PEDRO I

1P 1, 1-2. El autor sagrado utiliza en su saludo el nombre que Jesús le había impuesto: Pedro es la traducción griega de la palabra aramea «Kefa», que significa piedra (cfr. Jn 1, 42 y nota correspondiente). Se presenta como «apóstol de Jesucristo», es decir, como testigo cualificado de la vida y obras del Señor.
La «diáspora» designaba originariamente a los judíos residentes fuera de Palestina. Pero aquí el sentido es más profundo: San Pedro se dirige a los elegidos «que peregrinan en la diáspora», es decir, a los cristianos, que viven en esta tierra como caminantes hacia su patria definitiva, que es el Cielo. Sobre esta idea, frecuente en la Sagrada Escritura (cfr., p. ej., Gn 47, 9; todo el libro del Éxodo; Sal 39, 13; Sal 119, 19; Hb 11, 13), insistirá más adelante (cfr. 1P 1, 17; 1P 2, 11).
Las regiones mencionadas en el v. 1 se encontraban en la península de Asia Menor, la actual Turquía. Posiblemente el anuncio del cristianismo fue llevado allí por algunos cristianos de los convertidos en Jerusalén el día de Pentecostés, procedentes de esos lugares (cfr. Hch 2, 9). Después, San Pablo estuvo predicando en algunas de esas regiones.
El v. 2 explica la sublime elección de que han sido objeto los cristianos, elegidos según el designio providencial de Dios Padre desde toda la eternidad (cfr. Rm 8, 28-30; Ef 1, 4-6), mediante la acción santificadora del Espíritu Santo. La finalidad de la elección es doble: por una parte, para obedecer a Jesucristo mediante la fe y las buenas obras; por otra, para que puedan «ser rociados con su sangre», es decir, para que participen plenamente de los frutos de la Redención. Estas palabras evocan los acontecimientos del Sinaí: cuando Moisés leyó al pueblo de Israel el libro de la Alianza, los israelitas prometieron obediencia a Yahwéh, y a continuación Moisés vertió sobre ellos la sangre de los sacrificios para sancionar la Alianza (cfr. Ex 24, 7-8). Al referirse a la obediencia y a la aspersión de la sangre, el Apóstol está recordando que Jesucristo ha llevado a cabo la nueva y definitiva Alianza, sancionada con su Sangre derramada en la Cruz. Todo el versículo, por tanto, viene a ser una profesión de fe breve y profunda en la Santísima Trinidad: al Padre se le atribuye la elección desde toda la eternidad; al Hijo, la Redención; al Espíritu Santo, la santificación.
La gracia y la paz deseadas a los destinatarios constituyen un saludo cristiano, utilizado con frecuencia por San Pablo (cfr. nota a Rm 1, 7; también 2P 1, 2): se desean así la benevolencia divina -mediante la gracia santificante y los dones del Espíritu Santo- y la paz interior, fruto de la reconciliación con Dios realizada por Jesucristo.

1P 1, 3-12. Este pasaje es un canto de alabanza y agradecimiento a Dios, que desarrolla lo enunciado en el v. 2, y explicita la acción de cada Persona de la Santísima Trinidad en la existencia del cristiano: Dios Padre, con su elección, nos ha destinado a una herencia maravillosa en el Cielo (vv. 3-5); para conseguirla son necesarios el amor y la fe en nuestro Señor Jesucristo (vv. 6-9); el Espíritu Santo, que había anunciado en el Antiguo Testamento la salvación por boca de los profetas, ha anunciado ahora su cumplimiento a través de quienes predican el Evangelio (vv. 10-12).

1P 1, 3-5. La aplicación a la criatura de los frutos de la Redención supone un nuevo nacimiento. El término griego traducido por «nos ha engendrado de nuevo» únicamente es utilizado por San Pedro en el Nuevo Testamento (cfr. también 1P 1, 23). Sin embargo, el mismo concepto aparece en otros lugares: San Juan habla del nuevo nacimiento que supone la acción del Espíritu Santo por el Bautismo (cfr. Jn 3, 1 ss.; también, p. ej., 1P 1, 12-13; 1Jn 2, 29; 1Jn 3, 9); San Pablo usa la expresión «nueva criatura», para referirse a la nueva creación que la Redención lleva consigo (cfr. p. ej., Ga 6, 15; 2Co 5, 17); y Santiago se refiere a los cristianos como «primicias» de la nueva creación (cfr. St 1, 16-18).
Por este nuevo nacimiento, Dios nos destina «a una esperanza viva», cuyo contenido fundamental es la herencia del Cielo, descrita como «incorruptible» -porque es eterna e inmutable-, «incontaminada» -ya que no admite mezcla de mal- e «inmarcesible», porque no envejecerá jamás. El autor sagrado recurre a adjetivos de negación, para hacer notar que los bienes celestiales no están sujetos a ninguna de las imperfecciones y defectos de los bienes de la tierra.
Para quienes son fieles a su vocación de cristianos está «reservada en los cielos» esa herencia. Es un tema fundamental que será tratado también en otros lugares de la carta (cfr. 1P 2, 18-25; 1P 3, 13-17; 1P 4, 12-19; 1P 5, 5-11): animar a los fieles a vivir con alegría en medio de las pruebas que padecen, sabiendo que son medio y garantía para alcanzar el Cielo.

1P 1, 3. La obra de la Redención es llevada a cabo por Dios, «según su gran misericordia». En efecto, «Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo» Ef 2, 4-5). Y así como en la obra de la creación se manifiesta la omnipotencia divina, en la nueva creación se hace patente su misericordia (cfr. Suma Teológica, II-II, q. 30, a. 4; cfr. nota a 2Co 5, 17).
«Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos»: La Resurrección del Señor culmina su obra salvadora, pues asegura a los hombres su redención y su posterior resurrección. La Iglesia, en la liturgia pascual, recuerda con gozo esta realidad: «Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida» (Prefacio Pascual, I).

1P 1, 6-9. La esperanza de la herencia del Cielo otorga al cristiano la alegría en medio de las dificultades que prueban la calidad de su fe. El centro de la fe es Jesucristo, a quien los cristianos aman con todas sus fuerzas, obteniendo así «un gozo inefable y glorioso», anticipo del gozo definitivo del Cielo
La exhortación a estar alegres en medio de las tribulaciones, repetida con frecuencia en el Nuevo Testamento (cfr., p. ej., Mt 5, 11-12; 2Co 1, 3-7; St 1, 2), refleja una profunda convicción cristiana, que San Beda recuerda en su comentario: «Dice San Pedro que conviene ser afligidos porque no se puede llegar a los gozos eternos sino a través de las aflicciones y la tristeza de este mundo que pasa. 'Durante algún tiempo', dice sin embargo, porque donde se retribuye con un premio eterno, parece que es muy breve y leve lo que en las tribulaciones de este mundo parecía pesado y amargo» (Super 1P exposit., ad loc.).
La alegría propia de los cristianos es fruto de la fe, la esperanza y el amor. Piensa que Dios te quiere contento -enseña San Josemaría Escrivá- y que, si tú pones de tu parte lo que puedes, serás feliz, muy feliz, felicísimo, aunque en ningún momento te falte la Cruz. Pero esa Cruz ya no es un patíbulo, sino el trono desde el que reina Cristo (Amigos de Dios, 141).

1P 1, 7. La purificación del oro por medio del fuego aparece repetidas veces en la Escritura (cfr., p. ej., Sal 66, 10; Pr 17, 3; 1Co 3, 12-13; Ap 3, 18), como comparación para explicar que los sufrimientos de esta vida sirven para templar la calidad de la fe. «Se presenta el dolor, enseña San Agustín, vendrá mi descanso. Se ofrece la tribulación, llegará mi purificación. ¿Acaso brilla el oro en el horno del platero? Brillará en el collar, brillará en el adorno. Sin embargo, ahora soporta el fuego para que, purificado de las impurezas, adquiera el brillo» (Enarrationes in Psalmos, 61, 11).
El pensamiento de la venida gloriosa de Cristo, que San Pedro recuerda frecuentemente en su carta (cfr. 1P 1, 5-13; 1P 4, 13), supone para el cristiano un poderoso estímulo que le ayuda a llevar con alegría todas las penas de la vida terrena.

1P 1, 10-12. Las palabras de gratitud (vv. 3-12) terminan con una referencia a la acción del Espíritu Santo en la salvación: actuó a través de los profetas del Antiguo Testamento anunciándola, y revela después su cumplimiento por medio de quienes predican el Evangelio. Cuando San Pedro llama al Espíritu Santo: «Espíritu de Cristo», expresa que procede de Jesucristo, y, en consecuencia, proclama la divinidad del Señor.
El pasaje es un claro testimonio sobre la unidad y continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: en aquél estaban anunciados los padecimientos y la glorificación posterior de Jesucristo, de tal manera que «lo que los Profetas predijeron como futuro -dice Santo Tomás- lo predicaron los Apóstoles como cumplido» (Comentario sobre Ef 2, 4). «La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada principalmente a preparar la venida de Cristo, el Redentor universal, y del Reino mesiánico; a anunciarla proféticamente (cfr. Lc 24, 44; Jn 5, 39; 1P 1, 10) (…). Dios, que ha inspirado los libros de uno y otro Testamento y es su autor, dispuso sabiamente que el Nuevo estuviese oculto en el Antiguo y que el Antiguo se manifestase en el Nuevo. Pues, aunque Cristo fundó en su sangre la Nueva Alianza (cfr. Lc 22, 20; 1Co 11, 25), sin embargo, los libros del Antiguo Testamento recogidos íntegramente en la predicación evangélica, adquieren y muestran su significado completo en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rm 16, 25-26; 2Co 3, 14-16) y a la vez lo ilustran y lo explican» (Dei Verbum, nn. 15-16).
En estos versículos aparece la función del Espíritu Santo como causa y guía de la actividad evangelizadora de la Iglesia. En los comienzos de la propagación del Cristianismo -descritos en el libro de los Hechos- continuamente resalta la acción de la tercera Persona de la Santísima Trinidad.

1P 1, 12. La palabra griega traducida por «contemplar» indica la idea de inclinarse cuidadosamente para ver mejor. Es una metáfora que quiere mostrar a los ángeles contemplando desde el Cielo, llenos de gozo, los misterios de la salvación. San Francisco de Sales, aludiendo a este pasaje, exclama: «La complacencia sentida les alegra sin apaciguar el deseo y les hace desear sin saciarse (…). El gozo de un bien que sin cesar contenta no cansa nunca, antes se renueva y reflorece sin cesar; siempre es amable, siempre es apetecible; el perenne contento de los amadores celestiales engendra en ellos deseo perpetuo de gozo» (Tratado del amor de Dios, lib. 5, cap. 3).

1P 1, 1P 1, 13-1P 2, 10. Una vez resaltada la sublimidad de la vocación cristiana, San Pedro exhorta a los fieles a una santidad concorde con la grandeza de su elección. Señala algunos motivos: la santidad de Dios (vv. 13-16) y el precio de su salvación, la Sangre de Cristo (vv. 17-21). Seguidamente se refiere a la caridad como una de las manifestaciones fundamentales de su vida santa (vv. 22-25); y les anima a crecer en la nueva vida a la que han sido engendrados (1P 2, 1-3), de manera que -como «piedras vivas»- forman parte del edificio espiritual de la Iglesia, construido sobre Cristo, la piedra angular (vv. 4-10).

1P 1, 1P 1, 13-16. Israel fue elegido por Dios entre todos los pueblos de la tierra como instrumento para la obra de la Salvación: fue librado de la esclavitud de Egipto; Dios estableció con él una Alianza y le entregó unos preceptos que orientaran su vida. Esos mandamientos culminan en la obligación de ser santos, como Dios es santo (cfr. Lv 19, 2). Pero aquellos acontecimientos eran sólo un anticipo imperfecto de lo que sucedería con Jesucristo: los cristianos son el nuevo pueblo escogido; por el Bautismo han sido librados del pecado y llamados a vivir la santidad en plenitud, teniendo como modelo al mismo Dios.
La llamada universal a la santidad ha sido proclamada solemnemente por el Concilio Vaticano II (cfr., p. ej., Lumen gentium, nn. 11.40.42). El Fundador del Opus Dei -precursor de sus enseñanzas en éste y en muchos puntos- había predicado constantemente esa llamada universal a la santidad: A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas (…).
Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas
(Apuntes, III, 3).

1P 1, 13. «Tened dispuesto el ánimo»: Literalmente «ceñíos los lomos de vuestra mente». Se trata de una metáfora, basada en la costumbre de los hebreos, y en general de todos los habitantes del Oriente Medio, que ceñían a la cintura sus amplias vestiduras antes de emprender un viaje, para caminar sin dificultad. En el relato del Éxodo se narra la prescripción de Dios a los israelitas de celebrar el sacrificio de la Pascua con la ropa ceñida, las sandalias calzadas y bastón en mano (cfr. Ex 12, 11), porque iba a comenzar el itinerario hacia la tierra de promisión. San Pedro evoca esa imagen -utilizada también por el Señor (cfr. Lc 12, 35 ss.)- porque con el Bautismo, nuevo Éxodo, comienza la peregrinación del cristiano hacia el Cielo, patria definitiva (cfr. 1P 1, 17; 1P 2, 11); y la aplica a la sobriedad: es preciso someter a disciplina los sentimientos e inclinaciones para poder recorrer, llenos de esperanza, el camino que acabará con la venida gloriosa de Jesucristo.
«La manifestación de Jesucristo» significa, ante todo, su venida escatológica al final de los tiempos. Esta manifestación ha comenzado en la Encarnación del Señor, y culminará al final de este mundo. Por eso, «la gracia» mencionada hay que entenderla no sólo como gracia santificante, sino como todo el conjunto de bienes que el cristiano recibe con el Bautismo y que tendrán su plenitud definitiva en el Cielo.

1P 1, 14. «El tiempo de vuestra ignorancia»: El autor sagrado contrapone la nueva condición de cristiano con la anterior. No significa que antes de recibir el Bautismo fueran perversos e ignorantes, sino que la vocación cristiana lleva consigo tal claridad de conocimiento de Dios y tales medios para vivir la virtud, que la situación anterior puede considerarse como de concupiscencia y de ignorancia. «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos» (Lumen gentium, 40).

1P 1, 17-21. El cristiano ha alcanzado la dignidad de hijo de Dios en virtud de la obra redentora de Cristo. El autor sagrado resume el plan de salvación de Dios sobre los hombres, que se realiza en Cristo: desde toda la eternidad, Dios ha previsto salvar a los hombres por medio de Jesucristo; este designio se manifiesta «al final de los tiempos», cuando el Señor se ofrece para expiar los pecados de los hombres, resucita y es glorificado. Es un nuevo estímulo para que los cristianos crezcan en sus deseos de santidad.
«Habéis sido rescatados» (v. 18): La imagen del rescate para explicar la Redención está tomada probablemente de la manumisión sagrada, frecuente en aquella época en Asia Menor y en Grecia, por la cual los esclavos quedaban libres, mediante un dinero depositado en el templo; San Pablo también insiste en la cuantía del rescate (cfr. 1Co 6, 20 y nota), para exhortar a los cristianos a no volver a los antiguos pecados. El precio de nuestro rescate, señala San Ambrosio, «no se ha calculado en dinero, sino en sangre, pues Cristo murió por nosotros; Él nos ha liberado con su sangre preciosa, como recuerda también San Pedro en su carta (…); preciosa porque es la sangre de un cordero inmaculado, porque es la sangre del Hijo de Dios, que nos ha rescatado no sólo de la maldición de la Ley, sino también de la muerte perpetua que implica la impiedad» (Expositio Evangelii sec. Lucam, VII, 117).
«Cristo, como cordero sin defecto ni mancha» (v. 19): En el sacrificio de Jesús, se cumple la profecía de Isaías sobre el sufrimiento expiatorio del Mesías; y se realiza en plenitud la liberación anticipada que la sangre del cordero pascual obró en favor de los primogénitos israelitas en Egipto (Ex 12; cfr. Introducción a esta carta). De ahí que, en el Nuevo Testamento, la figura del Cordero aplicada a Jesucristo sea un modo expresivo de referirse al sacrificio expiatorio de la Cruz y, a la vez, a la inocencia inmaculada del Redentor (cfr. nota a Jn 1, 29).

1P 1, 17. «Si llamáis Padre…»: También puede traducirse por «si invocáis como Padre». Quizá hace referencia al rezo del Padrenuestro, que los cristianos posiblemente recitaban desde el principio en la ceremonia del Bautismo. Además, según la Didaché o Doctrina de los doce apóstoles -un antiguo escrito de la época apostólica, de autor desconocido- los cristianos lo rezaban tres veces al día (cfr. VIII, 3). La consideración frecuente de la filiación divina llena al cristiano de paz y de gozo, y le estimula a comportarse como un hijo digno de tal Padre, pues Dios contempla y juzga sus acciones. Por eso nunca puede convertirse en una especie de salvoconducto para quitar importancia al incumplimiento de los propios deberes: Hay mucha propensión en las almas mundanas a recordar la Misericordia del Señor. -Y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos.
Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y Él es el Juez
(Camino, 747).

1P 1, 21. La Resurrección de Jesucristo es el fundamento de la fe y de la esperanza del cristiano, y constituye el argumento supremo en favor de la divinidad de Jesús y de su misión divina (cfr., p. ej., 1Co 15 y las notas correspondientes). Los Apóstoles son, sobre todo, testigos de la Resurrección del Señor (cfr. Hch 1, 22; Hch 2, 32; etc.), y el núcleo de la catequesis apostólica lo constituye el anuncio de la Resurrección (cfr. los discursos de San Pedro y de San Pablo recogidos en los Hechos de los Apóstoles).
Jesucristo resucitó por su propio poder, el de su Persona divina (cfr. Credo del Pueblo de Dios, n. 12); el Catecismo Romano aclara que «si bien leemos alguna vez en las Escrituras que Cristo nuestro Señor fue resucitado por el Padre, esto se le ha de aplicar en cuanto hombre; así como se refieren a Él mismo en cuanto Dios aquellos textos en que se dice que resucitó por su propia virtud» (I, 6, 8).

1P 1, 22-25. La caridad fraterna es una de las manifestaciones fundamentales de la santidad. Jesucristo había indicado el mandamiento de la caridad como la señal distintiva de los cristianos, y los Apóstoles lo recuerdan con frecuencia en su catequesis (cfr., p. ej., 1Co 13; St 2, 8). El nuevo Pueblo de Dios, afirma el Concilio Vaticano II, «renacido no de un germen corruptible, sino incorruptible por la palabra de Dios vivo (cfr. 1P 1, 23) (…) tiene por ley el mandamiento nuevo de amar como el mismo Cristo nos amó (cfr. Jn 13, 34)» (Lumen gentium, 9).
La imagen de la flor del heno (vv. 23-25), tomada del profeta Isaías (cfr. Is 40, 6-8; St 1, 9-11), subraya el contraste entre la fugacidad de lo terreno y la perenne validez de «la palabra de Dios, viva y permanente» (el texto griego permitiría también traducir «palabra de Dios vivo», pero es menos conforme con el contexto).

1P 2, 1-3. La liturgia aplica este texto a los recién bautizados (cfr. Antífona de entrada del segundo Domingo de Pascua): son como niños recién nacidos a la nueva vida de la gracia (cfr. 1P 1, 23). Es una exhortación a vivir con la sencillez y simplicidad de los niños, sin complicaciones.
A la vez, como los pequeños ansían su alimento, los cristianos deben desear el alimento espiritual que les llega mediante la Palabra de Dios y los Sacramentos. San Beda comenta: «De manera semejante a como los niños desean naturalmente la leche materna (…) así vosotros buscad los rudimentos simples de la fe, (…) para que aprendiendo bien lleguéis a la recepción del Pan vivo que ha bajado del Cielo, a través de los sacramentos de la encarnación del Señor, con los cuales habéis renacido y sois alimentados a fin de que lleguéis a la contemplación de la divina majestad» (Super 1P exposit., ad loc.).
El Salmo 34, al que San Pedro se refiere en el v. 3, dice: «Gustad y ved qué bueno es Yahwéh» (v. 9); al aplicarlo a Jesucristo, se está afirmando una vez más su divinidad (cfr. nota a 1P 1, 10-12). Era frecuente entre los primeros cristianos administrar la Comunión en la ceremonia del Bautismo; y se cantaba este Salmo, como expresión del aprecio a la Eucaristía; «Este canto, enseña San Cirilo de Jerusalén, os invita por medio de una melodía divina a la comunión con los sagrados misterios: 'Gustad y ved qué bueno es el Señor'. No emitáis un juicio con vuestro paladar corporal sino con vuestra fe segura. Pues no es pan y vino lo que gustáis, sino el Cuerpo y la Sangre que contienen» (Catequesis Mistagógicas, V, 20).

1P 2, 2. «Como niños recién nacidos»: Aunque esta imagen es más patente en los que acaban de recibir el Bautismo, todo cristiano a lo largo de su vida ha de comportarse con la sencillez y la confianza de los niños: «Si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3). La vida de infancia espiritual, por la que nos sabemos siempre pequeños delante de Dios, es un modo de acceder al trato íntimo con el Señor: En la vida interior -explica San Josemaría Escrivá-, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta -cuando resulta preciso- el consuelo de sus padres.
Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos -por lo demás inevitables- en la vida interior no desembocarán nunca en amargura. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre. He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios. Y esto os pido a vosotros: que seáis
quasi modo geniti infantes, niños que desean la palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios, para conducirnos en adelante como hombres cristianos (Amigos de Dios, 146).
«La leche espiritual»: Es posible que haga referencia a las promesas hechas por Dios, de entregar al pueblo elegido una tierra «que mana leche y miel» (Ex 3, 8). Quizás, a partir de estas palabras, nació la costumbre de dar a los recién bautizados leche mezclada con miel en la primitiva ceremonia del Bautismo; a finales del siglo IV se suprimió. La expresión indica el conjunto de gracias que el Señor concede en el Bautismo para alcanzar la salvación.

1P 2, 4-10. El Bautismo nos hace miembros de la Iglesia. Al desarrollar esta idea, el autor sagrado utiliza la imagen de la edificación (vv. 4-8), que le sirve para explicar que los cristianos forman el único y verdadero pueblo de Dios (vv. 9-19). Todo el pasaje es un entramado de citas del Antiguo Testamento, tal vez empleadas en la primitiva catequesis apostólica.
La Iglesia es como un edificio espiritual en el que Jesucristo es la piedra angular, es decir, la piedra clave sobre la que se apoya todo el edificio (cfr. Lumen gentium, 6). Los cristianos, piedras vivas, han de estar unidos a Él por la fe y por la gracia, para construir sólidamente el templo donde se ofrezcan «sacrificios espirituales, agradables a Dios» (v. 5). Cuanto más íntima sea la unión con Jesucristo, más sólida resultará la edificación: «Todos los que creemos en Cristo Jesús -explica Orígenes- somos llamados 'piedras vivas' (…). Para que te prepares con mayor interés, tú que me escuchas, a la construcción de este edificio, para que seas una de las piedras próximas a los cimientos, debes saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que estamos describiendo. Así lo afirma el apóstol Pablo: 'Nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo' (1Co 3, 11)» (In Iesu Nave, IX, 1).

1P 2, 8. Aplicando al Señor lo que el profeta Isaías dice de Yahwéh (cfr. Is 8, 14; nota a 1P 2, 3), San Pedro señala que la piedra angular se convierte en «piedra de tropiezo y roca de escándalo» para quienes no creen en Jesús: es lo que el anciano Simeón había profetizado a la Santísima Virgen (cfr. Lc 2, 34).
«Para esto habían sido destinados»: No es que haya hombres destinados de antemano por Dios para condenarse. Él quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1Tm 2, 4), y por este motivo se encarnó Jesucristo; pero cuenta con la libre correspondencia del hombre, que puede oponerse al designio salvífico y rechazar la gracia. Conviene tener presente que el lenguaje bíblico, sobre todo en el Antiguo Testamento, a veces no distingue entre lo que Dios manda o quiere, y lo que sencillamente permite (cfr. Rm 9, 14-33 y notas correspondientes).

1P 2, 9-10. En contraposición a los incrédulos (vv. 7-8), los creyentes forman el verdadero Israel, el verdadero pueblo de Dios. En él alcanzan su pleno sentido los títulos que en el Antiguo Testamento se daban al pueblo israelita: «linaje escogido» (cfr. Ex 19, 5-6), pueblo adquirido para pregonar las excelencias de Dios (cfr. Is 43, 20-21). La insistencia en la elección no es un simple título de gloria, sino un motivo de exigencia: los cristianos son sólo para Dios, a quien pertenecen (cfr. 1Co 6, 19), ya que por ellos se ha pagado como precio de rescate la sangre de Jesucristo (cfr. 1P 1, 18-21). En consecuencia, no pueden permanecer pasivos, tienen que pregonar las excelencias de Dios, de manera que haya otras muchas almas que se acerquen a Él: «La Buena Nueva del reino que llega y que ya ha comenzado -enseña el Papa Pablo VI- es para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla» (Evangelii nuntiandi, n. 13).
En este pueblo santo hay un único sacerdote, Jesucristo, y un único sacrificio, el que ofreció en la Cruz y se renueva en la Santa Misa. Pero todos los cristianos, mediante los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, participan del sacerdocio de Jesucristo, y quedan capacitados para llevar a cabo una mediación sacerdotal entre Dios y los demás hombres, y para participar activamente en el culto divino: de esta manera pueden convertir todas sus actividades en «sacrificios espirituales, agradables a Dios» (1P 2, 5). Es un sacerdocio verdadero, aunque esencialmente distinto del sacerdocio ministerial que es propio de quienes reciben el Sacramento del Orden: «El sacerdocio común de los fieles -enseña el Concilio Vaticano II- y el sacerdocio ministerial o jerárquico, cuya diferencia es esencial y no sólo de grado, están, no obstante, ordenados el uno al otro; ambos participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo. El sacerdote ministerial forma y rige al pueblo sacerdotal en virtud del poder sagrado que posee, realiza el sacrificio eucarístico haciendo las veces de Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, sin embargo, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y ejercen su sacerdocio al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y la caridad activa» (Lumen gentium, 10; cfr. Presbyterorum ordinis, 2).
Y el mismo Concilio dice a propósito de esos «sacrificios espirituales» (v. 5), con los cuales los cristianos santifican el mundo desde dentro: «Todas sus obras, oraciones e iniciativas apostólicas -la convivencia conyugal y familiar, la labor cotidiana, el descanso del espíritu y del cuerpo-, si se llevan a cabo en el Espíritu -incluso las contrariedades de la vida, si se sobrellevan con paciencia-, se convierten en ofrendas espirituales, agradables a Dios a través de Jesucristo (cfr. 1P 2, 5), las cuales en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. Así también los laicos, tributándole en todas partes con la santidad de su vida un culto de adoración, consagran el mundo a Dios» (Lumen gentium, 34).

1P 2, 10. Se aplica a los fieles un pasaje del libro de Oseas: Yahwéh manda al profeta que imponga a dos de sus hijos los nombres de «No-misericordia» (o «No-compadecida») y «No-mi-pueblo» (Os 1, 6.8), para simbolizar de ese modo las infidelidades del pueblo de Israel, el cual merecería el rechazo de Dios. Sin embargo, un poco más adelante (Os 2, 20 ss.), cuando habla de la nueva alianza que piensa establecer, Yahwéh dice: «Tendré compasión de 'No-misericordia' y diré a 'No-mi-pueblo': 'Tú eres mi pueblo', y él dirá: 'Dios mío'» (Os 2, 25). San Pedro señala que ese vaticinio se ha cumplido en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.
«Cristo instituyó este nuevo pacto, esto es, la nueva alianza en su sangre (cfr. 1Co 11, 25), convocando entre los judíos y los gentiles un pueblo que formase una unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y fuese el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino incorruptible por la palabra de Dios vivo (cfr. 1P 1, 23) no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cfr. Jn 3, 5-6), forman, en fin, un 'linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad (…), los que en un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios' (1P 2, 9-10)» (Lumen gentium, 9).

1P 2, 11-1P 3, 12. Tras exponer las exigencias de santidad derivadas de la vocación cristiana, el Apóstol da algunas indicaciones sobre la actuación de los fieles, de manera que con su comportamiento ganen a los gentiles para la fe (1P 2, 11-12): ejemplaridad en la conducta social, obedeciendo a la autoridad legítima (vv. 13-17); docilidad de los siervos a sus amos (vv. 18-25) y respeto mutuo de los esposos (1P 3, 1-7). Finalmente, anima a todos a vivir entre sí la caridad fraterna (vv. 8-12).

1P 2, 11-12. Son frecuentes en la carta las exhortaciones a mantenerse fieles frente a los paganos que los calumnian (1P 2, 12), les hacen padecer (1P 3, 13-15) o los insultan por el nombre de Cristo (1P 4, 14). Algunos autores, pensando que se estaría refiriendo a las persecuciones oficiales ordenadas por los emperadores romanos -especialmente por Domiciano († 96) y Trajano († 117)-, retrasaban la composición de la carta hasta el siglo II; pero todos los datos abogan por una fecha muy anterior, hacia el año 64 d.C. (cfr. Introducción). San Pedro parece referirse más bien a las contrariedades que los fieles tenían que soportar de sus propios conciudadanos. Por aquellos años los cristianos estaban expuestos con frecuencia a ser incomprendidos, despreciados o discriminados por sus vecinos, e incluso a perder sus bienes materiales (cfr., p. ej., Hch 19, 23-31; 2Ts 2, 14).
En este contexto se comprende que el Apóstol anime a los recién convertidos -a quienes recuerda de nuevo su condición de peregrinos (cfr. 1P 1, 1.17)- a llevar una vida ejemplar, de manera que quienes conviven con ellos, aunque en un principio puedan malinterpretar su conducta, terminen glorificando a Dios: «Alumbre así vuestra luz, ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 16). El buen ejemplo es un medio poderosísimo para acercar las almas a Dios. San Juan Crisóstomo exhortaba: «No habría necesidad de predicar si nuestra vida estuviera resplandeciente de virtudes. No serían necesarias las palabras si mostráramos las obras. No habría paganos si nosotros fuéramos verdaderamente cristianos: si observáramos los preceptos de Jesucristo, si soportáramos el ser injustamente tratados y defraudados, si bendijéramos a los que nos maldicen, si devolviéramos bien por mal. No habría nadie tan monstruoso que no abrazara enseguida la verdadera religión, si realmente todos nos comportáramos así» (Hom. sobre 1Tm, 10).
Junto con las dificultades externas, San Pedro no olvida que son más peligrosas las malas inclinaciones personales «que combaten contra el alma» (v. 11). Para dominar las pasiones desordenadas y vencer las tentaciones hay que esforzarse constantemente (cfr., p. ej., Mt 10, 38-39; 1Co 9, 24-27; 1Tm 6, 12); «Hay quienes quieren ser humildes -enseñaba San Gregorio Magno-, pero sin ser despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, pero rehuyen los trabajos que las virtudes llevan consigo, es como si desconociendo los combates en el campo de batalla, quisieran ganar la guerra en la ciudad» (Moralia, 7, 28).
«El día de su visita»: Podría referirse a la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos; pero, por el contexto, parece aludir a su venida al corazón de los gentiles por medio de la gracia de la conversión (cfr. Lc 19, 44).

1P 2, 13-17. La conducta ejemplar de los cristianos debe quedar patente en su comportamiento social, obedeciendo «por el Señor» al emperador -que aquí se llama «rey», como era costumbre entre los griegos- y a las demás autoridades. Jesús había enseñado el deber de cumplir con fidelidad las obligaciones propias de ciudadanos (cfr. Mt 22, 21-22; Mt 17, 24-27); y San Pablo, haciéndose eco de las enseñanzas del Maestro, recuerda que toda autoridad viene de Dios (Rm 13, 1-7; cfr. Jn 19, 11). Los primeros cristianos, en medio de contrariedades y persecuciones, vivieron estos deberes de modo heroico: no sólo no se rebelaron con violencia contra quienes les perseguían injustamente, sino que rezaban por ellos (cfr. nota a Rm 13, 1-7).
El Magisterio de la Iglesia, a propósito de las relaciones entre la autoridad pública y los ciudadanos, señala el alcance de las obligaciones de éstos: el ejercicio de la autoridad «debe siempre desenvolverse dentro de los límites del orden moral, para procurar el bien común -concebido en un sentido dinámico- según un ordenamiento jurídico legítimamente establecido o en vías de establecerse. Entonces los ciudadanos están obligados a obedecer en conciencia (cfr. Rm 13, 5). Resulta evidente la responsabilidad, la dignidad y la importancia de quienes gobiernan.
»En donde los ciudadanos son oprimidos por la autoridad pública, que extralimita su competencia, no deben ellos negarse a dar lo que objetivamente exige el bien común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de la autoridad, dentro de los límites señalados por la ley natural y la evangélica» (Gaudium et spes, 74).

1P 2, 16. Los fieles, al obedecer a la autoridad pública, no renuncian a su libertad; por el contrario, la libertad que Cristo nos ha ganado se ejercita en el servicio generoso a Dios y a los hombres. San Pedro anima a los fieles a obrar «como hombres libres», sabiéndose «siervos de Dios».
Los cristianos, enseña el Concilio Vaticano II, «están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común; así demostrarán también con los hechos cómo pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad y la conveniente diversidad» (Gaudium et spes, 75).

1P 2, 17. Los deberes sociales del cristiano se resumen aquí en cuatro puntos. «Consideración con todos», es decir, tratarles de acuerdo con su dignidad de personas humanas (cfr. Gaudium et spes, nn. 12-22). «Amad a los hermanos» (el texto griego utiliza un término abstracto, la fraternidad, abarcando a todos los que pertenecen a la Iglesia), dando cumplimiento al mandamiento nuevo del Señor (cfr. 1P 1, 22; Jn 13, 34). «Temed a Dios», que es el principio de la sabiduría, para evitar todo egoísmo (cfr. Pr 1, 7; 1Jn 4, 17-18 y nota). «Honrad al rey», es decir, al emperador, dando al César lo que es del César (cfr. Mt 22, 21 y nota).

1P 2, 18-25. El autor sagrado se dirige ahora a los servidores domésticos, con el término griego que designaba genéricamente a los que trabajaban en los servicios de la casa. A todos ellos les exhorta a obedecer a sus amos, también a los más duros (v. 18): porque resulta agradable a Dios que se soporten penas injustas por Él (vv. 19-20), y se imite así el ejemplo de Jesucristo (vv. 21-25). San Pablo, cuando se dirige en sus cartas a los esclavos (cfr. Ef 5, 5-9; Col 3, 22-24), tampoco les incita a la rebelión. La doctrina cristiana sobre temas sociales no está basada en la lucha de clases, sino en el amor fraterno, que acaba por vencer toda discriminación, pues todos los hombres han sido creados a imagen de Dios y son iguales ante Él. Así se ha conseguido, por ejemplo, la progresiva supresión de la esclavitud, y se alcanzará la solución de los problemas sociales (cfr. Gaudium et spes, 29).
El hecho de que San Pedro se dirija únicamente a los siervos, sin referirse a continuación a los amos -como suele hacer San Pablo (cfr. Ef 6, 5-9; Col 3, 22 ss.)-, hace suponer a algunos comentaristas que, entre los cristianos a quienes dirige la carta, debían ser aún mayoría los de humilde condición social.

1P 2, 21-25. El pasaje es un hermoso himno a Cristo en la Cruz; en Él se han cumplido las profecías del Siervo de Yahwéh contenidas en el libro de Isaías (Is 52, 13-Is 53, 12). Los padecimientos de Jesucristo no han sido en vano, pues tienen valor redentor: Él ha cargado con nuestros pecados y ha subido con ellos a la Cruz, ofreciéndose como sacrificio expiatorio. Así, con Cristo son crucificados también nuestros pecados, de manera que quedamos libres de ellos -«muertos a los pecados»- y podemos vivir «para la justicia», es decir, para la santidad mediante la ayuda de la gracia.
El ejemplo de Cristo paciente es siempre para los cristianos punto obligado de referencia: por grandes que sean los sufrimientos que se padezcan, nunca serán tantos ni tan injustos como los del Señor. San Bernardo, tras repasar esos padecimientos, comenta: «He creído que la verdadera sabiduría consistía en meditar estas cosas (…). Ellas me han servido algunas veces de bebida saludable, aunque amarga, y otras las he empleado como unción de alegría suave y agradable. Esto me sostiene en la adversidad, me conserva humilde en la prosperidad y me hace andar con paso firme y seguro por el regio sendero de la salvación, a través de los bienes y males de la presente vida, librándome de los peligros que me amenazan a diestra y a siniestra» (Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XLIII, 4).

1P 2, 25. Las profecías mesiánicas sobre el Siervo de Yahwéh contienen la imagen del rebaño descarriado y disperso (cfr. Is 53, 6), al que alude Jesucristo al desarrollar la alegoría del Buen Pastor (Jn 10, 11-16). San Pedro, que había recibido el encargo de apacentar la grey del Señor (cfr. Jn 21, 15-19), tendría especial afecto a estas imágenes.
Jesucristo es el «Pastor y Guardián de vuestras almas» y el «Pastor Supremo» (1P 5, 4). El término griego -epíscopos (guardián)- significa etimológicamente «vigilante», y se aplicaba en la vida civil a los que tenían el encargo de cuidar de la seguridad y el cumplimiento de las leyes. En los manuscritos del Mar Muerto se emplea el vocablo hebreo equivalente (Mebaqqer), para designar a los jefes religiosos de la comunidad cismática de Qumrán. Sea cual fuere el origen, en el Nuevo Testamento la palabra epíscopos (obispo) designa con frecuencia a los pastores de la Iglesia (cfr., p. ej., Hch 20, 28; ver nota a 1P 5, 1-4). San Pedro aplica aquí a Jesucristo lo que el profeta Ezequiel pone en boca de Dios: «Yo reconoceré mis ovejas y las congregaré de todos los lugares donde han sido dispersadas» (Ez 34, 12). El Señor ha fundado la Iglesia como redil «cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son no obstante guiadas y alimentadas por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cfr. Jn 10, 11; 1P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cfr. Jn 10, 11-15)» (Lumen gentium, 6).

1P 3, 1-7. Las advertencias y consejos del Apóstol no pretenden exponer la doctrina del sacramento del Matrimonio; ante las costumbres de la época, exhorta sin más a los esposos a comportarse cristianamente, dando algunos consejos prácticos, tanto a las mujeres como a los maridos.
«Coherederas del don de la Vida» (v. 7): San Pedro apunta el fundamento de la dignidad de la mujer, considerada hasta entonces -especialmente en Oriente- inferior al hombre: la doctrina cristiana enseña que hombre y mujer tienen la misma dignidad, porque, siendo ambos hijos de Dios, tienen el mismo destino sobrenatural. La esencial igualdad entre hombre y mujer no está reñida con la diversidad de funciones que competen a cada uno en el matrimonio.

1P 3, 1-2. Se recuerda de nuevo la importancia del buen ejemplo (cfr. 1P 2, 11-12). En la historia de la Iglesia, muchas mujeres han convertido a sus maridos paganos o apartados de Dios. San Agustín cuenta con emoción el ejemplo de su madre, Santa Mónica: «Sirvió (a su marido) como a señor y se esforzó para ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto (…). Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel» (Confesiones, IX, 9, 19 y 22).

1P 3, 8-12. San Pedro se dirige ahora a todos los fieles subrayando su condición de cristianos, incorporados a la Iglesia. Con el texto del Salmo 34 (vv. 10-12), de donde había tomado ya unas palabras (cfr. 1P 2, 3), termina la exhortación (cfr. 1P 2, 11-1P 3, 12).
La virtud que ha de presidir la vida cristiana es la caridad (vv. 8-9; cfr. 1P 1, 22-25). Esta virtud teologal informa las virtudes morales: el Apóstol menciona aquí la unidad, la fraternidad, la misericordia y la humildad, con las que se supera la ley del talión. Además, subraya el valor de la vocación cristiana como fundamento de esa conducta: al ser elegidos para heredar las bendiciones de Dios, no pueden maldecir a nadie.

1P 3, 3, 13-1P 4, 19. El autor sagrado dirige ahora unas exhortaciones cargadas de esperanzas a los fieles que están padeciendo injustamente por el nombre de Jesús: les recuerda que todo bautizado está llamado a participar en el misterio pascual de Cristo, es decir, en sus sufrimientos y en su glorificación; así como Él, tras padecer injustamente, ha sido glorificado (1P 3, 18-22), también los que sufren ahora padecimientos por Cristo, tendrán parte en su triunfo glorioso (1P 4, 13-14).
La sección comienza y termina hablando del sentido cristiano de las contradicciones (1P 3, 13-17 y 1P 4, 12-19): no deben ser motivo de temor, ni de extrañeza o vergüenza; al contrario, deben llenarse de alegría y glorificar a Dios por participar en los sufrimientos del Señor.
Además, el Apóstol señala una de las causas de las incomprensiones que padecen: tras el Bautismo han roto con la vida anterior de pecado, y esto provoca la extrañeza de los paganos (1P 4, 1-6). En conclusión, y teniendo a la vista la fugacidad de lo terreno, el cristiano debe vivir en oración y practicando la caridad (1P 4, 7-11).
Las enseñanzas de San Pedro son de permanente actualidad para los discípulos de Cristo, pues -como demuestra ampliamente la historia- la fidelidad al Maestro lleva consigo persecuciones (cfr. Jn 15, 18-22; 2Tm 3, 12); unas veces abiertas y violentas, y otras más solapadas, en forma de calumnia, humillación y otras insidias.

1P 3, 13-17. Estos versículos sirven de introducción al tema central de esta parte (1P 3, 13-1P 4, 19), y parecen salir al paso de los que pudieran sorprenderse por sufrir persecuciones, a pesar de hacer el bien (v. 13). No han de tener miedo a las contrariedades, porque son ocasión para que quienes los calumnian reconozcan su error (v. 16).
Es de subrayar el tono positivo de los consejos de San Pedro, que vienen a ser como una aplicación de la bienaventuranza del Señor «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo» (Mt 5, 11-12).

1P 3, 15. «Glorificad a Cristo Señor»: Literalmente dice más bien «santificad», pues se usa la misma palabra del Padrenuestro. La expresión supone un reconocimiento de la divinidad de Jesucristo: se le llama Señor –Kyrios-, nombre propio de Dios; y se manda «glorificarlo» o «santificarlo», es decir, tributarle el culto que sólo a Dios es debido. Toda la vida del cristiano, aun en medio de las contrariedades, ha de ser un himno de alabanza a Dios; de este modo pone en práctica el sacerdocio santo y regio (1P 2, 4-10; cfr. Presbyterorum ordinis, 1).
«Dar razón de vuestra esperanza»: No se refiere a la defensa ante los tribunales, puesto que las persecuciones oficiales no estaban aún generalizadas en Asia Menor (cfr. nota a 1P 2, 11-12). Parece más bien reflejar la obligación de dar testimonio de la fe y de la esperanza, pues los bautizados han de manifestar siempre, con el comportamiento recto y con las palabras, la grandeza de su fe.

1P 3, 18-22. En este pasaje es posible que se encuentren elementos de un Credo de la primitiva catequesis cristiana del Bautismo. Expresa con claridad el núcleo de la fe en Jesucristo, tal como desde el principio la predicaron los Apóstoles (cfr. Hch 2, 14-36; 1Co 15, 1 ss.) y pasó al Símbolo Apostólico: «…fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso».
Jesucristo, que padece por los pecados de los hombres -«el justo por los injustos»-, y luego es glorificado, da sentido a los padecimientos de los cristianos. «¡Oh cuántas gracias debo darte -exclama T. de Kempis-, porque te has dignado mostrar a mí y a todos los fieles, el camino recto y bueno para tu reino eterno! Tu vida es nuestro camino, y por la santa paciencia vamos a ti, que eres nuestra corona. Si tú no nos hubieras precedido y enseñado, ¿quién cuidaría de seguirte? ¡Ay, cuántos quedarían atrás, si no mirasen tus preclaros ejemplos!» (Imitación de Cristo, III, 18).

1P 3, 18. «Padeció una vez para siempre»: El Sacrificio del Señor es único (cfr. Hb 9, 12-28; Hb 10, 10) y suficiente para obtener con sobreabundancia la remisión de todos los pecados. Los frutos de la Cruz se aplican a los hombres, de manera especial, a través de los Sacramentos, particularmente al participar en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio del Calvario.
«Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu»: Disienten los comentaristas sobre el alcance de los sustantivos carne-espíritu. Algunos los identifican con nuestros conceptos cuerpo-alma: «muerto en cuanto al cuerpo, vivificado en cuanto al alma». Otros los consideran equivalentes a humanidad-divinidad del Señor: «muerto en cuanto a la humanidad, vivificado (sigue vivo) en cuanto a su divinidad». Finalmente, atendiendo al significado que tienen ambos términos en el Antiguo Testamento, parece que podrían significar la condición terrena del Señor frente a la condición gloriosa que tuvo después de la Resurrección: sería, por tanto, una fórmula arcaica para expresar que Jesucristo, al morir, abandonó para siempre su condición mortal, para pasar con su Resurrección al estado glorioso e inmortal (cfr. 1Co 15, 35-49).

1P 3, 19-20. «En él», es decir, «en el espíritu». Se ha mantenido en la traducción la ambigüedad del texto original, para dejar abierta la posibilidad de entenderlo de acuerdo con las interpretaciones propuestas: según unos, Jesucristo fue a predicar a los espíritus cautivos «con su alma», separada de su cuerpo; otros consideran que fue «en su condición gloriosa», lo cual no se opone a que la resurrección propiamente dicha se realizara después.
De cualquier manera, estos versículos resultan una de las referencias claras del Nuevo Testamento al descenso del Señor a los infiernos (cfr. también Mt 12, 38-41; Hch 2, 24-36; Rm 10, 6-7; Ef 4, 8-9; Ap 1, 18). Jesucristo, tras morir en la Cruz, fue a llevar su mensaje de salvación «a los espíritus cautivos»: muchos Padres y comentaristas se inclinan a pesar que se trata de los justos del Antiguo Testamento que -no pudiendo entrar en el Cielo antes del cumplimiento de la Redención- estaban retenidos en el seno de Abrahán, también llamado limbo de los justos (cfr. Catecismo Romano, I, 6, 1-6).
La alusión a los contemporáneos de Noé se explica, probablemente, porque entre los judíos de aquella época eran considerados -junto con los habitantes de Sodoma y Gomorra (cfr. Mt 24, 36-39; Lc 17, 26-30)- como el exponente máximo de pecadores inveterados. San Pedro enseñaría con esta referencia el alcance universal de la Redención: incluso los contemporáneos de Noé, si se arrepintieron, han podido alcanzar la salvación en virtud de los méritos de Jesucristo.

1P 3, 21-22. Las aguas del diluvio son figura de las del Bautismo: como Noé y su familia se salvaron en el Arca a través de las aguas, ahora los hombres se salvan a través del Bautismo, por el que son incorporados a la Iglesia de Cristo.
«Pedir firmemente a Dios una conciencia buena, en virtud de la resurrección de Jesucristo»: El sentido obvio es que el cristiano pide la perseverancia en la buena conducta iniciada en el Bautismo. Ahora bien, el término griego traducido por «pedir», es un sustantivo poco común que incluye la idea de «compromiso». Es posible que haga referencia a algún aspecto del rito bautismal, por ejemplo, a la profesión de fe que el neófito hacía y se comprometía a guardar. O quizás aluda a un efecto permanente del Bautismo por el que el cristiano participa «de la resurrección de Jesucristo»: no sería extraño que San Pedro estuviera pensando en lo que más tarde se denominará «carácter sacramental». De hecho el contexto sugiere algo permanente e indeleble: como la salvación de Noé fue definitiva y ya no habrá nuevo diluvio, así es definitiva la condición del cristiano; y si por su Resurrección, Jesucristo ya no puede morir (cfr. Rm 6, 3), tampoco el bautizado puede volver a su antigua condición de pecado.
El v. 22 es un brevísimo resumen de la glorificación de Jesucristo, quizá tomado de un himno bautismal. Tras su descenso a los infiernos, resucitó y subió a los Cielos, donde «está sentado a la diestra de Dios»: con esta expresión, habitual ya desde la primitiva catequesis cristiana (cfr., p. ej., Mt 22, 41-46; Mc 16, 19; Hch 2, 33), se significa que el Señor, siendo igual al Padre en cuanto Dios, ocupa junto a Él el puesto de honor sobre todas las criaturas también en cuanto hombre. Este señorío universal de Cristo queda subrayado con la afirmación de que le están sometidos todos los seres celestiales (cfr. Flp 2, 10; Ef 1, 21); la mención de tres clases de ángeles indica, por el valor simbólico del número tres, la totalidad de ellos

1P 4, 1-6. Continúa el Apóstol sus enseñanzas, posiblemente según el modelo de la catequesis bautismal: los cristianos han de identificarse con Cristo, muerto y resucitado, pues han muerto con Él, para resucitar con Él (cfr. Rm 6, 3); su comportamiento no puede ser como antes del Bautismo, aunque ello pueda acarrearles incomprensiones y calumnias. Deben tener presente que al final comparecerán ante el Juez de vivos y muertos, Jesucristo.
«Quien padeció en la carne ha roto con el pecado» (v. 1): Parece un proverbio jurídico, según el cual quien ha sufrido la pena de muerte ha pagado todas sus culpas (cfr. Rm 6, 7). San Pedro lo habría acomodado, dándole un sentido teológico: el cristiano, al morir místicamente con Cristo en el Bautismo, ha quedado absuelto de sus pecados, y no tiene sentido vivir todavía en ellos (cfr. Rm 6, 1 ss.; 1Jn 3, 9; 1Jn 5, 18).
La nueva conducta de los fíeles es causa de tribulaciones provocadas por los paganos, sorprendidos ante su abandono de los vicios en que ellos siguen inmersos. Algunos de los pecados que se mencionan -poco frecuentes entre los judíos- y la referencia a los vituperios por parte de los gentiles, da pie a suponer que la carta estaba destinada de modo inmediato a cristianos provenientes en su mayoría del paganismo. La reacción de los paganos ante el comportamiento de los recién convertidos, que constituye un reproche moral para su vida pecaminosa, no es ninguna novedad: ¿por qué mató Caín a Abel?, se pregunta San Juan; y responde: «Porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran buenas» (1Jn 3, 12). Tal actitud se ha repetido siempre.
Con este motivo recuerda el Apóstol la proximidad del Juicio (cfr. nota a 1P 4, 7), que esclarecerá todas las cosas. El que «está pronto para juzgar a vivos y muertos» (v. 5) es Jesucristo; en otros muchos pasajes del Nuevo Testamento se dice «que vendrá a juzgar…» (cfr. 1P 5, 4; Hch 10, 42; 2Tm 4, 17): debía ser una fórmula habitual en la primera catequesis cristiana, que pasó al Símbolo Apostólico.

1P 4, 6. «Fue anunciado el evangelio incluso a los muertos»: El texto resulta de difícil interpretación. Es posible que aluda al descenso del Señor al seno de Abrahán (cfr. 1P 3, 19-20). Puede pensarse, sin embargo, que se refiere a los cristianos que ya habían muerto sin ver en esta vida el triunfo final de Jesucristo: la predicación que recibieron del Evangelio y su vida conforme a él, motivo de sinsabores y condenas por parte de sus contemporáneos, no han sido inútiles.
En cualquier caso, San Pedro estaría hablando de los que han permanecido fieles a Dios, cuyo paso por esta tierra parece un desatino para quienes carecen de visión sobrenatural. Este pasaje evoca las palabras del libro de la Sabiduría: «La vida de los justos está en manos de Dios, por lo cual no les alcanzará el tormento. La gente necia pensaba que morían, consideraba su salida de este mundo como desgracia, y su partida de entre nosotros como destrucción, pero ellos viven en la paz. Aunque a juicio de los hombres sufrieran castigo, ellos esperaban plenamente la inmortalidad» (Sb 3, 1-4).

1P 4, 7-11. «El fin de todas las cosas está cerca»: Con la Encarnación de Jesucristo han comenzado los últimos tiempos, que se extienden hasta el fin del mundo y el Juicio Final (cfr. nota a 1Jn 2, 18). Por esta razón, la última etapa de este mundo «está cerca» o, como traducen algunos, «ha llegado ya».
Ante la inminencia del fin (cfr. 1P 4, 5), San Pedro urge la práctica de la oración, de la caridad -«mandamiento nuevo» de Cristo (cfr. Jn 13, 34-35)- y también de la hospitalidad, tan apreciada por los semitas y recomendada entre los cristianos (cfr. p. ej., Rm 12, 13; 1Tm 3, 2; 1Tm 5, 10).
Tal actitud, que lleva a poner a disposición de los demás los dones recibidos de Dios, hará que «en todas las cosas Dios sea glorificado por Jesucristo». El pasaje termina con una doxología o himno de alabanza a Cristo; quizá era una fórmula de la liturgia primitiva, conocida por los primeros fieles. Como en otros lugares del Nuevo Testamento, la doxología no figura al final de la carta (cfr., p. ej., Rm 1, 25; Rm 9, 5; Ga 1, 5; Ef 3, 21): de hecho, sólo hay tres epístolas que terminen con una doxología (Rm y 2P). Por tanto, no significa que aquí concluyera el escrito inicialmente; puede indicar que San Pedro ha querido seguir hasta ahora el esquema habitual de una catequesis bautismal. Los temas que expone después, el estilo, y hasta el vocabulario utilizado, son razones que inclinan a pensar en un autor único.

1P 4, 8. «El amor cubre la multitud de los pecados»: Esta cita del Antiguo Testamento (Pr 10, 12; cfr. Jb 5, 20), puede entenderse tanto referida a los pecados ajenos -que la caridad comprende, perdona y disculpa- como a los propios. El Señor, tras enseñar a rezar en el Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido», añade: «Si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial» (Mt 6, 12.14). Y al perdonar a la mujer pecadora dice: «Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho» (Lc 7, 47).
La Iglesia enseña que el amor a Dios -cuando es perfecto- obtiene el perdón de los pecados, aunque aclara que ese amor incluye el deseo de recibir el sacramento de la Penitencia, ya que no se puede amar a Dios sin querer lo que Él ha dispuesto: «Enseña además el Santo Concilio que, aun cuando alguna vez acontezca que esta contrición sea perfecta por la caridad, y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento, no debe atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin el deseo del sacramento que en ella se incluye» (De Paenitentia, cap. 4).

1P 4, 10-11. El cristiano recibe de Dios determinados carismas, es decir, gracias concedidas principalmente para utilidad de los demás: no puede guardarlas para sí mismo, sino que debe ejercitarlas en beneficio de los otros hombres.
Al hablar de la actuación apostólica de los fieles, el Concilio Vaticano II recuerda que «el Espíritu Santo, que santifica al pueblo de Dios mediante el ministerio y los Sacramentos, entrega también a los fieles dones peculiares (cfr. 1Co 12, 7), que 'distribuye a cada uno según quiere' (1Co 12, 11), para que 'cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido', de manera que sean 'como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios' (1P 4, 10), para edificar todo el cuerpo en la caridad (cfr. Ef 4, 16). De la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, nace para cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos en la Iglesia y en el mundo para bien de los hombres y edificación de la Iglesia» (Apostolicam actuositatem, 3).

1P 4, 12-19. Se vuelve al tema central de esta sección (1P 3, 13-1P 4, 19): los sufrimientos injustos que los cristianos padecen por seguir a Cristo (cfr. 1P 1, 6-7; 1P 2, 18-25; 1P 3, 13-17). No deben ser motivo de extrañeza ni de vergüenza, sino de alegría y glorificación a Dios: porque si participan de los padecimientos de Cristo también participarán de su gloria. San Juan de Ávila escribía: «Dios quiere abrir nuestros ojos, para considerar cuántas mercedes nos hace en lo que el mundo piensa que son desfavores, y cuan honrados somos en ser deshonrados por buscar la honra de Dios, y cuan alta honra nos está guardada por el abatimiento presente, y cuan blandos, amorosos y dulces brazos nos tiene Dios abiertos para recibir a los heridos en la guerra por Él, que sin duda exceden sin comparación en placer a toda la hiel que los trabajos aquí pueden dar» (Carta, 58).
Además, «el Espíritu de Dios» reposará sobre ellos (v. 14): el Señor había garantizado la especial asistencia del Espíritu Santo a los cristianos perseguidos y llevados a juicio por su fe (cfr. Mt 10, 19-20); el Apóstol le llama aquí «Espíritu de la gloria», porque su inhabitación en el cristiano supone una garantía y anticipo de la gloria eterna que recibirá (cfr. 2Co 1, 22).
Ante el inminente juicio divino -otro de los temas frecuentes en la carta- nadie puede presentarse seguro (vv. 17-18). Las duras advertencias del Apóstol recuerdan las de Jesús, camino del Calvario, a las mujeres de Jerusalén: «Si en el leño verde hacen esto, ¿qué se hará en el seco?» (Lc 23, 31). Sin embargo, es indudable que haber padecido por Cristo en esta vida ayuda a afrontar el juicio con mayor confianza (cfr. Mt 5, 11-12; Mt 10, 32).

1P 4, 13. «A la perspectiva del Reino de Dios -enseña el Papa Juan Pablo II- va unida la esperanza de aquella gloria, cuyo comienzo está en la cruz de Cristo. La resurrección ha revelado esta gloria -la gloria escatológica- que en la cruz de Cristo estaba completamente ofuscada por la inmensidad del sufrimiento. Quienes participan en los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante sus propios sufrimientos, a tomar parte en la gloria» (Salvifici doloris, n. 22).

1P 4, 16. Es uno de los tres lugares del Nuevo Testamento en que se designa a los discípulos de Cristo con el nombre de «cristianos» (cfr. Hch 11, 26; Hch 26, 28). Como explica San Lucas en el libro de los Hechos, comenzaron a recibir ese nombre en Antioquía, capital de la provincia romana de Siria (cfr. Hch 11, 26).
Ser cristiano no puede convertirse nunca en motivo de vergüenza o de cobardía, sino de agradecimiento a Dios y de santo orgullo: Los cristianos amilanados -cohibidos o envidiosos- en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo -si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos-, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana (Amigos de Dios, 38).

1P 5, 1-4. En muchos escritos del Nuevo Testamento los términos griegos presbýteros y epíscopos parecen equivalentes, utilizándose indistintamente para designar a los pastores de las comunidades locales (cfr., p. ej., Hch 11, 30; Hch 20, 28; y notas correspondientes). Desde el siglo II la terminología queda fijada: los epíscopoi (obispos) poseen la plenitud del sacramento del orden y gobiernan las iglesias locales; los presbýteroi (presbíteros) desempeñan el ministerio sacerdotal como colaboradores de sus obispos. Los Hechos de los Apóstoles nos dan noticia de que Pablo y Bernabé ordenaron presbíteros en diversas iglesias de Asia Menor (cfr. Hch 14, 23), a las que San Pedro escribe (1P 1, 1).
El Príncipe de los Apóstoles se dirige a ellos con solemnidad. Aunque se presenta como uno más -literalmente: «copresbítero»-, se distingue porque es un testigo cualificado de los sufrimientos del Señor y «partícipe de la gloria que ha de manifestarse», aludiendo quizá a la Transfiguración, donde ya había gozado de un anticipo de esa gloria (cfr. Mt 17, 1 ss.; 2P 1, 16-18).
Las exhortaciones de San Pedro (vv. 2-3) recuerdan las del Señor hablando del Buen Pastor (Jn 10, 1 ss.), y las que le dirigió tras su Resurrección: «Apacienta mis corderos… Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17). El Magisterio de la Iglesia se ha inspirado con frecuencia en estas palabras, al recordar la misión de los pastores: «Deben cuidar como padres en Cristo a los fieles que han engendrado espiritualmente por el bautismo y por la doctrina (cfr. 1Co 4, 15; 1P 1, 23). Mostrándose gustosamente como modelos de su grey (cfr. 1P 5, 3), deben presidir y servir a su comunidad local de tal modo que ésta pueda llevar dignamente el nombre con el que se honra el único y total Pueblo de Dios: Iglesia de Dios (cfr. 1Co 1, 2; 2Co 1, 1; y passim). Deben tener presente que han de mostrar la imagen de un ministerio verdaderamente sacerdotal y pastoral con su comportamiento diario y con la solicitud por los fieles y por los infieles, por los católicos y por los no católicos, y que a todos deben dar testimonio de la verdad y de la vida y buscar también, como buenos pastores (cfr. Lc 15, 4-7), a aquellos que, estando bautizados en la Iglesia Católica, se han apartado de los sacramentos e incluso de la fe» (Lumen gentium, 28; cfr. n. 41).
Si se comportan así, no tendrán nada que temer en el Juicio (v. 4): el Señor aparecerá para ellos como «el Pastor supremo» a quien han procurado imitar en sus desvelos por la grey, y recibirán «la corona de la gloria que no se marchita» (cfr. nota a St 1, 12). Cuando llegue el momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores (Sacerdote para la eternidad).

1P 5, 3. El pastor de almas, enseña San Gregorio Magno, «debe ser siempre el primero en obrar, para mostrar con su ejemplo a los súbditos el camino de la vida, y para que la grey que sigue la voz y costumbres del pastor camine guiada por los ejemplos más bien que por las palabras; pues quien, por deber de su puesto, tiene que decir cosas grandes, por el mismo deber viene obligado a mostrarlas; que más agradablemente penetra en los corazones de los oyentes la palabra que lleva el aval de la vida de quien, al mandar, ayuda con su ejemplo a que se cumpla el mandato» (Regla pastoral, II, 3).

1P 5, 5-11. El Apóstol termina sus exhortaciones con una llamada a la humildad, que debe manifestarse en la docilidad ante las tribulaciones que Dios permite, abandonándose con total confianza en Él (vv. 6-7). Esta última recomendación aparece con frecuencia en la Escritura; «Descarga tu cuidado en Yahwéh y Él te sustentará» (Sal 55, 23); Jesús enseña también a poner la confianza en la Providencia paternal de Dios (cfr. Mt 6, 19-34). «Así cuidas de cada uno de nosotros -exclama San Agustín- como si no tuvieras a otros que cuidar» (Confesiones, III, 11, 19).
Pero el abandono en Dios no supone dejadez, y San Pedro recuerda la necesidad de estar vigilantes contra los asaltos del diablo, atento al menor descuido para lanzarse sobre nosotros (v. 8).
La figura del diablo -nombre que etimológicamente significa calumniador, detractor (cfr. Ap 12, 9-10)- como un león que ronda furioso «buscando a quién devorar», ha sido recordada con frecuencia por los Santos: «Anda alrededor de cada uno de nosotros -dice San Cipriano-, como un enemigo que tiene sitiada una plaza y explora las murallas y examina si hay alguna parte débil y poco segura por donde penetrar» (De zelo et livore, 2).
Los cristianos, «firmes en la fe», resistirán todos los ataques del enemigo. Las tribulaciones que han de padecer (cfr. 1P 1, 6-7; 1P 4, 13; 1P 5, 1-4) suponen un medio necesario de purificación y una garantía de la gloria que Dios les dará: «Porque la leve tribulación de un instante se convierte para nosotros, incomparablemente, en una gloria eterna y consistente» (2Co 4, 17). «Es tanto el bien que espero, que toda pena es para mí un placer» (San Francisco de Asís, en Consideraciones sobre las llagas, cons. 1).

1P 5, 5. «Los jóvenes»: Resulta difícil precisar si se dirige sin más a los de esa edad, o a los fieles cristianos que no son presbíteros (este término literalmente significa «ancianos»).
«Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia»: Es una cita del libro de los Proverbios (Pr 3, 34, según la versión griega de los Setenta; cfr. St 4, 6 y nota correspondiente), que resume una idea constante en el Antiguo Testamento (cfr., p. ej., Jb 12, 19; Sal 31, 24) y en las enseñanzas de Jesucristo (cfr., p. ej., Lc 14, 11). La Virgen Santísima proclama esta verdad en el Magnificat: «Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes» (Lc 1, 52).
La humildad «es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes, enseña el Santo Cura de Ars; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios. Finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde» (Sermones escogidos, Décimo domingo después de Pentecostés).

1P 5, 8. Por tercera vez, San Pedro exhorta a los cristianos a la sobriedad: antes se ha referido a su importancia para poner la esperanza en los bienes celestiales (1P 1, 13), y «para poder rezar» (1P 4, 7). Ahora insiste en su necesidad para estar vigilantes ante las asechanzas del diablo.
El hombre debe utilizar los bienes de este mundo con mesura y templanza, para no vivir atrapado por ellos, olvidando así su destino eterno: Despégate de los bienes del mundo. -Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.
-Si no, nunca serás apóstol
(Camino, 631).

1P 5, 12. Silvano, llamado Silas en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15, 22), había acompañado a San Pablo en su segundo viaje apostólico por Asia Menor y Grecia (cfr.Hch 15, 36-Hch 18, 22): era por tanto bien conocido por los fieles a quienes se dirige la carta.
De la escueta referencia que hace San Pedro, no podemos deducir con seguridad si Silvano fue sencillamente el portador de la epístola, o actuó como amanuense que escribió al dictado del Apóstol, o como redactor de las ideas que éste le fue dando (en relación con este tema, cfr. la Introducción a la carta).

1P 5, 13. «Babilonia»: Es una manera figurada de designar a Roma, prototipo de ciudad idólatra y mundana en aquella época. Babilonia lo había sido algunos siglos antes, y los Profetas le dirigieron duros reproches y amenazas (cfr. p. ej., Is 13, 1; Jr 50, 1-Jr 51, 64). En el libro del Apocalipsis también se designa a Roma con ese nombre (cfr. p. ej., Ap 17, 1-Ap 18, 24).
Marcos es el autor del segundo Evangelio. La tradición le atribuye el oficio de intérprete de San Pedro en Roma. El Apóstol le da el título de hijo, no en el sentido físico, sino espiritual, indicando una antigua relación entrañable (cfr. Sagrada Biblia, Santos Evangelios, pp. 459-461).

1P 5, 14. «El ósculo de la caridad»: También San Pablo, al final de algunas de sus cartas, hace referencia al «ósculo santo» (cfr. Rm 16, 16; 1Co 16, 20; 2Co 13, 12; 1Ts 5, 26), señal de la caridad sobrenatural y de la unión en la misma fe. Con este sentido pasó a la liturgia eucarística más antigua (cfr. nota a 1Co 16, 20).
El saludo final, «la paz sea con todos vosotros», es semejante al que utiliza San Pablo en muchas de sus cartas; la Iglesia lo ha recogido desde la primera época para las celebraciones litúrgicas. San Cirilo de Jerusalén, por ejemplo, termina así su catequesis bautismal: «Que el Dios de la paz os santifique totalmente y que vuestro cuerpo y vuestro espíritu se mantengan intactos hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Catequesis Mistagógicas, V, 23).