CORINTIOS I

1Co 1, 1-9. El comienzo de casi todas las cartas de San Pablo sigue un esquema similar, aunque con variantes de detalle: consta de un saludo (vv. 1-3), en el que aparecen el autor de la carta, el destinatario y la fórmula de cortesía; y de una acción de gracias a Dios (vv. 4-9), en la que el Apóstol recuerda las cualidades y dones más sobresalientes de los cristianos a quienes dirige la epístola. Se acomoda así San Pablo a un modo habitual de empezar las cartas entre los hombres de su época, según consta en algunos ejemplos que se han conservado.
Pero los inicios de las cartas paulinas, a la vez difieren de esos moldes y resultan originales: se modifica la fórmula habitual de saludo -«tened salud» (cfr. 1Co 15, 23)-, por esta, más personal y de una fuerte impronta cristiana: «Gracia y paz». Su propia presentación y la de los destinatarios viene descrita con detalles de importancia; no es un simple «Pablo a los corintios, salud». La misma acción de gracias tiene calor de familia y alusiones entrañables; además, el tono no es meramente humano, sino que atribuye a Dios las virtudes que alaba en los fieles. Los santos Padres señalaron esta característica de las epístolas paulinas, en las que el Apóstol enseña la profundidad de su doctrina en un tono familiar, acomodándose a las circunstancias concretas de los destinatarios: «Un médico -explica San Juan Crisóstomo- no trata del mismo modo al paciente al inicio de la enfermedad y cuando está convaleciente; un maestro no usa el mismo método con los niños y con los que requieren una enseñanza más elevada. Así actúa el Apóstol: escribe según las necesidades y según el tiempo» (Hom. sobre Rom, Prólogo).

1Co 1, 1. Junto a su nombre, San Pablo anade tres rasgos que lo identifican: la llamada divina; el oficio de Apostol de Jesucristo; y la voluntad de Dios, como causa de su vocacion apostolica. «Llamado»: Es un termino preciso para expresar la eficacia y la fuerza del llamamiento hecho por Dios. El llama a todos los hombres a la fe, a la gracia, a la santidad, a la gloria (cfr. p. ej. Rm 1, 7; 1Co 1, 2; 1Co 1, 26; 1Co 7, 20; Ef 1, 18). Al definirse a si mismo como llamado (cfr. Rm 1, 1) San Pablo alude muy probablemente al episodio de Damasco (cfr. Hch 9, 1-19), en el que Cristo cambio su vida, como antes habia hecho con los Doce.
«Apóstol de Cristo Jesús»: Es el máximo modo de expresar su misión; constantemente -hasta 35 veces- se aplica este título. Es el fundamento de la autoridad con que alaba, enseña, amonesta o corrige de palabra y por escrito. Completamente identificado con esa misión, no tendrá otro fin que llevarla adelante, empeñando toda su vida y dirigiendo a ese objetivo todos sus pensamientos, sus palabras y su actuación. Con humildad, porque había sido perseguidor de la Iglesia (1Co 15, 9), pero con firmeza (1Co 9, 1-2), se equipara a los Doce en su vocación y en su apostolado.
«Por la voluntad de Dios»; La fuerza de la actuación del Apóstol y su autoridad no es personal, sino de Dios que le ha destinado desde el seno materno (Ga 1, 15), hasta el punto de que en esta misma carta llega a afirmar: «Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, porque es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Co 9, 16).
«Sóstenes, nuestro hermano»: No parece que pueda identificarse con el jefe de la sinagoga de Corinto, mencionado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 18, 17). La forma de mencionarlo induce a pensar en una persona bien conocida de los corintios, por su apostolado entre ellos o porque acompañaba frecuentemente a San Pablo; quizá fue el que, como secretario, escribió materialmente la carta (cfr. 1Co 16, 21).

1Co 1, 2. «La Iglesia de Dios en Corinto»: Es la destinataria de la carta. La misma construcción gramatical pone de manifiesto que la Iglesia universal no es el conjunto o suma de las comunidades locales, sino que cada comunidad local, aquí los cristianos de Corinto, representa a toda la Iglesia, una e indivisible: «La llama el Apóstol Iglesia de Dios para designar que la unidad es el carácter esencial y necesario. La Iglesia de Dios es una en los miembros y no forma más que una sola Iglesia con todas las comunidades extendidas en el universo, porque la palabra Iglesia no es la designación del cisma, sino de la unidad, de la armonía, de la concordia» (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre 1Cor, 1, ad loc.).
También con tres pinceladas, San Pablo describe quiénes son los miembros que componen la Iglesia de Dios: los santificados en Cristo Jesús, los llamados a ser santos, los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
«Los santificados en Cristo Jesús»: Los fieles han recibido en el Bautismo la gracia por la que constituyen un pueblo santo (cfr. Ex 19, 6; 1P 2, 9); el participio expresa una situación estable en virtud de la unión íntima y vital entre el fiel y Jesucristo. La fórmula «en Cristo Jesús» significa aquí que es en Cristo en quien los bautizados están enraizados como los sarmientos en la vid (cfr. Jn 15, 1 ss.); este vínculo les hace santos, esto es, partícipes de la santidad divina; y lleva consigo la exigencia de un comportamiento moral perfecto. «Llámanse santos los fieles que se han constituido en pueblo de Dios, o que se han consagrado a Cristo al recibir la fe y el bautismo; a pesar de ofenderle en muchas cosas y de no cumplir lo que prometieron; a la manera que también los que profesan un arte, aunque no guarden sus reglas, conservan, sin embargo, el nombre de artistas. En virtud de esto, llama San Pablo santificados y santos a los de Corinto, entre los cuales es evidente que hubo algunos a quienes reprende duramente por deshonestos, y con epítetos aún más graves» (Catecismo Romano, I, 10, 15).
«Llamados a ser santos»: En virtud de la fe y del bautismo «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen gentium, 40).
«Los que invocan en todo lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo»: Con esta perífrasis se designa a los creyentes cristianos (cfr. Hch 9, 14.21; Hch 22, 16; Rm 10, 12) cuya nota distintiva es que adoran a Jesucristo como Señor y Dios, del mismo modo que los fieles de la antigua Alianza invocaban el nombre de Yahwéh. La fe en la divinidad de Cristo es, por tanto, esencial en los miembros de la Iglesia de Dios: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios tô Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona (Símbolo Atanasiano)» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 11).

1Co 1, 3. La paz del alma, esa «serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencillez del corazón, vinculo de amor, unión de caridad» de que hablaba San Agustín (De verb. Dom. serm., 58), tiene su origen en la amistad con Dios que la gracia lleva consigo, y es uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22-23). Ésta es la única paz auténtica: «No hay verdadera paz, como no hay verdadera gracia, sino las que vienen de Dios -enseña San Juan Crisóstomo-. Poseed esta paz divina y no tendréis nada que temer, aunque fuerais amenazados por los mayores peligros, ya sea por los hombres, ya sea incluso por los mismos demonios. Al contrario, para el hombre que está en guerra con Dios por el pecado, mirad cómo todo le da miedo» (Hom. sobre 1Co, 1, ad loc.).

1Co 1, 4-9. Tras el saludo, la acción de gracias completa la introducción de la carta antes de abordar la parte doctrinal. San Pablo recuerda a los corintios que Dios es el origen de su situación privilegiada. Ellos, como todos los cristianos, han recibido la gracia de Dios en Cristo, y esa gracia lleva consigo un enriquecimiento total, ya que hace al hombre partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4), elevándole al orden sobrenatural. Así, el hombre puede conocer las perfecciones íntimas de Dios ya en esta tierra, y vivir -aunque limitada e imperfectamente- la misma vida divina por medio de las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que se reciben juntamente con la gracia y elevan el entendimiento y la voluntad para que puedan conocer y amar a Dios Uno y Trino. San Pablo recomienda y practica la acción de gracias a Dios: sólo los impíos no reconocen los beneficios de Dios (cfr. Rm 1, 21); los cristianos, en cambio, han de basar su oración en la continua acción de gracias (cfr. Flp 4, 6). «Nada encanta a Dios tanto como un corazón agradecido, sea por sí mismo, sea por los demás» (Hom. sobre 1Co, 2, ad loc.).

1Co 1, 5-6. La gracia de Dios, mencionada en el v. anterior, abarca todos los dones, también los de palabra y ciencia. Tanta riqueza de dones como Dios concede al cristiano, hacía exclamar a San Alfonso María de Ligorio: «No nos turben nuestras miserias, que en Jesús crucificado encontraremos toda riqueza y toda gracia (cfr. 1Co 1, 5.7). Los méritos de Jesucristo nos han enriquecido con todos los tesoros divinos, y no hay gracia que podamos desear que no la alcancemos pidiéndosela» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 3). Los Padres interpretan estos dones en el sentido de que los corintios tenían tal conocimiento de la doctrina cristiana, que podían expresarla con claridad: «Hay quienes poseen el don de ciencia, pero no el de la palabra; y hay quienes poseen una y otra. Los simples fieles, las inteligencias sencillas conocen nuestras verdades, pero no pueden expresarlas con la claridad con que están en su espíritu. Vosotros, en cambio, dice San Pablo, no sois así; vosotros conocéis esas verdades y podéis hablar de ellas, sois ricos en el don de la palabra y en el de la ciencia» (Hom. sobre 1Cor, 2, ad loc.).

1Co 1, 8-9. «El Día del Señor»: En los escritos de San Pablo y, en general, en el NT con esta expresión se designa el día del Juicio Universal, cuando Cristo aparecerá en plenitud de gloria, como Juez (cfr. 2Co 1, 14; 1Ts 5, 2).
Los cristianos mantienen viva la esperanza de que aquel día serán «hallados irreprensibles» (cfr. Flp 1, 10; 1Ts 3, 13; 1Ts 5, 23). El fundamento de esta esperanza es la fidelidad de Dios, atributo frecuentemente aplicado a Dios en el AT (cfr. Dt 7, 9; Is 49, 7) y en las cartas de San Pablo (cfr. 1Co 10, 13; 2Co 1, 18; 1Ts 5, 24; 2Ts 3, 3; Hb 10, 23): la Alianza que Dios hizo con el pueblo elegido fue ante todo un don y una gracia, pero también un compromiso jurídico. En la base de esta alianza de Dios está su fidelidad, no entendida únicamente como fidelidad legal, sino como amor fiel y constante. Esta fidelidad de Dios se nos manifiesta en toda su plenitud en la obra de la Redención llevada a cabo por Jesucristo: «En efecto -enseña el Papa Juan Pablo II-, si la realidad de la Redención, en su dimensión humana, desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor, al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite (…) desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen» (Dives in misericordia, n. 7).

1Co 1, 10-17. Con solemnidad recrimina San Pablo las divisiones surgidas entre los corintios: no parece que fueran diferencias en temas de fe, sino simples discordias de quienes preferían a uno o a otro de los predicadores. No obstante, el Apóstol denuncia el peligro de tales banderías, y comienza la carta enseñando con claridad que la unidad es esencial a la Iglesia.
El pensamiento de San Pablo viene estructurado en cuatro puntos: amonestación (v. 10); descripción de la realidad de Corinto (vv. 11-12); reflexión doctrinal: Cristo no puede estar dividido (v. 13); ministerio del propio San Pablo (vv. 14-17).
La amonestación es severa: «Por el nombre de nuestro Señor Jesucristo». El Apóstol únicamente invoca el nombre del Señor para consejos graves (cfr. 1Ts 4, 1; 2Ts 3, 6); por tanto, poner en peligro la unidad de la Iglesia es un asunto de máxima gravedad. Cada grupo invoca una autoridad preferida, incluso sin que ni Pablo, Apolo o Cefas tuvieran conocimiento de ello. Cristo no puede estar dividido y, por tanto, tampoco la Iglesia -Cuerpo de Cristo- (cfr. 1Co 12, 12-31).
Por último, San Pablo reprocha la inconsistencia de las divisiones que intentan basarse en relaciones personales: son pocos los que pueden aducir haber sido bautizados por él, puesto que se ha dedicado principalmente a evangelizar.
Todo este pasaje es una defensa de la unidad de la Iglesia, puesta en peligro. A lo largo de los siglos la Iglesia ha confesado constantemente esta verdad de fe: desde el Símbolo Apostólico -«Creemos en una sola Santa Iglesia»- hasta el Credo del Pueblo de Dios, promulgado por Pablo VI: «Nosotros creemos que la Iglesia que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el culto y el vínculo de la comunión jerárquica» (n. 21).

1Co 1, 10. «Un mismo lenguaje (…) un mismo pensar (…) un mismo sentir»: La unidad que pide San Pablo no se limita a la mera unidad externa basada en las puras apariencias, en el simple hecho de vivir juntos, o de reunirse para determinados actos de culto. Ha de ser mucho más profunda, teniendo «un mismo lenguaje» o, en sentido más literal, un mismo hablar; no sólo en el lenguaje exterior, sino en cuanto que esas formas de hablar concordes son consecuencia de tener «un mismo pensar», una misma mente, y «un mismo sentir». Es evidente que el Apóstol no pretende limitar con tales palabras la libertad que todo cristiano tiene respecto de las realidades temporales, ya que se está refiriendo a la unidad de la Iglesia: es en esos puntos donde no pueden darse entre los cristianos las divergencias o partidos de que habla en el v. 11. Las divergencias en lo que no afecta a la unidad de la Iglesia son en cambio legítimas y buenas.
Punto básico de la unidad de la Iglesia es la unidad de la fe. Por eso, estos términos de San Pablo, han sido utilizados por los Padres y el Magisterio de la Iglesia para señalar cómo el verdadero progreso y profundización en el contenido de las verdades de la fe, han de hacerse manteniendo siempre esas verdades con el mismo sentido y significación: «Hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y que jamás hay que apartarse de ese sentido bajo pretexto y nombre de una más alta inteligencia. 'Crezca, pues, y progrese amplia y dilatadamente la inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, tanto de un solo hombre como de la Iglesia entera en el decurso de las épocas y de los siglos, pero permaneciendo siempre en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma significación' (eodem sensu eademque sententia) (San Vicente de Lerins, Commomtorio, 28)» (Dei Filius, cap. 4).

1Co 1, 11-12. San Pablo pasa a referirse a las divisiones (v. 10) que le han explicado «los de Cloe». Se supone que Cloe era una mujer conocida en Corinto; desde luego, no es una acusación cobarde y anónima, sino la exposición bienintencionada de un problema que urge resolver. Los de Cloe podrían ser personas de su familia, o criados suyos, que habrían visitado al Apóstol en Éfeso.
De la sucinta explicación de San Pablo, puede deducirse que entre los cristianos de Corinto se habían formado algunos grupos, congregados alrededor de personajes importantes. Tales grupos, surgidos completamente al margen de los deseos de las personas a las que apelan, mantienen rivalidades y discordias entre sí, son causa de división, y pueden poner en peligro la unidad en la fe. El bando de Apolo -un judío convertido de Alejandría (Egipto), de gran elocuencia y muy buen conocedor de las Escrituras (cfr. Hch 18, 24-28)- se habría formado tras su predicación en Corinto, poco después de la marcha de Pablo (cfr. Hch 19, 1). La facción de Pedro podía deberse a que algunos se escudaban en su autoridad, ya que entre los corintios era bien conocida la cualidad de jefe de los Apóstoles (cfr. 1Co 3, 21-23; 1Co 9, 4-5; 1Co 15, 5); quizá el propio San Pedro pasó alguna vez por Corinto, aunque no hay datos que lo confirmen; lo más probable es que algunos discípulos o convertidos por el hubieran llegado allí.
«De Cristo»: Puede interpretarse o como referido a un cuarto grupo reunido alrededor de algunos predicadores venidos de Jerusalén de tendencias judaizantes -muy apegados por tanto a las tradiciones judías y a los que costaba reconocer la novedad del mensaje de Jesucristo-; o más bien formado por algunos cristianos disgustados por las rencillas entre los otros grupos y que, con razón, manifestarían su pertenencia exclusiva a Jesucristo. Por otro lado, también podría tratarse de una afirmación personal de San Pablo, para manifestar rotundamente la falta de sentido de esos grupos: vosotros decís que sois de Pablo, de Apolo o de Pedro; pues yo soy de Cristo.
Las palabras del Apóstol han de servir para impedir el empequeñecimiento de los horizontes y miras del cristiano: a la vez que trabaja con empeño en el lugar concreto en que Dios le ha colocado, debe hacer suyas, con corazón grande, las intenciones y preocupaciones de la Iglesia universal.

1Co 1, 13-16. Crispo era, o había sido, el jefe de la sinagoga de Corinto, convertido por la predicación de San Pablo (cfr. Hch 18, 8). En la casa de Gayo, también convertido por él, se había hospedado el Apóstol durante su estancia en Corinto (cfr. Rm 16, 23). La familia de Estéfanas era la primera familia convertida de la provincia de Acaya; el mismo Estéfanas está ahora con San Pablo en Éfeso (cfr. 1Co 16, 15-17).
No hay ningún motivo para divisiones, amonesta el Apóstol: la unidad no está en función de los predicadores ni de quienes bautizan; se fundamenta en Cristo -predicado por todos- que es quien ha sido crucificado por ellos y en cuyo nombre han sido bautizados. Y Cristo no está dividido; por tanto todos pertenecen al único Cristo.
La incorporación del cristiano a esa unidad tiene lugar mediante el Bautismo, puerta de la vida cristiana; allí se aplican al hombre los méritos conseguidos por Cristo en la Cruz, y, a la vez, se configura el bautizado con el Señor muerto y resucitado: «¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él por medio del bautismo en orden a la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6, 3-4). Y el Conc. Vaticano II afirma: «Por el sacramento del Bautismo (…) el hombre se incorpora verdaderamente a Cristo crucificado y glorificado, y se regenera para participar de la vida divina, según aquello del Apóstol: 'Con él fuisteis sepultados en el bautismo, en él, también resucitasteis por la fe con el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos' ( Col 2, 12)» (Unitatis redintegratio, 22).

1Co 1, 16. «Cuando leemos que San Pablo bautizó a toda una familia (cfr. 1Co 1, 16), dedúcese lógicamente que también fueron bautizados en la saludable fuente los niños que en ella había» (Catecismo Romano, II, 2, 32). La praxis de bautizar a los niños es una tradición recibida de los Apóstoles; «tres pasajes de los Hechos de los Apóstoles (Hch 16, 15; Hch 16, 33; Hch 18, 8) mencionan ya el bautismo de 'toda una casa'» (Instrucción sobre el Bautismo de los niños, 20-X-1980, nota 2). El Magisterio de la Iglesia ha recordado con frecuencia a los cristianos el deber de bautizar a sus hijos en las primeras semanas tras el nacimiento (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 867, 1), dada su absoluta necesidad para la salvación.

1Co 1, 17. En la primera parte del versículo -«Cristo no me envió a bautizar sino a evangelizar»- San Pablo explica el motivo de su actuación descrita en los vv. anteriores. La segunda parte le sirve de introducción al tema que expondrá en los vv. siguientes: el contraste entre la sabiduría del mundo y la divina.
«Cristo no me envió a bautizar sino a evangelizar»: Recuerda con estas palabras que su tarea principal -como la de los demás Apóstoles (cfr. Mc 3, 14) es la predicación. No supone esto ningún menosprecio para el bautismo: el Señor, en su mandato apostólico universal (cfr. Mt 28, 19-20), había encargado a los Apóstoles tanto el predicar como el bautizar, y de hecho San Pablo también bautiza. Pero el Bautismo -sacramento de la fe- supone la predicación previa, ya que «la fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Él se dedica a predicar, dejando que sean otros quienes bauticen y recojan los frutos: es una manifestación más de la rectitud de intención y el desprendimiento con que trabaja.
En la catequesis cristiana, la evangelización y los sacramentos han de completarse y apoyarse mutuamente. La predicación ayudará a recibir con mejores disposiciones y mayor conocimiento los sacramentos; las gracias que en los sacramentos se reciben ayudarán a entender mejor las enseñanzas recibidas, y a seguirlas con docilidad. «Nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina -enseña el Papa Pablo VI-. Porque aquélla debe conducir a la vida: a la vida natural a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen.
La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco oponer, como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización. Porque es seguro que si los sacramentos se administraran sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente la de educar en la fe, de tal manera, que conduzca a cada cristiano a vivir -y no a recibir de modo pasivo o apático- los sacramentos como verdaderos sacramentos de la fe» (Evangelii nuntiandi, n. 47).

1Co 1, 18-1Co 4, 21. Los escritos paulinos no son un estudio sistemático de temas doctrinales tratados, uno tras otro, con orden académico. El pensamiento fecundo del Apóstol, y el mismo género epistolar utilizado, presentan un entramado de ideas teológicas profundas, de aplicaciones concretas y de expresiones de su entrañable afecto de apóstol. Es, por tanto, difícil delimitar un esquema perfecto; con todo, es claro que en esta sección San Pablo trata de las causas que han originado las divisiones entre los cristianos de Corinto: no han descubierto la auténtica sabiduría (1Co 1, 18-1Co 3, 3, ni la verdadera misión de los ministros (1Co 3, 4-1Co 4, 13). Termina esta parte con algunas amonestaciones (1Co 4, 14-21).
La sabiduría humana está llamada a estar en consonancia con la sabiduría divina. Pero se ha desviado y se ha convertido en sabiduría del mundo, basada sólo en señales o en argumentos racionales; sólo la gracia infunde la capacidad plena para ser sabio: por eso ningún cristiano puede gloriarse de haber alcanzado por sí mismo la sabiduría (1Co 1, 18-31). El propio San Pablo no basa su predicación sino en la sabiduría de la Cruz (1Co 2, 1-5).
La sabiduría divina, de la que los hombres están llamados a participar, coincide con el plan divino de salvación revelado por el mismo Dios, y transmitido por el Espíritu Santo (1Co 2, 6-16); los corintios todavía no la han alcanzado (1Co 3, 1-3).
El segundo defecto de los corintios consiste en no haber comprendido la misión de los ministros: éstos no trabajan para sí, sino para la edificación de toda la Iglesia de manera que cada cristiano y toda la Iglesia pertenece sólo a Dios y a Cristo (1Co 3, 4-23); los fieles no son los jueces de los ministros, es Dios quien los juzga (1Co 4, 1-7). Por tanto, lo importante es que los cristianos sean fieles, y abunden en gracia de Dios, aunque los ministros ocupen el último lugar (1Co 4, 8-13).

1Co 1, 18-19. La Cruz de Cristo es cátedra de sabiduría y de juicio, la piedra de toque ante la cual los hombres toman postura. No cabe mantenerse imparciales: unos consideran que el mensaje de la Cruz (literalmente «la palabra de la Cruz») es una necedad: son los que se pierden (según la expresión original «los que van camino de perderse»). Otros, en cambio, los que van camino de salvarse, descubren que la Cruz es «fuerza de Dios», porque en ella el demonio y el pecado han sido vencidos. Así lo ha manifestado siempre la Iglesia: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo» (Misal Romano, Celebración de la Pasión del Señor).
Los santos han enseñado con regocijo esta verdad: «¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! (…). Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la esclavitud a que la tenía sometido el diablo. Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las huellas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza (…). Aquella suprema sabiduría, que, por así decir, floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arrogante estupidez de la sabiduría mundana» (San Teodoro Estudita, Oratio in adorationem crucis).
En la Cruz se cumplen las palabras de Isaías (Is 29, 14) citadas por el Apóstol. Es necesaria la sencillez y la humildad, para penetrar la sabiduría divina de la Cruz: «La predicación de la Cruz de Cristo -señala Santo Tomás- contiene algo que según la sabiduría humana parece imposible, como que Dios muera, o que el omnipotente se someta a las manos de los violentos. También contiene cosas que parecen contrarias a la prudencia de este mundo, como que uno, pudiendo, no huya de las contrariedades» (Comentario sobre 1Cor, ad loc.).

1Co 1, 20-25. Después de enseñar el valor de la doctrina de la Cruz, San Pablo contrapone sabiduría de Dios y sabiduría del mundo.
Por sabiduría del mundo entiende el Apóstol la sabiduría del hombre desviada de su recto fin: el término mundo que en la Sagrada Escritura tiene varias acepciones (cfr. nota a Jn 17, 14-16), en los escritos de San Pablo tiene el sentido peyorativo de «conjunto de hombres pecadores», apartados de Dios (cfr. 1Co 1, 27; 1Co 2, 12; 1Co 3, 19; 1Co 5, 10; 1Co 11, 32). Esta sabiduría humana no alcanza a conocer a Dios (cfr. Rm 1, 19-25), bien porque busca señales externas y sensibles, bien porque únicamente acepta argumentos racionales.
Los judíos buscan exclusivamente señales, milagros que atestigüen la acción de Dios (cfr. Mt 12, 38 ss.; Lc 11, 29); intentan basar su fe en lo que perciben por los sentidos. Para éstos la cruz de Cristo es escándalo, es decir, obstáculo que imposibilita su acceso a las cosas divinas, porque de algún modo han puesto límites a Dios respecto de cómo debe manifestarse.
Los griegos -se refiere San Pablo a los racionalistas de su época- se consideran árbitros de la verdad y ven como necedad lo que no admite demostración apodíctica: «Para el mundo, es decir, para los prudentes del mundo, su sabiduría se hizo ceguera; no pudieron por ella conocer a Dios (…). Por tanto, como el mundo se ensoberbecía en la vanidad de sus dogmas, el Señor estableció la fe de los que habían de salvarse precisamente en lo que aparece indigno y necio, para que fallando todas las presunciones humanas, sólo la gracia de Dios revelara lo que la inteligencia humana no puede comprehender» (San León Magno, Sermo 5 De Nativitate).
Los cristianos, a los que Dios ha llamado de entre los judíos y los griegos, alcanzan la sabiduría de Dios que consiste en la fe: «Virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, que no puede engañarse ni engañarnos» (Dei Filius, cap. 3). El mismo Conc. Vaticano I enseña a continuación que la fe es conforme a la razón (cfr. Rm 12, 1) y que junto a los auxilios divinos tiene en su apoyo signos externos -milagros y profecías- y argumentos racionales.

1Co 1, 21. «En la sabiduría de Dios»: Se ha entendido en dos sentidos que se complementan. Parafraseando el primero sería: según los planes sapientísimos de Dios, al no haber conseguido el mundo conocer a Dios sólo por sus fuerzas, por su filosofía, por sus elaborados sistemas, de los que los griegos se sentían tan orgullosos, Dios decidió salvar a los creyentes por la predicación de la Cruz, que a los ojos humanos parece necedad o escándalo (v. 23).
En el segundo sentido, seguido por muchos Santos Padres y por Santo Tomás, se contrapone la sabiduría divina, manifestada en la creación y en el Antiguo Testamento, y la sabiduría humana. Cabría parafrasearlo del modo siguiente: ya que el mundo con su sabiduría pervertida ha sido incapaz de conocer a Dios, que se ha manifestado sabiamente en la creación (cfr. Rm 1, 19-20) y en la Sagrada Escritura, Dios ha resuelto salvar al hombre por un medio paradójico y sorprendente, que refleja mejor la sabiduría divina: la predicación de la Cruz.
En ambos sentidos, parece claro que el Apóstol quiere condensar con una sola expresión, toda una serie de verdades: que los planes salvíficos de Dios son eternos: que la sabiduría humana, capaz por sí misma de conocer a Dios en sus obras, se ha oscurecido; que la Cruz es la culminación de los planes sapientísimos de Dios; que el hombre no puede ser sabio en plenitud sin aceptar «la sabiduría de la Cruz», por sorprendente que pueda parecer.

1Co 1, 25. Dios nuestro Señor ha querido servirse en su plan de salvación de lo que con miras humanas parece insensato y débil, de manera que así brillen más su Sabiduría y su Poder. «Todo lo que Jesucristo ha hecho por nosotros, nos ha sido meritorio; todo nos ha sido necesario y ventajoso para nuestra salvación; su flaqueza misma no nos ha sido menos útil que su majestad. Porque, si por la potencia de su divinidad nos ha sacado de la cautividad del pecado, también por la flaqueza de su carne ha destruido todos los derechos de la muerte. Por lo que hermosamente dijo el Apóstol: Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres; más aún esta necedad, por la que le ha agradado salvar al mundo a fin de combatir la sabiduría del mundo y confundir a los sabios; pues, poseyendo la naturaleza divina y siendo igual a Dios, se ha abatido a sí mismo tomando la forma de siervo; siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor; de grande, pequeño; de elevado, humilde; flaco, de poderoso que era; ha padecido hambre y sed, se ha fatigado en los caminos y ha sufrido voluntariamente y no por necesidad. Esta especie de necedad, vuelvo a decir, ¿no ha sido para nosotros un camino de sabiduría, un modelo de justicia y un ejemplo de santidad, según lo que dice el mismo Apóstol: Lo necio de Dios es más sabio que los hombres? ¡Tan cierto es que la muerte nos ha librado de la muerte, la vida del error, y la gracia del pecado!» (San Bernardo, Sermón de la excelencia de la nueva milicia, cap. 11).

1Co 1, 26-29. Como en el caso de los Apóstoles -«No me habéis elegido vosotros a mi, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16)- también es el Señor quien elige, quien da la vocación a cada cristiano. San Pablo resalta la iniciativa divina, señalando por tres veces que es Dios quien ha escogido a esos fieles de Corinto, y cómo no basa su elección en criterios humanos: no son ni la sabiduría humana, ni el poder, ni la nobleza, los motivos de esa primera llamada a la fe, ni de las posteriores inspiraciones de Dios con que se irá concretando. Dios no hace acepción de personas (cfr. 2Cro 19, 7; Rm 2, 1; Ef 6, 9; Col 3, 25; etc.) -recuerda San Josemaría Escrivá-, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos (…).
La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle
(Es Cristo que pasa, 33).
Dios elige a quien quiere, por tanto, y esos primeros llamados -ignorantes, débiles, viles a los ojos humanos- serán los instrumentos que utilizará para la expansión de la Iglesia y la conversión de los sabios, fuertes y nobles: así, al constatar la inmensa desproporción entre los medios y los frutos, aparece bien claro que la eficacia es de Dios.
No hay que pensar, sin embargo, que no había entre los primeros cristianos personas cultas, sabias, poderosas, importantes humanamente hablando. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan, por ejemplo, de un ministro etíope, del centurión Cornelio, de Apolo, de Dionisio Areopagita, etc. «Parecería que no es de Dios la excelencia mundana -comenta Santo Tomás-, si Dios no la utilizara para su honor. Y por eso, aunque al principio fuesen ciertamente pocos, después Dios escogió a muchos humanamente destacados para el ministerio de la predicación. De ahí que en la Glosa se diga 'si no hubiera precedido fielmente el pescador, no hubiera seguido humildemente el orador'. También pertenece a la gloria de Dios el que por medio de gente despreciable haya atraído a Sí a los sublimes del mundo» (Comentario sobre 1Co, ad loc).

1Co 1, 27. Las palabras de San Pablo recuerdan cómo en la misión apostólica lo fundamental son los medios sobrenaturales. Los medios humanos, ciertamente, son necesarios, y Dios cuenta con ellos (cfr. 1Co 3, 5-10); pero la tarea encomendada por Dios a los cristianos supera las fuerzas humanas, y sólo pueden realizarse con la ayuda divina. El Conc. Vaticano II recordaba este versículo a los sacerdotes, enseñando la necesidad de la humildad; sus palabras pueden servir a todos los fieles: «La obra divina para cuyo cumplimiento han sido elegidos por el Espíritu Santo (cfr. Hch 13, 2) trasciende todas las fuerzas humanas y la humana sabiduría; pues Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes (1Co 1, 27). Consciente de su propia flaqueza, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, tratando de averiguar lo que es grato a Dios (cfr. Ef 5, 10), y, como encadenado por el Espíritu (cfr. Hch 20, 22), se deja llevar en todo por la voluntad de Aquél que quiere que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en las circunstancias cotidianas si, desde la misión a él confiada y desde los múltiples acontecimientos de su vida, sirve humildemente a cuantos le han sido encomendados por Dios» (Presbyterorum ordinis, 15).

1Co 1, 30-31. La elección divina incorpora al hombre a Cristo Jesús, mediante el bautismo; esta incorporación irá progresando en el cristiano si es dócil a la gracia divina, que configura al hombre con Cristo hasta el punto de poder decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Tal incorporación, ese «estar en Cristo Jesús», posibilita el participar de la «sabiduría, justicia, santificación y redención» que Jesús es para el cristiano.
En efecto, Jesucristo es la «sabiduría» de Dios (cfr. Col 1, 15 s.; Hb 1, 2 s.), y su conocimiento es la verdadera y más importante ciencia. Es para nosotros «justicia», porque con los méritos obtenidos por su Encarnación, Muerte y Resurrección, nos ha hecho verdaderamente justos a los ojos de Dios. Es también la fuente de toda santidad, que consiste precisamente en la identificación con Cristo. Por Él, hecho para nosotros «redención», hemos sido redimidos de la esclavitud del pecado. «¡Qué bonito es el orden que el Apóstol pone en su lenguaje! Dios nos ha hecho sabios sacándonos del error; después, justos y santos comunicándonos su espíritu» (Hom. sobre 1Co, 5, ad loc.).
Al considerar la absoluta gratuidad de la elección divina (vv. 25-28) y los inmensos beneficios que conlleva, la conclusión es evidente: «El que se gloría, que se gloríe en el Señor», dice el Apóstol, aludiendo a unas palabras de Jeremías (Jr 9, 22-23). 'Deo omnis gloria'. -Para Dios toda la gloria. -Es una confesión categórica de nuestra nada. Él, Jesús, lo es todo. Nosotros, sin Él, nada valemos: nada.
Nuestra vanagloria sería eso: gloria vana; sería un robo sacrílego; el 'yo' no debe aparecer en ninguna parte
(Camino, 780).

1Co 2, 1-3. El Apóstol, había llegado a Corinto proveniente de Atenas, donde según narran los Hechos de los Apóstoles (Hch 17, 16-34), a pesar de su brillante discurso en el Areópago, fueron pocos los que se convirtieron. Esto, junto con la corrupción tan grande que reina en Corinto, puede explicar su llegada «con temor y mucho temblor» (v. 3), pensando en la difícil tarea que tenía por delante. De hecho, las dificultades debieron ser abundantes, y el Señor se le apareció en una visión nocturna, para reconfortarle y animarle en su trabajo: «Sigue hablando y no calles, que yo estoy contigo» (Hch 18, 9-10). Y San Pablo, prescindiendo de discursos de elaborada retórica humana, anuncia a Cristo crucificado, para que la fe se apoye únicamente en Dios.
San Pablo resume el contenido de su predicación: Jesucristo, y éste crucificado. La Iglesia, continuadora de la misión de los Apóstoles, no hace otra cosa sino dar a conocer a Jesucristo: «La única orientación del espíritu -recuerda el Papa Juan Pablo II-, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: 'Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna' (Jn 6, 68) (…). La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: que 'no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado' (1Co 2, 2). La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión» (Redemptor hominis, n. 7).
Cada cristiano, por su parte, debe intentar que quienes le rodean «deseen de verdad conocer a Jesucristo, y éste crucificado (cfr. 1Co 2, 2); y que se persuadan ciertamente, y crean con afecto íntimo de corazón y piadosamente, que no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del Cielo por el cual debamos salvarnos (cfr. Hch 4, 12), puesto que Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados (cfr. 1Jn 2, 2)» (Catecismo Romano, Intr. 10).

1Co 2, 4-5. Como la predicación de Pablo no se ha basado en su elocuencia, tampoco la fe ha de apoyarse en la sabiduría humana (cfr. nota a 1Co 1, 20-25). Dice que basó su mensaje en «la manifestación del Espíritu y del poder», haciendo referencia probablemente a la acción poderosa de la gracia divina en quienes escucharon su predicación, manifestándose en conversiones y carismas extraordinarios. Ese poder de Dios explica que hayan creído.
Dios sigue actuando a través del mensaje cristiano, que «es único. De ningún modo puede ser reemplazado -señala Pablo VI-. No admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Representa la belleza de la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Es capaz de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la potencia de Dios (cfr. 1Co 2, 5). Es la verdad. Merece que el apóstol le dedique todo su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia vida» (Evangelii nuntiandi, n. 5).

1Co 2, 6-8. Después que el Apóstol ha puesto de manifiesto la ineficacia de la sabiduría del mundo y la necesidad de someterse a la Cruz de Cristo, enseña que el Evangelio no es contrario a la razón humana, puesto que encierra una sabiduría más profunda, la sabiduría divina. De ella habla San Pablo «entre los perfectos», es decir, entre los cristianos que tienen una fe más asentada, en oposición a los «niños» mencionados en 1Co 3, 1, que están todavía pendientes de argumentaciones brillantes. No se trata de un grupo de fieles privilegiados, puesto que todos los bautizados están llamados a alcanzar el pleno conocimiento del Hijo de Dios (cfr. Ef 4, 11-16).
Esta sabiduría es completamente ajena a este mundo y a los príncipes de este mundo, es decir, a los que producen el mal en el mundo: se refiere tanto a los que directamente causaron la muerte del Señor (Sanedrín, Herodes, Pilatos: cfr. v. 8), como al demonio y a los ángeles caídos, según expresiones similares del NT (cfr. Lc 4, 6; Jn 12, 31; Ef 2, 2).
«Misteriosa, escondida»: Esta expresión se refiere al contenido mismo de la sabiduría divina y a su manifestación. Coincide con el plan de salvación divina que alcanza a todos los hombres; también a los gentiles (cfr. Ef 3, 6-8) y, de alguna manera, a toda la creación (Ef 1, 10); el hombre no puede abarcarla exhaustivamente como no puede abarcar a Dios mismo. Pero puede llegar a conocerla por la revelación (cfr. Lc 8, 10; Col 1, 26), puesto que se nos ha dado a conocer en Cristo (cfr. Rm 16, 25-26; Ef 1, 8-10; Ef 3, 3-7; Col 1, 26-27), si bien su plenitud se alcanza en el cielo. Hay, por tanto, una triple perspectiva de esta sabiduría-misterio-salvación: está en los planes de Dios desde toda la eternidad; se manifiesta en la Revelación y especialmente en Jesucristo, muerto y resucitado; la alcanzamos parcialmente por la fe en esta vida y en plenitud en el cielo.
«Señor de la gloria»: San Pablo atribuye a Cristo muerto en la Cruz un título que en el AT aparece como propio y exclusivo de Dios (cfr. Ex 24, 16; Ex 40, 34; Is 42, 8), manifestando así que Jesucristo es Dios, igual al Padre.

1Co 2, 9. Estas palabras de Is 64, 2-3, resumen el contenido de la sabiduría divina: el conjunto de dones que sobrepasan toda capacidad humana (Ef 3, 19) y que Dios ha preparado desde toda la eternidad para los que le aman. Estos dones no son sino el amor que Dios tiene a los hombres.
La tradición cristiana, basándose en que tales dones se alcanzan plenamente en la otra vida, ha considerado estas palabras como descripción del Cielo: «¡Qué dichosos y admirables son los dones de Dios! Vida inmortal, esplendor de la justicia, verdad en la libertad, fe confiada, templanza con santidad; y todas estas cosas podemos conocerlas. ¿Qué más tendrá Dios preparado para los que esperan en Él? Únicamente el Artífice supremo y el Padre de los siglos lo conoce. Nosotros esforcémonos intensamente en ser contados entre los que esperan para poder participar de los dones prometidos» (San Clemente Romano, Ad Corinthios, 30). Y el Catecismo Romano enseña, por su parte: «Deben estar persuadidos los fieles de que cuantas cosas pueda haber agradables para nosotros o ser deseadas en esta vida, ya se refieran a la ilustración del alma, ya a la perfección y comodidad del cuerpo, inundan por todas partes la vida feliz del Cielo, con abundancia de todas esas cosas, si bien el Apóstol afirma que esto se verificará por modo más sublime de lo que ha visto ojo alguno, ha percibido el oído o pasado por la imaginación de todo hombre» (I, 12, 12).

1Co 2, 10-12. «Dios nos lo reveló por medio del Espíritu»: Se trata del Espíritu Santo, tercera Persona de la Santísima Trinidad, que «viene de Dios» (v. 12), y conoce perfectamente las profundidades de Dios (vv. 10-11). En estas palabras se nos revela la divinidad del Espíritu Santo; el conocimiento que tenemos de una persona da idea de la intimidad con ella; el Espíritu Santo conoce las profundidades de Dios porque por su naturaleza es Dios, igual al Padre y al Hijo (cfr. Mt 11, 25): «El Espíritu Santo es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo, igual a ellos, igualmente omnipotente, eterno y de perfección infinita, sumo bien y sapientísimo, y de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo (…). De Él se dice que concede la santificación y la vida sobrenatural, que penetra las profundidades de Dios, que habló por los profetas y está en todas partes: todo lo cual sólo puede atribuirse al poder divino» (Catecismo Romano, I, 9, 4).
Jesucristo había dicho a los Apóstoles: «Cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad» (Jn 16, 13); y el día de Pentecostés, el Espíritu Santo abrió sus inteligencias, de manera que comprendieron la verdad revelada por Jesucristo. También en San Pablo actuó el Espíritu Santo, de forma que tuviera el mismo conocimiento de la Revelación que los demás Apóstoles (cfr. Ga 2, 1-10). El mismo Espíritu sigue actuando en la Iglesia: «El Espíritu Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad Eterna, y del Hijo, Verdad substancial, recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás» (León XIII, Divinum illud munus, n. 7).

1Co 2, 13 La transmisión de la fe exige sumo cuidado en los términos que se utilizan: «La norma del lenguaje, que la Iglesia, con un largo trabajo de siglos y no sin asistencia del Espíritu Santo, introdujo y confirmó con la autoridad de los Concilios, y que no pocas veces ha sido la señal y bandera de la fe ortodoxa, es preciso que sea guardada santamente y nadie presuma cambiarla a su antojo o bajo pretexto de una nueva ciencia» (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 3).
La preocupación por expresar fielmente el depósito de la fe ha sido constante en la Iglesia: «Oro has recibido; entrega oro -comenta San Vicente de Lerins-. No quiero que me sustituyas una cosa por otra. No quiero que desvergonzada y fraudulentamente pongas plomo o bronce en vez de oro; no quiero apariencia de oro, sino oro puro» (Commonitorio, 22).
La última frase del texto griego resulta ambigua y admite otras traducciones: «Manifestando las cosas espirituales a personas espirituales»; o también «sometiendo las cosas espirituales al criterio de personas espirituales».

1Co 2, 14-16. El texto original dice «el hombre psíquico», que difícilmente es expresable en castellano. Algunas versiones dicen «hombre animal» siguiendo la literalidad de la Neovulgata. Se trata del hombre que actúa únicamente según sus facultades -inteligencia y voluntad- humanas, y no puede por tanto juzgar más que de las cosas de la tierra. El hombre espiritual es el cristiano regenerado por la gracia de Dios; sus facultades de tal forma son elevadas que pueda realizar acciones de valor sobrenatural: actos de fe, de esperanza, de caridad. El hombre en gracia de Dios, tiene así la posibilidad de percibir las cosas de Dios, porque lleva al Espíritu Santo en su alma en gracia, y tiene la mente, el pensamiento, de Cristo. No existe otra alternativa -enseña San Josemaría Escrivá-. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural (Amigos de Dios, 200).
San Juan Crisóstomo explicaba gráficamente el contraste entre las posibilidades del hombre espiritual y del animal, para juzgar sobre los planes salvadores de Dios: «El que ve claro, ve todo, incluso al que no ve; en cambio, el que no ve no puede ver lo que hace referencia al que ve claro. Nosotros, los cristianos, comprendemos nuestra condición y la situación de los infieles; los infieles, sin embargo, no entienden la nuestra. Nosotros sabemos como ellos y mejor que ellos cuál es la naturaleza de las cosas presentes; los infieles no conocerán sino un día las excelencias de las cosas futuras, mientras que nosotros vemos desde ahora los sufrimientos de los malvados y las coronas destinadas a los buenos» (Hom. sobre 1Co, 7, ad loc.). Y Santo Tomás: «El que está despierto juzga rectamente tanto de que él está despierto como de que otro duerme; pero el dormido no tiene un juicio recto ni de sí mismo ni del que está despierto. Por tanto, las cosas no son tal y como son vistas por el dormido, sino como son vistas por el despierto (…). Y según esto dice el Apóstol que 'el hombre espiritual juzga de todo': porque el hombre que tiene el entendimiento iluminado y el afecto ordenado por el Espíritu Santo, juzga rectamente de las cosas particulares que tienen relación con la salvación. El que no es espiritual tiene el entendimiento oscurecido y el afecto desordenado para los bienes espirituales, y por tanto el hombre espiritual no puede ser juzgado por el no espiritual, como tampoco el despierto por el dormido» (Comentario sobre 1Co, ad loc.).

1Co 3, 1-3. Los cristianos de Corinto son responsables de su incapacidad para recibir la doctrina completa; la contraposición carnales-espirituales no quiere decir que haya dos clases de personas en la Iglesia; es más bien un reproche paternal del Apóstol: por el bautismo están llamados a alcanzar el pleno conocimiento, intelectual y práctico, de las verdades espirituales; pero por dejarse llevar de principios humanos permanecen todavía en la fase inicial de embotamiento. La razón, como comenta San Juan Crisóstomo, es que «el mal comportamiento es un obstáculo para conocer la verdad. Lo mismo que un hombre obcecado en el error no puede perseverar largo tiempo en el camino recto, también es muy difícil que quien vive mal acepte el yugo de nuestros sublimes misterios. Para abrazar la verdad hay que estar desprendido de todas las pasiones (…). Esta libertad del alma ha de ser completa, para alcanzar la verdad» (Hom. sobre 1Cor, 8, ad loc.).
«Como a niños en Cristo»: San Pablo no se refiere a la infancia espiritual enseñada por Jesús (cfr. Mt 18, 1-6; 1P 2, 2); el Apóstol utiliza esta comparación para enseñar que es necesario progresar en la vida cristiana, que el cristiano tiene obligación de desarrollar las virtudes infusas que recibió en el Bautismo. Concretando todavía más, el Apóstol menciona las «envidias y discordias» (v. 3) como dos grandes pecados que paralizan la vitalidad de los corintios, y de todo cristiano, les mantienen en su lamentable estado de «carnales» y les impiden alcanzar las cosas espirituales, a las que estaban llamados (cfr. Hb 5, 12-17).

1Co 3, 4-17. Tomando pie de las facciones surgidas en Corinto (cfr. 1Co 1, 11-13), clara manifestación de que todavía siguen comportándose a lo humano (v. 4), San Pablo expone la verdadera naturaleza del ministerio apostólico. Recalca especialmente el Apóstol que la raíz de toda labor apostólica es Dios, «que da el incremento» (v. 7); el hombre es instrumento de Dios -ministro (v. 5), colaborador (v. 9)- en esa tarea, que sólo puede realizarse poniendo a Jesucristo como fundamento (v. 11). San Pablo desarrolla estas ideas sirviéndose de dos sugestivas imágenes: el campo de Dios (vv. 6-9) y la edificación de Dios (vv. 9-17).

1Co 3, 5-7. Sirviéndose de la comparación con las tareas del campo, San Pablo ilustra el papel de instrumentos que corresponde a los hombres en la labor apostólica. Es Dios, mediante su gracia, el único que puede conseguir que la semilla de la fe arraigue y dé fruto en las almas: el instrumento «podrá ir echando las semillas entre lágrimas, podrá luego cuidar el campo sin rehuir la fatiga: pero que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende sólo de Dios y de su auxilio todopoderoso. Hay que insistir en que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos se encuentren en buen estado para que Dios pueda utilizarlos» (San Pío X, Haerent animo, n. 9).
En este sentido, todo el esfuerzo de los hombres de por sí sería «nada» (v. 7), pero Dios quiere servirse de él para sacar frutos sobrenaturales totalmente desproporcionados: Hemos de recordar siempre -señala San Josemaría Escrivá- que somos sólo instrumentos: ¿qué es Apolo?, ¿qué es Pablo? Unos ministros de aquel en quien habéis creído, y eso según el don que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, regó Apolo, pero Dios es quien ha dado el crecer (1Co 3, 4-6). La doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo. Es Dios mismo quien está empeñado en realizar la obra salvadora, en redimir el mundo (Es Cristo que pasa, 159).

1Co 3, 8. La recompensa de Dios al que trabaja en la edificación de la Iglesia no está tanto en relación con la misión encomendada -«son una misma cosa»-, o con los frutos obtenidos, sino con el trabajo, con el esfuerzo puesto en la realización de la tarea asignada por Dios. «Los cristianos tienen diferentes dones (cfr. Rm 12, 6) -señala el Conc. Vaticano II-. Por ello deben colaborar en el Evangelio cada uno según su posibilidad, facultad, carisma y ministerio (cfr. 1Co 3, 10). Todos, por consiguiente, los que siembran y los que siegan (cfr. Jn 4, 37), los que plantan y los que riegan, han de ser necesariamente una sola cosa (cfr. 1Co 3, 8), a fin de que, 'buscando unidos el mismo fin, libre y ordenadamente' (Lumen gentium, 18), dediquen sus esfuerzos con unanimidad a la edificación de la Iglesia» (Ad gentes, 28). De ahí que lo fundamental sea poner el mayor amor posible en la tarea respectiva, sin desanimarse: «Mis elegidos no trabajarán nunca en vano», asegura el Señor por el profeta Isaías (Is 65, 23).

1Co 3, 9. «Campo de Dios, edificación de Dios»: El Conc. Vaticano II acude a estas imágenes, para exponer la naturaleza íntima de la Iglesia: «La Iglesia es la labranza o campo de Dios (cfr. 1Co 3, 9). En ese campo crece el olivo antiguo, cuya santa raíz fueron los Patriarcas, en donde se realizó y se realizará la reconciliación de judíos y gentiles (cfr. Rm 11, 13-26). Fue plantada como viña selecta por el Agricultor celestial (cfr. Mt 21, 33-43 par.; cfr. Is 5, 1 ss.). Cristo es la verdadera Vid, que da vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros: permanecemos en Él a través de la Iglesia y sin Él no podemos hacer nada (cfr. Jn 15, 1-5).
»Con frecuencia se llama también a la Iglesia la edificación de Dios (cfr. 1Co 3, 9). El Señor mismo se comparó con una piedra que habían rechazado los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt 21, 42 par.; cfr. Hch 4, 11; 1P 2, 7; Sal 118, 22). Sobre este fundamento, la Iglesia es construida por los Apóstoles (cfr. 1Co 3, 11), y de ese fundamento recibe firmeza y cohesión. Esta construcción es designada con diversos nombres: casa de Dios (1Tm 3, 15), en donde habita su familia; morada de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-22), tabernáculo de Dios entre los hombres (Ap 21, 3) y, sobre todo, templo santo, que, representado por santuarios de piedra, es objeto de la alabanza de los Santos Padres, y en la Liturgia, con justo título, se le compara con la Ciudad Santa, la Jerusalén nueva. En efecto, estamos en ella aquí en la tierra como piedras vivas que forman parte del edificio (1P 2, 5). Juan contempla esta ciudad santa que baja desde el cielo, de junto a Dios, en el momento en que se renovará el mundo, ataviada como una novia que se adorna para su esposo (Ap 21, 1 s.)» (Lumen gentium, 6).
El Señor quiere a los cristianos como piedras vivas en esa edificación, y los ha asociado con Él en la tarea redentora en la salvación de todos los hombres, de manera que -a la vez que son redimidos- sean corredentores con Él, completando «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24): Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora (…). La salvación continúa y nosotros participamos en ella (…). Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana (Es Cristo que pasa, 129).

1Co 3, 10-11. San Pablo señala, con una introducción solemne -«según la gracia de Dios que me ha sido dada», y que le hizo idóneo para su ministerio-, cuál ha sido el cimiento que ha depositado en la comunidad y en cada uno de los fieles de Corinto: Jesucristo, fundamento necesario e insustituible de todo edificio espiritual. En efecto, como recuerda San Pedro, Él es la «piedra angular. Y en ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que hayamos de ser salvados» (Hch 4, 11-12).
Por eso, lógicamente, toda catequesis auténtica ha de ser cristocéntrica, y su objeto fundamental ha de ser siempre Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, y sus enseñanzas. Al catequizar -explica el Papa Juan Pablo II- «se trata de descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios que se realiza en Él. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo, pues ellos encierran y manifiestan a la vez su Misterio. En este sentido, el fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos participes de la vida de la Santísima Trinidad.
»En la catequesis (…) se transmite no la propia doctrina o la de otro maestro, sino la enseñanza de Jesucristo, la Verdad que Él comunica o, más exactamente, la Verdad que Él es (cfr. Jn 14, 6). Así pues hay que decir que en la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca» (Catechesi tradendae, nn. 5-6).
A la vez, la consideración de Jesucristo como fundamento del edificio espiritual, lleva también a concluir la necesidad para el cristiano de estar «no sólo unidos a Jesucristo, advierte San Juan Crisóstomo, sino adheridos, como pegados a Él; por poco que uno se separe, perece (…). Escuchad por cuántas semejanzas quiere el Apóstol hacernos entender esta estrecha unión. Jesucristo es la cabeza, nosotros el cuerpo, pues entre el cuerpo y la cabeza no puede haber vacío. Él es el fundamento y nosotros el edificio; Él es el tallo de la viña y nosotros las ramas; Él es el esposo y nosotros la esposa; Él es el pastor y nosotros el rebaño; Él es el camino por el que vamos; nosotros somos el templo, y Él el Dios que lo habita; Él es el primogénito, nosotros sus hermanos, Él es el heredero y nosotros compartimos con Él; Él es la vida y nosotros vivimos por Él; Él es la resurrección y nosotros los hombres resucitados; Él es la luz y nuestras tinieblas son disipadas por Él» (Hom. sobre 1Co, 8, ad loc.).

1Co 3, 12-13. Desarrollando la metáfora de la edificación, San Pablo apela a la responsabilidad de los ministros y enseña la existencia del juicio divino.
Más adelante (v. 17) se refiere a quienes positivamente destruyen la Iglesia; aquí se dirige a los ministros dedicados al servicio de los fieles; los distintos materiales, unos más nobles (oro, plata…) otros menos nobles (heno, paja) significan la intención más o menos recta de quienes predican, y el contenido doctrinal más o menos íntegro. Los Santos Padres y los Doctores descubren en estos versículos la gravedad del pecado venial: unos buscan desordenadamente los bienes materiales y se crean estorbos para acercarse a Dios; otros pretenden apoyarse en las cosas espirituales para su propio provecho; o bien enseñan doctrinas que, sin ser erróneas, contienen elementos inútiles o no son suficientemente claras, o apenas están probadas (cfr. Comentario sobre 1Co, ad loc.).
«Aquel día»: El Apóstol se refiere al último día, cuando Cristo Jesús aparezca como Juez; otras veces dice expresamente «el día de nuestro Señor Jesucristo» (cfr. 1Co 1, 8; 1Ts 5, 2). Aunque San Pablo no menciona explícitamente más que el Juicio Final en el que Jesucristo «vendrá a juzgar a vivos y muertos» (Símbolo de los Apóstoles), es evidente -y así lo ha creído siempre la Iglesia- que hay también un juicio «inmediatamente después de la muerte» (Benedictus Deus). Se denomina juicio particular porque «cuando cada uno de nosotros sale de esta vida, al instante es presentado ante el tribunal de Dios y allí se hace averiguación exacta de todas las cosas que haya hecho, dicho o pensado en cualquier tiempo» (Catecismo Romano, I, 8, 3).
El fuego que aquí menciona el Apóstol hay que entenderlo dentro de la metáfora de la edificación que viene usando; significa que el juicio divino es definitivo e inapelable, porque como el fuego pone de manifiesto la solidez de los materiales de un edificio, así el juicio de Dios manifestará la autenticidad de las obras de cada uno. Además, no puede olvidarse que el fuego suele acompañar a las teofanías que narra la Biblia (cfr. Ex 3, 2; Ex 19, 18; 2Ts 1, 8); es, por tanto, un modo de enseñar que solamente Dios, no los hombres, puede juzgar. Por otra parte, es significativo que San Pablo, al hablar de la retribución, mencione el fuego; algunos Santos Padres han visto una alusión a los graves tormentos del infierno y del Purgatorio.

1Co 3, 14-15. Sobre la recompensa de los que trabajan en la edificación de la Iglesia, San Pablo escribe en el mismo tono figurativo de todo el pasaje. Una cosa es clara: cada uno recibirá su salario según sus obras; si los materiales son sólidos, es decir, si hay intención recta y doctrina segura, el premio está garantizado. En cambio, si los materiales son deleznables, es decir, si hay intención torcida o la doctrina no concuerda con la fe de la Iglesia, no habrá premio.
No es fácil saber con certeza si San Pablo habla aquí del Purgatorio; en todo caso se puede interpretar que a él se refiere en la frase «se salvará, pero como a través del fuego». El dogma católico de la existencia del Purgatorio está basado en muchos textos bíblicos (2M 12, 39-46; Mt 12, 31-32; Mt 5, 25-26; 1Co 15, 29, etc.) y en la ininterrumpida tradición de rezar por los difuntos: « La Iglesia católica, asistida por el Espíritu Santo, basándose en la Sagrada Escritura y en la tradición antigua de los Padres enseña (…) que existe el Purgatorio y que las almas allí detenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles, especialmente por el aceptable sacrificio del altar» (Conc. de Trento, De Purgatorio).
Muchos Santos Padres, especialmente a partir de San Agustín, han explicado la doctrina del Purgatorio al hilo de este versículo 15: «Algunos se salvarán por un fuego purificador; tanto más tarde o más pronto cuanto más o menos se apegaron a los bienes perecederos» (EB, I, cap. 68).

1Co 3, 16-17. Estas palabras se aplican tanto a cada cristiano, como a la Iglesia entera (cfr. nota a 1Co 3, 9). La imagen del cristiano como templo de Dios, utilizada con frecuencia por San Pablo (cfr. 1Co 6, 19-20; 2Co 6, 16), manifiesta la inhabitación en el alma en gracia de la Santísima Trinidad. En efecto, recuerda el Papa León XIII, «por medio de la gracia de Dios inhabita en el alma justa como en un templo, de un modo íntimo y singular» (Divinum illud munus, n. 10). Aunque a veces se atribuye al Espíritu Santo (cfr. Jn 14, 17; 1Co 6, 19), realmente tiene lugar por la presencia de toda la Trinidad, ya que todas las operaciones divinas que terminan fuera del mismo Dios deben referirse a la única naturaleza divina.
El mismo Jesucristo ha revelado este misterio sublime que nunca hubiéramos podido sospechar: «El Espíritu de la verdad (…) permanece a vuestro lado y está en vosotros (…). Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 17-23). Aunque se trata de algo que, mientras estemos en la tierra, no se puede entender ni expresar con plena claridad, ayuda a obtener alguna luz el considerar que «las Personas divinas inhabitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor (cfr. Suma Teológica, I, q. 43, a. 3), aunque de un modo completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural» (Pío XII, Mystici Corporis, Dz-Sch, n. 3815).
La consideración de esta maravillosa realidad ayuda a caer en la cuenta de la trascendencia que tiene el vivir en gracia de Dios, y el profundo horror que ha de tenerse al pecado mortal, que «destruye el templo de Dios», privando al alma de la gracia y amistad divinas.
Además, mediante esta inhabitación, la criatura humana comienza a gozar un anticipo de lo que será la visión beatífica del Cielo, ya que «esta admirable unión sólo en la condición y estado se diferencia de aquella en que Dios llena a los bienaventurados beatificándolos» (Divinum illud munus, n. 11).
La presencia de la Trinidad en el alma en gracia invita a procurar un trato más personal y directo con Dios, al que en todo momento podemos buscar en el fondo de nuestras almas: Frecuenta el trato del Espíritu Santo -el Gran Desconocido- que es quien te ha de santificar.
No olvides que eres templo de Dios. -El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones
(Camino, 57).

1Co 3, 18-20. Como aplicación de la enseñanza sobre la auténtica sabiduría, San Pablo enseña a los cristianos que la mayor insensatez es creerse sabios sin serlo. Con dos citas bíblicas (Jb 5, 13; Sal 94, 11) queda rubricada la verdad de que los planteamientos exclusivamente humanos desembocan en el fracaso más rotundo.
Los cristianos son tanto más sabios cuanto más identifican sus deseos con los planes de Dios sobre cada uno; es decir, cuanto mayor visión sobrenatural ponen en su vida: Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria. Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad prontamente y escuchad al Maestro, sin asustaros además ante la triste realidad de lo que cada uno somos; porque, mientras vivamos nos acompañarán siempre las debilidades personales (Amigos de Dios, 194).

1Co 3, 21-23. Consecuencia de la equivocada sabiduría de que San Pablo habla en los vv. anteriores, es el afán de los corintios de aferrarse a un maestro determinado. Olvidan que, en todo caso, los ministros están para servir a los fieles (v. 5). Todavía más, les dice el Apóstol: no sólo los maestros, sino que «todas las cosas son vuestras». Es una clara manifestación de la grandiosa dignidad del cristiano, que -al ser hijo adoptivo de Dios, hermano de Jesucristo- participa del Señorío universal de Cristo (cfr. 1Co 15, 24-28), la creación entera le pertenece (cfr. 2Co 6, 10) y sobre ella debe moverse con dominio, llamado a vivir en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21), ganada por Jesucristo (cfr. Ga 4, 31). Las banderías y rencillas humanas surgidas entre los corintios suponen un olvido de todo esto, y, en consecuencia, un enorme empobrecimiento de su vocación. El cristiano sólo pertenece a Cristo. «Míos son los cielos y mía es la tierra -exclama San Juan de la Cruz-. Mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios, y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. ¿Pues qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre» (Oración del alma enamorada).
A la vez, las palabras del Apóstol nos recuerdan el amor y respeto que el hombre ha de tener por las cosas creadas, entregadas a él por Dios (cfr. Gaudium et spes, 37). El mundo no es malo -recuerda San Josemaría Escrivá-, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cfr. Gn 1, 7 y ss.). Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades (…). Necesita nuestra época devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo (…). Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: 'todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios' (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor (Conversaciones, nn. 114-115).

1Co 4, 1-2. Las características que San Pablo señala aquí para todo apóstol «ministros de Cristo», «administradores de los misterios de Dios», hacen que ese ministerio quede al margen y por encima de rencillas y discusiones banales.
«Ministros de Cristo», es decir, servidores suyos, a los cuales ha confiado sus bienes -su doctrina y sus sacramentos- de manera que los custodien con fidelidad y, actuando como mediadores, los administren, trasmitan, y «dispensen» a los demás hombres (cfr. Comentario sobre 1Co, ad loc.). Como destaca San Pablo, la característica fundamental que se desea en todo siervo y administrador es la fidelidad: «Son administradores infieles los que al dispensar los divinos misterios no buscan la utilidad del pueblo, ni el honor de Cristo, ni la utilidad de sus miembros (…). Son fieles los que en todo buscan el honor de Dios y la utilidad de sus miembros» (Ibid., ad loc.).
El Magisterio de la Iglesia ha aplicado con mucha frecuencia estas palabras al sacerdocio cristiano: «El Apóstol de las Gentes compendia con frase lapidaria la grandeza, la dignidad y las funciones del sacerdocio cristiano, con estas palabras: Así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1Co 4, 1). El sacerdote es ministro de Cristo: es, pues, el instrumento del que se sirve el Divino Redentor para continuar su obra redentora en toda su mundial universalidad y divina eficacia, para construir aquella obra admirable que transformó el mundo. Más aún: el sacerdote, como justamente suele decirse, es alter Christus, otro Cristo, puesto que lo representa en persona: Como el Padre me envió así os envío yo (Jn 20, 21). Y además el sacerdote prolonga la misión de su Divino Maestro, dando gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 14) (…). El sacerdote ha sido constituido dispensador de los misterios de Dios (cfr. 1Co 4, 1), en favor de estos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, al ser ministro ordinario de casi todos los sacramentos, que son como canales a través de los cuales fluye la gracia del Redentor en beneficio de todos los hombres. Así en cualquier momento importante de su vida, el cristiano encuentra a su lado al sacerdote que ejerce la potestad recibida de Dios y le comunica o le acrecienta aquella gracia, que es el principio sobrenatural de la vida celestial» (Pío XI, Ad catholici sacerdotii, 20-XII-1935).

1Co 4, 3-5. El ministro, el que está al servicio de alguien, es ciertamente responsable de sus actos. Pero ¿ante quién? ¿Quién puede juzgarlo? Evidentemente sólo su señor, quien le ha confiado este ministerio. De ahí que, por lo que se refiere al ministro de Cristo, San Pablo afirme rotundamente que sólo es el Señor quien le juzga, puesto que a Él es a quien sirve. Esta enseñanza es válida en primer lugar para los ministros en la Iglesia, luego también para todos los fieles, ya que todos deben servir a Dios con sus talentos. En consecuencia, no nos corresponde a nosotros juzgar a los demás, a no ser que por una razón especial de oficio estemos obligados a ello. Y en cualquier caso, el juicio que hacemos de los demás sólo es válido si es conforme al querer de Dios; otra cosa sería dar cabida al juicio temerario, de tan funestas consecuencias.
Incluso el juicio que hacemos de nosotros mismos -el examen de conciencia, que San Pablo parece insinuar al decir que en nada le remuerde la conciencia- ha de ser hecho a la luz de Dios. No es una mera introspección subjetiva, sino una revisión abierta ante Dios. Cabría decir que no responde a la pregunta: ¿qué opinión me merecen mis actos?, sino a esta otra: ¿qué opinión merecen a Dios? Así, no pretenderá el cristiano calificar su conducta, sino más bien acogerse al Señor, rico en misericordia. Y la conclusión de su examen nunca coincidirá con la del fariseo -«no soy como los demás hombres»- sino con la del publicano: «Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador» (Lc 18, 11.13).
Al exponer ante sus fieles su propia experiencia, el Apóstol deja traslucir la grandeza de su alma de Pastor: no son simples consejos o recriminaciones; entrañablemente habla de lo que previamente ha vivido.

1Co 4, 6. La frase citada por el Apóstol -«no ir más allá de lo escrito»- se presta a diversas interpretaciones: podría tratarse de un proverbio, familiar entre los corintios, para indicar la necesidad de no ir más allá de lo seguro, que en este caso sería lo que estrictamente corresponde al ministerio apostólico, tal y como San Pablo lo ha descrito. «Lo escrito» también podría referirse a toda la Sagrada Escritura, o a las citas de la misma que ha hecho anteriormente (cfr. 1Co 1, 19.31; 1Co 3, 19). En cualquier caso San Pablo viene a decir a los corintios de una forma delicada que son ellos, los mismos corintios, los únicos responsables -por su inmadurez y su soberbia- de los conflictos surgidos, al exaltar a un predicador y menospreciar al otro. Pablo y Apolo se han comportado como debían y, por tanto, no han sido causantes de las divisiones.

1Co 4, 7. El Apóstol vuelve a insistir en lo señalado anteriormente (cfr. 1Co 1, 26-31): no tienen ningún motivo de gloria por su vocación, ya que les ha sido dada por Dios gratuitamente. «La humildad es andar en verdad -decía Santa Teresa-; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (Moradas, VI, cap. 10). De ahí que la actitud del alma humilde, ante los bienes que percibe en sí misma, sea de profundo agradecimiento por esos dones de Dios. Así comenta San Juan de Ávila este versículo: «Si tienes la gracia de Dios con que le agradas, y haces obras muy excelentes, no te gloríes en ti, sino en quien te la dio, que es Dios. Y si te glorías de usar bien de tu libre albedrío, o en consentir con él a los buenos movimientos de Dios y su gracia, tampoco te gloríes en ti, sino en Dios, que hizo que tú consintieses, incitándote y moviéndote suavemente, y dándote el mismo libre albedrío con que tú libremente consientas. Y si te quisieses gloriar de que, pudiendo resistir al buen movimiento e inspiración de Dios, no lo resistes, tampoco te debes gloriar, pues eso no es hacer, mas dejar de hacer; y aun esto también lo debes a Dios, que ayudándote a consentir en el bien, te ayudó para no resistirlo. Y cualquier buen uso de tu libre albedrío en lo que toca a tu salvación, dádiva es de Dios (…). Sea, pues, toda tu gloria en sólo Dios, de quien tienes todo el bien que tienes; y piensa que sin Él no tienes de tu cosecha sino nada, y vanidad y maldad» (Audi, filia, cap. 66).

1Co 4, 8-13. El v. 8 resume unas reflexiones irónicas sobre el engreimiento de aquellos cristianos; Santo Tomás lo comenta con estas palabras: «Aquí el Apóstol considera cuatro especies de soberbia: la primera, cuando uno considera que no viene de Dios aquello que tiene (…); la segunda, semejante a la anterior, cuando uno piensa que lo ha alcanzado sólo con sus propios méritos; la tercera cuando uno se jacta de tener lo que no tiene (…); la cuarta, cuando uno, despreciando a los demás, sólo quiere mirarse a sí mismo» (Comentario sobre 1Co, ad loc.).
Con especial fuerza describe el Apóstol las penalidades que con gozo soportan los que siguen a Cristo: como los condenados a muerte en la arena de los anfiteatros, sirven de espectáculo a todos. En otras ocasiones repetirá los sufrimientos del apóstol (cfr. 2Co 6, 3-10; 2Co 11, 23-33; 2Tm 3, 11).
Las últimas palabras, «la basura del mundo, el desecho de todos», pueden estar tomadas de una costumbre inhumana que existía en algunas ciudades griegas: ante una calamidad pública, un ciudadano se prestaba, a cambio de ser tratado espléndidamente durante un tiempo, a ser sacrificado a los dioses; el día de su sacrificio el pueblo tenía derecho a proferir sobre él toda clase de insultos y de inmundicia; era «el desecho de todos». Tras su sacrificio, pensaban que la ciudad quedaba libre de los conjuros maléficos.
Si las palabras aluden a ese rito, el fondo es mucho más profundo: Cristo con su Cruz ha redimido al mundo; el apóstol ha de seguir las huellas del Maestro, consciente de que por los sufrimientos «suple en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Por eso, no hay atisbos de rebeldía, sino de reconocimiento de que, a la luz de la Cruz del Señor, se vislumbra el valor del sufrimiento: Yo te voy a decir -señala San Josemaría Escrivá- cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel… (Camino, 194).

1Co 4, 14-16. San Pablo ostenta la paternidad espiritual de los corintios, porque los ha engendrado a la fe. Desde esta perspectiva sus reprensiones adquieren mayor gravedad y sentido: no tienen como objeto provocar una vergüenza estéril, sino un aliento para adquirir las virtudes necesarias y hacer crecer la Iglesia, que ha sido instituida como «comunidad de vida, de caridad y de verdad» (Lumen gentium, 9).
Sed imitadores míos»: Cuando el Apóstol se presenta como modelo para los fieles (cfr. 1Co 11, 1; 2Ts 3, 7; Flp 3, 17; Ga 4, 12) hace referencia a los sufrimientos que su apostolado conlleva. También los cristianos han de saber soportar los padecimientos que pueden sobrevenir (1Ts 1, 6-7; 1Ts 2, 14). De esta forma, se ayudan mutuamente hasta alcanzar los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5) y cumplir el mandato de seguirle cargando cada uno con su cruz (Mt 16, 24).
Los santos han comprendido y enseñado que seguir a Cristo de cerca, supone afrontar grandes sufrimientos: «Siempre hemos visto -dice Santa Teresa de Jesús- que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos. Miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos Apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir San Pablo tan grandísimos trabajos? (…). Ya lo veis, que no tuvo día de descanso, a lo que podemos entender; y tampoco le debía de tener de noche, pues en ella ganaba lo que había de comer» (Moradas, VII, cap. 4).

1Co 4, 17. Timoteo es uno de los colaboradores más leales y eficaces de San Pablo al que llama con frecuencia hijo suyo queridísimo (cfr. 1Tm 1, 2; 2Tm 1, 2; 2Tm 1, 2; 2Tm 2, 1). A partir del segundo viaje misional del Apóstol, Timoteo le acompaña fielmente (cfr. Hch 16, 1 ss.), trabajando con él en la edificación de las iglesias cristianas que va fundando. Tras acompañar a San Pablo en su primera cautividad romana, será dejado por éste en Éfeso al frente de la comunidad cristiana allí establecida (cfr. 1Tm 1, 3). En su segunda cautividad en Roma San Pablo le reclamará con urgencia, para que le acompañe en esa etapa final de su vida (cfr. 2Tm 4, 9.12).
En este momento -recordemos que estamos en el tercer viaje misional-, de manera semejante a como había sido enviado a Tesalónica para confirmar la fe de los fieles dejados allí e informar después a San Pablo (cfr. 1Ts 3, 1-5), Timoteo es enviado a Corinto, donde había ayudado al Apóstol en su predicación (cfr. Hch 18, 5 ss.; 2Co 1, 19). Se trata de recordarles la doctrina de San Pablo, que es la de Cristo, tal y como es enseñada «en todas las iglesias» por los Apóstoles y sus colaboradores: es una clara manifestación de la unidad de doctrina que se vive desde el primer momento en las distintas comunidades cristianas que van surgiendo.

1Co 4, 18-20. San Pablo prefiere enviar a Timoteo, en vez de ir personalmente (v. 18): más adelante habla con detalle de su próxima visita, y del motivo -«no quiero ahora veros sólo de paso»- por el que no va en estos momentos (cfr. 1Co 16, 5-9). Cuando vaya, contrastará la palabrería de esos sabios según la carne de que ha hablado en los capítulos anteriores (cfr. 1Co 1, 18-1Co 3, 4), con su verdadera eficacia cara a la expansión del Reino de Dios (vv. 19-20).

1Co 4, 21. El Apóstol se sabe pastor de esta comunidad de fieles surgida en Corinto por su predicación, y responsable ante Dios de la salvación de sus almas. Su deseo sería actuar siempre con «espíritu de mansedumbre», sin enfrentarse ni contristar a nadie. Pero no vacilará en violentarse y actuar «con la vara», es decir, con fortaleza, cuando así lo exija el bien de los fieles: amonestando vigorosamente, o incluso apartando de la comunión eclesial, a quienes representan un daño para los demás cristianos (cfr. p. ej. el capítulo que sigue).
San Agustín recordaba a los que ejercen el oficio de pastores en la Iglesia, esta obligación: «¿Os dais cuenta lo peligroso que puede resultar callarse? El impío muere, y muere con razón; muere en su pecado y en su impiedad: su propia negligencia le mata. Pues podría haber encontrado al pastor que vive y que dice: 'Por mi vida, dice el Señor…'; como fue negligente, y el que recibió el encargo de amonestarle tampoco lo hizo, el uno muere justamente, y el otro, justamente también, es condenado. En cambio, como dice el texto sagrado, si advirtiese al impío, al que yo hubiese amenazado con la muerte: vas a morir, y él no se preocupa de evitar la espada amenazadora, y viene la espada y acaba con él, él morirá en su pecado; y tú, en cambio, habrás salvado tu alma (cfr. Ez 33, 2-9). Por eso, precisamente a nosotros nos toca no callarnos; mas vosotros, en el caso de que nos callemos, no dejéis de escuchar las palabras del Pastor en las Sagradas Escrituras» (Sermón 46, 20).

1Co 5, 1-1Co 6, 20. Estos capítulos forman una unidad temática: después de corregir a los corintios del pecado que causa los demás males, la falta de unidad, y antes de pasar a responder a las cuestiones que le habían planteado los mismos corintios (caps. 7 y ss.), San Pablo aborda dos problemas que estaban obstaculizando la vida cristiana de aquella comunidad: los pecados de impureza y el comportamiento en los procesos judiciales.
Comienza tratando el problema del incestuoso y su castigo (1Co 5, 1-8); de este caso concreto toma pie para enseñar cómo han de comportarse con los pecadores obstinados: no se les puede admitir en la comunidad cristiana (1Co 5, 9-13).
A continuación, los dos temas mencionados -los pecados de impureza y los juicios- son el punto de partida para unos consejos prácticos más generales y de tono más elevado: en primer lugar trata de los pleitos entre cristianos y del modo de solucionar los litigios que se presentan (1Co 6, 1-8); la injusticia de los hombres le lleva por asociación a describir los pecados que impiden la posesión del Reino de los Cielos (1Co 6, 9-11). Por último, en un bellísimo pasaje, ensalza la dignidad del cuerpo humano y la necesidad de conservarlo íntegro para Dios: es un magnifico canto a la virtud de la santa pureza (1Co 6, 12-20).

1Co 5, 1-2. Con dolor profundo San Pablo amonesta la pasividad de aquellos cristianos, ante un delito tan escandaloso que hubieran rechazado hasta los mismos paganos: un cristiano vivía maritalmente con su madrastra, hecho prohibido incluso en la legislación romana. Es impensable que fuera su propia madre, inadmisible en cualquier sociedad; era una segunda esposa del padre, probablemente ya muerto; seguramente la mujer era pagana porque el Apóstol no la vuelve a mencionar.
Es posible que algunos corintios, engreídos de soberbia, con falsas razones quisieran justificar tal acción: quizá malinterpretando que la conversión es un nacer de nuevo (cfr. Jn 3, 5), pretendían borrar los lazos familiares anteriormente contraídos (así lo hacían algunos rabinos judíos con sus prosélitos). El Apóstol no menciona excusa alguna, sino que con energía señala la gravedad del pecado y se apresura a poner con fortaleza el remedio.
Si grave es el pecado del incestuoso, también es grave la pasividad de aquellos cristianos que toleraban tal situación. Jesucristo enseñó que es preciso corregir al que yerra (cfr. Mt 18, 15-17), sin escatimar esfuerzos. Cuando en nuestra vida personal o en la de los otros advirtamos algo que no va -explica el Fundador del Opus Dei-, algo que necesita del auxilio espiritual y humano que podemos y debemos prestar los hijos de Dios, una manifestación clara de prudencia consistirá en poner el remedio oportuno, a fondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas (Amigos de Dios, 157).

1Co 5, 3-5. Además de emitir su decisión personal sobre el incestuoso (v. 3), San Pablo da una fórmula solemne de excomunión (vv. 4-5). En ella hay cuatro elementos importantes: «En el nombre del Señor nuestro Jesús», significando que los juicios de la Iglesia trascienden los puramente humanos. «Con el poder de nuestro Señor Jesús», dando a entender que la potestad de la Iglesia ha sido recibida del propio Jesucristo: «Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo» (Mt 18, 18; cfr. Mt 16, 19). «Reunidos vosotros y mi espíritu»: Aunque no se usa terminología técnica, ajena al género epistolar, es fácil descubrir en esta expresión la colegialidad de las decisiones bajo la autoridad jerárquica del Apóstol.
Finalmente se describe la sentencia: «Que ése sea entregado a Satanás». El incestuoso debía quedar fuera de la Iglesia, inhábil para recibir los auxilios espirituales y expuesto al poder hostil del demonio. «Los excomulgados, al estar fuera de la Iglesia, pierden parte de los bienes que en ella se contienen. Hay además otro peligro: por la oración de la Iglesia el diablo está más incapacitado para tentarnos; por tanto, cuando uno es excluido, puede ser vencido fácilmente por él. De ahí que en la Iglesia primitiva cuando alguno era excomulgado, solía ser atormentado corporalmente por el diablo» (Santo Tomás, Super Symbolum Apostolorum, 10). Pero la pena no es definitiva, porque se impone «a fin de que el espíritu se salve en el Día del Señor», es decir para que pueda corregirse.
La Iglesia ha mantenido a lo largo de la historia la potestad de imponer penas, incluso graves como es la excomunión, cuando otros medios de persuasión no han sido suficientes: «Si por la gravedad del delito es necesario el castigo, es entonces cuando (los Obispos) deben hacer uso del rigor con mansedumbre, de la justicia con misericordia y de la severidad con blandura, para que sin asperezas se conserve la disciplina, saludable y necesaria a los pueblos, y los que han sido corregidos se enmienden; o, si éstos no quieren volver, para que el castigo sirva a los demás de ejemplo saludable y se aparten de los vicios» (Conc. de Trento, De reformatione, cap. 1).

1Co 5, 6. El ejemplo de la actuación de la levadura en la masa había sido empleado por Jesucristo tanto para hablar del crecimiento del bien (cfr. Mt 13, 31-33 y par.) como del mal (cfr. Mc 8, 15-16 y par.): en los dos casos una pequeña cantidad puede alcanzar un desarrollo muy grande. Aquí San Pablo utiliza esta imagen para hacer notar a los corintios cómo la actuación del incestuoso puede dañar a toda la comunidad cristiana: por el mal ejemplo y escándalo que da, y también por el consentimiento en su pecado por parte de los demás, que no intentan corregirle (cfr. Comentario sobre 1Cor, ad loc.).
San Pablo resalta la gravedad del escándalo -«dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro de cometer pecados» (Catecismo Mayor, n. 417)-: «Porque todos los otros pecados, aunque sean grandes, no dañan más que al hombre que los hace; mas éste daña a sí y daña a los otros que aparta del camino de Dios. Pues ¿con qué se satisfará este daño, que es matar una alma que Cristo compró con su sangre? Porque si oro es lo que oro vale, Sangre de Cristo es lo que sangre costó. De donde se sigue que si estos hombres se condenaren, no sólo padecerán penas por sus propias culpas, sino también por las de aquellos que pervirtieron. Por lo cual todo entenderá el cristiano cuan justo fue aquel ¡ay! y aquella exclamación de Cristo cuando dijo (Mt 18, 7); ¡Ay del mundo por los escándalos!» (Fray Luis de Granada, Sermón de las caídas públicas).

1Co 5, 7-8. El Apóstol utiliza ejemplos tomados de la celebración judía de la Pascua y de los Ázimos, para hacer a los corintios algunas aplicaciones espirituales. La Pascua era la principal fiesta judía, cuyo rito esencial consistía en comer el cordero pascual. Tanto en la cena pascual como en los siete días siguientes, fiestas también, estaba prohibido comer pan fermentado, y por eso se llamaban los días de los ázimos. De ahí que Dios, en el libro del Éxodo, prescribiera eliminar de las casas la levadura, durante esos días (cfr. Ex 12, 15.19).
Jesucristo, nuestra Pascua, nuestro cordero pascual, «fue inmolado». El cordero pascual era una promesa y figura del verdadero Cordero, Jesucristo (cfr. Jn 1, 29), víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad: «Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida» (Misal Romano, Prefacio Pascual, I). La perenne validez del sacrificio de Cristo en la Cruz (cfr. Hb 10, 11-14), renovado cada vez que se celebra la Santa Misa, hace que los cristianos vivamos ya en una continua fiesta. De ahí, concluye el Apóstol, que debáis eliminar -tanto de la comunidad cristiana como de la vida personal- la levadura antigua, que en el contexto de la fiesta venía a simbolizar lo impuro y pecaminoso; y llevar siempre una vida auténticamente cristiana, con ázimos, símbolo de lo limpio y puro, «de sinceridad y de verdad».
«El tiempo presente es, pues, un día de fiesta -comenta San Juan Crisóstomo-, porque al decir: 'celebremos la fiesta', Pablo no añade: porque la Pascua o Pentecostés está próxima. No, él señala que toda esta vida es un día de fiesta para los cristianos, en razón de los bienes inefables que les han sido concedidos. En efecto, cristianos, ¿qué grandes bienes no habéis recibido de Dios? Por vosotros, Jesucristo se ha hecho hombre; os ha librado de la condenación eterna, para llamaros a la posesión de su reino. Con este pensamiento, ¿podéis no estar en fiesta continua durante los días de vuestra vida terrestre? Lejos de nosotros cualquier abatimiento por la pobreza, la enfermedad o las persecuciones que nos agobian. La vida presente es, siguiendo al Apóstol, un tiempo de fiesta» (Hom. sobre 1Co, ad loc.).

1Co 5, 9-10. No se tienen más noticias de la carta mencionada, que debió perderse posteriormente. Está claro que no contendría nada sustancial de la Revelación que no se encuentre en otros lugares de la Sagrada Escritura; de no ser así, Dios nuestro Señor no hubiera permitido que se perdiera algo necesario para la Iglesia universal.
San Pablo aclara el sentido de una indicación que les daba en esa carta anterior -no mezclarse con los fornicarios-, que, por la forma de comportarse que los corintios están teniendo con el incestuoso, parece que no han entendido bien: no se trata de no mezclarse con los pecadores paganos, sino con los que teniendo el nombre de cristianos no procuran apartarse de su pecado.
Corinto era una ciudad extraordinariamente corrompida. Para evitar el contacto con esos pecadores no cristianos, los fieles hubieran tenido que «salir de este mundo», y ése nunca hubiera podido ser el consejo de San Pablo, que más adelante les escribirá: «Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos» (1Co 9, 22). El cristiano debe procurar que todos los hombres se salven, y poner todos los medios sobrenaturales y humanos para conseguirlo: sólo cuando alguien resulte un peligro para la propia alma, debe rechazarle y apartarse de él. Pero sería una cobardía apartarse del mundo (cfr. notas a 1Co 3, 21-23; 2Co 5, 6), y de las ocupaciones honestas de esta vida por las dificultades que pudieran encontrarse, fruto de un ambiente descristianizado: Los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes (…). Urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano (Amigos de Dios, 210).

1Co 5, 11-13. El Apóstol vuelve al tema central del capítulo, el remedio ante el incestuoso, con una aplicación más extensa: la misma suerte han de seguir quienes cometen los pecados mencionados en el v. 11: «Con éstos, ni comer siquiera», es decir, ni admitirlos en las reuniones litúrgicas (cfr. 1Co 11, 27), ni mantener en privado amistad íntima (cfr. 2Jn 1, 10). Al final del capítulo se repite la sentencia con palabras frecuentes en el AT (cfr. Dt 17, 7): «¡Echad de entre vosotros al malvado!» (v. 13). Aunque directamente se refiere al incestuoso, cabría traducir con la Neovulgata de modo más general: «Apartad el mal de en medio de vosotros».
La relación de pecados del v. 11 es muy similar a la que aparece en el capítulo siguiente (1Co 6, 9-10); en las cartas de San Pablo pueden contabilizarse hasta trece resúmenes de pecados graves. Era frecuente en los ambientes piadosos y cultos de la época que circularan listas de pecados, diversos entre los griegos y entre los judíos. San Pablo que, posiblemente conocía unas y otras, no las transcribe literalmente, sino que les imprime un carácter profundamente cristiano tanto en la forma como en el contenido.
En efecto, no pretende hacer una enumeración exhaustiva de pecados, sino recordar aquellos que tienen más peligro de cometer los destinatarios concretos de sus cartas. Las inicia condenando el pecado que ha motivado el escrito: en este caso, el incesto; en el cap. 6 la injusticia, etc. Además, la gravedad de esas acciones se deducen de las consecuencias; no tanto por los estragos que pueden acarrear a la sociedad, cuanto por el castigo que merecen: tales pecadores no poseerán el Reino (1Co 6, 9; Ga 5, 19-21; Ef 5, 5); provocan la ira de Dios (Col 3, 5-8); darán cuenta en el último día (2Tm 3, 2-5; 1Co 5, 5); son dignos de muerte (Rm 1, 29-31); etc.
En cuanto al contenido es fácil comprobar que tales pecados son transgresión de alguno de los diez mandamientos. Pero San Pablo, que no pretende dar un tratado sistemático de la moral cristiana, menciona siempre tres de esos pecados: la codicia, la idolatría y la impureza.
La codicia, en un sentido más profundo que la simple ambición de poseer riquezas, significa utilizar a los demás -y si es preciso al mismo Dios- para conseguir provecho o placer. Es, por tanto, el pecado más opuesto a la caridad que implica servir a Dios y a los hombres por Dios.
De ahí que el Apóstol mencione junto a la codicia, la idolatría; en efecto, la idolatría, que consiste en no dar a Dios la gloria debida como único Dios, desemboca siempre, como la codicia, en la autosuficiencia del hombre, que piensa no necesitar nada de Dios (cfr. Rm 1, 21). «El principio de todo pecado -comenta San Agustín- es la soberbia; si hubiesen dado gracias a Dios por la sabiduría que les concede, nunca se hubieran atribuido algo a sus propios razonamientos» (Expositio quorumdam propositionum ex Epistola ad Romanos, prop. IV). Y Santo Tomás concreta más la obcecación de los soberbios: «El que se aparta de Dios, presumiendo de sí mismo y no de Dios, queda oscurecido espiritualmente» (Comentario sobre Rm 1, 21).
También la impureza, abarcando en sentido amplio todo desorden contra el sexto y el noveno mandamiento, es un pecado grave, análogo a la idolatría (cfr. Rm 1, 24-27; 1Co 10, 6-8); puesto que el cuerpo pertenece a Dios y es miembro de Cristo (cfr. 1Co 6, 14); todo uso desordenado de la facultad generativa lleva consigo una cierta perversión del culto debido a Dios: el cuerpo, que debe glorificar a Dios, pretende glorificarse a sí mismo. Queda, por tanto, claro que el Apóstol, a lo largo de sus escritos, quiere poner de manifiesto cuál es la razón profunda de la gravedad de estos pecados, puesto que todos ellos van directamente contra la gloria debida a Dios.

1Co 6, 1-6. Como es habitual en sus escritos, ante un suceso más o menos importante en la vida de los cristianos, el Apóstol se remonta a una doctrina más elevada, desde cuya perspectiva se ilumina perfectamente el problema concreto.
En este caso, el suceso escandaloso es que haya pleitos entre los cristianos (v. 7) y que pretendan dilucidarlos fuera del ámbito de la Iglesia, ante tribunales paganos -nótese la fuerza de las primeras palabras: «¿Cómo se atreve alguno…?» -.
Los cristianos, por su bautismo, son santos, justos, es decir, participan de la vida y virtudes de Cristo y están llamados a ponerlas por obra. Más aún, los cristianos, como los Apóstoles (cfr. Mt 19, 28; Lc 22, 30), juzgarán a los hombres y a los ángeles en el último día. Son, por tanto portadores y testigos de la justicia divina. En consecuencia, no tiene sentido pleitear entre sí; y en caso de cualquier litigio, siempre habrá entre los cristianos personas capacitadas y con gracia de estado para solucionar los problemas. Es de notar la ironía del v. 4 en el que sugiere que sea el que menos cuenta quien juzgue, para preguntar a continuación si no hay algún sabio entre ellos. En efecto, cualquier cristiano tiene capacidad, porque participa de la justicia divina; pero si es sabio o docto, mucho mejor.
San Pablo no menosprecia la autoridad civil y su soberanía, puesto que todo poder viene de Dios (Rm 13, 1-5); él mismo se sometió a los tribunales romanos, e incluso apeló al César (cfr. Hch 25, 11-12). El consejo concreto dado aquí -no llevar los litigios entre cristianos a los tribunales paganos- corresponde, por una parte, a la práctica del judaísmo: las causas propias eran juzgadas por tribunales judíos. Por otra parte, el Apóstol recomienda vivir, ante todo, la fraternidad y arreglar las cosas sin recurrir a los tribunales paganos. Además, harían un grave daño a la expansión del Evangelio: ¿cómo podía resultar atrayente una comunidad con sus miembros divididos entre sí? Este grave escándalo es lo que, principalmente, pretende atajar.

1Co 6, 3. El único Juez de vivos y difuntos, de ángeles y hombres es Jesucristo. Los cristianos están tan íntimamente asociados a Él, que San Pablo no ve inconveniente en atribuir a todos los miembros las acciones de la Cabeza. Por tanto, no pretende descender a detalles puramente imaginativos acerca de cómo será el Juicio Final, si los ángeles estarán sometidos al juicio de los hombres o si se someterán al menos los ángeles caídos. El Apóstol posiblemente quiere resaltar sólo la unión íntima del cristiano con Cristo, que ha de reflejarse también en el comportamiento justo de unos con otros.

1Co 6, 7-8. Éste es el motivo de la severa amonestación de San Pablo a los cristianos de Corinto. No han entendido y no cumplen el consejo del Señor en el Sermón de la montaña, de soportar las injurias (Mt 5, 39-42). Más aún, promovieron pleitos unos contra otros contraviniendo la costumbre de los primeros cristianos que tenían un mismo corazón y un mismo sentir (Hch 4, 32). Además buscan solucionar sus desavenencias ante tribunales paganos, ajenos a la fraternidad cristiana. San Juan Crisóstomo señala las transgresiones que cometen los corintios: «Una, no poder soportar pacientemente una injuria; otra, ser autor de una ofensa; después, buscar árbitros para este altercado; por último, usar tales procedimientos con un cristiano, su hermano en la fe» (Hom sobre 1Co, ad loc.).
El consejo de San Pablo de soportar las injurias conviene leerlo a la luz de Rm 12, 17-21 para comprender que, según la doctrina del Apóstol, no basta una actitud pasiva y débil ante las contrariedades; es preciso superarlas y empeñarse en hacer el bien en cada momento y con todas las personas. San Josemaría Escrivá proponía una norma de conducta parecida, animando a hacer el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz.
Y la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que -con la ayuda continua del Señor- procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio
-Iesus autem tacebat (Mt 26, 63), Jesús callaba-, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que Él se encargará de que brillen delante de los hombres (Mc 5, 16) (Es Cristo que pasa, 72).

1Co 6, 9-10. En esta relación de pecados, semejante a la del capítulo anterior (cfr. 1Co 5, 10-11), San Pablo enseña expresamente que quienes cometen tales pecados no heredarán el Reino, es decir, no alcanzarán la salvación eterna. Toda la lista parece una explicación del término «injustos». Efectivamente, no sólo quebrantan la justicia los que actúan mal en los pleitos o los que defraudan a otros; justicia en el lenguaje de la Biblia equivale a santidad y, por tanto, se opone a todo pecado.
«No os engañéis»: Por la forma del verbo griego podría traducirse también por «no os dejéis engañar» (cfr. Ef 5, 5-6). Ciertamente, peor que cometer tales atrocidades es pretender justificarlas como buenas; tal engaño es lo más lamentable. Y, sin duda alguna, en Corinto como en otros lugares y épocas ha habido y hay ideologías falaces que intentan presentar como bueno, lo que realmente es pecado. De ahí que, ante ciertas tendencias que pretenden reducir o negar la realidad del pecado grave, la doctrina de la Iglesia recuerda que «el hombre peca mortalmente no sólo cuando su acción procede de menosprecio directo del amor de Dios y del prójimo, sino también cuando, consciente y libremente, elige un objeto gravemente desordenado, sea cual fuere el motivo de su elección (…). Los pastores deben dar prueba de paciencia y de bondad: pero no les está permitido ni hacer vanos los mandamientos de Dios ni reducir desmedidamente la responsabilidad de las personas» (Declaración Persona humana, n. 10). Como Cristo, los pastores deben ser intransigentes con el mal y misericordiosos con las personas.

1Co 6, 11. El recuerdo de la dignidad de cristianos pone fin a las amonestaciones que San Pablo viene haciendo: trae a su memoria el hecho del bautismo, sus efectos y la necesidad de volver a la santidad inicial.
En las últimas palabras hay una alusión clara a la fórmula bautismal con la mención de las tres Personas divinas (cfr. Mt 28, 19). La inclusión del nombre de las tres Personas de la Santísima Trinidad supone un acto de fe en Dios, Uno y Trino, y el reconocimiento de que la gracia y la justificación nos la concede el Padre, nos la mereció su Hijo Jesucristo, y se nos aplica por la acción del Espíritu Santo.
Tres verbos resumen los efectos del bautismo: «lavados», «santificados», «justificados» (cfr. Hch 22, 16; Ef 5, 26; Tt 3, 5); el bautismo, además de borrar el pecado original, y los eventuales pecados personales, nos concede la gracia santificante y las virtudes infusas: «Los seguidores de Cristo -enseña el Conc. Vaticano II-, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios, conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (Lumen gentium, 40).
Al recordar la inocencia bautismal, San Pablo les anima a que vuelvan a ella por la nueva conversión. Después del Bautismo, el sacramento de la Penitencia recibido con las debidas disposiciones, nos devuelve la gracia santificante y es, por tanto, el medio querido por Jesucristo para conservar y perfeccionar la gracia recibida: «El sacramento de la Penitencia contribuye eficazmente a fomentar la vida cristiana» (Christus dominus, 30).

1Co 6, 12-20. En la segunda parte de este capítulo, el Apóstol trata sobre la gravedad de la impureza. La degradación moral en que había caído la humanidad antes de la venida de Jesucristo (cfr. Rm 1, 18-32), había llevado en algunos ambientes paganos al olvido de la intrínseca maldad de este pecado. De ahí que los Apóstoles tuvieran que recordarlo en ocasiones a los cristianos procedentes de la gentilidad (cfr. p. ej. Hch 15, 29; 1Ts 4, 3-5).
La situación de Corinto era especialmente grave: el culto de la diosa Afrodita, por ejemplo, había llevado a considerar la prostitución como una especie de consagración a la divinidad. San Pablo debe, por este motivo, aclarar a aquellos fieles recién convertidos la gravedad de este pecado, rechazando los posibles argumentos que pudieran darse en su favor (vv. 12-14), y explicando la ofensa que supone a Jesucristo (vv. 15-18) y al Espíritu Santo (vv. 19-20). «El Apóstol precisa la razón propiamente cristiana de la castidad cuando condena el pecado de fornicación, no solamente en la medida en que perjudica al prójimo o al orden social, sino porque el fornicario ofende a quien lo ha rescatado con su sangre, a Cristo, del cual es miembro, y al Espíritu Santo, de quien es templo» (Declaración Persona humana, n. 11).

1Co 6, 12-14. «Todo me es lícito»: Quizá el Apóstol utilizó esta expresión alguna vez al explicar la libertad del cristiano en relación con las prescripciones de la ley judía en materia de pureza legal, de alimentos, de la observancia del sábado, etc.; y al mostrar la libertad que Jesucristo había ganado para los hombres muriendo en la Cruz (cfr. Ga 4, 31), de manera que el cristiano ya no era esclavo del demonio ni del pecado, y -al participar mediante el Bautismo de la realeza de Cristo- dominaba las cosas todas del mundo. Pero algunos malinterpretan esa frase, y utilizan la libertad como disculpa para vivir al margen de los mandamientos de Dios. San Pablo precisa que es lícito todo lo que no se opone a la ley divina; lo que va contra ella hace caer de nuevo en la esclavitud primitiva. «No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (cfr. Mt 11, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado» (Orígenes, In Rom Comm., V, 6).
Otro sofisma era el de presentar la impureza como una necesidad natural del cuerpo, similar a la que experimenta ante la comida. San Pablo rechaza el argumento enseñando que la ordenación entre el vientre y los alimentos, no puede aplicarse al cuerpo y la fornicación: el cuerpo ni siquiera está ordenado necesariamente al matrimonio, porque si bien éste es necesario para la propagación de la especie humana, no lo es para cada individuo (cfr. Catecismo Romano, II, 8, 12). El Apóstol establece una ordenación mucho más elevada: el cuerpo es «para el Señor, y el Señor para el cuerpo»; y será resucitado por Dios para una vida gloriosa (cfr. Rm 8, 11), donde ya no tendrá necesidad de alimentos.
De esa ordenación a Dios a la que está dirigido todo el hombre -cuerpo y alma- surge el carácter eminentemente positivo de la virtud de la santa pureza, que lleva a llenar el corazón del amor de Dios, que «no nos ha llamado a la impureza, sino a vivir en la santidad» (1Ts 4, 7). Pertenecemos totalmente a Dios -recuerda San Josemaría Escrivá-, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias (…). Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor.
Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas -también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes- pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor
(Amigos de Dios, 177).

1Co 6, 15-18. San Pablo expone la grave ofensa que este pecado supone para Jesucristo. El cristiano ha sido incorporado a Cristo por el Bautismo, destinado a vivir estrechamente unido a Él, a vivir su misma vida (cfr. Ga 2, 20), a ser «un solo espíritu con él»; ha sido hecho en definitiva, miembro de su Cuerpo (cfr. Rm 12, 5; 1Co 12, 27). La fornicación supone algo tan monstruoso como desgajarse brutalmente del Cuerpo de Cristo, para hacerse miembro de una meretriz. De ahí la gravedad de este pecado, que va contra el propio cuerpo, que es parte del Cuerpo místico de Cristo.
«Huid de la fornicación»: Es el camino que ha de seguirse ante las tentaciones contra la castidad. Las demás pueden vencerse resistiendo, pero en este caso «no se vence resistiendo, porque cuanto más lo piensa uno, más se enciende; se vence huyendo, es decir, evitando totalmente los pensamientos inmundos, y todas las ocasiones» (Comentario sobre 1Co, ad loc.). El cristiano cuenta con medios abundantes para vivir delicadamente esta virtud de la santa pureza: «El primero es ejercer una gran vigilancia sobre nuestros ojos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos; el segundo, recurrir a la oración; el tercero, frecuentar dignamente los sacramentos; el cuarto, huir de todo cuanto pueda inducirnos al mal; el quinto, ser muy devotos de la Santísima Virgen. Observando todo esto, a pesar de los esfuerzos de nuestros enemigos, a pesar de la fragilidad de esa virtud, tendremos la seguridad de conservarla» (San Juan B. María Vianney, Sermón Dom. XVII después de Pentecostés) (cfr. nota a Mt 5, 27-30).

1Co 6, 19-20. La fornicación supone no sólo una profanación del Cuerpo de Cristo, sino también del templo del Espíritu Santo que es el cristiano, ya que Dios inhabita en el alma, por la gracia, como en un templo (cfr. nota a 1Co 3, 16-17).
La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada…, ya no me pertenezco…, mi cuerpo y mi alma -mi ser entero- son de Dios… Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo (1Co 6, 20) (Conversaciones, 121).
«Habéis sido comprados mediante un precio»: La Redención operada por Cristo, que culmina con su muerte en la Cruz, es el precio pagado para librar a los hombres de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte: «Habéis sido rescatados de vuestra vida vacía, heredada de nuestros mayores, no con metales corruptibles, oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, el Cordero sin tacha ni defecto» (1P 1, 18-19; cfr. Ef 1, 7). En consecuencia, ya «no os pertenecéis»: ahora el propietario es Dios; el cristiano es parte del Cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu Santo. La consideración de esta maravillosa realidad debe llevar al cristiano a vivir siempre de acuerdo con su nueva condición: «Reconoce, cristiano, tu dignidad, y puesto que has sido hecho participe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al Reino de Dios. Gracias al sacramento del Bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo: no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo» (San León Magno, Sermo 1 de Nativitate).

1Co 6, 20. «Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo»: Es la consecuencia lógica de las consideraciones que el Apóstol ha venido haciendo. «La pureza como virtud, o sea, capacidad de 'mantener el propio cuerpo en santidad y respeto' (cfr. 1Ts 4, 4), aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el 'templo' del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano» (Audiencia general Juan Pablo II, 18-III-1981).
San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje, acude a Mt 5, 16 -«que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos»-, para poner de manifiesto cómo la vida limpia de los cristianos debe llevar a quienes les rodean a Dios: «Si tienen bajo los ojos el espectáculo de una vida santa, y vivida en la práctica de las más altas virtudes, se ven obligados a entrar en sí mismos y enrojecer por el contraste de su vida con la de un cristiano. En efecto, cuando ven un hombre de la misma condición que ellos, sobrepasados en virtudes y méritos, tanto y más que el cielo sobre la tierra, ¿no se ven obligados a creer en la intervención de una gracia sobrenatural?» (Hom. sobre 1Co, 18, ad loc.).

1Co 7, 1-9 Comienza con este capítulo la segunda parte de la carta, en la cual San Pablo va a responder a una serie de consultas planteadas por los fieles de Corinto, que introduce siempre con la misma fórmula (cfr. 1Co 7, 1.25; 1Co 8, 1; 1Co 12, 1). La consulta que contesta ahora, es posible que viniera propuesta por algunos que, por reacción al ambiente corrompido y paganizado de Corinto, consideraban la virginidad como un estado necesario para todos, y el matrimonio como algo malo. En su respuesta San Pablo trata del matrimonio y de su indisolubilidad (vv. 1-16), del celibato (vv. 25-38) y de las viudas (vv. 39-40). Los vv. 17-24 constituyen una digresión, en la que explica cómo la conversión al cristianismo no lleva consigo necesariamente un cambio de estado o de las condiciones exteriores de vida.
El Apóstol expone brevemente la legitimidad del matrimonio. Conviene tener en cuenta, para entender bien lo que explica San Pablo, tanto aquí como en los vv. 25-35, que está respondiendo a una consulta en la que parece presentarse el celibato como la única posibilidad correcta para un cristiano; de ahí que ahora quiera sólo dejar claros dos puntos fundamentales: efectivamente el celibato, en términos absolutos, es superior al matrimonio, pero éste es bueno y santo para todos los que son llamados a él. San Pablo no hace aquí, por tanto, una exposición completa sobre el sacramento del Matrimonio, instituido por Dios al principio de la creación (cfr. Gn 1, 27-28), y elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento (cfr. Mt 19, 4-6; Jn 2, 2). Aunque en esta misma carta dará algunas pinceladas sobre la grandeza del matrimonio (cfr. p. ej. 1Co 7, 7.14.17; 1Co 11, 3), será especialmente en la Epístola a los Efesios (Ef 5, 22-33) donde la exponga con más detenimiento, comparando la unión entre marido y mujer con la de Cristo y la Iglesia. «Quien condena el matrimonio, priva también a la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que bienes considerados por todos como tales, es ciertamente un bien en grado superlativo» (San Juan Crisóstomo, De virginitate, X).
En efecto, responde San Pablo a la consulta, es bueno vivir el celibato, pero para ello se necesita un don de Dios (v. 7). Quienes no tienen ese don, teniendo en cuenta además el ambiente moral de Corinto -que fomenta tremendamente la impureza y puede dar motivo para tantas tentaciones del demonio (vv. 2.5.9)-, es mejor que vivan en el matrimonio, que también es un don de Dios (v. 7). Es evidente que no quiere decirles que el remedio de las tentaciones sea el fin fundamental del matrimonio: sencillamente quiere evitar que haya quienes, no estando llamados por Dios al celibato, quieran vivir célibes, y el demonio pueda tentarles.
El matrimonio, sin menoscabo de los otros fines, esta ordenado por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos (cfr. Gaudium et spes, 50). «Según el designio de Dios -enseña el Papa Juan Pablo II-, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole en la que encuentra su coronación (…). El cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador (cfr. Gn 5, 1-3)» (Familiaris consortio, nn. 14 y 28).

1Co 7, 3-6. Por lo que dice San Pablo, algunos se habían planteado que si la virginidad es necesaria a todos, los que ya están casados deben vivir como célibes. No es así, aclara el Apóstol, y si en algún caso los esposos quieren vivir una continencia total, que sea de mutuo acuerdo y sólo por cierto tiempo, de manera que eviten ponerse innecesariamente en ocasión de ser tentados por Satanás. Precisa que no lo impone así como mandamiento, sino «como condescendencia»: como dirá a continuación (v. 7), le gustaría que todos viviesen célibes como él, pero sabe que Dios da dones distintos a cada uno.
A la vez, el Apóstol da una preciosa enseñanza sobre los deberes conyugales. El marido y la mujer ya no son cada uno dueño exclusivo de su propio cuerpo, sino que el otro cónyuge también tiene derecho sobre él: forman una sola carne (cfr. Gn 2, 24), de manera que, perteneciendo el uno al otro, se deben en estricta justicia.

1Co 7, 7. San Pablo vivía el celibato; por vocación de Dios estaba plenamente dedicado a su servicio. Le gustaría que todos fuesen como él -en los vv. 25-35 explicará la superioridad del celibato sobre el estado matrimonial-; pero aclara que como había enseñado Jesucristo (cfr. Mt 19, 11-12) se trata de un don especifico de Dios. «La respuesta a la vocación divina es una respuesta de amor al amor que Cristo nos ha demostrado de manera sublime (Jn 15, 13; Jn 3, 16); ella se cubre de misterio en el particular amor por las almas, a las cuales Él ha hecho sentir sus llamadas más comprometedoras (cfr. Mc 10, 21). La gracia multiplica con fuerza divina las exigencias del amor, que, cuando es auténtico, es total, exclusivo, estable y perenne, estímulo irresistible para todos los heroísmos. Por eso la elección del sagrado celibato ha sido considerada siempre en la Iglesia 'como señal y estímulo de la caridad' (Lumen gentium, 42); señal de un amor sin reservas, estímulo de una caridad abierta a todos» (Pablo VI, Sacerdotalis caelibatus, n. 24; cfr. nota a Mt 19, 11-12).
De las palabras del Apóstol -«cada cual tiene de Dios su propio don»- se desprende claramente que también la vocación matrimonial es un don de Dios (cfr. Lumen gentium, 11), de tal forma que la vida familiar, y los deberes conyugales, la educación de los hijos, el empeño por sacar adelante y mejorar económicamente la familia, son situaciones que los esposos deben sobrenaturalizar, viviendo a través de ellas una vida de entrega a Dios.
El matrimonio es un camino divino en la tierra -enseña el Fundador del Opus Dei-. El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive (Conversaciones, 91).

1Co 7, 10-11. A diferencia de lo que dice hablando del celibato -no lo manda, sólo aconseja (cfr. v. 25)-, al referirse a la indisolubilidad del matrimonio San Pablo deja patente que si tiene un precepto bien claro, no suyo, sino del Señor. Efectivamente, Jesucristo había enseñado de manera inequívoca la unidad e indisolubilidad del matrimonio (cfr. Mt 5, 31-32; Mt 19, 3-12 y par.) que no puede intentar romper ni el hombre (cfr. Mt 5, 21-32; Mt 19, 3-12) ni la mujer (cfr. Mc 10, 12). Ninguna autoridad en la tierra puede disolver «lo que Dios unió» (Mt 19, 6); únicamente la muerte de uno de los cónyuges rompe el vinculo matrimonial (cfr. 1Co 7, 39). Aunque se produzca una separación entre los cónyuges, no se disuelve el vínculo, y por tanto ninguno de los dos puede contraer de nuevo un verdadero matrimonio. Esta indisolubilidad no afecta únicamente al matrimonio cristiano, sino a todo verdadero matrimonio.
La Iglesia, único intérprete autorizado de la Sagrada Escritura y de la ley natural, ha enseñado siempre la unidad e indisolubilidad de la institución matrimonial (cfr. la nota a Mt 5, 31-32). «Es deber fundamental de la Iglesia -enseña el Papa Juan Pablo II- reafirmar con fuerza (…) la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (cfr. Ef 5, 25).
»Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia (…).
»Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo» (Familiaris consortio, n. 20).

1Co 7, 12-16. Después de haber recordado anteriormente una de las propiedades esenciales del matrimonio, que es la indisolubilidad, el Apóstol plantea el caso concreto -frecuente en aquella época- de un matrimonio entre paganos, uno de cuyos cónyuges se convierte al cristianismo y se bautiza.
Según los usos judaicos de aquel entonces, cuando un pagano se convertía al judaísmo y se circuncidaba, se veía obligado a cumplir todos los preceptos de la Ley mosaica, incluido el de no cohabitar con gentiles, en cuyo caso contraía impureza legal. De ahí que la cohabitación del cónyuge convertido al judaísmo con el cónyuge gentil suponía el estado permanente de impureza. Para resolver esta situación, el derecho judaico establecía que quedaban rotos todos los vínculos anteriores, incluido el del matrimonio, cuando alguien se convertía al judaísmo.
En cambio, la solución adoptada por San Pablo es bien distinta: incluso en ese supuesto, aboga por la indisolubilidad de la vida matrimonial, ya que las prescripciones de la Antigua Ley acerca de la pureza legal han quedado abolidas por Cristo. Sólo en el caso de que la parte pagana no quiera seguir conviviendo pacíficamente, la parte bautizada queda libre para separarse y casarse de nuevo.
Tres aspectos hay que resaltar a la luz de esta doctrina:
a) Jesucristo no había hablado, en particular, de este caso; por eso dice el Apóstol que es doctrina suya, no del Señor (v. 12): no pretende contradecir la enseñanza clara de Jesucristo sobre la indisolubilidad, que el mismo Apóstol acaba de recordar (cfr. vv. 10-11; Mt 5, 19; etc.), sino que aplica -bajo la inspiración del Espíritu Santo- la doctrina general a un supuesto concreto.
b) Los miembros de la familia (cónyuge e hijos) quedan santificados por el que ha recibido el Bautismo (vv. 13-14). Es decir, la conversión de uno de los cónyuges, lejos de suponer un menoscabo de la familia, es un grandísimo beneficio del que participan todos; el Bautismo no va a originar la división, sino que refuerza y santifica la unidad matrimonial. La conversión, por tanto, no facilita la disolución, sino que refuerza la indisolubilidad.
c) Sólo cuando la parte infiel rompe la convivencia matrimonial o no deja vivir al bautizado conforme a la fe, éste queda libre para contraer nuevas nupcias (vv. 15-16).
La Iglesia ha seguido la solución prevista por San Pablo, comúnmente denominada «privilegio paulino», permitiendo que en los supuestos antes mencionados el cónyuge convertido pueda separarse del pagano y casarse de nuevo (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1143-1147).
San Pablo no se refiere al matrimonio que uno, que ya es católico, puede contraer con un infiel o con un cristiano no católico (matrimonios mixtos). En tales casos, planteados mucho mas tarde, la Iglesia exige unos determinados compromisos al cónyuge no católico, y el matrimonio contraído es válido e indisoluble (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1124-1128).

1Co 7, 17-24. «Cada uno permanezca en la vocación en que fue llamado»: San Pablo repite tres veces la misma idea (cfr. vv. 17.20. 24). Quizá algunos, aplicando mal las consecuencias del nuevo nacimiento que supone el Bautismo, pretendían un cambio total, no sólo interior, sino también en las condiciones exteriores de su vida. El Apóstol les explica mediante dos ejemplos -la circuncisión (vv. 18-20) y la esclavitud (vv. 21-24)-, que las circunstancias externas no entorpecen la vida cristiana, sino que son el medio querido por Dios para desarrollarla.
La vocación cristiana no saca a nadie de su sitio, ni tiene por qué cambiar las circunstancias exteriores. Lo que sí lleva consigo es una conversión interior, de manera que las circunstancias ordinarias y corrientes en las que el hombre transcurre su vida -el trabajo, la familia, el descanso, las relaciones sociales- son ahora medio y camino de santidad, lugar de encuentro con Dios, ocasión de apostolado. La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios.
La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adonde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía
(Es Cristo que pasa, 45).

1Co 7, 19. «Lo importante es la observancia de los mandamientos de Dios», vivir de acuerdo con la voluntad de Dios en el lugar en que cada uno ha sido puesto por Él. Ni la circuncisión ni su falta importan: «En Cristo Jesús no tienen valor ni la circuncisión ni la incircuncisión, sino la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6; cfr. Ga 6, 15). Judíos y gentiles, esclavos y libres, han recibido la misma fe y la misma vocación: «Todos nosotros, tanto judíos como griegos, tanto siervos como libres, fuimos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1Co 12, 13).

1Co 7, 21-23. «Aprovecha más bien tu condición»: Aunque según el texto original cabría interpretar las palabras de San Pablo en el sentido de aprovechar la ocasión para hacerse libres, parece más de acuerdo con el contexto que el consejo del Apóstol sea aprovechar esa circunstancia para vivir su vocación cristiana. No se plantea la abolición radical de la esclavitud en aquellos momentos, aunque constantemente afirmará la igualdad de todos los hombres ante Dios (cfr. Ga 3, 28-29; o la Carta a Filemón); a medida que la doctrina cristiana fue impregnando todas las capas de la sociedad, se produjo la desaparición de la esclavitud.
Por otra parte, explica San Pablo, todos somos libres en el Señor: «¿Cómo un esclavo, puede ser libre permaneciendo esclavo? Es libre, responde San Juan Crisóstomo, cuando está liberado de las pasiones del alma, de las enfermedades que la dañan, cuando triunfa sobre el amor a las riquezas, sobre la cólera, sobre los movimientos tempestuosos de la concupiscencia (…). El esclavo, efectivamente, puede no serlo, y el hombre libre puede muy bien ser esclavo» (Hom. sobre 1Co 19, ad loc.).
A la vez, todos hemos de ser siervos del Señor: el cristiano debe recordar el ejemplo diáfano de Jesucristo, que no vino «a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 28) y el de San Pablo, que «siendo libre de todos» se hizo «siervo de todos para ganar a los más que pueda» (1Co 9, 19). Servir a los demás, por amor a Dios, lejos de ser una humillación, es para todos motivo de honor y de legítimo orgullo. Esclavitud por esclavitud -si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana-, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre (Amigos de Dios, 35).

1Co 7, 25-35. El Apóstol expone ahora la excelencia de la virginidad -se refiere tanto a las mujeres como a los hombres (cfr. vv. 26 ss.)- por amor a Dios, sobre el matrimonio. Es una doctrina declarada expresamente por el Magisterio de la Iglesia (cfr. De Sacram. matr., can. 10; Sacra virginitas, n. 11).
Comienza aclarando que en esto no tiene precepto del Señor (cfr. nota a 1Co 7, 12-16; Mt 19, 12) pero aconseja el celibato, y su consejo, por la misericordia del Señor que le eligió como Apóstol, tiene autoridad. Los motivos que señala se reducen a uno: el amor de Dios, al cual puede dedicarse el célibe con una exclusividad que no se da en la persona casada, que debe atender también a su familia, y «está dividido» (v. 34). «Tal es la finalidad principal y la razón primaria de la virginidad cristiana, a saber, dedicarse únicamente a las cosas divinas poniendo en ello la mente y el corazón; querer en todas las cosas agradar a Dios; pensar en Él constantemente y consagrarle por completo cuerpo y espíritu» (Pío XII, Sacra virginitas, n. 5). Esta dedicación exclusiva a Dios llevará consigo una vida plena y fecunda, porque posibilita para amar y darse a todos los hombres, con mayor libertad y disponibilidad. Además, el celibato tiene un significado escatológico: constituye un signo particular de los bienes celestiales (cfr. Perfectae caritatis, 12), y significa el estado de los bienaventurados que en el Cielo son como ángeles (cfr. Mt 22, 30).
Las referencias que San Pablo hace aquí al matrimonio deben entenderse en el contexto de la consulta efectuada, de acuerdo con lo señalado en la nota a 1Co 7, 1-9. En este punto, sólo quiere dejar claro ahora que, si bien el celibato es más excelso, el matrimonio no es malo: ni hacen mal los que se casan (v. 28), ni los casados deben vivir como célibes (vv. 3-5), ni desunirse (v. 27). Por otra parte, sólo quien valora en toda su grandeza el matrimonio está en condiciones de comprender el don de Dios que supone el celibato, y de entregarse al Señor en cuerpo y alma. «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino de los cielos» (Familiaris consortio, n. 16).

1Co 7, 28. La «tribulación en la carne» no significa en absoluto una expresión peyorativa del matrimonio: «El amor (de los esposos) se expresa y perfecciona con la acción propia del matrimonio. Por ello, los actos con que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» (Gaudium et spes, 49).
El sentido de la frase es similar a «las preocupaciones del mundo» (v. 33) que menciona más abajo. Es decir, los casados no pueden desentenderse de las necesidades materiales de su familia. Así se comprende también que el Apóstol diga que «el casado está dividido» (v. 34), es decir, que no puede agradar a Dios sin atender las necesidades, incluso materiales, de los suyos. Los esposos han de convertir estas circunstancias inherentes a su estado en medio de santificación: Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esta unión -señala San Josemaría Escrivá-, cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar (Es Cristo que pasa, 23).

1Co 7, 29-31. Tanto San Pablo como los demás Apóstoles recuerdan con frecuencia en sus escritos la brevedad de la vida terrena (cfr. Rm 13, 11-14; 2P 3, 8; 1Jn 2, 15-17), como un estímulo para aprovechar con intensidad todos los momentos en servicio a Dios y, por Él, a todos los hombres. Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est! (1Co 7, 29), ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno (Amigos de Dios, 39).
Como consecuencia, el cristiano debe vivir el desprendimiento de los bienes terrenos, sin dejarse esclavizar por nada ni por nadie (cfr. 1Co 7, 23; Lumen gentium, 42), con la mirada puesta en la vida eterna. «Gran remedio es para esto -enseña Santa Teresa de Jesús- traer muy continuo cuidado de la vanidad que es todo, y cuan presto se acaba, para quitar la afección de todo y ponerla en lo que ha para siempre de durar; y aunque parece flaco medio, viene a fortalecer mucho el alma; y en las muy pequeñas cosas traer gran cuidado; en aficionándonos a alguna, no pensar más en ella, sino volver el pensamiento a Dios, y Su Majestad ayuda» (Camino de perfección, cap. 14, 2).

1Co 7, 35. Quiere dejar bien claro que no pretende engañar a nadie, animando a una entrega imposible de vivir, y provocando problemas innecesarios. Únicamente señala la mayor facilidad que para el servicio a Dios tiene el célibe.

1Co 7, 36-38. Para entender este pasaje oscuro, se han formulado principalmente dos hipótesis. La primera es que el Apóstol se referiría a una costumbre de los primeros tiempos, consistente en que un cristiano recibía en su casa a una joven cristiana para proteger su virginidad o evitar que su familia pagana le obligase a contraer matrimonio. Tal costumbre es conocida en documentos de los siglos II y III; pero no hay testimonios de ella en el siglo I, fuera de esta alusión de San Pablo. La otra hipótesis es que el Apóstol se dirige al padre o tutor al que, según la costumbre de la época, correspondía decidir sobre el matrimonio de su hija. En este caso, en lugar de traducirse «pueden casarse», habría que decir: «Puede determinar que se case». «Y es conveniente casarla»: La frase es ambigua. En la primera hipótesis, es conveniente que se casen porque no se estarían comportando honestamente ni se sentirían con fuerzas para guardar la virginidad; en la segunda, es conveniente darla en matrimonio, porque el padre vería que no es bueno obligar a su hija a permanecer célibe.
Dentro de la oscuridad de estas expresiones, la doctrina de San Pablo es clara y viene presentada desde distintos ángulos: el matrimonio es bueno y santo; pero cada persona en particular no está obligada a contraerlo. Quienes por vocación divina -«el que permanece firme en su corazón»- se sientan llamados al celibato y la virginidad, hacen todavía mejor (cfr. v. 38).

1Co 7, 39-40. La Iglesia ha enseñado siempre, siguiendo estas palabras de San Pablo, que el vínculo matrimonial queda disuelto con la muerte de uno de los cónyuges, de manera que el otro queda libre para contraer nuevas nupcias. No está del todo claro el significado de las palabras «pero sólo en el Señor». Lo más probable es que el Apóstol recomienda casarse con un cristiano, dado el peligro de apostasía en que se encontraban aquellos primeros cristianos.
En cualquier caso, al igual que a las personas solteras, aconseja como camino más perfecto, permanecer sin casarse, consagradas al servicio de Dios, si esto es la voluntad divina.
Más tarde, escribiendo a Timoteo, el Apóstol da instrucciones más concretas sobre las viudas: unas deben ser socorridas por sus familias; otras deben dedicarse al servicio de la Iglesia de modo permanente; todas deben comportarse con la dignidad propia de su estado (cfr. 1Tm 5, 9-16).

1Co 8, 1-1Co 10, 31. San Pablo trata en estos capítulos de lo relativo a los animales inmolados a los ídolos. En los cultos paganos parte de las carnes sacrificadas o idolotitos era para los dueños, que podían consumirla en el mismo Templo (cfr. 1Co 8, 10), o bien en sus casas. Además, esa carne podía ser vendida en el mercado. Algunos cristianos no se habían planteado el menor problema; pero para otros -temerosos de hacerse de alguna manera partícipes de los cultos idolátricos, al comer carnes inmoladas (cfr. 1Co 8, 7)-, la situación planteaba diversas cuestiones de orden práctico: al comprar carne, ¿debían preguntar sobre su procedencia? (cfr. 1Co 10, 25-26); ¿podían aceptar invitaciones a comidas en las que quizá sirvieran carnes de este tipo? (cfr. 1Co 10, 27 ss.). El concilio de Jerusalén, celebrado hacia el año 48-50, había escrito a los cristianos de Antioquía, Siria y Cilicia que se abstuvieran de lo sacrificado a los ídolos (cfr. Hch 15, 23-29). Cuando dos años después, San Pablo predica en Corinto, es posible que no les mencionara nada de este punto, teniendo en cuenta el ambiente pagano que imperaba allí, muy distinto del de las comunidades a que se dirigió el concilio: para abstenerse de ese tipo de carnes en aquellos momentos, los fieles hubieran tenido que aislarse del resto de sus conciudadanos.
Al responder a las consultas planteadas, el Apóstol explica primero los principios generales: pueden comerse esas carnes, ya que los ídolos no son nada (1Co 8, 1-6), pero la caridad exigirá a veces abstenerse de ellas (1Co 8, 7-13); ilustra los principios con su ejemplo (1Co 9, 1-27) y con las lecciones que da la historia de Israel (1Co 10, 1-13); y, finalmente, resuelve algunos casos concretos que se planteaban (1Co 10, 14-33).

1Co 8, 1-6. Es evidente que los ídolos no son nada, y que, por tanto, las carnes sacrificadas a ellos, pueden ser comidas sin preocupaciones (cfr. 1Co 10, 25-27). Pero algunos no tenían todavía claro este punto, y se escandalizaban al ver a otros cristianos comer esos alimentos (cfr. 1Co 8, 7-13). De ahí que San Pablo recuerde de nuevo a los corintios (cfr. 1Co 1, 18-1Co 3, 4) la insuficiencia de su sabiduría, por no estar acompañada de la caridad: «La fuente de todos los males de los corintios no estaba en la falta de ciencia -comenta San Juan Crisóstomo- sino en la falta de caridad y de preocupación por el prójimo. Ésta era la fuente de los cismas que dividían esta iglesia, de la vanidad que los obcecaba y de todos los desórdenes que el Apóstol ha censurado precedentemente y censurará todavía. También les hablará a menudo de la caridad, esforzándose por esclarecer, por así decir, esta fuente de todos los bienes (…). Tened caridad, así vuestra ciencia no tendrá riesgos. Quiero que vuestra ciencia sobrepase la de vuestros hermanos. Si les amáis, lejos de elevaros por encima de ellos y de despreciarlos, trabajaréis por hacerles participar de vuestras luces» (Hom. sobre 1Co, 20, ad loc.).

1Co 8, 3. «Ha sido conocido por Dios»: Es decir, Dios lo ha reconocido como suyo, Dios se ha complacido en él; equivale casi a «lo ha llamado», «lo ha elegido».

1Co 8, 4-6. San Pablo recuerda a los corintios, que vivían en un ambiente pagano y politeísta, la verdad primera y fundamental del credo cristiano: no hay más que un solo Dios verdadero. Los ídolos que adoran los paganos, aunque lleven el nombre de dioses -como los de la mitología griega-o de señores -como los héroes o emperadores divinizados-, no lo son de verdad, sino sólo en la imaginación de los hombres. El único que realmente merece esos títulos, es el Dios vivo y verdadero que se nos revela en la Sagrada Escritura como Uno y Trino.

1Co 8, 6. Tanto el Padre como el Hijo son, cada uno, Dios y Señor: «Así como San Pablo no quita al Padre la cualidad de Señor, diciendo del Hijo que es el único Señor, tampoco rechaza al Hijo la cualidad de Dios, diciendo del Padre que es el solo Dios» (Hom. sobre 1Co, 20, ad loc.). De hecho, el título «Señor» se utiliza para referirse a Dios, de modo que llamar a Jesucristo «Señor» equivale a llamarle Dios; además, lo que el Apóstol señala aquí para el Padre aparece en otros pasajes atribuido al Hijo, y al revés (cfr. p. ej. Rm 11, 36; Ef 4, 5-6; Col 1, 16-17; Hb 2, 10). La acción creadora es común a las tres Personas divinas de la Santísima Trinidad, y también es la Santísima Trinidad el fin de todo lo creado (cfr. IV Conc. de Letrán, De fide catholica).
Aunque en este pasaje no aparece mencionado el Espíritu Santo, San Pablo habla de Él en esta misma carta (cfr. 1Co 2, 10 ss.; 1Co 6, 19-20).

1Co 8, 7-13. La caridad exige abstenerse de los idolotitos, cuando su comida pueda ser motivo de escándalo para otros, de «tropiezo para los débiles» (v. 9). La enseñanza del Apóstol es clara: antes que ser motivo de escándalo para alguien, por el que ha muerto Cristo, «no comeré carne jamás» (v. 13; cfr. en Rm 14, 14-23 una enseñanza similar).
El escándalo de aquellos cristianos es un ejemplo de lo que suele denominarse escándalo de los pusilánimes, en el cual se da ocasión de pecado a alguien -por su ignorancia, debilidad o poca formación doctrinal- con una acción que de suyo es buena o indiferente. También en estos casos, por caridad, hay que procurar evitar el escándalo (cfr. nota a Rm 14, 13-21).

1Co 8, 11-13. San Pablo resalta la gravedad del escándalo que dan aquellos corintios, que cegados por su soberbia no han captado el daño que hacían a otros hermanos suyos en la fe. Así, pueden provocar la perdición de alguno, «por el que murió Cristo»: el Señor se ofreció en la Cruz por todos y por cada uno de los hombres de todos los tiempos. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha 'merecido tener tan gran Redentor' (Misal Romano, Himno Exsultet de la Vigilia Pascual), si 'Dios ha dado a su Hijo', a fin de que él, el hombre, 'no muera sino que tenga la vida eterna' (cfr. Jn 3, 16)» (Redemptor hominis, n. 10). No puede perderse nunca de vista el valor inmenso que tiene cada persona; un valor que se deduce sobre todo del precio -la muerte de Cristo- pagado por ella: Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo (Es Cristo que pasa, 80).
Además, el Apóstol señala que, al escandalizar, «pecáis contra Cristo». Es una enseñanza del mismo Señor -«cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40; cfr. Mt 25, 45)-, que San Pablo tendría especialmente grabada desde que, persiguiendo a los cristianos, escuchó de Jesucristo: «¿Por qué me persigues?» (Hch 9, 4). El cristiano ha de ver siempre a Cristo en los demás hombres.
La consecuencia es evidente: si es preciso, dice, «no comeré carne jamás». Por salvar un alma se ha de estar dispuesto a cualquier sacrificio.

1Co 9, 1-27. En el capítulo anterior, San Pablo ha explicado cómo la caridad exige en determinadas circunstancias no hacer uso de ciertos derechos, para no dañar al prójimo. Ahora, ilustra ese principio con su ejemplo: es apóstol, y, en consecuencia, podría exigir algunos derechos (vv. 1-14), pero por amor a la vocación recibida de Dios y a todas las almas, ha renunciado por completo a ellos (vv. 15-27). Todo el capítulo, y especialmente los vv. 19-23, pone de manifiesto la extraordinaria grandeza de la figura de San Pablo que, entregado por completo al cumplimiento de la misión recibida de Dios, se hace «todo para todos» (v. 22), para salvar a cuantos sea posible.

1Co 9, 1-2. Defiende su carácter de apóstol, antes de exponer los derechos que como tal podría exigir (vv. 4-14). En otros pasajes de sus cartas hace una defensa más amplia y detallada (cfr. Ga 1, 16-2, 21; 2Co 12, 10-12). Aquí se limita a señalar dos puntos que justifican ese título: ha visto a Jesucristo (cfr. Hch 9, 1-19; 1Co 15, 8); y ha fundado la iglesia en Corinto (cfr. Hch 18, 1-18).

1Co 9, 4-14. El Apóstol expone algunos derechos que podría exigir: llevar consigo alguna mujer cristiana que le atendiera (cfr. nota a vv. 5-6), y ser sustentado por los fieles. Explica este punto acudiendo en primer lugar al sentido común, mediante la comparación con el soldado -que debe ser sostenido por aquellos a quien sirve-, y el viñador y el pastor, que viven del fruto de su trabajo; también el Apóstol, que trabaja dedicado al servicio de los demás, en la predicación y la administración de los sacramentos, debe ser sostenido por los fieles, que son como el fruto de su trabajo. Además, cita Dt 25, 4 -aplicando lo que dice la Ley de Moisés sobre el buey que trilla al trabajo del apóstol- y recuerda el mandato del Señor: «El que trabaja es merecedor de su salario» (Lc 10, 7; cfr. Mt 10, 10; en 1Tm 5, 18 recordará de nuevo San Pablo estas mismas citas).
En el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia -«ayudar a la Iglesia en sus necesidades»- se incluye la obligación de los fieles de «proveer a la decorosa sustentación de sus ministros» (Catecismo Mayor, n. 504). Y el Conc. Vaticano II recordaba: «Los presbíteros, consagrados al servicio divino en el cumplimiento del cargo que se les ha encomendado, merecen recibir una justa remuneración, pues el que trabaja es merecedor de su salario (Lc 10, 7), y ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio, que vivan del Evangelio (1Co 9, 14). Por ello, en la medida en que no se hubiera provisto por otra parte a la justa retribución de los presbíteros, los fieles mismos, como quiera que los presbíteros trabajan por su bien, tienen verdadera obligación de procurar que se les proporcione los medios necesarios para llevar una vida honesta y digna» (Presbyterorum ordinis, 20).

1Co 9, 5-6. Del texto no se deduce que los Apóstoles estuvieran casados, aunque sabemos que al menos San Pedro sí lo estuvo (cfr. Mc 1, 29-31; Mt 8, 14-15; Lc 4, 38-39). Los Evangelios hablan de algunas mujeres que acompañaban al Señor y a sus discípulos, ayudándoles con sus bienes y su trabajo (cfr. Lc 8, 1-3; Lc 23, 55). Algunos apóstoles contaban, para sus necesidades materiales, con esa ayuda a la que tanto Pablo como Bernabé habían renunciado.
Como se explica ampliamente en las notas a Mt 12, 46-47 y Mc 6, 1-3, la expresión «hermanos del Señor» hace referencia a parientes de Jesús de diverso grado, ya que en hebreo y arameo no había términos concretos para indicar los grados de parentesco. Sabemos que Jesucristo fue el único hijo de Santa María, siempre Virgen (cfr. Pablo IV, Const. Cum quorumdam, 7-VIII-1555). En esa expresión San Pablo incluiría posiblemente a tres apóstoles: Santiago el Menor, Judas Tadeo y Simón el Celotes.
Sobre la persona de San Bernabé cfr. nota a Hch 4, 36-37.

1Co 9, 15-18. Como ya había adelantado en el v. 12, San Pablo aclara que ni ha utilizado hasta ahora, ni piensa utilizar en adelante, su derecho a ser sustentado por los fieles. Sabedor de que la vocación recibida de Dios le obliga a predicar el Evangelio, prefiere hacerlo sin recibir nada a cambio. La actitud del Apóstol resulta de una inmensa grandeza y humildad: arrostra todo tipo de sufrimientos, privaciones y peligros por el Evangelio (cfr. 2Co 11, 23-33), y considera que no hace más que cumplir con su deber. Su actuación recuerda la enseñanza de Jesucristo: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer» (Lc 17, 10; cfr. Mt 10, 8).
Para vivir de acuerdo con esa norma de conducta que se había trazado. San Pablo tuvo que añadir a todos los trabajos de la evangelización, los necesarios para procurarse el propio sustento. Así, por ejemplo, los Hechos de los Apóstoles hablan de su trabajo en Corinto (Hch 18, 3) y en Éfeso (Hch 20, 34); y él mismo cuenta a los tesalonicenses: «Día y noche trabajábamos para no ser gravosos a ninguno de vosotros, mientras os anunciábamos el Evangelio de Dios» (1Ts 2, 9; 2Ts 3, 9). Sólo a los filipenses, a quienes tenía especialísimo cariño, permitió alguna excepción en este sentido (cfr. Flp 4, 15-16). En ningún momento considera que los demás hagan mal, «pues el Señor había dispuesto que los que anuncian el Evangelio vivan de él (…). Pero él fue más allá y no quiso recibir siquiera lo que se le debía» (San Agustín, Sermo 46).

1Co 9, 16. Con estas palabras de San Pablo la Iglesia ha recordado con frecuencia a los fieles la llamada que el Señor les hace al apostolado, en virtud de los sacramentos del Bautismo y la Confirmación. El Conc. Vaticano II precisa: «Este apostolado no consiste tan sólo en el testimonio de la vida. El verdadero apóstol busca ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra: a los no creyentes para llevarlos a la fe; a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: 'Porque la caridad de Cristo nos urge' (2Co 5, 14), y en el corazón de todos deben resonar las palabras del Apóstol: '¡Ay de mí si no evangelizara!'» (Apostolicam actuositatem, 6).
San Juan Crisóstomo salía al paso de las posibles disculpas ante esta obligación: «Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe por la salvación de los demás (…). No digas: no puedo ayudar a los demás, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Las propiedades de las cosas naturales no se pueden negar: lo mismo sucede con esto que afirmamos, pues está en la naturaleza del cristiano obrar de esta forma. No ofendas a Dios con una falsedad. Si dijeras que el sol no puede lucir, infliges una ofensa a Dios y lo haces mentiroso. Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto, sería que la luz fuese tinieblas. No digas que es una cosa imposible; lo imposible es lo contrario (…). Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara tan brillante» (Hom. sobre Hch, 20).

1Co 9, 19-23. Identificado con Cristo (cfr. Ga 2, 20), que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos» (Mt 20, 28), el Apóstol se hace «todo para todos», con corazón grande, deseoso de salvar al mayor número posible de almas, a costa de los mayores sacrificios y pasando por las humillaciones que sean necesarias. El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos -con su trato- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos (1Co 9, 22) (Es Cristo que pasa, 124).
Es evidente que esta preocupación por los demás no puede llevar consigo una cesión en las verdades de la fe. El Papa Pablo VI, haciendo referencia a este punto, comentaba: «El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser una debilidad respecto al compromiso con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la Palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado del contagio de los errores con los que se pone en contacto» (Ecclesiam suam, n. 33).

1Co 9, 24-27. Estas imágenes deportivas eran muy familiares para los corintios, ya que cada dos años se celebraban en su ciudad los juegos atléticos del istmo de Corinto. Con frecuencia, hablando de la vida cristiana, el Apóstol acude en sus cartas a estas imágenes: la carrera (cfr. Ga 5, 7; Flp 3, 12-14; 2Tm 4, 7); el combate (1Tm 6, 12; 2Tm 4, 7) y la corona (2Tm 4, 8).
La vida del cristiano sobre la tierra lleva consigo necesariamente lucha interior; como en las competiciones, hay que saber enfocar esta pelea con ánimo deportivo, pasando por los sacrificios que sean necesarios, sin desalentarse por los obstáculos, las derrotas o las propias miserias: Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento -enseña San Josemaría Escrivá-. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado (1Co 9, 26) (…). En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maniaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día (Es Cristo que pasa, 75).

1Co 9, 27. Mientras estamos en esta vida, nadie tiene la perseverancia final asegurada: «Nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, 'obrando el querer y el acabar' (Flp 2, 13)» (De iustificatione, cap. 13). En esa lucha ascética que, en consecuencia, ha de mantener todo hombre, el Apóstol señala la necesidad de la mortificación del propio cuerpo y de sus malas inclinaciones. De esta forma, con la ayuda de la gracia de Dios y fiado en su misericordia, podrá el cristiano hacer suyas las palabras que San Pablo escribía al final de su vida: «Y ahora me está preparada la corona de la justicia que el Señor, justo Juez, me dará en aquel día» (2Tm 4, 8).

1Co 10, 1-33. Explica ahora las enseñanzas que, de algunos sucesos de la Historia de Israel, deben sacar aquellos corintios, tan presuntuosos y cegados en su soberbia (vv. 1-13). Se fija sobre todo en el Éxodo de los israelitas desde Egipto a la Tierra Prometida: Dios realizó por ellos grandes prodigios (vv. 1-4); pero por sus frecuentes infidelidades la mayoría murió durante el trayecto (vv. 5-10); todo esto, concluye el Apóstol, debe servir como lección para nosotros, desconfiando de las propias fuerzas, porque podemos ser infieles a Dios y merecer su reprobación, como aquellos israelitas (vv. 11-13). «Los beneficios de Dios a este pueblo (el hebreo) eran figura de los beneficios que debía concedernos un día por el Bautismo y la Eucaristía. Y los castigos son figura de los castigos reservados para nuestra ingratitud. El Apóstol nos lo recuerda con el deseo de que estemos más vigilantes» (Hom. sobre 1Co, 23, ad loc.).
En la segunda parte del capítulo (vv. 14-33) San Pablo termina de resolver la consulta sobre la comida de las carnes inmoladas a los ídolos, explicando el modo de comportarse en algunas situaciones concretas.

1Co 10, 1-4. El éxodo de los israelitas estuvo acompañado de abundantes hechos prodigiosos. San Pablo recuerda algunos: Dios los precedía en columna de nube durante el día, para marcarles el camino (cfr. Ex 13, 21-22); atravesaron por medio del Mar Rojo (cfr. Ex 14, 15-31); fueron alimentados con el maná (cfr. Ex 16, 13-15) y bebieron de las aguas que Moisés hizo brotar de una roca (cfr. Ex 17, 1-7; Nm 20, 2-13).
En la nube y en el mar San Pablo contempla los dos elementos fundamentales del Bautismo cristiano: el Espíritu Santo y el agua (cfr. Catecismo Romano, II, 2, 9). Siguiendo a Moisés bajo la nube y por el mar, los israelitas se habían vinculado de alguna manera a él, anticipando la plena incorporación del cristiano a Jesucristo mediante el Bautismo (cfr. Rm 6, 3-11).
San Pablo llama al maná y al agua que brotó de la roca, alimento y bebida «espirituales», por ser figuras de la Eucaristía (cfr. Jn 6, 48-51). Los Santos Padres han comentado estos versículos señalando la excelencia de la Eucaristía sobre lo que la prefiguraba: «Considera ahora cuál de los dos alimentos es más excelente (…). El maná descendía del cielo, éste se halla por encima del cielo; aquél pertenecía al cielo, éste al Señor del cielo; aquél se corrompía si se guardaba para otro día, éste es ajeno a toda corrupción, pues cualquiera que lo guste con las debidas disposiciones no podrá experimentar la corrupción. Para aquellos el agua manó de la piedra, para ti la sangre fluye de Cristo. A aquellos el agua les quitó la sed por un momento, a ti la sangre te lava para siempre. Los judíos bebieron y tienen sed; tú, una vez que has bebido, ya no puedes sentir sed. Todo aquello sucedía en figura, esto en verdad. Si aquello que te parece maravilloso no fue más que una sombra, cuánto más maravilloso será esto cuya sombra te admira» (San Ambrosio, Tratado sobre los misterios).
«La roca era Cristo»: En el Antiguo Testamento Yahwéh era designado en ocasiones con el nombre de roca (cfr. Dt 32, 4.15.18; 2S 22, 32; 2S 23, 3; Is 17, 10; etc.); como hará en otras ocasiones (cfr. p. ej., Rm 9, 33; Rm 10, 11-13; Ef 4, 8), San Pablo aplica a Jesucristo -manifestando así su divinidad- las prerrogativas de Yahwéh. También en otros lugares del Nuevo Testamento se hablará del Señor como la piedra angular (cfr. Mt 21, 42; Hch 4, 11; Ef 2, 20). Al comentar que la roca «los seguía» es posible que se refiera -sin aprobarla- a una leyenda rabínica que decía que la roca de donde brotó el agua había seguido a los israelitas por el desierto.

1Co 10, 5-10. A pesar de tantos prodigios como Dios fue haciendo con los israelitas durante el Éxodo, sólo algunos de los que habían salido de Egipto pudieron entrar en la Tierra Prometida (cfr. Nm 26, 65). San Pablo enumera algunas de las reiteradas infidelidades del pueblo de Israel, causa de los castigos de Yahwéh: la idolatría (cfr. Ex 32, 1-35), la fornicación (cfr. Nm 25, 1-18), las quejas y la murmuración contra Dios y Moisés (cfr. p. ej. Ex 15, 23-25; Ex 16, 2-3; Ex 17, 2-7; Nm 21, 4-9; Nm 17, 6-15).

1Co 10, 11-13. Los hechos acaecidos en la Historia de Israel, y narrados en el AT, anuncian realidades que van a suceder con la venida de Jesucristo (cfr. nota a 1Co 10, 1-4), y además son una enseñanza para nosotros. En este punto insiste ahora San Pablo: por grandes que sean los beneficios recibidos de Dios, nadie puede considerar que tiene segura la salvación eterna. «Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante el Señor» (Si 3, 20): es necesario implorar continuamente la ayuda divina, sin confiar en las propias fuerzas.
A la vez, San Pablo recuerda la fidelidad de Dios (cfr. también Flp 1, 6; 1Ts 5, 24; 2Ts 3, 3), que no permite nunca que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, y siempre nos da las gracias necesarias, para poder vencer en la lucha: «Si alguien aduce la excusa de que la debilidad de la naturaleza le impide amar a Dios, enséñese que Dios, que pide nuestro amor, ha derramado en nuestros corazones la virtud de la caridad por medio de su Santo Espíritu (cfr. Rm 5, 5); y nuestro Padre Celestial da este buen Espíritu a los que se lo piden (cfr. Lc 9, 13); y así con razón le suplicaba San Agustín: Da lo que mandas, y manda lo que quieras (Confesiones, X, 29, 31 y 37). Y, toda vez que está a nuestra disposición el auxilio divino, especialmente después que por la muerte de Cristo nuestro Señor fue arrojado fuera el príncipe de este mundo, no hay por qué aterrarse por la dificultad de la obra; porque nada es difícil para quien ama» (Catecismo Romano, III, 1, 7).

1Co 10, 14-22. Una vez ilustrados los principios generales con su ejemplo, y con las lecciones que se desprenden de la historia de Israel (cfr. nota a los caps. 8-10), San Pablo vuelve al tema de los idolotitos. No pueden los cristianos participar en los banquetes de los santuarios paganos, ya que se trata de un acto de idolatría: en efecto, los judíos -al comer de las víctimas sacrificadas a Yahwéh- participaban en el sacrificio y el culto a Él; los cristianos, al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos a Cristo. De manera semejante, los participantes en los banquetes idolátricos se unen de alguna forma no ya a los ídolos, que no son nada, sino a los demonios. En el AT también se señala a veces cómo lo sacrificado a los ídolos en realidad se dirige a los demonios, que son los que se oponen al culto a Dios (cfr. Dt 32, 17; Sal 106, 36-38; Ba 4, 7).
Las palabras de San Pablo confirman dos verdades fundamentales de la fe en torno al sublime misterio de la Eucaristía: su carácter sacrificial, señalado al ponerla en relación con los sacrificios paganos (cfr. v. 21; De SS. Missae sacrificio, cap. 1), y la presencia real de Jesucristo, al mencionar el Cuerpo y la Sangre de Cristo (v. 16). La fe de la Iglesia ha mantenido siempre que el santo sacrificio de la Misa es la renovación del divino sacrificio del Calvario; en cada Misa Jesucristo vuelve a ofrecer a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre, en sacrificio por todos los hombres, con la diferencia de que en la Cruz se entregó con derramamiento de sangre, y en el altar lo hace de modo incruento. «En este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la Cruz (cfr. Hb 9, 27) (…). Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» (De SS. Missae sacrificio, cap. 2). «La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza» (Juan Pablo II, Carta a todos los Obispos, 24-II-1980, n. 9). Cfr. notas a Mt 26, 26-29 y par.
En relación con la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, cfr. nota a 1Co 11, 27-32.

1Co 10, 16-17. El efecto principal de la Sagrada Eucaristía es la unión íntima con Jesucristo. El mismo nombre de Comunión -tomado de este pasaje de San Pablo (cfr. Catecismo Romano, II, 4, 4)- indica este hacerse uno con el Señor al recibir su Cuerpo y su Sangre. «¿Qué es en realidad el pan? El Cuerpo de Cristo. ¿Qué se hacen los que comulgan? Cuerpo de Cristo» (Hom. sobre 1Co, 24, ad loc.). Al recibir al Señor en la Eucaristía se realizan aquellas palabras que San Agustín pone en boca de Jesús: «No me cambiarás tú en ti, como al alimento de tu carne, sino que tú te cambiarás en mí» (Confesiones, VII, 10, 16).
Como consecuencia de esa íntima unión con Cristo, la Eucaristía es a la vez el Sacramento donde toda la Iglesia muestra y lleva a cabo su unidad, y donde tiene lugar una especialísima unión de los cristianos entre sí. De ahí que sea llamada «signo de unidad» y «vínculo de caridad» (De SS. Eucharistia, cap. 8; cfr. Lumen gentium, 7; Unitatis redintegratio, 2). Los Padres de la Iglesia han visto simbolizada esa unión en los mismos elementos -pan y vino- utilizados como materia de la Eucaristía. El Catecismo Romano resume así esta idea: «Constando de muchos miembros el cuerpo único de la Iglesia (cfr. Rm 12, 4-5; 1Co 10, 17; 1Co 12, 12), en ninguna cosa brilla más esta unión que en los elementos del pan y del vino. Porque el pan se forma de muchos granos de trigo, y el vino resulta de muchos racimos de uva; y del mismo modo dan a entender que nosotros, siendo muchos, estamos íntimamente unidos con el vínculo de este divino sacramento, y que formamos como un solo cuerpo» (II, 4, 18).
«Muchos somos…»: La traducción literal sería: «Somos los muchos…». Se trata de una expresión que en hebreo indica la pluralidad, o incluso totalidad, por oposición a la singularidad o minoría. Por tanto, equivaldría también a: «Nosotros, que somos muchos, formamos un solo cuerpo», o «todos nosotros somos un solo cuerpo». Este giro se encuentra, por ejemplo, en Mt 20, 28; Mc 10, 45; Is 53, 11.

1Co 10, 23-33. San Pablo termina resolviendo algunos casos concretos: no hay ningún inconveniente en comer en la propia casa la carne comprada en el mercado, sin preocuparse de su proveniencia; tampoco en aceptar las invitaciones de los infieles y comer lo que pongan, sin más averiguaciones. La única razón para abstenerse de esos alimentos, es la necesidad de evitar el escándalo, siempre que sea posible.
Cada uno es moralmente responsable no sólo de los propios actos, en sí mismos considerados, sino también en cuanto que influyen en la actividad buena o mala de los demás. Por eso se ha de procurar no sólo obrar bien, sino evitar que las propias obras buenas puedan ser ocasión o medio para que otros obren mal. Más todavía: se debe procurar, en la medida de lo posible, que los demás obren bien. Esta obligación de cooperar al bien ha de llevar a los cristianos a contribuir a que los principios vivificantes del mensaje de Cristo informen todos los campos de las actividades humanas (cfr. Apostolicam actuositatem, 16); y a evitar planteamientos que se limitan a no realizar personalmente obras malas.

1Co 10, 31. En todas las acciones -también en aquellas que pudieran parecer más intrascendentes, como el comer y el beber- el cristiano debe buscar la gloria de Dios, rectificando siempre la intención. La piedad cristiana facilita ese recuerdo de Dios aconsejando una oración antes y después de las comidas.
«Cuando te sientes a la mesa -comenta San Basilio a propósito de este versículo- ora. Cuando comas pan hazlo dando gracias al que es generoso. Si bebes vino, acuérdate del que te lo ha concedido para alegría y para alivio de enfermedades. Cuando te pongas la ropa, da gracias al que benignamente te la ha dado. Cuando contemples el cielo y la belleza de las estrellas, échate a los pies de Dios y adora al que con su Sabiduría dispuso todas estas cosas. Del mismo modo, cuando sale el sol y cuando se pone, mientras duermas y despierto, da gracias a Dios, que creó y ordenó todas estas cosas para provecho tuyo, para que conozcas, ames y alabes al Creador» (Hom. in Julittam martyrem).

1Co 11, 1-1Co 14, 40. En esta sección San Pablo resuelve algunos problemas relacionados con las reuniones cultuales: en primer lugar, enseña que las mujeres deben asistir con la cabeza cubierta (vv. 1-16), da instrucciones, a continuación, para mantener el debido respeto, orden y pureza en las celebraciones eucarísticas (vv. 17-34); y termina con una amplia exposición sobre los dones del Espíritu Santo y el ejercicio de ellos dentro de la liturgia (caps. 12-14).
Es importante leer esta parte fijando la atención en las directrices concretas que el Apóstol señala, pero muy especialmente en la doctrina que enseña: sobre el varón y la mujer, sobre la Eucaristía, sobre los dones del Espíritu Santo.

1Co 11, 1-16. Respecto a la mujer, el cristianismo viene a señalar su dignidad y su misión en la familia y en la sociedad; también en la Iglesia tiene un papel importante, aunque distinto del asignado al varón. San Pablo alude a tres motivos en favor de que la mujer, al aparecer con velo, muestre en su porte externo su peculiar condición: el varón y la mujer deben honrar a Dios, cada uno según su modo de ser (vv. 2-6); ambos han sido creados como seres diferenciados pero mutuamente relacionados (vv. 7-12); la costumbre profana y cristiana, refleja que el modo de vestir de la mujer no es indiferente (vv. 13-16).

1Co 11, 1. Este consejo sirve de conclusión a lo dicho en el capítulo anterior. San Pablo se pone como modelo no porque él sea el arquetipo de virtudes, sino porque imitando su vida, siguiendo sus huellas, seguimos las de Cristo, nuestro único modelo. Lo mismo ocurre con los demás santos: aprendemos en sus vidas las virtudes cristianas puestas en práctica. «Mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cfr. Hb 13, 14 y Hb 11, 10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo o santidad, según el estado y condición de cada uno. En la vida de aquellos que, siendo hombres como nosotros, se transforman con mayor perfección en imagen de Cristo (cfr. 2Co 3, 18), Dios manifiesta al vivo ante los hombres su presencia y su rostro» (Lumen gentium, 50).

1Co 11, 2-6. Es posible que el Apóstol vislumbrara bajo el problema del velo cuestiones más profundas que el simple atuendo femenino. De hecho, alude con solemnidad a las «tradiciones», es decir costumbres transmitidas que son expresión de una doctrina. Al menos, un punto se deduce con claridad de estas palabras: que el porte externo en las celebraciones litúrgicas no es indiferente, puesto que manifiesta las disposiciones interiores.
En efecto, San Pablo comienza asentando un principio teológico que ilumina la cuestión del velo: «La cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios» (v. 3). De ningún modo se infravalora la dignidad de la mujer; ella tiene los mismos derechos y la misma llamada a la santidad que el varón, pero con una misión específica según su condición. No puede olvidarse que toda la humanidad, hombres y mujeres, está ordenada a Cristo, Cabeza, y por Él, al mismo Dios. Esta doctrina que se recuerda con claridad en el v. 11, es constante en la enseñanza del Apóstol: «Ya no hay diferencia (…) entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). Lo importante es la unión ordenada entre los que componen la humanidad, para que todos juntos estén también ordenadamente unidos a Cristo Jesús.

1Co 11, 7-12. Alude ahora a los relatos de la creación del hombre recogidos en los dos primeros capítulos del Génesis. Allí se nos revela que el hombre -varón y mujer- es imagen de Dios no sólo individualmente, sino también en la mutua relación, al haber sido creados el uno para el otro.
Los ángeles están presentes en toda actividad humana y muy especialmente en los actos de culto (v. 10), en los cuales los miembros de la Iglesia terrestre se unen a los del Cielo para tributar a Dios la adoración debida. La presencia de los ángeles es un nuevo estímulo para la dignidad del porte externo de las mujeres.

1Co 11, 13-16. Por último, San Pablo aduce la razón de la costumbre. Si era habitual tanto en el mundo judío como en el grecorromano que las mujeres aparecieran en los actos sociales con un atuendo determinado, con mayor razón las mujeres cristianas en las celebraciones litúrgicas. Sin duda el Apóstol advierte ante el peligro, más próximo para la mujer, de moverse por vanidad, o por frivolidad. Es un toque de atención al buen gusto, también en el porte externo, que tanto dignifica a la mujer.

1Co 11, 17-22. San Pablo sale al paso de un abuso de mayor gravedad que el anterior. Aquellos cristianos celebraban la Eucaristía junto con una comida en común. En principio, esa comida tenía que ser una manifestación de caridad y unidad entre los asistentes -de ahí el nombre de ágapes con que se les designa en ocasiones-, mediante la cual se ayudaba además a los más pobres y necesitados. Sin embargo, se habían introducido abusos: en lugar de ser un banquete común, comían por grupos de lo que cada uno llevaba para sí, y mientras algunos no tenían qué comer, otros comían y bebían en exceso. Resultaba así un lamentable contraste entre aquella comida -motivo de descontentos y divisiones- y la Eucaristía, fuente de caridad y unidad. Muy pronto, ya en la primitiva cristiandad, se producirá la separación entre la Eucaristía y esas comidas, que se transformarán en comidas de fraternidad.

1Co 11, 23-26. Estos versículos son una clara manifestación de la fe en el misterio de la Eucaristía que, desde los inicios de la Iglesia, viven los primeros cristianos. San Pablo escribe estas palabras hacia el año 57 -han pasado unos veintisiete años desde la institución de la Eucaristía-, recordando a los corintios lo que les había enseñado unos años antes (hacia el 51). Los términos «recibir» y «entregar» son los vocablos técnicos empleados para indicar que una doctrina es de Tradición apostólica. Véase también 1Co 15, 3. En estos dos pasajes resplandece la importancia de esa Tradición apostólica. La cláusula «recibí del Señor» es, pues, un tecnicismo que puede expresarse: «Recibí por la Tradición que se remonta hasta el mismo Señor».
Este pasaje es uno de los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía, que conserva el Nuevo Testamento (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 16-20; 1Co 11, 23-25). El relato de Corintios, que coincide especialmente con el de San Lucas, es el más antiguo de los cuatro.
El texto contiene los puntos fundamentales de la fe cristiana sobre el misterio de la Eucaristía: 1) Institución de este Sacramento por Jesucristo y presencia real del Señor. 2) Institución del sacerdocio cristiano. 3) La Eucaristía, sacrificio del Nuevo Testamento (cfr. notas a Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 16-20; 1Co 10, 14-22).

1Co 11, 24. «Haced esto en conmemoración mía»: El Señor, al instituir la Eucaristía, mandó que se repitiera hasta el fin de los tiempos (cfr. Lc 22, 19) instituyendo así el sacerdocio. El Concilio de Trento enseña que Jesucristo Señor nuestro, en la Última Cena «ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino, y bajo los símbolos de esas mismas cosas los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio les mandó -con las palabras: 'Haced esto en conmemoración mía'- que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia» (De SS. Missae sacrificio, cap. 1; cfr. can. 2). De ahí -enseña el Papa Juan Pablo II- que sea la Eucaristía «la principal y central razón de ser del Sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella» (Carta a todos los Obispos, 24-II-1980, n. 2).
La palabra «conmemoración» está cargada del sentido de una palabra hebrea que se usaba para designar la esencia de la fiesta de la Pascua, como recuerdo o memorial de la salida de Egipto. Con el rito pascual los israelitas no solamente recordaban un acontecimiento pasado, sino que tenían conciencia de actualizarlo o revivirlo, para participar en él, de alguna manera, a lo largo de todas las generaciones (cfr. Ex 12, 26-27; Dt 6, 20-25). Cuando nuestro Señor manda a los Apóstoles «haced esto en conmemoración mía», no se trata, pues, de recordar meramente su cena, sino de renovar su propio sacrificio pascual del calvario, que está ya anticipadamente presente en la Última Cena.

1Co 11, 27-32. Estas palabras son una inequívoca afirmación de la presencia real de Jesucristo en las especies eucarísticas. En éstas, Jesucristo se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente, todo entero -con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad- en todas y cada una de las partes de las sagradas especies. «Ésta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras. Pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, se encuentran presentes en virtud de aquella natural conexión y concomitancia por las que se unen entre sí el alma y el cuerpo de Cristo Señor que resucitado de entre los muertos, ya no muere más (Rm 6, 9). La divinidad, en fin, está presente, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella» (De SS. Eucharistia, cap. 3).
Esta presencia real del Señor en la Eucaristía es la razón de las disposiciones del alma y cuerpo con que debe ser recibido, y de las graves consecuencias que tiene el recibirlo indignamente (vv. 27, 28 y 29). El Concilio de Trento, recordando las palabras de San Pablo en los vv. 27-28, enseña que «nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy arrepentido que se considere, sin preceder la confesión sacramental. Este santo Concilio decretó que esto perpetuamente debe guardarse» (De SS. Eucharistia, cap. 7; cfr. Código de Derecho Canónico, can. 916).
Además la Iglesia recomienda preparar bien cada Comunión, con actos de fe, esperanza y caridad, contrición, adoración y humildad, llenándose de deseos de recibir a Jesucristo (cfr. Catecismo Mayor, n. 639). También, dedicar un tiempo de acción de gracias después de la Comunión (cfr. Ibid., n. 640).
Con respecto al ayuno eucarístico, puesto por reverencia al Sacramento, la disciplina actual de la Iglesia prescribe que «quien vaya a recibir la santísima Eucaristía, ha de abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas» (Código de Derecho Canónico, can. 919, 1).

1Co 11, 28. A propósito de estas palabras, escribe el Papa Juan Pablo II: «Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era 'haced penitencia y creed en el Evangelio' (Mc 1, 15), el Sacramento de la Pasión, de la Cruz y Resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el 'haced penitencia'» (Redemptor hominis, n. 20).

1Co 11, 30-32. «Por eso»: El Apóstol parece afirmar que la causa de muchas enfermedades e incluso muertes entre los corintios es su falta de reverencia a la Eucaristía: los abusos en aquella comunidad debían de ser abundantes y serios.
Por la enseñanza de Cristo (cfr. Jn 9, 3; Jn 11, 4) sabemos que no todos los males son castigo de un pecado personal; más aún, pueden ser medio de purificación y crecimiento en la virtud, y, unidos a los sufrimientos de Cristo, tener un valor salvífico y traer grandes bienes (cfr. Rm 8, 8). Pero también es verdad que Dios puede castigar, incluso en esta vida, los pecados más graves; al referirse a que aquellas desgracias de los corintios son un castigo divino, el Apóstol está insistiendo en que los sacrilegios y cualquier otra irreverencia a la Eucaristía conllevan una especial gravedad.

1Co 11, 33-34. Estas indicaciones concretas son una muestra del interés del Apóstol por rodear el misterio sublime de la Eucaristía de la adoración, respeto y reverencia debidos, consecuencia lógica de la dignidad excelsa de este Sacramento. La Iglesia, incansablemente, insiste en este punto: «Al celebrar el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es necesario respetar la plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente, es recibido, el alma es llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria (cfr. Sacrosanctum concilium, 47). De aquí deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas litúrgicas y de todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto más porque, en este signo sacramental, Él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo 'amor por amor', para que Él llegue a ser verdaderamente 'vida de nuestras almas' (cfr. Jn 6, 52-58; Jn 14, 6; Ga 2, 20)» (Redemptor hominis, n. 20).

1Co 12, 1-1Co 14, 40. San Pablo inicia un nuevo tema, el de los dones espirituales, cuyo ejercicio llevaba consigo algunos desórdenes en las celebraciones litúrgicas, que es de lo que viene hablando desde el capítulo anterior. En primer lugar, explica la naturaleza de los dones y la íntima relación entre éstos y la doctrina del Cuerpo místico (cap. 12); a continuación hace un bello canto a la caridad, el don más excelente de todos (cap. 13); y termina con unas normas prácticas sobre el comportamiento en las asambleas litúrgicas, de quienes gozan de dones extraordinarios (cap. 14).
Comienza refiriéndose a la ignorancia de aquellos cristianos de Corinto, de manera semejante a como lo había hecho con la cuestión de los idolotitos (cfr. 1Co 10, 1-13), consciente de que las desviaciones morales tienen su origen frecuentemente en el desconocimiento de la doctrina verdadera.
Los dones espirituales, que son denominados también carismas (cfr. 1Co 12, 4.9.28.30.31), son gracias extraordinarias concedidas principalmente para la utilidad de todos los cristianos y que contribuyen directamente a la edificación de la Iglesia. Los teólogos suelen distinguirlos de la gracia santificante, que directamente perfecciona al individuo que la posee, aunque por la comunión de los santos beneficia a toda la Iglesia. Los dones espirituales que aquí se comentan también ayudan al cristiano que los posee, si bien son concedidos para beneficio de los demás, puesto que son una manifestación visible del Espíritu Santo y aseguran el buen funcionamiento de la Iglesia.
El Conc. Vaticano II enseña con claridad y concisión: «El mismo Espíritu Santo no se limita a santificar al Pueblo de Dios por medio de los sacramentos y de los ministerios, a conducirlo y a adornarlo con las virtudes, sino que, distribuye a cada uno, según quiere (1Co 12, 11), reparte también entre los fíeles de cualquier condición gracias especiales, por medio de las que los hace idóneos y los dispone para asumir las diversas obras y oficios útiles para la renovación y la expansión de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para provecho común (1Co 12, 7). Estos carismas, desde los más extraordinarios hasta los más sencillos y corrientes, deben ser recibidos con agradecimiento y consuelo, pues ante todo son apropiados y útiles para las necesidades de la Iglesia. Pero los dones extraordinarios no se deben pedir temerariamente, ni se debe esperar de ellos presuntuosamente los frutos en las obras de apostolado» (Lumen gentium, 12).

1Co 12, 3. He aquí un principio general para discernir las manifestaciones del Espíritu Santo: el reconocimiento de Cristo como Señor. De ahí que los dones del Espíritu Santo no pueden estar en contradicción con la doctrina de la Iglesia. «El juicio de su autenticidad y de su ordenado ejercicio corresponde a quienes presiden en la Iglesia, a quienes de modo especial compete no extinguir el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cfr. 1Ts 5, 12.19-21)» (Lumen gentium, 12).

1Co 12, 4-7. El origen de todos los dones espirituales es Dios. Probablemente San Pablo al hablar de dones, ministerios y operaciones no se refiere a gracias esencialmente distintas entre sí, sino a los aspectos bajo los que pueden ser considerados, y a su atribución a las tres divinas Personas. En cuanto que son dones gratuitos se atribuyen al Espíritu Santo, como confirma más adelante en el v. 11; en cuanto que son concedidos para utilidad y servicio de los demás miembros de la Iglesia, se atribuyen a Cristo, el Señor, que no vino «a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45); y en cuanto que son operativos y producen un bien, se atribuyen a Dios Padre. De esta forma las múltiples gracias que reciben los miembros de la Iglesia son reflejo vivo de Dios, que siendo uno en esencia, es trino en Personas. «Toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (San Cipriano, De dominica oratione, 23). Tan importante es, por tanto, la diversidad de gracias y de dones como la unidad de los mismos, porque todos tienen el mismo origen divino y la misma finalidad, el provecho común (v. 7): «El Espíritu Santo -enseña el Conc. Vaticano II-, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia. Él es el que obra las distribuciones de gracias y ministerios, enriqueciendo a la Iglesia de Jesucristo con variedad de dones para la perfección consumada de los santos en orden a la obra del ministerio para la edificación del Cuerpo de Cristo (Ef 4, 12)» (Unitatis redintegratio, 2).

1Co 12, 8-11. La lista de dones especiales que San Pablo menciona aquí no pretende ser exhaustiva, como no lo es la que aparece más adelante en los vv. 28-30, o la de otras cartas como Rm 12, 6-9; Ef 4, 11. Incluso resulta difícil determinar el significado y el alcance de cada uno de estos dones. Lo cierto es que la acción del Espíritu Santo es enormemente fecunda y tuvo en aquellos primeros cristianos de Corinto manifestaciones muy variadas, muchas de ellas extraordinarias.
A lo largo de los siglos, y también actualmente, el Espíritu Santo puede conceder a los fieles dones extraordinarios, con manifestaciones espectaculares, puesto que el poder de Dios no ha menguado (cfr. Is 59, 1); sin embargo no sólo estas gracias extraordinarias contribuyen a la expansión de la Iglesia: «La renovación en el Espíritu -enseña el Papa Juan Pablo II- será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, sino en cuanto conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente, y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de Él» (Catechesi tradendae, n. 72). Importa, por tanto, descubrir que el Espíritu Santo continúa actuando dentro de la Iglesia: La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) (Es Cristo que pasa, 130).

1Co 12, 12-13. Era frecuente entre los clásicos griegos y latinos comparar la sociedad con un cuerpo; aún hoy sigue hablándose de «corporaciones», dando así a entender la mutua responsabilidad de todos los ciudadanos en el bien común de la sociedad. San Pablo, partiendo de esta metáfora, añade dos características importantes: 1) la identificación de la Iglesia con Cristo: «Así también Cristo» (v. 12); 2) el Espíritu Santo como principio vital: «Fuimos bautizados en un mismo Espíritu (…), hemos bebido de un solo Espíritu» (v. 13). De ahí que el Magisterio haya resumido esta doctrina definiendo a la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, expresión que «brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña» (Pío XII, Mystici Corporis).
«Así también Cristo»: «Cabría esperar otra consecuencia -comenta San Juan Crisóstomo-, y decir, así también la Iglesia; pero no (…). Porque lo mismo que la cabeza y el cuerpo forman un mismo hombre, así Cristo y la Iglesia forman un mismo cuerpo; y así en lugar de nombrar a la Iglesia, nombra a Cristo» (Hom. sobre 1Co, 30, ad loc.). Esta identificación de la Iglesia con Cristo trasciende el ámbito de la metáfora y hace de la Iglesia una sociedad radicalmente distinta de cualquier otra: «Cristo entero está formado por la cabeza y el cuerpo, verdad que no dudo que conocéis bien. La cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su cuerpo es la Iglesia. No esta o aquella iglesia, sino la que se halla extendida por todo el mundo. Ni es tampoco solamente la que existe entre los hombres actuales, ya que también pertenecen a ella los que vivieron antes de nosotros y los que han de existir después, hasta el fin del mundo. Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles -porque todos los fieles son miembros de Cristo-, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su cuerpo desde el Cielo. Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de la vista del cuerpo, sin embargo, está unida por el amor» (San Agustín, Enarrationes in Sal, 56, 1).
La unidad maravillosa de la Iglesia proviene del Espíritu Santo que no se limita a congregar a los fieles en una sociedad, sino que penetra y vivifica a los miembros, ejerciendo el mismo cometido que el alma en el cuerpo físico: «Y para que nos renováramos incesantemente en Él (cfr. Ef 4, 23) nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio puede ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (Lumen gentium, 7).
«Todos hemos bebido de un solo Espíritu»: Puesto que el Apóstol menciona inmediatamente antes el Bautismo, aquí parece referirse a una nueva efusión del Espíritu Santo, posiblemente en el sacramento de la Confirmación. No es ajeno a la Sagrada Escritura comparar la efusión del Espíritu Santo a la bebida, que tan gráficamente expresa los efectos de la Tercera Persona en el alma reseca; ya en el AT se compara la venida del Espíritu Santo al rocío, la lluvia, etc., y San Juan recoge las palabras del Señor respecto al «agua viva» (Jn 7, 38; cfr. Jn 4, 13-14).
Junto a estos sacramentos de la iniciación cristiana, la Eucaristía tiene especial importancia en orden a realizar la unidad del Cuerpo de Cristo: «Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con Él y entre nosotros. Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan (1Co 10, 17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cfr. 1Co 12, 27) siendo todos miembros los unos de los otros (Rm 12, 5)» (Lumen gentium, 7).

1Co 12, 14-27. La unidad del Cuerpo místico que proviene del mismo principio vital, el Espíritu Santo, y tiende al mismo fin, la edificación de la Iglesia, hace que todos los miembros, cualquiera que sea su posición, tengan la misma dignidad fundamental y la misma importancia. San Pablo desarrolla este pensamiento con un recurso literario de gran fuerza expresiva: personifica a los miembros del cuerpo humano e imagina la queja de los menos favorecidos contra los más nobles (vv. 15-17) y el desprecio por parte de los miembros más nobles frente a los más débiles (vv. 21-24). Con esta digresión pedagógica va reafirmándose la verdad del v. 25: «Que todos los miembros tengan igual solicitud unos de otros». La responsabilidad de cada cristiano brota de la esencia misma de su vocación recibida en el Bautismo y en la Confirmación: En la Iglesia hay diversidad de ministerios -explica San Josemaría Escrivá-, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo. El que no tiene celo por la salvación de las almas, el que no procura con todas sus fuerzas que el nombre y la doctrina de Cristo sean conocidos y amados, no comprenderá la apostolicidad de la Iglesia.
Un cristiano pasivo no ha acabado de entender lo que Cristo quiere de todos nosotros. Un cristiano que vaya a lo suyo, despreocupándose de la salvación de los demás, no ama con el Corazón de Jesús. El apostolado no es misión exclusiva de la Jerarquía, ni de los sacerdotes o religiosos. A todos nos llama el Señor para ser instrumentos, con el ejemplo y la palabra, de esa corriente de gracia que salta hasta la vida eterna
(Lealtad a la Iglesia).

1Co 12, 22-23. San Pablo detalla lo que ocurre en el cuerpo humano y deduce claramente que los miembros que parecen más viles son con frecuencia los más necesarios. Conviene que los cristianos sepan compaginar la humildad con la responsabilidad personal: No me seas… tonto: es verdad que haces el papel -a lo más- de un pequeño tornillo en esa gran empresa de Cristo.
Pero, ¿sabes lo que supone que el tornillo no apriete bastante o salte de su sitio?: se aflojarán piezas de más tamaño o caerán melladas las ruedas.
Se habrá entorpecido el trabajo. -Quizá se inutilizará toda la maquinaria.
¡Qué grande cosa es ser un pequeño tornillo!
(Camino, 830).

1Co 12, 26. La unión vital y la mutua acción de unos miembros en otros que San Pablo expone aquí ha sido enseñada desde el principio por la Iglesia, y formulada en el Credo con la expresión Comunión de los Santos. El Papa Pablo VI describe así este dogma de fe: «Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo, de los que aún peregrinan en la tierra, de los difuntos que cumplen su purificación, de los bienaventurados del Cielo, formando todos juntos una sola Iglesia; y creemos que en esta comunión el amor misericordioso de Dios y de los santos escucha siempre nuestras plegarias, como el mismo Jesús nos ha dicho: Pedid y recibiréis (cfr. Lc 10, 9-10; Jn 16, 24)» (Credo del Pueblo de Dios, n. 30).
Por esta inefable verdad nos sentimos solidarios unos de otros y continuamente revitalizados -como el enfermo a quien se le hace una transfusión de sangre (cfr. Camino, 544)-, por los méritos de todos los miembros de la Iglesia, y, en primer lugar, de los de Jesucristo, Cabeza: «Conviene notar -dice Santo Tomás de Aquino- que no sólo se nos comunica la eficacia de la Pasión de Cristo, sino además los méritos de su vida. Y todo lo bueno que han hecho todos los santos se comunica a los que viven en caridad, porque todos son una sola cosa (…). De ahí que quien vive en caridad participa de todo lo bueno que se lleva a cabo en el mundo entero (…). Así pues, por la Comunión de los Santos conseguimos dos cosas: una, que los méritos de Cristo se nos comuniquen a todos; otra, que el bien llevado a cabo por uno se comunique a otro» (Super Symbolum Apostolorum, 10). 28-30. San Pablo termina esta explicación sobre los diversos miembros del cuerpo, aplicándola a la Iglesia, en la cual la diversidad de funciones no va en detrimento de su unidad. Sería un grave error no reconocer en la estructura visible de la Iglesia, tan diversificada, la realidad de la única Iglesia, visible y espiritual a un tiempo, fundada por Jesucristo. Lo enseña con palabras precisas el Conc. Vaticano II: «La sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a Él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cfr. Ef 4, 16)» (Lumen gentium, 8).
Así es la Iglesia, porque así la ha querido Jesucristo su Fundador: La Iglesia, por voluntad divina, es una institución jerárquica. Sociedad jerárquicamente organizada la llama el Conc. Vaticano II (Const. Lumen gentium, 8), donde los ministros tienen un poder sagrado (Const. Lumen gentium, 18). La jerarquía no sólo es compatible con la libertad, sino que está al servicio de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) (…). Jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia.
En la Iglesia hay igualdad: una vez bautizados, todos somos iguales, porque somos hijos del mismo Dios, Nuestro Padre. En cuanto cristianos, no media diferencia alguna entre el Papa y el último que se incorpora a la Iglesia. Pero esa igualdad radical no entraña la posibilidad de cambiar la constitución de la Iglesia, en aquello que ha sido establecido por Cristo. Por expresa voluntad divina tenemos una diversidad de funciones, que comporta también una capacitación diversa, un carácter indeleble conferido por el Sacramento del Orden para los ministros sagrados. En el vértice de esa ordenación está el sucesor de Pedro y, con él y bajo él, todos los obispos: con su triple misión de santificar, de gobernar y de enseñar
(San Josemaría Escrivá, El fin sobrenatural de la Iglesia). 31. «Aspirad a los carismas mejores»: Según algunos manuscritos griegos se puede traducir: «Aspirad a carismas mayores». San Pablo alienta a sus cristianos a que, dentro de los múltiples dones del Espíritu Santo, valoren aquellos que son más importantes para el bien de la Iglesia y no los que pueden aparecer más espectaculares. Probablemente alude a la doctrina que va a exponer más adelante (cap. 14) sobre la supremacía de las gracias y carismas orientados a la enseñanza y a la catequesis.
«Un camino más excelente»: Se refiere, sin duda, a la caridad elogiada y explicada a continuación (cap. 13). Por tanto, el denominado «himno a la caridad» no es una digresión advenediza y menos una adición posterior, sino un desahogo del alma grande del Apóstol, que de modo hasta literariamente perfecto enseña claramente que la caridad es el don más excelente, es un camino, un medio seguro para alcanzar la santidad y la salvación, y la señal específica del cristiano: «El primero y más imprescindible don es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él (…). Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cfr. Col 3, 14; Rm 13, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo» (Lumen gentium, 42).

1Co 13, 1-13. El maravilloso himno a la caridad es una de las más bellas páginas de San Pablo. Los recursos literarios de este capítulo van encaminados a presentar con todo su esplendor la caridad. Bajo tres aspectos canta San Pablo la trascendencia del amor: superioridad y necesidad absoluta de este don (vv. 1-3); características y manifestaciones concretas (vv. 4-7); permanencia eterna de la caridad (vv. 8-13).
El amor, la caridad de la que habla San Pablo, nada tiene que ver con el deseo egoísta de posesión sensible o pasional; ni tampoco se limita a la mera filantropía, que nace de razones humanitarias; se trata de un amor dentro del nuevo orden establecido por Cristo, cuyo origen, contenido y fin son radicalmente nuevos: nace del amor de Dios a los hombres, tan intenso que les entregó a su Hijo Unigénito (Jn 3, 16). El cristiano puede corresponder por el don del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22; Rm 15, 30), y, en virtud de ese amor divino, descubre en su prójimo al mismo Dios: sabe que todos somos hijos del mismo Padre y hermanos de Jesucristo: Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto-la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo (Amigos de Dios, 230).

1Co 13, 1-3. La caridad es un don tan excelente, que sin ella los demás dones pierden su razón de ser. Para mayor claridad San Pablo menciona los que parecen más extraordinarios: el don de lenguas, la ciencia, los actos heroicos.
En primer lugar, el don de lenguas. Santo Tomás comenta que el Apóstol «con razón compara las palabras carentes de caridad al sonido de unos instrumentos sin vida, al de la campana o los platillos que, aunque produzcan un sonido diáfano, sin embargo, es un sonido muerto. Lo mismo ocurre con el discurso de un hombre sin caridad; aunque sea brillante, es considerado como muerto porque no aprovecha para merecer la vida eterna» (Comentario sobre 1Co, ad loc.). Hiperbólicamente menciona San Pablo la lengua de los ángeles como supremo grado del don de lenguas.
«No sería nada»: Es una conclusión tajante. Poco después (1Co 15, 10) afirmará el propio San Pablo «por la gracia de Dios soy lo que soy», dando a entender que del amor de Dios al hombre (la gracia) nace el amor del hombre a Dios y al prójimo por Dios (la caridad).
La ciencia y la fe, que no tienen por qué ir separadas, también adquieren su pleno sentido en el cristiano que vive por la caridad: «Cada uno, según sus propios dones y funciones, debe caminar sin vacilación en el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium, 41).
Propiamente el martirio es el supremo acto de amor. San Pablo habla como en los puntos anteriores, de casos hipotéticos o gestos meramente externos, que aparentan desprendimiento y generosidad, pero que son pura apariencia: «Quien no tiene caridad -en palabras de San Agustín- aunque temporalmente tenga estos dones, se le quitarán. Se le quitará lo que tiene, porque le falta lo principal: aquello por lo que tendrá todas las cosas y él mismo no perecerá (…). Tiene la virtud de poseer, pero no tiene la caridad en el obrar; luego como le falta esto, lo que tiene le será quitado» (Enarrationes in Sal 146, 10).

1Co 13, 4-7. En la enumeración de las cualidades de la caridad, San Pablo, bajo la inspiración del Espíritu Santo, comienza por señalar dos características generales -paciencia y benignidad- que en la Biblia se atribuyen fundamentalmente a Dios. Ambas introducen hasta trece manifestaciones concretas de la caridad.
La paciencia es una cualidad alabada frecuentemente en la Biblia: en los Salmos se dice que Dios es paciente, lento a la ira (Sal 145, 8); significa una serena magnanimidad ante las injurias, la benignidad tiene el sentido de inclinación a hacer el bien a todos. Santo Tomás la explica a partir de la etimología: «La benignidad es como 'buena ignición' -bona igneitas-: así como el fuego hace que los elementos sólidos se licúen y se derramen, la caridad hace que los bienes que tiene el hombre no los retenga para sí, sino que los difunda a los demás» (Comentario sobre 1Co, ad loc.). Al atribuir a la caridad cualidades que son aplicables primordialmente a Dios, aprendemos el valor de esta virtud y su excelencia: La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculos, sin fronteras (Amigos de Dios, 232).
«El amor es paciente -comenta San Gregorio Magno- porque lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. 'No obra con soberbia', porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. 'No se jacta', porque sólo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. 'No es ambicioso', porque, mientras con todo ardor anda solícito de sus propios asuntos internos, no sale fuera de sí para desear los bienes ajenos. 'No busca lo suyo', porque desprecia, como ajenas cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente. 'No se irrita', y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí, espera, para después, premios mayores. 'No toma en cuenta el mal', porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. 'No se alegra por la injusticia', ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de sus adversarios. 'Se complace con la verdad', porque amando a los demás como a sí mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (Moralia, X, 7-8.10).

1Co 13, 7. La repetición de la palabra todo en estas últimas notas refuerza el valor absoluto e insustituible de la caridad. No es una hipérbole ni menos una utopía; es el conocimiento, que la Palabra de Dios confirma, de que el amor está en el principio y en el fondo de toda virtud cristiana: Si todos somos hijos de Dios -recuerda el Fundador del Opus Dei-, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real. Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas dificultades para comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su mano está enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es real, porque esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios y del amor a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces entenderemos con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el sacrificio y la entrega desinteresada en la convivencia diaria (Amigos de Dios, 233).

1Co 13, 8-13. La caridad es perdurable, no desaparecerá jamás. En este sentido es mayor que todos los demás dones de Dios: cada uno de ellos es concedido en orden a que el hombre alcance la perfección y la bienaventuranza definitiva; la caridad, en cambio es la misma bienaventuranza. Una cosa es imperfecta, comenta Santo Tomás, por doble razón, o porque en sí misma tiene defectos o porque es superada en una etapa posterior. En este segundo sentido el conocimiento de Dios en esta vida y la profecía son superados por la visión cara a cara. «La caridad, en cambio, que es amor de Dios, no desaparece sino que aumenta; cuanto más perfectamente se conoce a Dios, más perfectamente se le ama» (Comentario sobre 1Co, ad loc.).
San Pablo repite constantemente el consejo de adquirir la caridad, vínculo de perfección (Col 3, 14), como meta esencial del cristiano. Siguiendo su ejemplo los santos han reiterado la misma doctrina; Santa Teresa se expresaba en estos términos: «Sólo quiero que estéis advertidos que para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y ansí lo que más os despertare a amar, eso haced.
»Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos no le ofender y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia católica. Éstas son las señales del amor» (Moradas, IV, cap. 7).

1Co 13, 11-12. «Entonces conoceré como soy conocido»: Según la forma habitual de expresarse en la Biblia se evita repetir el nombre de Dios; el sentido de esta frase es: «Entonces conoceré a Dios como Dios mismo me conoce».
El conocimiento que Dios tiene de los hombres no es meramente especulativo, sino que lleva consigo una unión íntima y personal que abarca el entendimiento, la voluntad y todas las aspiraciones nobles de la persona. Así, en la Sagrada Escritura se dice que Dios conoce a un hombre cuando muestra por él una especial predilección (1Co 8, 3), sobre todo cuando lo ha elegido con vocación cristiana (Ga 4, 8).
La felicidad en el Cielo consiste en ese conocimiento inmediato de Dios. Para mejor entenderlo San Pablo pone el símil del espejo: antiguamente los espejos se hacían de metal, y la imagen que ofrecían era borrosa y oscura. La comparación de todas formas es igualmente comprensible para nosotros, teniendo en cuenta que -como aclara Santo Tomás- en el Cielo «veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre.
»Y por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos partícipes de su bienaventuranza: pues Dios comprende su propia sustancia en su esencia y en eso consiste su felicidad. Por eso escribe San Juan (1Jn 3, 2); Y cuando aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (Suma contra los gentiles, III, 51).
En relación con este punto, enseña el Magisterio de la Iglesia que, «según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo (…) ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma divina esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno» (Benedictus Deus).

1Co 13, 13. La fe, la esperanza y la caridad son las virtudes más importantes de la vida cristiana. Se las llama teologales, «porque tienen a Dios por objeto inmediato y principal» (Catecismo Mayor, n. 859), y Él mismo las infunde en el alma junto con la gracia santificante (cfr. Ibid., n. 861).
La fe y la esperanza no permanecen en el Cielo: la fe es sustituida por la visión beatifica, la esperanza por la posesión de Dios. La caridad, en cambio, perdurará eternamente.
Al explicar la excelencia de la caridad sobre la fe y la esperanza, Santo Tomás dice que entre las virtudes teologales será mejor la que una más directamente a Dios: «La fe y la esperanza unen a Dios en cuanto que de Él nos vienen el conocimiento de la verdad y la posesión del bien; la caridad, en cambio, nos une al mismo Dios para reposar en Él, no para que nos venga ninguna otra cosa de Él» (Suma Teológica, II-II, q. 23, a. 6).

1Co 14, 1-25. San Pablo reitera el valor de la caridad en relación a los demás dones espirituales; éstos son buenos y es correcto desearlos: «Aspirad también a los dones espirituales». Pero la caridad es imprescindible y hay que poner los medios para alcanzarla. Los Santos Padres han comentado que el amor no sólo supone un don del Espíritu Santo, implica sobre todo la presencia activa de su Persona en el corazón del cristiano: «El Espíritu Santo puede conferir toda clase de dones sin estar presente Él mismo; en cambio, cuando concede la caridad prueba que Él mismo está presente por la gracia» (San Fulgencio, Contra Fabianum).
El Apóstol apremia a los cristianos con su mandato: «Esforzaos por alcanzar la caridad». Ha quedado claro que es un don, el mayor don, pero es también un mandamiento, el más importante y cuyo cumplimiento es el signo distintivo de los cristianos: Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29).
Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. Él es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su santidad perfecta, sin mancilla (cfr. Jn 8, 46). Pero tampoco indica: se darán cuenta de que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.
Pasó por este mundo con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza
(cfr. Mt 8, 20). Sin embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno riguroso (cfr. Mt 4, 2), antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no sois comilones ni bebedores.
La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído:
en esto -precisamente en esto- conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 35) (Amigos de Dios, 224).

1Co 14, 2-5. A lo largo de todo este capítulo San Pablo enseña el valor de los distintos dones del Espíritu Santo (vv. 2-25), para terminar con unas normas prácticas sobre el comportamiento en las celebraciones litúrgicas (vv. 26-40).
De nuevo utiliza la comparación, de manera que resalta uno de los términos que se comparan -don de profecía-, pero sin minusvalorar el otro -don de lenguas-. El don de profecía hace referencia en este caso a la facultad de hablar en nombre de Dios, y por su impulso, para consuelo y edificación de los oyentes, sin incluir necesariamente el anuncio de cosas futuras u ocultas. Es un don sobrenatural, porque esa forma de hablar y sus efectos no proceden de la capacidad natural del hombre.
El criterio para discernir los dones del Espíritu Santo es el servicio a la Iglesia: «Que la iglesia reciba instrucción» (v. 5). Según esto, el don de profecía ha de ser preferido a los demás dones: «Tal es la regla -comenta San Juan Crisóstomo- seguida constantemente por San Pablo: dar preferencia a los dones orientados al crecimiento de la Iglesia. Alguno dirá: ¿Se puede hablar muchas lenguas sin hablar en favor de sus hermanos? Escuchad: estos fieles hablan, pero sus palabras sirven menos a la edificación, exhortación y consolación de las almas que el don de profecía. Los unos y los otros tienen de común el ser órganos del Espíritu Santo que los mueve y los inspira; pero el lenguaje de quien profetiza es útil a los fieles que escuchan, mientras que por el don de lenguas no se hacen entender si los oyentes no han recibido el mismo don sobrenatural» (Hom. sobre 1Co, 35, ad loc.).

1Co 14, 6-11. Con el ejemplo de los instrumentos musicales Pablo enseña la importancia de hacerse entender. Dos cualidades son necesarias: claridad y armonía. Si un instrumento no emite sonidos claros, sirve para poco; por otra parte, aunque los sonidos sean nítidos, es preciso que estén armonizados para que resulte una buena música. Con mayor razón, cuando se trata de que los fieles conozcan mejor a Dios, es necesario que la exposición sea clara y armónica, es decir, que las palabras se entiendan fácilmente, y que no desvirtúen la fe.

1Co 14, 12-20. Estas palabras en el contexto de todo el capítulo aportan datos para vislumbrar en qué consistía el don de lenguas. Parece que era la facultad sobrenatural de orar o de cantar las alabanzas de Dios con gran entusiasmo, mediante palabras desconocidas: con frecuencia un intérprete -que gozaba del don de interpretar aquellas palabras (cfr. 1Co 12, 10)- explicaba el sentido de lo que decía el poseedor de este don. Estas manifestaciones extraordinarias probaban de modo sensible la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia; el propio San Pablo gozaba de tal don (v. 18); pero los poseedores de este carisma no predican ni pretenden enseñar. Su actuación puede ser beneficiosa para mover a la oración; pero es más importante la educación en la fe de los cristianos que han de llegar a ser «hombres maduros en el uso de la razón» (v. 20).

1Co 14, 15-17. Los términos que San Pablo utiliza aquí -«espíritu», «mente»- no son partes distintas del alma humana, que es espiritual y no tiene partes. En este caso rezar «con el espíritu» significa hacerlo con entusiasmo, con el corazón; rezar «con la mente», significa comprender lo que se dice. Siguiendo esta advertencia del Apóstol, la oración vocal debe ir acompañada de atención y devoción: Despacio. -Mira qué dices, quién lo dice y a quién-. Porque ese hablar deprisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas.
Y te diré con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios
(Camino, 85).
La «acción de gracias», de que se habla en los vv. 16 y 17, parece referirse a oraciones de alabanza a Dios, no precisamente el sacrificio eucarístico.
Por este y otros pasajes se ve cómo San Pablo, con su autoridad apostólica, regulaba el uso de los «carismas», o gracias especiales, tan abundantes en la primitiva Iglesia.

1Co 14, 23-25. Una razón más para preferir el don de profecía es el apostolado con los infieles y con los más sencillos. En el v. 22 ha indicado que la glosolalia, por lo que tiene de espectacular, puede ayudar a los infieles; ahora, profundizando un poco más, señala que ni para ellos es lo más indicado por los peligros que entraña: como se profieren sonidos ininteligibles, los infieles y los más sencillos pueden interpretarlos como signo de demencia. En cambio, al transmitir con el don de profecía el mensaje cristiano, los oyentes reciben el fruto de la Palabra de Dios y pueden convertirse. El Conc. Vaticano II ha reiterado la misma doctrina; «Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico» (Lumen gentium, 12).
Son significativos los frutos apostólicos que aquí se señalan; convencer, es decir, atraer a la fe; hacer reflexionar, o sea, ayudar a descubrir la gravedad del mal comportamiento, como Jesús hizo con la samaritana (Jn 4, 17-18); adorar a Dios, esto es, emprender una nueva vida coherente con la fe recibida; y, por último, proclamar que «Dios está en medio de vosotros», es decir, reconocer el carácter sobrenatural de la Iglesia. «El verdadero apóstol -enseña el Conc. Vaticano II- busca ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes, para llevarlos a la fe; ya a los fieles, para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a un mayor fervor de vida» (Apostolicam actuositatem, 6).

1Co 14, 26-40. San Pablo termina dando unas normas prácticas sobre el comportamiento de los fieles en sus asambleas litúrgicas: se dirige en primer lugar a los que hablan en lenguas (vv. 27-28); a continuación a los que profetizan (vv. 29-33); también a las mujeres (vv. 34-35) y, finalmente, reitera las ideas que ha venido desarrollando (vv. 36-40).
Por tres veces menciona el término iglesia (vv. 28.33.34), refiriéndose a las comunidades locales y las reuniones litúrgicas. En cada una de las iglesias locales se hace presente la Iglesia universal. Esta doctrina la desarrollaron los Santos Padres y la ha vuelto a poner de manifiesto el Conc. Vaticano II: la Iglesia no es la suma de iglesias particulares aisladas, como formando un mosaico multicolor, sino que «la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica está verdaderamente presente y actúa en la Iglesia particular» (Christus dominus, 11). Así se entiende que las comunidades cristianas de Jerusalén, Antioquía, Cesarea, Éfeso, Corinto y otras ciudades lleven el nombre de iglesias, o como San Pablo las denomina aquí «iglesias de los santos» (v. 33).
Por otra parte, también en las reuniones de fieles, muy especialmente cuando en ellas se celebra la Sagrada Eucaristía, está presente la Iglesia universal: «Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias» (Lumen gentium, 26). De ahí que San Pablo tenga especial interés en que en estas asambleas de culto todo coopere a la edificación de los fieles (v. 26) y se realice «con decoro y con orden» (v. 40).

1Co 14, 27-28. Son normas muy concretas que atañen a los que gozaban del don de lenguas. Aunque estas prescripciones estaban orientadas a regular aquellos carismas, está claro que desde el principio la celebración litúrgica ha estado regulada para fomentar la activa y fructuosa participación de los fieles: «Por esta razón -dice el Conc. Vaticano II-, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (Sacrosanctum concilium, 11).

1Co 14, 32. «El espíritu de los profetas está sometido a los profetas»: Con esta recomendación San Pablo sigue dando normas prácticas para el uso de los carismas: quienes hablen como profetas, habrán de someterse al refrendo de otros cristianos, cuyo carisma les lleva a discernir sobre la autenticidad del que ha hablado como profeta. De este modo se impedía que alguien se arrogase falsamente un don sobrenatural y pudiese engañarse él o llamar a engaño a otros.
El Magisterio de la Iglesia tiene, entre otras, la función de juzgar sobre el origen divino de los dones singulares que reciben algunas personas en orden a la constante renovación de la Iglesia. Así ocurre, por ejemplo, cuando la Iglesia da su aprobación a determinadas enseñanzas y actividades apostólicas, que surgen a lo largo de su historia.

1Co 14, 33-35. Por los Hechos de los Apóstoles y también por otras cartas de San Pablo sabemos de algunas mujeres que colaboraron con él en favor del Evangelio, y de las que con agradecimiento cita en ocasiones sus nombres (cfr. p. ej. Rm 16, 1-12; Flp 4, 2-3). «Algunas de ellas ejercen con frecuencia un influjo importante en las conversiones: Priscila, Lidia y otras (…); Febe, que estaba al servicio de la iglesia de Cencreas (cfr. Rm 16, 1). Estos hechos ponen de manifiesto en la Iglesia apostólica una considerable evolución respecto a las costumbres del judaísmo» (Inter insigniores, n. 3).
Ahora el Apóstol da una norma bien clara, que repite en 1Tm 2, 11-14: «Las mujeres deben callar en las iglesias». No se opone a que la mujer profetice (cfr. 1Co 11, 5), «la prohibición se refiere únicamente a la función oficial de enseñar en la asamblea. Para San Pablo esta prohibición está ligada al plan divino de la creación (cfr. 1Co 11, 7; Gn 2, 18-24) (…). No hay que olvidar, por lo demás, que debemos a San Pablo uno de los textos más vigorosos del Nuevo Testamento acerca de la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer, como hijos de Dios en Cristo (cfr. Ga 3, 28)» (Ibid., n. 4).
A la igualdad esencial que existe entre el hombre y la mujer, no se opone la diversidad de funciones en el seno de la Iglesia, de manera que el sacerdocio ministerial quede reservado a los varones elegidos por Dios: «El sacerdocio no forma parte de los derechos de la persona, sino que depende del misterio de Cristo y de la Iglesia (…). Lo que hemos de hacer es meditar mejor acerca de la verdadera naturaleza de esta igualdad de los bautizados, que es una de las grandes afirmaciones del cristianismo: igualdad no significa identidad dentro de la Iglesia, que es un cuerpo diferenciado en el que cada uno tiene su función; los papeles son diversos y no deben ser confundidos, no dan pie a superioridad de unos sobre otros ni ofrecen pretexto para la envidia: el único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad (cfr. 1Co 12, 13). Los más grandes en el Reino de los Cielos no son los ministros, sino los santos» (Ibid., n. 6).

1Co 15, 1-58. Algunos fieles de Corinto se resistían a aceptar la resurrección de los muertos, porque entre los griegos nunca había existido esa creencia, ni siquiera entre los que afirmaban la inmortalidad del alma. Dada la trascendencia doctrinal del tema, San Pablo les responde extensamente, mostrando en primer lugar el hecho histórico de la Resurrección de Jesucristo (vv. 1-11), y sus relaciones con la resurrección de los muertos, de manera que las dos van necesariamente unidas (vv. 12-34). Finalmente, se plantea la cuestión del modo en que resucitarán los muertos (vv. 35-58). La epístola, que había comenzado con la exposición de Jesucristo crucificado, poder y sabiduría de Dios (cfr. 1Co 1, 18-1Co 2, 5), termina con un desarrollo doctrinal sobre la Resurrección de Cristo y la consiguiente resurrección de los miembros de su Cuerpo místico.
Para entender bien lo que dice San Pablo, conviene tener en cuenta que aquí se está refiriendo sólo a la resurrección gloriosa de los justos. En otros lugares de la Sagrada Escritura se afirma claramente la resurrección universal al final de los tiempos (cfr. p. ej. Jn 5, 28-29; Hch 24, 15).

1Co 15, 1-11. La Resurrección de Jesucristo es uno de los dogmas fundamentales de la fe católica, afirmada ya en los primeros credos o símbolos de la fe. De hecho constituye el argumento supremo en favor de la divinidad de Jesús, y de su misión divina: el Señor la había anunciado en numerosas ocasiones (cfr. p. ej. Mt 16, 21-28; Mt 17, 22-27; Mt 20, 17-19), y al resucitar cumple la señal que había prometido dar a los incrédulos (cfr. Mt 12, 38-40).
La importancia de este punto es tan grande, que los Apóstoles son, sobre todo, testigos de la Resurrección de Jesús (cfr. Hch 1, 22; Hch 2, 32; Hch 3, 15; etc.), y el anuncio de la Resurrección del Señor constituye el núcleo de la catequesis apostólica (cfr. p. ej., los discursos de San Pedro y San Pablo recogidos en los Hechos de los Apóstoles).

1Co 15, 3-8. Sobre los verbos transmitir y recibir cfr. nota a 1Co 11, 23-26.
San Pablo recuerda a los corintios algunos puntos fundamentales de su predicación: que Jesucristo murió por nuestros pecados, «que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» -expresión que ha pasado literalmente al Credo- y que fue visto por muchas personas.
Es de advertir que el verbo griego que hemos traducido por «fue visto» en los versículos 5-8, indica originariamente el sentido de la vista, es decir, la visión con los ojos. Esta particularidad no deja de tener importancia a la hora de estudiar la naturaleza de las apariciones de Jesús resucitado, pues San Pablo habla de visión real, ocular, que no parece que se pueda identificar con las visiones imaginaria e intelectual.
Las apariciones de Jesucristo resucitado son una prueba directa del hecho histórico de la Resurrección del Señor. Este argumento adquiere especial fuerza si se tiene en cuenta que, cuando el Apóstol escribe, están vivas muchas personas que han visto a Jesús resucitado (v. 6). Algunas de las apariciones señaladas por San Pablo son mencionadas también en los Evangelios y en los Hechos: la de Pedro (cfr. Lc 24, 34), la de los Apóstoles (cfr. p. ej. Lc 24, 36-49; Jn 20, 19-29), la del mismo San Pablo (cfr. Hch 9, 1-6); otras -la de Santiago y la de los quinientos hermanos- sólo son narradas aquí.
La importancia de este pasaje resalta más todavía por tratarse de la exposición por escrito más antigua -anterior a los Evangelios- de la Resurrección del Señor, cuando han transcurrido poco más de veinte años desde que ocurrieron esos acontecimientos.

1Co 15, 4. «Fue sepultado»: Los cuatro evangelistas, al narrar la muerte de Cristo en la Cruz, mencionan expresamente su posterior sepultura (cfr. Mt 27, 57-61 y par.). También San Pablo confirma el hecho en esta carta, escrita pocos años después del suceso, afirmando además que forma parte de una tradición recibida desde el principio (v. 3). Este hecho de la sepultura borra cualquier duda sobre la certeza de la muerte del Señor, y hace más patente el milagro de su Resurrección: Jesucristo resucita por su propio poder, uniendo de nuevo su Alma a su Cuerpo, y abandonando el sepulcro con el mismo cuerpo humano -no una apariencia- que murió y fue sepultado, si bien ahora ese cuerpo está glorificado y tiene unas propiedades especiales (cfr. nota a 1Co 15, 42-44). La Resurrección, por tanto, es un acontecimiento físico objetivo, constatado por el hecho de que el sepulcro se encuentra vacío (cfr. Mt 28, 1 ss. y par.) y por las apariciones.
«Resucitó al tercer día»: Jesucristo muere y es sepultado en la tarde del Viernes Santo; permanece en el sepulcro todo el sábado, y resucita el domingo. Puede hablarse por tanto del «tercer día» a partir de su muerte, aunque el número de horas sea inferior al de tres días completos.
«Según las Escrituras»: Posiblemente San Pablo se refiere a algunos pasajes del AT en los que -una vez conocido el hecho de la Resurrección del Señor- podía verse preanunciado de alguna manera: por ejemplo, el episodio de Jonás (caps. 1-2), que el mismo Jesucristo se aplica (cfr. Mt 12, 39-40; cfr. también Os 6, 1-2 y Sal 16, 9-10).

1Co 15, 9-10. La humildad de San Pablo, que se considera por sus culpas pasadas indigno de la gracia del apostolado, posibilita la actuación en él de la gracia de Dios. «Admite sin vacilaciones que eres un servidor obligado a realizar un gran número de servicios. No te pavonees por ser llamado hijo de Dios -reconozcamos la gracia, pero no olvidemos nuestra naturaleza-; no te engrías si has servido bien, porque has cumplido lo que tenías que hacer. El sol efectúa su tarea, la luna obedece; los ángeles desempeñan su cometido. El instrumento escogido por el Señor para los gentiles, dice: 'No soy digno de ser llamado apóstol, ya que perseguí a la Iglesia de Dios' (1Co 15, 9) (…). Tampoco nosotros pretendamos ser alabados por nosotros mismos» (San Ambrosio, Expositio Evangelii sec. Lucam, VIII, 32).
Pero la gracia de Dios sola no basta. Como en el caso de San Pablo, es necesaria la colaboración del hombre, porque Dios ha querido contar con nuestra libre correspondencia: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti», dice San Agustín (Sermo 169, 13). Y comentando las palabras de San Pablo -«no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo»- señala: «Es decir, no sólo yo, sino Dios conmigo; y por ello, ni la gracia de Dios sola, ni él solo, sino la gracia de Dios con él» (De gratia et libero arbitrio, V, 12).

1Co 15, 12-19. Con gran fuerza San Pablo pone de manifiesto que la Resurrección de Jesucristo es una verdad trascendental de la fe cristiana, sin la cual sería vana. En efecto, al resucitar, Cristo completa la obra de la Redención. Si muriendo en la Cruz había vencido al pecado, era necesario que resucitase, venciendo así a la muerte, consecuencia del pecado (cfr. Rm 5, 12). «Fue necesario que resucitara, para que se manifestase la justicia de Dios, que era muy justo ensalzase a Aquél que, por obedecerle, se había humillado y había sido maltratado con toda clase de oprobios (…). Además, para que se confirmase nuestra fe, sin la cual no puede mantenerse firme la justicia del hombre; porque el haber resucitado de entre los muertos por su propia virtud debe ser la mejor prueba de que Cristo era el Hijo de Dios. Asimismo, para que se alentase y sostuviese nuestra esperanza. Porque, habiendo resucitado Cristo, tenemos esperanza cierta de que también nosotros resucitaremos, puesto que es forzoso que los miembros sigan la condición de su cabeza (…). Por último, también debe enseñarse que fue necesaria la resurrección del Señor, para que del todo se terminase el misterio de nuestra redención y salvación. Porque Cristo con su muerte nos libró de los pecados; pero, resucitando, nos devolvió los bienes principales que pecando habíamos perdido» (Catecismo Romano, I, 6, 12).
San Pablo da en estos versículos como unos argumentos indirectos de la Resurrección del Señor, señalando la situación tan absurda en que nos encontraríamos si Jesucristo no hubiera resucitado: serían vanas la fe (vv. 14.17.18) y la esperanza (v. 19), los Apóstoles serían falsos testigos y su predicación inútil (vv. 14-15), todavía permaneceríamos en nuestros pecados (v. 17). En resumen, los cristianos serían «los más miserables de todos los hombres» (v. 19).

1Co 15, 20-28. El Apóstol insiste en la unión entre Cristo y los cristianos: como miembros todos de un mismo Cuerpo, en el que Cristo es la Cabeza, constituyen como un único organismo (cfr. Rm 6, 3-11; Ga 3, 28). Por eso, afirmada la Resurrección de Jesucristo, es necesario afirmar la resurrección de los justos. De manera semejante a como la desobediencia de Adán trajo como consecuencia la muerte de todos, Jesucristo -nuevo Adán- ha merecido la resurrección de todos (cfr. Rm 5, 12-21). «La resurrección de Cristo ha producido la resurrección de nuestros cuerpos, ya porque fue la causa eficiente de este misterio, ya porque todos debemos resucitar, a ejemplo del Señor. Pues en cuanto a la resurrección del cuerpo, dice así el Apóstol: Por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos (1Co 15, 21); porque para todas las cosas, que Dios obró en el misterio de nuestra redención, se valió de la humanidad de Cristo, como de instrumento eficiente. Por consiguiente, su resurrección fue un instrumento para conseguir la nuestra» (Catecismo Romano, I, 6, 13).
Aunque San Pablo se refiera aquí sólo a la resurrección de los justos (v. 23), en otros lugares habla de la resurrección universal (cfr. Hch 24, 15). Este dogma de la resurrección de los cuerpos al final de los tiempos, cuando Jesucristo venga glorioso a juzgar a los hombres, ha sido constantemente afirmado por la fe de la Iglesia: «(Jesucristo) ha de venir al fin del mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos; todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras, ora fuesen buenas, ora fuesen malas; aquellos, con el diablo, castigo eterno; y éstos, con Cristo, gloria sempiterna» (IV Conc. de Letrán, De fide catholica).

1Co 15, 23-28. San Pablo expone, en muy pocas palabras, toda la obra mesiánica y redentora de Cristo: según el decreto del Padre, Cristo ha sido constituido soberano del universo (cfr. Mt 28, 18), dando cumplimiento al Sal 110, 1 y al Sal 8, 7. Cuando aquí se dice que «el mismo Hijo se someterá a quien a él sometió todo» (v. 28) ha de entenderse de Cristo, en cuanto Mesías y Cabeza de la Iglesia; no en cuanto a la divinidad, según la cual el Hijo es «engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).
La soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio final. El Apóstol presenta este acontecimiento último, misterioso para nosotros, como un acto solemne de homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había sido encomendado. A partir de ese momento, la soberanía de Dios y de Cristo será plena, no habrá enemigos ni contrincantes, se habrá pasado de una etapa de combate a una etapa de contemplación, como enseña San Agustín (cfr. De Trinitate, 1, 8).
La Parusía, o venida gloriosa de Cristo al fin de los tiempos, cuando establezca el cielo nuevo y la tierra nueva (cfr. Ap 21, 1-2), llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte. La esperanza en este triunfo no es para el cristiano motivo de pasiva espera, sino todo lo contrario: un acicate para conseguir que, ya en esta vida, la doctrina y el espíritu de Cristo impregnen todas las actividades humanas. «La esperanza de una tierra nueva -enseña el Conc. Vaticano II- no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cuidado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la sociedad humana, es de gran importancia para el Reino de Dios.
»Los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad -es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo- los volveremos a encontrar, después que los hayamos propagado, en el Espíritu Santo, y según su deseo, por la tierra, y ya esta vez limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal: 'Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz' (Misal Romano, prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey). El Reino ya está presente misteriosamente en esta tierra; y cuando el Señor venga alcanzará su perfección» (Gaudium et spes, 39).

1Co 15, 24. «Cuando entregue el Reino a Dios Padre»: El castellano no admite la belleza de la expresión griega, que literalmente habría que traducir: «Cuando entregue el Reino al Dios y Padre».
En el lenguaje del Nuevo Testamento, escrito originariamente en griego, cuando el vocablo «Theós» (Dios) lleva articulo («ho Theós», «el Dios») indica la primera Persona de la Santísima Trinidad.

1Co 15, 25. «Es necesario que él reine»: La Iglesia celebra todos los años, en el último domingo del tiempo ordinario, la festividad de Jesucristo, Rey del Universo, para recordar su imperio supremo y absoluto sobre todas las criaturas. El Papa Pío XI, al instituir esta fiesta señalaba: «Es necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los afectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a Él estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del Apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios (Rm 6, 13), deben servir para la interna santificación del alma» (Quas primas).

1Co 15, 27. Por la expresión «todas las cosas» es evidente que el Apóstol indica todos los seres creados. Según la mitología pagana, hubo luchas entre los dioses, en las que -en ocasiones- el hijo de un dios suplantaba a su padre. Es evidente -quiere decir San Pablo- que la Sagrada Escritura no enseña nada semejante. Entre las tres Personas de la Santísima Trinidad no hay sometimiento posible, porque son un único Dios.

1Co 15, 28. El sometimiento del Hijo de que habla San Pablo no se opone para nada a su divinidad. Se refiere al término de su misión como Redentor y Mesías, una vez alcanzado el triunfo final y definitivo sobre el demonio y el pecado y sus consecuencias. Esta victoria final de Jesucristo restaura el orden primitivo de toda la creación, que había sido roto por el pecado.
«¿Quién comprenderá -comenta San Bernardo- la inefable dulzura encerrada en estas breves palabras: Dios lo será todo en todos? Por no hablar del cuerpo, veo tres cosas en el alma: razón, voluntad y memoria; y estas tres son ella misma. Todo el que anda según el espíritu, siente en la presente vida cuánto le falta para su integridad y perfección. ¿Por qué esto, sino porque Dios no es aún todo en todos? De ahí que la razón se engañe frecuentemente en sus juicios, que la voluntad sea agitada de cuádruple turbación y que la memoria esté confusa por el olvido de muchas cosas. La criatura noble está sujeta, aun sin quererlo, a esa triple vanidad, aunque con esperanza. Pues el que colma los deseos del alma con bienes, debe ser también, para la razón, plenitud de luz; para la voluntad, abundancia de paz, y para la memoria, continuación de eternidad. ¡Oh verdad, oh caridad, oh eternidad! ¡Oh bienaventurada y beatificante Trinidad! Por ti suspira esta mísera trinidad mía, porque desgraciadamente está alejada de ti» (Sermones sobre los Cantares, 11).

1Co 15, 35-58. Una vez mostrada la resurrección de los muertos, el Apóstol trata del modo como tendrá lugar. Con este fin, simula un interlocutor que plantea algunas preguntas (v. 35). Al responder, utiliza comparaciones, tomadas de los reinos vegetal, animal y mineral, para que pueda entenderse mejor la resurrección (vv. 36-41); expone seguidamente las cualidades de los cuerpos resucitados (vv. 42-44), extendiéndose en explicar una de ellas -la espiritualidad o sutileza- (vv. 44-50), para seguir con las circunstancias y la manera en que sucederá la resurrección (vv. 51-53). Termina con un canto de alegría y acción de gracias a Dios por tantas maravillas (vv. 54-58).

1Co 15, 36-41. En la comparación con la semilla, el Apóstol señala algunos puntos de semejanza con la resurrección: la semilla debe morir para producir su fruto, lo mismo que el cuerpo para resucitar; cada semilla, al desarrollarse, toma una forma propia, de manera que la planta que produce es distinta de la semilla original: de manera semejante, los cuerpos gloriosos resucitados estarán dotados de una serie de perfecciones que no tenían durante su vida mortal (cfr. nota a vv. 42-44).
Con la referencia a la distinción entre la carne de los distintos animales y el resplandor de las distintas estrellas, San Pablo quiere ayudar a entender cómo también se distinguirán los cuerpos resucitados, según la distinta claridad (cfr. Catecismo Romano, I, 12, 13).

1Co 15, 42-44. Estos versículos constituyen la base de la doctrina sobre las cualidades de los cuerpos gloriosos; incorrupción o impasibilidad, gloria o resplandor, poder o agilidad, sutileza o espiritualidad. Así las expone el Catecismo Romano: «Tendrán los cuerpos resucitados de los santos ciertas propiedades insignes y gloriosas, con las que serán mucho más nobles que jamás antes lo fueron. Y cuatro son las principales, que se llaman dotes, señaladas por los Santos Padres, según la doctrina del Apóstol.
»La primera de estas (dotes) es la impasibilidad, esto es, una gracia y dote que hará que no puedan padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna; pues nada les podrá causar daño (…). El cuerpo, dice el Apóstol, se siembra en corrupción, resucita en incorrupción (1Co 15, 42) (…). A esta dote sigue la claridad, por la que brillarán como el Sol los cuerpos de los santos (…). Es esta claridad cierto resplandor que, procedente de la suma felicidad del alma, se comunica al cuerpo de tal manera, que es como una comunicación de la felicidad que el alma goza; al modo que también el alma resulta feliz, porque se comunica a ella una parte de la felicidad de Dios. Pero no debe creerse que de este don participen todos en la misma proporción que del primero; porque, ciertamente, todos los cuerpos de los santos serán igualmente impasibles, pero no tendrán el mismo resplandor; pues, como dice el Apóstol: Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas; y una estrella se diferencia de otra en el resplandor. Así será en la resurrección de los muertos (1Co 15, 41-42).
»Con esta dote va unida la que llaman agilidad, en virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime; y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiera el alma, que no será posible hallarse nada más veloz que su movimiento (…). Por esto dijo el Apóstol: Se siembra en vileza, resucita en gloria (1Co 15, 43). A estas dotes se añade la que se llama sutileza, por la cual el cuerpo estará totalmente sometido al imperio del alma, y le servirá y estará pronto a su arbitrio; lo cual se demuestra por estas palabras del Apóstol: Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual (1Co 15, 44)» (I, 12, 13). Los cuerpos de los condenados, por su parte, estarán privados de las dotes de los cuerpos gloriosos (cfr. Catecismo Mayor, n. 246).

1Co 15, 44-50. El Apóstol desarrolla su afirmación de que los resucitados tendrán un cuerpo espiritual, que a primera vista podría parecer una contradicción. Por ser descendientes de Adán, cuyo cuerpo fue sacado de la tierra (cfr. Gn 2, 7) los hombres reciben un cuerpo terreno, animal, destinado a la corrupción; Cristo, último Adán, venido del Cielo, dará a los suyos en la Resurrección un cuerpo celestial, perfecto e inmortal: «Se llama cuerpo espiritual -dice San Agustín- no porque se convierta en espíritu, sino porque está sujeto de tal manera al espíritu, que para que convenga a la habitación celestial, toda fragilidad e imperfección terrena es cambiada y convertida en estabilidad celeste» (De Fide et Symbolo, cap. VI).
Ya en esta vida el cristiano debe esforzarse por ser portador de esa imagen del hombre celestial, reproduciendo en sí mismo la vida de Cristo, de manera que habiendo muerto al pecado en el Bautismo, resucite con Cristo a una nueva vida (cfr. Col 3, 1-4). La Resurrección del Señor, explica Santo Tomás, tiene también «razón de ejemplaridad en la resurrección de las almas, porque tenemos que conformarnos en el alma con Cristo resucitado, 'para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva', y como Él 'resucitado de entre los muertos, ya no muere más (…), vosotros mismos estáis muertos al pecado' (Rm 6, 4.9.11), para que de nuevo 'vivamos con él' (1Ts 5, 10)» (Suma Teológica, III, q. 56, a. 2).

1Co 15, 45. Comentando este versículo, explica San Juan de Ávila: «Crió Dios el primer hombre y soplóle en el rostro, dióle resuello y espíritu de vida, y vivió. Et factus est primus Adam in animam viventem, novissimus Adam in spiritum vivificantem (1Co 15, 45). Fue hecho el segundo Adán, Jesucristo; y no solamente le dieron y tuvo espíritu para sí como el primero Adán, pero tuvo para otros muchos. Tiene Cristo espíritu vivificador, espíritu que da vida, que resucita a los que deseamos vida. Vamos a Cristo, busquemos a Cristo, que Él tiene resuello de vida. Por malo que estés, por perdido, por desconcertado que seas, si a Él vas, si a Él buscas, te hará bueno, te ganará y enderezará y sanará» (Sermones, en el domingo de Pentecostés).

1Co 15, 51-53. San Pablo describe sucintamente el momento de la Resurrección, de manera similar a 1Ts 4, 16-17: «Porque el Señor mismo, a la señal dada por la voz del Arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del cielo y los muertos en Cristo resucitarán primeramente. Después, nosotros, los vivos, los que estemos hasta la venida del Señor, seremos arrebatados juntamente con ellos, entre nubes por los aires, al encuentro del Señor. Y para siempre estaremos con el Señor». El hecho de que utilice la primera persona al hablar de los vivos en la venida del Señor, no indica que considere que realmente va a ser así: se trata más bien de una figura literaria, que le sirve para hacer más viva la narración. De hecho, afirma que no sabe cuándo tendrá lugar la Parusía (1Ts 5, 1-11), y en esta misma carta se ha incluido antes entre los que resucitarán (cfr. 1Co 6, 14).
«No todos moriremos, pero todos seremos transformados»: La Vulgata -de acuerdo con algunos códices- decía en este lugar: «Todos resucitaremos, pero no todos seremos transformados». Sin embargo, parece más segura la versión de la Neovulgata, atestiguada por la gran mayoría de los códices antiguos y los Padres griegos. También, parece la versión más concorde con el contexto, pues San Pablo está hablando únicamente de la resurrección de los justos (cfr. nota general al capítulo), y la Vulgata aquí introduciría un cambio, al hablar de que resucitarán los buenos y los malos, pero sólo los cuerpos de los buenos serán transformados gloriosamente. La afirmación de San Pablo de que algunos -los justos que vivan en el momento de la Parusía del Señor- no morirán, puede parecer difícil de compaginar con la universalidad de la muerte, como consecuencia del pecado original (cfr. Rm 5, 12 ss.; 1Co 15, 56). El Catecismo Romano dice que todos los hombres morirán, y explica las palabras del Apóstol en 1Ts 4, 15-17 diciendo que «al ser arrebatados morirán» (I, 12, 6). Algunos teólogos dicen que no se opone a esa universalidad el que Dios quiera hacer excepciones, como es el caso de los justos de la última generación, igual que no se opone a la universalidad del pecado original el que Dios haya exceptuado a la Virgen Santísima. De todas formas, conviene tener en cuenta que estamos dentro del misterio que envuelve las disposiciones divinas en torno a los últimos tiempos, y que el Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado sobre este asunto, que puede ser estudiado libremente.
La repetición, por cuatro veces, de las palabras «este cuerpo se revestirá» (cfr. vv. 53-54), deja claro que el cuerpo resucitado será el mismo que se tuvo en la tierra: «Es necesario que resucite el hombre con el mismo cuerpo por medio del cual sirvió a Dios o al demonio, para que, juntamente con el mismo cuerpo, reciba las coronas y los premios del triunfo, o sufra, desgraciadamente, las penas y los castigos» (Catecismo Romano, I, 12, 8).

1Co 15, 54-58. Concluye el capítulo con un canto de alegría y acción de gracias a Dios por los maravillosos beneficios que la muerte y la Resurrección del Señor traen consigo, consecuencia de su victoria sobre los enemigos que habían mantenido esclavizada la humanidad: el pecado, la muerte y el demonio. Jesucristo, al morir en la Cruz -ofreciéndose a Dios Padre como reparación por todas las ofensas de los hombres-, ha vencido al pecado y al demonio que tenía poder por el pecado. Y completa la victoria derrotando a la muerte mediante su Resurrección. De esta forma hace posible y causa además la resurrección gloriosa de sus elegidos. «En Cristo -explica el Papa Juan Pablo II-, se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia 'hasta la muerte' (Flp 2, 8). Al que estaba sin pecado, Dios 'lo hizo pecado por nosotros' (2Co 5, 21). Se hace también justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que podía -mediante la propia muerte- infligir la muerte a la misma muerte (cfr. 1Co 15, 54 s.) (…). La cruz de Cristo nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico. Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo 'resucitó al tercer día' (1Co 15, 4) constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia 'un cielo nuevo y una tierra nueva' (Ap 21, 1), cuando Dios 'enjugará las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado' (Ap 21, 4)» (Dives in misericordia, n. 8).

1Co 15, 56-57. El Apóstol sintetiza la doctrina sobre las relaciones entre muerte, pecado y Ley mosaica, que expone extensa y profundamente en los caps. 5-7 de su Carta a los Romanos. El pecado es el aguijón de la muerte, en cuanto que ésta entró en el mundo por el pecado (cfr. Rm 5, 12), que ahora le sirve para seguir dañando al hombre. A la vez, el pecado crecía y se fortalecía mediante la Ley mosaica, que era ocasión de aumento del pecado, no porque indujera a él, sino porque a pesar de indicar el bien, no contenía la gracia para evitar el mal (cfr. Comentario sobre 1Co, ad loc.).

1Co 15, 58. En estas palabras finales del capítulo San Pablo exhorta a los cristianos a luchar llenos de esperanza, con la seguridad de que el trabajo en las ocupaciones ordinarias de la jornada es ofrenda agradable a los ojos de Dios, medio de santidad, camino para alcanzar con Cristo la victoria definitiva. No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor -recuerda San Josemaría Escrivá-, Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hch 10, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: ven al Padre (Epístola ad Romanos, VII), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso (Amigos de Dios, 221).

1Co 16, 1-4. Comienza este último capítulo de recomendaciones y saludos, recordando la obligación de ayudar económicamente a los cristianos más pobres, concretamente a los de Jerusalén (cfr. 2Co 8, 1-6; 2Co 9, 1-5; Rm 15, 27). Ha sido una práctica constantemente vivida, y frecuentemente recordada, la obligación que los cristianos tienen de «ayudar a la Iglesia en sus necesidades» (Quinto mandamiento de la Iglesia; cfr. Catecismo Mayor, n. 476) y de socorrer a los más necesitados: «La acción caritativa puede y debe abarcar hoy a todos los hombres y a todas las necesidades -enseña el Conc. Vaticano II-. Dondequiera que haya hombres carentes de alimento, vestido, vivienda, medicinas, trabajo, instrucción, medios necesarios para llevar una vida verdaderamente humana, o afligidos por la desgracia o por la falta de salud, o sufriendo el destierro o la cárcel, allí debe buscarlos y encontrarlos la caridad cristiana, consolarlos con diligente cuidado y ayudarles con la prestación de auxilios. Esta obligación se impone ante todo a los hombres y a los pueblos que viven en la prosperidad» (Apostolicam actuositatem, 8).
«El día primero de la semana»: Es decir, el domingo. Esta precisión cronológica es un testimonio claro de que los cristianos desde el principio celebraban con especial solemnidad este día, conmemorando la Resurrección del Señor en las reuniones litúrgicas y eucarísticas.

1Co 16, 5-9. San Pablo alude a sus proyectos de viaje y a su intención de permanecer largo tiempo en Corinto. Las severas amonestaciones que aparecen en la carta no pueden inducir a pensar que aquellos cristianos fueran mediocres o que no gozaran del aprecio del Apóstol; al contrario, tenía especial cariño por aquella comunidad que él mismo había fundado (cfr. Hch 18, 1-18) y si les habla con tanta energía es porque espera de ellos frutos más abundantes.br> 10-12. Habla de dos de sus colaboradores: Timoteo era todavía muy joven (cfr. 1Tm 4, 12; 1Tm 5, 1; 2Tm 1, 6-8), razón por la cual San Pablo recomienda que le respeten por su dignidad de ministro («porque trabaja en la obra del Señor como yo»: v. 10). Los cristianos han tenido siempre una especial veneración a sus sacerdotes y ministros. Santa Catalina de Siena pone en boca de Jesucristo estas palabras: «No quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta, no se dirige a ellos, sino a mí, en virtud de la sangre que yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares y no más (…). No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dispuesto que no sean tocados mis Cristos» (El Diálogo, cap. 116).
Apolo era más conocido por los cristianos de Corinto, puesto que había pasado largas temporadas con ellos (cfr. Hch 19, 1; nota a 1Co 1, 11-12).

1Co 16, 13-14. De forma esquemática San Pablo resume las recomendaciones principales. Usando terminología castrense, les recuerda que la vida cristiana es una lucha contra las pasiones y tentaciones del diablo, y que toda la conducta del cristiano debe estar inspirada por la caridad. La fortaleza y la caridad, lejos de ser dos virtudes contrapuestas, se complementan perfectamente y no se da la una sin la otra: Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos (Es Cristo que pasa, 75).

1Co 16, 15-20. Las alusiones personales de colaboradores de San Pablo (v. 10-12) y de otros cristianos, tan frecuentes en las cartas del Apóstol, dan idea del ambiente de fraternidad que reinaba en la Iglesia primitiva.
Estéfanas había sido bautizado por San Pablo (1Co 1, 16); aunque no fue el primero de Corinto (cfr. Hch 18, 8), recibe el honroso título de «primicias de Acaya» por su especial dedicación a los demás fieles (v. 15). Fortunato y Acaico no son mencionados en otro lugar; quizá pertenecían a la familia de Estéfanas o, al menos, tenían un encargo especial entre aquellos cristianos. San Pablo con gran delicadeza les agradece su visita.
Aquila y Prisca eran un matrimonio especialmente vinculado a los cristianos de Corinto, ya que en su casa se hospedó San Pablo durante su primera estancia en esta ciudad (Hch 18, 1-3). Colaboraron muy eficazmente en el apostolado en otros muchos lugares; en Éfeso ayudaron a Apolo para que conociera más exactamente las verdades de la fe (cfr. Hch 18, 24-26), y posteriormente los encontramos en Roma (Rm 16, 3). Son un claro ejemplo de la importancia de la función de los laicos dentro de la Iglesia.

1Co 16, 20. Otras tres veces se menciona en las cartas de San Pablo el gesto del ósculo (Rm 16, 16; 2Co 13, 12; 1Ts 5, 26) y siempre con el adjetivo santo. Si el beso era la forma habitual de saludo entre los orientales (cfr. Lc 7, 45), San Pablo le añade un significado religioso, como señal de la caridad sobrenatural y de la unión en la misma fe. En este sentido pasó a la liturgia eucarística más antigua: «El ósculo de la paz -decía Tertuliano- es el sello de la oración» (De oratione, 14). El Misal Rumano prevé, cuando las condiciones pastorales así lo aconsejan, darse mutuamente la paz antes de la Comunión con un gesto apropiado. Con ello se significa que se cumplen las palabras del Señor: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24).

1Co 16, 21-24. Al escribir con su propia mano las últimas líneas de algunas de sus cartas, San Pablo ha dejado un testimonio inequívoco de su autenticidad (cfr. Ga 6, 11; Col 4, 18; 2Ts 3, 17).
«Sea anatema»: Es una fórmula de castigo y de maldición (cfr. Ga 1, 8) en sentido muy amplio; parece que llevaba consigo la exclusión pública de la Iglesia; y sobre todo, el culpable se hacía acreedor del castigo divino (cfr. nota a Rm 9, 3). Esta expresión dura del Apóstol se comprende mejor a la luz de 1Co 12, 3: «Nadie que hable en el Espíritu de Dios dice: ¡Anatema Jesús!». Es decir, quienes ofenden al Señor, porque no le aman, son merecedores del máximo castigo.
«Marana tha!»: Es una jaculatoria aramea que significa: «Ven, Señor nuestro». Aunque no es probable, también podría leerse «Maran atha», que significa «nuestro Señor viene o ha venido». Era tan antigua y tan usual entre los primeros cristianos que San Pablo no consideró necesario traducirla. En ella se confiesa a Jesucristo como Señor y soberano que reina desde el Cielo y que vendrá al final de los tiempos con su majestad y gloria (cfr. Flp 4, 5; Ap 22, 20). Según la Didaché (X, 6), esta invocación se usaba en la primitiva cristiandad después de la Plegaria eucarística. Esta antigua costumbre litúrgica la ha vuelto a introducir el actual Misal Romano, al establecer como una de las aclamaciones del pueblo después de la consagración, la siguiente fórmula: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».
El saludo final de San Pablo, recogido por la Liturgia en los ritos iniciales de la Santa Misa, es una fórmula de bendición que lleva consigo la confesión de fe de que el Señor está presente entre los cristianos; y la petición de que tal presencia sea fecunda y eficaz. De ahí que San Juan Crisóstomo comente a propósito de estas palabras: «Todo buen pastor y todo doctor tiene el deber de ayudar a sus hermanos con consejos; pero, sobre todo, con oraciones y plegarias» (Hom. sobre 1Co, 44, ad loc.).