COLOSENSES

Col 1, 1-2. La ciudad de Colosas, como ya se dijo en la introducción, se hallaba situada en el valle del río Lico, en Frigia, región centro-occidental de la península de Anatolia (actual Turquía). En Colosas había una floreciente comunidad cristiana.
Timoteo era ya cristiano -de madre judía y de padre griego- cuando se encontró con San Pablo en Listra (cfr. Hch 16, 1-2). Le siguió con prontitud, y a partir de entonces fue uno de sus más fieles colaboradores. Unas veces aparece acompañando al Apóstol (cfr. Hch 20, 4), otras es enviado por él con alguna misión concreta (cfr. Hch 19, 22). Cuando San Pablo escribe a los colosenses desde su prisión romana, Timoteo está con él y también les envía su saludo.
Más tarde, el Apóstol encargará a Timoteo el gobierno de la iglesia de Éfeso. Estando allí le dirigirá dos cartas, que se conservan entre las del Canon del Nuevo Testamento.
Sobre el saludo «la gracia y la paz», véase nota a Ef 1, 2.

Col 1, 3-16. Epafras, nacido probablemente en Colosas, debió conocer a San Pablo durante su estancia en Éfeso y, tras recibir la debida instrucción de labios del Apóstol, abrazó la fe cristiana. Una vez convertido, anunció el Evangelio a sus conciudadanos. Con la ayuda de la gracia y su esfuerzo personal, su predicación fue rica en frutos de santidad. Sin embargo, por obra de algunos falsos apóstoles de tendencia judaizante, pronto empezaron a difundirse entre los colosenses algunos errores de tipo pregnóstico y sincretista, peligrosos para la fe (cfr. en la Introducción a esta epístola, el apartado «Ocasión de la carta»).
Cuando San Pablo escribe la epístola ha sido informado por Epafras de la situación de la Iglesia en Colosas (v. 9). Aunque las noticias, en general, han sido buenas (vv. 3-5), ante el peligro que suponían aquellos engaños, el Apóstol indica a los colosenses cuál es la doctrina verdadera: la que aprendieron de Epafras, que es fiel ministro de Jesucristo.

Col 1, 3-5. San Pablo manifiesta su agradecimiento a Dios por todos los beneficios que ha dispensado a los colosenses, y por la correspondencia de éstos a los dones recibidos. Fija su atención en las tres virtudes teologales -fe, caridad y esperanza-, y señala la importancia que tiene esta última como punto de apoyo para la fe y el amor fraterno. En efecto, la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras (Amigos de Dios, 205).

Col 1, 7. «Que hace nuestras veces»: En muchos e importantes manuscritos se lee «por vosotros»; pero seguimos la lectura adoptada por la Neovulgata, cuya traducción es: «por nosotros», que quiere decir «en lugar nuestro», «que hace nuestras veces», es decir, que Epafras es ministro de Jesucristo y sustituye fielmente a Pablo en el cuidado apostólico de los colosenses.

Col 1, 8. «Vuestro amor en el Espíritu»: Puede referirse o al amor (virtud teologal) que infunde el Espíritu Santo, o bien al amor que los fieles, movidos por el Espíritu Santo, profesan al Apóstol.

Col 1, 9-11. La certeza de que los hermanos en la fe progresan en el camino de la santidad es motivo de gozo, a la vez que ocasión para intensificar la oración por ellos y animarlos en su lucha. San Juan Crisóstomo lo explica con un gráfico ejemplo: «Como en las carreras del hipódromo se redoblan los gritos de ánimo para el jinete conforme se va acercando al término de la carrera, así el Apóstol estimula con toda su energía a los fieles más avanzados en la perfección» (Hom. sobre Col, 2, ad loc.).
El Apóstol pide a Dios que los destinatarios de su carta sean llenos de conocimiento de la voluntad de Dios (v. 9). La plegaria del Apóstol pone especial énfasis en la necesidad de que el Espíritu Santo ilumine a los fieles con sus dones de sabiduría y entendimiento, para que puedan discernir la buena doctrina frente a las enseñanzas erróneas de los falsos apóstoles, y para que tal conocimiento fructifique en toda clase de obras buenas, «pues no es suficiente con conocer -comenta Santo Tomás-, ya que el que conoce lo que es bueno y no lo pone por obra comete pecado, como dice Santiago (cfr. St 4, 17); por lo cual es necesario realizar acciones virtuosas» (Comentario sobre Col, ad loc.). Los cristianos cuentan para eso con la fortaleza que el poder de Dios les proporciona. Actuando así, nunca les faltará la alegría.
«Para que caminéis» (v. 10): Es una expresión típicamente hebrea, muy utilizada en la Sagrada Escritura. Caminar de una manera digna del Señor quiere decir comportarse según sus mandamientos, tener una conducta que manifieste la dignidad de quien nos ha creado, nos ha hecho hijos suyos por la gracia, y con cariño paterno contempla todas nuestras acciones. Esto es, ser fiel a la vocación cristiana, que no saca a nadie de su sitio (cfr. 1Co 7, 21-24), pero exige «dar fruto de toda clase de obras buenas».

Col 1, 12-14. «El poder de las tinieblas»: Es la situación de esclavitud bajo el dominio del demonio en la que se encuentra el hombre que está en pecado. Como es frecuente en la Sagrada Escritura (cfr. Is 58, 10; Jn 12, 35; 1Jn 1, 5; 1Jn 2, 8; 2Co 6, 14; Rm 13, 11-14; Ef 5, 7-13), aparece aquí el símil del tránsito de las tinieblas a la luz para referirse a la «redención» o paso del estado de pecado al de justicia y amistad con Dios, que se realiza por la infusión de la gracia santificante (cfr. Comentario sobre Col, ad loc.).
«La luz»: Es un símbolo de Cristo resucitado y también de todo el cúmulo de gracias que logró para los hombres en su Misterio Pascual. Designa asimismo el conjunto de bienes sobrenaturales que trae consigo la gracia: la bondad, la justicia (o santidad) y la verdad (cfr. Ef 5, 9), que conducen a la gloria del Cielo (cfr. 2Co 4, 6). Por eso, el rito de la luz, tan rico en simbolismo de realidades sobrenaturales, forma parte de la liturgia bautismal desde los primeros siglos.
Hay muchos lugares en la Sagrada Escritura donde se habla de la pugna del poder de las tinieblas contra la luz (cfr. Jn 1, 5.9-11). Las tinieblas designan a la vez el mal y las potencias del maligno. Antes de que tuviera lugar la redención, todos los hombres -como consecuencia del pecado original y de los pecados personales- estaban sometidos a la esclavitud del pecado, que oscurecía sus mentes y dificultaba conocer a Dios, que es la luz verdadera. Cristo, Señor nuestro, realizando la redención, el perdón de los pecados (cfr. v. 14), nos rescató del reino de las tinieblas, de la tiranía del maligno para trasladarnos al reino de la luz, reino de verdad y justicia, de amor y de paz (cfr. Prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey), en el que podemos gozar de «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
El «Hijo de su amor»: Es una expresión hebrea que viene a significar lo mismo que «Hijo muy amado», un modo de designar a Jesucristo en el Nuevo Testamento (cfr. Mc 12, 6; Lc 20, 13). A su vez, la expresión «mi Hijo, el Amado» es pronunciada por la voz del Cielo, es decir, por el Padre, en el Bautismo de Jesús (cfr. Mt 3, 17; Mc 1, 11; Lc 3, 22) y en la Transfiguración (cfr. Mt 17, 5; Mc 9, 7; Lc 9, 35).
De este modo San Pablo, como San Juan, subraya que «Dios es amor» (1Jn 4, 8). El amor de Dios por nosotros se demostró en el envío de su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por Él (cfr. 1Jn 4, 9). Muriendo en la cruz conquistó para nosotros la vida; redimiéndonos con su sangre alcanzó el perdón de nuestros pecados (cfr. Col 1, 14; Ef 2, 4 ss.): «Él nos ha revelado que Dios es amor y nos ha dado el ‘mandamiento nuevo’ (Jn 13, 34) del amor, comunicándonos al mismo tiempo la certeza de que la vía del amor se abre a todos los hombres, de tal manera que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es vano (cfr. Gaudium et spes, 38). Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación» (Reconciliatio et Paenitentia, 10).
Sobre el significado de la «redención» y «el perdón de los pecados» véase nota a Ef 1, 7-8.

Col 1, 12. Los cristianos debemos agradecer la bondad de Dios, que se ha dignado librarnos de la potestad del demonio, nos ha perdonado los pecados y nos ha hecho «dignos de participar en la herencia de los santos». Los beneficios recibidos son múltiples: «además del propio don con el que nos gratifica, nos da también la virtud necesaria para recibirlo (…). Dios no sólo nos ha honrado haciéndonos partícipes de la herencia, sino que nos ha hecho dignos de poseerla. Es doble, pues, el honor que recibimos de Dios: primero, el puesto, y segundo, el mérito de desempeñarlo bien» (Hom. sobre Col, ad loc.).
La participación en «la herencia de los santos», nos permite enriquecernos con el tesoro de bienes espirituales que continuamente aplica la Iglesia a sus miembros: oraciones, sacrificios y toda clase de obras meritorias, que vivifican a cada fiel cristiano. Esta «herencia de los santos» -de la que ya empezamos a participar en esta vida- será una realidad plena y definitiva para quienes alcancen la felicidad eterna. La gracia de la conversión tiene su origen en la benevolencia divina. «Antes que Dios dé la gracia, aunque no todo lo que el hombre hace sea pecado, ninguna cosa hace ni puede hacer con que merezca el perdón ni la gracia de Dios. Sabed -dice San Juan de Ávila- que quien os sacó de vuestras tinieblas a su admirable luz (…) Dios fue. Y la causa por que lo hizo no fueron vuestros merecimientos pasados, ni el respeto de los servicios que le habíais de hacer, mas fue por su sola bondad, y por merecimiento de nuestro único medianero Jesucristo nuestro Señor» (Audi, filia, cap. 65).

Col 1, 15-20. Nos encontramos ante un bellísimo himno donde queda resaltada la eminente dignidad de Cristo, como Dios y hombre a la vez. Era importante subrayar esta verdad ante el peligro que suponían para la fe las falsas doctrinas que habían empezado a difundirse entre los colosenses (cfr. nota a los vv. 7-8). Pero, por encima de las circunstancias históricas, la sublime enseñanza de este canto inspirado sigue vigente en todas las épocas: constituye uno de los pasajes cristológicos más importantes de los escritos paulinos.
El verdadero protagonista del texto es el Hijo de Dios hecho hombre, cuyas dos naturalezas, humana y divina, están siempre unidas en la persona divina del Verbo. No obstante, San Pablo unas veces destaca más su divinidad (vv. 16, 17, 18b y 19) y otras su Santísima humanidad (vv. 15, 18a, 18c y 20). El tema de fondo del himno es la supremacía absoluta de Cristo sobre toda la creación.
Pueden distinguirse en él dos estrofas. En la primera (vv. 15-17) se afirma que el señorío de Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción creadora, ya que «todo ha sido creado por él» (v. 16). Esta expresión aparece también en el prólogo del cuarto Evangelio (cfr. Jn 1, 3), y está apuntada en el Génesis, donde se relata que la creación fue hecha por Dios mediante su Palabra (cfr. Gn 1, 3.6.9. etc.). Por ser Cristo el Verbo de Dios, tiene la primacía sobre todas las cosas. De ahí que San Pablo subraye el hecho de que también los ángeles todos -sin distinción por razón de orden o jerarquía- están sujetos a su dominio.
A la superioridad de Cristo sobre la creación natural sigue su primacía en el orden de la salvación sobrenatural, en la que Dios hace como una nueva creación mediante la gracia. A tal primado en el orden de la redención sobrenatural se refiere la segunda estrofa (vv. 18-20): Por medio de su muerte de cruz, Cristo ha restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas -el mundo y los hombres- con Dios. Tanto judíos como gentiles han sido llamados a integrarse en un solo cuerpo, la Iglesia, del que Cristo es cabeza. También todas las potencias celestiales han quedado sometidas a su poder.
El pasaje es, pues, un canto sublime a la capitalidad de Cristo en virtud de su excelencia y de su acción salvífica. «El Hijo de Dios y de la Bienaventurada Virgen María se debe llamar, por la singularísima razón de su excelencia, Cabeza de la Iglesia -nos enseña Pío XII-, porque la Cabeza está colocada en lo más alto. Y ¿quién está colocado en más alto lugar que Cristo Dios, el cual, como Verbo del Eterno Padre, debe ser considerado como primogénito de toda criatura (Col 1, 15)? ¿Quién se halla en más elevada cumbre que Cristo hombre, que, nacido de una Madre inmune de toda mancha, es Hijo verdadero y natural de Dios, y por su admirable y gloriosa resurrección, con la que se levantó triunfador de la muerte es primogénito de entre los muertos (Col 1, 18)? ¿Quién, finalmente, está colocado en cima más sublime que Aquél que como único mediador de Dios y de los hombres (1Tm 2, 5) une de modo tan admirable la tierra con el cielo, que, elevado en la Cruz como en un solio de misericordia, atrajo todas las cosas a sí mismo (cfr. Jn 12, 32)?» (Mystici Corporis, n. 15).

Col 1, 15. Aunque el hombre puede con las solas fuerzas de su razón llegar a conocer la existencia de Dios, nunca hubiera podido alcanzar por sí mismo el conocimiento de la esencia divina tal como es: en este sentido se dice que Dios es invisible (cfr. Comentario sobre Col, ad loc.). Por eso está escrito en el Evangelio de San Juan que «a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18).
En la Sagrada Escritura se dice que el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26). Sin embargo, solamente la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, es imagen perfectísima del Padre. «La imagen de un ser puede hallarse en otro de dos maneras: de una parte, cuando se halla en un ser de la misma naturaleza específica, y así es como se halla la imagen de un rey en su hijo; y de otra, en un ser de naturaleza distinta, como la imagen del rey en una moneda. Pues bien, según el primer modo, el Hijo es imagen del Padre, mientras que el hombre se llama imagen de Dios conforme al segundo. De aquí que, para expresar la imperfección de la imagen en el hombre, no se dice que es imagen, sino que es a imagen, para designar un cierto movimiento que tiende a la perfección. En cambio, del Hijo no puede decirse que sea a imagen, porque es imagen perfecta del Padre» (S.Th. I, q. 35, a. 2, ad 3). Así pues, «para que algo sea verdaderamente imagen, se requiere que proceda de otro como semejante a él en especie, o, por lo menos, en algún signo de la especie» (S.Th. I, q. 35, a. 1, c.). Decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible» indica la consustancialidad entre el Padre y el Hijo -esto es, que ambos poseen la misma naturaleza divina- y añade el matiz de que el Hijo procede del Padre. Expresa, además, que son dos personas distintas, pues nadie es imagen de sí mismo.
La revelación más alta de Dios la realiza el Hijo de Dios por medio de su Encarnación. Sólo Él ha podido decir: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En su Santísima Humanidad, pues, se reflejan las perfecciones divinas, poseídas en virtud de la unión hipostática -unión de las naturalezas divina y humana, realizada en su persona, que es divina-. La segunda persona de la Trinidad restauró la dignidad de la criatura humana. La imagen de Dios, aunque imperfecta, que hay en cada hombre, había resultado manchada por el pecado de Adán; pero en Cristo se realiza la restauración: la auténtica imagen de Dios toma una naturaleza igual a la nuestra, y merced a la redención realizada por su sangre, consigue el perdón de los pecados (v. 14).
Jesucristo es «el primogénito de toda criatura» en virtud de la unión hipostática. Ciertamente es anterior a toda la creación, pues procede eternamente del Padre por generación. La Iglesia siempre lo ha creído así y lo ha proclamado en el Símbolo de la fe: «Nacido del Padre antes de todos los siglos (…), engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).
Entre los judíos, el primogénito tenía la primacía de dignidad y de derecho. Cuando el Apóstol llama a Jesús «el primogénito de toda criatura» indica que tiene la supremacía y capitalidad sobre todos los seres creados, porque no sólo es anterior a todos ellos, sino que todos fueron creados «en él», «por él» y «para él» (v. 16).

Col 1, 16-17. Jesucristo es Dios, y, en consecuencia, posee la primacía sobre todas las criaturas. Las relaciones entre Cristo y los seres creados vienen especificadas por el uso de tres preposiciones. «En él fueron creadas todas las cosas»: en Cristo, como en su principio y su centro y como su modelo o causa ejemplar. «Todo ha sido creado por él y para él»: por Él, es decir, Dios Padre, por medio de Dios Hijo, crea todos los seres, y para Él, como fin último de todo.
Además, se añade que «todas subsisten en él», esto es, por Él son conservadas en el ser. «El Hijo de Dios no solamente ha creado todo, sino que él conserva todo; de modo que si suspendiera un solo momento la acción de su voluntad soberana, todo volvería a la misma nada de la que Él ha sacado todo lo que existe» (Hom. sobre Col, ad loc.).
Todas las cosas creadas, pues, se mantienen en el ser porque participan, aunque de modo limitado, de su infinita plenitud de ser o perfección. De este modo, el señorío de Cristo no sólo se extiende sobre los cielos, sino que llega hasta los seres materiales aparentemente más insignificantes: abarca todas las realidades de la tierra y de los cielos.
El texto sagrado resalta también la dignidad de Cristo sobre las criaturas invisibles, esto es, sobre los ángeles y jerarquías celestiales (cfr. Hb 1, 5). Si San Pablo subraya esta doctrina es para poner al descubierto los errores de algunos que presentaban a Jesús como una criatura intermedia entre los seres corporales y los espirituales, y por tanto, inferior a los ángeles.

Col 1, 18. «Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia»: Esta imagen muestra la relación de Cristo con la Iglesia, a la que envía su gracia generosamente para dar la vida a todos sus miembros. «La cabeza -dice San Agustín- es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su cuerpo es la Iglesia (…). Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles -porque todos los fieles son miembros de Cristo-, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su cuerpo desde el cielo» (Enarrationes in Psalmos, 56, 1).
San Pablo enseña de modo inequívoco que la Iglesia es cuerpo. «Ahora bien -hace notar Pío XII- si la Iglesia es un cuerpo necesariamente ha de ser uno e indiviso, según aquello de San Pablo: Muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo (Rm 12, 5). Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto y claramente visible, como en su encíclica Satis cognitum afirma nuestro predecesor León XIII de feliz memoria: Por lo mismo que es cuerpo, la Iglesia se ve con los ojos. Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos que se forjan una idea tal de la Iglesia, que no puede tocarse ni verse, siendo solamente un ser neumático como dicen, en el que muchas comunidades de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten sin embargo por un lazo invisible.
»Mas el cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los demás sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo» (Mystici Corporis, n. 7).
«Él es el principio, el primogénito de entre los muertos»: Esto se puede afirmar porque Él fue el primero que resucitó para nunca más morir (cfr. 1Co 15, 20; Ap 1, 5), y también porque gracias a Él se hizo posible para los hombres la resurrección gloriosa (cfr. 1Co 15, 22; Rm 8, 11), ya que por Él fuimos justificados (cfr. Rm 4, 25).
Así como en los versículos anteriores (15-17) se contemplaba la altísima función de Cristo en la creación, ahora se hace notar su primacía en una nueva creación: la regeneración de la humanidad -y tras ella todo el universo- en el orden sobrenatural de la gracia y de la gloria. Cristo resucitó de entre los muertos para que también nosotros caminemos hacia una vida nueva (cfr. Rm 6, 4). Por lo cual se puede afirmar de modo absoluto que Jesucristo es «el primero en todo».

Col 1, 19. La palabra plêrôma, que hemos traducido por «plenitud», tiene en griego dos sentidos: uno, activo, designa «lo que llena» o «lo que completa»; así, por ejemplo, se puede llamar plêrôma de una nave al conjunto de objetos que la llenan. El otro sentido, pasivo, indica «lo llenado» o «lo completo», de modo que se puede decir que una nave es plêrôma cuando está cargada. En el texto de esta epístola, San Pablo utiliza esa palabra en ambos sentidos: Cristo es plenitud (plêrôma, en sentido pasivo) de la divinidad (cfr. Col 2, 9), porque está lleno con todas las perfecciones de la esencia divina; a la vez es plenitud (plêrôma, en sentido activo) de la Iglesia y de toda la creación.
San Juan Crisóstomo considera que «por la palabra plenitud es necesario entender la divinidad de Jesucristo (…). La elección de esta expresión se ha hecho para indicar mejor que la esencia misma de la divinidad residía en Jesucristo» (Hom. sobre Col, ad loc.).
Puesto que Jesucristo posee la naturaleza divina, también posee la plenitud de dones sobrenaturales, para Sí y para todos los hombres. De ahí que Santo Tomás de Aquino al comentar esa expresión entiende que con ella «se muestra la dignidad de la Cabeza en lo que se refiere a la plenitud de todas las gracias» (Comentario sobre Col, ad loc.). En este sentido. Cristo es plenitud de la Iglesia, pues Él, como Cabeza, vivifica a su Cuerpo con toda clase de dones gratuitos.
Por último, también se puede llamar «plenitud (plêrôma) de Cristo» al universo creado, pues todo cuanto existe en el cielo y en la tierra ha sido creado y es conservado en el ser por Él (cfr. vv. 16-17), que de continuo contempla y gobierna todos los seres (cfr. Is 6, 3; Sal 139, 8; Sb 1, 7; etc.). Así pues, el mundo, que fue creado bueno (cfr. Gn 1, 31), se acerca a su plenitud en la medida que refleja con nitidez la impronta divina con la que fue sellado desde el inicio de la Creación.

Col 1, 20. Como Cristo tiene la primacía sobre todas las realidades creadas, el Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas a todas consigo. El pecado había separado a los hombres de Dios, y esto trajo como consecuencia la ruptura del orden perfecto que había entre las criaturas desde el comienzo. Derramando su sangre en la cruz, Cristo nos ganó la paz. Nada en el universo queda excluido de este influjo pacificador. El que en un principio creó todas las cosas en el cielo y en la tierra ha logrado ahora restablecer la paz entre todas las criaturas.
Esta reconciliación de todas las cosas iniciada en Cristo, es impulsada por el Espíritu Santo, y por Él continúa en la Iglesia. Sin embargo, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando, junto con el género humano, también la creación entera sea perfectamente renovada en Cristo (cfr. Lumen gentium, 48).
«La historia de la salvación -tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época- es la historia admirable de la reconciliación: aquélla por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
»La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura -la del pecado- de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.
»Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra» (Reconciliatio et Paenitentia, 13).
Jesucristo cuenta también con la colaboración de cada uno de los cristianos para la aplicación de la obra de redención y de paz a las criaturas. Recuerda el Fundador del Opus Dei: Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios (Es Cristo que pasa, 112).

Col 1, 21. «Enemigos por vuestros pensamientos»: Literalmente habría que traducir «enemigos de mente y pensamiento». Quiere decir que, aunque no se hubieran declarado formalmente enemigos de Dios, en realidad lo habrían sido por su comportamiento.

Col 1, 22. «Su cuerpo de carne»: Es el cuerpo físico de Cristo, por medio del cual se ofreció al Padre en la cruz y realizó la reconciliación de los hombres con Dios y de éstos entre sí. La Santísima Humanidad de Cristo es, pues, instrumento salvador: mediante su Pasión y Muerte, nuestro Señor venció al pecado y obtuvo las gracias necesarias para limpiarnos de nuestras culpas de modo que pudiéramos presentarnos «santos, sin mancha e irreprochables delante de él».
El texto sagrado muestra la Encarnación del Verbo como una realidad diametralmente opuesta a un espiritualismo desencarnado, extraño al espíritu evangélico. El cuerpo y las realidades puramente materiales no son un obstáculo para la santificación; por el contrario, actuando según los planes divinos, son instrumento de salvación y de progreso espiritual. El Fundador de la Universidad de Navarra explica que el auténtico sentido cristiano -que profesa la resurrección de toda carne- se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu (Conversaciones, 115).

Col 1, 24. Jesucristo nuestro Señor cumplió a la perfección la obra que el Padre le había encomendado (cfr. Jn 17, 4). Él mismo lo dice cuando está a punto de expirar en la cruz: «Todo está consumado» (Jn 19, 30). La redención objetiva es desde entonces una realidad. Todos los hombres han sido salvados por la muerte redentora de Cristo. Sin embargo, San Pablo afirma que completa en su carne lo que resta por padecer a Cristo. Entonces, ¿qué entiende San Pablo por «lo que falta a la Pasión de Cristo»? De modo muy sencillo, resume San Alfonso María de Ligorio la respuesta más común: «¿Es que la Pasión de Cristo no fue suficiente por sí sola para salvarnos? Nada faltó, sin duda, de su valor intrínseco y fue plenamente suficiente para salvar a todos los hombres. Con todo, para que los méritos de la pasión se nos apliquen, debemos, según Santo Tomás (S.Th. III, q. 49, a. 3 ad 2 y ad 3), cooperar por nuestra parte -redención subjetiva-, soportando con paciencia los trabajos que Dios nos mande, para asemejarnos a nuestra cabeza que es Cristo» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 10).
San Pablo se aplica a sí mismo esta verdad. Jesucristo trabajó y sufrió todo tipo de fatigas con objeto de que todos comprendieran su mensaje de salvación. Finalmente consumó la redención muriendo en la cruz. El Apóstol recuerda la lección del Maestro: por esto sigue sus pisadas (cfr. 1P 2, 21), toma su cruz (cfr. Mt 10, 38) y continúa la labor de dar a conocer la doctrina de Cristo a todos los hombres.
La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo, afirma Juan Pablo II, lleva consigo la «certeza interior de que el hombre que sufre ‘completa lo que falta a los padecimientos de Cristo’; que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención» (Salvifici doloris, 27).

Col 1, 26-27. El «misterio», revelado ahora, es el designio eterno de Dios de otorgar la salvación a los hombres, judíos y gentiles, haciendo a todos sin distinción coherederos de la gloria y miembros de un mismo Cuerpo que es la Iglesia (cfr. Ef 3, 6), por medio de la fe en Jesucristo (cfr. Rm 16, 25-26).
En Jesucristo, que ha traído la salvación a judíos y gentiles, alcanza su plenitud la revelación del «misterio». Su presencia en los fieles procedentes de la gentilidad es precisamente una manifestación bien patente de la fecundidad sobrenatural del «misterio» y un motivo más para la esperanza de los cristianos. Gracias a ello también quienes no forman parte del pueblo hebreo lograrán alcanzar la salvación. Los que antes estaban sometidos al poder de las tinieblas y eran súbditos del pecado (vv. 13-14), ahora por medio del Bautismo han muerto al pecado (cfr. Rm 6, 2-3) y, por la gracia, Cristo habita en sus corazones (sobre el «misterio» salvífico, cfr. notas a Ef 1, 3-14 y Ef 1, 9, así como la Introducción a la «Teología» de San Pablo, pp. 4-5).
Cristo, por su infinito amor, habita en nosotros por la fe y la gracia, a través de la oración y de los sacramentos. También «está siempre presente en su Iglesia, sobre todo cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20)» (Sacrosanctum concilium, 7).
Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad.
De modo especial Cristo sigue presente entre nosotros, en esa entrega diaria de la Sagrada Eucaristía (…). La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo.

Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa (Es Cristo que pasa, 102-103).

Col 1, 28. «Con la verdadera sabiduría»: Una traducción del texto original al pie de la letra diría: «con [o en] toda sabiduría». Pero tal versión resulta ambigua en castellano. El versículo dice que San Pablo exhorta y enseña a todos y cada uno comunicándoles la verdadera sabiduría, la auténtica doctrina de Jesucristo. Se trasluce del texto que el Apóstol tiene conciencia y certeza de ser instrumento fiel para la transmisión de una enseñanza que es revelada por Dios. Con tal sabiduría se siente seguro de poder conducir a sus discípulos hasta la perfección cristiana.

Col 2, 2-3. La expresión «misterio», empleada en otras ocasiones por San Pablo (cfr. Col 1, 26; Ef 1, 9) se refiere en este versículo expresamente a Cristo: Él es la manifestación plena del «misterio» o plan divino que tiene por fin la salvación de los hombres. El nombre de Jesús significa Salvador, e indica su misión principal: salvar al pueblo de Israel -y por él a todos los hombres- de sus pecados (cfr. Mt 1, 21).
La afirmación de que en Cristo «están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» se fundamenta en que Cristo -Dios hecho hombre- es la encarnación de la misma Sabiduría divina, pues la Sabiduría es uno de los nombres que se aplican en la Sagrada Escritura a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Por eso comenta San Atanasio que «Dios ya no ha querido darse a conocer, como en tiempos anteriores, por la imagen y sombra de sabiduría que aparece en las criaturas, sino que determinó que la verdadera Sabiduría en persona se encarnara, se hiciera hombre y sufriera muerte de cruz, para que en adelante pudieran lograr la salvación todos los fieles por la fe, que en la cruz tiene su punto de apoyo» (Oratio II contra arrianos).
La infinita riqueza de Sabiduría y Ciencia que se esconde en Cristo, hace que la meditación de su vida, sus hechos y sus enseñanzas, sea fuente inagotable de alimento para la vida interior. «Hay mucho que ahondar en Cristo -comenta San Juan de la Cruz-, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de riquezas acá y allá» (Cántico espiritual, canción 37, 3).

Col 2, 4-8. Se puede apreciar la atenta solicitud del Apóstol hacia los fieles de Colosas. Aunque ausente en cuerpo, en espíritu está presente entre ellos. Se alegra y da gracias a Dios porque perseveran en la fe, pero les advierte con claridad sobre los peligros que les acechan, a fin de que nadie pueda engañarles. Hay en sus palabras una clara alusión a los que desvirtuaban la pureza de la fe introduciendo en ella concepciones erróneas. Con sus discursos, cargados de sutilezas y sofismas, pretendían persuadir a los fieles de que, antes que a Cristo, debían recurrir a los espíritus angélicos como principales mediadores ante Dios.
La fe cristiana no se opone al estudio y uso de la ciencia humana, sino sólo a la filosofía vana, esto es, la que sólo se funda jactanciosamente en la razón y no respeta las verdades reveladas.
Con el correr del tiempo, no pocas veces han vuelto a reaparecer quienes han pretendido adaptar las verdades de fe a las corrientes ideológicas más en boga en cada momento. León XIII afirmaba: «Pero como, según el aviso del Apóstol, por medio de vanas filosofías y falacias suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron que es propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se enseñen en todas partes según la regla de la fe católica; y en especial la filosofía, de la cual sin duda depende en gran parte el buen método de las demás» (Aeterni Patris, n. 1).
«Los elementos del mundo»: Véase nota a Ga 4, 3.

Col 2, 9. Este versículo es tan importante que reclama una explicación algo detenida. «Habita»: El término griego expresa un modo estable de vivir o habitar, en contraposición a un modo pasajero, es decir, que la unión de la naturaleza humana de Cristo a su naturaleza divina no es sólo por un tiempo, sino definitiva. «Divinidad»: La palabra griega original también puede traducirse por «deidad». En cualquier caso, la frase significa que Dios ha asumido una naturaleza humana, de modo que, aunque fue sólo la Persona divina del Hijo la que se encarnó, por la Unidad de la esencia divina, allí donde está una Persona divina, allí están también las otras dos.
Aquí se enuncia el profundísimo misterio de la Encarnación, de un modo distinto pero equivalente al de Jn 1, 14: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre» (cfr. también 1Jn 1, 1-2).
Cuando el texto sagrado afirma que en Cristo «habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» «quiere decir -explica San Juan de Ávila- que no mora solamente en Él por vía de gracia, como en los santos -hombres y ángeles-, mas por otra manera de mayor tomo y valor, que es por vía de la unión personal» (Audi, filia, cap. 84).
En Jesucristo hay, pues, dos naturalezas, la divina y la humana, unidas en una sola persona que es divina. Esta unión en la persona -unión hipostática- no impide que cada naturaleza siga manteniendo sus características propias en plenitud, pues como definió San León Magno «ni el Verbo ha sido cambiado en carne, ni la carne en Verbo, sino que uno y otros permanecen en una unidad» (Licet per nostros, cap. 2).

Col 2, 10. Al ser Cristo Cabeza de los ángeles y de los hombres, de toda la creación (cfr. Ef 1, 10) y, particularmente de la Iglesia (cfr. Col 1, 18), se dice que en Él reside toda la plenitud (cfr. nota a Col 1, 19). De ahí que no sólo tiene la primacía sobre todas las cosas, sino que también «colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cfr. Ef 1, 22-23), para que ella tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cfr. Ef 3, 19)» (Lumen gentium, 7).
La unión con Cristo hace partícipes a los fieles cristianos de su «plenitud», es decir, de la gracia divina -que en Él es absolutamente plena y en nosotros parcial y participada-, en una palabra, de sus perfecciones.
Por esta razón, los miembros de la Iglesia que permanecen unidos a su Cabeza «por los sacramentos, de modo misterioso, pero real» (Lumen gentium, 7), pueden alcanzar la plenitud de vida cristiana.
Era particularmente oportuno enseñar estas verdades a los colosenses para ponerlos en guardia contra el grave error de aquellos predicadores que les querían llevar a un culto indebido a los ángeles, con menoscabo de la única y suprema mediación de Cristo.

Col 2, 11-12. Se refiere a otro de los errores que los judaizantes habían pretendido introducir entre los colosenses y del que ya había tratado extensamente en las cartas a los Gálatas y a los Romanos: la necesidad de la circuncisión para los cristianos. La circuncisión material afecta al cuerpo físico, en cambio, la que el Apóstol llama por analogía «circuncisión de Cristo», esto es, el Bautismo, despoja del «cuerpo carnal» es decir, de todo aquello que en nosotros está inclinado al pecado. «Nosotros, que por medio de Él hemos llegado a Dios, no hemos recibido la circuncisión carnal, sino la espiritual (…). Y la recibimos por la misericordia de Dios en el Bautismo» (San Justino, Diálogo con Trifón, 43, 2). «Por el sacramento del Bautismo, debidamente administrado según la institución del Señor, y recibido con la debida disposición del alma, el hombre es incorporado realmente a Cristo crucificado y es regenerado para la participación en la vida divina, según las palabras del Apóstol: Sepultados con él por medio del Bautismo, también fuisteis resucitados con él mediante la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos (Col 2, 12)» (Unitatis redintegratio, 22).
Como en otras ocasiones (cfr. Rm 6, 4) San Pablo, evocando el rito de inmersión en el agua, habla del Bautismo como de una sepultura -señal cierta de haber muerto al pecado-, y de la resurrección a una vida nueva: la vida de la gracia. Mediante este sacramento somos asociados a la muerte y sepultura de Cristo para que también podamos resucitar con Él. Cristo «significó con su resurrección nuestra nueva vida, que renacía de la antigua muerte, por la cual estábamos sumergidos en el pecado. Esto es lo que realiza en nosotros el gran sacramento del bautismo: que todos los que reciben esta gracia mueran al pecado (…) y que renazcan a la nueva vida» (San Agustín, Enchiridion, caps. 41-42).

Col 2, 13-14. Ésta es una de las enseñanzas centrales de la epístola: que Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres. El objetivo fundamental de su acción mediadora es reconciliar a los hombres con Dios, por el perdón de sus pecados y la donación de la vida de la gracia, que es una participación de la vida divina.
En el v. 14 se indica el modo por el que Cristo ha logrado su fin: la muerte en la cruz. Todos los que estaban sometidos a la esclavitud del pecado y de la Ley, han sido liberados por su muerte.
La Ley mosaica, a la que los escribas y fariseos se habían encargado de añadir tal número de preceptos que la hacían insoportable, venía a ser, según la comparación de San Pablo, como un pliego de cargos (quirógrafo) contra los hombres, pues imponía pesadas cargas y no daba la gracia para sobrellevarlas. Con frase muy gráfica dice el Apóstol que este documento fue quitado de en medio y clavado en la cruz. Así quedaba patente a todos que Cristo había satisfecho con sobreabundancia por nuestros delitos: «Los ha borrado -comenta San Juan Crisóstomo-, no tachado; pero tan bien borrados que no queda en nuestra alma ninguna traza de ellos. Los ha abolido por completo, los ha clavado en la cruz (…). Nosotros éramos culpables y merecedores de los castigos más rigurosos ¡pues todos nosotros estábamos en el pecado! ¿Qué hizo entonces el Hijo de Dios? Por su muerte en la cruz borra nuestras manchas y nos exime del castigo merecido por ellas. Él toma el pliego de nuestros cargos, lo clava en la cruz por medio de su persona y lo destroza» (Hom. sobre Col, ad loc.).

Col 2, 15. Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Las potencias angélicas, principados y potestades, carecen de importancia comparados con Cristo: Dios ha triunfado sobre ellos y los ha expuesto a público espectáculo por medio de la muerte de su Hijo. La frase parece evocar el desfile de un general victorioso que porta como trofeos el botín capturado y los prisioneros hechos al enemigo.
Algunos autores interpretan de otro modo este pasaje, realmente oscuro: el «público espectáculo» aludiría a que los ángeles buenos habían sido mediadores en la revelación de la Ley mosaica (cfr. Ga 3, 19) y, por esto, eran venerados por algunos judíos de la época -entre ellos algunos convertidos de Colosas-, con un culto que llegaba a ser supersticioso. Esos ángeles serían expuestos por Dios «a público espectáculo» al figurar como escolta en el desfile triunfal de Cristo. Así pues, de una y otra interpretación se deduce que no debían dar a los ángeles, servidores de Cristo, el culto que sólo a Él se debe tributar, a pesar de la importante participación angélica en el plan salvífico de Dios. Una de sus misiones es interceder de continuo en favor de los hombres.
En el momento en que se escribió la Carta a los Colosenses, había que enseñar primero la única mediación de Jesucristo. De Él depende la mediación de los ángeles, ya revelada en el Antiguo Testamento (cfr. Tb 12, 3.12 ss.; Dn 9, 21 ss.; Dn 10, 13; Za 1, 9; etc.). También de la mediación de Cristo depende la mediación de Santa María, pero la explicitación de este misterio iría madurando a partir de los acontecimientos del Nuevo Testamento. La mediación de María, subordinada a la de su Hijo Jesús, está sin embargo por encima de la de los ángeles. El Pontífice Pío XII, escribía haciéndose eco de enseñanzas anteriores: «Si, de hecho, el Verbo opera milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que ha asumido, si se sirve de los sacramentos, y de sus Santos, como de instrumentos para salvar las almas, ¿cómo no servirse del oficio y de la obra de su santísima Madre para distribuirnos los frutos de la Redención?
»Con ánimo verdaderamente maternal -así dice el mismo Predecesor Nuestro Pío IX, de i. m.- al tener en sus manos el negocio de nuestra salvación, Ella se preocupa de todo el género humano, pues está constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y está exaltada sobre los coros todos de los Ángeles y sobre los grados todos de los Santos en el cielo; estando a la diestra de su unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales súplicas impetra eficacísimamente, obtiene cuanto pide, y no puede dejar de ser escuchada» (Ad Caeli Reginam, 17).
«Principados y potestades»: Véase nota a Ef 6, 12.

Col 2, 16-18. Señala el texto sagrado los abusos que se daban en Colosas como consecuencia de las herejías pregnósticas (cfr. Introducción a la Epístola a los Colosenses, apartado «Ocasión de la carta»). Estos abusos se centraban fundamentalmente en tres puntos: abstención de ciertos alimentos, celebración de determinadas fiestas (v. 16) y culto supersticioso a los espíritus angélicos (v. 18).
Los «novilunios», o días de luna nueva (cfr. Lv 23, 24), eran días festivos que los judíos celebraban desde su época nómada. Ya en tiempos de Saúl tenían un carácter de fiesta tradicional que se festejaba con un banquete sagrado y en la que se ofrecían sacrificios (cfr. 1S 20, 24 ss.). Más tarde, Ezequiel prescribe que en los novilunios se realicen acciones de culto a Dios en el Templo y se ofrezcan sacrificios (cfr. Ez 46, 3).
En cuanto al «sábado» recordemos que es la fiesta semanal de los hebreos; día reservado a Yahwéh, pues Él mismo lo ha santificado (Ex 20, 11). Ese día está dedicado al descanso y la oración, mediante una serie de ritos y ceremonias religiosas.
La abstinencia de algunas bebidas y alimentos estaba cuidadosamente reglamentada en el Antiguo Testamento (cfr. Lv 10, 9; Lv 11, 1-47; Nm 6, 3), así como las fiestas que debían celebrarse en honor de Yahwéh (cfr. Nm 28, 1-26). Estas prescripciones, de carácter transitorio, tenían como misión preparar al pueblo elegido para la llegada del Mesías. En la nueva etapa de la Historia de la salvación inaugurada por Cristo, ya no era necesario seguir gravando las conciencias de los fieles con prescripciones caducadas (cfr. Ga 4, 9-10).
San Pablo explica con una imagen que la Ley Antigua es como la sombra de la Ley Nueva, dada por Cristo. La sombra señala la presencia del cuerpo. La Ley mosaica, que es la sombra, tenía la misión de ir señalando el camino hasta la venida de Cristo; pero una vez que Él ha llegado y ha promulgado la Nueva Ley, carecería de sentido dar mayor importancia a la sombra que al cuerpo.
El Apóstol corrige los abusos introducidos en la práctica del ayuno y de la abstinencia, pero no reprueba esos ejercicios de penitencia, pues Jesucristo mismo los había practicado (cfr. Mt 4, 2) y enseñado a los que quieran seguirle (cfr. Mt 6, 16-18).
El Conc. Vat. II recomendó asimismo que -especialmente en el tiempo de Cuaresma- «se fomente la práctica penitencial de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles» (Sacrosanctum concilium, 110). Y Juan Pablo II lo ha recordado también al decir que «la disciplina penitencial de la Iglesia no puede ser abandonada sin grave daño, tanto para la vida interior de los cristianos y de la comunidad eclesial como para su capacidad de irradiación misionera (…). La penitencia cristiana será auténtica si está inspirada por el amor, y no sólo por el temor; si consiste en un verdadero esfuerzo por crucificar al ‘hombre viejo’ para que pueda renacer el ‘nuevo’, por obra de Cristo; si sigue como modelo a Cristo que, aun siendo inocente, escogió el camino de la pobreza, de la paciencia, de la austeridad y, podría decirse, de la vida penitencial» (Reconciliatio et Paenitentia, 26).

Col 2, 18. Los falsos doctores presentaban sus erróneas doctrinas como fruto de ciertas revelaciones recibidas en visión. Con afectada humildad, llegaban a afirmar que era un atrevimiento intolerable buscar directamente a Dios, invisible e inaccesible al hombre mortal. El culto debía dirigirse, por tanto, a los espíritus, seres intermedios entre esa altísima divinidad y los seres materiales. El Apóstol desenmascara con energía tales errores.
Ese culto supersticioso a los espíritus angélicos es totalmente distinto del culto con que la Iglesia venera a los ángeles y a los santos, considerándolos como criaturas que, con su intercesión sirven al plan de salvación de Dios en favor de los hombres.

Col 2, 19. Jesucristo es «la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 18). Seguir las herejías, a las que acaba de aludir (cfr. vv. 16-18), tendría consecuencias funestas, pues supondría romper la unión con Cristo, que es la cabeza, de quien todo el cuerpo, la Iglesia, recibe la fuerza de vida. Para que un cuerpo esté pleno de vitalidad no sólo es necesario que los miembros estén en su lugar, según el orden que les corresponde, sino que hace falta también que estén bien unidos entre sí y cada cual cumpla su propia función. Véase nota a Ef 4, 13-16.

Col 2, 20-23. Al recibir el Bautismo, cada fiel muere con Cristo a los elementos del mundo (cfr. nota a Ga 4, 3) y es librado de las servidumbres de la Ley (cfr. Rm 7, 4-6) y del pecado (cfr. Rm 6, 4-7). No tiene sentido, por tanto, continuar aprisionados por unos preceptos ya abolidos, y menos aún tener miedo al uso de las cosas buenas del mundo.
San Pablo habla con cierta ironía de la multitud de mandatos que pretendían imponer los falsos doctores, que sostenían que la materia es mala y que en el contacto con ella hay peligro de impureza. En especial el v. 21 probablemente reproduce los términos que empleaban, no sólo los observantes más escrupulosos de las tradiciones judaicas, sino también los de algunas religiones del Oriente antiguo. A esa terminología parece aludir la triple especificación: «¡No toques, no gustes, ni siquiera mires!». Rechaza el Apóstol tales teorías porque no están de acuerdo con las enseñanzas de Cristo (cfr. Mt 15, 11): es un invento humano, una falsa piedad que no sirve de nada y esclaviza inútilmente. La piedad verdadera, la que nos hace crecer en santidad, consiste sobre todo en prestar oído a la voz del Señor sin endurecer el corazón (cfr. Sal 95, 7-8).

Col 3, 1-4. Comienza ahora la parte predominantemente moral y parenética de la epístola. Constituye una aplicación práctica de la doctrina expuesta en los capítulos precedentes, respondiendo a los problemas surgidos entre los colosenses.
El Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte. «Por el Bautismo los hombres son efectivamente injertados en el misterio pascual de Cristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él» (Sacrosanctum concilium, 6). Esto es, los cristianos hemos resucitado a una vida nueva, que es sobrenatural, pues participamos ya en este mundo de la vida gloriosa de Jesucristo resucitado. Esta vida es de momento espiritual y oculta, pero en la Parusía, cuando nuestro Señor venga con toda su gloria, llegará a ser manifiesta y gloriosa.
Las consecuencias prácticas que se desprenden de esta doctrina pueden resumirse principalmente en dos: la necesidad de buscar las «cosas de arriba», es decir, las de Dios, y el pasar ocultos en el trabajo y en la vida ordinaria, haciéndolo todo con sentido sobrenatural.
Respecto a lo primero ha dicho el Conc. Vaticano II: «Los cristianos, peregrinando hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba (cfr. Col 3, 1-2), lo cual en nada disminuye la importancia de la obligación que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» (Gaudium et spes, 57). El trabajo, las relaciones familiares y sociales, cada una de las realidades humanas, han de ser vividas con espíritu de fe, hechas con perfección por amor: Un cristiano sincero -comenta San Josemaría Escrivá-, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el cielo (Amigos de Dios, 206).
De otra parte, la vida normal y corriente, los afanes diarios, el deseo de mejorar y de servir a los demás sin pretender el público reconocimiento de los propios méritos, tienen valor santificador cuando están animados por el amor a Dios. La trascendencia de una vida sencilla «escondida con Cristo en Dios» (v. 3) es tan grande que el mismo Jesucristo quiso pasar así, inadvertido, como uno más -era el hijo del artesano-, la mayor parte de los años que vivió en la tierra. Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario (Es Cristo que pasa, 172).
De este modo, quienes se esfuercen por buscar la santidad imitando a Cristo en su vida oculta, vivirán la esperanza, serán optimistas y alegres, y participarán después de su muerte en la gloria del Señor, que será plena al fin de los tiempos. Entonces oirán la alabanza de Jesús: «Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Sobre el valor de la vida oculta puede verse la nota a Lc 2, 51.

Col 3, 5-17. El cristiano, que ha resucitado con Cristo en el Bautismo, no debe vivir para sí mismo sino para Dios. Por eso debe despojarse cada día del hombre viejo y revestirse del nuevo (vv. 9-10).
El «hombre viejo» es el que se deja dominar por las inclinaciones de la concupiscencia desordenada (cfr. Rm 7, 8), el que presta los miembros de su cuerpo (v. 5) como armas de injusticia al servicio del pecado (cfr. Rm 6, 12). Con la ayuda de la gracia el hombre viejo se va desmoronando, mientras que el «hombre nuevo» se renueva de día en día (cfr. 2Co 6, 16). Es necesario borrar la impureza y todos los demás vicios (vv. 5 y 8) para dejar paso a la bondad acompañada por todo el cortejo de virtudes cristianas (vv. 12 y 13), unidas por la caridad (v. 14), que caracterizan al hombre nuevo.
El discípulo de Cristo, que ha sido renovado y vive para el Señor, posee un nuevo y más perfecto conocimiento de Dios y del mundo (v. 10). Gracias a ese conocimiento ve las cosas con una perspectiva más alta, es decir, con visión sobrenatural. De este modo quiere y comprende a todos los hombres sin distinción de raza, nación ni condición social (v. 11), e imita a Cristo que se ha entregado por todos. «El Hijo Unigénito del Eterno Padre quiso hacerse hombre, para que nosotros fuéramos conformes a la imagen del Hijo de Dios y nos renovásemos según la imagen de Aquél que nos creó. Por lo cual, todos los que se glorían de llevar el nombre de cristianos, no sólo han de contemplar a nuestro Divino Salvador como un excelso y perfectísimo modelo de todas las virtudes, sino que, además, por el solícito cuidado de evitar los pecados y por el más esmerado empeño en ejercitar la virtud, han de reproducir de tal manera en sus costumbres la doctrina y la vida de Jesucristo, que cuando aparezca el Señor sean hechos semejantes a Él en la gloria, viéndole tal como es (cfr. 1Jn 3, 2)» (Mystici Corporis, n. 20).

Col 3, 12-13. Revestirse del hombre nuevo no es algo meramente externo como si se tratara de ponerse un traje. Supone una transformación que afecta a todo el ser del hombre, cuerpo y alma, inteligencia y voluntad. Ese cambio interior se pone en marcha al tomar la firme resolución de llevar una vida cristiana en su más plena integridad, pero requiere un ejercicio continuo, día tras día, de todas las virtudes. La conversión es cosa de un instante -afirma el Fundador del Opus Dei-; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar –en las nuevas situaciones de nuestra vida– la luz, el impulso de la primera conversión (Es Cristo que pasa, 58).
Las virtudes que enumera el Apóstol como características del hombre nuevo son diversas manifestaciones de la caridad que, como expone seguidamente, es el «vínculo de la perfección» (v. 14). Entre esas virtudes cabe destacar la mansedumbre y la paciencia, el perdón y el agradecimiento, reflejo a su vez de una virtud esencial: la humildad. Sólo una persona humilde está en condiciones de perdonar y agradecer de corazón, porque sólo ella es consciente de que todo lo que tiene lo ha recibido de Dios. De ahí que trate a su prójimo con comprensión, disculpando y perdonando cuando sea necesario, de modo que con sus obras dé testimonio de su fe y caridad.
Véase nota a Ef 4, 20-24.

Col 3, 14. La alegoría del traje de virtudes con el que se reviste al hombre nuevo se completa con esta última metáfora: la caridad es el vínculo -o cinturón- de la perfección. Así como el cinturón sirve para ceñir al cuerpo las prendas de vestir, la caridad mantiene la trabazón entre las virtudes que componen el traje de la perfección. Sin la caridad no podrían vivirse las virtudes sobrenaturales (cfr. 1Co 13, 1-3). San Francisco de Sales se sirve de ejemplos sencillos para hacer entender esta verdad: «Sin el cemento y el mortero, que une piedras y afirma muros, todo el edificio se vendría abajo; sin nervios, músculos y tendones, todo el cuerpo se desharía; sin la caridad, las virtudes no logran mantenerse unidas» (Tratado del amor de Dios, lib. 11, cap. 9).
«La caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la Ley (cfr. Col 3, 14; Rm 13, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin» (Lumen gentium, 42). Por eso «querer alcanzar la santidad -a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos- significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra.
Viviendo la caridad -el Amor- se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano (Conversaciones, 62).

Col 3, 15. «La paz de Cristo» es la que procede del nuevo orden de la gracia instaurado por Jesucristo. Por ella, el hombre tiene acceso directo a la intimidad divina y, en consecuencia, a la paz que tanto anhela. «Nos has creado, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín, Confesiones, 1, 1). Esa paz no puede, por tanto, darla el mundo (cfr. Jn 14, 27), ya que no depende ni del progreso ni del bienestar puramente material, ni siquiera del orden o armonía que puede reinar entre los pueblos. «La paz en la tierra, profunda aspiración de los hombres en todo tiempo, no se puede establecer ni asegurar si no se guarda íntegramente el orden establecido por Dios» (Pacem in terris, n. 1).
La paz de Cristo es, pues, la paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Ésa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos (Es Cristo que pasa, 22).

Col 3, 16. «La palabra de Cristo»: Se refiere al conjunto de las enseñanzas de nuestro Señor, de las que son testigos autorizados los Apóstoles. Esta doctrina debe estar presente de continuo en el cristiano y «habitar abundantemente» en él para que informe toda su conducta: la palabra de Cristo es el mejor alimento de la oración y fuente riquísima de enseñanza práctica. Las fuentes más inmediatas y autorizadas en las que pueden encontrarse esas palabras son los libros del Nuevo Testamento. San Juan Crisóstomo dice que esos escritos «son maestros que no dejarán de instruirnos (…). Abrid estos libros. ¡Qué tesoros de remedios tan eficaces! (…). Sólo hace falta que pongáis vuestros ojos sobre el libro, lo recorráis y retengáis bien las sabias enseñanzas que os dan. La causa de todos nuestros males vienen de la ignorancia que tenemos de los libros sagrados» (Hom. sobre Col, ad loc.).
San Pablo recuerda también que el agradecimiento ha de llevar a glorificar al Señor, a dirigirle cantos de gozo y gratitud. Para ello los fieles se pueden servir de cánticos e himnos que expresen musical y poéticamente sus profundos sentimientos, y también de los Salmos, que la Iglesia siempre ha utilizado en su liturgia para dar gloria a Dios y como alimento de la vida espiritual. «Así como la boca saborea las viandas, así también el corazón los salmos». (San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, VII, 5).
Véase nota a Ef 5, 19.

Col 3, 17. Todas las realidades auténticamente humanas son santificables y deben ser santificadas (cfr. 1Co 10, 31), haciéndolas con perfección, por amor a Dios.
Esta doctrina ha sido recordada por el Conc. Vaticano II: «Los laicos, al cumplir rectamente las obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no deben separar de su vida personal la unión con Cristo, sino que han de crecer intensamente en ella realizando sus tareas según la voluntad de Dios. Es necesario que los laicos avancen por este camino de la santidad con espíritu decidido y alegre» (Apostolicam actuositatem, 4).
La misma doctrina había sido profundamente vivida y enseñada por el Fundador del Opus Dei: Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria (Conversaciones, 116).
El Conc. Vaticano II ve también en este pasaje de Colosenses un punto de partida para el diálogo ecuménico con los no católicos: «Si muchos cristianos no entienden siempre el Evangelio en su aspecto moral de igual manera que los católicos, ni admiten las mismas soluciones a los problemas más difíciles de la sociedad moderna, no obstante quieren, como nosotros, seguir la palabra de Cristo, como fuente de virtud cristiana, y obedecer al precepto del Apóstol (cfr. Col 3, 17)» (Unitatis redintegratio, 23).

Col 3, 18-19. Según la situación social de la época en la que está escrita la epístola, sobre todo en Oriente, la mujer era considerada como inferior al hombre. San Pablo, sin atacar de modo frontal a las costumbres de su tiempo, ofrece perspectivas claras para afrontar el problema en su raíz. Establece en sus verdaderos términos la situación de la mujer en la familia: ciertamente el marido tiene una misión importante que realizar, pero también la mujer tiene una labor especifica, insustituible, que llevar a cabo. La mujer no es su esclava, pues tiene igual dignidad que el hombre y debe ser tratada por él con respeto y amor sincero. Da por supuesto que en la familia hay una autoridad, y que esa autoridad es propia del marido por designio del Creador (cfr. 1Co 11, 3.12-14). «El puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible (…). Revelando y viviendo en la tierra la misma paternidad de Dios (cfr. Ef 3, 15), el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia» (Familiaris Consortio, 25).
Eva fue entregada por Dios a Adán como compañera inseparable y complemento del hombre (cfr. Gn 2, 18) y, por tanto, debe vivir en concordia con él. Varón y mujer tienen funciones distintas, aunque complementarias, en la vida familiar; ambos tienen igual dignidad, en cuanto que son personas humanas: «El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor, evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor» (Gaudium et spes, 49). Por eso el marido debe poner especial empeño en amar y respetar la dignidad de su esposa: «No eres su amo -escribe San Ambrosio- sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer (…). Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé agradecido con ella por su amor» (Exameron, V, 7, 19; cit. en Familiaris Consortio, 25).
Véanse notas a Ef 5, 22-24 y Ef 5, 25-33.

Col 3, 20-21. Los hijos deben obedecer a sus padres en todo, como Dios ha mandado (cfr. Ex 20, 12; Si 3, 8 ss.), señalando una exigencia de la naturaleza humana. Esa obediencia se refiere a todo lo que no se oponga a la voluntad divina, para que sea «agradable al Señor», pues como enseñó Jesucristo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37).
Por su parte, los padres han de cuidar con esmero la educación de sus hijos. En toda familia debe haber un «intercambio educativo entre padres e hijos (cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 ss.), en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto y la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana (cfr. Gaudium et spes, 48). Cumplirán más fácilmente esta función si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio ‘ministerio’, esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable» (Familiaris Consortio, 21). Véase nota a Ef 6, 1-4.

Col 3, 22-Col 4, 1. Para Dios no hay diferencia entre siervo y libre (cfr. v. 11), pues «en Dios no hay acepción de personas». Se establece así el fundamento cristiano para la abolición de la esclavitud. Aunque el Apóstol no plantea directamente ese tema, la doctrina que enseña implica la desaparición pacífica de la condición de esclavo. Indica a los señores que deben practicar la justicia, de la que tendrán que dar cuenta a Dios, único y verdadero Señor. Por su parte, los siervos deben hacer bien su trabajo, buscando agradar a Dios. La solución de ese problema social no habría de llegar por el camino de la violencia entre dueños y sirvientes, sino por la vía de la caridad. El magisterio de la Iglesia enseña que «la mayor equivocación es suponer que una clase social necesariamente sea enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiese hecho a los amos y a los obreros para luchar entre sí con una guerra siempre incesante (…). Una clase tiene absoluta necesidad de la otra; ni el capital puede existir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. La concordia engendra la hermosura y el orden de las cosas; por lo contrario, de una lucha perpetua necesariamente ha de surgir la confusión y la barbarie. Ahora bien: para acabar con la lucha, cortando hasta sus raíces mismas, el cristianismo tiene una fuerza exuberante y maravillosa» (Rerum novarum, n. 15).
La doctrina cristiana ofrece, pues, la auténtica perspectiva en la que se deben situar las relaciones laborales. Juan Pablo II ha recordado que «no hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre (…). En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen» (Laborem Exercens, 6).
A pesar de que el modelo de sociedad a la que se dirige San Pablo no estaba inspirado en estos principios de justicia y reconocimiento de la dignidad de todos los hombres, el Apóstol no induce a los esclavos a que se muevan por odio, pues «la lucha de clases, cualquiera que sea su responsable y, a veces, quien la erige en sistema, es un mal social» (Reconciliatio et Paenitentia, 16). Al contrario, San Pablo les enseña que deben trabajar «de corazón, como hecho para el Señor y no para los hombres» (v. 23): «hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes» (Laborem Exercens, 24).
Véase nota a Ef 6, 5-9.

Col 4, 2. La perseverancia en la oración es un tema ampliamente subrayado en el Nuevo Testamento (cfr. Lc 18, 1; Rm 12, 12; 1Ts 5, 17). La razón es ésta: entre santidad y oración existe una relación tan estrecha que la una no puede darse sin la otra. El esfuerzo cotidiano por orientar hacia Dios todas las tareas de la vida ordinaria es un poderoso incentivo para la oración personal. «¡Cuántas ocasiones se presentan durante el día para elevarse hacia Dios a un alma poseída por el deseo de la propia santificación y de la salvación de otras almas! Angustias íntimas, fuerza y pertinacia de las tentaciones, falta de virtudes, desaliento y esterilidad en los trabajos, innumerables ofensas o negligencias y, finalmente, el temor a los juicios divinos» (San Pío X, Haerent animo, n. 10). Todas estas necesidades proporcionan estímulos abundantes para una oración confiada, humilde y perseverante, que enriquece en méritos ante el Señor y nos hace confiar en su gracia.
Pero no sólo hemos de orar en las tribulaciones. También las alegrías y los afanes nobles del corazón han de ser temas de conversación frecuente con Dios, motivos de agradecimiento por los beneficios recibidos. «Éste es vuestro deber -advierte San Juan Crisóstomo-: dar gracias a Dios en vuestras oraciones, tanto por los beneficios que sois conscientes de haber recibido, como por los que habéis recibido de Dios sin saberlo. Dadle gracias tanto por los favores que le habéis pedido, como por los que os ha hecho a pesar de vosotros mismos. Dadle gracias tanto por el cielo en el que os promete la felicidad, como por el infierno del que os libra. En una palabra, dadle gracias por todo, aflicciones y alegrías, calamidades y felicidad» (Hom. sobre Col, ad loc.).

Col 4, 5-6. «Los de fuera»: Son los no cristianos (cfr. 1Co 5, 12; 1Ts 4, 12); en el v. 6 se especifica cómo debe ser el trato con ellos: en conversación «grata, sazonada con sal», esto es, enseñando a los demás -con el atractivo del propio ejemplo y al calor de la amistad- a descubrir las maravillas de la fe y del amor de Dios, y a vivir una vida cristiana en medio del mundo, en las realidades y ocupaciones entre las que discurre la existencia (cfr. Mt 5, 13; Mc 9, 50). La afabilidad en el trato, la alegría contagiosa y el buen humor son reflejo de la paz interior que proporciona la gracia de Dios y la conciencia de la filiación divina; estas virtudes hacen grata la convivencia y son un poderoso estímulo para atraer a los hombres al calor de la Iglesia de Cristo.
Los cristianos deben «aprovechar el tiempo», esto es, servirse de todas las ocasiones que se presenten para avanzar en su propia santificación y para atraer a la fe a los de fuera. «El tiempo es corto» (1Co 7, 29), dice San Pablo a los corintios. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno (Amigos de Dios, 39). No se puede tener la actitud de aquellos obreros de la parábola evangélica que permanecían todo el día sin trabajar (cfr. Mt 20, 6), ni la del siervo que no quiso negociar con el talento de su amo (cfr. Mt 25, 18). Todos coinciden en una insensibilidad, ante la gran tarea que a cada uno de los cristianos ha sido encomendada por el Maestro: la de considerarnos y la de portarnos como instrumentos suyos, para corredimir con Él; la de consumir nuestra vida entera, en ese sacrificio gozoso de entregarnos por el bien de las almas (Amigos de Dios, 49).
Las recomendaciones del Apóstol en estos versículos son un eco fiel del mandato del Señor: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). San Pablo habla del apostolado que han de hacer todos los cristianos. Si todos los fieles hemos recibido la gracia de Dios y el don de la fe, cada uno de nosotros ha de manifestarlo con sus obras y su palabra. Pues, como enseña el Conc. Vaticano II, el apostolado «no consiste sólo en el testimonio de vida. El verdadero apóstol busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes, para llevarlos a la fe; ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a mayor fervor de vida: Porque la caridad de Cristo nos urge (2Co 5, 14). En el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol: ¡Ay de mí si no evangelizara! (1Co 9, 16)» (Apostolicam actuositatem, 6).
En la enseñanza de la doctrina cristiana hay que hablar «como conviene» a cada uno, esto es, ejercitando la virtud de la prudencia; no la falsa prudencia de la carne que sería una astucia egoísta, sino con la virtud cardinal de la prudencia, que ayuda a adaptar el propio lenguaje y tono de conversación al contenido de lo que se transmite y a las circunstancias personales de quien escucha. «Que vuestra conversación no sea demasiado austera y dura, ni demasiado blanda y floja, sino que tenga un justo equilibrio entre firmeza y dulzura. Un exceso de autoritarismo daña más de lo que aprovecha, pero una dulzura y complacencia excesivas tendrían el mismo inconveniente. En todo hay que tener una justa medida (…). El mejor médico, si actúa con sabiduría, no puede prescribir el mismo régimen a todos sus enfermos; con más razón, un pastor debe diversificar su lenguaje en atención a las peculiaridades de su pueblo» (Hom. sobre Col, ad loc.).

Col 4, 7-9. Esta Carta a los Colosenses -como la escrita a los Efesios- la lleva Tíquico. Él les contará de palabra muchas otras cosas de parte del Apóstol. Con él va Onésimo, el esclavo fugitivo, convertido después a la fe y que San Pablo envía a su amo, Filemón, que vivía en Colosas (cfr. Flm 1, 10).

Col 4, 10-17. San Pablo envía saludos a los colosenses de parte de sus colaboradores. De ellos, los tres primeros citados proceden del judaísmo -son los de la circuncisión-, de donde se deduce que los otros tres no son judíos.
Da un dato interesante: Marcos -el autor del segundo Evangelio- es primo de Bernabé, lo que explica el interés tan especial que sentía Bernabé por él (cfr. Hch 15, 37-40). De Jesús, llamado Justo, no tenemos más referencias que la de este pasaje -tener dos nombres, uno judío y otro latino, era entonces frecuente-. Lucas, el autor del tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles, es designado por su profesión: médico (v. 14). Demas, ahora colaborador, le abandonará más tarde «por amor de este mundo» (2Tm 4, 10). Ninfas, a quien saluda Pablo, había prestado generosamente su casa para las reuniones litúrgicas (cfr. Rm 16, 5; 1Co 16, 19). Arquipo es el hijo de Filemón (cfr. Flm 1, 2); no se especifica cuál era su «ministerio». El saludo de parte de Epafras es muy significativo de la labor que había hecho este gran colaborador de San Pablo: véase Introducción a la Epístola a los Colosenses («La ciudad de Colosas», «Lugar y fecha de composición», «Ocasión de la carta»).
Sobre el intercambio de cartas con los fieles de Laodicea, cfr. Introducción a la Epístola a los Efesios.

Col 4, 18. San Pablo dicta la carta a un amanuense: por esto, según su costumbre, escribe el saludo de su puño y letra, como garantía de autenticidad.
Es significativa la frase «acordaos de mis cadenas»: San Pablo, como cualquier cristiano, sabe que no está solo en la tarea apostólica que Dios le ha encomendado. Es cierto que confía en Dios, y por eso se siente confortado con su gracia (cfr. Flp 4, 13), pero necesita también la ayuda de sus hermanos en la Iglesia. En el orden de la gracia todos somos solidarios, de manera que la debilidad de uno se encuentra asistida por la fortaleza de los otros: es una manifestación de cómo los primeros cristianos vivían la realidad sobrenatural de la Comunión de los santos.