1Tm 1, 1-2. El encabezamiento es el habitual en la correspondencia de la época: nombres del remitente y del destinatario, y palabras de saludo (cfr. nota a 1Co 1, 1).
«Apóstol de Cristo Jesús por disposición de Dios»: La palabra «disposición» puede traducirse también por «mandato», «orden»; en cualquier caso es más fuerte que la empleada en otras cartas -«por voluntad de Dios» (1Co 1, 1; 2Co 1, 1; Ef 1, 1; etc.)-, y subraya la autoridad divina de que San Pablo es portador, precisamente porque va a dar indicaciones sobre la organización de la iglesia en Éfeso.
«Dios nuestro Salvador»: En otras cartas el Apóstol había utilizado pocas veces el título de Salvador, y lo aplicaba a Jesucristo (Ef 5, 23 y Flp 3, 20). En las Pastorales aparece con frecuencia, y se refiere tanto a Jesucristo (cfr. 2Tm 1, 10; Tt 3, 6) como -sobre todo a Dios Padre (cfr. 1Tm 2, 3; 1Tm 4, 10; Tt 2, 10; Tt 3, 4). En el mundo grecorromano ese calificativo era común, y se grababa en las inscripciones, aplicado a los emperadores y dioses paganos. En contraste con esa utilización, y recuperando una enseñanza habitual del Antiguo Testamento (cfr. Dt 32, 25; 1R 10, 19; etc.). San Pablo enseña que Dios es nuestro único Salvador. Reflexionando sobre esta enseñanza, San Juan Crisóstomo comenta; «Sufrimos muchos males, pero tenemos grandes esperanzas; estamos expuestos a peligros y asechanzas, pero tenemos un Salvador, que no es un hombre, sino Dios. A nuestro Salvador no le pueden faltar las fuerzas, puesto que es Dios, y por grandes que sean los peligros, los superaremos» (Hom. sobre 1Tm, ad loc.).
Timoteo, verdadero hijo en la fe»: Cuando San Pablo escribió a los Filipenses, elogiaba la probada virtud de Timoteo, «pues como un hijo junto a su padre, ha servido conmigo el Evangelio» (Flp 2, 22). Ahora, al dirigir esta carta a su colaborador, pone de relieve la fidelidad de Timoteo al mensaje cristiano, en contraste con los que se erigen por cuenta propia en maestros (cfr. Hb 12, 8) y desprecian las indicaciones de la autoridad.
«Gracia, misericordia y paz»: Se añaden los deseos de «misericordia» a los ya tradicionales de «gracia y paz» (cfr. nota a Rm 1, 7). Esta peculiaridad posiblemente tiene como fin aludir a la «salvación realizada por el Señor y su misericordia» (Dives in Misericordia, 4), pues en el lenguaje bíblico pedir misericordia es pedir salvación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación» (Sal 85, 8).
1Tm 1, 3-4. «Que permanecieras en Éfeso»: El verbo griego original no indica sólo permanencia física en la ciudad, sino también mantenimiento firme en el puesto encomendado, resistiendo a quienes iban predicando doctrinas diferentes al genuino mensaje cristiano. Esos falsos maestros parecen ser algunos conversos procedentes del judaísmo, que aún permanecían aferrados a sus ideas anteriores: de ahí que pretendieran ser «doctores de la ley» (v. 7). Los «mitos» y «genealogías interminables» en las que divagaban, y con las que podían confundir a los fieles, debían de ser similares a algunas leyendas sobre los patriarcas y héroes bíblicos, y a ciertas genealogías de los mismos, sobre las que se discutía largamente en algunas escuelas rabínicas. Conocemos algunas de estas leyendas a través de los libros apócrifos.
La Iglesia siempre ha procurado que la formación religiosa vaya sencilla y directamente a los contenidos fundamentales, expuestos con claridad, evitando pérdidas de tiempo y posibles confusiones que podrían seguirse de exponer hipótesis poco probadas o teorías marginales a la fe. En esa línea, Juan Pablo II aduce este texto de San Pablo para indicar que los catequistas «se abstendrán de turbar el espíritu de los niños y de los jóvenes en esta etapa de su catequesis, con teorías extrañas, problemas inútiles o discusiones estériles, muchas veces fustigadas por San Pablo en sus cartas pastorales» (Catechesi Tradendae, 61).
«El plan [salvífico] de Dios en la fe»: La frase del Apóstol resulta ambigua, por eso se ha intercalado en la traducción el término «salvífico». En general se refiere al designio de Dios sobre la salvación de los hombres que nos es conocido por la fe.
1Tm 1, 5. «El fin de este mandato es la caridad»: El mandato de formar bien a los fieles y evitar enseñanzas ajenas a la fe, tiene como finalidad el crecimiento de la caridad sobrenatural. San Juan Crisóstomo comenta que «la fe enseña la verdad, y una fe pura hace nacer la caridad» (Hom. sobre 1Tm, ad loc.). Y Santo Tomás explica que esto es así porque «quienes no tienen la fe verdadera no pueden amar a Dios, pues quien cree cosas falsas acerca de Dios ya no ama a Dios» (Comentario sobre 1Tm, ad loc.); a lo sumo amará esa falsa caricatura de Dios en la que cree.
«La caridad, que brota de un corazón limpio»: Esta virtud es infundida por Dios en el alma, y debe ser recibida con «un corazón limpio» -purificado de los pecados (cfr. Hb 1, 3)-, «una conciencia buena» -rectamente formada en la fe y la moral-, y «una fe sincera» -literalmente: «una fe no hipócrita»-, es decir, avalada por un comportamiento que sea fiel reflejo de las verdades que se profesan.
1Tm 1, 6-7. «Se han convertido en charlatanes». Literalmente: «Se han desviado hacia una palabrería vacía». Constituyen un peligro para los fieles quienes se presentan como maestros, pero no enseñan las verdades de fe sino sus teorías personales, que siembran dudas y confusión.
El contenido de la fe apostólica no es fruto del ingenio humano, sino que procede de la Revelación de Dios a los hombres. Por eso, a los que no sean fieles en su transmisión se les podría dirigir el reproche que Jeremías pone en labios de Yahwéh: «Dos maldades ha cometido mi pueblo: me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse aljibes agrietados que no retienen las aguas» (Jr 2, 13). Los hombres que, dejando de lado la autoridad de Dios que revela, fundamentan su exposición de la doctrina sobre razonamientos puramente humanos, sólo logran levantar unas estructuras vanas. San Pablo señala lo paradójico de este modo de proceder: el dogmatismo con que hablan los falsos maestros es sólo un disfraz de su ignorancia.
1Tm 1, 8-10. Por el contexto parece evidente que se refiere a la Ley mosaica. Ésta es buena, pero insuficiente, porque da a conocer el pecado pero no proporciona los medios para vencerlo (cfr. Rm 4, 13-16; Rm 7, 7-12; Ga 3, 19-25 y las notas correspondientes). Los que han sido bautizados cuentan con la ayuda de la gracia, que hace posible, y con frecuencia gustoso, el cumplimiento de los preceptos de Dios.
El «justo» (v. 9) es el que ha sido justificado por Cristo, y, por tanto, vive por la fe y no por la mera observancia de la Ley (cfr. Ga 3, 11-12; Rm 1, 17; Rm 5, 19; Col 2, 20-22). En este sentido el Apóstol afirma que «la ley no se ha dado para el justo», porque las minuciosas prescripciones de la Ley mosaica ya no tienen vigor para él.
Y seguidamente, con ironía y gran fuerza expresiva, enumera diversos vicios de aquellos falsos doctores. No pueden ser considerados «justos», pues parecen no haber entendido la justificación realizada por Cristo, ya que siguen discutiendo sobre minucias en la interpretación del Antiguo Testamento, olvidándose de que nuestro Señor ha llevado a su plenitud la Revelación de Dios. Por eso, sitúa en último lugar y como resumen de todo género de pecado «todo cuanto se opone a la sana doctrina».
Las expresiones «sana doctrina» o «predicación sana» son características de las Epístolas Pastorales, donde se emplean a menudo (cfr. 1Tm 6, 3; 2Tm 1, 13; 2Tm 4, 3; Tt 1, 9; Tt 1, 13; Tt 2, 1-2). En el griego del tiempo del Apóstol, especialmente entre los filósofos, «sano» viene a significar lo mismo que «razonable»; con ello se da a entender que la doctrina de la fe y de la moral no contradice a la recta razón humana, sino que la ayuda y eleva por encima de sus posibilidades naturales. Además, aprovechando también el sentido original de la palabra, San Pablo le da un valor metafórico: así como una comida sana beneficia la salud del cuerpo, la doctrina sana (el genuino mensaje cristiano, expuesto íntegro y con palabras claras) es de gran provecho para el espíritu.
1Tm 1, 11. Al hacer a Timoteo las indicaciones anteriores (vv. 5-10), San Pablo está ejerciendo su autoridad de Apóstol. No expone, pues, sus puntos de vista personales (que es lo que hacían los falsos doctores), sino la doctrina del «evangelio», el conjunto de verdades reveladas, que constituyen la norma de la fe, y que le han sido confiadas.
La expresión «evangelio de la gloria» es muy rica en contenido, y alude simultáneamente a varios aspectos: en primer lugar, indica el origen divino y el carácter sobrenatural del mensaje cristiano, que es luz para la inteligencia y posee la capacidad de santificar y salvar. Además, designa el aspecto escatológico, que encamina al hombre a la participación de la eterna bienaventuranza de Dios.
«Dios bienaventurado»: Puede traducirse igualmente por «feliz». La expresión aparece únicamente aquí y en 1Tm 6, 15. Como sucede con otros términos, es posible que San Pablo utilice el lenguaje habitual en el culto al emperador romano, por ser más conocido de sus lectores y para desautorizarlo radicalmente, pues sólo Dios merece estrictamente ese título (cfr. nota a 1Tm 6, 15-16).
1Tm 1, 12-13. Este pasaje, con claras referencias autobiográficas que ponen de manifiesto la humildad del Apóstol (cfr., p. ej., 1Co 15, 9-10), es un testimonio de la autenticidad paulina de la carta: es muy difícil que un discípulo posterior se atreviera a llamar a San Pablo «blasfemo, perseguidor e insolente», o a considerarlo el mayor de los pecadores.
Su conversión es un ejemplo del milagro realizado por la gracia; sólo por la misericordia de Dios se ha convertido en el Apóstol de los gentiles, en un ministro fiel del Evangelio. De ahí que esa transformación suya sirviera también para infundir en aquellos cristianos, y en todos los que se acercaban a la Iglesia, una gran confianza en el perdón de Dios, que -como buen Padre- siempre acoge al pecador arrepentido.
El texto sagrado pone de relieve que es Dios quien tiene la iniciativa de llamar al ministerio o servicio sacerdotal a quienes Él quiere. La vocación al sacerdocio es una gracia de Dios, que elige a unos hombres a los que da la fortaleza que necesitan para desempeñar dignamente esa tarea. En palabras de Mons. Álvaro del Portillo: «El sacerdocio cristiano no está, pues, en la línea de las relaciones éticas de los hombres entre sí, y tampoco en el plano del solo esfuerzo humano por acercarse a Dios: el sacerdocio cristiano es un don de Dios y queda situado irreversiblemente en la línea vertical de la búsqueda del hombre por parte de su Creador y Santificador, en la línea sacramental de la gratuita apertura de la intimidad divina al hombre. En otras palabras, el sacerdocio cristiano es esencialmente -tocamos así la única comprensión posible de su naturaleza- una misión eminentemente sagrada: tanto por su origen (es Cristo quien lo otorga) como por su contenido (los divinos misterios) y por la misma forma en que se confiere: un sacramento» (Escritos sobre el sacerdocio, p. 112).
1Tm 1, 14. «En Cristo Jesús»: Esta expresión está empleada en un sentido técnico preciso: se refiere a la situación del hombre nuevo, que tras el «baño de la regeneración y de la renovación» (Tt 3, 5) recibido en el Bautismo, queda unido a Jesucristo, ha sido hecho cristiano. La misericordia de Dios no sólo justifica al pecador cuando éste recibe el Bautismo, sino que lo hace participar intensamente de la vida divina mediante la gracia, la fe y la caridad. Estos tres dones son manifestación de que el cristiano está verdaderamente incorporado a Cristo (cfr. 2Tm 1, 13).
1Tm 1, 15. «Podéis estar seguros y aceptar plenamente esta verdad». Una traducción más literal podría ser: «Palabra de fe y digna de toda aceptación». Esta fórmula introductoria se utiliza varias veces en las Epístolas Pastorales, para centrar la atención sobre algún aspecto doctrinal importante (cfr. 1Tm 3, 1; 1Tm 4, 9; 2Tm 2, 11; Tt 3, 8).
Aquí se trata de resaltar que «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores». El Apóstol ha condensado en muy pocas palabras el plan redentor de Dios sobre los hombres, del que volverá a hablar más adelante (cfr. 1Tm 2, 3-7; Tt 2, 11-14; Tt 3, 3-7). «Aunque hubiésemos cometido infinitos pecados -enseña San Francisco de Asís- todavía es más grande la misericordia de Dios; según el Evangelio y el Apóstol San Pablo, Cristo bendito ha venido a la tierra para rescatar a los pecadores» (Florecillas, cap. 26).
Precisamente esta verdad es una de las fundamentales de nuestra fe, recogida en el Credo: «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo». Y vino para salvarnos del verdadero mal, el único que nos aparta de Dios: el pecado.
Como consecuencia de su victoria sobre el pecado Cristo restableció a los hombres en la dignidad de hijos de Dios; así podrán iluminar con su vida cristiana todos los ambientes del mundo en que viven (cfr. Flp 2, 15). Esto se podrá hacer si cada uno procura decididamente tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 5), pues no es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas (Es Cristo que pasa, 121).
1Tm 1, 17. Se cierra este apartado (vv. 12-17) con una doxología solemne. Otras exclamaciones similares, destinadas a dar gloria a Dios, aparecen en varios escritos del Apóstol (Rm 16, 27; Flp 4, 20; etc.). Probablemente se trata de una antigua fórmula litúrgica utilizada en Éfeso y otras iglesias de Asia Menor. Así parece confirmarlo el «amén» final. En contraste con los intentos de divinización del emperador, muy intensos entonces por parte de la autoridad pública, los cristianos proclaman la realeza eterna y universal de Dios.
Ciertamente la proclamación por parte del hombre de los atributos divinos no añade nada esencial a la gloria de Dios, que es infinita. Sin embargo, cuando se conoce la grandeza de Dios, creador y rector del universo, y la dependencia respecto de Él, se le debe manifestar interna y externamente el honor debido en atención a su inmensa dignidad. Estos actos son manifestaciones de la virtud de la religión, que es aquella que «obra las cosas directa e inmediatamente ordenadas al honor divino» (S.Th. II-II, q. 81, a. 6). «Entre todas las obligaciones del hombre -enseña León XIII-, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente. Se deduce esto necesariamente de que nosotros estamos de continuo en poder de Dios, somos gobernados por su voluntad y providencia, y tenemos en Él nuestro origen y a Él hemos de volver» (Libertas praestantissimum, n. 25).
1Tm 1, 18-19. En el Nuevo Testamento la «profecía» no designa habitualmente el anuncio de un acontecimiento futuro, sino el discurso de quien «habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación» (1Co 14, 3). Aquí, podría tratarse de las buenas referencias que sobre Timoteo recibió San Pablo en Listra e Iconio, y que movieron al Apóstol a hacerle colaborador suyo (cfr. Hch 16, 1-3); o de una posible moción del Espíritu Santo, a través de algún cristiano dotado del carisma de profecía, similar al que recibió la iglesia de Antioquía para enviar a Pablo y a Bernabé a su primer viaje apostólico (cfr. Hch 13, 1-3). También se puede pensar -teniendo en cuenta 1Tm 4, 14, donde se une la profecía a la imposición de manos de los presbíteros- que San Pablo esté recordando a Timoteo el momento de su ordenación sacerdotal. Pero quizá lo más probable es que se refiera sencillamente a las palabras de exhortación con las que el Apóstol instruyó a su colaborador antes de partir, y que le ha repetido al principio de esta carta (vv. 3-4): una llamada a la lucha por mantener la ortodoxia de la fe y la buena conciencia de los fieles que le han sido encomendados.
El Apóstol le sugiere desempeñar esa misión pastoral como si fuera el jefe de un ejército. El término que hemos traducido por «combate» significa en la lengua griega clásica «expedición militar». La misión de Timoteo al frente de la iglesia en Éfeso no se reduce a entablar una sola batalla, sino a conducir a todos los fieles durante largo tiempo, hasta alcanzar la victoria final. A San Pablo le gusta comparar la vida cristiana con el arte militar (cfr., p. ej., 1Co 9, 25; 2Co 10, 3-6; Ef 6, 10-17; 2Tm 2, 3). Este lenguaje metafórico ha sido después muy utilizado en la ascética cristiana. Toda la tradición de la Iglesia -recuerda San Josemaría Escrivá- ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo, soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones (…). Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia (Es Cristo que pasa, 74).
1Tm 1, 19-20. Cuando la conciencia se corrompe, naufraga la fe: «Porque el que dice adiós a la vida cristiana se forma una creencia semejante a sus costumbres», advertía San Juan Crisóstomo (Hom. sobre 1Tm, ad loc.). No es raro comprobar que muchas confusiones doctrinales han tenido su origen en desviaciones morales.
No tenemos muchos datos sobre los dos personajes que San Pablo cita aquí. Himeneo, posiblemente, es el mismo hereje sobre el que advertirá a Timoteo en su segunda carta, que afirmaba que la resurrección se había efectuado ya (2Tm 2, 17). Alejandro es un nombre más común, y por ello más difícil de identificar con seguridad: quizá sea el herrero del mismo nombre sobre el que en otro lugar previene a Timoteo (2Tm 4, 14-15); también en el libro de los Hechos aparece un Alejandro, en Éfeso (cfr. Hch 19, 33-34). El daño que debían estar haciendo era tanto que San Pablo -como tuvo que hacer antes en Corinto (cfr. 1Co 5, 1-8)- los aparta de la comunión eclesial. El fin de esta excomunión es pastoral y medicinal (cfr. Tt 3, 10): el bien de los fieles y la enmienda de los mismos herejes, «para que aprendan a no blasfemar». Es un remedio extremo al que la Iglesia acude «sólo cuando haya visto que la corrección fraterna, la reprensión u otros medios de la solicitud pastoral no bastan para reparar el escándalo, restablecer la justicia y conseguir la enmienda del reo» (Código de Derecho Canónico, can. 1341).
1Tm 2, 1. San Pablo establece ahora las normas a las que debe ajustarse la plegaria pública de todos los fieles, que a Timoteo -como cabeza de la iglesia de Éfeso- le corresponde determinar y presidir. Señala cuatro formas de oración, pero, siendo los tres primeros vocablos casi sinónimos, probablemente el Apóstol sólo pretende insistir en la importancia primordial de la oración en la vida cristiana. San Agustín utiliza este texto para explicar las partes de la Santa Misa: «Entendemos por súplicas las que proferimos en la celebración de nuestros sacramentos antes de comenzar a bendecir (el pan y el vino) colocados en la mesa del Señor. Las llamamos oraciones cuando se bendice, se consagra y se parte para su distribución, y esa petición la termina casi toda la Iglesia con la oración dominical (…). Las peticiones (…) se formulan cuando se bendice al pueblo (…). Acabado este rito, y una vez que se participa de tan gran sacramento, se termina con la acción de gracias, que es también la última palabra con que concluye este pasaje del Apóstol» (Epístola 149, 2, 16).
San Pablo manda que se rece por todos los hombres, no sólo por los amigos o bienhechores, ni sólo por los cristianos. La Iglesia facilita a todos los fieles el cumplimiento de este consejo con la «oración universal» u «oración de los fieles» de la Santa Misa, donde «el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres» y eleva «súplicas por la Santa Iglesia, por los gobernantes, por los oprimidos de varias necesidades, y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo» (Ordenación general del Misal Romano, n. 45).
1Tm 2, 2. El deseo de llevar «una vida tranquila y serena» no supone en absoluto una relajación o aburguesamiento en el ritmo de exigencia con respecto a otras cartas de San Pablo. El Apóstol concreta que se pida en particular «por los reyes y todos los que ocupan altos cargos» porque de ellos depende que las leyes por las que debe regirse la sociedad estén de acuerdo con la ley natural, de modo que permitan el ejercicio de las virtudes religiosas («piedad») y civiles («dignidad»). Su responsabilidad es tan grande, que es lógico rezar con más insistencia por ellos.
La indicación de San Pablo resulta especialmente significativa si se tiene en cuenta que, cuando escribe esta carta -hacia el año 65-, el emperador era Nerón, que había desencadenado una sangrienta persecución contra los cristianos. San Clemente Romano, uno de los primeros sucesores de San Pedro en la sede de Roma, nos ha dejado un bello testimonio de esta oración por los gobernantes: «Danos ser obedientes a tu omnipotente y santísimo nombre y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra (…). Dales, Señor, salud, paz, concordia y constancia, para que sin tropiezo ejerzan la potestad que por ti les fue dada (…). Endereza Tú, Señor, sus consejos conforme a lo bueno y acepto en tu presencia, para que ejercitando en paz y mansedumbre y piadosamente la potestad que por Ti les fue dada, alcancen de Ti misericordia» (Ad Corinthios, I, 60-61).
Si se atiende a las injusticias y a la crudeza del ambiente en que se desenvolvía la vida de los cristianos cuando San Pablo escribía esta carta, el tono de su enseñanza pone de manifiesto que es extraño al cristianismo fomentar revoluciones políticas o sociales. El mensaje de Jesucristo se dirige más bien a transformar las conciencias de los hombres, para que éstos sean quienes, trabajando honradamente en su lugar en medio del mundo, transformen desde dentro la sociedad en la que viven. La Iglesia, a través de su Magisterio ordinario, enseña que «la gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión (cfr. Gaudium et spes, 42). Pero el Señor Jesús le ha confiado la palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino, que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con el hombre que sufre. Si sus miembros permanecen fieles a esta misión, el Espíritu Santo, fuente de libertad, habitará en ellos y producirán frutos de justicia y paz en su ambiente familiar, profesional y social» (Libertatis conscientia, n. 61).
1Tm 2, 3-4 La voluntad salvífica universal es un tema frecuente en las Pastorales (cfr. 1Tm 4, 10; Tt 3, 4), de modo que en muchas ocasiones el título dado a Dios es el de «Salvador» (cfr. nota a 1Tm 1, 1-2). De todos modos, aquí se insiste especialmente: rezar por todos (v. 1), en concreto por los que ocupan cargos (v. 2), para que todos se salven (v. 6).
Puesto que Dios quiere que todos los hombres se salven, ninguno está predestinado a la condenación (cfr. Conc. de Trento, De Iustificatione); por el contrario, Él vino a la tierra, porque 'omnes homines vult salvos fieri' -para redimir a todo el mundo.
-Mientras trabajas codo a codo con tantas personas, acuérdate siempre de que ¡no hay alma que no interese a Cristo! (Forja, 865).
Con la misma fuerza con que Dios quiere la salvación del hombre, quiere también su libertad: le ha dado la posibilidad de cooperar voluntariamente en su propio fin. «Dios que te creó sin ti -recordaba San Agustín-, no te salvará sin ti» (Sermo 169, 13).
El Apóstol pone como requisito para alcanzar la salvación, el acceso «al conocimiento de la verdad». La «verdad» es en primer lugar, el propio Jesucristo (cfr. Jn 14, 6; 1Jn 5, 20); el conocimiento de la verdad equivale a conocer el mensaje cristiano, la predicación evangélica (cfr. Ga 2, 5.14). La dimensión intelectual («conocimiento») es necesaria para salvarse; pues, aunque los afectos, sentimientos y la buena voluntad, entren también en juego, sería un desorden resaltarlos tanto que llegaran a ensombrecer el contenido de las verdades de fe. Como sugiere el término griego original, ese «conocimiento» no es un mero saber teórico, sino que ha de reflejarse en la vida, gracias a un comportamiento plenamente coherente con la fe que se profesa.
«La misión esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una misión evangelizadora y salvífica (cfr. Lumen gentium, 17; Ad gentes, 1; Evangelii nuntiandi, n. 14). Saca su impulso de la caridad divina. La evangelización es anuncio de salvación, don de Dios. Por la Palabra de Dios y los Sacramentos, el hombre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Maligno, que lo oprimen, y es introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que 'vino al mundo para salvar a los pecadores' (1Tm 1, 15), la Iglesia quiere la salvación de todos los hombres. En esta misión, la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios» (Libertatis conscientia, n. 63).
1Tm 2, 5. En los vv. 5 y 6 se condensan una serie de afirmaciones, expresadas rítmicamente, en forma de himno litúrgico, que constituyen una breve confesión de fe: un resumen del contenido fundamental del mensaje evangélico, la verdad que es necesario conocer para salvarse (cfr. v. 4).
«Uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre». El Apóstol resalta la humanidad de Jesucristo, no para negar su divinidad -explícitamente afirmada en otros lugares (cfr. Tt 2, 13)-, sino porque el ser mediador le compete a Jesucristo especialmente en cuanto hombre: porque si la función del mediador es unir o poner en comunicación dos extremos entre los que se encuentra, sólo en cuanto hombre es como «dista de Dios por su naturaleza, y de los hombres por su dignidad en gracia y en gloria, (…) y como le compete unir a los hombres con Dios, transmitiéndoles sus preceptos y sus dones, y satisfaciendo y abogando por ellos ante Dios» (S.Th. III, q. 26, a. 2). Jesucristo es el mediador perfecto y único entre Dios y los hombres, porque siendo verdadero Dios y verdadero Hombre ha ofrecido un sacrificio de valor infinito -su propia muerte- para reconciliar a los hombres con Dios.
El hecho de que Jesucristo sea el único mediador no impide que los que ya gozan de la bienaventuranza obtengan innumerables gracias y consoliden eficazmente la santidad de la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 49). Los ángeles y los santos, y muy especialmente la Santísima Virgen, pueden llamarse mediadores en virtud de su unión con Jesucristo: «La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres, no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo» (Lumen gentium, 60).
1Tm 2, 6. «Redención»: En el Antiguo Testamento se dice que Dios «redime» a su pueblo especialmente cuando lo libera de la esclavitud de Egipto, para hacer de él el pueblo de su propiedad (cfr. Ex 6, 6-7; Ex 19, 5-6; etc.). También se llamaba «redención» a la liberación que Dios habría de realizar en los tiempos mesiánicos (cfr. Is 35, 9); ésta es, ante todo, liberación del pecado: «Él redimirá a Israel de todas sus iniquidades» (Sal 130, 8). En esta misma línea va el contenido del versículo: Jesucristo se «entregó» en sacrificio, en expiación de nuestras culpas, para liberarnos del pecado y restituir plenamente la dignidad perdida.
«La Iglesia, que no cesa de contemplar la totalidad del misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado» (Redemptor Hominis, 10).
«A su debido tiempo»: El plan salvífico universal de Dios es eterno, pero se realiza progresivamente en los momentos concretos previstos por Dios (véase nota a Ef 1, 10).
1Tm 2, 8. El gesto de alzar las manos como un modo de acompañar la oración, tanto entre los hebreos (cfr. Ex 9, 29; Is 1, 15; etc.) como entre los paganos, fue utilizado también por los primeros cristianos. En las pinturas de las catacumbas romanas pueden verse personas rezando en esa postura.
Las acciones y posturas externas que acompañan la oración, han de reflejar las disposiciones interiores: «Extendemos las manos -explica Tertuliano- imitando al Señor en la Cruz; y orando confesamos a Cristo» (De oratione, XIV). Santo Tomás, refiriéndose a los ritos litúrgicos, comenta que «lo que realizamos externamente al orar excita interiormente nuestros afectos. Pues las genuflexiones y otros gestos similares no son agradables a Dios por sí mismos, sino porque, a través de ellos, como signos de respeto, el hombre se humilla por dentro; del mismo modo, la elevación de las manos significa la elevación del corazón» (Comentario sobre 1Tm, ad loc.).
Todos, hombres y mujeres, han de practicar la oración (vv. 1-2) y han de cuidar sus disposiciones; ellos tienen peligro de acercarse a la oración inmersos en sus ambiciones; ellas, en cambio, tienen más peligro de vanidad. La pureza de las manos hace alusión a la necesidad de orar con la conciencia tranquila, libre de toda ira o rencor. En ese sentido ya había enseñado nuestro Señor que «si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24).
1Tm 2, 9-10. Al referirse a la mujer, el Apóstol comienza por señalar explícitamente que vale también para ellas lo que acaba de decir para los hombres. Es importante este plano de igualdad, que en el ambiente judío de la época resultaría muy llamativo, pues en la liturgia de la sinagoga correspondía exclusivamente a los hombres el protagonismo en la oración. La mujer era colocada en un lugar aparte, sin contar de hecho para nada; y esto hasta el extremo de que si no había un número suficiente de hombres no se hacía la oración pública, aunque hubiera muchas mujeres.
Para su asistencia a los actos de culto -y en general para todo su comportamiento- hace algunas recomendaciones sobre el modo de vestir y de arreglarse, similares a las de San Pedro en su primera carta (cfr. 1P 3, 3-4). El núcleo fundamental de tales orientaciones es siempre válido y actual: la mujer debe presentarse con dignidad y elegancia, perfectamente compatibles con el pudor y la modestia que, junto con las buenas obras, constituyen el verdadero porte de la mujer cristiana.
1Tm 2, 11-14. «No permito que la mujer enseñe». En este capítulo San Pablo está dando normas para las reuniones litúrgicas; por tanto, esta prohibición no es absoluta sino limitada a los actos públicos de culto. Para dejar claro que no es mera opinión personal, el Apóstol evoca el plan divino de la creación y la narración bíblica del pecado original; sus argumentos no son sociológicos y ocasionales, sino teológicos.
No hay motivo para acusar a San Pablo de prejuicios contra las mujeres, cuando nadie habló en su época con tanto vigor como él de la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer (cfr. Ga 3, 28), y cuando tuvo a algunas de ellas -Priscila y Lidia, por ejemplo- como importantes colaboradoras en la difusión del Evangelio. Simplemente enseña que la igualdad esencial entre el hombre y la mujer no implica identidad de funciones dentro de la Iglesia (véase la nota a 1Co 14, 33-35). Es claro que, aunque a la mujer le está vedada la enseñanza pública y oficial, que es misión de la Jerarquía, puede y debe enseñar en la catequesis y en la familia.
1Tm 2, 15. «Se salvará por la maternidad»: Quizás quiere San Pablo subrayar la santidad del matrimonio frente a algunos herejes que lo consideraban pecaminoso (cfr. 1Tm 4, 3); pero no quiere decir que la maternidad sea el único camino de salvación para la mujer: en otros momentos habla de la excelencia de la virginidad (cfr. 1Co 7, 25-38).
Esta indicación de San Pablo acerca de la mujer hay que encuadrarla en las circunstancias de la época. Sin embargo, no faltan documentos del Magisterio actual que ponen de relieve lo que hay de valor perenne en esas enseñanzas. Hoy, en algunos ambientes, se minusvalora la maternidad; por ello el Papa Juan Pablo II enseña que la verdadera promoción de la mujer «exige que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones (…). Si bien se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia» (Familiaris Consortio, 23).
La madre de familia, desarrollando las funciones de su maternidad, lleva a cabo en el hogar y en la sociedad una labor fundamental e insustituible: Yo os digo -enseñó muchas veces San Josemaría Escrivá- que ésta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión -porque lo es, verdadera y noble- influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo y otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales (…). Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás (Conversaciones, nn. 88 y 89).
1Tm 3, 1. «Episcopado»: Como se ha explicado en la Introducción a las Epístolas Pastorales, cuando éstas se escriben todavía no se habían fijado definitivamente los nombres y los cometidos de los diversos órdenes sagrados en la jerarquía de la Iglesia. Estos «obispos» (en griego epíscopos: «vigilante») eran sacerdotes que estaban al frente de alguna comunidad particular. Como ministros de la Iglesia, tenían la misión de enseñar (cfr. v. 2) y gobernar (cfr. v. 5); su trabajo era exigente y sacrificado, pues, dentro de la comunidad cristiana, todo ministerio es esencialmente un servicio: «Los ministros que poseen la potestad sagrada están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación» (Lumen gentium, 18).
A pesar de la estima de la que gozaban estos «obispos» entre los fieles, parece ser que escaseaban los candidatos a tal ministerio. Por eso San Pablo hace constar que la suya es una «noble función», animando a quienes sientan la llamada del Señor a ser generosos en su respuesta. Desde el principio, tanto los pastores de la Iglesia como muchos otros fieles se han preocupado de suscitar los gérmenes de vocación que Dios deposita en los corazones. «Es cierto que la Iglesia no carecerá jamás de los sacerdotes necesarios para su misión -enseñaba Pío XII-, pero todos hemos de estar vigilantes, trabajar acordándonos de aquellas palabras del Señor: La mies es mucha pero los obreros pocos (Lc 10, 2), y usar de toda diligencia para dar a la Iglesia numerosos y santos ministros» (Menti nostrae, n. 36).
1Tm 3, 2-7. Las cualidades y virtudes que se exigen a estos «obispos» son similares a las que se requieren para los «presbíteros» en Tt 1, 5-9. En las Cartas Pastorales «obispo» y «presbítero» son casi sinónimos. En ningún caso se pretende hacer una enumeración exhaustiva, sino simplemente señalar que los aspirantes al ministerio han de reunir unas cualidades humanas que los hagan idóneos para su trabajo, y han de llevar una vida moralmente intachable.
La Iglesia ha cuidado siempre la idoneidad de los ministros. Antes de conferir el sacerdocio a una persona, el Concilio Vaticano II establece que es necesario «cerciorarse de la recta intención y de la libre voluntad de los candidatos, de su aptitud espiritual, moral e intelectual» (Optatam totius, 6). Se requieren, pues, condiciones humanas para asimilar y vivir las exigencias del ministerio.
«Esta necesidad del cultivo de las virtudes humanas viene exigida para el sacerdote secular por la naturaleza de su ministerio apostólico, que ha de ser desarrollado en el teatro del mundo y en contacto inmediato con los hombres, que suelen ser jueces inexorables del sacerdote, y se fijan ante todo en su modo de proceder como hombre.
»El tema no es de hoy, es de siempre, aunque en nuestros días sea oportuno plantearlo de nuevo. Lo mismo en San Pablo que en los más modernos Doctores de la Iglesia -recuérdense, por ejemplo, las obras de San Francisco de Sales- se ve planteado este problema, que no es otro sino el del contacto entre naturaleza y sobrenaturaleza, para lograr a la vez que muera en el hombre lo que debe morir bajo el signo de la Cruz, y que en el signo de la Cruz logre cabal desarrollo cuanto en el hombre existe de nobleza y de virtud humana, hasta conseguir ordenarlo todo al servicio de Dios» (Escritos sobre el sacerdocio, p. 26).
1Tm 3, 2. «Casado una sola vez» (literalmente: «hombre de una sola mujer»). Esta cualidad que se pide también a los «presbíteros» (cfr. Tt 1, 6), a los «diáconos» (1Tm 3, 12) e incluso a las «viudas» (1Tm 5, 9), no impone la obligación de contraer matrimonio, sino que exige no estar casado en segundas nupcias. Por el contexto en que aparece es claro que no puede referirse sólo a que les esté vedada la poligamia, que estaba prohibida a todos, sino a una condición que les hacía especialmente respetables y ejemplares; en aquel ambiente, tanto entre judíos como entre paganos, salvo en situaciones especiales, no estaban bien vistas las segundas nupcias.
En la época apostólica no se exigía el celibato a quienes estaban al frente de las primeras comunidades cristianas. No obstante, muy pronto fue imponiéndose la costumbre de no casarse. «En la antigüedad cristiana, los Padres y los escritores eclesiásticos dan testimonio de la difusión, tanto en Oriente como en Occidente, de la práctica libre del celibato en los ministros sagrados, por su gran conveniencia con su total dedicación al servicio de Dios y de su Iglesia. La Iglesia de Occidente, desde los principios del siglo IV, mediante la intervención de varios concilios provinciales y de los Sumos Pontífices, corroboró, extendió y sancionó esta práctica» (Sacerdotalis caelibatus, nn. 35-36). Desde entonces, todos los sacerdotes del rito latino han de guardar el celibato, que conviene al sacerdocio por muchas razones: «Mediante la virginidad o el celibato observado por el reino de los cielos, los Presbíteros se consagran a Cristo con un nuevo y admirable título, se unen más fácilmente a Él con corazón indiviso, en Él y por Él se entregan con más libertad al servicio de Dios y de los hombres, están más disponibles para servir a su reino y a la obra de la regeneración sobrenatural y se hacen más aptos para recibir una paternidad más amplia en Cristo» (Presbyterorum ordinis, 16).
1Tm 3, 6. «Que no sea neófito», esto es, recientemente convertido a la fe cristiana. Una de las funciones de aquellos «obispos» era la de presidir la comunidad; por eso, era prudente no exponerlos a los peligros de la vanidad y el orgullo. Porque, como señala Santo Tomás, es arriesgado que los jóvenes y los recientes en la fe sean promovidos a cargos de honor y responsabilidad, pues fácilmente pueden considerarse ellos mismos mejores que los demás e imprescindibles (cfr. Comentario sobre 1Tm, ad loc.).
«Y caiga en la misma condena que el Diablo» (literalmente: «y caiga en la condena del Diablo»): La frase original es algo ambigua. Podría entenderse que es el Diablo quien condena, en cuyo caso equivaldría a «caer bajo la esclavitud del Diablo»; pero parece obvio que San Pablo quiere advertir del peligro de tropezar en el mismo pecado que el ángel caído, es decir, en el orgullo y la soberbia, y en la condena consiguiente.
1Tm 3, 7. Otra función de aquellos «obispos» era la de representar a la Iglesia «ante los de fuera», esto es, ante los no cristianos. Todos los fieles han de dar buen ejemplo (cfr. Mt 5, 16; Col 4, 5; 1P 2, 13; 1P 3, 1), pero los ministros tienen especial obligación de evitar el escándalo y de no dar motivos de habladurías.
1Tm 3, 8-13. Los diáconos son ministros que desempeñan sus funciones bajo la dependencia de los obispos y presbíteros. Probablemente su origen se remonta a «los siete varones de buena fama» que fueron elegidos para ayudar a los Apóstoles (cfr. Hch 6, 1-6 y nota): de ellos sabemos que colaboraban en la administración de los bienes y en socorrer a los pobres y enfermos (Hch 6, 1); además predicaban (Hch 6, 8-14; Hch 8, 6) y administraban el Bautismo (Hch 8, 26-40). Más tarde se los menciona en algunas comunidades importantes junto a «los obispos» (Flp 1, 1), lo cual indica que formaban parte del ministerio jerárquico.
La carta refleja su situación como ministros subordinados al «obispo»; en esta sección, que algunos comentaristas denominan «el estatuto de los diáconos», no se explican sus funciones específicas, que debían de ser muy variadas: no obstante, parece deducirse que -en contraste con el obispo- no ostentaban la misma representatividad ante los paganos, y que podían ser elegidos entre los neófitos.
Las exigencias que aquí se enumeran son parecidas a las requeridas en el «obispo»; es lógico que como ministros de la Iglesia se les exija un comportamiento digno y ejemplar. En coherencia con este texto, el Concilio Vaticano II señala que los diáconos, «administrando los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios, y ser ejemplo de bondad ante los hombres» (Lumen gentium, 41).
1Tm 3, 10. «Se les debe someter a prueba»: Los obispos, entonces y ahora, son quienes han de garantizar la idoneidad de los candidatos; probablemente ya entonces tenían un tiempo de formación, durante el cual ponían de manifiesto sus cualidades.
Siempre se ha procurado que reciban los ministerios sagrados solo quienes sean realmente idóneos, sin miedo a que esta exigencia pueda disminuir el número, pues «Dios nunca abandona de tal manera a su Iglesia que no se hallen ministros idóneos en número suficiente para las necesidades de los fieles, si se promueve a los que son dignos y se rechaza a los indignos» (Suma Teológica, Suplemento, q. 36, a. 4, ad 1).
1Tm 3, 11. Es difícil deducir, por los escasos datos que aquí se aportan, quiénes eran estas mujeres. Muchos autores, entre ellos Santo Tomás, suponen que eran las esposas de los diáconos, porque se las menciona interrumpiendo las disposiciones sobre los diáconos. Otros muchos piensan que se trata de mujeres que ejercían alguna función o servicio en la primitiva comunidad; así se explicaría que no se diga nada de la esposa del obispo y que se señale con un mismo adverbio -«también», de igual modo (vv. 8.11)- el comportamiento de los diáconos y de estas mujeres. De hecho se sabe por un documento del s. IV (Constituciones Apostólicas II, 26; III, 15) que algunas mujeres ayudaban en la instrucción de catecúmenas, en su Bautismo, en la asistencia de enfermos, etc. En la Carta a los Romanos, a una de estas mujeres –Febe- se la llama diaconisa (cfr. Rm 16, 1), aunque no llegara a ser propiamente un ministro sagrado.
1Tm 3, 13. «Consiguen un puesto de honor»: Puede entenderse que el ejercicio del diaconado es un paso previo para la más alta dignidad del «episcopado»; o también, que en sí mismo el diaconado es un grado noble y honroso, a semejanza del «episcopado» que se denomina «una noble función» (v. 1). Es posible que San Pablo utilice esta expresión vaga porque abarca ambos aspectos: siendo un ministerio honorable, puede ser, a la vez, un paso para una situación de mayor dignidad al servicio de la comunidad cristiana.
«Una gran seguridad»: En el texto original se utiliza una palabra que, en el griego clásico, designa el derecho de los ciudadanos libres a exponer sus opiniones en las asambleas públicas: con toda libertad, confiados, sin miedo, con aplomo, etc. Así exponen la doctrina de la fe los buenos diáconos: conociéndola bien, detallando lo que es más provechoso en cada situación, sin temor ni respetos humanos.
1Tm 3, 15. Tres expresiones cargadas de contenido resumen la doctrina eclesiológica de esta carta.
«La Iglesia de Dios vivo»: San Pablo suele utilizar «Iglesia de Dios» y sólo una vez «Iglesia de Cristo» (Rm 16, 16), dando así a entender la continuidad con la «asamblea de Yahwéh», que aparece en el Antiguo Testamento. La Iglesia, en efecto, es el verdadero pueblo de Dios, fundado en la Nueva Alianza y depositario de las antiguas promesas y de los medios de salvación (cfr. Lumen gentium, 9). Por ser «la Iglesia de Dios vivo», recibe de Él la vida sobrenatural, la gracia, y la difunde por todo el mundo. «Quiso Dios llamar a todos los hombres a participar de su vida, no sólo individualmente sin ninguna conexión entre ellos, sino constituidos en un pueblo, en el que sus hijos que estaban dispersos se congreguen en unidad» (Ad gentes, 2).
«La casa de Dios»: En el texto original aparece sin artículo, lo cual da mayor énfasis al carácter de familia de la Iglesia. San Pablo ha enseñado frecuentemente que la Iglesia es la familia de Dios: «Ya no sois extraños y advenedizos sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19). Ahora bien, la expresión «casa de Dios» evoca, junto al carácter familiar, la necesaria cohesión de los cristianos como elementos de un edificio sagrado: los hijos de Dios, congregados por voluntad divina, forman la Iglesia, casa y Templo, donde Dios habita de un modo más pleno que en el antiguo templo de Jerusalén (cfr. 1R 8, 12-64). Esta casa de Dios está integrada por todos los fieles como piedras vivas (1P 2, 5); está cimentada sobre los Apóstoles (1Co 3, 11), y es Cristo mismo su piedra angular (Mt 21, 42); en ella los ministros no son dominadores despóticos, sino administradores solícitos, que han de gobernar con el mismo empeño que un padre de familia en su propia casa (1Tm 3, 4-5.12).
«Columna y fundamento de la verdad»: Estos elementos que completan la imagen de la edificación eran fácilmente comprensibles para aquellos cristianos acostumbrados a contemplar las columnas exentas del templo de Jerusalén (cfr. 1R 7, 15-52), o las que adornaban el grandioso templo de Éfeso, dedicado a la diosa Artemisa. Son un modo gráfico de expresar la firmeza y perennidad de la Iglesia en su deber de conservar y transmitir la verdad, que «se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Lumen gentium, 25).
«La verdad», por tanto, que aquí menciona el Apóstol, es la Revelación que Dios ha comunicado a los hombres. Conviene señalar que en este capítulo hay tres fórmulas muy relacionadas entre sí: a los diáconos se les exhorta a guardar «el misterio de la fe» (v. 9); la Iglesia es «columna y fundamento de la verdad» (v. 15) y, más adelante, se ensalza «el misterio de la piedad» (v. 16). Son tres modos de contemplar el objeto y la razón de ser de la Iglesia: Jesucristo. En efecto, nuestro Señor, plenitud de la Revelación (cfr. Hb 1, 1), constituye el centro de nuestra fe: sólo Él es la suprema Verdad (cfr. Jn 14, 6); y, como realización plena del amor del Padre a los hombres, haciéndoles hijos suyos, viene a ser «el misterio de la piedad» (cfr. Reconciliatio et Paenitentia, 19).
1Tm 3, 16. «El misterio de la piedad», en contraposición al «misterio de iniquidad» (2Ts 2, 7) que abarca al diablo y su obra, se refiere primordialmente a Cristo, a su obra de redención y reconciliación. Al denominarlo misterio de la piedad, virtud que caracteriza las relaciones entre padres e hijos, se da a entender que compendia el amor paterno de Dios a los hombres, puesto que por Jesucristo los hombres llegan a ser hijos de Dios.
«Es muy significativo -comenta Juan Pablo II- que para presentar este mysterium pietatis, Pablo, sin establecer una relación gramatical con el texto que precede, transcriba simplemente tres líneas de un Himno cristológico que -según la opinión de estudiosos acreditados- era empleado en las comunidades helénico-cristianas» (Reconciliatio et Paenitentia, 20). En efecto, la misma introducción «unánimemente confesamos», la forma rítmica de las proposiciones paralelas, la ausencia de artículos en el original griego, e incluso el vocabulario, son indicios claros de que esos versos pertenecen a un himno litúrgico de los que se usaban en las primitivas iglesias (cfr. 1Co 14, 26; Ef 5, 19). No es aventurado suponer que fuera una réplica a los cantos idolátricos de los habitantes de Éfeso: ellos gritaban «Grande es la Diana (Artemisa) de los efesios» (Hch 19, 34); San Pablo dice: «Grande es el misterio de la piedad».
El orden de esta confesión de fe es el habitual en los himnos cristológicos del Nuevo Testamento (cfr. Flp 2, 6-11; Col 1, 15-20; Hb 1, 3), y probablemente refleja la predicación oral de los Apóstoles, que abarcaba la existencia eterna del Verbo, su Encarnación y vida terrena; su mensaje de salvación para el mundo entero; su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al Cielo. En cada una de las tres partes de que consta se expresa la paradoja del misterio con frases antitéticas de gusto semita. En la primera se confiesa la Encarnación con una fórmula muy primitiva: «manifestado en la carne» (cfr. 1Jn 4, 2; 2Jn 1, 7). El Papa Juan Pablo II comenta así esta primera frase: «Él se ha manifestado en la realidad de la carne humana, y ha sido constituido por el Espíritu Santo como el justo que se ofrece por los injustos» (Ibid.).
La segunda frase resume cómo Cristo se da a conocer: a los ángeles de modo inmediato, a los hombres mediante la predicación. Es una manifestación universal, pues el mismo que aparece ante los ángeles, las criaturas más próximas a Dios, aparece ante los gentiles, que en la mentalidad judía representan a los más alejados. «Él ha aparecido ante los ángeles como más grande que ellos, y ha sido predicado a las gentes como portador de salvación» (Ibid.).
La proposición final confiesa la glorificación de Cristo en dos polos opuestos, la tierra y el Cielo. En la tierra, porque la fe en Él implica reconocerle como Dios; en el Cielo, porque la Ascensión, que en la doctrina paulina resume el triunfo definitivo de Jesucristo (cfr. Flp 2, 9-12 y nota), es la manifestación gloriosa definitiva de su Persona; «Él ha sido creído en el mundo como enviado del Padre y el mismo Padre lo ha elevado al Cielo como Señor» (Ibid.).
De esta forma, el mysterium pietatis lleva consigo la reconciliación-unión de los hombres con Dios, realizada en Cristo: Él toma nuestra carne sin dejar de ser Dios; las naciones de la tierra le reconocerán lo mismo que los ángeles en el Cielo; vive y habita en el corazón de los hombres por la fe, pero su morada está en la Gloria junto al Padre.
1Tm 4, 1-2. A partir de ahora la carta parece todavía más familiar, resulta casi una conversación escrita, en la que es difícil establecer un esquema rígido de ideas; hay, sin embargo, unos temas fundamentales que centran las múltiples digresiones y consejos pastorales. Así, en el capítulo cuarto, las amonestaciones giran en torno a la persona y comportamiento de Timoteo; en el quinto, sobre sus relaciones con los fieles; y en el último (cap. 6) sobre el trato con los falsos maestros.
En este capítulo San Pablo advierte a Timoteo que, ante el daño que producen en muchos fieles las doctrinas erróneas (vv. 1-5), debe comportarse como un buen ministro, combatiendo con empeño el error (vv. 6-11), y gobernando y enseñando con ejemplaridad y prudencia (vv. 12-16).
«El Espíritu dice abiertamente…»: A pesar de que la Iglesia es columna de la verdad (1Tm 3, 9), no ha de sorprender la apostasía de algunos ante el engaño de los falsos maestros, porque ya estaba anunciado: probablemente es una alusión a las palabras de Jesucristo en el discurso escatológico (cfr. Mt 24, 24 y par.), o a las repetidas advertencias de los Apóstoles (cfr. 2Ts 2, 3-12; 2P 3, 2; Judas 1, 18). «Los últimos tiempos» abarcan el período entre la primera y la segunda venida del Señor, sin concretar su duración.
Al describir a estos herejes subraya dos notas: la hipocresía y la obstinación. Sus enseñanzas son falsas como las del diablo, aunque en apariencia atractivas: «Nadie puede engañar a otro, comenta Santo Tomás, con la mentira desnuda, sin el velo de la apariencia. Tampoco éstos podrían engañar si no encubrieran su mentira con el velo de la buena intención, de la simulación o de la falsa autoridad» (Comentario sobre 1Tm, ad loc.).
La obstinación es expresada con la imagen de la cicatriz de las quemaduras: «Tienen cauterizada su propia conciencia». En aquella época los malhechores solían recibir, como castigo, una marca hecha con hierro candente, para que siempre fueran distinguidos como tales. Si no hay una referencia a esta costumbre, al menos sugiere la idea de que la conciencia de esas personas ha sufrido el mismo deterioro que la piel cauterizada: ha perdido su tersura y, con frecuencia, es insensible a los estímulos externos.
El peligro de adormecer la conciencia amenaza también al hombre de nuestro tiempo, especialmente en el ámbito moral. Por eso, la Iglesia «no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol: 'No extingáis el Espíritu', 'no entristezcáis al Espíritu Santo' (1Ts 5, 19; Ef 4, 30). Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífíca del Espíritu Santo» (Dominum et Vivificantem, 47).
1Tm 4, 3-5. Dos errores graves de aquellos herejes eran la prohibición del matrimonio y la exigencia de tomar sólo alimentos que los judíos consideraban puros. Ambas discriminaciones continuaron largo tiempo, defendidas especialmente por los dualistas gnósticos del siglo II, para los cuales todo elemento material era malo y sólo lo espiritual era bueno.
La doctrina cristiana, en cambio, fundada en las palabras del Señor y en la enseñanza apostólica (cfr. también 1Co 7, 1-7 y Ef 5, 21-33) ha mantenido constantemente la dignidad del matrimonio, elevado por Jesucristo a la categoría de sacramento (cfr. Conc. Trento, sess. XXIV). También se ha esforzado la Iglesia en enseñar que todos los alimentos son buenos, a la vez que insiste en la sobriedad y en el ayuno: «Firmemente cree, profesa y predica que toda criatura de Dios es buena y nada ha de rechazarse de cuanto se toma con la acción de gracias (1Tm 4, 4), porque, según la palabra del Señor, lo que entra por la boca no hace impuro al hombre (Mt 15, 11), y que aquella distinción de la Ley Mosaica entre manjares puros e inmundos pertenece a un ceremonial que ha pasado y perdido su eficacia al surgir el Evangelio (…)» (Pro Iacobitis).
La bendición y la acción de gracias, antes y después de las comidas, a las que se alude en el v. 5, son el primer testimonio cristiano de la bendición de la mesa, si bien esta costumbre existía, ya en la tradición judía.
1Tm 4, 6. Los consejos particulares a Timoteo comienzan por lo más importante: ser «buen ministro de Cristo Jesús». Para conseguirlo debe ser, ante todo, un transmisor fiel de la doctrina recibida.
La «buena doctrina»: En las Pastorales aparece con mucha frecuencia el término griego didaskalia, que normalmente traducimos por «doctrina» o «enseñanza» (cfr. 1Tm 1, 10; 1Tm 4, 1.6.13.16; 2Tm 3, 10-16; Tt 1, 9; Tt 2, 7). La Revelación divina abarca las verdades que han de ser transmitidas de una generación a otra; pero la fidelidad doctrinal no se limita a aceptar el depósito (cfr. 2Tm 1, 14): exige el estudio y la meditación asidua de esas verdades, que deben ser alimento de la vida interior. En este sentido, recuerda el Concilio Vaticano II: «La ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y se dirige a un fin sagrado. Ante todo se obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, y se nutre también fructuosamente con el estudio de los Santos Padres y Doctores y de otros monumentos de la Tradición» (Presbyterorum ordinis, 19).
1Tm 4, 7-11. «Tú ejercítate en la piedad», es decir, en las exigencias que conlleva la adhesión a Jesucristo. La piedad es atributo divino, en cuanto que expresa el amor infinito de Dios puesto por obra, de ahí que Jesucristo sea el «misterio de la piedad» (cfr.1Tm 3, 16). La piedad en el hombre es la respuesta amorosa a esa iniciativa divina y, por tanto, abarca todos los
La comparación de la vida cristiana con el ejercicio atlético es muy característica del Apóstol (cfr. 1Co 9, 26-27; Ga 2, 2; Ga 5, 7; Flp 3, 13-14), y -sobre todo en el ambiente grecorromano- era fácil de entender: el atleta, como el hombre piadoso, necesita ejercitarse habitualmente para alcanzar ese modo de ser fuerte, generoso y audaz; la piedad es una actitud religiosa profunda, pero necesita reforzarse mediante un ejercicio continuo.
Así como el deportista no pierde de vista el premio que puede alcanzar, el cristiano sabe que su esfuerzo cotidiano tiene como meta a Dios, Salvador universal; con la piedad puede mejorar la vida corporal, pero, sobre todo, su espíritu alcanza la vida eterna, a la vez que consigue en esta vida el perfeccionamiento de las virtudes humanas.Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad. Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores (…). Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino (Es Cristo que pasa, 76).
1Tm 4, 12-13. El buen ministro debe ser modelo de virtudes. Timoteo debía tener evidentemente pocos años para el cargo que tenía encomendado; de ahí que el Apóstol le insista en la obligación de dar buen ejemplo: las virtudes dan más experiencia que la edad.
«La lectura, la exhortación y la enseñanza»: Estas tres funciones se llevaban a cabo en las reuniones litúrgicas de los primeros cristianos -y han continuado en la Liturgia de la Palabra, dentro de la Santa Misa-: se leían unos textos de la Sagrada Escritura y, a continuación, el ministro sagrado pronunciaba la homilía, en la que no debían faltar ni unas palabras de aliento ni la catequesis sobre un tema doctrinal.
1Tm 4, 14. La gracia mencionada es la del Sacramento del Orden: es un don permanente («que hay en ti») de Dios, otorgado mediante un rito externo, consistente en la oración litúrgica y la imposición de las manos. Esta interpretación es la que se desprende del contexto: la gracia (carisma) es indeleble, de modo que Timoteo podría llegar a descuidarla, pero nunca a perderla; no se refiere, por tanto, a la gracia santificante, sino al carácter sacerdotal que imprime el Sacramento, junto con la gracia sacramental inherente.
Las profecías, que en el Nuevo Testamento significan «enseñanza pública» (cfr. nota a 1Tm 1, 18-19), o palabras pronunciadas en nombre de Dios, indican aquí las oraciones rituales de la ceremonia litúrgica.
La imposición de las manos tiene también sentido técnico: Jesucristo utilizó este gesto en múltiples ocasiones (cfr. Mt 9, 18-19; Mt 19, 15; Mc 6, 5; Mc 7, 32; Mc 8, 23-25; Mc 16, 8; Lc 4, 40; Lc 13, 13); también los Apóstoles lo usaron como rito de la colación del Espíritu Santo (Hch 8, 17; Hch 19, 5-6). Aquí, como en otros lugares de estas cartas, la imposición de las manos es rito de ordenación sacerdotal (cfr. 1Tm 5, 22; 2Tm 1, 6), mediante el cual se transmite la misión y los poderes de quien consagra, asegurando así la continuidad del sacerdocio. En 2Tm 1, 6, texto paralelo a éste, se lee «por la imposición de mis manos», aquí, en cambio, «junto con la imposición de manos del presbiterio»; estos detalles de las preposiciones hacen suponer que el gesto del Apóstol es consecratorio y esencial al Sacramento.
La Iglesia ha conservado intactos los elementos esenciales del Sacramento del Orden: la imposición de las manos y las palabras consecratorias del Obispo (cfr. Pablo VI, Const. Apost. Pontificalis Romani recognitio, 18-VII-1968).
1Tm 4, 15-16. Además de recordar la gracia de la ordenación, el ministro cristiano ha de mantenerse fiel a sus obligaciones: «Cuida de ti mismo». Aunque la vocación para desempeñar una misión en la Iglesia no requiere cualidades excepcionales en el candidato, es indudable que la ejemplaridad que se le exige ha de impulsarle a practicar las virtudes con especial empeño, para que su ministerio sea eficaz: Alma de apóstol: primero, tú. -Ha dicho el Señor, por San Mateo: 'Muchos me dirán en el día del juicio: ¡Señor, Señor!, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre y lanzado en tu nombre los demonios y hecho muchos milagros? Entonces yo les protestaré: jamás os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de la maldad'.
No suceda -dice San Pablo- que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado (Camino, 930).
«Persevera en esta disposición»: Literalmente, «en estas cosas». Se refiere a las advertencias recordadas en el capítulo, y quizás también a las indicaciones que Timoteo había recibido del Apóstol en diversas ocasiones. La perseverancia es indispensable para el propio ministro, y también para el aprovechamiento de los que dependen espiritualmente de él.
1Tm 5, 1-2. En esta sección (1Tm 5, 1-1Tm 6, 2) el Apóstol proporciona a Timoteo reglas prácticas para el gobierno de la comunidad cristiana. Aunque son consejos dados en circunstancias concretas, el núcleo principal de ellos, y muchos de sus aspectos, tienen validez universal. Sus indicaciones se refieren a las viudas (vv. 3-16), los presbíteros (vv. 17-25) y los esclavos (1Tm 6, 1-2). Pero antes establece un principio general de comportamiento con todos: ha de considerarlos como miembros de su propia familia (vv. 1-2).
Entre estas normas de solicitud pastoral destaca la de corregir con delicadeza a las personas de mayor edad, y la de cuidar las elementales normas de prudencia con las mujeres jóvenes. La reprensión, sobre todo si es a una persona de edad, suele ser costosa, pero muchas veces la caridad la exige como necesaria; en esos casos San Juan Crisóstomo recomienda «endulzar la dureza de fondo con la delicadeza de la forma. Pues es posible corregir sin herir si uno se esfuerza por hacerlo así» (Hom. sobre 1Tm, ad loc.). En cuanto al trato con las jóvenes se recomienda especial delicadeza y gravedad, «porque el amor espiritual hacia las mujeres -comenta Santo Tomás-, si no es casto, degenera en afecto carnal, por lo que en el trato con las jóvenes se ha de vivir especialmente la castidad» (Comentario sobre 1Tm, ad loc.).
1Tm 5, 3-16. En las condiciones sociales de entonces, las viudas estaban expuestas al mayor desamparo y pobreza. Ya en el Antiguo Testamento había normas concretas para protegerlas (cfr. Ex 22, 21 ss.; Dt 10, 18), y los profetas abogaban por ellas, pues, junto con los huérfanos y los extranjeros, sufrían con frecuencia vejaciones e injusticias (cfr. Is 1, 17.23; Jr 7, 6; Mi 2, 9). En el Nuevo Testamento hay testimonios suficientes de que los primeros cristianos atendían con solicitud a las viudas (cfr. Hch 6, 1 ss.), y las visitaban con asiduidad (cfr. St 1, 27). Esta carta a Timoteo es el escrito donde San Pablo se ocupa con mayor amplitud de ellas: instruye a su discípulo sobre el deber que incumbe a los fieles y a la Iglesia de cuidarlas (vv. 3-5.16), y concreta algunas normas para el grupo organizado de viudas que tenían encomendada alguna misión dentro de la comunidad cristiana.
1Tm 5, 3. «Honra»: El verbo griego del texto original significa a la vez «honrar» y «ayudar económicamente». Así, pues, el consejo de San Pablo explicita una consecuencia del cuarto mandamiento de la Ley de Dios: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20, 12; Dt 5, 16). Exige, por tanto, el respeto entrañable, pero abarca también la atención material cuando sea precisa. El Concilio Vaticano II sigue recordando que «la viudez, continuidad de la vocación conyugal, aceptada con fortaleza de ánimo, debe ser honrada por todos» (Gaudium et spes, 48).
Por lo que se refiere a las viudas, el Apóstol distingue tres clases: las que tienen parientes próximos obligados a atenderlas (vv. 4.8); las que viven totalmente solas y sin medios, a expensas de la ayuda de los fieles (vv. 3.5); finalmente aquellas que, con parientes o sin ellos, se dedican al servicio de la comunidad cristiana (vv. 9-16).
1Tm 5, 4. Los cristianos tenemos especial deber de cumplir el cuarto mandamiento, porque los padres «son como ciertas imágenes del Dios inmortal (…), por los que se nos ha comunicado la vida; de ellos se valió el Señor para darnos alma e inteligencia y llevarnos a la recepción de los sacramentos; ellos nos instruyeron en la religión, en la educación y en la convivencia social, y nos enseñaron costumbres rectas y santas» (Catecismo Romano, III, 5, 9). Los hijos, además de tenerles amor y respeto, deben ser agradecidos por los bienes de todo tipo recibidos de ellos y ayudarles en su ancianidad.
1Tm 5, 9-16. Éste es el testimonio más antiguo de que en las primitivas comunidades cristianas estaba de alguna forma institucionalizado el grupo de las viudas; por San Ignacio de Antioquía y San Policarpo conocemos algunas actividades que desempeñaban, especialmente de servicio y caridad con los más necesitados (cfr. Hch 9, 36-39). De modo semejante a los obispos (cfr. 1Tm 3, 2-7) y a los diáconos (cfr. 1Tm 3, 8-13), se les exige -para ser incorporadas-, que hayan estado casadas una sola vez y llevado una vida digna, especialmente que se hayan ejercitado en obras de misericordia.
La edad madura es la exigencia más característica para ser admitidas; probablemente las tareas encomendadas requerían una gran ejemplaridad. Por otra parte, algunas tristes experiencias (cfr. v. 15) pudieron mover al Apóstol a orientar a las jóvenes, sin hijos y sin especiales obligaciones familiares, hacia un nuevo matrimonio, apartándolas así de los peligros que suele llevar consigo la ociosidad.
Con estos consejos queda completo el pensamiento de San Pablo sobre el comportamiento de la mujer en los diferentes estados, puesto que en otras ocasiones había escrito sobre las que viven en celibato y las que se han unido en matrimonio (cfr., p. ej., 1Co 7, 1-24; Ef 5, 22 ss.).
1Tm 5, 11. «Cuando sus pasiones se contraponen a Cristo»: El verbo griego utilizado sólo aparece en este pasaje del Nuevo Testamento y, por tanto, es difícil traducirlo con exactitud. Es posible que San Pablo aluda a las pasiones carnales, más acuciantes en las personas jóvenes. Pero es muy probable que se refiera a los entusiasmos de la juventud: si el compromiso es fruto de una emoción fugaz, es previsible que esa misma fogosidad, no necesariamente pecaminosa, se desvíe de Cristo, y entonces busquen casarse. Se describiría así la situación de desánimo y abandono de Cristo que puede producirse en aquellas que, después de estar un cierto tiempo apasionadas e ilusionadas en su tarea de servicio, hubieran caído en una situación de tibieza. El afán por casarse no es la causa de que abandonen a Cristo: es simplemente un intento de llenar en sus corazones el vacío que queda cuando han rechazado el Amor.
1Tm 5, 12. No todas las viudas cristianas estaban obligadas a formar parte de ese grupo institucionalizado, que se dedicaba a actividades caritativas y de servicio. Pero las que libremente deseaban inscribirse adquirían un compromiso al que debían ser fieles, hasta el punto de que quienes no lo eran incurrían en una verdadera culpa. Aunque San Pablo esté hablando de una agrupación circunstancial, su enseñanza sobre la obligación moral grave de cumplir los compromisos con Dios tiene valor permanente.
La fidelidad es la virtud moral que inclina la voluntad a cumplir con rectitud de intención, sinceridad y exactitud los compromisos contraídos. Santo Tomás dice que «corresponde a la fidelidad del hombre cumplir aquello que prometió» (S.Th. II-II, q. 110, a. 3, ad 5). El que adquiere unos compromisos con Dios o con los hombres, libremente se impone el deber de cumplir las obligaciones que, también libremente, asumió. La fidelidad constituye el mejor cauce de la libertad -para que sea creadora y no destructora-, y es la garantía de su buen ejercicio.
1Tm 5, 17-22. Las indicaciones de gobierno acerca del comportamiento de Timoteo con los presbíteros son claras y precisas: son dignos de veneración (cfr. vv. 17-18), se requiere particular ecuanimidad al juzgarlos y corregirlos (cfr. vv. 19-21), y es necesario decidir con cuidado quiénes pueden ser admitidos (cfr. v. 22). Hay en estas amonestaciones un cierto crecimiento del énfasis, que pone de relieve la gravedad que implicaría imponer las manos precipitadamente.
1Tm 5, 17. «Doble honor»: El término griego equivale a «honor» y «honorario» (cfr. v. 3); al calificarlo de «doble», posiblemente el Apóstol está queriendo indicar que no prescinde de ninguno de los dos significados, pues tanto a lo uno como a lo otro tienen derecho. Además es un modo sencillo de indicar que los presbíteros merecen mayor reconocimiento que los demás fieles por su carácter de ministros sagrados. Se apoya en la autoridad de la Escritura (cfr. v. 18), para dejar sentado que los fieles deben contribuir con su aportación al sostenimiento de los ministros. Pero es claro que se insta sobre todo a reconocer la dignidad de los presbíteros.
1Tm 5, 18. En la predicación de Nuestro Señor y en los escritos del Nuevo Testamento, con frecuencia se aducen citas del Antiguo Testamento como autoridad que avale alguna enseñanza, pues, tanto entre los judíos como entre los cristianos, se reconocía su carácter sagrado. Aquí San Pablo se apoya en dos textos, uno de Dt 25, 4, y otro de Jesucristo, transmitido por Lc 10, 7. A ambos textos llama «Escritura» y reconoce la misma autoridad. Éste es uno de los pasajes más antiguos en que se reconoce el carácter sagrado del Evangelio.
1Tm 5, 20. Parece que nuestro texto se refiere a los presbíteros que caigan en faltas graves que causan escándalo. El temor de que aquí se habla es, evidentemente, el temor de Dios. No es algo malo, sino una virtud, un don del Espíritu Santo (cfr. Is 11, 2-3), el principio de la Sabiduría (Pr 1, 7; Pr 9, 10), la Sabiduría misma (Jb 28, 23).
1Tm 5, 22. La imposición de las manos en este contexto no puede referirse a la absolución de los presbíteros pecadores, como si San Pablo aconsejara gran rigorismo en la administración de la Penitencia. Aquí, como en otros textos de las Pastorales, imponer las manos equivale a conferir el orden sacerdotal (cfr. 1Tm 4, 14; 2Tm 1, 6; Hch 14, 23). El gesto, en la tradición bíblica y judía, significa la trasmisión de la herencia y de los poderes al sucesor en el cargo (cfr. Dt 34, 9).
Las palabras del Apóstol son muy severas, «pero más terrible es aún -enseña Pío XI- la responsabilidad que ellas indican, la cual hacía decir al gran obispo de Milán, San Carlos Borromeo: 'En este punto, aun una pequeña negligencia de mi parte, puede ser causa de muy grandes pecados' (Homiliae 4, 270). Ateneos, por lo tanto al consejo del Crisóstomo; 'No es después de la primera prueba, ni después de la segunda o tercera, cuando has de imponer las manos, sino cuando lo tengas todo bien considerado y examinado' (Hom. sobre 1Tm, ad loc.). Lo cual ha de observarse sobre todo en lo que toca a la santidad de la vida de los candidatos al sacerdocio. 'No basta -dice el santo doctor Alfonso María de Ligorio- que el obispo nada malo sepa del ordenando, sino que debe asegurarse de que es positivamente bueno'. Así que no temáis parecer demasiado severos si, haciendo uso de vuestro derecho y cumpliendo vuestro deber, exigís de antemano tales pruebas (…). Por lo demás, si se guardan diligentemente todas las prescripciones (…) se ahorrarán muchas lágrimas a la Iglesia, y al pueblo fiel muchos escándalos» (Ad catholici sacerdotii, nn. 57-58).
El Concilio Vaticano II, que con tanta insistencia urge el fomento de las vocaciones sacerdotales, vuelve a recordar la necesidad de elegir a los candidatos: «En lo que se refiere a la selección y a la prueba necesaria de los alumnos (del seminario), se deberá mostrar siempre firmeza de espíritu, aun cuando haya que lamentar escasez de sacerdotes, porque Dios no permitirá que a la Iglesia le falten ministros, si son promovidos los dignos» (Optatam totius, 6).
1Tm 5, 23. Esta recomendación paternal rompe el ritmo de las advertencias que viene dando sobre otros temas más trascendentales. Algunos autores han pensado que este texto no sería del autor de la carta, porque parece fuera de lugar. Pero está en todos los códices griegos, y además es un fiel reflejo de la personalidad de San Pablo, preocupado de este «verdadero hijo en la fe» (1Tm 1, 2).
Es posible que Timoteo fuera añadiendo paulatinamente mayor rigor a sus mortificaciones personales; al hacerle esta recomendación el Apóstol deja entrever la doctrina cristiana de que la mortificación personal no se opone a la salud: Pensad, enseña San Josemaría Escrivá, que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico -un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén- que te lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento (Amigos de Dios, 137).
1Tm 5, 24-25. Estas reflexiones completan el consejo anterior sobre la responsabilidad y la prudencia a la hora de admitir en el sacerdocio sólo a los candidatos idóneos (v. 22). Como fruto de la preocupación de la Iglesia por tener buenos ministros, el Concilio de Trento instituyó los Seminarios, y ha sido mucho el cuidado que el Magisterio de la Iglesia ha dedicado a la formación de los futuros sacerdotes.
1Tm 6, 1-2. En la ciudad de Éfeso se calcula que aproximadamente la mitad de la población eran esclavos; hay que suponer, por tanto, que entre los cristianos de aquella ciudad habría un grupo numeroso de ellos.
El Apóstol no aborda directamente el problema social de la esclavitud: no significa que estuviera de acuerdo con aquella situación, sino que era más urgente enseñar la dignidad de cada persona y la igualdad de todos en el orden de la gracia (cfr. Ga 3, 29). También los esclavos han sido redimidos por Cristo y llamados a ser santos; por tanto, también a ellos se les debe exigir un comportamiento recto (otros textos de San Pablo en relación con la esclavitud, pueden verse, p. ej., en Ef 6, 5-9; Col 3, 22-4, 1; Tt 2, 9-10; Flm 8-21: cfr. también las notas correspondientes).
San Pablo señala dos criterios para el comportamiento de aquellos esclavos: el apostolado y la fraternidad. Para muchos paganos el testimonio de sus esclavos era el único modo de conocer el cristianismo, y su conducta debía reflejar su fe y la doctrina que habían recibido (v. 1). Si los amos eran creyentes, la fraternidad no debía disminuir las obligaciones de los siervos, sino darles un sentido más profundo de amor cristiano. De esta forma irían impregnando la sociedad de espíritu cristiano, hasta alcanzar la abolición definitiva de la esclavitud, porque «el fermento del Evangelio ha despertado y despierta en el corazón del hombre una exigencia irrefrenable de dignidad» (Gaudium et spes, 26).
Véase también nota a Col 3, 22-Col 4, 1.
1Tm 6, 3-10. La argumentación para desenmascarar a los falsos maestros denota una prolongada experiencia en el autor sagrado. Por dos veces les llama ignorantes. Les falta rectitud, porque sólo buscan su negocio (v. 5); de ahí que necesiten presentarse con disputas y palabrerías para encubrir sus defectos y su falta de ciencia (v. 4).
«Palabras de salvación», literalmente «palabras sanas», en cuanto que conducen a la salud espiritual (cfr. nota a 1Tm 1, 8-10). «Que son las de nuestro Señor Jesucristo» (v. 3): Esta expresión, junto con la cita de Lc 10, 7 en 1Tm 5, 18, ha dado pie a pensar que cuando se escribió esta carta ya circulaba entre los cristianos de Éfeso un evangelio escrito, concretamente el de San Lucas. Pero no hay más datos claros que avalen esta hipótesis. El Apóstol pudo referirse aquí a palabras del Señor transmitidas fielmente por tradición.
«Doctrina que es conforme a la piedad» (v. 3): El término «piedad», que sólo aparece en la segunda Epístola de San Pedro y en las Pastorales, tiene un amplio sentido. Algunas veces refleja la doctrina cristiana, no como simples verdades abstractas, sino como manifestación de Dios al hombre. Otras veces tiene el sentido genérico de religión (como en 1Tm 6, 5-6). En este pasaje equivale a «Verdad revelada» en cuanto que es vínculo de unión de Dios con nosotros; si no se acepta, se rompe la unión con Dios; si se hace de ella un negocio crematístico (v. 5) se pervierte su profundo significado.
1Tm 6, 10. «La raíz de todos los males es la avaricia»: Probablemente es un proverbio aceptado incluso por los paganos de aquella época, especialmente los más cultos. Los cristianos conocían bien las consecuencias nocivas de la avaricia (cfr. 1Jn 2, 17 y nota). San Pablo utiliza esa expresión lapidaria para echar en cara a los falsos doctores que la causa de todas sus desviaciones es su afán de riquezas. Hacer de la piedad -es decir, de la vida cristiana, de la religión- un objeto de mercado (v. 5) es una clara perversión. Más aún, los que buscan satisfacer su ambición terminan siendo infelices y desgraciados.
Te duele ver que algunos tienen la técnica de hablar de la Cruz de Cristo, sólo para remontarse y alcanzar posiciones… Son los mismos que nada de lo que ven, si no coincide con su criterio, lo consideran limpio. -Razón de más para que perseveres en la rectitud de tus intenciones, y para que pidas al Maestro que te conceda la fuerza de repetir: 'non mea voluntas, sed tua fiat!' -¡Señor, que cumpla con amor tu Voluntad Santa! (Surco, 352).
Las severas amonestaciones del Apóstol reflejan la delicadeza de su corazón profundamente apenado por el daño que causan. «Muchos -esos de quienes con frecuencia os hablaba y ahora os hablo llorando- se comportan como enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3, 18). Frente a ellos, los buenos maestros viven contentos aunque sólo tengan alimento y techo (v. 8); el desprendimiento siempre ha sido condición para la eficacia apostólica: «El espíritu de pobreza y de caridad son la gloria y el testimonio de la Iglesia de Cristo» (Gaudium et spes, 88).
1Tm 6, 11-16. Las últimas recomendaciones de la carta revisten peculiar solemnidad. La constancia en el combate (v. 12) se basa en dos motivos: la llamada a la vida eterna y la lealtad a la confesión de fe hecha en el Bautismo. La segunda obligación de mantener lo mandado (v. 14), se urge poniendo por testigos a Dios Padre y a Jesucristo (v. 13), que firmemente confesó su realeza ante Poncio Pilato.
Existe íntima relación entre la perseverancia y la soberanía eterna de Dios: «La eternidad de Dios, enseña San Bernardo, causa la perseverancia (…). ¿Quién espera y persevera en el amor sino quien imita la eternidad de su caridad? Verdaderamente, la perseverancia lleva consigo una cierta imagen de eternidad; sólo a la perseverancia se le concede la eternidad o, por mejor decir, ella sola alcanza para el hombre la eternidad» (Sobre la consideración, V, 14).
1Tm 6, 11. «Hombre de Dios»: Con esta expresión se designaba en el Antiguo Testamento a personas que cumplieron alguna misión especial de parte de Dios, como Moisés (Dt 33, 1; Sal 40, 1), Samuel (1S 9, 6-7), Elías y Eliseo (1R 17, 18; 2R 4, 7.27.42). En las Cartas Pastorales (cfr. también 2Tm 3, 17) se aplica a Timoteo, en cuanto que, por la consagración, ha recibido de Dios un ministerio en la Iglesia. Por la ordenación «el sacerdote es fundamentalmente un hombre consagrado, un hombre de Dios (1Tm 6, 11) (…). El sacerdocio ministerial en el Pueblo de Dios es algo más que un oficio público y sacro ejercido en servicio de la comunidad de los fieles: es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único mediador (cfr. 1Tm 2, 5)» (Escritos sobre el Sacerdocio, p. 83 ss.).
1Tm 6, 12. «Pelea el noble combate»: San Pablo utiliza frecuentemente las imágenes de la milicia para explicar la tensión de la vida cristiana (cfr., p. ej, 2Co 10, 3-6; Ef 6, 10-17; Col 1, 29; 2Tm 2, 3; 2Tm 4, 7), y de él pasaron a la tradición ascética de la Iglesia (cfr. nota a 1Tm 1, 17-19). Aquí y en 2Tm alude más a la conservación exacta de la verdad y la predicación: este «combate de la fe» es de especial trascendencia para todos.
«Profesión en presencia de muchos testigos»: Además del día de su consagración (cfr. 1Tm 4, 14), Timoteo debió confesar públicamente su fe en muchas ocasiones. Pero la solemnidad de esta expresión parece aludir más bien a la profesión de fe que se hacía en el Bautismo desde los primeros años de la Iglesia (cfr. Hch 2, 38-41).
1Tm 6, 13-14. «Que conserves lo mandado»: El término griego original podría indicar un mandamiento concreto; pero también equivale al conjunto de normas y, más probablemente, a las verdades de la Revelación o al depósito de la fe profesada en el Bautismo.
Con toda solemnidad San Pablo pone por testigo de esta recomendación a Dios Padre y a Cristo Jesús, «que dio el solemne testimonio ante Poncio Pilato»: El testimonio de Jesucristo abarca toda su Pasión y la declaración de su realeza mesiánica y de la verdad de su Persona ante el prefecto romano (cfr. Jn 18, 36-37).
«Hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo»: Para referirse a la segunda venida de Cristo es frecuente en el Nuevo Testamento utilizar el término «parusía» (cfr. 1Co 15, 23; 2P 3, 4) o «revelación» (cfr., p. ej., 1Co 1, 7); las Pastorales prefieren utilizar «manifestación», «epifanía» (cfr. 2Tm 4, 1.8; Tt 2, 13), que reflejan mejor la venida de Cristo como Redentor glorioso (cfr. 2Tm 1, 10). Indudablemente hay una maravillosa continuidad entre la obra redentora de Cristo, la acción de la Iglesia que conserva y transmite la Revelación y la definitiva venida de Cristo al final de los tiempos.
1Tm 6, 15-16. Esta doxología o himno de alabanza es una de las más bellas y profundas del Nuevo Testamento. Es posible que fuera tomada de la liturgia cristiana, como cabe suponer de otros himnos que aparecen en esta epístola (cfr. 1Tm 1, 17 y 1Tm 3, 15-16); quizás pudo surgir como réplica a los himnos compuestos en honor de los monarcas y emperadores, a los que se aplicaban atributos divinos. Pero es más probable que esté inspirada en el Antiguo Testamento, donde se habla de Dios con las mismas expresiones. Aparte del origen del himno, lo importante es que refleja la fe en Dios, que por ser quien es merece toda alabanza.
Dios Padre llevará a cabo, en el tiempo que sólo Él conoce (cfr. Mt 24, 36), la manifestación gloriosa de Jesucristo. Cuatro atributos divinos subrayan el dominio y la trascendencia de Dios: Él es el único Soberano, de quien reciben la potestad todos los mandatarios legítimos de la tierra (cfr. Jn 19, 11). Es Rey de los reyes y Señor de los señores (literalmente «Rey de los que reinan y Señor de los que ejercen el señorío»), es decir, no es un título meramente honorífico, sino el ejercicio de la soberanía sobre los que pretenden poseerla (cfr. Ap 17, 14; Ap 19, 16). Es inmortal, siendo la inmortalidad propia de Dios, que es la Vida (cfr. Jn 1, 4); los ángeles y las almas la poseen de acuerdo con su naturaleza, que tienen recibida de Dios. Finalmente es la luz y la luminosidad, que se atribuyen a Dios (cfr. Sal 104, 2) como expresión de su trascendencia: Dios está por encima de las criaturas y no puede ser comprendido plenamente por el hombre. Santo Tomás explica que un objeto es invisible por dos razones: o por falta de luminosidad, como ocurre con las cosas oscuras y opacas, o por exceso, como ocurre con el sol, cuya brillantez no soporta el ojo humano; Dios de tal manera excede la capacidad del entendimiento humano que es imposible llegar a abarcarlo en plenitud, si bien lo que podemos conocer de Él por la recta razón y por la Revelación es verdadero (cfr. Comentario sobre 1Tm, ad loc.). La conclusión litúrgica y parenética es semejante a la recogida en 1Tm 1, 17; allí se dice «honor y gloria», aquí «honor e imperio», resaltando más la soberanía y el dominio de Dios.
Éste y los demás himnos que aparecen en la carta reflejan la conciencia de los primeros cristianos de que el fin de la vida del hombre es dar gloria a Dios. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: ¡esto es lo que nos ha de mover! (Forja, 851).
Sobre la pobreza cristiana cfr. notas a Mt 5, 3 y Mt 6, 11.
1Tm 6, 20-21. De forma concisa se resume el contenido de la epístola: Timoteo, como ministro de la comunidad cristiana de Éfeso, debe mantener y transmitir la fe recibida, y combatir las falsas doctrinas que puedan dañar a los fieles.
El «depósito», según el Derecho Romano, era aquello que se entregaba a una persona con la obligación de custodiarlo para restituirlo íntegro cuando el depositante lo requiriera; normalmente eran bienes económicos los que constituían el depósito. San Pablo aplica el mismo término a la Revelación y la fe (cfr. 2Tm 1, 12-14), y así ha pasado a la tradición teológica. San Vicente de Lerins lo explicó con precisión: «¿Qué significa guarda el depósito? San Pablo dijo custódialo, a causa de los ladrones, a causa de los enemigos, no sea que, durmiendo los hombres, siembren cizaña sobre aquella buena semilla de trigo que había sembrado el Hijo del Hombre en su campo. Por eso dijo: guarda el depósito. Pero ¿qué es el depósito? Es aquello que debes creer, no lo que has encontrado tú; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; lo que es fruto de la doctrina, no del ingenio; lo que procede de la tradición pública, no de la rapiña privada. Algo que ha llegado hasta ti, pero que tú no has producido; algo de lo que no eres autor, sino custodio; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito, dice el Apóstol; conserva inviolado y sin mancha el talento de la fe católica. Lo que has creído, en tu poder permanezca y por ti sea entregado a otro» (Commonitorio, 22).