Padres de la Iglesia

DOROTEO DE GAZA

Ora et labora

Conferencias. Diversas enseñanzas de nuestro santo padre Doroteo a sus discípulos

  1. Renunciamiento
  2. Humildad
  3. La conciencia
  4. Temor de Dios
  5. Juicio propio
  6. Juzgar al prójimo
  7. La acusación de sí mismo
  8. Rencor
  9. Mentira
  10. Camino
  11. Pasiones
  12. Salvación
  13. Tentaciones
  14. Virtudes
  15. Ayunos
  16. Pascua
  17. Mártires

Renunciamiento

1. En el principio Dios creó al hombre y lo puso en el paraíso, como dice la Sagrada Escritura (Gn 2, 15). Después de haberlo dotado de todo tipo de virtud le dio el precepto de no comer del árbol que se encontraba en el medio del paraíso (Gn 2, 16-17). Y el hombre vivía en las delicias del paraíso, en la oración y en la contemplación, colmado de gloria y honor (Sal 8, 6), y poseía la integridad de sus facultades en el estado natural en que había sido creado. Dios hizo al hombre a su imagen (Gn 1, 27) es decir inmortal, libre y dotado de toda virtud. Pero al transgredir el precepto y comer del árbol del cual Dios le había prohibido, fue expulsado del paraíso. Caído de su estado natural se encontró en el estado contrario a su naturaleza, esto es, en el pecado, en el amor de la gloria y de los placeres de esta vida, y demás pasiones que lo dominaban. Se hizo esclavo de ellas por su transgresión. El mal fue en aumento progresivamente, y reinó la muerte (Rm 5, 14). En ningún lugar se rendía culto a Dios y se lo ignoraba en todas partes. Como dijeron los Padres, sólo algunos hombres, inspirados por la ley natural, conocieron a Dios: Abrahán y los otros Patriarcas, Noé y Job. Pero eran muy pocos y raros los que conocían a Dios. Entonces el Enemigo desplegó toda su maldad y fue el reino del pecado (Rm 5, 20). Entonces se extendieron la idolatría, el politeísmo, la magias las matanzas y los otros maleficios del diablo.

2. Pero finalmente, el Dios de bondad tuvo piedad de su criatura y le dio la ley escrita, a través de Moisés En ella prohibía ciertas cosas y ordenaba otras: Haz esto, no hagas aquello. Les dio los mandamientos y agregó: El Señor Dios es el único Señor (Dt 6, 4), con el objeto de alejar del politeísmo sus almas. Y también: Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma y con todo tu espíritu (Dt 6, 5). Con ello declara que Dios es único y que no hay ningún otro, pues al decir: Amarás al Señor tu Dios muestra que es el único Dios y el único Señor. Dice también en el Decálogo: Adorarás al Señor tu Dios, y sólo a El servirás. Te unirás a El y jurarás por su nombre (Dt 6, 13). Y finalmente: No tendrás otros dioses, ni ninguna imagen de lo que está arriba, en el cielo, ni de lo que está abajo, en la tierra (Dt 5, 7-8), pues adoraban a todas las creaturas.

3. El Dios de bondad dio la ley para socorrer, para convertir y para corregir el mal. Pero el mal no fue corregido. Envió a los profetas, pero ni ellos pudieron hacer algo, pues el mal sobrepasaba todo límite. Según palabras de Isaías: No hay herida, ni magulladura, ni llaga viva; no es posible aplicar ungüento, ni aceite, ni vendas (Is 1, 6). Dicho de otro modo, el mal no es parcial, ni localizado, sino disperso por todo el cuerpo. Abarca el alma entera y afecta a todas sus facultades. No es posible aplicar ungüento etc. porque todo está sometido al pecado, todo está en su poder. Jeremías dice también: Hemos cuidado a Babilonia, pero ella no se curó (Jr 51, 9), como si dijese: hemos manifestado tu nombre, proclamamos tus mandamientos, tus beneficios, tus promesas, anunciamos a Babilonia el ataque de los enemigos, pero ella no se curó, es decir, no se arrepintió, no tuvo miedo, no se apartó de su malicia. Dice también en otra parte: No han aceptado la enseñanza (Jr 2, 30), es decir, la advertencia, la instrucción. Y en el salmo: Su alma aborrecía todos los manjares, y ya tocaba las puertas de la muerte (Sal 107, 18).

4. Fue entonces cuando, en su bondad y su amor por los hombres, Dios envió a su Hijo único (cf Jn 3, 16), pues sólo Dios podía curar y vencer tal mal. Los profetas no lo ignoraban. David lo decía claramente: Tú que te sientas sobre Querubines, muéstrate. Despierta tu poder y ven a salvarnos (Sal 80, 2-3). Señor, inclina los cielos y desciende (Sal 144, 5), y tantas otras palabras semejantes. Todos los profetas, cada uno a su manera, también levantaron su voz, ya sea para suplicarle que viniera, ya sea para decir que estaban seguros de su venida.

Vino entonces nuestro Señor, haciéndose hombre por nuestra causa, para sanar dice san Gregorio, lo semejante por lo semejante, el alma por el alma, la carne por la carne. Porque se hizo hombre en todo, menos en el pecado. Tomó nuestra misma sustancia, las primicias de nuestra naturaleza, y pasó a ser un nuevo Adán a la imagen de Aquél que lo había creado (Col 3, 10), restaurando el estado natural del hombre, y dando a sus facultades su integridad primigenia. Como hombre renovó al hombre caído, y lo libró de la esclavitud que lo arrastraba violentamente hacia el pecado. Porque es por una violencia tiránica por lo que el hombre es arrastrado por el enemigo. De donde los mismos que querían evitar el pecado eran como forzados a cometerlo. Como lo dice el Apóstol en nombre nuestro: El bien que quiero no lo hago, y el mal que no quiero lo realizo (Rm 7, 19).

5. Dios, hecho hombre por nosotros ha librado al hombre de la tiranía del enemigo Ha destrozado todo su poder, ha roto su fuerza y nos ha sustraído a su dominio y esclavitud, siempre que nosotros no consintamos en pecar. Pues nos ha dado, como El ha dicho, la virtud de pisotear serpientes, escorpiones y todo el poder del enemigo (Lc 10, 19), al purificarnos de toda falta por el santo bautismo. El santo bautismo, en efecto, perdona y borra todos los pecados. Y además, conociendo nuestra debilidad y previendo que, aún después del bautismo cometeríamos todavía más pecados (¿no está acaso escrito: el espíritu del hombre es arrastrado al mal desde su juventud Gn 8, 21), Dios, en su bondad, nos ha dado sus santos mandamientos que nos purifican. De este modo, si lo queremos, podemos ser purificados de nuevo por la práctica de los mandamientos y no solo de nuestros pecados, sino también de nuestras pasiones. Pues las pasiones son diferentes de los pecados. Las pasiones son la cólera, la vanagloria, el amor a los placeres, el odio, los malos deseos, y todas las inclinaciones de este tipo. Los pecados, en cambio, son los mismos actos de las pasiones, cuando se ponen en práctica y se realizan corporalmente las obras imperadas por las pasiones. Pues, ciertamente es posible tener pasiones y no ponerlas en acción.

6. Dios nos ha dado, como lo he dicho, los preceptos que nos purifican de nuestras mismas pasiones, y de las malas disposiciones de nuestro hombre interior (cf Rm 7, 22; Ef 3, 16). El nos da el discernimiento del bien y del mal. Nos hace tomar conciencia y nos muestra las causas de nuestros pecados: La Ley decía: no cometerás adulterio; pero yo digo: no tengas malos deseos (Mt 5, 2 7; cf Ex 20, 14). La Ley decía: no matarás, pero yo digo: no te irrites (Mt 5, 21; cf Ex 20, 13). Pues si tienes malos deseos, aunque no estés cometiendo adulterio, la codicia no cesará de trabajarte interiormente hasta llevarte al acto mismo de adulterio. Si te irritas y excitas contra tu hermano llegará el momento en que hablarás mal de él, luego le tenderás trampas, y así, de a poco, llegarás al asesinato mismo.

La Ley decía también: Ojo por ojo, diente por diente, etc. (Ex 21, 24). Pero el Señor nos exhorta no sólo a recibir con paciencia el golpe del que nos abofetea, sino incluso a presentarle humildemente la otra mejilla (cf Mt 5, 38-39). Esto se debe a que el fin de la Ley era enseñarnos a no hacer lo que no queríamos que nos hicieran. Nos impedía hacer el mal por el temor de sufrirlo. Pero lo que se nos pide ahora, lo repito, es expulsar el odio mismo, el amor al placer, el amor a la gloria y las otras pasiones.

7. En una palabra, el deseo de Cristo, nuestro Maestro, es mostrarnos de qué manera hemos llegado a cometer todos esos pecados, cómo hemos caído en tales males. Para ello nos libró primeramente por el santo bautismo, como ya he dicho, concediéndonos la remisión de nuestros pecados. Después nos ha dado el poder de hacer el bien, si lo deseamos, y de no ser nunca más arrastrados por la fuerza hacia el mal, pues los pecados oprimen y arrastran a aquel que los comete, tal como dice la Escritura: Cada uno se encierra en los lazos de sus propias faltas (Pr 5, 22). Después de ello, el Señor nos enseña en sus santos mandamientos cómo purificarnos de nuestras pasiones, a fin de que éstas no nos hagan caer en los mismos pecados. Y, finalmente, nos muestra el motivo por el que hemos llegado al desprecio y transgresión de los preceptos de Dios; de esta manera, nos da el remedio para que podamos obedecer y ser salvados. ¿Cuál es ese remedio y cuál es el motivo de ese desprecio? Escuchen lo que dice nuestro Señor: Aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y encontraréis reposo para vuestras almas (Mt 11, 29). Brevemente, con una sola palabra nos muestra la raíz y la causa de todos los males junto con su remedio, fuente de todos los bienes; nos manifiesta que es nuestra propia exaltación la que nos ha hecho caer, y que es imposible obtener misericordia si no es por la disposición contraria, que es la humildad. La exaltación de hecho engendra el desprecio y la funesta desobediencia, mientras que la humildad engendra la obediencia y la salvación de las almas. Por ello entiendo una humildad verdadera, no un simple rebajarse con palabras o actitudes, sino una disposición verdaderamente humilde, en lo íntimo del corazón y del espíritu. Es por eso que el Señor dice: soy manso y humilde de corazón.

8. ¡Qué aquel que quiera encontrar el verdadero reposo para su alma aprenda entonces la humildad! Podrá comprobar que en ella se encuentran la alegría, la gloria y el reposo, así como en el orgullo se encuentra todo lo contrario. En efecto ¿cómo hemos llegado a todas estas tribulaciones? ¿Por qué hemos caído en todas estas miserias? ¿No es acaso a causa de nuestro orgullo, de nuestra locura? ¿No es por haber seguido nuestros torcidos propósitos, y por habernos aferrado a la amargura de nuestra voluntad? Y ¿por qué todo eso? ¿Acaso el hombre no fue creado en la plenitud del bienestar, del gozo, de la paz y de la gloria? ¿No estaba en el paraíso? Se le dijo: No hagas eso, y lo hizo. ¿Ven el orgullo? ¿Ven la arrogancia? ¿Ven la insumisión?.

Al ver Dios tal desobediencia dice: "El hombre está loco, no sabe ser feliz; si no pasa por días malos se perderá completamente. Si no aprende lo que es la aflicción no sabrá lo que es el reposo. Entonces Dios le dio lo que merecía, echándolo del paraíso. Fue librado a su egoísmo y a su voluntad propia a fin de que, al quebrarse los huesos, aprendiese a no seguir más sus propios criterios, sino el precepto de Dios. De esta manera, la miseria de la desobediencia le enseñaría el reposo de la obediencia, según la palabra del profeta: Tu rebeldía te instruirá (Jr 2, 19).

Pero Dios, por su bondad, no abandonó a la creatura y, como lo he repetido tantas veces, se volvió hacia ella y lo llamó nuevamente: Venid a mi todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré (Mt 11, 28). Es decir: "Estáis fatigados, no sois felices. Habéis experimentado el daño que produjo vuestra desobediencia. Ahora convertíos; reconoced vuestra impotencia y vuestra confusión para alcanzar la paz y la gloria. Entonces vivid por la humildad ya que habéis muerto por el orgullo". Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y así encontraréis el descanso para vuestras almas (Mt 11, 29).

9. ¡Oh, hermanos míos, qué no ha hecho el orgullo! y ¡qué poder posee la humildad! ¿Había necesidad de tantas idas y venidas? Si desde el principio el hombre hubiese sido humilde y obedecido a los mandamientos, no hubiese caído. Y después de su falta Dios le volvió a dar una ocasión para arrepentirse y así alcanzar misericordia. Pero el hombre mantuvo la cabeza erguida. En efecto, Dios se acercó para decirle: ¿Dónde estás, Adán? (Gn 3, 9) es decir: "¿de qué gloria has caído? ¿en qué miseria?". Y después le preguntó: "¿Por qué has pecado? ¿Por qué has desobedecido?", y buscando con ello que el hombre le dijera: "¡Perdóname!" Pero, dónde está ese "perdóname"? No hubo ni humillación ni arrepentimientos sino todo lo contrario. El hombre le respondió: La mujer que Tú me has dado me engañó (Gn 3, 12). No dijo: "mi mujer", sino: "La mujer que Tú me has dado", como si dijera: "la carga que Tú me has puesto sobre mi cabeza". Así es, hermanos, cuando el hombre no acostumbra a echarse la culpa a sí mismo, no teme ni siquiera acusar al mismo Dios. Entonces Dios se dirigió a la mujer y le dijo ¿Por qué no has guardado lo que te había mandado?, como queriendo decirle: "Al menos tú di ¡perdóname!, y así tu alma se humille y alcance misericordia". Pero tampoco recibió el "perdóname". La mujer por su parte le respondió: La serpiente me ha engañado (Gn 3, 13), como queriendo decir: Si él ha pecado ¿por qué voy a ser yo la culpable?". ¡Qué hacen, desdichados! ¡Al menos pidan disculpa! Reconozcan su pecado. ¡Tengan compasión de su desnudez! Pero ninguno de los dos se quiso acusar, y ni uno ni otro mostró el menor signo de humildad.

10. Ahora pueden ver claramente a qué situación hemos llegado y cuántos males nos ha causado la costumbre de autojustificarnos, la confianza en nosotros mismos y el apego a la voluntad propia. Todos estos son distintos brotes del orgullo, el enemigo de Dios. En cambio la humildad engendra la acusación de si mismo, la desconfianza en el propio juicio, y el desprecio de la voluntad propia, los cuales nos permiten volver al estado natural de nuestra alma, a través de la purificación que producen los santos mandamientos de Cristo. Ello se debe a que sin humildad es imposible obedecer a los mandamientos y alcanzar algún bien, como dice abba Marcos: "Sin contrición en el corazón es imposible apartarse del mal y más difícil todavía adquirir alguna virtud". Es por la contrición del corazón como acogemos los mandamientos, nos apartamos del mal, adquirimos las virtudes y llegamos al reposo del alma.

11. Esto es cosa sabida de los santos. Por una vida entera de humildad buscaron unirse a Dios. Hubo amigos de Dios que después del santo bautismo no sólo renunciaron a los actos a los que los impulsaban las pasiones, sino que también quisieron vencer a las pasiones mismas, llegando a la impasibilidad: así San Antonio, Pacomio y otros Padres inspirados por Dios. Teniendo como meta purificarse de toda mancha de la carne y del espíritu, como dice el Apóstol (2Co 7, 1), y sabiendo como ya lo hemos dicho, que por el cumplimiento de los mandamientos se llega a la purificación del alma, y que el espíritu purificado recobra, por decirlo así, la vista, y vuelve a su estado natural (¿acaso no está escrito: Los mandamientos del Señor son puros e iluminan los ojos? Sal 19, 9), los Padres comprendieron que eso no podrían alcanzarlo con facilidad quedándose en el mundo. Por ello concibieron para ellos una vida apartada, una conducta especial, es decir la vida monástica, y así empezaron a abandonar el mundo para habitar en los desiertos, viviendo en medio de ayunos, incomodidades, vigilias y otras mortificaciones, en una total renuncia a su patria, a sus familiares, a las riquezas y a los demás bienes.

En una palabra, crucificaron el mundo en si mismos. Pero no sólo guardaron lo mandado, sino que ofrecieron regalos espontáneos de la siguiente manera: los mandamientos de Cristo fueron dados para todos los cristianos, y todo cristiano está obligado a cumplirlos. Son, por así decir, como los impuestos del rey. El que no pague los impuestos al rey, ¿podrá escapar a su castigo? Pero en el mundo hay grandes e ilustres personajes que, no contentos con sólo pagar los impuestos al rey, le hacen regalos, y por ello merecen grandes honores, favores y dignidades.

12. Y es por esta razón por la que los Padres, no contentos con guardar los mandamientos, ofrecieron también regalos a Dios; esos regalos son la virginidad y la pobreza. En realidad no son mandamientos sino regalos. En ninguna parte está escrito: "No tomarás mujer ni tendrás hijos". Cristo no dio un mandamiento cuando dijo: Vende todo lo que posees. Pero sí cuando el doctor de la Ley le preguntó: Maestro, ¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?, El le respondió: Conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio contra tu prójimo, etc. Pero al decirle que todo eso ya lo había guardado desde su juventud, Cristo le dijo: Si quieres ser perfecto, vende todo lo que posees, dáselo a los pobres, etc. (Mt 19, 16-21). Fíjense que no dijo: Vende todo lo que posees como una orden, sino como un consejo. Porque decir: Si quieres, no es obligar sino aconsejar.

13. Decimos entonces que los Padres ofrecen a Dios como regalo, además de otras virtudes, la virginidad y la pobreza y, como dijimos más arriba, crucificaron el mundo para sí mismos y lucharon por crucificarse ellos también para el mundo, según lo dicho por el Apóstol: El mundo está crucificado para mi y yo lo estoy para el mundo (Ga 6, 14). ¿Cuál es la diferencia? El mundo está crucificado para el hombre cuando éste renuncia al mundo para vivir en la soledad, y abandona parientes, riquezas bienes, ocupaciones y trabajos. Entonces el mundo está crucificado para él porque él lo ha abandonado. Y eso es lo que dice el Apóstol: El mundo esta crucificado para mí. Pero después agrega: Y yo para el mundo. ¿Cómo se crucifica el hombre para el mundo? Cuando después de abandonar las cosas exteriores, lucha contra los placeres y la codicia de las cosas, como así también contra su propia voluntad, mortificando sus pasiones. Entonces está crucificado para el mundo, y puede decir con el Apóstol: El mundo está crucificado para mí y yo lo estoy para el mundo.

14. Los Padres, tal como decimos, después de haber crucificado el mundo para sí mismos, se esforzaron por sus combates en crucificarse ellos mismos para el mundo. Nosotros, en cambio, decimos haber crucificado el mundo para nosotros mismos por el hecho de venir al monasterio, pero nos oponemos a crucificarnos a nosotros mismos para el mundo. Todavía gozamos con los placeres, tenemos sus apegos, nos atrae su gloria, el gusto de los alimentos y de los vestidos. Si vemos una herramienta que nos gusta, enseguida nos apegamos a ella. Dejamos que este objeto de poco valor tenga para nosotros un valor grandioso, tal como dice abba Zósimo. Sólo en apariencia al venir al monasterio hemos dejado el mundo y abandonado lo que a él le pertenece porque por cualquier insignificancia enseguida retomamos apegos. Es una gran locura el hecho de haber renunciado a cosas considerables para satisfacer luego nuestros apetitos con cosas que no tienen ningún valor. Cada uno de nosotros ha dejado lo que poseía en el mundo, grandes bienes, si es que los teníamos, o bien lo poco que nos pertenecía, cada uno según sus medios. Hemos entrado al monasterio y, como ya dije, allí buscamos satisfacer nuestros deseos con cosas miserables e insignificantes. No debemos obrar así. ¡Hemos renunciado al mundo y a las cosas del mundo!; de la misma manera debemos renunciar al apego de las cosas sensibles. Para eso es necesario saber lo que es la renuncia, el por qué hemos venido al monasterio y también qué significa el hábito que vestimos, a fin de comportarnos conforme a él y de luchar siguiendo el ejemplo de nuestros Padres.

15. El hábito que llevamos se compone de una túnica sin mangas, de un cinturón de cuero, de un escapulario y de una capucha. Todos ellos son símbolos, y debemos saber lo que significan.

¿Por qué llevamos una túnica sin mangas? ¿Por qué no tiene mangas, cuando todas las demás las tienen? Las mangas simbolizan las manos, y las manos significan la vida ascética. Por eso cuando nos viene el pensamiento de realizar con las manos alguna obra del hombre viejo, por ejemplo robar, golpear o cualquier otro pecado que se ejecuta con las manos, debemos estar atentos a que llevamos un hábito que no tiene mangas, es decir, que no tenemos manos para realizar las obras del hombre viejo.

Además nuestra túnica tiene una marca púrpura. ¿Qué significa esa marca? Todos los soldados que están al servicio del rey llevan púrpura sobre su manto. Ello se debe a que el rey lleva púrpuras y por eso todos los soldados ponen púrpura sobre su manto, es decir, la insignia real, para mostrar que pertenecen al rey y combaten para él. Nosotros también tenemos la marca de púrpura sobre nuestra túnica, para señalar que somos soldados de Cristo y que debemos soportar todos los sufrimientos que él ha padecido por nosotros. Durante la pasión nuestro Maestro llevó un manto de púrpura: primero como Rey, porque es Rey de reyes y Señor de señores (Ap 19, 16); después porque fue burlado por los impíos. De esta manera al llevar púrpura profesamos, tal como lo he dicho, soportar todos los sufrimientos; y así como un soldado no abandona su estado para hacerse agricultor o comerciante (lo que significaría despreciar su profesión, pues según el Apóstol ningún soldado que quiere satisfacer al que lo ha enrolado se deja llevar por las cosas de los civiles (2Tm 2, 4), de la misma manera nosotros debemos luchar para no tener ninguna preocupación por las cosas del mundo y dedicarnos totalmente a Dios, con asiduidad y sin distracción, tal como está dicho de quien es virgen (cf: 1Co 7, 34-35).

16. También tenemos un cinturón. ¿Por qué llevamos un cinturón?. El cinturón que vestimos significa que estamos prontos para trabajar. El que quiere trabajar comienza por ajustarse el cinto, y después se pone manos a la obra, según lo dicho: Que vuestra cintura esté ceñida (Lc 12, 35). Por otra parte, al estar hecho con cuero muerto, nos da a entender que debemos mortificar nuestro amor a los placeres. Esto se debe a que el cinto se coloca sobre las caderas y es allí donde están los riñones en los cuales según se dice, se encuentra localizada la fuerza concupiscible del alma. Eso es lo que dice el Apóstol: Mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, etc. (Col 3, 5).

17. También tenemos un escapulario. Se coloca sobre los hombros en forma de cruz. Ello significa que cargamos sobre nuestras espaldas el signo de la cruz, según lo dicho: Toma tu cruz y sígueme (Mt 16, 24). Y ¿Qué es esa cruz sino la muerte perfecta que logra en nosotros nuestra fe en Cristo? Porque, como dice el libro de los Ancianos: "La fe supera todos los obstáculos, y nos hace fácil la ascesis", la cual nos lleva a esa muerte perfecta que consiste en morir a todo lo que es de este mundo, es decir, después de haber abandonado a nuestros parientes, debemos luchar contra el afecto que nos une a ellos; después de haber abandonado las riquezas, todos los bienes y todas las cosas, debemos abandonar también la atracción que siguen ejerciendo sobre nosotros. Ese es el perfecto renunciamiento.

18. También llevamos una capucha. Es un símbolo de la humildad. Son los niños, que son inocentes, los que llevan capucha, no los adultos. Por eso al llevarla queremos ser como los niños en cuanto a la malicia, según lo que dice el Apóstol: No seáis niños en cuanto a la inteligencia, sino en cuanto a la malicia (1Co 14, 20). ¿Qué significa ser niño en cuanto a la malicia? Los niños al no tener malicia no se encolerizan cuando son injuriados, ni sufren de vanidad cuando los felicitan. No se enojan cuando tomamos sus cosas, porque son niños para la maldad. No retienen ninguna pasión, ni exigen que se los honre.

Pero la capucha también es un símbolo de la gracia de Dios. Al igual que la capucha protege y mantiene el calor en la cabeza del niño, de la misma manera la gracia divina protege nuestra alma, como dice el libro de los Ancianos: "La capucha es símbolo de la gracia de Dios nuestro Salvador, que protege la parte más sublime del alma y cubre de cuidados nuestra infancia en Cristo contra todos los que intentan golpearla o dañarla".

19. Al tener sobre la cadera el cinturón que significa la mortificación de los apetitos irracionales, teniendo sobre los hombros un escapulario que es la cruz, y sobre la cabeza una capucha, símbolo de la inocencia y de la infancia en Cristo, "vivamos conforme a nuestro hábito, tal como lo dicen los Padres, para no llevar una vestidura que nos sea extraña". Si hemos abandonado las grandes cosas, hagamos lo mismo con las pequeñas. Si hemos abandonado el mundo, dejemos también sus afectos porque, tal como hemos dicho antes, sin que nos demos cuenta nos atan al mundo a través de cosas ínfimas y miserables, que no merecen ningún interés de nuestra parte.

20. Si queremos ser completamente libres, comencemos a negar nuestra voluntad propia, y de esta manera, poco a poco, llegaremos con la ayuda de Dios a despojarnos verdaderamente. Nada hay tan provechoso para el hombre como el negar su voluntad propia. Por este camino progresamos más allá de toda virtud. El que anda por esta vía de la negación de la voluntad propia se asemeja al viajante que encuentra un atajo por el cual se ahorra gran parte del camino. Ello se debe a que negando nuestra voluntad alcanzamos el desapego de las cosas, y por este desapego, con el auxilio de Dios, llegaremos a la impasibilidad.

Por este medio es posible llegar en un breve espacio de tiempo a negar diez inclinaciones de nuestra voluntad. Y este es el modo: un hermano se encuentra dando vuelta y ve alguna cosa. Su pensamiento le dice: "mírala", pero él responde: "no, no miraré". Niega su voluntad y no mira. Después se encuentra con unos hermanos que Están hablando y su pensamiento le sugiere: "tú también puedes decir algo". Pero niega su voluntad y no habla. Pero le viene otro pensamiento que le dice: "Vé a ver al cocinero y pregúntale qué está preparando". Pero no va sino que niega su voluntad. Luego, por azar, ve un objeto y le interesa saber quién lo ha traído. Niega su voluntad y no pregunta. De esta manera, por las sucesivas negaciones de su voluntad va adquiriendo un hábito, y de las pequeñas cosas pasa a negarse en las grandes con gran tranquilidad. De esta manera llega a no tener más voluntad propia. Cualquier cosa le agrada, como si viniese de su propia voluntad. Y de esta manera, no queriendo en nada hacer su voluntad, encuentra que la hace en todas las cosas. Todo lo que le sucede y que no depende de él le resulta provechoso. De este modo se encuentra sin ningún apego y por ese despojamiento, como ya he dicho, llega a la impasibilidad.

21. Tengan en cuenta qué progresos se pueden realizar por medio de la negación de la voluntad propia. Fíjense, si no, en el bienaventurado Dositeo. Provenía de una vida relajada y sensual, y no había oído hablar ni una palabra acerca de Dios. Sin embargo, todos ustedes conocen las cumbres a que lo llevó en poco tiempo la fiel práctica de la obediencia y la negación de la voluntad propia. También todos ustedes saben como Dios lo ha glorificado y no ha permitido que tal virtud cayese en el olvido. Dios se lo ha revelado a un anciano que vio a Dositeo en medio de todos los santos gozando de su felicidad.

22. Les voy a contar también otro suceso, del cual fui testigo, para que vean cómo la obediencia y el rechazo de la voluntad propia pueden librar a un hombre de la misma muerte. Estando yo en el monasterio de abba Séridos, vino un discípulo de un gran anciano de la región de Ascalón para cumplir un encargo de su abba. Este le había dado la orden de que esa misma tarde volviera a su celda. Pero sucedió que se desató una gran tormenta, con lluvias torrenciales y grandes truenos. Un río vecino estaba en plena crecida. A pesar de todo el hermano quiso partir, por la orden que había recibido de su Anciano. Nosotros le insistimos en que se quedara, porque consideramos imposible que pudiera cruzar el río y salir sano y salvo, pero él no se dejaba convencer. Entonces nos dijimos: "Acompañémosle hasta el río. Cuando lo vea, él mismo se convencerá". Salimos entonces con él. Al llegar al río el hermano se alzó sus vestidos, los ató sobre su cabeza, se ciñó un manto y se echó al río en medio de una terrible correntada. Nosotros permanecimos mudos de estupor, temiendo por su vida pero él continuaba nadando y enseguida llegó a la otra orilla. Tomó nuevamente sus vestidos, nos hizo de lejos una reverencia, se despidió y salió corriendo. Nosotros quedamos estupefactos y llenos de admiración al ver el poder de la virtud. Mientras nosotros temíamos y no veíamos ninguna posibilidad, él atravesó el río sin ningún peligro gracias a su obediencia.

23. Algo similar le sucedió a un hermano cuyo abba lo había enviado a la ciudad por unos encargos que debía realizar con su proveedor. Al verse incitado al mal por la hija de éste, sólo dijo: "Oh Dios, por las oraciones de mi padre ¡líbrame!". Inmediatamente se encontró en la ruta que llevaba a Escete, volviendo a lo de su padre. Ese es el poder de la virtud, ese es el poder de una palabra. ¡Qué seguridad otorga recurrir a las oraciones de su padre espiritual! Porque el hermano dijo: "¡Oh Dios, líbrame por las oraciones de mi padre!" y enseguida se encontró en el camino de regreso. Consideren la humildad y la prudencia de los dos. Estaban en un apuro y el anciano quiso enviarlo al que le hacía sus comisiones. No le dijo: "Ve", sino: "¿Quieres ir?". De la misma manera el hermano no le respondió: "Voy", sino: "Haré lo que tú quieras". Rechazaba dos cosas: las ocasiones de una caída y la desobediencia a su padre. Más tarde, al hacerse más apremiante la necesidad, el anciano le dijo: "Ve, ponte en camino", y no le dijo: "Confío en que mi Dios te proteger ", sino: "Confío en que ser s protegido por las oraciones de mi padre". Igualmente en el momento de la tentación el hermano no dijo: "Dios mío ¡sálvame!, sino: "Oh Dios, por las oraciones de mi padre ¡sálvame!". Cada uno puso su esperanza en las oraciones de su padre.

Fíjense cómo se unieron la humildad con la obediencia. Del mismo modo que en el tiro de un carro ninguno de los dos caballos puede adelantarse al otro, pues se rompería el carro, así la humildad debe ir a la par de la obediencia. Y ¿cómo se puede obtener esa gracia sino, tal como he dicho, haciéndose violencia, negando su voluntad propia y abandonándose a Dios través de su padre sin dudar jamás, haciendo como esos dos hermanos, con la total seguridad de estar obedeciendo a Dios? Seremos así dignos de obtener misericordia y ser salvados.

24. Se cuenta que un día San Basilio, visitando sus monasterios, preguntó a uno de los superiores: "¿Tienes algún hermano que este en el camino de la salvación?" A lo que respondió el abba: "Señor gracias a tus oraciones todos esperamos ser salvados". Pero el santo volvió a preguntar: "¿Tienes a alguno que esté en el camino de la salvación?" Entonces el abba comprendió, porque él también era un hombre espiritual, y le respondió: "Sí". "Tráemelo", le dijo el santo. El hermano llegó y el santo le dijo: "Dame algo para lavarme". El hermano salió y le trajo lo necesario. Después de lavarse, San Basilio tomó la jarra y le dijo al hermano: "Lávate también tú". Sin discutir el hermano se lavó con el agua que le vertió el santo. Después de esta prueba San Basilio le dijo también: "Cuando entre en la iglesia hazme acordar de que te imponga las manos". Y el hermano obedeció sin discutir. Cuando vio a San Basilio en la iglesia se lo hizo recordar. El obispo le impuso las manos y se lo llevó con él. ¿Qué otro hubiese merecido más que este hermano el poder vivir junto a este santo hombre de Dios?.

25. En cambio, ustedes, hermanos, no han hecho la experiencia de esa obediencia que no juzga, y entonces no conocen el descanso que se encuentra en ella. Un día interrogué al abba Juan, discípulo de Barsanufio: "Maestro, la Escritura dice que es por las muchas tribulaciones por lo que entraremos en el reino de los cielos (Hch 14, 22). Pero yo noto que no tengo la menor tribulación. ¿Qué debo hace entonces para no perder mi alma?. Decía esto porque yo no tenía ninguna tribulación ni preocupación. Si me venía algún pensamiento, tomaba mi tabla y le escribía al Anciano (porque antes de entrar a servirlo lo interrogaba por escrito), y antes de terminar de escribir ya experimentaba el consuelo y el provecho. Y de ahí provenían mi despreocupación y mi paz. Sin embargo, por desconocer el poder de la virtud y al haber oído que es por muchas tribulaciones por lo que se debe entrar en el reino de los cielos, me inquietaba el no ser probado. Pero cuando le comuniqué mi temor al Anciano, éste me dijo: "No te atormentes, tú no tienes problema. Todos los que se entregan a la obediencia de los Padres experimentan esa falta de problemas y ese descanso".

Humildad

26. Dice un anciano: "Ante todo necesitamos humildad; y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario". Busquemos el sentido de este dicho del anciano. ¿Por qué nos dice: "Ante todo necesitamos humildad", y no más bien: "Ante todo necesitamos la temperancia"? En efecto el Apóstol nos dice: El atleta se priva de todo (1Co 9, 25). ¿O por qué no dijo más bien: "Ante todo necesitamos el temor de Dios". ya que la Escritura nos dice: El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Pr 15, 27)? ¿O por qué no dijo tampoco: "Ante todo necesitamos la limosna, o la fe" como en efecto está escrito: Por las limosnas y la fe los pecados son purificados (ibíd), o como nos dice el Apóstol: Sin la fe es imposible agradar a Dios? (Hb 11, 6). Por lo tanto, si es imposible agradar a Dios sin la fe, si por las limosnas y la fe son purificados los pecados, si el hombre se aparta del mal por el temor del Señor, si el principio de la sabiduría es el temor del Señor, y finalmente si el atleta se priva de todo, ¿por qué dijo el anciano: "Ante todo necesitamos humildad", dejando de lado todo aquello que es tan necesario? Porque lo que nos quiere enseñar es que, ni el temor de Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la temperancia, ni ninguna otra virtud, puede existir sin la humildad. Y por ese motivo dice: "Ante todo necesitamos humildad: y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario".

27. Fíjense bien hermanos, cuán grande es el poder de la humildad, qué eficaz es el decir: ¡Perdón! Pero, ¿por qué llamamos al diablo no sólo enemigo sino adversario?. Se lo llama enemigo a causa de su odio insidioso al hombre y al bien: adversario porque se esfuerza en entorpecer toda obra buena. ¿Alguien quiere rezar? Pues él se opone y le pone trabas con los malos pensamientos, con alguna distracción obsesiva, con la acedia ¿Alguien quiere hacer limosna? Lo frena con la avaricia y el retraso. ¿Quiere otro velar? Se lo impide con la pereza y la negligencia. En síntesis, se opone a toda obra buena que emprendamos. Y es por eso por lo que no sólo se lo llama enemigo sino también adversario. De allí que digamos que "por la humildad es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario".

28. Realmente es grande la humildad. Todos los santos han marchado por este camino de la humildad. y acortaron por sus trabajos su trayecto, según está dicho: Mira mi humildad y mis trabajos y perdona todos mis pecados (Sal 25, 18). Incluso por sí sola, como dice abba Juan, la humildad puede conducirnos, aunque más lentamente. Humillémonos también nosotros un poco y seremos salvados. Aunque no podamos, por nuestra debilidad, realizar esfuerzos penosos, tratemos de humillarnos. Tengo confianza en que por la misericordia de Dios, lo poco que hayamos hecho con humildad, nos valdrá para estar entre los santos que han sufrido muchas penas en el servicio de Dios. Sí, verdaderamente somos débiles e incapaces de realizar tales esfuerzos, pero ¿no podemos acaso humillarnos?.

29. Hermanos: ¡Feliz aquel que posee la humildad! La humildad es grande. Y aquel santo que dijo "La humildad ni se irrita ni irrita a nadie" describió muy bien al que posee una verdadera humildad. La ira no va con ella, porque la humildad se opone a la vanagloria y preserva al hombre de ella. Nos irritamos a causa de las riquezas y de los alimentos ¿Cómo podemos entonces decir que "la humildad no se irrita, ni irrita a nadie? Es que, como hemos dicho, la humildad es grande.

Es tan poderosa que atrae la gracia de Dios al alma y estando presente la gracia de Dios protege al alma contra esas dos pasiones graves. En efecto, ¿qué hay más grave que irritarse e irritar al prójimo? Ya lo decía Evagrio: "Es algo totalmente ajeno al monje el irritarse". Ya que el que se irrita si no es enseguida protegido por la humildad, cae poco a poco en un estado demoníaco, perturbando a los demás y perturbándose a sí mismo. Por eso el anciano dice: "La humildad ni se irrita, ni irrita a nadie".

30. Pero, ¿qué digo? ¿Solamente contra esas dos pasiones nos protege la humildad? Es más bien contra toda pasión y toda tentación contra lo que ella protege nuestra alma. Cuando a San Antonio le fue dado contemplar todos los lazos tendidos por el diablo, preguntó a Dios gimiendo: "Quién podrá librarse de ellos? Y ¿qué le respondió Dios? "La humildad los vencer ". Y ¿qué otra cosa admirable agregó Dios? "Y nada podrá contra ella" ¿Ven, hermanos, su poder? ¿Ven la gracia de una virtud'? Verdaderamente no hay nada más poderoso que le humildad, nada la puede vencer. Si algo enojoso le sucede al humilde, enseguida se lo achaca a sí mismo, juzga que se lo ha merecido, no soporta reprochar a otro por ello, ni busca culparlo. Sencillamente lo soporta sin perturbarse, sin abatirse y en total calma. Por eso "la humildad ni se irrita, ni irrita a nadie". Hizo bien el santo en decirnos: "Ante todo tenemos necesidad de humildad".

31. Hay dos clases de humildad. así como hay dos clases de orgullo: la primera clase de orgullo consiste en despreciar a su hermano, en no tenerlo en cuenta, como si no fuese nada, y en creerse superior a él. Si no procedemos de inmediato a vigilarnos estrictamente, caeremos poco a poco en la segunda especie que consiste en exaltarse ante Dios mismo y atribuirse sus buenas obras a sí mismo y no a Dios. En verdad, hermanos, yo conocí a uno que había caído en ese miserable estado. Al principio, cuando un hermano le decía algo, el lo despreciaba y decía: "¿Quién es ese? No hay en el mundo como Zósimo y sus discípulos". Después se puso a despreciar también a estos diciendo: "No hay como Macario", y poco después "¿Quién es Macarlo? No hay como Basilio y Gregorio". Pero enseguida comenzó a despreciarlos también: "¿Quiénes son Basilio y Gregorio?, decía. "No hay como Pedro y Pablo". Ciertamente hermano, le dije, pronto despreciarás a Pedro y a Pablo. Créanme, poco tiempo después comenzó a decir: "¿Quién es Pedro y quién es Pablo. No hay como la Santísima Trinidad". Finalmente se levantó contra el mismo Dios y esa fue su ruina. Por esta razón, hermanos, debemos luchar contra la primera clase de orgullo, para no caer poco a poco en el orgullo total.

32. Existe también un orgullo mundano y un orgullo monástico. El mundano consiste en creerse más que su hermano porque se es más rico, más hermoso, mejor vestido o más noble que él. Cuando veamos que nos gloriamos en esas cosas, o bien de que nuestro monasterio sea el más grande o el más rico o el más numeroso, sepamos que todavía estamos en el orgullo mundano.

Lo mismo sucede cuando nos vanagloriamos de cualidades naturales: por ejemplo de tener una voz bella o salmodiar bien, o de ser hábil o de trabajar y servir correctamente. Estos motivos son más elevados que los primeros, aunque todavía se trata de orgullo mundano.

El orgullo monástico consiste en gloriarse de sus vigilias, de sus ayunos, de su piedad, de sus observancias, de su celo, así como en humillarse por vanidad. Todo esto es orgullo monástico. Si no podemos evitar el enorgullecemos, conviene que este orgullo recaiga sobre cosas monásticas y no mundanas.

Hemos explicado, entonces, cuál es la primera especie de orgullo y cuál es la segunda; también hemos definido el orgullo mundano y el orgullo monástico. Mostremos ahora cuáles son las dos especies de humildad.

33. La primera consiste en considerar a su hermano como más inteligente que uno mismo y superior en todo; es decir, como decía un santo: "colocarse por debajo de todos", la segunda especie de humildad consiste en atribuir a Dios las buenas obras. Esa es la perfecta humildad de los santos. Ella nace naturalmente en el alma como consecuencia de la práctica de los mandamientos. En efecto, miremos hermanos los árboles cargados de frutos: son los frutos los que doblegan y hacen bajar las ramas. Al contrario, la rama que no tiene frutos se yergue en el espacio y crece derecha. Incluso hay cierto árboles cuyas ramas no dan frutos mientras se mantienen erguidas hacia el cielo, pero si se les cuelga una piedra para guiarlas hacia abajo, entonces dan fruto. Lo mismo sucede con el alma: cuando se humilla da fruto y cuanto más produce, más se humilla. Porque cuanto más se acerca a Dios, más pecadora se ve.

34. Recuerdo que un día hablábamos de la humildad y un hombre distinguido de Gaza, al oírnos decir que cuanto más nos acercamos a Dios, más pecadores nos vemos estaba asombrado y decía: "¿Cómo es posible?" No comprendía y pedía una explicación. "Distinguido Señor, le pregunté, dígame, ¿quién piensa que es usted en la ciudad?" "Un gran personaje, me respondió, el primero de la ciudad. Si va a Cesárea, ¿por quién se tendrá allí? Por inferior a los grandes de ese lugar: ¿y si va a Antioquía? Me tendré por extranjero; ¿y en Constantinopla, junto al Emperador? Por un miserable. Así es, le dije. así sucede a los santos: cuanto más se acercan a Dios, se ven más pecadores. Cuando Abrahán vio al Señor se llamó tierra y ceniza (Gn 18, 27). Isaías decía: Oh, qué miserable e impuro soy (Is 6, 5). De la misma manera cuando Daniel estaba en la fosa de los leones al llegar Habacuc con la comida y decirle: Toma la comida que Dios te envía, ¿qué dijo Daniel? El Señor se ha acordado de mi (Dn 14, 36-37). ¿Se dan cuenta, qué humildad tenía en su corazón? Estaba en la fosa, en medio de los leones que no le hacían ningún daño, y esto no solo una primera vez sino una segunda también (cf. Dn 6 y Dn 14), y a pesar de todo eso se admiraba y decía: El Señor se ha acordado de mí.

35. ¡Fíjense en la humildad de los santos, en la disposición de su corazón! aún siendo enviados por Dios para socorrer a los hombres rechazaban y huían de los honores por humildad. Si se echa un harapo sobre un hombre vestido de seda, va a tratar de evitarlo para no ensuciar su precioso vestido. Igualmente los santos revestidos de virtudes huyen de la gloria humana por temor de ser manchados. Por el contrario, los que desean la gloria se asemejan a un hombre desnudo que no cesa de buscar un trozo de tela o de cualquier otra cosa con la cual cubrir su indecencia. Así el que está desprovisto de virtudes busca la gloria de los hombres. Enviados por Dios para socorro del prójimo, los santos lo rechazaban por humildad. Moisés decía: Te suplico que tomes a otro que sea capaz yo soy torpe de palabra y se me traba la lengua (Ex 4, 10). Y Jeremías: Soy muy joven (Jr 1, 6). Todos los santos, en general. han adquirido esa humildad, como lo hemos visto, por la práctica de los mandamientos. Cómo es ella o cómo nace en el alma, nadie lo puede expresar por palabras a quien no lo haya aprendido por experiencia. Nadie podría trasmitir a otros con simples palabras.

36. Un día abba Zósimo hablaba acerca de la humildad, y un sofista que se encontraba allí, oyendo sus palabras, quiso saber el sentido exacto: "Dime, le dijo, ¿cómo puedes creerte pecador? ¿No sabes que eres santo, que posees virtudes? ¡Bien ves que practicas los mandamientos! ¿Cómo, en esas condiciones, te puedes creer pecador". El anciano, no encontrando una respuesta para darle le dijo: "No sé cómo decírtelo, ¡pero es así! El sofista le insistía para que le diera una explicación. Pero el anciano, no encontrando cómo exponerle la cuestión, se puso a decir con santa simplicidad: "¡No me atormentes!; yo sé que es así". Viendo que el anciano no sabia que responder le dije: "¿No es acaso como sucede en la sofística y en la medicina? Cuando conocemos bien esas artes y las ponemos en práctica, vamos adquiriendo, poco a poco, por ese ejercicio mismo, una suerte de hábitos de médico o de sofista. Nadie podría decir ni sabría explicar cómo le vino ese hábitos. Como dije, poco a poco e inconscientemente, el alma lo adquiere por el ejercicio de su arte. Lo mismo podemos pensar acerca de la humildad: de la práctica de los mandamientos nace una disposición de humildad, que no se puede explicar con palabras". Al escuchar esto, abba Zósimo se llenó de alegría y me abrazó diciendo: "Has encontrado la explicación. Es como tú lo has dicho". En tanto el sofista quedó satisfecho y admitió también el razonamiento.

37. Verdaderamente, ciertas palabras de los ancianos nos dejan entrever esa humildad, pero la disposición espiritual de la misma, nadie podría decir en qué consiste. Cuando abba Agatón estuvo cerca de su fin, los hermanos le dijeron: "Padre ¿tú también sientes temor?" Y él respondió: "Sin ninguna duda he hecho todo lo posible para guarda: los mandamientos, pero soy un hombre, y ¿cómo podría saber si mis obras agradaron a Dios? Porque uno es el criterio de Dios y otro el de los hombres". Fíjense, hermanos, cómo este anciano nos ha abierto los ojos para entrever la humildad, y nos ha indicado un camino para alcanzarla. Pero cómo es ella, o cómo nace en el alma, ya lo he dicho muchas veces, nadie podría explicarlo, y tampoco puede descubrirlo por un razonamiento si el alma por sus obras no ha merecido captarlo. Los Padres han dicho qué es lo que la obtiene. En el libro de los Ancianos se cuenta que un hermano le preguntó a un anciano: "¿Qué es la humildad?". El anciano respondió: "La humildad es una obra grande y divina. El camino de la humildad son los trabajos corporales realizados 'con sabiduría'; el tenerse por inferior a todos, y orar a Dios sin cesar". Ese es el camino de la humildad, pero la humildad misma es divina e incomprensible.

38. Pero, ¿por qué se dice que los trabajos corporales llevan al alma a la humildad? ¿Cómo pueden los trabajos corporales ser virtud del alma?.

Ya hemos dicho más arriba que tenerse por inferior a todos se opone a la primer clase de orgullo. ¿Cómo podría el que se pone por debajo de todos creerse más grande que su hermano, o exaltarse en cualquier cosa o acusar o despreciar a alguien? Lo mismo acerca de la oración continua. Es claro que ella se opone a la segunda clase de orgullo. Porque es evidente que el hombre humilde y piadoso, sabiendo que nada bueno se puede hacer en su alma sin el auxilio y la protección de Dios, jamás cesa de invocarlo para que tenga misericordia de él. Y el que ora a Dios sin cesar sabe cuál es la fuente de cualquier obra buena que realice y no podría en consecuencia sentir orgullo ni atribuirlo a sus propias fuerzas. Es a Dios a quien atribuye todas sus obras buenas, y no cesa de darle gracias e invocarlo, temiendo que la pérdida de su auxilio haga aparecer su debilidad y su impotencia. De este modo la humildad lo hace orar y la oración lo hace humilde, y cuanto más hace el bien, tanto más se humilla, y cuanto más se humilla más socorro recibe y progresa así por su humildad.

39. ¿Por qué se dice, entonces, que también los trabajos corporales procuran humildad? ¿Qué influencia puede tener el trabajo del cuerpo sobre una disposición del alma? Se lo voy a decir. Cuando el alma se apartó del precepto para caer en el pecado, la desdichada fue entregada, según dice San Gregorio, a la concupiscencia y a la total libertad del error. Amó los bienes corporales y, en cierta manera, fue hecha una sola cosa con el cuerpo, transformándose toda ella en carne, según lo escrito: Mi espíritu no permanecer en esos hombres, pues son de carne (Gn 6, 3). De este modo, la desgraciada alma sufre con el cuerpo; ella queda afectada en si misma por todo lo que el cuerpo hace. Por eso el anciano dice que incluso el trabajo corporal lleva a la humildad. De hecho, las disposiciones del alma son las mismas en el hombre sano que en el enfermo; en el que tiene hambre que en el satisfecho. No son las mismas en un hombre montado a caballo que en el que está montado en un asno; en el que está sentado en un trono, que en el que está sentado en la tierra; en el que está muy bien vestido, que en el que está vestido miserablemente. Por lo tanto, el trabajo humilla el cuerpo, y cuando el cuerpo es humillado también el alma lo es con él, de tal manera que el anciano tenía razón al decir que incluso el trabajo corporal conduce a la humildad. Por eso Evagrio, al ser tentado de blasfemar, no ignorando en su sabiduría que la blasfemia viene del orgullo y que la humillación del cuerpo trae la del alma, pasó cuarenta días sin entrar bajo techo, de tal forma que su cuerpo, cuenta el narrador, producía gusanos, como las bestias salvajes. Ese castigo no era para la blasfemia, sino para la humildad. El anciano ha hecho bien en decir que los trabajos corporales también conducen a la humildad. Que el Dios de bondad nos conceda la gracia de la humildad que libra al hombre de grandes males y lo protege de grandes tentaciones.

La conciencia

40. Cuando Dios creó al hombre, puso en él un germen divino, una especie de facultad más viva y luminosa que una chispa, para iluminar el alma y permitirle discernir entre el bien y el mal. Es lo que llamamos conciencia, que no es sino la ley natural. Ella está representada -según los Padres- por los pozos que cavó Jacob y que los filisteos llenaron de tierra (cf. Gn 26, 15). Fue conformándose a esa ley de la conciencia cómo los Patriarcas y todos los santos anteriores a la ley escrita fueron agradables a Dios.

Pero progresivamente los hombres la fueron sepultando por sus pecados y terminaron por despreciarla, de tal modo que nos hicieron falta la ley escrita, los profetas, y la misma venida de Nuestro Señor Jesucristo para sacarla a la luz y despertarla, para revivir por la práctica de sus santos mandamientos esa chispa sepultada. Está ahora en nosotros el enterrarla nuevamente o dejarla brillar para que nos ilumine, si es que le obedecemos. En efecto, si nuestra conciencia nos indica hacer tal cosa y nosotros la despreciamos, si ella insiste nuevamente y nosotros no hacemos lo que dice, persistiendo en pasarla por alto, terminaremos por sepultarla y el peso con que la hemos tapado le impedirá en adelante hablarnos con claridad.

Pero como una lámpara cuya luz está opacada por las manchas, comienza a hacernos ver las cosas más confusamente, más oscuramente, por así decirlo, y del mismo modo que en aguas fangosas nadie puede reconocer su rostro, comenzaremos a no percibir más su voz e incluso llegaremos a creer que no tenemos ya conciencia. Sin embargo no hay nadie que esté privado de ella, porque como lo hemos dicho, es algo divino que no puede morir nunca; ella nos recuerda continuamente lo que debemos hacer, somos nosotros los que no la oímos más porque, como ya lo he dicho, la hemos despreciado.

41. Por eso el Profeta llora sobre Efraín diciendo: Efraín ha oprimido a su adversario y pisoteado el juicio (Os 10, 11). Es a la conciencia la que él llama adversario. De ahí proviene lo dicho en el evangelio: Ponte pronto de acuerdo con tu adversario mientras estas en camino con él, no sea que este te entregue al juez, y el juez a los guardias que estos te metan en prisión. En verdad te digo que no saldrás hasta que hayas pagado hasta el último céntimo (Mt 5, 25-26). ¿Por qué conciencia es llamada adversario? Porque ella se opone constantemente a nuestra voluntad torcida nos acusa cuando no hacemos lo que debemos, y también si hacemos lo que no debemos hacer nos condena. Por eso es llamada adversario y se nos da el consejo de ponernos de acuerdo pronto con el adversario mientras estamos con él en camino. El camino, tal como lo entiende San Basilio, es el mundo presente.

42. Esforcémonos, hermanos, por cuidar nuestra conciencia mientras estemos en este mundo, procurando no caer en su condenación en cualquier cosa que hagamos, y tratando de no despreciarla o pasarla por alto jamás en cualquier cosa, por mínima que parezca. Porque de esas pequeñas cosas que consideramos sin importancia, pasaremos a despreciar también las grandes.

Se comienza pues por decir: ¿Qué importa si digo esa palabra?, ¿qué importa si como ese bocado?, ¿qué importa si me meto en ese asunto? Y a fuerza de decir qué importa esto, qué importa aquello, se contrae un cáncer maligno y pernicioso, se comienza a subestimar las cosas importantes y aún graves, a pisotear nuestra conciencia, y finalmente corremos el riesgo de degradarnos poco a poco hasta llega a una total insensibilidad.

Por eso, hermanos, cuidemos de no subestimar las cosas pequeñas, no las despreciemos como insignificantes No son pequeñas, son un c ncer, son un hábito nocivo. Estemos alerta, cuidémonos de las cosas leves, no sea que se transformen en graves. La virtud y el pecado comienzan por cosas pequeñas, pero llevan a las cosas grandes, sean buenas o malas. Por eso el Señor nos exhorta a cuidar nuestra conciencia, bajo forma de una advertencia dirigida a alguien en particular: "Fíjate lo que haces, desdichado, atención". Ponte de acuerdo pronto con tu adversario mientras est s en camino con él. Y agrega aún para hacernos ver el carácter temible y peligroso de la situación: No sea que este te entregue al juez y el juez a los guardias, y que estos te pongan en prisión. ¿Y entonces? En verdad te digo que no saldrás hasta que hayas pagado hasta el último céntimo. Porque como ya he dicho, es ella, la conciencia, la que nos instruye con sus reproches acerca del bien y del mal así como nos muestra lo que hay que hacer o no hacer. Y también ser ella quien nos acusar en el siglo venidero. Por ello el Señor dice: No sea que este te entregue al juez... y lo que sigue.

43. Pero cuidar la conciencia implica una gran diversidad de aplicaciones. Cuidarla en lo que respecta a Dios, en lo que respecta al prójimo y en lo que respecta a las cosas materiales.

En primer lugar en lo que respecta a Dios, cuidando de no despreciar sus mandamientos aún en aquello que escapa a las miradas de los hombres y de lo que por lo tanto no se nos pedirá cuenta. Aquel que guarda su conciencia por Dios, en lo secreto, es el que, por ejemplo, evita descuidar la oración, evita descuidar la vigilancia cuando un pensamiento apasionado irrumpe en su corazón, en vez de detenerse en él y consentirlo, el que evita sospechar del prójimo y juzgarlo por las apariencias cuando lo ve decir o hacer alguna cosa. En una palabra, todo lo que sucede en lo secreto y que nadie conoce sino Dios y nuestra conciencia, debe ser objeto de nuestra vigilancia. Y esto es guardar nuestra conciencia respecto a Dios.

44. En cuanto a la conciencia con respecto al prójimo, consiste en no hacer absolutamente nada que pueda afligirlo o herirlo, ya sea un acto, una palabra, un gesto o una mirada. Porque, vuelvo a repetirlo, hay actitudes hirientes para con el prójimo: una mirada puede llegar a herirlo. En síntesis, toda vez que el hombre sabe que obra con la intención de molestar al prójimo ensucia su propia conciencia, ya que esta sabe bien que intentamos lastimar o afligir.

Debemos cuidar de no obrar así. Y esto es guardar la conciencia con respecto al prójimo.

45. Finalmente cuidar la conciencia con respecto a las cosas materiales consiste en evitar hacer mal uso de ellas, no permitir que nada se pierda o abandone, no desdeñar el recoger y ordenar un objeto que veamos tirado, aunque sea insignificante. También consiste en evitar el descuido en nuestros vestidos. Alguien podría por ejemplo usar sus ropas una o dos semanas más, pero sin esperar ese plazo, se apresura a lavarlas y sacudirlas. Esas ropas podrían haber servido cinco meses o más todavía, pero a fuerza de lavarlas se desgastan y se hacen inutilizables. Eso sería obrar contra la conciencia.

Lo mismo sucede en cuanto a la cama. A menudo podríamos conformarnos con una simple almohada pero queremos un gran colchón. Teniendo una cobija de lana desearíamos cambiarla por otra nueva o más bonita, por frivolidad o capricho. Podríamos contentarnos con un manto hecho de varios retazos pero reclamamos uno de una sola pieza de lana e incluso llegamos a enojarnos si no lo recibimos. Si además viendo lo que tiene nuestro hermano comenzamos a decir: "¿Por qué tiene él eso y yo no? ¡El es un afortunado!", no estamos en el camino del crecimiento. También puede suceder que al colgar la túnica o la frazada al sol olvidemos recogerla y la dejemos arruinar. Todo esto es también obrar contra nuestra conciencia.

Lo mismo sucede con los alimentos. Podríamos conformarnos con un poco de legumbres frescas o secas, o con algunas aceitunas. Pero en lugar de contentarnos con eso buscamos otro alimento más agradable y más costoso. Todo esto es contra la conciencia.

46. Ahora bien, los Padres nos dicen que el monje no debe dejar nunca que ninguna cosa por mínima que sea atormente su conciencia. Es preciso por tanto, hermanos, permanecer siempre vigilantes y cuidarnos de todas estas faltas para no ponernos en peligro. El mismo Señor nos lo ha prevenido, como vimos más arriba. Que Dios nos conceda comprender y guardar estas enseñanzas para que los dichos de nuestros Padres no sean motivo de nuestra condenación.

Temor de Dios

47. San Juan dice en las epístolas católicas: El amor perfecto expulsa el temor (1Jn 4, 18). ¿Qué nos quiere decir con esto? ¿De qué amor nos habla y de qué temor? Pues el Profeta dice en el salmo: Todos sus santos temed al Señor (Sal 34, 10). Y en las santas Escrituras encontramos mil otros pasajes semejantes. Por lo tanto si los santos que aman de tal manera al Señor le temen, ¿cómo puede decir san Juan: El amor expulsa el temor? Quiere mostrarnos que hay dos temores, uno inicial y el otro perfecto; el primero es el de los que se inician en la piedad, y el otro es el de los santos que han llegado a la perfección y a la cumbre del santo amor. Por ejemplo, el que hace la voluntad de Dios por temor a sus castigos: todavía es principiante tal como dijimos, ya que no hace el bien por sí mismo sino por el temor a los castigos. Otro hace la voluntad de Dios porque ama a Dios mismo, y ama especialmente serle grato: éste sabe lo que es el bien, conoce lo que es estar con Dios. Este es el que posee el amor verdadero, el amor perfecto como dice san Juan, y ese amor lo lleva al temor perfecto. Teme y guarda la voluntad de Dios no por evitar los azotes o el castigo, sino porque, habiendo gustado la dulzura de estar con Dios, como hemos dicho, aborrece el perderla, teme quedar privado de ella. Este temor perfecto, nacido del amor, expulsa el temor inicial. Y es por eso que san Juan dice que el amor perfecto expulsa el temor: Pero es imposible llegar al temor perfecto sin pasar por el temor inicial.

48. Hay en efecto, como dice san Basilio, tres estados en los que podemos agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a Dios por temor al castigo y entonces estamos en la condición de esclavos; o bien buscando la ventaja de un salario cumplimos las órdenes recibidas en vista de nuestro propio provecho, asemejándonos así a los mercenarios; o finalmente, hacemos el bien por el bien mismo y estamos así en la condición de hijos. Porque el hijo, al llegar a una edad razonable, hace la voluntad de su padre no por temor al castigo, ni para obtener una recompensa, sino porque amando a su padre, guarda hacia él el afecto y el honor debido a un padre, con la convicción de que todos los bienes de su padre le pertenecen. Este merece oír que se le diga: Ya no eres más esclavo sino hijo y heredero de Dios por Cristo (Ga 4, 7). Es evidente que no teme más a Dios con ese temor inicial del cual hablamos, sino que ama como decía San Antonio: "Ya no temo más a Dios, sino que lo amo". Del mismo modo el Señor, al decir a Abraham, después que este le ofreció a su hijo: Ahora sé que temes a Dios (Gn 22, 12), quería referirse a ese temor perfecto nacido del amor. Si no ¿cómo pudo decirle: Ahora sé...? Discúlpenme pero Abraham ¡había hecho tantas cosas!; había obedecido a Dios, había abandonado todos sus bienes, se había establecido en una tierra extranjera, en un pueblo idólatra, donde no había ninguna señal de culto divino. Pero, sobre todo, había soportado esa terrible prueba del sacrificio de su hijo. Y después de todo eso el Señor le dice: Ahora sé que temes a Dios. Es muy claro que allí habla del temor perfecto, el de los santos. Porque ellos hacen la voluntad de Dios no ya por temor a un castigo o para obtener una recompensa, sino por amor, como lo hemos dicho muchas veces, temiendo hacer cualquier cosa contra la voluntad de aquel a quien aman. Por lo cual san Juan dice: El amor expulsa el temor. Los santos no obran más por temor, sino que temen por amor.

49. Este es el temor perfecto, pero, lo repito, es imposible llegar a él sin haber tenido antes el temor inicial. Porque está dicho: El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Sal 111, 10); y también: El principio y el fin es el temor del Señor (cf. Pr 1, 7; Pr 9, 10; Pr 22, 4). La Escritura llama comienzo al temor inicial, al cual sigue el temor perfecto, el de los santos. Ese temor inicial es el nuestro. Como un esmalte sobre el metal, guarda al alma de todo mal, según está escrito: Todo hombre se aleja del mal por el temor del Señor (Pr 15, 27). Aquel que se aparta del mal por temor al castigo, como un esclavo asustado de su señor, comienza progresivamente a hacer el bien, y poco a poco pasa a esperar una recompensa por sus buenas obras, como el mercenario. Y si continua huyendo del mal por temor, como el esclavo, y después haciendo el bien con la esperanza de una ganancia como el mercenario, perseverando así en la virtud, con el auxilio de Dios y uniéndose cada vez más a él, terminar por gustar del verdadero bien, y al tener una cierta experiencia de él, no querrá ya separarse nunca más. ¿Quién podrá entonces, como dice el Apóstol, separarlo del amor de Cristo (cf Rm 8, 35)? Entonces alcanzar la perfección del hijo, amar el bien por el bien mismo, y temer porque ama. Y tal es el temor grande y perfecto.

50. Para enseñarnos la diferencia entre esos dos temores, el Profeta decía: Venid hijos escuchadme os instruiré en el temor del Señor (Sal 34, 12). Apliquemos nuestro espíritu a cada palabra del Profeta y veamos cómo cada una tiene su significación. En primer lugar dice: Venid a mi, para invitarnos a la virtud. Después agrega: hijos; los, santos llaman hijos a aquellos a los que su palabra ha hecho pasar del vicio a la virtud, como dice el Apóstol: Hijitos míos, por quienes sufro nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en vosotros (Ga 4, 19). Enseguida, y después de habernos llamado e invitado a esa transformación, el Profeta nos dice: Os enseñaré el temor del Señor. Fíjense en la seguridad del santo. Nosotros cuando queremos dar alguna buena enseñanza siempre empezamos por decir: "¿Quieren que conversemos un rato y que hablemos sobre el temor del Señor o sobre otra virtud?". El santo en cambio no habla así, sino que dice con toda seguridad: Venid, hijos, escuchadme, os instruiré en el temor del Señor. ¿Quién es el hombre que ama la vida y desea tener días felices? (Sal 34, 13). Y como si alguien respondiese: "Yo quiero; enséñame cómo vivir y conocer días felices", le responde diciendo: Guarda tu lengua del mal y tus labios del engaño (Sal 34, 14). Fíjense, hermanos, cómo siempre el temor de Dios impide obrar el mal. Guardar su lengua del mal es no lastimar de ninguna manera la conciencia del prójimo, ni hablar mal de él, ni irritarlo. Guardar sus labios del engaño es no engañar al prójimo.

El Profeta sigue: Apártate del mal (Sal 34, 15). Después de haber hablado de faltas particulares: la mentira, el engaño, llega ahora al vicio en general: Apártate del mal, es decir huye absolutamente de todo mal, apártate de todo lo que implica pecado. Pero no se detiene allí, y agrega: Y haz el bien. Sucede en efecto que no hacemos el mal, sin que por eso hagamos el bien. Se puede no ser injusto pero sin practicar la misericordia, o bien no odiar sin por eso amar. De este modo el Profeta ha tenido razón en decir: Apártate del mal y obra el bien.

Fíjense, hermanos, cómo el Profeta nos muestra la sucesión de los tres estados de los que hemos hablado: por el temor de Dios se lleva al alma a apartarse del mal, incitándola así a elevarse hasta alcanzar el bien. Porque en la medida en que se llega a no cometer el mal y a alejarse de él, se comienza naturalmente a obrar el bien bajo la guía de los santos. A estas palabras el Profeta agrega expresamente: Busca la paz y síguela (Sal 34, 15). No dice solamente búscala sino síguela, córrela, para alcanzarla.

51. Prestemos atención a estas palabras y veamos la precisión del santo. Cuando alguien llega a apartarse del mal y se esfuerza, con la ayuda de Dios, en hacer el bien, inmediatamente caen sobre él los ataques del enemigo. Lucha, se aflige, está agobiado: no sólo teme el volver al mal, como dijimos del esclavo, sino que también espera la retribución del bien, como un mercenario. En los ataques y contraataques de este combate con el enemigo, muchas veces con sufrimiento y atormentado, obra el bien. Pero cuando le llega el socorro de Dios y comienza a habituarse al bien, entonces empieza a entrever el reposo y gusta progresivamente de la paz. Es entonces cuando se da cuenta de lo que es la aflicción de la guerra, de lo que es la alegría la felicidad de la paz. Finalmente busca esa paz, se apresura, corre tras ella para atraparla, para poseerla en plenitud y hacerla morar en él. ¿Qué cosa hay más dichosa que un alma que ha llegado a este estado? Es entonces cuando llega a la condición de hijo, como lo dijimos tantas veces. Pues, felices los hacedores de paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9) ¿Quién podrá decir entonces que esa alma hace el bien todavía por algún otro motivo que no sea el gozo del bien mismo? ¿Quién conocer esa alegría sino aquel que tuvo la experiencia? Entonces, ese tal descubre también el temor perfecto del que hemos hablado continuamente.

Ya hemos sido instruidos acerca del temor perfecto de los santos, así como del temor inicial, el nuestro; sabemos lo que el temor de Dios expulsa y a lo que nos lleva. Debemos ahora ver cómo viene el temor de Dios, y lo que nos aleja de él.

52. Los Padres han dicho que el hombre adquiere el temor de Dios por el recuerdo de la muerte y de los castigos; al examinar cada tarde cómo pasó el día y cada mañana cómo ha pasado la noche; guardándose de la ligereza de espíritu y uniéndose a un hombre temeroso de Dios. En efecto, se cuenta que un hermano preguntó a un anciano: "Padre, ¿qué debo hacer para temer a Dios?", a lo que el anciano respondió: "Ve, únete a un hombre temeroso de Dios, y por lo mismo que le teme, te enseñar a ti el temor de Dios" Por el contrario, alejamos de nosotros el temor de Dios si hacemos lo opuesto a todo eso: Si no pensamos en la muerte ni en los castigos, si no nos vigilamos a nosotros mismos, si no examinamos nuestra conducta, viviendo de cualquier manera y juntándonos con cualquier persona. Pero sobre todo, cuando nos entregamos a la ligereza de espíritu, que es lo peor de todo y la ruina segura.

¿Qué otra cosa aleja tanto de nosotros el temor de Dios como la ligereza de espíritu? Es lo que llevó a decir a abba Agatón, cuando fue interrogado acerca de ella, que se asemeja a un gran viento que al elevarse hace huir a todos y arranca los frutos de los árboles. ¡Fíjense qué poderosa es esta pasión! ¡Fíjense en su furor! Cuando abba Agatón fue nuevamente interrogado sobre si la ligereza de espíritu era tan dañina, respondió: "No hay pasión tan perjudicial como la ligereza de espíritu. Ella es la madre de todas las pasiones". Con mucha certeza e inteligencia el anciano dice que es la madre de todas las pasiones, debido a que aleja del alma el temor de Dios. Si nos alejamos del mal, es por el temor de Dios, entonces allí donde no está se encuentran todas las pasiones. ¡Qué Dios nos libre de esta fatal pasión de la ligereza de espíritu!.

53. La ligereza de espíritu es multiforme. Se manifiesta en el hablar, en los contactos y en las miradas. Es ella la que lleva a pronunciar discursos grandilocuentes, a hablar de cosas mundanas, a hacer bromas o provocar risas disolutas. Es por ligereza por lo que se toca a alguien sin necesidad, por puro placer, se lo acaricia o se toma alguna cosa de él o se lo mira detenidamente. Todo esto es obra de la ligereza, porque no hay temor de Dios en el alma, y por ella se llega poco a poco a un total descuido. Por eso al dar los mandamientos de la ley Dios dijo: Que los hijos de Israel sean respetuosos (Lv 15, 31). Sin respeto no se puede honrar a Dios ni obedecer ni una sola vez algún mandamiento. No hay nada más abominable que la ligereza, porque es la madre de todas las pasiones, aleja el respeto, expulsa el temor de Dios y da a luz el desprecio.

Es por ella, hermanos, por lo que unos son descarados con otros, o por lo que hablan mal uno de otro, y se hacen daño mutuamente. Uno de ustedes ve una cosa poco edificante y va enseguida a murmurar y volcar todo eso en el corazón de otro hermano. De esta manera, no sólo se hace daño a sí mismo, sino que también perjudica a su hermano, poniendo en su corazón un veneno mortal. Cuando el hermano estaba aplicándose a la oración o a cualquier otra obra buena, llega el otro y le da materia de murmuración. Con ello perjudica su crecimiento y lo pone frente a la tentación. Y no hay nada tan malo y funesto como hacer daño al prójimo y al mismo tiempo a uno mismo.

54. Respetémonos, hermanos, evitemos el hacernos daño a nosotros mismos y a los demás. Honrémonos mutuamente, y preocupémonos por no hacernos daño unos a otros, porque según un anciano esa es otra de las formas de la ligereza de espíritu.

Si sucede que alguien ve a su hermano cometer una falta, que se cuide de despreciarlo o dejarlo morir con su silencio, o de descorazonarlo con reproches, así como de hablar mal de él. Al contrario, con compasión y temor de Dios que le cuente lo sucedido a quien tiene autoridad para corregir, o bien háblele él mismo al hermano y dígale con caridad y humildad: "Discúlpame porque soy también un negligente, pero me parece que en eso no hemos obrado bien". Si no es escuchado, que hable a otro hermano que tenga confianza con aquel, o si no que se dirija al superior o al abad, según la gravedad de la falta, y no se preocupe más. Pero cuide siempre de que al hablar tenga como meta la corrección del hermano, evitando las murmuraciones, el despreciarlo o denigrarlo. No busque darle una lección o mandonearlo, o fingir que obra por su bien, cuando interiormente esté animado por alguna de las disposiciones de alma de las que acabo de hablar. Porque si habla a su abad, y no lo hace para enmienda de su hermano o porque está escandalizado, entonces está cometiendo una falta, porque eso es difamar. Examine su corazón y si ve que hay alguna pasión que lo está molestando, mejor calle. Pero si ve con claridad que quiere hablar por compasión o para utilidad de su prójimo, y sin embargo algún pensamiento apasionado le turba interiormente, ábrase humildemente con su abad, contándole su problema y el de su hermano en los siguientes términos: "Veo en mi conciencia que es por el bien del hermano que quiero hablar, pero también veo que a ello se mezcla en mi interior un pensamiento de turbación. Si es porque alguna vez tuve algo contra ese hermano, yo no lo sé. Pero tampoco sé si un engaño interior me quiere impedir que hable y que logre así su corrección". Entonces el abad le dirá si debe hablar o no.

Puede suceder también que hablemos no para utilidad del hermano, ni porque nos hayamos escandalizado, ni porque estemos empujados por el rencor, sino por pura palabrería. ¿Qué utilidad tienen esas palabras? Muchas veces ocurre que el hermano se entera de que hemos hablado de él y queda disgustado. De todo ello no sale sino aflicción y empeoramiento de las cosas. Por el contrario, cuando hablamos para su provecho y sólo por eso, Dios no permitir que de ello salga algún perjuicio, ni que ello provoque aflicción o daño.

55. Tengan mucho cuidado, hermanos, en guardar la lengua. Ninguno hable con maldad a su hermano ni lo lastime con sus palabras, con sus actos o gestos o de cualquier otra manera. Tampoco seamos susceptibles. Si uno oye alguna palabra de su hermano no se sienta herido ni le responda mal para no quedar enemistado con él. Eso no corresponde a gente que lucha, ni conviene a quienes quieren ser salvados.

Tengan temor de Dios, pero unido al respeto. Cuando se encuentren inclinen la cabeza delante del hermano, y como hemos dicho, que cada uno se humille delante de Dios y de su hermano negando su propia voluntad. Es muy bueno hacer esto: humillarse delante del hermano y anticiparse a honrarlo. El que se humilla saca más provecho que el otro. Por mi parte no se si he hecho algún bien, pero si he sido protegido ha sido porque nunca me preferí a mi hermano, y siempre lo antepuse a mí.

56. Cuando estaba con el abad Séridos, el hermano encargado de cuidar al anciano abba Juan, el compañero de Barsanufio, se enfermó y entonces el abad me envió en su reemplazo. Abracé la puerta de su celda como quien adora la venerada cruz; y con mucho más amor todavía tomé el encargo de servirlo. ¡Cuántos deseaban estar cerca de este santo! Sus palabras eran admirables. Cada día, al terminar mi servicio, hacía una reverencia para solicitarle permiso y me retiraba. Siempre me decía alguna cosa. Tenía cuatro dichos y cada tarde, cuando estaba por retirarme, me decía uno de ellos. Decía así: "Que Dios guarde por siempre la caridad" (esta frase la decía siempre antes de cada sentencia); "los Padres han dicho: Respetar la conciencia del hermano engendra humildad". Otras veces me decía: "Que Dios guarde por siempre la caridad; los Padres han dicho: nunca he preferido mi voluntad a la de mi hermano ". Otras veces: "Que Dios guarde por siempre la caridad; huye de todo lo que es del hombre y ser s salvo".

Y finalmente: "Que Dios guarde por siempre la caridad. Llevad las cargas unos de otros y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2)".

Cada día el Anciano me daba una de esas cuatro sentencias como quien da un vi tico, al retirarme por la tarde. Y yo las consideraba igualmente, como si fueran para la salvación de toda mi vida. Pero a pesar de la confianza que tenía con el Anciano, y el gusto que me daba el servirlo, al presentir que un hermano estaba triste porque quería él servir al Anciano, fui al abad y le dije: "Este servicio le convendría más a este hermano, si a usted no le molesta". Pero ni él ni el Anciano consintieron en ello. Hice todo lo que pude para que ese hermano fuese preferido a mí. Durante los nueve años que estuve a su servicio, nunca dije ninguna palabra desagradable a nadie. Sin embargo tuve que soportar una carga, y lo digo para que no se piense lo contrario.

57. Sucedió que un hermano me persiguió insultándome desde la enfermería hasta la capilla. Yo, que iba delante de él, no dije una sola palabra. Cuando el abad se enteró (no sé por medio de quién) quiso castigarlo. Entonces yo me postré a sus pies suplicándole: "No, por el Señor. Fue mi culpa. ¿En qué fue culpable ese hermano?" Otro hermano, ya sea para probarme o por necedad, Dios lo sabe, durante cierto tiempo orinaba todas las noches cerca de mi cabecera, y entonces mi cama quedaba mojada. Otros hermanos venían todos los días a sacudir su colcha delante de la puerta de mi celda. Yo veía cómo las chinches se metían en el cuarto sin poder matarlas por la cantidad que había a causa del calor. Al irme a acostar se me venían todas encima. Me dormía a causa de mi cansancio extremo, pero por la mañana encontraba mi cuerpo todo picado. Sin embargo nunca dije a esos hermanos: "¡No hagan eso!, o ¿Por qué hacen eso?". Mi conciencia me atestigua que nunca dije una palabra que pudiera herir o afligir a alguien.

Aprendan también ustedes a llevar los fardos los unos de los otros (Ga 6, 2). Aprendan a respetarse mutuamente. Y si uno llega a oír una palabra desagradable de un hermano, o si le toca cargar con algo contra su gusto, no se descorazone ni se irrite enseguida. No reaccionen en el combate o frente a una ocasión provechosa con un corazón relajado, descuidado, sin fuerzas e incapaces de soportar el menor golpe, como si fuesen un melón al que la más pequeña piedra puede dañar y pudrir. Tengan un corazón firme, tengan paciencia y hagan que su mutua caridad supere todas las contrariedades.

58. Si alguno tiene un cargo o tiene que solicitar alguna cosa, ya sea al jardinero, al mayordomo, al cocinero o a cualquier otro hermano encargado de un servicio, esfuércese, tanto el que pide como el que responde, por guardar siempre la calma, para no turbar su espíritu ni ceder a la antipatía, al malhumor, ni a la voluntad propia o a la autojustificación, porque los alejarían del mandamiento de Dios. Cualquier cosa que sea, grande o pequeña, es preferible despreciarla o dejarla de lado. La indiferencia ante las cosas es verdaderamente algo malo, pero peor es perder la tranquilidad al punto de perturbar nuestra alma para poder realizarlas. Por lo tanto, cuando tengan que hacer cualquier cosa, aunque sea muy sena y urgente, no quiero que la hagan con prisa o turbación. Quiero que estén convencidos de que cualquier obra que tengan que realizar, sea grande o pequeña, no es más que la octava parte de lo que buscamos, mientras que guardar la paz del alma, aunque haya que dejar algún servicio, es la mitad o los cuatro octavos de la meta que buscamos. ¡Fíjense qué diferencia!.

59. De esta manera, cuando hagan algo y quieran hacerlo bien y acabarlo, pongan su empeño en realizarlo, lo que, como he dicho, equivale a la octava parte de su objetivo, y guarden intacta la calma, que equivale a la mitad o a los cuatro octavos. Si se debe cometer una transgresión o apartarse del mandamiento, hacerse daño a si mismo o a otro para poder cumplir con lo que se debe hacer, no se justifica perder la mitad por salvar un octavo. El que obra de esa manera no realiza su servicio con sabiduría. Ya sea por vanagloria o por deseo de agradar, se preocupa en discutir o atormentarse a sí mismo y a los otros, para lograr finalmente que se le diga que nadie ha hecho la cosa tan bien como él. ¡Fíjense, hermanos, qué gran virtud! No, hermanos, esto no es una victoria sino una derrota, y desastrosa. Por mi parte yo les digo: si uno de ustedes es enviado por mí a hacer alguna cosa, y ve que comienza a turbarse o sufre cualquier otro perjuicio, que lo deje inmediatamente. No se hagan mal a ustedes mismos o a cualquier otro. Es preferible que la cosa no se haga y se la deje, a fin de no turbarse ni perturbar a los otros. De otra manera perderán la mitad para ganar el octavo, lo cual es claramente desatinado.

60. Si les digo esto no es para descorazonarlos y que renuncien a los trabajos, o para descuidar o abandonar inmediatamente las cosas con el objeto de verse libre de toda preocupación. Tampoco lo digo para que desobedezcan, diciéndose a si mismos: "No puedo hacer eso porque me hará mal. No me conviene hacerlo". Con estos pensamientos nunca podrán tomar ningún trabajo ni cumplir un servicio a Dios. Aplíquense más bien con todas sus fuerzas a cumplir su servicio con caridad, sometiéndose mutuamente, honrándose y estimulándose fraternalmente unos a otros. No hay nada tan poderoso como la humildad.

Por lo tanto si uno de ustedes ve a su hermano apenado o él mismo lo est, corte rápidamente y conceda la prioridad al otro sin esperar a que se produzca algún daño. Pues como ya lo he dicho mil veces, es más provechoso que una cosa no se haga según nuestra voluntad sino que si es necesario, se haga, pero no por nuestra obstinación o pretendidas razones; y aunque parezca convenientes nunca has que disputar y contradecirse mutuamente, perdiendo así la mitad. El daño que se sigue es muy distinto. Puede suceder que también perdamos la octava parte por no hacer nada. Así les sucede a los que obrar con un celo malo. Es indiscutible que todas las obras que realizamos las hacemos con vistas a obtener un objetivo, un provecho. Y ¿qué podemos sacar si no nos humillamos los unos ante los otros? Obrando de otro modo sólo encontraremos perturbación y nos molestamos mutuamente. Ya saben, hermanos, lo que dice el libro de los Ancianos: "Del prójimo vienen la muerte y la vida".

Hermanos, mediten sin cesar en sus corazones estos consejos. Estudien las palabras de los santos Ancianos. Esfuércense en el amor y el temor de Dios, por buscar su aprovechamiento y el del prójimo. De ese modo podrán progresar en toda circunstancia, con el auxilio de Dios. Que nuestro Dios nos gratifique en su bondad por el temor que le tenemos, pues está dicho: Teme al Señor y guarda sus mandamientos: ese es el deber de todos los hombres (Si 12, 13).

Juicio propio

No se debe seguir el propio juicio.

61. Está dicho en los Proverbios: Aquellos que no tienen guía caen como las hojas; la salvación se encuentra en el mucho consejo (Pr 11, 14)95. Examinemos, hermanos, la fuerza de estas palabras y veamos lo que nos enseña la Escritura. En ella se nos Pone en guardia contra la excesiva confianza en nosotros mismos, así como contra la ilusión de creernos suficientemente sagaces y por tanto capaces de dirigirnos a nosotros mismos. Tenemos necesidad de ayuda tenemos necesidad de guías según Dios Nada hay más desvalido ni más vulnerable que aquel que no tiene quién lo conduzca por el camino de Dios. ¿Qué nos dice, en efecto, la Escritura? Aquellos que no tienen guía caen como las hojas. La hoja al nacer siempre es verde, vigorosa, bella; después se va resecando poco a poco, luego cae y finalmente la pisamos sin fijarnos siquiera. Así sucede con el hombre que no tiene guía. Al comienzo manifiesta gran fervor por el ayuno, las vigilias, la soledad, la obediencia y toda obra buena. Luego ese fervor se va apagando progresivamente al carecer de guía que lo alimente e inflame, se va resecando insensiblemente, cae y acaba en manos de sus enemigos que hacen de él lo que quieren.

De aquellos que, por el contrario, descubren sus pensamientos y buscan hacerlo todo con consejo la Escritura dice: La salvación se encuentra en el mucho consejo. Por mucho consejo no se quiere decir que es necesario consultar a todo el mundo, sino hacerlo en todo con aquel en quien debemos depositar nuestra plena confianza, no callando ciertas cosas y manifestando otras, sino revelando todo y en todo pidiendo consejo. Para el que obra así, la salvación se encuentra en el mucho consejo.

62. En efecto, si un hombre no confía todo lo que está en él, sobre todo si acaba de abandonar una vida de malos hábitos, el diablo descubrir en él una voluntad propia o una autojustificación que le permitir engañarlo Porque cuando el diablo ve a alguno decidido a no pecar, no ser tan tonto en su malicia, como para sugerirle directamente faltas manifiestas. No le dirá "ve a fornicar", ni "ve a robar", porque sabe que estamos rechazando esas cosas y no nos hablar de eso que rechazamos. Pero si nos encuentra en posesión de una voluntad propia o de una autojustificación, por ahí nos engaña con bellas razones. De allí viene que también esté escrito: El malvado hace el mal cuando se asocia a una autojustificación (Pr 11, 15). El Malvado es el diablo; él hace el mal cuando se asocia a una autojustificación, es decir cuando se asocia a nuestra presunción de tener razón. Porque entonces él es más fuerte, puede obrar y dañarnos más. Cada vez que nos aferramos obstinadamente a nuestra propia voluntad y nos fiamos de nuestras razones, pensando obrar bien, nos tendemos lazos a nosotros mismos y no sabemos que vamos a nuestra perdición. Por que en efecto, ¿cómo podremos conocer la voluntad de Dios, o buscarla verdaderamente, si depositamos en nosotros mismos nuestra confianza y mantenemos firme nuestra propia voluntad?.

63. Autojustificacion, voluntad propia: Eso es lo que hacía decir a abba Poimén que la voluntad es un muro de acero entre el hombre y Dios. Este es el sentido de esas palabras. Y agregaba: "Es una piedra de escándalo", en cuanto se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Por lo tanto si un hombre renuncia a ella, también puede decir: Por mi Dios yo atravesaré el muro. Mi Dios cuyo camino es intachable (Sal 18, 30-31). ¡Qué palabras admirables! En verdad, cuando se ha renunciado a la propia voluntad se ve sin obstáculo la voluntad de Dios. Pero si no lo hacemos, no podemos ver que el camino de Dios es intachable.

Recibimos una advertencia; enseguida nos enojamos, nos volvemos con desprecio, nos rebelamos. En efecto, ¿cómo podrá aquel que está apegado a su propia voluntad, escuchar a alguien ni seguir el menor consejo?.

Abba Poimén habla también de la autojustificación: "Si la autojustificación presta su apoyo a la voluntad, eso se convierte en un mal para el hombre". ¡Qué sensatez en las palabras de los santos! Esa unión de la autojustificación con la voluntad propia es un gran peligro, es realmente la muerte, es un gran mal. Para el desdichado que se deja atrapar, es la ruina completa. ¿Quién lo persuadirá de que otro sabe mejor que él lo que le conviene? Se abandonar totalmente a sus propios pensamientos y finalmente el enemigo lo engañara como quiera. Es por eso que está escrito: El maligno obra el mal cuando se asocia a una autojustificación; él detesta las palabras que traer seguridad (Pr 11, 15).

64. Se dice que detesta las palabras que traen seguridad porque no sólo siente horror de la seguridad sino que no puede siquiera oír su voz y detesta sus palabras, es decir el hecho mismo de hablar para obtener seguridad.

Me explicó. Aquel que busca cerciorarse de la utilidad de lo que pretende hacer, no ha realizado aún nada, pero el enemigo, aún antes de saber si observar o no lo que le sea aconsejado, muestra su odio al hecho mismo de preguntar y escuchar un consejo útil. Detesta el solo sonido de tales palabras y huye. ¿Por qué? Porque sabe que su maquinación ser descubierta por el solo hecho de preguntar y de dialogar sobre la utilidad de lo que proyecta hacer. Nada detesta tanto como el ser reconocido, pues entonces no encuentra el medio de tender lazos como él quiere.

Que el alma se ponga en seguridad, revelando todo y escuchando de alguien competente: "Haz esto, no hagas aquello; tal cosa es buena, tal cosa es mala; eso es autojustificación, eso es voluntad propia", o también: "No es el momento de hacer eso", y otra vez: "ahora es el momento"; entonces el diablo no encontrar ocasión para hacer daño, ni para hacerlo caer, pues estar constantemente guiado y protegido por todas partes. Constatamos así, hermanos, que la salvación se encuentra en el mucho consejo. Esto es lo que el Maligno no quiere, sino que lo detesta. El busca hacer el mal y se alegra entonces más en aquellos que no tienen guía. ¿Por qué? Porque caen como las hojas.

65. Veamos cómo el Maligno amaba a ese hermano del cual decía a abba Macario: "Tengo un hermano que en cuanto me ve, cambia como el viento". El ama a esos monjes, encuentra sus delicias en aquellos que no son guiados por otro y no se someten a alguien que pueda, según Dios, socorrerlos y darles una mano. ¿Acaso no se dirigía a todos los hermanos aquel demonio que el santo vio un día llevando todas sus maldades en frascos? ¿No se las presentaba a todos? Pero cada uno de ellos, sintiendo el engaño, corrió a revelar sus pensamientos y encontró consejo en el momento de la tentación, de suerte que el Maligno no pudo hacer nada con ellos. Y no encontró más que a ese desdichado hermano que confiaba en sus fuerzas y no recibía ayuda de nadie. Se burló de él y se retiró agradeciéndole y maldiciendo a los demás. Cuando más tarde contó el hecho a San Macario mencionando el nombre del hermano, el santo corrió hacia él y encontró la causa de su caída. Percibió que el hermano no quería confesar su falta y no tenía el hábito de abrirse. Por eso el enemigo podía hacerle dar vueltas a su gusto. El santo le preguntó: "¿Cómo est s, hermano?"."Bien, gracias a tus oraciones". "¿No te dan guerra los pensamientos?". "Por el momento estoy bien". No quería confesar hasta que el santo, hábilmente, le hizo abrir su corazón. Entonces lo fortificó con la palabra de Dios y regresó. El enemigo retornó, según su costumbre, con el deseo de hacerlo caer, pero se sorprendió pues lo encontró sólidamente afirmado y no pudo engañarlo. Se fue pues sin haber logrado nada, humillado por ese hermano. Al tiempo, el santo preguntó al diablo: "¿Cómo está ese hermano amigo tuyo?". Este lo maldijo, no tratándolo ya de amigo sino de enemigo, y diciéndole: "Él también se ha separado de mí y no me escucha más; se ha convertido en el más feroz de todos".

66. Ven, hermanos: el enemigo detesta la palabra de seguridad porque continuamente busca nuestra perdición. Pueden ver también por qué ama a aquellos que tienen confianza en sí mismos: porque colaboran con el diablo, tendiéndose lazos a sí mismos. Por mi parte, no conozco ninguna caída de un monje que no haya sido causada por la confianza en sí mismo. Algunos dicen: el hombre cae por esto, cae por aquello. Pero yo repito, no conozco caída que no tenga aquello por causa. ¿Ves a alguien caer? Sabe que él se dirigió a sí mismo. Nada hay más grave que dirigirse a sí mismo, nada más fatal.

Gracias a la protección de Dios yo siempre he evitado ese peligro. Cuando estaba en el monasterio (de abba Séridos), confiaba todo al anciano, abba Juan y nunca admití hacer cosa alguna sin su consejo. Tal vez el pensamiento me dijera: "¿El anciano no te dirá tal cosa? ¿Para qué importunarlo?". Pero yo replicaba: "Anatema a ti y a tu discernimiento, a tu inteligencia, a tu prudencia y a tu ciencia. Lo que tú sabes, lo sabes por los demonios". Me iba entonces a consultar a abba Juan y a veces sucedía que su respuesta era precisamente la que yo había previsto. Entonces mi pensamiento me decía: "¿Y bien, qué? Es lo mismo que te había dicho yo. ¿No has molestado al anciano inútilmente?". Y Yo respondía: "Si, ahora está bien, ahora esto viene del Espíritu Santo. Pues lo que viene de ti es malo, viene de los demonios, de un estado apasionado".

Así nunca me permití seguir mi conciencia sin tomar consejo. Y créanme, hermanos, yo vivía en gran paz y en una despreocupación tal, que llegué a inquietarme, pues sabía que es por muchas tribulaciones como entraremos en el reino de Dios (Hch 14, 22). ¡Y yo me encontraba libre de tribulación! Sentí temor y sospechas al no conocer la causa de tal paz, hasta que el anciano me lo aclaró diciendo: "No te preocupes. El que se entrega a la obediencia de los Padres, posee esa paz y esa despreocupación".

67. Presten atención también ustedes, hermanos, y aprendan a consultar y a no fiarse de su propio juicio. Conozcan qué despreocupación, qué alegría, qué paz se encuentra en ello.

Pero como les dije que nunca fui probado, escuchen, hermanos, lo que me sucedió una vez. Estando un día en el monasterio (de abba Séridos) fui asaltado por una tristeza inmensa e intolerable. Estaba tan abatido y decaído, que hubiese entregado el alma. Ese tormento era un lazo de los demonios y semejante prueba viene de su envidia; es muy penoso pero de corta duración: pesado, tenebroso, sin consuelo ni paz, rodeado de angustia y opresión. Pero la gracia de Dios viene rápidamente al alma, si no nadie podría soportarlo. Presa de tal prueba y peligro estaba un día en el patio del monasterio, descorazonado y suplicando a Dios que viniese en mi ayuda. De pronto, echando un vistazo en el interior de la iglesia, vi penetrar en el santuario; alguien que tenía aspecto de obispo y estaba vestido de armiño. Yo nunca me acercaba a un extranjero sin necesidad o sin una orden. Pero algo me atrajo y avancé. Permaneció largo rato allí delante, las manos extendidas hacia el cielo. Yo estaba detrás suyo, rezando con mucho temor, pues su vista me había llenado de zozobra. Cuando cese de orar, se volvió y vino hacia mí. A medida que se acercaba yo sentía alejarse de mí la tristeza y el miedo. Parado ante mí, extendió su mano hasta tocar mi frente y la palmeó con sus dedos diciendo: No he cesado de esperar en el Señor, El se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos, me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios (Sal 40, 2-4). Tres veces repitió estos versículo y me palmeaba en la frente. Después se fue. Enseguida mi corazón se llenó de luz, de alegría, de consuelo, de dulzura: ya no era el mismo hombre. Salí corriendo en su busca pero no lo encontré: había desaparecido. Desde entonces, por la misericordia de Dios, no recuerdo haber sido atormentado por la tristeza o el temor. El Señor me ha protegido hasta hoy gracias a las oraciones de los santos ancianos.

68. Les he contado esto, hermanos, para mostrarles cuánta despreocupación y qué paz gozan con toda seguridad aquellos que no ponen la confianza en sí mismos, sino que en todo se dirigen a Dios y a aquellos que los pueden guiar según Dios. Aprendan también ustedes, hermanos, a aconsejarse, a no fiarse de ustedes mismos. Eso es bueno, es humildad, paz, alegría. ¿Para qué atormentarse en vano? No es posible salvarse de otra manera.

Pero puede ser que se pregunten qué debe hacer aquel que no tiene a quién pedir consejo. De hecho, si alguien busca sinceramente, de todo corazón, la voluntad de Dios, Dios no lo abandonar jamás y lo guiar en todo según su voluntad. Así, si alguno dirige su corazón hacia la voluntad de Dios, Dios iluminar hasta a un niño para hacérsela conocer. Pero si por el contrario no busca sinceramente la voluntad de Dios, podrá consultar a un profeta: Dios pondrá en boca del profeta una respuesta conforme a la perversidad de su corazón, según palabras de la Escritura: Si un profeta habla y se equivoca, soy yo el Señor quien lo hace equivocar (Ez 14, 9). Por eso debemos con todas nuestras fuerzas, dirigirnos según la voluntad de Dios y no confiarnos en nuestro propio corazón. Si una cosa es buena y nosotros oímos decir a un santo que es buena, debemos tenerla por tal, sin creer por eso que sabemos cómo hacerla o pensar que la hacemos bien. Debemos hacerla lo mejor que podamos y luego volver a aconsejarnos nuevamente para cerciorarnos de haberla hecho bien. Después de lo cual no debemos quedarnos totalmente tranquilos, sino esperar el juicio de Dios, como el santo abba Agatón, a quien le preguntaron: "Padre, ¿tú temes también?". Y respondió: "Yo hago lo que puedo, pero no sé si mis obras han agradado a Dios. Pues uno es el juicio de Dios y otro del de los hombres". Que Dios nos proteja contra el peligro de fiarnos de nuestro propio juicio y que nos conceda seguir fielmente el camino de nuestros Padres.

Juzgar al prójimo

No debemos juzgar al projimo.

69. Hermanos, si recordamos bien los dichos de los santos Ancianos y los meditamos sin cesar, nos ser difícil pecar, nos ser difícil descuidarnos. Si como ellos nos dicen, no menospreciamos lo pequeño, aquello que juzgamos insignificante, no caeremos en faltas graves. Se lo repetiré siempre, por las cosas pequeñas, el preguntarse por ejemplo: ¿Qué es esto? ¿Qué es aquello?, nacer en el alma un hábito nocivo y nos pondremos a subestimar incluso las cosas importantes. ¿Se dan cuenta de qué pecado tan grande cometemos cuando juzgamos al prójimo? En efecto, ¿qué puede haber más grave? ¿Existe algo que Dios deteste más y ante lo cual se aparte con más horror?. Los Padres han dicho: "No existe nada peor que el juzgar". Y sin embargo, es por aquellas cosas que llamamos de poca importancia por lo que llegamos a un mal tan grande. Si aceptamos cualquier leve sospecha sobre nuestro prójimo, comenzamos a pensar: " ¿Qué importancia tiene el escuchar lo que dice tal hermano? ¿Y si yo lo dijera también? ¿Qué importa si observo lo que este hermano o este extraño va a hacer? ". Y el espíritu comienza a olvidarse de sus propios pecados y a ocuparse del prójimo. De ahí vienen los juicios, maledicencias y desprecios y finalmente caemos nosotros mismos en las faltas que condenamos. Cuando descuidamos nuestras propias miserias, cuando no lloramos nuestro propio muerto, según la expresión de los Padres, no podemos corregirnos en absoluto sino más bien nos ocupamos constantemente del prójimo.

Ahora bien, nada irrita más a Dios, nada despoja más al hombre y lo conduce al abandono, que el hecho de criticar al prójimo, de juzgarlo o maldecirlo.

70. Porque criticar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Criticar es decir de alguien: tal ha mentido o se ha encolerizado, o ha fornicado u otra cosa semejante. Se lo ha criticado, es decir, se ha hablado en contra suyo, se ha revelado su pecado, bajo el dominio de la pasión.

Juzgar es decir: tal es mentiroso, colérico o fornicador. Aquí juzgamos la disposición misma de su alma y nos pronunciamos sobre su vida entera al decir que es así y lo juzgamos como tal. Y es cosa grave. Porque una cosa es decir: se ha encolerizado, y otra: es colérico, pronunciándose así sobre su vida entera. Juzgar sobrepasa en gravedad todo pecado, a tal punto que Cristo mismo ha dicho: Hipócrita, s cate primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver claro para sacar la paja del ojo de tu hermano (Lc 6, 42).

Ha comparado la falta del prójimo a una paja, y el juzgar, a una viga; así de grave es juzgar, más grave quizá que cualquier otro pecado que podamos cometer. El fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones no mentía, decía la verdad; no es por eso por lo que fue condenado. En efecto, debemos agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar, puesto que lo hacemos con su asistencia y su ayuda. Luego, no fue condenado por haber dicho: No soy como los otros hombres (Lc 18, 11). No, fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, agregó: ni como ese publicano. Entonces fue gravemente culpable, porque juzgaba a la persona misma de ese publicano, la disposición misma de su alma, en una palabra su vida entera. Y así el publicano se alejó justificado, mientras que él no.

71. No existe nada más grave, más enojoso, lo vuelvo a repetir, que juzgar o despreciar al prójimo. ¿Por qué más bien no nos juzgamos a nosotros mismos, ya que conocemos nuestros defectos, de los cuales deberemos rendir cuenta a Dios? ¿Por qué usurpar el juicio de Dios? ¿Cómo nos permitimos exigir a su creatura? ¿No deberíamos temblar oyendo lo que le sucedió a aquel gran Anciano, que al enterarse de que un hermano había caído en fornicación dijo de él: " ¡Oh! ¡Qué mal ha cometido!"? ¿No conocen la temible historia que refiere al respecto el libro de los Ancianos? Un santo ángel llevó ante él el alma del culpable y le dijo: "Aquel que juzgaste ha muerto. ¿Dónde quieres que lo conduzca: al reino o al suplicio?" ¿Qué hay más terrible que esta responsabilidad? Porque las palabras del ángel al Anciano no quieren decir otra cosa que: "Puesto que eres tú el juez de justos y pecadores, dame tus órdenes con respecto a esta pobre alma. ¿La perdonas? ¿Quieres castigarla?" Así, este santo anciano, trastornado, pasó el resto de sus días entre gemidos, lágrimas y mil penas, suplicando a Dios le perdonara ese pecado Y esto después de haberse prosternado a los pies del ángel y de haber recibido su perdón. Porque la palabra del ángel: "Así Dios te ha mostrado cuán grave es el juzgar, no lo hagas más", significaba su perdón. Sin embargo el alma del Anciano no quiso ser consolada de su pena hasta su muerte.

72. ¿Por qué, entonces, queremos nosotros exigir algo del prójimo? ¿por qué querer cargarnos con el fardo de otro? Nosotros, hermanos, ya tenemos de qué preocuparnos. Que cada uno piense en sí mismo y en sus propias miserias. Sólo a Dios corresponde justificar o condenar, a él que conoce el estado de cada uno, sus fuerzas, su comportamiento, sus dones, su temperamento, sus particularidades, y juzgar de acuerdo a cada uno de estos elementos que sólo él conoce. Dios juzga en forma diferente a un obispo, a un príncipe, a un anciano y a un joven, a un superior y a un discípulo, a un enfermo y a un hombre de buena salud. Y ¿quién podrá emitir esos juicios sino aquel que todo lo ha hecho, todo lo ha formado, y todo lo sabe?.

73. Recuerdo haber oído relatar el hecho siguiente: un navío cargado de esclavos echó el ancla en una ciudad donde vivía una virgen piadosa, muy preocupada por su salvación. Esta se alegró cuando supo de la llegada del barco, porque deseaba comprar una pequeña esclava. Pensaba: "La educaré como conviene, de tal forma que ignore absolutamente la malicia de este mundo". Hizo venir al patrón del barco que tenía justamente dos niñitas como ella quería. Enseguida pagó el precio y con alegría se llevó una de las pequeñas a su casa. Apenas se había alejado la piadosa mujer, una miserable comediante salió al encuentro del patrón y viendo a la otra niña que lo acompañaba quiso comprarla. Se entendieron por el precio, pagó y se fue, llevándose consigo a la niña.

¡Vean, hermanos, el misterio de Dios, vean sus juicios! ¿Quién podrá explicarlo? La piadosa virgen que tomó esa pequeña la crio en el temor de Dios, la formó en las buenas obras, le enseñó todo sobre la vida monásticas en una palabra, le hizo conocer el buen aroma de los santos mandamientos de Dios.

La Comediante, por el contrario, tomó a la desdichada para hacer de ella un instrumento del diablo. ¿Qué otra cosa podría enseñarle, esa arpía, más que la perdición de su alma? ¿Qué podríamos decir nosotros de este horroroso reparto? Las dos eran pequeñas, las dos fueron llevadas para ser vendidas sin saber adónde iban. Y he aquí que una de ellas se encontró en las manos de Dios y la otra en las del diablo. ¿Podríamos decir que Dios pedirá a esta lo mismo que a aquella? ¿Cómo podría hacerlo? Y si las dos cayeran en la fornicación o en otro pecado, aunque la falta fuera idéntica, ¿podríamos decir que las dos recibirán el mismo juicio? ¿Cómo admitirlo? Una de ellas ha sido instruida sobre el juicio y el Reino de Dios y ha puesto en práctica día y noche las palabras divinas, mientras que la otra desdichada no ha visto ni oído nada bueno sino al contrario, todas las ignominias del diablo. ¿Ser posible que ambas sean juzgadas con el mismo rigor?.

74. En consecuencia el hombre no puede conocer nada de los juicios de Dios. Sólo Dios puede comprender todo y juzgar los asuntos de cada uno según su ciencia única. En realidad ocurre que un hermano hace en la simplicidad de su corazón un acto que complace a Dios más que toda tu vida, y tú, ¿te eriges en juez suyo y dañas así tu alma? Si él llegara a caer, ¿cómo podrías saber cuántos combates ha librado y cuántas veces ha derramado su sangre antes de cometer el mal? Quizá su falta cuente ante Dios como una obra de justicia, porque Dios ve su pena y el tormento que ha soportado anteriormente; siente piedad de él y lo perdona. Dios tiene piedad de él y de ti, ¡tú lo condenas para tu perdición! Y ¿cómo podrías conocer todas las lágrimas que ha derramado sobre su falta en presencia de Dios? Tú has visto el pecado, pero no conoces el arrepentimiento.

A veces no solamente juzgamos sino que además despreciamos. En efecto, como ya lo he dicho, una cosa es juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando no contentos con juzgar al prójimo, lo execramos, le tenemos horror como a algo abominable, lo que es peor y mucho más funesto.

75. Aquellos que quieren ser salvados no se ocupan de los defectos del prójimo, sino siempre de sus propias faltas, y así progresan. Tal era aquel monje que viendo pecar a su hermano decía gimiendo: "¡Desdichado de mí! ¡Hoy él, y mañana seguramente seré yo!" ¡Vean qué prudencia! ¡Qué presencia de espíritu! ¿Cómo ha encontrado la forma de no juzgar a su hermano? Al decir: "¡Seguramente seré yo mañana!", se inspiró en el temor y la inquietud por el pecado que esperaba cometer y así evitó juzgar al prójimo. Pero no contento con esto se ha humillado por debajo de su hermano agregando: "El ha hecho penitencia por su falta, pero yo no la hago, ni llegaré a hacerla, seguramente no, porque no tengo voluntad para hacer penitencia".

Vean, hermanos, la luz de esta alma divina. No sólo ha podido abstenerse de juzgar al prójimo sino que se tiene por inferior a él. Y nosotros, miserables como somos, juzgamos a diestra y siniestra, sentimos aversión y desprecio cada vez que oímos o sospechamos cualquier cosa.

Lo peor es que, no contentos por el daño que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos apresuramos a decir al primer hermano que encontramos: "Ha pasado esto y esto otro", y le hacemos mal también a él, echando el pecado en su corazón. No tememos a aquel que dijo: ¡Ay de aquel que haga tomar a su prójimo una bebida impura! (Ha 2, 15). Pero hacemos el trabajo del demonio y no nos preocupamos. Porque ¿qué puede hacer un demonio sino perturbar y dañar? Es así como colaboramos entonces con los demonios no sólo para nuestra perdición sino también para la del prójimo. Aquel que daña a un alma trabaja con los demonios y los ayuda, así como aquel que practica el bien trabaja con los ángeles santos.

76. ¿De dónde proviene esta desdicha sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos caridad acompañada de compasión y pena, no prestaríamos atención a los defectos del prójimo según la palabra: La caridad cubre una multitud de defectos (1P 4, 8) y La caridad no se detiene ante el mal, disculpa todo, etc. (1Co 13, 5-6).

Luego, si tuviéramos caridad, ella misma cubriría cualquier falta y seriamos como los santos cuando ven los defectos de los hombres. Los santos ¿acaso son ciegos por no ver los pecados? ¿Quién detesta más el pecado que los santos? Sin embargo no odian al pecador, no lo juzgan, no le rehúyen. Por el contrario, lo compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan como a un miembro enfermo: hacen todo para salvarlo. Vean a los pescadores: con su anzuelo echado al mar, han atrapado un gran pez y sienten que se agita y se debate, pero no lo sacan enseguida con gran esfuerzo, porque la línea se rompería y todo estaría perdido, sino que diestramente le aflojan el hilo y lo dejan ir por donde quiere. Cuando perciben que está agotado y que su afán mengua, comienzan a tirar poco a poco de la línea. De la misma manera los santos por la paciencia y la caridad atraen al hermano en lugar de rechazarlo lejos de sí con repugnancia. Cuando una madre tiene un hijo deforme no lo abandona horrorizada; sino que se afana en adornarlo y hacer todo lo posible para que sea agradable.

Es así como los santos protegen siempre al pecador, lo preparan, y lo toman a su cargo para corregirlo en el momento oportuno, para impedirle dañar a otro y también para que ellos mismos progresen más en la caridad de Cristo.

¿Qué hizo San Ammonas cuando los hermanos alterados fueron a decirle: "Ven a ver, abba, hay una mujer en la celda de tal hermano"? ¡Qué misericordia, qué caridad testimonió esa santa alma! Sabiendo que el hermano había escondido a la mujer bajo el tonel, se sentó arriba y ordenó a los otros buscar en toda la celda. Como no la encontraran les dijo: " ¡Dios los perdone!". Y haciéndoles sentir vergüenza, les ayudó a no creer más, con facilidad, en el mal del prójimo. En cuanto al culpable lo curó no solamente protegiéndolo ante Dios, sino corrigiéndolo cuando encontró el momento favorable. Porque luego de haber despedido a todo el mundo, lo tomó de la mano y le dijo: "Preocúpate de ti mismo, hermano". Enseguida el hermano fue penetrado de dolor y compunción y obraron en su alma la bondad y la compasión del anciano.

77. Adquiramos nosotros también la caridad. Adquiramos la misericordia respecto del prójimo para evitar la terrible maledicencia, el juzgar y el despreciar. Ayudémonos los unos a los otros como a nuestros propios miembros. Si alguien tiene una herida en la mano, en el pie o en otra parte, ¿siente acaso asco de sí mismo? ¿Se corta el miembro enfermo aunque se esté pudriendo? Mas bien ¿no lo lavar, limpiar, le pondrá emplastos y vendajes, lo untar con óleo santo, rogar y hará rogar a los santos por él, como dice Abba Zósimo?. En resumen no abandona su miembro, no le asquea su fetidez, hace todo por curarlo. Así debemos compadecernos unos de otros, ayudarnos mutuamente, o valiéndonos de otros más capaces, hacer todo con el pensamiento y con las obras para socorrernos a nosotros mismos y los unos a los otros. Porque somos miembros los unos de los otros, dice el Apóstol (Rm 12, 5). Luego, si formamos un solo cuerpo y si somos cada uno por nuestra parte miembros los unos de los otros (Rm 12, 5), cuando un miembro sufre todos los miembros sufren con él (1Co 12, 26). A su entender, ¿qué son los monasterios? ¿No son como un solo cuerpo con sus miembros? Los que gobiernan son la cabeza, los que cuidan y corrigen son los ojos, los que sirven por la palabra son la boca, las orejas son los que obedecen, las manos los que trabajan, los pies los que hacen los encargos y aseguran los servicios. ¿Eres la cabeza? Gobierna. ¿Eres los ojos? Sé atento y observa. ¿Eres la boca? Habla para provecho. ¿Eres la oreja? Obedece; ¿la mano? Trabaja; ¿el pie? Cumple tu servicio. Que cada uno, como pueda, trabaje por el cuerpo. Sean siempre solícitos en ayudarse los unos a los otros, ya sea instruyendo y sembrando la Palabra de Dios en el corazón de su hermano, ya sea consolándolo en el momento de prueba o prestándole asistencia y ayudándolo en su trabajo. En una palabra, cuide cada uno, como pueda, según ya les he dicho, de que permanezcan unidos los unos a los otros. Ya que cuanto más unido se está al prójimo, más unido se está a Dios.

78. Para que comprendan el sentido de esta palabra voy a darles una imagen sacada de los Padres: Supongan un círculo trazado sobre la tierra, es decir una circunferencia hecha con un compás y un centro. Se llama precisamente centro al centro del círculo. Presten atención a lo que les digo. Imaginen que ese círculo es el mundo, el centro, Dios, y sus radios, las diferentes maneras o formas de vivir los hombres. Cuando los santos deseosos de acercarse a Dios caminan hacia el centro del círculo, a medida que penetran en su interior se van acercando uno al otro al mismo tiempo que a Dios. Cuanto más se aproximan a Dios, más se aproximan los unos a los otros; y cuanto más se aproximan los unos a los otros, más se aproximan a Dios. Y comprenderán que lo mismo sucede en sentido inverso, cuando dando la espalda a Dios nos retiramos hacia lo exterior, es evidente entonces que cuanto más nos alejamos de Dios, más nos alejamos los unos de los otros y cuanto más nos alejamos los unos de los otros más nos alejamos también de Dios. Tal es la naturaleza de la caridad. Cuando estamos en el exterior y no amamos a Dios, en la misma medida estamos alejados con respecto al prójimo. Pero si amamos a Dios, cuanto más nos aproximemos a Dios por la caridad tanto más estaremos unidos en caridad al prójimo, y cuanto estemos unidos al prójimo tanto lo estaremos a Dios.

¡Que Dios nos haga dignos de comprender aquello que nos es provechoso y realizarlo! Porque cuanto más nos preocupemos por cumplir diligentemente lo que entendemos, más nos dar Dios su luz y nos enseñar su voluntad.

La acusación de sí mismo

79. Fijémonos, hermanos, cómo nos sucede a veces que oyendo una palabra desagradable no la tenemos en cuenta, como si nada hubiésemos oído, y otras veces en cambio nos perturba de inmediato. ¿Cuál es la razón de tal diferencia? ¿Hay una o más razones? En cuanto a mí, existen muchas, pero una sola de ellas engendra, por así decirlo, todas las demás. Me explicaré. Tomemos primeramente un hermano que acaba de rezar o de hacer una buena meditación; se encuentra, como suele decirse, en buena forma. Soporta a su hermano y deja pasar las cosas sin perturbarse. Consideremos a otro que siente afecto por un hermano, a causa de esto soporta con tranquilidad cualquier cosa que provenga de ese hermano. Sucede también que otro hermano desprecia al que quiere molestarlo, no teniendo en cuenta nada que provenga de él, no prestándole atención ni siquiera como a un hombre, y en suma no considerando en nada ni lo que dice ni lo que hace.

80. Voy a relatarles algo admirable. Había en el monasterio, antes de que yo me fuera, un hermano al que nunca veía perturbado ni enojado con nadie y sin embargo yo veía a muchos de sus hermanos maltratarlo y ofenderlo de diferentes formas. Este joven hermano soportaba lo que venía de cualquiera de ellos, como si nadie lo atormentase en absoluto. Yo no cesaba de admirar su excesiva paciencia y quise saber cómo había adquirido tal virtud. Un día lo llamé aparte y haciéndole una reverencia lo invité a que me dijera qué pensamiento guardaba en su corazón mientras soportaba tales ofensas y maltratos, que le permitía conservar esa paciencia. Me respondió sencillamente y sin ambages: "Tengo la costumbre de considerarme con respecto a aquellos que me ofenden como los cachorros con respecto a sus amos. Ante tales palabras bajé la cabeza y me dije: Este hermano ha encontrado el camino". Después de persignarme lo dejé, rogándole a Dios que nos protegiese a ambos.

81. Decía antes que a veces es por desprecio por lo que no nos perturbamos, y esto sería manifiestamente un desastre. Pero también ofenderse por un hermano que nos molesta puede provenir ya sea de una mala disposición momentánea o de una aversión a tal hermano. Hay también muchas otras razones que pueden alegarse. Pero la causa de la perturbación, si la buscamos cuidadosamente, es siempre el hecho de que no nos acusamos a nosotros mismos. De ahí proviene todo ese agobio y el no encontrar nunca la paz. No hay por qué asombrarse de que todos los santos digan que no existe otro camino más que este. Podemos ver bien que nadie ha conseguido la paz siguiendo otro camino ¡y nosotros pensamos encontrar uno que nos lleve directamente a ella, sin consentir jamás en acusarnos a nosotros mismos!. En verdad, aunque hubiéramos realizado mil obras buenas, si no guardamos este camino, no cesaremos de sufrir y de hacer sufrir a los demás, perdiendo así todo mérito.

Por el contrario, ¡qué alegría, qué paz disfrutar donde vaya, aquel que se acusa a sí mismo, como lo ha dicho abba Poimén! Cualquiera fuere el daño, la ofensa o la pena que le infieran, si a priori se juzga merecedor de ella, no se sentir perturbado nunca. ¿Hay algún estado que esté más exento de preocupación que este?.

82. Pero me dirán: si un hermano me atormenta y examinándome constato que no le he dado motivo alguno, ¿cómo podré acusarme a mí mismo? De hecho si alguien se examina con temor de Dios, percibir ciertamente que ha dado pretexto, ya sea por una actitud, una palabra o un acto. Y si ve que en nada de esto ha dado pretexto en el caso presente, es seguramente porque ha atormentado a ese hermano en otra ocasión, en un caso semejante o diferente, o bien que ha atormentado a otro hermano y es por esto, o muchas veces por un pecado diferente, por lo que merecía el sufrimiento.

Así como lo he dicho, si nos examinamos con temor de Dios y escrutamos cuidadosamente nuestra conciencia, nos encontraremos de todas formas responsables. Sucede también que un hermano, creyendo mantenerse en paz y tranquilidad, se ve perturbado por una palabra ofensiva que acaba de decirle un hermano y juzga que la razón es suya, diciéndose en su interior: "Si este hermano no hubiese venido a hablarme y perturbarme, yo no habría pecado". Es una ilusión, un razonamiento falso. Aquel que le ha dicho esa palabra, ¿ha puesto en él esa pasión? Sencillamente le ha revelado la pasión que estaba en él, para que se arrepienta, si así lo quiere. Así este hermano se parece a un pan de trigo puro, exteriormente de buen aspecto, pero que una vez partido deja ver su podredumbre. Se creía en paz pero había en él una pasión que ignoraba. Una sola palabra de su hermano ha puesto en evidencia la podredumbre escondida en su corazón. Si desea obtener misericordia, que se arrepienta, que se purifique, que progrese, y ver que debe más bien agradecer a su hermano el haber sido motivo de tal beneficio.

83. Porque las pruebas ya no lo agobiarán más. Cuanto más progrese, más insignificantes le parecerán. En efecto, a medida que el alma crece, se hace más fuerte y más capaz de soportar todo lo que le sucede. Es como una bestia de carga: si es robusta, soporta alegremente el pesado fardo que se le carga. Si tropieza se levanta enseguida; apenas lo siente. Pero si es débil, cualquier carga la agobia y una vez caída precisa mucha ayuda para volver a levantarse. Así pasa con el alma. Se debilita cada vez que peca porque el pecado agota y corrompe al pecador. Que una nada le pase y helo aquí agobiado. Si por el contrario un hombre avanza en la virtud, lo que antaño le agobiaba se le hace cada vez más liviano. Así nos es de gran ventaja, una fuente abundante de paz y progreso, el hacernos a nosotros mismos responsables, y a nadie más que a nosotros de lo que pasa, tanto más cuanto que nada puede pasarnos sin la Providencia de Dios.

84. Pero, dirá alguien, ¿cómo puedo no sentirme atormentado si necesito algo que no recibo? Porque heme aquí presionado por la necesidad. Pero ni siquiera esto es ocasión de acusar a otro ni de estar enojado con nadie. Si realmente tiene necesidad de algo, como pretende, y no lo recibe, debe decirse: "Cristo sabe mejor que yo si debo encontrar satisfacción y él mismo me presenta esta privación de la cosa o alimento". Los hijos de Israel han comido el maná en el desierto durante cuarenta años y aunque era de una sola especie, este maná era para cada uno según su deseo: salado para quien lo deseaba salado, dulce para quien lo deseaba dulce, conformándose, en una palabra, al temperamento de cada uno (cf. Sb 16, 21). Luego si alguien precisa un huevo y recibe en su lugar una verdura, que piense: "Si el huevo me fuese útil, Dios con toda seguridad me lo hubiese enviado. Además es posible que esta verdura sea para mí como un huevo". Y confío en Dios que esto le será contado como martirio. Ya que si es verdaderamente digno de que le sea concedido, Dios mover el corazón de los sarracenos para que se muestren misericordiosos con él según sus necesidades. Pero si no es digno o si lo que desea no le ser de utilidad, no obtendrá satisfacción aunque remueva cielo y tierra. Es verdad que se consigue a veces por encima de nuestras necesidades y a veces por debajo de ellas. Pues Dios, en su misericordia, proporciona a cada uno lo que necesita; si da a alguien en demasía es para mostrarle el exceso de su ternura y enseñarle la acción de gracias.

Cuando por el contrario no le proporciona lo necesario suple con su Palabra aquello que se necesitaba y enseña la paciencia. Así, y por todo, debemos siempre mirar a lo alto, ya recibamos un bien ya un mal, y dar gracias por todo lo que nos sucede, sin cansarnos jamás de acusarnos a nosotros mismos y repetir con los Padres: "Si nos pasa algo bueno es por disposición de Dios, y si algo malo es por causa de nuestros pecados". Sí, todos nuestros sufrimientos provienen de nuestros pecados. Cuando los santos sufren, lo hacen por Dios o como manifestación de su virtud para provecho de muchos o para acrecentar la recompensa que recibirán de Dios. Pero ¿cómo podríamos nosotros, miserables, decir lo mismo? Cada día pecamos y seguimos nuestras pasiones; nos hemos alejado del camino recto trazado por los Padres, que consiste en acusarse a sí mismo, por seguir la senda torcida donde estamos acusando a nuestro prójimo. Cada uno de nosotros, en toda circunstancia, se apura a acusar la falta de su hermano, cargándole la culpa. Cada uno vive en la negligencia, sin preocuparse por nada ¡y pedimos a nuestro prójimo que nos rinda cuenta de sus pecados contra los mandamientos!.

85. Dos hermanos enojados entre sí vinieron un día a buscarme. El mayor decía del más joven: "Cuando le doy una orden se molesta y yo también, porque pienso que si tuviera confianza y caridad por mí, recibiría con gusto lo que le digo". Y el más joven decía a su vez: "Que Su Reverencia me perdone, pero sin duda él no me habla con temor de Dios sino con la voluntad de mandarme, y es por esto, pienso, por lo que mi corazón no confía, según la palabra de los Padres".

Observen, hermanos: ambos se acusaban recíprocamente sin que ni el uno ni el otro se acusara a sí mismo. Más aún, otros dos que estaban irritados mutuamente se pedían disculpas, pero persistían en la desconfianza mutua. El primero decía: "No es con sinceridad como ha pedido disculpas; por eso no he confiado en él, según la palabra de los Padres". Y el otro añadía: "No tenía hacia mí ninguna disposición de caridad antes de que le presentara mis excusas, así que yo tampoco he sentido confianza hacia él".

¡Qué ilusión, señores! ¿Ven ustedes la perversión de espíritu?. Dios sabe cómo me espanta el ver que ponemos las palabras de los Padres al servicio de nuestra mala voluntad y para perdición de nuestras almas. Era preciso que cada uno echase la culpa sobre sí.

Uno de ellos debió decir: "No fue con sinceridad como he pedido disculpas a mi hermano. Por eso Dios no ha puesto confianza en él". Y el otro: Yo no tenía ninguna disposición de caridad a su respecto antes de su disculpa. Por eso Dios no ha puesto confianza en él".

Hubiera sido preciso que los dos primeros hicieran lo mismo. Uno de ellos debió haber dicho: "Yo hablo con suficiencia por esto Dios no le da confianza a mi hermano". Y el otro: "Mi hermano me da las órdenes con humildad y caridad pero yo soy indisciplinado y no tengo temor de Dios". De hecho ninguno de ellos ha encontrado el camino ni se ha culpado a sí mismo. Cada uno, por el contrario ha cargado la culpa a su prójimo.

86. Vean, hermanos, es por esta razón por lo que no llegamos a progresar, a ser un poco útiles, y pasamos todo nuestro tiempo corrompiéndonos por los pensamientos que tenemos unos contra otros y atormentándonos a nosotros mismos. Cada uno se justifica, cada uno se descuida, como ya he dicho, sin cumplir en nada, y pidiendo al prójimo que rinda cuenta de los mandamientos. Por esto no nos habituamos al bien: por poco que recibamos alguna luz inmediatamente pedimos cuenta al prójimo criticándolo y diciendo: "Debería hacer esto, y ¿por qué no ha procedido así?". ¿Por qué más bien no nos pedimos cuenta a nosotros mismos del cumplimiento de los mandamientos, culpándonos por no observarlos?.

¿Dónde está aquel santo anciano a quien le preguntaron: "¿Qué encuentras más importante en este camino, Padre?". Y habiendo respondido: "Acusarse a sí mismo en todo", fue alabado por aquel que le interrogara. agregando: "No hay otro camino que no sea ese". De la misma manera abba Poimén decía gimiendo: "Todas las virtudes han entrado en esta casa menos una, y sin ella le cuesta al hombre mantenerse en pie". Cuando le preguntaron cuál era esa virtud respondió: "Acusarse a sí mismo". San Antonio decía también que la gran ocupación del hombre debería ser echarse la culpa a sí mismo ante Dios y estar dispuesto a luchar contra la tentación hasta el último suspiro. Por doquier vemos que los Padres, observando esta regla y remitiendo todo a Dios, aún las pequeñas cosas, han encontrado la paz.

87. Así se comportó aquel santo anciano que estaba enfermo y cuyo discípulo puso en su alimento aceite de lino, que es muy nocivo, en lugar de miel. El anciano no dijo nada, sin embargo comió en silencio una primera y una segunda porción, lo que necesitaba. sin culpar interiormente a su hermano diciéndose que lo había hecho por desprecio, y sin decir palabra alguna que pudiera contristarlo. Cuando el hermano se dio cuenta de lo que había hecho comenzó a afligirse diciendo: "Te he matado, abba, y eres tú quien me ha hecho cometer este pecado con tu silencio". Pero el anciano respondió con dulzura: "No te aflijas, hijo mío, si Dios hubiese querido que comiese miel, tú habrías puesto miel". Y así remitió el asunto inmediatamente a Dios. Pero, mi buen anciano, ¿qué tiene que ver Dios con este asunto? El hermano se ha equivocado y tú dices: "Si Dios lo hubiera querido...". ¿Cuál es la relación? "Si", dijo el anciano, "si Dios hubiera querido que comiese miel, el hermano hubiera puesto miel". Aun estando tan enfermo y habiendo pasado tantos días sin probar alimento, no se enojó contra el hermano sino que remitiendo todo a Dios quedó en paz. El anciano habló bien porque sabía que si Dios hubiera querido que él comiese miel, hubiera transformado en miel aún ese infecto aceite.

88. En cuanto a nosotros, hermanos, en toda ocasión nos arrojamos contra el prójimo, agobiándolo con reproches y acusándolo de despreciar y de obrar contra su conciencia. ¿Oímos algo? De inmediato vemos su parte mala y decimos: "Si no hubiera querido herirme no lo hubiera dicho". ¿Dónde está aquel santo que decía refiriéndose a Semeí: Déjenlo maldecir, puesto que el Señor le ha dicho que maldiga a David (2S 16, 10)? ¿Cómo Dios mandaba a un asesino que maldijese a un profeta? ¿Cómo se lo había dicho Dios? Pero en su sabiduría el profeta sabía bien que nada atrae más la misericordia de Dios sobre el alma que las tentaciones. sobre todo aquellas que suceden en tiempo de agobio y persecución. Así fue como respondió: Dejen que maldiga a David porque el Señor así se lo ha dicho. ¿Y con qué motivo? Quizá el Señor verá mi humillación y cambiará su maldición en bienes para mi. Vean cómo el profeta obraba con sabiduría. Se enojaba con aquellos que querían castigar a Semeí porque lo maldecía: ¿Qué tenemos en común, hijos de Serui? decía, déjenlo maldecir puesto que el Señor se lo ha dicho.

Nosotros nos cuidamos mucho de decir con respecto a nuestro hermano: "El Señor se lo ha dicho", sino que apenas hemos oído una palabra de él tenemos la reacción del perro a quien se le arroja una piedra deja a aquel que la lanzó y va a morder la piedra. Así hacemos nosotros: dejamos a Dios que es quien permite que las pruebas nos asedien para purificación de nuestros pecados y corremos a echarnos sobre el prójimo diciendo: "¿Por qué me ha dicho esto? ¿Por qué me ha hecho esto?". Cuando podríamos sacar gran provecho de estos sufrimientos, nos tendemos emboscadas, no reconociendo que todo llega por la Providencia de Dios según convenga a cada uno. ¡Que Dios nos conceda inteligencia por las oraciones de los santos! Amén.

El rencor

89. Evagrio ha dicho: "Encolerizarse y entristecer a otro debe ser algo extraño al monje"; y también: "Aquel que ha dominado su cólera ha triunfado sobre el demonio. Por el contrario, aquel que se someta al imperio de esta pasión, será totalmente ajeno a la vida monástica, etc." ¿Qué decir de nosotros, que aparte de la irritación y la cólera llegamos hasta el rencor? ¿Qué hacer sino deplorar este estado tan vergonzoso e indigno del hombre? Permanezcamos alerta, hermanos, ayudémonos a nosotros mismos para que, con Dios, podamos preservarnos de la amargura de esta funesta pasión.

Tal vez alguno de nosotros se disculpe con su hermano por la perturbación causada o la herida infligida, pero aún después de la disculpa persiste en su enojo y conserva malos pensamientos con respecto a ese hermano. No debe restarle importancia a esos pensamientos, sino que debe eliminarlos rápidamente. Ya que se trata del recuerdo de las injurias, y para evitar su peligro se deberá, como ya he dicho, vigilar estrechamente, siendo necesarios la disculpa y la lucha. Porque pidiendo simplemente disculpas por cumplir con el precepto, se ha curado la cólera momentánea, pero no se ha luchado contra el recuerdo de la injuria: todavía se guarda rencor contra el hermano. Pues una cosa es el recuerdo de la injuria otra la cóleras otra la irritación y otra la perturbación.

90. Les daré un ejemplo, hermanos, que les ayudar a comprender: el que enciende un fuego tiene al comienzo sólo un pequeño carbón. Este representaría la palabra del hermano que nos ofende. Fíjense, hermanos, no es más que un pequeño carbón, porque ¿qué es una simple palabra de nuestro hermano? Si puedes soportarla, apagas el carbón. Si por el contrario comienzas a pensar: ¿Por qué me habrá dicho eso? ¡Tengo que contestarle algo! o, ¡no me habría hablado de esa manera de no ser para ofenderme! ¡Pues que sepa que yo también puedo hacerle daño!". Como el que enciende un fuego, ustedes echan leña o cualquier cosa y hacen una fogata, se perturban. Esa perturbación no es sino un movimiento y flujo de pensamientos que excitan y exasperan el corazón. Y esa excitación, que también se llama ira, es la que incita a vengarse del que lo ofendió. Según el dicho de abba Marcos: "La malicia que se introduce en los pensamientos excita el corazón; pero disipada por la oración y la esperanza, ayuda a quebrantarlo".

Yo les digo que, soportando la palabra molesta de otro hermano, pueden apagar el pequeño carbón antes de que aparezca la perturbación. Pero incluso ese ánimo perturbado puede calmarse fácilmente, en cuanto nace, con el silencio, la oración, con sólo una satisfacción que provenga del corazón. Si por el contrario se continúa atizando el fuego, es decir, exaltando y excitando el corazón, pensando "¿Por qué me habrá dicho eso? ¡Yo también puedo decirle algo!", fluir y entrechocar de pensamientos, avivando y caldeando el corazón, producir la llama de la exasperación. Esta, según san Basilio, no es otra cosa que la ebullición de la sangre en torno al corazón. Es irritación, llamada también encono.

Si ustedes quieren, todavía la pueden apagar antes de que se transforme en cólera. Pero, hermanos, si continúan perturbándose y perturbando al otro, estarán haciendo lo que aquel que arroja trozos de leña al fogón para avivar el fuego: la leña se transformar en brasas y esto es la cólera.

91. Es lo mismo que decía abba Zósimo cuando le pidieron que explicara la sentencia: "Donde no hay irritación no hay combate". En efecto, si cuando comienza la perturbación, al aparecer el humo y las chispas, tomamos la delantera acusándonos a nosotros mismos y ofreciendo alguna satisfacción antes de que brote la llama de la irritación, permaneceremos en paz. Pero, si ya provocada la irritación, no nos calmamos y persistimos en la perturbación y en la excitación, nos asemejaremos a aquél que echa madera al fuego y aviva sus llamas, hasta conseguir unas buenas brasas. Y de la misma manera que las brasas transformadas en carbones y puestas al rescoldo pueden durar años sin inutilizarse, aunque se les vuelque agua encima, así la cólera prolongada se transforma en rencor y ya no es posible librarse de él si no es vertiendo sangre.

Les he mostrado, hermanos, la diferencia de esos cuatro estados. Compréndanlo bien. Ahora saben lo que es la perturbación inicial, lo que es la exasperación, lo que es la cólera y lo que es el rencor.

Fíjense, hermanos, cómo por una sola palabra se llega a semejante mal. Si desde el comienzo nos hubiéramos echado la culpa a nosotros mismos, hubiéramos soportado pacientemente la palabra del hermano, no buscando venganza ni respondiendo dos o cinco palabras por una sola devolviendo así mal por mal; habríamos podido escapar de todos esos males.

Por eso, hermanos, no cesaré de repetirles: arranquen sus pasiones cuando son incipientes, antes de que se fortifiquen y los hagan sufrir. Porque una cosa es arrancar una planta tierna y otra sacar de raíz un árbol grande.

92. Nada me llama tanto la atención como la ignorancia que tenemos de lo que cantamos. Cada día en la salmodia nos cargamos de maldiciones sin percibirlo. ¿No debemos conocer acaso aquello que salmodiamos? Así, todos los días decimos: Si he hecho mal a los que me lo hicieron, que caiga muerto ante mis enemigos (Sal 7, 5). ¿Qué significa: que yo caiga? Mientras estamos de pie tenemos fuerza para oponernos a nuestros enemigos: damos golpes y los recibimos, nos lanzamos sobre el otro y se lanzan sobre nosotros, pero siempre estamos de pie. En cambio, si caemos, ¿cómo podremos, estando en tierra, luchar todavía contra el adversario? Pero nosotros estamos pidiendo no sólo caer ante nuestros enemigos, sino caer muertos. Y ¿qué es caer muertos ante el enemigo? Ya hemos dicho que caer es no tener más fuerza para resistir y estar tendido por tierra. Caer muerto es no tener el más mínimo poder de levantarse. Porque el que se levanta puede reponerse y volver al combate.

Decimos también: Que el enemigo persiga y atrape mi alma (Sal 7, 6); no sólo que la persiga, sino también que la atrape, es decir, que caigamos en sus manos, que le estemos sometidos en todo y que nos derribe cuando quiera, si es que devolvemos el mal a quien nos lo ha hecho.

Sin detenernos en esto, agregamos a continuación: Que pisotee por tierra nuestra vida (Sal 7, 6). ¿Qué significa nuestra vida? Son nuestras virtudes, y al pedir que sea echada por tierra y pisoteada, estamos pidiendo hacernos totalmente terrenos y tener nuestra mente fija en la tierra.

Y reduzca mi gloria a basura (Sal 7, 6). ¿Qué es nuestra gloria sino el conocimiento que nace en el alma por la observancia de los santos mandamientos? Nosotros estamos pidiendo entonces que de nuestra gloria, el enemigo haga nuestra vergüenza, como dice el Apóstol (Flp 3, 19), que la reduzca a basura, que convierta en terrenas nuestra vida y nuestra gloria, de tal manera que no pensemos más según Dios, sino según el cuerpo y la carne, como aquellos de quienes dice Dios: Mi espíritu no permanecer en esos hombres, porque son carne (Gn 6, 3).

Así son todas las maldiciones que nos echamos encima al salmodiar, si es que devolvemos mal por mal. Y ¿qué mal no devolvemos? Pero eso nos importa poco, no nos preocupa.

93. Podemos devolver mal por mal no sólo con actos, sino también con una palabra o una actitud. A nosotros nos parece que no devolvemos el mal con un acto si lo hacemos con una palabra o una actitud. Sin embargo, con una sola actitud, un gesto o una mirada, podemos perturbar a nuestro hermano. Porque podemos muy bien lastimarlo con un gesto o una mirada y eso es también devolver mal por mal. Alguno de nosotros cuida de no devolver el mal por medio de un acto, o una palabra, de actitudes o gestos, pero en su corazón guarda tristeza con respecto a su hermano y siente enojo contra él.

Fíjense, hermanos, en la diversidad de tales estados. Alguno no siente tristeza con respecto a su hermano pero si llega a enterarse de que alguien le ha hecho daño, ha murmurado contra él o lo ha injuriado, se regocija al saberlo, y de esta manera él también devuelve mal por mal en su corazón. Otro quizá no guarda enemistad ni se regocija al oír injuriar a aquel que le ha hecho daño e incluso puede hasta afligirse si sabe que está apenado, pero no le agrada ver a ese hermano contento, y se entristece al verlo honrado y en paz. Esta es otra forma de rencor, aunque más sutil.

Debemos alegrarnos del bien del hermano y debemos hacer todo lo posible por sentirlo, honrarlo y contentarlo en toda circunstancia.

94. Decíamos al comienzo de este encuentro que un hermano puede guardar tristeza hacia otro, incluso después de haber dado una satisfacción, y decíamos que si por la satisfacción había curado la cólera, todavía no había combatido el rencor.

Fíjense en este otro hermano que, al recibir una ofensa de otro, hace la paz con él, le da satisfacción, tiene palabras de reconciliación y no guarda en su corazón ningún resentimiento contra el autor de la ofensa. Pero si ese hermano vuelve a decirle cualquier cosa desagradable, trae nuevamente a la memoria lo pasado, y se perturba por lo anterior y lo reciente a la vez.

Se asemeja así a un hermano que tiene una herida y se pone un vendaje; gracias al vendaje la herida se cura y cicatriza, pero alrededor suyo queda muy sensible: se lastima más fácilmente que el resto del cuerpo, y si recibe una pedrada comienza enseguida a sangrar. Tal es el estado del hermano del que hablamos: tenía una herida y le puso un vendaje, la satisfacción. Como aquel del que hablamos en primer lugar, ha curado la herida, es decir la cólera. Incluso ha comenzado a preocuparse del rencor, cuidándose de no guardar en su corazón ningún resentimiento, lo que es la cicatrización de la llaga. Pero todavía no ha borrado completamente sus rastros; todavía guarda algo de rencor, es decir, la cicatriz, por la cual la herida se vuelve a abrir rápidamente al menor golpe. Debe esforzarse entonces por hacer desaparecer incluso esa cicatriz de tal manera que vuelva el vello, que no quede ninguna deformidad y que nadie pueda darse cuenta de que allí hubo una herida.

¿Cómo lograr esto? Orando de todo corazón por aquel que le ha hecho mal, diciendo: "¡Oh Dios, auxílianos a mi hermano y a mi por sus oraciones!" De este modo, por un lado reza por su hermano, lo cual es un testimonio de compasión y caridad, y por el otro, se humilla pidiendo su seguridad por las oraciones de ese hermano. De esta manera, allí donde se encuentran la compasión, la caridad y la humildad, ¿cómo puede triunfar la cólera, el rencor o cualquier otra pasión? Es lo que decía abba Zósimo: "Aunque el diablo y todos los demonios pongan en acción todas sus maquinaciones perversas, todos sus artificios resultan inútiles y son aniquilados por la humildad del mandamiento de Cristo". Y otro Anciano: "Aquel que reza por sus enemigos, nunca conocer el rencor".

95. Pongan pues en práctica, hermanos, y comprendan bien las enseñanzas que reciben, porque si no las ponen en práctica, las palabras solas no podrán hacer que las comprendan. ¿Cuál es el hombre que queriendo aprender un arte, sólo se contenta con que le hablen? Más bien comenzar primero por hacer, deshacer, rehacer, demoler y así por un trabajo perseverante, aprender poco a poco su arte con ayuda de Dios que ve su buena voluntad y sus esfuerzos.

¡Pero nosotros queremos adquirir el arte de las artes por las palabras, sin ponerlas en acción! ¿Cómo puede ser posible? Vigilémonos a nosotros mismos, hermanos, y trabajemos con celo mientras podamos. ¡Que Dios nos haga recordar y guardar las palabras oídas, a fin de que en el día del juicio no sean ellas motivo nuestra condenación!

Mentira

96. Hermanos, deseo recordarles algunas pequeñas cosas respecto a la mentira. Se debe a que no los veo para nada ocupados en cuidar su lengua, y eso nos lleva fácilmente a numerosas faltas. Comprendan, hermanos, que en todo se contraen hábitos, sea para bien o para mal, y no dejaré de repetirlo. Hace falta mucha vigilancia para no dejarse sorprender por la mentira. Pues ningún mentiroso está unido a Dios; la mentira es extraña a Dios. Está escrito en efecto: la mentira viene del maligno... y él es mentiroso y padre de la mentira (Jn 8, 44). Así, el diablo es llamado padre de la mentira. Al contrario, Dios es la Verdad ya que él mismo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Fíjense de quién se separan y a quién se unen por la mentira: al Maligno. Por lo tanto si queremos realmente ser salvados, debemos amar la verdad con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro ardor, cuidándonos de toda mentira, para no ser separados de la verdad y de la vida.

97. Hay tres formas diferentes de mentir: con el pensamiento, con la palabra o con la vida misma. Miente con el pensamiento aquel que acepta las sospechas. Si ve a alguien hablando con su hermano, piensa: "Es de mí de quien hablan". Si dejan de hablar sigue sospechando que es a causa de él. Si alguien dice una palabra supone que es para hacerle daño. En fin, con cualquier motivo sospecha de su prójimo y se dice: "Por mí ha hecho eso, por mi ha dicho aquello; por tal razón ha hecho eso otro". Así es el que miente con el pensamiento: no se basa en la verdad, sino en conjeturas. De allí las curiosidades indiscretas, las murmuraciones, el hábito de estar a la escucha, de discutir, de juzgar.

Puede suceder que alguien tenga una sospecha y que esté en la verdad: de ahí en más, alegando la intención de enmendarse, no cesa de averiguar alrededor de él diciendo: "Cuando se habla mal de mí, me doy cuenta de la falta que se me reprocha y me corrijo". Pero el origen de esa conducta es el Maligno, porque ha comenzado por la mentira: en la ignorancia conjeturó lo que no sabía. Y entonces, ¿cómo un mal árbol puede dar buenos frutos? Si quiere verdaderamente corregirse, que no se turbe cuando un hermano le dice: "No haga aquello, o: ¿Por qué has hecho eso?". Que pida disculpas y le agradezca. Entonces se corregir. Y si Dios ve que esa es su voluntad, nunca lo dejar equivocar, sino que le enviar a aquel que deba corregirlo. En cuanto a decir: "Me fío de mis sospechas para corregirme", y ponerse a investigar y a escuchar por todas partes, es una falsa justificación, inspirada por el diablo, que busca engañarnos.

98. Cuando estaba en el monasterio (del abad Séridos), tenía la tentación de juzgar el estado de cada uno según su actitud exterior. Pero me sucedió lo siguiente: Una vez pasó delante de mí una mujer llevando una vasija de agua: no se cómo me dejé sorprender y la miré a los ojos. Enseguida me vino a la cabeza la idea de que era una mujer de mala vida. Ese pensamiento me turbó mucho y me abrí al anciano abba Juan: "Señor, le dije, si a pesar mío, al ver los modales de alguien, deduzco su estado ¿qué debo hacer?". "¡Y qué!" respondió, Anciano, "¿no puede suceder que alguien tenga un defecto natural y luche por corregirse? No es posible, por lo tanto, conocer su estado por ese defecto. Por eso nunca te fíes de tus sospechas, porque una regla torcida tuerce incluso lo que es derecho. Las sospechas son engañosas y dañinas". Desde entonces si mi pensamiento me decía del sol: es el sol y de las tinieblas: son tinieblas, ya no me fiaba más. No hay nada tan grave como las sospechas. Son tan perjudiciales que a la larga nos llegan a persuadir y a hacernos creer como evidentes cosas que ni existen ni existieron nunca.

99. Respecto a esto les voy a referir un hecho asombroso del que fui testigo cuando estaba en el monasterio. Teníamos un hermano que era fácil presa de ese vicio. Confiaba tanto en sus sospechas que tenía siempre la convicción de que las cosas eran como su espíritu las imaginaba, no admitiendo que fuesen de otra manera. Al crecer el mal con el tiempo, los demonios lograron perderlo por completo. Un día en que había entrado en el jardín para observar lo que sucedía (no dejaba de espiar y estar a la escucha), creyó ver que un hermano robaba higos y los comía. Era un viernes, poco antes de la hora segunda. Persuadido de que realmente había visto tal cosa, se escondió, por así decir, y salió sin decir nada. Pero después a la hora de la oración, se dedicó a espiar al hermano que había robado y comido los higos, para ver qué haría en el momento de la comunión. Al verlo lavarse las manos para comulgar, corrió a decir al abad: "Fíjese en ese hermano, va a recibir la santa comunión con los hermanos.

Impídaselo, porque lo he visto esta mañana robando higos en el jardín y comiéndolos". El hermano se acercaba a la santa eucaristía con mucha compunción porque era uno de los más fervorosos. El abad lo vio y lo llamó antes de que llegase al padre que daba la comunión. Lo llamó aparte y le preguntó: "Dime, hermano, ¿qué has hecho hoy?" "¿Dónde, señor?", respondió el hermano asombrado. "En el jardín, adonde fuiste esta mañana", prosiguió el abad. "¿Qué hacías allí?" Estupefacto el hermano respondió: "Señor, hoy no he ido al jardín, no estuve en el monasterio esta mañana. Llegué ahora. Enseguida de la vigilia nocturna el ecónomo me envió a tal lugar con un encargo". Se trataba de un viaje de varias millas y había vuelto sólo a la hora de la oración. El abad llamó al ecónomo y le preguntó: "¿Adónde enviaste a este hermano?". El ecónomo le respondió lo mismo que el hermano, que lo había enviado a tal pueblo. Después pidió disculpas diciendo: "Perdóname, Padre, tú descansabas después de la vigilia y por eso no lo mandé a pedirte permiso". Totalmente convencido, el abad los envió a comulgar con su bendición. Después llamó al que había tenido la sospecha, lo amonestó y le prohibió la santa comunión. Además, después de la oración, llamó a todos los hermanos, les contó apenado lo que había sucedido, y delante de todos castigó al hermano culpable, con un triple objetivo: confundir al diablo y desenmascararlo como sembrador de sospechas, conseguir para el hermano el perdón de su falta por medio de la humillación y el auxilio de Dios en el futuro, y finalmente hacer que los otros hermanos fueran más atentos y no se dejaran llevar por las sospechas. En el largo discurso que nos dirigió sobre el tema a nosotros y al hermano, dijo que no había cosa más dañina que la sospecha y nos dio como prueba lo que acababa de suceder.

100. De muchas maneras los Padres han expresado cosas semejantes poniéndonos en guardia contra el mal de la sospecha. Esforcémonos entonces, hermanos, con todas nuestras fuerzas en no fiarnos nunca de nuestras sospechas. No hay nada que aleje tanto al hombre de la preocupación por sus propios pecados, haciendo que se ocupe constantemente de aquello que no le incumbe. De eso no resulta nada bueno, sino mil perturbaciones, mil sufrimientos, y no se tiene la oportunidad de adquirir el temor de Dios. Por eso en cuanto nuestra maldad siembra en nosotros la sospecha, transformémosla de inmediato en buenos pensamientos, y no nos podrá hacer daño. La sospecha está llena de malicia y no deja el alma en paz. Y esto es mentir con el pensamiento.

101. El mentiroso de palabra es por ejemplo aquel que tarda en levantarse para vigilias y que en lugar de decir: "Perdóname, fui perezoso para levantarme", dice: "Tenía fiebre y mareos, no podía ponerme en pie, no tenía fuerzas". Pronuncia diez palabras falsas en lugar de pedir perdón y humillarse. Si alguien le ha reprochado, se preocupa en disfrazar sus palabras arreglándolas para no ser acusado. Si tiene algún entredicho con otro hermano no cesa de justificarse diciendo: "Fuiste tú el que lo dijo, tú el que lo hizo"; o "no fui yo que lo dijo, fue tal otro el que habló; fue tal cosa o fue tal otra", solamente para evitar la humillación. Finalmente si desea algo, no se atreve a decir: "quiero eso", sino que usar mil vueltas: "sufro tal cosa y tengo necesidad de aquello", o: "me lo han prescrito", y mentir hasta que haya satisfecho su deseo.

Todo pecado tiene su origen en el amor al placer, en el amor al dinero o en la vanagloria. La mentira proviene igualmente de esas tres pasiones. Mentimos para no ser descubiertos y humillados, o para satisfacer un deseo o para obtener una ganancia. El mentiroso no cesa de revolver en su imaginación todos los subterfugios posibles para alcanzar su objetivo. Pero jamás se le cree: aunque diga algo verdadero, nadie le tiene confianza y su veracidad resulta dudosa.

102. Sin embargo puede sobrevenir alguna necesidad en la cual si no disimulamos en parte, puede ocurrir un mal mayor. En ese caso si nos vemos sorprendidos en tal situación, deberemos disfrazar nuestras palabras para evitar, tal como lo dije, un perjuicio, un mal o un peligro más grave. Era lo que decía abba Alonio a abba Agatón: "Dos hombres han asesinado delante tuyo, y uno de ellos se refugia en tu celda. El magistrado lo busca y te interroga: ¿Has sido testigo del asesinato? Si no usas algún artificio entregar s ese hombre a la muerte". Cuando nos encontremos obligados por una tal necesidad, no debemos por ello considerar la mentira como algo sin importancia, sino que la debemos rechazar, llorarla ante Dios, considerando esto como una prueba. Pero no sucede sino raramente, una vez entre mil. Es como los antídotos o los purgantes: si se los toma continuamente son dañinos, pero utilizados cada tanto, en caso de extrema necesidad, son provechosos. Lo mismo debemos hacer en la cuestión que nos ocupa: aunque se tenga que mentir por necesidad, que sea raramente, una vez entre mil, y si nos vemos en una gran necesidad. Debemos entonces, con temor y temblor, mostrar a Dios nuestra buena voluntad junto con la necesidad en que nos encontramos, y obtendremos así su protección. De otro modo, aún incluso en esos casos, nos hará mal.

103. Ya hemos hablado del que miente con el pensamiento y con las palabras. Nos queda por decir quién es el que miente con su misma vida.

Miente con su vida el libertino que se precia de casto; el avaro que habla de limosnas y elogia la caridad, o también el orgulloso que admira la humildad. No la admira con intención de alabar la virtud; en ese caso comenzaría por confesar humildemente su propia debilidad diciendo: " ¡Qué desdicha la mía! Estoy vacío de todo bien". Después de confesar así su miseria, podría admirar y alabar la virtud. Pero tampoco es con la intención de evitar el escándalo por lo que hace el elogio de la virtud, porque si así fuera debería decir: " ¡Soy un miserable, lleno de pasiones! ¿Por qué voy a escandalizar a mi prójimo? ¿Por qué voy a hacer mal al alma de otro imponiéndome así una carga más? "Entonces, aún siendo él mismo pecador, podría aproximarse al bien. Porque verse a si mismo como un miserable es humildad, y cuidar del prójimo es compasión. Pero el mentiroso no admira la virtud con esos sentimientos. Para cubrir su propia vergüenza pone por delante el nombre de la virtud hablando de ella como si fuese virtuoso. Y muchas veces lo hace para hacer daño y engañar a alguien. Porque, en efecto, ninguna maldad, ninguna herejía, ni el mismo diablo podrá engañar si no es simulando virtud, según lo dice el Apóstol: El mismo diablo se transforma en ángel de luz (2Co 11, 14). No es de admirar entonces que sus servidores se disfracen de servidores de la justicia. De esta manera, sea para evitar la humillación o por vergüenza, o con el objeto de seducir y engañar a alguien, el mentiroso habla de las virtudes, las alaba y las admira, como si él mismo las hubiese adquirido con su esfuerzo. Así es el que miente con su misma vida. No es simple, tiene doblez, es uno por dentro y otro por fuera. Toda su vida no es más que duplicidad y farsa.

Hemos hablado de la mentira, que proviene del diablo. De la verdad hemos dicho: La Verdad es Dios. Huyamos por lo tanto, hermanos de la mentira, para escapar de las filas del Maligno esforzándonos en poseer la verdad y en estar unidos a Aquel que dijo: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6). ¡Que Dios nos haga dignos de su verdad!

Camino

Acerca del fin preciso y de la vigilancia con la que debemos marchar en el camino de Dios.

104. Hermanos, cuidemos de nosotros mismos, seamos vigilantes. ¿Quién nos devolver el tiempo si nosotros lo perdemos? Podremos buscar los días perdidos, pero no encontrarlos. Abba Arsenio se decía sin cesar: "Arsenio, ¿para qué saliste del mundo?". En cambio nosotros somos tan negligentes que ni sabemos por qué hemos salido, ni sabemos qué es lo que buscamos. Y por eso no progresamos, y caemos siempre en la aflicción. Ello se debe a que nuestro corazón no está atento. Porque si combatiésemos un poco, no sufriríamos ni penaríamos por mucho tiempo, ya que si bien en los comienzos hay que esforzarse combatiendo poco a poco, vamos avanzando y terminamos por trabajar en paz, pues Dios ve que nos hacemos violencia y nos da su socorro.

Hagámonos violencia, pongamos manos a la obra y tengamos al menos la voluntad de hacer el bien. Aunque no hayamos alcanzado todavía la perfección, el solo hecho de desearlo es ya el comienzo de nuestra salvación. Porque del deseo pasaremos con la ayuda de Dios a la lucha, y en la lucha encontraremos el auxilio de Dios para adquirir las virtudes Es lo que hacía decir a uno de los Padres: "Da tu sangre y recibe el espíritu", es decir, lucha y entra en posesión de la virtud.

105. Cuando estudiaba las ciencias profanas sufría mucho, pues cuando me disponía a tomar un libro, era como si fuese a meter la mano en una bestia salvaje. Pero como me esforcé con perseverancia, Dios me ayudó, y alcancé el hábito de trabajar a tal punto que el entusiasmo por los estudios me hacía olvidar el reposo, el comer y el beber Nunca iba a comer con mis amigos; tampoco iba a conversar con ellos durante el tiempo de estudio, a pesar de que me gustaba la sociedad y de que amaba a mis compañeros. Cuando el profesor nos mandaba, iba a darme un baño, ya que tenía necesidad de hacerlo todos los días a causa de la sequedad producida por el exceso de trabajo. Después me retiraba solo, sin saber qué era lo que comería. Era incapaz de dejarme distraer ni por la elección de mis alimentos. Además siempre había alguien que me preparaba lo que el quería. Tomaba lo que él me preparaba, pero sobre mi cama, donde tenía mi libro a cuya lectura me entregaba de tanto en tanto. Mientras descansaba lo guardaba cerca de mí, sobre mi escritorio, y después de haber dormido un poco, volvía a la lectura. También por la tarde después del oficio de Vísperas, encendía la lámpara y leía hasta medianoche. No tenía otro placer que el de los estudios. Cuando vine al monasterio me dije: "Si por la ciencia profana experimenté tanta sed y ardor en aplicarme al estudio y adquirir la costumbre, ¿cuánto más por la virtud?". Y de este pensamiento sacaba gran proveo.

Si alguien quiere adquirir la virtud, no debe distraerse ni disiparse. Así como el que desea aprender carpintería no se dedica a otra cosa, del mismo modo sucede con los que quieren adquirir el arte espiritual: no deben ocuparse de otra cosa, sino que deben dedicarse día y noche a la forma de llegar a ser maestros. Los que no hacen eso no sólo no progresan, sino que al no tener un objetivo, se fatigan se pierden, por el hecho de que sin vigilancia y combate se cae fácilmente fuera de la virtud.

106. Las virtudes son un punto medio; es el camino real del que habla un santo Anciano: "Seguid el camino real, y contad las millas". Las virtudes son el medio entre el exceso y la falta. Está escrito: No te desvíes ni a derecha ni a izquierda (Pr 4, 27), sino sigue el camino real (cf: Nm 20, 17). San Basilio dice "Es recto de corazón aquel cuyo pensamiento no se inclina ni al exceso ni a la falta, sino que se dirige hacia ese medio que es la virtud". Lo que quiero decir es esto: el mal en sí mismo no es nada, porque no tiene ser ni sustancia. Dios no lo permita. Es el alma la que lo produce al separarse de la virtud y ser llenada por las pasiones. Y, precisamente por ese mal ella es atormentada, no encontrando su reposo natural. Es, por ejemplo como la madera: no tiene ningún gusano, pero si se pudre un poco de esa podredumbre nace el gusano que la roe. El hierro también produce la herrumbre, y él mismo es corroído por la herrumbre; o también el vestido que hace nacer las polillas, por las cuales luego es devorado. Del mismo modo el alma misma produce el mal que antes no tenía ni ser ni sustancia, y es devorada a su vez por ese mismo mal. Es lo que ha dicho también San Gregorio: "El fuego producido por la madera consume la madera, como el mal a los perversos". Y esto es también visible en los enfermos. Si vivimos de manera desordenada sin cuidar la salud, se produce un exceso o carencia de humores, y de allí se sigue un desequilibrio. De ese modo, la enfermedad antes no estaba en ninguna parte, incluso no existía. Y al recobrar nuevamente el cuerpo su salud, la enfermedad no se encuentra en ninguna parte. De forma similar el mal es la enfermedad del alma privada de su salud natural, es decir de la virtud. Por eso decimos que la virtud es un punto medio. Por ejemplo, el coraje es el medio entre la cobardía y la audacia: la humildad, entre el orgullo y el servilismo; el respeto, entre la vergüenza y la insolencia; y así respectivamente todas las otras virtudes. El hombre que se encuentra revestido de todas esas virtudes es precioso a los ojos de Dios; y aunque parezca que come, bebe y duerme como el resto de los hombres, sus virtudes lo hacen precioso. Al contrario, si carece de vigilancia y no cuida de sí, fácilmente se aparta del camino, sea a la derecha sea a la izquierda, es decir hacia el exceso o la falta, y provoca esa enfermedad que es el mal.

107. Ese es el camino real que han seguido todos los santos. Las "millas" son las diferentes etapas que debemos medir para darnos cuenta de dónde estamos, a qué distancia hemos llegado, en qué estado nos encontramos. Me explico: todos somos como viajeros que tienen por meta la ciudad santa. Partiendo de una misma ciudad, unos han recorrido cinco millas, y después se detuvieron; otros han recorrido diez; algunos han llegado hasta la mitad del camino; otros no han dado un paso: al salir de la ciudad se quedaron a las puertas, en su atmósfera nauseabunda. Puede suceder que otros recorran dos millas, pero después se pierden y vuelven sobre sus pasos, o habiendo hecho dos millas vuelven cinco para atrás. Otros han llegado hasta la misma ciudad, pero se quedaron fuera y no penetraron en su interior.

Eso es lo que nosotros somos. Seguramente hay entre nosotros quienes, habiendo dejado el mundo para entrar en el monasterio, tenían por meta la adquisición de las virtudes. De ellos unos han progresado un poco, pero después se detuvieron; otros han avanzado algo más; otros llegaron hasta la mitad del camino, pero se quedaron allí. También Están los que no han hecho nada: dieron la impresión de abandonar el mundo, pero de hecho se quedaron en las cosas de mundo, en sus pasiones y en su podredumbre. Algunos llegaron a realizar algo bueno, pero después lo destruyeron, o incluso destruyeron mucho más de lo que habían hecho. Otros llegaron a adquirir virtudes, pero se enorgullecieron y despreciaron al prójimo: son los que permanecieron fuera de la ciudad sin entrar. Estos tampoco llegaron a la meta, pues aunque hayan llegado a las puertas de la ciudad permanecieron fuera, por lo cual tampoco cumplieron su cometido. Que cada uno de nosotros tome conciencia de dónde se encuentra. Al salir de la ciudad ¿se ha quedado afuera, cerca de la puerta, a la vista de la ciudad? ¿Ha avanzado poco o mucho? ¿Ha recorrido la mitad del camino? ¿No habrá avanzado, y después retrocedido dos millas? ¿O habrá retrocedido cinco millas después de haber avanzado dos? ¿Ha llegado hasta la ciudad? ¿Ha entrado en Jerusalén? ¿O ha llegado a la ciudad sin poder penetrar? Que cada uno descubra en qué estado y dónde se encuentra.

108. Hay tres estados para el hombre: el que pone por obra sus pasiones, el que las controla, y el que las arranca de raíz. Practicar una pasión es realizar sus actos y entretenerse en ella. Controlarla no es ni practicarla ni arrancarla, sino razonando sobrepasarla, aunque la conserve en el corazón. Arrancarla de raíz es luchar y realizar actos contrarios a ella.

Estos tres estados tienen un largo proceso. Tomemos un ejemplo. Díganme qué pasión quieren que examinemos. ¿Quieren que hablemos del orgullo, de la fornicación? ¿O prefieren más bien que tratemos de la vanagloria, porque es la que con más frecuencia nos derrota? Es por vanagloria por lo que uno no puede soportar una palabra de su hermano. Llega a oír una sola, y ya queda turbado, y le responde cinco o diez. Discute, siembra la discordia, y cuando termina la querella, sigue pensando mal de su hermano porque le ha dicho esa palabra. Le guarda rencor y se aflige por no haberle dicho más cosas de las que le dijo. Prepara palabras peores todavía para decírsela. No deja de pensar: "¿Por qué no le habré dicho esto? Todavía puedo decirle esto otro". Y no logra salir de su furor. Este es el primer estado, es el mal convertido en estado habitual. ¡Dios nos libre de él! Tal disposición con toda seguridad está condenada al castigo. Todo pecado cometido es merecedor del infierno. Aunque se quiera convertir, aquel que se encuentra en tal estado no tendrá fuerza para llegar por sí solo a terminar con esa pasión, a menos que lo auxilien los santos, tal como dicen los Padres. Por lo tanto no ceso de repetirles: apresúrense a arrancar las pasiones antes que se transformen en hábitos.

Puede suceder que algún otro, turbado por una palabra que oyó, responda por su parte cinco o diez por una, luego se aflige por no haber dicho otras, tres veces peores, siente tristeza y guarda rencor. Pero después de unos días se arrepiente. Otro deja pasar una semana antes de arrepentirse: otro un solo día. Otro se irrita, pelea, se turba y perturba al otro, pero se arrepiente enseguida. Fíjense qué variados son esos estados, pero todos merecen el infierno ya que ponen por obra la pasión.

109. Hablemos ahora de los que controlan la pasión. Fíjense en un hermano que oye una palabra y se aflige interiormente, pero se entristece no por el ultraje recibido sino por no haber podido soportarlo. Ese es el estado de los que luchan, de los que controlan la pasión. Otro hermano lucha con esfuerzo, pero termina por sucumbir bajo el peso de la pasión. Otro no quiere contestar mal, pero se ve llevado por el hábito. Otro todavía lucha para evitar cualquier palabra desagradable, pero se entristece de haber sido maltratado, aunque condena su propia tristeza y hace penitencia. Tal otro, en fin, no se aflige por haber sido maltratado, pero tampoco se alegra de ello. Todos estos, fíjense bien, contienen la pasión. Pero hay dos que se distinguen de los otros, a saber, aquel que es vencido en el combate y aquel que es llevado por la costumbre, porque los dos corren el peligro de aquellos que ejecutan la pasión. Los he puesto entre los que la contienen porque esa es su intención. No quieren poner por obra la pasión, pero experimentan tristeza y luchan. Los Padres han dicho que todo lo que el alma rechaza, es de poca duración. Esos hermanos deben examinarse para saber si lo que retienen, no es la pasión misma, sino una de las causas de la pasión, y si no es por eso por lo que son vencidos y arrastrados.

Algunos luchan, por así decir, por contener la pasión, pero es bajo la instigación de otra. Tal hermano, por ejemplo, guarda silencio por vanagloria; tal otro, por respeto humano, o por alguna otra pasión. Es curar el mal con el mal. Abba Poimén dice que de ninguna manera la iniquidad destruye la iniquidad. Por ello esos hermanos son de los que ejercitan la pasión, aunque no lo crean.

110. Ahora debemos hablar de aquellos que arrancan la pasión. Fíjense en un hermano que se alegra de haber sido maltratado, pero a causa de la recompensa que recibir. Es de los que arrancan la pasión, pero no con sabiduría. Otro también se alegra de haber sido ultrajado, y está convencido de que el ultraje le era merecido, porque él mismo había dado motivo. Este arranca la pasión con ciencia, ya que ser maltratado y atribuirse la culpa, tomar por propia cuenta los ultrajes recibidos, es obra de la sabiduría. Porque aquel que dice a Dios en su oración: "Señor, concédeme la humildad", debe saber que está pidiendo a Dios que le envíe alguien para maltratarlo. Y cuando es maltratado, debe maltratarse a sí mismo y despreciarse en su corazón, a fin de humillarse por dentro mientras lo humillan por fuera.

Están finalmente también los que no sólo se regocijan por el ultraje y se consideran responsables, sino que también se afligen por la turbación de aquel que los ultraja. ¡Qué Dios nos lleve a tal estado!.

111. Fíjense en la naturaleza de estos tres estados. Que cada uno de nosotros, lo vuelvo a repetir, vea cuál es su estado. ¿Es con total conformidad como ejercita la pasión y la entretiene? ¿O bien, sin obrar voluntariamente, la pone en práctica vencido o arrastrado por el hábito? Y después, ¿se aflige por ello? ¿Hace penitencia? ¿Lucha por contener la pasión con sabiduría, o bajo la instigación de otra pasión? Porque hemos dicho que se puede guardar silencio tal vez por vanagloria, por respeto humano, en síntesis, por una consideración humana. ¿Ha comenzado a arrancar sus pasiones? ¿Lo hace con ciencia, realizando actos contrarios a la pasión? Que cada uno se fije dónde se encuentra, a qué distancia se halla.

Además de nuestro examen cotidiano, debemos examinamos cada año, cada mes y cada semana, preguntándonos: "¿Dónde me encuentro ahora respecto de aquella pasión que me abatía la semana pasada?". Igualmente cada año: "El año pasado he sido vencido por tal pasión, ¿cómo me encuentro ahora?". De esta manera debemos interrogarnos cada vez para ver si hemos hecho algún progreso, si hemos permanecido estancados, o si nos hemos vuelto peores.

112. ¡Que Dios nos dé la fuerza, si no para arrancar la pasión, al menos para no ponerla por obra, para contenerla! Porque es algo realmente grave ejercitar la pasión y no contenerla. Les voy a decir a quién se parece el que ejercita la pasión y la entretiene: se parece a un hombre que toma en sus propias manos los golpes que recibe del enemigo y se los aplica a sí mismo en su corazón. En cuanto al que contiene la pasión, es como un hombre atacado por su enemigo, pero que, revestido con una coraza, no es alcanzado por ningún golpe. Finalmente el que arranca la pasión es como uno que rechaza los golpes que recibe o los devuelve al corazón de su enemigo, tal como dice el salmo: que su espada entre en su corazón y que sus arcos se rompan (Sal 37, 15). Intentemos también nosotros, hermanos, si no podemos devolverle la espada en su corazón, no tomar sus golpes para aplicárnoslos a nosotros mismos en el corazón, y revistámonos también con una coraza, para no ser lastimados por ellos. ¡Que Dios en su bondad nos proteja, nos haga vigilantes y nos guíe en su camino!

Pasiones

De la prontitud en reprimir las pasiones antes de que el alma se habitúe al mal.

113. Consideren con atención, hermanos, cómo son las cosas, y sean cuidadosos para no caer en negligencia ya que aún una pequeña negligencia puede llevarlos a grandes peligros. Acabo de visitar a un hermano a quien encontré saliendo apenas de una enfermedad. Hablando con él me enteré de que no había tenido fiebre más que siete días. Sin embargo, a cuarenta días de esto todavía estaba en camino de recuperación. Ya ven, hermanos, qué desgracia es perder el equilibrio de la salud. No nos preocupan los pequeños desórdenes y no nos damos cuenta de que, por poco que se esté enfermo, sobre todo si se es de natural delicado, son necesarios mucho tiempo y cuidados para reponerse. Ese pobre hermano tuvo fiebre durante siete días y vemos que después de tantos días, cuarenta, todavía no había podido restablecerse.

Lo mismo pasa con el alma: se comete una falta leve, y ¿duran cuánto tiempo ser necesario verter nuestra sangre antes de levantarnos.? En lo que se refiere a la debilidad del cuerpo podemos esgrimir diversas razones: o bien los remedios no surten efecto porque son viejos, o bien el médico no tiene experiencia y receta un remedio por otro, o quizás el enfermo no es dócil y no sigue lo prescripto. Pero cuando nos referimos al alma, no sucede lo mismo. En efecto, no podremos decir que el médico no tiene experiencia ni que no haya dado los remedios convenientes, puesto que el médico de nuestras almas es Cristo mismo, que todo lo sabe y que da a cada pasión el remedio adecuado, quiero decir sus mandamientos, sea la humildad en contraposición a la vanagloria, la templanza contra la sensualidad, la limosna contra la avaricia; en síntesis, cada pasión tiene como remedio el mandamiento que le corresponde. El médico, entonces, no es falto de experiencia. Por otra parte, no puede tampoco decirse que los remedios sean ineficaces por ser demasiado viejos. Los mandamientos de Cristo no envejecen nunca, incluso se renuevan en la medida en que son utilizados.

No hay entonces ningún obstáculo para la salud del alma, salvo el propio desarreglo.

114. Cuidemos de nosotros mismos, hermanos, vigilemos mientras estamos a tiempo. ¿Por qué descuidarnos? Practiquemos el bien a fin de encontrar auxilio en tiempos de prueba. ¿Por qué estropear nuestra vida? ¡Escuchamos tantas enseñanzas!; sin embargo poco nos importan, las despreciamos. Ante nuestros ojos desaparecen nuestros hermanos, y no prestamos atención, sabiendo que nosotros también nos aproximamos poco a poco a la muerte. Desde que nos sentamos para conversar pasaron dos o tres horas de nuestro tiempo y nos hemos aproximado más a nuestra muerte, pero vemos esa pérdida de tiempo sin temor ¿Cómo es que no recordamos estas palabras de un anciano: "Aquel que pierde oro o plata podrá encontrarla, pero aquel que pierde el tiempo no lo encontrar jamás"? De hecho podremos buscar, sin encontrar ni siquiera una sola hora de ese tiempo. ¿Cuántos desean oír una palabra de Dios y no lo consiguen? Y nosotros que la oímos tan frecuentemente, la despreciamos y no salimos de nuestra torpeza. Dios sabe qué estupefacto estoy por la insensibilidad de nuestras almas.

Podemos ser salvados y no lo queremos. En efecto, podemos arrancar nuestras pasiones cuando comienzan, pero no nos preocupamos. Las dejamos endurecerse en nosotros hasta llegar al último grado del mal. Se lo he dicho a menudo: una cosa es arrancar de raíz una planta que se saca de una sola vez y otra sacar de raíz un gran árbol.

115. Un gran anciano estaba con sus discípulos en un lugar donde se encontraban cipreses de diferentes tamaños, pequeños y grandes. Dijo a uno de sus discípulos: "Arranca ese ciprés". El árbol era muy pequeño y enseguida el hermano lo arrancó con una sola mano. Luego el anciano le mostró otro ciprés mas grande que el anterior diciéndole: "Arranca también aquel". El hermano lo arrancó sacudiéndolo con sus dos manos. Entonces el anciano le señaló otro más grande, que el hermano apenas pudo arrancar. Le indicó luego otro aún más grande: el hermano lo sacudió mucho y no pudo arrancarlo sino a costa de mucho esfuerzo y sudor. Finalmente el anciano le mostró otro árbol todavía más grande y esta vez el hermano ni aún con mucho trabajo y sudor pudo arrancarlo. El anciano, viendo su impotencia, ordenó a otro hermano levantarse y ayudarlo. Entre los dos consiguieron arrancarlo "Así pasa con las pasiones, hermanos" dijo entonces el anciano. "Cuando son pequeñas podemos reprimirlas fácilmente, si queremos. Pero si las descuidamos por parecernos pequeñas, se enquistarán en nosotros y cuanto más se endurezcan más difícil será arrancarlas. Y si han echado raíces profundas, no lograremos ni aún con esfuerzo, deshacernos de ellas; será preciso el auxilio de los santos que, cerca de Dios, velan por nosotros".

Vean, hermanos, qué fuerza tienen las enseñanzas de los santos ancianos. Y el Profeta nos da sobre esto la misma lección cuando dice en el Salmo: Hija de Babilonia, miserable, feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste, feliz quien pueda agarrar y estrellar tus niños contra las peñas (Sal 137, 8-9).

116. Examinemos ahora estas palabras una por una. Por Babilonia el Profeta entiende la confusión; lo interpreta así a través de Babel, que precisamente es Siquem. Por hija de Babilonia entiende la iniquidad porque el alma entra primeramente en confusión y luego comete el pecado. Llama miserable a esta hija de Babilonia porque el mal no tiene ni ser ni sustancia, como ya se los he dicho anteriormente. Es nuestra negligencia la que lo saca del no-ser y nuestra enmienda quien lo hace desvanecerse en la nada. El santo Profeta continúa dirigiéndose a la hija de Babilonia: Feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste. Veamos ahora lo que hemos dado nosotros, lo que hemos recibido a cambio, y aquello que debemos devolver. Hemos dado nuestra voluntad y hemos recibido a cambio el pecado. Son proclamados felices aquellos que devuelven el pecado: devolver es no volver a cometerlo. Feliz, continúa el salmista, quien pueda agarrar y estrellar tus niños contra las peñas. Esto significa: Feliz aquel que desde el comienzo no deja que sus brotes, es decir, los malos pensamientos, crezcan y lo lleven a realizar el mal, sino que enseguida y cuando son todavía pequeños, y antes de que hayan crecido y se hayan fortalecido en él, los agarra, los estrella contra la piedra que es Cristo, y los aniquila refugiándose cerca de Cristo.

117. Así ven, hermanos, cómo los Ancianos y las Sagradas Escrituras Están unánimemente de acuerdo en proclamar felices a aquellos que luchan por reprimir las pasiones cuando apenas comienzan, antes de llegar a la experiencia de su dolor y amargura. Hagamos todo esfuerzo, hermanos, para conseguir misericordia. Luchemos un poco y encontraremos mucha paz. Los Padres han dicho cómo todos debemos purificar nuestra conciencia diariamente examinando cada noche cómo hemos pasado el día y cada mañana cómo hemos pasado la noche, y luego hacer penitencia ante Dios por todos los pecados que hayamos cometido. En verdad, nosotros que cometemos tantas faltas, necesitamos, ya que olvidamos fácilmente, examinarnos cada seis horas a fin de revisar cómo las hemos pasado y en qué hemos pecado. Que cada uno de nosotros se pregunte entonces: "¿Habré dicho algo que haya herido a mi hermano? Viéndolo hacer alguna cosa, ¿lo he juzgado o despreciado? ¿O he hablado mal de él? ¿No he murmurado contra el mayordomo porque no me entregaba lo que le pedía? ¿No he humillado y entristecido al cocinero haciendo notar que sus comidas no eran buenas! O bien, ¿no he murmurado en mi interior por mal humor?". Porque también es pecado el murmurar interiormente. Y más aún: "Si el encargado de la salmodia u otro hermano me ha hecho alguna observación, ¿la he soportado bien? ¿No le he contestado mal?". Es de esta manera, hermanos, como debemos interrogarnos al final del día, cuando examinamos en qué forma lo hemos pasado. Y hay que repetir un examen semejante con respecto a la noche. ¿Nos hemos levantado diligentemente para la vigilia? ¿No nos hemos impacientado contra el encargado de despertarnos y hemos murmurado contra él? Porque es preciso reconocer que aquel que nos despierta para las vigilias nos presta un gran servicio y nos consigue grandes bienes. Nos despierta para que podamos dialogar con Dios, rogar por nuestros pecados y ser iluminados. ¡Cuán agradecidos deberíamos estarle! En cierta forma podríamos considerarlo como el instrumento de nuestra salvación.

118. Voy a contarles con respecto a esto una maravillosa historia que oí sobre un gran anciano visionario. En la iglesia, cuando los hermanos comenzaban a salmodiar, él veía un personaje resplandeciente que salía del santuario con un pequeño vaso que contenía agua bendita y una cuchara. Sumergía la cuchara en el vaso y pasando delante de todos los hermanos, marcaba a cada uno con una cruz. De los lugares que encontraba vacíos, marcaba algunos y dejaba otros. Cuando la salmodia estaba por terminar el anciano lo veía nuevamente salir del santuario y repetir los mismos gestos. Un día lo retuvo y arrojándose a sus pies le suplicó que le explicara lo que hacía y quién era. "Soy un ángel de Dios", le dijo el personaje resplandeciente, "y he recibido la misión de marcar así a aquellos que se encuentran en la iglesia al comienzo de la salmodia y a aquellos que permanecen hasta el fin, a causa de su fervor, de su celo y de su buena voluntad". "Pero ¿por qué marca usted los lugares de algunos ausentes?", preguntó el anciano. Y el santo ángel respondió: "Todos los hermanos fervorosos y de buena voluntad, que Están ausentes por una enfermedad grave y con el consentimiento de los Padres, o que Están ocupados por alguna orden, reciben también la marca, porque Están de corazón con aquellos que salmodian. Es solamente a aquellos que podrían estar allí y que Están ausentes por negligencia, a los que tengo orden de no marcar, ya que ellos mismos se hacen indignos".

Ya ven, hermanos, qué servicio les presta el encargado de despertar cuando los llama para el oficio de la iglesia. Hagan todo lo posible, hermanos, para no verse privados nunca de la marca del santo ángel. Si sucede que un hermano está distraído y otro lo llama a su deber, que no se irrite sino que, atento al bien que recibe, agradezca a su hermano, quienquiera que sea.

119. Cuando estaba en el monasterio (de abba Séridos), el abad, por consejo de los ancianos, me dio el cargo de hospedero. Yo acababa de levantarme de una grave enfermedad. Los huéspedes llegaban y se cuidaba de ellos hasta la noche. Después era el turno de los camelleros: yo debía proveer a todas sus necesidades. Y a menudo, después de haberme acostado, se presentaban nuevas necesidades que me obligaban a levantarme. Mientras tanto llegaba la hora de la vigilia. Yo había dormido sólo un poco y el encargado de la salmodia venía despertarme. Me sentía destrozado y como vencido a consecuencia del trabajo o de la enfermedad, porque aún tenía accesos de fiebre. Agobiado por el sueño le contestaba: "Bien, Padre, ¡que te sea tenida en cuenta tu caridad, y que Dios te la recompense! A tus órdenes ¡ya voy, Padre!". Pero apenas se iba volvía a caer dormido, y me afligía mucho llegar con retraso a la vigilia. Como el encargado de salmodia no podía permanecer constantemente a mi lado, pedía a dos hermanos que uno me despertara y que el otro no me dejara adormecer en la vigilia. Y créanme, hermanos, yo los miraba como a los autores de mi salvación y sentía casi veneración por ellos. Tales son los sentimientos que ustedes deben tener con respecto a aquellos que los despiertan para el oficio de la iglesia o para cualquier otra obra buena.

120. Decíamos antes que uno debe examinar cómo ha pasado el día y la noche. ¿Hemos estado atentos durante la salmodia y el rezo? ¿Nos hemos dejado atrapar por pensamientos apasionados? ¿Hemos escuchado bien las lecturas divinas? ¿No hemos abandonado la salmodia y hemos salido de la iglesia por ligereza de espíritu? Si nos examinamos así cada día, aplicándonos a arrepentirnos de nuestras faltas y a corregirnos, comienza a disminuir la frecuencia del pecado: por ejemplo, ocho veces en vez de nueve. De tal modo progresando poco a poco y con la ayuda de Dios, impediremos que las pasiones se fortalezcan en nosotros. Porque es un grave peligro caer en el hábito de una pasión. Aquel que ha llegado a eso, vuelvo a repetirlos aun deseándolo ya no es capaz de dominar la pasión por si solo, a menos que reciba la ayuda de algunos santos.

121. ¿Quieren que les hable de un hermano que había contraído una pasión como hábito? Escuchen su historia muy lamentable. Cuando yo estaba en el monasterio (de abba Séridos) los hermanos, no sé por qué, tenían gusto en hacerme confidente de sus pensamientos con toda franqueza. Se decía que el mismo abad, por consejo de los ancianos, me había encargado escucharlos. Un día uno de los hermanos vino a decirme: "Perdóname y ruega por mi Padre, porque robo para comer. ¿Por qué? –le pregunté– acaso tienes hambre? Si, no como lo suficiente cuando comparto la mesa con los hermanos y además no puedo pedir más. ¿Por qué no se lo dices al abad? Tengo vergüenza ¿Quieres que se lo diga en tu nombre? Como tú quieras, Padre".

Fui a exponer el caso al abad y él me contestó: "Por caridad cuida de él lo mejor que puedas". Lo tomé entonces a mi cargo y hablé de él al mayordomo: "Ten la bondad de servir a ese hermano todo lo que desee, no importa a qué hora: si te viene a buscar no le rehúses nada. ¡Comprendido!, respondió el mayordomo. El hermano, después de algunos días, volvió a decirme: Perdóname, Padre, he vuelto a robar ¿Por qué? –le pregunté– ¿El mayordomo no te da todo lo que le pides? Si, él me da todo lo que quiero, pero yo siento vergüenza ante él. ¿Sientes también vergüenza conmigo? ¡No! Entonces, cuando quieras algo ven que te lo daré yo, ¡pero no robes más!".

Yo estaba encargado de la enfermería. El hermano venía a buscarme y recibía todo lo que deseaba. Pero algunos días después, volvió a robar. Vino afligido a verme: "Robo todavía. ¿Por qué, hermano? le dije ¿Acaso no te doy todo lo que necesitas? Si. ¿Te da acaso vergüenza recibir algo de mi? No. Entonces, ¿por qué robas? Perdóname, pero no sé por qué. Robo así, sin razón. Dime seriamente, ¿qué haces con lo que robas? Se lo doy al asno".

Y se descubrió en efecto que este hermano robaba habas, dátiles, higos, cebollas, en síntesis todo lo que encontraba. Lo escondía bajo su estera o afuera. Finalmente no sabiendo qué hacer y viendo que las cosas se echaban a perder, las tiraba o se las daba a los animales.

122. Ya ven, hermanos, lo que es tener una pasión como hábito. Qué desgracia, qué miseria, ¿no es cierto? Ese hermano sabia que obraba mal, sabia que hacia el mal, estaba desolado, lloraba, y sin embargo el desdichado era arrastrado por el mal hábito que su anterior negligencia había enraizado en él. Como bien dice abba Nisteros: "Quienquiera que es arrastrado por una pasión se convierte en esclavo de la pasión".

Que Dios en su Bondad nos arranque de los malos hábitos para que no tenga que decirnos: ¿De qué vale mi sangre, el que yo baje a la tumba? (Sal 30, 10). Ya les he explicado anteriormente cómo se cae en el hábito. Porque no se llama colérico a aquel que se encoleriza una sola vez, ni impúdico a aquel que comete una sola impureza, así como no se llama caritativo a aquel que da una sola vez limosna. Son la virtud y el vicio practicados de manera continua los que engendran un hábito en el alma y este hábito procura sea el castigo sea la paz del alma. Hemos dicho en otra ocasión que la virtud proporciona la paz al alma y hemos visto cómo el vicio la castiga. Y es porque la virtud es natural en nosotros, está en nosotros. "Su germen es indestructible". Entonces habituarse a la virtud por la práctica del bien es recobrar su propio estado, es volver a la salud, así como se recobra la vista normal después de una enfermedad en los ojos, o su salud natural, propia, después de no importa qué enfermedad. Pero no pasa lo mismo con el vicio. Por la práctica del mal adoptamos un hábito extraño a nosotros, contra nuestra naturaleza, contraemos una especie de enfermedad crónica. Y no podremos recobrar la salud sin un auxilio abundante, sin muchas oraciones y lágrimas que logren despertar la misericordia de Cristo en favor nuestro.

Y así también lo constatamos en nuestro cuerpo. Algunos alimentos, por ejemplo, producen melancolía: el repollo, las lentejas, etc. No por el hecho de comer una o dos veces repollo, lentejas y otra cosa semejante se engendrar un humor melancólico, pero si los tomamos continuamente aumentar ese tipo de humor, provocar en el individuo fiebres ardientes, así como le acarrear mil inconvenientes. Lo mismo sucede con el alma: si se persevera en el pecado nace en el alma un hábito vicioso y este hábito llevar en sí mismo su castigo.

123. Es preciso por lo tanto, hermanos, que ustedes sepan esto: puede suceder que un alma sienta inclinación por alguna pasión. Si se deja llevar una sola vez a ponerla por obra, corre el riesgo de caer inmediatamente en el hábito de esa pasión. Lo mismo ocurre con el cuerpo. Si alguien ya es de un temperamento melancólico a consecuencia de su dejadez pasada, uno solo de estos alimentos podrá quizá excitar e inflamar enseguida ese humor.

Es necesario entonces cuidado, celo y temor continuos, para no caer en un mal hábito. Créanme, hermanos, el que tenga una sola pasión como hábito está condenado al castigo. Puede pasar que obre diez buenas acciones por una sola mala según su pasión, pero esta única acción proveniente de su hábito vicioso llevar ventaja sobre las otras diez buenas. Es como si un águila se hubiera desprendido de una red que la atrapaba quedando solamente una garra prendida: por este lazo insignificante, toda su fuerza es aniquilada. Porque por mucho que se encuentre libre de la red, si una sola de sus garras queda enganchada, ¿no sigue acaso presa de la red? Y el cazador, ¿no podrá acaso derribarla cuando quiera? Así pasa con el alma: si tiene una sola pasión hecha hábito, el enemigo la derriba cuando le parece; la tiene en su poder gracias a esa pasión. Por eso es que no ceso de decirles, hermanos, que no dejen que una pasión cree hábito en ustedes. Luchemos más bien pidiendo a Dios noche y día no caer en la tentación.

Si llevamos desventaja, como hombres que somos, y nos deslizamos en el pecado, apresurémonos a levantarnos enseguida. Hagamos penitencia. Lloremos ante la divina bondad. Velemos, combatamos y Dios, viendo nuestra buena voluntad, nuestra humildad y nuestra contrición, nos tendera la mano y tendrá misericordia de nosotros. Amén.

Salvación

Del temor al castigo que vendrá y de la necesidad de que aquél que desea ser salvado no descuide jamás la preocupación de su propia salvación.

124. Mientras sufría en los pies unos dolores que me hacían sentir enfermo, algunos hermanos que venían a verme me preguntaron por la causa de mi mal; pienso que esto era con un doble fin: primero para reconfortarme y distraerme un poco de mis sufrimientos, y además para darme la oportunidad de decirles algunas palabras edificantes. Pero como el dolor no me permitió entonces responderles a gusto, es preciso que ahora me escuchen al respecto. ¿Acaso no es agradable hablar de la aflicción cuando ya ha desaparecido? También en el mar mientras castiga la tormenta, todos en la nave están angustiados, pero cuando la tempestad se calma, comentan entre sí alegremente sobre todo lo pasado. Es bueno, hermanos míos, y se los repito sin cesar, relacionar todo con Dios y decir que nada se hace fuera de él. Dios sabe perfectamente que tal cosa es buena y útil y por eso la realiza, a pesar de que existan también otras razones. Por ejemplo podría decir que había comido con unos huéspedes que me había excedido un poco por agradarles, que mi estómago se había sentido pesado y se había producido una fluxión en el pie, lo que me habría provocado el reumatismo; podría así seguir encontrando otros motivos: no faltarán a quien quiera encontrarlos. Pero he aquí lo que es más exacto y más provechoso decir: esto sucedió porque Dios sabía que era útil a mi alma. Porque no hay nada que haga Dios que no sea bueno. Todo lo que hace es bueno y muy bueno. No hay entonces por qué inquietarse por lo que pasa, sino como ya lo he dicho, relacionar todo con la Providencia de Dios y quedar tranquilos.

125. Algunos se sienten tan agobiados por las penurias que los persiguen, que están dispuestos a renunciar a la vida misma y encuentran agradable la idea de la muerte que los libere. Es una prueba de cobardía y de mucha ignorancia, porque no saben qué destino temible puede aguardar a su alma cuando salga de su cuerpo.

Hermanos, estamos en este mundo por un gran favor de la bondad divina. Pero nosotros por ignorancia de las cosas del más allá encontramos agobiantes las de aquí abajo. Sin embargo no es así. ¿No saben ustedes lo que refiere el libro de los Ancianos? "Mi alma desea la muerte", decía un hermano muy probado a un Anciano. "Se debe -respondió el Anciano- a que huye de la prueba e ignora que el sufrimiento que vendrá es mucho más temible".

Otro hermano preguntó a un Anciano: "¿De dónde proviene el que me aburra cuando estoy en mi celda?". "Se debe –respondió el Anciano– a que todavía no has contemplado la felicidad esperada, ni el castigo futuro. Si los considerases atentamente, aunque tu celda se llenase de gusanos y estuvieras sumergido hasta el cuello, te quedarías sin asco". Pero nosotros querríamos salvarnos mientras dormimos y por eso perdemos coraje ante las pruebas, cuando por el contrario tendríamos más bien que agradecer a Dios y sentirnos felices de tener que sufrir un poquito aquí abajo, para encontrar algún descanso en el más allá.

126. Evagrio comparaba al hombre lleno de pasiones y que suplica a Dios que apresure su muerte, con un enfermo que pidiera a un obrero romper lo más rápidamente su lecho de dolor. En efecto, gracias a su cuerpo, el alma está entretenida y aliviada de sus pasiones: come, bebe, duerme, se distrae y divierte con sus amigos. Pero cuando ha salido del cuerpo, queda sola con sus pasiones que pasan a ser su perpetuo castigo. Está totalmente ocupada, consumida por su asedio, hecha añicos, a tal punto que no es siquiera capaz de acordarse de Dios. Ahora bien, el recuerdo de Dios es el consuelo del alma según las palabras del salmo: Me he acordado de Dios y ha sido colmada mi alegría (Sal 77, 4). Pero las pasiones no le permiten siquiera ese recuerdo.

¿Quieren ustedes un ejemplo para comprender lo que intento decirles? Que alguno de ustedes venga y yo lo encerraré en una celda oscura, que pase solamente tres días sin comer, sin beber, sin dormir, sin ver a nadie, sin salmodiar, sin rezar, sin acordarse jamás de Dios, y ver lo que le harán las pasiones. ¡y esto mientras todavía está aquí abajo! ¡Cuánto más tendrá que sufrir cuando el alma una vez salida del cuerpo sea entregada y abandonada a sus pasiones!.

127. ¿Qué tendrá que soportar de ellas entonces, la desdichada? Ustedes podrán representarse de alguna forma ese tormento contemplando los sufrimientos de aquí abajo. Cuando alguien tiene fiebre, ¿qué es lo que le quema? ¿Qué fuego, qué combustible produce ese calor abrasador? Y si alguien padece de un cuerpo melancólico, mal equilibrado, ¿no es ese desequilibrio el que le quema, lo perturba sin cesar y atormenta su vida? Igualmente pasa con el alma apasionada: no cesa de ser torturada, la desdichada, por su propio hábito vicioso: tiene constantemente el amargo recuerdo y la penosa compañía de las pasiones que le queman constantemente y la consumen.

Pero además ¿quién podrá describir, hermanos, esos lugares siniestros, esos cuerpos torturados de las almas a las cuales están asociados en tanto sufrimiento, sin morir jamás, ese fuego indescriptible, las tinieblas, las potencias inexorables en su venganza y los otros mil suplicios de los cuales hablan aquí y allá las santas Escrituras, todos ellos referidos a los malos actos y pensamientos de las almas? Así como los santos ganan los lugares de la luz y gozan entre los ángeles de una felicidad proporcionada al bien que han hecho, los pecadores son recibidos en los lugares oscuros y tenebrosos, llenos de horror y espanto, según palabras de los santos. En efecto, ¿qué puede haber más terrible y más lamentable que esos lugares donde son enviados los demonios? ¿Qué más amargo que el castigo al que son condenados? Y sin embargo los pecadores son castigados con los demonios mismos según está dicho: Alejaos de mí: malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25, 41).

128. Pero lo más terrible es lo que dice San Juan Crisóstomo: "Aun si no existiera el río de fuego que se desliza, ni ángeles que exciten el terror, sino sólo el hecho de que entre los hombres algunos sean llamados a la gloria y al triunfo y otros sean vergonzosamente proscriptos e impedidos de ver la gloria de Dios, ¿no sería la pena de esta humillación y de este deshonor, el dolor de verse excluido de tan gran bien, más amargo que toda gehena?". Porque entonces el reproche mismo de la conciencia y el recuerdo de las acciones pasadas, como hemos dicho precedentemente, son peores que miles de indecibles tormentos.

Según los Padres, en efecto, las almas recuerdan todas las cosas de aquí abajo: palabras, acciones, pensamientos, no pueden olvidar nada. Lo que dice el salmo: En ese día se desvanecerán todos sus pensamientos (Sal 146, 4), se refiere a los pensamientos de este mundo, que, tienen por objeto las construcciones, las propiedades, los familiares, los niños y todo comercio. Eso se desvanece cuando el alma sale del cuerpo: no conserva ningún recuerdo ni se preocupa más por ello. Pero aquello que ha hecho por virtud o por pasión, permanece en su memoria y no se pierde nada.

Si se ha prestado servicio a alguien o si nos han ayudado a nosotros, se recordar perpetuamente a aquel que está en deuda con nosotros o a aquel de quien hemos recibido ayuda. De la misma manera el alma guardar siempre el recuerdo de aquel que le hizo daño y de aquel a quien se lo infligió. Lo repito, nada de lo que ella ha hecho en este mundo muere; el alma se acordar de todo después de haber abandonado el cuerpo: es más, tendrá un conocimiento aún mas profundo y más lúcido, habiéndose despojado de este cuerpo terrenal.

129. Hablábamos de esto un día con un gran Anciano y este decía: "El alma salida del cuerpo recuerda la pasión que ha obrado, así como el pecado y la persona con quien lo cometió". Pero –observé– quizás no sea así. Quizás el alma guarde el hábito proveniente del pecado consumado y sea de este hábito del que conserve el recuerdo". Discutimos largo rato sobre este punto, buscando aclararlo. Pero el Anciano no se dejaba persuadir e insistía en que el alma recordaba no sólo la forma del pecado, sino el lugar en que fue cometido así como la persona que fue su cómplice. En tal caso nuestro destino final seria aún más desdichado si no tomásemos cuidado de nuestros actos. Por esta razón no cesaré de exhortarlos a cultivar con esmero los buenos pensamientos para reencontrarlos en el mas allá. Porque aquello que tenemos aquí abajo se ir con nosotros y nos acompañar en el mas allá.

Preocupémonos de escapar de tal desgracia, hermanos, pongamos nuestro celo y Dios tendrá misericordia. Porque él es como dice el salmo: La esperanza de todos los que Están en los extremos de la tierra y de aquellos que Están en el mar lejano (Sal 64, 6). Aquellos que Están en los extremos de la tierra son aquellos completamente sumergidos en el pecado: los que Están en el mar lejano son aquellos que viven en la más profunda ignorancia. Y sin embargo, Cristo es su esperanza.

130. Es preciso un poco de esfuerzo. Esforcémonos por obtener misericordia. Cuanto más se descuide un campo estéril, más se cubrir de espinas y de cardos, y cuando queramos limpiarlo encontraremos que cuanto más espinas tenga más correr la sangre de las manos que quieran arrancar esas malas hierbas, que por negligencia se ha dejado crecer. Porque es imposible no cosechar aquello que se ha sembrado. Quien quiera limpiar su campo, deber primero arrancar de raíz cuidadosamente todas las malas hierbas. Si no arranca bien las raíces si no que corta sólo los tallos, volver a crecer la maleza. Entonces, digo, debe arrancar hasta las raíces; luego, en el campo libre de malezas y de espinas, deber remover la tierra con cuidado; aplastar los terrones; trazar los surcos y cuando haya puesto su campo en condiciones, deber por fin arrojar la buena semilla. Porque si después de todo este arduo trabajo deja el terreno desocupado, la maleza reaparecer y al encontrar el suelo fresco y bien preparado, echar raíces aún más profundas y más numerosas.

131. Así pasa con el alma. Ante todo se debe suprimir cualquier inclinación arraigada y los malos hábitos, porque no hay nada peor que un mal hábito. "No es cosa fácil dominarlos, dice San Basilio, ya que un hábito consolidado por una larga práctica se hace generalmente tan fuerte como la naturaleza misma". Es preciso luchar, repito, contra los malos hábitos y contra las pasiones, pero también contra su causas que son sus raíces. Porque si no son arrancadas las raíces, la espinas necesariamente reverdecerán. Algunas pasiones, suprimida sus causas, ya no pueden hacer nada. La envidia por ejemplo no es nada en si misma, pero responde a muchas causas, una de las cuales es el amor a la fama. Es porque se desea el honor por lo que se ejerce la envidia sobre aquel que recibe honores o ha alcanzado mayor estima. Lo mismo sucede con la cólera, tiene muchas causas, especialmente el amor al placer. Evagrio lo recordaba cuando se refería a estas palabras de un santo: "Si suprimo los placeres es para quitar todo pretexto a la cólera". Los Padres enseñan además que toda pasión proviene del amor a la fama, del amor al dinero, o del amor al placer, como se los he dicho en otras oportunidades.

132. Por tanto, es necesario suprimir no sólo las pasiones, sino sus causas, y reformar la conducta por la penitencia y las lágrimas. Solo entonces se comenzar a esparcir la buena semilla, es decir las buenas obras. Recuerden lo que dijimos del campo: si después de haberlo limpiado y puesto en condiciones no echamos ninguna buena semilla, las malezas volverán y encontrando buena tierra, recién trabajada, echarán raíces aún mas fuertes. Lo mismo sucede con el hombre. Si después de haber reformado su conducta y hecho penitencia por sus obras pasadas, no se preocupa por hacer buenas acciones y por adquirir virtudes, le pasar lo que dice el Señor en el evangelio: Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, vaga sin rumbo por lugares áridos en busca de reposo. No encontrándolo se dice "volveré a mi casa de donde salí". Y a su llegada la encuentra vacía, es decir sin ninguna virtud, barrida y ordenada. Entonces, va, busca siete espíritus peores que él, regresan y se instalan en ella. Y el estado final de ese hombre es peor que el primero (Lc 11, 24-27).

133. En efecto, es imposible para el alma permanecer en el mismo estado: o mejora o empeora. Por esto cualquiera que desee salvarse no debe sólo evitar el mal sino practicar el bien, como dice el salmo: Apártate del mal y haz el bien (Sal 37, 27). No nos dice solamente: Apártate del mal sino que agrega: Haz el bien. Por ejemplo, ¿alguien estaba habituado a cometer injusticias? ¡Que, no las cometa más, pero además que practique obras de justicia! ¿Era un libertino? ¡Que ponga fin a sus perversiones pero a la vez que practique la templanza! ¿Era colérico? ¡Que no se irrite más, pero además que adquiera mansedumbre! ¿Era orgulloso? ¡Que cese en su altivez, pero que además sepa humillarse! Tal es el sentido de las palabras Apártate del mal y haz el bien, Porque a cada pasión corresponde su virtud opuesta. Para el orgullo es la humildad; para el amor al dinero, la limosna; para la lujuria, la templanza; para el desaliento, la paciencia; para la cólera la mansedumbre; para el odio, la caridad. En resumen, a cada pasión, decimos, corresponde la virtud opuesta.

134. Les he repetido estas cosas. Hemos desterrado las virtudes e introducido las pasiones en su lugar. De la misma manera debemos esforzarnos no solamente por echar las pasiones sino por volver a introducir las virtudes, restableciéndolas en su propio lugar. Porque poseemos por naturaleza las virtudes que Dios nos ha dado. Al crear al hombre, Dios las puso en él, según la palabra: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1, 26 A nuestra imagen, porque Dios ha creado al alma inmortal y libre, a nuestra Semejanza, es decir según la virtud. En efecto está escrito: Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6, 36); sed santos porque yo soy santo (Lv 11, 44) y el Apóstol dice Sed buenos los unos con los otros (Ef 4, 32). También el salmista dice: El Señor es bueno con aquellos que esperan en él (Lm 3, 25), y tantas otras cosas semejantes. Esto es la semejanza. Dios nos ha dado las virtudes con la naturaleza. Pero las pasiones no son naturales: no tienen ser ni sustancia; se asemejan a las tinieblas en que no subsisten por sí mismas, sino que son según San Basilio, como un apasionamiento de la atmósfera, no existen sino por la ausencia de luz. Al alejar las virtudes por amor al placer el alma provoca el nacimiento de las Pasiones que luego se consolidan en ella.

135. Entonces, como dije, después de todo el buen trabajo del campo debemos sembrar enseguida la buena semilla para que produzca buen fruto. Pero además el cultivador que siembra su campo debe, al tirar la semilla, esconderla y hundirla en la tierra, porque si no los pájaros vendrán a comerla y se perder. Después de haberla escondido, esperar de la misericordia de Dios la lluvia y el crecimiento del grano. Porque podrá tomarse todos los trabajos de limpiar, remover la tierra y sembrar, pero si Dios no manda lluvia sobre su sembradío, toda la labor será vana. Es así como debemos obrar. Si hacemos algún bien, escondámoslo por humildad y pongamos en manos de Dios nuestra debilidad, suplicándole mirar nuestros esfuerzos, que de otra manera serían inútiles.

136. También suele pasar que después de haber regado y hecho germinar la semilla, la lluvia no cae en el tiempo debido y el germen entonces se seca y muere. Porque el grano germinado, como la semilla, precisa lluvia de tanto en tanto, para crecer. De manera que no podemos permanecer tranquilos. Sucede a veces que después del crecimiento del grano y de la formación de la espiga, la langosta, el granizo u otra plaga destruyen la cosecha. Lo mismo sucede con el alma. Aunque haya trabajado para purificarse de todas las pasiones y se haya aplicado a practicar todas las virtudes, deber siempre contar con la misericordia y la protección de Dios por temor de ser abandonada y morir.

Hemos dicho que la semilla, aún después de haber germinado, crecido y dado fruto, si no le cae lluvia de tanto en tanto, puede secarse y morir. Así pasa con el hombre. Si después de todo lo que ha hecho, Dios le quita un poco de su protección y lo abandona, helo ahí perdido. Bien, este abandono se produce cuando el hombre actúa contra su estado: por ejemplo, si es piadoso y se deja llevar por la negligencia o si es humilde y se hace orgulloso. Dios no abandona tanto al negligente en su negligencia y al orgulloso en su orgullo como a aquellos que caen en la negligencia o en el orgullo habiendo sido piadosos y humildes. Esto es pecar contra su estado y de ahí proviene el abandono. He aquí por qué San Basilio juzga en forma distinta la falta de aquel que es piadoso de la falta del negligente.

137. Además de haberse precavido contra tales peligros, falta aún tener cuidado, si se obra algún bien, de no realizarlo por vanagloria, por deseo de agradar a los hombres o por algún otro motivo humano, a fin de no perder por completo ese poco bien, tal como decíamos con respecto a las langostas, el granizo u otras plagas.

El agricultor no puede permanecer tranquilo aun cuando la cosecha esté a punto y haya sido preservada hasta el momento de la siega. Porque puede ocurrir que después de haber cosechado su campo, poniendo todo su esfuerzo, venga un malvado que, por odio, prenda fuego a su cosecha, reduciendo a cenizas todo su afán. No puede, en consecuencia, estar tranquilo, hasta ver el grano bien limpio y guardado en su granero. Igualmente el hombre no debe dejar de preocuparse aunque haya podido escapar de todos los peligros que hemos enumerado. Porque, en efecto, puede suceder que después de todo esto el diablo busque perderlo, ya sea por pretensión de justicia, ya sea por orgullo, ya sea inspirando pensamientos de infidelidad o de herejía, y no solamente reduce a la nada todos sus esfuerzos, si no que lo separa de Dios. Lo que no ha podido conseguir por actos lo consigue por un simple pensamiento. Porque un solo pensamiento puede separar de Dios, si es recibido y aprobado.

Aquel que quiere ser verdaderamente salvado, no debe jamás permanecer tranquilo hasta su último suspiro. Es preciso desvivirse preocuparse y pedir sin cesar a Dios que nos proteja y nos salve por su bondad, por la gloria de su santo nombre. Amén.

Tentaciones

Se deben soportar las tentaciones sin turbación y con acción de gracias.

138. Como ha dicho muy bien abba Poimén, el verdadero monje se da a conocer en las tentaciones. Como dice la Sabiduría, el monje que se compromete a servir a Dios debe prepararse para las tentaciones (Si 2, 1), a fin de que no se sorprenda ni perturbe por lo que pueda acontecerle, creyendo firmemente que todo aquello que le sucede responde a la Providencia de Dios. Y donde se encuentra la Providencia de Dios, todo lo que llega es necesariamente bueno y de provecho para el alma. Todo lo que Dios hace con nosotros lo hace para nuestro crecimiento, con amor y bondad para con nosotros. De esta manera, como dice el Apóstol: En todas las cosas debemos dar gracias (1Ts 5, 18) por su bondad, y no descorazonarnos nunca ni desfallecer por lo que nos suceda, sino recibir sin perturbarnos todos los acontecimientos, con humildad y confianza en Dios, seguros, tal como he dicho, de que todo lo que Dios permite lo hace para nuestro bien, por amor a nosotros, y sea lo que fuere está bien hecho. Y las cosas nunca están bien hechas sino cuando Dios en su misericordia dispone de ellas.

139. Si una persona tiene un amigo y sabe que lo estima, seguramente si sufre algo de parte de él, aunque sea algo muy penoso, estar seguro de que lo hace porque lo quiere y no llegar a pensar nunca que se lo hace para dañarlo. ¡Cuánto más debemos considerar que todo lo que hace Dios, nuestro Creador, que nos sacó de la nada para darnos el ser, que se hizo hombre y murió por nosotros, lo hace por amor y para nuestro bien! Porque en lo que se refiere a un amigo, si bien puedo pensar que actúa con la intención de hacerme un bien, no necesariamente ha de tener suficiente inteligencia para ocuparse de mis intereses y de ese modo, aún sin quererlo, puede hacerme daño. Pero de Dios no podemos decir lo mismo, ya que él es la fuente de la sabiduría. El sabe todo lo que nos es provechoso, y en vista de eso regula todos nuestros acontecimientos, hasta el más mínimo. Respecto de un amigo, también podemos decir: me ama y quiere mi bien; es bien inteligente como para ocuparse de mis intereses, pero no tiene la fuerza necesaria para ayudarme en lo que él cree que puede. Pero eso tampoco podríamos decirlo de Dios, ya que todo le es posible y para él no hay nada imposible.

De este modo, sabemos que Dios ama a su creatura y quiere para ella lo que es bueno; El es también la fuente de la sabiduría y sabe cómo arreglar nuestras actividades; nada le es imposible porque todas las cosas están sometidas a su voluntad. Sabiendo entonces que todo lo que hace lo hace para nuestro provecho, debemos recibirlo como he dicho, con acción de gracias, como proveniente de un Maestro generoso y bueno, aunque sea algo penoso. Todo proviene de su justo juicio y Dios, que es tan misericordioso, no mira con indiferencia las penas que nos puedan sobrevenir.

140. Frecuentemente nos hacemos la siguiente pregunta: si en las adversidades el sufrimiento nos conduce a pecar, ¿cómo podremos decir que son para nuestro bien? Pues pecamos, en ese caso, cuando nos falta resignación y no queremos soportar lo más mínimo ni sufrir nada que nos contraríe. Porque en efecto, Dios no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, tal como dice el Apóstol: Dios es fiel y no permitir que seáis tentados más allá de lo que podáis soportar (1Co 10, 13). Somos nosotros los que no tenemos paciencia, y no queremos sufrir un poco ni soportar lo que se nos manda con humildad. De esta manera las tentaciones nos quebrantar y cuanto más nos esforzamos por escapar de ellas, más nos abaten nos descorazonan, sin por eso poder librarnos de las mismas.

Los que nadan en el mar y conocen el arte de la natación, se sumergen cuando les llega la ola, y la pasan por debajo, hasta que se aleja. Después siguen nadando sin dificultad. Si quisieran enfrentar la ola, los chocaría y los llevaría a buena distancia. Al volver a nadar les viene otra ola y si se resisten nuevamente, otra vez serán llevados lejos y sólo lograrán fatigarse sin avanzar. En cambio si se sumergen bajo la ola, si se agachan por debajo de ella, la ola pasar sin arrastrarlos; podrán seguir nadando cuanto quieran y lograr la meta que quieren alcanzar. Lo mismo sucede con las tentaciones. Soportadas con humildad y paciencia, pasan sin hacer daño. Pero si insistimos en afligirnos, en alterarnos, en acusar a todo el mundo, sufrimos nosotros mismos, la tentación se transforma en insoportable, y finalmente no sólo no nos resulta de provecho, sino que nos hace daño.

141. Las tentaciones son muy provechosas para quien las soporta sin atormentarse. Incluso si es una pasión la que nos aflige, no debemos perturbarnos por ello. Si nos perturbamos se debe a nuestra ignorancia y a nuestro orgullo, lo cual es debido al desconocimiento del estado de nuestra alma, y al querer huir del sufrimiento. Como dicen los Padres: "Si no progresamos, se debe a que ignoramos nuestros límites, a que no tenemos constancia en las obras que comenzamos y a que queremos alcanzar la virtud sin ningún esfuerzo". ¿A qué se debe que el que está preso de una pasión se asombre de ser atormentado por ella? ¿Por qué se atormenta por un lado, mientras que por el otro la pone en práctica? ¿La tienes y te escandalizas? La tienes dentro y te dices: "¿Por qué me atormenta?". Mejor sopórtala, cómbatela e invoca a Dios. Es imposible no sufrir los efectos de una pasión cuando se ha llegado a ponerla en práctica. Abba Sisoes decía: "Los instrumentos de las pasiones están dentro tuyo. Devuélveles lo que les pertenece y se irán". Por "instrumentos" entendía sus causas. En tanto que las amamos y nos valemos de ellas es imposible que no seamos víctimas de pensamientos apasionados, que llegan incluso a violentar nuestra voluntad para poner en práctica la pasión, puesto que voluntariamente nos hemos entregado en sus manos.

142. Esto es lo que dice el Profeta acerca de Efraín, quien ha maltratado a su adversario, es decir a su conciencia, y ha pisoteado el juicio (Os 5, 11). Buscó a Egipto, dice, y ha sido llevado a la fuerza por los asirios (cf Os 7, 11). Por Egipto los Padres entienden el deseo carnal, que nos inclina a complacer al cuerpo y vuelve sensual al espíritu; y por asirios, los pensamientos apasionados, que ensucian y entenebrecen el espíritu, lo llenan de imágenes impuras y lo fuerzan contra su voluntad a cometer el pecado. Cuando uno se entrega deliberadamente a los placeres del cuerpo, ser necesariamente llevado a la fuerza por los asirios, aunque él no lo quiera, para servir a Nabucodonosor. Sabiendo eso, el Profeta desfallecía y decía: No vayáis a Egipto (Jr 42, 19). ¿Qué es lo que hacen, desdichados? ¡Humíllense un poco, doblen la cerviz, trabajen por el rey de Babilonia y permanezcan en la tierra de sus padres! Después los alentaba diciendo: No temáis al rey de Babilonia porque Dios está con nosotros para librarnos de sus manos (Jr 42, 11). Luego les anunciaba el mal que les llegaría si no obedecían a Dios: Si vais a Egipto será un callejón sin salida, seréis reducidos a esclavitud y objeto de maldiciones y ultrajes (cf. Jr 42, 15-18). Pero ellos le respondieron: No nos quedaremos en este país. Iremos a Egipto, donde no habrá guerra, no oiremos más el sonido de la trompeta y no pasaremos más hambre (cf. Jr 42, 13-14). Se fueron entonces a servir voluntariamente al Faraón, pero en seguida fueron llevado por la fuerza hacia Asiria, y pasaron a ser, a pesar suyo, sus esclavos.

143. Presten atención a estas palabras. Aquel que no ha puesto en práctica una pasión, aunque los pensamientos le hagan la guerra, se encuentra todavía en su propia ciudad, es libre y tiene a Dios para que lo ayude. Si se humilla ante Él y sobrelleva con acción de gracia el peso de la gravosa tentación, luchando un poco, el auxilio de Dios lo salvará. Pero si por el contrario rehúye la pena y se deja llevar por el placer del cuerpo, ser llevado necesariamente por la fuerza al país de los asirios para servirlos, muy a pesar suyo.

Pero el Profeta dice también a los israelitas: Orad por la vida de Nabucodonosor, pues de su vida depende vuestra salvación (Ba 1, 11-22). Nabucodonosor simboliza el no desfallecer ante la prueba de la tentación que sobreviene, ni rebelarse contra ella, sino soportarla humildemente sobrellevarla como una cosa merecida, creer que no se es digno de ser liberado de ese fardo, sino más bien de que la tentación se prolongue y se haga más fuerte, con la certeza de que si bien se desconoce la causa por el momento, nada desubicado ni injusto puede provenir de Dios. Así pensaba el hermano que se afligía y lloraba porque Dios le había quitado la tentación: "Señor, decía, ¿acaso no soy digno de sufrir un poco?". También se relata que el discípulo de un gran anciano fue tentado un día de fornicar. El anciano al verlo apenado le dijo: "¿Quieres que le pida a Dios que te alivie de este combate?". Pero el discípulo le respondió: "Si tengo que sufrir una pena, Padre, veo el fruto de ella en mí. Pídele más bien a Dios que me dé paciencia".

144. ¡Estos son los que realmente desean ser salvados! Y esto es llevar con humildad el yugo y orar por la vida de Nabucodonosor. El Profeta dice: Porque de su vida depende vuestra salvación. Quien dice como ese hermano: "Veo en mí el fruto de mi pena", equivale a decir: De su vida depende mi salvación. Esto se lo muestra el anciano cuando le responde al hermano: "Hoy sé que estás en el camino del crecimiento y que me superas".

Porque verdaderamente, si uno combate por no cometer pecado y se pone a luchar contra los mismos pensamientos apasionados que le vienen al alma, y es humillado y quebrantado por la lucha, poco a poco, el sufrimiento de los combates lo va purificando y lo lleva al estado natural. Tal como hemos dicho, perturbarse cuando se combate una pasión es fruto de la ignorancia y del orgullo. Más bien debemos reconocer nuestros límites humildemente, y esperar en la oración que Dios tenga misericordia. Porque el que no es tentado y desconoce el tormento de las pasiones, no lucha y no puede ser purificado. Respecto de ello dice el Salmo: Cuando los pecadores crecen como la hierba, y se revelan todos los que hacen el mal, es para ser aniquilados para siempre (Sal 92, 8). Los pecadores que brotan como la hierba son los pensamientos apasionados, pues la hierba es frágil y sin fuerza. Cuando los pensamientos apasionados brotan en el alma, entonces se revelan todos los que hacen el mal, es decir, se descubren las pasiones, para ser aniquiladas para siempre. Sólo cuando las pasiones manifiestan a los que combaten, es cuando las pueden aniquilar.

145. Vean de qué forma se encadenan estas palabras: primero nacen los pensamientos apasionados, se manifiestan las pasiones y es entonces cuando son aniquiladas. Todo esto se refiere a los que luchan, pero nosotros, que cometemos pecados y jugueteamos con las pasiones, no podemos saber cuándo nacen esos pensamientos apasionados, ni cuándo aparecen las pasiones para poder combatir contra ellas. Todavía estamos abajo, en Egipto, miserablemente ocupados en hacer ladrillos para el Faraón. ¿Quién al menos nos dar la posibilidad de tomar conciencia de nuestra amarga servidumbre, a fin de humillarnos y esforzarnos por obtener misericordia?.

Cuando los hijos de Israel estaban en Egipto al servicio del Faraón, se dedicaban a hacer ladrillos, y los que hacen ladrillos están continuamente encorvados, con la mirada fija en la tierra. Del mismo modo, si el alma es presa del diablo y peca, el diablo echa por tierra su espíritu, le prohíbe todo pensamiento espiritual, y le obliga a pensar y hacer continuamente cosas terrenas. Con los ladrillos que fabricaron los hijos de Israel construyeron tres ciudades fortificadas para el Faraón: Pitón, Ramsés y On, que es Eliópolis (Ex 1, 11): que son el amor al placer, el amor al dinero y el amor a la gloria, las tres fuentes de todos los pecados.

146. Al enviar Dios a Moisés para librarlos de la servidumbre del Faraón y hacerlos salir de Egipto, el Faraón les hizo más duros todavía los trabajos y les dijo: ¡Vosotros sois unos perezosos!, por eso andáis diciendo queremos ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios (Ex 5, 17). Del mismo modo, cuando el diablo ve que Dios se ha fijado en un alma para tenerle misericordia, aliviándola de sus pasiones, sea por una palabra sea por alguno de sus servidores, entonces la fustiga cada vez más intensamente con el peso de las pasiones y la ataca con más virulencia. Sabiendo esto los Padres fortalecían al hombre con sus enseñanzas y no dejaban que se amedrentase. Uno de ellos dijo: "¿Has caído? ¡Levántate! ¿Caes de nuevo? Levántate nuevamente!". Otro dice: "La fuerza de los que quieren adquirir las virtudes consiste el no descorazonarse cuando caen, sino retomar sus propósitos". Cada uno a su manera, de una forma u otra, tienden la mano a los que son combatidos y atormentados por el enemigo. Al hacer esto los Padres se inspiraban en las Palabras de la Divina Escritura: El que cae ¿no se vuelve a levantar?. Y el que se aleja ¿no vuelve?. Volved, hijos, a mí y yo curaré vuestras heridas, dice el Señor (Jr 8, 4 y Jr 3, 22). Y otros textos semejantes.

147. Cuando el peso de la mano de Dios cayó sobre el Faraón y los suyos, y consintió en dejar partir a los hijos de Israel, dijo a Moisés: Id a sacrificar al Señor vuestro Dios, pero dejad vuestros rebaños y vuestros bueyes (Ex 10, 24), figura de los pensamientos del alma, de los cuales el Faraón quería seguir siendo el dueño, con la esperanza de hacer volver por ellos a los hijos de Israel. Pero Moisés le respondió: No, debes darnos algo para ofrecer sacrificios y holocaustos al Señor, nuestro Dios. Llevaremos nuestros rebaños con nosotros. No quedará ni uno (Ex 10, 25-26). Cuando los hijos de Israel, bajo la conducción de Moisés, abandonaron Egipto y pasaron el mar Rojo. Dios, queriendo conducirlos a las setenta palmeras y a las doce fuentes de agua, los llevó primero al mar, y el pueblo se desesperó al no encontrar agua para beber, porque el agua era amarga. Pero después del mar, Dios los condujo al lugar de las setenta palmeras y las doce fuentes de agua (cf. Ex 15).

148. Del mismo modo el alma que ha dejado de cometer pecados y atraviesa el mar espiritual, debe en primer lugar sufrir en la lucha y en las aflicciones, porque es así, por las pruebas, como entrar en el santo reposo. Porque debemos pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de los cielos (Hch 14, 22). Las tribulaciones mueven la misericordia de Dios hacia el alma, así como los vientos desatan la lluvia. Y así como las excesivas lluvias pudren el brote tierno y destruyen su fruto, mientras que el viento los va secando poco a poco, dándoles vigor, lo mismo sucede con el alma: el relajamiento, la despreocupación, la debilitan y la disipan; las tentaciones, por el contrario, traen el recogimiento y la unión con Dios. Señor, dice el Profeta, en la tribulación nos hemos acordado de ti (Is 26, 16). No debemos por tanto, como he dicho, perturbarnos o descorazonarnos en las tentaciones, sino tener paciencia, dar gracias y pedir a Dios sin cesar, con humildad, que tenga piedad de nuestra debilidad y nos proteja contra toda tentación para gloria suya. Amén.

Virtudes

Sobre el edificio y la armonía de las virtudes del alma.

149. La Escritura dice de aquellas matronas que dejaban vivir a los niños varones de los israelitas: Por su temor de Dios, ellas se construyeron casas (cf. Ex 1, 21). ¿Se trata de casas materiales? ¡Pero cómo puede decirse que ellas construyeron tales casas por el temor de Dios! cuando por el contrario se nos enseña que es ventajoso abandonar por el temor de Dios hasta aquello que poseemos? (Cf. Mt 19, 29). No se trata entonces de una casa material, sino de la casa del alma que se levanta por la observancia de los mandamientos de Dios. Con estas palabras la Escritura nos enseña que el temor de Dios dispone el alma guardar los mandamientos y por ellos se edifica la casa del alma. Cuidémonos entonces, hermanos. Tengamos también temor de Dios construyámonos nuestras casas para encontrar abrigo en el mal tiempo, en caso de lluvia, de relámpagos, de truenos, porque la mala estación es una gran calamidad para aquellos que no tienen morada.

150. ¿Pero cómo se edifica la casa del alma? Podemos aprenderlo con exactitud viendo construir una casa material. El que quiera construirla debe asegurarla por todas partes, debe levantarla sobre sus cuatro costados y no debe ocuparse de una sola parte descuidando las otras, pues de otra manera no llegaría a nada, perdería su esfuerzo y todos sus gastos serían inútiles. Así pasa con el alma. El hombre no debe descuidar ningún elemento de su edificio, sino irlo elevando de forma pareja y armoniosa. Es lo que dice abba Juan: "Desearía que el hombre tome un poco de cada virtud y no haga lo que algunos que se aferran a una sola virtud, se acantonan en ella y no practican más que esa, descuidando las otras". Quizá tengan una superioridad en el ejercicio de tal virtud y consecuentemente no se verán molestados por la pasión contraria. Sin embargo las demás pasiones los asedian y los oprimen, pero ellos no se preocupan y se imaginan poseer algo grande. Se asemejan a un hombre que construye una única pared y la levanta tan alta como puede y luego considerando su altura piensa haber hecho algo grande, sin apercibirse de que el primer golpe de viento la echará por tierra. Porque se levanta sola sin el apoyo de otras paredes. Tampoco puede servir como un refugio ya que se estaría al descubierto por los demás lados. No hay entonces que proceder de este modo, sino que quien quiera construir su casa para refugiarse en ella, deber construirla por cada costado y asegurarla en todas sus partes.

151. He aquí cómo: primeramente deber hacer el cimiento, que seria la fe. Ya que sin la fe -dice el Apóstol- es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6). Luego sobre ese cimiento deber construir un edificio bien proporcionado. ¿Tiene ocasión de obedecer? ¡Que coloque una piedra de obediencia! ¿Un hermano se irrita contra él? ¡Que coloque una piedra de paciencia! ¿Debe practicar la templanza? ¡Que coloque una piedra de templanza! Así de cada virtud que se presente deber colocar una piedra en su edificio y levantarlo de esa manera con una piedra de compasión, otra de privación de su voluntad, otra de mansedumbre y así sucesivamente. Debe cuidar sobre todo de la constancia y de la fortaleza, que son piedras angulares: son las que hacen sólida una construcción, uniendo las paredes entre sí e impidiéndoles doblegarse y dislocarse. Sin ellas somos incapaces de perfeccionar virtud alguna. Pues el alma sin valor carece también de constancia y sin constancia nadie puede obrar el bien. Así el Señor dice: Vosotros salvaréis vuestras almas por vuestra constancia (Lc 21, 19).

El constructor deber también colocar cada piedra sobre cemento pues si colocara las piedras una sobre la otra sin cementar, se separarían y la casa caería. El cemento es la humildad porque está hecho de tierra, que todos tenemos bajo nuestros pies. Una virtud sin humildad no es tal, y como dice el libro de los Ancianos: "Así como no se puede construir un navío sin clavos, igualmente es imposible salvarse sin humildad". Debemos pues, si realizamos algún bien, hacerlo con humildad para poder conservarlo por la humildad. La casa deber todavía tener lo que se llama el encadenado: se trata de la discreción que consolida la casa, une las piedras entre sí y hace más firme el edificio, dándole al mismo tiempo una buena apariencia.

El techo sería la caridad, que es la culminación de las virtud así como de la casa (cf. Col 3, 14). Después del techo viene la baranda de la terraza ¿Qué sería la baranda? Está escrito en la Ley: Cuando construyáis una casa y hagáis un techo con terraza, rodeadla con una baranda para que vuestros pequeños no se caigan de ella (Dt 22, 8). La baranda es la humildad, corona y guardiana de todas las virtudes. Así como cada virtud debe estar acompañada de la humildad, como la piedra colocada sobre el cemento, igualmente la perfección de la virtud exige la humildad, y es progresando en ella como los santos llegan con naturalidad a la perfección. Se los digo siempre: cuanto más nos acercamos a Dios, más pecadores nos vemos.

Pero, ¿quiénes son esos niños de quienes la Ley dice: Para que no se caigan del techo? Son los pensamientos que nacen en el alma: hay que cuidarlos con humildad para que no caigan del techo, es decir de la perfección de las virtudes.

152. Y he aquí la casa terminada. Tiene su encadenado, su techo y su baranda. En resumen, la casa está lista. ¿No le falta nada? Sí, hemos omitido algo ¿Qué? Que el constructor sea hábil, si no su construcción será endeble y un buen día se derrumbará. El constructor hábil es aquel que trabaja con conocimiento. Podemos en efecto dedicarnos a edificar nuestra virtud pero si no lo hacemos con ciencia, perderemos el tiempo y permaneceremos en la incoherencia sin llega a terminar nuestra labor; colocamos una piedra y la sacamos. Sucedería también que poniendo una lleguemos a sacar dos. Por ejemplo un hermano acaba de decirnos una palabra desagradable o hiriente. Tú guardas silencio y pides disculpas: has colocado una piedra. Después de lo cual vas y dices a otro hermano: "Fulano me ha ofendido, me ha dicho esto y aquello. Yo no solo no le he contestado sino que le he pedido disculpas". Aquí tienes, habías Puesto una piedra, has retirado dos. Se puede también pedir disculpas con el deseo de ser alabado encontrándose así unida la humildad a la vanagloria. Es coloca una piedra y luego sacarla. Aquel que se disculpa sabiamente, se persuade realmente de haber cometido una falta, está convencido de ser él mismo la causa del mal. Esto es pedir disculpas con ciencia. Otro practica el silencio pero no lo hace con ciencia porque cree realizar un acto de virtud. Esto no le sirve de nada. El que calla con ciencia se juzga indigno de hablar, como dicen los Padres, y este es el silencio practicado sabiamente. Otro no tiene alta opinión de sí y cree que hace algo grande en reconocerlo, que se humilla no sabe que no hace absolutamente nada porque no obra sabiamente. No tener demasiada alta opinión de sí mismo, sabiamente, seria tenerse por nada e indigno de ser contado entre los hombres, como abba Moisés, que se decía a si mismo: "Negro sucio, no eres un hombre, ¿y quieres estar entre ellos?".

153. Otro ejemplo: alguien atiende a un enfermo pero en vista de una recompensa. Esto tampoco es obrar sabiamente. Si le sucede algo desagradable, renuncia de inmediato a su obra buena y no puede llevarla a buen fin porque no la realizaba sabiamente. Por el contrario, aquel que atiende a un enfermo sabiamente lo hace para adquirir compasión y misericordia. Si tiene tal intención, la prueba puede venirle de afuera, el enfermo mismo puede impacientarse con él: lo soportará sin alterarse, atento a su fin y sabiendo que el enfermo está haciendo más por él que él por el enfermo. Porque, créanme, cualquiera que atiende a un enfermo sabiamente será aliviado de las pasiones y las tentaciones.

Yo conocí a un hermano que, atormentado por un deseo vergonzoso, fue liberado de él por haber atendido sabiamente a un enfermo de disentería. Evagrio cuenta también que un hermano perturbado por alucinaciones nocturnas fue liberado de ellas por un gran anciano, quien le prescribió atenderá a los enfermos además del ayuno. A tal hermano que le preguntaba la razón contestó: "Nada apaga mejor tales pasiones que la misericordia".

Aquel que se entrega a la ascesis por vanagloria o figurándose que así practica la virtud, no lo hace sabiamente. De ahí proviene el que se ponga a despreciar a su hermano, creyéndose él mismo gran cosa. No sólo pone una piedra y retira dos, sino que al juzgar a su prójimo corre el riesgo de hacer caer toda la pared. Aquel que se mortifica sabiamente, no se tiene por virtuoso ni desea ser alabado como asceta, sino que por la mortificación espera conseguir la templanza y por ella llegar a la humildad. Ya que, según los Padres, "el camino de la humildad solo son los trabajos realizados sabiamente".

En resumen, se debe practicar cada virtud como ya lo hemos dicho, de manera de llegar a adquirirla para luego transformarla en hábito. Entonces seremos, como ya he dicho, buenos y hábiles constructores, capaces de construir sólidamente nuestra casa.

154. Aquel que desea llegar con la ayuda de Dios a tal estado de perfección no deber decir: "Las virtudes son demasiado elevadas, no podré alcanzarlas". Seria hablar como hombre que no confía en la ayuda de Dios o que no es solicito en la práctica del bien. Examinemos cualquier virtud y verán ustedes que depende de nosotros el éxito, si lo queremos. Así la Escritura dice: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lv 19, 18). No midas qué alejado estas de tal virtud no te pongas temeroso y digas: "¿Cómo puedo amar a mi prójimo como a mi mismo? ¿Cómo podré preocuparme por sus penas como fueran mías y sobre todo de aquellas que permanecen ocultas en su corazón y que ni veo ni conozco como conozco las mías?". No alimentes tales pensamientos ni imagines que la Virtud es difícil, inalcanzable. Comienza siempre poniéndote en acción y depositando tu confianza en Dios. Muéstrale tu deseo y tu buena voluntad y verás la ayuda que te enviar para que logres triunfar.

Una comparación: imagina dos escalas. Una de ellas se elevan hacia el cielo, la otra desciende hasta los infiernos. Tú estás sobre la tierra entre las dos escalas. No te digas: "¿Cómo podría volar desde la tierra y encontrarme de golpe en la cúspide de esa escala?". Esto no seria posible ni Dios te lo pide. Pero ten cuidado por lo menos de no descender: no hagas mal al prójimo, no lo hieras, no lo critiques, no lo ofendas, no lo desprecies. Después ponte a practicar el bien reconfortando con tus palabras a tu hermano, demostrándole tu compasión y proporcionándole algo que necesite. Y así escalón por escalón llegarás con la ayuda de Dios a la cúspide de esa escala. Porque es a fuerza de ayudar al prójimo como llegarás a desear su provecho y beneficio igual que el tuyo y esto será amar al prójimo como a ti mismo. Si buscamos encontraremos, si pedimos a Dios El nos iluminará. Porque el Señor dice en el Evangelio: Pedid y se os dar, buscad y encontraréis, golpead y se os abrirá (Mt 7, 7; Lc 11, 9). Dice pedid para que roguemos por la oración. Buscad es examinar cómo se origina esta virtud, qué nos proporciona y qué debemos hacer para adquirirla. Hacer cada día este examen seria buscad y encontraréis. Golpead es cumplir los mandamientos ya que golpeamos con las manos y las manos significan la acción.

Luego debemos no solo pedir sino buscar y practicar, esforzándonos por estar, como dice el Apóstol, listos para toda buena acción (2Tm 3, 17). ¿Qué quiere decir con esto? Que si alguien quiere construir un barco prepare primero todo aquello que necesita, desde los trozos más pequeños de madera hasta el pegamento y la estopa. Más aún: si una mujer quiere iniciar una labor, preparar hasta la aguja más pequeña y el más pequeño hilo. El tener todo así preparado para cualquier cosa es lo que se dice: estar listos.

155. Estemos pues completamente preparados para toda buena acción, dispuestos a realizar la voluntad de Dios sabiamente como El quiere y para su agrado. El Apóstol dice: Lo que Dios quiere como bueno, lo que le es agradable, lo que es perfecto (Rm 12, 2). ¿Qué se entiende por esto?.

Todo llega porque Dios lo permite o porque así lo desea, como dice el Profeta: Soy yo, el Señor, quien hace la luz y crea las tinieblas (Is 45, 7), más aún: No hay mal en la ciudad que el Señor no lo haya hecho (Am 3, 6). Por mal se entienden todas las desgracias, es decir las pruebas que nos suceden para nuestra corrección, por causa de nuestra malicia: hambre, pestes, sequía, enfermedades, guerras. Estos males no llegan por deseo de Dios sino porque El los permite; permite que nos sean infligidos para nuestro provecho. Luego Dios no quiere que nosotros los deseemos ni que los apoyemos.

Si, por ejemplo, la voluntad de Dios permite la destrucción de una ciudad, no nos pide que vayamos a prenderle fuego e incendiarla o tomemos hachas para demolerla. Y si Dios permite que un hermano esté afligido o caiga enfermo, no quiere que nosotros mismos contribuyamos a afligirlo diciéndonos: "Puesto que es la voluntad de Dios que este hermano esté enfermo, no ejerzamos misericordia con él". Dios no quiere esto, no desea que cooperemos con su voluntad cuando es de esta clase. Quiere que nos mantengamos buenos, cuando no quiere que nosotros deseemos cooperar ¿Y dónde quiere que se dirija nuestra voluntad? A todo aquello que es bueno, a todo aquello que responde a su voluntad, es decir, a todo aquello que es objeto de precepto: amarse los unos a los otros, ser compasivos, dar limosna, etc. Esto es lo que Dios quiere como bueno.

¿Qué debemos entender por aquello que le es agradable? aún realizando una buena acción no hacemos necesariamente lo que es agradable a Dios. Me explico. Tomemos por ejemplo un hombre que encuentra una huérfana pobre y linda. Encantado por su belleza la recoge y la educa en su condición de huérfana. Seria aquí obrar lo que Dios quiere y en conciencia algo bueno, pero no lo que le es agradable. Aquello agradable a Dios seria la limosna hecha no por consideraciones humanas sino por causa del bien mismo y por compasión. En fin aquello que es perfecto es la limosna hecha sin parsimonia, ni lentitud o frialdad, sino con todas nuestras fuerzas y de todo corazón. Es dar como si recibiéramos nosotros mismos, es ser benefactor como si fuéramos nosotros los beneficiados. Esto es lo perfecto. Es así como debe realizarse, según dice el Apóstol: Aquello que Dios quiere como bueno, aquello que le agrada, aquello que es perfecto. Y esto sería obrar con ciencia.

156. Debemos pues conocer el bien de la limosna y su virtud; porque ella es grande y tiene hasta el poder de borrar los pecados, según la palabra del Profeta: El rescate del hombre es su propia riqueza (Pr 13, 8). Y además: Rescata tus pecados con tus limosnas (Dn 4, 24). El Señor mismo ha dicho: Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc 6, 36). No ha dicho "Ayunad como vuestro Padre celestial ayuna, ni, sed pobres como vuestro Padre celestial es pobre", sino: Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso. Porque es especialmente esta virtud la que asemeja a Dios, ella es propia de Dios. Es preciso entonces, como decíamos, tener nuestros ojos fijos en tal meta y hacer limosna con ciencia. En efecto, existen gran variedad de motivos en la práctica de la limosna. Este la practica para que su campo sea bendecido, y Dios bendice su campo; aquel por la seguridad de su barco, y Dios salva su barco; aquel otro por sus hijos, y Dios los protege; otros para recibir honores y Dios se los procura. Dios no rechaza a nadie y da a cada cual lo que busca, siempre que no perjudique a su alma. Pero todos ellos han recibido su recompensa, no se han reservado nada ante Dios porque el fin que perseguían no era el provecho de su alma. ¿Has hecho limosna para que tu campo sea bendecido? Dios lo ha bendecido. ¿Lo has hecho por tus hijos? Dios los ha protegido. ¿Para recibir honores? Dios te los ha concedido. ¿Qué te debe el Señor? Te ha pagado el salario por el cual has obrado.

157. Alguien hace limosna para verse preservado del castigo futuro. Este obra por su alma. Obra según Dios pero no como Dios quiere porque todavía lo hace en condición servil; en efecto, el esclavo no cumple la voluntad de su amo voluntariamente sino porque teme el castigo. Hace limosna para ser preservado del castigo y Dios lo preserva. Otro practica la limosna para recibir su recompensa. Está mejor pero no todavía como Dios lo quiere, no está todavía en disposición de un hijo. Como el mercenario que no realiza la voluntad de su amo sino para percibir su salario, él también está actuando en busca de una remuneración.

Hay en efecto tres disposiciones dentro de las cuales podemos obrar el bien, según San Basilio. Ya se las he dicho en otra ocasión. O lo hacemos con temor por el castigo, y estamos en actitud servil, o lo hacemos en vista de la recompensa y estamos en disposición mercenaria, o finalmente lo hacemos por el bien mismo y entonces estamos con la disposición del hijo. Porque el hijo no cumple la voluntad de su padre por temor, ni por el deseo de recibir una remuneración, sino porque quiere servirlo, honrarlo y contentarlo. Así debemos hacer limosna: en vista del bien mismo, con compasión los unos de los otros, agradeciendo a los otros como si fuéramos nosotros los beneficiados, dando como si recibiéramos. Tal es la limosna practicada con sabiduría y es así, decimos, como nos encontraremos con la disposición del hijo.

158. Nadie puede decir: "Soy pobre y no tengo con qué hacer limosna". Porque si no puedes dar como aquellos ricos que echaban sus dones en el tesoro (cf. Mc 12, 41; Lc 21, 3), da dos monedas como la viuda pobre. Dios las recibir de ti más gustoso que los dones de los ricos. ¿No tienes ni esas dos monedas?. Tienes al menos fuerzas y podrás ejercer misericordia sirviendo a tu hermano enfermo. Si tampoco puedes hacer esto, puedes todavía reconfortar a tu hermano con algunas palabras. Haz caridad con tu palabra y oye a aquel que dice: Una palabra es un bien superior a un don (Ecle 18, 16). Suponiendo que no puedas siquiera dar la limosna de tu palabra, puedes, cuando tu hermano esté irritado contra ti, tenerle compasión y soportarlo durante su cólera, viéndolo atormentado por el enemigo común y en lugar de decir algo que lo excite aún más, guardar silencio ejerciendo así misericordia con respecto a su alma, al arrancarla del enemigo. Puedes todavía, si tu hermano ha pecado contra ti, ejercer misericordia perdonándole su falta a fin de conseguir tú mismo el perdón de Dios. Pues esta dicho: Perdonad y seréis perdonados (Lc 6, 37). Así ejercerás caridad con el alma de tu hermano, perdonándole las falta que ha cometido contra ti. En efecto, Dios nos ha dado el poder de perdonarnos nuestros pecados los unos a los otros.

No teniendo con qué ejercer misericordia con el cuerpo de tu hermanos lo haces con su alma. Y ¿qué misericordia ser más grande que ésta? Así como el alma es más preciosa que el cuerpo, de la misma manera la misericordia con respecto al alma es superior a la misericordia con el cuerpo. Nadie podrá decir: "No tengo posibilidad de practicar misericordia". Todos lo podemos de acuerdo a nuestros medios y condición, siempre que tengamos cuidado de realizar con ciencia el bien que obremos, como ya lo explicamos con respecto a cada virtud. El que obra con ciencia es el constructor experimentado y hábil que construye sólidamente su casa y del cual el Evangelio dice: El hombre precavido construye su casa sobre la roca (Mt 7, 24), y nada puede destruirla.

Que el Dios de bondad nos permita oír y practicar lo que oímos para que estas palabras no sirvan para nuestra condenación el día de Juicio. ¡Que a El sea la gloria por los siglos! Amén.

Ayunos

Los santos ayunos.

159. En la Ley, Dios había prescrito a los hijos de Israel ofrecer cada año el diezmo de todos sus bienes (cf. Nm 18, 25). Haciéndolo serían bendecidos en todas sus actividades. Los santos Apóstoles, sabiendo eso, con el objeto de procurar a nuestras almas una ayuda provechosa, decidieron transmitirnos ese precepto bajo una forma más preciosa y elevada, a saber, la ofrenda del diezmo de los días de nuestra vida, dicho de otra manera, su consagración a Dios, a fin de ser bendecidos también nosotros en nuestras obras y de expiar cada año las faltas del año entero. Haciendo un cálculo, santificaron para nosotros entre los trescientos sesenta y cinco días del año, las siete semanas de ayuno. Ellos no asignaron al ayuno más que esas siete semanas. Fueron los Padres quienes después convinieron en agregar una semana más, tanto para practicarlo con anticipación como para preparar a aquellos que se van a entregar a los ayunos, y para honrar esos ayunos con la cifra de la santa cuarentena que Nuestro Señor mismo pasó ayunando. Porque las ocho semanas suman cuarenta días, excluyendo los sábados y los domingos, sin tener en cuenta el ayuno privilegiado del Sábado Santo, que es sagrado entre todos, y de todo el año, el único ayuno en sábado. Pero las siete semanas, sin los sábados y domingos, hacen treinta y cinco días. Agregándole el ayuno del Sábado Santo y de la mitad constituida por la noche gloriosa y luminosa, obtenemos treinta y seis días y medio, lo que es exactamente la décima parte de los trescientos sesenta y cinco días del año. Porque la décima parte de trescientos es treinta; la décima parte de sesenta es seis; y la décima parte de cinco es medio: lo que hace un total de treinta y seis días y medio, tal como dijimos. Y es, por así decir, el diezmo de todo el año lo que los santos Apóstoles consagraron a la penitencia para purificar las faltas de todo el año.

160. Hermanos, feliz aquel que en estos días santos se cuida bien y como corresponde. Porque si como hombre que es, peca por debilidad o negligencia, Dios ha dado precisamente estos días santos, para que preocupándose cuidadosamente de su alma con vigilancia y humildad, y haciendo penitencia durante este período, se vea purificado de los pecados de todo el año. Entonces el alma se ve aliviada de su carga, y se acerca con pureza al santo día de la Resurrección, y hecho un hombre nuevo por la penitencia de estos santos ayunos participa en los santos Misterios sin incurrir en condenación; permanece en el gozo y la alegría espiritual, celebrando con Dios los cincuenta días de la santa Pascua, que es, como se ha dicho, la resurrección de alma, y para señalarlos no doblamos las rodillas en la iglesia durante todo el tiempo pascual.

161. Quien quiera purificar sus pecados de todo el año por medio de estos días, en primer lugar debe guardarse de la indiscreción en la comida, pues, según los Padres, la indiscreción en la comida engendra todo el mal que hay en el hombre. Debe cuidar de no romper el ayuno si no es por una gran necesidad, y no buscar las comidas sabrosa; ni cargarse con un exceso de alimentos o de bebidas. Pues hay dos tipos de gula. Se puede ser tentado por la delicadeza de los alimentos; no necesariamente se quiere comer mucho, pero se desean comidas exquisitas. Cuando un goloso come un alimento que le agrada, queda de tal manera dominado por el placer, que lo retiene largo tiempo en la boca, masticándolo largamente, y no tragándolo sino a disgusto por causa de la voluptuosidad que experimenta. Es lo que llamamos goloso (laimargía).

Otro es tentado por la cantidad; no desea comidas agradables y no se preocupa por su sabor. Sean buenos o malos no tiene otra preocupación que comer. Sean cuales sean los alimentos, su objetivo es llenar su vientre. Es lo que llamamos voracidad (gastrimargía). Les voy a decir la razón de esos nombres. Margainein significa en los autores paganos estar fuera de si, y el insensato es llamado margos. Cuando a alguien le ocurre este mal o locura de querer llenar el vientre se lo llama gastrimargia; es decir locura del vientre. Cuando sólo se trata del placer de la boca lo llamamos laimargía, es decir, locura de la boca.

162. El que quiera purificarse de sus pecados debe, con todo cuidado, huir de esos desarreglos, ya que no vienen de la necesidad del cuerpo sino de la pasión y si se los tolera se transforman en pecados. En el uso legítimo del matrimonio y en la fornicación, el acto es el mismo, siendo la intención la que difiere: en el primer caso se unen para tener hijos, en el segundo para satisfacer la pasión. Igualmente en la alimentación se da la misma acción al comer por necesidad o por placer, pero el pecado está en la intención. Come por necesidad aquel que, habiéndose fijado una ración diaria la disminuye si es que le provoca un sobrecargo y se da cuenta de que hay que quitar alguna cosa. Si por el contrario esa ración, lejos de cargarlo no logra mantener su cuerpo y debe ser levemente aumentada, le adiciona un pequeño suplemento. De esta manera evalúa con exactitud sus necesidades y se conforma a lo que ha fijado, no por placer, sino con el fin de mantener las fuerzas de su cuerpo. Este alimento también debe tomarlo con acción de gracias, juzgándose en su corazón indigno de tal ayuda; y si alguno a consecuencia de una necesidad o exigencia es objeto de cuidados particulares, no debe tenerlo en cuenta ni buscar por sí mismo el bienestar, ni pensar que el bienestar es inofensivo para el alma.

163. Cuando estaba en el monasterio (del abad Séridos), fui un día a ver a uno de los Ancianos (pues allí había muchos grandes Anciano) y encontré al hermano encargado de servirlo comiendo con él. Entonces le dije aparte: "Hermano, tú sabes que esos Ancianos que ves comer y que tienen un poco de solaz, son como los hombres que han adquirido una bolsa y que no han cesado de trabajar y de llenarla (de dinero) hasta colmarla. Después de haberla cerrado, han seguido trabajando y obtuvieron todavía mil piezas más, para poder entregar en caso de necesidad, siempre guardando lo que se encontraba en la bolsa. De esta manera, estos Ancianos no han cesado de trabajar y adquirir tesoros. Después de haberlos guardado han seguido ganando algunos más, los cuales podrían entregar en caso de enfermedad o de vejez, siempre conservando sus tesoros. Pero nosotros que todavía no hemos llenado la bolsa ¿cómo es que hacemos donaciones?". Este es el motivo por el cual debemos, tal como lo he dicho, juzgarnos indignos de toda concesión, aunque la tomemos por necesidad, e indignos de la vida monástica, y tomar, no sin temor, lo que es necesario. De esta manera no ser para nosotros motivo de condenación.

164. Todo esto referido a la temperancia del vientre. Pero no sólo debemos vigilar nuestro régimen alimenticio, debemos evitar también todo otro pecado, y ayunar también de la lengua como del vientre, absteniéndonos de la maledicencia, de la mentira, de la charlatanería, de las injurias, de la cólera, en una palabra de toda falta que se comete con la lengua. Asimismo debemos practicar el ayuno de los ojos, no mirando cosas vanas, evitando la libertad de la mirada que contempla a alguien con impudicia. También debemos prohibir toda mala acción a las manos y a los pies. Practicando de esta manera un ayuno agradable, como dice Basilio, absteniéndonos de todo mal que se pueda cometer con cualquiera de nuestros sentidos, nos acercaremos al santo día de la Resurrección renovados, purificados y dignos de participar en los santos Misterios, como ya lo hemos dicho. Saldremos enseguida al encuentro de Nuestro Señor y lo recibiremos con palmas y ramas de olivo, mientras que él hará su entrada en la ciudad santa, sentado sobre un asno (cf. Mc 11, 1-8; Jn 12, 13).

165. ¿Qué quiere decir: Sentado sobre un asno? El Señor se sentó sobre un asno a fin de que el alma, según el Profeta (cf. Sal 49, 21) se abaje y se haga semejante a los animales sin razón y de esta manera sea convertida por él, el Verbo de Dios, y sometida a su divinidad. Y ¿qué significa salir a su encuentro con palmas y ramas de olivo?. Cuando alguien sale a guerrear contra su enemigo y vuelve victorioso, todos los suyos salen a su encuentro con palmas para recibir al vencedor. En efecto, la palma es signo de la victoria. Por otra parte cuando alguien sufre una injusticia y quiere recurrir a quien lo pueda vengar, lleva ramas de olivo, pidiendo e implorando misericordia y auxilio, pues los olivos son un signo de la misericordia. Nosotros también iremos al encuentro de Cristo Nuestro Señor con palmas, como delante de un vencedor, pues él ha vencido al enemigo por nosotros; y con ramos de olivo, para implorar su misericordia, a fin de que, como ha vencido por nosotros, nosotros también, implorándole, salgamos victoriosos con él; y para que nos encontremos alzando emblemas de victoria en honor no sólo de la victoria que ha realizado por nosotros, sino también por la que nosotros vamos a tener por él, gracias a las oraciones de los santos. Amén.

Pascua

Explicación de algunas palabras de san Gregorio cantadas en la santa Pascua.

166. Con gusto les voy a decir algunas palabras sobre las estrofas que hemos cantado, para que no se vean distraídos por la melodía, y para que su espíritu se ponga en consonancia con el sentido de las palabras. ¿Qué es lo que acabamos de cantar?.

Es el día de la Resurrección.

Hagamos de nosotros mismos una ofrenda.

Antiguamente, en sus fiestas o asambleas, los hijos de Israel presentaban dones al Señor, según la Ley: sacrificios, holocaustos, ofrendas de las primicias, etc. San Gregorio nos exhorta a hacer, como ellos, una fiesta al Señor; nos invita diciendo:.

Es el día de la Resurrección, es decir, es el día de la santa fiesta, es el día de la asamblea divina, es el día de la Pascua de Cristo. ¿Qué es la Pascua de Cristo? Los hijos de Israel realizaron la Pascua, el paso, cuando salieron de Egipto, pero ahora la Pascua que San Gregorio nos pide celebrar es aquella que realiza el alma que sale del Egipto espiritual, es decir del pecado. El efecto, cuando ella pasa del pecado a la virtud, realiza el paso en honor del Señor, según la palabra de Evagrio: "La Pascua del Señor es la salida del mal".

167. Hoy por lo tanto es la Pascua del Señor, día de fiesta resplandeciente, es el día de la Resurrección de Cristo, que ha clavado el pecado en la cruz, que ha muerto por nosotros y ha resucitado. Llevemos también nosotros dones al Señor, ofrezcamos sacrificios y holocaustos, no ya de bestias sin razón, ya que Cristo no los desea. Pues está escrito: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas de animales, no te han agradado los holocaustos de terneros ni de ovejas (Hb 10, 5-6; cf. Sal 40, 7). Y en Isaías: ¿De qué me sirven la multitud de vuestros sacrificios?, dice el Señor (Is 1, 11). Pero como el Cordero de Dios ha sido inmolado por nosotros, como dice el Apóstol: Cristo nuestra Pascua, ha sido inmolado por nosotros (1Co 5, 7) a fin de quitar el pecado del mundo, y como se ha hecho por nosotros maldición, según la palabra: Maldito quien cuelga del madero, a fin de arrancarnos de la maldición de la Ley (Ga 3, 13), y de hacer de nosotros hijos (Ga 4, 5), debemos por nuestra parte ofrecerle un don que le agrade. Pero para agradar a Cristo ¿qué don, qué sacrificio debemos ofrecerle en este día de la Resurrección, ya que él no quiere sacrificios de animales irracionales? San Gregorio nos lo enseña, ya que después de decir:.

Es el día de la Resurrección, agrega: hagamos de nosotros mismos una ofrenda.

El Apóstol dice en el mismo sentido: Ofreced vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios; este es el culto que vuestra razón os pide (Rm 12, 1).

168. ¿Cómo debemos ofrecer a Dios nuestros cuerpos como víctima viva y santa? No haciendo las voluntades de la carne y de nuestros pensamientos (Ef 2, 3), sino marchando según el Espíritu, sin cumplir los deseos carnales (Ga 5, 16). Esto es mortificar los miembros terrenales (Col 3, 5). Y a esta víctima la llamamos viva, santa y agradable a Dios. ¿Por qué la llamamos víctima viva? Porque el animal destinado al sacrificio es degollado y muere al instante, mientras que los santos que se ofrecen a sí mismos a Dios se sacrifican vivos cada día, como dice David: Por tu causa somos llevados a la muerte cada día, semejantes a ovejas de matanza (Sal 44, 22). Es lo que dice San Gregorio: Hagamos de nosotros mismos una ofrenda. Es decir, sacrifiquémonos, matémonos cada día, como todos los santos, por Cristo nuestro Dios, por El que ha muerto por nosotros. Pero ¿cómo se han dado muerte los santos? No amando al mundo ni lo que es del mundo, según lo dicen las epístolas católicas (1Jn 2, 15), renunciando a los deseos de la carne, a la concupiscencia de los ojos, y al orgullo de la vida (1Jn 2, 16), es decir, amor al placer, al amor al dinero y a la vanagloria, tomando la cruz y siguiendo a Cristo (cf. Mt 16, 24), crucificando el mundo a nosotros mismos, y crucificándonos al mundo (cf. Ga 6, 14). Respecto de esto dice el Apóstol los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Ga 5, 24). Esta es la forma en que los santos se dan muerte.

169. Pero ¿cómo se ofrecen? No viviendo más para sí mismos y sometiéndose a los mandamientos divinos, renunciando a sus voluntades por el mandamiento y por el amor a Dios y al prójimo. He aquí que hemos dejado todo y te hemos seguido, decía San Pedro (Mt 19, 27, ¿Qué había dejado? No tenía ni bienes, ni riquezas, ni oro, ni plata. No poseía más que su red, y como dice San Juan Crisóstomo, bien gastada. Pero ha renunciado, tal como dice, a todas sus voluntades a todo deseo de este mundo; y es evidente que si hubiese tenido riquezas o cosas superfluas, las habría despreciado. Entonces, tomando su cruz, siguió a Cristo, según la palabra: No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi (Ga 2, 20). Esta es la forma en que los santo se han ofrecido, mortificando en ellos todo deseo y toda voluntad propia y viviendo sólo para Cristo y sus mandamientos.

170. De esta manera, también nosotros. Hagamos de nosotros mismos una ofrenda, como nos exhorta San Gregorio. Quiere que seamos lo más precioso de Dios.

Sí, en verdad, de todas las creaturas visibles, el hombre es la más preciosa. Las otras, el Creador las ha hecho existir con una palabra: ¡Que exista!, y fue hecho. ¡Que surja la tierra!, y ella apareció. Que aparezcan las aguas, etc. (cf. Gn 1, 3.11.20). Pero al hombre lo hizo y formó con sus propias manos y puso todas las otras creaturas para que le sirvieran y para su provecho, haciéndolo rey de ellas, y le concedió gozar de las delicias del paraíso (cf. Gn 2). Y cosa más admirable todavía, cuando el hombre cayó de su condición por su propia falta, Dios se la devolvió por la sangre de su Hijo único. De esta manera, de todas las creaturas visibles, el hombre es la cosa más preciosa para Dios, y no sólo la más preciosa, sino, continúa San Gregorio, la más cercana, porque dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1, 26). Y también: Dios creó al hombre. Lo hizo a su propia imagen (Gn 1, 27), y sopló sobre su rostro un soplo de vida (Gn 2, 7). Nuestro Señor mismo al venir a nosotros, tomó la naturaleza del hombre, una carne humana, un espíritu humano, en una palabra se hizo hombre en todo menos en el pecado, introduciendo por ello al hombre en su familiaridad y apropiándoselo por así decir. Es por lo tanto muy justo que San Gregorio haya dicho del hombre que él es para Dios la cosa más preciosa y la más cercana.

171. Enseguida agrega:.

Devolvamos a la imagen su calidad de imagen.

¿Cómo hacer esto? Aprendámoslo del Apóstol: Purifiquémonos, dice, de toda mancha de la carne y del espíritu (2Co 7, 1). Hagamos pura nuestra imagen, tal como la habíamos recibido; lavémosla de toda mancha de pecado, a fin de que su belleza resplandezca en las virtudes. David decía acerca de esta belleza en su oración: Señor, por tu amor, has dado resplandor a mi belleza (Sal 30, 8). Purifiquemos entonces nuestra calidad de imagen, ya que Dios la quiere tal como nos la ha dado sin mancha ni arruga ni nada de eso (Ef 5, 27).

Devolvamos a la imagen su calidad de imagen.

Reconozcamos nuestra dignidad.

Veamos con qué bienes inmensos hemos sido agraciados y a imagen de quién hemos sido creados. No ignoremos los dones magníficos que hemos recibido de Dios en virtud de su sola bondad, y no por nuestros méritos. Sepamos que hemos sido hechos a imagen de Dios.

Honremos el arquetipo.

No insultemos la imagen de Dios, según la cual hemos sido hechos. ¿Quién, queriendo pintar el retrato de un rey se atrever a poner colores apagados? Seria despreciar al soberano y atraerse un castigo. En cambio usar colores preciosos y brillantes, dignos del retrato real agregando incluso láminas de oro. Tratar de poner, en la medida de lo posible, todos los ornamentos del rey, a fin de que viendo la semejanza de ese retrato perfecto, se crea estar viendo al modelo, al mismo rey, por lo magnifico y reluciente de la imagen. También nosotros cuidémonos de deshonrar el arquetipo. Somos la imagen de Dios. Hagamos nuestra imagen pura y preciosa. Pues si se castiga al que deshonra el retrato de un rey, que no es más que un ser visible y de nuestra naturaleza, ¿cuánto más deberemos sufrir si despreciamos la imagen divina que hay en nosotros y no le damos la pureza de su calidad de imagen, tal como lo dice San Gregorio? Honremos pues el arquetipo.

172. Conozcamos el sentido del misterio, y por qué murió Cristo.

El sentido del misterio de la muerte de Cristo es éste: por nuestro pecado habíamos borrado nuestra condición de imagen, y nos habíamos dado la muerte, como dice el Apóstol, por nuestras transgresiones y faltas (Ef 2, 1). Pero Dios, que nos había hecho a su imagen, movido de compasión por su creatura y su imagen, se hizo hombre por nosotros y aceptó la muerte por todos, a fin de hacernos volver, a los que estábamos muertos, a la vida de la que habíamos caído por el pecado. El mismo, subido a su santa cruz y crucificando el pecado que nos había valido el ser expulsados del paraíso, llevó cautiva la cautividad, tal como dice la Escritura (Sal 68, 19; Ef 4, 8).

¿Qué quiere decir: llevó cautiva la cautividad? A causa de la transgresión de Adán, el enemigo nos había hecho cautivos y nos tenía en su poder. Cuando salían de su cuerpo, las almas humanas eran llevadas al infierno, ya que el paraíso estaba cerrado. Pero Cristo, subido a lo alto de la santa y vivificante cruz, nos arrancó por su propia sangre de la cautividad a la que nos había reducido el enemigo debido a la transgresión. En otras palabras, nos arrancó de las manos del enemigo, y en cambio, nos lleva cautivos, después de haber vencido y derrotado a aquel que nos tenía cautivos. Esto es lo que significa llevar cautiva la cautividad. Ese es el sentido del misterio: Cristo murió por nosotros para llevarnos a la vida, a nosotros, que estábamos muertos, como lo dice el santo. Fuimos arrancados del infierno por el amor de Cristo, y desde entonces está en nuestro poder el entrar en el paraíso. El enemigo no es más nuestro señor y no nos tiene más en esclavitud como antes.

173. Estemos por lo tanto atentos, hermanos, y guardémonos de pecar. Se los he dicho con frecuencia: el pecado cometido nos hace nuevamente esclavos del enemigo, ya que de pleno grado nos sometemos y nos ponemos a su servicio. ¿No es una gran vergüenza y una gran desdicha el ir nuevamente a echarnos en el infierno, después que Cristo nos libró por su sangre y que nosotros sabemos todo eso? ¿No somos acaso dignos de un castigo mucho peor y despiadado? ¡Que Dios en su amor tenga piedad de nosotros y nos conceda tener el espíritu despierto para comprender y ayudarnos a nosotros mismos, a fin de encontrar un poco de misericordia en el día del juicio!

Mártires

Explicación de algunas palabras de san Gregorio, cantadas para los santos mártires.

174. Hermanos, es bueno cantar textos de los santos teóforos, porque siempre tienen la preocupación de enseñarnos todo lo que concierne a la iluminación de nuestras almas. En ellos encontramos también la ocasión de descubrir cada vez, con palabras apropiadas, el sentido mismo del aniversario que se celebra, ya se trate de una fiesta del Señor, de los santos mártires o de los Padres, en síntesis, de toda santa solemnidad. Debemos entonces cantar con atención y aplicar nuestro espíritu al significado de las palabras de los santos, para que no sea sólo la boca la que cante, como dice el libro de los Ancianos, sino nuestro corazón con nuestra boca. En el canto precedente hemos aprendido, según nuestra capacidad, algunas cosas sobre la santa Pascua. Veamos ahora lo que San Gregorio nos quiere enseñar sobre los santos mártires. El canto dice en su honor lo que acabamos de recitar, que está tomado de sus discursos:.

Víctimas vivas, holocaustos espirituales, etc.

175. ¿Qué quiere decir: Víctimas vivas? Víctima es todo aquello que se ofrece a Dios en sacrificio, por ejemplo una oveja, un buey o cualquier otro animal. Entonces, ¿por qué San Gregorio dice de los santos víctimas vivas? La oveja que se presenta para el sacrificio, primero es degollada y muerta; luego es despedazada, cortada en partes y ofrecida a Dios. Pero los santos mártires fueron despedazados, desollados, torturados, desmembrados en su carne, estando vivos. Los verdugos les cortaban las manos, los pies, la lengua, les arrancaban los ojos, les despedazaban los costados para que se viesen la forma y disposición de sus entrañas. Y yo digo que todos esos tormentos, los santos los soportaban vivos y poseyendo sus espíritus: por esa razón son llamados víctimas vivas.

Pero ¿por qué: holocaustos espirituales? El holocausto es distinto del sacrificio. Se pueden ofrecer las primicias del animal, y no el animal entero, es decir, tal como está escrito en la Ley: el espaldar derecho, el cebo del hígado, los dos riñones y otras partes semejantes (Cf. Lv 3, 4). El que tal ofrece hace un sacrificio, ofrece las primicias. Eso es lo que se llama un sacrificio. Pero hay holocausto, por el contrario, cuando se ofrece la oveja entera, el buey o cualquier otra víctima, y se la quema totalmente, como está dicho: la cabeza con los pies y los intestinos (Lv 8, 24; cf Lv 4, 11). También se quemaba la piel y los excrementos (cf Lv 8, 17); en una palabra, todo, absolutamente todo. Eso es lo que se llama un holocausto. Era de esta manera como los hijos de Israel cumplían con los sacrificios y holocaustos de la ley.

176. Pero esos sacrificios y holocaustos eran símbolo de las almas que quieren ser salvadas y ofrecerse a Dios. Al respecto les voy a decir algunas ideas que han expresado los Padres, para que aprendiéndolas puedan elevar sus pensamientos y enriquecer sus almas.

El hombro, según dicen, representa el vigor, y las manos la acción como ya lo hemos dicho en otra ocasión. Siendo el hombro la fuerza de la mano, ofrecemos la fuerza de la mano derecha, es decir las práctica de las buenas obras, ya que la derecha, para los Padres, significa el bien. En cuanto a todas las otras partes de las que hemos hablado, el lóbulo del hígado, los dos riñones y su grasa, el anca y la grasa de los muslos, el corazón, las costillas y el resto, también son símbolos. Todas esas cosas, dice el Apóstol, les sucedían en figura, y fueron escritas para nuestra instrucción (1Co 10, 11). Les voy a dar la explicación. El alma, según San Gregorio, está formada de partes; en efecto, comprende la potencia concupiscible, la potencia irascible y la potencia racional. Entonces ofrecemos el lóbulo del hígado. Los Padres vieron en el hígado la sede de los deseos. Ofrecer el lóbulo, extremo superior del hígado, es ofrecer simbólicamente la parte más elevada de la potencia concupiscible, dicho de otra manera, sus primicias, lo que ella tiene de mejor y más precioso. Eso quiere decir: no amar nada tanto como a Dios y anteponer el deseo de Dios a todo otro deseo, ya que le ofrecemos, como hemos dicho, la parte más preciosa. Los riñones y su grasa, el anca, la grasa de los muslos, tienen analógicamente la misma significación, ya que allí también según los Padres reside el deseo. De esta manera, todas esas partes son símbolos de la potencia concupiscible. El corazón simboliza la potencia irascible, ya que, para los Padres, es la sede de la cólera. San Basilio lo expresa diciendo: "La cólera es la ebullición y la agitación de la sangre en torno al corazón" Finalmente las costillas significan la potencia racional, ya que ése es el simbolismo que los Padres atribuyen al pecho. Por esa razón, dicen, Moisés, al revestir a Aarón con las vestiduras del sumo sacerdote, le puso sobre el pecho lo racional, según el precepto de Dios (Cf. Ex 28, 15). Todas esas partes de la víctima son por lo tanto, como lo hemos dicho, símbolos del alma que, con la ayuda de Dios, se purifica por la ascesis y vuelve a su estado natural. En efecto, Evagrio dice que el alma racional obra según la naturaleza cuando su parte concupiscible desea la virtud; la parte irascible lucha para obtenerla y la parte racional se entrega a la contemplación de los seres.

177. De esta manera, cuando los hijos de Israel ofrecían en sacrificio un cordero, un buey o cualquier otro animal, separaban esas partes de la víctima y las colocaban sobre el altar, delante del Señor; es lo que llamamos un sacrificio, mientras que el holocausto consiste en ofrecer la víctima entera, quemándola completamente. Siendo, como hemos dicho mas arriba, total, definitivo, completo, el holocausto es símbolo de los perfectos, de aquellos que dicen: Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Mt 19, 27). A ese grado de perfección el Señor invitó a aquel que decía: Todo eso ya lo observo desde mi juventud, ya que le dijo: Una sola cosa te falta todavía. ¿Cuál? Esta: Toma tu cruz y sígueme (Lc 18, 21-22). De esta manera fue como los santos mártires se ofrecieron totalmente a Dios, ofreciéndose no sólo ellos mismos, sino todo lo que les pertenecía, y lo que tenían a su alrededor. Ya que, según San Basilio, "una cosa es lo que nosotros somos, otra lo que poseemos y otra lo que nos rodea", como ya se los dije en otra ocasión. Lo que nosotros somos es nuestro espíritu y nuestra alma; lo nuestro es el cuerpo; lo que está a nuestro alrededor son las riquezas y las otras cosas materiales. Los santos se ofrecieron a Dios de todo corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, según esta palabra: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu (Mt 22, 37). No sólo despreciaron hijos, esposa, honor, riquezas y todo lo demás, sino también su propio cuerpo. Por lo cual se los llama holocaustos y holocaustos espirituales, ya que el hombre es un animal racional, y Víctimas perfectas para Dios.

178. El salmo continúa:.

Cordero conocedor de Dios y conocido de Dios.

Conocedor de Dios: ¿cómo? El Señor mismo nos lo muestra al decir mis ovejas escuchan mi voz; yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí (Jn 10, 27 y 14). ¿Qué quiere decir: Mis ovejas escuchan mi voz? Lo siguiente: obedecen a mi palabra, guardan mis mandamientos, y por eso me conocen; en efecto, es por la observancia de los mandamientos por lo que los santos se acercan a Dios, y cuanto más se acercan a El, mejor lo conocen y son conocidos por El. Pero si Dios conoce todo, las cosas ocultas y misteriosas, incluso las que no existen, ¿por qué San Gregorio llama a los santos ovejas conocidas por Dios? Debido a que acercándose por los mandamientos, como he dicho, conocen a Dios y son conocidos por El. Cuanto más nos separáramos y alejamos de alguien, más lo desconocemos y podemos decir que más nos desconoce. De la misma manera diremos del que se acerca, que conoce y es conocido. En este sentido decimos que Dios desconoce a los pecadores, en cuanto los pecadores se alejan de El. El Señor mismo les dice: En verdad os digo: no os conozco (Mt 25, 12). En consecuencia, los santos, cuanto más crecen en la virtud por los mandamientos, más se acercan a Dios, y cuanto más se acercan a Dios lo conocen mejor y son conocidos por El.

179. Su redil es inaccesible a los lobos.

Llamamos redil a un corral donde el pastor encierra y guarda sus ovejas para que no sean atacadas por los lobos, ni robadas por los ladrones. Si el redil está roto en alguna parte, les será fácil a los lobos y a los ladrones entrar para realizar sus malos propósitos. El redil de los santos está asegurado y custodiado por todas partes. Allí, dice el Señor, los ladrones no perforan ni roban (Mt 6, 20), ni pueden planear ningún otro daño. Oremos, hermanos, para que merezcamos también nosotros pacer con ellos y poder encontrarnos en el lugar de su dichosa alegría y reposo. Pues, aunque no podamos alcanzar la perfección de los santos ni ser dignos de estar en su gloria, podemos al menos no quedar excluidos del paraíso, a condición de ser vigilantes y esforzarnos un poco, como dice San Clemente: "Si no somos coronados, esforcémonos al menos en no estar lejos de aquellos que están coronados". En un palacio hay grandes e ilustres personajes, por ejemplo los senadores, los patricios, los generales, los gobernadores, los consejeros. Todos ellos reciben un digno tratamiento. Pero en el mismo palacio hay otros que sirven por un salario, y también decimos de ellos que están al servicio del emperador; también ellos están en el interior del palacio, y si no tienen la gloria de los grandes, al menos están allí, en el interior. Sucede, por otra parte, que poco a poco, al avanzar obtienen cargos importantes y altas dignidades. También nosotros evitemos con mucho cuidado pecar, para poder al menos escapar del infierno. De esta manera podremos, gracias al amor que Cristo nos tiene, obtener el ingreso en el paraíso, por las oraciones de todos los santos. Amén