ideologías sectarias.

La tarea específica de los laicos es llevar los valores del Evangelio y del Reino al campo económico, social y político (95). A los sacerdotes corresponde preocuparse por su preparación y asistirles, así como acompañarlos y estimularlos a asumir sus responsabilidades en el campo específico de las realidades temporales (96). Tengan los sacerdotes valor y equilibrio en este sector del apostolado.

Para ejercer, de manera eficaz, la pastoral de la liberación, de la promoción humana y de la justicia, procuren los sacerdotes conocer completamente la doctrina social, las directrices y las opciones pastorales de la Iglesia. Sepan estar cerca de su gente - cuando ésta se halla oprimida por quienes tienen las riquezas y el poder - manteniendo relaciones de solidaridad, acogida y concientización, de manera que no se someta pasivamente a las situaciones de injusticia social. No se detengan los pastores ante las dificultades inevitablmente relacionadas con esta pastoral.

Hay que recordar, asimismo, el grave fenómeno de los refugiados a causa de la guerrilla o de las calamidades naturales. El sufrimiento del exilio, la disgregación de las familias y el aislamiento, además de la extrema miseria, tienen como resultado, a menudo, el derrumbamiento de los ideales, la desconfianza o incluso la desesperación. La fé religiosa constituye un apoyo precioso para reconstruir una vida. A menudo, el sacerdote es el primero que recibe el impacto de estas situaciones, con los problemas inherentes como la concentracioón de la población, la promiscuidad en los campos de prófugos, y los jóvenes que van a la deriva. En estos casos, se requiere una especial sensibilidad y preparación, por parte de los sacerdotes, para realizar una cura pastoral más específica.

Quando se trata de llevar a cabo iniciativas de desarrollo, y en los casos en que se denuncian injusticias públicas, actuén los sacerdotes no aisladamente sino unidos, con un programa estudiado a nivel diocesano y aprobado por el Obispo. Debe tenerse presente que algunas intervenciones desproporcionadas y poersonales, en especial en el campo sociopolítico, pueden hacer deslizar al sacerdote fuera de su esfera que es la caridad pastoral, disminuir la credibilidad en su misión, desorientar a los fieles y perjudicar al apostolado.

Las solicitudes de ayuda material para otras Iglesias o instituciones públicas deben hacerse siempre con aprobación del Ordinario y según un plan diocesano, a fin de garantizar una sana precaución entre las distintas comunidades parroquiales.

Entre las exigencias del Evangelio, se destaca la caridad hacia todos, en particular hacias los pobres. La Iglesia reitera su opción, o amor preferencial por los pobres, pidiendo a los sacerdotes que sean coherentes. No se trata de una elección exclusiva, sino de una forma especial del primado de la caridad; un amor a los hermanos por lo que ellos son, y no por lo que poseen o por la situación privilegidad en que se encuentran. Hay que tener presente que se consideran pobres no sólo los que no tienen, sino también algunas clases y categorías de personas muy numerosas de oprimidos, marginados, o personas en graves dificultades como los minusválidos, los desocupados, los emigrantes, los refugiados, los drogadictos, etc (97). Estén los sacerdotes cerca de estos hermanos, compartiendo sus problemas y sus sufrimientos, y viendo en ellos el rostro doliente de Cristo ( cf. Mt 25, 40).

Asimismo en la realización de obras de desarrollo social, estén convencidos los sacerdotes de que la evangelización debe imponerse gracias a los valores sobrenaturales del Evangelio y no por la fuerza de los medios económicos. En la salvaguardia de la misión de la Iglesia, evítese despertar intereses demasiado terrenales en los fieles y en quienes se acercan al Cristianismo.

10. Artífice de la colaboración. El apostolado es un acto eclesial, comunitario, ordenado jerárquicamente en distintos niveles de competencia (98).

Los sacerdotes tienen el deber de ejercer su servicio pastoral con un espríritu eclesial, permaneciendo profundamente insertados en la comunidad, en unión y obediencia al Obispo y en colaboración con todos los agentes de pastoral, evitando obrar en forma autónoma y personalista y siguiendo la marcha de la comunidad en la realización de planes de acción, con paciencia y flexibilidad.

El compromiso de los presbíteros a nivel diocesano se manifiesta también mediante su inserción en los distintos consejos y organismos. Manifiesten ellos su participación con interés y generosidad, con miras al desarrollo de toda la familia diocesana.

En la parroquia, pertenece en primer lugar al párroco organizar la cooperación entre todos los agentes de pastoral: sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos (99). Debe estimularse el esfuerzo por promover la unidad entre aquellos que trabajan con plena dedicación, mediante reuniones regulares y frecuentes de información, planificación y búsqueda de medios de acción.

Con un espíritu de confianza, hay que promover en la parroquia los organismos de participación previstos por el derecho canónico, como el Consejo pastoral (100) y el consejo de asuntos económicos (101); así como otras iniciativas comunitarias como pequeñas comunidades, asociaciones y movimientos. Hay que tener presente que, en algunas culturas, la pequeña comunidad eclesial es fundamental en la estructura social y puede constituir un marco ideal también para la vida cristiana. Ayúdese a estas comunidades de base a ser verdaderamente eclesiales, es decir, a estar en comunión y cooperación real con la Iglesia y con los Pastores, en la doctrina, la organización y las iniciativas apostólicas (102). La sensatez del sacerdote deberá facilitar la cooperación en la acción de los diversos grupos, con un espíritu de unidad, pero respetando las características propias de cada uno y su propia autonomía.

Tanto a nivel diocesano como parroquial, merece destacarse especialmente la colaboración entre el clero local y los misioneros provenientes de otros países, teniendo presente que muchos de ellos son religiosos. Estos trabajan en virtud de un mandato universal de la Iglesia, confiado por la Autoridad Suprema, y de una convención especial con el Ordinario local. Su presencia es un don precioso de la Iglesia misionera y un intercambio de caridad entre Iglesias particulares. Sepan estos misioneros integrarse en la sociedad e insertarse en la Iglesia local, en cuanto son parte de de ella de pleno derecho: son miembros del presbiterio si son sacerdotes, y adhieren en todo a su Pastor por lo que se refiere a la actividad pastoral sin dejar de vivir y de actuar conforme al carisma específico de las constituciones de su respectiva orden (103). Los presbíteros locales, superando todo espíritu de falso nacionalismo, vivan en comunión con ellos y sepan valorar su cooperación apostólica que, sobre todo en lo que respecta a la primera evangelización, no es sólo útil y especializada, sino en muchos casos indispensable. Favorezcan, por su parte, los misioneros, el justo desarrollo de fuerzas locales. Establézcase entre estos Institutos y el clero local una coordinación ordenada de la acción pastoral, bajo la dirección del Obispo, respetando el sentido de unidad entre apóstoles, el carácter y el fin de cada Instituto (104).

Para promover la pastoral de conjunto, que es de capital importancia para la actividad misionera, los sacerdotes deberán actuar con arreglo a una acertada planificación, por lo menos a nivel diocesano y parroquial. Esto requiere la utilización de una técnica ya experimentada, a saber: conocer la realidad y establecer los objetivos generales y específicos, los criterios, las estrategias y las formas de actuar. Para que la planificación no sea sólo teórica, háganse programas concretos, estableciendo las metas, las iniciativas, los responsables, los medios, lugares, fechas, etc. Los programas habrán de someterse a revisiones regulares.

11. Pastor dedicado a la evangelización de las culturas. El Evangelio trasciende todas las culturas y no se identifica con ninguna de ellas (cf. Jn 18, 36). Sin embargo, el Reino que anuncia el Evangelio, lo viven hombres profundamente vinculados a una cultura, y la edificación de este Reino no puede prescindir de los elementos culturales. Este importante sector tiene un profundo significado en la evangelización misionera; se sitúa, en efecto, en el marco de la Encarnación del Verbo. Es deber de la Iglesia, nada fácil, evangelizar las culturas, es decir, favorecer y acoger todos los recursos, las riquezas, las costumbres de los pueblos en la medida en que son buenos; además, anunciar la Buena Nueva a todas las capas de la humanidad para transformarlas desde el interior, purificarlas de los elementos negativos viejos y nuevos, de manera que se pueda expresar nuevamente el mensaje evanglico a través de manifestaciones valederas.

La inculturación ha de realizarse, en primer lugar, en las Iglesias particulares, considerándolas como comunidades que viven una experiencia cotidiana de fe y de amor. Los especialistas pueden estimularla y guiarla, pero ellos no son los agentes principales. Por otra parte, la inculturación no es tarea de una sola comunidad, sino de todas las Iglesias que viven en una determinada zona cultural. La inculturación, en fin, no es un acto que se realiza una vez por todas, sino una continua integración de la experiencia cristiana en una cultura, que nunca es estable ni termina.

Es importante recordar que el Evangelio, durante siglos, ha penetrado en diferentes culturas, asumiendo sus valores, que han llegado a ser valores humanos universales, elementos que han podido responder a las exigencias de cualquier cultura. Esto facilita y enriquece la inculturación del mensaje evangélico en cada cultura. Hay que tener en cuenta lo anterior, en el discernimiento de los elementos, para no realizar una obra de demolición que podría privar a un determinado grupo humano de un patrimonio cultural que es patrimonio de toda la Iglesia.

Los sacerdotes deben comprometerse, con alegría y confianza, en este campo del apostolado, aprendiendo a juzgar su propia cultura, es decir, a distinguir en ella los valores, las deficiencias o los errores, y también las consecuencias del pecado, de manera que cualquier manifestación cultural no se considere como valor. Ellos deben tener presente que la inculturación no debe estar en contradicción con la unidad de la Iglesia, sino que debe partir siempre de la Sagrada Escritura, permaneciendo fiel a la Tradición y a las directrices del Magisterio vivo (105). Pero para que la inculturación alcance su fin y los fieles no queden desorientados, los sacerdotes deben actuar en unión con el Obispo y los demás presbíteros, siguiendo un programa común, establecido a nivel de la Conferencia Episcopal (106).

En este contexto, se presenta la función imprescindible de la religiosidad popular católica presente en el país. Si, esta se considera en cuanto conjunto de valores, creencias, actitudes y expresiones tomadas de la religión católica, es un elemento privilegiado para el diálogo entre el Evangelio y las culturas; constituye la sabiduría de un pueblo. Por tanto, para evangelizar profundamente una cultura, hay que formar en ella esa religiosidad. Procuren los sacerdotes que la religiosidad popular se alimente de un conocimiento del mensaje cristiano auténtico y no caiga en la magia, la superstición, el fatalismo, u otras formas desviadas de religiosidad (107).

12. Amigo y guía de los jóvenes. Los jóvenes son una realidad viva y actuante en la Iglesia; se encuetran en el centro de sus preocupaciones y de su amor; son su esperanza (108). La Iglesia, convencida de que la juventud es por sí misma una riqueza (109), y de que los jóvenes influyen de manera decisiva en la edificación de la sociedad (110), los encomienda a los sacerdotes para que éstos les presten un cuidado particular (111) y se formen hombres y mujeres con una recia personalidad humana y cristiana (112). En las jóvenes comunidades eclesiales que se encuetran, principalmente en contextos con mayoría de jóvenes, este tipo de pastoral se considera de orden prioritario, sin que se pueda renunciar a él, en bien del presente y del porvenir de la Iglesia (113). Den los sacerdotes importancia a los jóvenes para la obra de evangelización. Se puede hablar, con razón, de un apostolado de la esperanza, si los jóvenes son evangelizados y llegan a ser protagonistas de la evangelización de sus compañeros no cristianos (114).

La actitud del sacerdote respecto a los jóvenes ha de ser apropiada; deberá caracterizarse por un sincero amor y una gran disponibilidad por su parte; tendrá que aceptar, aunque sea molesto, su vitalidad; habrá de compartir sus ideales, sus puntos de vista consistentes, sus problemas y sus actividades; tendrá que ser capaz de estimularlos a que den un juicio crítico al afrontar situaciones difíciles como pueden ser, por ejemplo, una cierta cultura secularizada, y a menudo atea; las ideologías alienantes; la tensión debida a las injusticias sociales; la difusión de la droga, el permisivismo sexual, el desempleo, etc. Los sacerdotes, por consiguiente, deben permanecer junto a los jóvenes para iluminarlos y guiarlos en medio de estos escollos, ayúdandoles así a formarse en un ambiente de confianza, a superar las contraddiciones que les son peculiares y a expresar propuestas positivas de vida y emprenderlas en forma coherente. Por tanto, tendrán que hacer lo posible por examinar las cosas desde el punto de vista de los jóvenes, darles mucho tiempo, mostrarles interés, tener con ellos relaciones de amistad y utilizar la práctica de la dirección espiritual que influye de manera tan profunda en los años de la juventud. Los sacerdotes deben tener siempre presente que la Iglesia tiene muchas cosas que decir a los jóvenes, y éstos tienen muchas cosas que decir a la Iglesia (115).

Es necesario, asimismo reunir a los jóvenes en grupos masculinos, femeninos o mixtos, valorizando las estructuras escolares, las asociaciones y los movimientos, o también promoviendo la formación de grupos espontáneos. Los jóvenes tienen necesidad de participar y de sostenerse mutuamente, de realizar algo efectivo, para crecer juntos. Por lo tanto, traten los sacerdotes de conocer bien la dinámica de grupo y, sobre todo, preocúpense por formar dirigentes de grupos juveniles.

A nivel diocesano, habrá que establecer un organismo para la promoción de la pastoral juvenil, con sacerdotes preparados, a los que se les encomiende este ministerio y que estén disponibles para intervenir en las parroquias o en los grupos con una aportación cualificada.

Presten especial atención los sacerdotes a un fenámeno actual particular que influye en la difusión del mensaje: un gran número de jóvenes insisten, por una parte, en que se les considere como tales a una edad ya adulta; mientras, que por otro lado, imponen criterios poco maduros, que ellos llaman juveniles, para juzgar la vida. Es un problema de inadaptación que debe tenerse presentem allí donde se manifiesta, para evitar condicionamientos.

La pastoral juvenil no se limita a los jóvenes; se refiere a toda la comunidad cristiana. Se trata de formar y de ayudar a la comunidad a comprender y a tener en cuenta los anhelos de los jóvenes, y a dar testimonio de rectitud e integridad y de coherencia en la fé; a integrar a los jóvenes en ella; en una palabra: a considerarse como verdadera comunidad humana sólo si hay una presencia viva y una aportación dinámica de la juventud. Adultos y jóvenes, unidos, estrechamente y capaces de un intercambio mutuo de valores, forman la comunidad cristiana real y completa.

13. Promotor de las vocaciones. Los sacerdotes desempeñan un papel único e insustituible en la pastoral vocacional. Con la convicción de que el Espíritu sigue distribuyendo con gran liberalidad los carismas de las vocaciones especiales, y que Cristo sigue llamando a los jóvenes porque los ama (cf. Mc 10, 2) (116), esfuércense los sacerdotes por acompañar a los jóvenes durante el período delicado y decisivo de la búsqueda vocacional.

La pastoral vocacional comienza en la comunidad cristiana, con una invitación a la oración y al testimonio. La comunidad, en la variedad de servicios, funciones y carismas, tiene un papel importante de corresponsabilidad en cuanto al origen de las vocaciones. Sigue, luego, involucrando a las familias y a las escuelas, ya que los padres y los maestros son educadores también en la esfera relativa a la elección de la vida (117). Pero los principales interlocutores en el diálogo vocacional son los mismos niños y jóvenes; toca a los sacerdotes llamarles y ayudarles a encontrar la luz en todo el abanico de las vocaciones.

Así, cuando un joven demuestra una verdadera madurez cristiana, y manifiesta inclinación a la vocación sacerdotal, a la vida consagrada o al compromiso misionero, el sacerdote debe acercarse a él con delicadeza y acompañarle individualmente mediante una esmerada dirección espiritual. A ejemplo de Jesús, no temerá interpelarlo, proponiéndole explícitamente la opción de una vida enteramente consagrada a Dios en un servicio apostólico (cf. Mt 4, 19-20:Mt 19,21; Jn 1, 39, 42-43). El sacerdote ha de tener presente, sin embargo, que la mejor propuesta debe proceder de su propia vida, coherente y feliz. Evite, además, presentar ante todo la ayuda que se presta a los pobres, descuidando el punto focal y decisivo de toda vocación sagrada, a saber: la persona misma de Jesucristo que se debe amar y seguir para cooperar a la salvación del hombre. No se olvide que las vocaciones a la vida consagrada nacen sólo gracias a una intensa vida cristiana.

Un punto importante de esta pastoral es la ayuda que se brinda al joven para que pueda valorar sus motivaciones vocacionales. Hay que conocer muy bien la calidad de los candidatos, y evitar que las casas de formación se llenen de jóvenes que no han sido suficientemente probados. El Obispo es quien tiene la responsabilidad de indicar los criterios necesarios para realizar un discernimiento de las vocaciones que tenga en cuenta la madurez humana y espiritual, las capacidades intelectuales, el espíritu de servicio y la aptitud para asumir un compromiso social. Ha de incluirse, como condición esencial, entre los criterios de discernimiento de la vocación el presbiterado, la sensibilidad y disposición del candidato para propagar el Evangelio entre los no cristianos. Será útil, asimismo, integrarse en los programas vocacionales a nivel diocesano y nacional, recurriendo a organismos y formas de ayuda adecuadas, y participando en iniciativas comunes.

Parte de la pastoral vocacional, es la acogida y el apoyo que se dan a los seminaristas cuando están de vacaciones con la familia o durante los períodos establecidos de experiencia pastoral. Los sacerdotes, especialmente el párroco, han de estar cerca de ellos y acompañarles en la vida de oración, en las experiencias apostólicas y en el estudio, conforme a las orientaciones del seminario. Demuestren los sacerdotes una especial disponibilidad y atención hacia los diáconos durante el período establecido de pastoral que constituye un momento especial para formarles e iniciarles en el ministerio.

14. Atento a la identidad propia de los laicos. La atención por los laicos es muy importante para la Iglesia. Esta subraya con insistencia su vocación a la santidad y el triple oficio - sacerdotal, profético y real - de los bautizados y confirmados (118).

Tengan los sacerdotes una actitud de apertura y atención hacia los laicos, y siéntanse con ellos discípulos del Señor. No olviden, en el ejercicio del ministerio, que, aunque tengan distintas funciones son, con los laicos, "como miembros de un solo y mismo cuerpo de Cristo, cuya edificación ha sido encomendada a todos" (cf Rm 12, 4-10) (119).

La pastoral de los laicos tiene en cuenta, ante todo, su índole secular. A ellos corresponde, por propia vocación, buscar el Reino de Dios gestionando las cosas temporales. Viven en el siglo, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, pero están llamados por Dios como desde dentro, a modo de fermento, para que contribuyan a la santifidación del mundo, guiados por el espíritu evangélico (120). En las Iglesia que viven en grupos humanos de minoría cristiana, la presencia de los laicos bautizados adquiere un particular significado, en cuanto ellos pueden dar el testimonio más fácilmente perceptible de la fuerza y de la actualidad del mensaje evangélico (121).

La acción de los fieles laicos se revela, hoy, cada vez más necesaria y valiosa, pues la tarea misionera de la Iglesia asume una amplitud siempre nueva y exige un compromiso responsable y solidario por parte de todos los bautizados. Desde esta perspectiva, la fomación de un laicado maduro y responsable se presenta como elemento esencial e irrenunciable de la "plantatio Ecclesiae" y de su desarrollo (122).

Toca a los sacerdotes mantener vivo, en la conciencia de los fieles, el grave deber que tienen de anunciar el Evangelio y de animar el orden temporal, siendo solidarios con sus conciudadanos, con espíritu de caridad y con la fuerza del Evangelio (123).

Sean los sacerdotes promotores convencidos del apostolado de los laicos, formándoles de manera adecuada y animándoles a que se comprometan con entusiasmo, movidos por un impulso verdaderamente cristiano (124). Introdúzcanles en los consejos y demás organismos, encomendándoles cargos en la comunidad, conforme a su vocacón propia y peculiar (125). Los sacerdotes no han de reemplazar nunca a los laicos; más bien deberán animarles en sus actividades, convencidos de que el desarrollo de la Iglesia, especialmente en las misiones, se logra también mediante la presencia dinámica de un laicado cada vez más preparado y verdaderamente responsable.

Debe prestarse especial atención a la presencia de la mujer en la vida de la Iglesia y en las distintas actividades patorales. En virtud de los valores peculiares de la condición femenina (126), la mujer interviene con más fuerza en algunos sectores en los cuales debe darse valor a su presencia; por ejemplo: la vida familiar, la educación de la juventud, la catequesis, la visita a los enfermos, las obras de asistencia y de caridad, etc., o en los campos donde no conviene que intervenga un hombre, sobre todo si es sacerdote. La colaboración pastoral con las mujeres requiere madurez y reserva en los sacerdotes. La dirección inmediata de las actividades confiadas a las mujeres se deberá encomendar, de preferencia, a una de ellas.

15. Apóstol de la familia. La familia cristiana tiene el privilegio de ser la imagen de Dios-Amor. Ese amor, que involucra a la persona como cuerpo y espíritu, une a la pareja y se hace fecundo (cf. Ef 5, 25-32). Así, la familia es la "célula primera y vital de la sociedad" y "santuario doméstico de la Iglesia" (127). Jesús la defendió por sus valores originarios e inmutables (cf. Mt 19, 4-8). En todas partes, la familia vive una situación compleja, con luces y sombras; en los países de misiones, tiene que resolver problemas especiales, planteados por las condiciones sociales, las influencias culturales o las convicciones religiosas. La Iglesia es consciente de los grandes desafíos que debe afrontar la familia cristiana hoy (128), y reitera su predilección por ella, econmendándola a los pastores como tarea prioritaria (129).

El cuidado de las familias es uno de los deberes principales del párroco; con él deben colaborar los demás sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los laicos bien preparados (130). La pastoral familiar se realiza, en forma inmediata, en la comunidad parroquial, gracias a su fuerza de comunión; pero, de manera más específica, en la familia cristiana, en virtud de la gracia recibida en el sacramento (131).

La pastoral familiar empieza con la preparación de los novios, que es remota, próxima e inmediata. La preparación remota deberá comenzar con la catequesis juvenil; la próxima, es tarea de los pastores, con la colaboración de personas cualificadas: la inmediata, compete directamente a los sacerdotes, en cuanto se refiere de cerca al sacramento. Cuiden los sacerdotes de la preparación al matrimonio mediante contactos personales, tanto individualmente como en grupos (132), subrayando, en especial, el significado del sacramento, la santidad y los deberes del nuevo estado. En algunas culturas, que deben apoyarse, las familias mismas se encargan de transmitir a los jóvenes los valores humanos y cristianos relativos a la vida matrimonial y familiar.

En la celebración litúrgica del matrimonio, los cónyuges manifiestan el misterio en el que participan: la unión y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 32) (133). Es oportuno, en la medida de lo posible, que esta celebración sacramental sea solemne, se realice en días festivos o en aquellos establecidos en el programa diocesano, con la presencia activa y responsable de la comunidad. El empeño pastoral se manifestará, asimismo, dando importancia a la Liturgia de la Palabra y procurando la educación en la fe de los participantes (134).

La pastoral postmatrimonial deberá ser tarea de todos los componentes de la comunidad, y ayudará a los esposos a vivir cada vez mejor su vocación y misión. Sigan de cerca los sacerdotes a las nuevas familias, ayudándolas a recibir, con toda lucidez, la gracia peculiar y siempre actual del sacramento, a vivir con espíritu cristiano los momentos felices y a superar las inevitables dificultades; sobre todo, a acoger con amor a los hijos, asumiendo en forma responsable la tarea de servirlos en su desarrollo humano y cristiano (135).

Mientras se propagan teorías contrarias a la enseñanza de la Iglesia sobre la transmisión de la vida, a menudo integradas en las legislaciones civiles, los sacerdotes tienen el cometido difícil y digno de elogio, de ayudar a los fieles cristianos a ser plenamente conscientes y coherentes en su deber de "cooperar con el amor del Creador" (136). Es preciso realizar un trabajo pastoral unitario, perseverante y organizado, a nivel diocesano (137), para que en las jóvenes comunidades cristianas se arraigue la formación responsable de la vida, conforme a la tradicional y sana doctrina de la Iglesia. Con frecuencia, en los territorios de misiones, hay valores culturales que favorecen la obra de la Iglesia en esta pedagogía matrimonial, y se deben poner de relieve.

Los pastores deberán tener especial esmero en lo siguiente: - preparar a los fieles, especialmente a los novios y recién casados, con la ayuda de personas expertas y moralmente íntegras, mediante cursos y contactos personales, con el fin de educarles a una verdadera paternidad responsable, según la fe cristiana, utilizando el método natural (138); - indicar exactamente el sentido y el valor de la castidad conyugal (139); - luchar enérgicamente contro la plaga del aborto (140); - fomentar la máxima prudencia y adhesión a las enseñanzas del Magisterio en todo lo referente a la biomédica, en cuanto a las intervenciones sobre el patrimonio genético, la fecundación artificial, etc. (141).

Ayuden los pastores a las familias a ser coherentes con los compromisos cristianos, incluso en contextos indiferentes o contrarios; a sostenerse con amor, con espíritu de sacrificio y con la oración comunitaria; y a dar un testimonio auténtico del Evangelio en la sociedad, en particular con los no cristianos. La visita a las familias es parte importante de la pastoral. Prepárase seriamente el sacerdote para ese apostolado y compórtese, con respecto a las familias, como "padre, hermano, pastor y maestro" (142), sin preferencias, y más bien en favor de aquellas más pobres y de los que están viviendo momentos particularmente difíciles.

Las Iglesias jóvenes deben afrontar circunstancias prticulares con relación al matrimonio y a la familia, según la cultura o la situación religiosa y social local. Se trata de las uniones aceptadas de hecho por la sociedad, pero que no han sido regularizadas dede el principio ante la Iglesia, bien porque el esposo todavía no ha terminado de pagar toda la dote, o porque se espera verificar si la unión es fecunda, o por otras razones de tipo jurídico y de costumbres.

Además, están los casos bastante frecuentes de poligamia, los matrimonios mixtos por disparidad de cultos y, en algunas regiones, la plaga del divorcio. La atención a estas distintas uniones es delicada y difícil. Es tarea de los Obispos, después de haber consultado a los demás miembros de la Conferencia Episcopal, precisar los criterios de comportamiento pastoral para aplicar en las circunstancias concretas las normas universales probadas por el Romano Pontífice (143), las cuales, aunque excluyan la admisión a los sacramentos, manifiestan un profundo amor y respeto; ellas son: una sólida formación de los jóvenes en la coherencia de la vida con relación a los deberes del matrimonio cristiano: comprensión, sin rigidez, hacia las personas que se encuentran en tales situaciones por debilidad o por presiones extrínsecas; asistencia a esas parejas para ayudarles a que no pierdan la esperanza y a que vivan, por lo menos en cierta medida, una vida cristiana, así como a educar religiosamente a sus hijos y, si es posible, a regularizar su unión; fiel observancia de las normas canónicas referentes a los casos de matrimonios mixtos (144) y a la sanación en la raíz (145).

16. Cercano a los enfermos y ancianos. Los enfermos y los ancianos requieren una atención particular en la comunidad, en especial por parte de los pastores (cf. Mt 25, 36.43; Mc 16, 18; Lc 9, 11). Ellos tienen en común la fragilidad física y síquica, y unos y otros conocen el dolor en su doble dimensión: espiritual y corporal.

Establezcan los sacerdotes una fraterna armonía con los enfermos, considrándolos parte preciosa del rebaño que les ha sido encomendado. Síganles de cerca, continuamente y ayúdenles a comprender el infinito amor del corazón de Cristo (cf. Mt 11, 28), la solidaridad cristiana y el significado misterioso y sobrenatural de la Cruz. Anímenles a que encuentren fuerza y esperanza en la oración y en la ofrenda de su sufrimiento para la redención del mundo, en unión con la pasión de Cristo: "Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Gracias al sostén de esta fe, los enfermos pueden llevar consigo el "gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones" (1Ts 1, 6) y ser testigos creíbles de la esperanza cristiana ante sus hermanos y antes aquellos que todavía no creen en el Señor. Hagase hincapié en una acción pastoral para los enfermos y los que sufren, y con ellos (146).

La Eucaristía frecuente es el don más bello y la mejor ayuda que el sacerdote puede proporcionar a los enfermos y a los ancianos. Mediante la Eucaristía, él les recuerda que, a la luz de la resurrección de Cristo, el dolor y la muerte adquieren un significado victorioso. Es la respuesta de la sabiduría cristiana a un vacío que existe, a menudo, en la sociedad actual, sobre todo con el progreso tecnológico. Así se ayuda a los ancianos a superar la dolorosa experiencia de ver aumentar sus limitaciones y, en algunos casos, de la soledad y el abandono. Preocúpense los sacerdotes por atender a los ancianos para que éstos sepan dar un valor a esa época de la vida que implica una misión específica y original, en razón de la edad. El anciano, en la Iglesia y en la sociedad, puede justamente calificarse como "testigo de la tradición de fe" (cf. Sal 44, 2; Ex 12, 26-27), maestro de vida (cf. Si 6, 34;Si 8,11-12), "el que obra con caridad" (147). Ayúdese a los ancianos, además, a completar su vida en forma positiva. Hay que estimular las culturas que manifiestan una singular veneración por el anciano, dejándolo profundamente injertado en la familia como "testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro" (148).

La administración de los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos es un momento importante de la pastoral de los enfermos y de los ancianos. Sean solícitos los sacerdotes en ejercer este ministerio (149), sin esperar los últimos momentos, y procuren, cuando esto sea posible y conforme a las disposiciones del Obispo, que la unción de los enfermos se celebre comunitariamente, para varios enfermos al mismo tiempo, con la participación de los familiares y, posiblemente, de la comunidad.

Para fomentar la pastoral de los enfermos y de los ancianos, elíjanse algunos laicos debidamente preparados y oficialmente encargados, como ministros extraordinarios de la Eucaristía y a otros como encargados de las obras de caridad (150). El sacerdote, sin embargo, habrá de mantener el contacto personal, que es irremplazable.

En este contexto, cabe agregar una invitación a que se preste cuidadosa atención a las exequias de los difuntos. En todas partes, pero especialmente en las sociedades donde la veneración de los muertos y de los antepasados es muy importante, acompañen los pastores a las familias en esos momentos dolorosos y procuren dar relieve a la celebración del rito fúnebre, si es posible con la participación de la comunidad cristiana. Hagan ellos de manera que se exprese vivamente el sentido de participación de la Iglesia y el significado pascual de la muerte cristiana (cf. Rm 6, 3-9; 1Co 15,20-22; 2Co 4,14-15; Ap 14,13), teniendo en cuenta las tradiciones culturales en ciertos símbolos como el color de los ornamentos, los cantos y el lugar y forma de la sepultura (151). Es una ocasión privilegiada para hacer vivir a los fieles una profunda experiencia de la comunión de los santos, y también para presentar una catequesis sobre los novísimos y el sufragio para los difuntos. Es, asimismo, una oportunidad para dar testimonio, ante los no cristianos, de la fe de los bautizados en Cristo, vencedor de la muerte, y en la vida eterna.

17. Fautor de ecumenismo. La división entre los cristianos no sólo "contradice abiertamente a la voluntad de Cristo"; es, incluso, "escándalo para el mundo" y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" (152), retardano la "plena comunión católica" (153).

Sean los sacerdotes fautores convencidos del ecumenismo, siempre abiertos a la esperanza de que se realizará la plegaria de Jesús: "que ellos también sean uno" (Jn 17, 21), sin dejarse desanimar por los obstáculos e incomprensiones locales que todavía existen.

Expongan los sacerdotes la verdad católica a sus propios fieles, integralmente y en forma clara (154), sin caer en el relativismo y evitando toda ambigÜedad en la enseñanza de la fe y el comportamiento, aunque sea con buenas intenciones.

Por lo que se refiere a las iniciativas del movimiento ecumnico, los sacerdotes deberán atenerse a las directrices de la Iglesia dadas por la Conferencia Episcopal y el Obispo local (155).

En las relaciones con los no católicos, que a veces crean problemas de orden pastoral, eviten los sacerdotes poner de relieve las diferencias y las rivalidades religiosas, sabiendo sin embargo mantener la unidad y la transparencia de la fe en su propia comunidad. Hagan todo lo posible por establecer relaciones de amistad con los responsables religiosos de las demás confesiones, para ayudarse mutuamente cuando esto sea posible y evitar incomprensiones y posturas incorrectas de los unos hacia los otros, que escandalizan a los no cristianos.

En cuanto a las sectas religiosas fundamentalistas e intransigentes, numerosas en los territorios de misiones y que se muestran, por lo general, agresivas con el Catolicismo, es necesario catequizar a los fieles sobre los siguientes puntos: - cuales son las verdaderas notas de la Iglesia que estas sectas contradicen más; - cuáòes son sus puntos débiles y errores principales; - la imposibilidad de establecer un diálogo, aunque sea mínimo, con ellas; - el deber de defenderse, y de evangelizar a sus adeptos, que no pueden considerarse cristianos. Los sacerdotes, por consiguiente, procuren saber por lo menos los elementos principales de la doctrina y de los métodos de proselitismo de esas sectas, para poder ayudar en forma adecuada a sus propios fieles.

18. Atento al diálogo con los no cristianos. El diálogo con los seguidores de otras religiones es una tarea delicada e importante del actual apostolado de la Iglesia, . Se trata siempre del diálogo de salvación, que se realiza sólo en Cristo, y que, por lo tanto, no puede llevar al relativismo, ni mucho menos menoscabar la integridad de la fe católica. Este diálogo es necesario para que se pueda conocer con mayor exactitud el Evnagelio, y su mensaje sea más fácil de percibir.

Permanezcan los sacerdotes atentos y abiertos a esta realidad, y tengan un conocimiento adecuado de las religiones. no sólo de su historia, límites y errores, sino también de los valores que - "como semillas del Verbo" - pueden ser una "preparación al Evangelio" (156).

En un mundo marcado por el pluralismo religioso, es importante establecer y mantener el diálogo y la colaboración con todos para favorecer las grandes causas en pro de la humanidad, como la paz, la justicia, el desarrollo, los derechos humanos, etc. (157). Desde este punto de vista, los sacerdotes tienen el deber pastoral de infundir en los fieles un espíritu de diálogo, animándoles a la solidaridad y la colaboración con los adeptos de otras religiones.

En las iniciativas concretas en materia de diálogo interreligioso, actúen los sacerdotes en el marco de un programa diocesano, conforme a las directrices del Obispo, de la Conferencia Episcopal y de la Iglesia universal, y no lo hagan nunca aisladamente.

Sobre todo, estén convencidos de que los seguidores de las otras religiones tienen el derecho de recibir la plenitud de la verdad cristiana, - que potencialmente, desde luego, es patrimonio de la humanidad - por parte de quienes han recibido el mandato de la Iglesia católica para anunciarla.

III. ESPIRITUALIDAD DEL SACERDOTE DIOCESANO

19. Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del sacerdote. La vocación al sacerdocio ministerial comienza con un encuentro con Cristo, quien quiere que su llamamiento se prolongue en una vida misionera: "... llamó a los que él quiso (...) para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 13-14). La experiencia de un encuentro amistoso con Cristo (cf. Jn 1, 39.41;Jn 15,9) lleva a seguirle, entregándose a él (cf. Mt 4,19ss;Mt 19,27). La respuesta del sacerdote a este llamamiento se vuelve gozo pascual, porque puede "darse a Cristo el testimonio máximo de amor" (158). El sacerdote, como los Apóstoles, en colaboración con su propio Obispo, y estando al servicio de la Iglesia, es el testigo calificado de Cristo muerto y resucitado: "nosotros (...) somos testigos" (Hch 2, 32); "lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos" (1Jn 1, 3).

Es preciso que los sagrados ministros conozcan exactamente lo específico de la espiritualidad sacerdotal para que puedan renovarse continuamente. Espiritualidad, significa una vida en el Espíritu, que hace del sacerdote un signo personal y específico de Cristo, puesto al servicio de la comunidad de la Iglesia local y universal, en relación con el carisma episcopal.

La espiritualidad sacerdotal brota de la gracia del Espíritu Santo, como participación en la consagración (el ser) y la misión (el actuar) de Cristo Profeta, Sacerdote y Rey. En las palabras del rito de la sagrada ordenación, se encuentra resumida en la exhortación del Obispo a los sacerdotes para toda la vida:"imitad lo que haceis".

Por consiguiente, en la espiritualidad sacerdotal está incluída, a nuevo título, la vocación a la santidad, como signo e instrumento personal de Cristo. Si, para los miembros del Pueblo de Dios, existe una vocación universal a la santidad, o sea, a la plenitud de la vida cristiana (159), para los sagrados ministros existe una llamada especial a la perfección que ellos alcanzarán de manera adecuada si ejercen sus funciones con ánimo sincero y sin descanso, con el Espíritu de Cristo (cf Lv 11, 44.45;Lc 19,2; Mt 5, 48; 2Tm 1, 9: 1P 2, 5).

El sacerdote diocesano encuentra su espiritualidad específica al vivir su ministerio en la caridad pastoral, en comunión con el Obispo como sucesor de los Apóstoles, formando un presbiterio a manera de familia sacerdotal, estando al servicio de la Iglesia local en la cual está incardinado, y permaneciendo disponible para la misión de salvación universal (160). La espiritualidad sacerdotal diocesana es, pues, eminentemente eclesial y misionera.

Estén convencidos los presbíteros de que sin una fuerte vida espiritual y un generoso servicio apostólico, en íntima unión con Cristo Sacerdote y Buen Pastor, hasta llegar a la cumbre de la santidad, en la línea de la espiritualidad que les es propia, es imposible realizar la identidad sacerdotal y perseverar con generosidad en el ministerio.

20. Dimensiones de la espiritualidad sacerdotal. La espiritualidad del clero diocesano secular se funda, sustancialmente, en las siguientes bases: - la adhesión de amor y servicio a Cristo, enviado por el Padre y consagrado por el Espíritu, acogiendo en especial el misterio central de la Eucaristía y la presencia ejemplar de María; - la comunión y obediencia cordial y generosa al Romano Pontífice y al propio Obispo; - una fraternidad profunda con los sacerdotes del presbiterio local; - el servicio apostólico en favor de los fieles de la Iglesia particular y un empeño en ayudar a las Iglesias necesitadas, y en evangelizar a los no cristianos.

La espiritualidad del sacerdote diocesano secular se vivirá, pues, desde una perspectiva trinitaria, mariana, eclesial y misionera. En efecto, el llamamiento, la consagracián y la misión hacen participar en la realidad de Cristo, consagrado en el Espíritu y enviado por el Padre (cf. Lc 4, 18; Jn 10, 36), que se prolonga en la Iglesia (cf. Mt 28, 20; Ef 1, 23). María Madre de Cristo Sacerdote y fiel a la acción del Espíritu Santo, modelo, y Madre de la Iglesia está siempre junto a la vida y al ministerio sacerdotal. "Nuestro servicio sacerdotal nos une a ella, que es la Madre del Redentor y modelo de la Iglesia" (161).

La nota característica de la espiritualidad sacerdotal es la caridad pastoral, que se manifiesta en algunas dimensiones básicas.

Es sagrada. El punto de partida de la espiritualidad es la participación ministerial en la consagración de Cristo Sacerdote, realizada en el momento de la Encarnación del Verbo en el seno de María, bajo la acción del Espíritu Santo, que se manifestará plenamente en el misterio pascual. La vocación del sacerdote a estar con él (cf Mc 3, 14), llega a ser participación en el sacerdocio de Cristo, y lo compromete a expresar el carácter sagrado en su propia existencia (cf. Jn 17, 10) (162).

La espiritualidad es comunión con la Iglesia: con el Romano Pontífice, con el propio Obispo, con los demás sacerdotes y diáconos, los consagrados y la comunidad eclesial (163). Esta comunión, en virtud de la sagrada ordenación establece entre los sacerdotes una verdadera fraternidad sacramental. El carisma espiscopal, que se acoge en cuanto significa la cercanía de un padre y amigo, es indispensable para realizar esta comunión que quiso el Señor en su oración sacerdotal (cf. Jn 17, 23). De todo esto se desprende, que los presbíteros, necesitan un espíritu y una vida comunitarios. El sacerdote vive esta comunión en la dependencia del Obispo y su pertenencia a la Iglesia particular, como elemento indispensable del único presbiterio.

La espiritualidad es tambin misión. El ser sacerdote, es la raíz de la acción específica del sagrado ministro que actúa in persona Christi, como prolongación de él, en favor de la comunidad local y universal. Esta realidad obliga al sacerdote a manifestar, en su ministerio, la caridad redentora del Señor, como digno representante suyo (cf. Rm 15, 5). Los sacerdotes diocesanos, "bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia" (164).

En fin, la espiritualidad require la imitación de la vida evangélica de los Apóstoles (165), que consiste principalmente en seguir a Cristo, dejando todo por él (cf. Mt 19, 27); en estar dispuestos a ejercer el apostolado por todas partes (cf. Mc 16, 20), con un espíritu de fraternidad y aúdandose mutuamente como miembros de una familia sacerdotal (cf. Jn 17,12ss; Hch 1,13-14). Los sacerdotes diocesanos se comprometen a vivir siguiendo a Cristo, según las exigencias evangélicas de la vida apostólica, y bajo la guía de su Obispo.

21. Líneas evangélicas de la espiritualidad sacerdotal. La Iglesia, en conformidad con el el Evangelio, traza líneas precisas de vida espiritual que son fundamentales para constituir la figura del verdadero sacerdote.

La amistad con Jesús (166). El sacerdote, precisamente por ser prolongación de Cristo, está llamado a vivir con una actitud de amistad personal y profunda con él (cf Jn 15,13-16); en la medida en que viva esta amistad, logrará realizar su propia vocación.

El servicio eclesial (167). Como ministro del Señor y de la Iglesia, el sacerdote ha de estar animado por un gran espíritu de servicio (cf Lc 22, 26-27; Mc 10, 42-45) que se manifiesta a través del celo apostólico, la capacidad de sorportar la fatiga del trabajo, la prontitud para asumir los cargos pastorales, aún los más humildes, sin buscar honores o intereses personales, y la disponibilidad misionera hacia todos los que están por fuera del rebaño de Cristo.

La santidad, mediante los ministerios diarios, en el ejercicio de la triple función del sacerdote (168). Como ministros de la Palabra, estarán más unidos a Cristo Maestro, que manifiesta la verdad a los que están cerca y a los que están lejos, y gozarán más profundamente de "la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8). Como ministros sagrados, señaladamente en el Sacrificio de la Misa en el que desarrollan su oficio principal, ellos ejercerán, de manera ininterrumpida, la obra de la redención para gloria de Dios y santificación de los hombres (cf Col 11, 26). Como guías del Pueblo de Dios, estarán estimulados por la caridad del Buen Pastor para que presten un servicio siempre más generoso en reunir el rebaño, hasta dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 15-17). El camino real, para la santificación de los presbíteros, está, pues, en el ejercicio del ministerio. Las actividades del ministerio son los medios normales que santifican al mismo pastor, siempre que viva en profunda unión con Cristo, actúe en la fe y en la caridad y no descuide los medios comunes, que valen para todos los cristianos. Esta unidad de su vida con Cristo será un equilibrio entre la vida interior y la acción apostólica.

Las virtudes propias del Buen Pastor. La caridad pastoral se realiza y se manifiesta a través del celo (cf Rm 12,11; 1P 3, 13; 1Tm 4, 14-16), en una vida de obediencia, castidad y pobreza (169), en una actitud de humildad y en la capacidad de llevar la cruz, a imitación de Cristo (cf. Mt 10,38;Mt 16,24; Mc 8, 34; Lc 14, 27). Cada una de estas virtudes constituye un aspecto necesario de la caridad pastoral, tal como la propone el Evangelio. Procuren los sacerdotes vivirlas con toda fidelidad, para ser ellos una imagen convincente del Buen Pastor y estar disponibles, con todo el corazón, para el trabajo pastoral de toda la diócesis y de toda la Iglesia.

22. Medios de espiritualidad. Los medios comunes de espiritualidad cristiana son también necesarios a los sacerdotes. Además, se les ofrecen medios específicos, que consisten en actividades relacionadas con su ministerio, que se han de vivir según el espíritu y las directrices de la Iglesia.

La espiritualidad sacerdotal diocesana y misionera no se vive aisladamente, sino en el propio presbiterio diocesano, en unión con el Obispo. La presencia central y animadora del Obispo, y la responsabilidad de cada uno de los sacerdotes, harán que el presbiterio estimule su fervor y brinde medios concretos para la vida espiritual, llegando a ser una verdadera familia sacerdotal que cuida y hace progresar a sus propios miembros. En particular, el presbiterio deberá estimular la formación permanente, especialmente espiritual, indicando los objetivos y proporcionando los medios a nivel personal y comunitario.

La Eucaristía es centro y raíz de toda la vida del presbítero cuya alma sacerdotal se esfuerza por reflejar lo que se realiza en el altar (170). El sacerdote ha de tener una vida eucarística plena y fervorosa, tomando de ella impulso y fuerza para su vida espiritual. La celebración de la Misa, con la debida preparación y acción de gracias, y la visita diaria a Jesús Sacramentado, no son sólo deberes pastorlaes, sino momentos importantes e insustituíbles de espiritualidad.

La tradición de la Iglesia y las actuales directrices del Magisterio señalan muchos otros medios de espiritualidad sacerdotal. Cada uno de éstos se debe interpretar según la identidad peculiar del presbitero: la Palabra de Dios, proclamada, rezada y meditada: la Liturgia de las Horas, celebrada en nombre de toda la comunidas y en unión con ella; el sacramento de la reconciliación, que purifica y fortalece; la piedad mariana, que ayuda a vivir generosamente el servicio a Cristo y a la Iglesia; la oración personal y contemplativa, frecuente y regular; los retiros y ejercicios espirituales; el examen de conciencia, la dirección espiritual, el estudio de la teología, la participación activa en asociaciones sacerdotales espirituales y apostólicas.

Son, asimismo, muy útiles, las reuniones regulares, ante todo con el propio Obispo, a quien se le expresarán, como a un padre y amigo, los ideales, proyectos, problemas y dificultades. buscando con él una solución. Son también importantes los encuentros entre presbíteros, para que se establezca un intercambio de vida espiritual y pastoral: retiros, oración, revisión de vida, dirección espiritual, etc. De este modo, los sacerdotes se ayudarán unos a otros a poner de relieve los medios de espiritualidad a nivel personal y comunitario.

La comunión con el Obispo, con los presbíteros y los diáconos, y con la comunidad eclesial es, a la vez, medio y signo eficaz de santificación de evangelización. La ayuda mutua llega a ser "fraternidad sacramental" (171). El carisma episcopal, profundamente sentido y reconocido (172), es necesario para crear esa comunión querida por el Señor como participación en su misión universal (cf. Jn 17, 18-23).

Los presbíteros han de profundizar el significado de estos medios clásicos e insustuibles de espiritualidad, y deben ser coherentes, ordenados y constantes al practicarlos, para lograr una vida espiritual y misionera rica, conforme al ejemplo dado por Cristo, por los Apóstoles y por todos los santos sacerdotes durante toda la historia de la Iglesia.

IV - REGLAS DE VIDA SACERDOTAL

23. La palabra de Dios interpela al sacerdote. Existe una estrecha relación entre la Palabra de Dios y la vida sacerdotal. De la Palabra, en efecto, toma su origen y significado la identidad del sacerdote; el anuncio de la Palabra es uno de sus deberes fundamentales; en la Palabra se encuentra la fuerza de su fe y el alimento para su vida espiritual (173). La Iglesia, por lo tanto, recomienda de manera especial, a los sacerdotes, un continuo contacto con la Escritura mediante el estudio, la escucha y la oración (174), para que puedan profundizar, cada vez más, en el conocimiento del Señor y en el significado de su mensaje (cf Flp 3, 8; Ef 3, 19;Ef 4,13).

Con el fin de poder acoger, interiorizar y anunciar la Palabra, reserven los sacerdotes unos momentos al silencio y al recogimiento. Si bien la pastoral apremia con urgencias y requirimientos de todo tipo, son dignos de alabanza aquellos sacerdotes que saben limitar el número de sus actividades en beneficio de su desarrollo espiritual. En la organización de su vida, encuentren los sacerdotes la manera de dejar tiempo para reflexionar sobre la Escritura, leer a los Santos Padres y estudiar las ciencias sagradas. Esta riqueza interior hará de ellos unos apóstoles con mayor fuerza de convencimiento para aquellos que no creen en el Señor.

24. Vida de oración. Entre los medios y expresiones que son más importantes en la vida espiritual del sacerdote están las prácticas de oración. La oración del sacerdote es, ante todo, participación en la fe y la oración de la comunidad, en la cual deberá manifestarse como en un lugar privilegiado (cf. Hch 1, 14) (175). Es también un ejemplo para los fieles que se ven animados, de este modo, por sus pastores, a vivir la comunión con Dios. Además de la oración en la comunidad cristiana, el sacerdote debe alimentar su propia vida espiritual con una copiosa oración personal. Ha de sentir su responsabilidad como hombre de oración ante los demás hermanos, a imitación de Cristo, el cual "está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7, 25). Con la oración, antes que con la palabra o con la acción, el sacerdote debe comunicar lo divino a los hombres, y hablar a Dios en su nombre. Del corazón del sacerdote habrá de subir, hacia el Padre, la adoración, la alabanzam, la acción de gracias y la petición en nombre de los fieles y también de los no cristianos.

Hay que reconocer, con realismo, que el ritmo de la actividad pastoral en las Iglesias de territorios de misiones no facilita el ejercicio de una oración regular. El sacerdote, como hombre de lo sagrado, no puede aceptar una situación en la que se sacrifique habitualmente la oración a causa del trabajo. Las ocupaciones pastorales pueden a veces modificar el orden, el tiempo y también el modo con que se realizan las prácticas piadosas, pero no deben nunca hacer mella en la oración. Dignos de estima son aquellos sacerdotes que saben ordenar sus ocupaciones, y si es necesario incluso limitarlas, en favor de la oración. La Iglesia propone a los sacerdotes, con confianza, el ideal más elevado de la vida de oración, hasta la contemplación, invitándoles a que tiendan hacia ella sinceramente, a pesar de sus límites, de las dificultades externas y de las ocupaciones apremiantes (cf. Lc 18, 1; Ef 6, 18; 1Ts 5, 17).

La celebración eucarística que los sacerdotes realizan in persona Christi, constituye la cumbre de la vida espiritual. Sean, pues, fieles en la celebración diaria de la Misa, con la debida preparación y acción de gracias (176), posiblemente con la participación de los fieles. Es bueno que los sacerdotes que se alojan en un mismo sitio concelebren por lo menos en alguna ocasión importante, con el objeto de reforzar la fraternidad sacramental. La Eucaristía pide también a los sacerdotes que permanezcan en la presencia de Jésus vivo en el tabernáculo, visitándolo diariamente y con largos momentos de adoración.

La recitación de la Liturgia de las Horas, oración oficial de la Iglesia confiada a la piedad de los sacerdotes, ha de ser completa y ordenada, para consagrar el desarrollo del tiempo en alabanza a Dios, en comunión con toda la comunidad orante. No han de omitirse fácilmente partes del breviario, a no ser que haya motivos graves y proporcionados. Allí donde haya varios sacerdotes, es oportuno que reciten juntos una parte del Oficio Divino. Dondequiera que sea posible, hagan participar los pastores a la comunidad de los fieles en la celebración conjunta de las Laudes y las Vísperas (177).

La oración mental, realizada en actitud de escucha, de oración y de disponibilidad, es la forma más elevada de confrontación entre la propia vida y la Palabra de Dios. Por consiguiente, sean los presbíteros fieles a la práctica de la meditación diaria, preferiblemente al comenzar el día (178). En ella encontrarán luz, consuelo y remedio para todas las necesidades de la vida y del ministerio. La experiencia confirma que esta meditación regular pone orden en la vida, asegura el desarrollo espiritual e impide que se caiga en la tibieza.

La piedad mariana deberá encontrar un lugar amplio, habrá de expresarse espontáneamente y con amor a la Madre de Dios y de la Iglesia. Miren los sacerdotes a María como modelo de entrega a Dios, de escucha, de oración y de disponibilidad. Manifiesten su devoción en la celebración fervorosa de sus fiestas, en el rezo diario del rosario y en las demás formas de piedad mariana, incluso aquellas que son la expresión de una sana piedad popular. Reconozcan la presencia de María en su vida, y confien en su asistencia protectora sobre los propios fieles y los que todavía no conocen al Señor Jesús, para que también ellos puedan escuchar de su voz materna: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).

Ministros de la Reconciliación, acérquense los sacerdotes al sacramento de la penitencia con frecuencia y regularidad (179), posiblemente dirigiéndose al mismo confesor, para que les conozca y ayude mejor. En este sacramento, ellos no sólo obtendrán el perdón de los pecados, sino que también adquirirán la fuerza para ser coherentes con los compromisos adquiridos y para progresar en su vida espiritual. En este contexto, se recomienda vivamente a los sacerdotes que, en todas las épocas de su vida, hagan uso de la dirección espiritual, convencidos de que necesitan, todavía más que los laicos, de un guía que les ilumine y los aconseje; la dirección espiritual ayuda a permanecer en el fervor del Espíritu.

Como participación en la ofrenda del Cordero Inmolado, acojan los sacerdotes la cruz como dimensión necesaria de su propia identidad (cf. 2Co 4,10;2Co 5,4-5; Ga 6,17). Además del sacrificio que está vinculado a las situaciones ordinarias de la vida y del ministerio, sepan los sacerdotes ser generosos en seguir a Cristo que sufre, también mediante la penitencia voluntaria, ofrecida con alegría, con el mismo espíritu apostólico de Pablo: "Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros" (Col 1, 24): "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2Co 7,4).

La vida espiritual tiene una necesidad absoluta de la ayuda especial que le proporcionan los largos e intensos momentos de reflexión y de oración (cf. Mc 6, 31). Sean los sacerdotes fieles a la asistencia a los retiros mensuales y a los ejercicios espirituales anuales (180). Se recomiendan, igualmente, los retiros organizados por la diócesis para el clero local, especialmente con la presencia del Obispo. Estas prácticas, realizadas regularmente con una participación activa, les ayudarán a adquirir una conciencia exacta de su propia situación espiritual y a mantener la unidad entre la vida interior y el servicio apostólico (181).

25. Vida intelectual. El continuo progreso de las ciencia teólogicas que se realiza en la Iglesia con la fuerza y la luz del Espíritu (cf. Jn 14, 26;Jn 16,13); la urgencia presenta de propagar el mensaje evangélico y de hacerlo comprensible a los hombres que de este tiempo y dentro de su cultura; la necesidad de comprender a la sociedad en sus cambios con criterios de la fe, imponen a los sacerdotes el deber imprescindible de preocuparse por su vida intelectual (182). Sin ciencia, el sacerdote es como una lámpara apagada (cf. Mt 5, 14-16). Por esta razón, la Iglesia recomienda claramente: "Aún después de recibido el sacerdocio, los clérigos han de continuar los estudios sagrados, y deben profesar aquella doctrina sólida fundada en la Sagrada Escritura, transmitida por los mayores y recibida como común en la Iglesia, tal como se determina sobre todo en los documentos de los Concilios y de los Romanos Pontífices" (183).

Los sacerdotes, en virtud de su identidad de profetas y de pastores, adquieren, pues, una capacidad interior para seguir el paso renovador del Espíritu Santo en la Iglesia y poder comprender, cada vez más profundamente, el misterio de Cristo, pero también para evitar que se reciban con ligereza novedades inconsistentes o pseudo-científicas.

El campo de estudio de los sacerdotes incluye ante todo, las ciencias sagradas y otras disciplinas relacionadas con ellas y que pueden facilitar el ejercicio del ministerio, o aquellas en las cuales ellos se ocupan profesionalmente. Se recuerda a los sacerdotes la necesidad de transmitir el mensaje evangélico con un lenguaje catequético adecuado, y de permanecer abiertos y atentos a la inculturación, incluso en el campo de la teología.

La vida intelectual supone no sólo convicción y disponibilidad, sino tambin la utilización regular de los medios adecuados; a saber: un tiempo dedicado al estudio; la participación activa en las iniciativas y encuentros organizados por la diócesis; la elección de las lecturas; si fuere posible, también la organización de una biblioteca personal, o diocesana, a la que se pueda recurrir con facilidad. Además todo sacerdote, además, deberá tener los documentos recientes del Romano Pontífice y del Obispo, para profundizarlos y hacer de ellos un instrumento de formación de los cristianos. Deberá, asimismo, saber precaverse contra las publicaciones que difunden ideas desviacionistas o peligrosas para su vida y su acción pastoral.

La designación para seguir estudios universitarios en la patria, o en el extranjero, depende del Obispo, en razón de la unidad que debe reinar en el apostolado diocesano. Todo sacerdote esté disponible, confórmese a los programas de la diócesis o de la Conferencia Episcopal, y evite cualquier ambición. Al terminar los cursos, regrese a su diócesis y dedíquese al trabajo que se le ha asignado, poniendo por obra la formación adquirida, sin pretender privilegios en razón de sus calificaciones (184).

26. Vida común. La vida común, basada, en la unidad del presbiterio y expresión de la fraternidad entre sacerdotes, está vivamente recomendada por la Iglesia a los sacerdotes diocesanos (185). Ella favorece el trabajo apostólico de grupo, y sobre todo la primera evangelización que, como lo demuestra la experiencia, difícilmente puede ser realizada individualmente (186). Estudien, pues, los Obispos, según las posibilidades, y teniendo en cuentra los modelos que ofrece la cultura local, las maneras concretas para llevarla a cabo, superando las dificultades compresibles de organización y las eventuales resistencias psicolúgicas. Conviene recordar que la vida común no se improvisa, y requiere una sensibilización y una preparación desde el seminario.

Cuando varios sacerdotes trabajan en una misma parroquia, es aconsejable que vivan en la misma casa, formando una comunidad. Es oportuno, asimismo, establecer una convivencia entre sacerdotes que están encargados de distintas comunidades, pero cercanas. Hágase lo posible por evitar que cualquier sacerdote, especialmente si es joven, permanezca aislado por largo tiempo. Sin embargo, como en algunas zonas, por razones pastorales, los sacerdotes se ven obligados a permanecer solos en su parroquia, esfuercese el Obispo en ayudarles a mantener y desarrollar el espíritu comunitario, organizando reuniones regulares de convivencia fraterna, en pequeños grupos o a nivel diocesano.

La vida común no se limita a una convivencia material: es comunión y participación a nivel tanto espiritual, como pastoral y humano; por consiguiente, los presbíteros que forman una comunidad deberán saber rezar juntos, intercambiar informaciones útiles, planificar, programar y verificar en común las actividades apostólicas: ayudarse mutuamente para renovarse en un plano cultural; practicar la beneficencia entre sí y, si es posible, alguna forma de comunión de bienes, según las indicaciones del Obisdpo; transcurrir juntos los momentos de recreación y descanso; asistirse y animarse en la situaciones difíciles, en especial aquellas relativas a su vocación; así como en la fatiga y en la enfermedad; y si fuese necesario, no dejarán de amonestarse fraternamente.

La vida común facilita el entendimiento entre los sacerdotes de distinto origen y edad; los jóvenes encuentran una ayuda para sus primeras actividades, gracias a la experiencia de los ancianos, y éstos hallan colaboración y estímulo en el entusiasmo y dinamismo de los jóvenes (188).

Para que la vida común logre efectos positivos, allá donde existen comunidades sacerdotales, procurense un mínimo de condiciones favorables, a saber: un responsable que no sea necesariamente el párroco; una clara repartición de las tareas; una organización económica ordenada y un programa realista para los distintos momentos comunitarios en el curso del día.

27. Obediencia sacerdotal. "Entre las virtudes que mayormente se requieren para el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de ánimo por la que estén siempre prontos a buscar no su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que los ha enviado (cf. Jn 4, 34;Jn 5,30;Jn 6,30)" (189). La razón profunda de la obediencia del sacerdote se encuentra en su condición de instrumento personal de Cristo y, por consiguiente, en tener que conformarse enteramente a él. Cristo, en efecto, "aun siendo Hijo con lo que padeció experimentó la obediencia " (Hb 5, 8), "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (...), obedeciendo hasta la muerte" (Flp 2, 7-8), y con su obediencia borró la desobediencia de Adán y mereció la salvación para todos los hombres (cf. Rm 5, 19).

Además, la tarea de la evangelización de los no cristianos debe ser acogida y realizada por los sacerdotes con espíritu de obediencia. Así como Jesús es el primer misionero porque cumple la voluntad salvífica del Padre: "He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 7), el sacerdote también deberá vivir su misión en la obediencia a Cristo y su Iglesia, que le envía a reunir en uno a los hijos dispersos (cf. Jn 11, 52).

La obediencia de los sacerdotes es eclesial; está relacionada con la ordenación, pues su ministerio no puede realizarse sino en la comunión jerárquica. Por consiguiente, la caridad pastoral exige que ellos "consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o recomienda por parte del Sumo Pontífice y del propio Obispo, lo mismo que por otros superiores" (190).

La obediencia, para los sacerdotes, es ante todo una disposición interior habitual que les vincula directamente con la voluntad de Dios a través de la mediación de la autoridad, y les ayuda a superar una concepción demasiado humana de la autonomía de la persona; pero es también una fiel ejecución de las normas, coherente con la inserción en el presbiterio y el lugar que ocupa cada cual en el servicio jerárquico.

La obediencia de los sacerdotes debe manifestarse, hoy, de manera especial, en los siguentes:

Los libros parroquiales, a saber, los registros de bautismos, de matrimonios y de difuntos, y otros prescritos por la Conferencia Episcopal o por el Obispo, son importantes para un correcto ejercicio de los derechos y deberes de los fieles. El párroco tiene la obligación de que estén redactados con atención y bien conservados. Además en toda parroquia, ha de haber un archivo ordenado y puesto al día, donde se guarden los libros parroquiales, juntamente con las cartas del Obispo y otros documentos importante (192).

Los sacerdotes han de vestir el traje eclesiástico, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar (193). No descuiden con ligereza ese signo de su etado, que llega a ser para ellos una salvaguardia, y un testimonio para los fieles.

La residencia es, para los pastores, una obligación que está vinculada estrechamente a su oficio. Sin embargo, conforme a las directrices del Obispo, los sacerdotes tienen derecho y necesidad de un suficiente tiempo de vacaciones cada año, que les ha de servir como descanso físico y espiritual. Han de concederse, una breve interrupción, posiblemente semanal, en el trabajo, que les servirá también para ponerse al día con lecturas útiles. Sin embargo, antes de alejarse de la parroquia por largo tiempo, deberán, ponerse de acuerdo con el Obispo y buscar un sustituto para el cuidado pastoral (194).

28. Pobreza y uso de los bienes. La Iglesia vive de su propia vocación siguiendo el camino recorrido por Jesús, quien "realizó la obra de la redención en pobreza y persecución (cf. Lumen gentium 8; Flp 2, 6-7; 2Co 8,9) (195). La coherencia con la pobreza evangélica y la opción preferencial por los pobres es una condición indispensable para que la comunidad eclesial y sus pastores se consideren creíbles ante los ojos del mundo (196).

Los sacerdotes, en virtud de su ordenación, están llamados a abrazar "la pobreza voluntaria, por la que se conformem más manifiestamente a Cristo y se tornen más prontos para el sagrado ministerio" (197).

La virtud de la pobreza para los sacerdotes es, ante todo, la elección radical del Señor como "porción y heredad" (Nm 18, 20); es vivir en el mundo sin pertenecer a él (cf. Jn 17, 14-16) y sin disfrutar de él completamente (cf. 1Co 7,31); es saber establecer una justa relación de desprendimiento y libertad respecto a las realidades terrenas.

La pobreza afectiva y efectiva exige algunos comportamientos determinados de los sacerdotes con relación a sus propios bienes y a los de la Iglesia, respetando la virtud de la justicia (198):

29. Castidad por el Reino en el celibato. La Iglesia ha estimado siempre, "de manera especial para la vida sacerdotal", la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, tan recomendada por el Señor (cf. Mt 19, 12). En la actual sociedad, a menudo permisiva, los sacerdotes están llamados a confirmar su vocación a la continencia perfecta en el celibato, por la cual se consagran "de nueva y excelente manera" a Dios, "se unen más facilmente a él con corazón individo" (cf. 1Co 7,32-34) y se dedican al servicio de sus hermanos con mayor libertad y eficacia, viviendo el don de una "más dilatada paternidad en Cristo" (199). Es importante que la castidad no se considere principalmente como una disposición que inhibe a la persona, sino que se viva haciendo hincapié en sus aspectos positivos.

La castidad perfecta en el celibato es ante todo una gracia que el Padre concede a quienes la solicitan con perseverancia, confianza y humildad. Al estar convencidos, sin embargo, de que la ordenación no los deja a salvo de toda tentación y peligro, y que la castidad por el Reino no se adquiere una vez por todas, sino es el resultado de una conquista diaria (200), sepan los sacerdotes recurrir a los medios adecuados y no descuiden algunos comportamientos reconocidos como eficaces, a saber:

La madurez humana es, para los sacerdotes, una condición indispensable para llevar una vida casta. Por tanto, deberán prestar atención a su vida afectiva y, si fuere necesario, se harán ayudar por expertos, de preferencia sacerdotes; cultiven la amistad con sacerdotes y den la primacía a la vida común con ellos, evitando quedarse asilados demasiado tiempo; no se expongan a peligros inútiles; sean moderados en la comida, en el uso de bebidas alcohólicas y del tabaco; pongan cuidadosa atención en sus lecturas, en la asistencia a espectáculos, en la utilización de los medios audiovisuales, en los tipos de diversión, y todo lo que pueda tener un carácter de ligereza.

Hay que tener en cuenta que, algunas veces, hay un contrase entre el celibato y las estructuras familiares o tribales. El sacerdote ha de ser coherente con su compromiso también en estos casos, explicando a los demás con las palabras, y sobre todo con la vida, el verdadero significado de su elección.

30. Relaciones con la familia y los parientes. La comunión con la familia de origen tiene un gran valor para el sacerdote. En ella encuentra un apoyo natural para su vida. En algunas culturas, el problema de las relaciones entre los ministros consagrados y sus familias es muy agudo, no sólo en cuanto al aspecto humano y fectivo, sino también por la parte económica y de justicia. Se debe adoptar un comportamiento evangélico que ayude a vivir la comunión con los seres queridos, y a asistirlos, sin perder, por otra parte, la libertad necesaria al ministerio.

Edúquense las familias cristianas para que estimen la vocación de sus hijos sacerdotes como un don de Dios a la comunidad, y a que compartan su ideal apostólico, sin intervenir en sus tareas pastorales. Por lo que se refiere al aspecto económico, los hijos sacerdotes ayuden con agratitud a sus parientes, sobre todo a sus padres, si éstos se encuentran necesitados, pero siempre con discreción y sin tomar para ellos de los bienes de la Iglesia. No impliquen nunca a sus parientes en la administración eclesiástica. Aún poniendo en práctica la debida hospitalidad hacia los parientes, eviten reibirlos de manera estable en su propia residencia, en especial si se trata de grupos, y procuren que sus visitas no condiciones su propia vida y actividad apostólica debido a su frecuencia o duración.

31. Deberes cívicos. Al ser ciudadonos de su propio país los sacerdotes tienen el deber de mantener una presencia positiva y dinámica para colaborar en la construcción y en la vida ordenada de la ciudad terrena, según el espíritu del Evangelio y la doctrina social de la Iglesia.

Como pastores, "fomenten los clérigos siempre, lo más posible, que se conserve entre los hombres la paz y la concordia fundada en la justicia" (202). Antecedan a sus fieles en la observacia del orden y de la justas leyes del Estado. Tengan también la capacidad de reservarse la libertad requerida por el ejercicio del ministerio pastoral, conforme a los derechos esenciales e inalienables de la Iglesia. En la defensa de esos derechos, y en la afirmación de su propia autonomía, actuén los sacerdotes siempre de acuerdo con el Obispo.

Por lo que se refiere a la participación activa en la vida cívica, la Iglesia exige a los sacerdotes que asuman un comportamiento conveniente con su estado, y eviten las actividades que pueden comprometer su credibilidad como pastores.

Los siguientes campos implican, para la ley canónica, límites precisos: está siempre prohibido aceptar cargos públicos que lleven consigo una participación en el ejercicio de la potestad civil; sin licencia de su Ordinario, los sacerdotes no han de aceptar la administración de bienes pertenecientes a laicos u oficios seculares que lleven consigo la obligación de rendir cuentas; se les prohibe estipular hipotecas, incluso con sus propios bienes; y han de abstenerse de firmar letras de cambio, en las que se asume la obligación de pagar una cantidad de dinero sin concretar la causa; no deben ejercer por ningún motivo, actividades de negocios o comerciales, ya sea personalmente o per mediación de otros;; ni participar activamente en los partidos políticos o en la direción de asociaciones sindicales (203).

Si el bien de la Iglesia o de la comunidad civil exige que un sacerdote desarrolle alguna de estas actividades que requieren una licencia especial, el Obispo debe concederla sólo por un tiempo limitado, en conformidad con los criterios de la Conferencia Episcopal y después de haber escuchado la opinión del Consejo presbiteral.

32. Formación permanente. El carácter evolutivo de la persona humana, el desarrollo de la vida cristian y sacerdotal, el progreso de las ciencias sagradas y profanas, la necesidad de adaptarse a los ritmos de evolución de la sociedad, exigen que los presbíteros se mantengan en un estado de formación continua. Esta tarea abarca todas las dimensiones de la vida: humana, espiritual, sacerdotal, doctrinal, apostólica y profesional.

La formación humana continua es indispensable al sacerdote para que se mantenga insertado covenientemente en la vida social, entienda sus valores y lagunas, establezca relaciones positivas con las personas, comprenda los cambios y sea apto para formular juicios críticos sobre las realidades.

La formación permanente pone de relieve la dimensión espiritual, sacerdotal y apostólica: la vocación al sacerdocio, la relación con Dios, el compromiso de seguir a Cristo, la generosidad en la misión da evangelizador y pastor, la conversión interior, la renovación de los métodos pastorales, son todos aspectos que requieren una continua atención y capacidad de desarrollarse continuamente en vista del gran ideal de la santidad sacerdotal (204).

Los sacerdotes deberán estar convencidos de la necesidad de continuar el estudio en todos los momentos de su vida, en función de su desarrollo como personas humanas, como alimento de la verdadera piedad y del contacto con Dios, y en relación con el trabajo apostólico. El marco cultural de la formación permanente implica la utilización de instrumentos apropiados, como son los cursos organizados, el estudio personal, el intercambio de experiencias, etc., utilizándolos con perseverancia y con la convicción de que nunca se está suficientemente al día.

La formación permanente presenta características particulares en determinadas situaciones y edades. En los primeros años después de la ordenación, y especialmente con motivo del primer nombramiento, o del cambio de oficio, préstese ayuda a los sacerdotes, y ellos mismos hagan todo lo posible por insertarse en el nuevo ambiente y tipo de trabajo, siguiendo los pasos de algún sacerdote que tenga experiencia. No debe permitirse que el sacerdote comience un nuevo trabajo sin una conveniente instrucción al respecto. Es necesario que las diócesis dispongan de structuras adecuadas con este fin, en especial cuando se trata de sacerdotes jóvenes, durante los primeros años que siguen a la ordenación.

En la época de la madurez, es conveniente realizar una revisión crítica de la propia vida y actividad apostólica, posiblemente con la ayuda de un período más largo de formación especial. Esto podría coincidir con un año sabático. Otros momentos de la vida exigen en los sacerdotes una capacidad especial de adaptación, como la enfermedad y la vejez, cuando hay cambios inevitables de función y limitaciones en la actividad. El Obispo, y los hermanos en el sacerdocio, ayuden al sacerdote a vivir en forma positiva esos momentos, estando cerca de él con su cariño, asistencia, y ayuda también material. En fin, esté el sacerdote siempre preparado para la muerte, considerada como el encuentro con Cristo vivo y glorioso - a quien se ama por encima de todo y se sirve con generosidad y fidelidad - y el principio de la posesión del Reino (cf. Mt 25, 31.34).

33. Unidad, armonía y celo en la vida del presbítero. Las exigencias vinculadas a la vida del presbítero son muchas, y urgentes. Se desprenden de los deberes relativos a la oración, de aquellos relacionados con la vida apostólica, de los que se refieren al estudio, al reposo, a los contactos con el prójimo. Dignos de alabanza son, pues, aquellos presbíteros que saben imponerse un programa de vida y se esfuerzan por permanecer fieles a él de cada día. Ese programa no deberá limitar la libertad y la espontaneidad, ni vincular a esquemas rígidos que impedirían el servicio pastoral; deberá, má bien, ayudar a trabajar con método y evitar la improvisación y el peligro de descuidar deberes importantes. Por lo tanto, habrá de ser un programa esencial, ordenado, y deberá contemplar la justa proporción entre las distintas obligaciones.

Sin embargo, para lograr la unidad y la armonía en la vida del sacerdote, no es suficiente el orden meramente externo en el trabajo pastoral, ni la sola práctica de la oración, ni la constancia en el cumplimiento del propio deber. Hay que llegar a lo más profundo, a la fuente de la identidad del presbítero que es la persona de Cristo, de quien él es ministro.

Para lograr la unidad y la armonía de su vida, los presbíteros deberán unirse "a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismo por el rebaño que les ha sido confiado" (cf. 1Jn 3, 16)" (205).

Del Sacrificio Eucarístico, sobre todo, surge esa caridad pastoral que es capaz de realizar la unidad y la armonía en la vida y en la actividad de los ministros sagrados, y de producir un celo irresistible. Sólo siendo "el hombre de lo sagrado", el presbítero será también "el hombre para los demás".

El celo es consecuencia necesaria del carácter sacerdotal y de la respuesta generosa a la gracia qu éste implica. Como Pablo, también el sacerdote debe poder decir: "no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20); "he sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús" (1Co 4,15); "me he hecho todo a todos" (1Co 9,22); "¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16).

El celo, que es ardor interior, convicción profunda, y que se expresa en el compromiso misionero, en el servicio pastoral incansable, en la apertura a los que están lejos, en la atención a los demás, en especial a los má pobres, es - en el presbítero - una necesidad intrínseca que se desprende de su consagración. Es necesario, por consiguiente, que se realice en todos los presbíteros esa maravillosa unidad y armonía entre la consagración y la misión.

Los sacerdotes hallarán un modelo sencillo y eficaz en la Virgen María, que ha sabido sintetizar y expresar toda su participación personal en la misión de Jesús mediante su amor maternal. "La Virgen fue en su vida modelo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (206). María, que acogió con fe y amor (cf. Lc 1, 38), contempló en su corazón (cf. Lc 2, 19.51) y dio a su Hijo Jesús a los hombres, será fuente perenne de inspiración y una ayuda eficaz para los sacerdotes, para que realicen en el mundo el ardiente deseo de Aquel que les llamó y les envió: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12,49).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la Audiencia concedida al que suscribe Cardenal Prefecto, el 1° de Septiembre de 1989, ha aprobado la presente Guia Pastoral y ha dispuesto su publicación.

Roma, en la Sede de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el 1° de Octubre de 1989, Fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús, Patrona de las Misiones.

Jozef Card. Tomko, Prefecto

José Sanchez, Arzobispo emérito de Nueva Segovia, Secretario

NOTAS

(1) Cf. CONCILIO ECUMENICO VATICANO II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes divinitus, 16; cf. también: PIO XII Exhortación Apostólica Ad Clerum Indigenam, 28 de junio de 1948: AAS 40 (1948), 374-376.
(2) Cf. CONC. VAT.II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 2-5.
(3) Cf. CONC.VAT.II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium 28; Id., Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2.
(4) Cf CONC.VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20.
(5) Cf. CONC. VAT.II, Constitución dogmética sobre la Iglesia Lumen gentium, 20; Id., Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 4ss; Id., Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus dominus, 11ss.
(6) Cf. CONC.VAT.II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 4.
(7) Cf. ibid., 7.
(8) Cf. CONC.VAT.II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 4.
(9) Cf. CONC.VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2.
(10) Cf. CONC.VAT.II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 4; PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 75: AAS 68 (1976), 64-67.
(11) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 2.
(12) Cf. CONC. VAT.II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 5.
(13) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 48.
(14) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 41; CIC c 835 § 1.
(15) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 27, 41.
(16) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20.
(17) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.
(18) Cf. ibid., 21.
(19) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 13, 37, 39; Id., Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2.
(20) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 27, 41.
(21) Cf. ibid., 10.
(22) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus dominus, 28; CIC c 265.
(23) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus dominus, 11.
(24) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 29; CIC c 236.
(25) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 13; Id., Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 6.
(26) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 13; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 2, 35; CIC c 781.
(27) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 10; cf. Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20.
(28) JUAN PABLO II, Discurso en la Plenaria de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 14 de abril de 1989; OR 15.4.1989, 5.
(29) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20.
(30) Cf. La Evangelización en el presente y en el futuro de Anmérica latina, Puebla, 1979, 368.
(31) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20; CIC c 784.
(32) Cf. JUAN PABLO II, Discurso en la Plenaria de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 14 de abril de 1989; OR 15.4.1989, 5.
(33) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.
(34) Cf. S. CIPRIANO, Epist. 55, 24; Hartel 642; Epist. 36, 4; Hartel, 575; CONC.VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 23.
(35) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus dominus, 6; Id. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 10.
(36) Cf. ibid., 7; Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.
(37) Ibid.
(38) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8.
(39) Cf. CIC c 495-502.
(40) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 3.
(41) Ibid. 9; cf. PABLO VI, Encíclica Ecclesiam suam, 6 de agosto de 1964: AAS 56 (1964), 647.
(42) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8.
(43) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 27; PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de diciembre de 1975, 60: AAS 68 (1976), 50-51.
(44) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8.
(45) Cf. ibid.; CIC c 278 § 2.
(46) Cf. CONGREGACION PARA EL CLERO, Declaración Quidam Episcopi, 8 de marzo de 1982: AAS 74 (1982), 642-645.
(47) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 4; PABLO VI, Exhortación apóstolica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 68: AAS 68 (1976), 57-58; CIC c 757
(48) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 4; PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de diciembre de 1975, 15 : AAS 68 (1976), 13-1 5. (49) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 13.
(50) Cf. CIC c 760. (51) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 4.
(52) Cf. CIC c 767; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 48: AAS 71 (1979), 1316.
(53) Cf CIC cc 766-767.
(54) Cf. ibid., 773; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 64, 67: AAS 71 (1979), 1331-1333.
(55) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 18-25: AAS 71 (1979), 1291-1298, 1307-1314.
(56) Cf. CIC c 774; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 68: AAS 71 (1979), 1333-1334.
(57) Cf. CIC cc 796 ss.
(58) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 69: AAS 71 (1979), 1334-1336.
(59) Cf. CIC c 785.
(60) Cf. ibid., 780, 785 § 2; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 66: AAS 71 (1979), 1331.
(61) Cf. CIC c 788.
(62) Cf. ibid., 772 § 2, 779; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi Tradendae, 16 de octubre de 1979, 46: AAS 71 (1979), 1314.
(63) Cf. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 46: AAS 68 (1976), 36.
(64) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 5; CIC c 835 § 2.
(65) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 18-19; JUAN PABLO II, Carta apostólica Vicesimus Quintus Annus, 4 de dic. de 1988, 10: OR 14.5.1989, suplemento.
(66) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, 11; Id., Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 5.
(67) Cf. CIC cc 213, 843 § 1.
(68) Cf. ibid. 843 § 2.
(69) Cf. ibid., 789.
(70) JUAN PABLO II, Carta apostólica Dominicae Cenae, 24 de febrero de 1980, 8: AAS 72 (1980), 128.
(71) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 5; Id., Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium 34.
(72) Cf. CIC c 898.
(73) JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, 31: AAS 77 (1985), 266.
(74) Cf. id., 16: ibid., 213-217.
(75) Cf. Id, 32-33: ibid., 267-271; CIC cc 960-963.
(76) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 14; CIC c 849.
(77) Cf. ibid., 851.
(78) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 14.
(79) Cf. ibid., 15.
(80) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Ad gentes, 36; CIC c 879.
(81) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 7.
(82) Cf. ibid., 27; CIC c 837 § 1.
(83) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 30; CIC c 837 § 2.
(84) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 10.
(85) Cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Vicesimus Quintus Annus, 4 de dic. de 1988, 16: OR, 14.5.1989, suplemento.
(86) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 37-39.
(87) Cf. CIC C 1248 § 2.
(88) Cf. CONGREGACION PARA EL CULTO DIVINO, Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero 2 de junio de 1988.
(89) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 18
(90) Cf. CONGREGACION PARA EL CULTO DIVINO, Instrucción Inaestimabile Donum, 3 de abril de 1980 AAS 72 (1980), 331-334; CIC cc 838, 841, 846; JUAN PABLO II, Carta apostólica Vicesimus Quintus Annus, 4 de dic. de 1988, 13: OR, 14.5.1989, suplemento.
(91) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 12; Id., Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 40ss; JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 42: AAS 80 (1988), 572-574.
(92) Cf. CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 42ss; cf. PABLO VI Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 25-28, 32-34; AAS 68 (1976), 23-25. 27-28.
(93) JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 42: AAS 80 (1988), 571.
(94) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Libertatis Nuntius, 6 de agosto de 1984: AAS 76 (1984), 876-909.
(95) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de diciembre de 1988, 41-43.
(96) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 31; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de diciembre de 1988, 15
(97) JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 42: AAS 80 (1988), 572-574.
(98) Cf. PABLO VI Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 25-28, 32-34; AAS 68 (1976), 50-51.
(99) Cf. CONC. VAT.II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 9.
(100) Cf. CIC c 536.
(101) Cf. ibid. 537.
(102) Cf. PABLO VI Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de dic. de 1975, 25-28, 32-34; AAS 68 (1976), 46-49;
(103) CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Libertatis Conscientia, 22 de marzo de 1986, 69: AAS 74 (1987), 584-585; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de dic. de 1988, 61.
(103) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 20; CIC cc. 678, 790.
(104) Cf. ibid., 680.
(105) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 9, 11, 16, 22; PABLO VI, Carta apostólica Ecclesiae Sanctae, III, 18, 2, CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44, 57ss; PABLO VI, Discurso en Kampala, 2 de agosto de 1969: AAS 61 (1969), 587-590; Id. Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de diciembre de 1975, 62ss: AAS 68 (1976), 52ss; JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de Zaire, 3 de mayo de 1980: AAS 72 (1980), 430-439; Id., Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, 10: AAS 74 (1982), 90-91; Id. Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de dic. de 1988, 44.
(106) Cf. PABLO VI, Carta apostólica Ecclesiae Sanctae, III, 18, 2.
(107) Cf. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 29 de diciembre de 1975, 48 : AAS 68 (1976), 37-38.
(108) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de dic. de 1988, 46.
(109) Cf. JUAN PABLO II, Carta a los Jóvenes con motivo del Año Internacional de la Juventud Parati semper, 31 de marzo de 1985: AAS 77 (1985), 579-628.
(110) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 112.
(111) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 6.
(112) Cf. CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 31.
(113) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de dic. de 1988, 46.
(114) Cf. ibid.
(115)Cf. Ibid.
(116) Cf. CONC.VAT.II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 11; Id. , Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 2; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 16; CIC cc 233, 574 §2, 791.
(117) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici, 30 de dic. de 1988, 35.
(118) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 10-12, 20-36; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 21; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 14, 16-17.
(119) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 9; cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 20.
(120) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 31; Id., Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 3-4; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 15.
(121) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 11.
(122) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 35.
(123) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 31; Id., Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 11-12; Id. Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 7; Id. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 43; CIC c 225 § 2.
(124) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 16; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 28.
(125) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 37; Id. Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 24.26; CIC c 228;JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 30 de dic. de 1988, 29-31.
(126) Cf.JUAN PABLO II, Carta apostólica, Mulieris dignitatem, 15 de agosto de 1988; 28-30: AAS 80(1988), 1720-1727.
(127) CONC. VAT. II, Decreto sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 11.
(128) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, 7 : AAS 74 (1982), 87-88.
(129) Cf. Id, 73; ibid., 170-171
(130) Cf. Id., 73-75; ibid.; 170-173; CIC c 529 § 1.
(131) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, 7 : AAS 74 (1982), 167-168.
(132) Cf. Id., 66; ibid., 159-162; CONGREGACION PARA LA EDUCACION CATOLICA, Orientaciones educativas sobre el Amor humano, Lineamientos de educación sexual, 1 de noviembre de 1983; 60-62; OR, 2.12.1983, suplemento; CIC c 1063.
(133) Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Mulieris dignitatem 15 de agosto de 1988, 23: AAS 80 (1988), 1708-1710.
(134) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, 7 : AAS 74 (1982), 162-163.
(135) Cf. id., 36-38; ibid., 126-130; 165-167.
(136) Id., 28 ibid., 114.
(137) Cf. Id., 73-76; ibid. 170-175.
(138) Cf. CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 50-51; PABLO VI, Encíclica Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, 10-16; AAS 60 (1968), 487-492; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de nov. de 1981, 30-35: AAS 74 (1982), 115-120; SANTA SEDE, Carta de los Derechos de la Familia, 24 de noviembre de 1983, 3: OR, 25.11.1983, suplemento; JUAN PABLO II, Carta apstólica Mulieris dignitatem, 15 de agosto de 1988, 18-19: AAS 80 (1988), 1693-1700
(139) Cf. CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 51; PABLO VI, Encíclica Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, 21-22; AAS 60 (1968), 495-497.
(140) Cf. CONC. VAT. II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 51; PABLO VI, Encíclica Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, 14: AAS 60 (1968), 490-491; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de nov. de 1981, 30-35: AAS 74 (1982), 115-117; SANTA SEDE, Carta de los Derechos de la Familia, 24 de noviembre de 1983, 4, a: OR, 25.11.1983, suplemento.
(141) Cf. Id., 4, b.c.: ibid.:CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción Donum Vitae, 22 de febrero de 1987: AAS 80 (1988), 70-102.
(142) JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de nov. de 1981, 73: AAS 74 (1982), 170-171.
(143) Cf. Id., 33, 77-84: ibid. 120-123, 175-186.
(144) Cf. CIC cc 1124-1129; JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, 22 de nov. de 1981, 78: AAS 74 (1982), 178-180.
(145) Cf. CIC cc 1161-1165.
(146) Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles Laici. 30 de diciembre de 1988, 53-54.
(147) Ibid., 48.
(148) JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, 22 de nov. de 1981, 27: AAS (1982), 113-114.
(149) Cf. CICC cc. 922, 1001.
(150) Cf. ibid., 230 § 3, 231 § 1, 910 § 2.
(151) Cf. CONC. VAT. II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, 81.
(152) CONC. VAT. II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.
(153) Ibid., 4.
(154) Cf. Ibid., 11.
(155) Cf. CIC c 755.
(156) Cf. S. IRENEO, Adv. Haer., III, 18, 1. PG 7, 932; Id. III, 20, 2: ibid., 943; S.JUSTINO 1 Apol, 44: PC 6, 395, CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 3, 11.
(157) Cf. ibid., 12.
(158) CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 11; cf. S. JUAN CRISOSTOMO De Sacerdotio II, 2: PG 48, 633; S. GREGORIO MAGNO, Reg. Past. Liber, P.I. c 5: PL 77, 19.
(159) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 39-42.
(160) Cf. S. IGNACIO M., Philad., 4 ed. Funk, 1, 266.
(161) JUAN PABLO II, Carta a los Presbíteros con ocasión del Jueves Santo, 25 de marzo de 1988. AAS 80 (1988), 1290.
(162) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2, 6.
(163) Cf. Ibid., 7-9.
(164) CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.
(165) CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorun Ordinis, 15-17.
(166) Cf. ibid., 1-2.
(167) Cf. ibid., 1.
(168) Cf. ibid., 15.
(169) Cf. ibid., 13, 15-17; CIC cc 245, 247, 273, 275, 277, 282, 287.
(170) Cf. CONC. VAT.II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 14.
(171) Ibid., 8.
(172) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el oficio pastoral de los Obispos Christus dominus, 15-17, 28.
(173) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei verbum, 21.
(174) Cf. ibid., 25.
(175) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 13.
(176) Cf. CIC cc 276 § 2, 2°; 909.
(177) Cf. ibid., 276 § 2, 3°; 1173-1175
(178) cf. ibid., 276 § 2, 5°.
(179) Cf. ibid., 276 § 2, 5°.
(180) Cf. ibid., 276 § 2, 4°.
(181) Cf.CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio e vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 14.
(182) Cf. ibid., 19.
(183) CIC c 279, § 1.
(184) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 16.
(185) Cf. CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 28; Id., Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 8; CIC c 280.
(186) Cf. Conc. VAT. II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 27.
(187) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presíteros Presbyterorum ordinis, 8.
(188) Cf. ibid.
(189) Cf. ibid., 15.
(190) Ibid.
(191) Cf. CIC cc 945-958.
(192) Cf. ibid., 535.
(193) Cf. ibid., 284.
(194) Cf. Ibid., 283 § 2, 533.
(195 Cf. CONC.VAT.II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
(196) Cf. PABLO VI, Discuroso a los Obispos, Medellín, 24 de agosto de 1968: AAS 60 (1968), 639-649; JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 42: AAS 80 (1988), 572-574.
(197) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 17.
(198) Cf. CIC cc 222, 231, 281, 282, 1254 § 2.
(199) Cf. CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 17.
(200) Cf. PABLO VI, Encíclica Sacerdotalis caelibatus, 24 de junio de 1967, 73: AAS 59 (1967), 686.
(201) Cf. CIC c 277 § 2.
(202) Ibid., 287 § 1.
(203) Cf. ibid., 285-287.
(204) Cf. ibid., 276 § 1.
(205) CONC. VAT. II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 14.
(206) CONC. VAT. II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 65.