FILIPENSES

Flp 1, 1-2. La epístola comienza, como de costumbre, con unas palabras de saludo. San Pablo los llama «santos», modo habitual de designarse los cristianos entre sí, puesto que han sido consagrados o santificados por el Bautismo (cfr. nota a Ef 1, 1). Esta denominación resalta, por una parte, la elección divina de que han sido objeto, y que se manifiesta en la ceremonia de la unción o consagración dentro del rito bautismal, por el que se entra a formar parte del Pueblo santo de Dios, que es la Iglesia. Por otro lado el apelativo «santo» evoca la dignidad de la vocación otorgada por Dios, y el deber de correspondencia fiel a la llamada a la santidad que cada uno ha recibido.
Toda la epístola tiene un aire de carta familiar, en donde las enseñanzas dogmáticas y morales se alternan con las noticias personales. La fuerza del amor hace persuasivas las palabras del Apóstol. En esta ocasión San Pablo se limita a poner su nombre al principio de la epístola, sin hacer constar sus títulos de autoridad -Apóstol de Jesucristo (cfr. Rm 1, 1; 1Co 1, 1; 2Co 1, 1; Ga 1, 1; Ef 1, 1; Col 1, 1)- que no es necesario recordar a una comunidad tan obediente y unida a él.
Timoteo, cuyo nombre figura junto al de Pablo en el encabezamiento de la Carta, había colaborado con el Apóstol en la predicación y conversión de los filipenses, acompañándolo en alguno de sus viajes apostólicos (cfr. Hch 16, 1.3.10 ss.; Hch 20, 4) o siendo enviado por él (cfr. Hch 19, 22). Era, por tanto, bien conocido y amado por la iglesia de Filipos.
En el Antiguo Testamento se llama siervos de Yahwéh a algunos hombres ilustres -Moisés (Ex 14, 31), Josué (Jos 24, 29), David (2S 3, 18), etc.- de los cuales Dios se servía para llevar a cabo sus designios. Pablo y Timoteo son «siervos de Cristo Jesús», es decir, personas que sirven a Dios en la predicación del Evangelio.
Nuestro Señor Jesucristo escogió a los doce Apóstoles y, con Pedro a la cabeza, les confió la misión de hacer discípulos a todos los pueblos, así como de santificarlos y gobernarlos. Para cumplir este encargo tuvieron diversos colaboradores en su ministerio, y como esta misión divina había de durar hasta el fin del mundo, establecieron sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada que es la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 20). Pocos años después de recibir esta misión del Señor ya existían en las comunidades cristianas algunos de estos colaboradores, a los que el Apóstol designa aquí con los títulos de «obispos y diáconos». La palabra griega epískopos significa «vigilante, guardián, moderador», y diákonos «servidor, ayudante». Aunque en aquella época estos nombres no se utilizaban con el sentido preciso que tienen actualmente, nos dan a entender que ya entonces las iglesias locales tenían una organización jerárquica (cfr. nota a Hch 11, 30). Los «diáconos», servidores, en tiempos de la redacción de la Carta a los Filipenses, parece que pueden ya considerarse como ministros sagrados, auxiliares de los Obispos (cfr. Hch 6, 1 ss.).
Es digno de notar que los nombres de los diferentes cargos ejercidos dentro de la Iglesia, hacen referencia siempre a una función de servicio. Los obispos han sido elegidos para «el servicio de la comunidad, presidiendo en lugar de Dios el rebaño del que son pastores como maestros de la doctrina, sacerdotes del culto sagrado, ministros del gobierno de la Iglesia» (Lumen gentium, 20). Por su parte, los diáconos, «confortados con la gracia sacramental, prestan su servicio al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el obispo y su presbiterio» (Lumen gentium, 29).
Pablo (cfr. 1Tm 5, 17; Tt 1, 5). En tiempos del Apóstol todavía no se había llegado a una distinción precisa en la terminología sobre las órdenes sagradas. Posiblemente, los «obispos» de que aquí se habla pertenezcan al mismo grado de la jerarquía que los «presbíteros» de otras epístolas: son ministros sagrados de grado inferior a los Apóstoles y sus colaboradores -Timoteo, Tito, etc.-, que presiden las comunidades cristianas. Su función sería algo similar a la que después desempeñarían los párrocos.
Sobre el saludo «la gracia y la paz», véase la nota a Ef 1, 2.

Flp 1, 2. Véase nota a Rm 1, 7, segunda parte.

Flp 1, 3-5. «Vuestra participación»: En el original «vuestra comunión». Esta palabra de amplio significado en el Nuevo Testamento, indica primordialmente unión profunda de ideas, conducta y vida. Se utiliza a veces para referirse a las colectas en favor de los necesitados (cfr. Rm 15, 26; 2Co 9, 13).
A pesar de que los fieles de Filipos eran en general de condición bastante modesta y estaban padeciendo muchas tribulaciones (cfr. 2Co 8, 2), nunca regatearon esfuerzos a la hora de socorrer a los demás y de cooperar en la propagación de la Iglesia, tanto con sus limosnas (cfr. 2Co 8, 3-4), como con su entrega personal (cfr. 2Co 8, 5), sus oraciones y la ayuda prestada a los ministros del Evangelio, como es el caso del propio Apóstol (cfr. Flp 4, 14-16).
San Pablo reconoce las dificultades que debieron sufrir como consecuencia de su respuesta generosa a las exigencias de la fe -don de Dios (cfr. v. 29) que es necesario agradecer-, y por eso persevera en su oración para que no les falten las gracias necesarias.

Flp 1, 4. «Con gozo»: La alegría del Apóstol es una de las notas sobresalientes de esta epístola, causada de modo especial por el buen espíritu y comportamiento de los filipenses. San Pablo los recuerda con gozo en su oración. Más adelante, en Flp 3, 1, les dice que estén alegres en el Señor. Poco después, en Flp 4, 4, reitera por dos veces su exhortación a la alegría que nace de la cercanía del Señor (cfr. notas a Flp 4, 4; Flp 4, 5-7).
Por lo demás, la exhortación a la alegría verdadera aparece con mucha frecuencia en los escritos cristianos primitivos: «Revístete de la alegría que halla siempre gracia delante de Dios y le es acepta, y ten en ella tus delicias. Porque todo hombre alegre obra el bien y piensa en el bien y desprecia la tristeza» (Pastor de Hermas, X, cap. 3, 1).
La alegría es un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22) y una virtud íntimamente unida a la caridad sobrenatural, que es su causa (cfr. S.Th. II-II, q. 23, a. 4). Es un don del que goza el alma en gracia, independientemente de las circunstancias ambientales o personales. Proviene de la unión con Dios y del descubrimiento de la amorosa providencia con la que Dios vela por sus criaturas y, de modo particular, por sus hijos. La alegría da serenidad, paz y objetividad al cristiano en todas las acciones de su vida.

Flp 1, 6. El Antiguo Testamento enseña que «Dios es clemente y misericordioso, tardo para la ira, y rico en amor y fidelidad» (Ex 34, 6; cfr. Sal 118, 1-Sal 136, 26). Por ser fiel cumple siempre su palabra y las promesas que hace a su pueblo (cfr. Dt 34, 4). Por ello, el hombre puede abandonarse en sus manos sin temor, pues Él es su refugio seguro (cfr. Sal 31, 5-6). El Apóstol manifiesta en este texto, una vez más, su confianza en la fidelidad divina (cfr. 1Co 10, 13; Hb 6, 17): Dios, que comenzó en los fieles la obra de la salvación mediante el don de la fe y la infusión de la gracia santificante, los seguirá enriqueciendo con sus gracias hasta el encuentro con Cristo en su gloria (cfr. 1Co 1, 4-9).
El Magisterio de la Iglesia, tomando precisamente como fundamento este versículo, ha enseñado, frente a la herejía pelagiana, que tanto el inicio de la fe, como su aumento, y el acto de fe por el que creemos, son fruto del don de la gracia y de la libre correspondencia humana (cfr. Conc. II de Orange, can., 5). Siglos más tarde, el Concilio de Trento reiteró esta enseñanza: así como Dios ha empezado la obra buena, la acabará, si los hombres cooperamos con su gracia (cfr. De iustificatione, cap. 13).
La consideración de esta verdad -explica San Francisco de Sales- nos hace comprender que debemos confiar en Dios: «Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos, es decir, de aquellos que poseen la caridad, haciéndoles caminar delante de Él, tendiéndoles su mano en las dificultades. Así lo declaró por Isaías: 'Soy tu Dios, que te toma de la mano y te dice: No temas, yo te ayudaré' (Is 41, 13). De modo que, además de mucho ánimo, debemos tener suma confianza en Dios y en su auxilio, pues si no faltamos a la gracia, Él concluirá en nosotros la buena obra de nuestra salvación, que ha comenzado» (Tratado del amor de Dios, lib. 3, cap. 4.).
Junto a esa confianza en el auxilio divino es necesario el esfuerzo personal por corresponder a la gracia, pues, en palabras de San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermo 169, 13).
«El día de Cristo Jesús»: Véase nota a 1Co 1, 8-9.

Flp 1, 7. La vocación de San Pablo al apostolado es pura gracia de Dios (cfr. Rm 1, 1; 1Co 1, 1; Col 1, 25; etc.). No obstante, para ser fiel a esa llamada trabajó y sufrió toda clase de tribulaciones. No regateó esfuerzos por extender con su palabra la doctrina del Evangelio, defenderla de los ataques que sufría en esos primeros momentos y fortalecer la fe de quienes se habían convertido (cfr. 2Co 11, 23-33).
«Partícipes de mi gracia»: Todo cristiano ha sido llamado a colaborar en la misión apostólica. «Cristo confirió a los Apóstoles y a sus sucesores el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su propio nombre y autoridad. Los laicos, por su parte, al haber recibido participación en el ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les atañe en la misión total del pueblo de Dios. Con su trabajo ejercen realmente el apostolado, evangelizando y santificando a los hombres y perfeccionando y saturando de espíritu evangélico el orden temporal, de tal forma que su actividad en este orden constituye un claro testimonio de Cristo y contribuye a la salvación de los hombres. Y como propio de los laicos es vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, Dios llama a los laicos a que, en el fervor del espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a la manera de fermento» (Apostolicam actuositatem, 2).

Flp 1, 8. «En las entrañas de Cristo Jesús»: La identificación de San Pablo con nuestro Señor es tan grande que puede decir que han pasado a su corazón los mismos afectos del corazón de Cristo. El amor sobrenatural no se opone al afecto humano, sino que lo asume y lo eleva a un plano superior. Toda esta epístola es un magnífico testimonio de cómo se entrelazan ambos amores. La caridad «une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes reina -enseña León XIII-, y hace que reciban de Dios la vida del alma y vivan con Él y para Él. Y con la caridad y el amor de Dios ha de ir unido el amor del prójimo, pues los hombres participan de la bondad infinita de Dios, de quien son imagen y semejanza» (Sapientiae christianae, nn. 51-52).
La ayuda a los demás es la mejor manifestación de amor verdadero, «porque -escribe Santa Teresa- si amamos a Dios no se puede saber (aunque hay indicios grandes para entender que le amamos), pero el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas de que mientras más avancéis en éste, más lo hacéis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca de mil maneras el que tenemos a Su Majestad» (Moradas, V, cap. 3, 8).
Este amor es el fundamento de la eficacia apostólica: «Signo de amor -en palabras de Pablo VI- será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad. Signo de amor será igualmente dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo» (Evangelii nuntiandi, n. 79).

Flp 1, 9-11. «Sensatez»: Se trata del «sentido cristiano» que proyecta su luz sobrenatural sobre los acontecimientos de la vida ordinaria, para alcanzar su enjuiciamiento recto. Es un concepto cercano al de la «sabiduría», tal como aparece en la Sagrada Escritura.
Las oraciones y exhortaciones hechas por San Pablo hasta aquí pretenden incrementar cada vez más la caridad. Puesto que la caridad es una virtud sobrenatural «es necesario pedir a Dios su incremento, ya que sólo Dios puede hacer esto en nosotros» (Comentario sobre Flp, ad loc.). El crecimiento en la caridad trae, como consecuencia, el logro de un mayor «conocimiento» de Dios. «El que ama -dice Santo Tomás- no se contenta con un conocimiento superficial del amado, sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen, y así penetra hasta su interior» (S.Th. I-II, q. 28, a. 2, c.). El afán de conocer a Dios empuja a acercarse cada vez más a Jesucristo, para procurar asimilar sus palabras y su doctrina, y a esforzarse por llevar a la propia vida estas verdades salvíficas. Así se podrá actuar con «plena sensatez», sabiendo qué es lo mejor en cada caso.
El trato personal con Dios en la oración, la identificación con Cristo mediante la recepción asidua de los sacramentos, y la acción del Espíritu Santo que inhabita en el alma en gracia, proporcionan al cristiano un saber peculiar que le permite discernir lo bueno de lo malo en las diversas situaciones concretas. El don de sabiduría al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida (…).
No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano.
La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido
(Es Cristo que pasa, 133).

Flp 1, 12-14. «Pretorio»: Se llamaban así las residencias de los gobernadores romanos en las distintas provincias del Imperio, y por antonomasia el cuartel de la guardia pretoriana encargada de custodiar el palacio del emperador, en Roma. Sobre cuál sea la prisión donde el Apóstol escribe esta epístola, cfr. Introducción a la Epístola a los Filipenses, «Lugar y fecha de composición».
En estos versículos se relatan algunas noticias personales. Sin embargo, San Pablo no piensa en sí mismo, pues tiene el corazón y la cabeza puestos en Cristo. Por eso no habla de su salud o de las dificultades que tenía en la cárcel, sino de cómo han servido todas esas circunstancias para el progreso del Evangelio.
Con su palabra y su ejemplo ha hecho patente ante todo el pretorio cuál es el motivo de su prisión: su fidelidad en la predicación de la doctrina cristiana. Cuanto relata San Pablo sirve para constatar la eficacia del testimonio cristiano. Con su ejemplo, los discípulos de Cristo «plantean a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, ese testimonio constituye ya de por sí una buena proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva (…). Sin embargo, esto es insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es (…) explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús» (Evangelii nuntiandi, nn. 21-22).
El Apóstol acompaña su ejemplo con la predicación. Ese modo de obrar estimuló a los demás hermanos en la fe a confiar en el Señor y a perder el miedo de hablar claramente de Dios. El apostolado no debe detenerse porque las circunstancias sean aparentemente adversas.
Resplandece también en este texto la gran eficacia salvífica del sufrimiento: la prisión de San Pablo ha servido «para mayor difusión del Evangelio» (v. 12). En primer lugar porque la conducta del Apóstol fue una ocasión propicia, aunque penosa, para hacer llegar a muchas personas el mensaje evangélico. Además, porque las dificultades y el dolor tienen una gran eficacia en la propia santificación personal y en el servicio a los demás, y constituyen ocasiones privilegiadas de identificarse con Jesucristo. «Si un hombre se hace partícipe de los sufrimientos de Cristo -nos enseña Juan Pablo II-, esto acontece porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre, porque Él mismo en su padecimiento redentor se ha hecho, en cierto sentido, partícipe de todos los dolores humanos. El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado» (Salvifici doloris, 20). La gran eficacia sobrenatural que comportan los padecimientos por Cristo radica en que «quienes participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus aflicciones una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás» (Ibid., n. 27).
Así, pues, la dificultades o las circunstancias aparentemente adversas no han de ser consideradas como obstáculos, sino como medios valiosísimos para el apostolado. La aceptación del dolor y la práctica de la mortificación voluntaria son etapas ineludibles en la tarea de la personal santificación y en el apostolado. Por eso, exhortaba con fuerza San Josemaría Escrivá: Purificad la intención, ocupaos de todas las cosas por amor a Dios, abrazando con gozo la cruz de cada día. Lo he repetido miles de veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.
No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso
(Amigos de Dios, 132).
«Predicar sin miedo la palabra de Dios»: En la Neovulgata dice solamente «la palabra», que probablemente es la lección original, pero en nuestra traducción hemos añadido «de Dios», porque así aparece en muchos códices griegos y latinos muy importantes y, además, porque parece más clara para el lector de la traducción castellana.

Flp 1, 15-18. «Por envidia y rivalidad»: No sabemos a quiénes se refiere, pero no parece que sean los judaizantes, como en el caso de la Carta a los Gálatas o a los Colosenses. San Pablo, que no piensa en sí mismo sino en Cristo y en el bien de las almas, se alegra de que sea predicado el Evangelio, aunque sea por quienes actúan sin rectitud de intención (v. 18). Esa debe ser la actitud del cristiano: alegrarse siempre de que otros trabajen por Cristo.
La enseñanza de Jesús en el Evangelio era ya clara: «Maestro, hemos visto a uno expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros. Jesús contestó: No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9, 38-40). El fundamento de esta enseñanza radica en que el apóstol es sólo un instrumento de Dios para servir a las almas, pero no es el dueño de ellas. Que aprendamos que las almas son de Dios -nos recuerda el Fundador de la Universidad de Navarra-, que nadie en esta tierra puede atribuirse esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia -su anuncio y su realidad de salvación- no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la gracia divina (Amigos de Dios, 267).

Flp 1, 19. Estar encarcelado por predicar a Cristo, e incluso tener que sufrir a quienes anuncian el Evangelio por rivalidad, no quita la paz al Apóstol, pues sabe que eso le identifica con Jesucristo. «Y esto porque cuando hacemos algún bien para cooperar a la salvación de los otros, redunda en nuestra propia salvación» (Comentario sobre Phil, ad loc.). Así lo enseña también el Apóstol Santiago, cuando dice que «quien convierte a un pecador de su extravío, salvará su alma de la muerte y cubrirá una muchedumbre de pecados» (St 5, 20).

Flp 1, 20. «Cristo será glorificado en mi cuerpo»: Tanto si continúa viviendo -porque podrá seguir con su misión apostólica-, como si es necesario afrontar el martirio, en cualquier caso podrá dar testimonio de Cristo.
Todo cristiano está unido a Cristo por el Bautismo (cfr. Rm 6, 5), unión que se refuerza en la Eucaristía (cfr. 1Co 10, 16-17). Así, pues, el creyente debe aspirar a identificarse de tal modo con Jesús que pueda decir como el Apóstol: «Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Todo cuanto posee el hombre es un don recibido de Dios; y la vida corporal del cristiano, con sus sufrimientos e incluso con su muerte, se identifica de alguna manera con la vida misma de Cristo: ésta es la meta de la vida cristiana ya en este mundo.

Flp 1, 21-26. San Pablo manifiesta el deseo que tiene de «morir para estar con Cristo». El verbo griego que usa para referirse a la muerte, desatar, se solía utilizar para designar la acción de soltar las amarras de una nave antes de salir del puerto, o de levantar los campamentos para trasladar el ejército a otro lugar. El Apóstol entiende, pues, la muerte como una liberación de las ataduras terrenas, para ir en seguida a «estar con Cristo». Estas palabras enseñan que quienes mueren en gracia no tienen que esperar al Juicio Universal para gozar de Dios en el Cielo. Así lo ha enseñado también el Magisterio de la Iglesia, apoyado en las Sagradas Escrituras, en el II Conc. de Lyon: «Aquellas almas que, después de recibido el sagrado Bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquellas que, después de contraída, se han purificado (…), son recibidas inmediatamente en el Cielo» (Profesión de fe de Miguel Paleólogo).
El espíritu del Apóstol se debatía por dos sentimientos opuestos. Sin embargo el ansia de estar junto a Cristo no le impide ocuparse generosamente en el bien de las almas. Por eso deseaba vivir en este mundo, para seguir trabajando en la conversión de los gentiles y en el cuidado de las comunidades cristianas que, fundadas e impulsadas por él, iban floreciendo cada vez más.
A pesar de lo incierto de su futuro, San Pablo se inclina a pensar que seguirá viviendo para provecho sobrenatural de los filipenses y de otros fieles.

Flp 1, 21. El morir es «una ganancia», pues la muerte, para una persona que está en gracia de Dios, supone la entrada en el gozo del Señor, verlo cara a cara (cfr. 1Co 13, 12) y disfrutar de aquello que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2, 9). El deseo de gozar de Dios en el Cielo hacía cantar a Santa Teresa de Jesús:
«Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero» (Poesías, 2).
«Cristo mismo, el maestro de nuestra salvación, enseña cuánto aprovecha dejar esta vida; cuando sus discípulos se entristecían porque Él había dicho que ya se iba a marchar, les habló diciendo: 'Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre' (Jn 14, 28), enseñando y mostrándoles que, cuando las personas queridas salen de este mundo, debemos alegrarnos más que dolernos» (San Cipriano, De mortalitate, 7). A la luz de la fe, la muerte es en definitiva el paso a la vida eterna. Sin embargo, para aguardar con esperanza ese tránsito, no debemos olvidar que nuestro «vivir es Cristo», también en esta tierra. De una parte, porque la vida sobrenatural es la vida de la gracia y ésta nos ha sido ganada por Cristo; de otra, porque amar y dar a conocer a Cristo ha de constituir la razón de ser de nuestra vida. Un cristiano tiene que procurar que su vida dé abundantes frutos de santidad, aprovechando su trabajo y todas las circunstancias ordinarias de su existencia para acercar a otros a Cristo.
«Si habéis encontrado, pues, a Cristo -exhorta Juan Pablo II-, ¡vivid para Cristo, vivid con Cristo!, y anunciadlo en primera persona, como auténticos testigos: 'Para mí, el vivir es Cristo'. He aquí también la verdadera liberación: proclamar a Jesús libre de ataduras, presente en unos hombres transformados, hechos nueva creatura» (Homilía Catedral Santo Domingo).

Flp 1, 27. El término griego traducido por «llevéis una vida» tiene un significado más preciso: «viváis como dignos ciudadanos». Los habitantes de Filipos gozaban del derecho de ciudadanía romana y estaban muy orgullosos de su dignidad (cfr. Introducción a la Epístola a los Filipenses). Pero los cristianos, junto con la posición que ocupan en la sociedad, tienen una ciudadanía en los cielos (cfr. Flp 3, 20). Por eso han de llevar «una vida digna del Evangelio de Cristo», como buenos ciudadanos del Reino de Dios, cuyo rey es Cristo (cfr. Jn 18, 37), obedeciendo fielmente sus leyes: la ley nueva de la gracia que se contiene en el Evangelio.
Sin embargo, la ciudadanía celestial y la terrena no son excluyentes: «El reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado como hijo a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (Gaudium et spes, 21).
Una vida auténticamente cristiana en medio del mundo es un testimonio ante todos los hombres, cristianos o no, de la presencia de Dios y de sus planes de salvación para toda la humanidad. Además, «contribuye mucho a esta manifestación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con un mismo espíritu colaboran en la extensión de la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad» (Gaudium et spes, 21). Esto es imprescindible en la lucha por implantar el Reino de Dios, pues «todo reino dividido contra sí mismo quedará desolado» (Lc 11, 17). Los primeros cristianos aprendieron bien esta lección, ya que se comportaban teniendo «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).

Flp 1, 28. Ahora, como en tiempos de San Pablo, no faltan los enemigos del Evangelio que procuran arrancar la fe del corazón humano. Los cristianos no han de dejarse intimidar por ellos, sino prestar mayor atención para mantenerse firmes en la fe. «Ante todo es necesario que cada uno entre en sí mismo, procurando con exquisita vigilancia conservar hondamente arraigada en su corazón la fe, precaviéndose de los peligros y, de modo especial, bien armado siempre contra varios sofismas engañosos. Para mejor poner a salvo esta virtud, juzgamos sobremanera útil y por extremo conforme a las circunstancias de los tiempos el esmerado estudio de la doctrina cristiana, según la posibilidad y capacidad de cada cual; empapando su inteligencia con el mayor conocimiento posible de aquellas verdades que atañen a la religión y por la razón pueden alcanzarse» (León XIII, Sapientiae christianae, n. 17).
Junto con la formación en la fe, es preciso que el cristiano sepa defenderla de los ataques que sufra: «Cada uno está obligado a propagar la fe delante de los otros, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles» (S.Th. II-II, q. 3, a. 2, ad 2). De nuevo León XIII, nos recuerda: «Ceder el puesto al enemigo, o callar cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir a la verdad, propio es, o de hombre cobarde, o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa. Lo uno y lo otro es vergonzoso e injurioso a Dios; lo uno y lo otro contrario a la salvación del individuo y de la sociedad: ello aprovecha únicamente a los enemigos del hombre cristiano, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos» (Sapientiae christianae, n. 18.

Flp 1, 29-30. A San Pablo no le fueron ahorrados ningún tipo de persecuciones ni dificultades en el cumplimiento de su misión. Los filipenses fueron testigos de la prisión que sufrió en su ciudad (cfr. Hch 16, 19-36), y ahora tenían noticias de su cautividad. Por eso les exhorta a seguir su ejemplo (cfr. v. 30). Los padecimientos que sufran por Cristo son una gracia, un don de Dios (cfr. v. 29).
El dolor, las contradicciones que podamos sufrir, la fatiga del trabajo, las dificultades en la lucha interior y en el apostolado, son ocasiones providenciales que nos permiten identificarnos más plenamente con Cristo, abrazándonos sin temor a su Cruz. ¡Con qué amor se abraza Jesús al leño que ha de darle muerte!
¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?
Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con Él
(Via Crucis, II).

Flp 2, 1-4. El v. 1 comienza con una frase de construcción muy forzada. Algunas versiones, entre ellas la Neovulgata han optado por una versión literal: «Si hay, pues, algún consuelo en Cristo, algún aliento del amor…». Es claro que se trata de una oración condicional, retórica, que está en lugar de una frase afirmativa, cuyo sentido se esclarece en el v. 2.
San Pablo apela de modo afectuoso al buen sentido cristiano de los fieles; por el tono de sus palabras parece decir: si queréis proporcionarme un consuelo en Cristo, colmad mi gozo, y prestad atención a los consejos que siguen (cfr. Santo Tomás de Aquino, Comentario sobre Phil, ad loc.).
Para vivir la unidad en la caridad (v. 2) el Apóstol recomienda actuar con rectitud de intención y humildad (vv. 3-4). Los cristianos corrientes, que tienen un trabajo profesional y están presentes en todos los ambientes de la sociedad, han de comportarse rectamente en todas sus acciones. Todas ellas, aun las que parecen más intrascendentes, han de hacerse con humildad, cara a Dios. Pero sin olvidar que su conducta tiene también una repercusión en los demás. No me olvidéis que estáis también en presencia de los hombres, y que esperan de vosotros -¡de ti!- un testimonio cristiano. Por eso, en la ocupación profesional, en lo humano, hemos de obrar de tal manera que no podamos sentir vergüenza si nos ve trabajar quien nos conoce y nos ama, ni le demos motivo para que se sonroje (Amigos de Dios, 66).
Es grande la responsabilidad; nuestro comportamiento puede servir de estímulo y de buen ejemplo a los demás. «Tratemos, pues, hermanos -dice San Agustín-, no sólo de vivir bien, sino de portarnos bien delante de los demás. Procuremos que no tenga que reprendernos nada nuestra conciencia, y, además, teniendo en cuenta nuestra fragilidad, poniendo todo el cuidado que podamos, evitemos que pueda pensar mal el hermano menos formado» (Sermo 47, 14).

Flp 2, 3-11. El v. 3 exhortaba a considerar a los otros como superiores. Nuestro Señor, siendo superior a todos, no consideró su naturaleza divina como motivo para gloriarse delante de los hombres (v. 6). Al contrario, se humilló y se anonadó a Sí mismo (vv. 7-8) -no movido «por rivalidad ni por vanagloria» (v. 3), ni buscando «el propio interés» (v. 4)-, y obedeció «hasta la muerte» (v. 8) cumpliendo así el plan de salvación que el Padre había determinado en favor de los hombres. Contemplando este modelo se podrá entender que padecer por Cristo es signo de salvación (cfr. Flp 1, 28-29), pues Él, tras los sufrimientos de su Pasión y Muerte, fue públicamente glorificado ante todas las criaturas (cfr. vv. 9-11).
Nuestro Señor ofrece el más perfecto ejemplo de humildad. «El cetro de la majestad de Dios, el Señor Jesucristo -comenta San Clemente Romano- no ha venido con jactancia y arrogancia, aunque lo hubiera podido hacer, sino con humildad (…). Ved, hermanos amadísimos, qué ejemplo se nos da: si el Señor se ha humillado tanto, ¿qué hemos de hacer nosotros, que por Él, nos hemos puesto bajo el yugo de su caridad?» (Ad Corinthios, 13).

Flp 2, 3-4. En cualquier hombre -escribe Santo Tomás de Aquino- existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol 'llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores' (Flp 2, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente (S.Th. II-II, q. 103, a. 2-3). La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona -por su honor, por su buena fe, por su intimidad-, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia.
La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador
(Es Cristo que pasa, 72).

Flp 2, 5. La recomendación del Apóstol, «tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio -nos enseña Pío XII-, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, por fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: Con Cristo estoy crucificado (Ga 2, 19)» (Mediator Dei, 22).

Flp 2, 6-11. Al hablar de Jesucristo, el Apóstol no se limita a ofrecer un simple ejemplo. Transcribiendo quizá un himno litúrgico utilizado por los primeros cristianos, con algunos retoques personales, expone -bajo la inspiración del Espíritu Santo- la doctrina cristológica con una profundidad extraordinaria. De este modo, enseña a vivir las virtudes cristianas a la luz de las verdades más sublimes de la fe.
Éste es uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento que revelan la divinidad de Jesucristo. La epístola fue escrita hacia el año 62, o quizá antes, hacia el 55, y si pensamos que el himno de Flp 2, 6-11 ya era utilizado con anterioridad, este pasaje es un testimonio claro de que los cristianos proclamaban, ya en aquellos primeros años, que Jesús, nacido en Belén, crucificado, muerto y sepultado, el mismo que resucitó, era verdaderamente Dios y hombre a la vez.
El himno se puede dividir en tres partes. La primera (vv. 6 y principio del 7), trata de la humillación de Cristo al hacerse hombre. La segunda (final del v. 7 y v. 8), constituye el centro de todo el pasaje, y proclama hasta qué límite llegó su humildad: en su condición de hombre aceptó por obediencia morir en la cruz. La tercera (vv. 9-11), describe su gloriosa exaltación. San Pablo tiene presente la divinidad de Jesús, en virtud de la cual existía desde toda la eternidad. Centra su atención, no obstante, en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad. Su humillación no consistió solamente en hacerse hombre, como nosotros, ocultando la gloria de su Divinidad en su Humanidad santísima, sino que además llevó una vida de sacrificios y sufrimientos, que alcanzarían su consumación en la cruz, en la que fue despojado de todo, como un esclavo. Pero, una vez cumplida su misión, vuelve a manifestarse con toda la gloria que en virtud de su naturaleza divina le corresponde, y que su naturaleza humana había merecido.
El Hombre-Dios, Jesucristo, culmina su existencia terrena en la cruz, y, por la cruz, entra en su gloria, como Señor y Mesías. Este acontecimiento pone a todo el universo en camino de salvación.
Jesucristo nos da una admirable lección de humildad y obediencia. Aprendamos de esta actitud de Jesús -recuerda San Josemaría Escrivá-. En su vida en la tierra, no ha querido ni siquiera la gloria que le pertenecía, porque teniendo derecho a ser tratado como Dios, ha asumido la forma de siervo, de esclavo (cfr. Flp 2, 6-7). El cristiano sabe así que es para Dios toda la gloria; y que no puede utilizar como instrumento de intereses y de ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio.
Aprendamos de Jesús. Su actitud, al oponerse a toda gloria humana, está en perfecta correlación con la grandeza de una misión única: la del Hijo amadísimo de Dios, que se encarna para salvar a los hombres
(Es Cristo que pasa, 62).

Flp 2, 6-7. «Siendo de condición divina»: Literalmente se podría traducir «subsistiendo en forma de Dios». La «forma» es el aspecto que ofrece al exterior una cosa, y que manifiesta su naturaleza íntima. Tratándose de Dios, que es invisible, no puede referirse a unas apariencias sensibles; la «forma de Dios» es un modo de designar a la naturaleza divina. Lo primero que deja claro San Pablo es que Jesucristo es Dios, y lo era antes de la Encarnación. En efecto, nuestro Señor Jesucristo es «el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano).
«No consideró como presa codiciable el ser igual a Dios»: El término griego que hemos traducido por «igual a» no se refiere directamente a la igualdad de naturalezas, sino a la igualdad de derechos y tratamientos que lleva consigo el reconocimiento de una dignidad. Cristo era Dios y no podía perder su naturaleza divina; por tanto, tenía derecho a ser tratado como tal y a manifestarse con todas las prerrogativas de su gloria. Sin embargo, no se aferró a esa dignidad suya como a una fortuna poseída de hecho y de derecho, la cual se retiene ávidamente para hacer alarde de ella. En consecuencia, tomó la «forma de siervo». Podría haberse hecho hombre sin dejar de manifestar su gloria -como ocurrió momentáneamente en la Transfiguración (cfr. Mt 17, 1 ss.)-, pero quiso ser en todo, menos en el pecado, «semejante a los hombres», para lo cual tomó nuestra naturaleza humana. Así pudo, como profetizó Isaías en el Poema del Siervo de Yahwéh, llevar nuestras enfermedades y soportar nuestros dolores (cfr. Is 53, 4).
«Se anonadó»: Literalmente el verbo significa «vaciar», «despojarse». Pero Cristo no se despojó de su naturaleza divina, sino de la gloria externa que le correspondía y de la que lógicamente debía de haber disfrutado su humanidad. Desde toda la eternidad había existido en cuanto Dios, y a partir del momento de la Encarnación comienza a ser Hombre. Su anonadamiento no sólo ha consistido en que la divinidad haya unido a Sí en unidad de persona algo que es corporal y finito -una naturaleza humana-, sino que, además, en esa condición de hombre, no ha hecho ostentación de su gloria. No podía dejar de ser Dios, pero sí renunciar temporalmente al ejercicio de los derechos que se derivan de su condición divina, y así lo hizo.
Especialmente Flp 2, 6-8 puede sugerir en el lector cristiano el contraste entre Jesucristo y Adán. Éste, por tentación diabólica, aunque era mero hombre ambicionó ser como Dios (cfr. Gn 3, 5). Al consentir en ese deseo desordenado de la propia excelencia -en eso consiste la soberbia-, y cometer el pecado de desobediencia a Dios (cfr. Gn 3, 6), atrajo sobre sí y sobre toda la humanidad, que estaba en él como en un germen, las desgracias gravísimas, expresadas en el pasaje del Génesis por la expulsión del paraíso y la rebelión de las criaturas irracionales contra el hombre (cfr. Gn 3, 16-24). Por el contrario, Jesucristo, que poseía toda la gloria divina desde la eternidad, «se anonadó a sí mismo»: elige el camino de la humildad frente a la soberbia de Adán (y antes la del diablo). La obediencia de Cristo repara así la desobediencia del primer hombre, y constituye a la humanidad en situación de poder recobrar con creces los bienes naturales y sobrenaturales que había recibido de Dios al ser creado. Por eso, el himno de Filipenses canta gozoso la exaltación de Jesucristo tras haber contemplado con asombro el misterio de su humillación o anonadamiento (Kénosis dice el texto griego).
La actitud de Cristo al hacerse hombre es pues un magnífico ejemplo de humildad. «¿Qué hay de más humilde -se pregunta San Gregorio de Nisa- en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra pobre naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo entero no encuentra lugar en la posada (…); el puro e incorrupto se reviste de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras necesidades, llega hasta la experiencia de la muerte» (Oratio I de beatitudinibus).
Ese anonadamiento es una manifestación de la infinita bondad de Dios que ha querido salir al encuentro del hombre. Pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas (Amigos de Dios, 111).

Flp 2, 8. Jesucristo se encarnó «por nosotros los hombres, y por nuestra salvación», confesamos en el Credo. Todos los acontecimientos de su vida tienen un valor salvífico, y entre ellos, la muerte en la cruz representa la culminación de su obra redentora, pues, como dice San Gregorio de Nisa, «no le llegó la muerte por haber nacido, sino que tomó sobre Sí el nacimiento a causa de la muerte» (Oratio catechetica magna, 32).
La obediencia de nuestro Señor a los planes salvíficos del Padre, aceptando morir en la cruz, nos ofrece la mejor lección de humildad. Pues, en palabras de Santo Tomás, «la obediencia es señal de humildad verdadera» (Comentario sobre Flp, ad loc.). En aquellos tiempos la muerte de cruz era la más infamante de todas, pues estaba reservada a los malhechores. De ahí que la máxima humildad de Jesús estuvo en obedecer «hasta la muerte, y muerte de cruz». Quien tenía pleno derecho a manifestarse con toda la plenitud de la gloria divina, renuncia a ella hasta el extremo de sufrir la muerte más ignominiosa.
Además, su obediencia no consistió simplemente en dejarse someter a la voluntad del Padre, porque, como indica San Pablo, fue Él mismo quien se hizo obediente: su obediencia es activa, asumió como propios los designios salvíficos y los medios previstos por el Padre para alcanzar la salvación del género humano. Quiso voluntariamente entregar su vida en la cruz para redimir a todos los hombres. «Abajarse a la fuerza no es humildad -explica San Juan Crisóstomo. Hay humildad cuando uno se abaja voluntariamente y sin estar obligado a ello» (Hom sobre Flp, ad loc.).
La humillación de Cristo y su obediencia hasta la muerte son una manifestación de su amor hacia los hombres, pues «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Su iniciativa amorosa merece recibir la correspondencia de nuestro amor, manifestado en el afán de estar unidos a Él, pues el amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio (Amigos de Dios, 236).

Flp 2, 9-11. «Dios lo exaltó»: Literalmente dice «superexaltó», expresión que da idea de la magnitud de la glorificación recibida. Así se cumplió en nuestro Señor lo que Él mismo había anunciado a todos los hombres: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11).
En premio a la humillación de Cristo su Santísima Humanidad fue exaltada. En efecto, enseña el Magisterio de la Iglesia que tal exaltación se refiere sólo a su naturaleza humana, pues «en la forma de Dios el Hijo era igual al Padre, y entre el Genitor y el Unigénito no había ninguna separación en la esencia, ninguna diversidad en la majestad; ni por el misterio de la encarnación había perdido el Verbo algo que el Padre debiera devolverle como obsequio» (San León Magno, Promisisse me memini, cap. 8). La exaltación es la pública manifestación de la gloria que corresponde a la Humanidad de Cristo en virtud de su unión con la persona divina del Verbo. La unión con la «forma de siervo» (cfr. v. 7) supuso un gran acto de humildad realizado por el Hijo, pero trajo consigo la exaltación de la naturaleza humana asumida.
Para los judíos el «nombre que está sobre todo nombre» es el nombre de Dios (Yahwéh) al que la Ley mosaica obligaba a tener un respeto extraordinario. Por otra parte, para ellos, el nombre que se impone, sobre todo si es Dios quien lo otorga, no es un simple modo de llamar a la persona, sino que expresa algo que es propio de ella. Por tanto la expresión Dios «le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» quiere decir que Dios Padre concedió a la Humanidad de Cristo el poder manifestar la gloria de la divinidad que le corresponde en virtud de la unión hipostática, de forma que fuese adorada por todo el universo.
San Pablo describe la glorificación de Jesucristo con unas características similares a las que el profeta Daniel atribuye al Hijo del Hombre: «Se le concedió señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos y naciones y lenguas le sirvieron; su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio no ha de ser destruido» (Dn 7, 14). El señorío de Cristo se extiende a todas las realidades creadas. Normalmente en la Sagrada Escritura basta con nombrar los cielos y la tierra para referirse a todo cuanto contiene el universo; en este texto, al nombrar también los abismos se resalta con particular vigor la grandeza de su señorío, al que nada escapa. Jesucristo cumple así la profecía de Isaías sobre la soberanía universal de Yahwéh: «Ante Mí se doblará toda rodilla, por Mí jurará toda lengua» (Is 45, 23). Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder, y los hombres deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana: «Jesucristo es el Señor». La palabra griega Kýrios empleada por San Pablo en esta fórmula es utilizada por la antigua versión griega llamada de los Setenta para traducir del hebreo el nombre de Dios (Yahwéh). Por tanto esa frase quiere decir: «Jesucristo es Dios».
El Cristo exaltado es el Hombre-Dios que nació y murió crucificado por nosotros. Alcanzó la gloria de la exaltación después de pasar por la humillación de la cruz. También en esto Jesucristo nos da ejemplo: no podemos alcanzar la gloria del Cielo si no apreciamos el valor sobrenatural de las dificultades, la enfermedad y el sufrimiento, que son manifestaciones de que la cruz de Cristo está presente en nuestra vida ordinaria. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum (Flp 2, 8). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean (Es Cristo que pasa, 21).

Flp 2, 12-18. Como consecuencia de la meditación sobre el ejemplo de Cristo, San Pablo indica ahora a los cristianos que deben incrementar la lucha perseverante y generosa por su salvación. Ya se habían esforzado mientras el Apóstol estaba entre ellos; pero ahora, en su ausencia, deben continuar con renovado empeño (v. 12). Cuentan para ese mejoramiento interior con el impulso constante de la gracia, que les ayudará a llevar a la práctica los planes que Dios tiene acerca de ellos (v. 13).
Los fieles cristianos, con la ayuda de Dios, deben iluminar con su vida sencilla y recta el mundo en el que viven (v. 14). El Apóstol hace notar que su trabajo no habrá sido vano si se comportan como hijos de Dios y ponen de manifiesto ante los demás la palabra de salvación (vv. 16-17). Así, la correspondencia de los filipenses le compensa con creces y le colma de alegría (v. 18).

Flp 2, 12-13. La perseverancia en la fe y en la caridad hasta el final de la vida es un don de Dios. Se puede alcanzar si no se ponen obstáculos a las gracias que el Señor da de continuo. Acerca de este don, el Conc. de Trento advirtió que «todos deben depositar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, obrando el querer y el actuar» (De iustificatione, cap. 13).
«Conforme a su beneplácito»: La gracia que Dios otorga a cada uno para que pueda realizar acciones sobrenaturales es una manifestación de la benevolencia de Dios, el cual quiere que todos los hombres se salven. El hombre, por tanto, no puede hacer cosa alguna que conduzca a la vida eterna si no es movido por la gracia. Sin embargo la gracia no suprime la libertad, pues somos nosotros quienes queremos y actuamos. La incapacidad humana para realizar obras meritorias sólo con las fuerzas naturales no ha de ser motivo de desánimo. Al contrario, constituye una razón más de agradecimiento a Dios, pues Él siempre está pendiente de enviarnos el auxilio de su gracia; así podremos obrar el bien y hacer que esas buenas acciones nos sirvan para merecer el Cielo. San Francisco de Sales ilustra esta maravilla del amor de Dios con un ejemplo: «Cuando la tierna madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y sostiene cuanto es necesario, dejándole dar algunos pasos por los sitios menos peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole, o tomándole en sus brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos de sus hijos» (Tratado del amor de Dios, lib. 3, cap. 4).
Sin embargo, esta solicitud de Dios hacia el hombre no debe ser tomada como excusa para permanecer inactivos. Dios siempre desea entrar con su gracia dentro de cada persona (cfr. Ap 3, 20), pero no lo hará en quien se niega a escuchar su voz y le cierra su corazón. De ahí la recomendación de San Pablo: «Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor» (v. 12). Es ésta una invitación urgente a secundar la acción de la gracia de Dios en nuestra alma. El «temor» y el «temblor» son el temor filial de contristar a quien sabemos nos ama (cfr. 2Co 7, 15); este temor filial va íntimamente unido al gozo de servir a Dios (cfr. Sal 2, 11) y dulcificado por la certeza de que Dios mismo está empeñado en que seamos santos, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndose de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas (Es Cristo que pasa, 160).

Flp 2, 14-15. El comportamiento de un cristiano en medio de quienes en ocasiones pueden andar de espaldas a Dios, ha de ser «irreprochable y sencillo», digno de un hijo de Dios. De este modo iluminará mediante su trabajo y sus relaciones sociales «como lucero en el mundo», alumbrando a todos con la luz de Cristo. Que tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil. -Deja poso. -Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. -Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón
(Camino, 1).
Los primeros cristianos no temían al mundo, aunque estuvieran rodeados de hombres depravados y perversos. Aunque eran unos ciudadanos como los demás, con su modo de comportarse animaban sobrenaturalmente la sociedad de la que formaban parte. Cumplían en la práctica la enseñanza del Señor: «Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5, 16). «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (…). Diciéndolo con sencillez: lo que es el alma para el cuerpo, esto son los cristianos en medio del mundo» (Carta a Diogneto, V, 1 y 2; VI, 1).
Ahora, como entonces, los cristianos continúan siendo en medio de todas las actividades de los hombres un fermento de vida espiritual y auténticamente humana. Ninguna realidad les ha de resultar indiferente.
Aparte de las muchas razones humanas que están en el origen de este comportamiento, los fieles tienen también numerosos motivos sobrenaturales, derivados de su fe, para iluminar con su conducta a todos los hombres: Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr. 2Co 2, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro (Es Cristo que pasa, 105).

Flp 2, 17. En algunos sacrificios regulados por la Ley mosaica (cfr. Ex 29, 40; Nm 15, 5.7; Nm 28, 14-15), y también en muchos sacrificios paganos, se realizaba una libación sobre la víctima. Este rito consistía, sobre todo entre los paganos, en derramar vino sobre el holocausto mientras éste se iba quemando sobre el altar. Las palabras de San Pablo hacen referencia a este modo de proceder. Hasta ahora ha ofrecido su vida en sacrificio por hacer llegar a todos los hombres la fe, pero también está dispuesto a derramar su sangre en libación para que su sacrificio sea completo. Si fuese necesario llegar al martirio, éste no sería para él motivo de tristeza sino de gran alegría.
Esos sentimientos han sido los habituales en muchos santos. Así, San Ignacio de Antioquía pedía a los cristianos de Roma que cuando fuera derramada su sangre por las fieras en el anfiteatro, cantaran a Dios en acción de gracias: «Permitid, pues, que sea inmolado para Dios, ahora que el altar está preparado; de modo que, formando un coro por la caridad, cantéis al Padre en Cristo Jesús» (Carta a los Romanos, II, 2). Para un apóstol, la entrega total y sin reservas a la vocación ha de marcar por entero su vida, consciente de que ningún ideal se hace realidad sin sacrificio (Camino, 175). La abnegación es, pues, del todo necesaria para la plena identificación con Cristo. Sin embargo, ¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! (Camino, 204).

Flp 2, 19-24. Como en una carta de familia, el Apóstol cambia de tema y comienza a contarles algunos de sus proyectos: piensa volver a Filipos, pero antes -en cuanto se vislumbre un feliz desenlace de su causa ante el tribunal- les enviará a Timoteo.
Las virtudes que San Pablo elogia en su colaborador- unidad con él y preocupación por los demás (cfr. v. 20), abnegación y olvido de sí (v. 21), humildad y entrega al servicio del Evangelio (v. 22)- son las que deben brillar en todos los cristianos, por haber recibido de Dios una vocación al apostolado.
Entre todas las cualidades que San Pablo alaba de Timoteo, cabe destacar la identificación de sentimientos y de afanes con el Apóstol, modelo de la comunión con los pastores legítimos de la Iglesia, que han de vivir los fieles y especialmente los sacerdotes y todos aquellos a quienes incumbe el cuidado de las almas. La constitución jerárquica de la Iglesia reclama a todos la unión y obediencia a quienes tienen el oficio de mandar. «La autoridad de la Iglesia es institución del mismo Cristo: más aún, le representa a Él, es el vehículo autorizado de su palabra, es la trasposición de su caridad pastoral; de tal modo que la obediencia arranca de motivos de fe, se vuelve escuela de humildad evangélica, hace participar al obediente de la sabiduría, de la unidad, de la edificación, de la caridad, que sostiene al cuerpo eclesial, y confiere a quien la impone y a quien se conforma con ella, el mérito de la imitación de Cristo hecho obediente hasta la muerte (Flp 2, 8)» (Ecclesiam suam, n. 44).

Flp 2, 25-30. A San Pablo, encarcelado, no le faltaban padecimientos en su prisión, ni dificultades para ejercer su apostolado. Pero su situación no escapaba a los planes de Dios. «En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la 'civilización del amor'» (Salvifici doloris, 30). La prisión de San Pablo encendió el amor y la generosidad de los filipenses, que enviaron a Epafrodito para que atendiera al Apóstol en cuanto necesitara. Es conmovedor leer ahora los modos, tan delicados, con que vivían los primeros cristianos la fraternidad entre sí, y el afecto respetuoso y práctico hacia sus pastores. Ya desde entonces se puede constatar que «el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento» (Salvifici doloris, 28).
También refleja este texto otra manifestación de la fraternidad entre los fieles: estaban pendientes unos de otros, incluso de la salud corporal, preocupaciones y estado de ánimo. Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas.
(…) Los problemas de nuestros prójimos han de ser nuestros problemas. La fraternidad cristiana debe encontrarse muy metida en lo hondo del alma, de manera que ninguna persona nos sea indiferente
(Es Cristo que pasa, 145).

Flp 3, 1. En la segunda parte del versículo el Apóstol parece aludir a un escrito suyo anterior, sobre el mismo tema que va a tratar en este capítulo: la atención que hace falta mantener para no dejarse seducir por los judaizantes. Según el testimonio de San Policarpo (cfr. Carta a los Filipenses, 3, 2), San Pablo escribió cartas a los filipenses. Sin embargo, excepto ésta, de las demás no nos ha llegado el texto (véase, Introducción a la Epístola a los Filipenses, «Unidad de la Epístola»). No obstante, es posible que en este capítulo se recoja el contenido fundamental de alguna de aquéllas. En efecto, San Pablo no tenía inconveniente en repetir una y otra vez la misma doctrina y los mismos consejos. De una parte, porque en Cristo se ha consumado la plenitud de la Revelación de Dios a los hombres (cfr. Dei verbum, 4), y de otra, porque es muy conveniente repetir con insistencia las ideas para que las aprendan bien; es lo que hacen los buenos maestros con sus alumnos, y los padres con sus hijos, y lo que inculcará el Apóstol a su discípulo Timoteo (cfr. 2Tm 4, 2).
Respecto a la alegría, véase nota a Flp 4, 4.

Flp 3, 2-3. A la entrada de algunas casas romanas era frecuente encontrar un cartel que advertía: «Cave canem» (Cuidado con el perro). San Pablo utiliza esas palabras para señalar, con una frase expresiva, la atención que debían poner los filipenses para no dejarse engañar por los judaizantes. Estos eran «malos obreros», pues en vez de ayudar a la construcción de la obra de Cristo la entorpecían.
En el Antiguo Testamento la circuncisión constituía la señal de pertenencia al pueblo de Israel, garantía de las promesas salvíficas que Dios había hecho en el Sinaí. Los judaizantes defendían que la circuncisión era necesaria para todos los que habían abrazado la fe procedentes del mundo gentil. El Apóstol designa a éstos peyorativamente como «los de la mutilación», pues sólo atendían a la circuncisión meramente externa o carnal. Sin embargo, después de Cristo, la única circuncisión verdadera es la interior, la del corazón, obra del Espíritu Santo, que se produce por el Bautismo (cfr. Rm 2, 28-29).

Flp 3, 4-11. San Pablo no tiene contradictores en Filipos; todo lo contrario, los filipenses han tenido una conducta ejemplar. Pero movido por la prudencia, para prevenirles de los que habían perturbado a otras Iglesias -no fueran a llegar también allí- les avisa para que no se dejen engañar. Sus adversarios no podrán alegar contra él que desconoce la doctrina de la Ley y las tradiciones del pueblo elegido. Así como en alguna otra ocasión sintió el deber de mostrar su ciudadanía romana (cfr. Hch 16, 37; Hch 22, 25-29), ahora pone de manifiesto la nobleza de su linaje judío (cfr. 2Co 11, 22), pues lo juzga conveniente para la propagación del Evangelio.
Del mismo modo, al cristiano no sólo le es lícito hacer valer los derechos que tiene como ciudadano, o los que posee por su posición familiar o profesional, sino que en ocasiones tiene obligación de ejercitarlos, si así lo exige la justicia o el bien común.

Flp 3, 8. San Pablo tiene un gran amor a su pueblo. En la Epístola a los Romanos manifiesta que estaría dispuesto a hacer cualquier sacrificio «en bien de mis hermanos, consanguíneos míos según la carne, que son israelitas» (Rm 9, 3 ss.). Sin embargo reconoce que todo lo que antes de su conversión constituía para él timbre de gloria, ahora carece de valor comparado con el sublime conocimiento de Cristo. Pues el conocimiento de nuestro Señor es como el tesoro escondido o la perla preciosa de las parábolas evangélicas (cfr. Mt 13, 44-46), por cuya posesión vale la pena entregar todo lo demás. Ya que «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas desprecia todas las cosas; para éste son basuras las haciendas, las riquezas y los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni que pueda ponerse en su presencia» (Catecismo Romano, IV, 11, 15).

Flp 3, 9. San Pablo distingue aquí entre «mi justicia», esto es, la que puede alcanzar con las solas fuerzas naturales, y «la que procede de Dios». La primera se logra por el cumplimiento de la Ley mosaica; ésta es buena, pero no basta para alcanzar la plenitud de la Revelación de Dios en Cristo, ni para participar de la gloria de su Resurrección (vv. 10-11). Para eso es necesario estar en posesión de la justicia de Dios, es decir, de la gracia sobrenatural, que Dios otorga en beneficio del hombre, «no aquella con la que Él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos (…), por la que somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo somos considerados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos» (De iustificatione, cap. 7). Para una explicación más detallada del concepto justicia de Dios, véase la nota a Rm 1, 17.

Flp 3, 10-12. La vocación a la santidad, que recibe todo cristiano, no es consecuencia de los méritos personales, sino fruto de la iniciativa divina que se fija en cada uno para que sea salvo y llegue al conocimiento de la verdad (cfr. 1Tm 2, 4), a Dios mismo. Así lo testifica el Apóstol: «Yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús». A la vez enseña que para conocer cada vez mejor a Cristo y poder gozar de Dios en el Cielo, es necesario esforzarse por ir configurándose con Cristo paciente; pues sin acompañar a Cristo en sus padecimientos no es posible alcanzar la gloria de la resurrección: «Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección» (Gaudium et spes, 22). Esa lucha -a veces heroica- se entabla normalmente en las incidencias de cada día. El heroísmo en la batalla de las cosas corrientes pone bien de manifiesto la sinceridad del amor, y es camino seguro para alcanzar la santidad. Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo -recuerda el Fundador del Opus Dei-. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. Todo lo que se desarrolla -advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios-, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande (San Marcos Eremita, De lege spirituali, CLXXII). Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente -sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo-, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas (Amigos de Dios, 7).
«Con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos»: San Pablo se refiere aquí a la resurrección gloriosa de los justos, que, en virtud del poder de Cristo resucitado, serán arrancados del reino de la muerte. En la segunda venida del Señor, tanto las almas de los bienaventurados del Cielo, como las de quienes todavía se encuentren en el purgatorio purgando la pena temporal debida por los pecados que cometieron, se volverán a unir a sus cuerpos, entonces gloriosos. También los condenados resucitarán, pero será para sufrir por siempre las penas del infierno en cuerpo y alma (cfr. Conc. II de Lyon, Profesión de fe de Miguel Paleólogo).
El fin último sobrenatural del hombre consiste en conocer a Dios tal como es y en gozar de Él en el Cielo. El hombre alcanzará la plenitud de su ser cuando consiga ese fin. Su vida en la tierra ha de ser un camino que le lleve a alcanzar esa perfección, que sólo conseguirá en la resurrección gloriosa. El Apóstol reconoce que necesita la ayuda de la gracia para ser «perfecto», esto es, fiel hasta la muerte, y alcanzar así el premio prometido por Dios. La razón de su actitud estriba en que la perseverancia final no es obra exclusiva del mérito al que pueda haberse hecho acreedor cada uno, sino que es una gracia de Dios (cfr. De iustificatione, cap. 13). Pero Dios no dispensa al hombre de su correspondencia generosa a la gracia para llegar a la santidad. Como dice Santa Teresa, «importa mucho, y el todo, (…) una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección, 35, 2).

Flp 3, 12-14. Siempre es necesario esforzarse por crecer en santidad. Sirviéndose de una comparación muy expresiva, tomada de las carreras en el estadio, San Pablo habla de la lucha ascética como de algo alegre, verdadero deporte sobrenatural. Al considerar que no ha llegado a la perfección, lucha por alcanzar la meta, pues él mismo antes ha sido «alcanzado por Cristo» (v. 12), que se metió en su vida en aquel viaje, camino de Damasco. Desde aquel momento se entregó con todas sus energías al servicio de Dios.
El Señor ayuda a cada uno a descubrir su propia vocación sobrenatural. Correspondiendo a ella el hombre sirve a Dios, de tal forma que «todo lo que dentro de sí o fuera de sí hace de bien, todo lo hace para gloria y contentamiento de Dios, como un esclavo leal, que todo lo que gana lo da a su señor. Además -continúa San Juan de Ávila-, no es flojo ni descuidado en servir hoy, por haber servido muchos años pasados (…). Tiene de continuo tal 'hambre y sed de justicia' (Mt 5, 6), que todo lo hecho tiene por poco, mirando lo mucho que ha recibido, y lo mucho que merece el Señor a quien sirve» (Audi, filia, cap. 92).
En el camino hacia la perfección es importante buscar siempre el progreso interior. «¿Qué es andar? -se preguntaba San Agustín-. Brevemente contesto: avanzar (…). Examínate a ti mismo. Que siempre te desagrade lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Pues cuando te agradaste a ti mismo, ahí te quedaste. Pues si dijeras 'basta', en ese momento has perecido. Crece siempre, camina siempre, avanza siempre; no te quedes en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes. Se queda quien no avanza: retrocede quien se vuelve a las cosas que ya había dejado; se desvía quien apostata. Es mejor andar cojo por el camino que correr fuera del camino» (Sermo 169, 15, 18).

Flp 3, 15. «Cuantos somos perfectos»: Se refiere San Pablo a los cristianos ya formados, que cuentan con la preparación necesaria para llegar victoriosos a la meta, aunque todavía no la hayan alcanzado (cfr. v. 12). Si alguno, por ignorancia o presunción, no está convencido de la necesidad de luchar y avanzar con rapidez, Dios le hará ver la verdad. Sin embargo, el Apóstol no piensa ceder en la doctrina que predica de la que se sabe ministro y no dueño absoluto.
En la doctrina cristiana hay exigencias que resultan en principio difíciles de entender o de arduo cumplimiento; pero esto no exime al apóstol de enseñarla en toda su integridad. Si alguno disiente, Dios se encargará de ayudarle a reconocer la verdad.

Flp 3, 16. «Prosigamos adelante»: Siguiendo el texto griego habría que traducir «avancemos sin romper la formación». El Apóstol se refiere a la formación militar en la que los soldados marchan en fila y alineados, formando unidades. Según la táctica militar de la época, en las batallas era imprescindible mantener la formación para alcanzar la victoria.
Hay que tener en cuenta que la Iglesia de Filipos estaba integrada principalmente por veteranos de las legiones romanas: era muy pedagógico hablarles empleando fórmulas del lenguaje militar. Con esta imagen expresa el Apóstol la importancia de que cada fiel viva según la fe y la moral cristianas, en unión con los demás.

Flp 3, 17. La predicación del Apóstol no se reduce a enumerar un conjunto de verdades y normas de conducta; apoya la doctrina con su propia vida al servicio del Evangelio y, por ello, de todos los hombres: eso es lo que hace viva su predicación.
«¡No hay mejor enseñanza que el ejemplo del maestro! -exclama San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje. Por este camino el maestro está seguro de lograr que el discípulo se decida a seguirlo. Hablad con sabiduría, instruid con toda la elocuencia posible (…), pero vuestro ejemplo causará una impresión más fuerte y más decisiva (…). Cuando vuestras obras sean consecuentes con vuestras palabras, no habrá nada que se os pueda objetar» (Hom. sobre Flp, ad loc.).
Ésta ha de ser, por tanto, la norma de conducta de todo cristiano. Así aprenderán quienes le traten a ser trabajadores, honrados, leales, sinceros, o al menos intentarán serlo.
Puede observarse en este versículo, como en muchos otros pasajes de sus cartas, que San Pablo emplea indistintamente el «yo» o el «nosotros» para referirse a su propia persona. En el segundo caso, probablemente alude también a sus colaboradores; también a ellos deben imitar, pues, lo mismo que el propio Apóstol, son imitadores de Cristo (cfr. 1Co 4, 17). Es muy probable que esté pensando de modo particular en Timoteo, puesto que al comienzo de la carta aparece su nombre junto al de Pablo y, además, porque ha hecho un encendido elogio de Timoteo en el capítulo anterior (cfr. Flp 2, 19.22).
La imitación de los santos es camino seguro para ser eficaces en el servicio a los demás. «A todos, pues, os exhortamos -en palabras de Pío XII- a que, estrechamente unidos al Redentor, con cuya ayuda lo podemos todo (cfr. Flp 4, 13), os dediquéis con toda solicitud a la salvación de aquellos que la Providencia ha confiado a vuestros cuidados. ¡Cuan ardientemente deseamos, amados hijos, que emuléis a aquellos santos que, en los tiempos pasados, con sus grandes obras demostraron a cuánto llega en este mundo el poder de la gracia divina! Que todos y cada uno, con humildad y sinceridad, podáis siempre atribuiros (…) el dicho del Apóstol: Muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vuestras almas (2Co 12, 15)» (Menti nostrae, n. 31).

Flp 3, 18-19. San Pablo llama la atención sobre el mal ejemplo de quienes (cfr. v. 2), sosteniendo unas doctrinas falsas o abusando de la libertad cristiana, arrastran una vida colmada de vicios: se dejan llevar del apetito sensual y ponen su afán en cosas que los esclavizan, de las cuales se deberían avergonzar. Tales personas son enemigos de la cruz de Cristo.
«Su gloria la propia vergüenza»: Se enorgullecen de acciones que son vergonzosas. También puede ser una alusión a la circuncisión, pues los judaizantes se gloriaban de una señal que se oculta con decencia.

Flp 3, 20-21. «La naturaleza, maleada por el pecado, engendra los ciudadanos de la ciudad terrena -dice San Agustín-, y la gracia, que libera del pecado, engendra los ciudadanos de la ciudad celestial» (De civitate Dei, XV, 2). Los cristianos somos «ciudadanos del cielo», y por tanto estamos llamados a vivir una vida alegre y esperanzada, propia de hijos de Dios.
El esfuerzo por tener un comportamiento digno de ciudadanos del Cielo es alentado ahora por la esperanza de la venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. La Parusía, o segunda venida de nuestro Señor, así como la consideración de su Pasión y Muerte seguidas de su gloriosa Resurrección, son temas característicos de la predicación del Apóstol. La meditación de estos misterios fomenta la esperanza y da ánimos en la lucha de cada día.
La Resurrección de Cristo es causa de nuestra resurrección, ya que «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren. Pues como por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos» (1Co 15, 20-21). Condición necesaria para alcanzar la resurrección gloriosa será el esfuerzo por identificarnos con Él, tanto en la alegría como en el sufrimiento, en la vida como en la muerte: «Si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él» (2Tm 2, 11-12). Cristo es el Señor de todos los seres, su potestad se extiende a todas las realidades del universo (cfr. Col 1, 15-20). Con esa fuerza el Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso.

Flp 4, 3. «Fiel compañero»: Literalmente «compañero de yugo», y parece ser que la misma palabra griega era utilizada como nombre propio de persona: Sícigo. Es posible que San Pablo esté haciendo un juego de palabras. Se dirige a un colaborador suyo llamado Sícigo, del que no tenemos otras noticias, para que ayude a Evodia y Síntique. Al realizar ese encargo estará haciendo honor a su nombre: compañero de «yugo» o de fatigas por el Evangelio.
«Mis otros colaboradores»: Son muchos los hombres y mujeres que colaboraron con San Pablo en su tarea apostólica: algunos -Timoteo, Tito, …- habían recibido el orden sagrado mediante la imposición de las manos, pero la mayor parte eran fieles corrientes. El Concilio Vaticano II, en un punto dedicado a tratar del apostolado de los laicos en el mundo, después de hacer referencia a este versículo, subraya que esa tarea es obligación de todos: «Incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el don divino de la salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra» (Lumen gentium, 33).

Flp 4, 4. Son admirables estas palabras de San Pablo si se tiene en cuenta que cuando escribe la epístola está encadenado y en la cárcel. Para la verdadera alegría no es obstáculo que las circunstancias en que se desarrolla nuestra existencia sean difíciles o puedan resultar humanamente dolorosas. La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios: porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aún entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona; y ya no hay tristeza (Es Cristo que pasa, 178).
El fundamento de la alegría honda, que llena el alma de paz, no está en la satisfacción de las necesidades físicas o materiales, sino en la fidelidad a Dios y a sus preceptos, en abrazar la cruz. «Ésta es la diferencia entre nosotros y los que no conocen a Dios -dice San Cipriano-: ellos en la adversidad se quejan y murmuran; a nosotros las cosas adversas no nos apartan de la virtud ni de la verdadera fe. Por el contrario, éstas se afianzan en el dolor» (De mortalitate, 13).
En el Antiguo Testamento había dicho Dios por boca de Nehemías: «No os entristezcáis, porque la alegría de Yahwéh es vuestra fortaleza» (Ne 8, 10). En efecto, la alegría es un poderoso aliado para alcanzar la victoria en la lucha (cfr. 1M 3, 2 ss.), un admirable remedio para vencer el mal con el bien, ya que va estrechamente unida a la gracia. Así lo expresa Juan Pablo II: «El servicio auténtico del cristiano se califica según la presencia operativa de la gracia de Dios en él y a través de él. La paz en el corazón del cristiano, por tanto, está inseparablemente unida a la alegría (…). Cuando la alegría de un corazón cristiano se derrama en los demás hombres, allí engendra esperanza, optimismo, impulsos de generosidad en la fatiga cotidiana, contagiando a toda la sociedad.
»Hijos míos, sólo si tenéis en vosotros esta gracia divina que es alegría y paz, podréis construir algo válido para los hombres» (Discurso, 10-IV-1979).

Flp 4, 5-7. «El Señor está cerca»: El Apóstol recuerda la proximidad del Señor para fomentar la alegría y animar a la mutua comprensión entre los fieles. Estas palabras les traerían sin duda el recuerdo de la exclamación Marana tha (Señor, ven) que repetían con frecuencia en las celebraciones litúrgicas (cfr. nota a 1Co 16, 21-24). Frente al ambiente adverso que pudieran encontrar, han de poner su esperanza en el Salvador, Jesucristo, que vendrá de los cielos a juzgar a los vivos y a los muertos (cfr. Flp 3, 20; 1Ts 4, 16 ss.; 2Ts 1, 5). No pretende San Pablo determinar cuándo será la Parusía o segunda venida de Cristo (cfr. Introducción a Tesalonicenses; EB, nn. 414-416; nota a Mt 24, 36). Nosotros, como los primeros cristianos, hemos de estar vigilantes para que ese momento no nos sorprenda desprevenidos.
Además, el Señor está siempre cerca de nosotros con su providencia (cfr. Sal 119, 151). No hay, por tanto, motivos de inquietud. Es Padre nuestro y está atento a nuestras palabras (cfr. Sal 145, 18), a nuestras peticiones, dispuesto a enseñar y a prestar toda la ayuda necesaria para superar cualquier dificultad en la que podamos encontrarnos. Sólo espera que le expongamos nuestra situación con confianza, hablándole en la oración con la sencillez de un hijo.
El diálogo asiduo con Dios en la oración es, como sugiere San Pablo, un medio eficaz para no perder la paz por nada, pues la oración «regula los afectos -enseña San Bernardo-, dirige los actos, corrige las faltas, compone las costumbres, hermosea y ordena la vida; confiere, en fin, tanto la ciencia de las cosas divinas como de las humanas (…). Ella ordena lo que debe hacerse y reflexiona sobre lo hecho, de suerte que nada se encuentre en el corazón desarreglado o falto de corrección» (Sobre la consideración, I, 7).

Flp 4, 8-9. El espíritu cristiano no está cerrado a las realidades auténticamente humanas. «El hombre, redimido por Cristo y hecho en el Espíritu Santo una nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor, y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (1Co 3, 22 ss.)» (Gaudium et spes, 37).
El Conc. Vaticano II ha resaltado la permanente actualidad de las enseñanzas de San Pablo en éste y en otros pasajes: «Mucho contribuyen a lograr este fin las virtudes que con razón se estiman en el trato humano, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de ánimo y la constancia, el continuo afán de justicia, la urbanidad y otras que el Apóstol encarece (…) (Flp 4, 8)» (Presbyterorum ordinis, 3). Del mismo modo, en un contexto de exhortación al apostolado de los laicos, vuelve a enseñar el último Concilio: «Procuren los católicos cooperar con todos los hombres de buena voluntad para promover cuanto hay de verdadero, de justo, de santo, de amable» (Apostolicam actuositatem, 14).
Las realidades terrenas y las cosas nobles de este mundo tienen un valor divino, son buenas, sirven para que el hombre se acerque a Dios. Pues, como escribía San Ireneo, «por el Verbo de Dios, todo está bajo la influencia de la obra redentora, y el Hijo de Dios ha sido crucificado por todos, y ha trazado el signo de la cruz sobre todas las cosas» (Demostración de la predicación apostólica). No se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte (Es Cristo que pasa, 112). Por eso, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres (Conversaciones, 113).

Flp 4, 10-20. La gratitud es un rasgo muy característico de la vida cristiana: este pasaje es una muestra de la nobleza de alma del Apóstol, que sabía agradecer profundamente cualquier afecto y solicitud.
Se aprecia también la gran confianza de San Pablo con los filipenses, los únicos de quienes había aceptado ayuda, pues prefería no recibir ningún tipo de bienes materiales, para que nadie pudiese dudar de su rectitud de intención al predicar el Evangelio (cfr. 1Co 9, 18; 2Co 12, 14-18). Así también vivía la virtud de la pobreza: desprendido, contentándose con lo que tenía.
Los medios económicos sirven, sin duda, para ayudar al hombre a hacer la vida más confortable, para facilitar -remediadas las necesidades materiales- el trato con el Señor, y para poder socorrer a los demás; pero estos bienes no son un fin en sí mismos, sino un medio. Por eso la carencia de ellos no es un mal absoluto, ya que no supone un obstáculo insuperable en el camino hacia el cielo; pero sí su posesión, cuando el corazón está apegado. Ésa es la enseñanza de San Pablo. Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos, os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares…, emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe cristiana: los bienes creados son sólo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el espejuelo de considerarlos como algo definitivo (Amigos de Dios, 118).

Flp 4, 13. «En Aquel que me conforta»: La preposición en señala muchas veces el lugar donde, por lo que podría entenderse este texto en el sentido de que todo lo puede quien vive en Cristo, identificado con Él. Pero en el griego bíblico suele tener con frecuencia un matiz causal; de este modo, San Pablo estaría diciendo que todo lo puede gracias a la ayuda de Aquel que le presta su fortaleza.
Las posibles dificultades que puedan presentarse en el trabajo apostólico o en la tarea de la propia santificación, no constituyen un obstáculo insalvable, pues, a pesar de la indigencia humana, contamos con la fortaleza que Dios nos proporciona. Es necesario, pues, que nos dejemos ayudar, que acudamos al Señor ante la tentación y el desánimo -«porque tú eres, Dios, mi refugio» (Sal 43, 2)- reconociendo humildemente la necesidad de su auxilio, porque sólo con nuestras fuerzas nada podríamos. San Alfonso María de Ligorio exhorta a poner siempre en Dios nuestra confianza: «El soberbio se fía de sus fuerzas, y por eso cae; pero el humilde, que sólo confía en Dios, aunque le asalten las más vehementes tentaciones, se mantiene firme y no sucumbe» (Práctica del amor a Jesucristo, cap. 9).
Te he rogado -insiste San Josemaría Escrivá- que, en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando -con vanidad pueril- nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13), que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan (Amigos de Dios, 213).

Flp 4, 17-19. El Apóstol, mediante una metáfora tomada del lenguaje comercial descubre una perspectiva maravillosa sobre el valor de la generosidad. No busca dádivas de los filipenses, sino el fruto que a ellos mismos les reportarán sus limosnas (cfr. v. 17). Lo verdaderamente importante no es la ayuda que San Pablo haya recibido, sino los bienes que esa ofrenda trae consigo para los propios filipenses, que, aun siendo de condición económica modesta, eran muy generosos (cfr. 2Co 8, 2).
Como Dios es remunerador, resultará en definitiva mucho más beneficiado quien da la limosna que quien la recibe. Los filipenses, recibirán como premio por su limosna nada menos que la gloria eterna, que nos ha ganado Cristo Jesús. Por eso San León Magno recomienda «que quien distribuye limosnas lo haga con despreocupación y alegría, ya que, cuanto menos se reserve para sí, mayor será la ganancia que obtendrá» (Sermón 10 sobre la Cuaresma).

Flp 4, 21-22. «Los de la casa del César»: Serían funcionarios, empleados de la administración imperial, convertidos al cristianismo. Recibir sus saludos debía constituir un motivo de alegría para los filipenses, al comprobar la difusión del Evangelio también en esos ambientes. Acerca de la ciudad en la que debió ser escrita esta carta, véase Introducción a la Epist. a los Filipenses, «Lugar y fecha de composición».