Álvaro del Portillo
Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer Fundador del Opus Dei
Encabezar con estas páginas un libro de S.E. Mons. Álvaro del Portillo, Obispo Prelado del Opus Dei, constituye para mí un gustoso privilegio. En realidad, huelga toda presentación: la personalidad del Autor, bien conocido en amplios sectores de la vida eclesiástica y civil, hace innecesaria esta tarea. Más evidente resulta esta afirmación si se considera que los textos que siguen se refieren a la figura del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, a quien la Iglesia se dispone a beatificar solemnemente dentro de pocos meses.
Pero sí querría advertir a los lectores menos avezados que están delante de una obra singular. El tema de este libro viene desarrollado por quien ha gastado sus años y ha trabajado totalmente identificado con el espíritu y con la vida del Siervo de Dios. Mons. del Portillo, en efecto, conoció al Fundador del Opus Dei casi en los primeros pasos de la Obra –corría el ya lejano 1935–, y desde entonces, hasta el tránsito de Mons. Escrivá de Balaguer al Cielo, en 1975, ha sido su más estrecho e inmediato colaborador: no se ha separado jamás del Fundador del Opus Dei. Es, por tanto, testigo privilegiado de la santidad de este sacerdote de Jesucristo, que consumió su paso por la tierra como un instrumento fidelísimo de Dios, entregado a la hermosa tarea de abrir nuevos senderos de santidad en este mundo nuestro: los caminos divinos de la tierra, como le gustaba afirmar en su amable conversación, llena siempre de celo divino y de cariño humano.
Huelga decir que el presente libro no pretende ofrecer una semblanza espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, aunque refleje variados detalles del talante cristiano del Fundador del Opus Dei. Como el lector mismo advertirá hojeando el sumario, estas páginas recogen algunas intervenciones públicas de Mons. del Portillo en torno a la figura del Siervo de Dios en los dieciséis años transcurridos desde el dies natalis, desde que se nos fue a la Casa del Cielo este gran contemplativo itinerante, como el decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes ha llamado a Mons. Escrivá de Balaguer.
Dentro de la variedad de estilo –se presentan al lector tanto artículos y escritos destinados directamente a la publicación como otros textos pronunciados de viva voz–, se percibe en los diversos apartados de este volumen una profunda unidad, que queda más reforzada aún por los diáfanos acentos de admiración lógica y de cariño filial del Autor hacia el Siervo de Dios; y se percibe la invitación –que surge de modo espontáneo en el ánimo del lector– a confrontar la propia existencia con la plenitud de vida cristiana que dimana del ejemplo del Fundador del Opus Dei como fiel expresión del contenido del Evangelio, doctrina siempre vieja y siempre nueva.
La primera parte, Discursos, reproduce dos intervenciones de Mons. Álvaro del Portillo en la Universidad de Navarra, con motivo de sendos actos in memoriam de su Fundador y primer Gran Canciller, celebrados respectivamente al cabo de un año y en el décimo aniversario de su tránsito al Cielo. El primero de estos textos constituye una sucinta exposición de las principales etapas de la biografía de Mons. Escrivá de Balaguer, a todas luces suficiente, sin embargo, para percatarse del nervio que unifica y vitaliza todos los momentos de una existencia gastada gozosa y trabajosamente –a contrapelo, solía apostillar Mons. Escrivá de Balaguer– en el servicio de Dios y de los hombres, movido por el anhelo ardiente de cumplir, por encima de todo, la Voluntad divina. La segunda intervención resume los ideales humanos y cristianos que mueven y caracterizan a una institución académica como la Universidad de Navarra, que brota bien pujante por impulso directísimo de su Fundador.
Con el título de Otros escritos vienen luego cuatro artículos publicados por Mons. Álvaro del Portillo en la prensa italiana y española, con ocasión de diferentes aniversarios del dies natalis del Fundador del Opus Dei. En cada uno se destacan aspectos particulares de la personalidad del próximo Beato, como su acendrado amor a la Iglesia, al Papa y a la Jerarquía eclesiástica; la actualidad perenne, evangélica, de la llamada a la santidad personal y al apostolado, dirigida a todos los cristianos, que el Señor le urgió a proclamar por todas partes; su aportación específica a la teología del trabajo y a la santificación de todas las realidades humanas nobles y honradas…
La tercera sección, que se abre con el título de Estudios sobre algunos escritos del Fundador del Opus Dei, se compone con las introducciones redactadas por Mons. Álvaro del Portillo a algunos de los libros del Siervo de Dios. Estas páginas ofrecen la clave para entender con profundidad la génesis de obras tan conocidas como Camino –el estudio sobre este best seller se elaboró precisamente en el quincuagésimo aniversario de su publicación, cuando ya eran más de tres millones los ejemplares editados–, Surco y Forja –libros que continúan la traza marcada por Camino, aunque con temáticas diversas–, y los dos volúmenes publicados hasta la fecha con Homilías del Fundador del Opus Dei.
Cierran estas páginas un conjunto de Homilías de Mons. Álvaro del Portillo, predicadas en los sucesivos aniversarios del dies natalis del Siervo de Dios y en determinadas ocasiones más señaladas. En común nos muestran dos características principales: de una parte, son documentos estrictamente pastorales (y así se explica que el Autor, aparte de detenerse en el tema específico de cada predicación, insista en algunos puntos fundamentales, como la Sagrada Eucaristía, la Confesión sacramental, la lucha ascética…); de otra, nos ofrecen el testimonio vivo y concreto de algunos aspectos de la vida santa del Siervo de Dios, que la Iglesia se dispone a proponer solemnemente como ejemplo a los cristianos mediante su ya próxima beatificación.
Roma, 9 de enero 1992, nonagésimo aniversario del nacimiento de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer.
Javier Echevarría
Vicario General del Opus Dei
Discurso del 12-VI-1976, durante el acto académico "in memoriam" celebrado en la Universidad de Navarra, con ocasión del primer aniversario del fallecimiento del Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad
Una serena y entrañable alegría ha sido nota habitual en la vida de la Universidad de Navarra, característica que nunca ha faltado en sus diversas solemnidades. Esa alegría y ese júbilo procedían del espíritu infundido por su Fundador y primer Gran Canciller. Su fe generosa y su esperanza alegre alentaron cada paso, incipiente o maduro, de esta Universidad. La cercanía de Monseñor Escrivá de Balaguer, llena de viva caridad, imprimía a la seriedad protocolaria de la praxis académica la suavidad de su cariño, el tono cálido de su cordial predilección por vuestra tarea, eminentemente servidora de la Verdad. Mientras tanto, su mirada os urgía a encaminar al bien supremo de todos los hombres vuestro diario quehacer. Su presencia era fiesta. Pero una fiesta que traía como fondo el ritmo y !a luz de las obras de Dios, y no sólo el color del acto brillante.
Sois testigos, pues, de cómo ese afecto suyo abría nuestras almas a un gozo que también se traducía en una amable manifestación exterior, en ese ambiente familiarmente festivo. El Señor había dilatado su corazón hasta tal punto que quienes conocieron a Monseñor Escrivá de Balaguer y le trataron, bien podían llamarle Padre como aquellos que, por la vocación a la Obra, somos verdaderamente hijos de su oración y de su mortificación. Cuando ahora honramos su memoria, el cumplimiento de este deber de estricta justicia se ve también rodeado, pese al dolor, de una paz inquebrantable. Y es que el dolor de la separación material se entremezcla con la honda alegría que brota, tanto de la firme persuasión de que está gozando de Dios en el Cielo, como de la seguridad de que el Padre continúa desvelándose por nosotros, y ahora en un grado muchísimo mayor, con una eficacia aún más grande que cuando nos alentaba con su presencia física. La promesa divina nos recuerda hoy con especiales resonancias aquellas palabras del Señor: etiam si mortuus fuerit vivet. Et omnis qui vivit et credit in me non morietur in aeternum 1. Nuestro santo Fundador ha creído con amor inmenso y, por esto, vive y vivirá eternamente. Es lo que nos había predicado en tantas ocasiones: que para el alma fiel la muerte no significa más que un cambio de casa. Convicción venturosa, por tanto, que nos confirma que el Padre sigue y seguirá con nosotros para siempre.
Fácilmente comprenderéis que, aunque he de dirigirme a vosotros en el marco formal de este solemne acto universitario que presido como Gran Canciller, no puedo olvidar que esta celebración tiene como impulso la gratitud, y por motivo honrar la memoria del santo Fundador del Opus Dei y de esta Universidad. Por eso, no os extrañará que estas palabras trasluzcan los sentimientos de un hijo que junto al Padre ha pasado mucho tiempo. Para mí sería imposible no hacer patente tanto mi amor filial, mi inmenso reconocimiento, como evitar que se manifieste el poso divino que su vida ha metido en mi alma. No sé –y lo digo con orgullo– hablar de Monseñor Escrivá de Balaguer sin que la veneración y el afecto más hondos reflejen, en mis conversaciones, el amor de un hijo, a quien la misericordia providente de Nuestro Dios ha querido situar durante tantos años a su lado, otorgándome el don precioso de conocerle, de escucharle, de sentir su inmenso cariño y sus desvelos de buen pastor. Pero, sobre todo, agradezco haber sido –¡quiera el Señor que con mucho provecho para mi alma!– habitual testigo de su santidad, del amor apasionado y heroico por las cosas de Dios, que, de manera firme y asidua, ha animado toda su existencia en un continuo crescendo.
Los condicionamientos que sugieren la formalidad de un discurso académico no pueden impedir que se transparenten las disposiciones de mi alma: un movimiento de pesar, porque la separación física del Padre ha sido algo muy penoso, que me ha afligido de manera indecible; y simultáneamente una emoción de continuada confianza en Dios, provocada por tres motivos: porque el Señor lo ha dispuesto así, y su Voluntad es siempre amabilísima; porque nuestro santo Fundador goza ya –facie ad faciem– de la visión de Dios; y porque –insisto– nos ayuda a todos con más eficacia incluso que antes.
Vuestro cariño y comprensión me animan a no reprimir la expresión de estos sentimientos muy íntimos. Considero también que, para cumplir el deber filial de transmitiros algunos rasgos de la vida santa del Padre, esta inevitable prioridad del corazón es el lenguaje más elocuente: amor notitia est, decían los antiguos. Sólo el amor, que da agudeza a la fe, logra que la inteligencia humana penetre en los detalles grandes y pequeños de la providencial intervención de Dios en la historia y el quehacer de los hombres.
La entera biografía de Monseñor Escrivá de Balaguer sólo puede explicarse y entenderse en el ámbito de un designio divino que, al atravesar toda su existencia, le configura como instrumento de Dios, escogido precisamente para recordar a la Humanidad lo que en su misma alma Dios fue grabando de modo inequívoco. Ésta es la convicción honda que el Espíritu Santo imprimió en el corazón del Padre, raíz fecunda de todo su mensaje espiritual: buscar la santidad personal en medio del mundo. Escuchemos sus propias palabras: «todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con El, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina (…). Cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres» 2.
Dos profundísimas convicciones encuadran la personalidad humana y sobrenatural de Monseñor Escrivá de Balaguer: una renovada y verdadera humildad –la conciencia plena de que todo don viene de Dios– y, al mismo tiempo, una clara noticia de su vocación, de su llamada divina, que –comenzando a insinuarse en su alma a los quince o dieciséis años– se le hace patente el 2 de octubre de 1928, tras muchos años de responder al Señor ecce ego, quia vocasti me 3: aquí me tienes, porque me has llamado. Mientras tanto, en su alma vibraba de modo imperativo aquel grito de Jesús: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur! 4. Este clamor divino –que su incontenible amor de Dios le llevaba a repetir, incluso cantando, con impaciencia santa– llegaría a tener eco en multitud de corazones en todas las latitudes de la tierra.
«Soy un pecador que ama a Jesucristo», decía con una expresión llena de sinceridad, que ponía de manifiesto la honda desestimación que tenía de sí mismo. Esta conciencia de su condición de instrumento estaba tan lejos de la soberbia como de una falsa humildad, inconciliable con su recto entendimiento de la dignidad del hombre. Rechazaba esa falsa humildad que denominaba «humildad de garabato», ridícula caricatura de virtud. Por eso, solía repetir, llevado de su realista sentido teológico, que no concedía ningún crédito a una concepción de la humildad que la presentara como apocamiento humano o como una condena perpetua a la tristeza: «si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes…» 5.
Al leeros estas palabras del Padre, no puedo menos de testimoniar el heroísmo con que ha practicado, hasta el último día de su paso por la tierra, esta exigencia de cultivar y crecer en las virtudes, consciente de que era sólo un instrumento. Me parece escuchar su voz que, con convencida persuasión, repetía tantas veces lo mismo: «no tengo nada, no valgo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada: ¡nada!»: todo lo confiaba a Dios, amado como un Padre buenísimo. Pero tampoco olvidaba el deber, que a todos nos incumbe, de prepararnos para ser mejores instrumentos en las manos de este Dios nuestro amabilísimo, que se ha dignado escogernos como cooperadores libres de su obra redentora.
Instrumento de Dios, sólo instrumento de Dios: merece la pena resaltar este convencimiento del Padre, cuando hablamos de su humildad, porque el recuerdo de la enseñanza paulina sobre este punto ha estado siempre presente en su predicación: «Dios ha escogido a los flacos del mundo para confundir a los fuertes; y a las cosas viles y despreciables del mundo, y a aquellas que no eran nada, para destruir a las que son al parecer más grandes, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento (I Cor. I, 27 y 28).
»Luego, hijas e hijos míos, cuando os parezca que habéis trabajado mucho en el servicio del Señor, repetid las palabras que El mismo nos ha enseñado: servi inutiles sumus: quod debuimus facere, fecimus (Luc. XVII, 10); somos siervos inútiles: no hemos hecho más que lo que teníamos obligación de hacer» 6.
Ante el espectáculo lamentable de la crisis de obediencia que ofrecían no pocos católicos, apenas hace tres años volvía a insistir: «especialmente en las cosas de Dios, cuando se tiene clara conciencia de estar trabajando en una empresa sobrenatural, resulta espontáneo –natural y nada humillante– sentirse un instrumento y poner todo el empeño en seguir las mociones divinas, evitando hacer la propia voluntad. Como os escribía en los primeros años, somos lo que el pincel en manos del artista» 7.
«Poner todo el empeño en seguir las mociones divinas» –acabo de leer–, y en ese esfuerzo generoso han coincidido durante más de diez lustros la humildad y el amor de nuestro Padre: «a la vuelta de cincuenta años –nos decía en la víspera de ese aniversario de su ordenación sacerdotal, el 27 marzo de 1975– estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando y recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivo de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de El, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones» 8.
Verdaderamente, amor y humildad eran dos constantes en la vida santa de nuestro Padre, que infundían a su oración y a su acción apostólica una audacia filial. La consecuencia práctica era ese continuo comenzar y recomenzar en la vida interior. Una vida, pues, que recorre como itinerario el del hijo pródigo, siempre volviendo y volviendo – con rendida confianza– a la misericordia de Dios Padre. Es así como el instrumento dará toda la gloria a Dios: «Deo omnis gloria!». ¡Toda la gloria para Dios!, repetía siempre. He aquí el magnífico horizonte que se abre al instrumento que se sabe nada y para quien Dios lo será todo.
«¿No os habéis fijado en las familias, cuando conservan una pieza decorativa de valor y frágil –un jarrón, por ejemplo–, cómo lo cuidan para que no se rompa? Hasta que un día el niño, jugando, lo tira al suelo, y aquel recuerdo precioso se quiebra en varios pedazos. El disgusto es grande, pero en seguida viene el arreglo; se recompone, se pega cuidadosamente y, restaurado, al final queda tan hermoso como antes.
»Pero, cuando el objeto es de loza o simplemente de barro cocido, de ordinario bastan unas lañas, esos alambres de hierro o de otro metal, que mantienen unidos los trozos. Y el cacharro, así reparado, adquiere un original encanto.
»Llevemos esto a la vida interior. Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores –aunque, por la gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi dolor y con tu perdón– seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.
»Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Ps. XXVI, 1)» 9. A la vista de este convencimiento, hecho carne de su carne, qué bien se entiende aquella enseñanza suya, de que la debilidad humana ni debe asustarnos, ni supone jamás un obstáculo para la santidad. Al contrario, determina el punto de partida para salir al encuentro de Dios. «Convenceos, hijos míos. ¡aquí –en esta vida– todo tiene arreglo!», solía inculcar como idea maestra, para enraizar nuestra flaqueza en la más firme esperanza. Ese arreglo que en esta vida tiene todo es, para el Padre, el perdón que Dios nos ofrece siempre en el Sacramento de la Penitencia. Por esto se comprende muy bien –a la luz de esta convicción profunda de su nada y de su confianza total en Dios– que una pieza clave de toda su vida sacerdotal haya sido acercar las almas al Sacramento de la Penitencia y educarlas en la más plena sinceridad. Aquí todo tiene arreglo; es como decir que el único y verdadero desarreglo es el pecado y para esta rotura –que las fuerzas humanas no pueden reparar– la misericordia de Dios ha ofrecido remedio.
Conmueve recordar también las palabras de una meditación que nos dirigía a sus hijos: «vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas v mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: pauper servus et humilis! Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios» 10.
Otras veces exclamaba en la intimidad de su oración, o se escapaba de su boca, al final del día, cuando repasaba ante el Señor su jornada de amor y de trabajo: «Señor, ¡Josemaría no está contento de Josemaría!». Su amor inmenso siempre le exigía más: «en este camino del Amor que es la vida nuestra, todo lo hacemos por Amor, con un Amor que no debilitan nuestros errores personales» 11. «Por El, con El, para El y para las almas vivo yo. De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizás por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva» 12.
Os decía antes que dos convicciones profundísimas se dan en el Padre, que encuadran su vida y delinean su perfil humano y sobrenatural. A su humildad llena de amor me acabo de referir, comentando esas palabras que aplicaba a su persona: «soy un pecador que ama a Jesucristo». Ahora me detendré en lo que definiría como otra constante de su personalidad: el profundo sentido de su vocación, que ha conferido a toda su existencia el carácter de entrega plena y total al amor y al querer de Dios.
«Soy un sacerdote que no habla más que de Dios». Esta norma de conducta del Fundador del Opus Dei, que en otra ocasión recogí al prologar un libro del Padre, estimo que refleja adecuadamente su dedicación sin restricciones: la plenitud de una correspondencia que no ha admitido vacilación en la firmeza, ni disminución en la generosidad; la riqueza de una entrega que fue, siempre y en todo, absoluta, sin condiciones.
Ni un solo instante dudó el Padre de su vocación, y siempre enseñó a sus hijos a considerar como un tesoro esa personal llamada de Dios. Siguió con la más completa adhesión la voluntad divina desde el primer instante en que fue consciente del querer de Dios. «Yo –nos recordaba pocos meses antes de su marcha al Cielo, abriéndonos su corazón con humildad– tengo que agradecer a Dios no haber dudado nunca de mi vocación, ni de la divinidad de mi vocación…» 13. Mucho tiempo antes, había escrito: «Ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina: hay una luz de Dios, hay una fuerza interior dada gratuitamente por el Señor, que quiere que junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza» 14.
Años atrás, nos había manifestado también la entereza de esa convicción, que sostenía reciamente e informaba de modo total su entrega: «no puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ephes. III, 15 y 16), por haberme dado esta paternidad espiritual que, con su gracia, he asumido con toda la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre» 15.
De esta firmísima persuasión, brotaba la fidelidad a una continua e infatigable dedicación a la labor apostólica. «Hablar de Dios, acercar los hombres al Señor, así lo he visto desde que le conocí en 1935»: esto comentaba yo al presentar la primera edición de Homilías del Padre, y, de nuevo, un grato deber filial me impulsa ahora a insistir sobre su preocupación constante por cumplir fidelísimamente el querer de Dios.
Con muchísima frecuencia, cuando el Padre era más joven, le he oído decir que sus hijas y sus hijos debíamos descansar. Se ocupaba de los demás, y no concedía ni la más mínima atención a su persona. A la acción constante de apostolado unía el pensamiento permanente sobre lo que el Señor le pedía, buscando cauces concretos y modos determinados para ejecutar con exactitud, amorosamente, la Voluntad de Dios. Y tanta intensidad ponía en esta actividad exterior e interior, que con un gesto casi habitual se cogía la cabeza entre las manos, y exclamaba: «me parece como si me fuera a estallar». Le sugeríamos que era indispensable para todos una pausa en la labor –con una actividad menos exigente–, pero nuestro Padre respondía: «lo haré cuando me digan requiescat in pace». Después, pasados los años, se refería a aquella reacción suya como a una imprudencia juvenil que sus hijos no debíamos imitar. Pero de hecho, su pensamiento estaba siempre –entonces como antes– puesto en llevar a cabo la Voluntad de Dios, y su reposo consistía en hacer vida suya lo que decía a Dios con esta jaculatoria: «¡Señor, descanso en ti!» .
Cumplir la voluntad de Dios. Sólo desde ese punto de mira sobrenatural se entiende el Opus Dei y la vida de su santo Fundador, porque verdaderamente la biografía de Monseñor Escrivá de Balaguer y la historia de la Obra durante los cuarenta y siete años de su etapa fundacional, constituyen una unidad inseparable.
A quienes estábamos a su lado en los primeros años, para explicar el espíritu sobrenatural que anima a la Obra, nos repetía, con palabras que deseaba quedaran grabadas a fuego en nuestras almas: «la Obra de Dios viene a cumplir la Voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el Cielo está empeñado en que se realice» 16.
Firmemente persuadido estaba el Padre de esa realidad, y firmemente persuadidos estábamos también nosotros de la veracidad de su trascendental afirmación, que tenía como garantía –además de la personal seguridad de ese impulso divino que nos movía a la entrega– la certeza de la heroica rectitud de intención del Padre.
Utilizando en buena parte sus comentarios –que le he escuchado en diversas ocasiones, aunque yo los presentaré como hilvanados en un único relato– trataré de explicar los grandes rasgos de ese proceso sobrenatural que, en el arcano de sus designios divinos, comenzó Nuestro Señor en el alma del Padre cuando era muy joven, y que culmina en aquel 2 de octubre de 1928.
Jamás había pasado al Padre por la cabeza fundar nada, abrir un camino entre los hombres para que llegaran a Dios. Luego, al cabo de los años, el Señor le mostrará cómo le había llevado siempre de la mano.
«Me hizo nacer –son palabras suyas, tomadas de una meditación– en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome en libertad muy grande desde chico, vigilándome al mismo tiempo con atención. Trataban de darme una formación cristiana (…). Todo normal, todo corriente, y transcurrían los años. Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había planteado el problema, porque creía que eso no era para mí» 17.
En un rato de conversación con un buen grupo de sacerdotes diocesanos, durante una de sus jiras apostólicas por América, añadía algunas pinceladas a la historia de su vocación sacerdotal. Les contaba que, de niño, no se sentía inclinado al sacerdocio: «Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día (…). Siempre he amado mucho a los sacerdotes, justamente porque la formación que recibí en mi familia era una formación profundamente religiosa. Me habían hecho amar, respetar, venerar el sacerdocio» 18; aunque él estaba entonces convencido de que esa vocación era para otros.
En la meditación a que antes me refería, seguía comentando el Padre: «Pero el Señor iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente (…).
»Paso el tiempo y vinieron las primeras manifestaciones del Señor: aquel barruntar que quería algo, algo (…).
»Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del amor de Dios. El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor, tan humano y tan divino, de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de ese estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia» 19.
«Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese Amor. Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era. Por eso hablé con mi padre, diciéndole que quería ser sacerdote (…). Fue la única vez –ya os lo he contado en otras ocasiones– que yo he visto lágrimas en sus ojos. Me respondió: mira, hijo mío, si no vas a ser un sacerdote santo, ¿por qué quieres serlo? Pero no me opondré a lo que deseas. Y me presentó a un amigo suyo sacerdote, para que me orientara» 20. Sin embargo, comentaba siempre nuestro Padre, «aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote» 21.
Conmueve esta disponibilidad del Padre ante los planes divinos. Abriendo el corazón con sus hijos, nos confiaba: «¿Por qué me hice sacerdote? Porque creí que era más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928» 22. «Y yo, medio ciego, siempre esperando el porqué. ¿Por qué me hago sacerdote? El Señor quiere algo, ¿qué es? Y con un latín de baja latinidad, cogiendo las palabras del ciego de Jericó, repetía: Domine, ut videam! Ut sit! Ut sit!. Que sea eso que Tú quieres y que yo ignoro» 23. «Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era –evidentemente– una elección. Ya vendría lo que fuera… De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada» 24.
A propósito de esas jaculatorias –«Domine, ut sit! Domine, ut videam!»–, recuerdo perfectamente una anécdota –tan inocente y tan de Dios como las que ocurrían en aquellos años de los barruntos divinos–, en la que el Padre fue protagonista involuntario. Muchos años después de la fundación de la Obra, estando ya en Roma, le llevaron allí una imagen de la Virgen del Pilar que nuestro Fundador había comprado en Zaragoza. No se acordaba de que era suya, pero le mostraron la imagen y debajo, en la base, grabado en el yeso, de su mano, había escrito con un clavo: «Domina, ut sit!» No faltaba el signo de admiración, que solía añadir siempre en las jaculatorias que escribía. A continuación, una fecha: 24-IX-1924.
En 1974, en una de aquellas tertulias durante sus correrías apostólicas por América, esta escena, ocurrida en Roma tiempo atrás, vino a su recuerdo –siempre la recordaba con alegría–; y otra vez el Padre la comentó, porque era como una prueba material de que no le traicionaba su imaginación; una prueba de que su oración había sido efectivamente constante e indefectible desde muchos años antes de la Fundación del Opus Dei, y nos confiaba: «muchas veces, hijos míos, el Señor me humilla: mientras a menudo me concede claridad abundante, otras muchas me la quita, para que no sienta ninguna seguridad en mí. Entonces viene, y me ofrece una dedada de miel. Yo os había hablado de esos barruntos con frecuencia, aunque en ocasiones pensaba: Josemaría, eres un engañador, un mentiroso… Aquella imagen era la materialización de mi oración de años, de lo que os había contado repetidamente» 25.
También nos consta que, en ocasiones, los barruntos del Padre se expresaban con esa exclamación del Maestro a que ya me he referido: «ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur!» Era tan fuerte la moción divina que la voz no bastaba, el alma rompía a cantar, y como respuesta al grito de Cristo, el Padre hacia suya aquella contestación del Profeta, cuando se sentía llamado por Dios: «ecce ego, quia vocasti me!».
Urgido por esa Voluntad divina, el Padre comenzó sus estudios sacerdotales, que realizó en la Universidad Pontificia de Zaragoza.
Ya con anterioridad, el Señor permitió que surgieran muchas dificultades, penas y contradicciones en el hogar de sus padres, afrontadas y aceptadas todas con ejemplaridad cristiana. Aquellos sufrimientos, al contemplar la aflicción en las personas queridas, caían con la intensa fuerza del dolor en el alma del Padre, que no rechazaba la prueba, aunque deseaba que pasase; se encaraba filialmente con Dios, diciéndole: «¡Señor, yo no soy un instrumento apto, pero, para que lo sea, siempre haces sufrir a las personas que más quiero: das un golpe en el clavo y cien en la herradura!» 26.
Mientras profería esa queja filial, y siempre a lo largo de su vida, contemplaba la mano de Dios detrás de cada suceso. Esta visión sobrenatural le llevaba a alzar su corazón en una continua acción de gracias al Señor, precisamente por esa labor previa con la que iba disponiendo su alma: «Dios nuestro Señor, de aquella pobre criatura que no se dejaba trabajar, quería hacer la primera piedra de esta nueva arca de la alianza, a la que vendrían gentes de muchas naciones, de muchas razas, de todas las lenguas» 27. «Era preciso triturarme, como se machaca el trigo para preparar la harina y poder elaborar el pan; por eso el Señor me daba en lo que más quería… ¡Gracias, Señor!» 28. «Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba, para preparar –de ese árbol– la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam! Domine, ut sit! No sabía lo que era pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía como calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad. Fueron los años de Zaragoza» 29.
Permaneció el Padre en esa ciudad mientras realizaba sus estudios sacerdotales. Fue avanzando el tiempo –tiempo de oración, de mortificación, de trabajo–, hasta que recibió las órdenes mayores. Durante esa época ocupó un cargo de Superior del Seminario. El presbiterado tuvo lugar en la iglesia del Seminario de San Carlos, el 28 de marzo de 1925. Desde ese día, el Padre comenzó a renovar in persona Christi el Sacrificio del Calvario. Su corazón seguía alerta ante la llamada de Dios, ante los barruntos que aún no se habían aclarado del todo. Posteriormente, tras ejercer su ministerio en la Archidiócesis de Zaragoza, se trasladó a Madrid con su familia.
En esta ciudad, en 1928, después de once años de esperar ardientemente la manifestación concreta del querer de Dios –repito: años de estudio, de oración y de mucho sufrimiento–, el Padre vio con claridad lo que Nuestro Señor le pedía. Era el día 2 de octubre, festividad de los Santos Ángeles Custodios. En aquella mañana vino al mundo el Opus Dei. Sonaban a voleo las campanas de la cercana parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, con motivo de la fiesta de su Patrona. Y el Padre, mientras subía al Cielo el repique gozoso de esas campanas –«nunca han dejado de sonar en mis oídos», le he escuchado decir frecuentísimamente–, recibió en su corazón y en su alma la buena semilla: el Divino Sembrador, Jesús, la había por fin echado de modo claro y contundente. Entendió que el trabajo ordinario, dentro de las tareas del mundo, era camino para encontrarse los hombres con Dios. Desde el 2 de octubre de 1928, el Padre tuvo sus buenas razones para mantener la firmísima convicción de que el Opus Dei era del Señor: que nace y se desarrolla de modo divino. No obstante, mejor aún, precisamente por esa fe –para purificar todavía más la intención– en dos ocasiones: una, haciendo un retiro espiritual, y otra, en La Granja, cerca de Segovia, nuestro Fundador elevó a Dios esta oración: «si la Obra no es para servirte, ¡destrúyela!» Y sabemos que, en las dos ocasiones, el Señor correspondió generosamente a la oración del Padre, inundando su corazón de una profunda paz.
Muy grabado había quedado en su alma aquel lema que ha informado su vida entera: «ocultarse y desaparecer». Por eso, al contemplar por fin lo que el Señor quería, no escatimó esfuerzo para no aparecer como fundador. Recordando aquellos momentos de la Fundación, y los primeros años de la labor, ha escrito el Padre: «el Señor me ha tratado como a un niño: si, cuando recibí mi misión, hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto. No me interesaba ser fundador de nada. Siempre he sido enemigo de nuevas fundaciones: me habéis de entender el sentido en el que afirmo esto, ya que nunca se me ha pasado por la cabeza poner obstáculos al Espíritu Santo, y lo que digo no quiere ser peyorativo para nadie, pues respeto y amo a todos, y todas las antiguas fundaciones, lo mismo que las de los siglos inmediatos, me parecen actuales. Ciertamente nuestra Obra –la Obra de Dios– venía a hacer que renaciera una nueva y vieja espiritualidad de almas contemplativas, en medio de todos los quehaceres temporales, santificando todas las tareas ordinarias de los hombres: amando el mundo, que huía del Creador; poniendo a Jesucristo en la cumbre de todas las realidades terrenas, en las que los hombres están comprometidos.
»El Señor, que juega con las almas como un padre con sus niños pequeños –ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum (Prov. VIII, 30 y 31); jugando en todo tiempo, jugando por el orbe de la tierra–, viendo en los comienzos mi resistencia y aquel trabajo mío entusiasta y débil a la vez, permitió que tuviera la aparente humildad de pensar –sin ningún fundamento– que podría haber en el mundo instituciones que no se diferenciaran de lo que Dios me había pedido. Era una cobardía poco razonable, la cobardía de la comodidad, y simultáneamente una confirmación de que no me interesaba, hijos míos, ser fundador de nada» 30.
«Con esa repugnancia a las fundaciones, a pesar de tener abundantes motivos de certeza para fundar la Obra, me resistí cuanto pude: sírvame de excusa, ante Dios Nuestro Señor, el hecho real de que desde el 2 de octubre de 1928, en medio de esa lucha mía interna, he trabajado por cumplir la Santa Voluntad de Dios, comenzando la labor apostólica de la Obra. Han pasado tres años, y veo ahora que quizá dejó el Señor que padeciera entonces (…) esa completa repugnancia, para que tenga siempre una prueba externa más de que todo es suyo y nada mío» 31.
Aunque no le gustaba ser fundador, porque le parecía más eficaz para su alma ser soldado de filas que promover nuevas fundaciones, decidió ante todo cumplir la Voluntad de Dios. Empezó a realizar lo que el Señor le había indicado, al tiempo que buscaba asociaciones en las que se viviera «eso» que el Señor quería, para ofrecerse a Dios en una de esas instituciones. Nuestro Señor, con caricias de Padre y con exigencias también de Padre, le iba demostrando que resultaba inútil esa búsqueda. La empresa sobrenatural que le había confiado no coincidía con ninguna labor de las ya existentes: o se presentaban como comunes asociaciones de fieles, en las que el fin primordial no era, ni de lejos, el que había marcado Dios a nuestro Fundador; o el espíritu, la mentalidad y la forma de actuar se asemejaban a la vida de los religiosos; o eran, finalmente, sociedades secretas; y ninguna se proponía la santificación y el apostolado por medio del trabajo profesional.
El Padre comenzó el trabajo apostólico de la Obra con una intensidad, con una fe y con una carencia de medios tan grande, que verdaderamente se puede asegurar que el Opus Dei se fue haciendo al paso de su oración intensa y de su mortificación continua, y sólo se explica su existencia y expansión como fruto de un querer divino. Con este convencimiento nos lo explicaba el Padre: «desde ese momento –2 de octubre de 1928– no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.
»Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.
»Tenía yo veintiséis años –repito–, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más.
»El Señor dispuso los acontecimientos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era El» 32.
Para vencer todas esas dificultades, el Padre acudía, en primer término, a los recursos sobrenaturales: a la intercesión de Nuestra Madre, a San José, a los Santos Ángeles Custodios, al tesoro de la oración de los niños y de los enfermos. Y con esa preparación, se lanzaba a un trabajo sacerdotal intenso, sin concederse descanso, porque el fuego de Dios le consumía.
«¿Qué medios puse yo? (…). Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (…). Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si es que se puede llamar casas a aquellos tugurios… Eran gente desamparada y enferma; algunos con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis.
»De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor (…).
»Fueron años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta (…). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas.
»Estas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor. Y formar a los primeros que venían, hablándoles con una seguridad completa de todo lo que se haría, como si ya estuviera hecho (…).
»Luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior (…). ¿Qué buscaba yo? Cor Mariae Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor (…); a la intercesión de los Santos (…); y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios (…). ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás» 33.
El Opus Dei tuvo desde el comienzo entraña universal, católica: debía extenderse a lo largo y a lo ancho de la tierra y llegar a hombres de toda clase y condición, porque Dios lo quería para vivificar con espíritu cristiano todas las tareas y realidades humanas. Si con el trabajo apostólico, con la oración y con la mortificación de Monseñor Escrivá de Balaguer el Opus Dei creció para adentro en esos años inmediatos a la fundación, igualmente se puede afirmar que el Padre ha preparado toda su expansión apostólica.
Muchas veces le he oído hablar de la prehistoria de la labor en un determinado país. La prehistoria consistía en que, mucho antes de que se estableciera el primer Centro de la Obra en las distintas naciones, nuestro Padre, con muchísima anticipación –yo he sido testigo–, había fertilizado aquel terreno con rezos y mortificaciones; había cruzado ciudades, rogado en iglesias, tratado a la Jerarquía, visitado tantos sagrarios y santuarios marianos, para que, al cabo del tiempo, sus hijas e hijos encontraran roturado el terreno en aquel nuevo país. Roturado y sembrado, porque, como solía decir, había lanzado a manos llenas por tantas y tantas carreteras y caminos de esa nación la semilla de sus avemarías, de sus cantos de amor humano que convertía en oración, de sus jaculatorias, de su penitencia alegre y confiada.
He pasado cuarenta años junto al Padre. Por la misericordia de Dios he sido testigo de esas magnalia Dei, de esas maravillas de Dios que se manifestaban en su persona y en su vida; y os aseguro que el Padre ha llevado adelante la Obra siempre de este modo: con su oración, con su mortificación. con una prudencia de gobierno llena de fe, de realismo y de afán apostólico.
Nuestro Fundador ha podido así transmitirnos su espíritu –«no dibujado, sino esculpido»–, nos ha dejado tan andadero el camino, tan claras las señales indicadoras, con senderos tan seguros, que ya no cabe extravío. «Con lo que hemos hecho –nos confirmaba– con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de Nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros» 34. Tendremos miserias personales, porque frágiles criaturas somos, pero el camino es muy claro.
Dios ha permitido que junto a esta claridad del espíritu bien perfilado, el Padre pudiera también contemplar la universal expansión de la Obra por los cinco Continentes. El Señor le ha concedido la gracia de ver a millares de hijas e hijos, de todas las razas, de todas las naciones, trabajar en una bendita unidad para servir a Jesucristo y a su Iglesia, para hacer el Opus Dei por todos los lugares de la tierra.
Con su decisión de responder como instrumento fiel en las manos de Dios, ha hecho posible el Padre este crecimiento de la Obra. Porque si la unión con Dios es fuente de toda eficacia apostólica, estoy convencido de que nuestro Padre había alcanzado de modo patente una perfecta unidad de vida en esta tierra, no interrumpiendo jamás esa unión suya con el Señor: escuchaba atentamente en su corazón las divinas inspiraciones que nos entregaba con fidelidad, confirmándonos en la fe, dirigiendo nuestros pasos, alimentando nuestra vida interior.
Al releer en estos días palabras suyas, comprenderéis que me haya removido por dentro, mientras saboreaba lo que escribía el Padre en 1940:
«En estos años del comienzo, me lleno de profunda gratitud hacia Dios. Y al mismo tiempo pienso hijos míos, en lo mucho que nos queda por recorrer hasta sembrar en todas las naciones, por toda la tierra, en todos los órdenes de la actividad humana, esta semilla católica y universal que ha venido a esparcir el Opus Dei.
»Por eso, sigo apoyándome en la oración, en la mortificación, en el trabajo profesional y en la alegría de todos, mientras renuevo constantemente mi confianza en el Señor: universi, qui sustinent te, non confundentur (Ps. XXIV, 3); ninguno de los que ponen en Dios su esperanza será confundido» 35.
En esa misma Carta de 1940, añadía: «La 0bra está saliendo adelante a base de oración: de mi oración –y de mis miserias– que a los ojos de Dios fuerza lo que exige el cumplimiento de su voluntad; y de la oración de tantas almas –sacerdotes y seglares, jóvenes y viejos, sanos y enfermos–, a quienes yo recurro, seguro de que el Señor les escucha, para que recen por una determinada intención que, al principio, sólo sabía yo. Y, con la oración, la mortificación y el trabajo de los que vienen junto a mí: éstas han sido nuestras únicas y grandes armas para la lucha.
»Así va –así irá– la Obra haciéndose, creciendo, en todos los ambientes: en los hospitales y en la Universidad; en las catequesis de los barrios más necesitados; en los hogares y en los lugares de reunión de los hombres; entre los pobres, los ricos y las gentes de la más diversa condición, para hacer llegar a todos el mensaje que Dios nos ha confiado» 36.
Hoy tiene la Obra fragancia de campo cuajado, y –ante la fecundidad de la labor– no se necesita fe, para darnos cuenta de que el Señor ha bendecido a manos llenas aquella semilla encendida en amor, que un día arrojara en el corazón del Padre cuando apenas era adolescente. Pero sería injusto con su memoria si yo no reseñara también aquí que la Obra ha crecido en medio de contrariedades que la divina Providencia no evita, para que el enemigo de las almas sea humillado y se engrandezca la gloria de Dios. Se cumplía –en la vida de la Obra– la predicción que Jesucristo hizo a los que le seguirían a través de los siglos: no es el siervo mayor que su Señor. Si me han perseguido a mi también os han de perseguir a vosotros 37. En 1943, en el decreto de erección diocesana, el obispo de Madrid escribía: «A esta piadosa institución ya desde el comienzo le asistió el favor divino, que se manifestó principalmente tanto en el número y calidad de los jóvenes –florecientes por su integridad e inteligencia– que a Ella acudían, como por los frutos abundantes que ha recogido en todas partes, así como también por el signo de la contradicción, que siempre ha sido el sello de las obras de Dios» 38.
«Más crecía la Obra –ha escrito el Padre–, y más arreciaba la contradicción, que el Señor permitía. He conocido, y amado, el rigor de la más absoluta pobreza de medios; pude saborear, una vez más, la amargura del enredo de los hombres y la frialdad de algunos corazones. Pero me consolaba el Señor, con vuestra fidelidad al servicio de su Iglesia, purificado de todo interés personal» 39.
Siempre mantuvo el Padre su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei. «Tú has hecho, Señor –decía en su oración–, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijo de Dios» 40.
La reacción del Padre en esos momentos, y siempre, fue la de perdonar y acudir con más confianza a Dios: «ad Te, Domine, levavi animam meam (Ps. XXIV, 1); a Ti, Señor, he elevado mi alma: a lo largo de estos años, ésta ha sido nuestra oración, en el momento de las intrigas y de las calumnias incomprensibles, no pocas veces brutales. En medio de las lágrimas –porque a veces se llora, pero no importa– nunca nos faltaron la alegría y la paz, el gaudium cum pace» 41.
Efectivamente, ante su serenidad y alegría nadie hubiera imaginado las contradicciones que se abatían sobre la Obra y sobre su Fundador. El Padre, lleno de confianza y movido de heroica prudencia, callaba y rezaba: la Obra «se ha hecho –comentará más tarde– con la vida santa de vuestros primeros hermanos: con aquella sonrisa continua, con la oración, con el trabajo, con el silencio. Así se ha hecho el Opus Dei» 42.
En otra ocasión añadirá: «en mi tierra, pinchan la primera florada de higos, que se llenan así de dulzura y sazonan antes. Dios Nuestro Señor, para hacernos más eficaces, nos ha bendecido con la Cruz» 43.
Quienes pasamos aquellos años junto a Monseñor Escrivá de Balaguer, le oímos explicar posteriormente a los más jóvenes la fecundidad de esa bendición de Dios. Hablaba con esa delicadeza –sobrenatural elegancia– de acudir a una metáfora, a una de esas enseñanzas gráficas que con tanta maestría utilizaba para dejar bien grabada en nuestras almas una idea: «¿sabéis por qué la Obra se ha desarrollado tanto?. Porque han hecho con la Obra como con un saco de trigo: le han dado golpes, la han maltratado, pero la semilla es tan pequeña que no se ha roto; al contrario, se ha esparcido a los cuatro vientos, ha caído en todas las encrucijadas humanas donde hay corazones hambrientos de Verdad, bien dispuestos…» 44.
«Ocurrió entonces lo que ocurre cuando se ponen obstáculos a la labor de Dios. Las aves del cielo y los insectos, en medio de los destrozos que ocasionan a las plantas con su voracidad, hacen una cosa fecunda: trasladan la semilla lejos, lejos, pegada en sus patas. A donde quizá no hubiéramos llegado nosotros tan pronto, hizo el Señor que llegáramos así, con el sufrimiento de la difamación: la semilla no se pierde» 45.
Quedaría incompleto este intento mío de mostraros algunos rasgos del espíritu de Monseñor Escrivá de Balaguer y de su generosa correspondencia al querer de Dios en su tarea de Fundador del Opus Dei, si no hiciera una especial referencia a su constante, fidelísimo y apasionado amor a la Iglesia y al Papa, a los obispos en comunión con la Santa Sede, si no recogiera su abnegada obediencia y su amor heroico a la Esposa de Cristo. Y prefiero emplear sus propias palabras.
«Me considero el último de los sacerdotes de la tierra –le oí decir muchas veces–, pero al mismo tiempo quisiera que nadie me ganara a amar y a servir a la Iglesia y al Papa, porque este es el espíritu que he recibido de Dios, y el que trato con todas mis fuerzas de transmitir a cada uno de mis hijos en todo el mundo» 46. Y en otro de sus escritos, afirma: «la única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia, como Ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado» 47.
Esta fue siempre su enseñanza. En 1967 escribía: «en el Opus Dei, os lo he repetido incansablemente, procuramos siempre y en todo sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia de Cristo, Madre nuestra: corporativamente no tenemos otra doctrina que la que enseña el Magisterio, con la asistencia del Espíritu Santo. Aceptamos todo lo que este Magisterio acepta, y rechazamos lo que rechaza» 48. Porque –aseguraba ya en 1932– «no queremos librarnos de las trabas –santas– de la disciplina común de los cristianos. Queremos por el contrario, ser con la gracia del Señor –que El me perdone esta aparente falta de humildad– los mejores hijos de la Iglesia y del Papa» 49.
«Nuestro espíritu reclama una estrecha unión con el Pontífice Romano, con la Cabeza visible de la Iglesia Universal. ¡Tengo tanta fe, tanta confianza en la Iglesia y en el Papa!» 50.
Ante el recuerdo de estas recomendaciones suyas, predicadas hace muchos años, me conmuevo y no puedo dejar de recordaros que ese amor apasionado y heroico por la Iglesia y por el Papa ha animado de manera permanente su existencia, creciendo cada día más. Amor que repetidamente le llevó a ofrecer al Señor su vida –«y mil vidas que tuviera»–, subrayaba, por la Esposa de Cristo y por el Romano Pontífice.
He presenciado como testigo directo el indecible sufrimiento que le causaba cualquier deslealtad con la Iglesia, doctrinal o disciplinar. El Padre sufría, y sufría: rezaba, trabajaba, se entregaba al apostolado, incluso más allá del límite de sus fuerzas. Su corazón se consumía y se volcaba en desagravio, en reparación generosa, en vigilancia y desvelo de doloroso amor, en oración porfiada, en atención sobre su pusillus grex y en dar doctrina a cuantos la quisieran escuchar, olvidándose en absoluto de sí mismo. No conocía tregua su trabajo, ni pausa su caminar, ni obstáculos su celo por las almas.
Estoy seguro de que Nuestro Señor ha aceptado este holocausto del Padre por la Iglesia. Tengo la convicción de que, desde el Cielo, intercederá poderosamente por todo el Pueblo de Dios y por sus Pastores para que, atentos al querer de Jesucristo, se hagan patentes la unidad en la fe y la unidad en la doctrina, de modo que haya verdaderamente un solo rebaño y un solo Pastor 51.
Con el paso de Monseñor Escrivá de Balaguer al Cielo ha terminado la etapa fundacional del Opus Dei, para dar comienzo a la etapa de la continuidad, de la fidelidad más plena a toda la herencia espiritual que el Padre nos ha transmitido –por voluntad divina–, entregando por nosotros su misma vida: porque no podemos dudar de que se ha ido a gozar eternamente del Señor, en medio de este quehacer de servicio a Dios, a la Iglesia, al Papa.
¿Qué hará ahora el Opus Dei?, me preguntaron algunos al publicarse el 15 de septiembre de 1975 mi elección como Presidente General. Y hube de contestar: seguir caminando, hacer lo que hemos hecho siempre, también desde que el Señor se llevó consigo a nuestro Fundador. Seguir caminando con el espíritu que nos ha dejado definitivamente establecido, inequívoco.
Permitidme que interrumpa por un momento el hilo de mi discurso para rogaros encarecidamente la ayuda vuestra. Me ha tocado suceder a un santo, y ser el comienzo de la etapa de la continuidad y de la fidelidad al espíritu del Fundador, vivida e impulsada actualmente también por quienes han gozado del don inmenso de conocerle, de escucharle, de tratarle, de sentirse hijos de sus desvelos concretos de buen pastor y de su cariño inmenso «de padre y de madre» como nos decía.
Sé, con la más confiada seguridad, que la asistencia divina no me faltará nunca, pero yo debo corresponder, y por eso os pido la fortaleza de vuestras oraciones. Encomendadme al Señor, para que, con su gracia, sea bueno y fiel. Si el Padre, siendo un santo, reclamaba continuamente oraciones, insistiendo en que rezáramos por él, figuraos la cantidad de oraciones que necesito yo, que de santo no tengo nada.
Necesito añadir también algo que siento muy hondamente: guardo en mi alma la profunda convicción de que ahora el Padre dirige y gobierna la Obra desde el Cielo. A su intercesión acudo de modo constante, para realizar fidelísimamente la misión de sucederle, que me ha correspondido. Un profundo convencimiento me llena de paz, al ver mi poquedad y al contemplar mi responsabilidad: el Padre sigue conduciendo la Obra desde el Cielo. Yo aquí no deseo ser más que el instrumento leal de su corazón vigilante.
Quisiera que estos trazos de la íntima historia del obrar de Dios en el alma del Padre, que os acabo de exponer, sirvieran para cumplir mi deber filial de dar testimonio de su absoluta fidelidad al querer de Dios, que de ninguna manera puedo silenciar. Antes de hablaros de la proyección de su figura en la Iglesia y en el mundo, me permito insistir en dos puntos: en primer lugar, la realidad que el Padre subrayaba antes que cualquier otra: «que en la fundación del Opus Dei, todo lo ha hecho Dios». Al mismo tiempo, deseo señalar que la correspondencia generosa del Padre a la acción divina es virtud heroica, santidad personal. Sus hijos sabemos bien que sólo siguiendo ese camino, buscando humildemente la santidad, seremos fieles continuadores de la tarea divina que el Señor ha puesto en nuestras manos.
Evidentemente, en una consideración que pudiéramos llamar «histórica», la figura del Padre ha alcanzado ya una grandiosa proyección en la Iglesia y en el mundo –y la alcanzará en mayor medida con el paso del tiempo–, por la permanente fecundidad de su doctrina, por la hondura y extensión extraordinaria de su tarea apostólica y por el testimonio luminoso y vivo de sus virtudes personales.
Estas verdades sólo se comprenden cuando se tiene en cuenta la acción de Dios, que mantiene siempre viva y operante la riqueza inextinguible del mensaje cristiano y en cada momento, Spiritus ubi vult spirat 52, suscita en su Iglesia realidades de gracia y santidad.
La acción vivificadora del Paráclito aparece palpable en el mensaje espiritual de Monseñor Escrivá de Balaguer. Después de un paréntesis de siglos –inexplicable, por ser muy prolongado– en el que esta doctrina sonaba a cosa nueva, Dios ha suscitado por medio del Padre un nuevo y viejo espíritu evangélico, para que todos los cristianos descubramos el valor santificante y santificador de la vida ordinaria –del trabajo profesional–, y la profunda eficacia de la doctrina propagada a través del ejemplo y de la amistad.
Muchos aspectos de esta gran aportación a la vida cristiana se han incorporado ya al patrimonio espiritual de nuestro tiempo. Verdaderamente, y así lo han reconocido eminentes protagonistas del Vaticano II, Monseñor Escrivá de Balaguer fue precursor en importantes aspectos doctrinales del último Concilio Ecuménico.
El reconocimiento de estos providenciales aciertos precursores no agota, ni mucho menos, el influjo y la trascendencia de la figura de Monseñor Escrivá de Balaguer en la vida de la Iglesia universal. Muy importante es que, desde esa Suprema Asamblea, se haya ratificado de modo solemne la doctrina que el Señor quiso suscitar en el mundo con el Opus Dei, actuada a través del Padre.
Pero la alegría de este reconocimiento, manifestado por tantos Padres que participaron en el Concilio, no ha supuesto la coronación de una tarea. Yo lo he entendido como la demostración práctica de esa continuidad de la Iglesia en los siglos, que se verifica a través de la perennidad del Magisterio Solemne, que mantiene intacto, íntegro, con creciente manifestación de su riqueza, el Mensaje de salvación que nos trajo y consumó Jesucristo, Señor Nuestro.
Debería alargarme excesivamente, para analizar esa fidelidad del Padre, cuando sus pasos se consideraban prematuros, fuera del tiempo, excesivamente anticipados. No me resulta posible, por la limitación que impone el desarrollo familiar de este acto académico. Pero si necesito referirme a que el Padre ha sido un hombre, un sacerdote de fe heroicamente valiente: supo afirmar con vigor, y supo decir que no decididamente. Se adhirió lealmente a la verdad de Cristo, custodiada y explicada con autoridad por la sagrada Jerarquía, y la proclamó con espíritu de obediencia interna y externa, sin concederse descanso alguno; y se opuso –aun a costa de su honra– a cualquier concesión ante el error, sin querer hacerse cómplice de silencios que desorientan a las almas. Fue amigo de la bondad, de la comprensión, de la caridad; y no se dejó arrastrar por la bondadosidad, careta de las tristes condescendencias.
Quizá estemos todavía muy dentro del momento que vivimos, para contemplar con todo su relieve la trascendencia de esa voz y de esa conducta del Padre, en una época de fáciles conformismos. Pienso que se descubrirá, cada vez con mayor intensidad, este servicio imponente que el Padre ha prestado a las actuales y sucesivas generaciones, con una actualidad que nunca decaerá.
Esta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad –la plenitud de la vida cristiana– es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin limites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes.
Promovió el Señor el Opus Dei cuando escaseaba, incluso en países de vieja historia cristiana, la frecuencia de sacramentos por parte del pueblo; cuando vastos estratos del laicado parecían adormilados, como si se hubiera desvanecido su fe operativa. El Padre se gozaría en manifestar la acción de Dios al comentar: «la Obra, callada y modesta, pero palpitando de espíritu divino, fue instrumento del Señor: Dios quiso despertar a los homines dormientes, utilizando sus mismas voces. Y estos hombres de la calle dirían a los demás –al compañero de trabajo, al hermano o a los hijos, al discípulo o al maestro– hora est iam nos de somno surgere (Rom. XIII, 11): ya es tiempo de despertar; in novitate vitae ambulemus (Rom. VI, 4): caminemos con una nueva vida» 53.
Así se ha desarrollado toda la existencia del Padre: con un afán apostólico continuo que movía a todos, urgiéndoles con el querer de Jesús Señor Nuestro, a proclamar en millares de formas ese mensaje, «viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo», como le gustaba repetir; porque nada más evangélico y, por tanto, más nuevo que hacer presente a la conciencia de todos la llamada a la santidad.
Con ardiente celo predicará esta doctrina, incansablemente, con un auténtico «don de lenguas», que le permitirá exponerla de mil formas y, siempre, con atrayente diafanidad.
«La santidad no es cosa de privilegiados», dirá. A todos llama Dios, para todos expresa una voluntad concreta de santidad y de corredención, en la que El tiene la iniciativa.
La santidad aparece como algo no reservado exclusivamente a sacerdotes y religiosos. El Señor quiere, para la generalidad de los hombres, que cada uno, en las circunstancias concretas de su propia condición en el mundo, procure ser santo: haec est enim voluntas Dei, santificatio vestra 54; ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. La llamada de Dios no ha de ser necesariamente un requerimiento para apartarse del mundo –no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal 55-; para abandonar aquellas realidades temporales en las que una determinada criatura se encuentra inmersa. Esa llamada reclama, eso sí, estar presente de un modo nuevo, porque con esa luz de Dios las distintas ocupaciones temporales se convierten para el cristiano en medio de santificación y de apostolado. El Padre explicará: «a nosotros, hijos míos, el Señor nos pide sólo el silencio interior –acallar las voces del egoísmo del hombre viejo–, no el silencio del mundo: porque el mundo no puede ni debe callar para nosotros» 56.
Esta santidad que Dios reclama de los que no nos apartamos del mundo es plenitud de la vida cristiana. No es una santidad de segunda categoría, aunque muchas veces será santidad escondida –sin brillo externo–, conseguida día a día con auténtico heroísmo. Desde 1928, el Padre comprendió con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo del paso de Jesús por esta tierra, y muy especialmente de su trabajo corriente entre los hombres. El Señor ha dispuesto que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y normal, porque esos años ocultos del Redentor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los que vendrían después, hasta su muerte en la Cruz: los de su vida pública. Jesús, creciendo y actuando como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, adquiere un sentido divino.
Por eso el Padre insistirá en condenar la «locura de salirse de su sitio» y aconsejará, en cambio, a las almas que no tengan la vocación propia de los religiosos –a los que profundamente veneraba–, a procurar el encuentro con el Señor precisamente en el camino en el que Dios ha colocado a cada una: «tenemos que convertir en servicio de Dios nuestra vida entera: el trabajo y el descanso, el llanto y la sonrisa. En la besana, en el taller, en el estudio, en la actuación pública, debemos permanecer fieles al medio habitual de vida; convertirlo todo en instrumento de santificación y en ejemplo apostólico» 57. Enseñará que hay que dejarse de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que –con un juego de palabras– solía calificar de mística ojalatera: «¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esa profesión, ojalá tuviera más salud, o menos años o más tiempo!» 58.
Frente a esos ensueños engañosos contrasta su profundo realismo, que se revela en una constante insistencia acerca de la categoría importantísima de las cosas pequeñas, como sendero seguro de los cristianos corrientes para acercarse a Dios. El Padre, desde los inicios de su predicación, hizo meditar aquellas palabras del Eclesiástico: qui spernit modica, paulatim decidet 59, que le empujarán a concluir: «has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas» 60. Uno de los rasgos capitales de su espíritu era precisamente ese maravilloso engarce de los más grandes ideales –en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto– con el amor a lo pequeño; a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor.
Otra de las fundamentales enseñanzas del santo Fundador del Opus Dei es que el trabajo humano puede y debe ordenarse, en la conducta del cristiano, a realizar el plan de Dios. Multitud de veces ha recordado que la vocación humana –ese conjunto de particulares circunstancias: profesión, aspiraciones nobles, inclinaciones generosas, que configuran el quehacer de cada persona– es parte de la vocación divina.
Su fundamental afirmación de que toda ocupación honesta puede ser santificante y santificadora sonó a novedad, especialmente en los comienzos de su tarea. Se oponía irremediablemente a esa doctrina, la estimación del trabajo, habitual durante siglos, como cosa vil e incluso como un estorbo para la santificación de los hombres.
«El trabajo –leemos en una de sus homilías– acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.
»Es hora de que los cristianos digamos bien alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.
»Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Genes. I, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora» 61.
Su enseñanza nos ayuda a descubrir cómo cualquier labor, por humilde que sea, si se hace bien y por un motivo sobrenatural, se enaltece. De este modo –junto al enorme valor humano y social del trabajo–, pone de manifiesto su acción instrumental en la economía de la Redención.
Predicó incesantemente que el cristiano ha de ocuparse de su trabajo sabiendo que Dios lo contempla: laborem manuum mearum respexit Deus 62. Ha de ser la suya, por tanto, tarea santa y digna de El: acabada hasta el detalle –realizada con competencia técnica y profesional–, y llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia. Con estas condiciones, su trabajo profesional aparecerá como algo recto y santo, de paso que, también por este título de ofrecimiento al Creador, será oración.
El Padre explicaba que el milagro que espera el Señor de los cristianos es la santificación del quehacer de cada día, el prodigio de convertir la prosa diaria, en endecasílabo, en verso heroico, por el amor que ponen en su ocupación habitual: «unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres» 63.
En el mensaje espiritual de Monseñor Escrivá de Balaguer, el trabajo humano –esa noble actividad que el materialismo trata de convertir en barro que ciega a los hombres y les impide mirar al Cielo– se ha hecho colirio, para mirar a Dios, para hablar y amar al Señor, en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas.
Al pensar en ese panorama de la vida cristiana que cada alma está requerida a llevar a su plenitud, la exigencia apostólica no es algo externo o yuxtapuesto a la actividad cotidiana; aparece como un principio connatural, inscrito con divina delicadeza en la misma tarea corriente y ordinaria: «el cristiano –que vive en el mundo– realiza su apostolado con su vida toda, corriente y ordinaria, cuando mete el fermento de Cristo en los ambientes y estructuras en que se mueve; cuando, con la palabra y el ejemplo –con el testimonio– enciende una luz en el alma de sus amigos, de sus compañeros de profesión y oficio, de sus vecinos; cuando santifica su hogar y no ciega las fuentes de la vida, colaborando generosamente con el Señor, para que haya en la tierra nuevos hijos de Dios» 64.
Recuerdo con especial viveza unos vibrantes consejos del Padre, con los que nos animaba a esa actuación apostólica, ya que con el ejemplo y la palabra los cristianos pueden y deben remover a las almas que el Señor coloca en su camino: «actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?
San Juan conserva en su Evangelio una frase maravillosa de la Virgen, en (…) las bodas de Caná. Nos narra el evangelista que, dirigiéndose a los sirvientes, María les dijo: haced lo que El os dirá (Ioann. II, 5). De eso se trata; de llevar a las almas a que se sitúen frente a Jesús y le pregunten: Domine, quid me vis facere?, Señor, ¿qué quieres que yo haga? (Act. IX, 6)» 65.
El apostolado que nace de ese fuego divino del amor de Dios se entrelaza así, en «una unidad de vida sencilla y fuerte», con el trabajo y las ocupaciones ordinarias. Es, por su misma naturaleza, laical y secular, y desde luego, siempre actual, moderno y necesario, pues, mientras haya criaturas sobre la tierra, los hombres y las mujeres se ocuparán de una determinada profesión u oficio.
Cuando las almas corresponden generosamente a las mociones de Dios, el trato con El les conduce a la unidad de vida, y se sienten impulsadas a «meter a Dios en todas las cosas, que, sin El, nos resultan insípidas (…).
»Una persona piadosa (…), con piedad sin beatería, procura cumplir su deber: la devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada día (…) hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano.
»El trabajo profesional, las relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr –codo a codo con nuestros conciudadanos– el bien y el progreso de la sociedad son (…) frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de nuestra alma» 66.
Toda esta pedagogía tiene la sencillez, la lozanía, de lo que es de Dios, pero muestra una concepción del apostolado que no era fácil de asimilar en aquellos momentos en los que el Padre iniciaba su labor. Su modo de proceder no dejaba de causar admiración porque «el apostolado se concebía –son palabras suyas– como una acción diferente –distinguida– de las acciones normales de la vida corriente: métodos, organizaciones, propagandas, que se incrustaban en las obligaciones familiares y profesionales del cristiano –en ocasiones, impidiéndole cumplirlas con perfección– y que constituían un mundo aparte, sin fundirse ni entretejerse con el resto de su existencia» 67.
Por otra parte, eran tiempos aquellos en los que tampoco se aceptaba la autonomía de esa acción apostólica de los laicos que, naciendo de la propia vida interior, se manifiesta en las circunstancias específicas de cada alma. En 1932 escribía el Padre: «hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación del apostolado jerárquico: a ellos (…) les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica sino porque son parte de la Iglesia; esa misión –repito– la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos» 68.
Precisamente con ese afán apostólico personalísimo, los fieles corrientes prestarán a la Iglesia un servicio de valor incalculable, porque ese celo nace –sigo recogiendo textos del Padre– «cuando el cristiano comprende y vive la catolicidad de la Iglesia, cuando advierte la urgencia de anunciar la nueva de salvación a todas las criaturas, sabe que ha de hacerse todo para todos, para salvarlos a todos (I Cor. IX, 22)» 69.
Verdaderamente, con este mensaje espiritual todas las profesiones, todas las situaciones sociales honradas han quedado removidas como las aguas de la piscina Probática, que menciona el Evangelio 70, y han adquirido fuerza medicinal, porque se hace así presente a todos los cristianos la necesidad del apostolado, la obligación de ayudar a otros, que por sí mismos no se valen, a arrojarse sin miedo a las aguas que sanan.
Con esta perspectiva se nos recuerda a los cristianos que, mientras en la tierra abundan manantiales amargos agriados por los sembradores del odio, hasta en las piedras más áridas e insospechadas brotarán –si somos fieles y apostólicos– torrentes medicinales: el caudal de agua de la gracia que salta hasta la vida eterna 71.
Ante la riqueza de esta doctrina del Padre, que acabamos de evocar, podemos preguntarnos: ¿cuál es la convicción básica, la persuasión honda, raíz de todo su mensaje espiritual, que el Espíritu Santo imprimió en su corazón?
Como hijo de tan buen Padre, me gusta repetirlo, gritándolo a la entera Humanidad: la necesidad de buscar la santidad personal en medio del mundo. Una convicción profunda que tiene, y tendrá siempre, perenne actualidad. La obligación de todos los cristianos de luchar para procurar ser santos y convertir su vida entera en un continuo apostolado.
Este fue el «secreto a voces» que el Padre descubrió a millares de almas. ¿No os conmueve el celo santo de aquel punto de Camino?
«Un secreto. –Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.
»–Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. –Después… "pax Christi in regno Christi" –la paz de Cristo en el reino de Cristo» 72.
El Señor –que había puesto, grabada a fuego en el corazón del Padre, esa honda persuasión, ese «secreto»– le impulsaba a ventilarlo por el mundo, de polo a polo, a propagarlo de corazón a corazón, en una incesante catequesis oral y escrita, hasta transformarlo en un grito encendido en «secreto a voces», proclamado con fe vibrante y operativa, con fe conmovedora, capaz de arrastrar a tantas almas en el seguimiento de Cristo.
Este «secreto a voces» es, en definitiva, el mensaje que Dios le pedía que transmitiera a la Humanidad: «ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?, fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? (Luc. XII, 49). Nos hemos asomado un poco al fuego del Amor de Dios; dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad» 73. La consecuencia inmediata de propagar el fuego divino en la sociedad, será contribuir a resolver esas crisis mundiales en sus mismas raíces, es decir, cristianamente: «un cristiano que viva unido al corazón de Jesús no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su Reino» 74.
Basta reflexionar un poco, para descubrir el alcance imponente que encierra esta llamada a las conciencias. Nos demuestra sin lugar a dudas que sólo podemos ser verdaderos artífices de la paz, si de verdad luchamos para tenerla cada uno con Dios. Se pone al hombre, al cristiano, ante la urgencia de decidirse a dar a su vida un rumbo que no traicione su origen –de Dios venimos–, ni deserte de su fin último: a Dios hemos de volver.
El homenaje que, con cariño filial y con el mayor agradecimiento, rendimos hoy al Fundador y primer Gran Canciller de nuestra Universidad es un acto de estricta justicia.
En más de una ocasión nos señaló el Padre que la vida y la eficacia de este Centro universitario se debe principalmente a la dedicación, a la ilusión y al esfuerzo de todos los que colaboran en la tarea ordinaria de la colectividad académica: profesores, alumnos, empleados y cuantos trabajan en la Universidad. Sentía especial alegría al explicarnos que la Universidad de Navarra surgió en 1952, después de rezar durante años. Y en su última estancia entre vosotros, en mayo de 1974, le oísteis comentar: «al principio, cuando la Universidad de Navarra estaba en sus comienzos, decía: mi corazón irá a la Universidad, en un rincón. Pero no hace falta que lo diga: yo siempre tengo el corazón pegado a vosotros. ¡Tratádmelo bien!, procurando que sea bueno, rezando por mí» 75. El Padre sí que rezaba constantemente por vosotros y por vuestro trabajo, porque tenía puesto su corazón en la Universidad, a la que amaba con amor de predilección.
Por eso, repito, el homenaje que hoy le tributamos es un acto de justicia. No puede quedarse en un caluroso elogio o en un recuerdo pasajero: el Padre no estaría contento. Nuestro agradecimiento por haber promovido este Centro académico y por haberlo impulsado en su andadura durante casi un cuarto de siglo, ha de manifestarse con obras. Sin duda, nos mira ahora desde el Cielo con mirada paternal amabilísima. Su ejemplo nos alienta y nos incita a luchar con ardor y a ser fieles a lo que Dios, a todos y a cada uno en particular, nos sugiere a través de la figura de nuestro Padre.
Permitidme que evoque algunas de las recomendaciones con que el Padre os estimulaba, hace algo más de dos años, a mejorar siempre en vuestro trabajo: «poned mucho amor –insistía–, y veréis de qué manera esta familia de la Universidad se hace cada día levadura para una hornada maravillosa: de almas, de felicidad en la vida eterna, pero también en la tierra. ¡Con dolor! Sin miedo al sufrimiento, que es un tesoro» 76.
No cabe exponer, con mayor brevedad y justeza, el espíritu vivificador de esta institución universitaria, imprescindible para que broten frutos sazonados. Es un espíritu exigente y de perfiles bien marcados, cuando los universitarios se inspiran en una concepción cristiana de la vida.
«Hemos de conducirnos de tal manera –nos exhorta el Padre en una de sus homilías–, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama» 77.
Con esta exigencia de humana fraternidad, cuantos forman parte de la corporación académica se constituyen en familia, en fermento que influye de modo especial, con influencia poderosa y benéfica, en el propio ambiente universitario, donde se cultivan el ejercicio simultáneo de la libertad y de la responsabilidad personales, y la virtud de la convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo. El influjo del Alma Mater –si ha formado a los estudiantes en esa mentalidad de servicio– se traducirá en una gran ayuda para la sociedad, a través del trabajo de los universitarios, que contribuirán a una siembra de paz, con la promoción del amor a la verdad, a la justicia y a la libertad.
Nuestro Fundador os decía, en ocasión solemne, que «no hay Universidad propiamente en las Escuelas donde, a la transmisión de los saberes, no se una la formación enteriza de las personalidades jóvenes» 78. No basta proporcionar a los alumnos la necesaria preparación humana, científica y profesional. Esto es mucho, pero es poco cuando se mira la tarea universitaria –en su doble faceta de docencia y de investigación científica– desde el punto de vista cristiano.
Por eso el Padre os animaba con palabras que recordaréis muchos de los Profesores aquí presentes: «emulación, conviene que haya, para que cada día seáis más delicados, más cristianos; no sólo más sabios, no sólo más maestros, sino más discípulos de Cristo» 79.
Se trata, en suma, de poner por obra –renovar el alma con la luz de esta doctrina y sacar propósitos personales muy concretos– la constante enseñanza de nuestro santo Fundador sobre las exigencias de la unidad de vida:
«Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si El ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe –aunque sea con un duro trabajo– desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: ego sum veritas (Ioann XIV, 6). Yo soy la Verdad.
»El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. La luz de los seguidores de Jesucristo no ha de estar en el fondo del valle, sino en la cumbre de la montaña, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el Cielo (Matth. V, 16).
»Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración, y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte» 80.
Trabajar con este ambicioso horizonte de servicio cristiano es lo que el Padre deseaba siempre para nosotros. La sociedad y la Iglesia necesitan –y con vital urgencia, diría– de esta dimensión seriamente cristiana del quehacer universitario. Aunque cada uno sienta su flaqueza personal, puede estar seguro de que este ideal no es una meta inasequible, porque siempre contamos con la gracia de Dios y ahora, cuando la Universidad tiene ya su cabeza en el Cielo, hemos de trabajar con la seguridad de que esos tesoros de la ayuda divina se derramarán más abundantemente sobre vosotros.
Sabéis que la gran esperanza del Padre era –como tantas veces repetía– «saltarse a la torera» el Purgatorio: y para eso pedía nuestra ayuda. En una ocasión le oí comentar: «pienso que no será necesario que me digan: Josemaría, al Purgatorio. Me iré en seguida, con el deseo grande de salir cuanto antes para gozar eternamente del Amor de Dios en el Cielo» 81. Ante las protestas cariñosas de los que le escuchábamos, respondió: «si rezáis mucho, todos, el Señor, que puede hacer de las piedras hijos de Abraham, podrá sacar de este borriquillo suyo un alma para el Paraíso» 82.
Allí vive, sin duda; ha alcanzado ya el encuentro definitivo con la Trinidad Beatísima, a la que le ha conducido el trato constante con la «trinidad de la tierra», como gustaba llamar a la Sagrada Familia.
Nos acompañaba aquí nuestro Fundador con su palabra, con su cariño, con su mirada inolvidable, con su sonrisa, con su fortaleza. Ahora ciertamente nos dirige, nos guía desde el Cielo lo mismo que antes, pero con más eficacia aún. Las luces humanas que antes recibíamos de sus desvelos, se unen con especial luminosidad a la asistencia del Paráclito, que como Maestro está de asiento en nuestras almas, para que demos cumplimiento a este espíritu de amor y de paz que nos ha entregado.
Cuantos le conocimos y tratamos, pudimos descubrir y apreciar en el Padre un don, con el que el Señor le había distinguido: una gracia especialísima que impulsaba a quienes le escuchaban a elevar hacia Dios la mirada y el corazón –aun en los momentos más sencillos de la intimidad familiar–, porque introducía en la conversación, con la mayor naturalidad, la perspectiva sobrenatural que brota de la fe y de un vigoroso sentido cristiano de la vida.
Ahora que nuestro Padre nos mira desde el Cielo, vamos a pedirle que nos obtenga del Señor la decisión de alzar nuestros ojos para descubrir más intensamente aún la plena dimensión de nuestro trabajo: el compás divino, que lleva al orden sobrenatural todas las ocupaciones de este mundo, cada día con más Amor.
La Universidad de Navarra que tan dentro de su corazón estaba es fruto, lo sabemos, de la oración del Padre. Más de una vez oísteis de sus labios que los frutos que de la Universidad esperaba son también, y fundamentalmente, frutos de santidad.
En la respuesta cotidiana a Dios de nuestro santo Fundador, rebosante de amor y de generosidad, aprendimos que lo que el mundo necesita es, precisamente, este fermento de cristianos que caminen de cara a la eternidad, alumbrando con la luz de Dios todas las realidades de la tierra.
Para lograr esos frutos de santidad hemos de realizar una siembra incansable de amor, de verdad y de paz entre los hombres. Para perseverar en ese esfuerzo, nos sostiene ahora la eficacia de su paternal intercesión desde el Cielo. No es sólo el Fundador de la Universidad de Navarra, es también el gran valedor de nuestra tarea con su asiduo patrocinio ante la Trinidad Beatísima y ante nuestra Madre Santa María que es Sedes Sapientiae, Asiento de la Sabiduría, y que el Padre, con tanto cariño hacia sus hijos, quiso que nos presidiera desde lo alto del campus, para que a Ella dirigiéramos nuestras miradas y nuestros corazones y con Ella fuéramos a Dios.
Discurso del 26-VI-1985, durante el acto académico "in memoriam" celebrado en la Universidad de Navarra, con ocasión del décimo aniversario del fallecimiento del Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad
Dilectus Deo et hominibus, cuius memoria in benedictione est 1, fue amado de Dios y de los hombres, y su memoria es bendecida de generación en generación.
Excelentísimos Señores; queridísimos profesores, empleados y alumnos de la Universidad de Navarra, que participáis en este solemne Acto Académico en homenaje al Siervo de Dios Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, a quien Dios llamó a Sí hace ahora diez años:
Bien pueden aplicarse a nuestro Fundador y primer Gran Canciller de esta Universidad las palabras con que el escritor sagrado teje el elogio de Moisés, que fue guía de Israel durante más de cuarenta años, hasta llevar al pueblo elegido a los confines de la tierra prometida. Porque Dios, en su infinita misericordia, ha querido servirse también de su Siervo Josemaría para abrir, en un mundo secularizado y hostil a lo sobrenatural, los caminos de santidad en medio de los afanes terrenos, trazados por Cristo en el Evangelio, que la desidia e incuria de los hombres habían olvidado. Al conmemorar los primeros dos lustros de su tránsito al Cielo, cuando su recuerdo y su presencia son más vivos que nunca entre nosotros, esas palabras de la Sagrada Escritura –aplicables también a los grandes santos de todos los tiempos– me han parecido en su brevedad el mejor resumen de lo que querría deciros en esta circunstancia.
Mis ocupaciones en la Ciudad Eterna me impiden estar físicamente entre vosotros; pero puedo aseguraros que, en espíritu, hoy me encuentro particularmente presente en la queridísima Universidad de Navarra, participando de la común alegría de esta familia universitaria que es fruto en primer lugar –lo sabéis todos muy bien– de la oración, del sacrificio, del trabajo, de los desvelos de su Fundador. Como sucesor suyo en la suprema dirección de este Alma Mater, mis esfuerzos tienden a un solo objetivo: fortalecer, impulsar, hacer que se sigan llevando a la práctica todos los ideales que Monseñor Escrivá de Balaguer fomentaba en vosotros. No tengo otro mensaje que ofreceros, sino el de nuestro queridísimo Fundador, que deseaba hacer, de esta Universidad de Navarra, «un foco cultural de primer orden al servicio de nuestra Madre la Iglesia» 2. Y para eso, añadía, «queremos que aquí se formen hombres doctos con sentido cristiano de la vida; queremos que en este ambiente, propicio para la reflexión serena, se cultive la ciencia enraizada en los más sólidos principios y que su luz se proyecte por todos los caminos del saber» 3.
En todos los países, la universidad, con sus tareas docentes e investigadoras, con su aspiración a profundizar en las fuentes de la sabiduría y de la ciencia, es como la vanguardia de la sociedad civil: en aulas y laboratorios, en bibliotecas y hospitales, se fragua día a día un espíritu que puede ser cristiano –y llevar, por tanto, a los hombres por sendas que conducen a la vida eterna–, y puede ser, desgraciadamente, ajeno al mensaje de Cristo, con todas las funestas consecuencias que la historia –también la más reciente– ha puesto de relieve. De ahí la gran responsabilidad que recae sobre la institución universitaria.
«La universidad –os recordaré con palabras del Santo Padre Juan Pablo II– faltaría a su vocación si se cerrase al sentido de lo absoluto y trascendente, ya que limitaría arbitrariamente la investigación de toda la realidad o de la verdad, y terminaría por perjudicar al hombre mismo, cuya más alta aspiración es conocer lo verdadero, lo bueno, lo bello, y esperar un destino que le trasciende. Así, pues, la universidad debe convertirse en el testimonio de la verdad y de la justicia, al reflejar la conciencia moral de una nación» 4.
La Universidad de Navarra, siendo una iniciativa de carácter plenamente civil y, al mismo tiempo, íntegramente informada por el espíritu cristiano, no quiere ni puede eximirse de esta responsabilidad. Todo su quehacer desea estar informado por las enseñanzas de la Iglesia, de modo que «sean cuales fueren las vías de la investigación científica, las acompañe siempre el sentido de lo divino» 5. Debéis continuar, pues, trabajando con fe, con inteligencia, con tesón, para que la verdad eterna de Cristo embeba todo el pensamiento científico que nace en nuestra Universidad, respetando los principios y métodos propios de cada disciplina y su justa libertad; más aún, afirmando –como enseña el Concilio Vaticano II– «la legítima autonomía de la cultura humana, y especialmente de las ciencias» 6.
«La Universidad sabe que la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública» 7. Estas palabras de nuestro Fundador siguen teniendo plena actualidad. La institución universitaria se enfrenta hoy en todas partes con el urgente dilema de ser fiel a sus raíces humanas y cristianas, o dejarse llevar por la corriente materialista y atea que parece inundar el mundo entero. Nos encontramos, verdaderamente, en una de esas «situaciones incómodas» –en bastantes aspectos muy semejante a la que les tocó vivir a los primeros cristianos–, porque no está de moda propagar y defender una visión cristiana del hombre y del cosmos. Y esto, en todos los campos del saber: de la medicina a la filosofía, de la economía a la genética, del derecho a la sociología o a la arquitectura.
¿Qué nos diría nuestro Fundador en estas circunstancias? Lo está repitiendo ahora en el fondo de nuestros corazones, donde el Señor le permite actuar incansablemente: «la Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres» 8; menos aún una Universidad como la de Navarra, imbuida del espíritu cristiano, y que se precia de ser heredera de las mejores tradiciones universitarias: aquéllas que hicieron posible la extraordinaria floración de cultura y de saber que, por siglos, transformaron Europa en un foco de civilización y de cultura, y que luego, transplantadas al Nuevo Mundo –nos preparamos para el quinto centenario de esta gran epopeya–, sirvió de vehículo al espíritu y al mensaje de Cristo.
Urgido por los mismos ardientes deseos de Monseñor Escrivá de Balaguer, que siempre llevó las tareas universitarias en lo más hondo de su corazón sacerdotal, también yo quiero repetiros que vuestro trabajo no será vano delante del Señor 9. Aplicad todas las fuerzas de vuestra inteligencia y de vuestra voluntad a la gran tarea que tenéis entre manos, con plena fidelidad a la vocación cristiana y firmemente persuadidos de que el Señor «ayuda a la inteligencia humana en esas investigaciones que necesariamente tienen que llevar a Dios, porque contribuyen –si son verdaderamente científicas– a acercarnos al Creador» 10.
Llenos, pues, de confianza en la ayuda divina, trabajad cada día con ahínco en los quehaceres propios de la Universidad, con el afán –no por vanagloria, sino por servir mejor a Dios, a la Iglesia y a todos los hombres– de ir a la vanguardia de las manifestaciones culturales y científicas, enseñando con el ejemplo y con la palabra –con vuestra vida, con vuestras publicaciones, con vuestros logros en favor de los hombres y de la sociedad– que no cabe verdadero progreso humano a espaldas de la fe y de la moral cristianas. Haced sentir vuestra voz –avalada por la seriedad de vuestro empeño y de vuestra preparación científica– para la resolución de los graves problemas de orden intelectual y ético que la sociedad tiene planteados en casi todos los países. Como os decía hace años Monseñor Escrivá de Balaguer, «no es misión suya (de la Universidad) ofrecer soluciones inmediatas. Pero al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa» 11.
Haréis posible este ambicioso programa, que nuestro Fundador y primer Gran Canciller nos recuerda hoy a todos, si no olvidáis la afirmación fundamental que está en la base de toda su enseñanza: que todos –profesores y alumnos, empleados y personas encargadas de la limpieza, ¡todos!– hemos de aspirar sinceramente a la santidad, con la ayuda de la gracia, no sólo cumpliendo a carta cabal nuestros deberes universitarios, sino precisamente en y a través del cumplimiento puntual de ese quehacer diario, realizado con la mayor perfección posible, y con el deseo de contribuir al progreso espiritual y material de la sociedad en que vivimos. Lo recordaba Monseñor Escrivá de Balaguer con frase gráfica, en una ocasión, al Profesor Ortiz de Landázuri, que tanto trabajó por la Universidad de Navarra hasta el mismo día en que el Señor lo llamó de este mundo. Decía don Eduardo a nuestro Fundador, mostrándole la Clínica Universitaria, fruto de tantas oraciones y de tantas fatigas: Padre, nos dijo que hiciéramos una Clínica, y aquí está. Y nuestro Fundador, recalcando gráficamente su enseñanza de siempre, le respondió con cariño: lo que os he dicho es que seáis santos.
Esta es la petición que nos vuelve a hacer hoy a todos, la que yo –en su nombre– me recuerdo y os recuerdo. Que encontréis a Dios entre los instrumentos del laboratorio y de la limpieza, entre los libros y los ficheros, en los enfermos que atendéis y en las personas con las que convivís. Esto es lo único verdaderamente necesario 12. Si, con la ayuda divina, lo conseguís, vuestro trabajo será una labor llena, perfecta, agradable a Dios, que merecerá –como ya sucede– el reconocimiento y la colaboración de innumerables personas, que se dan cuenta del servicio innegable que la Universidad de Navarra presta a la sociedad entera.
Para que sigáis recorriendo, cada día con más garbo, las sendas trazadas por nuestro amadísimo Fundador y primer Gran Canciller, os envío mi bendición de sacerdote, a la vez que os pongo, una vez más, bajo el patrocinio de la que es Sedes Sapientiae y Madre del Amor Hermoso, que –desde su ermita en el campus– preside y alienta vuestra vida y vuestro trabajo.
Artículo publicado en la revista "Palabra", con ocasión del primer aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei (Madrid, junio 1976)
Contaba el Fundador del Opus Dei, en una homilía pronunciada en 1963: «Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó enseguida por teléfono para decirme: ¡Rallegramenti! ¡Felicidades! Al escuchar ese anuncio pensé enseguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad» 1.
Por deseo de los Romanos Pontífices Juan XXIII y Pablo VI, tuve que trabajar en la fase antepreparatoria del Concilio como Presidente de la Comisión sobre seglares y, durante el Concilio, como Secretario de la Comisión sobre la disciplina del clero y del pueblo cristiano y como perito de otras cuatro Comisiones, que trataron también temas doctrinales y disciplinares de primordial importancia dentro de la amplia problemática del Vaticano II. En las últimas sesiones conciliares, mientras se recogían los resultados concretos de los trabajos en esas distintas Comisiones, me vino muchas veces a la cabeza el pequeño pero significativo episodio de esa llamada telefónica, que yo conocía. ¡En cuántas ocasiones, durante la aprobación de los documentos del Concilio, hubiese sido de justicia hablar con el Fundador del Opus Dei y repetirle: ¡Felicidades, porque lo que tiene en su alma, lo que ha enseñado incansablemente desde 1928, ha sido proclamado, con toda solemnidad, por el Magisterio de la Iglesia!
Vuelvo ahora con la memoria y con el corazón a aquellos momentos del Concilio, y recuerdo que dos cosas, sobre todo, me hacían repetir al Señor: Gratias tibi, Deus, gratias tibi! La primera, una viva evocación de treinta años antes. Estudiaba entonces ingeniería y, por gracia de Dios, recibí la vocación al Opus Dei, alentado por la oración, por la mortificación y por el ejemplo de su Fundador. En aquellos tiempos, me empujó a ese enfrentamiento con mi conciencia –que dio un nuevo rumbo a mi vida de cristiano en medio de la calle, sin cambiar de estado– y me causó un gran impacto oir de sus labios o leer afirmaciones tan sencillas y tan grandes, como ésta: «Hemos venido a decir con la humildad de quién se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Luc. V, 8), exclamamos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio» 2. Y en Camino, el libro de espiritualidad editado por primera vez en 1939, ampliando el precedente Consideraciones espirituaies de 1934, se remachaba con inequívoca convicción: «Tienes obligación de santificarte. Tú también ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto"» 3.
Era la doctrina sobre la llamada universal a la santidad, entrañablemente sentida por el Fundador del Opus Dei y continuamente repetida, aun a costa quizás, y sin quizás, de no ser bien entendido por tantos que se movían con una visión estrecha –algunos la han calificado de monopolista– de la plenitud de la vida cristiana: «Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados. Hemos venido a decir que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas» 4.
Con el transcurso del tiempo, por la generosidad del Fundador del Opus Dei, por su correspondencia fiel a la gracia divina, esas enseñanzas se habían difundido rápidamente por el mundo entero (sólo de Camino habían sido ya publicadas, en 1965, 77 ediciones en 12 idiomas, con más de dos millones de ejemplares), y sobre todo eran ya verdades profundamente arraigadas en la vida cotidiana de centenares de miles de cristianos, miembros del Opus Dei o personas en contacto habitual con las actividades formativas de la Obra.
Bien se puede asegurar que en el Concilio se pisaba sobre seguro cuando la Constitución dogmática Lumen gentium señalaba: «Es plenamente evidente que todos los fieles, cualquiera que sea su estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» 5. «Por tanto, todos los fieles se santificarán más cada día dentro de su propia condición de vida, oficio y circunstancias» 6. «Todos los fieles están invitados y obligados a buscar la santidad y la perfección dentro de su propio estado» 7.
Es evidente la perfecta correspondencia entre la doctrina de Monseñor Escrivá de Balaguer –en éste como en tantos otros puntos– y la de los documentos conciliares. Y soy testigo de que por la mente del Fundador del Opus Dei jamás pasó la idea de un reconocimiento que en justicia merecía –y que han puesto ya de manifiesto mucha eminentes personalidades de la Iglesia 8–, como una de la grandes figuras precursoras del Concilio Vaticano II.
Su incansable celo sacerdotal, actuando a través de una riquísima personalidad sobrenatural y humana –profundamente amable y comunicativa–, le llevaron a lo largo de más de cincuenta años de sacerdocio a tratar a centenares de miles de personas, de toda edad y condición, que buscaban su consejo y su ayuda espiritual. Desde que comenzó la fundación del Opus Dei, recibía incansablemente a la gente, de modo privado o en grupos, a veces necesariamente numerosos, durante sus viajes de «catequesis» –así se refería a su trabajo–, en casi todas las naciones de Europa y América. Otras veces –y fue ésta una característica constante de su vida diaria–, se le acercaban no católicos y no cristianos, que venían de los más distintos lugares del mundo a encontrarlo en Roma, su habitual lugar de residencia desde 1946. «No puedo negarme», repetía procurando al mismo tiempo y con notables sacrificios que esa labor sacerdotal directa no perjudicase en nada la otra labor sacerdotal «directísima» del gobierno de la Obra, porque descubría siempre en su tarea, la del momento, el deber de corredimir, de ver almas.
Cuento esto, porque entre las numerosísimas amistades de Monseñor Escrivá de Balaguer muchos eran obispos de muchas naciones –Padres conciliares en los años del Vaticano II–, que se beneficiaron del calor de su cariño sacerdotal inmediato y cordialísimo, leal, y de la luz de una profunda vida interior y de una experiencia pastoral vastísima. ¡En cuántas ocasiones –me consta porque yo presenciaba esos cambios de impresión– esa vida y esa experiencia han servido para iluminar graves problemas doctrinales y disciplinares, a la vez que se respetaba con delicadeza la debida reserva en los trabajos del Concilio!
Pero esta inmensa capacidad sacerdotal de darse –«no puedo negarme»–, iba siempre acompañada del empeño por ocultarse y desaparecer, por evitar cuidadosamente cualquiera de las múltiples formas que –incluso en el apostolado– pueden revestir las sutiles tentaciones de la afirmación personal. En 1934 escribió: «¿Brillar como una estrella…. ansia de altura y de lumbre encendida en el cielo? Mejor: quemar, como una antorcha, escondido, pegando fuego a todo lo que tocas. Este es tu apostolado: para eso estás en la tierra» 9. Muchos años después. en 1975, cuando se cumplió el tiempo de sus bodas de oro sacerdotales, nos pedía a sus hijos: «No quiero que se prepare ninguna solemnidad, porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca» 10. No sé silenciar que el corazón se me ha llenado de gozo, con ese sereno dolor que da la fe cuando hemos de separarnos físicamente de las personas que amamos, al releer, en notas muy antiguas del Fundador del Opus Dei, marcadas con trazos rápidos y bien definidos, esa misma intención, con las mismas palabras: «ocultarme y desaparecer».
El Concilio Vaticano II se clausuró hace más de un decenio y ha entrado a formar parte de la historia. Monseñor Escrivá de Balaguer vive ahora en la Patria del Cielo y, a pesar de su deseo, ya no le es posible esconderse, porque no se puede ocultar la ciudad edificada sobre el monte 11. Aunque serán necesarios extensos y detenidos estudios para exponer toda la riqueza doctrinal, teórica y práctica, que el Fundador del Opus Dei ha insertado en el cuerpo vivo de la Iglesia, considero oportuno mencionar aquí –aunque sea brevemente– algunos temas, porque es glorioso pregonar las obras de Dios 12, que el Señor ha operado sirviéndose de un instrumento bueno y fiel 13.
Si se pretendiese poner de relieve el eje del pensamiento y de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, habría que destacar en primer lugar la concepción de la Iglesia como «un pueblo que obtiene su unidad a partir de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» 14, según una expresión de San Cipriano, que recoge la Constitución Lumen gentium. Ese pueblo unido, el Cuerpo Místico de Cristo, prolonga en la tierra, hasta el fin de los tiempos, la acción redentora y santificadora de la Cabeza, a través de todos los fieles cristianos, porque todos están llamados, cada uno en sus circunstancias específicas, a realizar la gran tarea de acercar los hombres a Dios: «Nuestro Señor Jesús, que el Padre santificó y envió al mundo (Ioann. X, 36), ha hecho partícipe a todo su Cuerpo Místico de aquella unción con la cual El ha sido ungido: en ese Cuerpo, en efecto, todos los fieles forman un sacerdocio santo y real» 15.
Monseñor Escrivá de Balaguer, al exponer desde los comienzos del Opus Dei esta doctrina sobre el sacerdocio común de los fieles, recordaba a los miembros de la Obra –seglares dedicados profesionalmente a las más diversas tareas y ocupaciones seculares– que, en forma perfectamente compatible con su mentalidad laical, la suya era un alma sacerdotal: «Si el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en una cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con El y con el Padre (cfr Ioann. XVII, 22). Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos estar con Jesús, entre Dios y los hombres» 16. «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (I Petr. II, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre» 17. De ahí la responsabilidad apostólica del alma sacerdotal, que siente la urgencia divina, bautismal, de corredimir con Cristo.
Ha recordado el Concilio: «Toda la actividad del Cuerpo Místico ordenada a este fin (la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra) se llama apostolado, que es ejercitado por la Iglesia mediante todos sus miembros, en modos naturalmente diversos; la vocación cristiana, en efecto, es ciertamente, por su misma naturaleza, vocación para el apostolado» 18. La misión de Cristo, que la Iglesia continúa, es –dentro del orden jerárquico que el sacerdocio ministerial establece y garantiza– una misión que, ratione Baptismi 19, corresponde a todos los fieles, miembros activos de un cuerpo vivo: «A cada discípulo de Cristo corresponde el deber de esparcir, en la medida que le sea posible, la fe» 20.
Esta vocación universal al apostolado, que en el alma sacerdotal está inseparablemente unida a la invitación universal a la santidad, fue también una urgencia constante en las enseñanzas de Monseñor Escrivá de Balaguer. Entendió siempre la responsabilidad apostólica de los seglares como un mandato divino –dinamismo de la gracia sacramental–, porque el mismo Cristo ha confiado a los bautizados el deber y el derecho de dedicarse al apostolado, sobre todo y primariamente, en y a través de las mismas circunstancias y estructuras seculares –no eclesiásticas–, en las que se desarrolla su vida cotidiana y ordinaria de ciudadanos y cristianos corrientes: «En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: "Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión… la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos"» 21.
Alma sacerdotal –alma deseosa de hacer fructificar en obras el sacerdocio espiritual recibido– es espíritu apostólico, afán de servicio, empeño en convertir las acciones más normales de cada día, las relaciones familiares y sociales, el trabajo profesional ordinario, en ocasión eficaz de un encuentro filial y continuo con Dios. «Porque Cristo –repetía nuevamente el Fundador del Opus Dei en su predicación por toda América Latina– está de paso siempre; de paso, con ánimo de quedarse» 22. Los cristianos vivimos con la obligación de comunicar a todas las gentes que Cristo está pasando continuamente a nuestro lado, para recorrer junto a cada uno nuestro mismo camino y –si le escuchamos– desea quedarse con nosotros, como aquella maravillosa tarde de Emaús.
Pienso ahora en una de las últimas delicadezas del Señor hacia su siervo Josemaría Escrivá de Balaguer: las postreras palabras que pronunció en público, dos horas antes de su paso al Cielo, trataron, como una confirmación de su continua predicación, de esa alma sacerdotal común a todos los cristianos. Fue en un Centro Universitario que la Sección de mujeres del Opus Dei dirige en Castelgandolfo. A las alumnas de veintiún países –de Australia a Polonia, de Filipinas a Kenia –el Padre les dijo: «Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo por aquí. Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis trabajar con esa alma sacerdotal; y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz» 23.
«Siendo propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los quehaceres seculares, están llamados por Dios para que, movidos por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo, obrando como obraría la levadura» 24. Estas consideraciones del Decreto Apostolicam actuositatem están estrechamente enlazadas con un texto de la Constitución Gaudium et spes en el que el Concilio, refiriéndose expresamente a «las labores ordinarias» de los hombres, afirma que los cristianos «pueden con razón pensar que con su trabajo están prolongando la obra del Creador, colaboran en el bienestar de los hermanos y contribuyen con su aportación personal a que se realicen en la historia los designios divinos» 25.
Monseñor Escrivá de Balaguer insistió, día tras día, en que el trabajo humano es una realidad santificable, santificante y santificadora. «Lo que he enseñado siempre –desde hace cuarenta años– es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei» 26.
Le gustaba ejemplificar esa verdad teológica cargada de contenido, presentándola con un lenguaje plástico, asequible a todos: «Llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» 27. Trabajar cara a Dios es un apostolado continuo y directísimo, porque de ese modo los cristianos pueden «hablar de las cosas divinas en el mismo lenguaje de los hombres (…). Ver a Dios desde el mismo ángulo secular y laical, desde el que ellos se plantean, o pueden plantearse, los problemas trascendentales de su vida» 28.
Oración, trabajo y apostolado se unen en la existencia ordinaria del cristiano y le han de mover a superar la tentación de «llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Qué no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios» 29. Estas palabras, pronunciadas en 1967, eran un eco más de otras que escribía ya en 1943: «hay que huir de ver falsamente, en la vida espiritual, sólo una merma de la libertad; en la formación doctrinal, un montón de fórmulas ininteligibles; en el apostolado, una especie de profesión superañadida, para las horas libres» 30. El Fundador del Opus Dei volvió a repetir en el seno de la Iglesia, desde 1928, la verdad «vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva» de que es factible santificarse y evangelizar, si se me permite la expresión, sobre el propio terreno. No puede haber, por eso, hiato o separación entre lo cristiano y lo humano, porque la historia no transcurre por un cauce distinto del de los designios salvadores de Dios.
Monseñor Escrivá de Balaguer presentó esa normalidad de la vida cristiana de un modo diáfano: «somos gente de la calle, cristianos corrientes, que ya es suficiente título» 31. Y muchos miles de hombres y de mujeres, de todas las razas y condiciones sociales, han experimentado, al asumir esta conciencia, la verdad de que estaban transitando por «los caminos divinos de la tierra». Sin espectáculo, sin alardes, sin clamores: como hombres y mujeres presentes en el mundo por derecho propio y, por vocación, nacidos a la vida de la gracia para santificar todas las realidades terrestres. «¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» 32.
El Concilio Vaticano II ha puesto de manifiesto que parte principal de la misión apostólica de los seglares es animar de espíritu cristiano los ambientes del mundo, para ordenar según el querer divino esos ámbitos de la sociedad (profesionales, sociales, económicos, etc.), con la convicción de que precisamente ahí, para dirigir todo a Cristo, se hallan implicados de manera inmediata y directa 33. Al mismo tiempo, el Concilio ha señalado que esa tarea deben realizarla los seglares con libertad y responsabilidad personal: es decir, con la conciencia bien formada, mediante el debido conocimiento de los principios de orden moral que la Jerarquía interpreta y enseña 34, pero sin que eso justifique nunca el que los seglares puedan considerarse o actuar en las múltiples cuestiones y problemas concretos del orden temporal como una especie de longa manus de la Jerarquía: «Corresponde a su conciencia, ya convenientemente formada, hacer que la Ley divina se inscriba en la vida de la ciudad terrena. Los laicos deben esperar de los sacerdotes luz y energía espiritual: y no piensen que los sagrados pastores son siempre tan peritos como para tener a mano la solución concreta de cualquier cuestión, incluso grave, que se plantee; ni crean los laicos que ésa es la misión de los sacerdotes: por el contrario, ilustrados por la sabiduría cristiana y con una delicada atención a la doctrina del Magisterio, han de asumir su propia responsabilidad» 35.
Por eso, no es extraño, sino lógico –porque la doctrina católica no crea dogmas en materias opinables– que, junto a la unidad en los principios morales, se dé también un legítimo pluralismo entre los seglares católicos respecto a sus libres actuaciones personales en materias de tipo profesional, social, político, etc. La línea conciliar en esta materia resulta ahora muy clara, pero no lo era tanto –todo lo contrario– en algunos ambientes de la vida civil y aún eclesiástica cuando, en 1932, Monseñor Escrivá de Balaguer escribía a los primeros miembros del Opus Dei: «Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos –está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo– que revela el deseo contrario a la lícita libertad de los hombres, que trata de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinas temporales» 36.
A este propósito ha recordado el Concilio: «Muchas veces la misma visión cristiana de las cosas inclinará a algunos laicos a una determinada solución en ciertas circunstancias, mientras otros, con no menor sinceridad –como sucede con frecuencia y, desde luego, legítimamente– pensarán de manera distinta sobre el mismo asunto. Y si las soluciones de unos u otros, aun independientemente de su voluntad, son puestas por muchos en relación con el mensaje evangélico, han de tener presente que a nadie es lícito en esos casos reivindicar en exclusiva la autoridad de la Iglesia en favor de la propia opinión» 37. Libertad y responsabilidad personal de los cristianos, que Monseñor Escrivá de Balaguer tanto predicó, para prevenir a los católicos contra el peligro de «empequeñecer la fe», de «reducirla a una ideología terrena» 38: «Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida. Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas» 39.
Dios quiere que la mayoría de los cristianos formen un hogar, fundado en ese sacramentum magnum 40 del matrimonio. Hasta no hace muchos años, bastantes pensaban –y quizá el prejuicio no ha desaparecido aún– que eran sólo dos los caminos posibles para alcanzar la santidad cristiana: o el estado religioso, o el sacerdocio. Por uno y otro –únicos caminos que requerían una vocación– se podía llegar fácilmente a la santidad; en el matrimonio, en el mundo, en cambio, se permanecía en un estado lejano a la santidad, porque los cuidados de aquí abajo y, en concreto, las obligaciones matrimoniales, profesionales y familiares, serían impedimentos para la plenitud de la vida cristiana, salvo en casos muy excepcionales.
Se entiende ahora lo que Monseñor Escrivá de Balaguer –que tanto amó y defendió a la vez las excelencias del celibato apostólico en sus múltiples formas– escribía en 1939, consciente de separarse de aquello, que entonces se consideraba opinión normal: «¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? Pues la tienes: así, vocación» 41. Se entiende ahora, repito, pero no sucedía lo mismo entonces, y no faltaron los falsos doctores que descubrían, en esas palabras tan claras, un principio de herejía, de poca fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Más tarde en una de sus homilías, Monseñor Escrivá de Balaguer resumió así lo que había predicado desde los años veinte: «Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar.
»La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar» 42.
En sus cincuenta años de sacerdocio, el Fundador del Opus Dei llevó a millares de hogares esta verdad que la Iglesia ha recordado también en uno de los documentos del Concilio: «el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y se enriquece por la virtud redentora de Cristo» 43. He podido comprobar, con una inmensa alegría, que en multitud de familias del mundo entero han acogido esa luz esclarecedora del Concilio como la confirmación de lo que ya practicaban, arrastrados por las afirmaciones cordialmente sobrenaturales de Monseñor Escrivá de Balaguer. Con muchos años de anticipación, les había presentado un estilo cristiano de vida, idéntico al de los primeros seguidores de Cristo: «Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Esos fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído» 44.
La espiritualidad difundida en la Iglesia por el Fundador del Opus Dei se dirige a todos fieles cristianos que viven en medio del mundo; también, por tanto, a los sacerdotes diocesanos: fieles que, por la recepción de un sacramento específico, el del Orden, pueden «ofrecer el Sumo Sacrificio y perdonar los pecados» y ejercer «públicamente el oficio sacerdotal en nombre de Cristo, a favor de los hombres» 45.
El sacerdote no ha de ser, por eso, un burócrata: uno que predica la santidad pero no va en su busca. «Por exigencia de su común vocación cristiana –se lee en un texto de Monseñor Escrivá de Balaguer, de 1945–, como algo que exige el único bautismo que han recibido, el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (cfr. San Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 21, 2). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina» 46.
Soy testigo de que cuando estos acentos llegaron a los ámbitos en los que se preparaban y estudiaban los documentos del Concilio Vaticano II, en un primer momento, suscitaron impresión; y una adhesión total, después. Contribuían de forma incisiva a que cayese, respecto a la llamada a la santidad, esa falsa interpretación estamental de la vida y del ministerio del sacerdote diocesano, considerado como un estado superior que el del fiel seglar, e inferior que el del sacerdote religioso. El Decreto Presbyterorum Ordinis recogió esa doctrina de modo diáfano: «Ya en la consagración del Bautismo (los sacerdotes) –como los demás fieles– recibieron el signo y el don de una vocación y una gracia tan altas que, aun en medio de la flaqueza humana, pueden y deben tender a la perfección, conforme a las palabras del Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Matth. V, 48)» 47.
«Los presbíteros podrán contribuir eficazmente a hacer que cada uno sepa descubrir en los acontecimientos de la vida, grandes o pequeños, cómo ha de comportarse, cuál es la voluntad de Dios» 48. Me conmovía al redactar estas líneas, leyendo una homilía pronunciada por Monseñor Escrivá de Balaguer en 1960: «Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide» 49. Esta coincidencia aparece igualmente –pero no es éste el lugar para hacer un examen detenido– en tantos otros aspectos de la doctrina sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes: la necesidad, para la ascética sacerdotal, de cultivar también las virtudes humanas 50; de ser instrumentos de unidad entre los fieles evitando la tentación de empequeñecer la fe poniéndose al servicio de ideologías o facciones humanas que dividen 51; la posibilidad y conveniencia de las asociaciones que, rectamente ordenadas, ayudan a los sacerdotes a buscar la santidad en el ejercicio del propio ministerio 52; la unidad y armonía entre la vida interior y la actividad pastoral que el sacerdote consigue cuando sabe encontrar en el Santo Sacrificio de la Misa el «centro y la raíz» de toda su existencia 53; la necesidad de la meditación personal, de la confesión frecuente y de no abandonar las tradicionales prácticas de piedad aconsejadas por la larga experiencia de la Iglesia 54; la conveniencia de que el sacerdote vea claramente que el ejercicio de su ministerio –de su «trabajo ordinario»– es precisamente la ocasión y el medio insustituible para alcanzar la santidad 55; etc.
Quisiera sólo consignar aquí –como uno más entre tantos vivos recuerdos– la alegría enorme con que el Fundador del Opus Dei, incansable predicador de la necesidad de ser «contemplativos en medio del mundo», leyó este párrafo de la Constitución Lumen gentium, que sale al paso de la objeción de que las ocupaciones del ministerio podrían ser impedimentos a la búsqueda de la santidad: «no deben (los sacerdotes) encontrar obstáculos en las preocupaciones apostólicas, en los peligros y en las contrariedades: más bien les deben servir para elevarse a una más alta santidad, alimentando e impulsando su acción por la abundancia de la contemplación, para aliento de toda la Iglesia de Dios» 56.
Ya dije, al comienzo de estas líneas, que Monseñor Escrivá de Balaguer hizo también destinatarias de su ilimitada capacidad de amistad humana y de su trato sacerdotal –dos facetas que eran siempre absolutamente inseparables en su conducta– a muchas personas no católicas, e incluso no cristianas, que deseaban ser atendidas privadamente, o que le hacían públicamente preguntas o le pedían consejos, durante sus numerosos encuentros de catequesis con grupos de hombres y mujeres de todas las edades, condiciones sociales y confesiones religiosas. En todas esas ocasiones, su lealtad a la única Iglesia de Jesucristo junto con su delicado respeto a la «libertad de las conciencias» (que siempre distinguía de la inadmisible «libertad de conciencia»), le llevaron a realizar una inmediata y eficacísima labor ecuménica, de apostolado ad plenitudinem fidei con miles de almas; y eso mucho antes de que el término ecumenismo hubiese entrado en el normal vocabulario eclesiástico.
A un periodista que, en 1967, le preguntó: ¿Cómo se inserta el Opus Dei en el Ecumenismo? Monseñor Escrivá de Balaguer contestó, con su habitual buen humor: «Ya le conté el año pasado a un periodista francés –y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados– lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: "Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad". El se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aún a los no cristianos» 57. Y luego continuaba desgranando la repercusiones, también ecuménicas, de la misma espiritualidad característica de la institución, de la que era Fundador: «Son muchos, efectivamente –y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones–, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes –a medida que los contactos se intensifican– las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los miembros del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu Santo en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren –hecha vida, probados por los años– una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas» 58.
Llamada universal a la santidad y al apostolado: espiritualidad bautismal, amor al mundo, a todas las nobles realidades terrenas –y especialmente al trabajo humano, participación en la obra creadora de Dios–, con el amor de Cristo: enriquecimiento doctrinal y ascético de las diversas exigencias del sacerdocio ministerial y del sacerdocio común; profundización en las dimensiones sobrenaturales del amor humano y de la familia cristiana; espíritu ecuménico con ilimitada caridad y sin equívocos, reafirmando la Verdad de la única Iglesia de Cristo, Católica, Apostólica, romana. Pero sobre todo y compendiando todo: entrega sin condiciones a la Iglesia «que ora y trabaja a un tiempo, para que el mundo entero se transforme en Pueblo de Dios. Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y para que en Cristo, Cabeza de todas las cosas, sean rendidos honor y gloria al Creador y Padre del Universo» 59.
Estas líneas han sido solamente un rápido espigueo de ese sentido de Iglesia que embargaba el alma santa de Monseñor Escrivá de Balaguer, siempre al servicio de la Iglesia a través del camino del Opus Dei. Nuestro Fundador y Padre ofreció toda su vida por la Esposa de Cristo, por su Vicario en la tierra, por todos los hombres. Su palabra encendida, su corazón desbordante de comprensión y de calor, su oración continua inflamaron –y continúan encendiendo más y más– las almas de millones de cristianos en todo el mundo, llevándoles a sacrificarse gustosamente para que se cumpla la voluntad amabilísima de Dios: que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad 60.
Artículo publicado en "L’Osservatore Romano", con ocasión del primer aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei (Edición semanal en lengua española, Ciudad del Vaticano, 4-VII-1976)
«Me enamora la idea de que la vida es un consumirse, un arder en el servicio de Dios. Y así, gastándonos completamente por Él, vendrá la liberación de la muerte, que nos conducirá a la vida». Así escribía, en unas notas personales de los primeros años de la fundación del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer, a quien muchos millares de personas en todo el mundo llamaban Padre, porque se sabían hijos de su oración, de su mortificación y de su corazón sacerdotal. Consumirse, arder: el Señor le concedió un cumplimiento incluso literal de aquel generoso programa, hasta el punto de llamarlo a Sí precisamente en su cuarto de trabajo, después de haberse prodigado hasta el último instante en su catequesis sacerdotal, que siempre despertaba deseos eficaces de apostolado. La vida de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido un fuego ininterrumpido de amor de Dios, alimentado por una lucha ascética sin tregua y por una sed insaciable de llevar almas a Cristo.
Entre sus papeles, he encontrado esta otra nota, fechada el 22 de mayo del año pasado: «Es tan sutil el diafragma que nos separa de la otra vida, que vale la pena estar siempre preparados para emprender ese viaje con alegría». Por lo tanto, su paso a la eternidad no ha sido algo repentino, sino un modo nuevo y definitivo de arder, de continuar el diálogo iniciado en esta tierra por quien en los primeros años de su vida sacerdotal pedía: «Jesús, que yo sea el último en todo… y el primero en el amor» 1.
El dolor por la separación material de un padre que nos recordaba que no tenemos «un corazón para amar a Dios, y otro para amar a las personas de la tierra», y que no se cansaba de repetir que «debemos ser muy humanos porque de otro modo no podremos tampoco ser divinos», es imborrable: pero el Padre goza del amor sin fin, y su alegría se desborda sobre los que ha llevado en su corazón, que sienten su presencia aún más cercana que cuando les ayudaba y animaba aquí en la tierra.
«Soy un pecador que ama a Jesucristo», decía de sí mismo Monseñor Escrivá de Balaguer. Era la suya la humildad de quien desea ser dócil instrumento en las manos del artista, y se esfuerza por no obstaculizar el trabajo del artífice divino: era el abandono del hijo que se sabe amado por su Padre Dios.
Esta absoluta disponibilidad a los deseos divinos caracteriza toda su vida. A los quince años barrunta –ésta es la palabra que siempre empleaba– que el Señor quería algo específico de él, y la misma decisión de hacerse sacerdote madura en el afán de corresponder a aquel «algo distinto» que el Señor le pedía, y que se había de precisar inequívocamente el 2 de octubre de 1928, cuando el Opus Dei vio la luz. La «prehistoria» de la Obra está entretejida por las invocaciones apasionadas del Padre, estudiante universitario y luego sacerdote joven, que con las palabras del ciego de Jericó repetía: Domine, ut videam! 2; y que, con las palabras de Samuel, respondía: Ecce ego quia vocasti me! 3, mientras vibraba al grito del Maestro: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? 4.
Recordando los momentos de la fundación y los primeros años de trabajo, el Padre ha escrito: «Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él quien escribe» 5. Y de nuevo: «El Señor me ha tratado como a un niño: si, cuando recibí mi misión, hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto. No me interesaba ser fundador de nada. Por lo que a mi persona y a mi trabajo se refería, siempre he sido enemigo de nuevas fundaciones. Porque todas las antiguas fundaciones, lo mismo que las de los siglos inmediatos, me parecían actuales. Ciertamente nuestra Obra –la Obra de Dios– surgía para hacer que renaciera una nueva y vieja espiritualidad de almas contemplativas, en medio de todos los quehaceres temporales, santificando todas las tareas ordinarias de esta tierra: poniendo a Jesucristo en la cumbre de todas las realidades honestas en las que los hombres están comprometidos, y amando este mundo, que huía del Creador» 6.
«Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. ¿Que te ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión?
»Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores….
»Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos» 7.
Todas las actividades humanas, el trabajo, la vida familiar y social, se convierten en un lugar de encuentro con Dios, la senda a lo largo de la cual reconocer a «Jesús que pasa».
La teología de la creación y la teología de la redención se entrelazan en la concreta vida cotidiana, orientada a Dios y al servicio de todos los hombres: «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina. y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la creación y de la redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei» 8.
Pero, para que esto sea posible, se necesita que el cristiano se empeñe en vivir las virtudes cristianas y sobrenaturales: «si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el Cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es deja de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes» 9.
He estado durante cuarenta años junto al Fundador, y puedo testimoniar el heroísmo con que se ha empeñado, hasta el último aliento, por crecer en las virtudes, por arder sin residuos, por no ofrecer la mínima resistencia a la gracia, esperándolo todo de la mano amorosa de Dios. Todavía ahora me parecer oírle repetir, con profunda convicción: «No tengo nada, no valgo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada: ¡nada!».
Esta visión profundamente humana y profundamente sobrenatural, le llevaba a inculcarnos esta idea maestra: «¡Convencéos, hijos míos: aquí –en esta vida– todo tiene arreglo! Todo, aun el pecado, que es el único mal verdadero. Porque incluso el pecado –que debemos combatir con todas nuestras fuerzas, confiando en la ayuda divina– encuentra remedio en el sacramento de la penitencia, que devuelve la salud al alma y fortifica al cristiano para la lucha». Una peculiaridad constante del trabajo sacerdotal de Monseñor Escrivá de Balaguer ha sido la de abrir a las almas los horizontes de la misericordia divina, formándolas en la sinceridad y en la rectitud de conciencia, para acercarlas al sacramento del perdón que restituye «la libertad y la alegría de los hijos de Dios». Por esto no me ha extrañado, aunque me ha emocionado y he dado gracias a Dios, saber que las santas Misas celebradas en sufragio de Monseñor Escrivá de Balaguer durante estos meses en todo el mundo, han congregado a multitudes inmensas, dando ocasión a innumerables conversiones y confesiones. Es la inagotable fecundidad sacerdotal del Padre que intercede desde el cielo, para que Dios dé a los hombres la serenidad y la paz de saberse perdonados y amados, confirmándolos en la construcción del reino.
En la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer no han faltado las contrariedades, la calumnia, porque no existe santidad cristiana sin la cruz. La cruz, que el Padre siempre describía como el trono, desde el que Cristo abre los brazos con gesto de Sumo y Eterno Sacerdote, para apretar contra su Corazón llagado a todos los hombres de todos los tiempos. Ni siquiera en las horas más difíciles la serenidad, la sonrisa y el buen humor han abandonado al Padre, sostenido por un profundo sentido de la filiación divina. Con naturalidad, con visión sobrenatural, con cordialidad humana y con una contagiosa simpatía, se dedicó incansablemente a «ahogar el mal en abundancia de bien».
Su amor a la Iglesia y al Papa se manifestaba en una ilimitada voluntad de servicio, opere et veritate 10: «Me considero el último de los sacerdotes de la tierra –decía–, pero al mismo tiempo quisiera que nadie me ganara a amar y a servir a la Iglesia y al Papa, porque éste es el espíritu que he recibido de Dios y el que trato con todas mis fuerzas de transmitir a cada uno de mis hijos en todo el mundo» 11. Y en un antiguo documento, escribía: «La única ambición, el único desea del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia como ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado» 12.
Esta fortaleza, esta lealtad, esta fe, esta alegre disponibilidad sin reservas y sin regateos, son posibles en quien ha encontrado a Cristo. Éste es el secreto que Monseñor Escrivá de Balaguer ha proclamado a los cuatro vientos durante toda su vida: «Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.
»Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. Después… "pax Christi in regno Christi": la paz de Cristo en el reino de Cristo» 13.
Para difundir esta llamada, el Señor se ha servido de un sacerdote que no ha enseñado nunca nada que no hubiese experimentado antes en su propia vida, según el ejemplo de Cristo que coepit facere et docere 14. Dios, en su amorosa misericordia, ha querido hacer ver a nuestro Fundador, ya en esta tierra, la maravillosa fecundidad de aquella semilla plantada, por mediación suya, el 2 de octubre de 1928: el Opus Dei se ha difundido por todo el mundo, millones de personas de las más diversas razas y condiciones se han acercado a «Jesús que pasa» a través de la catequesis oral o escrita del Padre y del trabajo de sus hijos en los cinco continentes; personalidades de la vida civil y cultural valoran las repercusiones sociales del trabajo espiritual promovido por Monseñor Escrivá de Balaguer; teólogos estudian sus riquezas doctrinales; obispos expresan gratitud por los frutos de vida cristiana que recogen en sus diócesis a través del trabajo apostólico del Opus Dei. Todo esto se trasluce en las innumerables expresiones de pésame que he recibido en estos meses. Tanta participación y tanto afecto me han confortado y conmovido, al hacerme ver la universalidad de los tesoros de gracia que el Señor quiere distribuir a los hombres a través del Opus Dei. En todas partes he encontrado propósitos de renovación interior, de dedicación apostólica, de fidelidad a la Iglesia; y he comprendido que muchos, incluso no cristianos, al calor de la colaboración con las actividades apostólicas del Opus Dei, han captado un destello del amor de Cristo.
Este panorama, ya inmenso, confirma que el campo sembrado por Monseñor Escrivá de Balaguer está en pleno desarrollo y fructificará a lo largo de los siglos, mientras en la tierra haya hombres que trabajen, quieran santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo.
Sin embargo, este hombre de Dios, en la víspera de sus bodas de oro sacerdotales, el 27 de marzo del año pasado, nos confiaba: «A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones» 15.
La llamada a suceder a tan gran Fundador sería agobiante si no proviniese del Señor que elige lo que no tiene valor, para que así resplandezca mejor la fuerza de su amor 16. Nuestro Fundador nos ha dejado un espíritu, «no sólo dibujado, sino esculpido». El 26 de junio de 1975 comenzó para el Opus Dei la época de la fidelidad y de la continuidad, bajo la protección amorosa de un Padre, que ha abierto a todos los hombres «los caminos divinos de la tierra».
Artículo publicado en el diario "ABC", con ocasión del quinto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei (Madrid, 29-VI-1980)
En aquellos días inolvidables que siguieron al tránsito del Fundador del Opus Dei, en medio del dolor inmenso, me venía con insistencia a la cabeza una reflexión: la Obra acaba de dar un gran estirón, porque, aunque seguimos en la tierra, hemos levantado nuestra cabeza hasta el Cielo. Ese pensamiento no era sólo un lenitivo; respondía a una esperanza segura, que el tiempo no ha hecho más que confirmar.
Han pasado cinco años. Un período breve, insuficiente para valorar con perspectiva histórica el alcance de aquel 26 de junio de 1975. Monseñor Escrivá de Balaguer solía comentar que «en muchas instituciones cuando desaparece el Fundador sobreviene una especie de terremoto». Pero añadía en seguida: «En el Opus Dei no ocurrirá así. Os aseguro que en la Obra no habrá ningún terremoto. Tengo certeza» 1. Y efectivamente, así ha sido.
En todo caso, podrían calificarse de terremoto las consecuencias visibles de ese estirón: el Opus Dei se expande cada día más –lo digo sin falsa humildad, con agradecimiento a Dios, que es quien realiza su Obra–, abriendo caminos de santidad en el mundo a personas de toda condición social: nuevas naciones, nuevas ciudades, nuevas actividades apostólicas; pero, sobre todo, infinidad de almas que se acercan al Señor.
¿Cómo se explica este crecimiento constante? Por la gracia divina y por la fidelidad absoluta con que en la Obra se viven el espíritu y las orientaciones de su Fundador. Recuerdo que en la primera audiencia que me concedió Su Santidad Pablo VI, después de mi elección como Presidente General, me repitió varias veces que para que el Opus Dei sirviera a la Iglesia como lo había hecho su Fundador debía mantenerse muy fiel a su espíritu. Usted –me decía–, siempre que deba resolver algún asunto, póngase en presencia de Dios y pregúntese: en esta situación, ¿qué haría el Fundador?, y obre en consecuencia.
De forma parecida se expresaba Su Santidad Juan Pablo II con motivo del 50º aniversario de la fundación de la Sección de mujeres del Opus Dei. Después de recordar «la inolvidable figura» de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, «cuyo corazón sacerdotal vibró con gran celo por la Iglesia y, al mismo tiempo, por la humanidad contemporánea», manifestaba su deseo de que «este generoso empeño eclesial estimule cada vez más a los miembros de la Obra para que, en plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, en el espíritu de las normas y orientaciones dadas por el venerado fundador, en leal y sincera colaboración con la jerarquía, continúen ofreciendo un constante y creciente testimonio de fe cristiana, límpida y fuerte, en la sociedad actual».
Fue para mí un motivo de gozo recibir estas palabras de estimulo, que confirman lo que es y seguirá siendo pauta del Opus Dei y secreto de su eficacia: la fidelidad al querer de Dios, es decir, a la gracia fundacional, infundida en el instrumento dócil que el Señor eligió para hacer su Obra.
Me atrevería a decir que en este lustro hemos podido tocar con la mano la lluvia de gracias que se ha vertido sobre la Obra y sobre sus apostolados: así acostumbra a ratificar sus proyectos la Providencia ordinaria de Dios cuando desaparece su instrumento ejecutor en la tierra. Es la confirmación de que el instrumento sigue sirviendo también cuando goza ya de la visión divina.
Un suceso en la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer ilustra hasta qué punto el amor y el servicio a la Iglesia constituyen un rasgo capital del espíritu de la Obra. Ocurrió en 1941, en La Granja. Allí, el Señor –ya lo había permitido otra vez, en los comienzos de los años 30– le dejó a oscuras; no por completo; pero si lo suficiente para que el demonio le tentase, insinuándole que todos sus esfuerzos iban encaminados a crear una empresa humana, no de Dios. En ese momento de trepidación, sin luz, pero fuerte en el amor, Monseñor Escrivá de Balaguer reaccionó inmediatamente: «si la Obra no es para servir a la Iglesia, Señor, ¡destrúyela ahora mismo!». Esta fue su oración. Y Dios le premió entonces con una paz y una alegría inefables, que iban más allá de lo meramente humano.
Esa conducta se explica por el sometimiento completo de su voluntad y de su inteligencia al querer divino, pero también porque el servicio a la Iglesia es la única razón de ser del Opus Dei. Era el trasfondo constante de la predicación y del ejemplo del Padre. Los detalles eran continuos. Cuando nos hablaba de respeto y veneración a la Jerarquía, solía insistir en que no bastaba rezar por las personas e intenciones de los obispos, sino que había que manifestarles cariño de modo concreto y palpable, porque los Pastores necesitan el apoyo efectivo y afectivo de sus fieles. En la Obra –explicaba con una de esas frases gráficas que materializaban sus enseñanzas– «tiramos del carro en la misma dirección que los Reverendísimos Ordinarios». Efectivamente, el Opus Dei tiene un espíritu propio y unos modos apostólicos específicos, y entre esos rasgos se cuenta el de secundar las directrices de la Jerarquía eclesiástica local, como fieles corrientes, con el empeño y la lealtad que nacen de la entrega a Dios.
El Fundador de la Obra quería que sus hijos fueran «muy romanos», expresión que en su alma y en su cabeza equivalía a ser universales, católicos. Insistía en que, al sacar adelante el propio cometido, no debíamos perder de vista el vasto horizonte apostólico de la Iglesia universal. Nada podía sernos indiferente. Había que sentir como propias las tareas eclesiales de los cinco continentes. Por eso Monseñor Escrivá de Balaguer aborrecía de la estrechez de espíritu, de los particularismos aislantes. «No me hagáis "capillitas" dentro de vuestro trabajo» 2, escribió en Camino; no va con el espíritu del Opus Dei dividir o contraponer, aislarse, prescindir de los afanes ajenos, y mucho menos contradecir los esfuerzos de quienes trabajan por Cristo. La Cruz, afirmaba, es el signo más: un cristiano ha de ser elemento de unión, de cohesión. Por eso miraba con cariño y alegría las iniciativas evangelizadoras que continuamente florecen en la Iglesia.
Monseñor Escrivá de Balaguer predicó a lo largo de toda su vida que cada cristiano ha de ser instrumento de unidad entre sus hermanos en la fe y entre los hombres todos. De ahí que pidiera comprensión, una gran comprensión con las personas y, a la vez, una intransigencia absoluta de cada uno con sus propias deficiencias. Un cristiano –y esto lo exigía especialmente a sus hijos– ha de saber convertirse en alfombra donde los demás pisen blando.
Ese fue el lema de su vida. Lo resumía en dos palabras «ocultarse y desaparecer», es decir, que «sólo el Señor se luzca»; que el instrumento ni siquiera se advirtiese; prescindir de todo lo personal para que sólo brillen el Amor y la Misericordia divinas.
Pero non potest abscondi civitas supra montem posita 3, no es posible ocultar lo que Dios ha encumbrado. Y así, cinco años después de su muerte, la fama de santidad de Monseñor Escrivá de Balaguer se ha extendido por el mundo y son millones las personas que rezan la oración aprobada por la autoridad eclesiástica para la devoción privada. Me contaban, por ejemplo –y no es más que una anécdota entre millares–, que en una isla del archipiélago filipino los pescadores de un pueblecito se reúnen antes de hacerse a la mar para rezar, en tagalo, esa oración, recurriendo al Fundador de la Obra para que el Señor les conceda una buena pesca. Y al terminar la jornada se encuentran de nuevo y vuelven a recitarla para agradecer a Dios la ayuda que les ha prestado a través de su Siervo.
Todos los días me llegan muchos relatos como éste y tantos testimonios de gracias conseguidas por intercesión de Monseñor Escrivá de Balaguer. Ciertamente, desde el Cielo, ahora prosigue su incansable labor por la unidad de los hombres, unidad que para los católicos pasa por la unión al Romano Pontífice y a los obispos.
Ya en su juventud se grabaron hondamente en su alma aquellas palabras de Jesucristo que recoge San Juan: Que todos sean una misma cosa y que como tú, Padre, estás en mí y yo en tí, así sean ellos una misma cosa en nosotros 4. Buscando la unión continua con el Señor, sintiéndose en todo momento hijo de Dios, se gozaba también al considerarse hijo de la Iglesia, hijo del Papa y hermano de todos los hombres. Esa era la razón de su alegría, el punto de apoyo firme al que recurrió en tantas circunstancias –algunas verdaderamente difíciles y angustiosas– de su vida al servicio de Dios.
Cinco años –escribí al comenzar estas líneas– son un lapso de tiempo demasiado breve para valorar en sus justas dimensiones un hecho tan importante como el que este mes conmemoramos. Cinco años invitan más bien a pensar en el futuro que en el pasado: en el trabajo que queda por hacer, que no es otro que el de seguir el camino que abrió el Fundador de la Obra, siempre adelante mientras haya hombres en la tierra. Nunca faltará labor. Puede evolucionar la cultura, la sociedad, la técnica, hasta límites que no podemos ni prever. Pero siempre habrá un algo concreto que santificar: el propio trabajo profesional, las relaciones sociales, los afanes de cada día. Todo eso entra en el gran designio divino de salvación de los hombres. Esa es la misión de la Iglesia. Y la tarea del Opus Dei, según el espíritu de su Fundador, es servir a la Iglesia para servir a las almas.
Artículo publicado en "L’Osservatore Romano", con ocasión del décimo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei (Ciudad del Vaticano, 23-VI-1985)
Los llamados hombres prácticos no son los más útiles a la Iglesia de Jesús, como tampoco lo son los meros pregoneros de teorías, sino más bien los verdaderos contemplativos, que poseen una pasión lucidísima e infatigable: divinizar y transfigurar en Cristo y con Cristo toda realidad creada. No es paradójico, por tanto, afirmar que sólo la mística resulta verdaderamente práctica en la Iglesia de Jesús.
«Servir a la Iglesia sin servirse de ella», «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida»: ésta fue la «pasión dominante» del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. El décimo aniversario de su fallecimiento me sugiere estas consideraciones, que quieren ser un sentido acto de gratitud filial y, a la vez, el recuerdo –dirigido sobre todo a mí mismo– de una lección de fidelidad a la Iglesia, cuajada en frutos que están a la vista de todos, y que testimonian que sólo quien busca el «éxtasis», el salir fuera de sí, gastándose en exclusivo servicio a Dios y a las almas, alcanza la auténtica fecundidad del espíritu.
El anhelo del Fundador del Opus Dei se plasmó en un lema de resonancias heráldicas: «Para servir, servir». Esto es, para ser útiles, hace falta tener espíritu de servicio y demostrarlo con obras. El único honor que siempre deseó fue el de servir a la Iglesia; el derecho de renunciar a todo derecho que no fuera ofrecerse en un continuo holocausto de oración y de trabajo.
Sólo sirve el instrumento que, por muy modesto que sea, sabe hacerse adecuado al fin. «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción», escribe Monseñor Escrivá de Balaguer 1. Y precisamente esta inmersión de la contemplación en la vida cotidiana, la búsqueda constante de la intimidad divina dentro del denso tejido del trabajo secular –característica principal de la ascética del Opus Dei, que el Siervo de Dios grabó a fuego– es lo que da razón de su pragmaticidad.
Para el Fundador del Opus Dei, pionero de la espiritualidad laical, el primer efecto de la presencia de Dios en el ámbito laboral es el mejoramiento de la calidad –también técnica– del propio trabajo. Si ha de ser servicio vivo y concreto al Cuerpo viviente de Cristo, ha de estar, ante todo, bien realizado: la chapuza, la frivolidad, la dejadez, el diletantismo, se han de rechazar sin componendas, porque rebajan la dignidad del servicio en el que se resuelve toda prestación laboral.
La finalidad sobrenatural no es, por tanto, como un sello que se adhiere exteriormente al trabajo del hombre y que lleva la mercancía –sana o averiada– a su destino sin rozarla siquiera, sin incidir en su calidad intrínseca. La contemplación corrige la acción cada vez que ésta no alcanza el nivel de la dignidad de la persona humana o de la dignidad –aún mayor– de los hijos de Dios; o cuando no sirve para la edificación del Pueblo de Dios.
Esta fuente de la que mana el vivir cotidiano del cristiano y este torrente en el que ininterrumpidamente se baña el amor que busca el Amado por las calles y plazas de la ciudad, por los mares, sembrados y cumbres escarpadas, ensanchan la mente y el corazón, y les hacen aspirar el aire libre de un fervoroso sentire cum Ecclesia. Pocas cosas aborrecía el Fundador del Opus Dei como la miopía del que no ve más allá de sus propios intereses, la mezquindad del individualismo y del aburguesamiento, el raquitismo del espíritu de cuerpo. «No me hagáis "capillitas" dentro de vuestro trabajo. –Sería empequeñecer los apostolados: porque, si la "capillita" llega, ¡por fin!, al gobierno de una empresa universal… ¡qué pronto la empresa universal acaba en capillita!» 2.
Sólo el alma contemplativa sabe vibrar continuamente al unísono con toda la Iglesia y, por tanto, acierta a responder de modo preciso –y según la propia vocación– a cada uno de los servicios que le requieren. Y ella sola advierte, por propia experiencia, que el Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va 3; y conoce también que en este mundo de enredos y de relativismo, hay un solo lugar del que puede afirmarse siempre y con absoluta certeza «aquí está el Espíritu de Jesús»: en la Iglesia. «Ubi ecclesia, ibi Spiritus Domini; ubi Spiritus Domini, ibi ecclesia et omnis gratia» 4, donde está la Iglesia, allí está el Espíritu del Señor; donde está el Espíritu del Señor, allí está la Iglesia y toda gracia.
Por esta razón, los que son movidos por el Espíritu Santo a realizar un proyecto divino, «currunt ad Ecclesiam», corren hacia la Iglesia, por decirlo también con palabras de San Ireneo: la certeza interior de lo específico de la propia llamada tiene el sello del auténtico carisma, sólo si se está convencido de que cuando se obra en la Iglesia y con la Iglesia, se está viviendo y actuando con el Espíritu de Dios.
Monseñor Escrivá de Balaguer tuvo, desde el 2 de octubre de 1928, la certeza absoluta de que el Opus Dei era verdaderamente de Dios, «un mandato imperativo de Cristo». La teología ascética y mística sabe de estas luces íntimas –toques, iluminaciones, locuciones interiores– que nada ni nadie podrían lograr turbar. Sin embargo, aun habiendo «visto» la Voluntad de Dios sobre el Opus Dei –misión confiada exclusivamente a él–, buscó desde el inicio estar muy unido a la Jerarquía de la Iglesia; no quiso dar paso alguno sin su aprobación y bendición, estableció normas precisas para que en todas partes y también en el futuro, la Obra procediera en estrecha unión de propósitos con las Iglesias particulares. Afirmaba con desarmante sencillez que amaba el Opus Dei en la medida en que sirviera a la Iglesia. ¡Cuántas veces le he oído exclamar: «Si el Opus Dei no sirve a la Iglesia, no me interesa!».
Dios exige a veces a los grandes fundadores el sacrificio de Abrahán. Toda la vida gastada y concentrada en un único hijo en el que se cumple la promesa recibida: llegar a ser padre de un gran pueblo, más numeroso que las estrellas del cielo y los granos de arena del desierto… y, de improviso, Dios mismo que requiere el ofrecimiento, el holocausto. Dos momentos de la vida del Fundador del Opus Dei pusieron a prueba su espíritu sobrenatural, de pura fe, precisamente en relación a este servir a la Iglesia, piedra de toque del alma verdaderamente cristiana, que según San Ambrosio es siempre un «alma eclesiástica».
La primera de estas duras pruebas tuvo lugar en Madrid el jueves 22 de junio de 1933, víspera del Sagrado Corazón. La nota manuscrita en la que él mismo la refirió, transmite, por su inmediatez, el escalofrío de la verdad:
«A solas, en una tribuna de esta iglesia del Perpetuo Socorro, trataba de hacer oración ante Jesús Sacramentado expuesto en la Custodia, cuando, por un instante y sin llegar a concretarse razón alguna –no las hay–, vino a mi consideración este pensamiento amarguísimo: "¿y si todo es mentira, ilusión tuya, y pierdes el tiempo…, y –lo que es peor– lo haces perder a tantos?".
»Fue cosa de segundos, pero ¡cómo se padece! Entonces, hablé a Jesús, diciéndole: "Señor, si la Obra no es tuya, destrúyela; si es, confírmame".
»Inmediatamente, no sólo me sentí confirmado en la verdad de su Voluntad sobre su Obra, sino que vi con claridad un punto de la organización, que hasta entonces no sabía de ningún modo solucionar».
La segunda prueba es similar a la anterior, y se encuadra en medio de una tormenta desencadenada contra el Fundador y contra el Opus Dei, a principios de los años cuarenta. Se puede decir que la Obra acababa de nacer canónicamente, ya que el Obispo de Madrid había concedido la primera aprobación escrita el 19 de marzo de 1941, precisamente con la intención de frenar la penosa campaña que pretendía desacreditar el Opus Dei también en Roma. El 25 de septiembre de 1941 el Siervo de Dios se encontraba en La Granja de San Ildefonso (población cercana a Segovia). Estaba exhausto; a los sufrimientos ocasionados por esos lamentables sucesos se añadía la fatiga por su apostolado a lo largo y a lo ancho de España, predicando ejercicios para el clero y echando la semilla de la Obra en los ambientes más variados. Aquel día me escribió una carta de la que cito algunos párrafos significativos:
«Jesús te me guarde, Álvaro.
(…) Ayer celebré la Santa Misa por el Ordinario del lugar, y hoy ofrecí el Santo Sacrificio y todo lo del día por el Soberano Pontífice, por su Persona e intenciones. Por cierto que, luego de la Consagración, sentí impulso interior (segurísimo, a la vez, de que la Obra ha de ser muy amada por el Papa) de hacer algo que me ha costado lágrimas: y, con lágrimas que me quemaban los ojos, mirando a Jesús Eucarístico que estaba sobre los corporales, con el corazón le he dicho de verdad: "Señor, si Tú lo quisieras, acepto la injusticia". La injusticia ya imaginas cuál es: la destrucción de toda la labor de Dios. Sé que le agradé. ¿Cómo me iba a negar a hacer ese acto de unión con su Voluntad, si me lo pedía? Ya otra vez, en 1933 ó 1934, costándome lo que sólo El sabe, hice otro tanto.
»Hijo mío: ¡qué hermosa mies nos prepara el Señor, después que nuestro Santo Padre nos conozca de verdad (no, por calumnia) y nos sepa –tal como somos– sus fidelísimos, y nos bendiga! Se me vienen ganas de gritar, sin importarme del qué dirán, ese grito que a veces se me escapa cuando os hago la meditación: ¡Ay, Jesús, qué trigal!».
El amor a la Iglesia y al Papa le sostuvo, e imprimió en su alma una confianza indestructible en los momentos más difíciles. Ofrecía cada día su vida –«y mil vidas que tuviera», añadía con frecuencia– por la Iglesia Santa y por el Santo Padre. Siguiendo su ejemplo, en estos diez años transcurridos desde su muerte, muchas almas de tantos países y culturas diversas han buscado también, en el deseo de consumar su propia existencia sirviendo incondicionalmente a la Esposa de Cristo, la fuerza para no poner límites al sacrificio de sí mismos, realizando el trabajo cotidiano con la sonrisa en los labios. Las palabras para la devoción privada del Siervo de Dios expresan eficazmente esta aspiración: «Haz que yo sepa también convertir todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte, y de servir con alegría y con sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor».
Presentación a la primera edición de "Es Cristo que pasa", primer volumen de homilías del Fundador del Opus Dei (9-I-1973)
Al iniciar estas páginas de presentación del primer volumen de Homilías de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, me vienen a la cabeza unas palabras suyas, que ha pronunciado en tantas ocasiones, ante personas de muchos países y de todas las condiciones sociales: «Yo soy un sacerdote que no habla nada más que de Dios». El Fundador del Opus Dei recibió el Santo Sacramento del Orden el 28 de marzo de 1925. En este casi medio siglo, ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur 1, escogido entre los hombres, elegido por Dios para beneficio de las almas, ha hecho que la vida cristiana sea realidad diaria, entrañable, en la inteligencia y en el corazón de un número ya incalculable de personas.
La fecundidad del sacerdocio cristiano, que sólo se explica por razones sobrenaturales, se ha vertido en una predicación incansable. Con razón ha escrito que «la gran pasión de los sacerdotes del Opus Dei es la predicación» 2. Desde 1925, Monseñor Escrivá de Balaguer realiza una intensa labor pastoral: primero –por poco tiempo– en parroquias rurales; más tarde, en Madrid, especialmente en los barrios pobres y en los hospitales; durante los años treinta, en toda España; desde 1946, cuando fija su residencia en Roma, con personas de todo el mundo.
Hablar de Dios, acercar los hombres al Señor: así lo he visto desde que lo conocí, en 1934. Catequesis, días y cursos de retiro espiritual, dirección de almas, cartas breves e incisivas, que llevaban en los trazos –rápidos y definidos– la paz a muchas conciencias. En los primeros meses de 1936 llegó a enfermar; los médicos diagnosticaron sólo cansancio. Predicaba, a veces, hasta diez horas diarias. El clero de casi todas las diócesis españolas recibió su predicación; lo llamaban los Obispos y él recorría el país, a sus propias expensas –en aquellos trenes de entonces–, sin más pago que la amorosa obligación de hablar de Dios.
«Entre los recuerdos que me vienen ahora a la memoria con viva actualidad» –ha escrito en una ocasión–, «hay uno de cuando era joven sacerdote. Desde entonces he recibido con no poca frecuencia dos consejos unánimes para hacer carrera: ante todo, no trabajar, no hacer mucha labor apostólica, porque esto suscita envidias y crea enemigos; y, en segundo lugar, no escribir, porque todo lo que se escribe –aunque se escriba con precisión y con claridad– suele interpretarse mal (…). Doy gracias a Dios Nuestro Señor por no haber seguido nunca estos consejos, y estoy contento porque no me hice sacerdote para hacer carrera» 3.
Yo diría que Monseñor Escrivá de Balaguer, sin seguir ninguno de esos dos consejos, ha olvidado sobre todo el primero: el de no trabajar. Y precisamente esa labor apostólica diaria no le ha permitido escribir más para el bien de tantas almas. Autor de libros de espiritualidad difundidos en todo el mundo –como Camino y Santo Rosario– y de finos estudios jurídicos y teológicos –como La Abadesa de las Huelgas–, ha escrito sobre todo numerosas y extensas cartas, Instrucciones, Glosas, etc., dirigidas a los miembros del Opus Dei, tratando exclusivamente de temas espirituales. Reacio a cualquier forma de propaganda, ha accedido sólo rara vez a las numerosas y constantes peticiones de entrevistas por parte de la prensa, radio y televisión de muchos países. Con las pocas entrevistas que han sido la excepción se publicó el libro Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, traducido también a las principales lenguas.
De toda la gran catequesis que es su predicación en casi cincuenta años de sacerdocio existe un abundante material inédito. Se publica en este volumen una pequeña parte: algunas de las homilías pronunciadas sobre fiestas litúrgicas.
Presentar estas Homilías resulta innecesario. La palabra y el alma sacerdotal del autor son sobradamente conocidas, y nada nuevo podría decir yo que no se deduzca inmediatamente de la lectura de cualquiera de ellas. Pero se pueden destacar, quizá, algunas características constantes.
En primer lugar, la profundidad teológica. Las Homilías no constituyen un tratado teológico, en el sentido corriente de la expresión. No han sido concebidas como un estudio o una investigación sobre temas concretos; están pronunciadas a viva voz, ante personas de las más diversas condiciones culturales y sociales, con ese don de lenguas que las hace asequibles a todos. Pero esos pensamientos y consideraciones están tejidos en el conocimiento asiduo, amoroso de la Palabra divina.
Nótese, por ejemplo, cómo el autor comenta el Evangelio. No es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados. La familiaridad con Nuestro Señor, con su Madre, Santa María, con San José, con los primeros doce Apóstoles, con Marta, María y Lázaro, con José de Arimatea y Nicodemo, con los discípulos de Emaús, con las Santas Mujeres, es algo vivo, consecuencia y resultado de un ininterrumpido conversar, de ese meterse en las escenas del Santo Evangelio para ser «un personaje más».
No sorprende, por eso, la coincidencia de los comentarios de Monseñor Escrivá de Balaguer con esos otros, hechos hace más de quince siglos, por los primeros escritores cristianos. Las citas de los Padres de la Iglesia aparecen entonces engarzadas con naturalidad en el texto de las Homilías, en sintonía de fidelidad a la Tradición de la Iglesia.
La segunda característica es la conexión inmediata que se establece entre la doctrina del Evangelio y la vida del cristiano corriente. En ningún momento las Homilías se colocan en un terreno desencarnado, abstracto; hay siempre teoría, pero en continuo ensamblaje con la vida. Monseñor Escrivá de Balaguer no se dirige –no hay que perder de vista que son textos hablados– a un auditorio de especulativos, de curiosos de la espiritualidad cristiana. Habla a personas de carne y hueso, que tienen ya en el alma la vida de Dios o que, barruntando el amor divino, están dispuestos a acercarse a El.
No habla tampoco a un publico especializado –mujeres, hombres, estudiantes, obreros, profesionales…–; habla siempre a todos a la vez, porque está convencido de que la palabra de Dios, cuando es predicada desde el amor de Cristo, encuentra siempre los cauces para llegar, uno a uno, a cada corazón; y de que el Espíritu Santo pone en cada alma esas mociones íntimas, que no se advierten desde fuera, para que la semilla caiga en tierra buena y dé el ciento por uno.
La tercera característica es de estilo. Quizá sea lo menos importante; pero no es posible silenciar este lenguaje directo, sencillo, de una amenidad inconfundible. Se nota siempre una delicada atención a la corrección gramatical y literaria, pero el autor no supedita el contenido a la forma. La fuerza y el nervio de lo que se dice dan lugar a un estilo sereno y claro, sin recurrir a efectos fácilmente emotivos. Tampoco intenta deslumbrar; quiere sólo ser el vehículo imprescindible, para que cada alma se coloque cara a Dios y saque consecuencias y propósitos concretos para su vida diaria.
Las Homilías de este volumen recorren todo el año litúrgico, desde Adviento hasta la fiesta de Cristo Rey. No es posible resumir en pocas palabras un contenido amplio y, a la vez, rico en matices. Pero quizá se pueden detectar los hilos conductores de todas estas meditaciones en voz alta.
El nervio central es el sentido de la filiación divina, constante en la predicación del Fundador del Opus Dei. El autor se hace continuamente eco de la enseñanza de San Pablo: los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: Abbá, ¡Padre! Porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal de que padezcamos con El, a fin de que seamos con El glorificados 4.
En ese texto trinitario –la Trinidad Beatísima es otro de los temas frecuentes en estas Homilías–, se nos indica el camino que lleva, en el Espíritu Santo, al Padre. El Camino es Jesucristo, que es Hermano, amigo –el Amigo–, Señor, Rey, Maestro. La vida cristiana estriba entonces en tratar continuamente a Cristo; y ese trato tiene lugar en la vida diaria, sin apartar a nadie de su sitio. ¿Cómo? Monseñor Escrivá de Balaguer lo resume en dos trazos: «por el Pan y la Palabra».
El Pan es la Eucaristía. El Fundador del Opus Dei considera la Santa Misa el «centro y la raíz de la vida cristiana». No es un hecho que pasa, sino realidad sobrenatural y perenne, que empapa todos los momentos del día. Dos homilías se refieren de lleno a este misterio central del cristianismo: La Eucaristía, misterio de fe y de amor y En la fiesta del Corpus Christi. «Nuestro Dios –escribe– ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna» (n. 151).
La Palabra es la oración. Dios habla y le escuchamos; Dios escucha y le hablamos. Una oración constante, como el latir del corazón, como el respirar del alma enamorada. «Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor –y es un camino para todos, no una senda para privilegiados–, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios» (n. 119).
He aquí que el hombre es depositario de tantos tesoros divinos: recibe realmente a Cristo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad; es templo del Espíritu Santo; en él habita la Trinidad Beatísima. Pero llevamos esos tesoros in vasis fictilibus 5, en cacharros de barro. Y, como en sordina, pero incansablemente, el autor insiste: humildad. No una virtud triste, desesperanzada. Humildad que es verdad: conocimiento de la poquedad humana al lado de la infinita grandeza de Dios. Pero también conocimiento de que el Señor se recrea en su criatura, de que quiere que el cristiano se endiose, con un «endiosamiento bueno».
Toda la vida humana –la vida corriente, con sus alegrías y sinsabores, con las risas y las pequeñas tragedias diarias, caseras –adquiere una nueva dimensión: «la altura; y con ella el relieve, el peso y el volumen» 6. Es la continua enseñanza del Fundador del Opus Dei: «Os aseguro, hijos míos –dijo en una homilía pronunciada en 1967 ante cuarenta mil personas–, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día» 7.
Las Homilías están llenas de esta vinculación de los afanes más comunes y, por eso, más humanos, con la trascendencia de Dios. Estos textos se sitúan– serenamente, sin polémica– fuera de esas visiones esquizofrénicas que conciben la santidad en el inestable equilibrio de una doble vida: la normal y la espiritual. Al mismo tiempo, las Homilías desechan también la tentación de espiritualizar de tal modo lo humano que sea privado de su complejidad, de lo que Monseñor Escrivá de Balaguer llama el riesgo de la libertad: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» 8.
«Vivir santamente la vida ordinaria»: con honradez humana y cristiana, con sentido sobrenatural. Si toda la vida es oración –trato con Dios, por el Pan y la Palabra–, el hombre puede advertir que el trabajo –su actividad ordinaria, lo que llena la casi totalidad de las horas del día– es también una plegaria continua. El trabajo, santificado, santifica y es ocasión para que cooperemos, con la gracia de Dios, en la santificación de los demás.
La vida ordinaria cristiana –trabajo que es oración, oración que es trabajo– se convierte toda ella en apostolado. El trato personal con Dios –«cara a cara, sin anonimato»–, no sólo no impide preocuparse de los demás, sino que es el manantial que no tiene más remedio que desbordarse, en bien de todos los hombres. «Intentan algunos construir la paz en el mundo sin poner amor de Dios en sus propios corazones. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de Nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor» (n. 182).
Estas son algunas de las ideas principales de las Homilías que se publican en este volumen. Pero no sería honrado silenciar lo que falta. En un texto no es posible darse cuenta plenamente de algunas cualidades de la predicación del Fundador del Opus Dei. Su humanidad, su sinceridad inmediata, que cautiva. Su entrega a los que le escuchan, su insistente repetir que cada uno debe hacer –al oír esas palabras– una oración personal con Dios, «con gritos callados». Y ese realismo cordial, nada ingenuo y, a la vez, nada pragmático. Un sentido común poco común. El buen humor que aflora siempre, una alegría contagiosa, la de un hijo de Dios.
Pero son ya muchos miles las personas que han oído directamente la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer. Porque, si no ama la propaganda y la publicidad, no tiene en cambio inconveniente en responder a cuantos le preguntan sobre cosas de Dios. En un viaje, en 1972, por España y Portugal, iniciado en Francia, pudieron oírle, en grupos pequeños o grandes, más de ciento cincuenta mil personas; en 1970, en México, estuvo con unas cuarenta mil personas de ese país, de los Estados Unidos y de otras muchas naciones americanas; y en Roma, son muchos miles los que, procedentes de Europa y de otras partes, tienen ocasión de oírle decir que «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible (…). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina– y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei» 9.
Léanse estas Homilías al calor del recuerdo de esos momentos transcurridos junto a un sacerdote que no sabe hablar más que de Dios. Se comprenderán, entonces, otros rasgos entrañables de la labor pastoral de Monseñor Escrivá de Balaguer: la viva conciencia de ser sólo un instrumento en las manos del Señor; la convicción sobrenatural de que las flaquezas y miserias personales –que tendremos mientras vivamos, recuerda él siempre– no pueden ser un obstáculo para alejarnos de Cristo, sino un estímulo para estrecharnos más a El. En una de las homilías aún inéditas dice: «Yo no le soporto nada al Señor; es El quien me aguanta y me ayuda y me empuja y me espera». Y, dirigiéndose a los que le escuchaban: «¡Cómo no voy a comprender vuestras miserias, si estoy lleno de ellas!».
Y, por todas partes, como en contrapunto, aparece un motivo de fondo: el amor a la libertad personal. «Soy muy amigo de la libertad (…). El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años» –decía en 1963–, «me ha hecho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como a hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que El nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad» (n. 17).
Si Dios respeta nuestra libertad personal, ¿cómo no vamos a respetar la libertad de los demás? Y, de modo especial, en todas aquellas cosas que son el campo –extensísimo– de un pluralismo de opiniones y de actuaciones. No hay dogmas en las cosas temporales. «No va de acuerdo con la dignidad de los hombres el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar» 10, escribió Monseñor Escrivá de Balaguer hace muchos años; y a menudo advertía que pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo 11.
Espero que se publique pronto un segundo volumen de las Homilías. Tendremos ocasión de considerar de nuevo la perenne realidad de la Redención en palabras de quien está convencido de que «en la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya esta todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a El, por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, otro Cristo, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!» (n. 104).
Presentación a la primera edición de "Amigos de Dios", segundo volumen de homilías del Fundador del Opus Dei (año 1977)
Dios sabe más. Los hombres entendemos poco de su modo paternal y delicado de conducirnos hacia El. Yo no podía prever, al escribir en 1973 la presentación de Es Cristo que pasa, que se iría tan pronto a la casa del Cielo ese sacerdote santo, a quien millares de hombres y mujeres de todo el mundo –hijos de su oración, de su sacrificio y de su generoso abandono a la Voluntad de Dios– aplicamos con inmenso agradecimiento la misma conmovedora alabanza que San Agustín cantó de nuestro Padre y Señor San José: mejor cumplió él la paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne 1. Se fue el jueves 26 de junio de 1975, al mediodía, en esta Roma a la que amaba porque es la sede de Pedro, centro de la cristiandad, cabeza de la caridad universal de la Iglesia santa. Y mientras nosotros oíamos aún el eco de las campanas del Angelus, el Fundador del Opus Dei escuchaba con una fuerza ya siempre viva: amice, ascende superius 2, amigo, ven a gozar del Cielo.
En un día corriente de su trabajo sacerdotal, dejó esta tierra, metido en un trato pleno con El que es la Vida y, por eso, no ha muerto: está a Su lado. Mientras atendía su tarea de almas, le llegó ese «dulce sobresalto» –así se expresa en la homilía Hacia la santidad 3– de encontrarse cara a cara con Cristo, de contemplar finalmente el Rostro hermoso por el que tanto suspiraba: Vultum tuum, Domine, requiram! 4.
Desde el mismo instante de su nacimiento a la patria del Cielo, empezaron a llegarme testimonios de un número incalculable de personas, que conocían su vida de santidad. Han sido y son palabras que pueden ya desbordarse: antes, callaban por respeto a la humildad del que se consideraba «un pecador que ama a Jesucristo» Tuve el consuelo de escuchar directamente de labios del Santo Padre uno de sus muchos encendidos elogios al Fundador del Opus Dei. En periódicos y revistas de todo el mundo se pueden leer innumerables artículos de reconocimiento, surgidos del pueblo cristiano y de personas que todavía no confiesan a Cristo, pero que comenzaron a descubrirle a través de la palabra y de las obras de Monseñor Escrivá de Balaguer.
«Mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca» (n. 247). Ese fue su único oficio: rezar y animar a rezar. Por eso suscitó en medio del mundo una prodigiosa «movilización de personas –como le gustaba decir– dispuestas a tomarse en serio la vida cristiana», mediante un trato filial con el Señor. Somos muchos los que hemos aprendido de este sacerdote cien por cien «el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios» (n. 145).
En este segundo volumen de homilías recogemos algunos textos que se editaron mientras Monseñor Escrivá de Balaguer se encontraba aún a nuestro lado, aquí en la tierra, y otros de los muchos que dejó para publicar más adelante, porque trabajaba sin prisa y sin pausa. No pretendió jamás ser un autor, a pesar de que figura entre los maestros de la espiritualidad cristiana. Su doctrina, amable y esforzada, es para vivirla en medio del trabajo, en el hogar, en las relaciones humanas, en todas partes. Tenía el arte, también humano, de dar liebre por gato. ¡Qué bien se le lee! Lo directo de las expresiones, la viveza de las imágenes, llegan a todos, por encima de las diferencias de mentalidad y cultura. Aprendió en la escuela del Evangelio: de ahí su claridad, ese herir en lo hondo del alma; el talante para no pasar de moda, por no estar en la moda.
Estas dieciocho homilías trazan un panorama de las virtudes humanas y cristianas básicas, para el que quiera seguir de cerca los pasos del Maestro. No son ni un tratado teórico, ni un prontuario de buenas maneras del espíritu. Contienen doctrina vivida, donde la hondura del teólogo va unida a la transparencia evangélica del buen pastor de almas. Con Monseñor Escrivá de Balaguer, la palabra se hace coloquio con Dios –oración–, sin dejar de ser una entrañable conversación en sintonía con las inquietudes y esperanzas de quienes le escuchan. Son, pues, estas homilías una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios, se habla con Dios: quizá sea éste el secreto de su gran fuerza comunicativa, porque siempre se refiere al Amor, «en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio» (n. 296).
Ya en el primer texto se recuerda lo que ha sido pauta constante de la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer: que Dios llama a todos los hombres a la santidad. Haciéndose eco de las palabras del Apóstol –ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación 5– advierte: «hemos de ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro» (n. 5). Y más adelante precisa: «la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas» (n. 7).
¿Dónde se apoya, con qué títulos cuenta el cristiano para fomentar en su vida tan asombrosas aspiraciones? La respuesta es como un estribillo, que vuelve una y otra vez, a lo largo de estas homilías: la humilde audacia «del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios» (n. 108).
Para Monseñor Escrivá de Balaguer es patente la gran alternativa que caracteriza a la humana existencia: «esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia» (n. 38). Ayudado por el ejemplo santo de la entrega fiel y heroica del Fundador del Opus Dei, lo he considerado aún con más insistencia en mi oración, desde que el Señor se llevó a su lado a quien yo más quería: sin la humildad y la sencillez del niño no podemos dar un paso por el camino del servicio a Dios. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: ésta es nuestra grandeza» (n. 96).
Preciso es que El crezca y que yo mengue 6, fue la enseñanza del Bautista, del Precursor. Y Cristo dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón 7. Humildad no es apocamiento humano; la humildad que late en la predicación del Fundador del Opus Dei es algo vivo y profundamente sentido, porque «significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo» (n. 108). Monseñor Escrivá de Balaguer da con una expresión que quizá no tiene precedentes: «vibración de humildad» (n. 202); porque la pequeñez del niño, asistido por la protección omnipotente de su Padre Dios, vibra en obras de fe, de esperanza y de amor, y de todas las demás virtudes que el Espíritu Santo infunde en su alma.
En ningún momento se aparta del ámbito de la primera homilía: la vida corriente, lo habitual, lo de cada día. Monseñor Escrivá de Balaguer trata de todas las virtudes con referencias continuas a la vida del cristiano que está en medio del mundo porque «ése es su sitio, el lugar donde Dios ha querido colocarlo». Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad, «que es como un generoso desorbitarse de la justicia» (n. 173). Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio.
Como para los que andan en negocios de almas el tiempo es más que oro, es ¡gloria! 8, el cristiano ha de aprender a emplearlo con diligencia, para manifestar su amor a Dios y su amor a los demás hombres, «santificando el trabajo, santificándose en el trabajo, santificando a los demás con el trabajo»: con un solícito cuidado por las cosas pequeñas, es decir, sin ensueños estériles, con el heroísmo callado, natural y sobrenatural, del que vive con Cristo la realidad cotidiana. «En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez (…) Sucede, sin embargo. que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!» (n. 89).
Estas palabras del Fundador del Opus Dei nos llegan así: con el frescor de rosas nuevas, fruto de una vida entera de trato con Dios y de un apostolado inmenso, como «un mar sin orillas». Junto a la sencillez, resalta en estos escritos un constante contrapunto de amor apasionado, desbordante. Es una «fuerte sacudida en el corazón» (n. 294), un «tened prisa en amar» (n. 140), porque «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad» (n. 43).
Así pasamos a otro de los grandes temas que trataba en sus meditaciones: «el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano. de la mujer cristiana» (n. 205). Las referencias son continuas: «a vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad» (n. 22); «la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza» (n. 208); «ha llegado la hora, en medio de tus ocupaciones ordinarias, de ejercitar la fe, de despertar la esperanza, de avivar el amor» (n. 71).
Después de las tres homilías sobre la fe, la esperanza y la caridad, viene una sobre oración; pero la necesidad de la vida de trato con Dios está ya presente desde la primera página. «La oración debe prender poco a poco en el alma» (n. 295), con naturalidad, sencilla y confiadamente, porque «los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre» (n. 255). La oración es el hilo de ese cañamazo de las tres virtudes teologales. Todo se hace una sola cosa: la vida adquiere un sonido divino y «esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos» (n. 251).
En medio de los comentarios ajustados y precisos a la Escritura Santa y del recurso asiduo al tesoro de la tradición cristiana, irrumpen esos arranques de amor, como un río impetuoso: «¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo» (n. 33).
¿Por qué un amor tan fuerte? Porque Dios lo infundió en su corazón y, a la vez, porque supo secundarlo con su libre voluntad y contagiarlo a millares y millares de almas. Quería en los dos sentidos de la palabra: amaba y quería querer, corresponder a esa gracia que el Señor había puesto en su alma. La libertad en el amor se hizo pasión: «libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo» (n. 35).
El camino hacia la santidad que nos propone Monseñor Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios «juzgó que serían mejores sus servidores si libre mente le servían» 9. Esa ascensión al Cielo es, además, sendero apropiado para el que está en medio de la sociedad, en el trabajo profesional, en circunstancias a veces indiferentes o decididamente contrarias a la ley de Cristo. No habla el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: «el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana» (n. 7).
Se fomentan, por tanto, para nuestro trato con el Señor, dos pasiones: la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios. Y esas torrenteras de gracias y de correspondencia pueden ya contra todas las dificultades: contra el «terrorismo psicológico» (n. 298) que se alza contra los que desean ser fieles al Señor; contra las miserias personales que no desaparecen nunca, pero que se convierten en ocasiones para afirmar de nuevo, con la libertad del arrepentimiento, el amor; contra los obstáculos del ambiente que hemos de superar «con una siembra de paz y de alegría» (n. 105). Hay momentos en los que, en las anotaciones sobre ese gran juego divino y humano de la libertad y del amor, se vislumbra un poco del sufrimiento –del dolor de amor, por la falta de correspondencia de la humanidad a la misericordia divina– que acompañó siempre la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer. Era difícil darse cuenta, viéndole. Pocas personas pasarán por este mundo con tanta alegría, con tan buen humor, con tal sentido de la juventud y de vivir al día. No era nostálgico de nada, salvo del Amor de Dios. Pero sufrió. Muchos de sus hijos que le han conocido de cerca, me han comentado luego: ¿cómo era posible que nuestro Padre padeciese tanto? Lo hemos visto siempre alegre, atento a los más pequeños detalles, entregado a todos nosotros.
La respuesta, indirecta, está en algunas de estas homilías: «no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios» (n. 301).
Por ese saber abrazarse apasionadamente a la Cruz del Señor, Monseñor Escrivá de Balaguer podía decir que «la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía» (n. 143). Siempre secundó dócilmente las mociones del Espíritu Santo, de modo que su conducta fuese un reflejo de la imagen hermosa de Cristo. Creía al pie de la letra en las palabras del Maestro, y con frecuencia fue atacado por los que no parecen soportar que se pueda vivir de fe, con esperanza y con amor. «Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras El me conceda vida, continuaré ocupándome –como sacerdote de Cristo– de que haya unidad y paz entre los que por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!» (n. 174).
La pasión del amor y de la libertad, la conciencia de que hemos de movernos en el ámbito divino de la fe y de la esperanza, se hacen apostolado. Una homilía –Para que todos se salven– está íntegramente dedicada a este tema. «Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios (cfr. Luc. V, 1). ¡Como hoy! ¿No lo véis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (n. 260).
El nervio del apostolado, esa apasionada comunicación del amor impaciente de Dios por los hombres, atraviesa las fibras de todas las páginas de este volumen. Se trata de «pacificar las almas con auténtica paz» y de «transformar la tierra» (n. 294). Monseñor Escrivá de Balaguer vuelve con continuidad su mirada al Maestro, que enseñó a los hombres a hablar de la felicidad eterna con el paso terrestre de sus pisadas divinas. No me resisto a transcribir una página de Hacia la santidad, en la que el Fundador del Opus Dei comenta una escena evangélica que le enamoraba: el apostolado de Jesús con los dos discípulos de Emaús, que habían quizá perdido la esperanza.
«Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia» (n. 313).
Es Cristo que pasa. Aquellos dos hombres, cuando ven que Jesús hace ademán de continuar el camino, le dicen: continúa con nosotros, porque es tarde y va ya el día de caída 10. «Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume» (n. 314).
Este deseo de Dios, que todos llevamos dentro, ofrece el terreno diario para el apostolado del cristiano. Los hombres estamos clamando por El, y lo buscamos aun en medio de las conciencias dudosas o con los ojos pegados al suelo. «Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque El vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha –anochece–, para hablar a los demás de El, porque tanta alegría no cabe en un pecho sólo» (n. 314).
Yo vuelvo con la memoria –que es presente: no lo olvido nunca– a aquel 26 de junio de 1975. Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer nació definitivamente al Amor, porque su corazón necesitaba ya un Emaús interminable, quedarse para siempre junto a Cristo. En Hacia la santidad había escrito: «nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro (…). Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente» (n. 310). Y más adelante: «me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria» (n. 313).
Allí habita, con la Trinidad Beatísima; con María, la Santa Madre de Dios y Madre nuestra; con San José, a quien tanto amaba. Muchos, en todas partes, le confiamos nuestras oraciones, seguros de que Dios Nuestro Señor se complace en quien quiso ser –y lo fue durante su vida en esta tierra– un siervo bueno y fiel 11.
Los escritos del Fundador del Opus Dei publicados hasta ahora –y especialmente Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Conversaciones– han superado los cinco millones de ejemplares y están traducidos a más de treinta idiomas. Sale a la luz este segundo volumen de homilías, con el mismo fin: servir de instrumento para acercar almas a Dios. La Iglesia atraviesa momentos difíciles, y el Santo Padre no se cansa de exhortar a sus hijos a la oración, a la visión sobrenatural, a la fidelidad al sagrado depósito de la Fe, a la comprensión fraterna, a la paz. En estas circunstancias no podemos sentirnos desanimados: es la hora de poner en práctica, hasta el heroísmo, las virtudes que definen y trazan la imagen del cristiano, del hijo de Dios que procura «que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra» (n. 75), mientras camina por la ciudad temporal.
La vida del cristiano que se decide a comportarse de acuerdo con la grandeza de su vocación, viene a ser como un prolongado eco de aquellas palabras del Señor: ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer cuantas cosas oí de mi Padre 12. Prestarse dócilmente a secundar la Voluntad divina, despliega insospechados horizontes. Monseñor Escrivá de Balaguer se goza al subrayar esa hermosa paradoja: «nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos» (n. 35).
Hijos de Dios, Amigos de Dios: ésa es la verdad que Monseñor Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban. Su predicación es un constante mover a las almas para que no piensen «en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo» (n. 247). Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, «participaremos en la dicha de la divina amistad» (n. 300); si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt –canta la Liturgia de las Horas– et amici Deifacti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios 13.
Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A El acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos, porque «los cristianos estamos enamorados del Amor» (n. 183). Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse «al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo» (n. 258).
Se engañan los que ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien, hasta arribar a la definitiva Patria. Todo tiene importancia en la vida del cristiano, porque todo puede ser ocasión de encuentro con el Señor, y, por eso mismo, alcanzar un valor imperecedero. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre» (n. 200).
Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer conoce ahora directamente esos sabores y dulzuras de Dios. Ha entrado en la eternidad. Por eso sus palabras, también las de estas homilías que presento, han adquirido –si cabe– más fuerza, penetran más hondamente en los corazones, arrastran. Termino con un texto que puede servir para contagiarnos de otra de sus pasiones dominantes:
«Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor. Y si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe –no en nombre propio, sino en nombre de Cristo–, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar, que El vela por su Esposa siempre: que no la abandona. Que pasarán las tinieblas, porque somos hijos de la luz (cfr. Ephes. V, 8) y estamos llamados a una vida perdurable» (n. 316).
Artículo publicado en "Estudios sobre Camino", editado con ocasión del 50º aniversario de este libro del Fundador del Opus Dei (octubre 1988)
Después de la marcha al Cielo del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, he tenido el privilegio –así me lo encargó expresamente– de leer y anotar sus Apuntes íntimos. Se trata de ocho cuadernos, donde se recogen anotaciones manuscritas del Fundador del Opus Dei. En una de estas notas, fechada el 7 de agosto de 1931, tras relatar un acontecimiento trascendental de su vida interior, se lee: «A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad…, sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey».
Esta aspiración de Monseñor Escrivá de Balaguer, que arrancaba del fuego interior de su espíritu, ha encontrado una cabal expresión en Camino, un libro que desde hace años es célebre en la literatura cristiana universal y que ha sido, en efecto, un «camino» para que multitud de hombres y mujeres se acerquen a Dios. Y, sin embargo –esto es lo que ahora quiero subrayar–, el Autor de este best-seller, cuando dio a la imprenta estos pensamientos y consejos espirituales, no pensaba en un libro de gran difusión: su objetivo era sencillamente poner en manos de las personas que le rodeaban, a quienes dirigía espiritualmente –en gran parte, jóvenes universitarios, obreros y enfermos–, unos puntos de meditación que les ayudaran a mejorar su vida cristiana.
Camino, en efecto, salió a la luz en 1934 bajo el título de Consideraciones espirituales. Fue editado en una modesta imprenta de Cuenca; su contenido era más reducido que el de la edición definitiva, que, con el título ya consagrado –Camino–, apareció en Valencia en 1939. Pero Consideraciones espirituales no era, a su vez, sino la edición impresa de unas hojas que había tirado a multicopista –a «velógrafo», se decía entonces– en 1932 para uso de las personas que trataba más directamente en su apostolado. Por eso mismo, en aquel primer texto impreso, ni siquiera figura el nombre completo del Autor: lo firma, sencillamente, «José María».
Se ha dicho, muy justamente, que Camino no es un libro escrito en una biblioteca, no es el fruto de una elucubración intelectual, deducida desde la literatura teológica. Ni siquiera responde a la actitud previa de un autor que «decide» escribir un libro. La primera redacción de estas páginas tan celebradas se inscribe, como he dicho hace un momento, en la cotidiana e intensa tarea pastoral y en la oración personal de aquel joven sacerdote que, cuatro años antes –por inspiración divina, ha subrayado Juan Pablo II 1–, había fundado el Opus Dei.
La lectura de las notas y apuntes íntimos, a que he hecho referencia, arroja luz muy clara sobre el origen de Camino. Casi la mitad del libro –las 438 consideraciones impresas ya en 1934– está tomada, prácticamente a la letra, de esas notas personales que el Siervo de Dios fue redactando desde que era muy joven. Llevaba siempre consigo unas octavillas en blanco, con el fin de anotar en el acto las inspiraciones que recibía de Dios, o también las ideas que le venían a la mente o el corazón, para alimentar su vida interior, o para organizar la Obra que Dios le pedía. Después las transcribía en cuartillas, con una redacción completa, y finalmente las pasaba a los cuadernos de Apuntes íntimos, destruyendo las cuartillas. A estas anotaciones las llamaba familiarmente catalinas, en honor de Santa Catalina de Sena, a quien tenía gran veneración por su amor apasionado a la verdad. El conjunto es un documento espontáneo, de gran belleza, de tersa frescura y ciertamente autobiográfico.
Hay un proceso que suele verificarse en la vida de los santos que han sido, al mismo tiempo, buenos escritores. Así me lo ha sugerido la lectura, hace pocos días, de unas palabras de aquel gran Santo, Doctor y Padre de la Iglesia, que es Agustín de Hipona. Explicando la génesis de sus celebérrimas Confesiones, escribe: «Los trece libros de mis Confesiones son una alabanza, en el bien y en el mal, al Dios justo y bueno, y excitan hacia El la mente y el corazón. Este es, al menos, el sentimiento que produjeron en mí mientras las escribía, y que ahora renuevan cuando las leo. Los demás… que juzguen por su cuenta. Sé que a muchos hermanos les agradan mucho y les siguen gustando» 2.
Un proceso semejante se dio indudablemente en el alma de Monseñor Escrivá de Balaguer. Al leer sus Apuntes íntimos, se descubren señales, frases recuadradas, etc., que tienen como objetivo facilitar su posterior localización: indicio cierto de que las meditaba una y otra vez. Muchas de ellas –despersonalizadas, para que no se sepa a quién se refieren– son puntos enteros de Camino. Como el Autor mismo hace notar, la relectura de esas frases le ayudaba a calibrar mejor la acción de Dios en su alma, a afinar constantemente en el cumplimiento exacto de la Voluntad divina. Y, viendo el bien que le hacían personalmente, pronto intuyó que también podrían servir a muchas otras personas de la calle; y, en primer lugar, a sus hijas y a sus hijos, que deseaban seguir su mismo rumbo espiritual.
La realidad es que aquellas hojas de circulación casi privada se fueron convirtiendo, tras la edición definitiva, en uno de los libros de la literatura católica más leídos en el siglo XX. Redacto estas cuartillas para un volumen que los editores pensaron con ocasión del ejemplar número 3.000.000 de Camino, cifra que ya ha sido rebasada ampliamente, mientras escribo. Camino, a menos de cincuenta años de su publicación, es un verdadero clásico de espiritualidad, traducido, leído y meditado en las lenguas más dispares, a las que ha sido vertido el castellano rico y terso de su lengua original. Millones de personas de toda raza y lengua, jóvenes y mayores, mujeres y hombres, han aprendido a tratar a Cristo y a su Madre, a preocuparse de los demás, a amar a la Iglesia y al Papa, a descubrir el valor divino de las realidades humanas, gracias a la lectura y meditación de este libro.
Más aún, cosa que puede sorprender, tratándose de un texto penetrado enteramente de la más viva y recia fe católica: Camino se ha difundido también entre cristianos no católicos, que encuentran en sus páginas alimento espiritual, a la vez que una llamada hacia la plenitud de la fe. Incluso personas no bautizadas se sienten movidas por su lectura a llevar una vida humana limpia, a trabajar con seriedad y con empeño, a respetar y comprender a los demás hombres, a convivir con todos; en definitiva, a un modo de vida abierto a Dios.
Esta realidad «ecuménica» de Camino obliga a preguntarse cómo unas páginas, cuyo origen redaccional tiene contextos tan marcados, han podido difundirse entre personas pertenecientes a medios culturales, no ya diferentes al originario de Camino, sino tan diversos entre sí. ¿Cuál es la inspiración profunda de este libro, capaz de dar razón –además de la actuación de la gracia, que Dios concede como y cuando quiere– del bien que ha hecho y sigue haciendo en gentes tan distintas?
Aunque a primera vista pueda resultar paradójico, la universalidad de Camino en el tiempo y en el espacio, lo que podríamos llamar su carácter «transcultural», encuentra una primera explicación en las mismas razones que lo sitúan en un concreto contexto cultural e histórico. Porque Camino ha nacido de la vida misma, y ésta se da siempre en determinadas coordenadas de lugar y tiempo. Camino es un diálogo que un sacerdote de Cristo emprende con su Padre Dios y con las almas que el Señor pone a su lado: hombres y mujeres corrientes, metidos en el trabajo y en la vida profesional, traídos y llevados por los afanes diarios, solicitados por el amor humano y por el amor de Dios, experimentando la miseria del pecado y las llamadas divinas. Nada en el libro es elucubración, dije antes; nada hay allí artificioso o hipotético: en cada una de sus páginas palpita la incontable riqueza de lo realmente vivido. De ahí proviene el perenne frescor de este libro y ésta es, sin duda, la razón de que, aun habiendo sido escrito en circunstancias históricas bien determinadas, Camino interese a millones de personas que viven en otros contextos culturales. Las circunstancias históricas –de tiempo, de lugar, de situación– en que nacieron los puntos de Camino son como la envoltura que queda trascendida por la vida que allí se encierra.
La inspiración profunda de Camino es, por decirlo en una palabra, la existencia cristiana vivida por seres de carne y hueso, que se desarrolla en las condiciones ordinarias del mundo.
El Señor concedió sin duda a aquel sacerdote joven y pobre, sin medios humanos –«yo sólo tenía 26 años, la gracia de Dios y buen humor», repetiría Monseñor Escrivá de Balaguer años después–, una excepcional penetración en lo que sucede en el hondón del alma humana, en el corazón del hombre, en ese cotidiano acontecer común a todo ser que viene a este mundo. Le concedió, de modo particular, una visión clara y diáfana de la propia situación de criatura ante su Creador. Aquel «noverim me, noverim te» –conocer a Dios y conocerse a sí mismo– en el que San Agustín cifraba todas las ansias de la mente humana 3, es lo que se refleja en las páginas de Camino. Y esto, y no otra cosa, es lo que permite que un obrero alemán, o una enfermera colombiana, o una madre de familia japonesa, o un abogado nigeriano se encuentren, leyendo el libro, vitalmente interpelados por la misma palabra del sacerdote de Cristo –por Cristo, en definitiva– que conversaba en el Madrid de los años 30, y en toda España y en todo el mundo después, con los hombres y mujeres que encontraba en su caminar diario.
En los puntos de Camino, lo que se impone al lector es la realidad concreta del corazón humano –que trasciende las culturas–; y la realidad, también concreta, de la gracia divina, del Dios que llama a cada persona y le ofrece un destino eterno. Muchos lectores de Camino, a veces incluso lectores que no se proponían «leerlo» sino «hojearlo» –el libro había caído en sus manos por casualidad–, se han quedado como «prendidos» o «enganchados» en un punto, que les hacía patente, de manera luminosa e insospechada, una dimensión decisiva de su existencia; o que les situaba, de manera inquietante, ante la exigencia de una resolución personal. Se comprende que un hombre con intención recta, incluso agnóstico, pueda encontrarse «afectado» de la manera más personal, al leer, por ejemplo en el punto 237 de Camino estas palabras:
«… ¿No es cierto que tu mal humor y tu tristeza inmotivados –inmotivados, aparentemente– proceden de tu falta de decisión para romper los lazos sutiles, pero "concretos", que te tendió –arteramente, con paliativos– tu concupiscencia?» 4.
Aquí no hay contextos. Estamos ante una palabra cristiana –humana– que se dirige al fondo del corazón de todo hombre, tal como es, tal como existe en este mundo nuestro, manchado por el pecado y amado y redimido por Cristo. Es una palabra que apela a la autenticidad del hombre y le sitúa ante la realidad de sí mismo, que es la primera etapa del camino que lleva a plantearse la vida ante Dios. Monseñor Escrivá de Balaguer solía decir que esto es lo que había buscado siempre con su predicación: «Si interesa mi testimonio personal –predicaba el Viernes Santo de 1960–, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida» 5.
Esta dimensión humana de Camino explica la capacidad demostrada por el libro de conectar con las esperanzas y aspiraciones de cualquier hombre o mujer que sienta verdaderamente su propia dignidad, independientemente de sus convicciones religiosas, ofreciendo al lector ilusión e impulso para llevar una vida humanamente más limpia y más noble.
Pero Camino, desde su primera línea hasta la última, es un libro explícitamente cristiano. No podía ser de otro modo, si se atiende a su origen. Cristo lo llena todo en sus páginas, pues El –Cristo– es el Camino del hombre; y el fondo del hombre –su corazón– se esclarece a la luz de la Verdad de Cristo y se inflama con la Vida –el Amor– de Cristo. De ahí que en el lector de Camino, el impulso que el libro provoca hacia una vida humana digna sea, de ordinario, inseparable del llamamiento a que asuma de nuevo las exigencias –tantas veces olvidadas o dormidas– de la vida sobrenatural, de la vida nueva de los hijos de Dios: es decir, de la vida cristiana, tal como la propone la tradición de la Iglesia Católica. Vida Sobrenatural, Fe, Caridad, La Virgen, Santa Misa, La Iglesia, Oración, Mortificación, Comunión de los Santos, etc.: los títulos de tantos capítulos de Camino muestran, ya en su tenor literal, esta realidad cristiana y católica que es la vida que en sus páginas se describe.
Esta doble componente –divina y humana– de la existencia del cristiano es, como dije antes, la fuente más profunda de Camino. Pero estas consideraciones, que vengo haciendo, quedarían incompletas si se olvidara un dato fundamental: el Autor es el Fundador del Opus Dei. Desde el 2 de octubre de 1928, fecha en la que el Señor le hizo «ver» la Obra, todas sus energías de sacerdote –con la oración, con la palabra, con la pluma, con los hechos– estuvieron encaminadas a hacer el Opus Dei en el mundo: la voluntad que Dios le había manifestado se enseñoreó de la manera más completa de toda su actividad. He convivido intensamente con Monseñor Escrivá de Balaguer, día tras día, a lo largo de cuarenta años casi ininterrumpidos, y puedo decir que, a imitación del Maestro, el alimento de su espíritu era cumplir la Voluntad de Dios, que se le hizo evidente en aquella fecha bien precisa.
Esto, que acabo de recordar, es importante para comprender el libro que nos ocupa y el tenor de la espiritualidad que llena sus páginas. Camino, como puede ya deducirse de lo que dije al principio a propósito de su origen, refleja la vida espiritual y la predicación del Fundador del Opus Dei en los primeros años después de la fundación: fueron sus páginas un instrumento para dar a conocer, para difundir, el mensaje que el Señor le hizo entender aquel 2 de octubre. El núcleo central, la idea básica de este mensaje la había formulado ya, de la manera más precisa, en un escrito del año 1930 dirigido a los miembros del Opus Dei:
«Hemos venido a decir, con la humildad del que se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Luc. V, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe del que se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados, que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión u oficio. Porque esa vida corriente, sin apariencia, puede ser medio de santidad» 6.
Dios Nuestro Señor, en efecto, ha suscitado el Opus Dei para contribuir a que los fieles cristianos corrientes, que viven en las circunstancias ordinarias de la vida humana, tomen conciencia de la llamada universal a la santidad, y sepan que la respuesta a esa llamada ha de llevarles a la santificación del trabajo profesional ordinario y de esas mismas circunstancias de la vida, que, de esta manera, se hacen camino, camino hacia Dios.
Por eso, además de hundir sus raíces en la vida humana y en la vida cristiana, hay que señalar en Camino este tercer elemento: la espiritualidad específica del Opus Dei. No es, sin embargo, un elemento sobreañadido a los anteriores: brota con sobrenatural espontaneidad del alma de Monseñor Escrivá de Balaguer, mientras conversa sobre el sentido humano y cristiano de la vida. Así, los rasgos básicos de la espiritualidad cristiana que el Señor le inspiró van coloreando el patrimonio recibido en la fe de la Iglesia: son como el punto de mira espiritual desde el que se contempla en Camino lo humano y lo cristiano, lo natural y lo sobrenatural.
La espiritualidad del Opus Dei, plenamente inscrita en la doctrina y en la praxis de la Iglesia, pone de relieve algunos puntos de la espiritualidad y de la ascética cristiana que habían quedado en un segundo plano, o incluso relegados prácticamente al olvido, con el paso de los siglos. Estoy seguro de que en las distintas colaboraciones de este volumen esos aspectos serán estudiados, de una manera o de otra. Ahora me limito a destacar, ante todo, la llamada universal a la santidad, a la que ya me he referido; unido a ella, el valor santificador de la vida ordinaria, pues aquella llamada divina sería ilusoria o desencarnada si no convirtiera en caminos divinos –con expresión de Monseñor Escrivá de Balaguer– los mismos caminos de la tierra; a continuación, su constante afirmación de que la perfección humana –en el trabajo, en todas las actividades terrenas– está en la base y, a la vez, es exigencia de la perfección cristiana; finalmente, el deber y el derecho de todos los fieles de participar en la misión de la Iglesia haciendo apostolado.
Aquel fondo humano y cristiano –en el que he insistido al principio–, vivido y expresado en sus páginas con estos rasgos de la espiritualidad del Opus Dei, explican que el libro, a los cincuenta años de su publicación, sea plenamente actual. Camino ha ido preparando en este tiempo a millones de personas para entrar en sintonía y acoger en profundidad algunas de las enseñanzas más «revolucionarias» que, treinta años después, promulgaría solemnemente la Iglesia en el Concilio Vaticano II. Leamos algunos textos de Camino y del Concilio.
La Constitución dogmática Lumen gentium tiene un punto culminante –así lo ha vuelto a subrayar el reciente Sínodo Extraordinario de los Obispos del año 1985– en el capítulo titulado precisamente «La llamada universal a la santidad en la Iglesia», cuyo número 40 comienza con esta solemne declaración: «Nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que El es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen. "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto"». 7. Son éstas unas palabras que resultan familiares para tantos lectores de Camino, que se han visto interiormente sacudidos por la tajante palabra del Fundador del Opus Dei, que les despertaba a la plenitud de la vida cristiana:
«Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos?
»A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» 8.
Este lenguaje coloquial y directo de Camino y aquel estilo discursivo y teológico del Concilio ponen de relieve, en efecto, la misma realidad cristiana. Así lo experimenta también el que lee, por ejemplo, la descripción de la vida y misión de los laicos en el n. 31 de Lumen gentium: «viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propia misión, guiándose por el espíritu del Evangelio; y así, igual que la levadura, contribuyen desde dentro a la santificación del mundo y descubren a Cristo a los demás, brillando ante todo con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad» 9. Esa concreta realidad apostólica es la que Camino contempla, arrancando desde la vida teologal del cristiano, que excluye todo activismo superficial:
«… Quietud. –Paz. –Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!…, sin perder tu vigor y tu luz» 10.
Una de las declaraciones del Concilio Vaticano II llamada a tener más trascendencia pastoral es su doctrina sobre la fundamentación cristológica del apostolado de los laicos. Monseñor Escrivá de Balaguer lo explicaba así en su conversación de sacerdote:
«Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena.
»Esto es mucho…, pero es poco. –Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo» 11.
He aquí la doctrina conciliar: «El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el Señor mismo en razón del bautismo y de la confirmación» 12.
Otro texto. El punto 831 de Camino, que dibuja en una pincelada el horizonte del apostolado personal del laico cristiano:
«Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago. –Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo… y éste, otro… y otro, y otro… Cada vez más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?» 13.
Este es el clima del n. 13 del Decreto Apostolicam actuositatem, que termina con estas palabras: «Los verdaderos apóstoles (…) ponen su empeño en anunciar a Cristo a su prójimo también con la palabra, porque muchos hombres no pueden escuchar el Evangelio, ni conocer a Cristo más que a través de sus vecinos seglares» 14.
De la Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 43, es este pasaje: «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos cristianos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestro tiempo» 15. Esta situación, denunciada con tan recias palabras por el Concilio Vaticano II, impide, en efecto, de la manera más radical, el apostolado que deben desarrollar los laicos en medio de las actividades humanas. Por eso, el Fundador del Opus Dei pedía a los lectores de Camino que meditaran la contradicción implícita en ese divorcio:
«Aconfesionalismo. Neutralidad. –Viejos mitos que intentan siempre remozarse.
»¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» 16.
Durante mi trabajo en las comisiones del Concilio Vaticano II pude comprobar cómo se abrían paso en sus documentos, a veces muy trabajosamente, enfoques de la vida cristiana y criterios pastorales que son como la atmósfera de Camino. Un libro que, en lo doctrinal, refleja la firme y gozosa recepción que hace su Autor de la fe transmitida por la Iglesia; y que, a la vez, la proyecta en la vida real de los hombres, ofreciendo así, desde esa vida cristiana, una experiencia pastoral, espiritual, ascética que es portadora de nuevos desarrollos doctrinales.
Tal vez resida aquí la razón más profunda de la permanente actualidad de Camino a lo largo de este medio siglo, que ha contemplado profundos cambios –culturales, sociales, políticos– en el mundo, y una búsqueda –a veces, angustiosa– de «aggiornamento» en la Iglesia. Porque lo que permanece es siempre lo esencial: el hombre, con sus íntimas aspiraciones a una vida verdaderamente humana; y los requerimientos de la gracia, que lo llaman a la filiación divina y a la santidad en medio y a través de las circunstancias ordinarias de este mundo. Son estas fuentes profundas las que explican que, hoy como ayer, de las páginas de Camino sigan manando el vigor y la alegría.
Presentación a la primera edición de "Surco" (19-III-1986)
El 8 de diciembre de 1950, el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer escribía: «Sólo se me ocurre decirte, amigo lector, que pongas en muchas manos este libro, y así se pegará a muchos corazones nuestra divina locura de tratar a Cristo. Y que ruegues, al Señor y a su bendita Madre, por mí: para que pronto tú y yo volvamos a encontrarnos en otro libro mío –Surco–, que pienso entregarte dentro de pocos meses» 1.
Este deseo del Fundador del Opus Dei se hace realidad ahora, cuando se cumple el undécimo aniversario de su tránsito al Cielo. Realmente, Surco podría haber salido hace muchos años, y en varias ocasiones Monseñor Escrivá de Balaguer estuvo a punto de enviarlo a la imprenta. Sin embargo, como solía repetir con palabras de un viejo refrán castellano, «no se puede repicar y andar en la procesión». Su intensísimo trabajo fundacional, la labor de gobierno al frente del Opus Dei, y otras mil tareas al servicio de la Iglesia, le impidieron dar el último repaso –tranquilo, sosegado– a este libro que, como Camino, es fruto directo de su vida interior y de su experiencia de almas. Sin embargo, lo había dejado terminado –a falta de la última revisión estilística– desde hace tiempo, incluso con los títulos de los diversos capítulos que lo integran.
Al igual que Camino, libro de Monseñor Escrivá de Balaguer que ha alcanzado ya una tirada superior a los tres millones de ejemplares, y que ha sido traducido a treinta y tantas lenguas, Surco es un libro escrito para ayudar a la meditación personal. Los pensamientos que recoge también son fruto de la vida y de la experiencia de su autor, aunque tiene distinto carácter. Como el mismo Monseñor Escrivá de Balaguer afirma, la finalidad de este libro es hacer «contemplar virtudes de hombre» (prólogo). No pretende, pues, ser un tratado moral, ni realizar un estudio sistemático de las virtudes humanas, sino poner ante el lector, de manera práctica y concreta, la importancia de las virtudes humanas en el vivir cristiano.
Con la amplia experiencia de almas que le caracteriza, el Fundador del Opus Dei hace desfilar en este libro un conjunto de cualidades que deben relucir en la vida de los cristianos: generosidad, audacia, alegría, sinceridad, lealtad, naturalidad, amistad, pureza, responsabilidad… La simple lectura de los títulos del sumario permite descubrir el amplio panorama de perfección humana que Monseñor Escrivá de Balaguer descubre en Jesucristo, «perfecto Dios y perfecto Hombre» 2.
Jesús es el Modelo acabado del ideal humano del cristiano, pues –como ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II– «Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es –si se puede hablar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad» 3. Valgan como resumen de todas estas virtudes las palabras con las que el autor de Surco da gracias a Nuestro Señor por haber querido hacerse «perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos…» (n. 813).
Lo que en estas páginas aparece es la vida misma del cristiano, en la que lo divino y lo humano se entrelazan sin confusión, pero sin solución de continuidad. «No olvides que mis consideraciones –afirma el autor–, por muy humanas que te parezcan, como las he escrito –y aun vivido– para ti y para mí cara a Dios, por fuerza han de ser sacerdotales» (prólogo). Son virtudes humanas de un cristiano, y precisamente por eso se muestran en toda su sazón, dibujando el perfil del hombre y de la mujer maduros, con la madurez propia de los santos. En los comentarios de Monseñor Escrivá de Balaguer sobre una u otra virtud, está siempre presente el eco de aquellas palabras de San Agustín: «como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo definir estas cuatro virtudes –que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en las bocas de todos– como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado y que ejerce, por lo mismo, señorío conforme a la razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos» 4.
Monseñor Escrivá de Balaguer presenta estas virtudes a la luz del fin último del hombre. El capítulo Más allá trata de situar al lector en esta perspectiva, sacándole de una lógica meramente terrena para anclarle en la lógica eterna (cfr. n. 879). De este modo, las virtudes humanas del cristiano se colocan muy por encima de las virtudes meramente naturales. Por ejemplo, ante las penas de esta vida, la reciedumbre cristiana no se confunde con un aguantar estoicamente la adversidad, sino que se convierte en fuente de vida sobrenatural, porque «ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo: hacer, de un mal, un bien» (n. 887). La muerte es vista con serenidad y alegría, sin miedo, sin tragedias. Hasta las penas purificadoras después de la muerte son contempladas en esta óptica: como una muestra de la misericordia de Dios, que limpia los defectos de quienes han luchado por identificarse con su Hijo (cfr. n. 889).
Para Monseñor Escrivá de Balaguer, las virtudes humanas no son nunca algo añadido exteriormente a la existencia cristiana: constituyen, por el contrario, la trama que sustenta las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. El autor es bien consciente de que sólo la gracia otorga al hombre la capacidad de realizar el bien sobrenatural; pero también sabe que «la gracia obra sobre la naturaleza» (prólogo), y que las virtudes infusas necesitan ordinariamente de las virtudes humanas para la perfección de sus operaciones. Por eso les concede tanta importancia, al tiempo que se duele porque «muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre…, y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas» (n. 652).
Este sentido entrañablemente humano de la vida cristiana está siempre presente en la predicación y en los escritos del Fundador del Opus Dei. No le gustaban los espiritualismos desencarnados, porque –así solía repetir– el Señor nos ha hecho hombres, no ángeles, y como seres humanos hemos de conducirnos. Así se expresa en la homilía Virtudes humanas, recogida en uno de los volúmenes ya publicados que recogen parte de su rica predicación. «Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioann. I, 14).
»Mi experiencia de hombre, de cristiano y de sacerdote me enseña todo lo contrario: no existe corazón, por metido que esté en el pecado, que no esconda, como el rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre.
»En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales» 5.
Al mismo tiempo, Monseñor Escrivá de Balaguer pone vigorosamente de relieve la trascendencia de la acción de Dios, que hace que la vida del cristiano no quede nunca reducida a un humanismo inmanentista, chato y sin relieve. «Es verdad –continúa el texto de la homilía que acabo de citar– que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien» 6.
Esta doctrina del Fundador del Opus Dei aúna los aspectos humanos y divinos de la perfección cristiana, sin separación ni confusión, como no puede menos de suceder cuando se conoce con hondura y se ama apasionadamente la doctrina católica sobre el Verbo encarnado.
Al exponer las virtudes humanas de modo concreto y vivido –ya hemos señalado que Surco no es un libro de estudio, sino de meditación–, el autor va trazando el perfil del cristiano que vive y trabaja en medio del mundo, comprometido en los afanes nobles que mueven a los demás hombres y, al mismo tiempo, totalmente proyectado hacia Dios. El retrato que resulta es sumamente atractivo. El hombre cristiano «no debe quedarse en el rasero de una criatura mediocre. Dios le llama para que actúe como portador de humanidad y transmisor de una novedad eterna» (n. 419); es «sereno y equilibrado de carácter» (n. 417), y por eso sabe dar las notas «de la vida corriente, las que habitualmente escuchan los demás» (n. 440). Está dotado de «inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente» (n. 417), y pone al servicio de los demás hombres las cualidades de que está adornado (cfr. n. 422). Su mentalidad, universal, tiene las siguientes características: «amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; afán recto y sano –nunca frivolidad– de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia…; una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida» (n. 428).
En abierto contraste con este retrato, Monseñor Escrivá de Balaguer dibuja también el del hombre frívolo, vacío de verdaderas virtudes, que es como una caña movida por el viento 7 del capricho o de la comodidad. Su excusa típica es ésta: «no me gusta comprometerme en nada» (n. 539); y su existencia transcurre en el más desolador de los vacíos. Frivolidad que, desde un punto de vista cristiano, tiene también otros nombres: «cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento» (n. 541).
«Nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia» (n. 443), concluye el autor de Surco. Y brinda al lector un consejo certero: «procura imitar a la Virgen, y serás hombre –o mujer– de una pieza» (n. 443). Así, el cristiano estará en condiciones de transmitir a los demás hombres, junto con sus ideales sobrenaturales, toda esa carga de humanidad de la que es depositario. A este aspecto está consagrado todo un capítulo de este libro, bajo el revelador título –tan evangélico– de Pescadores de hombres.
¿Cuál es el contenido esencial de los valores humanos, de que trata Surco? Anticipo que, precisamente por ser fruto de la experiencia espiritual de su autor, no resulta fácil resumirlos. Por exigencias de claridad y de orden en la exposición, me limitaré a seguir el tradicional esquema de las cuatro virtudes cardinales.
De la prudencia, sabiduría del corazón 8 que rige toda la vida moral, trata Monseñor Escrivá de Balaguer en cuatro capítulos. Los puntos se centran en lo que Santo Tomás considera como el acto principal de esta virtud: el praecipere, el llevar a la práctica lo que se ha decidido, después de un estudio ponderado de todas las circunstancias concretas que concurren en una acción 9.
Desde las primeras páginas de Surco, se pone en guardia al lector frente al fantasma de los respetos humanos, que lleva a tantos hombres y mujeres a no manifestar adecuadamente, en la vida diaria, las exigencias de su fe. Monseñor Escrivá de Balaguer invita, una vez más, a la «santa desvergüenza» (n. 35), que es coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, sin miedo a chocar con un entorno adverso. «Cuando está en juego la defensa de la verdad –escribe–, ¿cómo se puede desear no desagradar a Dios y, al mismo tiempo, no chocar con el ambiente? Son cosas antagónicas: ¡o lo uno o lo otro! Es preciso que el sacrificio sea holocausto: hay que quemarlo todo…, hasta el "qué dirán", hasta eso que llaman reputación» (n. 34). En este miedo al qué dirán se esconde una concreta carencia de virtudes humanas. «Hay algunos que, cuando hablan de Dios, o del apostolado, parece como si sintieran la necesidad de defenderse. Quizá porque no han descubierto el valor de las virtudes humanas y, en cambio, les sobra deformación espiritual y cobardía» (n. 37).
A la tarea de difundir sin respetos humanos el mensaje evangélico consagra el capítulo Propaganda, en el que desenmascara el viejo prejuicio anticlerical de los planteamientos laicistas, proponiendo una propaganda católica hecha capilarmente –de amigo a amigo, de vecino a vecino, de pariente a pariente…–, que es el único modo de que sea eficaz la otra propaganda, a través de los medios de comunicación, que también ha de ponerse –y cada día más– al servicio de los intereses de Cristo. Esta propaganda cristiana «no necesita provocar antagonismos, ni maltratar a los que no conocen nuestra doctrina. Si se procede con caridad –"caritas omnia suffert!"– el amor lo soporta todo–, quien era contrario, defraudado de su error, sincera y delicadamente puede acabar comprometiéndose. –Sin embargo, no caben cesiones en el dogma, en nombre de una ingenua "amplitud de criterio", porque, quien así actuara, se expondría a quedarse fuera de la Iglesia: y, en lugar de lograr el bien para otros, se haría daño a sí mismo» (n. 939).
En los capítulos titulados Disciplina y Responsabilidad, Monseñor Escrivá de Balaguer condensa su experiencia de hombre de gobierno y de formador de almas. En una amplia serie de puntos, escritos con lenguaje directo, queda plasmada la actuación prudente de quienes están constituidos en alguna autoridad. Ahí se muestra cómo el gobernante ha de destacar por su sentido de humanidad y sus buenos modales; por la confianza que ha de infundir en sus súbditos; por su fortaleza, flexibilidad y afán de servicio; por su respeto a la libertad, sabiendo tratar a cada persona como es, sin generalizaciones injustas; por una profunda y sincera humildad, que le llevará a tener en cuenta el parecer de los demás, a no fiarse exclusivamente del propio juicio, a amar el gobierno colegial, a esforzarse por transmitir su ciencia a otros y a no hacerse imprescindible… Es tanta la riqueza de estos capítulos, que resulta imposible exponerlos por entero. Basten, como botón de muestra, dos o tres máximas breves pero incisivas: «Gobernar no es mortificar» (n. 390). «Gobernar, muchas veces, consiste en saber "ir tirando" de la gente, con paciencia y cariño» (n. 405). «No ambiciones más que un solo derecho: el de cumplir tu deber» (n. 413).
La virtud de la justicia está ampliamente tratada en Surco. No podía ser de otro modo, pues toda la vida del hombre sobre la tierra es un entrelazarse de derechos y deberes: con Dios, con los demás, con la sociedad. La conciencia de estos deberes crea en el cristiano un hondo sentido de responsabilidad. Este es precisamente uno de los hilos conductores de Surco, ya desde el primer punto: «Son muchos los cristianos persuadidos de que la Redención se realizará, y de que debe haber algunas almas –no saben quiénes– que con Cristo contribuyen a realizarla. Pero la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos…: serían una eternidad, si se llevara a cabo al paso de su entrega. Así pensabas tú –concluye este primer punto, poniendo al lector frente a su responsabilidad de cristiano–, hasta que vinieron a "despertarte"» (n. 1).
Justicia, en primer lugar, con Dios. El capítulo Oración refleja este deber primordial del hombre. «Conscientes de nuestros deberes, ¿vamos a pasar un día entero, sin acordarnos de que tenemos alma?» (n. 444). Porque «la oración no es prerrogativa de frailes: es cometido de cristianos» (n. 451). y necesaria para la eficacia de su misión en el mundo: «¿Católico, sin oración?… Es como un soldado sin armas» (n. 453). Un deber de rezar que no puede limitarse a las oraciones vocales, tan amadas por el Fundador del Opus Dei, sino que llevará al cristiano a ponerse delante de Dios de modo personal, a hablar con Cristo cara a cara, saliendo del anonimato (cfr. n. 456). Al mismo tiempo, se desarrollará en libertad, sin encorsetar a las almas en moldes rígidos, sin poner barreras a la acción siempre original del Espíritu Santo.
En este contexto de acatamiento de los derechos de Dios y de respeto a la libertad humana, se encuadra el deber de obedecer a los legítimos superiores. «Se obedece con los labios, con el corazón y con la mente. –Se obedece no a un hombre, sino a Dios» (n. 374). Una obediencia dócil, «pero con inteligencia, con amor y sentido de responsabilidad» (n. 372), propia de personas que hacen suyos los encargos recibidos y ponen todas sus energías al cumplirlos. Son características esenciales del modo en que el Fundador del Opus Dei entendió siempre la obediencia, en la que veía –lo mismo que en la labor de gobierno– una tarea de amor y de servicio, necesaria para la eficacia del trabajo y del apostolado. Una breve parábola describe los frutos de esta disciplina santa: «"Era un guerrillero –escribe–, y me movía por el monte, disparando cuando me daba la real gana. Pero quise alistarme como soldado, porque comprendí que las guerras las ganan, más fácilmente, los ejércitos organizados y con disciplina. Un pobre guerrillero aislado no puede tomar ciudades enteras, ni ocupar el mundo. Colgué mi escopetón –¡resulta tan anticuado!–, y ahora estoy mejor armado. A la vez, sé que no puedo ya tumbarme en el monte, a la sombra de un árbol, y soñar que yo solito ganaré la guerra".
»–¡Bendita disciplina y bendita unidad de nuestra Madre la Iglesia Santa!» (n. 409).
Los deberes profesionales encuentran su marco en el capítulo sobre Trabajo, resumen de las enseñanzas del autor sobre un aspecto esencial del mensaje que Dios le confió el 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei: que todos los trabajos rectos de los hombres pueden ser medio e instrumento de santificación personal y de apostolado. Partiendo una vez más del ejemplo de Jesucristo en sus años de Nazaret, Monseñor Escrivá de Balaguer reafirma su visión del trabajo como participación en la creación y en la redención, y pone de relieve las coordenadas que hacen posible la santificación del trabajo: realizarlo con perfección humana y con perfección sobrenatural; es decir, con competencia profesional y cuidado de los detalles, de una parte; y con rectitud de intención, por amor a Dios y a las almas, de otra. De este modo, cualquier trabajo –aun el más oscuro y menos brillante a los ojos humanos– es un verdadero camino de santidad.
El Señor ha querido que éste sea el núcleo de la vocación al Opus Dei, como se refleja con viveza en uno de los puntos de este libro: «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia!
»–Es verdad: antes "sólo" pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas» (n. 498).
Entre los deberes de justicia, los que se refieren a la verdad se desarrollan en cinco capítulos de Surco; los títulos son bien significativos; Veracidad, Sinceridad, Naturalidad, Hipocresía, La lengua. Esta insistencia se explica, no sólo por la capital importancia para la vida social de los deberes contenidos en el octavo mandamiento del decálogo, sino por el apasionado amor del Fundador del Opus Dei a la verdad. Para Monseñor Escrivá de Balaguer, la verdad –toda verdad– tiene algo de sagrado, en cuanto es reflejo de la Verdad Suma que es Dios; por eso siente el deber de respetarla y de difundirla, especialmente cuando se trata de una verdad de fe, revelada por Dios y propuesta por la Iglesia para ser creída. La peor intolerancia, afirma, es «la de impedir que la verdad sea proclamada» (n. 600).
El amor a la verdad lleva a no ignorar los problemas que puedan presentarse, sino a afrontarlos con decisión y claridad, para poder resolverlos (cfr. n. 581); mueve también a saber rectificar las propias opiniones, cuando cambian los datos que se tenían (cfr. n. 605); a comenzar las reformas por uno mismo, antes de exigir a los demás que se corrijan (cfr. n. 636); a dolerse ante la armas injustas –calumnia, difamación, mentira…– que muchos hombres utilizan para sus fines mezquinos (cfr. nn. 588-594, 899-926). sin pagarles nunca con la misma moneda; por el contrario, «ésta ha de ser tu actitud ante la difamación. Primero, perdonar: a todos, desde el primer instante y de corazón. –Después, querer: que no se te escape ni una falta de caridad: ¡responde siempre con amor!» (n. 920). Puedo testimoniar que, con estas palabras, Monseñor Escrivá de Balaguer hace el resumen de su propia vida. Tenía un corazón tan grande que jamás consideró a alguien como enemigo; por el contrario, trataba a todos como a hermanos y sabía perdonar desde el primer momento a quienes pretendían causarle algún daño, viendo en todos los sucesos de la vida la amabilísima Voluntad de nuestro Padre Dios.
Con insistencia se detiene en otras dos consecuencias del amor a la verdad: la sinceridad en las palabras y la naturalidad en la conducta. Desde niño aborrecía lo que no fuera claro, diáfano, transparente; mientras mostraba un aprecio especial por la actitud sencilla y noble de las almas sinceras. Estos sentimientos se reflejan con claridad en el siguiente punto: «Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado, taimado, astuto"… –Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aun más en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad» (n. 337).
A la amistad y a la lealtad dedica el autor sendos capítulos en este libro. La amistad la concibe como verdadera fraternidad, que mueve a compartir con el amigo los bienes que se poseen, y especialmente el bien más grande de que es posible gozar en esta vida: la amistad con Dios. Por eso, el apostolado viene a constituir la manifestación más alta y desinteresada de la verdadera amistad. «Te consideras amigo porque no dices una palabra mala. –Es verdad: pero tampoco veo una obra buena de ejemplo, de servicio…
»–Esos son los peores amigos» (n. 740).
La amistad del cristiano, verdadera caridad de Cristo, es inseparable de la lealtad, virtud que el Fundador del Opus Dei consideraba como la base humana de la fidelidad a Cristo, el gran Amigo que ha llevado su amor por los hombres hasta el extremo de entregar su vida por nosotros. De ahí su insistencia –siempre, pero de modo especial en los últimos años de su vida, cuando la deslealtad cundía en la sociedad civil y en la eclesial– en que el cristiano se comporte siempre lealmente con Dios, con la Iglesia, con la doctrina cristiana, con el Papa y la Jerarquía… «Siempre he pensado que la falta de lealtad por respetos humanos es desamor…, y carencia de personalidad» (n. 370), escribe. Y añade: «Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede… Con un amor siempre más ¡teológico!» (n. 353).
Pero el cristiano no es un solitario o un asocial, sino miembro de la comunidad humana. No puede, por eso, desentenderse de los problemas de la sociedad civil. No le convence a Monseñor Escrivá de Balaguer la distinción, frecuente en algunos tratadistas, entre virtudes personales y virtudes sociales, porque «no cabe virtud alguna que pueda facilitar el egoísmo; cada una redunda necesariamente en bien de nuestra alma y de las almas de los que nos rodean. Hombres todos, y todos hijos de Dios, no podemos concebir nuestra vida como la afanosa preparación de un brillante curriculum, de una lucida carrera. Todos hemos de sentirnos solidarios y, en el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la Comunión de los Santos» 10.
Al cristiano, por tanto, corresponde el derecho y el deber de ordenar según Dios todos los asuntos terrenos. También esta enseñanza pertenece al núcleo del espíritu del Opus Dei, que anticipó las solemnes declaraciones del Concilio Vaticano II sobre la misión propia de los laicos en la Iglesia y en el mundo 11. El capítulo Ciudadanía refleja bien esta doctrina y subraya fuertemente la secularidad como característica esencial del modo de santificarse de la inmensa mayoría de los hombres. «Tu vocación de cristiano te pide estar en Dios y, a la vez, ocuparte de las cosas de la tierra, empleándolas objetivamente tal como son: para devolverlas a El» (n. 295).
No hay, por tanto, ninguna oposición entre ser miembro de la ciudad de Dios y de la ciudad terrena, ni puede separarse la religión de la vida. «De lejos –allá, en el horizonte– parece que el cielo se junta con la tierra. No olvides que, donde de veras la tierra y el cielo se juntan, es en tu corazón de hijo de Dios» (n. 309). Los católicos tienen la grave obligación de influir cristianamente en la vida civil, cada uno según sus personales preferencias, con plena libertad en las cuestiones temporales. Inhibirse, por comodidad o por miedo, de la participación activa en las leyes que regulan la educación, la cultura, la vida familiar, etc., puede llegar a constituir un pecado de omisión: porque «no son derechos nuestros: son de Dios, y a nosotros, los católicos, El los ha confiado… ¡para que los ejercitemos!» (n. 310). En definitiva, «en la misma entraña de la sociedad, del mundo, los hijos de Dios han de brillar por sus virtudes como linternas en la oscuridad –"quasi lucernae lucentes in caliginoso loco"» (n. 318).
En este contexto de responsabilidad ante las tareas civiles se encuadra la justa preocupación social que debe caracterizar a los cristianos. «No me asegures que vives cara a Dios, si no te esfuerzas en vivir –siempre y en todo– con sincera y clara fraternidad cara a los hombres, a cualquier hombre» (n. 624). Y esto por una razón muy sencilla: «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!» (n. 303). Y añade, con el deseo de espolear una honda preocupación social en los cristianos: «cuando tu egoísmo te aparta del común afán por el bienestar sano y santo de los hombres, cuando te haces calculador y no te conmueves ante las miserias materiales o morales de tus prójimos, me obligas a echarte en cara algo muy fuerte, para que reacciones: si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres, y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero» (n. 16).
Y es que la justicia, para el Fundador del Opus Dei, no se reduce a un frío equilibrio de derechos y deberes, sino que exige amar, poner en ejercicio todas las energías del corazón. «Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena… y a la vez propia» (n. 797). Este principio, aplicado a las relaciones con Dios, se concreta en la fidelidad a los deberes religiosos aunque no haya devoción sensible; en el trato con los demás, lleva a poner siempre el corazón, que es cariño humano y caridad sobrenatural, en el cumplimiento de los deberes de justicia.
De la virtud cardinal de la fortaleza trata Surco en cuatro capítulos. Uno está centrado en lo que suele considerarse como el acto principal de esta virtud: sustinere 12, la capacidad de resistir ante las dificultades y adversidades de la vida, que es paciencia, reciedumbre, constancia. Es el titulado Sufrimiento, que da luces sobre el sentido del dolor: «El Señor, Sacerdote Eterno, bendice siempre con la Cruz» (n. 257), de la que proviene siempre la eficacia sobrenatural y también, en gran medida, la humana: «¡Cuánta neurastenia e histeria se quitaría, si –con la doctrina católica– se enseñase de verdad a vivir como cristianos: amando a Dios y sabiendo aceptar las contrariedades como bendición venida de su mano!» (n. 250).
El otro aspecto de la fortaleza, aggredi 13, que es esfuerzo positivo para superar la dificultad, es el tema dominante del capítulo Luchas, que refleja bien a las claras la experiencia del autor en la dirección de almas. Su lema está condensado en una expresión del salmista –nunc coepi! 14–, que Monseñor Escrivá de Balaguer vivió personalmente durante toda su vida, y enseñó a vivir a millares de personas, animándolas a comenzar y a recomenzar constantemente en las peleas de la la vida interior, porque ésa es la manera de avanzar realmente por el camino de la santidad, a pesar de las tentaciones del demonio, de la propia debilidad, y de las derrotas parciales. «"Nunc coepi!" –¡ahora comienzo!: es el grito del alma enamorada que, en cada instante, tanto si ha sido fiel como si le ha faltado generosidad, renueva su deseo de servir –¡de amar!– con lealtad enteriza a nuestro Dios» (n. 161). En esta pelea diaria por cumplir la Voluntad divina, el Fundador del Opus Dei descubre la esencia de la vida cristiana, porque «lucha es sinónimo de Amor» (n. 158).
Otras manifestaciones de la fortaleza se recogen en los capítulos Audacia, Generosidad y Ambición, con interesantes apuntes sobre la magnanimidad –virtud que impulsa a emprender trabajos grandes y difíciles, como la santidad y el apostolado– y la valentía, virtud necesaria para llevar a cabo tareas que sobrepasan las propias fuerzas.
La última virtud cardinal es la templanza, que regula –bajo el imperio de la recta razón, y a la luz de la fe– el desordenado apegamiento a los bienes sensibles. Como de ordinario, Monseñor Escrivá de Balaguer no presenta esta virtud como algo negativo, ni como simple moderación, sino como ejercicio de amor. En una sociedad hedonista como la actual, los consejos del autor de Surco tienen una especial resonancia. Escribe: «Hoy no bastan mujeres u hombres buenos. –Además. no es suficientemente bueno el que sólo se contenta con ser casi… bueno: es preciso ser "revolucionario".
»Ante el hedonismo, ante la carga pagana y materialista que nos ofrecen, Cristo quiere ¡anticonformistas!, ¡rebeldes de Amor!» (n. 128).
Entre las exigencias de una vida templada, el autor dedica un capítulo a la virtud de la pureza, «humildad de la carne» (cfr. n. 834), que es «afirmación del amor» (n. 831). Cada uno ha de vivirla según las exigencias del propio estado –soltero, casado, viudo, sacerdote–, y todos han de poner los medios que la ascética cristiana nos enseña: la oración y la frecuencia de sacramentos, la huida de las ocasiones, la sinceridad en la dirección espiritual, el recurso confiado a la Virgen.
La humildad acostumbra a considerarse como parte potencial de la templanza, en cuanto modera el afecto a los bienes del espíritu. Es una virtud eminentemente cristiana, que tiene su base humana en el conocimiento propio. A ella se refiere el autor en casi en todas las páginas de Surco, aunque le dedica específicamente dos capítulos. También aquí resulta muy difícil reflejar adecuadamente la doctrina del Fundador del Opus Dei. Quiero señalar, sin embargo, las coordenadas que –a mi juicio– delimitan su enseñanza. Una es la honda convicción de la propia miseria, en relación a la absoluta perfección de Dios; la otra es la convicción, también absoluta, de que –a pesar de esa miseria– el Señor desea hacer grandes cosas por medio de las criaturas que El mismo elige como instrumentos. De la armonía de estos dos elementos resulta una humildad radicada en la verdad, como escribía Santa Teresa de Jesús 15, bien lejana de la engreída y mentirosa actitud del soberbio, como de la humildad postiza y afectada del pusilánime. Lo expresa Monseñor Escrivá de Balaguer con una acertada comparación: «Cuando el Señor se sirve de ti para derramar su gracia en las almas, recuerda que tú no eres más que el envoltorio del regalo: un papel que se rompe y se tira» (n. 288).
La humildad es virtud absolutamente básica en el camino del cristiano. Si ella falta, todas las demás no son verdaderas virtudes. Por eso la predicó tanto el Fundador del Opus Dei, a lo largo de su vida. No me resisto a transcribir el primer punto del capítulo sobre esta virtud, porque constituye un buen resumen de lo que acabo de decir. Escribe:
«"La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de El y nada de sí mismo.
»"La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.
»"La obediencia" es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.
»"La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.
»"La mortificación" exterior es la humildad de los sentidos.
»"La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.
»–La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética» (n. 259).
Para terminar esta sucinta exposición, sólo me resta señalar los capítulos sobre Alegría y Paz, que el autor de Surco considera como los frutos maduros de una vida virtuosa. En efecto, a impulsos del Espíritu Santo, el cristiano que se esfuerza por ejercitar las virtudes humanas y las virtudes sobrenaturales se llena, ya en esta vida, del gaudium cum pace, al tiempo que se convierte en «sembrador de paz y de alegría por todos los caminos de la tierra». Y, lo que es más importante, se hace acreedor a la vida eterna.
De este modo, la práctica habitual de las virtudes humanas es, en el cristiano, camino para llegar a la bienaventuranza celestial. «Siendo Dios el Sumo Bien del hombre –escribió San Agustín–, se sigue que la vida santa, que es una dirección del afecto al Sumo Bien, consistirá en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia. Esta es la única perfección humana que consigue gozar de la pureza de la verdad, y la que ensalzan y aconsejan uno y otro Testamento» 16.
Muchas veces comentó el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer que podía haber incluido un mayor o menor número de puntos en Camino; si eligió 999 fue por un motivo de piedad personal. Como a otros grandes hombres de la historia de la Iglesia, también al Fundador del Opus Dei le gustaba jugar con los números. Le atraía particularmente el número 3, y sus diversos múltiplos –el 9, el 27, etc.–, porque le recordaban el misterio de la Santísima Trinidad, el máximo dogma de la fe cristiana, del que era tan devoto. Por eso, como un homenaje muy personal al Dios Uno y Trino, quiso que en Camino figuraran 999 puntos de meditación; así tuvo ocasión de explicárselo personalmente al Papa Pablo VI –asiduo lector de este libro, que conocía y había meditado desde 1945–, cuando el Santo Padre se lo preguntó en una de las entrevistas que mantuvo con Monseñor Escrivá de Balaguer.
A los 999 puntos de Camino, se suma en Surco uno más. La razón se encuentra en el pensamiento que pone fin a estas páginas: «Escribo este número para que tú y yo acabemos el libro sonriendo, y se queden tranquilos los benditos lectores que, por simplicidad o por malicia, buscaron la cábala en los 999 puntos de Camino» (n. 1000).
Ya se advirtió anteriormente que estas páginas no constituyen un tratado teológico sobre las virtudes, sino puntos de meditación que han de leerse con la disposiciones de quien desea sinceramente recorrer los caminos de la vida interior. Sólo así podrán ser entendidas en su verdadera luz, sin distorsiones ajenas al espíritu de su autor. Sin embargo, precisamente por subrayar con fuerza el lado humano de la vida cristiana, las consideraciones de Surco pueden ayudar a todo tipo de personas, también a no católicos e incluso a no cristianos. Esta realidad, ampliamente documentada en el caso de Camino, podrá reproducirse –con la ayuda de Dios– también con este nuevo libro del Fundador del Opus Dei, el segundo de una trilogía que quedará completa con la publicación de Forja, también preparado por Monseñor Escrivá de Balaguer antes de su fallecimiento.
Es lo que ruego a Dios, por mediación de la Santísima Virgen y de San José, y recurriendo también a la intercesión del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. «Ojalá que estas páginas hasta tal punto sirvan de provecho –así lo pido a Nuestro Señor– que nos mejoren y nos muevan a dejar en esta vida, con nuestras obras, un surco fecundo» (prólogo).
Presentación a la primera edición de "Forja" (26-VI-1986)
Con alegría y agradecimiento a Dios, me dispongo a redactar unas líneas que sirvan de presentación a este nuevo libro de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, a quien la Santísima Trinidad concedió el premio de su vida santa hace ya once años.
El origen de este libro, como el de Camino y Surco –obras de Monseñor Escrivá de Balaguer que componen con Forja una trilogía–, hay que buscarlo muchos años atrás, cuando el autor, sacerdote joven, sentía arder su alma en el deseo de llevar a término una misión divina, que el Señor le había confiado –de modo inequívoco y preciso– el 2 de octubre de 1928: proclamar a todos los vientos la llamada universal a la santidad en medio de las ocupaciones de la vida ordinaria, y abrir en la tierra la senda del Opus Dei, camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, como reza la oración para la devoción privada al Siervo de Dios.
Fue una mañana de verano, la del 7 de agosto de 1931, día en que la diócesis de Madrid celebraba la fiesta de la Transfiguración del Señor. En unos apuntes manuscritos y datados en esa fecha, Monseñor Escrivá de Balaguer dejó anotada una experiencia mística de las muchas que el Señor le dispensaba por aquellos años. «Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa –escribe–, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la ex-Corte… y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma).
»Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme –acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso–, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioann. 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas.
»A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad…, sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey» 1.
No podría hacerse una descripción mejor de esta obra del Fundador del Opus Dei que sale a la luz con carácter póstumo: Forja es un libro de fuego, cuya lectura y meditación puede meter a muchas almas en la fragua del Amor divino, y encenderlas en afanes de santidad y de apostolado, como era deseo de su autor, claramente reflejado en el prólogo: «tú… eres más que un tesoro, vales más que el sol: ¡toda la Sangre de Cristo! ¿Cómo no voy a tomar tu alma –oro puro– para meterla en forja, y trabajarla con el fuego y el martillo, hasta hacer de ese oro nativo una joya espléndida que ofrecer a mi Dios, a tu Dios?» (prólogo).
Forja consta de 1055 puntos de meditación, distribuidos en trece capítulos. Gran parte poseen un claro talante autobiográfico: son anotaciones escritas por el autor en unos cuadernos espirituales que, sin ser un diario, llevó durante los años treinta. En esos apuntes personales, el Fundador del Opus Dei recogía algunas muestras de la acción divina en su alma, para meditarlas una vez y otra en su oración personal, y también sucesos y anécdotas de la vida corriente, de los que se esforzaba por sacar siempre una enseñanza sobrenatural. Como es característico de Monseñor Escrivá de Balaguer, que siempre huyó de llamar la atención, las referencias a situaciones y sucesos de carácter autobiográfico suelen aparecer narradas en tercera persona, y constituyen aproximadamente la tercera parte del libro. El resto de las consideraciones de Forja son enseñanzas repetidamente predicadas por el autor, de palabra y por escrito, durante los cuarenta y siete años que vivió en la tierra después de la fundación del Opus Dei.
El nervio del libro puede resumirse en esta afirmación: «La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno –en la santificación–, como en la conducta externa» (n. 418).
La configuración progresiva con Jesucristo, que constituye la esencia de la vida cristiana, se realiza de modo arcano, pero real, por medio de los sacramentos 2, pero requiere el esfuerzo de cada uno por corresponder a la gracia: conocer y amar al Señor, cultivar sus mismos sentimientos 3, reproducir su vida en la conducta diaria, hasta poder exclamar con el Apóstol: vivo autem, iam non ego: vivit vero in me Christus 4, no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Este es el programa –la santidad– que el Señor propone a todos, sin excepción de ningún tipo. «Fíjate bien –escribe en una de las primeras consideraciones de Forja–: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro.
»Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección» (n. 13).
Para alcanzar esta meta, el cristiano debe sostener una pelea continua contra todo lo que le pueda apartar de Jesucristo, su Divino Modelo. Una lucha constante –esforzada pero amable– contra el pecado, sostenida y alentada por la gracia, que llena el alma de paz y se resuelve en progreso espiritual. «Desagrádete siempre lo que eres si quieres llegar a lo que aún no eres; porque donde encontraste agrado, allí te paraste», afirmaba San Agustín. Y añadía: «cuando digas: "es suficiente", entonces pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza siempre» 5.
En este camino hacia la santidad no faltarán caídas y errores. Pero aun con esas evidentes miserias, en la vida de los discípulos fieles de Jesús se reproducen los trazos de la existencia terrena del Maestro: la unión con el Padre del Cielo, en la aparente monotonía de una existencia ordinaria; el desbordarse de ese amor en apostolado fecundo; los milagros –verdaderos portentos espirituales– que el hombre o la mujer fiel llega a obrar, si deja que Dios tome posesión plena de su alma; el amor a todos los hombres, especialmente a los más necesitados; la contradicción, la incomprensión tal vez de quienes mejor deberían comprenderle; la Cruz, que es morir a sí mismo por amor de Dios y del prójimo; la resurrección definitiva en la Gloria.
Este itinerario interior de progresiva identificación con Cristo viene a ser la trama de Forja. Camino bien conocido por la ascética cristiana, pero que, en este libro, nada tiene de teórico y menos aún de quimera inasequible. Las consideraciones recogidas en estas páginas son senda batida por millares de personas en todo el mundo, que procuran seguir –según el beneplácito divino– las huellas tan claramente marcadas por el Fundador del Opus Dei.
Pero Forja no es un manual de vida interior; nada más lejos de las intenciones de su autor, que tenía un respeto grandísimo por la libertad interior de cada persona. Porque, a fin de cuentas, cada alma sigue su propio camino, a impulsos del Espíritu Santo. Estos puntos de meditación son más bien apuntes de viaje, consejos paternos para quien resuelve tomar en serio su vocación cristiana.
Todo comienza en el momento irrepetible en que el Señor insinúa al alma su amor de predilección. Es el capítulo que Monseñor Escrivá de Balaguer titula Deslumbramiento, porque deslumbrados quedamos cada vez que, con claridad creciente, Dios nos ayuda a entender que somos hijos suyos, que hemos costado toda la Sangre de su Unigénito, y que –a pesar de nuestra poquedad y de nuestra miseria– nos quiere corredentores con Cristo. Es –o puede ser– el inicio de una llamada divina particular, dentro de la común vocación cristiana, cuando el Señor muestra –a la persona que llama– perspectivas que superan inmensamente sus aspiraciones humanas. Lo describe el autor, metafóricamente, en una sentida nota autobiográfica, que bien podríamos suscribir otros muchos:
«Me veo como un pobre pajarillo que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso…, un día, en su vida, tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos…
»Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila –lo tomó equivocadamente por una cría de su raza– y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de la tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aún, hasta mirar de frente al sol… Y entonces el águila, soltando al pajarillo, le dice: –anda, ¡vuela!…
»–¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol –Cristo– en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar descanso en tu Corazón!» (n. 39).
El alma que ha sido agraciada con la vocación cristiana, que es llamada a la santidad, si es consecuente, desea vivir junto a Cristo, que eso es ser santo; corresponder siempre y en todo a la gracia que Dios derrocha en ella; amar hasta el sacrificio. Y, del amor, nace una actitud que será guía de todo el camino espiritual: «amo la Voluntad de mi Dios: por eso, en completo abandono, que El me lleve como y por donde quiera» (n. 40).
Enseguida se descubre que la respuesta a ese requerimiento divino exige una pelea constante. Lucha es precisamente el título del segundo capítulo de este libro. Un combate sin estruendo en la palestra de la vida ordinaria, porque «ser santo (…) no es hacer cosas raras: es luchar en la vida interior y en el cumplimiento heroico, acabado, del deber» (n. 60). Raramente pide el Señor a las almas grandes y definitivas batallas; les pide más bien «el heroísmo de hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día: como si de cada una de esas acciones dependiera la salvación del mundo» (n. 85). En efecto, aunque la materialidad de las obras sea de escasa monta, la virtud del que las realiza puede y debe alcanzar muy alto grado. Afirma el autor: «para quien quiere vivir de Amor con mayúscula, el término medio es muy poco, es cicatería, cálculo ruin» (n. 64).
Lucha, en primer lugar, por adquirir una sólida vida interior: «cada uno, personalmente, debe dialogar sin interrupción con el Señor» (n. 74). Monseñor Escrivá de Balaguer dedica muchas consideraciones a la vida de oración, a la Santa Misa como centro y raíz de la vida espiritual, al amor a la Virgen… Insiste en la necesidad de ser constantes en el cumplimiento de las prácticas de piedad, necesarias para progresar a lo largo de este camino de identificación con Cristo. «Con tu vida de piedad, aprenderás a practicar las virtudes propias de tu condición de hijo de Dios, de cristiano» (n. 86). No hay tiempo que perder, en este aprendizaje: «No esperes a la vejez para ser santo: ¡sería una gran equivocación!», urge el autor de Forja. Y añade, a renglón seguido: «Comienza ahora, seriamente, gozosamente, alegremente, a través de tus obligaciones, de tu trabajo, de la vida cotidiana…» (n. 113).
El enfoque de esta lucha por ser santo, para el Fundador del Opus Dei, es siempre positivo: no se trata sólo de evitar caídas, sino principalmente de adquirir y desarrollar virtudes, hábitos estables en los que se manifiesta de modo práctico el amor a Dios. Y entonces, por gracia divina, se siente horror al pecado, aunque sea venial; y se entiende por qué «es nuestra guerra divina una maravillosa siembra de paz» (n. 106). «Tu vida, tu trabajo, no debe ser labor negativa, no debe ser "antinada". Es, ¡debe ser!, afirmación, optimismo, juventud, alegría y paz» (n. 103).
Entre los medios para no cejar ni desorientarse en la pelea interior, Monseñor Escrivá de Balaguer señala el examen de conciencia –«necesidad de amor, de sensibilidad» (n. 110)– y la dirección espiritual: «ama y busca la ayuda de quien lleva tu alma. En la dirección espiritual, pon al descubierto tu corazón, del todo –¡podrido, si estuviese podrido!–, con sinceridad, con ganas de curarte; si no, esa podredumbre no desparecerá nunca» (n. 128).
Necesarias eran estas advertencias porque, mientras vivimos en la tierra, esa pelea nos trae también Derrotas; así se llama el tercer capítulo de este libro. Es una llamada a la constancia, al espíritu deportivo en la lucha ascética: «el buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria, y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez y, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente, hasta superar el obstáculo» (n. 169). En la vida espiritual, explica el autor con frases ardientes, las caídas no son nunca un descalabro irremediable; han de llevarnos a pedir perdón con humildad y agradecimiento, al ver cómo nos aguanta y cómo nos ama Jesús. «Señor, ¡cuántas veces, caído, me levantaste y, perdonado, me abrazaste contra tu Corazón!» (n. 173). Su experiencia de las almas y del Amor divino, hace estampar a Monseñor Escrivá de Balaguer –en perfecta sintonía con la tradición ascética de la Iglesia– esta frase decidida: «si tus errores te hacen más humilde, si te llevan a buscar con más fuerza el asidero de la mano divina, son camino de santidad: "felix culpa" –¡bendita culpa!, canta la Iglesia» (n. 187).
Ante la experiencia de las derrotas en la vida espiritual, el alma podría sentirse inclinada al desaliento: ¡es tan difícil ser santo! Quizá se vea tentada a abandonar la lucha, a mitigar el esfuerzo, olvidando que Jesús ha dicho que el Reino de los Cielos se conquista con la fuerza, y sólo lo alcanzan quienes se hacen violencia a sí mismos 6. El autor sale al encuentro de este peligro en el siguiente capítulo: Pesimismo.
«Rechaza tu pesimismo y no consientas pesimistas a tu lado. –Es preciso servir a Dios con alegría y con abandono» (n. 217), escribe. Fue una constante en la predicación del Fundador del Opus Dei: bien sabe el Señor, que nos ha creado, de qué pasta estamos hechos; y como a pesar de todo nos ha llamado, la única actitud razonable es el agradecimiento y la confianza en que nos dará los medios para vencer, pues su Voluntad no puede ser vana.
Previene también al lector, en esta serie de puntos, contra una tentación corriente: la desazón por el aparente retroceso en el camino espiritual o por la falta de frutos en el apostolado. «Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un engaño, que conviene rechazar.
»–Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te santificas» (n. 223).
Tampoco admite decaimiento ni freno ante las dificultades externas: no sería más que falta de fe, de esperanza y de amor; no darnos cuenta de que es el Señor el que actúa a través de nosotros. Muchas veces le oí predicar lo que anota en uno de estos puntos: «la solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer.
»–Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! –¡Adelante!» (n. 260).
Las dificultades son compañeras inseparables del cristiano que se toma en serio su fe, según predijo el Señor. No han de extrañarnos. Más aún, son garantía del verdadero éxito: «Si no hay dificultades, las tareas no tienen gracia humana…, ni sobrenatural. –Si, al clavar un clavo en la pared, no encuentras oposición, ¿qué podrás colgar ahí?» (n. 245).
Gran progreso ha hecho el alma cifrando su esperanza en Dios y convenciéndose de que nada pueden contra su querer los obstáculos internos y externos. Pero el Espíritu Santo le sugiere metas más altas de santidad y apostolado. No hay límites en este camino: sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial 7. Y ante este panorama sin confines, puede asomar en el alma –que poco a poco va conociendo con más claridad la hondura de su propia incapacidad y miseria– un sentido de desconfianza, humanamente lógico: ¡no soy capaz! El ejemplo del águila y del pajarillo, antes citado, puede aplicarse mil veces a lo largo de la vida, porque Dios continuamente nos eleva adonde no podríamos llegar con nuestras fuerzas. Por eso Monseñor Escrivá de Balaguer inculcó sin tregua en las almas aquel possumus! de los hijos de Zebedeo 8; un grito que no nace de la presunción, sino de la humilde confianza en la omnipotencia divina. He aquí el sentido del quinto capítulo: ¡Puedes!
«Busca la unión con Dios, y llénate de esperanza» (n. 293). Es ésta la clave de la osadía sobrenatural que el autor propone. «Morir un poco a mí mismo, cada día» (n. 289), sugiere como propósito; desechar toda pretensión de autosuficiencia o de autonomía en la vida sobrenatural. Y siguen, en buena lógica, una serie de consideraciones sobre la vida de infancia espiritual, que no es ñoñería ni camino sensiblero, sino un modo recio de vivir la filiación divina, sintiéndose muy pequeño delante de Dios. No quiso el Fundador del Opus Dei imponer a sus hijos –ni a ningún alma– este camino de la infancia espiritual: deseaba que cada uno anduviese su propia senda, bajo la guía del Paráclito, aunque todas han de fundarse en esa piedra angular del espíritu cristiano, que Dios quiso que constituyera, de modo especial, el fundamento del espíritu del Opus Dei: la filiación divina.
Transcribo uno de esos puntos, porque pienso que manifiesta, con una sucesión de imágenes plásticas, ese espíritu de humildad, de confianza, de abandono filial. «Niño, pobre borrico: si, con Amor, el Señor ha limpiado tus negras espaldas, acostumbradas al estiércol, y te carga de aparejos de raso y sobre ellos pone joyas deslumbrantes, ¡pobre borrico!, no olvides que "puedes", por tu culpa, arrojar la hermosa carga por los suelos…, pero tú solo "no puedes" volvértela a cargar» (n. 330). Gustaba a Monseñor Escrivá de Balaguer la imagen del borrico, un animal poco vistoso, humilde, trabajador incansable, que mereció el honor de llevar en triunfo a Jesucristo por las calles de Jerusalén.
El mismo fenómeno de sencillez y de confianza absoluta en nuestro Padre Dios, lleva al apóstol-niño a embarcarse en desproporcionadas aventuras de evangelización. «Ante el inmenso panorama de almas que nos espera, ante esa preciosa y tremenda responsabilidad, quizá se te ocurra pensar lo mismo que a veces pienso yo: ¿conmigo, toda esa labor?, ¿conmigo, que soy tan poca cosa?
»–Hemos de abrir entonces el Evangelio, y contemplar cómo Jesús cura al ciego de nacimiento: con barro hecho de polvo de la tierra y de saliva. ¡Y ése es el colirio que da la luz a unos ojos ciegos!
»Eso somos tú y yo. Con el conocimiento de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero –con la gracia de Dios y nuestra buena voluntad– ¡somos colirio!, para iluminar, para prestar nuestra fortaleza a los demás y a nosotros mismos» (n. 370).
La imagen del burro, perseverante, obediente, sabedor de su indignidad, sirve al autor para introducir los dos siguientes capítulos: Otra vez a luchar y Resurgir. Monseñor Escrivá de Balaguer anima al lector a adquirir y ejercitar una serie de virtudes que, con agudo sentido de la observación, había sabido descubrir en el borrico de noria desde que era muy joven: «humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y –si tiene buen amo– agradecido y obediente» (n. 380).
A fuerza de corresponder a la gracia de Dios, con fidelidad y contrición, el alma se torna más y más sensible a cuanto pueda herir de algún modo el Amor divino. Sale del corazón un grito que no es queja, porque está empapado de humildad: «¡oh, Señor, siempre en los comienzos!» (n. 378). No es que el alma no avance, sino que nunca llega a conformarse del todo con su divino Modelo. Incluso, a veces, el Señor puede permitir tropezones mayores, que no arruinan la vida interior si hay humildad y se vuelve de inmediato al camino. Este es el sentido de un lema que solía proponer Monseñor Escrivá de Balaguer: «la vida espiritual es –lo repito machaconamente, de intento– un continuo comenzar y recomenzar» (n. 384).
«Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.
»–Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo» (n. 379).
De nuevo insiste en la necesidad de la contrición, fuente de los verdadero propósitos de mejora, que es la que mueve a «recomenzar» con confianza, porque Dios nos sigue amando y sirviéndose de nosotros. Es el momento de advertir al lector sobre los peligros de la tibieza, la necesidad del desprendimiento de las cosas –aun buenas y santas– de la tierra, la urgencia de una continua purificación interior, la conveniencia de acudir a los amigos de Dios, para que sean nuestros intercesores: la Virgen y San José, el Ángel Custodio, los Apóstoles que siguieron tan de cerca al Maestro… Como fruto de este perpetuo resurgir, la vida interior se expande en ansias de una labor apostólica cada vez más amplia: notas apasionadas sobre el amor a la Iglesia y a las almas ponen fin al capítulo.
En continuidad con cuanto se ha dicho hasta ahora, el capítulo titulado Victoria versa sobre la humildad, clave del triunfo en la vida sobrenatural. «Humillándote, El vencerá en ti, y alcanzarás la victoria» (n. 606).
La humildad, para el Fundador del Opus Dei, no es apocamiento ni estrechez de espíritu. Por humildad, como ya he señalado, se emprenden las grandes empresas apostólicas, y sólo si hay humildad y rectitud de intención se llevan a cumplimiento. El autor ilustra esta idea con un recuerdo de la instalación de la nueva sede del primer Centro de la Obra, la Residencia de Ferraz, en Madrid. Corría el año 1936, y ni la situación de la España de entonces, ni la juventud de la Obra, ni la absoluta penuria de medios hubieran aconsejado aquella iniciativa, que mereció a los ojos de muchas personas prudentes la calificación de locura. Pero aquellos locos confiaban en la victoria de quien deja obrar a Dios. «Recuerdo con emoción el trabajo de aquellos universitarios brillantes –dos ingenieros y dos arquitectos–, ocupados gustosamente en la instalación material de una residencia de estudiantes. En cuanto colocaron el encerado en una clase, lo primero que escribieron los cuatro artistas fue: "Deo omnis gloria!" –toda la gloria para Dios.
»–Ya sé que te encantó, Jesús» (n. 611).
Buena experiencia acumuló Monseñor Escrivá de Balaguer de cómo paga Dios –haciéndolo fructificar– lo poco que los hombres podemos hacer por El. Aquí recoge otras de sus más repetidas máximas: «Dios no se deja ganar en generosidad» (n. 623).
Estrechamente ligada a la humildad –como es norma clásica de la praxis cristiana– propone la obediencia. «Convéncete de que, si no aprendes a obedecer, no serás eficaz» (n. 626). Porque obedecer a quien en nombre de Dios dirige nuestra alma y encauza el apostolado es abrirse a la gracia divina, dejar actuar al Espíritu; es humildad. Obediencia, pues, a Dios mismo. Y, por Dios, a su Santa Iglesia. No ve el autor otro camino: «persuádete, hijo, de que desunirse, en la Iglesia, es morir» (n. 631). Es otra de las ideas madre en la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer: no separar a Cristo de su Iglesia, no separar al cristiano de Cristo, a quien está místicamente unido por la gracia. Sólo así la victoria es siempre segura. «No podemos atribuirnos nunca el poder de Jesús, que pasa entre nosotros –afirma con plena certeza y, al mismo tiempo, con profunda humildad–. El Señor pasa, y transforma las almas, cuando nos ponemos todos junto a El, con un solo corazón, con un solo sentir, con un solo deseo de ser buenos cristianos; pero es El, no tú, ni yo. ¡Es Cristo que pasa!
»–Y además, se queda en nuestros corazones –¡en el tuyo y en el mío!–, y en nuestros sagrarios.
»–Es Jesús que pasa, y Jesús que se queda. Permanece en ti, en cada uno de vosotros y en mí» (n. 673).
Cuando estas disposiciones arraigan profundamente en el alma, el cristiano está en condiciones de realizar una honda labor apostólica. Lo explica el Siervo de Dios en los setenta y dos puntos del capítulo Labor. Dos ideas principales sirven de polos a tan importante materia.
La primera es que el cristiano que busca la santidad en el mundo, realiza esa labor en y desde el cumplimiento de sus deberes habituales, en primer lugar el trabajo profesional. «Por la enseñanza paulina, sabemos que hemos de renovar el mundo en el espíritu de Jesucristo, que hemos de colocar al Señor en lo alto y en la entraña de todas las cosas.
»–¿Piensas tú que lo estás cumpliendo en tu oficio, en tu tarea profesional?» (n. 678). Y en otro momento recuerda: «No cabe olvidar que el trabajo digno, noble y honesto, en lo humano, puede –¡y debe!– elevarse al orden sobrenatural, pasando a ser un quehacer divino» (n. 687). Enseñanza ésta que se halla en la entraña misma del espíritu del Opus Dei.
Junto con el trabajo, han de convertirse en instrumento de santidad personal y de apostolado todas las realidades nobles de los hombres. «Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?» (n. 689). Así, se refiere también en varios puntos al matrimonio y a la familia; y luego, a los deberes ciudadanos. Porque «ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo» (n. 703).
No deja de recordar el autor que, para divinizar lo humano, se requiere una profunda vida interior: de lo contrario, se correría el riesgo de humanizar lo divino. La misma colocación de este capítulo en el libro dice mucho de la importancia que Monseñor Escrivá de Balaguer concede a la vida interior. Hay un punto que me parece especialmente significativo: «de la vida oculta de Jesucristo has de sacar esta otra consecuencia: no tener prisa…, ¡teniéndola!
»Es decir, antes que nada está la vida interior; lo demás, el apostolado, todo apostolado, es un corolario» (n. 708). Insistió mucho a lo largo de su vida en que los treinta años que transcurrió Jesús en el taller de Nazaret –la mayor parte de su paso por la tierra– no pueden considerarse una simple preparación para los tres de vida pública, pues también en esos años de vida oscura e ignorada realizó Nuestro Señor su misión redentora.
A imitación de esos años de vida normal en Nazaret, enseñó que la vida activa y la contemplativa no sólo no se oponen, sino que se exigen la una a la otra. «Nunca compartiré la opinión –aunque la respeto– de los que separan la oración de la vida activa, como si fueran incompatibles.
»Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura» (n. 738).
Dios pide cada vez más. Sigue atrayendo al alma que ya ha asimilado cuál es el secreto de la eficacia, que no tiene miedo de recomenzar cuantas veces sea preciso, dócil al querer del Señor. Se sienten ansias de purificación, de depurar la ganga del espíritu –los afanes terrenos– hasta identificarse totalmente con el Amado. Hemos llegado al capítulo Crisol: como se mete el mineral de hierro en el fuego, para separar el metal fino de la escoria, así Dios introduce al alma en el crisol de las tribulaciones. «Señor, yo te pido que obres en este pecador, y que rectifiques y purifiques, y acrisoles mis intenciones» (n. 800).
Crisol es la búsqueda de una identificación más estrecha con Jesucristo, mediante su meditación y el amor a la Cruz, sabiendo que Jesús «se hace Cirineo nuestro, para que la carga resulte ligera» (n. 764). Amor a la Cruz, con discreción, sin buscar un miserable pago humano: «Señor, quiero el sufrimiento, no el espectáculo» (n. 765). Muy orientadoras resultan aquí estas puntualizaciones: «señales inequívocas de la verdadera Cruz de Cristo: la serenidad, un hondo sentimiento de paz, un amor dispuesto a cualquier sacrificio, una eficacia grande que dimana del mismo Costado de Jesús, y siempre –de modo evidente– la alegría: una alegría que procede de saber que, quien se entrega de veras, está junto a la Cruz y, por consiguiente, junto a Nuestro Señor» (n. 772).
Las contradicciones, las incomprensiones –a veces de donde menos se esperan– forman parte también de ese crisol divino. «"In silentio et in spe erit fortitudo vestra" –en el silencio y en la esperanza residirá vuestra fortaleza…, asegura el Señor a los suyos. Callar y confiar: dos armas fundamentales en el momento de la adversidad, cuando se te nieguen los remedios humanos.
»El sufrimiento soportado sin queja –mira a Jesús en su Santa Pasión y Muerte– da también la medida del amor» (n. 799). Esa fue siempre norma clara de conducta para el Fundador del Opus Dei y lo será siempre para sus hijos.
Crisol es también la Sagrada Eucaristía, donde el alma –al contacto con la Humanidad y la Divinidad de Jesucristo– purifica los restos de sus pecados y se enciende al rojo vivo en amor, al considera el anonadamiento de Dios en la Hostia Santísima: «Jesús, tu locura de Amor me roba el corazón. Estás inerme y pequeño, para engrandecer a los que te comen» (n. 825). Nace de aquí otra orientación fundamental de la edificación interior: «Has de conseguir que tu vida sea esencialmente, ¡totalmente!, eucarística» (n. 826).
Cuanto más plena es la identificación con Cristo, más apremiante se torna el afán apostólico, porque «la santidad –cuando es verdadera– se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia» (n. 856). Por eso, en el siguiente capítulo –Selección–, el libro vuelve a centrarse en el apostolado.
Selección de afanes, en primer lugar, para que sólo domine el de llevar almas a Dios. «Afirmas que quieres ser apóstol de Cristo.
»–Me da mucha alegría oírte. Pido al Señor que te conceda perseverancia. Y recuerda que, de nuestra boca, de nuestro pensamiento, de nuestro corazón, no han de salir más que motivos divinos, hambre de almas, temas que de un modo u otro llevan a Dios; o, por lo menos, que no te apartan de El» (n. 909).
Poco antes había escrito: «Tienes obligación de llegarte a los que te rodean, de sacudirles de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás.
»Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los hombres, que están necesitados de ese "gaudium cum pace" –de esta alegría y esta paz, que quizá no conocen o han olvidado» (n. 900). Es llevar a sus últimas consecuencias el mandamiento nuevo, trayendo a los hombres el mayor bien: la caridad de Cristo. Y como queda dicho, toda acción apostólica ha de nacer de la abundancia de vida interior. «Si falta la piedad –ese lazo que nos ata a Dios fuertemente y, por El, a los demás, porque en los demás vemos a Cristo–, es inevitable la desunión, con la pérdida de todo espíritu cristiano» (n. 890).
Cuando ha asimilado bien estos principios, el apóstol cristiano necesita un corazón grande como el de Cristo, en el que quepan todos. «Jesús hará que tomes a todos los que tratas un cariño grande, que en nada empañará el que a El le tienes. Al contrario: cuanto más quieras a Jesús, más gente cabrá en tu corazón» (n. 876). Se detesta entonces toda estrechez, cualquier intento de particularismo y más aún de bandería. Monseñor Escrivá de Balaguer siempre consideró el nacionalismo como un mal, y aun –en ocasiones– como un pecado, porque «dificulta la comprensión y la convivencia: es una de las barreras más perniciosas de muchos momentos históricos
»Y recházalo con más fuerza –porque sería más nocivo–, si se pretende llevar al Cuerpo de la Iglesia, que es donde más ha de resplandecer la unión de todo y de todos en el amor a Jesucristo» (n. 879).
No raramente permite el Señor que los suyos atisben la fecundidad de su vida ya en esta tierra. Otras veces les premia con una fe profunda, que les asegura de la eficacia de su esfuerzo, aunque sean otros los que recojan los frutos. Las dos caricias divinas se dieron en la vida del Fundador del Opus Dei. Pero el capítulo Fecundidad no busca ilusionar con ese premio, sino recordar de nuevo, con la experiencia del camino recorrido, cuáles son las raíces de la eficacia. «Cuando pisotees de veras tu propio yo y vivas para los demás, entonces serás instrumento apto en las manos de Dios» (n. 915); «el apostolado deja de ser fecundo sin la oración y la mortificación, que mueven el Corazón Sacratísimo de Cristo» (n. 919); «si eres fiel a los impulsos de la gracia, darás buenos frutos» (n. 920). En resumen, para ser fecundo hay que esforzarse por dar «a cada instante –aun a los aparentemente vulgares– vibración de eternidad» (n. 917). Se entrelazan en este capítulo dos actitudes típicas del alma madura: un insaciable afán de almas –«¡ninguna!, puede resultarte indiferente» (n. 951)– y el ansia –también insaciable– de unión con Dios.
«"Qui sunt isti, qui ut nubes volant, et quasi columbae ad fenestras suas?" –¿quiénes son ésos que vuelan como nubes, como las palomas hacia sus nidos?, pregunta el Profeta. Y comenta un autor: "las nubes traen su origen del mar y de los ríos, y después de una circulación o carrera más o menos larga, vuelven otra vez a su fuente".
»Y te añado: así has de ser tú: nube que fecunde el mundo, haciéndole vivir vida de Cristo… Estas aguas divinas bañarán –empapándolas– las entrañas de la tierra; y, en lugar de ensuciarse, se filtrarán al atravesar tanta impureza, y manarán fuentes limpísimas, que luego serán arroyos y ríos inmensos para saciar la sed de la humanidad. –Después, retírate a tu Refugio, a tu Mar inmenso, a tu Dios, sabiendo que seguirán madurando más frutos, con el riego sobrenatural de tu apostolado, con la fecundidad de las aguas de Dios, que durarán hasta el fin de los tiempos» (n. 927).
Pero el ansia de Dios no puede saciarse en esta tierra. Se anhela la unión definitiva en la Eternidad. Hemos llegado al último capítulo del libro, que recoge lo principal de la predicación del Siervo de Dios sobre los novísimos. Al estilo paulino, y de modo especialmente intenso en los últimos años de su vida, Monseñor Escrivá de Balaguer sentía juntamente la aspiración de abrazar cuanto antes a su Amor en el Cielo –¡cuántas veces repitió vultum tuum, Domine, requiram! 9–, y el deseo de servirle eficazmente mucho tiempo en la tierra. La solución la encuentra, como siempre, en el abandono: «no conformarse solamente con la Voluntad de Dios, sino adherirse, identificarse» (n. 1006). Así, puede escribir: «morir es una cosa buena. ¿Cómo puede ser que haya quien tenga fe y, a la vez, miedo a la muerte?… Pero mientras el Señor te quiera mantener en la tierra, morir, para ti, es una cobardía. Vivir, vivir y padecer y trabajar por Amor: esto es lo tuyo» (n. 1037).
Establece de este modo una perfecta continuidad en la vida de los hijos de Dios: «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» (n. 1005). Es el premio que Jesucristo prometió a sus seguidores 10: hijos en la tierra e hijos en el Cielo. Felices aquí, con una felicidad relativa, y plenamente dichosos en la vida eterna.
La muerte se ve como un «cambio de casa». Más aún: «no temas la muerte. ¡Es tu amiga!» (n. 1035). Amiga no sólo porque abre las puertas de la eterna bienaventuranza, sino también porque resulta un continuo acicate para rectificar la intención y adquirir visión sobrenatural. «¡Visión sobrenatural! ¡Calma! ¡Paz! Mira así las cosas, las personas y los sucesos…, con ojos de eternidad» (n. 996). Y, junto a esta perspectiva divina, una invitación a considerar la vida presente con el más crudo realismo: «procura acostumbrarte a esa realidad, asomándote con frecuencia a tu sepultura: y allí, mira, huele y palpa tu cadáver podrido, de ocho días difunto.
»–Esto recuérdalo, de modo especial, cuando el ímpetu de tu carne te perturbe» (n. 1035). Buen resumen de esta actitud ante la eternidad me parece el punto 1034, en el que el autor recuerda una experiencia vivida en los años 30. «¡Cómo amaba la Voluntad de Dios aquella enferma a la que atendí espiritualmente!: veía en la enfermedad, larga, penosa y múltiple (no tenía nada sano), la bendición y las predilecciones de Jesús: y, aunque afirmaba en su humildad que merecía castigo, el terrible dolor que en todo su organismo sentía no era un castigo, era una misericordia.
»–Hablamos de la muerte. Y del Cielo. Y de lo que había de decir a Jesús y a Nuestra Señora… Y de cómo desde allí "trabajaría" más que aquí… Quería morir como Dios quisiera…, pero –exclamaba, llena de gozo– ¡ay, si fuera hoy mismo! Contemplaba la muerte con la alegría de quien sabe que, al morir, se va con su Padre» (n. 1034).
Hemos llegado al final de Forja. Nuestras almas, metidas en esta fragua del Amor de Dios, se habrán hecho mejores, habrán perdido un poco de la ganga que tenían. Monseñor Escrivá de Balaguer nos ha guiado por los caminos de la vida interior. Lo ha hecho con paso seguro, como quien conoce el terreno palmo a palmo, porque lo ha recorrido muchas veces. Y me atrevo a asegurarte, amigo lector, que si tú y yo nos lanzamos de verdad a recorrer esta senda, comenzando y recomenzando cuantas veces sea preciso, también nosotros llegaremos al final de nuestra carrera con paz y alegría, como he visto morir al Fundador del Opus Dei, seguros de ser acogidos en los brazos de nuestro Padre del Cielo.
Tenemos, no lo olvides, la protección de la Santísima Virgen. Vamos a acudir a Ella, diciéndole con palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer, que siempre la trató con tierno afecto filial: «¡Madre!: haz que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo… ¡con todo mi ser!» (n. 157).
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1976, primer aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei
Los textos litúrgicos que nuestra Madre la Iglesia nos ofrece a la contemplación en esta Santa Misa, nos preparan para el momento en que confiaremos a Jesucristo, Sacerdote y Víctima, realmente presente sobre este altar, nuestra oración por el eterno descanso, por la bienaventuranza sin fin de Monseñor Escrivá de Balaguer.
Yo sé que mi Redentor vive… ¡Yo lo veré, lo veré con mis propios ojos! 1. Estas palabras de Job resuenan profundamente dentro de nosotros, porque eso es justamente lo que pedimos que Dios Nuestro Señor conceda al Fundador del Opus Dei.
Le hemos visto consumir su vida entera en el Amor de Dios y en el servicio a la Iglesia. Millares de almas, de los más diversos países, le deben a él el fuego que arde en sus corazones y les impulsa a dar testimonio en todo el mundo de que nuestro Redentor vive, y de que lo podemos encontrar en los sacramentos, en la oración y en todas las encrucijadas de la tierra: en el trabajo, en el hogar, en las relaciones sociales, en cualquier lugar en que los hombres se dedican, con voluntad recta, a la construcción de un Reino que está ya en medio de nosotros. Agradecidos, rogamos al Señor: concédele que vea de cerca tu Rostro, acógelo en el seno de la Trinidad Beatísima, en la corriente de amor que abraza también a María Santísima y a San José, que, con el Hijo, componen aquella «trinidad de la tierra», que él tanto amaba, y que tanto ha hecho amar.
Hemos escuchado con íntima emoción el texto que San Pablo escribía a los romanos de su época, y a los hombres de todos los tiempos: no habéis recibido el espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios 2. La filiación divina es el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei. Nuestro Fundador redescubrió de manera absolutamente nueva, para sí y para todos nosotros, esas palabras de San Pablo –Abba, Pater!– un día concreto de los años treinta, en un tranvía abarrotado, que no fue obstáculo para una ardiente oración de unión con Dios. Fue tal su intensidad que esas palabras –Abba, Pater!– le vinieron a los labios con el ímpetu de una oración continua.
Una forma concreta de vivir el Fundador del Opus Dei la filiación divina fue su profunda filiación al Romano Pontífice, que resumía en una única ambición: «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida», según le gustaba repetir. Un servicio filial y, por tanto, fruto del amor, expresado en aquellas palabras de Camino: «gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón» 3.
La consecuencia inmediata de esta tierna devoción hacia el Vicario de Cristo era, en Monseñor Escrivá de Balaguer, un sincero afecto y una continua oración por la Jerarquía, que le hacían estar plenamente unido con todos los Obispos en Comunión con la Sede de Pedro. Hoy me conmueve hondamente la presencia de Monseñor Enrici en representación oficial de la Secretaría Papal, y la presencia de los Eminentísimos Cardenales y de los Excelentísimos Arzobispos y Obispos que nos acompañan, o que me han comunicado su identificación con nuestra plegaria, entre los cuales quiero destacar en primer lugar la del Eminentísimo Señor Cardenal Traglia, Decano del Sagrado Colegio y la del Cardenal Secretario de Estado. Veo también en esto la continuidad con el espíritu del Fundador del Opus Dei: trabajar en servicio de la Iglesia y de las almas.
Es de nuevo San Pablo quien nos descubre el horizonte de la Redención, también confiada a nosotros: la creación entera espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios; ella en efecto, está sometida a la caducidad (…), con la esperanza de ser también liberada de la esclavitud de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios 4. Según la incansable enseñanza de nuestro Fundador, los cristianos «deben llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña (…). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. II Cor. II, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro» 5.
Por último, San Mateo, al darnos noticia de la oración de Jesús al Padre –Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos 6–, nos trae a la memoria otras enseñanzas de nuestro Fundador: el camino de la humildad, la búsqueda de Dios en las cosas pequeñas de cada día. «La vida interior consiste en esto: comenzar y recomenzar» 7, repetía Monseñor Escrivá de Balaguer, que hablaba siempre de sí mismo como de «un pecador que ama a Jesucristo». Y afirmaba también: «¿quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces» 8. «Hacedlo todo por amor, escribía en Camino. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» 9.
Nos hemos reunido aquí para cumplir con alegría un deber de piedad filial y de caridad cristiana: rezamos por nuestro Fundador, y la emoción nos invade, porque somos criaturas humanas que no se avergüenzan de tener corazón. Pero en este momento, dentro de mí, y –estoy seguro– dentro de muchísimos de vosotros, resuenan, con la voz recia de Monseñor Escrivá de Balaguer, las palabras que nos habría dicho en una ocasión como ésta: «¡propósitos, propósitos!» .
Y yo, con él, digo a cada uno de vosotros: si percibes que éste es un momento de gracia –y lo es, porque un único sentimiento cristiano nos ata fuertemente al único Altar–, decídete a arrancar de tu mente y de tu corazón aquello que todavía te impide corresponder al Amor de un Dios que ama sin medida. Purifícate en el Sacramento de la Penitencia, que limpia del pecado y fortalece para la lucha; déjate inundar por la gracia, para ser hijo fiel de la Iglesia y portador de Cristo por todos los caminos de la tierra.
Sólo así, por la intercesión de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, y de San José, y con esos propósitos de renovación interior y de una más intensa dedicación apostólica, siguiendo el ejemplo de nuestro Fundador, podremos presentar a Dios Padre, con el pan y el vino que se convertirán en el verdadero Cuerpo y en la verdadera Sangre del Hijo, en la unidad del Espíritu Santo, la intención por la cual se ofrece este Sacrificio, que es prenda de eternidad también para nosotros: la certeza de que Monseñor Escrivá de Balaguer nos lleva en su corazón, y el firme convencimiento de que ahora contempla el Rostro del Señor, son esperanzas de vida eterna también para nosotros.
Homilía pronunciada en la Basílica de Sant’Andrea della Valle (Roma), el 26-VI-1978, tercer aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei
Hace ahora poco más de tres años, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, con motivo del cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal, rezaba en voz alta de esta manera: «Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ahora ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi!» 1.
Poco tiempo después, el Señor lo llamaba a Sí, colmando aquellas ansias de Dios que, cada vez con más frecuencia, expresaba con suspiros de enamorado: «Vultum tuum, Domine, requiram! ¡Tengo hambre de contemplar tu rostro!».
Cumplidos tres años desde el día de su piadoso tránsito, cuando la fama de su santidad se ha difundido por todo el mundo, volvemos a experimentar, en el fondo del alma, el dolor de aquel 26 de junio de 1975. En nuestro corazón de hijos, y en los de aquellos –numerosísimos– que lo amaron porque de él habían aprendido a amar a Dios, vuelve a abrirse la herida –si es que hubiese cicatrizado– que comenzó a sangrar aquel día.
Mientras imploramos por el eterno descanso de su alma, cumpliendo un deber de piedad cristiana y de filial correspondencia, sin avergonzarnos si asomaran las lágrimas del cariño humano –nadie nos amó como él en la tierra– y del agradecimiento sobrenatural –¡cuántos me han escrito que estar cerca de nuestro Padre suponía acercarse más a Dios!–; mientras, unidos en el Sacrificio de Cristo, ofrecemos a Dios el Cuerpo y la Sangre de su Hijo para que el Señor le conceda el premio inefable del amor que «sacia sin saciar», os parecerá lógico que, en nombre de todos, exprese yo esa plegaria con una acción de gracias: gratias tibi, Deus, gratias tibi!
Desde que fui elegido como sucesor de nuestro amadísimo Fundador –¡no os olvidéis de rezar por mí!–, mi intención fue la de ser su sombra en la tierra, para que, cumpliéndose la Voluntad de Dios, él continuara dirigiendo el Opus Dei. No tengo la menor duda de que la oración, que hoy nuestro Padre desea, es de agradecimiento, como agradecida fue su plegaria con ocasión del cincuenta aniversario de su sacerdocio, según acabo de recordar: «que me ayudéis –decía– a dar gracias a Nuestro Señor por este cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia» 2.
Hoy, yo también os pido que me ayudéis a dar gracias a Dios y a la Santísima Virgen por la fecundidad extraordinaria de la vida de nuestro Padre, de su amor a Dios, a la Iglesia, al Romano Pontífice –como un incendio se ha propagado en tantas almas indigentes, como la nuestra–, de su incontenible celo apostólico con el que le hemos visto gastar, en heroico holocausto, todos los instantes de cada una de las jornadas de su vida. Agradezco también al Señor tantos favores, grandes y pequeños, espirituales y materiales, que se atribuyen a la intercesión de nuestro Fundador.
«Una mirada atrás… –así continuaba su oración en aquel aniversario, contemplando la propia vida– Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías…» 3. Aun en el dolor por la muerte de nuestro Padre, la bondad divina nos permite entrever un jirón de su paternal Providencia: «y ahora, todo alegrías, todo alegrías…», el gozo indecible de la contemplación de la Trinidad Beatísima, que Dios no niega a quien le ha servido con tal fidelidad.
Gratias tibi, Deus, gratias tibi!, una vez más y por un motivo particularmente significativo. En este año 1978, singularísimo en la historia del Opus Dei –pues se cumple el cincuenta aniversario de su fundación––, queremos demostrar a Dios nuestra gratitud por su misericordia para con los hombres. «Se han abierto los caminos divinos de la tierra».
Por Voluntad de Dios, desde el 2 de octubre de 1928, Monseñor Escrivá de Balaguer recordó a todas las criaturas que ser cristianos es estar llamados a la santidad: «Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: –"Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» 4.
Una santidad en la que lo humano y lo divino, la tierra y el Cielo, no pueden subsistir por separado: se deben fundir en la vida del cristiano, en su corazón y en sus obras, en la oración y en el trabajo cotidiano, porque «a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra» 5, como Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre 6.
«Hemos de estar –decía el Padre– en el Cielo y en la tierra, siempre (…), porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida mientras permanezcamos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados» 7.
Dentro del mensaje espiritual de Monseñor Escrivá de Balaguer existe una prioridad esencial, decisiva: la prioridad de la gracia de Dios, fuerza que transforma a los hombres, la única con poder para renovar la faz de la tierra 8.
Precisamente por eso, el Sacramento de la Penitencia gozó de un lugar privilegiado en su vida y en su trabajo apostólico: porque conocía la debilidad humana y la grandeza de la misericordia divina. El Padre fue un gran apóstol de la gracia del Señor presente en el Sacramento del perdón. ¿Qué servicio puede ofrecer al mundo un cristiano que vive alejado de la gracia? ¿Qué novedad de vida 9 aporta el que vive en las tinieblas? ¿Qué paz, en este mundo envuelto por el odio?
Hermanos e hijos que me escucháis: tengo la profunda convicción de que la mejor prueba de agradecimiento que podemos ofrecer a nuestro Padre, en este aniversario, consiste en renovar el propósito de vivir siempre en gracia de Dios. Y, para cumplirlo, nosotros –pobres pecadores– debemos sacar esta conclusión segura: recurriré a la Penitencia, confesaré mis pecados con la necesaria frecuencia para mantener el alma en gracia. Seré, en mi familia, entre mis colegas, uno que no se avergüenza de animar a los demás a que experimenten la alegría de ser perdonados. De esta manera, sí podremos servir, sí podrá Dios utilizarnos como instrumentos para que brille la luz en medio de las tinieblas. Pero sin la gracia, no podemos ser luz. Señor, ¡concédenos la gracia de ser hijos que sepan arrepentirse!, ¡que yo no me avergüence nunca de reconocer y confesar mis pecados!
Nuestro Padre ha escrito que «no existe corazón, por metido que esté en el pecado, que no esconda, como rescoldo entre las cenizas, una lumbre de nobleza. Y cuando he golpeado en esos corazones, a solas y con la palabra de Cristo, han respondido siempre» 10.
Por tanto, para acercar a cada alma al amor de Dios Padre, la senda que habrá que recorrer es la de enseñar a amar los sacramentos, fuentes de la gracia –y, especialmente, el Santo Sacramento del del perdón: la Confesión, y la Santa Eucaristía: Cristo que se da como alimento del alma–, para que, con la paz de Cristo en la conciencia y bien enraizados en la intimidad divina, aprendiendo a convertir todo en ocasión de encuentro con el Señor, es decir, en oración, los cristianos puedan difundir a su alrededor esta misma paz: en la familia, en la sociedad entera, en el mundo.
Esta ha sido la predicación incesante de Monseñor Escrivá de Balaguer, hijo amadísimo de la Iglesia, como benignamente lo ha llamado el Sumo Pontífice Pablo VI. Con la gracia de Dios en el alma, podemos exclamar con nuestro Padre: «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!». Todos unidos –y, sin gracia de Dios, no hay verdadera unidad en la Iglesia–, con fidelidad plena al Papa, nos identificaremos con Jesús, hacia el que nos conduce la Santísima Virgen, nuestra Madre, a pesar de nuestras miserias.
Ante este inmenso panorama, el corazón prorrumpe en un himno de gratitud a Dios que ha querido asociar a los hombres a la tarea maravillosa de la Redención: gratias tibi Deus, gratias tibi! Pero, para que todo esto no sean sólo palabras, no olvidemos «que un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno» 11. Responder lealmente a la llamada divina, éste es nuestro propósito de hoy, que el recuerdo del ejemplo de nuestro Padre refuerza en nuestros corazones. La mejor expresión de gratitud es la fidelidad: fidelidad a una enseñanza y a un ejemplo tan elevados, de un tan gran Siervo del Señor.
Si de verdad deseamos, como decía Monseñor Escrivá de Balaguer, «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida» y difundir esta maravillosa «siembra de paz y de alegría», es necesario que cada uno tenga en cuenta que «la paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz» 12. Ni tampoco tú, hermano, hijo mío. Fidelidad en esta lucha íntima y confiada de cada uno contra sí mismo, para purificarnos, para rectificar cada día un poco, para identificarnos cada vez más íntimamente con Cristo y convertirnos así en instrumentos dóciles y eficaces en sus manos.
Fidelidad, pues, a Dios que nos llama y nos pide amor en tantas cosas pequeñas de nuestra jornada: «la santidad "grande" –escribía ya en 1934 nuestro Fundador– está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante» 13. Y, si te ves –como yo– débil e incapaz: «no me olvides que en la tierra todo lo grande ha comenzado siendo pequeño» 14.
Con la confianza de un niño, recurre a la misericordia de Dios y a la protección de su Santísima Madre que también es Madre nuestra. La Señora es, en su vida entera, ejemplo de fidelidad silenciosa, de amor derramado en cada tarea, de solicitud por todas las criaturas. Adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ, a María –repetía con optimismo inagotable el Fundador del Opus Dei– ut misericordiam consequamur! Con su ayuda seremos fieles al amor que Dios nos tiene y que ahora, en el Santo Sacrificio de la Misa, vemos renovarse milagrosamente.
«Sí, por este corazón nuestro, pobre, pequeño, se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús» 15, añadía Monseñor Escrivá.de Balaguer. Unámonos al ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo a Dios Padre, prometiéndole fidelidad por nuestra parte, ut in gratiarum semper actione maneamus!, para que nuestra vida entera sea una acción de gracias que tiene su «centro y raíz» en la Santa Misa, en la Eucaristía.
Homilía pronunciada en la Basílica de Santa María la Mayor (Roma), el 26-VI-1979, cuarto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei
Hoy volvemos a encontrarnos aquí –y lo mismo ocurre en muchas otras ciudades de los cinco continentes– para una cita deseada y esperada con amor. No hemos venido a este veneradísimo Templo de la Cristiandad para celebrar una conmemoración, sino para un encuentro: porque el Padre, el Fundador del Opus Dei, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, desde aquel 26 de junio de hace cuatro años, vive en nuestros corazones más que antes y –por un prodigio que sólo Dios puede realizar– vive también en los corazones de muchísimos hombres y mujeres, que no conocieron en la tierra a este sacerdote encendido por un celo ardiente, y que ahora le tratan, con una confianza maravillosa, en su oración cotidiana.
Sí. La nuestra es una cita de fe y de alegría, en la que no está ausente la herida producida por aquella separación física, por aquel inesperado alejarse de un rostro amado, de una mirada paterna y afectuosa, inolvidable. Una cita que nos recuerda que debemos caminar siempre, cada uno en su sitio, en medio del mundo, in novitate vitæ 1, con la vida siempre nueva y gozosa del Señor.
Una cita, pues, para hacer propósitos. Habiendo recibido del Padre los constantes cuidados de una formación humana y cristiana, sabemos con certeza que no le gustaría escuchar en este momento palabras de alabanza, sino que nos invitaría inmediatamente a formular propósitos concretos y a corresponder con hechos a la gracia de Dios.
¡La gracia de Dios! Este era y es el principal objetivo de nuestro Fundador, el tesoro que hemos de alcanzar y custodiar celosamente. El Padre no tenía respetos humanos cuando afirmaba de sí mismo, viéndose en los primeros años de su labor sin medios ni recursos terrenos, que era un sacerdote que sólo tenía «la gracia de Dios y buen humor». Por eso, en su incesante catequesis, a lo largo de toda su vida, en público y en privado, no dudaba en poner a su interlocutor frente a la responsabilidad de hacerse o de seguir siendo amigo de Dios, consiguiendo la gracia en el Sacramento de la Penitencia, que defendió con doctrina y con pasión, manifestando constantemente su grandísimo agradecimiento por el perdón divino.
¡Amigos de Dios! Qué gran consuelo hemos experimentado todos al oír la voz firme y convincente del Santo Padre Juan Pablo II, que recuerda frecuentemente al mundo que no se puede separar al hombre de Cristo porque, cuando se produce esta separación, crece con mayor ímpetu la marea de los males que atormentan a la humanidad, muchas veces bajo la apariencia de un servicio y una promoción humanitarios, pero vacíos.
Si nosotros, hijos de Dios, amigos de Dios, queremos colaborar con Dios para salvar a este mundo nuestro –¡y tenemos obligación de hacerlo!–, hemos de acercarnos más al Señor, a su intimidad; debemos utilizar todos los medios que Jesucristo nos ha dejado y, en primer lugar, los sacramentos, huellas de su santo caminar sobre esta tierra.
Por tanto, haciéndome eco de la vida del Padre, os ruego que os lancéis con generosidad a una catequesis mundial de la Confesión, confesándoos vosotros mismos con corazón contrito, y enseñando este camino a los que os rodean. Decidles que pedir perdón es una de las formas más sinceras de amar, y mostradles a Cristo, suma perfección del Amor, que lleva el peso de nuestros pecados y los pone ante Dios Padre, para obtenernos de nuevo el Amor del Cielo.
Para que no exista nunca separación entre Dios y cada uno de nosotros, o para reparar cualquier herida causada por nuestra poquedad personal, acudamos con frecuencia al Sacramento de la Penitencia, que, junto a la remisión de los pecados, nos trae el amor de Dios y, por Dios, el amor a los hombres.
Por otra parte, y refiriéndome concretamente a este acto, si de verdad deseamos participar en el Sacrificio de Cristo que celebramos en la Santa Misa, hoy y siempre, debemos limpiar el alma de cualquier mancha de pecado. A esta limpieza nos prepara y nos conduce la que es Tota Pulchra, Toda Hermosa, a quien se halla dedicada esta Basílica patriarcal de Sancta Maria ad nives. Que María Santísima nos ayude a detestar cualquier ofensa, aunque sea pequeña, contra su Hijo Dios, que una vez más se inmola sobre este altar para nuestra salvación y la de todo el mundo.
¡María! ¡Cómo me alegra estar hoy aquí, con vosotros, para decir a nuestra Madre del Cielo que le agradecemos de corazón todos los beneficios, inmensos, que nos ha concedido, y la visible asistencia que ha prestado a su Iglesia en un año tan denso de acontecimientos históricos para el mundo entero! Gracias, María, por haber escuchado las oraciones de todo el pueblo cristiano –y concretamente, de estos hijos tuyos del Opus Dei–, que pedía un Pastor para la grey, y ha conseguido un Padre santo, tan cercano al corazón de los hombres y tan universalmente querido y estimado. Ayúdanos a darle alegrías con nuestra conducta firme y coherente, dócil a sus enseñanzas y a sus mandatos. Haz que el Pueblo de Dios, bajo la guía del Vicario de Cristo, alcance las metas tan sabiamente señaladas en estos pocos meses de un Pontificado lleno de promesas y ya fecundo en espléndidos resultados. Tú, Salud del Pueblo Romano, extiende a todos los hijos del mundo entero, romanizados por la fe cristiana, los beneficios de una protección maternal, que conocemos desde hace mucho tiempo, y que vemos aumentar de día en día. Queremos correr tras el perfume de tus virtudes 2, y hoy contemplamos y meditamos con particular afecto el ejemplo de un hijo tuyo, sacerdote, al que con toda justicia le gustaba llamarse mariano. Y, siguiendo sus pasos, hemos llenado miles de santuarios, grandes y pequeños en todo el mundo, rezando el Santo Rosario y muchas oraciones jaculatorias, para corresponder con agradecimiento a tus numerosos favores.
Continuad por vuestra cuenta –y no sólo ahora– hablando con María Santísima. Sed tan sabios y prudentes que no os alejéis nunca de Ella: dispone de gracias y de bendiciones para todas nuestras necesidades, y no se cansa de prodigarlas con abundancia y magnificencia. A esta Mediadora nos dirigimos según una costumbre milenaria, que nunca ha defraudado; al contrario, sabemos que la Virgen Santa, como Madre buena, se anticipa y previene nuestras necesidades y nuestras llamadas. A Ella recurrimos ahora, renovando nuestro propósito de querer ser buenos hijos suyos, hijos fieles.
Pero un acto de latría, como es el Sacrificio eucarístico que estamos renovando, exige por nuestra parte, además de la pureza de corazón, además de la fidelidad y de la obediencia al Romano Pontífice, además del recurso filial y confiado a la Virgen Madre, un propósito decidido de hacer apostolado. Si Jesús, con generosa entrega, está dispuesto a descender a nuestros corazones y a enriquecerlos con sus dones, lo hace para encenderlos con el fuego de su Amor, que quiere propagarse a todas las criaturas. Y nos recuerda que desea contar con cada uno de nosotros para llevar su nombre a todos, para decir a todos que «se han abierto los caminos divinos de la tierra».
Cristo nos llama por nuestro nombre, con voz fuerte, a ser corredentores; a ser, como los Apóstoles, portadores de una gran Nueva; a ser instrumentos de salvación. Si queremos, si verdaderamente nos decidimos a acercarnos más al Señor, quitando los obstáculos que hay dentro de nosotros y que conocemos bien; si nos abandonamos de una vez por todas en sus manos, y abrazamos la Voluntad de Dios para nosotros, entonces nos libraremos de falsos temores y de falsos respetos; hablaremos de Dios con naturalidad y con audacia a quienes nos rodean, y muchas almas –de parientes, de amigos, de colegas–, que esperan con ansiedad, recibirán la vida, la luz y la paz de Cristo.
¡Si queremos! Desde lo profundo de nuestro corazón acudimos al Padre –estoy seguro de que todos le llamáis así cuando rezáis–, para que nos ayude a vencer las resistencias de nuestra pereza, de nuestro egoísmo, de la timidez y de la comodidad, que desdicen de nuestro nombre de cristianos: que nos ayude a despertar del fácil sueño en el que caemos por imprudente ligereza; a recibir con generosidad la llamada divina –euntes in mundum universum, prædicate Evangelium omni creaturæ 3–, y a responder con decisión y valentía, cada uno en el lugar en que se encuentra, a la vocación a la que ha sido llamado: ecce, adsum: aquí estoy, Señor 4. Aquí me tienes: con tu gracia y con la ayuda de tu Madre, estoy plenamente dispuesto a servirte, como lo estuvo siempre aquel amado Siervo tuyo que hace cuatro años te dignaste llamar a tu divina presencia, para que contemplase para siempre tu divino Rostro. Amén.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Juan de Letrán (Roma), el 26-VI-1980, quinto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
La noticia que hace cinco años causó profundo dolor a personas de toda condición y de tantos lugares de la tierra, tuvo aquí, en Roma. una resonancia particular: Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, que durante casi treinta años había vivido en la Ciudad Eterna, nos dejaba para alcanzar la morada y la corona reservadas a los justos. No puedo olvidar los testimonios de veneración y de afecto hacia nuestro Padre, de personalidades ilustres y de personas humildes, que quisieron estar a nuestro lado en aquellos momentos de prueba y de abandono en la Voluntad divina. A nuestro alrededor se produjo instantáneamente una oleada de amistad fraterna y de profunda simpatía, que todos los hijos de Monseñor Escrivá de Balaguer percibimos como el tributo de reconocimiento hacia un hombre de Dios que había trabajado intensamente, con una entrega sin límites, por toda la humanidad –como hace poco ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II– y, en concreto, por esta amadísima Urbe.
Entre todos los testimonios de afecto, quiero recordar las cariñosas y conmovidas palabras del venerado Cardenal Arcipreste de esta Patriarcal Archibasílica Lateranense, el Vicario de Su Santidad, Su Eminencia Ugo Poletti. Después de recordar, entre otras cosas, que al Siervo de Dios le gustaba sentirse muy romano, y que había inculcado a sus hijas y a sus hijos extendidos por el mundo este amor a Roma, diócesis del Papa, dejó escrito, como Vicario del Santo Padre, que deseaba expresar la gratitud de Roma por este celo del Fundador del Opus Dei y de sus hijos, que ha aportado un fermento de vida apostólica y tantas labores benéficas en los más diversos ambientes de la vida romana.
Por eso, hoy consideramos como una significativa manifestación de romanidad, el hecho de que la divina Providencia haya permitido la celebración de esta solemne Eucaristía en la Archibasílica Lateranense, llamada Cabeza y Madre de todas las iglesias, por ser la catedral del Obispo de Roma. Demos gracias al Señor, que en su infinita sabiduría rige los destinos humanos, por la oportunidad que se nos ofrece de romanizar cada vez más nuestra oración de adoración y de alabanza. Y agradezcamos también a este siervo bueno y fiel 1 –que esto quería nuestro Padre llegar a ser, al modo evangélico–, el ejemplo tan romano que nos ha dejado.
Si, Roma está en nuestro corazón y en nuestra mente, y con una inalterable confianza, que aprendimos de la vida y de la palabra del Fundador del Opus Dei, dirigimos el pensamiento, el afecto y todas nuestras voluntades, hacia la persona y las intenciones del Santo Padre, hacia sus viajes por el mundo, como peregrino de Dios sobre la tierra. Que Dios le conserve, le dé vida y le haga feliz en la tierra, que le proteja en su labor evangelizadora. Rezando de esta manera nos unimos ciertamente a Monseñor Escrivá de Balaguer, que sigue estimulando en nosotros una adhesión cada vez más cordial al Vicario de Cristo en la tierra.
Sí, es para nosotros un orgullo ser ciudadanos de esta Ciudad Santa; pero sirva esto también como advertencia para que nos hagamos dignos de herencia tan preciosa. El Opus Dei tiene la ambición, jamás escondida, de contribuir con la actividad de sus miembros a la construcción civil y cristiana de la ciudad terrena; y esta decisión se traduce en una especial laboriosidad, a modo de fraterna y espiritual competición por el bien, con todos aquellos que leal y valientemente se entregan a esta empresa apasionante y dura: lo saben bien los Pastores de la Iglesia y las autoridades del Estado, y por eso en todas partes aprecian el espíritu que, gracias a Dios y a la enseñanza y al ejemplo de nuestro amadísimo Fundador, nos anima.
Si en esta cita anual nos reunimos en filial y sentida celebración de familia cristiana, es con objeto de continuar, con aquél que notamos presente en medio de nosotros, el estilo de vida, la unidad de corazones, la sencilla vida de oración, que inauguraron los primeros discípulos del Señor, y a las que el Siervo de Dios nos estimuló de tantas maneras y con gran eficacia: erant autem perseverantes in doctrina Apostolorum, et communicatione, in fractione panis, et orationibus 2.
En efecto, nos une la doctrina de los Apóstoles, la Santa Eucaristía y la oración. Muchos de nosotros tuvimos una frecuente e ininterrumpida conversación familiar con nuestro amado Padre: por eso, sabemos cuánto amor y empeño puso en la fidelidad al Magisterio, en el culto divino –cuya cumbre es la Santa Misa– y en el coloquio íntimo con Dios, al que nos enseñó a tratar como Padre. Sus palabras, su ejemplo, están grabados en nuestras mentes y en nuestros corazones, y queremos aprovechar la ocasión de esta admirable Liturgia católica para elevar el canto de alabanza, de gloria y de honor a la Trinidad Beatísima, que prepara para nosotros, pobres hombres, cosas grandes y sublimes, y no cesa de enseñarnos y formarnos, a través de instrumentos fidelísimos y heroicos, como lo fue nuestro extraordinario Fundador.
Mientras se realiza sobre el altar el ofrecimiento y la inmolación de la Víctima Divina, rogamos con todas nuestras fuerzas a Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– que envíe una abundante cosecha de gracias sobre esta tierra, honrada por los mártires y embellecida por los santos: ¡Señor Omnipotente, haz que sean muchas las almas generosas capaces de seguirte donde Tú quieras; que se despierte en muchos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, el deseo ardiente de la santidad, el santo orgullo de ser y de llamarse cristianos; que surja al servicio de tu Iglesia un numeroso ejército de santos!
¡Cuántas veces he escuchado a nuestro inolvidable Fundador decir que aquí, en Roma, habría abundantes vocaciones; y cuántas veces he sentido la alegría de asistir a su nacimiento! Desde su aparición sobre la tierra, el Opus Dei cultiva este sueño –destinado a convertirse en continua realidad– de promover la santidad en medio del mundo: y vosotros, hijos míos, para ser dignos de nuestro querido Fundador, debéis ser sembradores de paz y de alegría, de santidad, en medio de las ocupaciones aparentemente vulgares de la vida diaria.
Hermanos e hijos que me escucháis, y que seguís conmigo el hilo de un pensamiento que trata de no separarse de la mente y del corazón de ese Siervo de Dios, que fue llamado al Cielo hace cinco años y que vive ya unido para siempre al Señor. Sabéis bien que nosotros creemos en el Amor; que estamos seguros de que el Amor vence cualquier odio, cualquier coalición del mal, también cuando forman frente a nosotros ejércitos de enemigos de la Iglesia y de las almas.
Haciendo un propósito sincero, decidámonos, pues, cada uno de nosotros, a luchar con mayor generosidad, para tratar mucho más a Dios, en el Pan y en la Palabra. Decidámonos a llenar los caminos divinos de la tierra, mediante una vida llena diariamente de amor. Decidámonos a llamar a todos los que nos rodean a participar en este canto de felicidad: siendo audaces en el apostolado, superad el falso miedo, para abrir al Amor de Cristo las puertas de este mundo, del mundo que palpita en cada una de las almas que tenéis cerca.
Y después, precisamente porque creemos en el Amor, pedimos perdón a Dios por nuestros pecados en el santo Sacramento de la Penitencia, y nos empeñamos, con una fuerza siempre mayor, en repetir a nuestros amigos, a nuestros colegas, a nuestros parientes: ¡no perdáis nunca la esperanza! Nuestro Dios es un Dios que perdona, es un Dios que nos espera en ese Sacramento divino de misericordia, para decirnos, repitiéndolo todas las veces que sea necesario, con infinito afecto: tus pecados te son perdonados 3, y, como al hermano del hijo pródigo: todas mis cosas son tuyas 4. Debemos hablar sin descanso, a todas las personas, de la infinita bondad de este Dios nuestro, que no se niega nunca a acoger un corazón arrepentido; debemos continuar con renovado empuje de Amor una catequesis universal sobre el Sacramento del perdón y de la alegría, diciendo a todos: por muy grande que sea tu debilidad, el perdón del Señor es incomparablemente mayor.
Y así, con el impulso del perdón de Dios, también nosotros sabremos perdonar con todo el corazón a cuantos nos hayan ofendido o maltratado, devolviendo siempre bien por mal, ahogando el mal en abundancia de bien. Estad seguros: nosotros creemos en el Amor, cuando con los sacramentos, con las armas del trabajo, de la oración, de la ayuda fraterna, queremos restañar las heridas que el pecado causa en todos los pobres hijos de Adán.
Escuchemos a Jesús en su paterna compasión por las muchedumbres hambrientas y dispersas. ¡Cuánta miseria, y por esto, cuánto trabajo hay que hacer en este mundo, tan privado de orientación, y tan necesitado de guía!
Pidieron un día al Fundador del Opus Dei una idea para el escudo de una obra apostólica. Aconsejó utilizar el de la ciudad en la que surgía esa iniciativa, pero añadiéndole una imagen de María y el lema Ipsa Duce. Con Ella como guía –«a Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» 5, escribió nuestro Padre cuando era un sacerdote jovencísimo, y después lo repitió durante toda la vida–, cualquier trabajo humano tiene la garantía de alcanzar su objetivo. Sea así para nosotros, cristianos de hoy, como lo fue para los del primer día: hi omnes perseverantes unanimiter in oratione, cum mulieribus et Maria, matre Iesu et fratribus eius 6.
Es un buen propósito, que podemos y debemos hacer ahora, cuando honramos la memoria de nuestro Padre, y elevamos sufragios por su alma santa: todos perseveraremos, unánimes en la oración, junto a María, la Madre de Jesús, y a aquellos primeros discípulos, y a toda la santa Iglesia de Dios. Amén.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1981, sexto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Nos acercamos conmovidos a este aniversario, porque la grandeza de un hombre se advierte mejor cuanto más actuales se hacen sus enseñanzas, más fuerte su atractivo y más profunda su huella en nuestro camino común. Y es verdaderamente grande la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: como la de un precursor; la de un sacerdote auténticamente sacerdote, que afirmó la romanidad de la Iglesia; hijo fidelísimo del Papa; cantor enamorado de la Madre de Dios y Madre nuestra; servidor de todas las almas, sin discriminación alguna, porque le interesaban todas y cada una de ellas.
Son rasgos inconfundibles de una espiritualidad hondamente vivida y transmitida, que raramente se dan en una sola persona y más raramente aún se logran comunicar a tantas almas.
El mensaje de nuestro Padre, el Fundador del Opus Dei, es suficientemente conocido por todos vosotros, para que yo intente resumirlo en una breve homilía. Pero ciertamente forma parte de su mensaje la llamada universal a la santidad, que tradujo con expresión feliz: «se han abierto los caminos divinos de la tierra». Frase que llegó a parecer poética y audaz, pero que ahora se encuentra confirmada por la riada de gente de todo país y lengua que, como en una nueva Pentecostés, se lanza a proclamar las grandezas de Dios por todas las calles y plazas de este mundo. «El brazo de Dios no se ha empequeñecido», repetía nuestro amadísimo Padre, con su fe gigantesca; y vemos, en efecto, que surgen y se desarrollan nuevos campos de apostolado; que, con generoso arranque, responden a la llamada divina hombres y mujeres de las más diversas profesiones, desde los lejanos países del Asia y de otros continentes, hasta las tierras próximas de nuestro occidente europeo, que parecían estériles a nuestros ojos cansados y miopes.
¡Qué hermosa es esta auténtica promoción del laicado para la misión de propagar la fe, con la palabra y con el ejemplo, fundidos de tal modo que a menudo, sin más explicaciones, tienen la fuerza de arrastrar a otros! Un buen ingeniero, un experto artesano, una sencilla madre de familia, una enfermera, una empleada del hogar, constituyen en sí mismos, por así decir, tal carta de presentación, que no deben gastar muchas palabras para atestiguar que son de Cristo.
Nuestro Padre logró hacernos entender todo esto, siendo sólo sacerdote, y deseando no ser más que un sacerdote de verdad. Fue, por vocación recibida de Dios, un hombre que estableció nuevas fronteras al servicio de la Iglesia; abierto a todas las novedades nobles y sinceras, quiso al mismo tiempo, frente a los maniáticos de la secularización, presentar el sacerdocio de Cristo en su genuina naturaleza de ministerio para los hombres y para Dios. No hizo caso a falsos aggiornamenti que pueden parecer fruto del celo por las almas, pero que a menudo esconden la insidia del envilecimiento, de la degradación, de una escasa confianza en la belleza y en la actualidad del propio deber.
Quiso que sus hijos, una vez que habían optado por el servicio sacerdotal –manteniendo la mentalidad laical adquirida en largos y rigurosos estudios civiles, y en el ejercicio de la profesión–, no escondiesen nunca esta elección, y amaran el traje sacerdotal como un uniforme que les compromete a una dedicación completa, sin fiestas ni vacaciones. Personalidades autorizadas del mundo eclesiástico y observadores imparciales de la sociedad actual, han comentado que en la historia de la Iglesia nunca se había producido una cosecha tan abundante de vocaciones sacerdotales, maduras y responsables, provenientes de las más diversas profesiones humanas: este soplo del Espíritu Santo es ciertamente un don divino, que ha encontrado terreno fértil porque este hombre de Dios supo hablar y llevar el lenguaje del sacerdote a su expresión más pura. Y para muchos, esta lengua suena comprensible y actual.
¿Qué decir de la romanidad? En la conversación y en la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer, esta expresión no quería ser y significar otra cosa sino espíritu universal, amplitud de miras, abrazo a todos los pueblos y, por tanto, verdadero ecumenismo que no destruye la verdad, sino que conjuga en la unidad los elementos más dispares. Puedo deciros –yo, que he vivido a su lado durante tantos años en esta Roma donde Cristo es romano– que le he visto vibrar ante los más pequeños indicios del arte, de la doctrina, de la literatura, de cualquier manifestación del espíritu, que tuviesen alguna relación con Roma, cabeza y centro de la cristiandad, sede de Pedro y de sus Sucesores, los Papas. No puede sorprender, por tanto, que haya gastado tantas energías y, siempre al servicio de las almas, haya realizado obras admirables en la Ciudad Eterna, que consideraba un crisol en donde debían prepararse millares de nuevos apóstoles, así como se templan en una forja los metales mejores, los aceros más resistentes.
Es éste un capítulo que abraza los últimos treinta años de su vida, transcurridos mientras con fe y con amor alzaba unos edificios indispensables para la labor de almas, y en torno suyo –así se lo referían grandes personajes de la vida civil y eclesiástica– el escepticismo y una generalizada sensación de derrota moral, derribaban o empequeñecían lo que antes había sido construido en servicio de la Iglesia. Cuando le objetaban que hacían falta considerables medios para levantar esas casas, solía contestar que las obras de Dios no se pierden nunca por falta de dinero, sino por falta de espíritu, es decir, de sacrificio y oración.
Me gusta recordar también que, cuando escuchaba estas observaciones, lógicas para la humana prudencia, continuaba impertérrito con sus locuras sobrenaturales, mientras se consolidaba lo que fue una constante en su alma y en su corazón: la confianza en los hombres. Una gran confianza, porque cada día meditaba sobre el tesoro de las misericordias de Dios, que nos ha dejado a su Hijo amadísimo para salvarnos y santificar el mundo. Se ha dicho, y muy apropiadamente, que la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer fue una catequesis de los sacramentos, vehículos de la gracia, capaces de transformar la vida diaria, sus riesgos e incertidumbres, en vida sobrenatural. A mí, que por voluntad de Dios me ha tocado sucederle, me urge recordar, y recordaros a todos vosotros, que debemos continuar esta catequesis. Acercad al Sacramento de la Penitencia a vuestros amigos y a todas las personas que tratáis: ¡no seamos humanamente prudentes!, ¡no dejemos de anunciar esta riqueza, que abre el camino de los hombres al trato íntimo con Dios!
Varias veces se ha dicho que el Fundador del Opus Dei cultivaba el amor al Papa –«quienquiera que sea»– como una devoción; y tenemos ejemplos conmovedores de este cariño al Vicario de Cristo, como aquél de su primera noche en Roma, que pasó al raso, en una terraza que mira a las ventanas pontificias, para poder velar en oración de agradecimiento. Su fortaleza, tan probada en las duras renuncias de una existencia heroica, se volvía fragilidad infantil cuando se encontraba cerca del Santo Padre, hasta el punto de no poder refrenar las lágrimas y la emoción, por la fe teológica que le hacía considerar, en cada Sucesor de Pedro, al Vice-Cristo.
¡Con qué actualidad se nos presenta ahora este amor al Santo Padre! Recogiendo lo que escuché siempre a nuestro Fundador, os he dicho ya que debemos acompañar diariamente al Romano Pontífice, con una oración constante y sincera. Si el Papa necesita siempre la ayuda de todos sus hijos, lo católicos, en estos momentos en que sufre físicamente, estimulémonos mutuamente a través de la Comunión de los Santos, pidiendo que todos –desde su más próximo colaborador, hasta el último recién llegado a la Iglesia Santa– sepamos prestarle un servicio leal y sincero, sostenerlo con una oración más ferviente.
Dejadme que insista hoy en esta petición, precisamente en este templo que, por benévola disposición de Juan Pablo II, el Cardenal Vicario ha confiado a los sacerdotes del Opus Dei. Ayudadme, pues, a incrementar nuestro servicio a la diócesis de Roma, con más oración por el Papa, por la Jerarquía, por todo el pueblo de Dios.
Y no puedo terminar estas breves alusiones a la espiritualidad y a la persona del Fundador del Opus Dei, sin recordar el culto tiernísimo, el afecto filial, la confianza sin límites que tuvo en la Madre de Dios. Precisamente en este año, por el aniversario mariano celebérrimo del Concilio de Efeso, que definió la grandeza única de María Santísima, me gusta recordar alguno de los innumerables testimonios de fe y de amor a la Virgen de Nazaret, que este hijo fidelísimo –nuestro Fundador– supo darnos, como sello de su estilo cristiano fuerte, completo e indiscutible. Cuando nos hablaba de su apostolado, que le había empujado a difundir centenares de millares de imágenes de la Virgen, y escribía que le gustaban todas; cuando contaba con ingenio y viveza su diálogo con un hombre del pueblo, que le había alabado la efigie de María que se venera en su lugar, descubríamos una vitalidad, una espontaneidad, y, al mismo tiempo, una madurez de devoción mariana difícilmente igualables o imitables. También dijo que sólo se ponía como modelo en este aspecto, porque en los demás se consideraba, por su profunda humildad, lleno de defectos e indigno de ser imitado.
Confiamos a María en esta tarde todas estas intenciones, y también otra que –tengo la convicción– está en los corazones de todos nosotros: sabéis que el pasado 19 de febrero, antes de que se cumplieran seis años del fallecimiento, se ha introducido el proceso de beatificación de este admirable y queridísimo Siervo de Dios. Pedimos, pues, a Santa María, que interponga su amparo celestial en favor de la beatificación y canonización de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Se trata de un hijo que ha honrado mucho a su Madre y que, durante su vida, ha recibido tantas gracias de Nuestra Señora; esperamos que Ella le conceda, para bien de la Iglesia, lo que en este momento le pedimos: bien digno es de recibir esta recompensa.
Y sabemos, además, que una glorificación semejante se traduce en un aumento de bienes espirituales para todo el pueblo cristiano. Cuando brillan los santos en el firmamento de la Iglesia, hay más luz para todos, el camino se ilumina más y aumenta la capacidad de realizar nuestros proyectos de santidad. Los santos son la respuesta de Dios a nuestros absurdos deseos de autoexaltación, a la presunción de divinizarnos por nuestras propias fuerzas. Es Dios quien hace a los santos. Es el Espíritu de Dios el que santifica al hombre, infundiendo aliento en la Iglesia y levantando ese pobre polvo, que somos, hasta el oro brillante del sol de justicia.
Invoquemos a María, Madre de Dios y Madre de los cristianos –Madre nuestra–, para que conceda a la humanidad nuevas gracias y nos obtenga del Altísimo, para el mundo y para la Iglesia, los auxilios de una nueva Pentecostés. Así sea.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma). el 26-VI-1982, séptimo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Nos preparamos cada año, con especial empeño, a esta cita del 26 de junio, porque estamos seguros, todos, de que recibiremos algo, de que obtendremos algún bien: cualquiera que se acercaba al Padre, al Fundador del Opus Dei, no quedaba nunca con las manos vacías. Entre los innumerables dones que Dios le había concedido, estaba el de la generosidad en el dar: una palabra, una sonrisa, una mirada cariñosa. ¡Cómo olvidar aquellos ojos, tan expresivos incluso cuando callaba la lengua!; después de haber estado con él se sentía el alma llena de una inefable alegría. Hasta el reproche tomaba en él tales acentos, que quien lo recibía experimentaba una crisis saludable: los santos siempre han ayudado a convertirse.
¡Los santos! Esta es la palabra que aflora a los labios –porque se encontraba antes en nuestro corazón–, cuando pensamos en Monseñor Escrivá de Balaguer. Lo dice ya una devoción popular tan difundida que, sin prevenir el juicio de la Iglesia, no podemos ignorar, y que comprende además a personas de todos los ambientes, que no se resisten al atractivo de una personalidad tan rica en virtudes humanas y en dones sobrenaturales. Recuerdo la emoción que sentían ante él simples campesinos, hombres de ciencia, agentes del orden, artesanos y obreros: para todos tenía un gesto o una palabra apropiados, fruto de aquel «don de lenguas» que siempre pedía al Señor para sí y para sus hijos.
Pero lo que nos hace hoy particularmente felices es comprobar que continúa ejerciendo ese influjo –y más poderosamente que nunca– también con aquéllos que no le han visto ni conocido: señal, ésta, de lo que podríamos llamar una cooperación divina. El Señor quiere seguir sirviéndose del Padre para atraer las almas a Sí. ¿Acaso no era ésta la suprema ambición de nuestro amadísimo Padre: desaparecer, pasar inadvertido para que sólo Jesús se destacara y brillase en este mundo? Yo, que he sido testigo durante muchos años de su trabajo incesante y escondido por la Iglesia, por la Obra –de la que no quería siquiera llamarse Fundador–, me pregunto cómo ha podido ocultar o, al menos, encubrir unas dotes tan grandes, que lo habrían hecho brillar fácilmente ante los demás. Sé, sin embargo, al mismo tiempo y con clara conciencia, que su fuego interior era tan ardiente que no podía contenerse; y muchos de vosotros sabéis que se manifestaba a menudo en fuertes invocaciones a Dios Uno y Trino y a la Santísima Virgen, y que cuando se refería a la Iglesia, a la Esposa de Cristo, y a su Vicario en la tierra, no hubiera podido encontrar expresiones más encendidas, reveladoras de su intenso amor y de un dolor profundo por las traiciones, las vilezas, el doble juego, que incluso humanamente lo hacían sufrir de manera visible.
El Padre era un sacerdote muy alegre –«gracia de Dios y buen humor» constituían, según sus palabras, la carta de identidad con la que se presentaba–, pero la suya era una alegría sobrenatural: había conocido desde pequeño las pruebas que Dios reserva a sus predilectos, y nos enseñó la diferencia que existe entre la alegría fisiológica y la sobrenatural.
¡Sus enseñanzas! No nos cansamos de repetir que Camino es un libro vivido, no simplemente redactado en un escritorio, y que consigue hacer tanto bien a gente tan distinta precisamente porque parte de la vida y no es una lección teórica. También cuando habla de temas doctrinales –y a veces la doctrina toca niveles altísimos de carácter ascético o teológico– lo hace con un lenguaje universal, no abstruso ni frío. ¡Cuántos han declarado que un solo pensamiento de este libro, carente de adornos, ha constituido el punto de partida para una renovación en sus vidas!
Decía al comienzo que todos llegamos a esta Misa de aniversario con la esperanza, secreta o declarada, de recibir algo. Y este interés es legítimo y bueno: sabemos que la Misa aplica los méritos infinitos de Cristo a los vivos y a los difuntos. Durante estos siete años he tenido ocasión de decir a menudo que las oraciones por Monseñor Escrivá de Balaguer son como un billete de ida y vuelta: nosotros rezamos por él pero, por la generosidad que le caracterizaba y por el espíritu de agradecimiento que tanto destacaba en su forma mentis, ciertamente nos devolverá el ciento por uno, haciendo que seamos siempre nosotros quienes resultemos favorecidos.
El significado de nuestro encuentro junto al altar es, entonces, ante todo el de una petición, de la misma manera que el impetratorio es uno de los cuatro fines por los que se ofrece el Santo Sacrificio. Además de honrar a Dios –que es el fin latréutico o de adoración–, además de darle gracias –que es el fin eucarístico–, además de aplacarlo por nuestros pecados –que es el fin propiciatorio–, está también presente este fin de obtener de El todas las gracias que necesitamos. En medio de nosotros está el mismo Jesús de Nazaret, que caminaba por los senderos de Palestina benefaciendo 1: es decir, dispensando el bien, la salud del alma y del cuerpo; y no estamos nosotros menos necesitados que aquellos hombres y mujeres de entonces, que se acercaban con fe al Maestro Bueno y recibían un nuevo impulso para su vida, la gracia de una conversión y, a menudo, también la curación de su cuerpo.
Entre la abundancia de bienes que lleva consigo el encuentro con Cristo, el que suscitaba una mayor conmoción en nuestro queridísimo Padre y Fundador era la infinita misericordia de Jesús, al comprender y perdonar los pecados y las miserias humanas. Ese decir al paralítico y a la mujer pecadora: te son perdonados tus pecados 2, que provoca el escándalo hipócrita de los fariseos y de los escribas, que murmurarán: ¿quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios? 3. Pero Jesús, el Hijo de Dios vivo, ha transmitido a su Iglesia el poder estupendo de perdonar todos los pecados. Porque El sabe que tenemos una gran necesidad. El conoce como nadie la fragilidad, y también la malicia, del corazón humano; y en su inefable misericordia, nos ha concedido la posibilidad de un arrepentimiento eficaz, de un perdón real de nuestras culpas, a través del Sacramento de la Confesión. No queremos tener el estúpido orgullo de creernos puros; como tampoco queremos hacer ineficaz la misericordia de Dios por vergüenza o por comodidad. Señor, ¡Tú sólo eres bueno, Tú sólo santo! Pero Tú mismo nos has dicho por medio de tu Hijo: sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto 4. ¿Y cómo podremos ser perfectos sin la purificación que se realiza en el Sacramento de la Penitencia? Por eso, con tu ayuda, nos volvemos a proponer no sólo el recurrir a la Confesión, sino también el hacer lo posible para que nuestros parientes, amigos, compañeros, etc., descubran cada vez con más claridad la maravilla de este Dios que perdona, que acoge los corazones contritos y humillados, como gustaba repetir el Fundador del Opus Dei con las palabras del Salmo 5.
Procuremos que nuestras confesiones sean contritas, y descubriremos con más profundidad el Amor de Dios, y sabremos amar a los otros más sinceramente. Procuremos que nuestras confesiones tengan la frecuencia necesaria, y el Dios de la bondad nos hará adentrarnos en la amable virtud de la paciencia. Procuremos que nuestras confesiones sean hondamente sinceras, y veremos que Dios no nos rechaza jamás, al paso que nos ayudará a ser sinceros en nuestras relaciones con los demás.
Dejadme que os diga que si queremos aprovecharnos de las riquezas de la misericordia divina hemos de ser hombres y mujeres que aman y frecuentan el Sacramento de la Penitencia.
¡Jesús nos quiere santos! Este es el mensaje que con fuerza inagotable y durante más de cincuenta años, hizo resonar Monseñor Escrivá de Balaguer, altavoz de Cristo; mensaje que alcanza los corazones de jóvenes y de ancianos, y que el Vaticano II ha renovado para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que aunque parecen afanarse persiguiendo sólo ideales pasajeros, tienen en el fondo un hambre insaciable de Dios, y a Dios buscan aun cuando no lo saben. Si como cristianos llevamos al Redentor con nosotros, dentro de nosotros, si somos verdaderos Cristóforoi 6, como recordaba Juan Pablo II en la procesión eucarística del Corpus Christi, entonces verdaderamente deberemos hacer presente a Cristo en nuestro camino: hacerlo conocer, hacerlo amar.
Estamos participando en el Santo Sacrificio de la Misa: por un milagro sublime, nos disponemos a recibir el pan que nos da Cristo, y que es su Carne, y con su Carne todo su Ser: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Que este alimento supersubstancial 7 nos sostenga y nos sacie en nuestro camino y, con nosotros y por medio de nosotros, sostenga y sacie a tantos que decaen por el cansancio, por la ignorancia, por la indiferencia. No queramos detenernos más que para recuperar las fuerzas, y después continuemos adelante hasta que el Señor lo permita. ¡Animo! Tened la fe de hacer esta petición al Señor: el pan nuestro de cada día dánosle hoy 8.
Se puede decir que la lección que hemos aprendido de los labios y del ejemplo de nuestro Padre y Fundador ha sido esta continua, filial y confiada petición a Dios, que es Padre amoroso de todos, por medio de su Unigénito Hijo en unidad con el Espíritu Santo.
Y con María, nuestra Madre, conseguiremos que nuestras peticiones sean escuchadas, resulten eficaces: por medio de su poderosa e insustituible intercesión pidamos también nosotros las mismas cosas que el Siervo de Dios Josemaría pidió siempre, sin cansancio, al Padre de todo don. Recemos por la Iglesia, para que vuelva y se refuerce en los cristianos el espíritu de obediencia a toda la doctrina milenaria que nos ha sido revelada y, con infatigable magisterio, explicada y transmitida. Recemos por el Papa, el dulce Vicario de Cristo, para que su palabra y su ejemplo encuentren un eco profundo en los corazones de los hombres. Recemos por todos los Pastores, obispos y sacerdotes –aquí, en esta Basílica de San Eugenio, de modo especial por el Cardenal Vicario de Roma, por sus Obispos auxiliares y por el querido clero romano–, para que sean antorchas encendidas que iluminan las vías de este mundo. Recemos por los padres, para que acojan con alegría las nuevas criaturas que Dios quiera mandarles, y las confíen a los cuidados de una educación verdaderamente cristiana. Recemos por los jóvenes, con el fin de que comprendan la urgencia y el encanto de la invitación que Cristo les dirige para que le sigan, y pidamos también que sepan buscar los medios para llevarla a la práctica. Recemos por los ancianos –¡qué gran tesoro para la Iglesia es su ancianidad!– para que tengan en las palabras y en los hechos la alegre convicción de que su peregrinación acaba en la Patria y de que, si son fieles, podrán contemplar la faz de Dios.
Estamos todos alrededor de la misma mesa. Cuando los interlocutores más diversos pedían a Monseñor Escrivá de Balaguer consejos para su vida, para su condición de célibes o de casados, de sacerdotes o de viudos, de intelectuales o de obreros, el Fundador de la Obra acostumbraba a repetir que tenía «un solo puchero» y que cada uno podía meter su propia cuchara y sacar cuanto quisiera. Con la misma confianza debemos sacar, del tesoro de la Iglesia, los beneficios, las gracias que Cristo ha depositado. Y nos daremos cuenta de la gran abundancia de bienes naturales y sobrenaturales que allí podemos encontrar. Jesús dijo a la Samaritana con afectuosa benevolencia: ¡si conocieras el don de Dios! 9. Quizá también a ti y a mí nos dice el Señor en este momento: ¡si comprendieras cuántas riquezas se esconden, desde el Bautismo, en tu alma, sacarías del pozo agua de vida que brota hasta aplacar la sed actual y la futura!
En esta búsqueda de los bienes duraderos sea nuestra guía María Santísima, y nos conduzca a Cristo, que es la fuente inextinguible, la paz y el descanso, la cumbre y la raíz de toda santidad.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 19-III-1983, durante la Misa en la que se ejecutó la Bula pontificia "Ut sit!", por la que el Papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal.
Hic est servus fidelis et prudens. Dominus commisit illi familiam suam 1. Este es el siervo fiel y prudente, a quien el Señor ha puesto a la cabeza de su familia. Con estas palabras de la antífona, que han dado comienzo a nuestra celebración eucarística, la Iglesia alaba hoy –repleta de la alegría espontánea e íntima de una fiesta grande– la figura maravillosa de San José, Esposo de María, custodio y protector de Jesús, Patrono de la Iglesia universal. El es también –me gusta recordarlo–, por motivos fundacionales, históricos y ascéticos, Patrono muy particular de esta pequeña porción de la grey del Señor, que justamente hoy es constituida oficialmente en Prelatura personal: el Opus Dei.
Apiñados en torno a San José, levantamos nuestros corazones al Padre misericordioso y Dios de toda consolación 2, en unión con el Espíritu Santo, mientras nos disponemos a ofrecer el pan y el vino que, en breve, se convertirán en el Cuerpo, en la Sangre, en el Alma y en la Divinidad de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.
Ut sit: las palabras con las que comienza la Constitución apostólica relativa a la erección del Opus Dei en Prelatura personal tienen para nosotros una resonancia muy particular, íntima, de familia. Durante años, cuando nuestro Fundador y Padre, adolescente en tierras de España, presentía que el Señor estaba a punto de pedirle algo, y no sabía aún qué era, utilizó esas palabras –«Domine, ut sit!», o bien, dirigiéndose a la Virgen, «Domina, ut sit!»; ¡Señor, que se cumpla!, ¡que se cumpla tu Voluntad!; ¡Señora, que sea!, ¡que se realice la Voluntad de tu Hijo!– como jaculatoria para adelantar el cumplimiento de la Voluntad de Dios en lo que le concernía. Ese cumplimiento sobrevino el 2 de octubre de 1928, cuando el Señor hizo ver –así: ¡ver!– a su Siervo el Opus Dei, que en aquel preciso momento quedaba fundado.
Desde entonces, bajo el impulso de la oración, del trabajo, del sacrificio y de los sufrimientos del Fundador, el Opus Dei se ha difundido por todo el mundo, en una movilización general de santidad buscada, vivida y ofrecida en las vicisitudes cotidianas de los cristianos corrientes, hombres y mujeres de toda clase, edad y profesión, que se esfuerzan por descubrir ese quid divinum, ese «algo divino» presente en todas las actividades, incluso profanas, para servicio exclusivo de la Iglesia, para el bien de las almas, y para hacer más humana –cristianizándola– la sociedad civil.
Ut sit: comenzaba, en aquel mismo 2 de octubre de 1928, el itinerario jurídico de la nueva Fundación –«vieja como el Evangelio y, como el Evangelio, nueva» 3–, itinerario que se ha desarrollado a lo largo de los años, al paso de Dios, hasta concluirse el 28 de noviembre de 1982, cuando el Santo Padre Juan Pablo II ha erigido el Opus Dei en Prelatura personal, ratificando solemne y definitivamente el espíritu fundacional. Y hoy celebramos este acontecimiento dando gracias al Señor –como me decía un amigo muy querido– por haber sido realizada en plenitud, tras un camino laborioso y difícil, la idea genial del venerado Fundador; y lo hacemos con la solemnidad de una fiesta de familia –hoy, que es también el santo de nuestro Fundador–, en unidad de afectos, de intenciones y de plegarias, con el Papa, con todo el Episcopado mundial y, en particular, con todos los Ordinarios de las diócesis en las que el Opus Dei trabaja con la gozosa aspiración de servir a la Iglesia local con una aportación específica, en virtud del carisma recibido de Dios.
Ut sit! Nuestro Fundador y Padre, que no amaba las primeras piedras, sino las últimas, contempla desde el Cielo esta última piedra del edificio del Opus Dei, que, como todos los miembros de la Iglesia, está compuesto de piedras vivas. Como a los patriarcas del Antiguo Testamento evocados en las lecturas de esta Santa Misa, también a nuestro Fundador y Padre concedió el Señor numerosa y variada descendencia. La pequeña semilla se ha hecho árbol frondoso, y su crecimiento recibe –con la configuración jurídica definitiva– nuevo impulso de fecundidad y de gracia. Con el espíritu que nuestro Fundador nos ha legado –hacer de la oración, del apostolado y del trabajo, una sola cosa–, bajo la mirada amorosísima de la Virgen María, nos hemos comprometido «in hoc pulcherrimo caritatis bello», en esta espléndida guerra de amor, a ser sembradores de paz y de alegría por todos los senderos del mundo.
Hoy escuchamos como un eco de aquellas palabras de nuestro Fundador –ut sit!–. Es la Iglesia Santa, que nos confirma que esas jaculatorias han sido escuchadas hasta sus últimas consecuencias por la Trinidad Beatísima.
Ut sit! Hoy celebramos un cumplimiento que es, al mismo tiempo, un comienzo. Es el inicio de una nueva etapa en el camino de lealtad y fidelidad a la Iglesia abierto el 2 de octubre de 1928. Lealtad y fidelidad que forman parte de la herencia más preciosa que nuestro Fundador y Padre nos ha dejado, no sólo con su palabra y con sus escritos, sino con el holocausto mismo de su existencia. En efecto, varias veces había ofrecido su vida –«y mil vidas que tuviera», decía– por la Iglesia y por el Sumo Pontífice. El Señor aceptó este ofrecimiento el 26 de junio de 1975, cuando lo llamó a Sí. Aquel día se abrió en nuestro corazón una herida que no queremos que cicatrice nunca, aunque con los ojos de la fe hemos reconocido y amado desde el primer momento la Voluntad de Dios, que nos ha privado de un Padre aquí en la tierra para restituirnos, multiplicada desde el Cielo, su protección y su intercesión.
Como buenos hijos, amamos a nuestro Padre, y este amor es el sello del amor a la Iglesia, al Papa y a los Obispos, que nuestro Fundador ha vivido siempre y nos ha transmitido. Precisamente porque la herida que su marcha ha dejado en nuestra alma está misteriosamente ligada a su amor por la Iglesia, nosotros, aquí, hoy, en este día de exultación, reafirmamos nuestro amor –concretado en obras de servicio– a la Iglesia, al Romano Pontífice –tanto al amadísimo Juan Pablo II, suscitado por Dios para regir fuertemente el timón de la Barca de Pedro en esta época nuestra borrascosa, como a sus predecesores y a sus sucesores hasta el final de los siglos–, y al Episcopado universal, porque no es otra la razón de ser del Opus Dei, no es otro el motivo por el que Dios lo ha querido en este siglo y mientras en la tierra haya gente que trabaje, ya que el trabajo es lo que en el Opus Dei se convierte en materia santificante, santificada y santificadora.
Iniciamos, pues, una nueva etapa de nuestro camino de servicio al Señor. Y al comenzar, cumpliendo un gratísimo deber y, más aún, satisfaciendo una viva necesidad del corazón, expresamos nuestros profundos sentimientos de gratitud –que permanecerán siempre presentes en todos los miembros del Opus Dei– a Su Santidad Juan Pablo II, al Prefecto de la Sagrada Congregación para los Obispos, Cardenal Sebastiano Baggio, y a todos los Eminentísimos Cardenales, Obispos y Peritos que, como fieles y dóciles instrumentos en las manos del Señor, han hecho posible, durante todo el iter del estudio realizado, el cumplimiento total de la Voluntad de Dios para el Opus Dei. ¡Muchísimas gracias!
Y, en el calor e intimidad de esta fiesta de acción de gracias, nos dirigimos de nuevo a San José, nuestro Padre y Señor, y especial Protector del Opus Dei.
A él, que protegió y acompañó a Jesús y, como Maestro de vida interior, nos enseña qué significa ser hijos de Dios, fundamento de la vida espiritual de los miembros del Opus Dei;
a él, que no dudó en tomar consigo a María, su Esposa 4, ofreciéndose como perfecto modelo de la devoción mariana, con la que la espiritualidad del Opus Dei, modelada por el Fundador, está impregnada;
a él, que veía y amaba a Jesús y a María sin distraerse de su duro trabajo, enseñándonos así a ser contemplativos en medio del mundo;
a él, a San José, Padre y Señor nuestro, confiamos nuestra renovada determinación de buscar la santidad en la vida cotidiana, según el camino vocacional a que el Señor nos ha llamado –como se lee en la Declaración de la Sagrada Congregación para los Obispos, del 23 de agosto de 1982– para «la promoción de la actividad apostólica de la Iglesia» 5. Amén.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 25-VI-1983, con ocasión del octavo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Excelencias, queridos hermanos y queridos hijos del Opus Dei, que habéis acudido en tan gran número a esta cita anual, dispuestos a celebrar eucarísticamente la marcha de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer de este mundo, hace ahora ocho años, y del que quizás en todo este tiempo habéis experimentado, como yo, su presencia activa entre nosotros: bienvenidos a esta Basílica parroquial, confiada por el Obispo de Roma a los cuidados de los sacerdotes del Opus Dei.
Bienvenidos también, porque me permitís que os tenga junto a mí esta mañana, para dar gracias a Dios, del modo más digno y eficaz, por tantos beneficios concedidos al Siervo de Dios durante y después de su vida terrena. Estamos viviendo una aventura pentecostal, que tiene diversas manifestaciones: algunas, escondidas en el secreto de las conciencias que se abren milagrosamente a la gracia; otras, más visibles, como la que, hace unos días, en la Basílica de San Pedro, ha llevado al altar, al sacerdocio, a treinta y siete profesionales, miembros del Opus Dei, para servir sin condiciones a Dios y a las almas. Lo digo con alegría, precisamente hoy, aniversario de mi ordenación sacerdotal.
En las innumerables ocasiones en que tuve la dicha y el privilegio de estar junto al Fundador del Opus Dei, nunca sorprendí una palabra o una actitud que supusiera el menor síntoma de dominio o de propiedad sobre los planes que Dios le había confiado: al contrario, siempre se sintió depositario y ejecutor: un instrumento, hasta el punto de emprender voluntariamente laboriosas comprobaciones, por si se había introducido alguna idea suya o una interpretación personal. Desde los primeros años de su juventud, siendo apenas adolescente, cuando barruntaba algo que no sabía explicar, huyó humildemente de toda afirmación o estima de su persona. Y también más tarde, cuando la llamada se hizo clara e inequívoca, buscó soluciones que le permitiesen adherirse a posibles fundaciones existentes, considerándose un instrumento pobre e inútil para ser el iniciador de una nueva obra de Dios.
No pudiendo decir que no a la Voluntad divina, se esforzó por recordarse, a sí mismo y a los demás, la verdad de aquel pasaje paulino: lo débil del mundo es elegido para confundir a los fuertes 1. Y repetía, con frase incisiva, que Dios puede escribir con la pata de una mesa. «Así se ve que la Obra es suya», le gustaba repetir, refiriéndose a sus imperfecciones y posibles errores.
Quisiera subrayar aquí no sólo la profunda humildad de Monseñor Escrivá de Balaguer, sino también su constante, heroica y apasionada búsqueda de la gloria de Dios. «¿He buscado en todas las cosas solamente la gloria de Dios?», se preguntaba, y había enseñado a preguntarse a sus hijos en el examen de conciencia diario.
Esto explica muchas cosas: el deseo de desaparecer, que le llevaba a no aceptar ninguna manifestación de aprecio a su persona; el sincero anhelo de que la Obra no buscase gloria humana y de que se disolviese como la sal en los alimentos; la maravillosa pedagogía que permite conseguir mejoras sociales y elevar el prestigio profesional de los hombres, manteniendo entre ellos la fraternidad en la vida de familia, vivida sencillamente, sin distinciones. Tuvo, indudablemente, excepcionales dotes de gobierno, pero no quiso usarlas como si fueran un privilegio intransmisible, porque su ambición era formar junto a sí a hombres capaces de gobernar el timón, y bromeaba contando la anécdota del cocinero que alejaba de la cocina a los pinches cuando preparaba un plato especial…
He sido testigo, durante varios decenios, de muchas manifestaciones de su carisma fundacional, que le llevaba a distinguir lo que era conforme con el espíritu del Opus Dei, de lo que se separaba de ese espíritu. Su preparación jurídica, intensa, aguda y genial, no prevalecía sobre esta gracia divina, sino que le proporcionaba el instrumento oportuno, con el que previó, con muchos años de antelación, la solución jurídica más adecuada a la llamada que había recibido, y la fijó con términos precisos, aun advirtiéndonos que quizá necesitaríamos tiempo para conseguirla, porque no existían las normas canónicas necesarias para configurar un fenómeno pastoral tan nuevo en la Iglesia como es el Opus Dei. Cuando el Santo Padre Juan Pablo II decidió acceder a nuestras peticiones y a las de numerosos Cardenales y Obispos, erigiendo el Opus Dei en Prelatura personal, pensé en la amabilísima Voluntad divina y en la alegría de nuestro Padre, que contemplaba ese momento desde el Cielo y, al mismo tiempo, no estaba en la tierra para recibir nuestro agradecimiento, fiel también en esa ocasión a su lema «ocultarse y desaparecer, para que sólo Jesús se luzca».
Me lo imagino sonriente, mientras nos contempla desde su parte de herencia 2 que ha recibido de Dios, y nos consigue, con solicitud paterna –aumentada más allá de toda medida–, nuevas gracias para que podamos entender mejor los favores divinos y para que nos esforcemos en corresponder más y más.
Su vida fue una competición –si puedo expresarme así– con el Señor, para descubrir su Voluntad y para ponerla en práctica. Y ahora nuestro Fundador, que nunca se ponía de ejemplo, no puede desear de nosotros otra conducta u otro modo de ser: «ut videam!», «ut sit!»: dos jaculatorias que son una síntesis de excepcional fuerza: ¡oh, Dios, haz que vea, que entienda! ¡Oh, Dios, haz que se cumpla tu Voluntad!
Efectivamente, nosotros, que estamos en camino, debemos esforzarnos cada día para mantenernos sensibles y a la escucha de las llamadas del Señor. Y no podemos eludirlas con vanos pretextos, porque Dios no inspira nunca cosa alguna sin conceder las fuerzas necesarias para realizarla.
En todos estos años, he sido espectador –y, con frecuencia, actor junto a sus protagonistas– de las maravillosas aventuras que los hombres corren sobre la tierra, cuando se deciden a seguir a Jesús. Pero debo declarar públicamente que, si no hubiera tenido la gran suerte de encontrar al Fundador del Opus Dei, seguramente no me hubiera sido posible ni siquiera soñar con el panorama de lucha para alcanzar la santidad, y de apostolado, que me hizo descubrir.
Son miles y miles los hombres y las mujeres que han sentido este impulso divino en sus almas, para renunciar a sí mismos y andar en pos del Maestro; ni más ni menos que como los discípulos de hace dos mil años, y con una vocación que no exige –como la de los religiosos– abandonar el trabajo profesional o el lugar que se ocupa en el mundo: ¡bendito sea el Señor, por esta llamada a santificar las tareas honradas y nobles de la vida humana!
Cuando en los años treinta, en un momento histórico que preludiaba dos guerras terribles –la de España y la mundial–, nuestro queridísimo Padre empezó a difundir este mensaje de encantadora pureza evangélica, fue considerado un loco o, al menos, un exaltado soñador: pretender que los hombres se santificasen «en medio de la calle», sin encerrarse en un convento ni huir del mundo, podía parecer una fantasía irrealizable.
El optimismo sobrenatural que empapa todo el espíritu del Opus Dei, puede explicar por qué nuestro santo Fundador no consideró nunca las maldades y las auténticas persecuciones que sufrió, como un obstáculo infranqueable para servir a Dios y a las almas, y por qué, en cambio, se afanó por «ahogar el mal en abundancia de bien».
Por eso –y permitidme un breve inciso–, cuando he oído murmuraciones o críticas públicas, no sobre la aprobación de la Obra (puesto que la Obra fue aprobada por la Iglesia desde su nacimiento), sino sobre la erección del Opus Dei en Prelatura personal, he sonreído ante la falta de conocimiento de la verdad que tenían esas personas. Nunca hemos querido privilegios, sino exactamente lo contrario; es decir, poder ser una porción del Pueblo de Dios que, si acaso, se distinga por la ejemplaridad en la obediencia a los Obispos y al Papa. Si no deseamos carteles y distintivos, es precisamente porque somos iguales a los demás, con la normalidad de nuestras tareas de fieles comunes, de ciudadanos corrientes, y –para los que se dedican al sagrado ministerio– de sacerdotes seculares en todas las diócesis.
«Lo raro de no ser raros», quizá pueda molestar a cuantos ven en la Iglesia una fuerza, una potencia, una organización, y la confunden con una empresa humana, incluso respetable y digna de alabanza, pero basada sólo en medios humanos: en cambio, Dios se sirve de los hombres para hacer Su trabajo –Opus Dei, operatio Dei– infundiéndonos su gracia. El poder de la Iglesia es Cristo y sus sacramentos, el Espíritu Santo y los que son movidos por El.
Nosotros creemos en la santidad, no por nuestros méritos, sino por la riqueza del amor divino, que perdona nuestros pecados y nos impulsa a buscar las cosas de arriba 3, las altas metas de la unión con Dios. Esta es la razón por la que, como nuestros primeros hermanos en la fe, nos reunimos en torno a la Eucaristía para celebrar los misterios del Señor, acercándonos al Pan supersubstancial, a Jesús vivo y verdadero en la Hostia consagrada, después de habernos purificado en el Sacramento de la Confesión. ¡Cuántas veces he oído hablar de este maravilloso medio de santificación a nuestro veneradísimo Fundador! La misericordia de Dios le parecía tan grande, que se sentía extraordinariamente necesitado de ella, y no se avergonzaba de decir en público que recurría a este sacramento con frecuencia, como el sediento acude a la fuente de las aguas. Y siempre animó a sus hijas y a sus hijos a realizar este maravilloso apostolado de la Confesión, para que las almas volviesen a ser amigas de Dios.
También hoy nos alimentaremos con el Pan de los Ángeles 4, sin olvidarnos de dar a nuestra Sagrada Comunión un particular significado de agradecimiento: a Dios y a la Santísima Virgen, por haber concedido a la Iglesia y al mundo un instrumento de evangelización como el Opus Dei, de acuerdo con los signos de los tiempos. Al Santo Padre, a la Congregación para los Obispos y al Episcopado católico, por haber interpretado con tanta solicitud las ansias de santidad de las almas, y por habernos dado la posibilidad de desarrollar un servicio más eficaz a la Iglesia universal y a las diócesis, al erigir esta Prelatura personal, de acuerdo con los decretos del Concilio Vaticano II. Y agradecimiento a nuestro Padre, a nuestro queridísimo y venerado Fundador, que sirvió con tanta fidelidad al querer de Dios, en una entrega que, de sacrificio, se ha hecho perfecto holocausto.
Rezamos por Monseñor Escrivá de Balaguer, aun con el convencimiento personal de que goza de la visión de Dios. Pero, siguiendo una antigua sentencia de los buenos teólogos de un tiempo, consideramos que así podemos aumentar su gloria accidental. ¿Y qué cosa mejor pueden hacer los buenos hijos, sino alegrar el corazón de su padre con pequeños regalos?
Que María Santísima nos bendiga a todos en este año tan rico de gracias, por el Jubileo de la Redención, y nos conceda el tiempo de una verdadera penitencia, y muchos frutos y consuelos del Espíritu Santo, por la abundante mies de almas que vuelven a la Casa del Padre.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1984, noveno aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Se está convirtiendo en una deseada tradición nuestro encuentro anual al pie del altar para recordar juntos el piadoso tránsito del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, que hace nueve años dejó este mundo pero que no nos ha abandonado, como lo demuestran las numerosas pruebas de cariño y las continuas manifestaciones de solicitud, con gracias y favores especiales, que muchos atribuyen a su intercesión. Ciertamente, sabemos bien que todo está en las manos de la Iglesia, a la que corresponde el derecho de juzgar y decidir, pero no podemos ocultar esta creciente devoción popular de personas de todos los ambientes y naciones, y no dejamos de dar gracias a Dios, que suscita sentimientos de fervor cristiano para su gloria y para la salvación de las almas.
A nosotros nos corresponde mantener encendida esta lámpara que ilumina, esta luz que brilla en el oscuro mundo 1 de las pasiones y de los intereses humanos, para que todos vean, con un poco de buena voluntad, qué grande es el Señor, que no deja pasar el tiempo sin que haya un punto de referencia, una brújula orientadora, un ejemplo que conforte y estimule nuestras indecisiones y nuestra pusilanimidad.
El Fundador del Opus Dei fue un alma grande, abierta a todas las esperanzas y anhelos de nuestros contemporáneos, y ha dejado una semilla fecunda, un mensaje de santidad que no puede agotarse en el breve espacio de una generación, porque mana de las fuentes del Evangelio y, por consiguiente, lleva en sí la fuerza de la Vida verdadera.
Nos quedamos removidos al leer, en las biografías ya publicadas, conmovedoras anécdotas de piedad que se remontan a su infancia, y que luego recordaba en los últimos años de su vida con gran sencillez y con agradecimiento a sus padres y educadores.
Estos relatos encantadores han de servirnos para establecer y reforzar los fundamentos de la fe que es, sí, un don de Dios, pero que tiene como transmisores naturales al padre y a la madre y a cuantos se encargan de la formación del niño. ¡Cómo le gustaba recordar aquellos momentos de su primer asomarse a las luces de la inteligencia! ¡Con cuánta gracia repetía el cuento de la cocinera, y qué eficaz fue luego en su amplia actividad pastoral el enseñar con parábolas, afirmando expresamente que quería imitar a Nuestro Señor!
Quisiera citar solamente una de esas narraciones populares, relatada por un antiguo escritor espiritual, de la que el Siervo de Dios sacó importantes consecuencias morales. Es la historia de una cuadrilla de ladrones que se dispone a penetrar en un castillo bien custodiado. Es medianoche y todo calla. Las puertas y las ventanas, herméticamente cerradas. Pero queda un estrecho ventanuco por el que los astutos malhechores introducen a un niño enteco que desde dentro abrirá cerrojos y pestillos.
La aplicación moral es evidente. Basta una rendija, la concesión voluntaria a cualquier defecto, para facilitar la entrada a los enemigos mayores de nuestra alma, que acabará devastada y saqueada. Pero diría que este ejemplo, tan conocido por los autores espirituales, sirvió sobre todo a nuestro queridísimo Padre para mostrar el reverso de la medalla, para difundir su ascética positiva de las cosas pequeñas. ¡Cuántas veces nos dijo que nosotros ordinariamente sólo podemos ofrecer a Dios florecillas silvestres, sacrificios escondidos de poca importancia, oraciones breves o jaculatorias, las múltiples molestias de la vida diaria, pero que a través de estas cosas modestas se consolidan las virtudes y se fortifica el castillo interior!
El reconocimiento y la emoción por su labor de formación y de ayuda en la vida espiritual desde los años 20 a toda suerte de personas, crecen en nosotros cuando tropezamos con hombres y mujeres que nos cuentan con naturalidad haber encontrado en Camino, y en otros libros suyos, un fuerte estímulo para su conversión, o la vía para profundizar en una vida cristiana que transcurría en la tibieza. Hemos tenido la feliz suerte, en los largos años de convivencia con el Fundador de la Obra, de aprender de él a no atribuirnos méritos o cualidades: cuando alguien le daba las gracias, sabía dirigir a Dios esas alabanzas y esas expresiones de gratitud. Y, en efecto, siempre es el Señor quien toma la iniciativa del bien y de la virtud. Un importante personaje de la cultura escribió que cierta persona sencilla le había hablado de Monseñor Escrivá de Balaguer con entusiasmo y admiración sin límites. El intelectual insigne trató de explicar a su interlocutor que Dios es la Causa Primera, y que el Siervo de Dios había actuado como causa segunda. El hombre escuchó con atención, pero después comentó, no del todo satisfecho con la respuesta: «Pues para mí, esta vez al Señor la causa segunda le ha salido de primera».
Sí; no puede negarse que hay hombres –y Dios nos conceda que los haya siempre– particularmente favorecidos tanto en el aspecto humano como en el sobrenatural: eso se debe a los designios que Dios tiene no sólo sobre esa persona, sino sobre la historia del mundo y el desarrollo de la Iglesia. Es cierto el conocidísimo adagio que dice: «son los hombres quienes trabajan, pero es Dios quien los conduce». A distancia de más de medio siglo, ¡qué fácil resulta encontrar el hilo conductor de aquella historia iniciada en Madrid el 2 de octubre de 1928!
Había caído del Cielo una semilla que germinó en el corazón de un joven sacerdote, que carecía de todo, menos de gracia de Dios y buen humor, como solía repetir en la sinceridad de sus conversaciones. Habían estallado fuertes tensiones en la vida europea, y especialmente en España, y se requería un verdadero espíritu sobrenatural para creer que el pequeño riachuelo formado en Madrid junto al Siervo de Dios había de transformase en un caudaloso y abundante río de paz 2. Lo decía a sus hijos con mucha fe, repitiendo la frase bíblica: inter medium montium pertransibunt aquæ! 3: las aguas pasarán a través de los montes. Dijeron que estaba loco, que era un pobre iluso, que pretendía meter la levadura evangélica en medio de las actividades humanas más corrientes. Y él respondía que, como buen aragonés, era tozudo, añadiendo que esa tozudez, llevada a la vida interior, da muchos frutos.
Si Jesús ha dicho que el árbol se conoce por sus frutos 4, ¡cuántos motivos hay para considerar bueno y robusto el tronco del que han brotado tantas ramas!
Tengo el deseo y el atrevimiento de manifestaros un pensamiento escondido, una segunda intención, que muchas veces descubrí en nuestro Fundador, y del que él no tenía reparo en hablar. Si estas reuniones tan numerosas tienen la clara finalidad –casi obligada– de mantener viva en la memoria de todos una figura ejemplar de sacerdote, no puedo callar otra intención –la de invitaros a que os acerquéis al Sacramento de la Penitencia–, que él llevaba y lleva ahora muy dentro de su corazón, porque durante toda su vida sólo pensó en la gloria de Dios y en el bien de las almas. Muchas veces dijo que daría por bien empleados aquellos largos viajes a tierras lejanas y aquellas reuniones con miles de personas, con tal de que una sola alma hubiese recuperado la gracia de Dios, de que alguien se hubiese reconciliado con el Señor en el Sacramento de la Confesión.
Pensemos en la maravillosa bondad del Señor, que trató a los últimos como a los primeros 5, con una justicia divina incomprensible para nuestras medidas humanas. Jesús se sacrificó y se sacrifica por una sola alma, porque conoce y valora todo con medida divina. Aprendamos a hacer el bien mientras tenemos tiempo, y difundámoslo con tal abundancia que ahoguemos el mal donde quiera que se encuentre.
Deseo manifestaros otro pensamiento, y me parece que no abuso de vuestra paciencia. Hemos aprendido de Monseñor Escrivá de Balaguer a amar al Papa, quienquiera que sea, con amor teologal, sin acepción de personas, y por lo tanto deseamos acoger sus enseñanzas y sus actos con ánimo filial, sin críticas y sin reticencias ni interpretaciones personales. Sus viajes apostólicos son un gran bien para la Iglesia y forman parte del gobierno pastoral que Cristo le ha confiado. Como Prelado del Opus Dei –que sólo tiene un pequeño territorio propio, pero que se extiende en un ámbito internacional por vocación divina y por explícito reconocimiento de la Santa Sede–, tengo muchos motivos para hacer esa afirmación, pues recibo noticias de tantos países donde mis hijos trabajan como simples ciudadanos y fieles cristianos. La devoción al Papa va más allá de los cánones comunes de la amistad y de la estima humana, porque se funda en la voluntad de Cristo, en la elección del Espíritu Santo, y mira a la salvación de las almas, que necesitan un Buen Pastor que las conduzca al único redil.
Recemos por la Iglesia. Estamos aquí una porción del Pueblo de Dios, reunidos en el nombre de Cristo y convencidos de formular propósitos y plegarias avaladas por la fuerza sacramental del Santo Sacrificio del Calvario. Cuando una madre sufre, los hijos sufren con ella. Nuestro amadísimo Padre, el Siervo de Dios Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, participó tan profundamente de los sufrimientos de la Iglesia, que le hacía exclamar de forma inusitada: «¡Me duele la Iglesia!». Nosotros sufrimos por las familias desunidas, por los ancianos que están solos, por los pobres que no tienen ayuda, por los ya concebidos que no pueden venir al mundo; sufrimos por los seminarios sin vocaciones y por las diócesis sin seminarios; nos duele el clima de hedonismo y de indiferentismo religioso, incluso entre los bautizados, que optan por un paganismo práctico. Queremos un mundo más humano y por eso cristiano: un mundo que comprenda el valor de la fraternidad y sepa fundamentarla sobre la fe en Dios Uno y Trino.
Por todos estos motivos, unidos a los hombres de buena voluntad que en todos los rincones de la tierra trabajan y se sacrifican para difundir la justicia, pedimos a Dios que conceda a su Siervo Josemaría la gracia especial de que continúe ocupándose de este mundo en el que consumió tantos años de su vida en una incesante dedicación a la Iglesia, al Romano Pontífice, y a cualquier hombre de cualquier raza y condición. «De cien almas nos interesan las cien», solía decir con espíritu universal.
Es Dios quien hace a los santos, pero espera que sus predestinados correspondan con libre voluntad a su elección. Nosotros creemos que se dará siempre este ascenso de los hombres desde las bajas miserias de la tierra a la altura vertiginosa del Cielo. Creemos que en Cristo Nuestro Señor somos llamados a la herencia de los hijos de Dios, y que nos impulsa la caridad sobrenatural que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones 6; que María, Madre, Virgen y Esposa, nos sonríe complacida, con su irresistible invitación a superarnos para seguir a su Hijo, que inspiró al Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer el modo de abrir «los caminos divinos de la tierra».
Ruego a Dios que nos conceda a todos nosotros –a los que formamos parte del Opus Dei y a los que nos acompañan en nuestras actividades apostólicas con sus oraciones, su trabajo y su cariño– la gracia de recorrer cada día con mayor garbo, y siguiendo un ejemplo tan luminoso, esos caminos de amor de Dios. Amén.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1985, décimo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Han pasado diez años desde aquel jueves, 26 de junio de 1975, en el que el Señor llamó a su siervo Josemaría Escrivá de Balaguer para darle el galardón por su vida santa, después de una existencia totalmente gastada en el servicio de las almas: muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor 1. Aquel día, una nueva luz se encendió en el firmamento de los santos: ésta es la común persuasión de los centenares de millares de personas que, sin anticipar de ningún modo el juicio oficial de la Iglesia, acuden a Dios por intercesión del Fundador del Opus Dei.
¡Diez años! Poco tiempo para intentar una adecuada valoración de esta figura de sacerdote ejemplar, pero suficiente para advertir cómo se agiganta progresivamente a los ojos de innumerables fieles de toda raza, edad y condición social, que hoy –como cada año en este aniversario– llenarán catedrales e iglesias de los cinco continentes; rezarán por la bienaventuranza eterna de su alma; darán gracias al Señor por todos los beneficios recibidos por su mediación, y continuarán confiando a la paterna solicitud del Siervo de Dios sus necesidades espirituales o materiales.
El mejor resumen de la vida del Fundador del Opus Dei nos lo ofrecen las palabras del Evangelio poco antes citadas: Monseñor Escrivá fue realmente un siervo bueno y fiel. Su único orgullo fue servir a Dios, a la Iglesia y a las almas todas. La misión recibida del Señor exigía el total sacrificio de sí mismo y, en este servicio alegre y abnegado, consumió todas sus energías. ¡Cuántas veces, en las íntimas efusiones de su alma, se reconocía delante de Dios pauper servus et humilis 2, un siervo pobre y desprovisto de todo! Muchos de nosotros conservamos de manera indeleble en la memoria la imagen de Monseñor Escrivá de Balaguer mientras extendía la mano mendigando la limosna de una oración, suplicando con acentos de conmovedora sinceridad: «Pedid para que sea bueno y fiel». Podría parecer una aspiración de poca monta; sin embargo, si reflexionáis bien, es justamente la fórmula de canonización acuñada por Cristo mismo en su Evangelio. Y es que el nervio de la santidad cristiana consiste en entregar a Dios la propia vida y consumirla apasionadamente, un día y otro, al servicio de los demás, en un trabajo constante y escondido, con el impulso de la oración y de la penitencia prolongadas más allá de toda fatiga.
El servicio que Monseñor Escrivá de Balaguer ha prestado a la Iglesia –e indirectamente a la sociedad civil, por las consecuencias prácticas del mensaje que anunció ante todo con su ejemplo– puede condensarse en una frase, llena de sugestivos reclamos, que recojo de su misma predicación: abrir «los caminos divinos de la tierra» a todas las almas deseosas de cumplir verdaderamente el divino mandato de alcanzar la perfección cristiana 3, la santidad, sin salirse de su sitio en el mundo: la familia, el lugar de trabajo, el ambiente social y profesional.
Los observadores atentos de la vida de la Iglesia reconocen hoy unánimemente que el fenómeno pastoral y ascético del Opus Dei, suscitado por Dios hace más de cincuenta años, ha contribuido decisivamente a preparar el terreno sobre el cual han madurado los frutos más característicos del Concilio Vaticano II: la proclamación de la llamada universal a la santidad y de la vocación de todos los fieles al apostolado. A pesar de que la fuerza de este mensaje pertenece ya al común patrimonio doctrinal de la Iglesia, no raramente aparece como aprisionada en las conciencias. Muchos, en la práctica, no saben como llenar de sentido divino las expresiones en las que se articula su existencia cotidiana. Sin la indicación de concretas aplicaciones prácticas, la doctrina corre el riesgo de resultar inoperante.
También en esto Monseñor Escrivá de Balaguer ha ofrecido a la Iglesia un servicio de incalculable fecundidad: en su infatigable predicación y en multitud de escritos, en su mayor parte todavía inéditos, ha desentrañado los contenidos esenciales de aquel mensaje; pero, sobre todo, lo ha encarnado plenamente en la propia vida y lo ha puesto al servicio de todos. El camino que recorrió, en el que han quedado impresas con tanta nitidez sus huellas, se ha convertido en carretera amplia y clara, mediante la que un número incalculable de almas llega con sencillez a aquel encuentro con Cristo que transforma todos los instantes de nuestra vida.
Uno de los aspectos fundamentales de este espíritu tan atractivo es lo que llamaba la «ambición de servir». Tal audaz expresión sintetiza eficazmente la enseñanza del Siervo de Dios sobre la necesidad de reconocer la propia nada y, al mismo tiempo, los dones recibidos del Señor; de esforzarse por adquirir y desarrollar las cualidades necesarias para ser útiles a Iglesia y a las almas, pero sin servirse ni de la Iglesia ni de las almas para perseguir los propios intereses o escalar puestos hacia posiciones de prestigio; de servir a la difusión del Reino de Dios, dando a la propia labor profesional un carácter de servicio a los demás.
Trabajar y servir. A menudo, el trabajo se considera como lugar para la personal afirmación, campo trillado por la ambición, por la vanidad, por el espíritu de dominio. En las enseñanzas y en la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer, el trabajo recupera plenamente su carácter de colaboración en los planes divinos de la Creación y de la Redención. El único triunfo que nos ha enseñado a desear con todas nuestras fuerzas es el de la Cruz, que quería poner «en la cumbre de todas las actividades humanas». Precisamente de esta manera logró fundir, no sólo en la teoría, sino en la realidad de cada jornada, dos conceptos que pertenecen a la esencia misma del espíritu del Opus Dei y que todos los miembros de la Obra –laicos y sacerdotes, hombres y mujeres– deben encarnar en la propia vida: «alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical».
Alma sacerdotal y mentalidad laical: estas palabras, con las que Monseñor Escrivá de Balaguer describía los polos de la santificación del trabajo, no constituyen sólo una feliz expresión literaria. Se trata de una intuición teológica profundísima, capaz de iluminar el sentido más auténtico del trabajo, es decir, el servicio. «Alma sacerdotal»: el cristiano que se sabe portador de la vida de la gracia transforma su actividad profesional en una obra divina; con el ejemplo de rectitud que sabe dar al trabajo, ofrece un medio de unión con los otros hombres, del que saca ocasión continua para empujarlos hacia la luz de la verdad y para ayudarlos a alcanzar aquella serenidad interior que sólo proviene de la conciencia de estar en paz con Dios. «Mentalidad laical»: la profesión señala el lugar de inserción del cristiano en el mundo y, mostrándole el valor positivo de las realidades terrenas en cuanto creadas por Dios, le ayuda a amar el trabajo y a comprender que esa labor le ha sido confiada por Dios y a El debe tender.
El primer terreno en que deberá manifestarse tal «ambición de servir» es la indiscutida adhesión a la fe de la Iglesia y el esfuerzo por llevarla a la práctica, sin reserva alguna, en la propia vida. La entera existencia sacerdotal de Monseñor Escrivá de Balaguer fue una continua catequesis de la doctrina cristiana: puedo afirmar que gastó todas sus energías, con sacrificio heroico, para hacer llegar a todas partes el eco de la doctrina de Cristo; que recorrió continentes enteros predicándola de viva voz ante cientos de miles de almas, sin cuidarse del cansancio, ni de la salud, ni de la edad. Difundió por todas partes las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca de Dios, los sacramentos, la moral católica, los deberes del cristiano ante el Juez Supremo y frente a la sociedad. El Fundador del Opus Dei nos ha enseñado –con el ejemplo antes que con las palabras– que vale la pena gastar la vida entera en el esfuerzo por defender y desarrollar en las almas el don de aquella fe que obra por la caridad 4: no existe mayor tesoro que éste, nada que pueda enriquecer con más abundancia el paso del hombre sobre la tierra. Aseguraba que daría su vida, y mil vidas que tuviera, por la Iglesia y por el Papa. Quien lo vio y lo escuchó, jamás podrá olvidar aquel rostro, aquellos acentos apasionados, aquella humanidad tan palpitante y plena de Dios, que dotaba de un irresistible atractivo las claras exigencias de nuestra fe católica.
En el deseo ardiente de servir que hemos aprendido de Monseñor Escrivá de Balaguer, late la vibración de la auténtica humildad cristiana. Entre los actos de humildad más concretos, quisiera recordar la confesión sincera y contrita de nuestros pecados en el Sacramento de la Penitencia. El sacerdote no sólo representa a Cristo, sino que es el mismo Cristo en el momento en que nos imparte la absolución sacramental: Jesús que se inclina hacia nosotros con dulzura infinita y nos perdona. Mediante este sacramento de la misericordia divina, arrancamos del corazón el pecado, el peso de tanta debilidad, de tanta soberbia; es decir, el único obstáculo que puede impedirnos servir a Dios y a los hombres; y el Señor nos colma de su gracia. La Confesión sacramental no es principalmente un medio para alcanzar la paz perdida; lo es también, pero antes que nada constituye el medio para recuperar o intensificar en nosotros la gracia. Dejadme que os recuerde lo que con un celo santo nos recomendaba Monseñor Escrivá de Balaguer: además de acercaros vosotros personalmente, ¡llevad otras almas al confesonario! Les devolveréis la amistad con Dios, las haréis felices, y esa felicidad inundará después su familia, su ambiente de trabajo, este mundo sediento de Dios.
No puedo recordar el 26 de junio de 1975 sin emocionarme hondamente, porque la separación fue dura y se necesita una gracia especial para conformarse a la idea de que se ha perdido una presencia física que nos era tan querida, un guía que sabía infundir tanta seguridad y dulzura. Pero el Señor ha concedido a nuestro Fundador la gracia de continuar asistiendo a todos los que, con confianza filial, recurrimos de modo privado a su intercesión.
Dentro de pocos meses se cumplirán también diez años desde que el Señor quiso poner sobre mis hombros la herencia de Monseñor Escrivá de Balaguer. A lo largo de estos dos lustros he participado de modo particular –pienso que no es vana presunción de mi parte– en esta común experiencia de la cercanía espiritual de nuestro queridísimo Fundador; he podido palpar su ayuda. Os ruego a todos que recéis por mí: dirigíos a él y suplicadle, como yo hago a diario por vosotros, que me ayude para que también yo sea un siervo bueno y fiel.
El Señor envió a su Siervo Josemaría en esta atribulada época del mundo y de la Iglesia. Hoy Dios enciende en nuestra alma la certeza de su poderosa mediación espiritual en todas las circunstancias de nuestra vida de criaturas pequeñas, pero capaces de los mayores deseos. Que la Virgen Santísima, Madre de la Iglesia, Madre de los cristianos, Virgo fidelis, mantenga siempre viva en nosotros la conciencia de nuestra poquedad y el reconocimiento de la incomparable dignidad de nuestra vocación al servicio de la Iglesia. Así sea.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1986, undécimo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei
Beati mortui qui in Domino moriuntur!; bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, se lee en el libro del Apocalipsis del Apóstol San Juan 1. Es ésta la última bienaventuranza de la que goza el amadísimo Fundador del Opus Dei, a quien hoy recordamos en el undécimo aniversario de su tránsito al Cielo: la bienaventuranza que el Señor reserva para aquellos que durante la vida han buscado, siempre y en todo, cumplir su Voluntad, anhelando la mayor gloria de Dios y recorriendo el camino arduo de las grandes bienaventuranzas proclamadas por Cristo en los comienzos de su predicación.
Monseñor Escrivá de Balaguer comprendió bien y vivió la enseñanza del Apóstol San Pablo: ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque ya vivamos, ya muramos, del Señor somos 2. Y así ha sido para el Siervo de Dios, tanto durante su vida como en su muerte, pues –desde los primeros barruntos de la vocación con que la Providencia le llamaba– respondió siempre sí al querer de Dios, como se deduce de aquel acto de identificación con la Voluntad divina recogido en Camino: «¿Lo quieres Señor?… ¡Yo también lo quiero!» 3.
La muerte imprevista, inesperada, le llegó como la última orden del Señor, la última invitación para seguirle. En esa ocasión pronunció su definitivo fiat, que –acompañado de la mirada suplicante y amorosa a María– lo empujó suavemente en los brazos de Dios.
Recordando aquel repentino tránsito de la tierra al Cielo, vienen de golpe a la mente las consideraciones, llenas de sabiduría, sobre el valor del tiempo y de la eternidad que, a lo largo de toda su vida sacerdotal, no se cansó de repetir. «Este mundo, mis hijos –decía– se nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto: es preciso que nos empeñemos de veras en esa tarea de nuestra santificación personal y de nuestro trabajo apostólico, que nos ha encomendado el Señor: hay que gastarlo fielmente, lealmente, administrar bien –con sentido de responsabilidad– los talentos que hemos recibido… Entiendo muy bien –añadía nuestro Padre– aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar» 4.
Y también aquel apasionado e insistente deseo de los últimos tiempos: «los que se quieren –son palabras del Siervo de Dios– procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor (…). Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras…, sino cara a cara. Sí, hijos, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?» 5.
El Amor misericordioso de Dios le preparó y le formó mediante un largo y laborioso aprendizaje para que fuese Padre y modelo de una familia destinada a servir a la Santa Iglesia «como la Iglesia quiere ser servida», precisaba siempre. Recordaba a los hombres de nuestro tiempo algunas grandes verdades de las que se siguen fundamentales e irrenunciables compromisos por parte de todos los bautizados en Cristo: la llamada universal a la santidad, «el dulce encuentro con Cristo en las ocupaciones de cada día», decía Monseñor Escrivá, accesible a personas de toda clase y condición, sin discriminaciones de raza, de nación, de lengua; la santificación del trabajo y de la vida cotidiana; la filiación divina; el espíritu contemplativo en medio del mundo: «el fragor del mundo es para nosotros lugar de oración», repitió en innumerables ocasiones el Siervo de Dios, porque «nuestra celda es la calle».
Al contemplar los dramáticos problemas de nuestro tiempo, las tensiones y conflictos que afligen a la Cristiandad, y la grave crisis de valores que se encuentra en la base del decaimiento de las costumbres, de la disolución de las familias y de tantos otros males sociales, denunciados con fuerza por la Jerarquía y en modo particular por el Papa Juan Pablo II felizmente reinante, no puede menos que reconocerse lo providencial de las peculiares características de la espiritualidad y del empeño apostólico del Opus Dei, que constituyen un antídoto específico contra las tendencias deshumanizadoras y suicidas de nuestra sociedad. «Las condiciones de la sociedad contemporánea –hacia observar el Siervo de Dios a un periodista–, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo» 6.
Ciertamente, a través de su Siervo bueno y fiel 7 y de la Obra divina que le confió, el Señor ha querido ofrecer a su Iglesia una ayuda concreta para la evangelización del mundo hasta sus últimos rincones: particularmente, la Obra proporciona a la Iglesia la contribución de sus frescas energías espirituales para la evangelización en el tercer milenio, comenzando por la nueva evangelización de los antiguos países cristianos, atormentados por la plaga del secularismo y del ateísmo, que pretenden arrancar a Dios del corazón del hombre.
Un programa tan genuinamente evangélico, que se remonta al modelo de vida de los primeros cristianos, no podía dejar de suscitar –como sucedía con Cristo, piedra de escándalo y signo de contradicción 8, que lo ha inspirado– resistencias y oposiciones, como deja entrever nuestro Fundador en una homilía pronunciada hace veinticinco años, en marzo de 1961: «desde hace más de treinta años, he dicho y he escrito en mil formas diversas que el Opus Dei no busca ninguna finalidad temporal, política; que persigue sólo y exclusivamente difundir, entre multitudes de todas las razas, de todas las condiciones sociales, de todos los países, el conocimiento y la práctica de la doctrina salvadora de Cristo: contribuir a que haya más amor de Dios en la tierra y, por tanto, más paz, más justicia entre los hombres, hijos de un solo Padre.
»Muchos miles de personas –millones–, en todo el mundo, lo han entendido. Otros, más bien pocos, por los motivos que sean, parece que no. Si mi corazón está más cerca de los primeros, honro y amo también a los otros, porque en todos es respetable y estimable su dignidad, y todos están llamados a la gloria de hijos de Dios» 9.
Si alguno, por tanto, no entiende, o no quiere entender, no podemos asombrarnos; por el contrario, debemos continuar nuestro servicio a la Iglesia y a las almas con una imperturbable alegría espiritual.
El Santo Padre ha delineado recientemente las características de los hombres y de las mujeres de los que tiene necesidad hoy la Iglesia para llevar a cabo su misión: «se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos» 10. Se trata de una enseñanza difundida por el Siervo de Dios desde 1928, como se afirma en el Decreto por el que se introduce su Causa de Beatificación y Canonización.
Queridísimos hermanos y hermanas, el momento histórico presente exige que cada uno de nosotros sepa acoger esta acuciante invitación a la santidad, y cultive con hechos el deseo de formar parte de este nuevo ejército de santos que la Iglesia necesita. Para lograr ese fin es preciso, antes que nada, acudir a las fuentes de la gracia, frecuentar la oración –la conversación personal con Jesús– y los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía. En efecto, «mediante el don de la gracia que viene del Espíritu –ha recordado Juan Pablo II en la Encíclica Dominum et Vivificantem–, el hombre entra en una "nueva vida", es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser "santuario del Espíritu Santo", "templo vivo de Dios" (cfr. Rom. VIII, 9; I Cor. VI, 19)» 11. Toda la fuerza de los cristianos se encuentra aquí: en la gracia del Espíritu Santo que mora en nuestros corazones, y que nos impulsa a amar a todos, sin excluir a nadie, como Cristo, que rezó por los que le crucificaron y ofreció su vida también por ellos.
Al final de su vida –apenas tres meses antes de abandonar este mundo–, con ocasión del quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal, Monseñor Escrivá de Balaguer pedía a sus hijos que le ayudaran a dar gracias a Dios por el «cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia». Y proseguía: «un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser» 12.
Invocamos, como buenos hijos, la ayuda de María Santísima, Refugium nostrum et Virtus, para aprender a amar, a servir, a sufrir, a gozar de este modo.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 25-VI-1987, con ocasión del duodécimo aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Este año, nuestro devoto homenaje a un sacerdote ejemplar y amadísimo cobra nuevo relieve gracias a una circunstancia excepcional, un signo tangible del providente Amor de Dios, que Monseñor Escrivá de Balaguer –el Padre, como le llamábamos– habría considerado con alegría, si estuviera aquí en la tierra: la proclamación del Año Mariano, que el Santo Padre ha llevado a cabo en vistas del inicio del tercer milenio de la Redención.
Gracias al supremo acto de donación del Hijo Unigénito, que ha derramado toda su Sangre para el rescate del género humano, somos un pueblo de reconciliados, de redimidos. Esta redención se ha manifestado en María de un modo más glorioso, como ha querido subrayar el Papa en su encíclica Redemptoris Mater 1. A María debemos acudir con confianza para obtener la misericordia del Señor. Nuestro Fundador nos empujaba constantemente a esta realidad. Tengo bien presente en la memoria el momento preciso en que nos transmitió una jaculatoria dirigida a Nuestra Señora, que después repitió tantas veces: adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ, acudamos con confianza a María, trono de la gloria, para obtener misericordia, ut misericordiam consequamur.
¿Por qué María nos atrae a todos, y ejerce un encanto irresistible, incluso en pueblos alejados todavía de la fe cristiana? Porque su plenitud de gracia la ha colocado tan por encima de todas las criaturas visibles e invisibles, que constituye un trono glorioso, objeto de estupor para el universo y punto de referencia para las aspiraciones más altas de todo espíritu creado o creable.
La conocida conclusión de la carta de San Pablo a los Filipenses me sirve de guía para aplicarla a la Virgen Madre: todo aquello que es verdadero, noble, justo, amable, honrado; todo aquello que es virtud y merece alabanza 2, se debe predicar de Ella –de María, nunquam satis–, porque Dios la ha exaltado a tal nivel de gloria que los ángeles se asombran, y toda realidad conocida se demuestra inadecuada para expresar su grandeza. Toda alabanza, todo testimonio de sumisión y servidumbre parece insuficiente para manifestar a Dios nuestro reconocimiento y el júbilo incontenible que nos invade el alma, en cuanto reflexionamos sobre el don recibido al darnos a su Madre como Madre nuestra. Se podría repetir aquello del himno eucarístico: quia maior omni laude, nec laudare sufficis 3, es mayor que todo elogio, nunca alcanzas a alabarla como se merece. Pero nos gusta rodear de expresiones admiradas y encendidas a Aquélla que ha llevado en sus entrañas al Señor de los cielos y de la tierra.
En este duodécimo aniversario del tránsito de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, he pensado que le agradará que hable de nuestra Madre. El Padre, en efecto, no descuidaba ninguna ocasión para dejar que, de la abundancia del corazón, aflorase a sus labios el nombre de María, ayudándonos a reconocer su providente y maternal ternura, y las señales de su protección inequívoca en toda circunstancia y ocasión. No encuentro, por eso, mejor modo para vivir con vosotros este día, que evocar tres momentos de la vida de María Santísima. Así, en estos instantes de meditación, me parecerá que me he convertido en altavoz de nuestro veneradísimo Padre, de quien he aprendido a conocer y tratar a la Virgen con amor de hijo.
Ya he escrito a los miembros de la Prelatura estas ideas, pero repetirlas a viva voz será para mí como llenarme la boca con la dulzura de la miel y encender el corazón con los afectos más puros.
En la divina embajada de Gabriel, contemplamos especialmente la respuesta de María, llena de fe y de humildad: un sí incondicionado que no quiere poner barreras a la omnipotencia de Dios. De modo similar hemos conocido –algunos a través de las biografías, otros personalmente– la vida de fe del Siervo de Dios. Durante muchos años, antes de fundar el Opus Dei, rogó al Señor para que se realizase su Voluntad, que le era aún desconocida. Luego, una vez conocido el designio divino, se puso a trabajar inmediatamente para cumplirlo, juntando las piezas de madera de colores –la imagen es suya–, como hacen los niños para componer las figuras del juego con «la seriedad de un trabajo importante» 4.
La segunda lección que nos imparte María es la de su fidelidad a Cristo junto a la Cruz. No hay allí ningún motivo humano de consuelo; más aún, aquello es la apariencia del total fracaso de Cristo. La Mujer, que es verdaderamente Señora en esta prueba suprema del Gólgota, recibe de Jesús el encargo de cuidar de la Humanidad; y Juan, que nos representa a todos, la acoge como Madre. ¿Por qué realizó el Redentor un gesto tan confiado y solemne al mismo tiempo? Porque sabía que Ella era una Torre de fortaleza, un obra maestra de perfección, y que, confiándonos a sus cuidados, nos dejaba en buenas manos.
Una vez más, quisiera poneros el ejemplo de la fe mariana del Fundador del Opus Dei, que no se separaba nunca del patrocinio de María. ¡No quería que nadie le ganase en devoción a la Virgen! Parece imposible que haya visitado tantos santuarios, compuesto tantas jaculatorias, encargado y contemplado tantas imágenes de la Virgen Madre. Desde aquella estampa que recogió del suelo y enmarcó en sus años juveniles, a aquella imagen que cubría de besos antes de salir de casa, y al cuadro de la Virgen de Guadalupe, que miró en el momento de expirar, es innumerable la serie de representaciones que vio, amó y contempló como hijo amadísimo y amantísimo.
En tercer lugar os invito a reuniros con los Apóstoles en el Cenáculo, perseverando como ellos en la oración, con María, la Madre de Jesús 5. Esta escena se repite cada vez que nos reunimos, como ahora, para la celebración del Santo Sacrificio. Porque donde está Cristo allí está María, que le ha dado la Sangre y la vida física. ¡La Santa Misa, hermanos y hermanas! ¡Qué gran misterio de fe, qué don sublime del Amor de Dios, del Amor que se encarna y se ofrece a nosotros bajo las especies del pan y del vino! Si fuéramos capaces de ver a los Ángeles y Arcángeles, a los Serafines y Querubines, en adoración alrededor del altar sobre el que se renueva el prodigio, guardaríamos con mayor atención un religioso silencio, haríamos nuestra fe más viva y operante, y nuestra oración se enriquecería con fervientes actos de amor. Os exhorto a dirigir encendidas jaculatorias a Jesús, al Espíritu Santo, a Dios Padre, a la Trinidad Beatísima, a la Virgen María. No seáis menos que los enamorados de la tierra, que no se cansan de repetirse palabras de amor, aun sabiendo que son criaturas, que no tienen el poder de eternizar sus manifestaciones de afecto.
En esta época de cambios, que tiene todas las características de una nueva orientación de la humanidad, están presentes los gérmenes de una gigantesca obra de disolución de las mejores reservas espirituales y morales; al mismo tiempo, se notan los esfuerzos positivos de hombres y de mujeres de buena voluntad decididos a no someterse al paganismo que resurge, que se enfrentan con resolución y valentía frente a él, jugándose no sólo la vida sino todo interés terreno. En esta batalla entre el bien y el mal, Dios nos presenta una vez más una señal grande en el Cielo: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas 6. Bien sabéis bien que no aludo a males imaginarios, a peligros de desviación: desgraciadamente, se están perpetrando crímenes horrendos en nombre de una desenfrenada libertad, que no es libertad sino libertinaje, porque ensombrece y desfigura la imagen divina que el Redentor ha restaurado en nosotros al derramar, sobre la Cruz, su preciosísima Sangre. Invocamos a la Virgen para que nos ayude a combatir esta buena batalla 7 de la fe, con la que podemos evitar el castigo divino y conjurar las tremendas involuciones que acechan a los hombres en este camino de las tinieblas a la luz, con el peligro de perder las fatigosas conquistas de una dignidad humana recuperada en nombre de Cristo.
Me refiero a la belleza y dignidad del matrimonio cristiano, al enorme valor de una vida destinada a la gloria de Dios; me refiero a la fecundidad querida por el Creador como compromiso primario del hombre y de la mujer para colaborar con El; hablo de la espléndida y ejemplar vocación al celibato, no sólo para los sacerdotes; hablo de la vida limpia de hombres y de mujeres iluminados por el Señor de la mies para cumplir un servicio total por el Reino de los Cielos.
María es la única criatura que quiere el bien perfecto, completo, del hombre. Ella es la sin mancha que el Cordero Inmaculado ha escogido para que le ayude en la empresa colosal de quitar el mal del mundo. A María clamamos los desterrados hijos de Eva, convertidos en ciudadanos de la Ciudad Santa, que la Corredentora gobierna como Reina. Le pedimos que todos sepamos apreciar como un tesoro el Sacramento de la Penitencia, viviendo la alegría de la amistad renovada con el Señor y haciendo un apostolado incansable de la Confesión, del perdón de Dios, que nos habilita para ser también nosotros corredentores.
Hoy es la víspera de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Me sirvo de esta coincidencia para dirigir a María Santísima una oración en nombre de todos vosotros, una plegaria que no podrá quedar desatendida: haznos conocer, oh Madre, los pensamientos del Corazón de Cristo, tú que eres la depositaria, tesorera y partícipe de todos los proyectos y deseos de tu Hijo. También nosotros queremos participar de estos secretos divinos, porque somos tus hijos. De generación en generación Jesús cultiva pensamientos de paz y no de aflicción 8. Nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre y nos consagra para la eternidad en una unión inefable.
Más tarde, el sábado, la Iglesia celebra la fiesta del Corazón Inmaculado de María, queriendo acercar, también litúrgicamente, los dos Corazones que siguen latiendo juntos –¡su humanidad es verdadera!– para siempre. Nuestro amadísimo Padre y Fundador quiso consagrar toda la Obra y sus miembros a estos Corazones purísimos, y no se cansaba de dirigirles tiernas jaculatorias, palabras encendidas, expresiones dulces.
También está cerca la fiesta de San Pedro y San Pablo, unidos en la mente y unidos en la gloria. Me agrada, por tanto, dirigir un afectuoso pensamiento filial al Santo Padre, Pastor universal de la Iglesia, viajero infatigable en tantas peregrinaciones apostólicas, que tienen como único fin llevar a Cristo a los hombres. Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, que tanto ha amado a Jesús y a su Madre purísima, decía que no podía acostumbrarse a querer a Pedro, al Papa. Y cuando se encontraba cerca del Romano Pontífice, fuese quien fuese, debía hacer grandes esfuerzos para dominar la emoción. Nos enseñó siempre, con la palabra y el ejemplo, a cultivar juntos estos tres amores: Jesús, María, el Papa.
Quizá sepáis que en la tumba de San Pedro, entre los grafitos que recubren uno de los muros, se ha encontrado –como documento precioso de la fe de los primeros cristianos– el monograma de Cristo, la M de María y la P de Pedro. Que este testimonio conmovedor de los primeros siglos de Cristianismo, nos ayude a repetir una jaculatoria que el Siervo de Dios no se cansó nunca de grabar en nuestras mentes y en nuestros corazones: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!». A Jesús se va, junto con Pedro, por medio de María. Así sea.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 27-VI-1988, con ocasión del decimotercero aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Celebramos el Año Mariano, y el día de hoy nos trae a la memoria las devociones que vivió y nos enseñó a vivir el Siervo de Dios, Josemaría Escrivá de Balaguer, fiel enamorado de Nuestra Señora, de quien conmemoramos el decimotercer aniversario de su tránsito al Cielo.
Este año dedicado a María nos ha impulsado a todos a multiplicar nuestros actos de devoción a la Santísima Virgen. En este empeño, los miembros de la Prelatura del Opus Dei siguen el ejemplo y la palabra de un hombre de Dios que quiso siempre inspirar en Ella su propia conducta; tanto, que a menudo le gustaba firmar con el nombre de «Mariano», uno de sus nombres de pila.
El camino de fe seguido por la Santísima Virgen es, según las enseñanzas del Romano Pontífice en la Encíclica Redemptoris Mater, un modelo perfecto en nuestro esfuerzo por imitar a Jesús. Ella misma ha recorrido el camino de la santidad según la condición de las criaturas, que no pueden gozar de la visión y de la posesión de Dios si antes no han completado su itinerario terreno. Esta vida de fe, que resplandece en María, debe actuarse en cada uno de nosotros, que estamos llamados a caminar en el claroscuro de la fe para conseguir la eterna felicidad del Cielo.
«Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe», ha escrito el Fundador del Opus Dei en Camino 1. Son palabras que se aplican no sólo a quienes no han recibido todavía el anuncio del Evangelio, sino también a todos aquellos que tienen una fe muerta, e incluso a cada uno de nosotros, sin excluir a ninguno, pues todos podemos llevar una vida más coherente con nuestra fe. En efecto, para experimentar en la vida personal el esplendor, la seguridad y el calor de la fe, es necesario tener una fe viva, una fe que, como enseña San Pablo, obra a través de la caridad 2; es decir, una fe que se traduzca en obras y se refleje en nuestra conducta.
Con palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer, os recuerdo que cada uno debe luchar, confiando en la ayuda divina, para llegar a tener una «unidad de vida sencilla y fuerte», que sea plenamente coherente con la fe e implique dos consecuencias fundamentales: en primer término, practicar la fe íntegramente, sin poner entre paréntesis ningún aspecto de la doctrina o de la moral, quizá no comprendido en su totalidad a causa de una falta de formación adecuada; la fe es una y no se puede suprimir ninguna de sus exigencias sin alterarla. En segundo lugar, es necesario vivir la fe en todos los momentos de nuestra existencia cotidiana: en la vida familiar y social, en el trabajo y en el descanso. La fe debe iluminar todas nuestras circunstancias, para que se cumpla la exhortación del Apóstol: ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios 3.
Durante muchos años he sido testigo de la fidelidad con que Monseñor Escrivá de Balaguer practicaba la unidad de vida. El Señor le había hecho conocer y percibir, de un modo muy particular a partir de 1931, la realidad de la propia condición de hijo de Dios, esto es, de ser otro Cristo, o mejor, «el mismo Cristo», como él solía precisar manifestando de este modo su profunda percepción del misterio de nuestra unión con el Redentor. El sentido de la filiación divina, que cultivaba constantemente, era la raíz y la fuente de su unidad de vida: se sentía siempre impulsado a comportarse con la dignidad de un hijo de Dios y trataba de convertir todos los momentos y circunstancias de la jornada en ocasión de amar y de servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas.
Cada uno de nosotros es hijo de Dios, unido a Cristo por el Bautismo y vivificado por su Cuerpo y por su Sangre en la Eucaristía, que nos hace crecer interiormente y nos identifica con El. Este título nos hace también hijos de María, Madre de Jesús. El mismo Señor nos lo hizo saber en la Cruz, cuando, dirigiendo su mirada a la Santísima Virgen, dijo a cada uno de nosotros: he aquí a tú Madre. Por esto, la devoción a Nuestra Señora, el trato filial con María, no es algo accidental en la vida de un cristiano, ni algo infantil, sino característica propia de personas maduras que se saben hijos pequeños delante de Dios y de la Virgen.
Con el intento de reforzar la unidad de vida que brota del sentido de la filiación divina, me gustaría animaros a reavivar e intensificar la devoción a la Virgen. ¿Cómo? Sobre todo, recurriendo a la devoción mariana por excelencia, al rezo del Santo Rosario, durante el cual, como hacen los hijos, repetimos muchas veces palabras de afecto e invocaciones, «de color y significado siempre distinto» 4. Monseñor Escrivá de Balaguer afirmaba que «el rezo del Santo Rosario, con la contemplación de los misterios, la repetición del Padre nuestro y del Avemaría, las alabanzas a la Trinidad Beatísima y la invocación constante a la Madre de Dios, es un continuo acto de fe, de esperanza y de amor, de adoración y de reparación» 5.
Muchos de vosotros, aquí presentes, ya lo recitáis habitualmente; querría animar a los demás a volver a la práctica de esta devoción, con el convencimiento de que la Señora nos ayuda dulcemente a vivir con la alegría de los hijos de Dios.
El Papa es para nosotros il dolce Cristo in terra, según la expresión de Santa Catalina de Siena que tan a menudo repetía nuestro Padre. Todos los días encomendamos a Dios la vida del Papa, su santidad, la libertad de ejercicio de su ministerio, con una oración que va precedida por invocaciones a María, a San José y a los Ángeles Custodios. Sabemos que el corazón de Padre universal del Papa sufre por la dureza, los contrastes, las incomprensiones de tantas personas, incluidos algunos hijos suyos. Conocemos también que, durante estos días, el Señor ha permitido que se acentúen estos sufrimientos. Con fe profunda pedimos que el Señor devuelva a la Iglesia a quienes quieren alejarse de El, separándose del Vicario de Cristo.
Pensad, queridos hermanos y hermanas, hijas e hijos míos, que esta herencia tremenda, que Jesús ha dejado al Papa, la misión de apacentar a toda la grey –también a quienes andan dispersos y no le reconocen como Pastor– puede ser aligerada, sostenida e incluso compartida por la obediencia y la docilidad de todos los que tenemos el santo orgullo y la suerte de llamarnos católicos.
Sin el Papa no hay Iglesia, sino una desorganizada muchedumbre de creyentes en búsqueda de la unidad; y el mundo permanece a oscuras porque Cristo ha confiado su luz al único Pastor y los demás pastores tienen que estar en comunión con El, con Pedro, para transmitir el único mensaje y la única salvación. Es ésta una clara verdad de fe, muchas veces repetida a lo largo de los siglos, que por eso mismo está al alcance de nuestra mente y de nuestra memoria, aunque los enemigos de la Iglesia la combaten encarnizadamente: saben que, hiriendo al Pastor, se desorienta y se dispersa la grey 6.
El Vicario de Cristo siempre ha recurrido y se ha confiado a la intercesión de nuestra Madre Santísima, en particular para poner bajo su protección la recristianización de Europa y del mundo entero, que del Viejo Continente ha recibido las principales energías para difundir el mensaje evangélico. La progresiva secularización de gran parte del mundo europeo cristiano se muestra con evidencia en el hedonismo, en las costumbres licenciosas y en el desprecio de la persona humana: pero no podemos considerarnos extraños a este mundo creado por Dios; al contrario, lo amamos porque ha salido de las manos del Creador y tenemos la obligación de rezar más para contribuir a su recristianización.
Plenamente insertados en esta sociedad, debemos sentirnos llamados a esta tarea por las palabras del Señor: vosotros sois la sal de la tierra… la luz del mundo 7. Hemos de realizar una nueva evangelización y, como los primeros cristianos, ayudar a aquellos que están junto a nosotros a volver a Dios, a convertirse.
El Señor ha dejado a su Iglesia todos los medios para llevar a cabo la salvación del mundo. Entre esos medios, querría detenerme especialmente en el Sacramento de la Penitencia, pues es indudable que para recristianizar la sociedad es imprescindible el recurso a la Confesión sacramental, en la que cada cristiano recibe la fuerza necesaria para ser testigo eficaz de Cristo, con el ejemplo y con la palabra, en todas la realidades terrenas que hay que reconducir a Dios Padre. Cada uno de nosotros necesita acudir a esta fuente de la gracia; y hemos de ayudar a muchos otros –parientes, amigos, colegas, vecinos– a recurrir a este Sacramento maravilloso del Perdón divino. El apostolado de la Confesión es una importante expresión de la unidad de vida, de la coherencia entre nuestra conducta y nuestro pensamiento.
Que María nos proteja y nos prepare el camino seguro para iluminar estos años finales del segundo milenio cristiano, que se encamina hacia su término, con la luz de aquella fe viva que obra a través de la caridad.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 2-X-1988, sexagésimo aniversario de la fundación del Opus Dei.
Queridos hermanos y hermanas, queridas hijas e hijos del Opus Dei. Hace sesenta años, el 2 de octubre de 1928, día en que la Iglesia celebra la fiesta de los Santos Ángeles Custodios, un joven sacerdote de veintiséis años, el Fundador del Opus Dei, recibió de Dios con luz clara, mientras se hallaba recogido en oración, la respuesta a las numerosas e incesantes peticiones –«Domine, ut videam!», ¡Señor, que vea!– que había comenzado diez años antes. Y vio entonces aquello que el Señor esperaba de él.
La Voluntad divina fue tan explícita y sin sombras que el Siervo de Dios, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, se resistió durante mucho tiempo a ser denominado Fundador, y comenzó a hablar y a escribir de esta «Obra de Dios», pues para él era claro y evidente que no se trataba de una realización humana. Se consideró siempre un instrumento «inepto y sordo» –así decía y escribía–, aunque su entrega al cumplimiento de la misión recibida alcanzó grados verdaderamente heroicos, y las pruebas permitidas por la Providencia parecían insuperables e indudablemente superiores a las fuerzas humanas.
Demostración de su espíritu de servicio a Dios y a la Iglesia fue el comienzo de un trabajo abnegado, sacrificado, generoso, en los hospitales de Madrid y en las barriadas periféricas de la ciudad, donde atendía enfermos, confesaba a niños y moribundos, y quemaba los años de su juventud corriendo de una parte a otra de la capital para ayudar a los necesitados y servir a gentes de todos los ambientes sociales.
Son muchas y muy concretas las enseñanzas que Monseñor Escrivá de Balaguer nos ha dejado con su vida. Pienso que el Señor nos invita a examinar nuestro camino a la luz del ejemplo de un hombre que lo sirvió con tanta fidelidad, para preguntarnos si también nosotros somos testimonios del Amor de Dios en la vida diaria: en nuestra familia, en el trabajo, entre nuestros amigos, durante el tiempo dedicado al descanso… ¿Alimentamos también nosotros el anhelo de vivir todos esos momentos en la presencia de Dios y por amor suyo? Me atrevo a aseguraros que nuestra jornada, vivida de este modo con el Señor, brillará con luces nuevas de alegría y amor auténticos.
En este aniversario de la fundación del Opus Dei, nos hemos reunido con el fin de manifestar nuestro agradecimiento a la Santísima Trinidad, para adorar a las tres divinas Personas, para refugiarnos a la sombra de su misericordia. Pedimos a Dios que no deje de protegernos, de acogernos en su Bondad; una Bondad que continúa manifestándose en nosotros, pobres hombres, rebeldes e indiferentes, ignorantes y olvidadizos, poco capaces de asimilar con plenitud las inconmensurables pruebas de su Amor. Desearía haceros entender que todos los que estamos aquí reunidos, y muchísimas otras personas repartidas por el mundo, somos objeto privilegiado e inmerecido de este amor divino. En efecto, el mensaje que el Opus Dei debe difundir no se dirige a una determinada categoría de personas sino a todos los hombres sin distinción, pues consiste en la llamada universal a la santidad y a la santificación del trabajo, de cualquier trabajo humano honesto.
Quiero también invitaros a un apostolado constante; cada uno ha de ser fermento; debemos sentir a diario la santa preocupación de que cuantos nos traten conozcan a Jesús, le amen, y se enciendan en deseos de santidad.
La llamada universal a la santidad, una verdad «vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva» 1 –así le gustaba decir a nuestro Fundador–, había sido como olvidada, como empañada a lo largo de la historia del Cristianismo, aunque nunca ha dejado de haber santos, mártires y confesores en la Iglesia. Sin embargo, la mayor parte de los cristianos pensaban que para conseguir la perfección había que apartarse del mundo, entrar en un convento o hacerse sacerdote; en cualquier caso, abandonar el trabajo profesional, las relaciones sociales. Todas estas sendas para seguir de cerca a Dios siguen siendo admirables y necesarias para la Iglesia, pero el Señor quiere que nosotros repitamos a los demás cristianos que pueden y deben ser santos allí donde se encuentran.
Considerando los siglos transcurridos, no nos debe sorprender que el Opus Dei se mostrase a los ojos humanos como un disparate y su Fundador como un loco, un pobre soñador, e incluso, para algunos, un hereje. En Brasil, en mayo de 1974, a quien le había formulado delante de muchas personas la pregunta: «¿por qué y cuándo y quién le ha llamado loco?», nuestro Padre le respondió así: «¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe ser santo? ¿Que puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito, y la empleada que pasa el día en la cocina, y el director de una empresa bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y el que carga sobre las espaldas las maletas…? ¡Todos llamados a la santidad! Ahora esto lo ha recogido el último Concilio, pero en aquella época –1928–, no le cabía en la cabeza a nadie. De modo que… era lógico que pensaran que estaba loco» 2. ¡Loco de amor de Dios!
Meditemos en la importancia de este mensaje, que confiere un valor inmenso al trabajo –al trabajo de cada uno de nosotros– transformándolo en medio de santificación. Constantemente nos renueva Jesús, porque es constantemente actual, la invitación que dirigía a los hombres, a las mujeres, hace veinte siglos: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto 3. Puede resultar admirable que esta invitación, después de tantos años, continúe sonando aún a cosa nueva; pero el estupor desaparece si pensamos que Dios trabaja constantemente en la santificación de las almas; que para El los siglos son como un día, y que a cada hombre le ofrece los medios adecuados, conocidos y desconocidos, durante toda la vida.
Más bien es preciso decir, gritar sobre los tejados 4, que el poder de Dios no se ha empequeñecido– non est abbreviata manus Domini 5–, e incluso que esa potencia es más actual que nunca. Son muchos, en efecto, los que reciben y ponen en práctica esta llamada divina; personas a quienes la gracia del Señor otorga el poder de comportarse como hijos de Dios, de vivir y morir en su amor.
En un tiempo como el actual, en el que la más desvergonzada propaganda querría hacernos creer que asistimos al triunfo del materialismo teórico y práctico, de un nuevo paganismo en la vida pública y privada, surgen vocaciones auténticamente cristianas en el matrimonio y en el celibato, en los sectores más dispares de la sociedad civil, con la sencillez y la alegría características de las obras de Dios, como confirmación fehaciente de la clara doctrina que enseña que hemos de llevar todas las cosas a Dios, sin excepciones, lagunas o rupturas.
Sigue en curso la gran batalla contra el poder de las tinieblas, pero un optimismo de fondo empapa y acompaña a todos los seguidores de Nuestro Señor Jesucristo, que recuerdan sus palabras: no temáis: Yo he vencido al mundo 6. Esta moral de victoria debe llevarnos legítimamente a asumir el papel de protagonistas responsables de la historia del mundo: nadie puede considerarse dispensado de la obligación de cumplir su servicio humano y cristiano, cada uno en el lugar donde Dios le ha colocado. Protagonistas, porque somos vencedores con Cristo; servidores, porque de El hemos aprendido a servir a la sociedad humana y a la sociedad eclesial. Como nos ha enseñado Monseñor Escrivá de Balaguer, queremos servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, vivir siempre en plena unión filial con el Romano Pontífice y en comunión con los Obispos en sus diócesis, al servicio de todas las almas.
¡Cómo agradaba el espíritu de servicio al Fundador del Opus Dei! Consideraba esta movilización de hombres y de mujeres como una inmensa reserva de energías para fecundar a la humanidad y enriquecer a la Iglesia con nuevos tesoros. Hablaba de flumen pacis 7, de un gran río de paz, portador de bienestar, de comprensión, de amistad entre los hombres. Estaba seguro de que sus sueños se realizarían, con la gracia de Dios, y nos exhortaba a fomentarlos sin miedo dentro de nosotros.
Ya se han realizado estos sueños, al menos en parte. ¡Pero cuánto resta por hacer todavía, para que el mundo conozca a Cristo, lo ame y ponga en práctica su palabra! Ruego a Dios con toda mi alma que cada uno de nosotros vibre y se encienda con el fuego divino que Jesús ha venido a traer a la tierra 8. Deseo, para mí y para vosotros, que este fuego nos inflame, que se convierta en auténtico celo por la salvación de las almas. Es imposible concebir la santidad cristiana sin hambre y sed de apostolado. Y el apostolado consiste en tratar de acercar las almas a Dios y Dios a las almas.
Es inconcebible que un cristiano, un soldado de Cristo, se duerma en la retaguardia y deje apagarse la llama, la luz de su Bautismo. Despertémonos del sueño que a veces nos domina, engañados por la falsa ilusión de haber hecho ya suficiente por el Señor. Multipliquemos los esfuerzos y vigilemos continuamente, como el hombre fuerte bien armado de que nos habla el Evangelio 9, porque sólo el que persevera hasta el fin obtendrá la palma de la victoria 10.
Mientras con los labios, con el canto y, sobre todo, con el corazón, alabamos a Dios y le damos gracias por los beneficios que nos ha concedido en estos sesenta años de trabajo del Opus Dei; mientras le adoramos en esta Basílica parroquial que sólo desea servirle con sus fieles, laicos y sacerdotes, invocamos a la Virgen Santísima, a su Esposo virginal y a los Santos Ángeles Custodios, pidiéndoles que nos asistan todos los días de nuestra vida. Amén.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1989, decimocuarto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Si el grano de trigo que cae en la tierra (…) muere, produce mucho fruto 1.
Nos reunimos por decimoquinta vez para recordar el dies natalis, el abrazo eterno de Monseñor Josemaría Escrivá con el Señor, y se tiene de nuevo la evidencia de que él ha sido verdaderamente una fecunda semilla de trigo, esparcida por la mano divina en el mundo, y que, por la benevolencia de Dios ha producido muchos frutos. La fecundidad de la vida del Fundador del Opus Dei –damos gracias a Dios Uno y Trino– es impresionante, pero esto no sorprende a aquellos que han tenido la gracia de conocerlo o que leen y meditan sus escritos; ellos saben que la fuente de toda eficacia sobrenatural es Cristo, y por tanto no se pueden maravillar de que la vida de aquellos que se han identificado con Cristo continúe siendo fecunda, como dice el Maestro.
Desde su juventud, el alma de Monseñor Escrivá de Balaguer se sintió fuertemente removida por las palabras de Jesús. Recuerdo ahora aquel grito: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur? 2; fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? A estas palabras correspondía un deseo operativo de propagar por todo el mundo el fuego del amor a Dios, convencido de que para todos –hombres y mujeres–, sin excluir a nadie, la generosidad sin límites con el Señor es la fuente de la felicidad, tanto temporal como eterna.
La impresión de tantas personas que se han encontrado, aunque sea por breves momentos, junto al Padre –así lo llamaban y así continúan llamándolo millares de personas de diversas nacionalidades– era siempre la misma: era como si Jesús hubiese hablado con ellos. Se repetía la escena de aquellos dos discípulos de Emaús que, entusiasmados tras el encuentro con Cristo resucitado, decían: ¿no ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras? 3. Y se despedían del Padre con la idea clara de que había que obedecer el mandato imperativo de Cristo: id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura 4.
Considerar, como hace habitualmente mucha gente, que el apostolado corresponde sólo a los eclesiásticos, es un grave error. El mensaje confiado por Dios a Monseñor Escrivá de Balaguer consiste en recordar que todos –cada uno en el propio puesto, en medio de este mundo nuestro–, estamos llamados a la santidad; todos debemos imitar a Jesús; todos, cada uno en su sitio, en el propio trabajo, debemos ser santos y hacer apostolado.
Jesús ha dicho que nosotros, los cristianos, somos la sal y la luz del mundo 5. Hermanos y hermanas míos, para que la sal no pierda el sabor se necesita cuidar atentamente la propia vida interior, buscando con sinceridad, el vencernos continuamente, el no ceder jamás a pactos con nosotros mismos y a luchar para no caer nunca en la mediocridad espiritual. Nos damos cuenta entonces de que –con palabras de Monseñor Escrivá– «el apostolado es la sobreabundancia de la vida interior».
Cuanto más metidos en el mundo, cuanto más difícil sea el ambiente en el que trabajamos, cuanto más lejos de Cristo vivan las personas que nos rodean, tanto mayor es nuestro deber de ser santos y de hacer apostolado; es decir, de ser en el mundo, cada uno de nosotros, «Cristo que pasa».
Ignem veni mittere in terram… Me gusta repetir hoy, durante esta Misa en sufragio por el alma de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, las palabras que el Siervo de Dios utilizó con tanta frecuencia como jaculatoria. En dos mil años de historia del cristianismo, se ha hecho mucho, pero aún queda muchísimo por hacer, porque los cristianos de cada época histórica, al igual que los primeros discípulos de Cristo, deben iluminar con el Evangelio la sociedad y el tiempo en que viven. Viene bien a propósito una reflexión de San Agustín sobre los años en los cuales él vivió: «tú dices –escribe el obispo santo– que son tiempos difíciles, son tiempos oprimentes, son tiempos preocupantes. Vive tú correctamente y cambiarás los tiempos. Los tiempos nunca han hecho mal a nadie. Los que hacen el mal son los seres humanos. Cambia por tanto a los seres humanos y los tiempos cambiarán» 6.
El mismo Monseñor Escrivá narraba un hecho emblemático ocurrido hace muchos años: un amigo le quiso hacer notar un día el «fracaso de Cristo» –así decía aquella persona que buscaba la fe– ya que, tras veinte siglos de cristianismo, hay tantos que no conocen todavía a Cristo y muchos otros, entre aquellos que lo conocen, que viven como si no lo conocieran. Monseñor Escrivá superó con esfuerzo la profunda tristeza que le causaron esas palabras; pero inmediatamente después tomó consistencia en él un profundo sentimiento de gratitud a Dios: «Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por El realizada, es suficiente y sobreabundante» 7. La redención se está cumpliendo y Cristo es tan generoso que cuenta con nuestra colaboración para realizarla.
El panorama del mundo que vemos a nuestro alrededor puede parecer desolador. Como anunciaba el Romano Pontífice en Oslo el día 1 de junio, «se ha debilitado mucho y casi ha desaparecido, en muchos hombres, el sentido de una vida divina. En un mundo secularizado, que se basta a sí mismo y que sólo se compromete consigo mismo, parece como si la religión y la Iglesia no tuvieran ya ninguna utilidad. También entre los cristianos la fe ha perdido su fuerza» 8. Ante un mundo secularizado, y al deteriorarse la fe, mucha gente se entristece, se resigna o se desanima, porque –como afirmaba en cierta ocasión el Papa– esas gentes, tras haber violentado la propia conciencia, han cambiado la verdadera alegría de vivir por el bienestar material a cualquier precio 9.
Es tarea de los cristianos –¡no lo olvidemos nunca!– volver a dar esperanza al mundo, la esperanza de Cristo, deteniendo esa gran fuga de Dios, una fuga irracional, porque Dios es el Principio y el Fin de todo lo creado. Debemos convencerles de que su carrera es absurda, ilógica, porque lleva hacia la nada, hacia la infelicidad temporal y eterna. Esta humanidad –a la que pertenecemos y a la que debemos servir– nos lleva a decir con Jesús: misereor super turbam 10, tengo compasión de esta muchedumbre; y nos recuerda la necesidad de traer a la tierra el fuego de la luz de Cristo, no considerándonos mejores que los demás, sino instrumentos en las manos de Dios –fermento–, para servirles.
Detengámonos un momento a considerar otra realidad ya anunciada en el Evangelio: la Luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron (…). Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron 11. Estas palabras del prólogo del Evangelio de San Juan nos hacen comprender que el gran enemigo de Dios y el gran aliado del diablo es la ignorancia.
El amor fraterno por la muchedumbre y por cada persona, debe impulsarnos, siguiendo la invitación de Monseñor Escrivá de Balaguer, a un amplio apostolado de la doctrina. Así escribió en el primer punto de Forja: «Hijos de Dios. –Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.
»–El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna» 12.
Para evitar los posibles estados de inercia, provocados quizá por no llegar a entrever espacios concretos para la acción, permitidme ahora llamar a vuestro corazón con algunas preguntas que quieren ser ocasión de un examen de conciencia que os conduzca, y me conduzca, a un mayor empeño apostólico.
¿Cuántos entre vuestros parientes, amigos y conocidos desconocen a Cristo e ignoran su doctrina? ¿Cuántos saben con certeza –y luego se dejan guiar por esa verdad en sus decisiones– que el hombre no es sólo cuerpo, sino que posee un alma inmortal? Y ya que el alma debe ser alimentada –con los sacramentos y la oración–, al menos con el mismo interés con el que se cuida la vida corporal, ¿ayudamos a nuestros conocidos para que tengan vida sacramental? ¿No os hace sufrir el hecho de que muchas personas vivan con el alma muerta, porque no están en gracia de Dios? ¿Cuántos amigos vuestros recuerdan que la gracia se pierde con el pecado mortal, el verdadero mal del hombre que hay que evitar con todas las fuerzas y con la ayuda de Dios ? ¿Cuántos ignoran todavía –o simulan ignorarlo– que el aborto provocado, independientemente del mes en que se produzca, es un crimen ante Dios, porque supone la eliminación de una vida humana en el seno materno? ¿Cuántos ignoran el dulce sabor del perdón en el Sacramento de la Confesión?
¡Cuántas falsedades ha difundido el diablo sobre la Confesión!, y qué grande es la necesidad de gente que haga redescubrir el Sacramento de la Penitencia a sus parientes y amigos. Es principalmente en este sacramento donde se manifiesta la misericordia de Dios. Basta pensar en el buen ladrón: su confesión, castigada con la muerte por un tribunal humano, obtiene de Jesús una respuesta sorprendente: hoy estarás conmigo en el Paraíso 13. «Dios en su misericordia –escribe San Gregorio Magno– no sólo perdona nuestras culpas, sino que promete el Reino de los Cielos a quienes, después de haber cometido una culpa, se arrepienten» 14.
Pero hay más: ¿cuántos, de las personas que nos rodean, no son capaces de gustar la dulzura de la Eucaristía, e ignoran que en este sacramento Cristo se da al hombre, al alma en estado de gracia, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad? ¿Cuántos jóvenes, atraídos por el ideal de una vocación, se alejan a causa de la visión humana de sus padres, parientes y amigos, que piensan que Dios no merece el ofrecimiento total de la propia vida? A estos jóvenes y a sus padres les digo: ¡daos al Señor sin miedo, sin cálculo! Dios es buen pagador. Y, una última pregunta, ¿cuántos entre nuestros conocidos no se han dado cuenta –a causa de nuestra languidez espiritual y de nuestra inactividad apostólica– de que somos cristianos? Ved, hermanos e hijos míos, qué horizontes tan apasionantes se presentan ante nuestros ojos.
Ante el panorama que las respuestas a estas preguntas hacen divisar, el Padre sentía cotidianamente y con especial urgencia el dulce peso de la Iglesia y de las almas, y pedía a la Virgen, lleno de esperanza: Monstra te esse Matrem! Muestra que eres Madre de todos los hombres. Hoy, también nosotros, pedimos a Aquella que es Spes nostra, Sedes Sapientiæ, Ancilla Domini, que se nos muestre como Madre, ayudándonos a sacar de la ignorancia y a dar nueva esperanza a todas las personas que viven a nuestro alrededor, suscitando también en ellos el deseo ardiente de ser apóstoles de Jesús.
Mater Ecclesiæ, ora pro nobis!
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 14-II-1990, sexagésimo aniversario del comienzo de la labor del Opus Dei entre las mujeres.
Estad siempre alegres. Orad sin cesar. Dad gracias en toda circunstancia, porque ésta es la Voluntad de Dios para vosotros en Cristo Jesús 1. Esta exhortación de San Pablo a la alegría y a la gratitud describe el programa perenne de la oración, que deseo recordar a todos vosotros en este fausto aniversario. La gratitud, en efecto, es ciertamente la expresión más alta de la oración, aquélla en la que más vivamente se manifiesta la experiencia del amor divino. El alma verdaderamente cristiana necesita difundir, con alegría exuberante, la certeza inefable de ser amada por el Padre con amor de predilección. Hijos de Dios, como hemos leído en la Epístola a los Gálatas 2, saboreamos en todas las cosas sus atenciones y nos sentimos impulsados a hacer nuestro el consejo del Apóstol: cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de El 3.
Dios mismo puso la conciencia de la filiación divina en Cristo como fundamento de la vida espiritual del Fundador del Opus Dei. De él hemos aprendido a acoger con gozosa gratitud todo lo que nos sucede, porque todo es vehículo de la providencial solicitud de aquel Dios que, como nos ha recordado la primera lectura de la Misa, ha puesto sus delicias entre los hijos de los hombres 4. Sucesos grandes y pequeños, cambios históricos de gran envergadura y episodios que casi no dejan rastro en la memoria, todo lleva en sí la huella de Dios.
De estos acontecimientos de la gracia, grandes y pequeños, está repleta la vida de la Iglesia. Pero hay momentos en los que el Espíritu Santo parece condensar en un punto su acción salvífica: Dios elige a una criatura y le dirige, en lo más íntimo de su alma, una llamada a la cual –en el misterioso plan de la Redención– se encuentra unida una floración imprevisible de gracias. Sólo la respuesta afirmativa de la criatura hace posible que este proyecto llegue a cumplirse. Si la criatura es fiel, como lo fue nuestro amadísimo Fundador, de su respuesta hace germinar el Señor, en una multitud incalculable de almas, una secuela ininterrumpida de gestos de amor y de servicio, como círculos concéntricos en expansión progresiva.
Hoy conmemoramos uno de esos momentos decisivos y fundamentales, del que la Providencia divina ha querido servirse como punto de partida de una espléndida aventura espiritual. El 2 de octubre de 1928, el Señor mostró a su Siervo Josemaría Escrivá de Balaguer la misión a la que le había destinado, y nuestro Padre fundó el Opus Dei. Sólo algunos meses más tarde, el 14 de febrero de 1930, le hizo comprender con claridad sobrenatural que su misión fundacional no había terminado. Para que se abrieran de verdad todos «los caminos divinos de la tierra», para que la plenitud de la contemplación de Dios hiciese realmente irrupción «en medio de la calle», era preciso que la vía de santidad en el mundo, abierta con la fundación de la Obra, recorriese también todo el inmenso panorama de las realidades caracterizadas por la presencia de la mujer.
Han transcurrido sesenta años desde aquel día: Monseñor Escrivá de Balaguer estaba celebrando la Santa Misa. Del Sacrificio de Cristo, renovado sobre el altar, saltó entonces al mundo una chispa de amor que habría de incendiar millares de corazones. Hoy, yo agradezco con vosotros al Señor este nuevo signo de su misericordia. Le doy gracias por la heroica fidelidad con la que el Fundador del Opus Dei ha consumado su vida en el cumplimiento de la Voluntad divina. Exalto su Providencia, que ha difundido aquella semilla de santidad en el mundo entero, fecundando todos los ambientes de la sociedad con frutos de heroísmo cristiano. Desearía gritar mi reconocimiento al Señor por la dedicación y el celo de tantas mujeres que, al calor del espíritu del Opus Dei, han encontrado a Cristo en la propia vida cotidiana y han sabido iluminar con su luz fulgurante a tantas otras criaturas. Con conmoción sacerdotal contemplo el inmenso trabajo de evangelización y de promoción humana que, en todos los Continentes, ha sido posible desarrollar para la edificación del reino de Cristo en las almas.
No es una casualidad que esta espléndida realidad haya comenzado durante la celebración de la Santa Misa. Era un signo y una anticipación. Signo del hecho de que el amor se hace fecundo sólo en la entrega total de sí, hasta el holocausto. E indicación anticipada de la condición indispensable que era preciso cumplir para garantizar el buen resultado de la empresa confiada por Dios a Monseñor Escrivá de Balaguer el 14 de febrero de 1930: era necesario que mujeres fuertes en la fe, capaces de ideales grandes y de perseverancia en la lucha, pusieran su propia vida a disposición de este designio divino. Al considerar cómo vivió María la Pasión junto a la Cruz de su Hijo, descubrimos el sentido de esta reflexión de Monseñor Escrivá de Balaguer: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé!
»Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» 5.
La nueva evangelización a la que el Santo Padre convoca a todos los cristianos, exige fortaleza. Esta virtud consiste, sobre todo, en la disposición profunda de vencer ese miedo sin sentido a lo que Dios nos pide cada día, que induce a tantas almas a no escuchar su llamada. Ven en el cristianismo sólo el sacrificio y no piensan que es, sí, renuncia, pero renuncia al egoísmo, a la comodidad, al pecado, a todo aquello que convierte al alma en esclava e incapaz de amar. Y es, sobre todo, la gran alegría de poder amar, con todas la fuerzas del alma, antes que nada a Dios y, con el Señor, a todas las almas, comenzando por aquellas que nos rodean.
En la Carta apostólica Mulieris dignitatem, el Santo Padre Juan Pablo II ha desarrollado consideraciones luminosas sobre la centralidad del papel de la mujer en esta nueva evangelización del mundo actual. La mujer, afirma, ha sido puesta por Dios como testimonio privilegiado del «orden del amor» 6. A Ella, el Señor «confía en un modo especial el ser humano» 7, de modo que la mujer sea, para la humanidad, como la revelación viva del amor con que Dios ama a cada uno.
Nuestra cultura ha hecho del hedonismo un espejismo y aparece por eso trágicamente incapaz de descifrar el mandamiento de la caridad. A esta cultura le parece además contradictorio que el amor pueda llegar a ser objeto de un mandamiento; desearía separar el amor de la renuncia, del sacrificio, y rechaza la advertencia de Jesús: nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos 8. En este contexto, todos los cristianos, y entre ellos las mujeres, a las que hoy deseo referirme de un modo especial, son llamados a dar testimonio de un amor modelado sobre el amor de Cristo a la Iglesia: un amor fiel y fecundo, hecho de acogida y de perdón; un amor que se da sin cálculo, paciente, comprensivo, olvidado de sí mismo. Pero a la vez un amor exigente: en efecto, Dios pide a cada persona todo lo que ella está en condiciones de dar, precisamente porque nos ama y nos quiere santos. De este modo, como le gustaba repetir a Monseñor Escrivá de Balaguer, todo se hace grande: incluso la acción más normal, la más insignificante, con el Señor adquiere un valor eterno.
Esta revelación del amor, de saber vivir cumpliendo la Voluntad de Dios, es el testimonio que el mundo actual espera de los cristianos. Testimonio de generosidad sin medida, de santa pureza, de delicado respeto, de solicitud, de fidelidad. Y de vigor, porque todas estas virtudes exigen que no se las relegue a los confines de la vida privada, sino que han de manifestarse –a pesar de los obstáculos, y de modo tangible– en las costumbres, en la familia, en la educación de los hijos, en las relaciones sociales, en los ambientes profesionales. Pienso en la defensa de la vida desde la concepción, en la revalorización sin complejos de la maternidad y de la fecundidad del matrimonio, y también de la virginidad y de la castidad en el noviazgo. Pienso en el empeño en las profesiones intelectuales, en la tutela y promoción de la verdad por encima de todo condicionamiento o compromiso. Pienso en la difusión de modelos más conformes con la dignidad del hombre como imagen de Dios (por ejemplo, en la moda y en los espectáculos); pienso en la afirmación del primado de la persona, con sus derechos, sus aspiraciones y sus exigencias, en todas las actividades profesionales; pienso en la necesidad de restituir su valor insustituible al trabajo doméstico, estupendo campo de ejercicio de una fundamental virtud cristiana: el espíritu de servicio. Y pienso, en fin, en la apasionante aventura a la que estamos llamados todos los cristianos, hijos de Dios: recorrer todos los caminos de la tierra, sabiendo que cualquier profesión u ocupación honrada es ocasión de encuentro con el Señor. Por tanto, debemos vivir nuestro tiempo de acuerdo con esta invitación: Dios espera que cada uno, permaneciendo en su puesto, transforme todas sus acciones en una obra maestra de amor y de servicio. En efecto, no hay nada más lejano de la visión cristiana que el pesimismo o las lamentaciones. Dios es Alegría, es Amor, es Donación, y desea contemplar estas perfecciones suyas reflejadas en la vida de cada uno de nosotros.
Hijas e hijos míos, hermanos y hermanas, si advertís alguna duda ante el empeño que tal deber exige, no olvidéis que el Señor actúa siempre con sabiduría y gradualidad. Su gracia nos transforma poco a poco y nos prepara para empresas que superan nuestra capacidad. El evangelio de hoy nos enseña que Jesús dejó pasar doce años antes de anunciar a la Virgen y a San José el futuro alejamiento y los sufrimientos que su misión les iba a exigir.
La misma consideración surge de la reflexión sobre el proceso fundacional del Opus Dei. He aquí la descripción que hacía Monseñor Escrivá de Balaguer: «si –en 1928– hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera muerto: pero Dios nuestro Señor me trató como a un niño; no me presentó de una vez todo el peso, y me fue llevando adelante poco a poco» 9. Demasiado grande era la empresa para que se pudiera cumplir en un instante. Dios ajusta siempre sus llamadas a la progresiva maduración espiritual de la criatura, y concede gracias proporcionadas a los encargos que sucesivamente va dando.
Lo mismo puede decirse respecto a una característica esencial del Opus Dei, es decir, su intrínseca unidad. La Constitución apostólica Ut sit, el documento pontificio que erigió el Opus Dei en Prelatura, afirma que es una «organización apostólica que, formada por sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, es al mismo tiempo orgánica e indivisa» 10. Unidad de un mismo fenómeno espiritual y pastoral, de una sola realidad eclesial, bajo una sola jurisdicción. Y, esto, que desde el primer momento era una característica constitutiva en la percepción y en el carisma del Fundador, ha ido poco a poco consolidándose bajo el impulso de una sucesión incesante de gracias divinas. Así, el 14 de febrero de 1943, otra intervención divina completó la estructura institucional del Opus Dei, consintiendo la ordenación sacerdotal de miembros laicos y su incardinación en la Obra. Se subrayaba así su unidad, en plena conformidad con lo que el Fundador había visto el 2 de octubre de 1928. En otra ocasión, escribía Monseñor Escrivá de Balaguer: «a un niño pequeño no se le dan cuatro encargos de una vez. Se le da uno, y después otro, y otro más cuando ha hecho el anterior. ¿Habéis visto cómo juega un chiquillo con su padre? El niño tiene unos tarugos de madera, de formas y de colores diversos… Y su padre le va diciendo: pon éste aquí, y ese otro ahí, y aquel rojo más allá… Y al final ¡un castillo!» 11.
Será Dios mismo, en su admirable condescendencia, quien sostenga a cada uno de nosotros, a cada una de vosotras, hijas mías, en este encargo ilimitado al que la Iglesia nos llama y que la humanidad espera de nosotros. El Fundador del Opus Dei escribió: «¿te has parado a considerar la suma enorme que pueden llegar a ser «muchos pocos»?» 12. Busquemos la santidad en las cosas pequeñas de cada día, en la fidelidad a los deberes de cada instante: será el Señor quien dé valor infinito a nuestros más pequeños actos de amor. Será El quien los haga sobrenaturalmente fecundos, para la salvación del mundo.
Que María, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre de cada hombre y de cada mujer, Modelo perfecto de feminidad según el designio eterno de la Creación y de la Redención, nos guíe para acoger la gracia divina que, paso a paso, elevará nuestra vida hasta el Cielo.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 4-V-1990, durante la Misa de acción de gracias por el Decreto pontificio sobre las virtudes heroicas del Fundador del Opus Dei.
¡Bendita sea la Santísima Trinidad y la indivisible Unidad de Dios! Alabémosle por la misericordia que nos ha mostrado. Señor, Señor, qué glorioso es tu Nombre en toda la tierra 1
Las palabras de la antífona de entrada de la Misa en honor de la Santísima Trinidad que estamos celebrando, expresan adecuadamente los sentimientos de nuestro corazón en este día. Agradecemos al Señor tres veces Santo que el Papa Juan Pablo II, tras un largo y profundo estudio efectuado por la Congregación para las Causas de los Santos, ha declarado que el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, ha ejercitado heroicamente todas las virtudes cristianas. Nosotros, como hijos suyos, como amigos, como admiradores de su espíritu, estamos llenos de alegría por esta declaración solemne de la Iglesia.
El heroísmo de Monseñor Escrivá de Balaguer, nuestro Padre, es, sobre todo, fruto de la benevolencia divina, que viene infundida ininterrumpidamente por Cristo en todos los miembros del Cuerpo Místico. Al mismo tiempo, es el resultado de la plena y constante correspondencia del Fundador del Opus Dei a la gracia de Dios. Nuestro Padre quiso transcurrir oculto la propia vida y puso siempre en práctica una aspiración que puede considerarse como su lema: «ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca». Y con todo, se han cumplido literalmente en su persona las palabras de Jesús en el Evangelio: no se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa 2.
Alabamos a la Santísima Trinidad, fuente inextinguible de todo bien, que ha querido colmar de innumerables gracias a su Venerable Siervo Josemaría y hacer de él una luz espléndida en el firmamento de la Iglesia. ¡Bendito seas, Tú, Señor, Dios de nuestro padres!, repetimos con las palabras de la liturgia de hoy. A ti la gloria por los siglos 3.
Nuestra alegría tiene una connotación bien precisa, pues el reconocimiento de las virtudes heroicas de nuestro Fundador es para todos nosotros una invitación implícita a recorrer su mismo sendero, a cultivar en nuestra alma sus mismos anhelos de santidad, a imitar sus virtudes, viviendo heroicamente todos los deberes inherentes a nuestra condición de cristianos.
No debemos pensar nunca, ni siquiera cuando nos sentimos probados por la fatiga o por cualquier tipo de pruebas, que el heroísmo sea una meta reservada a pocos y que, para la mayor parte de los hombres, el Señor se contente con una conducta mediocre. Con su vida y con sus enseñanzas, el Fundador del Opus Dei ha mostrado que el ejercicio de las virtudes cristianas «es una exigencia –son palabras suyas– de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos». Y continuaba: «hemos de ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro» 4.
Son palabras que ofrecen una guía clarísima a nuestras consideraciones y nos muestran de modo evidente cómo el heroísmo que el Señor quiere de cada cristiano, se compone de miles de detalles aparentemente pequeños pero en realidad grandísimos, porque muy grande debe ser el amor que los vivifica y los sostiene. Para ilustrar expresivamente tal heroísmo, que se encuentra al alcance de todos, Monseñor Escrivá de Balaguer escribió: «¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico» 5.
Siguiendo el hilo de tal enseñanza, es heroica la existencia de una padre o de una madre que se esfuerzan por poner plenamente en práctica todas las exigencias del Evangelio en la vida familiar, sin la mínima concesión al influjo del ambiente que les rodea; es heroico el trabajador, manual o intelectual, que, a pesar del cansancio, procura desarrollar con perfección su ocupación, día a día, con el deseo de dar gloria a Dios y de servir al prójimo; es heroico aquel que, en contraste con el hedonismo imperante en tantos sectores de la sociedad, procura con tenacidad comportarse siempre con coherencia cristiana, actuando en todos los lugares –la metáfora es de Cristo– como sal y fermento del mundo 6. Haciendo de nuevo eco a Monseñor Escrivá de Balaguer, os digo: «no os perdáis en grandes consideraciones de heroísmo. Ateneos a la realidad de cada día, buscando con empeño la perfección en el trabajo ordinario. Ahí nos espera Dios. Diariamente tenemos la ocasión de que nuestra respuesta sea afirmativa. Y esa afirmación sí que debe ser heroica, tratando de excederse, sin poner límites» 7.
El motivo que hoy nos reúne en esta Misa de agradecimiento a la Santísima Trinidad debe constituir –y en este momento se lo pido así a Dios– un empujón para renovar nuestra decisión de seguir constantemente a Cristo y de llevarle muchas almas, comenzando por las que El mismo ha puesto a nuestro lado. El Señor desea una explosión de anhelos de santidad y de apostolado en el mundo entero. Este deseo divino no puede ser olvidado por las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei y por los muchos miles de personas que frecuentan las actividades de formación espiritual promovidas por la Prelatura. La fe nos da la seguridad de que Dios nos ofrece su gracia copiosamente; por nuestro lado, no debe faltar el esfuerzo sincero y generoso de corresponder a los dones divinos.
Desearía, en fin, insistir en lo que, desde el pasado 9 de abril, he repetido en diversas ocasiones al comentar, con agradecimiento al Cielo, la noticia de la proclamación de las virtudes heroicas de Monseñor Escrivá de Balaguer: esta decisión pontificia no constituye para los miembros del Opus Dei una ocasión de vanagloria, sino más bien una llamada al sentido de responsabilidad, al deber de seguir aún más fielmente el heroico ejemplo del Venerable Siervo de Dios, que vivió en constante unión con Cristo en medio de las ocupaciones cotidianas, sirviendo con pasión a todas las almas. Debemos sentirnos estimulados a un esfuerzo más diligente, pero también a una fe más sobrenatural en Dios, porque –insisto– la santificación no es obra del hombre sino que se obtiene de las fuentes de la gracia. Debemos por tanto, antes que nada, recurrir al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, en el que el mismo Autor de la gracia se nos da como alimento espiritual; hemos de recibir con frecuencia el Sacramento de la Penitencia, como principal manifestación de nuestra constante conversión, de un amor sincero y siempre nuevo, con el fin de acercarnos cada vez con más dignidad –a pesar de ser conscientes de nuestra miseria– a la mesa del Señor; hemos de cultivar una oración incesante, encuentro personal con Cristo que nos ayuda a descubrir el valor sobrenatural de cada instante de nuestra vida.
El decreto que hemos escuchado hace pocos instantes nos recuerda que la fama de santidad de Monseñor Escrivá de Balaguer es ya un verdadero fenómeno de piedad popular. El título de Venerable que ahora le viene atribuido no implica la posibilidad de rendirle culto público, ya que éste se reserva a los Beatos y a los Santos; sin embargo, este título nos invita a aumentar más nuestra fe al acudir privadamente a su intercesión, para que el Señor se sirva de nosotros, como instrumentos humildes, como fermento de santidad en medio del mundo.
A María, Regina Sanctorum Omnium y culmen en la «jerarquía de la santidad» 8, como ha escrito Juan Pablo II, confiamos nuestro agradecimiento. A Ella vaya nuestra súplica para que, si así lo desea el Señor, se avecine el momento de la elevación a los altares del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, para gloria de Dios y edificación de la Iglesia. Así sea.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1990, decimoquinto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Nos encontramos reunidos hoy –y, lo digo con agradecimiento al Cielo, lo mismo sucede en centenares de templos de los cinco continentes–, para celebrar este Santo Sacrificio en honor y alabanza de la Trinidad Beatísima. Gratias tibi, Deus, gratias tibi: vera et una Trinitas, una et summa Deitas, sancta et una Unitas! 1. ¡Con qué fe y con qué piedad repetía a diario estas palabras el Fundador del Opus Dei!: era una oración cuyo eco no se apagará ya hasta el final de los tiempos, porque resonará y se hará programa de conducta en miles y miles de almas. Os confieso que, el pasado día 9 de abril, cuando la Congregación de las Causas de los Santos, con la autoridad del Romano Pontífice, declaró la heroicidad de las virtudes del Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá, vino con fuerza a mi memoria la intensidad de aquella plegaria suya, y comprendí con más claridad que en esas palabras se contenía la síntesis de su existencia, el resumen de cada una de sus jornadas: alzar una alabanza total y sincera al Dios Uno y Trino, a través de los quehaceres diarios, grandes o pequeños, porque en todos los momentos nos espera el Señor a sus hijos.
Si bien es cierto que con la Declaración de la heroicidad de las virtudes no se puede dar culto público al Siervo de Dios, ese reconocimiento de la Iglesia nos impulsa a acudir privadamente a su intercesión con renovada confianza, y a rezar con mayor intensidad por su beatificación y canonización, buscando exclusivamente la gloria de Dios y el bien de la Santa Iglesia y del mundo. Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam! 2.
En toda época, el mundo –también en estos tiempos que ahora vivimos– necesita el testimonio de quienes han vivido en plenitud, con heroísmo, el Evangelio. Próximos ya a comenzar el tercer milenio, contemplamos que esta necesidad se manifiesta con una nueva particular agudeza, incluso en países de antigua tradición cristiana, pues junto a la exaltación de importantes valores humanos, desgraciadamente se ignoran o incluso se combaten abiertamente bienes esenciales para una existencia digna del hombre, hecho a imagen del Creador y llamado a la inefable condición de hijo de Dios. Ante las crisis y tensiones que atraviesan nuestra sociedad, hoy como ayer, el Señor quiere hombres y mujeres –¡nos invita a todos: a ti, a mí!– que recorran todos los caminos ofreciendo un testimonio luminoso de la indefectible santidad de la Iglesia.
«El Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer se cuenta entre esos testigos –leemos en el Decreto sobre sus virtudes heroicas–, no sólo por la fecundidad del ejemplo que ha dado con su vida, sino también por la especial fuerza con que, en profética coincidencia con el Concilio Vaticano II, procuró, desde los comienzos de su ministerio, dirigir la llamada evangélica a todos los cristianos: "tienes obligación de santificarte. Tú también (…). A todos, sin excepción, dijo el Señor: Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto (Camino, n. 291)"» 3. Nos engañaríamos, pues, si los hombres y las mujeres de hoy nos limitáramos a admirar y a venerar el heroísmo cristiano, como si fuese exigencia exclusiva para algunas pocas almas extraordinarias. No, queridos hermanos y hermanas: el heroísmo, la santidad –inseparablemente unida al apostolado, al empeño por la salvación, por la santificación, de los demás– es objeto de una vocación universal por la que todos hemos sido convocados. ¡Con qué claridad y con qué fuerza lo predicó siempre el Fundador del Opus Dei! Jamás se cansó de recordar, siempre con acentos nuevos, actuales, «que la santidad –son palabras suyas, que se remontan a 1930– no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad» 4.
Esta santidad, que la vocación cristiana pide de cada uno de nosotros, comporta cumplir la Voluntad de Dios en todas las cosas, con un amor a Dios que consiste precisamente en la identificación de voluntades, imitando el ejemplo supremo de Jesucristo, que afirmó: mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha mandado y cumplir su obra 5. Como explicaba San Agustín, debemos rendir nuestra Voluntad a la de Dios 6, no sólo haciendo exteriormente lo que Dios quiere, sino identificando con la Suya nuestra voluntad, es decir, nuestro querer, nuestro amor: identificarse con la Voluntad de Dios es amar la Voluntad de Dios, hasta las últimas consecuencias.
Esta radical disposición espiritual se manifestó constantemente en hechos en la conducta del Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer: en una entrega incansable y continua para cumplir la Voluntad divina, negándose a sí mismo hasta el perfecto holocausto, día tras día, en servicio de la Santa Iglesia y de las almas, no con visos de tristeza, de resignación, sino con el gozo de poseer la eterna felicidad, que ya se pregusta en la tierra si, como dice el Apóstol, nuestro vivir es Cristo 7, el Sumo Amor y el Sumo Bien. El Decreto de la Santa Sede sobre sus virtudes heroicas lo expresa así: «Fue ejemplo de un heroísmo que se manifiesta en las situaciones más corrientes: en la oración continua, en la mortificación ininterrumpida, "como el latir del corazón", en la asidua presencia de Dios, capaz de alcanzar las cumbres de la unión en medio del fragor del mundo y de la intensidad de un trabajo sin tregua» 8.
Cuando se siguen estos pasos, necesariamente tiene lugar el encuentro con la Cruz de Cristo. Una Cruz –la Santa Cruz– que se ama tiernamente, que se ansía con verdadera sed, que coincide con la alegría más alta porque da paso al ejercicio más sincero y completo del amor, como lo manifestó el Maestro, perfecto Hombre, que nos quiso con infinitud divina, al decir: desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum 9: me consume el deseo de darme sin reservas por cada uno de vosotros. Al hilo de este atractivo ejemplo y camino, Monseñor Escrivá de Balaguer decía en su oración: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios» 10.
Por tanto, no olvidemos que una visión reductiva y superficial del cristianismo dista infinitamente, más aún, nada tiene que ver con el necesario radical empeño cristiano de identificación con Jesucristo, al que estamos llamados los hijos de Dios. Un cristiano que se conformase con añadir unas cuantas prácticas de devoción a una vida que discurre al margen de la Voluntad de Dios, no merecería llevar ese nombre. Y, permitidme que os lo recuerde y me lo recuerde: Cristo nos está pidiendo que seamos cristianos a todas horas, en todos los ambientes.
Insisto: en todas las dimensiones de nuestra existencia personal, familiar, profesional, social, Cristo nos sale al encuentro con su llamada divina para que le amemos con obras. Por eso –y son también palabras del Fundador del Opus Dei–, «cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo –proseguía–, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» 11.
Vivir santamente la vida ordinaria no es otra cosa que vivir heroicamente, en diálogo con Dios Uno y Trino que siempre nos escucha, en el trabajo y en el descanso, en la vida familiar y en las relaciones sociales, en la salud y en la enfermedad, en lo agradable y en lo desagradable, en los pequeños deberes de cada día y –cuando se presentan– en las grandes decisiones que comportan un giro más o menos decisivo de nuestra existencia. Ciertamente, no es éste un programa fácil. La plena coherencia de nuestras obras con la fe cristiana encontrará siempre obstáculos: en primer término, nuestras propias limitaciones, nuestros defectos y malas inclinaciones, y, quizá, el ambiente profesional y social. Pero no cabe empequeñecerse con la falsa humildad de pensar que no somos capaces, que las estructuras y costumbres hacen imposible un heroico ejercicio de la caridad, de la justicia, de la veracidad, o de cualquier otra virtud cristiana. Ante este panorama, en el que debemos sentirnos hondamente comprometidos, el Siervo de Dios nos urgía sin desmayo: «¡Miremos a Cristo!». Y con ese punto de referencia comprenderemos, sí, que nosotros solos, con nuestras fuerzas humanas, no podemos transformar el mundo, no lograremos hacer que en su caminar histórico se enraíce y extienda el Reino de Dios; pero Cristo sí puede y, por tanto, nosotros podemos si nos identificamos con El, porque «Dios es el de siempre. –Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. –"Ecce non est abbreviata manus Domini". ¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» 12.
¡Con qué vibración paladeaba esta verdad el Fundador del Opus Dei! Comprendía a fondo que el sentido último de todo lo que Dios quiere o permite, también de lo que nos hace sufrir, esconde su infinito Amor hacia nosotros. Un amor que, efectivamente, quizá con frecuencia, no podemos entender con nuestra inteligencia limitada, pero que por venir de El, ¡del Amor!, ha de ser creído 13. «¡El hombre es amado por Dios! –son palabras del Santo Padre Juan Pablo II–. Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto al hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti, para ti Cristo es "el Camino, la Verdad y la Vida"! (Ioann. XIV, 6)» 14. Estas enseñanzas hacen eco a las palabras que San Pablo nos ha puesto ante los ojos en la segunda lectura de la Misa: no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre!. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados 15.
La contemplación habitual del misterio de la Cruz nos ayudará, con la gracia divina, a rechazar la tentación de conducir una vida aburguesada, la tendencia a dejarnos llevar por modelos de vida inspirados en una visión materialista del hombre. Y esa coherencia de nuestra vida con nuestra fe en el Amor de Dios y en la fuerza redentora de la Cruz, en los momentos de felicidad, que serán tantos, y en los momentos de dolor, nos hará capaces de ser testimonios de Jesucristo, de ser colaboradores de Dios «en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado» 16, como escribió Monseñor Escrivá de Balaguer.
Pero, ¡qué Bueno y Misericordioso es el Señor! Dios no se nos impone por la fuerza: nos ha hecho libres y respeta nuestra libertad. Es necesario querer descubrir cuál es su Voluntad en todo momento y, para encontrarla, necesitamos de su gracia; necesitamos vivir en su presencia nuestra vida corriente; necesitamos de la oración y de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía –renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, que es «centro y raíz de la vida interior» 17–, y del sacramento de la Penitencia, que nos purifica más y más y nos devuelve la paz y la salud al alma si la hubiéramos perdido por el pecado grave. Acudamos, pues, con hambre y sed a estos manantiales de la gracia, como, según las palabras de la Sagrada Escritura, va el ciervo ad fontes aquarum, a las fuentes de las aguas 18.
Hacer de Cristo la meta de todas nuestras acciones, mirar siempre a Cristo. ¿Cómo no recordar, antes tales aspiraciones, el ideal santo que informó toda la acción apostólica del Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer? El lo expresaba con estas palabras: «Cristo, María, el Papa»: esto es, llegar a Cristo por intercesión de la Virgen, en estrecha unión con el Santo Padre y la Jerarquía de la Iglesia, para servir a todas las almas.
Pido, por tanto, a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, que nos alcance de su Hijo la gracia de una fe, cada día más fuerte, en el amor de Dios por nosotros, para que amemos con alegría la Voluntad divina en todas las circunstancias e, identificándonos con este santo querer, vivamos heroicamente la vida ordinaria, muy unidos a Cristo Redentor, para gloria de Dios y servicio de la Iglesia y del mundo. Así sea.
Homilía pronunciada en la Basílica de San Eugenio (Roma), el 26-VI-1991, decimosexto aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.
Como todos los años, habéis acudido en gran número a esta Santa Misa en el aniversario del tránsito al Cielo del Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer. Desde que el 9 de abril del año pasado, el Santo Padre proclamó las virtudes heroicas del Fundador del Opus Dei, celebramos una Misa de acción de gracias a la Trinidad Beatísima: gratitud a Dios por las gracias de las que ha colmado el alma de su Siervo, haciendo de él un instrumento heroicamente fiel al designio de la Redención. Y gratitud por el camino vigoroso y atrayente que, con su lucha de cada día, abrió a los cristianos que viven en medio del mundo.
Hay palabras que sólo Dios puede pronunciar; mandatos que sólo El puede imponer; promesas que ningún otro, sino Dios mismo, está en condiciones de cumplir. Entre esas palabras se encuentran las que acabamos de escuchar en el Evangelio: me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Entre esos mandatos, aquel que Jesús confió a los Apóstoles: id y enseñad a todas las naciones. A esas promesas, en fin, pertenece aquella en virtud de la cual el Señor nos aseguró que permanecería con nosotros hasta el final de los tiempos 1.
Aquellas palabras, aquel mandato, aquella promesa no eran solamente para los Apóstoles. Jesús se dirigía a todos los cristianos de todos los tiempos, a cada uno de nosotros. Si de verdad queremos ser discípulos de Cristo, debemos sacar las consecuencias. Su significado no se presta a equívocos: o el mandato de llevar el Evangelio a todas las naciones es una utopía abstracta e irrealizable; o, por el contrario, tiene un sentido real, y entonces señala un deber inaplazable para cada cristiano. Desatenderlo sería vaciar nuestra existencia y reducirla a un despilfarro inútil.
El Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer nos hacía meditar a menudo esta realidad. El 2 de octubre de 1928, cuando el Señor le hizo ver el Opus Dei, se abrió delante de sus ojos el panorama de un trabajo inmenso, de dimensiones universales: una aventura espléndida al servicio de la Iglesia y de las almas. «Hemos venido a decir –afirmaba– (…) que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: (…) todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo» 2.
No existen medios humanos proporcionados a una misión de este tipo. Nuestro Fundador, además, en aquellos momentos estaba desprovisto de los recursos humanos más indispensables. Algún tiempo después observó que, si hubiese vuelto las espaldas al Señor diciendo: «es imposible», habría terminado en un manicomio y se hubiera pasado la vida repitiendo: «es imposible, es imposible…». En cambio, desde el primer momento, tuvo la certeza de que «el Cielo está empeñado en que se realice» 3 la Obra, y su respuesta fue siempre como aquella de San Pablo: todo lo puedo en Aquel que me conforta 4. De este modo, sostenido por la gracia de Dios y por el empeño de oración y de mortificación de Monseñor Escrivá de Balaguer, el Opus Dei se ha extendido por los cinco continentes y ha iluminado la vida de millones de personas. con la luz del Evangelio. Hoy, gracias a la ayuda que él nos obtiene del Cielo, las actividades de la Prelatura siguen creciendo, bendecidas por el favor divino.
Deseo invitaros de nuevo en este aniversario a considerar el ejemplo del Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer. Deseo llamar vuestra atención, en concreto, sobre la fe y la valentía con que acogió su propia misión de servicio a la Iglesia. También nosotros, cada uno a su modo, hemos recibido –con la vocación cristiana– la misión de difundir las amables y claras exigencias del Evangelio entre todas las gentes, y de enseñarles a amar apasionadamente la Voluntad divina. Debemos preguntarnos: yo, ¿qué estoy haciendo en servicio de Dios y, por El, en servicio de los demás? ¿Cómo estoy desarrollando esa misión que da el verdadero sentido a mi vida?
A la mayor parte de nosotros, Cristo no nos envía a predicar a tierras lejanas. Pero a todos nos invita a que nos entreguemos a las personas que están a nuestro lado en la familia, en la casa donde vivimos, en el ambiente de trabajo. Ahí, a ese lugar en el que se consuma nuestra existencia cotidiana, tenemos que «ir»: ahí hemos de enseñar –con nuestra vida, con nuestras obras, con nuestra conversación– la doctrina y los mandamientos de Cristo, que se condensan en uno solo: el amor a Dios y el amor al prójimo.
Hermanas y hermanos queridísimos, dejadme que insista: Cristo desea instaurar su Reino de amor sobre la tierra por medio de nosotros. Quiere que la vida de todos los hombres, sus relaciones familiares, profesionales y sociales, se vea presidida y empapada no del egoísmo, ni de la rivalidad, ni del odio o la comodidad, sino del amor. Es importante creer que esto no es un ideal inalcanzable. El mismo Jesús ha dicho: me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra 5, y Jesús, como le gustaba repetir a nuestro Padre, «¡no puede mentir!». El divino Maestro nos ha enseñado que amar significa comprender, excusar, perdonar, ayudar, darse a sí mismo para servir, como hizo El, hasta la entrega de la vida. Pero, a la vez, el Señor nos ha comunicado la fuerza que nos hace capaces de cumplir este programa. Dios lo consagró en el Espíritu Santo 6 y Jesús, con su Pasión y su Muerte en la Cruz, nos ha obtenido el don del Paráclito: el Amor de Dios con mayúscula, que habita en nuestro corazón y colma de Sí toda nuestra vida. Nos transforma, nos diviniza. El Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer consintió que el Espíritu Santo tomara posesión de su alma y, sostenido por esta fuerza, se prodigó con heroico arrojo en la tarea de encender los caminos de la tierra con el fuego del amor divino 7. Haciendo suyas las palabras de un clásico castellano, nos amonestaba acerca de la necesidad de «"poner amor, donde no hay amor, para sacar amor" (cfr. San Juan de la Cruz, Carta, 6-VII-1591), también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales» 8.
No lo olvidéis: el Espíritu Santo –lo hemos escuchado en la segunda lectura 9– despierta en cada uno la certeza de saberse hijo de Dios y, por tanto, «otro Cristo, el mismo Cristo», llamado a servir con amor a todas las almas, a corredimirlas con Jesús. Es preciso tomar conciencia de la profunda dimensión apostólica escondida en nuestra vocación cristiana. No es propio de un cristiano encerrarse en sí mismo y despreocuparse de las personas que tiene alrededor. Querría formular una pregunta: quien se considera «buen cristiano», entre comillas, sólo porque no hace daño a nadie, pero cierra los ojos a las necesidades espirituales y materiales del prójimo, ¿es verdaderamente «bueno» y «cristiano»? ¿Sabe amar? En su última encíclica 10, el Santo Padre ha exhortado a superar la mentalidad individualista que propaga el virus de la indiferencia, de la frialdad, de la insensibilidad ante los problemas del prójimo. Os lo repito: todos somos responsables de las almas de quienes nos rodean. Y es una alegría inmensa empeñarse con esfuerzo para llevarles a Cristo.
¿Cuál es la raíz de esa indiferencia? Las respuestas pueden ser múltiples: el egoísmo, que nos induce a considerar que los problemas personales son lo suficientemente graves como para preocuparnos también de los de los demás; el temor a tener que afrontar situaciones difíciles o imprevistas; la falta de tiempo, una cierta pereza… Pero existe una respuesta más radical, una respuesta que es, al mismo tiempo, luminosa y valiente. Reflexionad: al inicio considerábamos que Cristo nos ha dicho: id y enseñad a todas las naciones… Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo 11. ¿Qué significa esto, sino que El mismo obra a través de nosotros? Por tanto, para llevar a término la misión de evangelizar el mundo, es preciso unirse a Cristo, como los sarmientos a la vid. Es necesario conocerlo, tratarlo, hasta llegar a amarlo con todas nuestras fuerzas. Puede llevar a Cristo a los demás aquél que le pertenece, quien se empeña por formarse en su doctrina. Puede hablar de El a los otros el que habla con El, el que reza con asiduidad. Puede comunicarlo a los demás quien lo busca sinceramente. Puede hacerlo amar quien lo ama.
Si queremos que nuestra vocación cristiana llegue a su pleno desarrollo, hemos de tratar de identificarnos con el Señor, consentir que el Espíritu Santo forme a Cristo en nosotros 12. Debemos, por una parte, extirpar de nuestra alma los obstáculos que paralizan la acción de la gracia; y por otra, cultivar los elementos esenciales de la madurez cristiana. Extirpar el orgullo, la pereza, la ira, la sensualidad con todos los vicios y pecados; cultivar las virtudes de Cristo: la humildad, el trabajo, la fidelidad, la santa pureza y tantas otras, informadas todas ellas por la caridad. Pero el Espíritu Santo necesita nuestra colaboración. El proceso de identificación con Cristo se desarrolla a condición de que se recorran las etapas obligadas, entre las que destacan, sobre todo, la oración y los sacramentos: la Penitencia, que nos purifica (permitid que insista en exhortaros a un perseverante apostolado de la Confesión), y la Eucaristía, que nos da fuerza y nos transmite aquel buen olor de Cristo 13 que atrae de modo tan eficaz a los demás.
Hace algunos meses, al recibir del Santo Padre la ordenación episcopal, elegí como lema una exclamación que oí repetir innumerables veces a nuestro Fundador: «Regnare Christum volumus!», ¡queremos que Cristo reine!, ¡queremos encender el mundo con el amor de Cristo! No es sólo la expresión de una aspiración destinada a quedarse en palabras, sino la formulación de una certeza que nace de la fe: queremos y, con la fuerza del Espíritu Santo, podemos contribuir a que se cumpla la Redención. Podemos, como afirmaba el Santo Padre, edificar una auténtica «civilización del amor» 14, la única civilización digna del hombre. «Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas», escribía el Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá; y proseguía: «¿cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor» 15.
Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo 16: lo ha prometido Jesús. Y se ha quedado realmente presente en la «locura de amor» de la Eucaristía, para que nosotros podamos llegar a ser una sola cosa con El 17 y, por eso, capaces de entregarnos sin medida. Esto es lo que sucedió, literalmente, en la vida de nuestro Fundador. En su humildad y sinceridad, pudo decir de sí mismo: «de pocas cosas puedo ponerme de ejemplo. Y a pesar de todo, en medio de todos mis errores personales, pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer» 18. Dios le concedió un corazón grande y generoso, a la medida del Corazón de Cristo. Nos lo concederá también a nosotros, si nos acercamos a Jesús con las disposiciones interiores con que lo acogió la Virgen María.
Al Venerable Josemaría Escrivá de Balaguer le gustaba invocar a Nuestra Señora con el título de «Madre del Amor Hermoso», porque –se preguntaba– «¿quién puede ser mejor Maestra de amor a Dios que esta Reina, que esta Señora, que esta Madre, que tiene la relación más íntima con la Trinidad: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, y que es a la vez Madre nuestra?» 19. Hoy la invocamos de modo especial para que proteja y colme de amor y celo al Romano Pontífice y a los obispos del mundo entero, a los cuales en primer lugar –como sucesores de los Apóstoles– les compete el honor y el deber de anunciar el Evangelio por toda la tierra 20. Y le rogamos por la Iglesia, para que cada uno de nosotros, sus hijos, sepamos llevar a la práctica, en las situaciones de la vida cotidiana, el mandato de Cristo: id y enseñad a todas las naciones. Amén.