CORINTIOS II

2Co 1, 1-11. Como en casi todas sus epístolas, comienza San Pablo con un saludo (vv. 1-2) y una acción de gracias a Dios (v.v. 3-11). Cfr. nota a 1Co 1, 1-9.
La presentación de sí mismo que hace San Pablo -«por voluntad de Dios apóstol de Cristo Jesús»-, muy similar a la de otras cartas, resulta en este caso especialmente significativa, ya que buena parte de la epístola la dedicará a la defensa de su vocación de apóstol contra quienes, al parecer, pretendían negarle ese carácter (cfr. caps. 10-13).
Timoteo era bien conocido por los corintios: había colaborado con San Pablo en los comienzos de su evangelización (cfr. Hch 18, 5), y les había visitado posteriormente, enviado por el Apóstol (cfr. 1Co 4, 17; 1Co 16, 10).

2Co 1, 1-2. Los romanos habían dividido Grecia en dos provincias: Macedonia al norte y Acaya -que comprendía la Grecia central y la península del Peloponeso- al sur. Corinto era la capital de Acaya. Aunque San Pablo sólo había predicado en Corinto y Atenas, el que se dirija a los cristianos de toda Acaya es un índice del afán apostólico de aquellos primeros convertidos, que habían llevado la semilla del cristianismo a otros lugares.
El calificativo «santos» con que San Pablo se dirige a los cristianos, muestra que la vocación cristiana lleva consigo la llamada a una auténtica santidad (cfr. Lumen gentium, 10).
«La gracia y la paz»: «El primer bien es la gracia -comenta Santo Tomás-, que es el principio de todos los bienes (…). El último de todos los bienes es la paz, porque es el fin general de la mente. Porque de cualquier manera que se emplee esta palabra, paz, tiene razón de fin; en la gloria eterna, en el gobierno y en el modo de vida, el fin es la paz» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 1, 3-11. La acción de gracias de San Pablo tiene en este caso un carácter distinto al de la mayoría de sus cartas, donde suele agradecer a Dios los favores obrados en los cristianos a quienes escribe, que se sienten así animados en su vocación. Aquí, en cambio, el Apóstol manifiesta su agradecimiento a Dios que, por su misericordia, le consuela en sus tribulaciones.

2Co 1, 3. «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo»: El texto griego admite dos interpretaciones: a) Dios (Padre) que es el Padre de nuestro Señor Jesucristo; b) Dios (Padre) que es el Dios y el Padre de nuestro Señor Jesucristo.
La segunda, que parece aquí más probable, podría a primera vista extrañar: no ofrece, sin embargo, ninguna dificultad, si se tiene en cuenta que el mismo Jesús llama en el Evangelio al Padre «mi Dios»: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20, 17). Teniendo en cuenta las dos naturalezas -la humana y la divina- que hay en Cristo, la expresión «el Dios de nuestro Señor Jesucristo» hace referencia a Jesús en cuanto hombre; la otra, «el Padre de nuestro Señor Jesucristo», hace referencia a la filiación de Jesucristo, tanto como Dios (filiación eterna del Verbo) cuanto como hombre (concepción virginal en el tiempo, en las entrañas purísimas de Santa María, por obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón).
«Padre de las misericordias»: Es un hebraísmo, muy frecuente en el AT, para designar que Dios tiene entrañas de misericordia.
La misericordia es, dice San Agustín, «cierta compasión de la miseria ajena nacida en nuestro corazón, por la que, si podemos, nos vemos impulsados a socorrerle» (De civitate Dei, IX, 5). De ahí -explica Santo Tomás- que la misericordia sea propia fundamentalmente de Dios: «Compadecerse es propio de Dios: y en esto se manifiesta máximamente su omnipotencia» (S.Th. II-II, q. 30, a. 4), ya que por ella puede remediar todas las miserias.
Mediante la misericordia divina el Apóstol es consolado en sus sufrimientos, de manera que puede a su vez consolar a los demás. Este Dios misericordioso es el que nos ha sido revelado por Jesucristo: «Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como 'Padre de las misericordias' (2Co 1, 3), nos permite 'verlo' especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y dignidad» (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 2).

2Co 1, 5-11. Estos vv. ponen de manifiesto la profunda unión entre los miembros del Cuerpo místico de Cristo, entre sí y con su Cabeza. Por esa íntima comunión e intercomunicación el Apóstol puede decir que sus sufrimientos son «de Cristo», y hablar de la estrecha relación entre sus dolores y consuelos y los de los cristianos de Corinto. Esta unión e influjo mutuos entre los miembros de la Iglesia que permite la comunicación de bienes espirituales entre ellos, constituye la Comunión de los Santos y se da entre las tres partes que componen la Iglesia -militante o peregrina (en la tierra), purgante (en el Purgatorio) y triunfante (en el Cielo)-, haciendo posible, por ejemplo, que la oración de unos ayude a otros (cfr. v. 11): «Misterio verdaderamente tremendo -dice el Papa Pío XII- y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo» (Mystici Corporis). Recordando esta realidad, el cristiano debe ofrecer muchas oraciones, sacrificios y trabajos por toda la Iglesia: por el Papa, por los Obispos y sacerdotes, y por todos los fieles; especialmente por quienes estén más necesitados.

2Co 1, 6. «Consuelo y salvación vuestra»: El término «salvación» indica también salud espiritual, que tendría su culminación en la salvación eterna. El deseo de salud espiritual, la esperanza de la salvación, nos dan la paciencia o fortaleza para la lucha de esta vida, y esa paciencia opera la salvación.

2Co 1, 8-9. «Ya no esperábamos salir con vida»: Así, según la traducción más probable del texto griego; la versión de la Neovulgata -«ya no teníamos ganas de vivir»-, tiene un matiz distinto que pensamos no concuerda tanto con el contexto.
No sabemos exactamente a qué tribulación se refiere. Es posible que se trate del motín provocado por el platero Demetrio en Éfeso, que obligó al Apóstol a salir de aquella ciudad (cfr. Hch 19, 23-41). Sea lo que fuere, le sirve a San Pablo para insistir una vez más en que hemos de poner nuestra confianza en Dios, y no en nosotros mismos (cfr. p. ej. 1Co 1, 31; 1Co 9, 26-27).

2Co 1, 12-2Co 7, 16. En esta primera sección de la carta, San Pablo explica a los corintios su modo de comportarse con ellos, saliendo al paso de las críticas que algunos han levantado contra él: de volubilidad en sus decisiones, y miras humanas en su actuar (2Co 1, 12-2Co 2, 17); de arrogancia y orgullo en la presentación que hace de su ministerio (2Co 3, 1-2Co 6, 10). La parte final de esta sección (2Co 6, 11-2Co 7, 16) es una exhortación a los corintios, con el deseo de recuperar su confianza y su cariño.
Por los datos que aparecen en los caps. 10-13, es de suponer que quienes lanzaban esas acusaciones contra San Pablo eran los judaizantes, cuya pretensión era que los cristianos vivieran de acuerdo con las prescripciones de la Ley de Moisés, intentando para ello desacreditar al Apóstol, defensor de la libertad que Jesucristo había ganado sobre todas aquellas prescripciones, muriendo en la Cruz. San Pablo tuvo que combatir durante toda su vida esas doctrinas (cfr. p. ej. su Epístola a los Gálatas).
Todo el pasaje pone de manifiesto el carácter ardiente y apasionado de San Pablo, que escribe a los corintios abriéndoles de par en par su corazón y volcando en ellos todo su cariño y sus desvelos de Apóstol. De ahí la frecuencia de repeticiones y digresiones, y el desorden en la exposición. Es una muestra más de cómo el carisma de la inspiración divina -bajo el cual escribe San Pablo- respeta y cuenta con la manera peculiar de ser de los autores humanos -los hagiógrafos- de la Sagrada Escritura.

2Co 1, 12-14. San Pablo, antes de explicar su modo de comportarse, quiere dejar clara la sinceridad y honradez de su conducta, apelando al testimonio de su conciencia -como hace en otras ocasiones (cfr. Hch 23, 1; Hch 24, 16; Hb 13, 18)-, que le atestigua que se ha comportado de acuerdo con la voluntad de Dios. Además, señala el Apóstol la sinceridad de sus cartas: posiblemente sus contradictores pretendían ver también en ellas doblez u ocultas intenciones. No hay más, aclara, que lo que allí está escrito.
Estos vv. ponen de manifiesto uno de los deseos principales de San Pablo al escribirles esta carta: recuperar todo el cariño y la confianza de los corintios, que podía estar siendo minada por la labor constante de difamación y calumnias que algunos estaban llevando a cabo contra el Apóstol.
Como hace con otras comunidades cristianas que él había fundado (cfr. 1Ts 2, 19; Flp 2, 16), San Pablo indica que espera gloriarse de ellos cuando Jesucristo venga a juzgar a los hombres. Sobre la expresión «el Día de nuestro Señor Jesús», cfr. nota a 1Co 1, 8-9.

2Co 1, 15-2Co 2, 4. San Pablo sale al paso de la acusación de volubilidad y falta de palabra, por no realizar una visita a Corinto que había anunciado. El itinerario que presenta aquí (vv. 15-16) parece no coincidir con el señalado en 1Co 16, 5-6, donde indicaba que iría primero a Macedonia. No sabemos cómo les había informado el Apóstol de este nuevo proyecto de viaje: pudo ser la carta de que habla en 2Co 2, 3-4 y que no ha llegado a nosotros (cfr. nota a 2Co 1, 23-2Co 2, 4); o bien en una posible visita de San Pablo a Corinto realizada entre la primera carta y ésta (cfr. Introducción a las Epístolas de San Pablo a los Corintios).
Si no ha llevado a cabo esta visita –explica- no ha sido por precipitación al anunciarla, o por falta de palabra, como seguramente estaban difundiendo sus detractores. El motivo principal ha sido el amor que les tiene y el consiguiente deseo de San Pablo de no entristecerles de nuevo (cfr. 2Co 1, 23; 2Co 2, 1). Es difícil saber a qué se refiere San Pablo. La explicación más probable parece la de que en su posible segunda visita a Corinto hubo algunos incidentes desagradables que entristecieron tanto a los corintios como al Apóstol; incidentes que pudieron culminar en alguna ofensa a San Pablo especialmente grave (cfr. nota a 2Co 2, 5-11). Por este motivo, consideró más prudente escribirles (2Co 2, 3-4), para intentar arreglar la situación antes de ir a verles de nuevo.

2Co 1, 15. «Segunda gracia»: La primera había sido la de su conversión, obrada mediante la predicación de San Pablo.

2Co 1, 17-20. San Pablo pone a Dios por testigo de la sinceridad y rectitud de sus actos, y de su fidelidad a la palabra dada. No puede ser de otra forma –aclara- porque él predica y sigue a Jesucristo, que es absolutamente fiel y veraz (cfr. Jn 14, 6), y había recomendado firmemente esa sinceridad en las palabras y en la conducta (cfr. Mt 5, 37; St 5, 12). La fidelidad de Cristo -que ha sido siempre «sí» (vv. 19-20)- es modelo para todos los cristianos, tanto de los que entregan a Dios su vida de modo total y exclusivo, como de quienes lo hacen a través del matrimonio. Remitiendo a este pasaje, Juan Pablo II enseña: «Así como el Señor Jesús es el 'testigo fiel' (Ap 3, 14), es el 'sí' de las promesas de Dios (cfr. 2Co 1, 20) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia, su Esposa, amada por él hasta el fin (cfr. Jn 13, 1)» (Familiaris Consortio, 20).
Por la fidelidad de Cristo, poniendo su confianza en ella, los fieles pronuncian ese Amén -Así sea-, mediante el cual se adhieren plenamente a las enseñanzas del Apóstol. Ya desde los comienzos del cristianismo, el Amén era la conclusión final de las oraciones públicas de la Iglesia (cfr. 1Co 14, 16).
Silvano, llamado Silas en los Hechos de los Apóstoles (Hch 15, 40), había ayudado a San Pablo en la fundación de la Iglesia en Corinto (cfr. Hch 18, 5).

2Co 1, 18. «Por la fidelidad de Dios»: Por tratarse de una fórmula de juramento, la hemos traducido así; literalmente sería: «Fiel es Dios» (cfr. Neovulgata).

2Co 1, 21-22. Como en otros pasajes de esta misma carta (cfr. 2Co 3, 3; 2Co 13, 13), San Pablo se refiere explícitamente a las promesas de la Santísima Trinidad: es Dios (Padre) quien nos da la unción de la gracia, uniéndonos así al Hijo, mediante et don del Espíritu Santo en nuestros corazones.
Con tres expresiones distintas -«ungió (…) marcó con su sello (…) dio como arras el Espíritu»- el Apóstol describe la actuación de Dios en el alma: en el Bautismo, el cristiano es ungido espiritualmente por la gracia e incorporado a Cristo; queda así «sellado», puesto que ya no se pertenece a sí mismo, sino que es propiedad de Cristo; y, junto con la gracia, recibe al Espíritu Santo como «arras», es decir, como garantía y anticipo de los dones que recibirá en la vida eterna. Todos estos efectos del Bautismo quedan reforzados por el sacramento de la Confirmación: quizá San Pablo estaba pensando también en ella, al escribir estas palabras.
Comentado estos vv., explica San Juan Crisóstomo que, mediante esa actuación, el Espíritu Santo constituye a cada cristiano en profeta, sacerdote y rey: «Efectivamente, estos tres tipos de personajes recibían en los tiempos antiguos la unción que los confirmaba en su dignidad. Nosotros, los cristianos, no tenemos el beneficio de una de esas tres unciones, sino de las tres a la vez, y de una manera mucho más excelente. Así es, ¿no somos reyes, siendo el imperio del cielo, infaliblemente nuestra herencia? ¿No somos sacerdotes, si hacemos a Dios la consagración de nuestros cuerpos, en lugar de víctimas irracionales y privadas de razón, como dice el Apóstol: 'Os exhorto (…) a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios' (Rm 12, 1)? Por último, ¿no somos profetas, si, gracias a Dios, nos han sido revelados secretos que escapan al ojo y al oído del hombre?» (Hom. sobre 2Co 3).
«Nos marcó con su sello»: El Catecismo Romano utiliza estas palabras al explicar en qué consiste el carácter que imprimen en el alma los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden: al decir «'marcó con su sello' describió (el Apóstol) claramente el carácter del cual es propio marcar y sellar alguna cosa. Es pues el carácter una especie de señal impresa en el alma, que jamás puede borrarse y que está siempre adherida a ella» (II, 1, 30).

2Co 1, 23-2Co 2, 4. Con fórmula solemne señala San Pablo la verdadera causa de no haber ido a Corinto: el deseo de no tener que entristecerles de nuevo (cfr. nota a 2Co 1, 15-2Co 2, 4). Este pasaje pone una vez más de manifiesto la grandeza de corazón del Apóstol, que goza con las alegrías y sufre con los sufrimientos de sus hermanos en la fe (cfr. 2Co 11, 28-29; 1Ts 2, 19-20), con un amor tan inmenso por ellos que sólo puede compararse al de un padre o una madre por sus hijos (cfr. 1Co 4, 15; Ga 1, 19).
La «carta de las lágrimas» que menciona el Apóstol (2Co 2, 4) -escrita entre 1Co y 2Co- no ha llegado hasta nosotros. Si fue para algunos motivo de tristeza (cfr. 2Co 7, 8-12), aclara que él sufrió más al tener que escribirla. Queda patente la fortaleza de San Pablo: sufre tremendamente ante el dolor que sus palabras pueden causar en los demás, pero no por ello deja de corregir cuando es necesario (vv. 2-4). Obrar de otra manera sería comodidad. «Callar cuando puedes y debes reprender es consentir; y sabemos que está reservada la misma pena para los que hacen el mal y para los que lo consienten» (San Bernardo, Sermo in nativ. Ioann., 9).

2Co 2, 2. «Aquel a quien he entristecido»: Parece más probable que el participio «entristecido» se refiere no a alguien en particular sino a toda la iglesia local de Corinto, a la que se está dirigiendo San Pablo como a una sola persona, según puede observarse por los versículos siguientes.

2Co 2, 5-11. San Pablo se refiere al motivo principal de la pena sufrida con respecto a los corintios. Con frecuencia se han aplicado estas palabras al incestuoso que el Apóstol había condenado en 1Co 5, 1-5. Sin embargo, también son muchos los autores -y su opinión parece más probable- que aplican el pasaje a una grave ofensa personal hecha a San Pablo (cfr. 2Co 7, 12), o a alguno de sus colaboradores, en su segunda visita a Corinto (cfr. nota a 2Co 1, 15-2Co 2, 4). El ofensor habría sido un judaizante, con el apoyo de una minoría de los fieles de Corinto.
Esta injuria podría haber sido la causa fundamental de la «carta de las lágrimas», y del envío de Tito a Corinto (cfr. 2Co 2, 13; 2Co 7, 6-16), exigiendo una reparación de aquella falta (si bien en el v. 10 aclara San Pablo que le interesaba más probar la obediencia de la comunidad que la reparación de la ofensa; cfr. además 2Co 7, 12). La mayoría de los fieles había reaccionado bien, condenando al causante del agravio, excluyéndolo quizá de la comunidad. Ahora el Apóstol les pide que le perdonen, no sea que un exceso de severidad pueda llevar al autor de la ofensa a la desesperación.

2Co 2, 5. Los motivos de tristeza del Apóstol, lo son también para los cristianos de Corinto. Esta misma unidad de sentimientos debe darse entre los fieles y sus obispos, de manera que aquellos hagan suyas las preocupaciones y desvelos de éstos, y les ayuden -en primer lugar con la oración diaria por su persona e intenciones- a sacarlas adelante. «No dejen los laicos de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados -exhorta el Conc. Vaticano II- que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos (cfr. Hb 13, 17)» (Lumen gentium, 37).

2Co 2, 7. San Pablo, al animar a los fieles a que perdonen y consuelen al pecador, quiere evitar una posible tentación de desesperanza en el perdón de Dios. Puede ser que alguna vez se presente esta tentación diabólica, intentando abrumar a alguno con el peso de sus pecados pasados o actuales. En esa situación -aconseja San Juan de Ávila- «miremos que ni él (el demonio) es la parte ofendida, ni es tampoco el juez que nos ha de juzgar. Dios es a quien ofendimos cuando pecamos, y Él es el que ha de juzgar a hombres y demonios. Y, por tanto, no nos turbe que el acusador acuse; mas consolémonos, que el que es parte y juez nos perdona y absuelve, mediante nuestra penitencia, y sus ministros y sacramentos» (Audi, filia, cap. 18).

2Co 2, 10. «En presencia de Cristo»: Es decir, bajo la mirada y aprobación de Cristo. También podría traducirse, como hace la Neovulgata, «en persona de Cristo».

2Co 2, 11. Los propósitos de Satanás son bien claros: apartar de Dios a los hombres, consiguiendo su condenación eterna. En esto concentra toda su atención y a ese fin dirige toda su actividad. «¡Sed sobrios y estad en guardia! -advierte el apóstol San Pedro-. Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente da vueltas y busca a quién devorar» (1P 5, 8).
Sin embargo, el cristiano no debe tener miedo al demonio. Los santos comparan a veces su actuación a la de un perro encadenado: ladra mucho, pero no puede morder más que a quienes se le acercan. Y son abundantes los medios para no ponerse a su alcance, como por ejemplo: «Huir de las ocasiones peligrosas, tener a raya nuestros sentidos, recibir a menudo los santos sacramentos y valernos de la oración» (Catecismo Mayor, n. 317).

2Co 2, 12-17. Comienza San Pablo a explicar a los corintios cómo su amor y su preocupación por ellos les había llevado a salir al encuentro de Tito hasta Macedonia (vv. 12-13). Llegado a este punto -sin mencionar siquiera su encuentro con Tito- el alma del Apóstol estalla en una acción de gracias a Dios (vv. 14-16) por las buenas noticias que su colaborador le trajo (cfr. 2Co 7, 4-16). Esta exultación va a llevarle a otro tema -la defensa de nuevas acusaciones que se habían vertido sobre él (caps. 3-7)-, para el que el v. 17 constituye como una transición, de tal manera que no vuelve a enlazar con su encuentro en Macedonia hasta el cap. 7 (vv. 4 ss.).

2Co 2, 12-13. Tróade era una ciudad costera de Asia Menor, situada al norte de Éfeso, en el camino hacia Grecia, por donde había pasado el Apóstol durante su segundo viaje misional (cfr. Hch 16, 8-10). San Pablo se dirige de nuevo allí al tener que abandonar Éfeso ante la revuelta levantada contra él por Demetrio (cfr. Hch 19, 23 ss.), y comienza a predicar. La expresión «se me había abierto una puerta en el Señor» (cfr. 1Co 16, 8-9) hace suponer que los resultados eran muy esperanzadores.
Sin embargo, su inquietud por los cristianos de Corinto es tan grande que, ante la tardanza de Tito, sale a su encuentro hacia Macedonia. Como en el caso de San Pablo, también el cristiano debe poner un empeño primordial en confirmar en la fe a los que ya creen. Es lo que hizo el Señor una vez resucitado: se apareció en primer lugar a los Apóstoles y a algunos de los discípulos.

2Co 2, 14-16. Llevado triunfalmente por Dios (v. 14), el Apóstol va difundiendo por todas partes el buen olor de Cristo, de manera semejante a como se difundía el olor del incienso que se quemaba en el trayecto del general triunfador. También el cristiano, al luchar por vivir coherentemente con su fe, lleva consigo el aroma de Jesucristo: Cada cristiano -explica San Josemaría Escrivá- debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2Co 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro (Es Cristo que pasa, 105).
Y como en el caso del Maestro -«puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción» (Lc 2, 34)-, también el buen olor difundido por sus discípulos es para unos causa de salvación y para otros de condena. «El Evangelio -comenta San Juan Crisóstomo- expande por todas partes un perfume agradable y precioso, aunque haya quienes perecen a su lado, como consecuencia de su incredulidad. No es por tanto al Evangelio a quien debe culparse de la ruina de algunos, sino a su propia corrupción; yo diría incluso que la pérdida de los malos testimonia en favor de la dulzura de esta miel espiritual. La pérdida de los unos, no menos que la salvación de los otros, rinde un solemne homenaje a la virtud eficaz del Evangelio. Las vistas débiles y enfermas son deslumbradas porque el sol expande el brillo más vivo. Así, Jesucristo había vencido al mundo para ser la ruina y la resurrección de muchos» (Hom. sobre 2Co, 5).

2Co 2, 14. La expresión «nos hace triunfar» equivaldría a «nos lleva en triunfo». Parece como si el Apóstol tuviera presentes los paseos triunfales de los grandes generales de la antigüedad, llevando en el cortejo a sus oficiales, al volver victoriosos de sus campañas: de manera semejante, Dios va recorriendo el mundo en triunfo mediante el Evangelio, asociando en su marcha a los Apóstoles.
Refiriéndose a los grandes sufrimientos que ese triunfo lleva consigo, comenta San Jerónimo: «El triunfo de Dios es la pasión de los mártires por el combate de Cristo, el derramamiento de sangre, y la alegría en medio de los tormentos. Pues cuando alguno ve cómo son atormentados los mártires y se mantienen firmes con tanta perseverancia, y se glorían en sus dolores, el olor del conocimiento de Dios se difunde en los gentiles, y asciende el pensamiento tácito de que si no fuera verdadero el Evangelio, nunca sería defendido con sangre» (Epist. 150, ad Hedibiam, quaestio XI).

2Co 2, 16-17. La segunda parte del v. 16 -«¿quién es idóneo?» (¿quién es capaz?)- y el v. 17 sirven al Apóstol como introducción a la defensa que hace de su ministerio en los caps. siguientes (2Co 3, 1-2Co 6, 10).
Contrapone aquí la sinceridad de su predicación a la deformación –adulteración- con que otros, los falsos apóstoles que le persiguen e intentan desprestigiarle, presentan la palabra de Dios, más atentos a su gloria personal que a la de Cristo. «Adulterar la palabra de Dios -explica San Gregorio Magno- es o sentir en ella algo distinto de lo que en realidad es, o buscar por ella no los frutos espirituales, sino los fetos adulterinos de la alabanza humana. Predicar con sinceridad es (…) buscar la gloria del autor y creador» (Moralia, 22, 12).

2Co 3, 1-2Co 6, 10. San Pablo es acusado de orgullo por sus adversarios, malinterpretando las referencias que hacía en sus cartas a sus trabajos apostólicos (cfr. p. ej. 1Co 2, 7-16; 1Co 4, 14-21). Sabe que las palabras de los vv. anteriores (cfr. 2Co 2, 14-16) pueden dar motivo a una nueva acusación, y -sin enfrentarse todavía directamente con sus adversarios, lo hará sobre todo en los caps. 10-13- comienza una larga exposición, sobre el ministerio apostólico. Explica San Pablo la superioridad de su ministerio sobre el de la Antigua Alianza (2Co 3, 4-18), la autoridad y sinceridad con que lo realiza (2Co 4, 1-6), las pruebas y paciencia que comporta ese trabajo (2Co 4, 7-2Co 5, 10), y una explicación de su conducta y de los principios que la inspiran (2Co 5, 11-2Co 6, 10).

2Co 3, 1-3. También en la época de San Pablo las cartas de recomendación eran una práctica frecuente (cfr. p. ej. Hch 9, 2; Hch 15, 22-30). Por la forma irónica en que el Apóstol se refiere a ellas en el v. 1, es de suponer que sus enemigos se habían presentado en Corinto con alguna carta de ese tipo. Él puede presentar una carta mucho más elocuente y expresiva: los mismos corintios, convertidos mediante su predicación. Y dice esto -comenta San Juan de Ávila- «porque eran suficiente carta que declaraba quién era San Pablo y cuan provechosa su presencia. Y dice que esta carta la saben y leen todos, porque cualquier gente, por bárbara que sea, aunque no entienda el lenguaje de la palabra, entiende el lenguaje del buen ejemplo y virtud, que ve puesto por obra, y de allí vienen a estimar en mucho al que tales discípulos tiene» (Audi, filia, cap. 34).
Se trata de una carta escrita por el mismo Cristo. San Pablo y sus colaboradores han actuado como redactores; y ha sido impresa en los corazones de los corintios, y en el del Apóstol, por el mismo Espíritu Santo.
Con las expresiones «tablas de piedra» y «corazones de carne», San Pablo alude a la historia del pueblo de Israel. En el Sinaí, Dios había entregado a Moisés unas tablas de piedra que contenían la Alianza. Siglos más tarde, en tiempos del destierro babilónico, que fue un castigo divino por la infidelidad del pueblo elegido, Dios promete por boca de sus profetas, una Nueva Alianza: una Ley escrita en sus corazones (cfr. Jr 31, 33), un corazón y un espíritu nuevos, quitándoles su corazón de piedra y dándoles un corazón de carne (cfr. Ez 11, 19; Ez 36, 26).

2Co 3, 4-11. San Pablo trata en estos versículos de un tema que expone mucho más amplia y detenidamente en sus Epístolas a los Romanos y a los Gálatas: la superioridad de la Nueva Alianza -mediante la cual Cristo reconcilió a los hombres con Dios Padre- sobre la Antigua, realizada por Dios con Moisés. Aquí se limita a señalar de forma esquemática la superioridad del ministerio de los Apóstoles sobre el de Moisés. En efecto, éste era de muerte y condenación (vv. 6.7.9), y transitorio (vv. 7.11-); el de los Apóstoles en cambio es de vida, de salvación (vv. 6-9) y permanente (v. 11). Por tanto, si el de Moisés fue glorioso, cuánto más lo será el de los Apóstoles.
Cuando San Pablo habla de «ministerio de la muerte (…), de la condenación» (vv. 7.9), no quiere decir que la Antigua Alianza no fuera en sí misma santa y justa, sino que la Ley de Moisés -incluida en dicha Alianza-, aunque señalaba el bien, era insuficiente, porque no proporcionaba los medios para vencer el pecado. De ahí que, en ese sentido, se pueda decir que la Antigua Ley llevaba consigo muerte y condenación: porque hacía conocer mejor al pecador la gravedad de su pecado, y aumentaba así su culpabilidad (cfr. Rm 7-8 y notas correspondientes): «Porque -explica Santo Tomás- es más grave pecar contra la ley natural que además está escrita, que contra la ley natural solamente» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 3, 5. El Magisterio de la Iglesia remite a estas palabras del Apóstol al enseñar la necesidad de que el Espíritu Santo ilumine o inspire al hombre para que éste pueda aceptar las verdades de la fe o elegir algún bien que haga referencia a la salvación eterna (cfr. II Conc. de Orange, can. 7). Resulta evidente, por tanto, la insensatez que supone considerar como mérito propio las buenas obras o los frutos apostólicos, cuando en realidad son un don de Dios. Por eso afirma San Alfonso María de Ligorio que «el hombre espiritual dominado por la soberbia es un ladrón peor que los demás, porque roba no bienes terrenos, sino la gloria de Dios (…). En efecto, según el Apóstol, por nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni siquiera tener un buen pensamiento (cfr. 2Co 3, 5) (…). Por eso, cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: 'Te devolvemos, Señor, lo que de tu mano recibimos' (1Cro 29, 14)» (Selva de materias predicables, II, 6).

2Co 3, 6. Tomando de nuevo la imagen utilizada en el v. 3, San Pablo habla de «letra» y «Espíritu» (cfr. Rm 2, 29; Rm 7, 6) para poner de manifiesto el contraste entre la Ley del Antiguo Testamento y la del Nuevo. La Ley de Moisés es «letra», en cuanto que se limitaba a señalar los preceptos que el hombre debía cumplir, sin dar la gracia necesaria para cumplirlos: La Nueva Ley, en cambio, es «Espíritu», porque es el mismo Espíritu Santo quien difunde mediante la gracia la caridad en los corazones de los fieles (cfr. Rm 5, 5), y la caridad es la plenitud de la Ley (cfr. Rm 13, 10). «Lo más importante en la Ley del Nuevo Testamento -explica Santo Tomás- y en lo que consiste todo su poder, es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe de Cristo. Por tanto, principalmente, la Nueva Ley es la misma gracia del Espíritu Santo, que es dada a los fieles por Cristo» (S.Th. I-II, q. 106, a. 1). De ahí que la Ley del Evangelio pueda ser llamada también ley del Espíritu (cfr. Rm 8, 2), ley de la gracia o ley de la caridad.
Comenta San Juan Crisóstomo, tras señalar cómo en la Ley de Moisés se establecía la pena de muerte para algunos pecados: «La ley, tomando un hombre vivo y culpable, le hacía morir. La gracia, al contrario, recibe un hombre culpable, y de muerto, le hace vivir (…). ¡Oh grandeza admirable del Espíritu! ¡Oh excelencia de su gracia! ¡Oh tablas del Evangelio mucho más preciosas que las de Moisés, ya que obran prodigios más sorprendentes que la resurrección de un muerto! En efecto, la muerte de la que la gracia nos salva, es mucho más funesta que la muerte que golpea el cuerpo» (Hom. sobre 2Co, 6).

2Co 3, 7-10. En el libro del Éxodo (Ex 34, 29-35) se nos narra que el rostro de Moisés, al bajar del monte Sinaí, donde había hablado con Dios, se había vuelto radiante de luz. Fue un resplandor tan intenso -reflejo de la gloria de Dios- que los israelitas tenían miedo de acercarse a él.
A este suceso se refiere aquí San Pablo para mostrar la superioridad de la Nueva Alianza.

2Co 3, 12-18. En estos vv. San Pablo insiste en la superioridad del ministerio apostólico sobre el de Moisés, recordando el velo con que éste cubría su rostro -radiante de luz, que atemorizaba a los israelitas- después de hablar con Yahwéh (cfr. Ex 34, 29-35). El Apóstol declara que ese hecho era un símbolo: el velo le servía a Moisés para ocultar no sólo el resplandor de su rostro en los primeros momentos, sino también el progresivo desvanecerse de ese resplandor, que era transitorio, como la Alianza que representaba. Por contraste, los ministros de la Nueva Alianza la anuncian con el rostro descubierto (v. 18), sin necesidad de ocultar nada, con absoluta claridad y seguridad (v. 12) porque la luz del Evangelio que ellos irradian es permanente y para siempre.
Prosiguiendo en su comparación, San Pablo explica que los judíos que no creen en Jesucristo, siguen teniendo ese velo ante sus ojos, de manera que no entienden tampoco el Antiguo Testamento. En efecto, éste sólo puede entenderse con la luz que trae Jesucristo, plenitud de la revelación: «El fin principal de la economía antigua -enseña el Conc. Vaticano II- era preparar la venida de Cristo, redentor universal, y de su reino mesiánico (…). Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Pues aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza (cfr. Lc 22, 20; 1Co 11, 25), los libros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cfr. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rm 16, 25-26; 2Co 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y explican» (Dei Verbum, nn. 15 ss.).

2Co 3, 17. Estas palabras han sido interpretadas de diversas maneras. Unos las aplican a Jesucristo, e interpretan que al decir «es Espíritu», San Pablo se refiere a que Jesucristo es el sentido espiritual, profundo y escondido bajo la letra del Antiguo Testamento, que los judíos no pueden captar por el velo que tienen sobre sus corazones (cfr. v. 16). Muchos santos Padres, en cambio, aplican el v. al Espíritu Santo, considerándole el sujeto de la frase, que quedaría así: «El Espíritu (Santo) es Señor (Dios)». En cualquier caso, la presencia de Cristo, o del Espíritu Santo, en el Nuevo Testamento, lleva consigo la libertad de los hijos de Dios, conseguida por Jesucristo, que nos ha liberado del pecado y de la Antigua Ley (cfr. Rm 8, 1-17; Ga 4, 21-31).
Esta libertad del cristiano no significa prescindir de cualquier vínculo o ley, sino aceptar los mandamientos de Dios, no como esclavos, por miedo al castigo, sino como hijos que procuran vivir de acuerdo con los deseos de su Padre Dios. Así lo explicaba San Agustín: «Bajo la presión de la ley vive quien siente que se abstiene de pecar por el temor al castigo con que la ley amenaza, no por el gusto a la justicia (…). Si os dejáis llevar por el Espíritu, no estáis bajo la presión de la ley; de aquella ley se entiende que infunde miedo y atemoriza, y no da la caridad o el gusto del bien; caridad que ha sido derramada en nuestros corazones, no por la letra de la ley, sino por el Espíritu Santo, que nos fue dado. Tal es la ley de la libertad, no de la servidumbre, porque es la ley de la caridad, no la del temor» (De la naturaleza y de la gracia, cap. 57).

2Co 3, 18. La doctrina expuesta en los vv. anteriores, desemboca en esta exclamación final de gozo y alegría, en la que San Pablo resume el itinerario espiritual del cristiano. Así como Moisés reflejaba en su rostro la gloria de Yahwéh, tras estar con Él en el Sinaí, los cristianos reflejan en su vida la gloria de Cristo, al que contemplan mediante la fe: «El cristiano purificado por el Espíritu Santo en el Sacramento de la regeneración -comenta San Juan Crisóstomo- es transformado según la expresión del Apóstol en la imagen del mismo Jesucristo. No solamente contempla la gloria del Señor, sino que toma para sí mismo algunos rasgos de esta gloria divina (…). El alma regenerada por el Espíritu Santo recibe y difunde a su alrededor el resplandor de la gloria celeste que le ha sido comunicado» (Hom. sobre 2Co, 7).
Además, mientras que el resplandor de Moisés era transitorio, en los cristianos va aumentando progresivamente, en la medida que va aumentando su identificación con Cristo, mediante la docilidad a las mociones de la gracia en sus almas: Docilidad (…), porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras -recuerda San Josemaría Escrivá-. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre (Es Cristo que pasa, 135).
La palabra griega que traducimos por «reflejamos», admite también otra interpretación: «Contemplamos»; éste es el sentido de la expresión latina «speculantes».
«Conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor»: Seguimos de cerca la interpretación de la Neovulgata. Según el texto original griego se podría traducir también: «Conforme obra en nosotros el Señor, que es Espíritu».

2Co 4, 1-6. San Pablo insiste en uno de los puntos centrales de esta primera parte de la carta: la sinceridad y autenticidad de su conducta, con el consiguiente rechazo de todo lo que supone falsedad, doblez o mentira (cfr. 2Co 1, 12.17; 2Co 2, 17; 2Co 3, 1). En contraste con los falsos apóstoles, el único objeto de su predicación es la verdad de Jesucristo, sin componendas ni concesiones (cfr. p. ej. 1Co 1, 18-25; Ga 2, 11 ss.). Si, a pesar de todo, hay todavía quienes no perciben la verdad del Evangelio es por sus malas disposiciones, que permiten al demonio -dios de este siglo (cfr. Jn 12, 31; Jn 14, 30; Ef 2, 2)- cegar sus inteligencias. Así no captan a través del Evangelio la divinidad de Jesucristo, imagen perfecta de Dios Padre (vv. 4-6).
La actitud del Apóstol a la hora de exponer la doctrina de Jesucristo, recuerda la necesidad de hacerlo siempre con claridad y valentía, con respeto y veneración, como depositarios, herederos y servidores de un tesoro recibido de Dios, que ha de ser transmitido con absoluta fidelidad. «De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad -enseña el Papa Pablo VI-, puesto que la verdad que él profundiza y comunica no es otra cosa que la verdad revelada y, por tanto, más que ninguna otra, forma parte de la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla» (Evangelii nuntiandi, n. 78).

2Co 4, 1. «Por la misericordia que se nos hizo»: Es decir, por la misericordia de Dios. San Pablo usa aquí esa voz pasiva («que se nos hizo») de corte muy judaico, para evitar por respeto la repetición del nombre de Dios. Emplea también el Apóstol el plural de autor, que es una expresión de modestia. Más libremente podríamos traducir el versículo: «Por esto, habiendo sido investido de este ministerio por misericordia de Dios, no desfallezco».

2Co 4, 4. «Para que no vean la luz del Evangelio»: Así, según el texto griego. La versión de la Neovulgata: «Para que no brille (…)», viene a significar lo mismo, si se sobrentiende «a ellos».
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, es la imagen perfecta de Dios (cfr. Col 1, 15; Hb 1, 3). «Para que una cosa sea imagen perfecta de otra -explica Santo Tomás-, se requieren tres cosas, y las tres se dan de manera perfecta en Cristo. La primera es la semejanza; la segunda, el origen; la tercera, la perfecta igualdad. Porque si hubiera desemejanza entre la imagen y aquel de quien es imagen, o uno no tuviera su origen en el otro, o no hubiera igualdad perfecta, teniendo los dos la misma naturaleza, no se daría allí perfectamente la razón de imagen (…). Como las tres cosas se dan en Cristo -es semejante al Padre, procede del Padre y es igual al Padre- máxima y perfectamente se le llama imagen de Dios» (Comentario sobre 2Co, ad loc.). Además, por ser perfecto hombre, es la imagen visible del Dios invisible: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer» (Jn 1, 18).

2Co 4, 5. San Pablo llama con frecuencia a Jesucristo «Señor» (cfr. p. ej. Rm 10, 9; 1Co 8, 6; 1Co 12, 3; Flp 2, 11). Es una clara afirmación de la divinidad de Jesucristo, ya que es el término con que, habitualmente, los griegos traducen del hebreo el nombre de Yahwéh (cfr. nota a 1Co 8, 4-6).
Esa fe en la divinidad de Jesucristo es tan fundamental para el cristianismo, que San Pablo puede resumir el núcleo de su predicación en estas palabras: predicamos a Cristo como Señor.

2Co 4, 6. Contrariamente a lo que sucede con quienes se resisten a creer (v. 4), Dios ha iluminado los corazones de los cristianos con la luz de la fe. San Pablo recuerda el momento en que Dios creó la luz (cfr. Gn 1, 3), como para significar la nueva creación que supone la infusión de la luz de la fe (cfr. 2Co 5, 17), que exige una intervención de Dios: en efecto, «nadie puede 'consentir a la predicación evangélica', como es menester para conseguir la salvación, 'sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad' (II Conc. de Orange). Por eso, la fe (…) es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podría resistir» (Dei Filius, cap. 3).
Comentando este pasaje de la Epístola, Santo Tomás resume bellamente el itinerario de la fe en el alma de San Pablo, y de todo cristiano: «Nosotros, antes -es decir, con anterioridad a ser convertidos a Cristo- éramos tenebrosos, como vosotros y como aquellos en quienes no brilla la claridad de la gloria de Cristo. Ahora, sin embargo, después de que Cristo nos llamó a sí por su gracia, han sido apartadas de nosotros las tinieblas, y brilla en nosotros el poder de la gloria de la claridad de Cristo. Y brilla tanto en nosotros, que no sólo somos iluminados para poder ver, sino también para iluminar a otros» (Comentario sobre 2Co, ad loc.). El cristiano no puede ocultar la luz de su fe; debe iluminar con ella a quienes le rodean.

2Co 4, 7-2Co 5, 10. San Pablo expone ahora los sufrimientos y tribulaciones que el ministerio apostólico lleva consigo, semejantes a los de Jesucristo (2Co 4, 7-12). A continuación señalará que la fe y la esperanza en la Resurrección y en el Cielo sostienen a los ministros de Cristo en sus padecimientos (2Co 4, 13-2Co 5, 10).

2Co 4, 7-12. En contraste con la grandeza del Evangelio -ese «tesoro» confiado por Dios- San Pablo resalta la pequeñez -«vasos de barro» (v. 7)- de sus depositarios. Ilustrando esa pequeñez, el Apóstol expone las angustias y persecuciones a que se ve sometido, y en las que siempre es ayudado por la gracia de Dios.
Estos sufrimientos reproducen de alguna manera en la vida de los Apóstoles, y también en la de los demás cristianos, los de Jesucristo en la Pasión y Muerte. En Él, los sufrimientos dieron paso a la vida gloriosa tras la Resurrección; de manera semejante, en los servidores de Cristo, ya en esta vida, se va manifestando como un anticipo de la vida futura, que alcanzará su plenitud en el Cielo, pero que ya ahora ayuda a vencer todas las tribulaciones (vv. 10 ss.).

2Co 4, 7. Señala de nuevo San Pablo que toda la eficacia de su acción apostólica viene de Dios (cfr. p. ej. 1Co 1, 26-31; 2Co 3, 5), que es quien deposita sus tesoros en pobres vasos de barro. La expresiva imagen empleada por el Apóstol -que recuerda la arcilla de la que Dios formó a Adán (cfr. Gn 2, 7)- sirve como llamada de atención para todos los cristianos, portadores mediante la gracia de un tesoro maravilloso -Dios mismo- en sus almas; éstas, como sucede con los vasos de barro, pueden romperse con facilidad, y entonces necesitan ser recompuestas en el sacramento de la Confesión. Glosando estas ideas enseñaba San Josemaría Escrivá que los cristianos, al llevar a Dios en el alma, podíamos vivir a la vez en el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor se ha dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las lañas, como el hijo pródigo: he pecado contra el cielo y contra Ti… (Apuntes, Epílogo).

2Co 4, 8-9. Las palabras del Apóstol dan al cristiano la seguridad de que siempre contará con el auxilio de Dios: por duras que sean las pruebas por las que deba pasar, con la gracia divina podrá salir victorioso, como San Pablo. «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, junto con la tentación os dará también el éxito para poder soportarla» (1Co 10, 13). Además, el ejemplo de San Pablo recuerda que el dolor y las tribulaciones más o menos graves serán lo habitual en la vida de los seguidores de Cristo, que nunca podrá ser cómoda o placentera: «Si ambicionas la estima de los hombres, y ansías ser considerado o apreciado, y no buscas más que una vida placentera, te has desviado del camino… En la ciudad de los santos, sólo se permite la entrada y descansar y reinar con el Rey por los siglos eternos a los que pasan por la vía áspera, angosta y estrecha de las tribulaciones» (Pseudo-Macario, Homiliae, XII, 5).

2Co 4, 10-11. Como sucede con San Pablo, también en la vida diaria de los cristianos han de manifestarse los sufrimientos de Jesucristo, mediante la mortificación y la penitencia, necesarias para seguir al Señor y reproducir en nosotros su vida. La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados -¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!- y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús (2Co 4, 10). Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz (Es Cristo que pasa, 9).
La mortificación no exige acciones espectaculares y llamativas; ha de ejercitarse en las circunstancias ordinarias de la vida cotidiana: por ejemplo, en la puntualidad, en el cumplimiento exacto del deber, en el tratar con la máxima caridad a todos, en el buen humor ante las pequeñas contrariedades de la jornada (Amigos de Dios, 138).

2Co 4, 10. «El morir de Jesús»: Traducción literal de la expresión griega, que indica el estado de una persona que está muriendo

2Co 4, 12. En los Apóstoles, y también en los demás cristianos, se reproduce la paradoja de la vida del Señor: su muerte es causa de vida para todos los hombres. «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24). Los sufrimientos y tribulaciones, los dolores físicos y morales, la mortificación y penitencia diarias, hacen al discípulo de Cristo morir a sí mismo, y se convierten -unidos a los padecimientos de su Maestro- en fuente de vida para los demás hombres, mediante la Comunión de los Santos.

2Co 4, 13-18. El Apóstol explica el origen y la causa de la fortaleza con que soporta todas las tribulaciones de esta vida: la esperanza de la resurrección y del Cielo, del cual espera participar junto con aquellos a quienes dirige su carta (v. 14). Este pensamiento del Cielo no es egoísmo: resulta un estímulo para la lucha por ser fiel a la fe, y ayuda a considerar todos los padecimientos de esta vida como algo momentáneo y ligero (v. 17), paso necesario para el Cielo, y medio para conseguir una felicidad incomparablemente mayor. «Si queremos disfrutar de los placeres de la eternidad -recuerda San Alfonso María de Ligorio- hemos de privarnos de los placeres del tiempo. 'El que quiera salvar su vida la perderá' (Mt 16, 25) (…). Si queremos salvarnos, todos hemos de ser mártires, o por el hierro de los tiranos o por la propia mortificación. Persuadámonos de que todo cuanto sufrimos es nada comparado con la gloria eterna que nos espera: 'Porque estoy convencido -decía San Pablo- de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros' (Rm 8, 18). Estas momentáneas penalidades nos acarrearán eterna felicidad (cfr. 2Co 4, 17)» (Selva de materias predicables, II, 9).

2Co 4, 13. La fe del Apóstol le lleva a seguir predicando, a pesar de todas las tribulaciones que esto le acarrea. No puede ser de otra forma: está persuadido de que su fe es la salvación del mundo y no puede por menos de difundirla. Otra manera de comportarse indicaría que su fe está dormida y no hay verdadero amor a los demás. «Cuando descubrís que algo os ha sido de provecho -explicaba San Gregorio Magno- procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos» (In Evangelia homiliae, 6, 6).

2Co 4, 14. Lo que anima la actividad apostólica de San Pablo y le hace soportar todas las dificultades que ésta lleva consigo, es la firme convicción de la resurrección gloriosa, cuyo fundamento y causa es la resurrección de Cristo. Tiene además la esperanza de poder compartir esta felicidad en el Cielo, en la presencia de Dios, juntamente con sus fieles, por cuya salvación está trabajando en la tierra.

2Co 4, 15. San Pablo, tras recordar a los corintios que todos los sufrimientos de que viene hablando los padece por ellos (cfr. 2Co 4, 5), señala el fin al que dirige todos sus esfuerzos: la mayor gloria de Dios, a quien llenos de agradecimiento deben dirigirse los fieles (cfr. 2Co 1, 11; 2Co 9, 12). Ésta debe ser la actitud primordial del hombre ante Dios: de profunda adoración y de acción de gracias por todos sus beneficios, como diariamente se nos recuerda en el Prefacio de la Santa Misa.
Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible (Camino, 783).

2Co 4, 16. Estas palabras resumen una de las paradojas de la vida del cristiano. Mientras el hombre exterior -el cuerpo corruptible- va consumiéndose por las tribulaciones y sufrimientos, el hombre interior -la vida del alma- crece y se renueva de día en día, hasta alcanzar su plenitud en el Cielo. Es algo que se observa de manera evidente en la vida de los santos: en medio de sufrimientos y enfermedades, y a la vez que su vida en la tierra se iba consumiendo, la juventud de su alma y la alegría iban aumentando.
«¿Cuándo se destruye este hombre exterior? -se pregunta San Juan Crisóstomo-. Cuando es golpeado con azotes, acosado, oprimido por persecuciones sin número. Sin embargo 'nuestro hombre interior se va renovando de día en día'. ¿Y de qué manera? Por la fe, por la esperanza, por la caridad ardiente. Por tanto, hemos de ver los peligros con mirada intrépida. Cuanto mayores sean los males que consuman nuestro cuerpo, más lisonjeras esperanzas deberá concebir nuestra alma, más esplendor y brillo sacará de allí, como el oro toma un brillo más deslumbrante cuando está en el crisol encendido» (Hom. sobre 2Co, 9).

2Co 4, 17-18. La actitud de San Pablo es modelo para la visión sobrenatural con que el cristiano debe enfocar todos los acontecimientos de su vida, procurando verlos con los ojos de Dios: poniendo la mirada, por tanto, en los bienes que no se ven. Así se hará mas fácil recordar el contraste entre la ligereza y fugacidad de los dones de esta vida, y la consistencia y eternidad de la gloria: Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. -¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta…, si luego es el cielo para siempre, para siempre…, para siempre?
-Y, sobre todo -mejor que la razón apuntada,
'propter retributionem'–, ¿qué importa padecer si se padece por consolar por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor? (Camino, 182).
El Magisterio de la Iglesia recuerda estas palabras del Apóstol para señalar que las obras del hombre justo son meritorias para el Cielo (cfr. De iustificatione, cap. 16).

2Co 5, 1-10. El Apóstol insiste en su esperanza en la resurrección y en el Cielo, como medio que le llena de seguridad y confianza en las tribulaciones. Con algunas imágenes ilustra el contraste entre la vida presente y la futura: ahora vivimos como en una tienda, frágil y caduca, mientras que después nos espera una morada eterna (v. 1); nuestra vida mortal será revestida de inmortalidad (vv. 2-4; cfr. 1Co 15, 42-44); ahora caminamos en fe -sin ver todavía a Dios-, después le veremos cara a cara (vv. 6-7; cfr. 1Co 13, 12).
Y a la vez que la esperanza de bienes tan grandes hace a San Pablo desear con ansia vivir junto al Señor (v. 8), no pierde de vista que ahora ha de esforzarse por agradar a Dios, pensando en el tribunal de Cristo (vv. 9-10).

2Co 5, 1. Es frecuente en la Biblia comparar la vida corporal a una construcción -San Pablo habla de una «tienda»- frágil y provisional, para poner de manifiesto su caducidad y brevedad (cfr. p. ej. Is 38, 12; 2P 1, 13). Por el contrario, en el Cielo, el cuerpo estará glorificado por Dios, y será ya una mansión eterna para el alma.
Las palabras del Apóstol han sido recogidas por la liturgia de la Iglesia en uno de los prefacios de difuntos: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Misal Romano).

2Co 5, 2-8. San Pablo compara el cuerpo mortal a un vestido, que a su vez ha de ser revestido en la vida eterna de gloria e inmortalidad. Este pensamiento hace que el Apóstol espere con ansia el momento de vivir junto al Señor. Años más tarde, escribiendo a los filipenses sobre este deseo suyo de estar con el Señor, les hablará de la tensión que experimenta en su alma, al considerar que sigue siendo necesario su trabajo de apóstol: «Me siento apremiado por ambas partes: por una anhelo la muerte para estar con Cristo, lo que es mejor para mí; por otro lado continuar viviendo, lo que juzgo más necesario para vosotros» (Flp 1, 23-24).
A la vez, San Pablo manifiesta la repugnancia natural del hombre ante la muerte, y cómo desearía no tener que morir -ser desnudado de su cuerpo (cfr. vv. 3-4)-, de forma que ese revestimiento de inmortalidad se produjera sin necesidad de pasar por la muerte, porque la venida gloriosa de Cristo le encontrara vivo. Por otra parte, ante la posibilidad de vivir junto al Señor, San Pablo da por bien empleado el paso previo de que su alma salga del cuerpo (v. 8).

2Co 5, 3. La Neovulgata, siguiendo algunos manuscritos griegos, lee así este versículo: «Si de verdad, una vez que nos hayamos despojado, no nos encontraremos desnudos». Expresa la esperanza de San Pablo de que, una vez despojado de este cuerpo mortal, no se encontrará sin cuerpo alguno (desnudo), sino sobrevestido del cuerpo glorioso.
Los principales manuscritos griegos, sin embargo, así como muchas versiones antiguas, incluida la Vulgata, leen literalmente: «Si es que entonces nos encontráramos vestidos, y no desnudos».

2Co 5, 5. Vuelve a comparar el Apóstol al Espíritu Santo con las «arras» (cfr. 2Co 1, 22). En este caso referido a nuestro destino eterno: el Espíritu Santo, que inhabita en el alma mediante la gracia (cfr. 1Co 3, 16; 1Co 6, 19), constituye las arras, es decir, la garantía o el anticipo de la vida inmortal, porque así como intervino en la Resurrección de Cristo, así también nuestros cuerpos resucitarán por medio del Espíritu Santo (cfr. Rm 8, 1).
«Dios primero ha creado al hombre para este fin (la gloria eterna) -explica San Juan Crisóstomo-. Ha seguido y confirmado su deseo regenerándonos en el bautismo. Y la prenda o fianza que nos ha dado de ello es de un precio inestimable, ya que es el mismo Espíritu Santo derramado en nuestras almas» (Hom. sobre 2Co, 10).

2Co 5, 6. San Alfonso María de Ligorio recuerda en relación con este versículo: «Esta tierra no es nuestra patria; estamos en ella como de paso, cual peregrinos (…). Nuestra patria es el cielo, que hay que merecer con la gracia de Dios y nuestras buenas acciones. Nuestra casa no es la que habitamos al presente, que nos sirve tan sólo de morada pasajera; nuestra casa es la eternidad» (Sermones abreviados, XVI).
Por otra parte, como el mismo San Pablo pone de manifiesto en otros lugares (cfr. Hch 16, 16-40; Hch 22, 22-29; Rm 13, 1-7; 2Ts 3, 6-13), este «destierro» no implica que el cristiano deba despreocuparse por la edificación de la ciudad terrestre y desinteresarse por lo que ocurre en este mundo, o estar ausente de los grandes problemas de los hombres. Al contrario: debe colaborar con todas sus fuerzas en construir un mundo cada vez más conforme a los planes divinos. En este sentido, el Conc. Vaticano II «exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura (cfr. Hb 13, 14), consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno (cfr. 2Ts 3, 6-13; Ef 4, 28) (…). El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, que ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales, haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo la altísima ordenación de los cuales todo coopera a la gloria de Dios» (Gaudium et spes, 43).

2Co 5, 7. San Pablo habla aquí de la fe como la luz que nos alumbra mientras caminamos en esta vida hacia la eterna. En la patria celestial, sin embargo, no necesitaremos de la luz de la fe, porque Dios mismo y Cristo serán nuestra luz (cfr. Ap 21, 23).

2Co 5, 8-10. «Volver junto al Señor»: Las palabras del Apóstol ponen de manifiesto su firme convicción de que se encontrará con el Señor nada más morir.
En otros pasajes de la Sagrada Escritura se afirma esta misma verdad (cfr. Lc 16, 22-23; Lc 23, 43), que ha sido definida por el Magisterio de la Iglesia, señalando que las almas reciben el premio o castigo eternos inmediatamente después de su muerte, o de su paso previo por el purgatorio, en el caso de las almas que lo necesiten antes de pasar al Cielo (cfr. Benedictus Deus).
Esta sentencia de premio o castigo -recibida en el juicio particular y ratificada en el juicio universal al final de los tiempos-, depende de los merecimientos del alma durante su vida en la tierra, ya que con la muerte termina el tiempo y la posibilidad de merecer. Con el pensamiento en ese juicio San Pablo nos exhorta a esforzarnos en esta vida por ser gratos al Señor. ¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? (Camino, 746).

2Co 5, 11-21. Tras exponer las pruebas y la paciencia que comporta el ministerio apostólico, y la esperanza en la Resurrección que ayuda a sostener esas pruebas (cfr. 2Co 4, 7-2Co 5, 10), San Pablo explica el motivo fundamental de su actuación: el amor de Cristo (v. 14), que en la forma de expresarse del Apóstol puede entenderse tanto del amor de Cristo a los hombres, como de éstos a Cristo.
Al explicar ese amor, San Pablo hace un apretado resumen del contenido de la Redención: Dios ha reconciliado a los hombres con Él por medio de Jesucristo, que cargó sobre sí los pecados del mundo, y murió por todos los hombres, de manera que a éstos ya no les son imputados aquellos pecados. Además, Dios ha constituido a los Apóstoles en embajadores de Cristo para llevar a los hombres «la palabra de la reconciliación» (v. 19), exhortándoles a recobrar la amistad con Dios.

2Co 5, 11-12. Estos vv. sirven de unión con la sección anterior, que San Pablo terminaba hablando del juicio de Dios. Ahora aclara que su deseo al explicar su forma de actuar no es convencer a Dios, qua ya le conoce perfectamente, sino a los corintios. Con estas explicaciones no persigue su propia gloria, sino dar a los fieles de Corinto los argumentos necesarios para refutar a sus detractores: aquellos judaizantes que se gloriaban de lo exterior -posiblemente de su origen judío o de su trato con los Apóstoles (cfr. caps. 10-12)- pero estaban faltos de obras auténticas.
El «temor del Señor» de que habla San Pablo no es un miedo servil, que empuja a trabajar por Dios ante el temor al castigo. Se trata de un don del Espíritu Santo, que impulsa a servir a Dios y a trabajar por Él, apartándose del pecado por ser algo que separa al hombre de su Padre Dios. Este don del Espíritu Santo hacía decir a Santa Teresa: «No podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios» (Libro de su vida, cap. 34, 9).

2Co 5, 13. Seguramente, sus enemigos acusaban a San Pablo de loco, porque no entendían su elevada doctrina, ni el entusiasmo con que la predicaba. Algo parecido le había sucedido al Señor (cfr. Mc 3, 21; Jn 10, 20), y volverá a sucederle al Apóstol años más tarde (cfr. Hch 26, 24 ss.). No le importa a San Pablo que algunos le consideren loco -lo sufre por Dios-, ante «la locura» de su predicación (cfr. 1Co 1, 18 ss.), o de su celo por las almas (cfr. 2Co 11, 2), ininteligibles con miras puramente humanas. No hagas caso. -dice San Josemaría Escrivá- -Siempre los 'prudentes' han llamado locuras a las obras de Dios. -¡Adelante, audacia! (Camino, 479).
Al hablar de su sensatez para con los corintios, es posible que San Pablo haga referencia a tantas explicaciones como tiene que darles sobre su modo de actuar.

2Co 5, 14-15. Con brevedad expone el Apóstol las consecuencias que la muerte de Cristo, sufrida por amor a los hombres, trae para éstos; en otros lugares de sus cartas se extiende en la misma doctrina (cfr. Rm 6, 1-11; Rm 14, 7-9; Ga 2, 19-20; 2Tm 2, 11), estrechamente relacionada con la solidaridad existente entre Jesucristo y los hombres, miembros de su Cuerpo místico. Cristo, Cabeza de ese Cuerpo, ha muerto por todos sus miembros, que –místicamente- han muerto con Él y en Él al pecado. La muerte de Cristo es, además, el precio pagado por los hombres, como rescate y liberación de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte. En consecuencia, ahora somos de Cristo, ya no nos pertenecemos (cfr. 1Co 6, 19), y la vida nueva -en gracia y libertad- conseguida por Cristo ha de ser vivida por y para Él: «Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor (…). Para esto murió y volvió a la vida Cristo, para dominar sobre muertos y vivos» (Rm 14, 7-9).
«¿Qué se sigue de esto? -comenta San Francisco de Sales-. Paréceme que oigo la voz del Apóstol como un trueno que exclama a las puertas de nuestro corazón: 'Se ve claramente, cristianos, lo que Cristo ha deseado muriendo por nosotros. ¿Qué ha deseado sino que nos pareciésemos a Él? Para que –dice- los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos'. Muy fuerte es esta consecuencia en materia de amor. 'Jesucristo murió por nosotros', nos dio vida mediante su muerte; nosotros vivimos porque Él murió y Él murió para nosotros, a nosotros y en nosotros; nuestra vida ya no es nuestra, sino de Aquel que nos la adquirió con su muerte; ya no debemos vivir para nosotros, sino para Él; no en nosotros, sino en Él; no por nosotros, sino por Él» (Tratado del amor de Dios, lib. 7, cap. 8).
«La caridad de Cristo nos urge»: Así resume San Pablo el verdadero motor de su incansable actividad apostólica; el amor de Jesucristo, tan inmenso, que le arrastra a gastar su vida con urgencia en llevar ese mismo amor a todos los hombres. También a los demás cristianos el amor de Cristo debe impulsarnos a una decidida y urgente correspondencia, y ser un poderoso estímulo para los deseos de llevar a todas las almas la salvación ganada por Jesucristo. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14) -recuerda el Fundador del Opus Dei- para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas.
Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz,
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas (Es Cristo que pasa, 120 ss.).

2Co 5, 16-17. Por conocer «según la carne», San Pablo parece referirse al conocimiento basado en las simples apariencias exteriores y consideraciones humanas. Así es como juzgaban sus enemigos judaizantes, y como él mismo había conocido al Señor antes de su conversión. No puede deducirse de estas palabras que San Pablo hubiera conocido personalmente a Jesucristo durante su vida terrena -a continuación afirma que ahora ya no le conoce así-, sino que antes le había juzgado con sus prejuicios fariseos: como un impostor y un falsario. Ahora, en cambio, le conoce como Dios y salvador de los hombres.
En el v. 17 extiende este mismo contraste entre el antes y el después de su conversión, a lo que sucede a los cristianos con el Bautismo. En efecto, el bautizado es, mediante la gracia, incorporado al Cuerpo de Cristo, vive y «está en Cristo»; es, por tanto, una nueva criatura (cfr. p. ej. Ga 6, 15; Ef 2, 10.15 ss.; Col 3, 9 ss.); la Redención trae consigo como una nueva creación. Al comentar este pasaje, Santo Tomás recuerda que la creación es el paso de no ser a ser, y que en el orden sobrenatural, tras el pecado original, «fue necesaria una nueva creación, por la cual fueran producidas (criaturas) en el ser de la gracia; esto ciertamente es una creación de la nada, porque los que carecen de la gracia son nada (cfr. 1Co 13, 2) (…). Dice Agustín: 'Porque el pecado es la nada, y nada se hacen los hombres cuando pecan'» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).
«Ha llegado lo nuevo»: San Juan Crisóstomo señala el cambio radical que ha supuesto la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo, y la diferencia consecuente entre el judaísmo y el cristianismo: «En lugar de una Jerusalén terrestre, hay una Jerusalén descendida del cielo; en lugar de un templo material y sensible, un templo espiritual que no aparece a nuestras miradas; en lugar de tablas de piedra, depositarias de la ley divina, son nuestros propios cuerpos los que han venido a ser el santuario del Espíritu Santo; en lugar de la circuncisión, el Bautismo; en lugar del maná, el Cuerpo del Señor; en lugar del agua que brotó de la roca, la sangre que salió del costado de Jesucristo; la cruz del Salvador reemplaza la vara de Aarón y Moisés, y el Reino de los Cielos a la tierra prometida» (Hom. sobre 2Co, 11).

2Co 5, 18-21. La reconciliación de los hombres con Dios -cuya amistad habíamos perdido por el pecado original- ha sido realizada mediante la muerte de Jesucristo en la Cruz. En efecto, Jesús -semejante a los hombres en todo «excepto en el pecado» (Hb 4, 15)- cargó sobre sí los pecados de los hombres (cfr. Is 53, 4-12) y se ofreció en la Cruz como sacrificio expiatorio por todos esos pecados (cfr. 1P 2, 22-25), reconciliando así a los hombres con Dios: de esta manera, mediante el sacrificio expiatorio de Cristo en la Cruz por nuestros pecados, vinimos a ser justicia de Dios en Él, es decir, fuimos justificados, hechos justos delante de Dios (cfr. Rm 1, 17; Rm 3, 2.4-26 y notas correspondientes). La Iglesia recuerda esta realidad en la fórmula de la absolución sacramental: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo (…)».
El Señor ha confiado a los Apóstoles, para que lo hagan llegar a todos los hombres, ese ministerio de la reconciliación (v. 18), «la palabra de la reconciliación» (v. 19): en otros lugares del NT se la designa como «palabra de salvación» (Hch 13, 26), «predicación de su gracia» (Hch 14, 3; Hch 20, 32), «palabra de vida» (1Jn 1, 1). Los Apóstoles han sido constituidos por tanto en embajadores del Señor ante los hombres, a los cuales San Pablo dirige -de parte de Cristo- una apremiante llamada: «Reconciliaos con Dios», es decir, aplicaos personalmente la reconciliación conseguida por Jesucristo, lo cual se realiza especialmente mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia. «El Señor Jesús instituyó en su Iglesia el sacramento de la Penitencia, para que quienes han cometido pecados después del Bautismo sean reconciliados con Dios, al que han ofendido, y con la Iglesia misma a la que han herido» (Juan Pablo II, Aperite portas, n. 5).

2Co 5, 21. «Lo hizo pecado»: Es evidente que en la mente de San Pablo no significa que Cristo fuera culpable de pecado; no utiliza el adjetivo «lo hizo pecador», sino el sustantivo «pecado». «Cristo no tuvo pecado alguno -dice San Agustín-; cargó con los pecados, pero no los cometió» (Enarrationes in Psalmos, 68, 1, 10).
Según el ritual de los sacrificios expiatorios (cfr. Lv 4, 24; Lv 5, 9; Nm 19, 9; Mi 6, 7; Sal 40, 7) la palabra pecado, correspondiente al hebreo 'ašam, significa la misma acción sacrificial o la víctima ofrecida. Por tanto el sentido de esta frase es «lo hizo víctima por el pecado» o «sacrificio por el pecado». Hay que tener en cuenta que, según las indicaciones del AT, nada impuro o defectuoso podía ofrecerse a Dios; la víctima no sustituye al pecador, sino que la ofrenda de un animal sin defecto obtenía de Dios el perdón del delito que se quería expiar. Siendo Jesucristo la víctima más perfecta ofrecida «por nosotros», nos alcanzó la expiación plena de todos los pecados. En la Carta a los Hebreos, al comparar el sacrificio de Cristo con el de los sacerdotes antiguos, se dice expresamente: «Y mientras todo sacerdote está de pie cada día oficiando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios que jamás pueden quitar los pecados, éste, después de ofrecer para siempre un solo sacrificio por los pecados, está sentado a la diestra de Dios, esperando, por lo demás, hasta que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Porque con una sola oblación ha perfeccionado para siempre a los santificados» (Hb 10, 11-14).
Por otra parte, en esta frase condensada resuena la doctrina sobre el sacrificio del Siervo de Yahwéh, profetizado por Isaías; en efecto, Cristo, cabeza del género humano, hace partícipes a los hombres de la gracia y gloria que alcanzó con sus padecimientos: «El precio de nuestra paz cayó sobre él y por sus llagas nos ha salvado» (Is 53, 5).
Jesucristo, cargando con nuestros pecados y ofreciéndose en la Cruz como sacrificio por ellos, lleva a cabo la Redención: es la muestra suprema tanto de la justicia de Dios -que exige una reparación adecuada a la ofensa-, como de su misericordia -por la que amó tanto al mundo, «que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16)-: «En la pasión y muerte de Cristo -en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que 'lo hizo pecado por nosotros'- se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad -recuerda el Papa Juan Pablo II-. Esto es incluso una 'sobreabundancia' de la justicia, ya que los pecados del hombre son 'compensados' por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia 'a medida' de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es 'a medida' de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo, la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud» (Redemptor Hominis, 7).

2Co 6, 1-10. San Pablo concluye la larga defensa de su ministerio apostólico (cfr. 2Co 3, 1-2Co 6, 10) refiriéndose a que ha procurado comportarse en todo momento como digno ministro de Dios. Tras hacer una llamada al sentido de responsabilidad de los corintios, para que no sea inútil la gracia de Dios en ellos (vv. 1-2), describe brevemente las múltiples tribulaciones que por llevar a cabo ese ministerio tiene que sufrir. Ya antes había hecho alguna referencia a este tema (cfr. 2Co 4, 7-12), que expondrá de nuevo más adelante (cfr. 2Co 11, 23-33).

2Co 6, 1-2. Exhorta San Pablo a los fieles a no recibir en vano la gracia de Dios, cosa que sucedería tanto si no hacen fructificar la fe y la gracia primera recibidas con el Bautismo, como si no secundan las sucesivas gracias que Dios les va enviando. La llamada de atención del Apóstol sigue siendo válida para todos los cristianos: «Nosotros recibimos 'en vano la gracia de Dios' cuando la recibimos a la puerta del corazón sin permitirle la entrada -señala San Francisco de Sales-. La recibimos sin recibirla; la recibimos sin fruto, pues de nada sirve sentir la inspiración si no se consiente en ella. Y como el enfermo que, teniendo la medicina en sus manos, sólo toma una parte, tan sólo en parte recibirá los efectos; cuando Dios nos envía una inspiración grande y eficaz para que nos excitemos a su amor, si no la aprovechamos en toda su amplitud, nos aprovechará parcialmente» (Tratado del amor de Dios, lib. 2, cap. 11).
El Apóstol urge a hacer fructificar la gracia recibida señalando, con una cita del profeta Isaías (Is 49, 8), que ha llegado el tiempo propicio, el día de la salvación. Sus palabras recuerdan la predicación del Señor en la sinagoga de Nazaret (cfr. Lc 4, 16-21). El «tiempo favorable» durará hasta la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos -en la vida personal de cada uno, hasta el momento de la muerte-; hasta entonces, cada uno de los días es «día de la salvación»: Ecce nunc dies salutis, aquí está frente a nosotros, este día de salvación. La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo (Is 43, 1), te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar -amor con amor se paga- diciendo: ecce ego quia vocasti me (1R 3, 5), me has llamado y aquí estoy (…). Me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido (Es Cristo que pasa, 59).

2Co 6, 3. San Pablo había prevenido anteriormente a los corintios sobre los peligros del escándalo (cfr. 1Co 8, 8-13). Si esta advertencia sirve para todos los cristianos, resulta más urgente si cabe para quienes desempeñan funciones de mayor responsabilidad dentro de la Iglesia. El Apóstol se sentía urgido por ese deber de vivir siempre como «ministro de Dios», con una conducta totalmente concorde con lo que predica, evitando todo lo que pudiera dar la menor ocasión a un malentendido (cfr. 1Co 9, 12; 1Co 10, 32 ss.).

2Co 6, 4-10. El Apóstol describe en estos vv., de manera sucinta y esquemática, las exigencias que lleva consigo su deseo de mostrarse en todo como fiel ministro de Dios. Pueden distinguirse en esta breve descripción cuatro partes: en la primera habla de los sufrimientos que, con gran paciencia, ha soportado (vv. 4 ss.); en la segunda, de las virtudes que le ayudan a vencer tan duras pruebas (vv. 6-7a); en la tercera, de las armas que utiliza en un combate que ha de desarrollar en circunstancias tan difíciles (vv. 7b-8a); finalmente, mediante una serie de antítesis, expone el contraste entre los juicios humanos sobre él y sus colaboradores, y la realidad (vv. 8b-10). Estas palabras del Apóstol -comenta San Josemaría Escrivá- deben llenaros de alegría, porque son como una canonización de vuestra vocación de cristianos corrientes, que vivís en medio del mundo, compartiendo con los demás hombres, vuestros iguales, afanes, trabajos y alegrías. Todo eso es camino divino. Lo que os pide el Señor es que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos.
Pero esas circunstancias ordinarias de la vida serán camino divino, si de verdad nos convertimos, si nos entregamos. Porque San Pablo habla un lenguaje duro. Promete al cristiano una vida difícil, arriesgada, en perpetua tensión. ¡Cómo ha sido desfigurado el cristianismo, cuando ha querido hacerse de él una vía cómoda! Pero también es una desfiguración de la verdad pensar que esa vida honda y seria, que conoce vivamente todos los obstáculos de la existencia humana, sea una vida de angustia, de opresión o de temor.
El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo. El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de entereza humana y de la fortaleza que recibe de Dios
(Es Cristo que pasa, 60).

2Co 6, 4-5. La paciencia, con la cual soporta el Apóstol todas sus tribulaciones, es una virtud necesaria para la vida del cristiano, que ayuda a soportar sin tristeza ni desaliento, con firmeza y reciedumbre, los padecimientos físicos o morales, llevándolos siempre con paz y serenidad. Decía Santa Teresa: «Nada te turbe, / Nada te espante, / Todo se pasa, / Dios no se muda, / La paciencia / Todo lo alcanza; / Quien a Dios tiene / Nada le falta: / Sólo Dios basta» (Poesías).

2Co 6, 6-7. La longanimidad es una virtud que da ánimos para tender a un bien muy lejano a nosotros, en cuanto que su consecución se hará esperar mucho tiempo, y ayuda a soportar esa tardanza sin tristeza. San Pablo la enumera entre los frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22).
«En el Espíritu Santo»: Es decir, conducido en su actividad apostólica por el Espíritu Santo, que le ilumina en su predicación, y remueve los corazones de los que escuchan, preparándoles para aceptar el Evangelio.
De la «palabra de la verdad» ya ha hablado anteriormente a los corintios, señalando la sinceridad de su predicación, sin engaños ni adulaciones (cfr. 2Co 2, 17; 2Co 4, 2). La acogida de ese mensaje no depende de la habilidad del predicador, sino del «poder de Dios» (cfr. 1Co 2, 4 ss.).

2Co 6, 7-8. «Las armas de la justicia»: Son llamadas por San Pablo también «armas de la luz» (Rm 13, 12) -opuestas a las de la iniquidad (cfr. Rm 6, 13) y a las carnales (2Co 10, 4)-, y sobre ellas se extenderá en otro lugar, utilizando una comparación con los combatientes de su época: «Recibid la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y ser perfectos en todo. Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad y revestidos con la coraza de la justicia, y teniendo calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la paz. Empuñad en todas las ocasiones el escudo de la fe con la cual podáis inutilizar los dardos encendidos del Maligno. Tomad también el yelmo de la salud y la espada del Espíritu que es la palabra de Dios» (Ef 6, 13-17).
Al referirse a las armas en la derecha y en la izquierda, el Apóstol tenía presentes a los soldados de entonces, que llevaban las armas ofensivas -la lanza, la espada- en la mano derecha, y las defensivas -el escudo- en la izquierda.

2Co 6, 8-10. Señala el Apóstol mediante siete antitesis el contraste entre los juicios erróneos que sobre él y sus colaboradores formulan sus adversarios, y la verdad. Como seguidor fidelísimo del Señor, se cumple en él lo anunciado: «No es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Le basta al discípulo llegar a ser como su maestro y al siervo como su señor. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su casa» (Mt 10, 24 ss.).
Es muy posible que en la vida del discípulo de Cristo se presenten también contradicciones, provocadas por quienes malinterpretan la rectitud de su conducta o de sus intenciones: porque hay algunos que «cuando descubren claramente el bien, escudriñan para examinar si hay además algún mal oculto» (San Gregorio Magno, Moralia, 6, 22). Como en el caso de San Pablo, hay que seguir trabajando, sin desánimos ni amarguras: «Poco me importa ser juzgado por vosotros» (1Co 4, 3).

2Co 6, 10. «Siempre alegres»: San Pablo sabe mantenerse alegre, aun en medio de las mayores dificultades. La alegría es un bien cristiano, consecuencia de la filiación divina -de sabernos hijos de un Dios que todo lo puede y nos ama con locura-, y no debe perderse nunca: Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios (Amigos de Dios, 108).
«Como quienes nada tienen, aunque poseyendo todo»; «Nada tienen y lo tienen todo los verdaderos amantes de Dios, porque cuando les faltan los bienes terrenales, se complacen en repetir: Señor mío, tú solo me bastas, y quedan con ello plenamente satisfechos» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 14).

2Co 6, 11-2Co 7, 16. Estos vv., que forman la parte final de la primera sección de la epístola (cfr. nota a 2Co 1, 12-2Co 7, 16), constituyen una vibrante llamada de San Pablo a los corintios para recuperar la confianza y el cariño de éstos. Una vez más, las palabras del Apóstol ponen de manifiesto su inmenso corazón y el desvelo por sus fieles que consumió toda su vida, y que le moverá a escribir en otra de sus cartas: «Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Ga 4, 19).
La larga exhortación de San Pablo está dividida en dos partes por unos vv. que dedica a hablar a los corintios de sus relaciones con los infieles (2Co 6, 14-2Co 7, 1).

2Co 6, 11-13. En el corazón de San Pablo cabían holgadamente -sin estrecheces- los corintios; a éstos en cambio les pide San Pablo que ensanchen sus corazones y le acojan en ellos (cfr. 2Co 7, 2).
El amor a Dios que encendía a San Pablo, dilataba de tal manera su corazón que cabían en él no sólo los corintios, sino todos los hombres, de manera que a todos quería llevar al encuentro con Cristo. «La caridad -explica San Juan Crisóstomo- es una virtud que enciende y que devora. Era la que abría la boca de nuestro apóstol y dilataba su corazón (…). ¡Qué grande, qué inmenso este corazón de Pablo! Abraza a todos los fieles con un amor más ardiente que el que experimentaría el corazón más apasionado, pero les abraza con un amor que no se contraría, no se debilita al extenderse a tantos sujetos, sino que permanece el mismo y con igual intensidad hacia cada uno» (Hom. sobre 2Co, 13).

2Co 6, 14-2Co 7, 1. San Pablo trata en estos vv. de las relaciones entre los fieles de Corinto y los paganos. El cambio aparentemente tan brusco de tema así como la continuidad entre los vv. 2Co 6, 13 y 2Co 7, 2, llevó a algunos a pensar que quizá este pasaje no iba originalmente aquí; sin embargo, estos vv. figuran en este lugar en todos los códices y versiones.
El Apóstol ya había hablado a los corintios sobre este punto (cfr. 1Co 5, 9-13; 1Co 10, 14-33). Si vuelve ahora sobre ello posiblemente sea porque ve en la excesiva familiaridad y relación con los paganos algo que puede hacer vana la fe recibida (cfr. 2Co 6, 1), y que dificulta a los fieles el abandono confiado a las enseñanzas y al amor de San Pablo. Comienza con una imagen -no juntarse bajo un mismo yugo- tomada posiblemente de algunos pasajes del AT en que se prohibía uncir al mismo yugo a dos animales de distinta especie (cfr. Dt 22, 10; Lv 19, 19), para poner de manifiesto la diferencia tan grande entre un cristiano y un pagano: como de distinta especie. A continuación, mediante cinco antítesis, el Apóstol recalca el contraste existente entre los dos.
Como se advertía en la nota a 1Co 5, 9-10, San Pablo no pretende que los cristianos eviten todo contacto con los infieles, pues eso sería tanto como privar a éstos de la posibilidad de convertirse, pero sí deben evitarse las relaciones que pongan en peligro la fe.
«La pedagogía cristiana -enseña Pablo VI comentando estos versículos- deberá recordar siempre al discípulo de nuestros tiempos esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo pero no del mundo, según el deseo mismo de Jesús que antes citamos con respecto a sus discípulos: No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo (Jn 17, 15 ss.). Y la Iglesia hace propio este deseo.
»Pero esta diferencia no es separación. Mejor, no es indiferencia, no es temor, no es desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad no se opone a ella, antes bien se une. Como el médico, que conociendo las insidias de una pestilencia, procura guardarse a sí y a los otros de tal infección, pero al mismo tiempo se consagra a la curación de los que han sido atacados, así la Iglesia no hace de la misericordia que la divina bondad le ha concedido un privilegio exclusivo, no hace de la propia fortuna un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido, antes bien convierte su salvación en argumento de interés y de amor para quienquiera que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal» (Ecclesiam suam, nn. 46 ss.).

2Co 6, 14. El cristiano, al aplicarse en el Bautismo los méritos conseguidos por Jesucristo, ha sido sacado de la injusticia, y constituido en justo delante de Dios; el pagano, en cambio, permanece en el estado de «iniquidad», esto es, todavía no ha recibido el fruto de la Redención (cfr. 1Co 1, 30). Además, la luz de la fe saca al cristiano de las tinieblas en que está sumido el hombre alejado de Dios: «Erais en otro tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de la luz» (Ef 5, 8).

2Co 6, 15. Beliar, o Belial, es un término hebreo que literalmente significa «inútil» o «sin valor», y que se utiliza en el sentido de «perverso». San Pablo lo emplea aquí para designar a Satanás, jefe de los espíritus malignos; con este sentido se empleaba en la literatura judía extrabíblica.

2Co 6, 16. «Vosotros sois»: Así traduce la Neovulgata, siguiendo una serie de manuscritos griegos. En otros en cambio dice: «Nosotros somos». En cualquier caso, el sentido viene a ser igual.
El cristiano como templo de Dios es una enseñanza que aparece también en otros lugares (cfr. 1Co 3, 16 ss.; 1Co 6, 19 ss.), y que pone de manifiesto la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma en gracia.
«¿Qué más quieres, ¡oh alma! -dice San Juan de la Cruz citando este versículo-, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora, y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás, y no le hallarás y gozarás más cierto ni más presto, ni más cerca que dentro de ti» (Cántico espiritual, canción 1).
El texto del Antiguo Testamento citado por San Pablo parece tomado de Lv 26, 11 ss. y Ez 37, 27. Ya en el Antiguo Testamento, la peculiar familiaridad de Dios con el pueblo elegido, llevaba consigo la exigencia de alejarse de los ídolos y guardar con esmero la fidelidad al Señor.

2Co 6, 17-18. La frase que cita el Apóstol está formada a base de distintos textos del Antiguo Testamento (cfr. Is 52, 11; 2S 7, 14 y otros).
La filiación divina, de la que el pueblo hebreo había participado en el AT (cfr. Ex 4, 22; Dt 7, 6; Rm 9, 4), ha sido ganada por Jesucristo para cuantos creen en Él: «A cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1, 12; cfr. Rm 8, 14-17). La consideración frecuente de esta realidad ha de informar toda la vida del cristiano: saberse hijo de Dios omnipotente, al que el mismo Cristo nos ha enseñado a llamar «Padre nuestro» (cfr.Mt 6, 9 y par.), debe llenarnos siempre de alegría y serenidad. Descansad en la filiación divina -recomienda San Josemaría Escrivá-. Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile -a solas, en tu corazón- que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo (Amigos de Dios, 150).
«Salid de en medio de ellos»: Este «ellos» se refiere a los pueblos gentiles que se resisten a abrazar la verdadera fe.

2Co 7, 2-16. San Pablo toma de nuevo el argumento tratado en 2Co 6, 11-13, con el deseo de recuperar plenamente la confianza y el cariño de los corintios, quizás enfriado en algunos por la pertinaz actuación de los enemigos del Apóstol. Abriéndoles por completo su corazón, les habla de la gran alegría que le han producido las buenas noticias traídas por Tito (cfr. v. 5 ss.), enlazando así con lo que había comenzado a decirles en el cap. 2 (cfr. 2Co 2, 12 ss.), interrumpido por la larga defensa que San Pablo hace de algunas de las acusaciones vertidas sobre él.

2Co 7, 4. La afirmación del Apóstol -«rebosante de gozo en todas nuestras tribulaciones»- resulta incomprensible para una mirada puramente humana. Pero no es más que una consecuencia lógica de la permanente paradoja del cristianismo: Jesucristo triunfó muriendo en la cruz; el cristiano ha de encontrar alegría y gozo en el dolor y en la tribulación (cfr. Mt 5, 11 ss.), sabiendo descubrir en ellos la Cruz del Maestro: ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, dice el Fundador del Opus Dei, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él
(Via Crucis, II).

2Co 7, 5-16. San Pablo manifiesta ahora su enorme alegría por las buenas noticias traídas por Tito, a cuyo encuentro había salido a Macedonia, sin poder resistir la espera en Tróade (cfr. nota a 2Co 2, 12 ss.). En efecto, Tito había sido muy bien recibido por los fieles de Corinto (v. 15), que además habían reaccionado muy positivamente a la carta anterior -la carta de las lágrimas (cfr. 2Co 2, 3 ss.) - del Apóstol (vv. 7.9.11). Esto le lleva a decir a San Pablo que -si bien al principio le pesó- ahora se alegra de la tristeza causada por su carta a los fieles: porque esa tristeza ha sido según Dios y les ha llevado al arrepentimiento. La actitud de San Pablo deja claro que el temor a contristar nunca puede servir como disculpa para dejar de reprender cuando sea necesario: «Suele ocurrir -advierte San Agustín- y ocurre con frecuencia, que el hermano se entristece de momento cuando le reprenden, y resiste y discute. Pero luego reflexiona en silencio, sin otro testigo que Dios y su conciencia, y no teme disgustar a los hombres por haber sido corregido, sino que teme desagradar a Dios de no enmendarse. Y entonces ya no vuelve a hacer aquello por lo que le corrigieron, y cuanto más odia su pecado, más ama al hermano, por haber sido enemigo de su pecado» (Epist. 210, 2).

2Co 7, 6. La función de consolar se atribuye en Dios al Espíritu Santo, que recibe precisamente el nombre de Paráclito o Consolador (cfr. Jn 14, 16-17 y nota correspondiente). «El Espíritu Santo es Consolador, hermanos -enseña San Juan de Ávila-. ¡Cómo sabrá consolar, pues por su grandeza se llama así: Consolador! (…). Cuando estuvieres triste, ten por cierto que el Espíritu Santo te consolará de esa tristeza, si lo tienes en tu ánima. Dice el apóstol San Pablo: Porque si alguno pensare: ¿Quién es bastante a consolar una tristeza que tengo, un desmayo, quién me favorecerá?, hay 'por fuera, luchas; por dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los humildes, nos consoló' (2Co 7, 5-6). El oficio del Espíritu Santo es consolar a los que están atribulados (…), consolar a todos; pidámosle tenga por bien de venir a nuestros corazones y consolarnos» (Sermones, Domingo infraoctava de la Ascensión).

2Co 7, 8. Sobre la carta a que se refiere San Pablo, cfr. nota a 2Co 1, 23-2Co 2, 4.

2Co 7, 9-11. Distingue San Pablo entre «la tristeza según Dios» y «la tristeza del mundo». La primera equivaldría a la contrición -«dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (De Paenitentia, cap. 4)-; lleva al arrepentimiento y a la penitencia, y es esperanzada, porque confía en el perdón; por ello, de esa tristeza puede decirse que conlleva la alegría: es la que manifiestan los fieles de Corinto. La segunda conduce, en cambio, a la desesperación: se reconoce el pecado cometido, pero -por soberbia- parece imposible alcanzar el perdón; fue la tristeza de Judas, que le llevó al suicidio (cfr. Mt 27, 3-10).
La tristeza que causa un arrepentimiento saludable -comenta Casiano- es propia del hombre obediente, afable, humilde, dulce, suave y paciente, en cuanto que deriva del amor de Dios. Sufre infatigable el dolor físico y la contrición del espíritu, gracias al vivo deseo de perfección que le anima. Es también alegre y en cierto modo se siente como robustecida por la esperanza de su aprovechamiento (…). La tristeza diabólica es diametralmente opuesta. Es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le caracteriza también una especie de penosa desesperación» (Instituciones, lib. IX, cap. XI).
En el v. 11San Pablo enumera alguno de los efectos que «la tristeza según Dios» había causado a los corintios, de los cuales algunos se refieren a sus sentimientos hacia el Apóstol, otros a su actitud frente al culpable de la ofensa hecha a San Pablo (cfr. 2Co 2, 5-11).

2Co 7, 10. «Un arrepentimiento saludable, del que uno jamás se arrepiente»: Según el texto griego cabría también traducir así: «Un arrepentimiento para una salvación inalterable (o estable)».

2Co 7, 11-12. En relación con la ofensa que había motivado esa carta de San Pablo, cfr. nota a 2Co 2, 5-11. Las referencias que hace aquí el Apóstol parecen reforzar la tesis de que no se está refiriendo al incestuoso.
San Pablo aclara el fin que había pretendido con su carta: moverles al arrepentimiento, que quedaría patente ante Dios, al manifestar su cariño a San Pablo. Como en el caso del Apóstol, al corregir, debe buscarse siempre el bien de la persona corregida: «Debemos corregir por amor -enseña San Agustín-; no con deseo de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto: 'Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él' (Mt 18, 15). ¿Por qué le corriges? ¿Porque te apena haber sido ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente. Las mismas palabras enseñan el amor que debe moverte, si es el tuyo o el suyo: 'Si te escucha –dice-, habrás ganado a tu hermano' (Ibid.). Luego has de obrar para ganarle a él» (Sermo 82, 4).

2Co 7, 13-16. Es tan grande el corazón de San Pablo que producen en él mayor gozo las alegrías ajenas que las propias. En estos vv. se entremezclan dos sentimientos que han aumentado en el Apóstol los motivos de gozo y de consuelo: la alegría de Tito por lo vivido en Corinto, y el legítimo orgullo de San Pablo ante la favorabilísima impresión que los fieles han producido en él: es una muestra más del inmenso amor del Apóstol, que goza con las buenas noticias sobre sus fíeles, como goza un padre con las de sus hijos.

2Co 8, 1-2Co 9, 15. Dando ya por supuesta la restauración de la confianza de los corintios en él, comienza el Apóstol la segunda sección de la carta (caps. 8-9) dedicada a la colecta en favor de los fieles de Jerusalén, que organizó no sólo en Corinto, sino también en otras iglesias por él fundadas (cfr. Rm 15, 26; 1Co 16, 1). Fue precisamente uno de los puntos acordados en el concilio apostólico de Jerusalén (cfr. Ga 2, 10; Hch 15, 1-45); ayudar a los pobres, cosa que San Pablo procuró cumplir con mucha solicitud, como se desprende claramente de estas páginas.
Además de aliviar de esta manera las necesidades materiales de los «santos» -es decir, de los cristianos (cfr. 2Co 1, 1)- de la iglesia madre, el Apóstol quiere también demostrar así la perfecta unión fraterna que sentían y vivían con ella los convertidos de la gentilidad (cfr. 2Co 9, 12-14).
Por lo que respecta a los corintios, ya les había hablado de este asunto en 1Co 16, 1-4; e incluso antes, desde el año anterior, ellos mismos se habían mostrado dispuestos a hacerla, y habían empezado (cfr. 2Co 8, 10; 2Co 9, 2). La razón de que les vuelva a hablar de este tema -y tan extensamente- es sin duda la crisis que había sufrido la comunidad cristiana de Corinto, que seguramente había enfriado también el fervor de su primera caridad.
Es de destacar el lenguaje extremadamente delicado que emplea el Apóstol: en todo el pasaje no aparece nunca la palabra «dinero», ni siquiera «colecta» o «limosna». En su lugar, utiliza términos más espirituales como «gracia», «bendición», «caridad», «servicio en favor de los santos».
San Pablo comienza presentando el ejemplo de magnanimidad de los macedonios (2Co 8, 1-6), para apelar a continuación a la generosidad de los corintios (2Co 8, 7-15). Tras recomendar a los encargados de llevar a cabo la colecta (2Co 8, 16-24), exhorta a que se termine con rapidez (2Co 9, 1-5), y expone los frutos que la limosna generosa lleva consigo (2Co 9, 6-15).

2Co 8, 1-15. San Pablo desea remover la generosidad de los corintios. Para ello aduce, en primer lugar, el ejemplo de los fieles de Macedonia (vv. 1-6). Los romanos habían dividido la antigua Grecia en dos provincias: Macedonia y Acaya; la capital de esta última era Corinto (cfr. nota a 2Co 1, 1-2). En Macedonia, desde donde San Pablo escribe la presente carta, había comunidades cristianas en Filipos, Tesalónica y Berea, fundadas por él durante su segundo viaje (cfr. Hch 16, 11-Hch 17, 15). Aprovecha la natural emulación que había entre las dos provincias vecinas, elevándola a un plano sobrenatural. Menciona también a Cristo (v. 9), que con su Encarnación y con toda su vida, nos ha dado un ejemplo maravilloso de generosidad y de desprendimiento.
Además, apela directamente a la generosidad de los corintios (vv. 7 ss.), y les recuerda su entusiasmo de antes, animándoles a llevar a buen término lo que con tan buena voluntad habían empezado (vv. 10-15).

2Co 8, 1-6. El Apóstol muestra a los corintios el ejemplo admirable de generosidad de los macedonios, que en medio de su pobreza consideran como una gracia poder ayudar a sus hermanos en la fe (v. 4): y no se conforman con ayudar con sus bienes materiales -superando además todas las previsiones (vv. 3.5)-, sino que entregan sus mismas personas (v. 5).
Aquellos cristianos de Macedonia resultan un ejemplo maravilloso de magnanimidad, de grandeza de alma: podían haberse sentido disculpados de ayudar a sus hermanos, pensando en su propia pobreza; sin embargo, se muestran espléndidos en su limosna. Magnanimidad -enseña San Josemaría Escrivá-: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios (Amigos de Dios, 80).

2Co 8, 1. «La gracia de Dios concedida a las iglesias de Macedonia»: No es posible hacer una traducción literal de la frase. San Pablo en este versículo parece decir dos cosas; por un lado, se refiere a la colecta, a la que llama «gracia», hecha por las iglesias de Macedonia; pero esta generosa obra de caridad es, a su vez, una gracia otorgada por Dios a los macedonios. De ahí que la preposición original «en», que viene en el texto griego, admite ese doble sentido.
El término «gracia» aparece con cierta frecuencia en los capítulos 8 y 9, con distintas acepciones relacionadas entre sí: designa en ocasiones la benevolencia divina y su amor hacia los hombres (cfr. 2Co 8, 9); otras veces señala los beneficios otorgados a los cristianos (cfr. 2Co 9, 8.14); también las obras de caridad que esa gracia divina impulsa a realizar (cfr. 2Co 8, 1.4.6.7.19).

2Co 8, 2. San Pablo insiste en la paradoja de la vida cristiana: gozo en la tribulación, riqueza en la pobreza (cfr. 1Co 7, 4). Posiblemente esta insistencia resultaría particularmente útil a los corintios, entre los cuales, la soberbia de algunos había motivado fuertes conflictos (cfr. 1Co 1, 10-1Co 4, 21; 1Co 6, 1-11; 1Co 8, 8-13).
Las tribulaciones a que alude habían comenzado en los orígenes mismos de esas comunidades cristianas (cfr. Hch 16, 20 ss.; Hch 17, 5 ss.). A ellas se refiere también en 1Ts 1, 6; 1Ts 2, 14 ss.

2Co 8, 5. La admirable generosidad de aquellos primeros cristianos de Macedonia -de Filipos, Tesalónica y Berea- resalta todavía más, por cuanto no sólo entregaron lo suyo, sino que en primer lugar se entregaron a sí mismos, porque -comenta Santo Tomás- «así debe ser el orden en el dar: que primero el hombre sea acepto a Dios, porque si no es grato a Dios, tampoco serán aceptados sus dones» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).
Al referirse a la generosa entrega de esos fieles, es posible que San Pablo estuviera pensando en alguno de sus colaboradores más leales, salidos de aquellas comunidades cristianas: por ejemplo, Lidia y Epafrodito, de Filipos (cfr. Hch 16, 11 ss.; Flp 2, 25 ss.); Sóprato, de Berea; y Aristarco y Segundo, de Tesalónica (cfr. Hch 20, 3-5).

2Co 8, 7-15. El Apóstol apela ya directamente a la generosidad de los corintios, aunque todavía les recordará el ejemplo de Jesucristo (v. 9). Ya que son distinguidos con otros carismas -«en fe, en palabra, en ciencia» (cfr. 1Co 1, 5; 1Co 12, 8 ss.)- es necesario que también destaquen por su caridad. Tras aclararles que no se trata de una orden sino de un consejo (vv. 8.10), les anima a que terminen la colecta comenzada, dirigida no a empobrecerles a ellos, sino a ayudar a quienes están pasando necesidad.

2Co 8, 7. «La caridad que os hemos comunicado»: Así traducimos, siguiendo la Neovulgata, que se apoya en los mejores manuscritos griegos. San Pablo se refiere a la caridad cristiana hacia los demás, que él había comunicado a los corintios durante los años de su predicación.
Otras versiones prefieren la variante: «Vuestro amor hacia nosotros», que en nuestra opinión concuerda menos con el contexto.

2Co 8, 8. «Mediante la solicitud de otros»: Seguramente se refiere a la generosidad de los macedonios, cuyo ejemplo les acaba de ofrecer.

2Co 8, 9. Jesucristo es el ejemplo cumplido de desprendimiento y de generosidad. El Señor, siendo Dios, no necesitado de nada, por su Encarnación se despojó libremente de la gloria de su divinidad (cfr. Flp 2, 6 ss.), y pasó pobremente su vida en la tierra -desde su nacimiento lleno de pobreza en Belén hasta su muerte en la Cruz-, desprovisto a veces incluso de lo más necesario (cfr. Lc 9, 58).
«Si no podéis entender que la pobreza enriquece, representaos a Jesucristo -comenta San Juan Crisóstomo- y en seguida se disiparán vuestras dudas. En efecto, si Jesucristo no se hubiera hecho pobre, los hombres no hubieran podido ser enriquecidos. Esas riquezas inefables, que por un milagro incomprensible para los hombres han encontrado su fuente en la pobreza, son: el conocimiento de Dios y de la verdadera virtud, la liberación del pecado, la justicia, la santidad, y otros mil beneficios que Jesucristo ya nos ha concedido y que nos concederá todavía. Todo esto ha venido a nosotros por el canal de la pobreza, es decir, porque Jesucristo se ha revestido de nuestra carne, se ha hecho hombre, ha sufrido todo lo que sabemos, aunque Él no fuera, como lo somos nosotros, deudor de la pena y de los sufrimientos» (Hom. sobre 2Co, 17).

2Co 8, 10. «Es lo que os conviene»: Comentando esta recomendación del Apóstol, Santo Tomás resalta el provecho que se saca al dar limosnas: «El bien de la piedad es más útil para quien la ejerce que para aquel que la recibe. Porque quien la ejerce saca de allí un provecho espiritual, mientras quien la recibe sólo temporal» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).
Más en concreto, la limosna es uno de los remedios principales para curar las heridas del alma, que son los pecados. Así, el Catecismo Romano, al comentar aquella petición del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas (…)», y después de mencionar la Penitencia y la Eucaristía, enumera en tercer lugar la limosna como «un remedio muy eficaz para sanar las llagas de nuestro corazón; por lo cual, los que deseen valerse piadosamente de esta petición (del Padrenuestro), según sus fuerzas, den limosnas a los pobres. Pues cuan eficaz sea para borrar las manchas de los pecados, lo afirma por Tobías el ángel del Señor, San Rafael, de quien son estas palabras: 'La limosna libra de la muerte; y es la que purga los pecados, y alcanza la misericordia y la vida eterna' (Tb 12, 9)» (IV, 14, 23).

2Co 8, 12. Esta sentencia del Apóstol recuerda la alabanza del Señor que recibió aquella viuda pobre que echó su óbolo en el gazofilacio del Templo. Aunque mínima en cantidad, delante de Dios tenía un valor muy grande, ya que era todo lo que poseía (cfr. Mc 12, 41-44; Lc 21, 1-4), y Dios premia principalmente la voluntad generosa. «A este propósito -comenta el Papa Juan Pablo II-, es más elocuente que cualquier otro el ejemplo de la viuda pobre, que deposita en el tesoro del Templo algunas pequeñas monedas: desde el punto de vista material, una oferta difícilmente comparable con las que daban otros. Sin embargo, Cristo dijo: 'Esta viuda (…) ha dado de lo que necesita, todo lo que tenía para vivir' (Lc 21, 3-4). Por lo tanto, cuenta sobre todo el valor interior del don: la disponibilidad a compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos.
»Recordemos aquí a San Pablo: 'Si repartiera todos los bienes (…) pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía' (1Co 13, 3). También San Agustín escribe muy bien a este propósito: 'Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aun cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna' (Enarrationes in Psalmos, 125, 5)» (Audiencia general Juan Pablo II, 28-III-1979).

2Co 8, 14. La abundancia espiritual de los cristianos de la iglesia-madre de Jerusalén puede aliviar la penuria espiritual de los nuevos cristianos de Corinto (cfr. 2Co 9, 12-14). Así lo dice el mismo San Pablo en su Carta a los Romanos, hablando de esta colecta: «Porque si los gentiles participaron de sus bienes espirituales (de los cristianos de Jerusalén), deben también servirles a ellos con los bienes materiales».

2Co 8, 15. San Pablo refrenda con la autoridad de la Sagrada Escritura lo que acaba de decir acerca de la equidad (v. 14), y hace referencia al maná con el que Dios alimentó milagrosamente al pueblo de Israel en el desierto. A cada uno le tocaba diariamente un gómer (unos cuatro litros). Por la mañana, después de haber recogido el maná -unos más, otros menos- «al medir con el gómer vieron que el que había recogido de más no tenía nada de más, y el que menos no tenía nada de menos, sino que cada uno tenía lo que para su consumo necesitaba» (Ex 16, 18). De manera semejante, viene a decirles San Pablo, también cada uno de los cristianos debe tener lo necesario para su sustento, recibiendo la ayuda generosa de sus hermanos en la fe cuando sea necesaria.

2Co 8, 16-24. Hace ahora la recomendación de los encargados de llevar a cabo la colecta. Además de Tito, que con mucha probabilidad fue también el portador de esta carta, se habla de otros dos hermanos, sin mencionar los nombres (vv. 18.19.22). Su identificación, por falta de otros datos concretos, resulta extremadamente difícil.
Sin embargo, se ha pensado con frecuencia que el primero (vv. 18 ss.) probablemente sea San Lucas, que cuando San Pablo escribe esta carta estaría con él en Macedonia, y más tarde le acompañará en su viaje a Jerusalén (cfr. Hch cap. 20-21). Su alabanza o fama, literalmente «por la predicación del Evangelio», haría referencia a su celo por la predicación, porque en estos momentos San Lucas no habría escrito todavía su Evangelio. El tercer enviado (v. 22) resulta más difícil de identificar: algunos conjeturan que puede tratarse de Apolo, bien conocido por los corintios (cfr. 1Co 3, 4-6; 1Co 16, 12).

2Co 8, 16-17. La actitud de Tito resulta una magnífica muestra de lo que debe ser la obediencia del cristiano: acoge el ruego de San Pablo y lo hace completamente suyo. Así deben reaccionar los fieles ante las indicaciones que, en nombre de Dios, les hacen sus legítimos pastores: «Los laicos, como los demás fieles -exhorta el Conc. Vaticano II-, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (Lumen gentium, 37).

2Co 8, 20-21. Es de destacar la prudencia de San Pablo y el cuidado que tiene de prevenir cualquier sospecha contra la integridad de su conducta en esta colecta. Sus palabras recuerdan la amonestación del Señor: «Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 16; cfr. Pr 4, 3; Rm 12, 17). La actitud del Apóstol es una enseñanza de valor perenne para cuantos trabajan en servicio del Señor. No dudo de tu rectitud -dice San Josemaría Escrivá-. -Sé que obras en la presencia de Dios. Pero, ¡hay un pero!; tus acciones las presencian o pueden presenciar hombres que juzguen humanamente… Y es preciso darles buen ejemplo (Camino, 275).

2Co 8, 23. «Gloria de Cristo»: El Apóstol llama así a sus colaboradores, porque con su santidad y su preocupación por los hermanos necesitados, reflejan la gloria de Jesucristo.
El Papa Pablo VI refiere estas palabras a los sacerdotes: «Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cfr. Rm 3, 23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el Sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2Co 8, 23) y por su medio sea magnificada la 'gloria de la gracia' de Dios en el mundo de hoy (Ef 1, 6)» (Sacerdotalis caelibatus, n. 45).

2Co 9, 1-5. Todavía quiere insistir San Pablo en el tema de la colecta, exhortando a que la terminen con rapidez (vv. 1-5), y señalando los maravillosos frutos que la limosna generosa lleva consigo (vv. 6-15).
De nuevo, como ya había hecho en el capítulo anterior (cfr. 2Co 8, 1-5) se sirve de la emulación entre las dos provincias griegas, pero esta vez al revés: se ha gloriado delante de los macedonios del celo y de la prontitud de los fieles de Corinto, por haber sido los primeros en organizar esta colecta: que no tenga que avergonzarse si los hechos no corresponden a estos elogios.
La misión de Tito y sus dos compañeros es precisamente la de preparar las cosas, para que a la llegada de San Pablo -acompañado quizá de algunos macedonios- todo esté listo.

2Co 9, 3. «Envío a los hermanos»: Literalmente «os envié». En griego se utiliza el llamado aoristo epistolar (envié), porque al leerse la carta en Corinto, el envío de Tito y sus compañeros, portadores de la misma, es ya un hecho del pasado.

2Co 9, 5. Las palabras de San Pablo resultan una advertencia para aquellas limosnas que -por su falta de generosidad y sacrificio- ponen más de manifiesto la avaricia y tacañería de quien las hace que su caridad.
«Bendición»: Probablemente es un hebraísmo: por ejemplo, en Pr 11, 25 se llama «alma de bendición» a la persona generosa en dar limosnas; en Judas 1, 15; se llama «bendición» al don generoso y espléndido. Cfr. 2Co 9, 6, donde la expresión griega «sobre bendición» es una frase hecha que quiere decir «copiosamente», «abundantemente», y así la hemos traducido. «La limosna se llama bendición -comenta Santo Tomás- porque es causa de la bendición eterna. Pues por la acción de dar, el hombre es bendecido por Dios y por los hombres» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 9, 6-15. Concluye la exhortación sobre la colecta con algunas consideraciones acerca de los bienes que se derivan de ésta. Afirma en primer lugar que la limosna de los corintios, dada de buen grado, les aprovechará para la vida presente y futura (vv. 6-10), para hablar después de los efectos que la colecta producirá en los fieles de Jerusalén, que les llevarán a glorificar a Dios y a reforzar su unidad con los cristianos de Corinto (vv. 11-15).
Quien da limosna con generosidad, atrae para sí las bendiciones de Dios. Así enseña San Agustín: «Esto te dice tu Señor: '(…) Dame y recibe. En el momento debido te devolveré. ¿Qué devolveré? Me diste poco, recibirás mucho; me diste bienes terrenos, te los devolveré celestiales; me los diste temporales, los recibirás eternos; me diste de lo mío, recíbeme a mí mismo (…)'. Mira a quién prestas. Él alimenta y pasa hambre por ti; da y está necesitado. Cuando da, quieres recibir; cuando está necesitado, no quieres dar. Cristo está necesitado cuando lo está un pobre. Quien está dispuesto a dar a todos los suyos la vida eterna, se ha dignado recibir de manera temporal en cualquier pobre» (Sermo 38, 8).

2Co 9, 6. Es frecuente en la Sagrada Escritura utilizar la imagen de la siembra y de la cosecha, para poner de manifiesto la relación entre las obras y el premio o castigo de la otra vida (cfr. Pr 22, 8; Mt 25, 24-26; Ga 6, 7 ss.). Las palabras del Apóstol recuerdan la promesa del Señor: «Dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante» (Lc 6, 38). Por mucho que demos a Dios en esta vida, más nos dará como premio en la vida eterna.

2Co 9, 7. «Dios ama al que da con alegría»: Es una enseñanza frecuente en la Sagrada Escritura (cfr. Dt 15, 10; Sal 100, 2; Si 35, 11; Rm 12, 8). A nadie -mucho menos a Dios nuestro Señor- puede serle grata una limosna o un servicio hechos de mala gana y con tristeza: «Si das el pan entristeciéndote -comenta San Agustín- pierdes el pan y la recompensa» (Enarrationes in Psalmos, 42, 8). En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega alegre de quien da y se da por amor, con espontaneidad, y no como quien realiza un costoso favor (Cfr. Amigos de Dios, 140).

2Co 9, 8-10. San Pablo insiste en las abundantes bendiciones de Dios que -tanto en el orden temporal como en el espiritual- reporta la limosna generosa. Ya en el AT enseña el libro de Tobías: «Practica con tus bienes la limosna y no apartes tu rostro de ningún pobre, porque así no apartará de ti su rostro el Señor. Da limosna según tus posibilidades: si tienes mucho, da mucho; si tienes poco, da con largueza de ese poco. Así acumularás un tesoro para el día de la necesidad, pues la limosna libra de la muerte e impide andar en tinieblas. La limosna, para todos los que la dan, es un precioso depósito ante el Altísimo» (2Co 4, 7-11). Pueden aplicarse a la limosna las promesas del Señor sobre el ciento por uno en esta vida y después la vida eterna, a todos los que dejen algo por causa de su nombre (cfr. Mt 19, 28 ss.).
La «justicia» de que se habla equivale a la santidad. En la Biblia se llama justo a quien se esfuerza por cumplir la voluntad divina y servir lo mejor posible a Dios (cfr. p. ej. notas a Mt 1, 19; Mt 5, 6).

2Co 9, 10. «En efecto -comenta San Juan Crisóstomo-, si Dios colma de bendiciones temporales a quienes cultivan la tierra y se ocupan de las necesidades de sus cuerpos, con más razón bendecirá a quienes cultivan el Cielo y se aplican a la salvación de sus almas, para la que Dios quiere que no ahorremos ningún sacrificio (…).
»Este santo apóstol no se aleja jamás de estos dos principios: en cuanto a lo temporal, hace falta limitarse a lo necesario; mas en cuanto a los bienes espirituales, hace falta almacenar mucho. Por tanto, quiere no solamente que demos limosna, sino que la demos con generosidad. Por eso llama 'semilla' a la limosna. El grano echado en tierra produce espigas; así la limosna producirá frutos de justicia y una cosecha abundante» (Hom. sobre 2Co, 20).

2Co 9, 11-15. Aparte de remediar la escasez material de los hermanos de Jerusalén, San Pablo espera sobre todo que la colecta provocará bienes espirituales: acciones de gracias a Dios, de parte de los fieles socorridos, por la fe y la caridad fraterna de los corintios, y oración por ellos, para contribuir así a la perfecta unión entre los cristianos provenientes del judaísmo y los provenientes de la gentilidad. Esta unidad de toda la Iglesia fue uno de los objetivos más deseados por el Apóstol (cfr. p. ej. 1Co 1, 10 ss.).
La generosa preocupación por las necesidades ajenas que vivían los primeros cristianos (cfr. Hch 2, 44-47; Hch 4, 34-37), y que San Pablo enseña a vivir también a los fieles de las comunidades que va fundando, será siempre un ejemplo de permanente actualidad: un cristiano jamás podrá contemplar indiferente las necesidades, espirituales o materiales, de los demás, y debe poner los medios para contribuir generosamente a solucionar esas necesidades.

2Co 9, 11. «Mediante nosotros»: En cuanto serán ellos -San Pablo y sus colaboradores- los que lleven la colecta a Jerusalén.

2Co 9, 13-14. Según nuestra traducción -que sigue a la de la Neovulgata- San Pablo quiere decir que los cristianos de Jerusalén, al recibir la abundante colecta de Corinto, glorificarán a Dios por la fe y la caridad de los corintios, y -como consecuencia- también le darán gloria mediante su oración por ellos.
Cabe, sin embargo, según el texto griego, otra traducción distinta del v. 14, que sería la siguiente: «Y ellos con la oración por vosotros manifestarán su gran afecto hacia vosotros».

2Co 9, 15. El Apóstol, ante tantos beneficios espirituales como prevé que traerá consigo la colecta, estalla en una acción de gracias a Dios. El don indescriptible de que habla puede referirse tanto a la unidad entre los cristianos (cfr. Ga 3, 28; Col 3, 11), como a la gracia de Dios (cfr. v. 14) que produce en los corintios abundantes frutos de caridad para sus hermanos en la fe.

2Co 10, 1-2Co 13, 10. En esta tercera sección de la carta, San Pablo hace la apología de su persona, saliendo al paso de las acusaciones que le dirigían sus adversarios en Corinto. Se trataba al parecer de algunas personas llegadas con cartas de recomendación (2Co 3, 1), judíos de origen (2Co 11, 22), que pretendían desacreditar al Apóstol ante los fieles de Corinto.
El estilo de San Pablo se hace ahora duro y enérgico, porque ve el peligro que para aquella joven comunidad cristiana supondría el romper con su fundador y primer Apóstol. De ahí que, haciéndose violencia (cfr. 2Co 11, 16.21; 2Co 12, 1.11), se vea obligado a hacer su propia apología, contra quienes pretenden desprestigiarle. San Pablo no dice quiénes eran aquellas personas -«superapóstoles» les llama con ironía (cfr. 2Co 11, 5; 2Co 12, 11)-, ni tampoco cuáles eran sus doctrinas: posiblemente se tratara de judaizantes, a los que tantas veces tuvo que enfrentarse (cfr. nota a 2Co 1, 12-2Co 7, 16).
Comienza defendiéndose de las acusaciones de debilidad en el ejercicio de su misión (2Co 10, 1-11), y señalando la autoridad con que trabaja apostólicamente en Corinto (2Co 10, 12-18). Luego compara sus títulos de gloria con los de sus adversarios (2Co 11, 1-2Co 12, 18). Finalmente, indica la razón de esta apología: la enmienda de los corintios antes de su próxima visita (2Co 12, 19-2Co 13, 10).

2Co 10, 1-11. En este pasaje, San Pablo defiende su autoridad apostólica. Había, al parecer, quienes le acusaban de ser pusilánime en su modo de proceder, mostrándose duro sólo en sus cartas (vv. 1.10). Confundían la benignidad y mansedumbre del Apóstol con el apocamiento. San Pablo era perfectamente consciente de la autoridad apostólica que había recibido de Cristo y del poder que obraba en él. Pero, siguiendo el ejemplo de su Maestro (cfr. Mt 11, 29), prefería, mientras fuera posible, hacer uso de esta potestad sólo para edificar, no para destruir. Les pide que no le obliguen a obrar con dureza. También el Señor, cuando fue necesario, actuó y enseñó con extraordinaria dureza y energía (cfr. p. ej. Mt 23, 13 ss.; Mc 11, 15 ss.).

2Co 10, 1. Contrasta este versículo con el comienzo de la carta (cfr. 2Co 1, 1). Hasta este momento eran San Pablo y Timoteo quienes se dirigían a los fieles de Corinto; ahora es el Apóstol solo quien va a responder a las acusaciones vertidas sobre él.

2Co 10, 2-6. San Pablo presenta aquí su vida de apóstol como una milicia. Es una comparación que utiliza con frecuencia en sus cartas (cfr. p. ej. 2Co 6, 7; Ef 6, 13-17; 2Tm 2, 3 ss.), y que muestra cómo la vida cristiana es incompatible con la comodidad y el aburguesamiento.
Ahora, el Apóstol utiliza esta semejanza para explicar su lucha contra quienes le denigran: cuenta con las armas de Dios -sobrenaturales, irresistibles- para vencer todas las falsedades, la soberbia y la desobediencia de sus enemigos. Sobre la naturaleza de esas armas, cfr. nota a 2Co 6, 7-8.
«Carne», «carnales»: Términos muy frecuentes en San Pablo. Para su significado exacto hay que atender al contexto. «Vivimos en la carne» (v. 3) se refiere a la vida en el cuerpo, que vivimos todos los hombres mientras estamos en la tierra. En cambio, proceder o militar «según la carne» (vv. 2.3) tiene un significado claramente peyorativo, equivalente a obrar según pensamientos y motivos puramente humanos. «Proceder según la carne se dice de quienes ponen su fin en bienes carnales. De ahí que regulan sus obras para conseguir lo que es de la carne. Y como esto les puede ser quitado por los hombres, quienes tienden hacia las cosas carnales, se comportan como blandos y humildes con los demás» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).
«Armas carnales» (v. 4) se opone a espirituales, que proceden de Dios y de Él tienen su fuerza.

2Co 10, 5. Es tan grande la potencia de esas armas, explica San Pablo con términos militares, que derriba todas las fortalezas construidas por la soberbia humana en su resistencia a aceptar «la ciencia de Dios»; y una vez deshechas tales fortalezas, la razón es llevada, «como a un prisionero», a obedecer a Cristo; quizá aquí el Apóstol tenía especialmente presente el mensaje de la Cruz, que con tanta fuerza había contrapuesto en su primera carta a la sabiduría de este mundo (cfr. 1Co 1, 18 ss.; 1Co 3, 18 ss.). «El entendimiento del creyente se dice que está cautivo -explica Santo Tomás- en cuanto que está obligado por términos ajenos y no propios» (De Veritate, q. 14, a. 1), ya que la fe no es fruto de los propios razonamientos, sino de la gracia que mueve a fiarse de Dios.
Aceptar los misterios de Dios, sometiendo el entendimiento y obedeciendo a la fe (cfr. Rm 1, 5; Rm 16, 26), no es humillante para el hombre; es algo, en cambio, que se manifiesta muy de acuerdo con la naturaleza humana: «Así como la obediencia de la voluntad -enseña San Juan de Ávila- consiste en negarse a sí mismo por hacer la voluntad de Dios, así el servicio que el entendimiento le ha de hacer es negarse a sí mismo por creer al parecer de Dios (…). Y pues la voluntad del hombre es dedicada a Dios y santificada, negándose a sí, no se debe quedar el entendimiento como profano con creerse a sí mismo, sin obediencia de Dios, pues ha de ser en el Cielo bienaventurado con verle allá claramente. Porque, como dice San Agustín, 'el galardón de la fe es ver'; por lo cual ninguna razón consiente que el entendimiento deje de servir en la tierra; y su propio servicio es creer» (Audi, filia, cap. 38).

2Co 10, 6. Una vez que la obediencia de los fieles de Corinto sea completa, y su adhesión a San Pablo sea firme y segura, podrá castigar a los desobedientes: tanto a los enemigos del Apóstol que han pretendido sembrar en los corintios la desconfianza hacia él, como a los pecadores impenitentes (cfr. 2Co 12, 20-2Co 13, 3). Los castigos, a los que se refiere el Apóstol, tienen una finalidad medicinal, es decir, con vistas al arrepentimiento y penitencia de los pecados.

2Co 10, 7-8. San Pablo defiende, brevemente, su carácter de apóstol: más adelante lo hará con mayor extensión y profundidad (cfr. caps. 11.12). Ahora se limita a señalar que él también es de Cristo, de quien recibió la misión de llevar el bien a Corinto, fundando y edificando la comunidad cristiana de aquella ciudad.
«Sólo veis según las apariencias»: Según esta traducción, recrimina a los corintios por juzgarle según criterios humanos, llegando así a la conclusión de que no reúne las condiciones de un verdadero apóstol. Cabe, sin embargo, otra traducción distinta: «Mirad lo que tenéis a la vista». En este caso, sería un llamamiento al sentido común y al realismo, ya que la labor realizada en Corinto habla a favor de San Pablo.

2Co 10, 10. Este comentario despectivo que sobre la debilidad de San Pablo hacían sus adversarios, no parece que deba referirse a su aspecto exterior, ni que pueda deducirse de aquí algo referente a su constitución física o a su estatura. Más bien esa debilidad era una mala interpretación de su mansedumbre (cfr. 2Co 10, 1) y de su solicitud por todas las almas (cfr. 1Co 9, 22).
Cuando consideraban «despreciable» la palabra del Apóstol, tampoco entendían que su deseo había sido no basar su predicación «en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no esté fundamentada en sabiduría humana, sino en el poder de Dios» (1Co 2, 4 ss.; cfr. notas a 1Co 2, 1-3; 1Co 2, 4 ss.).

2Co 10, 12-18. Responde ahora a las acusaciones, señalando -con estilo un poco complicado- los derechos que tiene para trabajar apostólicamente en Corinto. En primer lugar muestra lo ridículos que resultan sus enemigos al pretender tomarse a sí mismos como medida de gloria (v. 12). San Pablo, en cambio, tiene una medida bien clara (vv. 13-16): el campo de trabajo que Dios le ha señalado -la conversión de los gentiles (cfr. Rm 11, 13; Ga 2, 7)- y el trabajo evangelizador que realiza dentro de ese campo. Corinto está incluida en esos límites, y él ha sido el fundador de esa comunidad cristiana: no está gloriándose por tanto en campo ajeno. Su deseo ahora es consolidar la fe de los corintios, para comenzar la evangelización de otras regiones. Termina recordando de nuevo (cfr. 1Co 1, 31) la necesidad de referir toda la gloria a Dios (vv. 17 ss.).

2Co 10, 15-16. San Pablo se había impuesto el honor de «predicar el Evangelio donde aún no era conocido el nombre de Cristo, para no construir sobre los cimientos puestos por otro» (Rm 15, 20). Y su celo infatigable le llevaba a no concederse ningún descanso en su apostolado: desea que se asiente la fe de los corintios, para llevar el Evangelio a nuevos lugares. Posiblemente estaría pensando en España (cfr. Rm 15, 24.28), que entonces era el límite occidental de las tierras conocidas.

2Co 10, 17-18. El Apóstol recuerda de nuevo las palabras de Jeremías -«el que se gloría, que se gloríe en el Señor» (2Co 10, 17 ss.)- ya citadas en 1Co 1, 31, para recalcar lo absurdo que es pretender jactarse de sí o recomendarse a sí mismo, cuando la única recomendación válida es la de Dios: San Pablo podía presentar esa recomendación, manifestada en los frutos de su labor apostólica.
San Bernardo se inspira en estas palabras del Apóstol para enseñar el valor relativo de los juicios humanos: «¿Por qué, pues, ando solícito del juicio de otro hombre o de mi propio juicio, si ni por su vituperio seré reprobado ni por sus alabanzas aprobado? Hermanos míos, si yo tuviere que presentarme ante vuestro tribunal, con razón me gloriaría de vuestras alabanzas. Y si tuviese que ser juzgado por mi misma conciencia, satisfecho de mi propio testimonio, me deleitaría en mis propias alabanzas. Mas, puesto que he de presentarme no ante vuestro juicio ni ante el mío, sino ante el de Dios, ¿qué gran insensatez, más aún, qué gran locura será gloriarme de vuestro testimonio o del mío, principalmente siendo Él tal, que todas las cosas están desnudas y abiertas a sus ojos, y no tiene necesidad de que alguno le dé testimonio del hombre?» (Sermón sobre la triple gloria).

2Co 11, 1-12Co 2, 18. A pesar de lo dicho en los últimos versículos del capítulo anterior, San Pablo va a dedicar este largo apartado a hacer su propia apología. Es algo que le repugna profundamente -y por lo que constantemente pide disculpas (cfr. 2Co 11, 1.16-18.21.23; 2Co 12, 1.6.11)-, pero se ve obligado a hacerlo, porque es la única manera de contrarrestar la labor denigratoria que sus enemigos están realizando contra él en Corinto. De ahí que abra de par en par su alma a los corintios, para manifestarles los sufrimientos que su vida de apóstol lleva consigo, y las grandes revelaciones que Dios ha querido hacerle: será la forma de que aquellos cristianos caigan en la cuenta de quién es su primer evangelizador, y puedan comparar sus credenciales con las de quienes le atacan.
Todo el pasaje pone de manifiesto, junto al carácter fogoso y apasionado de San Pablo, su ardiente celo por las almas: no le importa hacer algo que le resulta muy costoso, para que no se pierdan aquellas almas que él había ganado para Cristo. Y al hacerlo, pasa por encima de que no le hayan defendido como era su deber (cfr. 2Co 12, 11), de que no correspondan a su amor y desvelo por ellos (cfr. 2Co 12, 15), o de que sus palabras sean malinterpretadas (cfr. 2Co 12, 19). Su actitud resulta un ejemplo maravilloso de rectitud de intención: gasta su vida por las almas sin esperar ningún pago humano (cfr. 2Co 12, 15).
Comienza pidiendo excusas por tener que alabarse (2Co 11, 1-6), señalando a continuación la absoluta falta de intereses humanos -una de sus glorias- con que predicó en Corinto (2Co 11, 7-15). Tras excusarse otra vez por tener que ensalzarse (2Co 11, 16-21), comienza la enumeración de otros motivos de gloria: los sufrimientos que padece en su labor evangelizadora (2Co 11, 22-33), y las visiones que el Señor le ha concedido (2Co 12, 1-10). Termina el pasaje pidiendo de nuevo disculpas por haberse gloriado (2Co 12, 11-18).

2Co 11, 2-3. Es frecuente en el AT presentar la imagen del esposo y de la esposa, para significar las relaciones entre Dios y su pueblo (cfr. Is 62, 5; Jr 3, 6 ss.; Ez 16, 8 ss.). Dios -que dice de Sí mismo: «Yo soy el Señor tu Dios, fuerte, celoso» (Ex 20, 5)- pide a su pueblo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 5; cfr. Mt 22, 37). En el NT Cristo es el esposo y la Iglesia la esposa (cfr. Ef 5, 25 ss.; Ap 21, 9; Ap 22, 17), «a la que redimió con su sangre, y le dio como prenda el Espíritu Santo. La salvó de la esclavitud del diablo; dio la vida por sus pecados y resucitó por su justificación» (San Agustín, In loann. Evang., 8, 4).
San Pablo hace las veces del «amigo del esposo» (cfr. Jn 3, 29), que debe vigilar por la virginidad de la esposa, y ve el peligro a que la someten las asechanzas de sus enemigos.
«El Apóstol -comenta Santo Tomás- dice que la Iglesia es como Eva, a la que el diablo a veces persigue abiertamente por medio de tiranos y poderes, y entonces es 'como león rugiente que anda rondando y busca a quién devorar' (1P 5, 8). Otras veces molesta a la Iglesia a escondidas por medio de los herejes que prometen la verdad y simulan ser buenos, y entonces es como la serpiente que seduce con su astucia, prometiendo cosas falsas» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 11, 4. No podemos precisar con exactitud si el Apóstol se refiere a algo sucedido realmente, o les está poniendo una hipótesis absurda. En el primer caso, podría estar refiriéndose a las doctrinas de los judaizantes, que predicaban la necesidad de cumplir las prescripciones de la Ley Antigua para salvarse, volviendo así del espíritu de hijos de Dios al espíritu de servidumbre, de manera que quedaba rebajada la persona de Cristo y su obra salvadora.
Si se tratara de un caso hipotético, San Pablo querría decirles que si alguien les predica un Evangelio más excelente que el predicado por él, harían bien en escucharle: pero eso es imposible, ya que hay un solo Jesús y un solo Evangelio (cfr. Ga 1, 6-9); y además -como va a exponerles con detalle a continuación-, él no es inferior en nada a esos intrusos que se han presentado como apóstoles.
«Un Jesús distinto»: Así traducimos según el texto griego. La Neovulgata lee: «Un Cristo distinto».

2Co 11, 5-6. Al hablar aquí San Pablo de «grandes apóstoles», parece que se está refiriendo no a los Apóstoles elegidos por el Señor, sino que está aludiendo de forma irónica a sus adversarios. Estos quizá pretendían presentarse con autoridad apostólica. Más adelante se referirá de nuevo a ellos en los mismos términos (cfr. 1Co 11, 12 ss.; 1Co 12, 11).
«Imperito en la palabra»: Seguramente no quiere decir que tuviera especial dificultad de expresión sino que alude a que no era un orador profesional, es decir, según los usos de la época, un hombre con estudios específicos de retórica. Sobre la aparente pobreza de su palabra, y la sabiduría divina que en cambio pone de manifiesto ya ha hablado extensamente a los mismos corintios (cfr. 1Co 1, 18-1Co 3, 4).

2Co 11, 7-15. San Pablo tenía por norma predicar gratuitamente el Evangelio, prescindiendo de su derecho a ser sustentado por los fieles, ganándose con su trabajo lo necesario para vivir: es una clara prueba de la rectitud de intención con que trabaja. Ya lo había explicado en su anterior carta (cfr. 1Co 9, 4-18 y notas correspondientes), e insiste ahora en ello, considerándolo como un timbre de gloria al que no piensa renunciar (v. 10), máxime cuando es un punto que le distingue claramente de los falsos apóstoles que se han presentado en Corinto. En consecuencia, no se ha comportado así por falta de amor a los corintios, ni es malo -les dice irónicamente (v. 1)- el obrar así.
En Corinto, concretamente, el Apóstol había trabajado como fabricante de lonas con Aquila y Priscila (cfr. Hch 18, 1-3). Pasó apuros y estrecheces, y tuvo que despojar a otros -afirma hiperbólicamente (v. 8)- para poder seguir sirviéndoles a ellos: posiblemente fueran Silas y Timoteo quienes le trajeron lo necesario desde Macedonia (cfr. Hch 18, 5). Como se decía en la nota a 1Co 9, 15-18, sólo con los filipenses (Filipos era la capital de Macedonia) hizo una excepción y les permitió que en ocasiones le ayudaran en sus necesidades (cfr. Flp 4, 15 ss.).
Una vez más se trasluce la inmensa capacidad de trabajo y de sacrificio -sin decir nunca basta- de San Pablo, que queda como un ejemplo maravilloso para todos los cristianos. «¿Qué nos enseñaron o qué nos enseñan los apóstoles santos? -se pregunta San Bernardo-. No el arte de pescar, no el hacer tiendas u otro semejante a éstos (…). Nos enseñaron a vivir. ¿Piensas que es poco el saber vivir? Cosa grande es, o más bien grandísima (…). La vida recta juzgo yo que consiste en padecer males, hacer bienes y perseverar así hasta la muerte» (Sermón en la Fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo).

2Co 11, 11. «¡Dios lo sabe!»: Gramaticalmente la frase queda algo ambigua; pero es evidente que pone a Dios como testigo de lo mucho que ama a los corintios.

2Co 11, 13-15. El Apóstol dirige una tremenda acusación contra sus adversarios: se presentan como apóstoles de Cristo, pero en realidad son servidores del diablo. Y actúan de manera semejante a Satanás que, siendo el príncipe de las tinieblas (cfr. Ef 6, 12), se presenta como ángel de la luz. Las palabras de San Pablo recuerdan la advertencia del Señor en el Evangelio: «Guardaos bien de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados de oveja, pero por dentro son lobos voraces» (Mt 7, 15).
El engaño siempre ha sido una de las armas principales del demonio -el padre de la mentira (cfr. Jn 8, 44)- para seducir a los hombres: «No propone de entrada cosas evidentemente malas -explica Santo Tomás- sino algo que tenga apariencia de bien, con el fin de desviar cuando menos al hombre de sus propósitos fundamentales, porque luego, una vez desviado por poco que sea, lo arrastra con mayor facilidad al pecado: 'El mismo Satanás se transforma en ángel de luz' (2Co 11, 14). Después, cuando ha conseguido que peque, lo amarra de tal forma que no deja que se levante (…). Dos pasos, pues, da el diablo: engaña, y tras engañar retiene en el pecado» (Exposición de la oración dominical o Padrenuestro, 6ª petición).

2Co 11, 16-21. Antes de seguir gloriándose, el Apóstol vuelve a interrumpir su discurso para disculparse otra vez por este modo suyo de proceder, que no es su conducta habitual. Si lo hace, es porque se ve obligado a ello por sus adversarios, para defender su autoridad apostólica respecto a los corintios. «El Apóstol -comenta San Juan Crisóstomo- hace como una persona de origen ilustre que, dedicada a la práctica de una vida santa, se viera forzada a hacer el elogio de las glorias de su familia, para humillar a ciertas personas orgullosas de su nobleza. ¿Veríais vanidad en esto? No, porque se glorifica únicamente con la intención de aplastar la vanidad de gentes vanamente orgullosas» (Hom. sobre 2Co 24).

2Co 11, 19-20. Son vv. cargados de ironía, caricaturizando la insensatez de los corintios, que se creían tan sensatos. Es un reproche que San Pablo ya les había hecho en otras ocasiones (cfr. 1Co 1, 18-1Co 4, 21). Su insensatez les ha llevado en esta ocasión a soportar con indiferencia el ser maltratados por los intrusos llegados a la comunidad de Corinto.

2Co 11, 21. «Con sonrojo lo digo»: Cabría traducir también: «Para vergüenza vuestra lo digo», ya que en el texto griego no se expresa de quién es la vergüenza. San Pablo sigue hablando con ironía: afirma que se ha mostrado débil con los corintios, ya que no los ha maltratado como han hecho los falsos apóstoles. Quizá sea ese el motivo, viene a decirles, por el que le consideran inferior a éstos.

2Co 11, 22-33. San Pablo comienza la apología propiamente dicha, señalando sus méritos, en contraste con los de sus adversarios. En cuanto a la raza es igual que ellos (v. 22); en cuanto a ministro de Cristo les supera claramente: como pruebas ofrece sus padecimientos físicos (vv. 23-27.30-33) y morales (vv. 28 ss.) en el desempeño de su ministerio. No puede leerse sin emoción el impresionante elenco de sufrimientos que hace San Pablo, y en el cual nos suministra preciosos datos autobiográficos, que no figuran en los Hechos de los Apóstoles. Aunque es una enumeración incompleta (cfr. v. 28), y todavía le queda mucho por sufrir, resulta ya el cumplimiento de la profecía del Señor a Ananías: «Yo le mostraré lo que habrá de sufrir a causa de mi nombre» (Hch 9, 16).
Es muy significativo que presente como muestra de su superioridad en el ministerio de Cristo, precisamente sus sufrimientos. Ya había advertido el Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). El dolor, la cruz, son compañeros inseparables de la vida cristiana, y señales inconfundibles de que se están siguiendo las huellas del Maestro. Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo -comenta San Josemaría Escrivá-, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor.
Te anticipo que este programa no resulta una empresa cómoda; que vivir a la manera que señala el Señor supone esfuerzo. Os leo la enumeración del Apóstol, cuando refiere sus peripecias y sus sufrimientos por cumplir la voluntad de Jesús:
cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno… (2Co 11, 24-28) (Amigos de Dios, 212).

2Co 11, 22. El Apóstol reivindica su paridad con sus adversarios en lo que a la ascendencia se refiere. Los tres términos utilizados -hebreo, israelita, descendiente de Abrahán-, aunque en cierto sentido pueden considerarse equivalentes, ponen de manifiesto también matices distintos. «Hebreos» designa aquí tanto el origen -descendientes de Heber (cfr. Gn 11, 14)- como la raza. Quizá sus enemigos ponían en duda la pureza étnica de San Pablo, por haber nacido en Tarso, ciudad de Asia Menor; sin embargo, era «hebreo, hijo de hebreos» (Flp 3, 5), y hablaba la lengua hebrea (cfr. Hch 21, 40). «Israelitas» -en cuanto descendientes de Jacob, a quien Yahwéh cambió su nombre por el de Israel (cfr. Gn 32, 28)- señalaría su pertenencia al pueblo elegido, poseedor de la verdadera religión. Pertenecer a la «descendencia de Abrahán» se referiría al carácter de herederos de las promesas mesiánicas.
Con frecuencia tuvo San Pablo que recalcar su origen judío (cfr. Hch 22, 3; Rm 11, 1; Ga 1, 13 ss.; Flp 3, 4 ss.). Es posible que sus adversarios intentaran muchas veces desprestigiar sus enseñanzas -superioridad de la Nueva sobre la Antigua Ley, no es necesaria la circuncisión… - negando su carácter de judío. El Apóstol lo defiende, y señala además con frecuencia su inmenso amor por los de su raza (cfr. Rm 9, 1-5).

2Co 11, 24. No puede precisarse dónde sufrió San Pablo esas flagelaciones, de las cuales no dan noticia los Hechos de los Apóstoles: es posible que fuera en algunas de las sinagogas por las que iba predicando, ya que las sinagogas de la Diáspora tenían autoridad para imponer ese castigo. Como la Ley judía prescribía no dar más de cuarenta golpes (cfr. Dt 25, 2 ss.), solían dar treinta y nueve, para no exponerse a sobrepasarlos. Era un suplicio tremendo e infamante.

2Co 11, 25. Los romanos azotaban con varas. Los Hechos de los Apóstoles sólo nos dan noticia de una de ellas, en Filipos (cfr. Hch 16, 22-24). En las tres ocasiones debió ser azotado ilegalmente, ya que la ley romana establecía que este tormento sólo podía aplicarse a los ciudadanos romanos -San Pablo lo era (cfr. Hch 22, 25-29)- cuando estaban condenados a muerte.
El Apóstol había sido apedreado en Listra, siendo a continuación arrastrado fuera de la ciudad y dado por muerto (cfr. Hch 14, 19 ss.).
Respecto a los naufragios, los Hechos de los Apóstoles sólo dan noticia de uno posterior (cfr. Hch 27, 9 ss.).

2Co 11, 28-29. Además de los sufrimientos físicos mencionados, pesan sobre el Apóstol -hecho todo para todos (cfr. 1Co 9, 22)- otros todavía mayores: los que lleva consigo la atención espiritual de cuantos acuden a él, y de las iglesias que había fundado. Los males físicos -comenta San Juan Crisóstomo- «por muy violentos que fueran, pasaban con bastante rapidez y dejaban tras ellos un consuelo inexpresable. Pero lo que afligía a Pablo, lo que oprimía su corazón, lo que le atormentaba profundamente, era la aflicción que le causaba el relajamiento de los fieles sin distinción. Estas amarguras Pablo no las experimentaba solamente en relación con los fieles más destacados, mirando con indiferencia a los otros; no, él eleva al rango de hijos muy queridos a todos los cristianos, de cualquier condición que sean» (Hom. sobre 2Co, 25).
El Apóstol, identificado con Cristo (cfr. Ga 2, 19 ss.), hacía suyas las palabras del Maestro: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas» (Jn 10, 11). Y queda como modelo perennemente válido para todos los pastores de la Iglesia en su solicitud por las almas que Dios les ha confiado.

2Co 11, 30. Como resumiendo todo lo anterior, San Pablo aclara que, efectivamente, se está gloriando de sus «flaquezas», es decir, de lo que a los ojos del mundo supone debilidad, fracaso y humillación. Como explicará más adelante, es precisamente en esas cosas donde se manifiesta claramente el poder y la fuerza de Dios (cfr. 2Co 12, 7-10), que mediante esas «flaquezas» da fecundidad y frutos al trabajo de sus elegidos.
Es una muestra más de la paradoja que supone la vida cristiana: Cristo triunfó en la Cruz, y sus Apóstoles gozan y se glorían de sufrir por Él (cfr. 2Co 7, 4; 2Co 8, 2; Hch 5, 41; Ga 6, 14).

2Co 11, 31. Con respecto a la fórmula «Dios y Padre del Señor Jesús», cfr. nota a 2Co 1, 3.

2Co 11, 32-33. Cuando parecía haber terminado ya la enumeración de sus tribulaciones, San Pablo, cambiando bruscamente de estilo, señala un suceso bien concreto, que también relatan los Hechos (cfr. Hch 9, 22-25). Quizá quiso incluirlo expresamente por tratarse de la primera ocasión en que estuvo en serio peligro de muerte, durante su vida apostólica
El rey del que habla era Aretas IV, rey de los nabateos, un pueblo desarrollado especialmente al sur y al este de Palestina. Una hija de Aretas IV había sido repudiada por Herodes Antipas, uniéndose con Herodías, la mujer de su hermano Filipo (cfr. Mt 14, 1-12). El etnarca era el gobernador de Damasco, representante del rey, e intentaría prender a San Pablo incitado por los judíos.

2Co 12, 1-10. Prosigue la apología, con una alusión a las visiones y revelaciones recibidas del Señor. Por otras cartas y por los Hechos de los Apóstoles, sabemos que fueron abundantes durante su vida (cfr. Hch 9, 1-8; Hch 16, 9 ss.; Hch 18, 9 ss.; Hch 22, 17-21; Hch 27, 23 ss.; 1Co 15, 8; Ga 1, 12), si bien aquí solamente hace referencia a una.
El Apóstol lo cuenta como refiriéndose a una tercera persona -«un hombre en Cristo»-, posiblemente por el pudor que siente (cfr. vv. 1.5) al tener que divulgar esas gracias que Dios le ha hecho. De ahí que, tras describir brevemente esas visiones (vv. 1-6), hable de las flaquezas que el Señor permite en él, para que no se engría ante la grandeza de sus revelaciones (vv. 7-10).
«Hace catorce años», es decir, por los años 43-44, posiblemente durante su estancia en Tarso (cfr. Hch 9, 30), Antioquía (Hch 11, 25 ss.; Hch 13, 1-3) o Jerusalén (Hch 11, 30).

2Co 12, 2-4. San Pablo, que concreta el momento de la visión, no puede precisar en cambio la manera como se produjo. Posiblemente se trató de un fenómeno maravilloso de contemplación sobrenatural, sin intervención de los sentidos corporales, de modo que no sabe si en aquellos momentos estaba en el cuerpo o no. Santo Tomás, con San Agustín, opina que San Pablo -como antes había sucedido con Moisés (cfr. Ex 33, 11; Dt 34, 10)- contempló en esta visión la esencia de Dios: «Y esto declaran las mismas palabras del Apóstol, pues dice que 'oyó palabras inefables que al hombre no es lícito proferir'. Tales cosas parecen ser aquellas que tocan a la visión de los bienaventurados, las cuales exceden la condición de la presente vida» (S.Th. II-II, q. 175, a. 3). Pueden ayudarnos a entender un poco más las dificultades de San Pablo para explicarse mejor, las exclamaciones de Santa Catalina de Siena, cuando Dios le manifestó algunos misterios de la providencia divina: «¡Oh Padre eterno, oh fuego y abismo de caridad! ¡Oh eterna clemencia! ¡Oh esperanza! ¡Oh refugio de pecadores! ¡Oh largueza inestimable! ¡Oh bien eterno e infinito! ¡Oh perdido de amor! ¿Por ventura tienes tú necesidad de tus criaturas? (…) ¿Qué podré decir más? Haré como un niño balbuciente y diré: Ah, ah, ah, porque no puedo decir otra cosa, pues la lengua material no puede expresar el afecto del alma que te desea infinitamente. Me parece que puedo decir las palabras de Pablo cuando dijo: 'Ni la lengua puede referir, ni el oído oír, ni los ojos ver, ni la imaginación figurarse lo que yo vi'. ¿Qué viste, pues? Vi los arcanos de Dios. Mas ¿qué es lo que digo? Que sin duda no los puedo percibir con estos sentidos groseros; sin embargo, te digo, alma mía, que has gustado y visto el abismo de la suma y eterna Providencia» (El Diálogo, 10.°, XIX).
«El tercer cielo»: Según algunos comentaristas, estaría refiriéndose sencillamente al lugar de los bienaventurados, es decir, al grado más sublime de la contemplación divina. Para otros, se haría eco aquí de las tradiciones judías que hablaban del primer cielo -la atmósfera-, segundo -el de los astros- y tercero, que sería la morada de Dios. En cualquier caso, «el Paraíso» (v. 4) vendría a designar lo mismo.

2Co 12, 5-6. El Apóstol distingue metafóricamente como dos personajes en él: uno que recibe dones sobrenaturales, en los cuales se gloría como recibidos de Dios; otro que padece grandes sufrimientos y tribulaciones: también en ellas se gloría, porque sirven para que brille la potencia de Dios (cfr. 2Co 12, 9). «En el hombre -comenta Santo Tomás- pueden ser consideradas dos cosas: el don de Dios y la condición humana. Si uno se gloría en algún don de Dios, en cuanto recibido de Dios, es buena gloria, porque se gloría en el Señor (…). Pero si se gloría de ese don, como tenido por sí, entonces es mala glorificación» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 12, 7-10. Mostrando una humildad admirable, San Pablo se refiere ahora a las debilidades que el Señor permite en él, para que los dones sobrenaturales que recibe no le enorgullezcan. No podemos precisar exactamente en qué consiste el «aguijón en la carne» de que habla. Algunos Padres -San Agustín, por ejemplo- y comentaristas modernos piensan que se trata de una enfermedad física particularmente dolorosa y humillante: quizá la misma a que alude en Ga 4, 13 ss., sin precisar tampoco de qué se trata. Otros, como San Juan Crisóstomo, piensan en las tribulaciones que le causan las continuas persecuciones de que es objeto. Finalmente hay otros -a partir de San Gregorio Magno- que optan por una interpretación ascética, según la cual estaría refiriéndose a las tentaciones de la concupiscencia: los partidarios de las otras dos posturas objetan, entre otras cosas, que no parece probable que quisiera referirse a este punto, pues daría con ello a sus enemigos tema y ocasión para nuevos ataques y calumnias.
San Pablo ha pedido al Señor que se lo quite, pero la sublime respuesta que recibe (v. 9) resulta enormemente iluminadora: para superar esa dificultad basta la gracia de Dios, de manera que sirve para poner de manifiesto el poder divino, que le ayuda a superarla. De ahí que pueda gloriarse y complacerse en sus flaquezas y persecuciones: porque en esas circunstancias, al tener la ayuda sobrenatural de Dios, es más fuerte.
Santo Tomás, al comentar este pasaje, explica que Dios puede permitir a veces ciertos males para obtener bienes mayores: así, para evitar la soberbia -raíz e inicio de todos los vicios- permite en ocasiones que sus elegidos sean humillados por una enfermedad, por algún defecto, o incluso por el pecado mortal, para que «el hombre así humillado reconozca que no puede mantenerse en pie con sus fuerzas. De donde se dice en Rm 8, 28: 'Pues sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios', no, ciertamente, por su pecado, sino por la ordenación de Dios» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 12, 7. «Ángel de Satanás»: Así califica al «aguijón» que le humilla. La expresión se entiende en cuanto que esa dificultad podría aparecer como un obstáculo a su trabajo evangelizador, cosa en la que, lógicamente, estaba muy interesado el diablo (cfr. 2Co 2, 11; 2Co 11, 14 ss.).

2Co 12, 8-10. Estas palabras son para los cristianos fuente de muchísimas enseñanzas para la lucha ascética. Recuerdan, por una parte, la necesidad de pedir ayuda al Señor ante las dificultades, llenos a la vez de confianza y abandono en Dios, que conoce mejor lo que conviene: «Bueno es el Señor -enseña San Jerónimo- que muchas veces no nos da lo que queremos, para darnos lo que preferiríamos» (Epist. ad Paulinum).
Muestran también cuál debe ser la actitud ante la experiencia de la propia debilidad: «Nos hemos de gloriar -dice San Alfonso Mana de Ligorio- en el conocimiento de nuestra flaqueza para adquirir la virtud de Jesucristo, que es la santa humildad», sin «abandonarnos a la desconfianza, como pretende el demonio, para precipitarnos en pecados más graves» (Selva de materias predicables, II, 6ª).
A la vez, enseñan que la comprobación de esas miserias personales lleva a confiar solamente en la ayuda divina: Resulta necesario -explica San Josemaría Escrivá- invocar sin descanso, con una fe recia y humilde: ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona, comprenderemos en toda su hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2Co XII, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias -mejor, con nuestras miserias-, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza (Amigos de Dios, 194).

2Co 12, 11-18. San Pablo termina el largo apartado de su apología excusándose de nuevo por haber tenido que realizarla, «he hablado como un necio» (cfr. nota a 2Co 11, 1-6). Sin embargo, aclara, le han obligado a ello los mismos corintios, que no salieron en su defensa, como deberían haber hecho (vv. 11 ss.). El único motivo que podrían tener para sentirse agraviados respecto a otras iglesias, les dice irónicamente, es que no les haya sido gravoso, pero piensa seguir actuando así (vv. 13-15). Termina saliendo al paso de una acusación que debían lanzar contra él sus enemigos: no explota a los corintios él directamente, pero sí por medio de sus colaboradores (vv. 16-18).

2Co 12, 11. El Apóstol se queja de la falta de lealtad de los corintios, que deberían haberle defendido de sus acusadores, sin obligarle a él a hacer su propia alabanza. Tendrían que haberse dado cuenta por sí solos, sin forzarle a entrar en comparación con sus adversarios -los «superapóstoles» a que alude con ironía (cfr. nota a 2Co 11, 5-6)-, de que él no era inferior a ninguno de ellos.
«Aunque no soy nada»: Quiere subrayar de nuevo (cfr. 2Co 12, 7-10), que todo lo bueno que tiene lo ha recibido de Dios. Esta actitud debe animarnos a implorar del Cielo las luces y gracias necesarias para reconocer nuestra pequeñez personal: ese reconocimiento humilde permitirá al Señor llenar en mayor medida nuestros corazones.

2Co 12, 12. Se señalan aquí como distintivos del Apóstol la paciencia y los milagros. Al hablar de la paciencia (cfr. 2Co 6, 4) posiblemente se esté refiriendo a la constancia con que había soportado contradicciones y persecuciones en Corinto, que quizá motivaron la aparición del Señor para confortarle (cfr. Hch 18, 9 ss.). «¿Os hacéis idea, hermanos míos -comenta San Juan Crisóstomo aplicando estas palabras a la vida del Apóstol- de los diluvios de males, de las prisiones, de los latigazos, de las llagas y los peligros, de las infinitas persecuciones que Pablo encierra en una sola palabra? No dije bastante, porque es preciso contar todavía las guerras de dentro y de fuera, los dolores, los ataques y las violencias de que era objeto; todo este elenco está encerrado en la palabra paciencia» (Hom. sobre 2Co 11, 27).
«Signos, prodigios y milagros»: Con estas tres expresiones se designan en el NT indistintamente los diversos hechos milagrosos. No sabemos cuáles fueron los milagros obrados por San Pablo en Corinto -los Hechos de los Apóstoles no los narran-, que contribuirían a reforzar la autoridad de su doctrina. Estas palabras recuerdan el resumen que, al final de su Evangelio, hace San Marcos de la predicación apostólica: «Predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba la palabra con los milagros que la acompañaban» (Mc 16, 20).

2Co 13-15. Vuelve a recordar la norma de conducta que sigue en el trabajo apostólico: prescindir de su derecho a ser sustentado por los fieles (cfr. 1Co 9, 1 ss.; 2Co 11, 7-15). Ahora se refiere a este punto irónicamente -como si los corintios pudieran tomar como un agravio esta forma de proceder-, para insistir de nuevo en que piensa seguir actuando así (cfr. nota a 2Co 11, 7-15).
Explicando esta manera suya de conducirse, afirma que su actitud hacia los corintios es como la de un padre que ahorra para sus hijos y gasta su vida por ellos, prescindiendo de que sean agradecidos o no. Resulta conmovedor comprobar una vez más el inmenso amor de San Pablo por las almas, y la rectitud de intención y el desprendimiento con que trabaja por su salvación; algo que sólo puede explicarse por esa paternidad espiritual -más fuerte que la de la carne- que siente hacia sus fieles: «Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (1Co 4, 15).

2Co 12, 14. «Por tercera vez»: La segunda visita, de la que no tenemos noticia en los Hechos de los Apóstoles, posiblemente tuvo lugar en el tiempo transcurrido entre la primera carta y ésta (cfr. nota a 2Co 1, 15-2Co 2, 4).

2Co 12, 15. El Papa Pío XII aplicaba este versículo al desvelo que los sacerdotes deben vivir por todas las almas: «Que todos y cada uno, con humildad y sinceridad, podáis siempre atribuiros -siendo testigos vuestros fíeles- el dicho del Apóstol: 'Muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vuestras almas' (2Co 12, 15). Iluminad las mentes, dirigid las conciencias, confortad y sostened a las almas que se debaten en la duda y gimen en el dolor. A estas principales obras de apostolado, unid todas aquellas que las necesidades de los tiempos exigen; pero que a todos les quede bien claro que el sacerdote, en todas sus actividades, no busca ninguna otra cosa aparte del bien de las almas; que no mira más que a Cristo, al que consagra sus fuerzas y todo su ser» (Menti nostrae, 23-IX-1950).

2Co 12, 16-18. Con una redacción un tanto complicada, hace referencia aquí a otra calumnia de sus adversarios: él, personalmente, no exigía nada, pero enviaba después a sus colaboradores a aprovecharse de los fieles. El Apóstol se limita a recordarles la manera de comportarse de las personas que les ha enviado.
La visita de Tito a que hace referencia debe ser la mencionada en 2Co 2, 13 y 2Co 7, 6-16. No puede precisarse quién es el otro enviado al que se refiere.

2Co 12, 19-2Co 13, 10. El Apóstol termina esta tercera sección de la carta (caps. 10-13), explicando de nuevo el porqué de su apología -la edificación de los corintios (2Co 12, 19-21)-, y haciendo una serie de recomendaciones en relación con su próxima visita a Corinto ( 2Co 13, 1-10).

2Co 12, 19. San Pablo sale al paso de lo que intuye deben estar pensando algunos al leer su carta: que su propósito fundamental es el de justificarse y disculparse ante ellos, como un acusado ante sus jueces. No es así: no le importan los juicios humanos, les habla en presencia de Dios, que es quien verdaderamente le juzga (cfr. 1Co 4, 3 ss.); lo que le mueve es el bien de las almas de aquellos fieles, su «edificación».
Para un corazón como el de San Pablo, con el pensamiento puesto únicamente en la salvación de las almas, debieron resultar tremendamente duras y penosas sus relaciones con la comunidad de Corinto: tenía que recuperar la confianza de aquellos fieles, ya que las insidias de sus enemigos habían hecho brotar en algunos la desconfianza hacia él; para conseguirlo vuelca en ellos todo el cariño de su corazón (2Co 6, 11-13) y les abre de par en par su alma (2Co 11, 1 ss.). Pero, a la vez, presiente que su actitud puede ser malinterpretada, y debe aclararles que su cariño no es falta de fortaleza (2Co 10, 1-6), y que si les abre su alma no es para disculparse.
Si esto sucedía con San Pablo, ningún cristiano puede sorprenderse de que en su apostolado encuentre también incomprensiones y dificultades, grandes o pequeñas: serán siempre el anuncio de una gran cosecha: «Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24).

2Co 12, 20-21. Si intenta la «edificación» de los corintios (v. 19), es precisamente porque teme encontrarlos en su próxima visita inmersos en los pecados sobre los que les había advertido en su carta anterior. De una parte, la soberbia (cfr. 1Co 1, 18-1Co 4, 21), causa de las divisiones entre hermanos y de los desórdenes que enumera en el v. 20; de otra, la lujuria (cfr. 1Co 6, 12 ss.): San Pablo sospecha que este pecado -tan facilitado en Corinto por el ambiente corrompido de la ciudad (cfr. nota a 1Co 6, 12-20)- mantiene todavía atenazados a muchos, que no se deciden a luchar seriamente, con la ayuda de Dios, por salir de él (v. 21).
El profundo dolor que producen en San Pablo los pecados ajenos -llora por ellos- debe estimular en el cristiano el afán de desagravio a Dios nuestro Señor por tantas ofensas como recibe: No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas -aconseja el Fundador del Opus Dei-: no le ames con tu corazón solamente…
Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán…, ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido
(Camino, 402).

2Co 13, 1-4. Hace ahora algunas recomendaciones en relación con su próxima visita (vv. 1-10). Y comienza por decirles que piensa actuar con energía, aplicando toda su autoridad de Apóstol contra quienes no quieran rectificar su mala conducta. Con ironía se refiere a que si es ésa la prueba que desean de que Jesucristo actúa en él (cfr. 2Co 10, 1-11) tendrán esa comprobación (v. 3).

2Co 13, 1. El Apóstol invoca una disposición legal del AT (Dt 19, 15) -recordada por el Señor en el Evangelio (Mt 18, 16; Jn 8, 17), y que más tarde recomendará el mismo San Pablo a Timoteo (1Tm 5, 19)-, según la cual era necesaria la presentación de dos o tres testigos para poder condenar a alguien. Algunos comentaristas aplican esas palabras a sus visitas a Corinto, como si quisiera decirles que serán suficiente testimonio para condenar a quienes no hayan rectificado su conducta cuando llegue. En cualquier caso, lo que quiere decirles es que -aunque no será indulgente (v. 2)- juzgará con prudencia y sin improvisaciones.

2Co 13, 3-4. San Pablo traza en estos versículos una comparación basada en su doctrina sobre la identificación del cristiano con Jesucristo (cfr. p. ej. Rm 6, 3-11; Ga 2, 20; Flp 1, 21). El Señor, durante su vida terrena -especialmente al permitir su Pasión y Muerte-, quiso mostrarse débil; sin embargo, en su Resurrección gloriosa manifestó su poder divino, antes oculto. De manera semejante. San Pablo, que ha venido mostrándose débil -soportando con paciencia a los rebeldes-, piensa utilizar ahora su autoridad apostólica, recibida de Dios.

2Co 13, 5-10. Aclara aquí que preferiría no tener que hacer uso de su autoridad, ya que el Señor se la ha dado para edificar, no para destruir (v. 10). De ahí que invite a los corintios a hacer un cuidadoso examen de conciencia, probándose a sí mismos, en lugar de ponerle a prueba a él: de esta forma podrán reconocer si su conducta se conforma o no con la de Jesucristo, y podrán comprobar, de paso, que la de San Pablo sí se conforma (vv. 6 ss.).
A la vez, pide a Dios que la conducta de sus fieles sea intachable, aunque eso traiga como consecuencia -y de nuevo se pone de manifiesto la conmovedora rectitud de intención del Apóstol- el que algunos puedan seguirle considerando como débil o reprobado, al no actuar ya con la severidad anunciada (vv. 8 ss.). «Tal es -comenta San Juan Crisóstomo- el carácter de un amor verdaderamente paternal: preferir siempre la salvación de sus discípulos a los intereses de su reputación y de su gloria personal» (Hom. sobre 2Co, 29).

2Co 13, 5. La recomendación hecha a los corintios, para que se examinen con profundidad, recuerda la importancia fundamental que en la vida del cristiano tiene la práctica diaria del examen de conciencia. Ha sido un consejo constante de los santos: «Como investigador diligente de tu pureza de alma -decía San Bernardo-, pídete cuenta de tu vida en un examen de cada día, averigua con cuidado en qué has ganado y en qué has perdido… Procura conocerte a ti mismo. Pon todas tus faltas delante de tus ojos, ponte frente a ti mismo como delante de otro; y luego duélete de ti mismo» (Meditationes piissimae, 5).

2Co 13, 7. Al comentar esta petición a Dios recuerda Santo Tomás que «para evitar los pecados son necesarias dos cosas: el libre albedrío y la gracia de Dios. Porque si no fuera necesario el libre albedrío, nunca se darían al hombre preceptos, ni prohibiciones, ni exhortaciones. En vano también se darían castigos. También es necesaria la gracia, porque el hombre no podría mantenerse, si Dios no dirigiera a todos por su gracia (…). Por eso, mostrando que ambas cosas son necesarias, el Apóstol ruega a Dios para conseguir la gracia, y amonesta que mediante el libre albedrío se alejen del mal y hagan el bien» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).

2Co 13, 8. Si los corintios rectifican su conducta ya no habrá motivo de castigo, y, en ese caso, San Pablo no piensa actuar injustamente contra nadie -yendo contra la verdad-, sólo para mostrar su autoridad.

2Co 13, 10. La regla que San Pablo da en el ejercicio de la potestad recibida de Dios -«para edificar, y no para destruir»- es la que vive la Jerarquía de la Iglesia, como ha recordado con frecuencia el Magisterio: «Los Obispos -dice, por ejemplo, el Conc. Vaticano II- rigen, como vicarios y legados de Cristo, las iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr. Lc 22, 26-27) (…). En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (Lumen gentium, 27).

2Co 13, 11. En la despedida, el Apóstol vuelca de nuevo todo su cariño con los fieles de Corinto exhortándoles a que vivan entre sí la fraternidad propia de los cristianos, con la consiguiente unidad y paz entre ellos (cfr. 1Co 1, 10-17). Y -comenta San Juan Crisóstomo- les predice cuál será el fruto de esto: «Vivid en la unión y la paz, y Dios estará ciertamente con vosotros, pues Dios es un Dios de amor y un Dios de paz, y ahí pone sus delicias. Su amor producirá vuestra paz y todos los males serán desterrados de vuestra Iglesia» (Hom. sobre 2Co, 30).
Resulta particularmente expresiva la llamada que San Pablo hace a los fieles, a que estén alegres; la repitió en otras ocasiones: «Alegraos siempre en el Señor; lo repito, alegraos» (Flp 4, 4; cfr. Flp 3, 1). La alegría es un bien propio de los cristianos, que -como fruto de su filiación divina- se saben en las manos de su Padre Dios, que lo sabe y lo puede todo (cfr. nota a 2Co 6, 10). Por eso, no podemos estar nunca tristes; todo lo contrario: Debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra -nos anima San Josemaría Escrivá-, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras (Es Cristo que pasa, 168).

2Co 13, 12. En relación con este gesto del «ósculo santo», cfr. la nota a 1Co 16, 20.
«Los santos» que envían saludos a los corintios son los cristianos de Macedonia, desde donde San Pablo escribe esta carta. Con respecto a este nombre que da a los cristianos, cfr. nota a 1Co 1, 2.

2Co 13, 13. Este saludo final -recogido por la liturgia de la Iglesia como una de las fórmulas introductorias de la Santa Misa- constituye un testimonio claro y explícito del dogma de la Santísima Trinidad. La fórmula señala la distinción entre las tres Personas divinas, y, a la vez, su igualdad, en cuanto que cada una contribuye a la santificación y salvación de los fieles.
Por otra parte, comenta Santo Tomás que en este saludo van incluidos todos los bienes sobrenaturales necesarios: «La gracia de Cristo, por la que somos justificados y salvados; el amor de Dios Padre, por el que somos unidos a Él; y la comunión del Espíritu Santo, que nos distribuye los dones divinos» (Comentario sobre 2Co, ad loc.).