EFESIOS

Ef 1, 1. Como es habitual en las demás cartas, San Pablo comienza con un saludo en el que señala su condición, el título por el que envía la carta -es «apóstol de Jesucristo»-, y la dignidad de los destinatarios -«santos y fieles en Cristo Jesús»-. Se presenta como «apóstol», esto es, como «enviado» de Cristo Jesús. La vocación al apostolado tiene su origen en la voluntad de Dios: es una gracia, una muestra de predilección divina. A San Pablo, Cristo se le reveló en el camino de Damasco (cfr. Hch 9, 3-18), después fue enviado a predicar por inspiración del Espíritu Santo (cfr. Hch 13, 2 ss.); y transmitió de palabra y por escrito la doctrina que había recibido del Señor (cfr. 1Co 11, 23), de modo que puede decir con toda verdad que él es «apóstol» (cfr. nota a Rm 1, 1).
Con frecuencia, San Pablo llama a los cristianos «santos» (cfr. Rm 1, 7; 1Co 1, 2; Flp 1, 1; etc.) y «fieles» (cfr. Col 1, 2). Son títulos que expresan lo que el cristiano ha llegado a ser por el Bautismo (cfr. Ef 5, 26).
Todos los bautizados están llamados a vivir la santidad, como consecuencia de lo que realmente son: santos y fieles. La santidad, por tanto, es un regalo de Dios que exige, al mismo tiempo, el empeño del hombre para conseguirlo y desarrollarlo. Así lo enseña el Concilio Vaticano II: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñan los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conforme a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos» (Lumen gentium, 40).
El calificativo de «fieles» indica no sólo que los destinatarios de la carta han recibido la fe como un don (cfr. Ef 2, 8), sino que permanecen en ella con fidelidad, con firmeza, en medio de todas las asechanzas del Maligno (cfr. Ef 6, 10-13). En la Iglesia, todos los cristianos somos llamados «fieles», también una vez que hemos recibido la fe por el sacramento del Bautismo: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» (Código de Derecho Canónico, can., 204, 1).

Ef 1, 2. El saludo habitual entre los hebreos consiste en desearse la paz (en hebreo, shalom). La paz es uno de los dones que -según estaba profetizado- traería el Mesías. Después de la Encarnación del Hijo de Dios, y cumplida de este modo la profecía sobre la presencia del «príncipe de la paz» entre los hombres (cfr. Is 9, 5), oír ese saludo en labios de los Apóstoles implica el anuncio gozoso de que ha llegado la paz mesiánica: todos los bienes celestiales y terrenos pueden ser alcanzados porque Jesús, el Mesías, con su muerte y resurrección ha roto para siempre la enemistad entre Dios y los hombres: «Justificados, pues, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 5, 1).
La expresión «la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» es la habitual en otras cartas de San Pablo. Sobre su significado véase Rm 1, 7; 1Co 1, 3.

Ef 1, 3-14. Los vv. 3-14 son un himno de alabanza a Dios, por el plan de salvación que ha decretado y realizado en favor de todos los hombres y de todo el universo. Está redactado en prosa rítmica de estilo litúrgico, parecido al de Col 1, 15-20. En el texto griego tiene la forma de una larguísima frase compuesta, cuyas cláusulas se encadenan por medio de pronombres relativos y participios, presentando así una unidad bien trabada. Se pueden distinguir, no obstante, dos secciones:
La primera (vv. 3-10), dividida en cuatro estrofas, presenta los beneficios, o bendiciones, que contiene el plan salvífico de Dios, llamado por San Pablo «el Misterio». Comienza con una alabanza a Dios por su designio eterno, antes de la creación, de convocarnos en la Iglesia como una comunidad de santos (primera estrofa: vv. 3 ss.), y de concedernos en ella por medio de Jesucristo la gracia de la filiación divina (segunda estrofa: vv. 5 ss.). A continuación contempla la obra de la Redención llevada a cabo por Jesucristo, por la que se ha cumplido el proyecto eterno de Dios (tercera estrofa: vv. 7 ss.). Esta sección culmina en la cuarta estrofa (vv. 9 ss.), en la que se anuncia la recapitulación de todas las cosas en Cristo, la más alta cima de la revelación del plan salvífico divino.
La segunda sección -dividida, a su vez, en dos estrofas- trata ya en particular de la aplicación de ese plan de salvación primero a los judíos (estrofa quinta: vv. 11 ss.), y después a los gentiles, llamados también a participar de la promesa, para formar -judíos y gentiles- un solo pueblo: la Iglesia (estrofa sexta: vv. 13 ss.).
En la Sagrada Escritura son frecuentes los himnos de bendición a Dios o «euloguías» (cfr. Sal 9, 19; Dn 2, 20-23; Lc 1, 46-54.68-78; etc.). En ellos estalla la alabanza al Señor por los beneficios de su obra creadora, o por las intervenciones prodigiosas en favor de su pueblo. San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, alaba a Dios Padre por toda la obra salvadora de Cristo, que comprende desde el proyecto divino decretado antes de la creación del mundo, hasta la consumación de la historia, y la recapitulación de todas las cosas en Cristo.
La actitud de alabanza que vemos en San Pablo, debe ser permanente en nosotros. «Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura, y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza» (San Agustín, Enarrationes in Psalmos, 148).
La alabanza es, en efecto, la actitud más propia del hombre ante Dios: ¿Cómo te atreves a emplear ese chispazo del entendimiento divino, que es tu razón, en otra cosa que no sea dar gloria a tu Señor? (Camino, 782).

Ef 1, 3. San Pablo bendice a Dios, en cuanto Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque, a través de Cristo, nos han llegado todas las bendiciones o beneficios divinos. La acción de Dios en favor de los hombres es común a las tres divinas Personas, y por tanto, el proyecto eterno de Dios, que aquí contempla el Apóstol, tiene su origen en la Santísima Trinidad. «No ha de pensarse -enseña el XI Concilio de Toledo- que estas tres personas son separables, pues no ha de creerse que existió u obró nada jamás una antes que otra, una después que otra, una sin la otra. Porque son inseparables tanto en lo que son como en lo que hacen» (Símbolo De Trinitate, Dz-Sch, n. 531). En la realización de este proyecto divino de salvación al Hijo se atribuye la obra de la Redención, y al Espíritu Santo la tarea de la santificación. Podemos imaginar -para acercarnos de algún modo a este misterio insondable- que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero (Es Cristo que pasa, 95).
San Pablo llama bendiciones espirituales al conjunto de los dones que ha aportado la realización del plan salvífico, porque estos dones son distribuidos a los hombres por la acción del Espíritu Santo. Al decir «en los cielos», y antes «en Cristo» el Apóstol está señalando la forma en que hemos sido bendecidos: a través de Cristo resucitado y elevado a los cielos, que nos ha introducido también a nosotros en el mundo de Dios (cfr. Ef 1, 20; Ef 2, 6).
La expresión benedictus (bendito) dirigida a Dios supone el reconocimiento, por parte del hombre, de la grandeza y bondad divinas, y manifiesta la alegría por los dones recibidos (cfr. Lc 1, 46.68). Santo Tomás de Aquino comenta así la significación de este pasaje: «El Apóstol dice 'Benedictus', o sea, por mi parte, por la vuestra y por la de otros; con el corazón, con la boca y con las obras; alabarle como a Dios y como a Padre, pues es Dios por su esencia, y Padre por su poder generador» (Comentario sobre Ef, 1, 6).
La alabanza a Dios nuestro Señor, a la que nos invita con tanta frecuencia la Sagrada Escritura (cfr. Sal caps. 8, 19, 33 y 46-48; etc.), no sólo se realiza con palabras, sino también con las obras: «Quien hace el bien con sus manos, alaba al Señor, y quien le confiesa con la boca, alaba al Señor. Alábale con la boca, alábale con las obras» (Enarrationes in Psalmos, 91, 2).

Ef 1, 4. A lo largo del himno, el Apóstol va especificando cada una de las bendiciones o beneficios que se contienen en el proyecto eterno de Dios. La primera de estas bendiciones es la elección, antes de la creación del mundo, de quienes iban a formar parte de la Iglesia. En efecto, el término empleado por San Pablo, que hemos traducido por: «nos eligió», es el mismo que aparece en la versión griega del AT para designar la elección de Israel. La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, está constituida por la reunión en Cristo y en torno a Cristo de quienes han sido elegidos y llamados a la santidad. Esto indica que la Iglesia, aunque haya sido fundada por Cristo en un momento concreto de la historia, remonta su origen al designio eterno de Dios. «El Padre eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad (…), a todos los elegidos antes de todos los siglos, a los que de antemano conoció también los predestinó para que lleguen a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él fuese primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la Santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu, y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos» (Lumen gentium, 2).
La elección tiene como fin «que seamos santos y sin mancha en su presencia». Del mismo modo que en el AT la víctima que se ofrecía a Dios debía ser perfecta, sin tara alguna (cfr. Gn 17, 1), la santidad «sin mancha» a la que Dios nos ha destinado, ha de ser plena, inmaculada. Aunque ya en el Bautismo hemos sido santificados (cfr. nota a Ef 1, 1), y durante la vida procuramos crecer, con ayuda de Dios, en la santidad recibida, sin embargo, la plenitud de la santidad sólo la alcanzaremos en la gloria del Cielo.
La santidad que hemos recibido es un don gratuito de Dios, sin mérito alguno de nuestra parte, ya que aún no existíamos cuando Dios nos eligió. Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos. Yo sé -comenta el Fundador del Opus Dei- que esto no te llena de orgullo, ni contribuye a que te consideres superior a los demás hombres. Esa elección, raíz de la llamada, debe ser la base de tu humildad. ¿Se levanta acaso un monumento a los pinceles de un gran pintor? Sirvieron para plasmar obras maestras, pero el mérito es del artista. Nosotros -los cristianos- somos sólo instrumentos del Creador del mundo, del Redentor de todos los hombres (Es Cristo que pasa, 1).
«Por el amor»: Se refiere en primer lugar al amor de Dios para con nosotros. «Si Dios nos ha honrado con una infinidad de beneficios, es gracias a su amor y no al valor de nuestros méritos. Nuestro fervor y nuestra fuerza, nuestra fe y nuestra unidad son fruto de la benevolencia de Dios y de nuestra correspondencia a su bondad» (Hom. sobre Eph, ad loc.).
En la elección y la llamada a la santidad, así como en el don de la filiación divina se revela que Dios es Amor (cfr. 1Jn 4, 8), en cuanto que, de esa forma, hemos sido hechos partícipes de la misma naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4), y en consecuencia, del amor de Dios.
De ahí que la expresión «por el amor» incluya también el amor del cristiano hacia Dios y hacia los demás. Se comprende así que la caridad es participación del mismo amor de Dios, y es, por tanto, la esencia de la santidad, la ley del cristiano, sin la cual todo lo demás pierde su valor (cfr. 1Co 13, 1-3).

Ef 1, 5. El Apóstol continúa contemplando el alcance del proyecto eterno de Dios: los elegidos para formar parte de la Iglesia han sido, además, como en una segunda bendición, predestinados a ser hijos adoptivos de Dios. «La condición de este pueblo -enseña el Concilio Vaticano II- es la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo» (Lumen gentium, 9).
La predestinación de la que habla el Apóstol consiste en que Dios, según su libre beneplácito, determinó desde la eternidad que los miembros del nuevo pueblo de Dios alcanzaran la santidad mediante el don de la filiación adoptiva. Dios quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1Tm 2, 4) y a cada uno proporciona los medios necesarios para alcanzar la vida eterna. A nadie, por tanto, predestina a la condenación (cfr. De praedestinatione, can., 3).
La filiación divina del cristiano tiene su fuente en Jesucristo. El Hijo único consustancial del Padre, ha asumido la naturaleza humana para hacer a los hombres hijos de Dios por adopción (cfr. Rm 8, 15.29; Rm 9, 4; Ga 4, 5). De modo que cada uno de los miembros de la Iglesia puede decir: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1).
Esa relación de adopción no es algo solamente jurídico, de tipo externo y puramente accidental. La adopción divina afecta a todo el ser del hombre y lo introduce en la misma vida de Dios, ya que por el bautismo somos hechos realmente hijos suyos, partícipes de la misma naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). La filiación divina es, pues, el mayor de los dones que Dios ha concedido en esta tierra. ¡Bendito sea Dios!, se podría clamar de nuevo siguiendo a San Pablo (v. 3) al considerar esta realidad gozosa, pues es propio de los hijos manifestar abiertamente el reconocimiento y el amor debidos a su padre.
La filiación divina es fuente de consecuencias fecundas para la vida espiritual. Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia (Es Cristo que pasa, 64). Véanse las notas a Jn 1, 12.13.

Ef 1, 6. El don de la filiación divina es la suprema manifestación de la gloria de Dios, ya que en ese don se ha revelado la plenitud del amor de Dios al hombre. San Pablo pone de relieve la finalidad de ese proyecto eterno de Dios: «Para alabanza de la gloria de su gracia». La gloria de Dios se ha manifestado a través de su amor misericordioso, por el que nos ha hecho sus hijos, según el proyecto eterno de su voluntad. Tal proyecto «dimana del 'amor fontal' o caridad de Dios Padre (…), que creándonos libremente por un acto de su abundante y misericordiosa benignidad, y llamándonos, gratuitamente, a participar con Él en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad, y no cesa de difundir, la bondad divina, de suerte que el que es Creador de todas las cosas, ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1Co 15, 28), procurando a su vez su gloria y nuestra felicidad» (Ad gentes, 2).
La gracia de la que aquí habla San Pablo, y por la que se manifiesta la gloria de Dios, se refiere en primer lugar al carácter totalmente gratuito de las bendiciones divinas, e incluye también los dones de la santidad y filiación divina, con que es agraciado el cristiano.
«En el Amado»: El AT insiste una y otra vez en que Dios ama a su pueblo y en que Israel es el pueblo amado de Dios (cfr. Dt 33, 12; Is 5, 1.7; 1M 6, 11; etc.). En el NT se llama a los cristianos «amados de Dios» (1Ts 1, 4; cfr. Col 3, 12). Sin embargo, «el Amado», en sentido estricto, es únicamente nuestro Señor Jesucristo. Así lo manifestó Dios Padre desde la nube resplandeciente en la Transfiguración: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias» (Mt 17, 5). El Hijo de su amor ha conseguido la Redención de los hombres, el perdón de los pecados (cfr. Col 1, 13 ss.), y con su gracia nos hace gratos a Dios, capaces de ser amados con el mismo amor con que ama a su Hijo. En la Última Cena, Jesucristo rogó al Padre precisamente por esto: para que «conozca el mundo que Tú (…) los has amado como me amaste a mí» (Jn 17, 23). «Ved -señala San Juan Crisóstomo- que Pablo no dice que esta gracia nos ha sido dada sin ningún fin, sino que nos ha sido dada para hacernos agradables y amables a sus ojos, una vez purificados de nuestros pecados» (Hom. sobre Eph, ad loc.).

Ef 1, 7-8. San Pablo centra ahora su atención en la obra redentora de Cristo -tercera bendición- mediante la cual se ha realizado en la historia el proyecto eterno de Dios descrito en los vv. precedentes.
Redimir significa liberar. La redención de parte de Dios aparece ya en el AT cuando el pueblo de Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto (cfr. Ex 11, 7 ss.). Entonces, mediante la sangre del cordero rociada sobre los dinteles de las casas de los hebreos, sus primogénitos fueron liberados de la muerte. Para recordar esta salvación celebraban, por mandato divino, el rito de la Pascua sacrificando el cordero pascual (cfr. Ex 12, 47). Esta redención de la esclavitud en Egipto, sin embargo, no era más que una figura de la Redención realizada por Cristo. «Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión» (Sacrosanctum concilium, 5). Jesucristo, mediante su sangre derramada en la cruz, nos ha rescatado de la servidumbre del pecado y del poder del demonio y de la muerte (cfr. nota a Rm 3, 24-25); Él es, por tanto, el verdadero Cordero Pascual (cfr. Jn 1, 29). «Cuando reflexionamos que hemos sido redimidos, no con cosas perecederas, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo (cfr. 1P 1, 18 ss.), como cordero inocentísimo y purísimo, fácilmente juzgaremos que no pudo sobrevenirnos cosa más beneficiosa que esta potestad -recibida por la Iglesia- de perdonar los pecados, la cual pone de manifiesto la inexplicable providencia y la suma caridad de Dios con nosotros» (Catecismo Romano, I, 11, 10).
El fruto de la Redención de Cristo es la liberación de la más profunda esclavitud: la del pecado. En efecto, «el hombre es consciente de su incapacidad para vencer con eficacia por sí solo los ataques del mal -nos recuerda el Conc. Vaticano II-, hasta el punto de sentirse aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cfr. Jn 12, 31) que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud» (Gaudium et spes, 13).
Nuestro Señor realizó la Redención movido por su infinito amor al hombre, que sobrepasa cuanto el mismo hombre podría esperar. La riqueza de este amor gratuito se manifiesta sobre todo en la generosidad del perdón divino, pues, «una vez que llegó al colmo el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20); este perdón, alcanzado por medio de la muerte de Cristo en la cruz, es la mayor muestra del amor de Dios, ya que, «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Si Dios Padre entregó a su Hijo a la muerte para la remisión de los pecados de los hombres, «lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado -recuerda Juan Pablo II-, el amor que es Él mismo, porque 'Dios es amor' (1Jn 4, 8.16). Y, sobre todo, el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la 'vanidad de la creación' (cfr. Rm 8, 20), más fuerte que la muerte» (Redemptor Hominis, 9).
Por la Redención, Cristo nos alcanza el perdón de los pecados, restaurando así la verdadera dignidad del hombre. «La Iglesia, que no cesa de contemplar el conjunto del misterio de Cristo -enseña el Papa Juan Pablo II-, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado» (Redemptor Hominis, 10). Es así como se manifiestan la sabiduría y prudencia divinas respecto al hombre.

Ef 1, 9. A través de la obra redentora de Cristo, Dios no sólo ha otorgado el perdón de los pecados, sino que ha revelado que sus planes salvadores abarcan la totalidad de la historia y del mundo creado. Ese proyecto divino, que estaba oculto y que se ha desvelado en Jesucristo, San Pablo lo llama «el misterio», cuya revelación constituye una nueva bendición divina. Este misterio, por tanto, abarca además de la constitución de la Iglesia y el don de la filiación divina (vv. 4-7), la recapitulación de todas las cosas en Cristo (v. 10), y la llamada de judíos y gentiles a formar parte de la Iglesia (vv. 11-14; cfr. Ef 3, 4-7). Todo ello ha sido revelado por Cristo, de tal forma que con Él culmina la Revelación de Dios. Cristo, «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna» (Dei verbum, 4).
El hecho de que Dios manifieste sus planes de salvación es una muestra más de su amor y misericordia, ya que así el hombre puede reconocer la infinita sabiduría y bondad divinas, y sentir la invitación a participar en sus proyectos. En efecto, «quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1, 9), por el que los hombres, mediante Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden llegar hasta el Padre y se hacen participantes de la naturaleza divina (cfr. Ef 2, 18; 2P 1, 4). Por esta revelación Dios invisible (cfr. Col 1, 15; 1Tm 1, 17), movido por su gran amor, habla a los hombres como a amigos (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 14 ss.) y conversa con ellos (cfr. Ba 3, 38), para invitarlos a su compañía» (Dei verbum, 2).
Sobre el significado del término «misterio» en San Pablo, cfr. Col 1, 26.28; Col 2, 9.

Ef 1, 10. El «misterio» revelado por el amor de Dios se realiza de una forma armónica, según los planes divinos, siguiendo diversas etapas o tiempos (Kairoi) a lo largo de la historia. La plenitud de los tiempos ha comenzado con la Encarnación (cfr. Ga 4, 4), y sigue desarrollándose, según la sabiduría divina, hasta llegar a la consumación definitiva. Por medio de su Redención, Jesucristo ha hecho realidad que los tiempos sean reconducidos a Dios; más aún, es Él quien gobierna y administra sobrenaturalmente toda la historia. Mediante la obra de Jesucristo, no sólo han comenzado a realizarse los designios divinos que constituyen el misterio, sino que han sido revelados a la Iglesia, que es a su vez instrumento en la ejecución de tales designios. «La plenitud de los tiempos ha llegado a nosotros (cfr. 1Co 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cfr. 2P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto hasta el momento presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 19-22)» (Lumen gentium, 48).
El punto culminante del proyecto divino previo a la creación, consiste en «recapitular en Cristo todas las cosas», esto es, hacer que todas tengan a Cristo como Cabeza. Esto significa que Jesucristo, por su obra redentora, reagrupa y reconduce a Dios el mundo creado, que estaba antes disperso por el pecado, de forma que en Cristo encuentren su vínculo de unidad, tanto los seres celestiales, como los hombres y todas las realidades terrestres. San Juan Crisóstomo enseña que «desgarradas estaban las cosas celestiales de las terrestres, no tenían cabeza (…). Y puso como única cabeza de todas las cosas, de los ángeles y de los hombres, al Cristo según la carne. Esto es, dio un solo principio a los ángeles y a los hombres (…); pues se hará la unidad, la precisa y perfecta unión, cuando todas las cosas, teniendo un vínculo necesario que procede de lo alto, sean recogidas bajo una sola cabeza» (Hom. sobre Eph, ad loc.).
La capitalidad de Cristo sobre todas las cosas, que se hará plenamente manifiesta al final de los tiempos, se fundamenta en que Cristo, por ser verdadero Dios y verdadero hombre, es ya Cabeza, primogénito de toda la creación. Por su Resurrección, Jesucristo ha triunfado del poder del pecado y de la muerte, y ha sido constituido Señor de todo el Universo (cfr. Hch 2, 36; Rm 1, 4; Ef 1, 19-23). De ahí que todos los seres, tanto los visibles como los invisibles, estén sometidos a Él como a su Cabeza, como a su cúspide, que se eleva por encima de todo.
Esta profunda realidad ha sido siempre vivida en la Iglesia, como muestra, por ejemplo, el lema propuesto por San Pío X al comienzo de su pontificado: «Si alguno Nos pide una frase simbólica que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo ésta: 'Instaurar todas las cosas en Cristo' (…), hacer que todos los hombres vuelvan a someterse a Dios» (E supremi apostolatus).
«Recapitular en Cristo todas las cosas»: Incluye poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, como enseña el Fundador del Opus Dei: Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 1, 10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación. Primogénito y Señor de toda criatura.
Nuestra misión de cristianos es proclamar esa realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña
(Es Cristo que pasa, 105).

Ef 1, 11-14. El Apóstol contempla, como una nueva bendición divina, la realización concreta del «misterio», que aparece en la historia como fruto de la Redención de Cristo. Es la llamada hecha a los judíos (vv. 11 ss.) y a los gentiles (v. 13), para formar un solo pueblo (v. 14). Considera en primer lugar al pueblo judío del que él mismo forma parte; de ahí que utilice la expresión: «nosotros» (v. 12). Después se refiere a los cristianos procedentes de la gentilidad, a los que designa como: «vosotros» (v. 13). Ver nota siguiente.

Ef 1, 11-12. La esperanza del pueblo judío ha tenido su cumplimiento en Cristo, pues con Él han llegado el Reino de Dios y los bienes mesiánicos, destinados en primer lugar a Israel como su herencia (cfr. Mt 4, 17; Mt 12, 28; Lc 4, 16-22). La finalidad de la elección de Israel por parte de Dios era formarse un pueblo propio (cfr. Ex 19, 5), que le glorificara y fuera testigo entre las naciones de la esperanza en la venida del Mesías. «Deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en particular a quien confiar sus promesas. Hizo primero una alianza con Abrahán (cfr. Gn 15, 18); después, por medio de Moisés (cfr. Ex 24, 8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como único Dios vivo y verdadero. De este modo Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones (cfr. Sal 22, 28 ss.; Sal 95, 1-3; Is 2, 1-4; Jr 3, 17)» (Dei verbum, 14).
San Pablo resalta que ya antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo, los hombres justos de la Antigua Alianza vivieron de la fe en el Mesías prometido (cfr. Ga 3, 11; Rm 1, 17), en cuanto que no sólo esperaban su venida, sino que, al aceptar la promesa, su esperanza se nutría de la fe en Cristo. Como ejemplos más próximos al NT de esa fe, puede citarse a Zacarías e Isabel, Simeón y Ana y, sobre todo, a San José. La fe de San José fue plena, confiada, íntegra -comenta San Josemaría Escrivá-, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente. Y, con la fe, la caridad, el amor. Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abrahán, a Jacob, a Moisés; con el cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él -un carpintero de Galilea-, estaba iniciando en el mundo: la redención de los hombres (Es Cristo que pasa, 42).

Ef 1, 13-14. Si San Pablo reconoce la grandeza del plan salvífico de Dios en la realización de las promesas al pueblo judío mediante Jesucristo, aún ve mayor prodigio en la llamada de los gentiles a participar de la misma promesa. Esta llamada es como una nueva bendición divina.
La incorporación de los gentiles a la Iglesia se realiza por medio de la predicación del Evangelio. Esto significa que la fe se inicia por la audición de la palabra de Dios (cfr. Rm 10, 17). Una vez que ésta ha sido aceptada, Dios sella al creyente con el Espíritu Santo prometido (cfr. Ga 3, 14); y este sello constituye ya aquí las arras o prenda de la herencia eterna, y representa la certeza de haber sido recibidos por Dios e incorporados a su Iglesia, en orden a la salvación reservada antes sólo a Israel. Se establece así un paralelismo entre el «sello» de la circuncisión que incorporaba al creyente de la Antigua Alianza al pueblo de Israel y el «sello» del Espíritu Santo en el Bautismo que, en la Nueva Alianza, incorpora a los cristianos a la Iglesia (Rm 4, 11-22; 2Co 1, 22; Ef 4, 30). Dios mismo es, por tanto, la causa eficiente de nuestra justificación: «Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica (1Co 6, 11) sellando y ungiendo con el Espíritu Santo prometido que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 13-14)» (De iustificatione, cap. 7).
El sello o arra significa la prenda o señal que se entrega en los negocios como anticipo o garantía del precio total comprometido. En este caso representa el firme compromiso, por parte de Dios, de conceder al creyente la posesión plena y definitiva de la bienaventuranza eterna, de la cual concede un anticipo a partir del Bautismo (cfr. 2Co 1, 22; 2Co 5, 5). Por Jesucristo «se nos da la recuperación del paraíso -comenta San Basilio-, el ascenso al reino de los cielos, la vuelta a la adopción de hijos, la confianza de llamar Padre al mismo Dios, hacernos consortes de la gracia de Cristo, ser llamados hijos de la luz, participar de la gloria del cielo; en una palabra, encontramos en una total plenitud de bendición tanto en este mundo como en el venidero (…). Si la prenda es así, ¿cómo será el estado final? Y si tan grande es el inicio, ¿cómo será la consumación de todo?» (De Spiritu Sancto, XV, 36).
El don del Espíritu Santo que, por la fe, inhabita en el alma del cristiano en gracia, representa, en esta última estrofa del himno, el punto culminante en la realización del proyecto divino de salvación. El Espíritu Santo que congregó a la Iglesia en Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-4), es el mismo que anima y vivifica en su misión apostólica a través de los siglos a los fieles del nuevo Pueblo de Dios. El Magisterio de la Iglesia nos recuerda: «El Espíritu Santo 'unifica en la comunión y en el ministerio, y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos' (Lumen gentium, 4) a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo. A veces también se anticipa visiblemente a la acción apostólica, de la misma forma que sin cesar la acompaña y dirige de diversas maneras» (Ad gentes, 4).
El nuevo Pueblo ha sido adquirido por Dios al precio de la Sangre de su Hijo. Al pueblo del AT ha sucedido el pueblo de los creyentes en Cristo, cualquiera que sea su procedencia. Todos forman ya la Iglesia, el Pueblo de los elegidos. El Conc. Vaticano II enseña: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cfr. Nm 20, 4; Dt 23, 1 ss.), así al nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cfr. Hb 13, 14), también es designado como Iglesia de Cristo (cfr. Mt 16, 18), porque fue Él quien la adquirió con su sangre (cfr. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de fieles que, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salvífica» (Lumen gentium, 9).

Ef 1, 15-23. Las noticias que ha recibido el Apóstol le mueven a la acción de gracias y a la oración (vv. 15-16). Pero en seguida vuelve a contemplar la excelencia del conocimiento de los beneficios divinos y pide a Dios que lo otorgue a los lectores de la carta (vv. 17-19). Su plegaria se centra en Jesucristo por quien Dios ha manifestado su poder, al darle la victoria (vv. 20-21) y al constituirle Cabeza de la Iglesia (vv. 22-23).

Ef 1, 15-16 La solicitud de San Pablo constituye un admirable ejemplo, especialmente para los responsables de la formación cristiana. Como él, han de pedir en sus oraciones por quienes dependen de ellos, deben dar gracias a Dios por los progresos de sus almas, y han de rogar al Espíritu Santo que les sea concedido el don de sabiduría e inteligencia. «Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia de cuerpo y espíritu -exhorta San Ignacio de Antioquía-. Preocúpate de la unidad, pues no existe nada mejor que ella. Llévalos a todos sobre ti como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como ya lo haces. Dedícate sin pausa a la oración. Pide mayor inteligencia de la que ya tienes. Permanece alerta, como espíritu que desconoce el sueño. Habla a los hombres del pueblo al estilo de Dios» (Carta a Policarpo, I, 2-3).
La «fe en el Señor Jesús», no significa aquí creer en Jesucristo, sino que expresa cuál es el fundamento de la vida de fe. Viene a decir que quienes han recibido el don de la fe, viven en Cristo, y esa vida con Cristo hace que su fe sea realmente viva, y se manifieste en «la caridad hacia todos los santos». Por la fe se descubre que cada uno de los bautizados es hijo de Dios y, así, el amor fraterno entre los cristianos aparece como una consecuencia lógica.

Ef 1, 17. El Dios a quien San Pablo se dirige es «el Dios de nuestro Señor Jesucristo», es decir, el Dios que se ha revelado a través de Cristo y al cual Jesús mismo en cuanto hombre, ora en petición de ayuda (cfr. Lc 22, 42). El mismo Dios que antes -en el AT- era designado como «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» ahora es definido como «el Dios de nuestro Señor Jesucristo». Es el Dios personal, a quien se le reconoce por su relación con Cristo, el Hijo, que como mediador de la Nueva Alianza, obtiene de Dios Padre todo cuanto le pide. Y lo mismo nosotros si nos unimos a Él, según lo prometió: «si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23; Jn 15, 16). El Fundador del Opus Dei recuerda que Jesús es el Camino, el Mediador; en Él, todo; fuera de Él, nada. En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese Padre entrañable (Es Cristo que pasa, 91).
El Apóstol llama también a Dios: «Padre de la gloria». La gloria de Dios significa su grandeza, poderío, plenitud de riqueza que al manifestarse suscita la admiración y el reconocimiento por parte del hombre. Así se había revelado Dios ya en la historia de Israel, mediante las acciones salvadoras en favor de su pueblo. Pedir a Dios que glorifique su nombre equivale a pedirle que se muestre salvador e intervenga con sus beneficios (cfr. Ex 39, 25-29). La manifestación máxima de la gloria de Dios, o de su poder, ha sido, sin embargo, la resurrección de Jesucristo, y la del cristiano con Él (cfr. Rm 6, 4; 1Co 6, 14). San Pablo en este pasaje invoca a Dios como «Padre de la gloria» para pedir que conceda a los cristianos una sabiduría sobrenatural con la que puedan reconocer la grandeza de los beneficios que les ha otorgado a través de su Hijo, es decir, para que puedan conocerle como Padre y origen de la gloria. El «espíritu de sabiduría y de revelación», que pide el Apóstol, es la concesión de dones especiales: por una parte, se trata de aquella sabiduría, don del Espíritu Santo, que penetra los misterios de Dios; «¿Quién hubiera conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la sabiduría, y no le hubieses enviado de lo alto tu Espíritu Santo?» (Sb 9, 17). Esta sabiduría que ha sido dada a la Iglesia (cfr. Ef 1, 8), pueden recibirla algunos fieles de una manera especial, como un don particular del Espíritu Santo. Por otra parte, el Apóstol pide que Dios les conceda espíritu «de revelación», es decir, la gracia -el carisma- de revelaciones personales, como le fue concedido a él (cfr. 1Co 14, 6) y a otros fieles (cfr. 1Co 14, 26). Se trata, no de revelación o conocimiento de nuevas verdades, sino de luces especiales del Espíritu Santo para que conozcan más profundamente la verdad de fe, o la voluntad de Dios en una circunstancia determinada.

Ef 1, 18-19. Junto al conocimiento profundo de Dios, San Pablo pide para los cristianos el conocimiento pleno y vital de la esperanza, pues ambas realidades -Dios y nuestra esperanza- van inseparablemente unidas. Ya conoce la fe y la caridad de los fieles a los que escribe (cfr. Ef 1, 15); ahora pide que brille para ellos la esperanza: que Dios les ilumine interiormente para que descubran las consecuencias que tiene haber sido elegidos -llamados- a formar parte del pueblo santo de Dios, la Iglesia. La esperanza, por tanto, es un don de Dios: «La esperanza es una virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, con la cual deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los medios necesarios para alcanzarla» (Catecismo Mayor, n. 893).
El fundamento de la esperanza es el amor y el poder de Dios que se ha manifestado en la Resurrección de Cristo. Ese mismo poder de Dios actúa en el cristiano. Como el proyecto de nuestra santidad es eterno, el mismo que nos ha llamado nos introducirá en una vida celeste e inmortal. Que el poder de Dios actúe en nosotros (cfr. Rm 5, 5) no significa que nos veamos libres de dificultades. Recuerda San Josemaría Escrivá que mientras peleamos -una pelea que durará hasta la muerte-, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios: no desesperes. Cuando eso suceda -que no debe forzosamente suceder; ni será lo habitual-, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor; porque Él, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba, para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su Amor (Amigos de Dios, 214).

Ef 1, 20-21. El Apóstol se admira profundamente de las maravillas que el poder de Dios Padre ha obrado en Cristo Jesús. De esta manera Cristo aparece como principio y modelo para nuestra esperanza. «Pues como la vida de Cristo configura y es ejemplo de nuestra santidad, así la gloria y exaltación de Cristo conforma y es ejemplo de nuestra gloria y exaltación» (Santo Tomás, Comentario sobre Eph, ad loc.)
Estar sentado a la «derecha» del Padre significa aquí, lo mismo que en otros lugares del NT (cfr. Hch 7, 56; Hb 1, 3; 1P 3, 22), que Cristo resucitado participa en el poder regio de Dios. El Apóstol se sirve de una imagen muy conocida en las asambleas públicas de la época, en las que el emperador gobernaba sentado en un trono. El trono ha sido siempre el símbolo del poder supremo. Por esto explica el Catecismo Romano que, «estar sentado no significa en este lugar, situación y figura del cuerpo, sino que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria que (Cristo) recibió del Padre» (I, 7, 3).
La preeminencia de Cristo es absoluta: sobre la creación entera, tanto material como espiritual, terrestre y celeste. «Todo Principado, Potestad, Virtud y Dominación»: Son los espíritus angélicos (cfr. nota a Ef 3, 10), a quienes los falsos predicadores querían presentar como superiores a Cristo. San Pablo subraya, por el contrario, que Jesucristo en su Resurrección ha sido exaltado por Dios por encima de todos los seres.

Ef 1, 22-23. En otras cartas anteriores, San Pablo había enseñado que la Iglesia es como un cuerpo (cfr. Rm 12, 4 ss.; 1Co 12, 12 ss.). Ahora, lo mismo que en Col 1, 18, profundiza más en esa comparación y afirma que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y Cristo Cabeza de la Iglesia. Esta enseñanza se repite, una y otra vez, en las Cartas de la Cautividad (cfr. Col 1, 18; Ef 5, 23 ss.). La imagen del cuerpo y la cabeza resalta la función vitalizadora y salvífica de Cristo sobre la Iglesia, a la vez que su supremacía sobre ella (cfr. Santo Tomás, Comentario sobre Eph, ad loc.; véase también la nota a Col 1, 18). Esta realidad colma de alegría a los cristianos, quienes al estar incorporados a la Iglesia por el Bautismo, son realmente miembros del Cuerpo de nuestro Señor. «No es orgullo -hacía considerar Pablo VI-, no es presunción, no es obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser auténticos herederos del Evangelio de Cristo» (Ecclesiam suam, n. 33).
Esta imagen manifiesta, además, la fuerza de la unión de Cristo con su Iglesia y su amor profundo: la «amó tanto -observa San Juan de Ávila-, que aunque ordinariamente vemos que uno pone su brazo para recibir el golpe por salvar la cabeza, este bendito Señor, siendo Cabeza, se puso delante del golpe de la justicia divina, y murió en la cruz por dar la vida a su cuerpo, que somos nosotros. Y después de habernos vivificado, mediante la penitencia y los sacramentos, nos regala, defiende y mantiene como a cosa tan suya, que no se contenta con llamarnos siervos, amigos, hermanos o hijos, sino que para mostrar mejor su amor y darnos más honra, nos pone su nombre. Porque, por esta inefable unión de Cristo, Cabeza, con la Iglesia, su Cuerpo, Él y nosotros somos llamados un Cristo» (Audi, filia, cap. 84).
A la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cfr. 1Co 12, 12), la designa también el Apóstol con la palabra «plenitud» (véase nota a Col 1, 19). Significa que, mediante la Iglesia, Cristo se hace presente y llena todo el universo, y a todo él se extienden los frutos de su obra redentora. Al ser instrumento de Cristo en la administración universal de su gracia, la Iglesia no se reduce, como el antiguo Israel del AT, a un pueblo o raza determinados, ni delimita sus fronteras a un área geográfica concreta. Por ser ilimitada en su gracia, lo es también en la llamada que dirige a todos los hombres para que, en Cristo, alcancen la salvación. Desde hace siglos la Iglesia está extendida por todo el mundo -comenta el Fundador del Opus Dei-; y cuenta con personas de todas las razas y condiciones sociales. Pero la catolicidad de la Iglesia no depende de la extensión geográfica, aunque esto sea un signo visible y un motivo de credibilidad. La Iglesia era católica ya en Pentecostés; nace Católica del Corazón llagado de Jesús, como fuego que el Espíritu Santo inflama (…). 'La llamamos Católica, escribe San Cirilo, no sólo porque se halla difundida por todo el orbe de la tierra, de uno a otro confín, sino porque de modo universal y sin defecto enseña todos los dogmas que deben conocer los hombres, de lo visible y de lo invisible, de lo celestial y de lo terreno. También porque somete al recto culto a toda clase de hombres, gobernantes y ciudadanos, doctos e ignorantes. Y, finalmente, porque cura y sana todo género de pecados, sean del alma o del cuerpo, poseyendo además -con cualquier nombre que se le designe- todas las formas de virtud, en hechos y en palabras y en cualquier especie de dones espirituales' (Catechesis, 18, 23) (Lealtad a la Iglesia).
Toda la gracia le llega a la Iglesia por Cristo. El Conc. Vaticano II nos recuerda: «Él mismo conforta constantemente a su Cuerpo que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de Él, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en Él» (Lumen gentium, 7). Por esto San Pablo llama a la Iglesia «cuerpo» de Cristo; y, en este sentido, ella es «plenitud» (plêrôma) de Cristo, no porque la Iglesia complete a Cristo, sino porque es ella la que está llena de Cristo, formando con Él un solo cuerpo, un solo organismo espiritual, cuyo principio unificador y vivificante es Cristo-Cabeza. Se resalta, así, la absoluta supremacía de Cristo, cuyo flujo, a la par vivificador y unificante, se extiende de Dios a Cristo, de Cristo a la Iglesia, y de ésta a todos los hombres. Jesucristo es, en realidad, quien lo llena todo en todas las cosas (cfr. Ef 4, 10Col 1, 17-19; Col 2, 9 ss.).
El hecho de que la Iglesia sea Cuerpo de Cristo es una razón más para amarla y servirla. Por eso, enseña el Papa Pío XII: «Para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales» (Mystici Corporis, n. 43).

Ef 2, 1-10. La realidad de la Iglesia suscita inmediatamente en el pensamiento de San Pablo la consideración de los miembros que la integran: judíos y gentiles. Ahora se detiene en explicar cómo en unos y otros, a pesar de la situación de pecado en que se encontraban (vv. 2-3), ha actuado el poder misericordioso de Dios (vv. 4-5), haciéndoles semejantes a Cristo en su triunfo glorioso (vv. 6-7). Y todo esto se ha realizado mediante el don gratuito de la fe (vv. 8-10).

Ef 2, 1-2. «Vosotros»: Se refiere a los cristianos venidos de la gentilidad, en contraposición al «nosotros» del v. 3 que incluye los cristianos procedentes del judaísmo.
La situación del hombre en el paganismo antes de su conversión a Cristo es como un camino hacia la muerte, es decir, está abocado a la condenación por causa del pecado. Éste comprende tanto el pecado original, como el derivado del comportamiento humano que se acomoda a los principios del mundo, en oposición a Dios. Tal es el significado que aquí tiene la expresión «este mundo», que el Apóstol ve sometido al poder del demonio (cfr. nota a Jn 1, 10).
La expresión «príncipe del poder del aire», utilizada para nombrar al diablo, refleja la concepción, muy extendida en la antigüedad, de que los demonios habitaban en la atmósfera terrestre, desde la que desplegaban su poder infernal sobre los hombres (cfr. Mt 12, 24; Jn 12, 31). San Pablo utiliza esa terminología usada en su tiempo, sin que por ello quiera enseñar cuestiones cosmológicas. Su enseñanza es teológica, y el demonio es identificado como el que actúa en los «hijos de la rebeldía» o «los rebeldes». En efecto, lo característico de Satanás es la rebeldía contra Dios; y su actuación sobre el hombre se manifiesta en la rebeldía humana, que, en vez de reconocer al Creador, se complace únicamente en las criaturas o en las obras que el hombre mismo lleve a cabo. San Pablo veía esta situación en el paganismo de su tiempo (cfr. Rm 1, 18-23); de hecho, se da en todas las épocas de la historia cuando el hombre se niega a reconocer a Dios: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cfr. Rm 1, 21-25) (…). Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» (Gaudium et spes, 13).

Ef 2, 3. También los judíos estaban antes de la venida de Jesucristo, abocados al pecado y la condenación. San Pablo ya había tratado de ello en la Carta a los Romanos (cfr. Rm 2, 1-Rm 3, 20). Ahora presenta brevemente las mismas ideas para concluir que a todos nos ha llegado la salvación por medio de Jesucristo (v. 5).
Los judíos habían conocido al verdadero Dios y gozado de la Ley; por lo cual, su situación de pecado no venía tanto por el engaño seductor del mundo y del príncipe de la rebeldía, sino por la concupiscencia y deseos de la carne. «Carne», en este contexto, no significa la fragilidad de la naturaleza humana sin más (cfr. Jn 1, 14), ni tampoco sólo los deseos de la lujuria, sino que se refiere a los deseos y apetitos de la naturaleza humana que no se somete a Dios, a la inclinación del hombre a hacer su voluntad y complacerse en ella, aun conociendo la Ley de Dios (cfr. Rm 7, 5; 2Co 7, 1; Col 2, 13). Los judíos estaban sometidos a ese poder de la carne, ya que eran «hijos de la ira como los demás».
«Hijos de la ira»: La expresión, aplicada al estado de enemistad del hombre con Dios, no hace referencia a un estado anímico de Dios, sino a las consecuencias que se siguen del pecado: merecimiento del castigo de parte de Dios. En tal situación se encuentran los gentiles y los judíos por naturaleza.
El Apóstol está considerando la conducta de los gentiles y de los judíos, de ahí que la expresión «por naturaleza» no significa exactamente «por nacimiento», sino que más bien se refiere al propio ser del hombre, que, por sí mismo, es incapaz de evitar el pecado y, en consecuencia, de escapar a la ira de Dios. San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y otros Santos Padres entienden las palabras «por naturaleza» como opuestas a «por gracia». En este sentido «por naturaleza» significa la existencia humana tomada tal como es en sí misma, sin la ayuda de la gracia, o sea una existencia bajo el pecado que merecería la ira de Dios. Pero la causa está en que la naturaleza humana ha sido herida por el pecado original y, en este sentido, otros Santos Padres, como San Agustín, ven en esta expresión de San Pablo una afirmación del pecado de origen. Lo cierto es que el Apóstol al menos insinúa aquí dicho pecado, como explica Santo Tomás de Aquino: «Dice éramos por naturaleza, esto es por el origen de la naturaleza, pero no ciertamente de la naturaleza en cuanto es naturaleza, porque así considerada es buena y viene de Dios, sino de la naturaleza en cuanto que ha sido viciada» (Comentario sobre Eph, ad loc.).

Ef 2, 4. La misericordia de Dios es la mayor manifestación de su amor, pues refleja la gratuidad absoluta del amor divino proyectado al hombre pecador, y que, en vez de castigar, perdona y da la vida. La expresión «Dios rico en misericordia» tiene una enorme profundidad teológica y espiritual. En ella queda como condensada toda la enseñanza de San Pablo acerca de la actuación de Dios para con los hombres sometidos al dominio del pecado, y «por naturaleza hijos de la ira».
El Papa Juan Pablo II ha elegido estas palabras de la Escritura -dives in misericordia- como título de una de sus Encíclicas, precisamente aquella en la que desarrolla la dimensión divina del misterio de la Redención. Así resume el Papa la doctrina bíblica sobre la misericordia: «El concepto de misericordia tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia (…). Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (cfr. p. ej. Os 2, 21-25; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando ve la penitencia, la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (cfr. Jr 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido (…). El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes padecen bajo el peso del pecado -al igual que todo Israel que se había adherido a la alianza con Dios- a recurrir a la misericordia y les concede contar con ella» (Dives in Misericordia, 4).
También en el Nuevo Testamento son frecuentes las alusiones a la misericordia divina, unas veces con un tono entrañable, como en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32); otras, con tintes dramáticos, como en el sacrificio del Calvario, manifestación máxima del amor de Dios, que es más fuerte que la muerte y el pecado. «La cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consustancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte» (Ibid., n. 8).

Ef 2, 5-6. El poder de Dios actúa en el cristiano de forma similar a como ha actuado en Cristo. San Pablo emplea casi las mismas expresiones que antes (cfr. Ef 1, 20), para mostrar el alcance que tiene en el hombre la salvación realizada por Jesucristo.
Así como un muerto no es capaz de darse a sí mismo la vida, así, quienes estaban muertos por el pecado no podían alcanzar por sí solos la gracia, la vida sobrenatural. Únicamente Cristo, mediante la Redención, proporciona esa vida nueva que comienza con la justificación y que tiene como fin la resurrección y la felicidad del Cielo. El Apóstol habla de esa vida de la gracia y, en consecuencia, de nuestra futura resurrección y glorificación con Cristo en los cielos; todo ello como si se tratara de algo ya realizado. La razón es ésta: Jesucristo es nuestra Cabeza y todos formamos con Él un solo cuerpo (cfr. Ga 3, 28), de modo que, como miembros del cuerpo participamos de la condición de la Cabeza. Cristo, después de su Resurrección y Ascensión a los cielos está sentado a la derecha del Padre. «El cuerpo de Cristo, que es la Iglesia -comenta San Agustín-, ha de estar a la derecha, es decir, en la bienaventuranza, como dice el Apóstol: con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos. Aunque nuestro cuerpo no esté allá todavía, ya tenemos allá la esperanza» (De agone christiano, XXVI).
La Resurrección y exaltación de Cristo es una realidad incoada ya en nosotros desde el momento mismo de nuestra incorporación a Cristo por el Bautismo. «Así, por el Bautismo -enseña el Conc. Vaticano II-, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él (cfr. Rm 6, 4; Ef 2, 6; Col 3, 1; 2Tm 2, 11); reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: ¡Abbá, Padre! (Rm 8, 15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre (cfr. Jn 4, 23)» (Sacrosanctum concilium, 6). Cfr. nota a Rm 6, 9-10.
La Redención ya ha sido consumada, y toda la gracia necesaria para alcanzar la salvación está a disposición del hombre, de modo que las puertas del Cielo han quedado abiertas; ahora, ya es responsabilidad de cada uno dar acogida a la gracia en su alma, servirse de ella para corresponder a la llamada del Señor, y alcanzar la bienaventuranza en la gloria. Por Jesucristo, «renacemos espiritualmente, pues por Él somos crucificados al mundo -comenta San Zósimo-. Por su muerte se rompe aquella cédula de muerte, introducida en todos nosotros por Adán y transmitida a toda alma; aquella sentencia cuya pena nos grava por descendencia, a la que no hay absolutamente nadie de los nacidos que no esté ligado, antes de ser liberado por el Bautismo» (Epist. «tractoria», Dz-Sch, n. 231).

Ef 2, 8-9. La salvación es obra de Dios, realizada gratuitamente; es decir, tiene su origen en la misericordia divina. Esta salvación opera en el hombre mediante la fe, que es la aceptación, por parte del hombre, de la salvación que se le ofrece en Jesucristo. Ahora bien, incluso la fe, nos dice San Pablo, es un don de Dios, y el hombre no puede ni merecerla ni adquirirla con sus solas fuerzas naturales, no es obra de la propia y exclusiva libertad humana, sino que en el reconocimiento y asentimiento a Cristo Salvador está actuando, ya desde el primer momento, la gracia de Dios. Apoyándose en este pasaje de la Carta a los Efesios, y en otros lugares de la Sagrada Escritura, la Iglesia ha enseñado: «Y así, conforme a las sentencias de las Santas Escrituras (…) o las definiciones de los antiguos Padres, debemos, por bondad de Dios, predicar y creer que por el pecado del primer hombre, de tal manera quedó inclinado y debilitado el libre albedrío que, en adelante, nadie puede amar a Dios, como se debe, o creer en Dios u obrar por Dios lo que es bueno, sino aquel a quien previniere la gracia de la divina misericordia (…). Esta misma gracia, aun después de la venida del Señor, sabemos y creemos a la vez que a todos los que desean bautizarse no se les confiere por su libre albedrío, sino por la largueza de Cristo, conforme a lo que muchas veces hemos dicho ya y lo predica el Apóstol Pablo: A vosotros os ha sido concedida la gracia por Cristo, no sólo para que creáis en él, sino también para que padezcáis por él (Flp 1, 29); y aquello: Quien comenzó en vosotros la obra buena, la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús (Flp 1, 6); y lo otro: Por gracia habéis sido salvados mediante la fe, y esto no procede de vosotros, puesto que es un don de Dios (Ef 2, 8); y lo que de sí mismo dice el Apóstol: como quien por la misericordia del Señor merece confianza (1Co 7, 25; 1Tm 1, 13); no dijo: porque merecía, sino merece. Y aquello: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4, 7). Y aquello: Toda dádiva buena y todo don perfecto, de arriba es, y baja del Padre de las luces (St 1, 17). Y aquello: no puede el hombre apropiarse nada si no le es dado del cielo (Jn 3, 27)» (De gratia, Conclusión).
Esta misma doctrina es explicada por el Conc. Vaticano II: «Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios», y que «para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interno del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede 'a todos gusto en aceptar y creer la verdad' (De gratia, can., 7; Dei Filius, Ibid.)» (Dei verbum, 5).
Cuando San Pablo dice que la fe no procede de las obras (v. 9), se está refiriendo a las obras que el hombre pudiera realizar por sí mismo, con independencia de la gracia. Entonces el hombre tendría algo de qué gloriarse ante Dios, algo que le proporcionaría la salvación al margen de la obra de Cristo, lo cual es inadmisible, porque entonces ningún sentido tendría la cruz del Señor, ni la misma Encarnación del Verbo, que se ha hecho «para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor» (1Co 1, 30-31).
Véanse las notas a St 2, 14; Rm 3, 20-31; Rm 9, 31.

Ef 2, 10. El cristiano ha sido hecho nueva criatura -«somos hechura suya»- al ser injertado en Cristo por el Bautismo (cfr. 2Co 5, 17). Una vez justificado en el Bautismo, el cristiano ha de ser coherente con su fe, es decir, con su nueva vida. Y precisamente la vida de la gracia le impulsa a realizar esas buenas obras que Dios aguarda ver realizadas -porque así lo había dispuesto previamente- para que se consume la salvación. La autenticidad de la fe se demuestra con las obras: «la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2, 17). Sin esas obras -ejercicio de las virtudes teologales y morales- no sólo quedaría muerta la fe, sino que sería falso también el amor a Dios y al prójimo.
Ahora bien, para llevar a cabo esta renovación en cada hombre, Dios cuenta con que éste quiera corresponder a su gracia y realice «obras buenas».
La Tradición cristiana siempre ha enseñado que los frutos de la fe son muestra de su vitalidad. Así lo testifica por ejemplo el gozo de San Policarpo: «Me alegro porque la firme raíz de vuestra fe, celebrada desde antiguo, sigue viva y fructifica en nuestro Señor Jesucristo (…). Muchos anhelan penetrar en esa misma alegría porque saben que 'por pura gracia estáis salvados y no por las obras': habéis sido salvados por la voluntad de Dios por Jesucristo» (Carta a los Filipenses, cap. 1).

Ef 2, 11-22. ¿Qué significación tiene la llamada a los gentiles para formar parte de la Iglesia? Su situación anterior, lejanos de Cristo (vv. 11 -12), ha cambiado radicalmente merced a la obra redentora de Cristo en la cruz, por la que, de un lado, se ha realizado el acercamiento y la paz entre los dos pueblos (vv. 13-15), y de otro, puesto que ambos estaban bajo la enemistad, la reconciliación de uno y otro con Dios (vv. 16-18). La realidad nueva que surge de la Redención es la Iglesia, que San Pablo presenta con la imagen de un templo santo, edificado sobre el cimiento de los apóstoles y profetas (vv; 19-22).

Ef 2, 11-12. Los gentiles, antes de la llegada del Mesías, llevaban en su propio cuerpo la señal del paganismo -no estaban circuncidados-, por lo que eran mirados con desprecio por los judíos. San Pablo, sin embargo, va más allá y plantea como señal distintiva entre judíos y gentiles no la circuncisión, sino lo que es del todo esencial: la gracia de la elección que antes sólo había recibido el pueblo judío. Es a éste a quien pertenecía «la adopción de hijos y la gloria y la Alianza y la legislación y el culto y las promesas; de ellos son los patriarcas» (Rm 9, 4-5). Tal gracia no la habían recibido antes los gentiles, ya que no pertenecían al pueblo de Israel, al que Dios había hecho la promesa del Mesías. Por ello no conocían al Dios verdadero aunque tuviesen muchos dioses.
De ahí que uno de los grandes frutos de la Redención realizada por Cristo y de la misericordia divina ha sido la admisión de los gentiles en las alianzas sucesivas hechas por Dios con los Patriarcas, que contenían la promesa de salvación por medio del Mesías (cfr. nota a Rm 9, 4-6). De este modo se realizaba la promesa hecha a Abrahán de que en él serían bendecidos todos los linajes de la tierra (cfr. Gn 12, 3). Los profetas lo anunciaron muchas veces (cfr. Is 2, 1-3; Is 56, 6-8; Is 60, 11-14; etc.) y Jesucristo lo veía ya realizado, cuando anunciaba que muchos de Oriente y de Occidente vendrían para sentarse en la mesa del Reino junto con Abrahán, Isaac y Jacob (cfr. Mt 8, 11).

Ef 2, 14-15. «Él es nuestra paz»: La división que existía en el género humano entre judíos y gentiles ha sido abolida por Cristo mediante su muerte en la Cruz. Los gentiles que «estaban lejos» de Dios, de su Alianza y de sus promesas (cfr. v. 12) han llegado a ser partícipes, igual que los judíos, de la Nueva Alianza sellada con la sangre de Cristo. Por ello «Él es nuestra paz». En Él los hombres encuentran la tan deseada unidad, porque, mediante su entrega obediente hasta la muerte, Cristo ha reparado la desobediencia de Adán, causa de la división y la guerra entre los hombres (cfr. caps. Gn 3-4). «En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz y, reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio (cfr. Ef 2, 16; Col 1, 20-22) en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres» (Gaudium et spes, 78).
El proyecto de Dios para atraer a la humanidad hacia sí, y restablecer la paz incluía la elección del pueblo judío, en cuyo seno había de nacer el Mesías, en quien serían bendecidos todos los pueblos de la tierra (cfr. Gn 11, 3). Él lleva el nombre de «Príncipe de la paz» (cfr. Is 9, 5; Mi 5, 4). Pero, de hecho, muchos judíos habían llegado a considerar su elección con tal particularismo que les llevaba a establecer una barrera infranqueable entre ellos y los gentiles. Algunos rabinos del tiempo de nuestro Señor Jesucristo manifestaban desprecio, e incluso odio, a los gentiles. La separación entre ambos pueblos se reflejaba en el muro que había en el Templo de Jerusalén para separar el atrio de los gentiles del resto del recinto sagrado (cfr. Hch 21, 28). Pero la separación profunda radicaba en que los judíos se enorgullecían de poseer con exclusividad la Ley de Dios y de cumplirla con meticulosidad, mediante innumerables prescripciones.
Por su muerte en la Cruz, Jesucristo ha roto las barreras que ponían separación entre judíos y gentiles, y entre los hombres y Dios. San Pablo lo expresa metafóricamente al decir que Cristo «derribó el muro de la separación», aludiendo al muro del templo. Pero lo expresa de manera real sobre todo cuando escribe que Cristo ha anulado «en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos». En efecto, Cristo, por su obediencia al Padre hasta la muerte (cfr. Flp 2, 8), ha llevado la Ley a su plenitud (cfr. Mt 5, 17 y nota a Mt 5, 17-19), de tal forma que Él es, desde ese momento, el camino de acceso al Padre abierto para todos los hombres. La Ley del AT, aunque buena y santa, resultaba también una barrera infranqueable entre Dios y el hombre, pues para éste era imposible cumplirla sólo con sus propias fuerzas (cfr. notas a Ga 3, 19-20; Ga 3, 21-25; y Hch 15, 7-11). Cristo, mediante la gracia, ha creado un hombre nuevo que ya puede cumplir la Ley en su esencia más profunda: la obediencia y el amor.
El «hombre nuevo» del que aquí habla San Pablo es el mismo Jesucristo, en quien están representados judíos y gentiles, porque Él es el nuevo Adán, cabeza de una nueva humanidad: «creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo». El «hombre nuevo -explica Santo Tomás de Aquino-, se refiere al mismo Cristo, a quien se llama 'hombre nuevo' por el modo nuevo de su concepción (…), por la novedad de la gracia que otorga (…) y por el nuevo mandamiento que trae» (Comentario sobre Eph, ad loc.).
El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, y realizar la obra de redención, se convierte en causa de salvación para todos los hombres, sin distinción de judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer (cfr. Ga 3, 28). De ahí que la paz entre los hombres, superando todas las diferencias, sólo puede encontrarse a través de la gracia de Cristo. Así lo expresaba el Papa Juan XXIII, al final de su Encíclica Pacem in terris: La paz es «empresa tan gloriosa y excelsa que las fuerzas humanas, por más que estén animadas de la buena voluntad más laudable, no pueden por sí solas llevarla a efecto. Para que la sociedad humana refleje lo más posible la semejanza del Reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio del Cielo.
»Es, pues, exigencia de las cosas mismas, el que en estos días santos nos volvamos con oración suplicante hacia Aquél, que con sus dolorosos tormentos y con su muerte no sólo destruyó el pecado -fuente y principio de todas las divisiones, de todas las miserias y de todos los desequilibrios- sino que, al derramar su sangre, reconcilió al género humano con su Padre Celestial y trajo los dones de su paz: porque Él es nuestra Paz, el que de los dos (pueblos) ha hecho uno solo» (Ibid., nn. 168-169).

Ef 2, 16. Cristo, mediante su muerte en la Cruz, restablece la amistad del hombre con Dios rota por el pecado. El Papa Juan Pablo II nos sugiere que: «La mirada fija en el misterio del Gólgota debe hacernos recordar siempre aquella dimensión 'vertical' de la división y de la reconciliación en lo que respecta a la relación hombre-Dios, que para la mirada de la fe prevalece siempre sobre la dimensión 'horizontal', esto es, sobre la realidad de la división y sobre la necesidad de la reconciliación entre los hombres. Nosotros sabemos, en efecto, que tal reconciliación entre ellos no es y no puede ser sino el fruto del acto redentor de Cristo, muerto y resucitado para derrotar el reino del pecado, restablecer la alianza con Dios y de este modo derribar el muro de separación que el pecado había levantado entre los hombres» (Reconciliatio et Paenitentia, 7). La obra redentora es por tanto obra de reconciliación con Dios (cfr. Rm 5, 10; 2Co 5, 18), y afecta a todos los hombres, tanto judíos como gentiles, y a toda la creación (cfr. Col 1, 20). Esa reconciliación se realiza en el cuerpo físico e individual de Cristo inmolado en la cruz (cfr. Col 1, 22), y también en el Cuerpo místico, en el que el mismo Cristo agrupa y convoca a todos los que ha reconciliado con Dios por medio de su sacrificio redentor (cfr. 1Co 12, 13 ss.). La expresión «en un solo cuerpo» puede entenderse en los dos sentidos: referida al cuerpo físico de Cristo en la Cruz, y al Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.
El sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, «memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual se perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la Cruz, es el culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana, por el que se significa y realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de Cristo» (Código de Derecho Canónico, can., 897).

Ef 2, 18. Antes de Cristo, el hombre permanecía alejado de la casa del Padre, viviendo como esclavo y no como hijo (cfr. Ga 4, 1-5). Pero al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, para que recibiéramos el espíritu de filiación por medio del cual podemos llamar Padre a Dios (cfr. nota a Rm 8, 15-17).
«Para los pecadores estaría cerrado el camino que conduce al trono de la gracia si Jesucristo no nos hubiera abierto la puerta. Él, en efecto, nos abre la puerta, nos introduce al Padre, y Él, por los méritos de su Pasión, nos obtiene del Padre el perdón de los pecados y cuantas gracias recibimos de Dios» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 10, 4).
Aquí aparece la intervención del Espíritu Santo en la obra de la salvación decretada por el Padre y realizada por el Hijo. La fórmula «en un mismo espíritu» además de referirse al camino de acceso al Padre, implica dos hechos fundamentales: de una parte, que la unión misteriosa y profunda, que viven los cristianos entre sí, recibe su fuerza vitalizadora y eficaz por la acción del Espíritu Santo (cfr. San Cipriano, De oratione dominica, 23)» (Lumen inseparable del Hijo -y del Padre- por ser de la misma naturaleza divina, está siempre presente y actúa de continuo en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cfr. Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia, y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cfr. Ef 2, 18) (…). Toda la Iglesia aparece 'como un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo' (cfr. San Cipriano, De oratione dominica, 23)» (Lumen gentium, 4).
Cristo ha realizado la salvación y, para que todos los hombres la alcancen, les llama a formar parte de su Cuerpo, que es la Iglesia. El Espíritu Santo es como el alma de este Cuerpo místico; Él es quien da la vida y mantiene la unidad entre los diversos miembros. «Si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: 'Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia' (San Agustín, Sermo 187)» (Divinum illud munus, n. 8). El Espíritu Santo permanece inseparablemente unido a la Iglesia, pues, en palabras de San Ireneo, «allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia» (Adversus haereses, III, 24).

Ef 2, 19. Después de describir la obra realizada por Cristo y actuada en la Iglesia por medio del Espíritu Santo, San Pablo llega a esta conclusión: los gentiles ya no son extraños, sino que pertenecen a la Iglesia de Cristo.
En el nuevo Israel, que es la Iglesia, han desaparecido los privilegios por razón de raza, cultura o nación. Ninguno de los bautizados, ya sea judío o griego, esclavo o libre, puede considerarse extraño o forastero en el nuevo Pueblo de Dios. Todos tienen carta de ciudadanía. El Apóstol lo explica con dos imágenes: la Iglesia, ciudad de los santos y casa o familia de Dios (cfr. 1Tm 3, 15). Ambas imágenes son complementarias: cada persona tiene su familia, y es a la vez ciudadano. En una casa, todos los miembros de la familia están unidos por lazos de filiación o fraternidad, y su trato está presidido por el amor; la vida familiar tiene carácter privado. En cambio la actuación como ciudadano presenta un carácter público; por su parte, los negocios y demás actividades públicas han de ajustarse a las leyes que velan para que en todas esas relaciones se respete la justicia. Pues bien la Iglesia tiene algo de familia y algo de ciudad (cfr. Santo Tomás, Comentario sobre Eph, ad loc.). La Cabeza de la Iglesia es el mismo Cristo, y en ella se congregan los hijos de Dios, que han de vivir unidos por el amor, como hermanos. La gracia, la fe, la esperanza, la caridad y la acción del Espíritu Santo son realidades invisibles que establecen lazos de unión entre todos los miembros de la Iglesia. Ésta es a la vez una realidad bien visible: una sociedad, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos (cfr. Lumen gentium, 8), y organizada de acuerdo con unas leyes -las divinas y las eclesiásticas- a las que es necesario obedecer.

Ef 2, 20-22. La imagen de «la familia de Dios» la une el Apóstol a la imagen de la «edificación» (cfr. 1Co 3, 9) y templo de Dios, para explicar mejor la naturaleza de la Iglesia. Hasta ahora había hablado de la Iglesia sobre todo como Cuerpo de Cristo (v. 16). Ahora desarrolla la figura de la Iglesia como Templo edificado por Dios. Ambas imágenes están relacionadas. Basta recordar las palabras de nuestro Señor: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19), y la posterior explicación de San Juan: «Él hablaba del Templo de su Cuerpo» (Jn 2, 21). Si el cuerpo físico de Cristo es el verdadero Templo de Dios ya que Cristo es el Hijo de Dios, la Iglesia también puede considerarse verdadero Templo de Dios, pues es el Cuerpo místico de Cristo.
La Iglesia es Templo de Dios. «Jesucristo es, pues, la piedra fundamental del nuevo templo de Dios. Rechazado, desechado, dejado a un lado, dado por muerto -entonces como ahora-, el Padre lo hizo y lo hace siempre la base sólida e inconmovible de la nueva construcción. Y lo hace tal por su resurrección gloriosa (…).
»El nuevo templo, cuerpo de Cristo, espiritual, invisible, está construido por todos y cada uno de los bautizados sobre la viva 'piedra angular', Cristo, en la medida en que a Él se adhieren y en Él 'crecen' hasta 'la plenitud de Cristo'. En este templo y por él, 'morada de Dios en el Espíritu', Él es glorificado, en virtud del 'sacerdocio santo' que ofrece sacrificios espirituales (1P 2, 5), y su Reino se establece en el mundo.
»La cima de este nuevo templo penetra en el cielo, mientras sobre la tierra, Cristo, la piedra angular, lo sostiene mediante el fundamento que Él mismo ha elegido y dispuesto: 'los apóstoles y los profetas' (Ef 2, 20), y quienes a ellos suceden, es decir, en primer término, el colegio de los obispos, y la 'piedra' que es Pedro (Mt 16, 18)» (Juan Pablo II, Homilía Orcasitas).
Cristo Jesús es piedra, lo cual indica su firmeza; y es angular, porque en Él se unen los dos pueblos, judío y gentil (cfr. Santo Tomás, Comentario sobre Eph, ad loc.). Sobre esta roca firme y segura se apoya la Iglesia, y de ella precisamente recibe su misma solidez. San Agustín expresaba así su fe en la perennidad de la Iglesia: «La Iglesia vacilará si su fundamento vacila, pero ¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos» (Enarrationes in Psalmos, 103).
Cada fiel cristiano, piedra viva de este templo de Dios, ha de permanecer unido a la roca firme que es Cristo, colaborando en la tarea de su propia edificación interior. La Iglesia crece «cuando Cristo está como edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están como edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la Divina Majestad recibe el culto grato y legítimo» (Mediator Dei, n. 6).

Ef 3, 1-21. La obra salvífica de Cristo en favor de los gentiles, llamándoles también, como a los judíos, a ser piedras vivas en el edificio de la Iglesia, mueve de nuevo al Apóstol a la oración (vv. 14-21). Pero al iniciar su oración considera la situación en que se encuentra, y ello le da pie a exponer la obra que Cristo ha realizado en él, convirtiéndole en ministro o servidor del Misterio de Cristo (vv. 2-13). En primer lugar, a San Pablo se le ha concedido por revelación el conocimiento de dicho Misterio (vv. 2-5). Presenta después una síntesis del Misterio, resaltando la llamada de los gentiles a la Iglesia mediante la predicación del Evangelio (v. 6). Expone por último que él ha sido constituido ministro, precisamente, para predicar a los gentiles el Misterio salvífico de Cristo (vv. 7-13).

Ef 3, 1-4. San Pablo fue encarcelado por la acusación de los judíos de predicar contra la Ley y de haber introducido en el Templo a los gentiles, concretamente, según pensaban, a Trófimo, ciudadano de Éfeso (cfr. Hch 21, 28 ss.). Lo de menos eran las cadenas o la prisión en que se encontraba, o que fueran romanos sus jueces y guardianes; lo que por encima de todo le importaba dejar claro era que había sido encarcelado por predicar a los gentiles la salvación obtenida por Jesucristo.
Se muestra plenamente consciente de ser instrumento elegido por vocación divina: ha recibido la gracia de la revelación del «misterio» (cfr. Rm 1, 15; 2Co 12, 2 ss.; Si 44, 21). Pero la forma en que se iba a realizar aquella bendición no había sido desvelada. Los judíos siempre pensaron que sería a través de su exaltación, como pueblo, entre todos los demás pueblos. San Pablo descubre, a la luz de cuanto Jesucristo le reveló, que no ha sido ése el camino elegido por Dios, sino la incorporación de los gentiles a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en igualdad con los judíos. Esto constituye el «Misterio», el plan de Dios tal como se ha dado a conocer en la misión que Cristo confió a sus apóstoles o enviados (cfr. Mt 28, 19), entre los que se cuenta también el mismo San Pablo (cfr. Ef 3, 8). Junto a los Apóstoles vuelven a aparecer los profetas, como en Ef 2, 20, que pueden ser o los del AT que anunciaron al Mesías, o los del NT, es decir, los mismos apóstoles y otros cristianos que tuvieron conocimiento, por revelación, del plan de salvación de los gentiles y lo proclamaron movidos por el Espíritu de Dios. El contexto y otros pasajes de la carta a los Efesios, y del NT (cfr. Ef 4, 11; 1Co 12, 28 ss.; Hch 11, 27; etc.) inclinan a pensar que se trata de los profetas del NT. La revelación que el Espíritu Santo ha hecho a éstos acerca del Misterio tiene como finalidad «que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías y Señor, y congreguen a la Iglesia» (Dei verbum, 17).
San Pablo no se considera el único conocedor del Misterio revelado en Jesucristo. Únicamente testimonia que él también lo conoce por gracia de Dios y que le ha sido confiada su predicación de una manera particular, como a San Pedro se le confió la predicación entre los judíos (cfr. Ga 2, 7). San Pablo atribuye al Espíritu Santo la revelación del Misterio, recordando, sin duda, cómo llegó él mismo a conocerlo tras el encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco (cfr. Hch 9, 17). El Espíritu es el que ha actuado también en los Apóstoles y Profetas (cfr. Hch 2, 17), y el que vivifica permanentemente a la Iglesia para que ésta proclame el Evangelio. «Él es el alma de esta Iglesia -enseña el Papa Pablo VI-. Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado» (Evangelii nuntiandi, n. 75).
Cada fiel cristiano, piedra viva de este templo de Dios, ha de permanecer unido a la roca firme que es Cristo, colaborando en la tarea de su propia edificación interior. La Iglesia crece «cuando Cristo está como edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están como edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la Divina Majestad recibe el culto grato y legítimo» (Mediator Dei, n. 6).

Ef 3, 7. El predicador del Evangelio cumple una tarea de servicio al Pueblo de Dios, y al propio Evangelio. San Pablo hace notar que ha sido constituido «servidor» del Evangelio; parece decir: «no estoy llevando a cabo esta tarea como si se tratara de un asunto mío, sino como un servicio que es de Dios» (Comentario sobre Eph, ad loc.). Quienes enseñan la doctrina cristiana no trasmiten opiniones personales, sino un mensaje divino. «Así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Co 4, 1).
En todo tiempo, Dios, por su misericordia y la fuerza de su poder, suscita la vocación al ministerio de la Palabra, de forma que se perpetúe el anuncio del Evangelio y pueda llegar a todos los hombres. Este ministerio de la Palabra es propio, en primer lugar, de los obispos. Ellos, en cuanto sucesores de los Apóstoles «son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo, y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y cosas antiguas (cfr. Mt 13, 52)» (Lumen gentium, 25). Junto a los obispos, y como colaboradores suyos, el ministerio de la Palabra es ejercido también por los presbíteros y los diáconos. «Los presbíteros, como cooperadores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios, de forma que, cumpliendo el mandato del Señor: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15) formen y acrecienten el Pueblo de Dios» (Presbyterorum ordinis, 4).
Los fieles cristianos tienen el derecho fundamental, reconocido por la Iglesia, de recibir la predicación de la palabra de Dios. «Como el pueblo de Dios se congrega ante todo por la palabra de Dios vivo, que hay absoluto derecho a exigir de labios de los sacerdotes, los ministros sagrados han de tener en mucho la función de predicar, ya que entre sus principales deberes está el de anunciar a todos el Evangelio de Dios» (Código de Derecho Canónico, can., 762).
«El fin que los predicadores deben proponerse al ejercitar el ministerio de la palabra -comenta Benedicto XV- está claramente indicado por San Pablo: Somos embajadores de Cristo (2Co 5, 20). Todo predicador debe poder hacer propias estas palabras. Mas si son embajadores de Cristo, en el ejercicio de su misión, tienen la obligación de atenerse estrictamente a la voluntad manifestada por Cristo cuando les confirió el encargo, no pueden proponerse finalidades diversas de las que Él mismo se propuso mientras habitó sobre esta tierra (…). Por lo tanto, los predicadores han de perseguir estas dos metas: difundir la verdad enseñada por Dios; despertar y cultivar la vida sobrenatural en quienes les escuchan. En resumen: buscar la salvación de las almas, promover la gloria de Dios» (Humani generis redemptionem).

Ef 3, 8. El reconocimiento humilde de la acción de Dios en su alma, lleva a San Pablo a considerarse como el menor de todos los santos o fieles cristianos (cfr. 1Co 15, 9), sin presentar título o éxito alguno por su parte, sino sólo la gracia recibida de Dios. Esa gracia específica que recibió el Apóstol no fue solamente la revelación del «misterio», sino también la misión de anunciarlo (véase nota a Flp 1, 7).
San Pablo ve los dones divinos que Cristo ha alcanzado para todos, también para los gentiles, como una riqueza inconmensurable, inagotable (cfr. Ef 1, 18; Ef 2, 7; Ef 3, 16). Jamás el hombre en esta vida podrá llegar a comprender la grandeza de la obra de Dios (cfr. Jb 5, 9), o a agotar la fuente de su misericordia, que se ha manifestado en Jesucristo (cfr. nota a Col 2, 2-3).
Cada época de la historia, cada generación, puede y debe encontrar en el misterio de Cristo «la conciencia plena de la dignidad del hombre, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia» (Redemptor Hominis, 11), porque la riqueza del misterio de Cristo es inagotable. La misión de la Iglesia es precisamente ésta: «revelar a Cristo al mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en él, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las 'insondables riquezas de Cristo', porque éstas son para todo hombre y constituyen el bien de cada uno» (Ibid.).

Ef 3, 9. El Apóstol establece un estrecho paralelismo entre el designio divino de la Redención y la misma creación del universo (cfr. 1Co 2, 7; Ef 1, 4). El proyecto salvador, oculto en Dios, es el que ha sido ahora revelado por Jesucristo y hace comprender el amor infinito de Dios hacia el hombre, ya que muestra que la creación entra en el proyecto de salvación. Pues si en Cristo, por Cristo, y con Cristo «fueron creadas todas las cosas» (Col 1, 16), el «misterio» del que viene hablando estaba ya latente en la misma creación del mundo. De ahí que el proyecto eterno de Dios en el que se contempla la salvación del hombre, determina la existencia misma de la creación de todas las cosas y la misma Encarnación del Hijo de Dios.
Así lo enseña el Papa Juan Pablo II: «¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el libro del Génesis cuando repite varias veces: 'y vio Dios que era bueno' (cfr. Gn 1, 10). El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre (cfr. Gn 1, 26-30) -el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad (Rm 8, 19-22)- adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor» (Redemptor Hominis, 8).

Ef 3, 10-12. El texto enseña que el ministerio apostólico de la predicación tiene una proyección universal y cósmica. Gracias a la predicación del «misterio» por la Iglesia, éste se da a conocer no sólo a los hombres, sino también a los Principados y Potestades de los cielos. En efecto, mediante la predicación se dan a conocer los arcanos y eternos proyectos de salvación para judíos y gentiles que, convertidos a Cristo, forman igualmente parte de la Iglesia. Ésta llega a ser de este modo el instrumento por el que se manifiesta el «misterio» de salvación incluso a los mismos ángeles (cfr. 1P 1, 12), que pueden reconocer la armonía de las diversas intervenciones de Dios a lo largo de los tiempos, desde la Creación a la Redención, incluida la historia del pueblo de Israel.
Los «Principados» y «Potestades» designan a los poderes angélicos que, según las creencias judías, eran promulgadores y custodios de la Ley y tenían la misión de dirigir a los hombres. Pero esos «poderes» no conocían los designios divinos tal como han sido realizados por Cristo. Ahora los pueden reconocer contemplando a la Iglesia. Aquí San Pablo no prejuzga la bondad o maldad de esas potencias celestes (cfr. nota a Ef 1, 21). Lo que reafirma, con la mayor fuerza, es la supremacía de Cristo sobre todos ellos, y la función de la Iglesia para que toda criatura reconozca el Señorío universal de Cristo. Por tanto, los poderes celestiales ya no tienen ningún dominio sobre el cristiano que, mediante la fe en Jesucristo, adquiere la libertad de hijo de Dios y puede dirigirse a Él con plena confianza.
San Jerónimo, Santo Tomás, etc., han considerado «los principados» y «las potestades» como ángeles santos, lo mismo que los «tronos» y «dominaciones» (cfr. Col 1, 16), y las «virtudes» (cfr. Ef 1, 21). Si a estos nombres que aparecen en las cartas de San Pablo se añaden los utilizados en otros libros de la Sagrada Escritura -querubines y serafines, arcángeles y ángeles-, resultan las nueve jerarquías angélicas conocidas por la tradición. Sus nombres simplemente sugieren las cualidades de que están dotados: son seres espirituales, personales y libres, sin cuerpo; y por ser espíritus puros, tienen entendimiento, voluntad y poder que exceden en mucho a las facultades humanas.

Ef 3, 13. Las tribulaciones son para el cristiano una ocasión privilegiada de abrazar la cruz de Cristo, fuente genuina de alegría y eficacia sobrenatural. Así lo enseña la Escritura: «Si somos atribulados, es para consuelo y salvación vuestra» (2Co 1, 6). Y, a su vez, el dolor estrecha los lazos de amor con nuestro Dios: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (…). Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 35.38-39).

Ef 3, 14. San Pablo reanuda la oración que había quedado interrumpida en el v. 1. Recurre al poder de la oración para pedir a Dios Padre que los cristianos entiendan lo más profundamente posible el plan divino para la salvación de todos los hombres, realizado en Cristo (vv. 16-19).
«Doblo mis rodillas»: Los judíos oraban por lo general de pie. Sólo en momentos de excepcional solemnidad hincaban las rodillas o se postraban en señal de adoración. El Apóstol con este giro de solemnidad casi litúrgica expresa la intensidad de su oración y la humildad con que la realiza.
Los gestos corporales -genuflexiones, inclinaciones de cabeza, golpes de pecho, etc.- que acompañan a la oración deben ser manifestaciones sinceras de piedad. Hacen que el hombre entero, cuerpo y alma, muestre con sus palabras y gestos el amor filial que tiene a Dios. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado (Es Cristo que pasa, 92).

Ef 3, 15. «Tomar nombre» significa proceder, tener el origen del ser o existir; y el término que traducimos por «familia» (en griego patría) indica un grupo o conjunto de individuos que descienden de un mismo padre; también podría traducirse por «paternidad», siguiendo la Vulgata latina.
El Apóstol enseña que toda agrupación que pueda considerarse como una familia, ya en la tierra -como la Iglesia, la institución familiar, etc.-, ya en el cielo -como la Iglesia triunfante, los coros angélicos, etc.- tiene su nombre y su origen derivado de Dios, el único que puede considerarse Padre en toda su plenitud. De ahí que la palabra «Padre» pueda emplearse en un sentido real no sólo para designar la paternidad física, sino también la espiritual. Al Romano Pontífice se le llama, con toda propiedad, «Padre común de todos los cristianos».
La paternidad de los esposos refleja de modo eminente el amor de Dios Creador. Son cooperadores de ese amor, y como sus intérpretes (cfr. Gaudium et spes, 50). De ahí que «al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Familiaris Consortio, 14).

Ef 3, 16-17. El fortalecimiento del hombre interior mediante la acción del Espíritu Santo implica el arraigo de la fe, la caridad y la esperanza, tal como el Apóstol lo pide para los destinatarios de la carta (cfr. vv. 16-19).
«La fe es substancia de lo que se ha de esperar, argumento de lo que no se ve» (Hb 11, 1); es, pues, una virtud que anticipa en el cristiano ya en esta tierra, aunque de modo imperfecto, lo que constituye el objeto de su esperanza: la unión perfecta que tendrá lugar en la bienaventuranza del cielo.
El amor sigue al conocimiento. De ahí que nadie pueda amar a quien no conoce. También por eso, cuando el bien es conocido pasa a ser amado. Así pues, al conocimiento de Dios que otorga la fe, sigue el amor a Dios que proporciona la caridad. Por su parte, la caridad es el fundamento de la vida interior del cristiano. «El edificio espiritual no puede sostenerse -como el árbol sin raíz y la casa sin cimiento, que fácilmente se derrumba- si no está arraigado y fundamentado en la caridad» (Comentario sobre Ef, ad loc.).

Ef 3, 18. San Pablo pide a Dios para los cristianos el conocimiento del «misterio de Cristo», que es esencialmente la manifestación de su amor. Aludiendo a las grandes dimensiones del misterio, el texto sagrado presenta una expresión ciertamente enigmática: «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad». Estos y otros términos similares se empleaban por la filosofía estoica para designar la totalidad del universo. Aquí expresan las dimensiones inconmensurables del «Misterio» que abarca todo el plan de salvación, la obra de Cristo y la realidad de la Iglesia. San Agustín explicó esta fórmula refiriéndola a la Cruz, instrumento salvador donde tuvo lugar la máxima manifestación del amor de Cristo (cfr. De doctrina christiana, 2, 41).
Parece que el autor sagrado haya querido resumir toda la riqueza del «misterio» de Cristo en un esquema bien gráfico: una cruz, cuyos brazos se extienden en las cuatro direcciones buscando abrazar al mundo entero. La sangre que derramó nuestro Señor en la cruz realizó la redención, el perdón de los pecados (cfr. Ef 1, 7). Por medio de la cruz dio muerte a la enemistad, reconciliando a todos los hombres en un solo cuerpo (cfr., Ef 2, 15-16), reuniéndolos así en una sola y única Iglesia. Por ello, la cruz es fuente inagotable de gracia, signo y señal del verdadero cristiano, instrumento para la salvación de todos los hombres. Cuando por la acción de los cristianos la cruz de Cristo se hace presente en las más variadas encrucijadas del mundo, entonces se realiza el «misterio», que tiene por fin «recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 10).

Ef 3, 19. El amor que Cristo nos tiene supera toda medida, toda capacidad del conocimiento humano, porque es un amor de dimensión divina (cfr. Jn 15, 9 y nota a Jn 15, 9-11).
Conocer la historia de la salvación y el «misterio» de Cristo es, en definitiva, darse cuenta de la magnitud del amor de Dios. Ahí está el fundamento de la vida cristiana: «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4, 16). La vida eterna consistirá en gozar del amor de Dios sin que nada nos distraiga. Durante su vida terrena, al creyente se le anticipa de algún modo ese gozo en la medida en que permanece en el amor de Cristo (cfr. Jn 15, 9), esto es, arraigado y fundamentado en la caridad (v. 17). Sin embargo, en la tierra ese conocimiento del amor de Cristo es siempre muy imperfecto comparado con el del Cielo.
Conviene señalar que el «conocimiento» (gnosis) del que San Pablo habla aquí no es un mero saber intelectual, sino que se trata más bien de una sabiduría que impregna toda la vida. No consiste tanto en saber que Dios es amor, cuanto en reconocer que en nuestra vida estamos siendo personalmente objeto del amor de Dios, que nos ama uno a uno, como un buen padre a sus hijos. La experiencia de que nuestro Señor nos dispensa de continuo un amor de predilección hace cantar a la liturgia de la Iglesia: «Tu amor, Jesús, / es agradable alimento de la mente, / llena sin saciar, / da hambre el desearlo / (…). Oh Jesús, suma benignidad, / admirable alegría del corazón, / bondad inabarcable, / tu amor nos abraza» (Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Himno de laudes).

Ef 3, 20-21. Termina la parte dogmática de la carta y San Pablo estalla en un breve himno de alabanza o doxología, ante las maravillas del plan salvífico que Dios ha revelado en Jesucristo. La alabanza es hecha «en la Iglesia y en Cristo Jesús».
Dios sabe más que nosotros. Y como es un Padre que nos ama inmensamente, siempre está atento a proporcionarnos lo que realmente necesitamos, adelantándose incluso a nuestras peticiones cuando es preciso «porque acude a los deseos internos y ocultos de los necesitados sin esperar sus peticiones expresas» (Catecismo Romano, IV, 2, 5).
Santo Tomás hace notar que «ni el afecto ni el intelecto humano podrían haber considerado, ni entendido, ni pedido a Dios que Él se hiciera hombre y el hombre se hiciera Dios, consorte de la naturaleza divina; y sin embargo esto segundo ha sido obrado en nosotros por su virtud, y lo primero en la Encarnación de su Hijo» (Comentario sobre Ef, ad loc.).
La Iglesia en su liturgia no cesa de mostrar el honor que se le debe a Dios, ni de reconocer la plenitud de dones que recibe de Jesucristo. Así se proclama en la Santa Misa, al final de la Plegaria Eucarística: «Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén».

Ef 4, 1-16. En esta segunda parte de la carta se señalan algunas consecuencias prácticas de la doctrina antes expuesta. El tema de fondo en los capítulos anteriores ha sido la revelación del «misterio» de Cristo: la llamada a todos los hombres, gentiles y judíos, a formar un solo pueblo, la Iglesia. La segunda parte de la carta comienza con una exhortación a mantener la unidad de la Iglesia ante posibles peligros de división: de una parte las discordias que puedan surgir entre cristianos (vv. 1-3); de otra, el mal uso de la diversidad de gracias o carismas que Cristo concede a cada uno (v. 7); finalmente, el riesgo de ser seducido por teorías heréticas (v. 14). Frente a tales peligros, se enseña primero que el fundamento de la unidad de la Iglesia es la unidad de Dios (vv. 4-6); después, que Cristo actúa, con pleno señorío, en la edificación de su Cuerpo, mediante los ministerios (vv. 8-13) y la cohesión de todos los miembros (vv. 14-16).

Ef 4, 1. Comienza la exhortación con un principio general: el comportamiento del cristiano ha de ser coherente con la llamada que ha recibido de Dios.
El hecho de haber sido llamado a formar parte de la Iglesia mediante el Bautismo, tiene enormes consecuencias: Siendo miembros de un pueblo santo -enseña San Josemaría Escrivá-, todos los fieles han recibido esa vocación a la santidad, y han de esforzarse por corresponder a la gracia y ser personalmente santos (…). Nuestro Señor Jesucristo, que funda la Iglesia Santa, espera que los miembros de este pueblo se empeñen continuamente en adquirir la santidad. No todos responden con lealtad a su llamada. Y en la Esposa de Cristo se perciben, al mismo tiempo, la maravilla del camino de salvación y las miserias de los que lo atraviesan (Lealtad a la Iglesia).
El Conc. Vaticano II, hablando de la incorporación de los fieles católicos a la Iglesia, camino de salvación, exhorta a que «no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad (Lc 12, 48: A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá. Cfr. Mt 5, 19-20; Mt 7, 21-22; Mt 25, 41-46; St 2, 14)» (Lumen gentium, 14).

Ef 4, 2-3. Las virtudes que aquí enumera el Apóstol constituyen diversas manifestaciones de la caridad, que es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14) y señal característica del verdadero discípulo de Cristo (cfr. Jn 13, 35). La caridad no tiene su origen en el hombre, sino en Dios: es «una virtud sobrenatural infundida por Dios en nuestra alma, con la que amamos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (Catecismo Mayor, n. 898).
La perenne actualidad de estas palabras de San Pablo, la pone de relieve el Conc. Vaticano II, en el Decreto sobre el Ecumenismo, para exhortarnos a la conversión: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior (cfr. Ef 4, 23), de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de unidad. Por ello debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y de un espíritu de liberalidad fraterna con todos ellos (…) (cfr. Ef 4, 1-3)» (Unitatis redintegratio, 7).
La caridad es fundamento necesario de la convivencia pacífica y constructiva entre los hombres. «La conciencia de ser deudores unos de otros va pareja con la llamada a la solidaridad fraterna que San Pablo ha expresado con la invitación concisa a soportarnos 'mutuamente por amor'. ¡Qué lección de humildad se encierra aquí respecto del hombre, del prójimo, y de sí mismo a la vez! ¡Qué escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día, en las diversas condiciones de nuestra existencia!» (Dives in Misericordia, 14).
La paz que une a los cristianos entre sí es la paz que trae Cristo, o mejor, que es el mismo Cristo (cfr. Ef 2, 14). Su efecto alcanza a todos y cada uno de los miembros de la Iglesia. Por una misma fe y un mismo Espíritu «se encuentran reunidos en la Iglesia el viejo y el joven, el pobre y el rico, el hombre maduro y el niño, el marido y la mujer -hace notar San Juan Crisóstomo-; todo sexo, toda condición se hacen una misma cosa y con mayor unidad que los miembros que entran a formar parte de un mismo cuerpo, porque la unión de los espíritus es más íntima y se realiza más perfectamente que la de cualquier sustancia material. Ahora bien, esta unidad solo se mantiene 'por vínculo de la paz'. No sabría subsistir en medio de desórdenes y de enemistades (…). Vínculo que no nos comprime, que nos une estrechamente pero no nos abruma, sino que nos dilata el corazón y nos proporciona mayor alegría de la que sentirían los que estuvieran sueltos. El que es fuerte está enlazado con el débil para llevarlo y preservarlo de una caída y una ruina. ¿El débil se encuentra flojo?, el otro se esfuerza por estimular su valor. 'El hermano ayudado por su hermano, dice el Sabio, es como una ciudad amurallada' (Pr 18, 19)» (Hom. sobre Eph, 9, ad loc.).
La unidad de corazones, afectos e intenciones es fruto de la acción del Espíritu Santo en las almas, y proporciona fortaleza y eficacia en el servicio de Dios. ¿Ves? Un hilo y otro y muchos, bien trenzados, forman esa maroma capaz de alzar pesos enormes.
-Tú y tus hermanos, unidas vuestras voluntades para cumplir la de Dios, seréis capaces de superar todos los obstáculos
(Camino, 480).

Ef 4, 4-6. Para que se vea la importancia de la unidad en la Iglesia y su fundamentación teológica, San Pablo aduce aquí una aclamación posiblemente usada en la liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la Iglesia y sostienen su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado: un solo Espíritu, un solo Señor, un solo Dios y Padre.
Hay un solo Espíritu Santo, que produce y conserva la unidad del Cuerpo místico de Cristo, que es uno solo, la Iglesia: «Después de levantado en la Cruz y glorificado, el Señor Jesús envió el Espíritu que había prometido, por medio del cual llamó y congregó al pueblo de la Nueva Alianza, que es la Iglesia, en la unidad de la fe, la esperanza y la caridad, como enseña el Apóstol (…) (cfr. Ef 4, 4-5; Ga 3, 27-28). El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable reunión de los fíeles, y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2). A este cuerpo han sido llamados a formar parte todos los hombres, tanto judíos como gentiles; todos tienen por tanto una sola esperanza: la de ser santos, como corresponde a la vocación recibida.
El reconocimiento de que hay un solo Señor, que es Cabeza del Cuerpo místico, resalta la unidad entre los muchos miembros que constituyen ese único Cuerpo. Todos los miembros se apoyan sólidamente en Cristo cuando confiesan una sola fe: aquella que Él enseñó, y que los Apóstoles y la Iglesia expresan en las fórmulas dogmáticas. «No puede haber sino una sola fe; y, por lo tanto, quien rehúse oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de ser tenido como gentil y publicano (cfr. Mt 18, 17)» (Mystici Corporis, n. 10). Todos los cristianos han recibido también un solo bautismo, esto es, un bautismo por medio del cual, tras hacer profesión de la fe, pasan a unirse a los demás miembros de la Iglesia. Siendo «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo», «es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección; una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús (Ga 3, 28; cfr. Col 3, 11)» (Lumen gentium, 32).
Dios, Padre de todos, es el fundamento último de la unidad natural de todo el género humano. El Papa Pío XII subrayaba así esa unidad: «Los libros sagrados (…) nos cuentan cómo de la primera pareja de hombre y mujer tuvieron origen todos los demás hombres, y nos refieren cómo se diferenciaron en varias tribus y gentes, diseminados por las distintas partes del orbe de la tierra (Hch 17-26). Maravillosa visión que nos hace contemplar el género humano uno por su origen común en el Creador, según aquello: Un solo Dios y Padre de todos (…) (Ef 4, 6); uno también por naturaleza, que consta igualmente en todos los hombres de cuerpo material y de alma inmortal y espiritual» (Summi Pontificatus, n. 18). Dios está «sobre todos los seres», de modo que con su dominio sobre ellos construye y sostiene su unidad. A lo largo de la historia ha actuado por medio de todos sus hijos, los creyentes, de quienes se ha servido como de instrumentos en su labor de unificación entre los hombres y sobre todas las realidades creadas. Por último habita en todos los fieles, pues suyos son hasta en lo más íntimo de su ser.

Ef 4, 7. La diversidad de gracias, o carismas, que acompañan a la vocación específica de cada miembro de la Iglesia, no lesiona la unidad, sino que contribuye a ella, porque es el mismo Cristo quien los concede: así enseña San Pablo en los vv. 8-10. Cristo provee también a la Iglesia de ministros para la edificación de su Cuerpo (vv. 11-12).
Así como hay gran variedad de situaciones personales y modos de ser, hay también en la Iglesia muchos «carismas» o modos distintos de vivir la vocación a la santidad a que Dios llama a cada uno. «En la Iglesia-señala Juan Pablo II-, como comunidad del Pueblo de Dios guiada por el Espíritu Santo, cada uno tiene su propio don, como enseña San Pablo. Este don, a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra» (Redemptor Hominis, 21).

Ef 4, 8-9. La cita del v. 8 corresponde al Sal 68, 19. En él aparece Dios entrando triunfante en Sión, donde es recibido por su pueblo que le rinde homenaje y le hace entrega de sus ofrendas. La tradición judía había aplicado esta frase del Salmo a Moisés, modificando su sentido: Moisés subió a lo alto, es decir al Sinaí, y trajo dones a los hombres, concretamente la Ley de Dios. San Pablo enseña cómo este Salmo se cumple en Jesucristo: por Él nos han llegado las gracias divinas. Ve cómo Jesús, desde la gloria del Cielo, en la que ya ha entrado, otorga a todos, los dones que ha ganado con su Redención.
La expresión «subiendo a lo alto» es un modo simbólico de hablar. Según la concepción cosmológica antigua, que aún predominaba entre los hebreos, el cielo como sede de Dios se situaba en lo más alto del firmamento. Por «las regiones inferiores de la tierra» puede entenderse la misma tierra, o bien, según la concepción judaica el sheol, la morada de los muertos (cfr. Gn 37, 25; Dt 32, 22; Jb 10, 21; etc.); por tanto, el pasaje puede referirse a la vida terrena de Cristo o a su muerte. En cualquier caso se subraya la realidad de la Humanidad de Jesús, su humillación y su exaltación tras vivir en esta tierra, a la vez que se le reconoce el mismo señorío que tiene el Padre sobre todo lo creado. Pero Cristo ejerce su señorío, elevando todo a su plenitud, es decir, recapitulando en Sí todas las cosas para gloria del Padre: «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones (cfr. Pablo VI, Alocución, 3-II-1965). Él es a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra (Ef 1, 10)» (Gaudium et spes, 45).
Antes de ser redimidos, los hombres estábamos sometidos a la esclavitud del pecado (cfr. Rm 6, 20; Rm 7, 14). La acción redentora de Cristo nos ha librado de esa tiranía, cumpliéndose así a la letra las palabras del Sal: «Llevó cautiva a la cautividad».

Ef 4, 11-12. El Apóstol alude aquí a unos oficios y ministerios en la Iglesia, que se realizan no sólo de forma carismática a impulso del Espíritu Santo, sino como encargo o ministerio otorgado por el Señor glorioso.
Los ministerios señalados se refieren a la predicación o enseñanza y al gobierno. En 1Co 12, 27-30 y Rm 12 , 6-8, junto a los ministerios, aparecen otros carismas que completan el cuadro de la diversidad de dones existentes en el Cuerpo místico de Cristo. San Pablo los presenta ahora como dones de Cristo, Cabeza de su Cuerpo, que actúa así para la edificación del mismo en la unidad y en el amor. En este sentido, enseña el Conc. Vaticano II: «Cristo mismo conforta constantemente su Cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de Él, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en Él, que es nuestra Cabeza (cfr. Ef 4, 11-16)» (Lumen gentium, 7). Estas gracias son otorgadas por la acción del Espíritu Santo que es «el que obra la distribución de gracias y de ministerios (cfr. 1Co 12, 4-11), enriqueciendo a la Iglesia de Jesucristo con variedad de dones para que trabajen por perfeccionar a los santos (…) (Ef 4, 12)» (Unitatis redintegratio, 2).
En la enumeración que hace San Pablo de los portadores de determinadas funciones en la Iglesia, aparecen en primer lugar los apóstoles. Estos pueden ser o los primeros Apóstoles, incluido San Pablo, o un grupo más amplio-como en 1Co 15, 7; Rm 16, 7-, que abarca aquellas personas enviadas como misioneros para fundar nuevas comunidades cristianas. Junto a ellos -como en Ef 2, 20; Ef 3, 5-, se menciona a los profetas que son también fundamento de la Iglesia, depositarios de la revelación. La función propia de los profetas no era la de ser enviados, sino la de «edificar, exhortar y consolar» (1Co 14, 3; Hch 13, 1) residiendo habitualmente en una comunidad. Los «evangelistas», que aparecen a continuación eran más bien aquellas personas que aunque no habían recibido una revelación directa, se dedicaban a la predicación del Evangelio recibido mediante los apóstoles (cfr. Hch 21, 8; 2Tm 4, 5). Quizá San Pablo los menciona aquí, junto a los apóstoles y profetas, porque a ellos se debía la predicación del Evangelio en Éfeso. Por último menciona a los pastores y doctores cuya función era respectivamente la de regir y desarrollar la enseñanza en comunidades particulares.
La terminología empleada en tiempos apostólicos para designar los oficios y ministerios en la Iglesia no tiene por qué coincidir con la que se utiliza hoy, pero la realidad es la misma: «El Espíritu Santo guía la Iglesia hacia la verdad completa (cfr. Jn 16, 13), le garantiza la unidad de la comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr. Ef 4, 11-12; 1Co 12, 4; Ga 5, 22)» (Lumen gentium, 4).
Por otro lado, todos los cristianos tienen su parte de responsabilidad en extender la doctrina de Cristo cooperando en la gran catequesis que desarrolla la Iglesia. «La catequesis -enseña Juan Pablo II- ha sido siempre, y seguirá siendo, una obra de la que la Iglesia entera deberá sentirse y querer ser responsable. Pero sus miembros tienen responsabilidades diferentes, derivadas de la misión de cada uno. Los Pastores, precisamente en virtud de su oficio, tienen a distintos niveles, la más alta responsabilidad en la promoción, orientación y coordinación de la catequesis (…). Los sacerdotes, religiosos y religiosas tienen ahí un campo privilegiado para su apostolado. A otro nivel, los padres de familia tienen una responsabilidad singular. Los maestros, los diversos ministros de la Iglesia, los catequistas y, por otra parte, los responsables de los medios de comunicación social, todos ellos tienen, en grado diverso, responsabilidades muy precisas en esta formación de la conciencia del creyente, formación importante para la vida de la Iglesia, y que repercute en la vida de la sociedad misma» (Catechesi Tradendae, 16).

Ef 4, 13. La edificación del Cuerpo de Cristo se realiza en la medida en que sus miembros viven la unidad en las verdades referentes a la fe y en la práctica del amor. El «conocimiento del Hijo de Dios» significa no sólo el objeto de la fe -que se puede resumir en la aceptación de Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre-, sino una relación viva y amorosa con Él. La actitud consciente ante las obligaciones personales derivadas de la fe es propia del hombre maduro, en contraste con el carácter inestable de la personalidad todavía infantil.
Con su progresiva madurez en la fe y en el amor, los cristianos se incorporan cada vez más profundamente a Cristo Cabeza, contribuyendo al crecimiento del Cuerpo de Cristo. De este modo llegan a formar el «hombre perfecto», expresión que parece indicar no un cristiano solo, sino más bien el «Cristo total», del que habló San Agustín, es decir, la unidad que forman todos los miembros con la Cabeza que es Jesucristo. «Al descender a los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y carismas que con la máxima excelencia, abundancia y eficacia encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día tras día, según el lugar que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor, y Cristo viene en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia» (Mystici Corporis, n. 34).
«La plenitud de Cristo» designa seguramente la misma Iglesia o los cristianos incorporados a Cristo, según la imagen de que la «plenitud» (plêrôma) de una nave es el conjunto de equipamiento, marineros y carga que «llenan» la nave, dispuesta para zarpar: «Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo, asemejados a Él por el Bautismo, por la Confirmación y por la Eucaristía, tienen el deber de cooperar a la expansión y crecimiento de su Cuerpo, para conducirlo cuanto antes a su plenitud (cfr. Ef 4, 13)» (Ad gentes, 36).

Ef 4, 14. «Es propio del niño no mantenerse fijo ni determinado en algo, sino hacer caso a todo lo que le dicen. Pero si queremos mostrarnos como hombres perfectos es necesario que abandonemos los pensamientos fluctuantes, esto es, inestables» (Santo Tomas, Comentario sobre Ef, ad loc.). La estabilidad de ánimo y la coherencia en el pensamiento son características de la madurez humana. La firmeza en la fe y la prudencia, ante un desmedido afán de novedades, en la exposición de la doctrina cristiana son señal de madurez sobrenatural. Esta madurez es una garantía de permanecer en la verdad, sin dejarse llevar por los engaños -quizá, en algunos casos, involuntarios- que arrastran al error. Pues «es de suma imprudencia -advierte Pío XII- el abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado -con un trabajo de siglos- para expresar las verdades de la fe cada vez con mayor exactitud, y es suma imprudencia sustituirlas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía, que como las hierbas del campo, hoy existen y mañana caerían secas; aún más, ello convertiría el mismo dogma en una caña agitada por el viento» (Humani generis, n. 11).

Ef 4, 15. En la actuación pública y privada del cristiano deben brillar las virtudes de la veracidad y de la caridad. De ahí que al encontrarse con quienes, en asuntos opinables, piensen de modo distinto al suyo, en atención al don de la libertad que Dios ha concedido a los hombres, debe respetar sus puntos de vista, consciente de que en estos temas nadie puede erigirse en poseedor absoluto de la verdad.
Sin embargo, no faltarán ocasiones en las que el cristiano trate con quienes confunden la verdad con la opinión, o incluso con el error. En esas circunstancias igualmente habrá de vivir «la verdad con caridad», siendo comprensivo con las personas, aunque intransigente con el error. Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna -comenta el Fundador de nuestra Universidad-; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor (cfr. Carta a María de la Encarnación, 6-VII-1591) (Amigos de Dios, 9).
La verdad debe, pues, presentarse amable, no agria ni molesta, ni impuesta a la fuerza o con violencia. De otro modo se haría imposible la paz entre individuos o colectividades y, por el contrario, serían interminables las rencillas y las guerras: «La paz terrena que nace del amor al prójimo es imagen y efecto de la paz de Cristo que viene de Dios Padre. Pues el Hijo mismo encarnado, príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios, restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, en su propia carne dio muerte al odio y, exaltado por la resurrección, difundió el Espíritu de caridad en el corazón de los hombres.
»Por eso se hace un llamamiento insistente a todos los cristianos para que, haciendo la verdad en la caridad (Ef 4, 15), se unan con los hombres verdaderamente pacíficos para implorar e instaurar la paz.
»Impulsados por el mismo espíritu, no podemos dejar de alabar a quienes renuncian a la acción violenta para reclamar los derechos y recurren a medios de defensa que, por lo demás, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto pueda hacerse sin dañar los derechos y las obligaciones de otros o de la comunidad» (Gaudium et spes, 78).

Ef 4, 16. De modo análogo a lo que sucede en el cuerpo humano, la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, recibe de Él -que es su Cabeza- la gracia necesaria para su perfecto desarrollo. Por su parte, cada uno de los miembros es movido bajo el gobierno de la cabeza a ejercitar su propia misión. «Así como en el conjunto de un cuerpo vivo no hay miembros que se comporten de forma meramente pasiva, porque todos participan en la actividad vital del cuerpo, de igual manera en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, todo el cuerpo crece según la operación propia de cada uno de sus miembros (Ef 4, 16)» (Apostolicam actuositatem, 2).
Cristo es la Cabeza y, por tanto, de Él procede la vida y el impulso sobrenatural que anima a cada uno de los miembros. «Así como los nervios se difunden desde la cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse, así nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente deseen las cosas divinas. De Él se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que se hacen santos, como Él es santo (…).
»Cristo es autor y causa de santidad. Porque no puede realizarse ningún acto saludable que no proceda de Él como fuente sobrenatural. Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Cuando por los pecados cometidos nos movemos al dolor y a la penitencia, cuando con temor filial y con esperanza nos convertimos a Dios, siempre procedemos movidos por Él. La gracia y la gloria proceden de su inexhausta plenitud. Todos los miembros de su Cuerpo Místico y, sobre todo, los más importantes reciben del Salvador dones constantes de consejo, fortaleza, temor y piedad, a fin de que todo el cuerpo aumente cada día más en integridad y en santidad de vida» (Mystici Corporis, nn. 22.23).

Ef 4, 17-19. El cristiano, configurado con Cristo por el Bautismo, está llamado a la santidad, y no debe llevar, por tanto, una vida disoluta y alejada de Dios, semejante a la que vivían los gentiles. Estos se dejaron llevar por la «vanidad de su mente» al apartarse de Dios, fuente y origen de la auténtica verdad (cfr. Rm 1, 18-32). Así se explica que, cuando Dios es sustituido por el hombre, la mente opera en el vacío, de modo que el resultado de ese conocimiento es mera ilusión y puro engaño.
Como se dice en la Carta a los Romanos, quienes así se comportan son los «que tienen aprisionada la verdad en la injusticia» (Rm 1, 18). La inteligencia humana es ciertamente, capaz de conocer a Dios como creador de todas las cosas; pero quienes viven como gentiles, mantienen dañada su voluntad por la concupiscencia; por eso llegan a tener prisionera a la verdad y fácilmente inclinan su entendimiento hacia el error. Todo ello es fruto de la arrogancia humana, que por soberbia se resiste a admitir a Dios y a reconocer las limitaciones que tiene como criatura. El término de este falso camino es «la ignorancia en que están, por la ceguera de sus corazones» (v. 18).
El calificativo de «indolentes» indica que tales hombres han perdido el afán de lucha y hasta el mismo sentido moral. A la impureza sigue, como consecuencia, toda una serie de vicios y acciones desordenadas que tienen relación con la avaricia (cfr. notas a Rm 1, 29-31 y Rm 1, 32).

Ef 4, 22-24. El texto sagrado hace hincapié en dos puntos fundamentales: la obligación de despojarse del «hombre viejo» y, paralelamente, la urgente necesidad de revestirse del «hombre nuevo». Estas dos expresiones hacen referencia directa al simbolismo del Bautismo cristiano, en cuanto que en éste se realiza el tránsito de la vida de pecado a la vida de la gracia merced a los méritos de Cristo (cfr. Rm 6, 3-11).
En el Bautismo hemos sido «revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) y hechos partícipes de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). Desde ese momento la vida del cristiano es tan radicalmente nueva, que reincidir en la antigua conducta -propia de los paganos- es el mayor ultraje que podemos hacer al Cuerpo de Cristo. San Pablo, por tanto, no exhorta sólo a eliminar este o aquel defecto, sino a despojarse del «hombre viejo» en su totalidad.
El «hombre viejo» es el hombre carnal, viciado desde su concepción por el pecado original, hecho esclavo de su propia concupiscencia. Por el contrario, el «hombre nuevo» es el que ha sido regenerado por el Espíritu Santo en el Bautismo, de modo que no está ya dominado por el pecado, aunque aún esté sujeto a la concupiscencia desordenada por el pecado. Por eso el Apóstol anima a seguir despojándose del «hombre viejo», luchando contra las inclinaciones desordenadas de la concupiscencia y sus malos efectos (cfr. Rm 6, 12-14; Rm 8, 5-8). Por su parte, la renovación llevada a cabo por el Espíritu Santo en el bautizado, le ayuda a enfocar con visión sobrenatural todos y cada uno de los acontecimientos de su vida, tal como conviene al «hombre nuevo».
El paso de una situación a otra, se le denomina nueva creación (v. 24). No se trata de un cambio exterior, como el que tendría lugar en quien cambia de vestido, sino de una renovación interior, por la que el cristiano, al ser hecho nueva criatura en Jesucristo, puede vivir la justicia y la santidad con una profundidad y verdad que superan las fuerzas de la naturaleza humana. No es suficiente, pues, presentar una mera apariencia externa de piedad: «Entrar en la Iglesia y honrar las imágenes sagradas y las veneradas cruces, no basta por sí solo para agradar a Dios, como tampoco lavarse las manos es suficiente para estar completamente limpio. Lo que verdaderamente es grato a Dios es que el hombre huya del pecado y limpie sus manchas por la confesión y la penitencia. Que rompa las cadenas de sus culpas con la humildad del corazón» (San Anastasio Sinaíta, Sermo de Sancta Synaxis).
La renovación interior es tarea para toda la vida. El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día (Es Cristo que pasa, 114).

Ef 4, 25. La veracidad es una virtud muy estimada por nuestro Señor. Por esto elogia públicamente a Natanael quien no tiene doblez ni engaño (cfr. Jn 1, 47), mientras condena la hipocresía de los fariseos (cfr. Lc 11, 39 ss.). La veracidad lleva a decir siempre la verdad y a que cada uno se manifieste tal y como es, con sencillez. Esta virtud es imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad y de la Iglesia, por cuanto favorece un clima de confianza y hace posible una leal ayuda entre los hombres. Así lo razona Santo Tomás: «Por ser animal sociable, el hombre debe a los demás cuanto sea necesario para la conservación de la sociedad. Ahora bien, no sería posible la convivencia entre los hombres si no se fiaran entre sí, convencidos de que se dicen mutuamente la verdad» (S.Th. II-II, q. 109, a. 3, ad 1).
Jesucristo dijo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6), y enseñó a sus discípulos a vivir la sinceridad en la conversación ordinaria: «Sea, pues, vuestro modo de hablar Sí, sí, o no, no» (Mt 5, 37). El cristiano tiene una motivación específica para vivir la veracidad: sabe que los demás son miembros del mismo Cuerpo místico de Cristo.

Ef 4, 26. En algunas ocasiones, la Sagrada Escritura habla de una «ira» santa que procede de la rectitud de intención y del dolor causado por la violación de preceptos morales, en especial de los que se refieren directamente a Dios. Así, el Evangelio nos muestra a nuestro Señor airado cuando expulsaba a los mercaderes del Templo (cfr. Jn 2, 13-17).
Sin embargo, de ordinario, la ira, que es un pecado capital, procede de la soberbia, que oscurece el entendimiento y arrastra la voluntad hacia el mal, pudiendo dañar gravemente la caridad y la justicia. Para prevenir estos pecados se ha de practicar la virtud de la prudencia, que evita la actuación precipitada. Calla siempre cuando sientas dentro de ti el bullir de la indignación. -Y esto, aunque estés justísimamente airado.
-Porque, a pesar de tu discreción, en esos instantes siempre dices más de lo que quisieras
(Camino, 656).
«No se ponga el sol estando airados». Literalmente: «No se ponga el sol sobre vuestra ira». Puede entenderse como un consejo para no guardar rencor, que si uno se aira, el enfado pase antes de caer la tarde, esto es, no dure ni un día (cfr. Santo Tomás, Comentario sobre Ef, ad loc.). También puede interpretarse como una llamada a la vigilancia y al dominio de sí.

Ef 4, 27. El diablo fue «homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad (…). Cuando habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44). La falta de sinceridad desemboca con frecuencia en pecados contra la justicia, y no pocas veces, también contra la caridad. Precisamente esto es lo que pretende el diablo cuando nos tienta, ya que como padre de la mentira es enemigo abierto de Dios y de quienes permanecen fieles a su palabra.

Ef 4, 28. Dios creó al hombre para que trabajara (cfr. Gn 2, 15). El trabajo, por tanto, no es un castigo, sino algo esencial a la naturaleza humana. Nos enseña Juan Pablo II: «Hecho a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1, 26) en el mundo visible y puesto en él para que dominase la tierra (cfr. Gn 1, 28), el hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo. El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas (…); solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad (…); este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza» (Laborem exercens, prólogo).
El trabajo, a su vez, es el medio habitual del que se sirve todo hombre para satisfacer sus necesidades materiales. Y aunque los medios económicos no son un fin en sí mismos, es imprescindible que usemos de ellos con moderación para disfrutar de una vida sosegada que haga más amable y asequible el camino de la santidad. Así considerado, el trabajo ayuda a «poseer, por una parte, lo suficiente y a no angustiarse por no tener lo que se busca; y, por otra, a socorrer a los que convenga. Porque, de no tener nadie nada, ¿qué comunión de bienes podría darse entre los hombres? (…), ¿cómo dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo o acoger al desamparado, (…) si cada uno empezara por carecer de todo esto?» (Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur, cap. 18).
Hemos de convencernos, por lo tanto, de que el trabajo es una estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse. Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4, 36) (Amigos de Dios, 57).

Ef 4, 29. «Escándalo es cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro de cometer pecados. El escándalo es pecado grave porque tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas; da la muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y es causa de una multitud de pecados» (Catecismo Mayor, nn. 417-418). De ahí la necesidad de permanecer vigilantes para que en la conversación habitual no se deslice «ninguna palabra nociva» que pueda perjudicar a los demás.
Por el contrario, las conversaciones prudentes y oportunas, sazonadas con la gracia de Dios, contribuyen al bien de quienes las escuchan: Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora, que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo… Todo eso es 'apostolado de la confidencia' (Camino, 973).
El Espíritu Santo habita en las almas de los creyentes desde el Bautismo, y esa presencia se robustece con la recepción de la Confirmación y de los demás sacramentos. Como enseña el Concilio de Florencia, en la Confirmación «se da el Espíritu Santo para fortalecernos, como se dio a los Apóstoles en el día de Pentecostés, de modo que el cristiano pueda confesar con audacia el nombre de Cristo» (Pro Armeniis, Dz-Sch, n. 1319). San Ambrosio, al comentar los efectos de la Confirmación, indica que el alma recibe del Espíritu Santo «el sello espiritual, el espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y piedad, espíritu de santo temor. Te ha sellado Dios Padre, te ha fortalecido Cristo el Señor, te ha dado la prenda del Espíritu en tu corazón» (De mysteriis, VII, 42). Por ser la Confirmación uno de los tres sacramentos que imprimen carácter, ese sello permanece eternamente.
Cuando llegó el momento de redimir a Israel de la esclavitud egipcia, la sangre del cordero pascual, con la que habían sido rociadas las puertas de las casas israelitas, fue la señal distintiva de quienes debían salvarse. De modo análogo, el sello del Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, es la señal imborrable grabada en el alma de quienes son llamados a la salvación en virtud de la Redención realizada por Cristo.
«El Apóstol habla aquí de la impresión de un signo que destina a la gloria futura, gloria que se adquiere por la gracia, la cual es atribuida al Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo es amor, y precisamente es por amor por lo que Dios nos concede estos dones gratuitos» (S.Th. III, q. 63, a. 3, ad 1).

Ef 4, 32. La actitud de perdón es una de las virtudes que caracterizan al «hombre nuevo», pues le lleva a comportarse con el prójimo tal como aprendió de Jesucristo: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5, 23-24). Nuestro Señor nos ha enseñado con su misma vida lo que significa realmente perdonar al prójimo de corazón. Estando en el mismo suplicio de la cruz pidió perdón a su Padre por los que le condenaron y por los que en aquel momento con violencia y con saña lo habían cosido al madero.
Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (Camino, 452).

Ef 5, 1. Un buen hijo procura en todo momento agradar a su padre e imitar los buenos ejemplos que recibe de él. Pues bien, los cristianos somos hijos de Dios por adopción y encontramos la orientación de nuestra conducta contemplando cómo Dios ha actuado con los hombres (cfr. Mt 6, 12; etc.). Además tenemos un modelo bien preciso a imitar, nuestro Señor Jesucristo.
Si queremos dar con nuestro comportamiento muchas alegrías a nuestro Padre Dios, hemos de aprender de su Hijo hecho hombre. Pero no basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz.
Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección
(Es Cristo que pasa, 107).

Ef 5, 2. Cristo se entregó voluntariamente a la muerte, llevado de su amor hacia todos los hombres. Las palabras «oblación y hostia de suave olor» evocan el recuerdo de los sacrificios de la antigua Ley; con ellas San Pablo realza el carácter sacrificial de la muerte de Cristo, subrayando que su obediencia ha sido grata a Dios Padre (cfr. Dn 3, 38; Dn 4, 34; Sal 50, 7).
Jesucristo «vino para demostrarnos el inmenso amor de su corazón, y se nos dio por completo -enseña San Alfonso M.ª de Ligorio-, sometiéndose primero a todas las penalidades de esta vida, luego a la flagelación, a la coronación de espinas, y a todos los dolores e ignominias de la pasión; finalmente, terminó la vida abandonado de todos en el leño infame de la cruz» (Sermones abreviados, 37, I, 1).
El Fundador del Opus Dei nos recuerda: Repasa el ejemplo de Cristo, desde la cuna de Belén hasta el trono del Calvario. Considera su abnegación, sus privaciones: hambre, sed, fatiga, calor, sueño, malos tratos, incomprensiones, lágrimas… (cfr. Mt 4, 1-11; Mt 8, 20; Mt 8, 24; Mt 12, 1; Mt 21, 18-19; Lc 11, 6-7; Lc 4, 16-30; Lc 11, 53-54; Jn 4, 6; Jn 11, 33-35; etc.); y su alegría de salvar a la humanidad entera. Me gustaría que ahora grabaras hondamente en tu cabeza y en tu corazón -para que lo medites muchas veces, y lo traduzcas en consecuencias prácticas- aquel resumen de San Pablo, cuando invitaba a los de Éfeso a seguir sin titubeos los pasos del Señor: sed imitadores de Dios, ya que sois sus hijos muy queridos, y proceded con amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo (Ef 5, 1-2) (Amigos de Dios, 128).

Ef 5, 3. En nuestros días son muchos los cristianos a quienes toca vivir, lo mismo que a aquellos de Asia Menor, en medio de una sociedad un tanto paganizada, proclive a ciertas inmoralidades (cfr. Rm 1, 24-27). Entre ellas no suele faltar, como entonces, la fornicación y la impureza en general (cfr. Col 3, 5). Sin embargo, la corrupción de costumbres, por muy extendida que esté en el ambiente, debe ser combatida con toda energía, sobre todo con el ejemplo de la vida limpia, propia de quienes aspiran a la santidad, por ser templos del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19) y miembros de Cristo (cfr. 1Co 6, 15).
Por eso el Apóstol advierte: «La fornicación y toda impureza o avaricia ni se nombre entre vosotros». La última parte de la frase también se podría traducir: «ni se diga respecto de vosotros»; es decir, los cristianos han de vivir con tal esmero la castidad y las virtudes con ella relacionadas, que ni siquiera deben dar la más mínima ocasión a los extraños para acusarles de impuros. Sin embargo, la razón última por la que se ha de vivir la virtud de la pureza no es el miedo al qué dirán, sino el amor a Dios, que es nuestro Padre, y el respeto al propio cuerpo, que es morada de la Santísima Trinidad. «Contéstame -pregunta San Anastasio Sinaíta-: Si tuvieras las manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las vestiduras del rey? Ni siquiera tus propios vestidos tocarías con las manos sucias; antes te las lavarías y secarías cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues ¿por qué no das a Dios ese mismo honor que concedes a unos viles vestidos?» (Sermo de Sancta Synaxis).
Cuidad esmeradamente la castidad -dice San Josemaría Escrivá-, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo -la modestia y el pudor-, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía -la valentía de ser cobarde- para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia (Amigos de Dios, 185).

Ef 5, 5-7. El cristiano ha de luchar, además, contra la avaricia, vicio por el que se hace esclavo del poder y del dinero, convirtiéndolos en su propio ídolo (cfr. Mt 6, 24). En el uso de los bienes de este mundo, el cristiano no debe quedar atado a ellos: «El Señor no manda que tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del dinero. Lo que Él quiere es que apartemos de nuestra alma la primacía de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan la semilla de la verdadera vida» (Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur, n. 11). Es más, las actividades relacionadas con la economía son también cauce para que el espíritu del Evangelio vaya impregnando la vida personal y social. «Los cristianos, que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por una mayor justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia, que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.
»Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el Reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro, para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia, bajo la inspiración de la caridad (Respecto al recto uso de los bienes conforme a la enseñanza del Nuevo Testamento, cfr. Lc 3, 11; Lc 10, 30 ss.; Lc 11, 41; 1P 5, 3; Mc 8, 36; Mc 12, 30-31; St 5, 1-6; 1Tm 6, 8; Ef 4, 28; 2Co 8, 13; 1Jn 3, 17 ss.)» (Gaudium et spes, 72).

Ef 5, 8-9. Por contraste con la situación anterior, calificada de «tinieblas», San Pablo habla ahora del verdadero camino que debe seguir el creyente, iluminado por la fe. El cristiano está en una nueva situación respecto a los paganos, ya que posee el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo, y ha sido renovado en su forma de pensar. Por ello se le llama «hijo de la luz», porque ha recibido de Cristo un principio recto de actuación. Su conducta ha de reflejar, por tanto, el cambio radical y profundo que el Bautismo ha operado en él al incorporarlo a Cristo. En consecuencia, con su nueva vida, ha de ser luz que ilumine, porque ha sido regenerado para ser «luz del mundo» (cfr. Mt 5, 14-16; Jn 1, 5; Jn 8, 12), que se manifiesta en la búsqueda de todo lo que pueda llamarse bondad, justicia y verdad, y que supone un nuevo modo de ser, pensar y obrar, ejemplo y ayuda para quienes le rodean. De ahí que no caben las disculpas cuando está en juego la salvación de las almas a las que podemos ayudar. «No digas: no puedo ayudar a los demás -predicaba San Juan Crisóstomo-, pues si eres cristiano de verdad, es imposible que no lo puedas hacer (…). Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara tan brillante» (Hom. sobre Hch, 20).

Ef 5, 10. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, posee la luz de la razón con la que puede conocer a su Creador y orientar su vida en conformidad con la ley moral impresa por Dios en la misma creación. Por eso el afán de ahondar en la búsqueda de la sabiduría no se interrumpe, pues es esencial al espíritu humano. El Conc. Vaticano II ha expuesto el fundamento de esta realidad en los siguientes términos: «La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y se debe perfeccionar por medio de la sabiduría, que empuja con suavidad la mente del hombre hacia la búsqueda y el amor de la verdad y del bien. Penetrado por ella, el hombre es guiado a través de las cosas visibles hacia las invisibles» (Gaudium et spes, 15). El recto uso de la inteligencia lleva a Dios; y con la luz de la fe se puede penetrar con vigor sobrenatural en el conocimiento de la naturaleza divina y de sus designios sobre las criaturas. Para esto ha sido capacitado el cristiano mediante el Bautismo, de forma que posee el discernimiento moral para averiguar lo que es agradable al Señor.
Un enamorado se afana en conocer qué cosas agradan a la persona amada para complacerla. El amor de Dios, lo mismo que el amor humano, también se manifiesta en detalles concretos; no bastan las palabras, hacen falta obras. Y para ofrecer obras agradables a Dios es necesario conocer bien sus mandamientos, la doctrina y moral cristiana. El interés que se ponga en adquirir una buena formación espiritual y doctrinal religiosa constituyen una primera manifestación de que el amor a Dios es auténtico, pues es muestra de que al menos se le está buscando.

Ef 5, 11-13. El cristiano, con su ejemplo y su palabra, ilumina todas las realidades humanas; así ayuda a los demás a distinguir lo que es recto de lo que es inmoral. «Todo lo que se ve es luz»: Es decir, cuando se llama a las cosas por su nombre -al bien, bien; y al mal, mal-, con caridad, pero sin eufemismos, se disipa la confusión y el relativismo moral que tan graves consecuencias acarrean para toda la sociedad. De ahí la exhortación que el Conc. Vaticano II hace a todos los cristianos y especialmente a los seglares: «Mas como en ésta nuestra época se plantean nuevos problemas y se multiplican errores gravísimos que pretenden destruir desde sus cimientos la religión, el orden moral e incluso la sociedad humana, este santo Concilio exhorta de corazón a los seglares a que cada uno, según las cualidades personales y la formación recibida, cumpla con suma diligencia la parte que le corresponde, según la mente de la Iglesia, en aclarar los principios cristianos, difundirlos y aplicarlos certeramente a los problemas de hoy» (Apostolicam actuositatem, 6).

Ef 5, 14. San Pablo parece haber tomado esta cita de un himno litúrgico primitivo, en el que se presenta el Bautismo como una verdadera iluminación (cfr. Hb 6, 4; Hb 10, 32). Con sus buenas obras -luz del mundo-, los cristianos pueden contribuir a que los «muertos», es decir, los apartados de Dios por el pecado, pasen de las tinieblas a la luz, donde alcanzarán la vida nueva que les proporciona su incorporación a Cristo por el Bautismo. Esta situación la compara el Apóstol a la luminosa claridad que consigue quien se ha despertado de un sueño profundo, por contraste a la inmensa oscuridad en la que está sumido quien aún permanece en él. La conversión del pecador equivale a levantarse del sueño de la muerte a una nueva existencia, la de un mundo nuevo iluminado por Cristo, quien posee y es la misma irradiación de la gloria divina (cfr. Hb 1, 3).

Ef 5, 15-17. La vida nueva recibida en el Bautismo se caracteriza por la sensatez, frente a la necedad de quienes se empeñan en vivir de espaldas a Dios (cfr. 1Co 1, 18). La sensatez es consecuencia en el hombre del conocimiento de la voluntad de Dios y de la plena identificación con los planes divinos. De esta coherencia entre la fe y la vida procede la verdadera sabiduría. La consecuencia es inmediata: se ha de «aprovechar bien el tiempo», el que en cada momento nos toca vivir. Más aún, hemos de rescatar el tiempo perdido. «Rescatar el tiempo -explica San Agustín- es sacrificar, cuando llegue el caso, los intereses presentes a los intereses eternos, que así se compra la eternidad con la moneda del tiempo» (Sermo 16, 2).
La palabra Kairós, que hemos traducido por «tiempo», tiene un significado más concreto en griego. Señala el contenido del momento histórico que se vive, la situación que crea, y las posibilidades que ese preciso instante ofrece en relación con el fin último de la vida en este mundo. De ahí que «aprovechar el tiempo» tenga un significado más pleno que el negativo de «no perder minutos»: quiere decir «aprovechar todos los momentos y circunstancias» para dar gloria a Dios. Pues el tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas -observa el Fundador del Opus Dei-. Ayer pasó, y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios! (Amigos de Dios, 52).
Esto es particularmente urgente porque, entonces como ahora, «los días son malos», como dice el Apóstol. Por eso el cristiano no puede cejar en su lucha por alcanzar la salvación. Claramente lo ha advertido San Pedro: «Sed sobrios y velad, ya que vuestro adversario, el diablo, ronda como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos» (1P 5, 8-9).

Ef 5, 18. En este versículo se hace una invitación a la templanza. En un ambiente pagano, tan frecuente entonces y ahora, no faltan quienes piensan que la alegría y la felicidad se pueden alcanzar con el recurso a medios exclusivamente materiales. Nada más falso. San Pablo enseña dónde está la raíz de la verdadera felicidad: en la docilidad a la acción del Espíritu Santo en las almas. Con ello se logra una paz y una alegría que el mundo no puede dar.
La templanza es la «virtud por la que refrenamos los deseos desordenados de los placeres sensibles y usamos con moderación de los bienes temporales» (Catecismo Mayor, n. 917). Esta virtud es expresión del señorío que el hombre tiene sobre todos los bienes creados por Dios, y su ejercicio es imprescindible para mantener el sentido sobrenatural en la vida. «Cualesquiera alimentos excesivos para el organismo, engendran al fin los estímulos de la impureza. En este estado, el alma, abrumada bajo el peso de los manjares, no es capaz de sujetar la brida de la templanza. Por eso, no es sólo el vino el que embriaga la mente. Todo exceso en la comida la vuelve torpe y vacilante, y la despoja por completo de la integridad y de la pureza» (Instituciones, lib V, cap. VI).
La templanza es testimonio de auténtica vida cristiana en los «hijos de la luz» que resulta muy convincente y atractivo para todos los hombres de bien. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza (Amigos de Dios, 84).

Ef 5, 19. La acción de gracias a Dios se expresa en la liturgia cristiana, ya desde los comienzos de la Iglesia, por medio de salmos, himnos y cánticos espirituales. La naturaleza del hombre, compuesto de alma y cuerpo, pide que el culto debido a Dios tenga también manifestaciones externas. «Dios ha dispuesto que conociéndole por medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de las cosas invisibles (prefacio de Navidad); porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos» (Mediator Dei, n. 8). En las ceremonias litúrgicas de la Iglesia, los cánticos son manifestaciones de júbilo ante las grandezas de Dios y expresión de agradecimiento por los bienes recibidos. Por su parte, el salmo «es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de las gentes, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la armoniosa confesión de la fe, plena sumisión a la autoridad, el regocijo de la libertad, el clamor del alborozo y el eco de la alegría» (San Ambrosio, Enarratio in Ps, I, 9).
La dignidad en la recitación y canto de las plegarias litúrgicas fomenta la participación activa de todos en las celebraciones, de modo que puedan experimentar lo que San Agustín asegura de sí mismo: «¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, vivamente conmovido por la suave voz de la Iglesia! Aquellas palabras sonaban en mis oídos, y tu verdad penetraba en mi corazón, y con ello se enardecía el piadoso afecto, y corrían las lágrimas, y me hacían bien» (Confesiones, 9, 6).
La oración litúrgica se convierte así en fuente de genuina piedad, a la vez que sirve para fomentar la unidad con los demás miembros de la Iglesia, no sólo con los que alaban a Dios mientras aún luchan en la tierra, sino también con los que ya lo glorifican incesantemente en el Cielo. «¡Qué cosa más estupenda que imitar en la tierra el coro de los ángeles! -exclama San Basilio. Disponerse para la oración en las primeras horas del día, y glorificar al Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luce en lo alto, lleno de esplendor y de luz, acudir al trabajo mientras la oración nos acompaña a todas partes, condimentando las obras -por decirlo de algún modo- con la sal de las jaculatorias» (Epístola, II, 3).

Ef 5, 20. Hemos de dar de continuo gracias a Dios, ya que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). No hay, pues, circunstancia alguna de la vida que escape a la providencia divina. Él permite junto con las alegrías y las penas, tanto los éxitos como los fracasos. De ahí que para un cristiano consecuente con su fe, todo se convierte en éxito, incluso aquello que humanamente puede parecer negativo y le hace sufrir, porque si lo considera con visión sobrenatural y lo afronta por amor a la Cruz de Cristo, proporciona paz y alegría, a la vez que es fuente de méritos para el cielo. Así que siempre es necesario dar gracias a Dios: Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios en acción de gracias, muchas veces al día. -Porque te da esto y lo otro. -Porque te han despreciado. -Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes (…). Dale gracias por todo, porque todo es bueno (Camino, 268).

Ef 5, 21. San Pablo expone un principio general que debe regir las relaciones entre los miembros de la Iglesia: el sometimiento recíproco sabiendo que Cristo es quien ha de juzgar a cada uno. Al mismo tiempo, este principio da pie al Apóstol para considerar las relaciones de carácter social, y concretamente de la vida familiar, en las que se manifiesta una cierta dependencia natural: la mujer del marido (Ef 5, 22-33), los hijos de los padres (Ef 6, 1-4) y los siervos de los amos (Ef 6, 5-9). Ahora bien, tal autoridad, que procede de la misma naturaleza de las cosas, para el Apóstol adquiere una dimensión nueva desde el punto de vista cristiano, pues en esas relaciones se resalta la dignidad propia de cada uno y, especialmente, el señorío de Cristo sobre todos.

Ef 5, 22-24. El fundamento en el que se asienta la grandeza y dignidad sobrenaturales del matrimonio cristiano es que éste es una proyección de la unión de Cristo con la Iglesia. Al exhortar a los esposos cristianos a vivir de acuerdo con su condición de miembros de la Iglesia, el Apóstol establece una analogía, por la cual el marido representa a Jesucristo, y la esposa a la Iglesia. Esta enseñanza hunde sus raíces en el Antiguo Testamento donde las relaciones entre Yahwéh y su pueblo se expresan, en la predicación de los profetas, como relaciones entre un esposo con su esposa, a la que ama con extremada fidelidad (cfr. Os 1, 3; Jr 2, 20; Ez 16, 1-34). Dios permanece siempre fiel al amor que ha mostrado a Israel y está dispuesto a perdonar (cfr. Is 54, 5-8; Is 62, 4-5; Jr 31, 21-22) y a restablecer la Alianza con su pueblo (cfr. Is 16, 5-63). Jesucristo también se presenta como el novio (cfr. Mt 9, 15; Jn 3, 29) y emplea la imagen del banquete de bodas para explicar la significación de su venida (cfr. Mt 22, 1-14; Mt 25, 1-13). Él realiza la Nueva Alianza de la que surge el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia (cfr. Mt 26, 26-29 y par.). De ahí que la relación entre Cristo y la Iglesia aparezca en el Nuevo Testamento como la de Esposo-Esposa, y que el Conc. Vaticano II haya podido decir: «La Iglesia (…) es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cfr. Ap 19, 7; Ap 21, 2.9; Ap 22, 17), a la que Cristo amó y se entregó a sí mismo por ella para santificarla (Ef 5, 25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la alimenta y la cuida (Ef 5, 29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cfr. Ef 5, 24)» (Lumen gentium, 6).
San Pablo deja entrever ya que el matrimonio cristiano no es simplemente una imagen, a modo de ejemplo, para explicar la relación entre Cristo y la Iglesia, sino que esta relación está significada y se realiza entre el marido y la mujer bautizados. Por ello la mujer debe someterse a su marido como al Señor. Esto significa que el matrimonio entre bautizados es verdadero sacramento, como siempre ha enseñado la Iglesia y ha recordado el Conc. Vaticano II: «Cristo, nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a la Iglesia y se entregó por ella. El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (Gaudium et spes, 48).
Cuando San Pablo exhorta a las mujeres a «someterse» a sus maridos, lo hace teniendo en cuenta, no tanto las condiciones sociales de la mujer casada en su tiempo, sino el hecho de que como esposa cristiana refleja en su conducta hacia el marido a la misma Iglesia, que es obediente a Cristo. Al marido, por su parte, se le exige un sometimiento similar hacia la esposa, ya que él refleja a Jesucristo que se entrega hasta la muerte por amor a la Iglesia (cfr. v. 25). En 1930 enseñaba el Papa Pío XI que «tal sumisión no niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a los que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les puede conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que prohíbe aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia; que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo, y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor» (Casti connubii, n. 10).
Así, pues, por contraste con el desprecio que el Antiguo Oriente mostraba por la mujer, considerada por lo general como un ser inferior, la doctrina cristiana reconoce la igualdad esencial entre hombre y mujer «De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
»Creando al hombre 'varón y mujer' (Gn 1, 27), Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer» (Familiaris Consortio, 22).
Por eso ha podido resumir el Fundador de nuestra Universidad: La mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental cada uno debe alcanzar lo que le es propio (…). »La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad… (Conversaciones, 87).

Ef 5, 25-27. El amor entre los esposos cristianos se fundamenta también en el amor de Cristo a su Iglesia. Por eso, la Revelación del Nuevo Testamento es tan exigente en el amor del marido por su esposa, porque su modelo es nada menos que el amor de Cristo por la Iglesia. San Pablo, en efecto, lo expresa en términos de desposorios, como la novia era embellecida para ser presentada radiante ante el novio, así Cristo santifica y purifica mediante el Bautismo a quienes van a ser miembros de la Iglesia. El sacramento del Bautismo, reflejado en la expresión «mediante el baño del agua, en virtud de la palabra», es la aplicación de la obra redentora que Cristo ha realizado mediante su entrega en la Cruz.

Ef 5, 27. «La Iglesia, enseña el Concilio Vaticano II, es creída por la fe como indefectiblemente santa. Efectivamente, Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu Santo llamamos el 'solo Santo', amó a su Iglesia como esposa suya, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26); la unió a Sí como su cuerpo, y la enriqueció con el don del Espíritu Santo, para gloria de Dios. Por lo tanto, todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o estén regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta continuamente y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu produce en los fieles; se expresa de las maneras más diversas en cada uno de los que, según su condición de vida, tienden a la perfección de la caridad, edificando a los demás» (Lumen gentium, 39).

Ef 5, 28-32. San Pablo evoca aquí el texto del Gn 2, 24 que se refiere a la institución matrimonial y lo aplica a Cristo y a la Iglesia. Con ello enseña que el matrimonio, tal como Dios lo estableció desde el principio, es ya una realidad en cierto modo sagrada, pues está abierta a la sublime significación del amor de Dios a la humanidad.
«La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza (…).
»En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia.
»Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes» (Familiaris Consortio, 13).
La vocación matrimonial es, pues, un verdadero camino de santidad. Así lo ha predicado con insistencia el Fundador del Opus Dei: El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (Ef 5, 32), y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque -queramos o no- el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra (Es Cristo que pasa, 23).
De la santidad de los esposos depende la de su familia y la de quienes con ellos se relacionan. De ahí que se nos recuerde: Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.
Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz
(Conversaciones, 91).
Cfr. nota a Col 3, 18-19.

Ef 5, 31. Sobre la indisolubilidad del matrimonio véanse las notas a Mt 5, 31-32; Mc 10, 1-12; Mc 10, 5-9; Lc 16, 18; 1Co 7, 10-11.

Ef 6, 1-4. Se trata ahora de las relaciones entre padres e hijos. Recuerda San Pablo el cuarto precepto del Decálogo -el primero de los que se refieren al prójimo- al que acompaña una promesa de bendición (cfr. Ex 20, 12; Dt 5, 16) para quienes lo cumplan. Honrar a los padres significa, por tanto, amarles y obedecerles como es debido, proveyendo a su cuidado con todo tipo de ayudas espirituales y materiales cuando por su edad o situación así lo requieran. A quienes cumplan este precepto, el Señor promete felicidad y una larga vida en la tierra.
«En el Señor»: Aunque estas palabras faltan en algunos códices antiguos, su autenticidad es segura. Sirven para situar en el plano sobrenatural las relaciones entre padres e hijos. La razón última de la obediencia de los hijos a sus padres es el mandato divino, cuyo cumplimiento es de justicia. Los padres, por su parte, son llamados a ser comprensivos con los hijos, cumpliendo su misión de educarlos con verdadera actitud cristiana: buscando siempre el bien con sus instrucciones y correcciones.
«Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra, personal y social de los hijos (…). En la familia cristiana, enriquecida con la gracia y los deberes del sacramento del matrimonio, importa que los hijos aprendan desde los primeros años a conocer y adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el bautismo (…). Por medio de la familia, en fin, se introducen (los hijos) en la sociedad civil y en el Pueblo de Dios. Consideren, pues, los padres la importancia que tiene la familia verdaderamente cristiana para la vida y el progreso del mismo Pueblo de Dios» (Gravissimum educationis, 3).
«La familia recibe, por tanto, inmediatamente del Creador la misión y, por esto mismo, el derecho de educar a la prole; derecho al que no puede renunciar por estar inseparablemente unido a una gravísima obligación; derecho que es anterior a cualquier otro derecho de la sociedad y del Estado y que, por eso mismo, no puede ser violado por ninguna potestad terrena.
»El Doctor Angélico expresa así la inviolabilidad de este derecho: 'El hijo es naturalmente algo del padre (…); por eso, es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado del padre. Sería por lo tanto contrario a la justicia natural que el niño, antes del uso de razón, fuese sustraído al cuidado de los padres, o se dispusiera de él, de cualquier manera, contra la voluntad de los padres' (S.Th. II-II, q. 1, a. 12). Y como la obligación de los padres continúa hasta que la prole está en condiciones de proveerse a sí misma, perdura también el mismo inviolable derecho educativo. 'Porque la naturaleza -enseña el Angélico- no pretende solamente la generación de la prole, sino también su desarrollo y progreso hasta el perfecto estado del hombre en cuanto hombre, es decir, el estado de virtud' (S.Th. III, Suplemento, q. 41, a. 1)» (Divini illius Magistri, nn. 16-17).
No deben los padres mandar despóticamente, ni los hijos obedecer cuando el mandato sea contrario a la ley moral. Los padres, por tanto, no pueden exigir más de lo razonable. Así lo advierte el Apóstol: «No irritéis a vuestros hijos» (v. 4). La educación cristiana ha de basarse, pues, en la caridad, en el cariño y en el respeto exquisito de los padres a la libertad de sus hijos. Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer, y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable (Es Cristo que pasa, 27). Véase nota a Col 3, 20-21.

Ef 6, 5-9. Las relaciones laborales en esta época estaban basadas, en gran parte, en la esclavitud. San Pablo no denuncia directamente esta situación, pero aprovecha esta carta para establecer el fundamento de las relaciones entre amos y siervos. Al poner de relieve la dignidad de la persona humana, el Apóstol expresa claramente la doctrina: las relaciones humanas se sobrenaturalizan elevándolas hasta Cristo. De ahí que los amos deban ser justos con sus siervos, sin forzarlos con amenazas, pues tanto unos como otros tienen un mismo Señor en los cielos, que «no hace acepción de personas» (v. 9). De otra parte, los esclavos no deben trabajar por el mero afán de recibir una recompensa humana, por resignación, sino «sirviendo de buena gana como quien sirve al Señor y no a los hombres» (v. 7). Se establecían así las condiciones que, siglos después, llevarían a la abolición de la esclavitud. Esto se produjo cuando el espíritu cristiano impregnó con su savia todo tipo de relaciones humanas, también las laborales.
La doctrina social de la Iglesia ha proyectado la luz de la fe y de la caridad sobre el mundo del trabajo, desempeñando una misión fundamental en la construcción de una sociedad más humana y más cristiana. Así, por ejemplo, el Magisterio enseña que «es menester que a la ley de la justicia se una la ley de la caridad (…). La justicia sola, aun observada puntualmente, puede, es verdad, hacer desaparecer la causa de las luchas sociales, pero nunca unir los corazones y enlazar los ánimos (…). La verdadera unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del mismo Padre celestial (…). Sólo entonces los ricos y todos los dirigentes cambiarán su indiferencia habitual hacia los hermanos más pobres en un amor solícito y activo, recibirán con corazón abierto sus peticiones justas y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte, los obreros, depuesto sinceramente todo sentimiento de odio y envidia de que tan hábilmente abusan los propagadores de la lucha social, aceptarán sin molestia el puesto que les ha señalado la divina Providencia en la sociedad humana, o mejor dicho, lo estimarán mucho, bien persuadidos de que colaboran útil y honrosamente al bien común, cada uno según su propio grado y oficio, y que siguen así de cerca las huellas de Aquél que, siendo Dios, quiso ser entre los hombres Artesano y aparecer como hijo de Artesano» (Quadragesimo anno, n. 56).
Más recientemente, Juan Pablo II ha recordado que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre» (Laborem Exercens, 3). A este respecto deja constancia de que «el trabajo es un bien del hombre -es un bien de su humanidad-, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido 'se hace más hombre'» (Ibid., n. 9).
Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres (Es Cristo que pasa, 47).

Ef 6, 10-20. Después de los consejos a padres e hijos, siervos y amos, el Apóstol hace una consideración de suma importancia: la necesidad de estar preparados para la lucha «contra los dominadores de este mundo» (v. 12). Se está refiriendo a los ángeles que se rebelaron contra Dios y fueron ya vencidos por Cristo (1Co 15, 24; Col 1, 13-14; Col 2, 15), pero contra quienes aún hemos de mantener la lucha. Esa lucha ha de proseguir hasta el fin, y por eso, con términos castrenses tomados del armamento que llevaban los soldados romanos, describe cómo ha de ser ese combate. En primer lugar recomienda revestirse con «la armadura de Dios» (v. 13) puesto que los «dominadores» con quienes se ha de entablar la lucha no pueden ser vencidos sino con armas del todo espirituales, que Dios proporciona a quienes le aman: la verdad, la justicia, la paz, la fe (vv. 14-16), sin olvidar que se ha de estar «orando en todo tiempo movidos por el Espíritu» (v. 18), manteniendo viva la fraternidad.
Estas armas, al ser sobrenaturales, garantizan la victoria y permiten, por tanto, combatir con seguridad y alegría. «Llenémonos, pues, de confianza -exhorta San Juan Crisóstomo- y despojémonos de todo para afrontar esos asaltos. Cristo nos ha revestido de armas más resplandecientes que el oro, más resistentes que el acero, más ardientes que la llama, más ligeras que un leve soplo de aire (…). Son armas de naturaleza totalmente nueva, pues han sido forjadas para un combate inédito. Yo, que no soy más que un hombre, me veo obligado a asestar golpes a los demonios; yo, que estoy revestido de carne, lucho contra las potencias incorpóreas. También Dios me ha fabricado una coraza que no es de metal, sino de justicia: me ha preparado un escudo no de bronce, sino de fe. Tengo en la mano una espada aguda, la palabra del Espíritu (…). Es necesario que tu victoria sea la de un hombre que rebosa contento» (Catequesis bautismales, III, 11-12).
San Pablo, que en ese momento se halla en prisión, encadenado (v. 20) y necesitado de la ayuda de Dios y de todos los hermanos en la fe pide que recen por él (v. 19), para que pueda predicar con libertad y eficacia el Evangelio.

Ef 6, 16. El demonio no cesa de buscar de un modo u otro la perdición eterna del hombre. Pero, una vez vencido por Cristo en la cruz, ya no tiene poder efectivo sobre nosotros, siempre que acudamos a la lucha empleando las armas de la fe y la plena confianza en Dios. Así razonaba San Juan de Ávila: «Como este enemigo pueda más que nosotros, debemos aprovechamos del 'escudo de la fe', que es cosa sobrenatural, así como con una palabra de Dios, o con recibir los Sacramentos, o con una doctrina de la Iglesia. Y creyendo firme con el entendimiento que todo el poder es de Dios» (Audi, filia, cap. 30).

Ef 6, 18. Entre los diversos medios sobrenaturales para luchar contra las asechanzas del enemigo, se destaca la oración. «La oración es, a no dudarlo, el arma poderosísima -comenta San Alfonso María de Ligorio- por la que el Señor nos da la victoria contra todas las pasiones malvadas y tentaciones infernales; pero esta oración hay que hacerla con espíritu, es decir, no sólo verbalmente, sino de corazón. Debe, además, ser continua y en todas las circunstancias de la vida, porque así como las batallas son continuas, así ha de serlo también la oración (…). Y añade el Apóstol: 'Por todos los santos', porque no sólo debemos rezar por nosotros, sino por la perseverancia de todos los fieles que se hallan en gracia de Dios» (Reflexiones sobre la Pasión, cap. 9, 3).
El Apóstol señala también como medio sobrenatural para esa lucha la solícita vigilancia por la santidad de los demás. Como consecuencia de esa preocupación es probable que veamos en el prójimo, junto a sus muchas virtudes, algunos defectos. Esto no debe ser ocasión de desprecio ni de crítica, sino de pedir por él y ayudarle a vencer. «Si descubres algún defecto en el amigo -recomienda San Ambrosio-, corrígele a solas: si no te escucha repréndele abiertamente. Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor, aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro de los Proverbios: las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de los aduladores (Pr 27, 6)» (De officiis ministrorum, III, cap. XII, 127).

Ef 6, 21-22. En estos versículos, los únicos en toda la carta de tipo personal, se basan quienes piensan que las noticias de esta carta ya habían sido comunicadas a otras iglesias, sobre todo si se tiene en cuenta la expresión «también vosotros» del v. 21. Tal vez se encuentre en él una alusión a la carta enviada a los colosenses, escrita con anterioridad y en la que (cfr. Col 4, 7-8) se aprecia un estrecho paralelismo con este pasaje.

Ef 6, 23-24. La fórmula de esta bendición final, en tono solemne y expresada en tercera persona, parece dirigirse a los cristianos en general. La paz y la gracia, que casi siempre van unidas en las cartas paulinas, aparecen aquí separadas. La expresión «incorruptible» del final puede referirse a los cristianos que aman a Cristo y gozan ya aquí de un anticipo de la gloria del Cielo; o a Jesucristo, amado por los fieles en su gloria eterna.