Marcos

Mc 1, 1. Con estas palabras San Marcos nos da el título del libro. Al mismo tiempo pone de relieve que Jesús es el Mesías anunciado por los Profetas y el Hijo único del Padre por naturaleza. En esto queda resumido el contenido del segundo Evangelio: Jesucristo, Dios y Hombre verdadero.
La palabra «evangelio» indica el feliz anuncio, la buena nueva que Dios comunica a los hombres por medio de su Hijo. El contenido de esa buena nueva es en primer lugar el mismo Jesucristo, sus palabras y sus obras. Los Apóstoles, escogidos por el Señor para ser fundamento de su Iglesia, cumplieron el mandato de presentar a judíos y gentiles, por medio de la predicación oral, el testimonio de lo que habían visto y oído: el cumplimiento en Jesucristo de las profecías del Antiguo Testamento, la remisión de los pecados, la filiación adoptiva y la herencia del Cielo ofrecidas a todos los hombres. Por esto, también la predicación apostólica puede llamarse «evangelio».
Finalmente los evangelistas, movidos por el Espíritu Santo, pusieron por escrito parte de esta predicación oral. De este modo, por la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica, la voz de Cristo se perpetúa por todos los siglos y se hace oír en todas las generaciones y en todos los pueblos.

Mc 1, 2-3. Tal vez el Evangelio destaca a Isaías por ser el profeta más importante en el anuncio de los tiempos mesiánicos. Por esta causa San Jerónimo llamó a Isaías el Evangelista del Antiguo Testamento.

Mc 1, 4. San Juan Bautista se presenta ante el pueblo después de varios años pasados en el desierto. Invita a los israelitas a prepararse con la penitencia para la venida-del Mesías. La figura de Juan señala la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: es el último de los profetas y el primero de los testigos de Jesús. Su particular dignidad consiste en que, mientras los demás profetas habían anunciado a Cristo desde lejos, Juan Bautista lo señala ya con el dedo (cfr Jn 1, 29; Mt 11, 9-11).
El bautismo del Precursor no era todavía el Bautismo cristiano sino un rito de penitencia; pero prefiguraba las disposiciones para recibir el Bautismo cristiano: fe en Cristo, el Mesías, fuente de toda gracia, y apartamiento voluntario del pecado.

Mc 1, 5. «Confesando sus pecados»: El hecho de acercarse al bautismo de Juan suponía reconocer la propia condición de pecador, puesto que tal rito significaba precisamente eso: anunciaba, pues, el perdón de los pecados por la conversión del corazón (Mc 1, 4), y facilitaba la remoción de los obstáculos de cada uno ante el advenimiento del Reino (Lc 3, 10-14).
Esta confesión de los pecados es distinta del sacramento cristiano de la Penitencia. Sin embargo era agradable a Dios al ser signo del arrepentimiento interior y estar acompañada de frutos dignos de penitencia (Mt 3, 7-10; Lc 3, 7-9). En el sacramento de la Penitencia, la confesión oral de los pecados será un requisito esencial para recibir el perdón de Dios.

Mc 1, 8. «Bautizar en el Espíritu Santo» se refiere al Bautismo que Cristo va a instituir, y marca su diferencia con el de Juan. En el bautismo de Juan sólo se significaba la gracia, como en los otros ritos del Antiguo Testamento. En el Bautismo cristiano, instituido por Nuestro Señor, el rito bautismal no sólo significa la gracia, sino que la causa eficazmente, esto es, la confiere.
«El sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria, y nos habilita para recibir los demás sacramentos» (Catecismo Mayor, 553). Como todas las realidades pertenecientes a la santificación de las almas, los efectos del Bautismo cristiano se atribuyen al Espíritu Santo, el «Santificado». Es de advertir que, como todas las obras ad extra de Dios (es decir, que son exteriores a la vida íntima de la Trinidad Beatísima), la santificación de las almas es obra común de las tres Personas Divinas. «Por el Bautismo de la Nueva Ley los hombres son bautizados interiormente por el Espíritu Santo, cosa que sólo hace Dios. En cambio, por el bautismo de Juan sólo era lavado con agua el cuerpo» (S.Th. III, q. 38, a. 2 ad 1).

Mc 1, 9. La vida oculta del Señor se desarrolló (salvo el nacimiento en Belén y la estancia en Egipto), en Nazaret de Galilea, desde donde acude a recibir el bautismo de Juan.
Jesús no tenía por qué recibir este bautismo de conversión. Sin embargo, convenía que quien iba a establecer la Nueva Alianza reconociera y aceptara la predicación de su Precursor, siendo bautizado con un bautismo innecesario, para mover a los hombres a prepararse y recibir el Bautismo necesario. Los Santos Padres comentan que el Señor fue a recibir este bautismo para cumplir toda justicia, para darnos ejemplo de humildad, para ser conocido por todos, para que todos creyeran en Él y para dar fuerza vivificante al agua del Bautismo.
«Desde el Bautismo de Cristo en el agua, ésta borra los pecados de todos» (S. Agustín, Sermo 135).
«Deben notarse dos tiempos diversos del Bautismo: el uno, cuando el Salvador lo instituyó, y el otro, cuando se estableció la obligación de recibirlo. Respecto a lo primero, es evidente que Nuestro Señor instituyó este sacramento cuando, bautizado Él mismo por S. Juan, dio al agua la virtud de santificar (...) Respecto a lo segundo, esto es, al tiempo en que se dio la ley acerca del Bautismo, no hay razón para dudar. Porque están conformes los Santos Padres en que fue cuando, después de la Resurrección del Señor, mandó a los Apóstoles: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Catecismo Romano, 2, 2, 20-21).

Mc 1, 10. Esta misión visible del Espíritu Santo en forma de paloma señala el comienzo del ministerio público de Cristo. También aparecerá el Espíritu Santo, esta vez en forma de lenguas de fuego, en el momento en que la
Iglesia inicia su camino entre las naciones el día de Pentecostés (cfr Hch 2, 3-21).
La paloma, según la interpretación más común en los Santos Padres, es símbolo de la paz y reconciliación entre Dios y los hombres. Aparece ya en el relato del diluvio (Gn 8, 10-11), indicando que cesaba el castigo divino sobre la humanidad. Su presencia al comienzo del ministerio público de Jesús viene a simbolizar la paz y reconciliación que Cristo venía a traer.

Mc 1, 11. En el momento de comenzar la vida pública se pone de manifiesto el misterio de la Santísima Trinidad: «El Hijo es bautizado, el Espíritu Santo desciende en forma de paloma y «se oye la voz del Padre» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.). «Permanece en Él el Espíritu Santo –continúa el mismo autor–, pero no desde que fue bautizado, sino desde que se encarnó». Es decir, Jesús no recibe su filiación divina en el momento del Bautismo, sino que es Hijo de Dios desde toda la eternidad. Tampoco es constituido Mesías en este momento, ya que lo es desde la Encarnación.
El Bautismo es la manifestación pública de Jesús como Hijo de Dios y como Mesías, ratificada con la presencia de la Santísima Trinidad.
«El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús guarda relación con el sacramento de todos los que después iban a ser bautizados, pues todos los que son bautizados con el Bautismo de Cristo reciben el mismo Espíritu Santo» (S.Th. III, q. 39, a. 6 ad 3).

Mc 1, 13. El Evangelio de San Marcos resume las tentaciones del Señor, que San Mateo (Mt 4, 1-11) y San Lucas (Lc 4, 1-13) narran con más detalle.
«Jesús ha soportado la prueba. Una prueba real (...). El demonio, con intención torcida, ha citado el Antiguo Testamento: Dios mandará a sus ángeles para que protejan al justo en todos sus caminos (Sal 91, 11). Pero Jesús, rehusando tentar a su Padre, devuelve a ese pasaje bíblico su verdadero sentido. Y, como premio a su fidelidad, cuando llega la hora, se presentan los mensajeros de Dios Padre para servirle.
»(...) hemos de llenarnos de aliento ya que la gracia del Señor no nos faltará, porque Dios estará a nuestro lado y enviará a sus Ángeles, para que sean nuestros compañeros de viaje, nuestros prudentes consejeros a lo largo del camino, nuestros colaboradores en todas nuestras empresas» (Es Cristo que pasa, 63).

Mc 1, 16-20. El evangelista narra en estos versículos la llamada de Jesús a algunos de los que formarían parte del Colegio Apostólico (Mc 3, 16 ss.). El Mesías, desde el comienzo de su ministerio público en Galilea, busca colaboradores para llevar a cabo su misión de Salvador y Redentor. Y los busca habituados al trabajo, acostumbrados al esfuerzo y lucha constantes, sencillos de costumbres. La desproporción humana es patente, pero ello no constituye un obstáculo para que la entrega sea generosa y libre. La luz encendida en sus corazones fue suficiente para abandonarlo todo. La simple invitación al seguimiento bastó para ponerse incondicionalmente a disposición del Maestro.
Es Jesús quien elige; se metió en la vida de los Apóstoles, como se mete en la nuestra, sin pedir permiso: Él es nuestro Señor. Cfr nota a Mt 4, 18-22.

Mc 1, 21. Sinagoga quiere decir reunión, asamblea, comunidad. Así se llamaba –y se llama– el lugar en el que los judíos se reunían para escuchar la lectura de la Sagrada Escritura y rezar. Parece que las sinagogas tuvieron su origen en las reuniones cultuales que celebraban los judíos cautivos en Babilonia, aunque no se extendieron hasta más tarde. En tiempo de Nuestro Señor las había en todas las ciudades y pueblos de Palestina de cierta importancia; y fuera de Palestina allí donde había una comunidad de judíos suficientemente numerosa. La sinagoga constaba principalmente de una sala rectangular, construida de tal forma que los asistentes, sentados, mirasen hacia Jerusalén. En la sala había una tribuna o estrado donde se leía y se explicaba la Sagrada Escritura.

Mc 1, 22. Aparece aquí cómo Jesús mostraba su autoridad al enseñar. Incluso cuando tomaba como base la Escritura, como en el Sermón de la Montaña, se distinguía de los demás maestros, pues hablaba en nombre propio:
«Pero yo os digo» (cfr nota a Mt 7, 28-29). El Señor, en efecto, habla de los misterios de Dios y de las relaciones entre los hombres; explica con sencillez, con potestad, porque habla de lo que sabe y da testimonio de lo que ha visto (Jn 3, 11). Los escribas enseñaban también al pueblo –comenta S. Beda– lo que está escrito en Moisés y en los Profetas; pero Jesús predicaba al pueblo como Dios y Señor del mismo Moisés (cfr In Marci Evangelium expositio, in loc.). Además, primero hace y después dice (Hch 1, 1) y no es como los escribas que dicen y no hacen (Mt 23, 1-5).

Mc 1, 23-26. Los Evangelios presentan varios relatos de curaciones milagrosas. Entre ellas destacan las de algunos endemoniados. La victoria sobre el espíritu inmundo, nombre que se daba corrientemente al demonio, es una clara señal de que ha llegado la salvación divina: Jesús, venciendo al Maligno, se revela como el Mesías, el Salvador, con un poder superior al de los demonios: «Ahora es el juicio del mundo. Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12, 31). A lo largo del Evangelio se hace patente la lucha continua y victoriosa del Señor contra el demonio.
La oposición del demonio a Jesús va apareciendo cada vez más clara: es solapada y sutil en el desierto; manifiesta y violenta en los endemoniados –«¡viniste a perdernos!»–; radical y total en la Pasión, que es «la hora del poder de las tinieblas» (cfr Lc 22, 53). La victoria de Jesús es también cada vez más patente, hasta el triunfo total de la Resurrección.
El demonio es llamado inmundo –dice San Juan Crisóstomo– por su impiedad y alejamiento de Dios, y porque se mezcla en toda obra mala y contraria a Dios. Reconoce de alguna manera la santidad de Cristo, pero este conocimiento no va acompañado por la caridad. Además del hecho histórico concreto, podemos ver en este endemoniado a los pecadores que quieren convertirse a Dios, liberándose de la esclavitud del demonio y del pecado. La lucha puede ser larga, pero terminará con una victoria: el espíritu maligno no puede nada contra Cristo (cfr nota a Mt 12, 22-24).

Mc 1, 27. La misma autoridad que Jesús ha mostrado en la enseñanza (1, 22) aparece ahora en sus hechos. Lo hace con sólo su querer, sin necesitar múltiples invocaciones y conjuros. Las palabras y los hechos de Jesús transparentan un algo superior (potestad), que llena de admiración y temor a quienes le escuchan y observan.
Esta primera impresión se mantendrá hasta el fin (Mc 2, 12; Mc 5, 20.42; Mc 7, 37; Mc 15, 39; Lc 19, 48; Jn 7, 46). Jesús de Nazaret es el Salvador esperado. Él lo sabe y lo manifiesta precisamente en sus hechos y en sus palabras, que forman una unidad inseparable según los relatos evangélicos (Mc 1, 38-39; Mc 2, 10-11; Mc 4, 39). La Revelación, enseña el Vaticano II (Const. Dogm. Dei verbum, 2), se hace con hechos y palabras íntimamente unidos entre sí. Las palabras esclarecen los hechos; los hechos confirman las palabras. De este modo Jesús va revelando progresivamente el misterio de su Persona: primero las gentes captan su autoridad excepcional, y los Apóstoles, iluminados por la gracia de Dios, reconocerán después la raíz última de esa autoridad: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

Mc 1, 34. Los demonios poseían un saber sobrehumano, por eso reconocen a Jesús como el Mesías (Mc 1, 24). Por medio de los endemoniados, los demonios podían dar a conocer el carácter mesiánico de Jesús. Pero el Señor, con su poder divino, les manda guardar silencio. Lo mismo ordena en otras ocasiones a los discípulos (Mc 8, 30; Mc 9, 9), y a los enfermos, después de su curación, les ordena no propagar la noticia (Mc 1, 44; Mc 5, 43; Mc 7, 36; Mc 8, 26). Este proceder del Señor puede explicarse por la pedagogía divina. La idea que del Mesías tenían la mayoría de los contemporáneos de Jesús, era demasiado humana y politizada (cfr nota a Mt 9, 30). Por eso quiere primero despertar el interés con sus milagros, e ir aclarando el sentido de su mesianismo con sus palabras, para que los discípulos y todo el pueblo lo puedan comprender progresivamente.
También hay que pensar, con algunos Santos Padres, que Jesús no quiere aceptar en favor de la verdad el testimonio de aquel que es el padre de la mentira. Y por eso, aunque le reconocen, no les deja decir quién era.

Mc 1, 35. Son muchos los pasajes del Nuevo Testamento que indican esa actitud de Jesús: rezar. Los evangelistas lo señalaron en los momentos más importantes del ministerio público del Señor: Bautismo (Lc 3, 21), elección de los Apóstoles (Lc 6, 12), primera multiplicación de los panes (Mc 6, 46), Transfiguración (Lc 9, 29), en el huerto de Getsemaní antes de la Pasión (Mt 26, 39), etc... Marcos, por su parte, refiere la oración de Jesús en tres momentos solemnes: al comienzo de su ministerio público (Mc 1, 35), en el medio (Mc 6, 46), y al final, en Getsemaní (Mc 14, 32).
La oración de Jesús es oración de alabanza perfecta al Padre, es oración de petición por sí mismo y por nosotros, y es finalmente modelo para sus discípulos. Es alabanza y acción de gracias perfecta porque Él es el Hijo amado de Dios en quien el Padre se complace plenamente (cfr Mc 1, 11). Es oración de petición, pues pedir cosas a Dios es el primer movimiento espontáneo del alma que reconoce a Dios como Padre. La oración de Jesús, según vemos por numerosos pasajes evangélicos (p. ej. Jn 17, 9 y ss.), era una continua petición al Padre por la obra de la Redención, que Él debía realizar por medio del dolor y el sacrificio (cfr nota a Mc 14, 32-42 y Mt 7, 7-11). El Señor quiere además enseñarnos con su ejemplo cual ha de ser la actitud del cristiano: entablar habitualmente un diálogo filial con Dios, en medio y con ocasión de nuestras actividades ordinarias –trabajo, vida familiar, relaciones sociales, apostolado–, con el fin de dar a nuestra vida un significado y una presencia auténticamente cristianos, ya que, como señalará más tarde Jesús, «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
«Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio.
»En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"» (Camino, 91) (cfr notas a Mt 6, 5-6; Mt 7, 7-11 y Mt 14, 22-23).

Mc 1, 38. Jesucristo nos dice aquí que su misión es predicar, evangelizar. Para esto ha sido enviado (véase también Lc 4, 43). Los Apóstoles, a su vez, han sido elegidos por Jesús para enviarlos a predicar (Mc 3, 14; Mc 16, 15). Igualmente la Iglesia destaca entre los oficios principales de obispos y de presbíteros el de predicar el Evangelio.
La predicación de Jesús no consiste sólo en palabras. Es una doctrina acompañada con la autoridad y eficacia de unos hechos (Mc 1, 27.39). Jesús hace y enseña (Hch 1, 1). También la Iglesia ha sido enviada a predicar la salvación, y a realizar la obra salvífica que proclama. Esta obra la pone en práctica mediante los sacramentos y, especialmente, a través de la renovación del sacrificio del Calvario en la Santa Misa (Conc. Vaticano II, Const. Past. Sacrosanctum Concilium, 6).
En la Iglesia de Dios, todos los fieles hemos de escuchar devotamente la predicación del Evangelio y todos hemos de sentir, a su vez, la responsabilidad de transmitirlo con palabras y con hechos. Por su parte, a la Jerarquía de la Iglesia corresponde enseñar auténticamente –con la autoridad de Cristo– la doctrina evangélica.

Mc 1, 40-44. En la lepra se veía un castigo de Dios (cfr Nm 12, 10-15). La desaparición de esta enfermedad se consideraba como una de las bendiciones de la época mesiánica (Is 35, 8; cfr Mt 11, 5; Lc 7, 22). Al enfermo de lepra, por el carácter contagioso de esta enfermedad, la Ley lo había declarado impuro y transmisor de la impureza a aquellas personas que tocaba, o a aquellos lugares en que entraba. Por eso tenía que vivir aislado (Nm 5, 2; Nm 12, 14 ss.), y mostrar, por un conjunto de señales externas, su condición de leproso. Respecto al rito de su purificación, cfr nota a Mt 8, 4.
El pasaje nos muestra la oración, llena de fe y confianza, de un hombre que necesita la ayuda de Jesús y la pide seguro de que, si quiere el Señor, tiene poder para librarlo del mal que padece (cfr nota a Mt 8, 2). «Aquel hombre se arrodilla postrándose en tierra –lo que es señal de humildad y de vergüenza–, para que cada uno se avergüence de las manchas de su vida. Pero la vergüenza no ha de impedir la confesión: el leproso mostró la llaga y pidió el remedio. Su confesión está llena de piedad y de fe. Si quieres, dice, puedes: esto es, reconoció que el poder curarse estaba en manos del Señor» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.).
Sobre esta discreción y prudencia exigidas por Jesús acerca de su persona, cfr notas a Mc 1, 34 y a Mt 9, 30.

Mc 2, 1-4. Era muy frecuente que las casas judías tuvieran el tejado en forma de terraza, a la que se podía subir por una escalerilla situada en la parte posterior. Hoy día puede observarse aún la misma estructura.

Mc 2, 5. Un hecho resalta en este versículo: la relación entre la fe y el perdón de los pecados. La audacia de los que llevan al paralítico muestra la fe que tenían en Cristo. Conmovido Jesús, perdona los pecados y pone de manifiesto, una vez más, que a la gracia divina hay que dar respuesta de fe para que se consume la intervención salvadora. Consideremos lo que vale nuestra fe ante Dios, cuando la de otros es cauce para que un hombre sea curado interior y exteriormente de modo instantáneo, y que por el mérito de unos se remedien las necesidades de otros.
San Jerónimo ve en la parálisis corporal de aquel hombre un tipo o figura de la parálisis espiritual: el tullido de Cafarnaún tampoco tenía fuerzas, por sí mismo, para retornar a Dios. Jesús, Dios y hombre, le curó de ambas parálisis (cfr S. Jerónimo, Comm. in Marcum, in loe.). Cfr notas a Mt 9, 2-7.

Mc 2, 7-12. Son varios los elementos que manifiestan la divinidad de Jesús: perdona los pecados, conoce por sí mismo la intimidad del corazón humano y tiene poder para curar al instante las enfermedades corporales. Los escribas saben que sólo Dios puede otorgar el perdón de las culpas y por eso consideran infundada, e incluso blasfema, la afirmación del Señor. Necesitan una señal que muestre la verdad de aquellas palabras. Y Jesús se la ofrece: así como ninguno discutirá la curación del paralítico, del mismo modo nadie podrá negar razonablemente la liberación de sus culpas. Cristo, Dios y hombre, ejerció el poder de perdonar los pecados y, por su infinita misericordia, quiso extenderlo a su Iglesia. Cfr nota a Mt 9, 3-7.

Mc 2, 14. S. Marcos y S. Lucas (Lc 5, 27-32) coinciden en llamarle «Leví». El primer Evangelio, en cambio (Mt 9, 9-13), lo designa «Mateo». Se trata de una misma persona, aunque lleve nombres distintos. En los tres relatos se dan las mismas circunstancias. Más adelante, S. Marcos y S. Lucas, al dar la lista de los Apóstoles (Mc 3, 13- 19; Lc 6, 12-16), incluyen a Mateo, no a Leví. Los Santos Padres los han identificado. Por lo demás, no era infrecuente entre los judíos tener dos nombres: Jacob-Israel; Simón-Pedro; Saulo-Pablo; José-Caifás; Juan-Marcos... Con frecuencia, el nombre y sobrenombre estaban relacionados con un cambio significativo en la vida y misión de dicha persona. ¿Hubo también en este caso un cambio originado por la irrupción salvadora de Jesús en la vida del apóstol? Nada dice el Evangelio.
Leví-Mateo, por su condición de publicano (Mt 9, 9- 13), estaba recaudando los impuestos en el «telonio» –puesto público para pago de tributos–. Los publicanos eran recaudadores al servicio de los romanos. Por eso era un oficio odiado y despreciado por el pueblo, aunque, a la vez, apetecido por la facilidad de enriquecimiento. Cuando Jesús llama a Mateo, éste lo deja todo. Responde en seguida a la vocación de Jesús, que le da la gracia para responder a su llamamiento.
Jesús es el fundamento de la confianza en nuestra propia transformación, si colaboramos con su gracia, por más despreciable que haya sido nuestra conducta anterior. Y es también el fundamento de la confianza para nuestro apostolado en favor de la conversión y santificación de los demás. Él, que es el Hijo de Dios, aun de las piedras es capaz de sacar hijos de Dios (cfr Mt 3, 9). Cfr nota a Mt 9, 9.

Mc 2, 17. A la pregunta que, en tono de reproche, los escribas y fariseos hacen a los discípulos, Jesús les responde con un proverbio ya conocido: «no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos». Él es el médico de las almas y ha venido a curar a los pecadores de las enfermedades espirituales que padecen.
El Señor llama a todos, su misión redentora es universal; en otras ocasiones lo afirma utilizando parábolas como la del banquete de bodas (Mt 22, 1-14; Lc 14, 16-24). ¿Cómo explicar entonces esa restricción que parece poner aquí el Señor, al decir que no ha venido a llamar a los justos? No se trata en realidad de una restricción. Jesús aprovecha la ocasión para reprochar a los escribas y fariseos su actitud orgullosa: se consideraban justos y su complacencia en esta aparente virtud les alejaba de la llamada a la conversión, pensando que se salvarían por sí mismos. Así se puede explicar este proverbio pronunciado por Jesús que, por otra parte, dejó claro en su predicación que «nadie es bueno sino uno, Dios» (Mc 10, 18), y que todos los hombres han de acudir a la misericordia y al perdón de Dios para salvarse. Porque, en definitiva, antes de la llamada de Cristo no hay dos bloques en la humanidad : uno de justos y otro de pecadores. Todos somos pecadores, como atestigua S. Pablo: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3, 23). Precisamente por esto, Cristo ha venido a llamarnos a todos, y al que responde a su llamada, le hace justo.
Por otro lado, los Santos Padres suelen entender esa llamada de Jesús a los pecadores como una invitación al arrepentimiento y a la penitencia. Así, San Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 30, 3) explica la frase, poniendo en boca de Jesús estas palabras: «No he venido para que sigan siendo pecadores, sino para que se conviertan y lleguen a ser mejores».

Mc 2, 18-22. La respuesta de Cristo declara, a propósito de un caso particular, las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. El ayuno de los judíos hay que entenderlo dentro del conjunto de sus observancias religiosas. Cristo muestra la diferencia entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de aquella época. Este espíritu nuevo no será una pieza añadida a lo viejo, sino un principio vivificante de las enseñanzas perennes de la antigua Revelación.
Pero este pasaje dice algo más: para recibir la nueva enseñanza de Cristo es preciso que los hombres se renueven por dentro y, en consecuencia, se desprendan de las rutinas de una vida anquilosada. Cfr nota a Mt 9, 14-17.

Mc 2, 19-20. Jesucristo se designa en el v. 19 como el Esposo (cfr también Lc 12, 35-36; Mt 25, 1-13; Jn 3, 29), cumpliendo así lo que habían dicho los profetas respecto de las relaciones de Dios con su pueblo (cfr Os 2, 18-22; Is 54, 5 ss.). Los Apóstoles son los compañeros del Esposo en las bodas, invitados a participar con Él en el banquete nupcial, en la alegría del Reino de los Cielos (cfr Mt 22, 1-14).
En el v. 20 Jesucristo anuncia que el Esposo les será arrebatado: es la primera alusión que hace Jesús a su Pasión y Muerte (cfr Mc 8, 31; Jn 2, 19; Jn 3, 14). La visión de alegría y dolor, que encontramos en estos dos versos, nos ayuda a entender también la condición humana mientras caminamos en la tierra.

Mc 2, 24. Cfr nota a Mt 12, 2.

Mc 2, 26-27. Los panes de la proposición eran doce panes que se colocaban cada semana en la mesa del santuario, como homenaje de las doce tribus de Israel al Señor (cfr Lv 24, 5-9). Los panes reemplazados quedaban reservados para los sacerdotes que atendían el culto.
La conducta de Abiatar anticipó la doctrina que Cristo enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento Dios había establecido un orden en los preceptos de la Ley, de modo que los de menor rango ceden ante los principales.
A la luz de esto se explica que un precepto ceremonial (como el que comentamos) cediese ante un precepto de ley natural. Igualmente el precepto del sábado no está por encima de las necesidades elementales de subsistencia.
Finalmente, en este pasaje Cristo enseña cuál era el sentido de la institución divina del sábado: Dios lo había instituido en bien del hombre, para que pudiera descansar y dedicarse con paz y alegría al culto divino. La interpretación de los fariseos había convertido este día en ocasión de angustia y preocupación a causa de la multitud de prescripciones y prohibiciones.
Al proclamarse «señor del sábado», Jesús afirma su divinidad y su poder universal. Por esta razón, puede establecer otras leyes, igual que Yahwéh en el Antiguo Testamento.

Mc 2, 28. El sábado había sido hecho no sólo para que el hombre descansara, sino para que diera gloria a Dios: éste es el auténtico sentido de la expresión «el sábado fue hecho para el hombre». Jesús bien puede llamarse señor del sábado, porque es Dios. El Señor restituye al descanso semanal toda su fuerza religiosa: no se trata del mero cumplimiento de unos preceptos legales, ni de preocuparse sólo de un bienestar material: el sábado pertenece a Dios y es un modo, adaptado a la naturaleza humana, de rendir gloria y honor al Todopoderoso. La Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles, trasladó la observancia de este precepto al día siguiente, domingo –día del Señor–, para celebrar la Resurrección de Cristo (Hch 20, 7).
«Hijo del Hombre»: El origen de la significación mesiánica de la expresión «Hijo del Hombre» aparece sobre todo en la profecía de Daniel Dn 7, 13 ss., quien contempla en visión profética que sobre las nubes del cielo desciende un «como Hijo de Hombre», que avanza hasta el tribunal de Dios y recibe el Señorío, la gloria y el imperio sobre todos los pueblos y naciones. Esta expresión fue preferida por Jesús (69 veces aparece en los Evangelios Sinópticos) a otras denominaciones mesiánicas, como Hijo de David, Mesías, etc., para evitar, al mismo tiempo, la carga nacionalista que los otros títulos tenían entonces en la mente de los judíos.

Mc 3, 1-5. Los evangelistas nos hablan varias veces de la mirada de Jesús (p. ej. al joven rico: Mc 10, 21; a San Pedro: Lc 22, 61; etc.). Esta es la única vez en que se alude a la indignación en la mirada de Nuestro Señor, provocada por la hipocresía que se ha señalado en el v. 2.

Mc 3, 6. Mientras que los fariseos eran los dirigentes espirituales del judaísmo, los herodianos eran partidarios del régimen de Herodes, con el cual habían medrado política o económicamente. Unos y otros estaban enfrentados y no se trataban, pero juntos van a hacer causa común contra Jesús. Los fariseos intentan hacerlo desaparecer porque lo consideran como un peligroso innovador. La ocasión más inmediata pudo ser que había perdonado los pecados (Mc 2, 1 ss.) e interpretado con toda autoridad el precepto del sábado (Mc 3, 2); quieren también acabar con Jesús porque estiman que Él, con su proceder, los había desprestigiado al curar al hombre que tenía la mano seca.

Mc 3, 10. Durante la vida pública del Señor repetidamente las gentes se agolpaban junto a Él para ser curados (cfr Lc 6, 19; Lc 8, 45; etc.). Como en muchas curaciones, San Marcos recoge gráficamente lo que Jesús realizaba sobre los enfermos (cfr Mc 1, 31.41; Mc 7, 31-37; Mc 8, 22-26; Jn 9, 1-7.Jn 11.15). El Señor, al hacer estas curaciones, muestra que es Dios y hombre a la vez: cura en virtud de su poder divino, sirviéndose de su naturaleza humana. En efecto, sólo en el Verbo de Dios hecho carne se realizó la obra de nuestra Redención, y el instrumento de nuestra salvación fue la Humanidad de Jesús –cuerpo y alma– en la unidad de la persona del Verbo (cfr Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 5).
Este agolparse de las gentes se reitera en todos los cristianos de cualquier época, porque la Humanidad Santísima del Señor es el único camino para nuestra salvación y el medio insustituible para unirnos con Dios. En efecto, hoy nosotros podemos acercarnos al Señor por medio de los sacramentos, de modo singular y eminente por la Eucaristía. Por los sacramentos fluye también hacia nosotros, desde Dios y a través de la Humanidad del Verbo, una virtud que cura a quienes los reciben con fe (cfr S.Th. III, q. 62, a. 5).

Mc 3, 13. «Llamó a los que él quiso»: Dios quiere enseñarnos que la vocación es una iniciativa divina. Esto es particularmente aplicable a la vocación de los Apóstoles. Por eso pudo Jesús decirles más tarde: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Quienes iban a tener potestad y autoridad dentro de la Iglesia, no alcanzarían esos poderes en virtud de un ofrecimiento personal, aceptado después por Jesús, sino al contrario. «Pues no por propia iniciativa y preparación, sino por la gracia divina, serían llamados al apostolado» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.).

Mc 3, 14. El Papa y los Obispos, que suceden al Colegio de los Doce, son también llamados por el Señor para estar siempre con Jesús y predicar el Evangelio, secundados por los Presbíteros. La única forma de cumplir esta doble misión consiste en cuidar la más delicada unión con Cristo precisamente mientras cumplen su ministerio sacerdotal. Esto es posible por la promesa de Jesús: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La eficacia de un sacerdote en el apostolado depende siempre de su unión con el Señor: de su oración continua y de su vida sacramental.

Mc 3, 14-19. Los Doce son elegidos por Jesús (cfr Mc 3, 14), recibiendo una vocación específica para ser «enviados», que es lo que significa la palabra «apóstoles». Jesús los elige para la misión posterior (Mc 6, 6-13), y para ello les otorgará parte de su poder. El que Jesús elija precisamente doce tiene un profundo significado. Su número corresponde al de los doce patriarcas de Israel, y los apóstoles representan el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, fundada por Cristo. Jesús quiso así poner de relieve la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Ellos son las columnas sobre las que Cristo edifica la Iglesia (cfr Ga 2, 9). Su misión consistirá en hacer discípulos del Señor (enseñar) a todos los pueblos, santificar y gobernar a los creyentes (Mt 28, 16-20; Mc 16, 15; Lc 24, 45-48; Jn 20, 21-23).
La misma designación de los Doce muestra que forman un grupo determinado y completo; por eso, tras la muerte de Judas, el traidor, es elegido Matías para completar este número (Hch 1, 15-26). Los Doce fueron instituidos por Jesús «a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cfr Jn 21, 15-17)» (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 19). «El Papa es sucesor de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y los Obispos son sucesores de los Apóstoles en lo que mira al gobierno ordinario de la Iglesia» (Catecismo Mayor, 210).

Mc 3, 20-21. Algunos de sus parientes, dejándose llevar de pensamientos meramente humanos, interpretaron la absorbente dedicación de Jesús al apostolado como una exageración, explicable sólo –en su opinión– por una pérdida de juicio. Al leer estas palabras del Evangelio, no podemos por menos de sentirnos afectados pensando en aquello a lo que se sometió Jesús por amor nuestro: a pasar por haber «perdido el juicio». Muchos santos, a ejemplo de Cristo, pasarán también por locos, pero serán locos de Amor, locos de Amor a Jesucristo.

Mc 3, 22-23. Hasta los milagros de Jesús fueron malentendidos por aquellos escribas que le acusan de ser instrumento del príncipe de los demonios: Belzebub. Este nombre puede relacionarse con Belzebud, así lo escriben algunos códices, nombre de un dios de la ciudad filistea de Eqrón (Accarón), que significa «dios de las moscas». Aunque más probable es que el príncipe de los demonios se denomine Beelzebul, porque este término significa «dios del estiércol», y estiércol llamaban los judíos a los sacrificios paganos. Belcebub o Beelcebül, era en definitiva aquel a quien se dirigían, en último término, esos sacrificios: el demonio (1Co 10, 20). Es el mismo personaje misterioso, pero real, que Jesús llama Satanás, que significa el adversario, y al que Cristo ha venido a arrancar el dominio que tenía sobre el mundo (1Co 15, 24-28; Col 1, 13 s.), en una lucha incesante (Mt 4, 1-10; Jn 16, 11). Estos nombres nos muestran la realidad del demonio, como un ser personal y que no es único, sino que tiene a su servicio otros muchos de su misma naturaleza (Mc 5, 9).

Mc 3, 24-27. El Señor invita ahora a los fariseos, obcecados y endurecidos, a hacer una consideración muy sencilla: si alguien echa al demonio, esto quiere decir que es más fuerte que él. Es una exhortación más a reconocer en Jesús al Dios «fuerte», al Dios que con su poder libera al hombre de la esclavitud del demonio. Ha terminado el dominio de Satanás: el príncipe de este mundo está a punto de ser arrojado fuera. La victoria de Jesús sobre el poder de las tinieblas, que culmina en su Muerte y Resurrección, demuestra que la luz está ya en el mundo. Lo dijo el mismo Señor: «Ahora es el juicio del mundo. Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y cuando yo sea levantado de la tierra, todo lo atraeré a mí» (Jn 12, 31-32).

Mc 3, 28-30. Jesús acaba de realizar un milagro, pero los escribas no lo reconocen; «porque ellos decían: tiene un espíritu inmundo» (v. 30). No quieren admitir que Dios es el autor del milagro. En esa actitud consiste precisamente la gravedad especial de la blasfemia contra el Espíritu Santo: atribuir al príncipe del mal, a Satanás, las obras de bondad realizadas por el mismo Dios. Quien actuara así vendría a ser como un enfermo que, en el colmo de su desconfianza, repeliera al médico como a un enemigo, y rechazara como un veneno la medicina que le podría salvar. Por eso dice Nuestro Señor que el que blasfema contra el Espíritu Santo no tendrá perdón: no porque Dios no pueda perdonar todos los pecados, sino porque ese hombre, en su obcecación frente a Dios, rechaza a Jesucristo, su doctrina y sus milagros como enemigos del hombre, y desprecia las gracias del Espíritu Santo como si fuesen engaños para perderle (cfr Catecismo Romano, 2, 5, 19; S.Th. II-II, q. 14, a. 3). Véase nota a Mt 12, 32.

Mc 3, 31-35. La palabra «hermanos» era en arameo, la lengua hablada por Jesús, una expresión genérica para indicar un parentesco: hermanos se llamaban también los sobrinos, los primos hermanos y los parientes en general. (Para más explicaciones cfr nota a Mc 6, 3). «Jesús no dijo estas palabras para renegar de su madre, sino para mostrar que no solamente es digna de honor por haber engendrado a Cristo, sino también por el cortejo de todas las virtudes» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Marci, in loc.).
Por eso, la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como ella lo hacía fielmente» (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 58).
El Señor, pues, enseña también que seguirle nos lleva a compartir su vida hasta tal punto de intimidad que constituye un vínculo más fuerte que el familiar. Santo Tomás lo explica diciendo que Cristo «tenía una generación eterna y otra temporal, y antepone la eterna a la temporal. Aquellos que hacen la voluntad de mi Padre le alcanzan según la generación celestial (...). Todo fiel que hace la voluntad del Padre, esto es, que sencillamente le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que cumplió la voluntad del Padre. Pero, quien no sólo obedece, sino que convierte a otros, engendra a Cristo en ellos, y de esta manera llega a ser como la Madre de Cristo» (Comentario sobre S. Mateo, 12, 49-50).

Mc 4, 1-34. Las parábolas son un modo peculiar de la predicación de Jesucristo. Por medio de ellas, el Señor va descubriendo paulatinamente los misterios del Reino de Dios a sus oyentes. Cfr nota a Mt 13, 3. El capítulo 4 de San Marcos, aunque más reducido, viene a ser el equivalente del capítulo 13 de San Mateo, y del capítulo 8, 4-18 de San Lucas, que es el más breve de los Sinópticos respecto de este grupo de parábolas del Reino.

Mc 4, 3-9. Con la parábola del sembrador Jesús quiere mover a los que le escuchan a que abran generosamente su corazón a la palabra de Dios y la pongan en práctica (cfr Lc 11, 28). Esa misma docilidad es la que Dios espera también de cada uno de nosotros: «La escena es actual. El sembrador divino arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos abramos a su amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos el divino mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del mundo (...). Si miramos a nuestro alrededor, a este mundo que amamos porque es hechura divina, advertiremos que se verifica la parábola: la palabra de Jesucristo es fecunda, suscita en muchas almas afanes de entrega y de fidelidad. La vida y el comportamiento de los que sirven a Dios han cambiado la historia, e incluso muchos de los que no conocen al Señor se mueven –sin saberlo quizá– por ideales nacidos del cristianismo.
»Vemos también que parte de la simiente cae en tierra estéril, o entre espinas y abrojos: que hay corazones que se cierran a la luz de la fe. Los ideales de paz, de reconciliación, de fraternidad, son aceptados y proclamados, pero –no pocas veces– son desmentidos con los hechos. Algunos hombres se empeñan inútilmente en aherrojar la voz de Dios, impidiendo su difusión con la fuerza bruta o con un arma menos ruidosa, pero quizá más cruel, porque insensibiliza al espíritu: la indiferencia» (Es Cristo que pasa, 150).

Mc 4, 11-12. El Reino de Dios es un misterio. Si los Doce lo han conocido, ha sido por pura concesión de la misericordia de Dios, no porque ellos por sus propias luces hayan comprendido mejor que los demás las parábolas.
Fue muy conveniente que Jesucristo hablara en parábolas : en primer lugar por ser éste el modo de conocer del entendimiento humano, que llega a lo inteligible a través de lo sensible, ya que todos nuestros conocimientos empiezan en los sentidos, pero no se quedan ahí, sino que nuestra inteligencia va más allá. Por eso, en la predicación de Cristo se proponen con frecuencia las cosas espirituales envueltas en imágenes de cosas corpóreas. En segundo lugar, la Sagrada Escritura se escribió para todos, según aquellas palabras de San Pablo: «Soy deudor de sabios e ignorantes» (Rm 1, 14); por eso fue conveniente que nuestro Señor propusiese las realidades más profundas a través de comparaciones, para que siquiera de este modo las pudieran alcanzar todos los hombres con más facilidad (cfr S.Th. I, q. 1, a. 9).
Los discípulos se distinguen aquí de «los que están fuera», expresión que para los judíos significaba los gentiles, y que ahora Jesús aplica a los mismos judíos, que no quieren comprender las señales que Jesús realiza (cfr Lc 12, 41).
A los discípulos, pues, concede el Señor una instrucción más clara todavía acerca del contenido de las parábolas. Pero, puesto que los judíos no quieren aceptar las señales que Jesús realiza, en ellos se cumplen las palabras del profeta Isaías (Is 6, 9-10). Las parábolas, que son una manifestación de la misericordia del Señor, fueron ocasión de condenación para los judíos incrédulos, a los que no se les puede perdonar sus pecados, ya que no quieren ver, ni escuchar, ni convertirse.

Mc 4, 17. «Se escandalizan»: Escándalo significa originariamente la piedra u obstáculo donde fácilmente se tropieza y se cae. De aquí se toma en el lenguaje moral para indicar aquello ante lo cual se puede pecar. Tales son el dolor y la tribulación. En este pasaje, escandalizarse significa, pues, tropezar y caer, sucumbir, desmoralizarse. En este sentido, nos dice San Pablo que la Cruz de Cristo fue escándalo para los judíos, al no querer comprender que los planes salvíficos de Dios se llevan a cabo a través del dolor y del sacrificio (cfr 1Co 1, 23; véase también Mc 14, 27; Mt 16, 23).

Mc 4, 21. «Celemín»: era un recipiente que servía para medir cereales y legumbres. Tenía una capacidad de algo más de ocho litros.

Mc 4, 22. Hay en esta parábola una doble enseñanza. Por una parte, la doctrina de Cristo no debe quedar escondida, sino ser predicada en el mundo entero. La misma enseñanza la encontramos en otros pasajes de los Evangelios: «Lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados» (Mt 10, 27); «Id al mundo entero y predicad el Evangelio...» (Mc 16, 15). La otra enseñanza de esta parábola es que el Reino que Cristo anuncia tiene tal fuerza de penetración en todos los corazones que, al final de la historia, cuando venga de nuevo Jesús, no quedará una sola acción del hombre, en favor o en contra de Cristo, que no pase a ser pública y manifiesta. Cfr Mt 25, 31-46.

Mc 4, 24-25. El Señor no se cansa de pedir a los Apóstoles, germen de la Iglesia, que presten atención a la doctrina que oyen: están recibiendo un tesoro del cual deberán dar cuenta. «... al que tiene se le dará...»: a quien corresponde a la gracia se le dará más gracia todavía y abundará cada vez más; pero el que no hace fructificar la gracia divina recibida, quedará cada vez más empobrecido (cfr Mt 25, 14-30). Por esto, la medida de las virtudes teologales es no tener medida: «si dices: basta, ya has muerto» (S. Agustín, Sermo 51). Un alma que quiera progresar en el camino interior debe hacer suya esta oración: «Señor: que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor» (Camino, 427).

Mc 4, 26-29. Los agricultores se esforzaban por preparar bien el terreno para la siembra; pero, una vez sembrado el grano, ya no podían hacer por él nada más, hasta el momento de la siega; de manera que el grano se desarrollaba por su propia fuerza. Con esta comparación, expresa el Señor el vigor íntimo del crecimiento del Reino de Dios en la tierra, hasta el día de la siega (cfr Ap 14, 15), o sea, el día del Juicio Final.
Jesús habla de la Iglesia a sus discípulos: la predicación del Evangelio, que es la semilla generosamente esparcida, dará su fruto sin falta, no dependiendo de quién siembra o quién riega, sino de Dios que da el incremento (cfr 1Co 3, 5-9). Todo se realizará «sin que él sepa cómo», sin que los hombres se den plenamente cuenta.
Al mismo tiempo el Reino de Dios indica la operación de la gracia en cada alma: Dios opera silenciosamente en nosotros una transformación, mientras dormimos o mientras velamos, haciendo brotar en el fondo de nuestra alma resoluciones de fidelidad, de entrega, de correspondencia, hasta llevarnos a la edad «perfecta» (cfr Ef 4, 13). Aunque es necesario este esfuerzo del hombre, en definitiva es Dios quien actúa: «porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14)» (Es Cristo que pasa, 135).

Mc 4, 30-32. El sentido principal de esta parábola viene dado por el contraste entre lo pequeño y lo grande. La semilla del Reino de Dios en la tierra es algo muy pequeño al principio (Lc 12, 32; Hch 1, 15); luego será un árbol grande. Así vemos cómo el reducido grupo inicial de los discípulos crece en los comienzos de la Iglesia (cfr Hch 2, 47 ; Hch 6, 7; Hch 12, 24), se extiende a lo largo de los siglos y llegará a ser una muchedumbre inmensa «que nadie podrá contar» (Ap 7, 9).
También se realiza en cada alma ese misterio del crecimiento, al que se refieren las palabras del Señor: «El Reino de Dios está ya dentro de vosotros» (Lc 17, 21), y que podemos ver anunciado con aquellas otras del Salmo: «El justo se multiplicará como el cedro del Líbano» (Sal 92, 13). Para que brille la misericordia del Señor que nos exalta, que nos hace grandes, es preciso que nos encuentre pequeños, humildes (Ez 17, 22-24; Lc 18, 9-14).

Mc 5, 1-20. Gerasa estaba poblada principalmente por paganos, como se aprecia por la existencia de una piara de cerdos tan numerosa, que pertenecería sin duda a muchos dueños. A los judíos les estaba prohibida la crianza de estos animales y el comer su carne (Lv 11, 7).
Este milagro pone de relieve, una vez más, la existencia del demonio y su influencia en la vida de los hombres: pueden dañar –si Dios se lo permite– no solamente a los hombres, sino también a los animales. Cuando Cristo permite que entren en los cerdos, queda patente la malicia de los demonios: consideran éstos un gran tormento no poder dañar a los hombres y por eso le ruegan que, al menos, puedan hacer daño a los animales. Esto lo permite Cristo para indicar que con la misma violencia y consecuencias con que entraron en los cerdos, lo harían en los hombres, si Dios no les pusiera freno.
Es claro que la intención de Jesús no fue castigar a los dueños de los cerdos con la pérdida de la piara, pues sus amos, al ser paganos, no estaban sometidos a los preceptos de la Ley judía. Más bien, la muerte de los cerdos es la señal visible de que el demonio había salido de aquel hombre.
Jesús permitió la pérdida de unos bienes materiales porque eran incomparablemente inferiores al bien espiritual que al geraseno reportaba la expulsión del demonio. Cfr nota a Mt 8, 28-34.

Mc 5, 15-20. Contrasta la distinta actitud ante Jesucristo: los gerasenos piden a Jesús que se aleje de la ciudad; el que fue librado del demonio quiere quedarse junto a Jesús y seguirle. Los habitantes de Gerasa han tenido cerca al Señor, han podido ver sus poderes divinos, pero se han cerrado sobre sí mismos, pensando sólo en el perjuicio material que constituyó la pérdida de los cerdos; no se dan cuenta de la obra admirable que ha hecho Jesús. Cristo ha pasado junto a ellos, brindándoles su gracia, pero no han correspondido y rechazan a Jesús. El que estuvo endemoniado quiere seguirle con los demás discípulos. Pero Jesús no lo admite, sino que le da un encargo que muestra la misericordia sin límites del Señor para todos los hombres, incluso para los que le rechazan: él debe quedarse en Gerasa y anunciar a todos sus habitantes lo que el Señor ha hecho con él. Tal vez recapaciten y se den cuenta de Quién es el que los ha visitado y salgan del pecado en que están sumidos por avaricia. Estas dos actitudes se dan siempre que Cristo pasa. Y también la misericordia y el continuo llamamiento del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr Ez 18, 23).

Mc 5, 20. Decápolis, o «país de las diez ciudades». Entre ellas las más conocidas son: Damasco, Filadelfia, Scytópolis, Gadara, Pella y Gerasa. La región estaba situada al este del lago de Genesaret y habitada principalmente por paganos de origen griego y sirio. El gobernador romano de Siria era quien ejercía la jurisdicción sobre este territorio.

Mc 5, 21-43. Tanto Jairo como la hemorroísa nos dan un ejemplo de fe en la omnipotencia de Cristo, pues sólo un milagro puede curar a la hija de Jairo, que estaba en la agonía, y resucitarla una vez muerta, y remediar la enfermedad de la hemorroísa, que había puesto ya todos los medios humanos posibles. De modo parecido, el cristiano debe esperar la ayuda de Dios, que no le faltará para superar los obstáculos que se opongan a su santificación. De ordinario, la ayuda divina se nos concede de modo callado, pero no hemos de dudar que, si hiciera falta para nuestra salvación, Dios volvería a repetir estos milagros. Tengamos en cuenta, no obstante, que lo que el Señor espera de nosotros todos los días es que cumplamos su voluntad.

Mc 5, 22. Al frente de la sinagoga estaba el arquisinagogo, que tenía por misión mantener el orden en las reuniones de sábados y fiestas, dirigir las oraciones, los cantos y designar al que había de explicar la Sagrada Escritura. Era asistido en su misión por un consejo, y tenía a su servicio un ayudante encargado de las funciones materiales.

Mc 5, 25. Esta mujer padecía una enfermedad por la que estaba en impureza legal (Lv 15, 25 ss.). Ningún medio humano había conseguido curarla; por el contrario, añade con realismo el Evangelio, la cosa había ido de mal en peor. A los sufrimientos físicos –ya doce años–, se añadía la vergüenza de sentirse inmunda según la Ley. En el pueblo judío se consideraba impura no solamente la mujer afectada de una enfermedad de este tipo, sino todo lo que ella tocaba. Por eso, para no ser notada por la gente, la hemorroísa se acercó a Jesús por detrás y tocó tan sólo su manto, por delicadeza. Su fe se enriquece por una manifestación de humildad: la conciencia de ser indigna de tocar al Señor. «Tocó delicadamente el ruedo del manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido sanada... Así nosotros, si queremos ser salvados, toquemos con fe el vestido de Cristo (San Ambrosio, Expositio Evangelii sec. Lucam, 6, 56.58). ¿Te persuades de cómo ha de ser nuestra fe? Humilde» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Vida de fe).

Mc 5, 30. De la muchedumbre que le oprime, una sola persona le ha tocado de verdad: está enferma; y no con un gesto solamente, sino con la fe de su corazón. Comenta S. Agustín: «Ella toca, la muchedumbre oprime. ¿Qué significa "tocó" sino que creyó?» (S. Agustín, In Ioann. Evang. tractatus, 26, 3). Necesitamos el contacto con Jesús. No nos ha sido dado otro nombre bajo el cielo por el que podamos ser salvos (cfr Hch 4, 12). Al recibir en la Sagrada Eucaristía a Jesucristo, se realiza este contacto físico a través de las especies sacramentales. Por nuestra parte necesitamos avivar la fe para que resulten provechosos estos encuentros en orden a nuestra salvación (cfr Mt 13, 58).

Mc 5, 37. Jesús no quiso que estuvieran presentes más que estos tres Apóstoles, número suficiente para que el milagro fuese testificado según la Ley (Dt 19, 15). «Porque Jesús, humilde, no quiso hacer nada por ostentación» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Marci, in loe.). Por lo demás, los tres discípulos son los más íntimos de Jesús, que luego estarán también a solas con Él, en la Transfiguración (cfr Mc 9, 2) y en la agonía en el huerto de Getsemaní (cfr Mc 14, 33).

Mc 5, 39. Las palabras de Jesús contrastan con las de los siervos del jefe de la sinagoga; ellos dicen: «Tu hija ha muerto»; Jesús, en cambio: «No ha muerto, sino que duerme». «Estaba muerta para los hombres, que no podían despertarla; para Dios dormía, porque su alma vivía sometida al poder divino, y la carne descansaba para la resurrección. De aquí que se introdujo entre los cristianos la costumbre de llamar a los muertos, que sabemos que resucitarán, con el nombre de durmientes» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.). La expresión de Jesús revela que la muerte es para Dios nada más que un sueño, porque Él puede despertar a la vida cuando quiere. Es lo mismo que ocurrió con la muerte y resurrección de Lázaro. Jesús dice: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero yo voy a despertarle del sueño». Y cuando los discípulos piensan que se trataba del sueño natural, el Señor claramente afirma: «Lázaro ha muerto» (cfr Jn 11, 11 ss.).

Mc 5, 40-42. Este milagro de la resurrección de la hija de Jairo, como todos los que aparecen en el Evangelio, manifiesta la divinidad de Cristo. Solamente Dios puede hacer milagros; en ocasiones de un modo directo y en otras se vale de las criaturas como instrumentos. El carácter exclusivamente divino de los milagros –y particularmente de la resurrección de los muertos–, está recogido en el AT: «Yahwéh da la muerte y da la vida, hace bajar al sepulcro y subir de él» (1S 2, 6) porque tiene «el poder de la vida y de la muerte» (Sb 16, 13). Y también en el AT Dios se vale de los hombres para resucitar a los muertos: el profeta Elías resucitó al hijo de la viuda de Sarepta «invocando a Yahwéh» (1R 17, 21), y Eliseo «oró a Yahwéh» para obtener de Él la resurrección del hijo de la Sunamita (2R 4, 33).
Asimismo, en el NT los Apóstoles no obraron por poder propio, sino por el poder de Jesús, a quien habían elevado antes una ardiente súplica: Pedro devuelve la vida a una cristiana de Joppe llamada Tabita (Hch 9, 36 y ss.); y Pablo, en Tróade, al joven Eutico, que se había caído de una ventana (Hch 20, 7 y ss.). Cuando Jesús, con autoridad soberana, sin remitirse a un poder superior, manda, sin más, que vuelva a la vida la hija de Jairo, manifiesta así que Él es Dios.

Mc 6, 1-3. Jesús es designado aquí por su trabajo y por ser «el hijo de María». ¿Indica esto que S. José ya había muerto? No lo sabemos, aunque es probable. En todo caso, es de subrayar esta designación que da el Evangelista bajo la inspiración de Dios. En los Evangelios de S. Mateo y de S. Lucas se había narrado la concepción virginal de Jesús. El Evangelio de S. Marcos no refiere la infancia del Señor, pero quizás pueda verse una alusión a la concepción y nacimiento virginales, en la designación «el hijo de María».
«José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por eso los vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri filius, artesano e hijo del artesano» (Es Cristo que pasa, 55). De esta manera el Señor nos ha hecho saber que nuestra vocación profesional no es ajena a sus designios divinos.
S. Marcos da una lista de hermanos de Jesús, y habla genéricamente de la existencia de unas hermanas. Pero la palabra «hermano» no significaba necesariamente hijo de los mismos padres. Podía indicar también otros grados de parentesco: primos, sobrinos, etc. Así en Gn 13, 8 y Gn 14, 14.16 se llama a Lot hermano de Abrahám, mientras que por Gn 12, 5 y Gn 14, 12 sabemos que era sobrino, hijo de Arám, hermano de Abrahám. Lo mismo ocurre con Labán, a quien se llama hermano de Jacob (Gn 29, 15), cuando era hermano de su madre (Gn 29, 10); y en otros casos: cfr 1Cro 23, 21-22 etc. Esta confusión se debe a la pobreza del lenguaje hebreo y arameo: carecen de términos distintos y usan una misma palabra, hermano, para designar grados diversos de parentesco.
Por otros pasajes del Evangelio, sabemos que Santiago y José, aquí nombrados, eran hijos de María de Cleofás (Mc 15, 40; Jn 19, 25). De Simón y Judas tenemos menos datos. Parece que son los apóstoles Simón el Celotes (Mt 10, 4; Mc 3, 18) y Judas Tadeo (Lc 6, 16), autor de la epístola católica en la cual se declara «hermano» de Santiago. Por otra parte, aunque se habla de Santiago, Simón y Judas como hermanos de Jesús, nunca se dice que sean «hijos de María», lo que hubiera sido natural si hubieran sido estrictamente hermanos del Señor. Jesús aparece siempre como hijo único; para los de Nazaret, Él es «el hijo de María» (Mt 13, 55). Jesús al morir confía su madre a S. Juan (cfr Jn 19, 26-27), lo que revela que María no tenía otros hijos. A esto se añade la fe cristiana y constante de la Iglesia, que considera a María como la siempre Virgen: «Virgen antes del parto, en el parto, y por siempre después del parto» (Paulo IV, Const. Cum quorumdam, 7-VII1-1555).

Mc 6, 5-6. Jesús no pudo hacer milagros: no porque le faltara poder, sino en razón del castigo a la incredulidad de sus conciudadanos. Dios quiere que el hombre use de la gracia ofrecida, de suerte que, al cooperar con ella, se disponga a recibir nuevas gracias. En frase gráfica de S. Agustín, «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermo 169).

Mc 6, 7. Cfr nota a Mc 1, 27; Mc 3, 14-19.

Mc 6, 8-9. Jesucristo exige estar libre de cualquier clase de ataduras a la hora de predicar el Evangelio. El discípulo, que tiene el encargo de llevar el Reino de Dios a las almas mediante la predicación, no debe poner su confianza en los medios humanos, sino en la Providencia de Dios. Lo que ha de necesitar para vivir dignamente como heraldo del Evangelio se lo habrán de procurar los mismos beneficiarios de la predicación, pues el obrero es digno de su sustento (cfr Mt 10, 10).
«Tanta debe ser la confianza en Dios del que predica que ha de estar seguro que no ha de faltarle lo necesario para vivir, aunque él no pueda procurárselo; puesto que no debe ocuparse menos de las cosas eternas, para ocuparse de las temporales» (San Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.). «De aquí se deduce que el Señor no dice en este precepto que los anunciadores del Evangelio no puedan vivir de otro modo que de lo que les den aquellos a quienes lo anuncian, sino que les da poder de obrar así, haciéndoles saber que tienen derecho a ello; de otra manera, el Apóstol (San Pablo) habría obrado contra este precepto, al querer vivir del trabajo de sus manos» (San Agustín, De consensu Evangelistarum, 2, 30).

Mc 6, 13. S. Marcos es el único Evangelista que habla de una unción con aceite a los enfermos. El aceite se utilizaba frecuentemente para curar las heridas –cfr Is 1, 6; Lc 10, 34–, y los Apóstoles lo emplean también para curar milagrosamente las enfermedades corporales, según el poder que Jesús les ha conferido. De ahí el uso del aceite como materia del sacramento de la Unción de enfermos, que cura las heridas del alma e incluso las del cuerpo, si conviene. Como enseña el Concilio de Trento –Doctrina de sacramento extremae unctionis, cap. 1–, hay que ver «insinuado» en este versículo de S. Marcos el sacramento de la Unción de enfermos, que será instituido por el Señor, y más tarde «recomendado y promulgado a los fieles por Santiago Apóstol» (cfr St 5, 14 y ss.).

Mc 6, 14. De acuerdo con el uso popular, San Marcos llama a Herodes rey; pero con precisión jurídica sólo era tetrarca, como dicen S. Mateo (Mt 14, 1) y S. Lucas (Lc 9, 7), es decir, gobernador de cierta importancia. Este Herodes, que cita aquí San Marcos, era Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, el que era rey de los judíos en los años del nacimiento de Jesucristo. Cfr nota a Mt 2, 1.

Mc 6, 15. «Un nuevo profeta»: el texto sagrado dice literalmente «como uno de los profetas», es decir, había gente que opinaba que Jesús de Nazaret no era ninguno de los profetas anteriores, que reaparecía, sino un nuevo profeta, que venía a continuar la misión de los antiguos profetas de Israel.

Mc 6, 16-29. Es de notar que se intercala en el relato evangélico el extenso episodio de la muerte de Juan el Bautista. La razón es que S. Juan Bautista tiene especial relevancia en la Historia de la salvación, porque es el Precursor, encargado de preparar los caminos del Mesías. Por otra parte, Juan Bautista tenía un gran prestigio entre la gente: le creían profeta (Mc 11, 32) y algunos incluso el Mesías (Lc 3, 15; Jn 1, 20) y acudían a él de muchos lugares (Mc 1, 5). Jesús mismo llegó a decir: «Entre los nacidos de mujer nadie ha surgido mayor que Juan el Bautista» (Mt 11, 11). Más tarde, el apóstol S. Juan volvería a hablar de él en su Evangelio: «Hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan» (Jn 1, 6). Pero en el texto sagrado se aclara, sin embargo, que el Bautista, aun con ser tanto, no era la luz, sino el testigo de la luz (Jn 1, 6-8). Propiamente él sólo era la lámpara que portaba la luz (Jn 5, 35).
De Juan Bautista se nos dice aquí que era justo y que predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los publicanos, a los soldados (Lc 3, 10-14); a los fariseos y saduceos (Mt 3, 7-12), al mismo rey Herodes (Mc 6, 18-20). Este hombre humilde, íntegro y austero, avala con su vida el testimonio que daban sus palabras sobre el Mesías Jesús (Jn 1, 29.36-37).

Mc 6, 26. Los juramentos y las promesas de contenido inmoral no se deben hacer. Y, si se han hecho, no se deben cumplir. Esta es la doctrina de la Iglesia, resumida por el Catecismo Mayor de San Pío X, 383, de la siguiente manera: «¿Estamos obligados a mantener el juramento de hacer cosas injustas o ilícitas? No sólo no estamos obligados, antes pecamos haciéndolas, como cosas prohibidas por la Ley de Dios o de la Iglesia».

Mc 6, 30-31. Se ve aquí la intensidad del ministerio público de Jesús. Era tal la dedicación a las almas que, por dos veces, San Marcos hace notar que incluso les faltaba el tiempo para comer (cfr Mc 3, 20). El cristiano debe estar dispuesto a sacrificar el propio tiempo, e incluso el descanso, para servicio del Evangelio. Esta actitud de disponibilidad nos llevará a saber cambiar nuestros planes cuando lo exija el bien de las almas.
Pero también enseña aquí Jesús a tener sentido común y no pretender hacer locamente ciertos esfuerzos, que exceden absolutamente nuestras fuerzas naturales: «El Señor hace descansar a sus discípulos para enseñar a los que gobiernan que quienes trabajan de obra o de palabra no pueden trabajar sin interrupción» (San Beda, In Mará Evangelium expositio, in loe.). «–El que se entrega a trabajar por Cristo no ha de tener un momento libre, porque el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo» (Camino, 357).

Mc 6, 34. El Señor ha hecho planes para descansar algún tiempo, junto con sus discípulos, de las absorbentes tareas apostólicas (Mc 6, 31-32). Pero no puede llevarlos a cabo por la presencia de un gran número de gente que acude a Él ávida de su palabra. Jesucristo no sólo no se enfada con ellos, sino que siente compasión al ver la necesidad espiritual que tienen. «Se muere mi pueblo por falta de doctrina» (Os 4, 6). Necesitan instrucción y esta necesidad quiere subsanarla el Señor por medio de la predicación. «Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia» (Es Cristo que pasa, 109).

Mc 6, 37. La paga normal de un jornalero era un denario. Los discípulos debieron pensar, por tanto, que era poco menos que imposible cumplir la orden del Maestro, pues no llevarían consigo tanto dinero.

Mc 6, 41. Este milagro es una figura de la Sagrada Eucaristía: Cristo lo realizó poco antes de la promesa de este sacramento (cfr Jn 6, 1 ss.), y es constante esta enseñanza en los Santos Padres. En el milagro Jesús da prueba de su poder sobrenatural y de su amor a los hombres. Poder y amor que harán también posible que el único Cuerpo de Cristo esté presente en las sagradas especies, para alimentar a las multitudes de los fieles a través de la historia. Como se dice en la secuencia que compuso Santo Tomás de Aquino para la Misa del Corpus Christi: «Sumit unus, sumunt mille; quantum isti, tantum ille, nec sumptus consúmitur». (Lo tome uno o lo tomen mil, lo mismo toman éstos que aquél, no se agota por tomarlo). Este mismo gesto del Señor –elevar los ojos al cielo– lo recuerda la liturgia de la Iglesia en el canon romano de la Santa Misa: «Et elevatis oculis in caelum, ad Te Deum Patrem suum omnipotentem...». Al recordarlo en la Santa Misa nos preparamos para asistir a un milagro mayor que la multiplicación de los panes: el alimento de su propio Cuerpo, que es ofrecido sin medida a todos los hombres.

Mc 6, 42. Cristo quiso que se recogieran las sobras de aquella comida (cfr Jn 6, 12), muy superior a la cantidad inicial (cinco panes y dos peces), para que aprendamos a no derrochar los bienes que nos da Dios y para que sirviera como prueba tangible del milagro realizado. Por otra parte, la esplendidez del milagro es una muestra de la plenitud mesiánica. Los Santos Padres hacen notar que Moisés distribuía «el maná» según las necesidades de cada uno, de modo que lo que sobraba se llenaba de gusanos (Ex 16, 16-20). Elías dio a la viuda lo que era indispensable para su sustento (1R 17, 13-16). En cambio Jesús da con generosidad, con abundancia.
La recogida de lo que sobró es un modo pedagógico de mostrarnos el valor de las cosas pequeñas hechas con amor de Dios: el orden en los detalles materiales, la limpieza, el acabar las tareas hasta el final. También al alma creyente le complace adivinar en este hecho el sumo cuidado en la reserva de las especies eucarísticas.

Mc 6, 48. La noche, según el uso romano, se dividía en cuatro partes o vigilias, cuya duración variaba en cada época del año. San Marcos da el nombre popular de las cuatro en Mc 13, 35: atardecer, media noche, canto del gallo y aurora. El Señor, por tanto, se dirigió a los discípulos hacia el amanecer.
Con este inolvidable suceso quiso grabarles que en medio de las situaciones más apuradas e inexplicables de la vida, Él está cerca de nosotros para sacarnos adelante, no sin antes habernos dejado luchar para que se fortalezca nuestra esperanza y se forje nuestro temple (cfr nota a Mt 14, 24-33), como dice un antiguo comentador griego: «Permitió el Señor que peligrasen sus discípulos para que se hiciesen sufridos, y no los asistió en seguida, sino que los dejó en el peligro toda la noche, a fin de enseñarles a esperar con paciencia y que no se acostumbrasen a recibir inmediatamente el socorro en las tribulaciones» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Marci, in loc.).

Mc 6, 52. Los discípulos no acaban de entender los milagros de Jesús como signos de su divinidad. Así ocurre ante los milagros de la multiplicación de los panes y los peces (Mc 6, 33-44) y de la segunda multiplicación de los panes (Mc 8, 17). Ante estas maravillas sobrenaturales, los Apóstoles tienen aún su corazón, su inteligencia, como endurecidos, y no llegan a descubrir en toda su profundidad lo que Jesús les está enseñando con sus hechos: que Él es el Hijo de Dios. Jesucristo es comprensivo y paciente con estos defectos de sus discípulos; tampoco entenderán cuando Jesús les hable de su propia Pasión (Lc 18, 34). El Señor multiplicará sus enseñanzas y milagros para iluminar las inteligencias de los discípulos, y más tarde enviará al Espíritu Santo, que les enseñará todas las cosas y les recordará sus enseñanzas (cfr Jn 14, 26).
San Beda el Venerable hace el siguiente comentario a todo el episodio (Mc 6, 45-52): «En sentido místico, el trabajo de los discípulos remando y el viento contrario señalan los trabajos de la Iglesia santa que, entre el oleaje del mundo enemigo y el vaho de los espíritus inmundos, se esfuerza por llegar al descanso de la patria celestial. Con razón, pues, se dice que la barca estaba en medio del mar y Él solo en tierra, porque nunca ha sido perseguida la Iglesia tan intensamente por los gentiles que pareciese que el Redentor la hubiera abandonado del todo. Pero ve el Señor a los suyos luchar en el mar y, para que no desfallezcan en las tribulaciones, los fortifica con su mirada de misericordia y algunas veces los libra del peligro con su clara ayuda» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.).

Mc 7, 1-2. El lavarse las manos no era por meros motivos de higiene o urbanidad, sino que tenía un significado religioso de purificación. En Ex 30, 17 ss. la Ley de Dios prescribía la purificación de los sacerdotes antes de sus funciones cultuales. La tradición judaica lo había ampliado a todos los israelitas para antes de todas las comidas, queriendo dar a éstas una significación religiosa que se reflejaba en las bendiciones con que daban comienzo. La purificación ritual era símbolo de la pureza moral con la que hay que presentarse ante Dios (Sal 24, 3 ss.; Sal 51, 4.9); pero los fariseos se habían quedado con lo meramente exterior. Por eso Jesús restituye el genuino sentido de estos preceptos de la Ley, que tienden a enseñar la verdadera adoración a Dios (cfr Jn 4, 24).

Mc 7, 3-5. En el texto vemos con claridad que buena parte de los destinatarios inmediatos del Evangelio de San Marcos eran cristianos procedentes del paganismo, que desconocían las costumbres de los judíos. Por eso el Evangelista les explica, con cierto detalle, algunas de estas costumbres para facilitar la comprensión del sentido de los sucesos y enseñanzas de la historia evangélica.
De modo semejante la predicación y enseñanza de la Sagrada Escritura debe hacerse de manera que sea comprensible y acomodada a las circunstancias de los oyentes. Por ello enseña el Concilio Vaticano II que «compete a los Obispos instruir oportunamente a los fieles con traducciones de los Libros Sagrados, provistas de las explicaciones necesarias y realmente suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen con las Sagradas Escrituras con seguridad y provecho, y se imbuyan de su espíritu» (Const. Dogm. Dei verbum, 25).

Mc 7, 11-13. Sobre la explicación de este texto véase nota a Mt 15, 5-6. Jesucristo, que es el intérprete auténtico de la Ley, porque en cuanto Dios es autor de ella, aclara el verdadero alcance del cuarto mandamiento frente a las explicaciones erróneas de la casuística judía. En otras muchas ocasiones Nuestro Señor corrigió las interpretaciones equivocadas de los maestros judíos. Así ocurre, por ejemplo, cuando recuerda aquella frase del Antiguo Testamento: «Id y aprended qué sentido tiene: misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6, 6; 1S 15, 22; Si 35, 4) que nos ha conservado S. Mateo en Mt 9, 13.

Mc 7, 18-19. Sabemos por la Tradición que S. Marcos fue el intérprete de S. Pedro y que al escribir su Evangelio bajo la inspiración del Espíritu Santo recogió la catequesis del Príncipe de los Apóstoles en Roma.
La visión que tuvo S. Pedro en Joppe (Hch 10, 10-16) es la que le hizo entender en toda su profundidad esta enseñanza del Señor acerca de los alimentos. El propio S. Pedro lo narra al volver a Jerusalén, contando la conversión de Cornelio en Joppe: «Entonces me acordé de la palabra del Señor» (Hch 11, 16). El carácter ya no obligatorio de tales prescripciones de Dios en el AT (cfr Lv 11) debía ser algo que S. Pedro incluía en su predicación. Para la interpretación de este texto véase también nota a Mt 15, 10-20.

Mc 7, 20-23. «En el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones» (Es Cristo que pasa, 164).
La bondad o malicia, la calidad moral de nuestros actos no depende de su carácter espontáneo, instintivo. El Señor mismo nos dice que del corazón humano pueden salir acciones pecaminosas.
Tal posibilidad se entiende si tenemos en cuenta que, después del pecado original, el hombre «fue mudado en peor» según el cuerpo y el alma y, por tanto, inclinado al mal (cfr Conc. Tridentino, Decr. De peccato originali, sess. V). Con las palabras de este pasaje del Evangelio, el Señor restituye la moral en toda su pureza e interioridad.

Mc 7, 24. La región de Tiro y de Sidón corresponde a la zona sur del actual país del Líbano, antigua Fenicia. Desde el lago de Genesaret a la frontera de Tiro y Sidón no hay más de 50 kms. Jesús se retira fuera de Palestina para evitar la persecución de las autoridades judías y poderse dedicar más intensamente a la formación de los Apóstoles.

Mc 7, 27. El Señor emplea el diminutivo «perrillo» para referirse a los gentiles, dulcificando así una expresión despectiva que utilizaban los judíos para designarlos. Sobre el episodio de la cananea cfr notas a los pasajes paralelos de Mt 15, 21-22.Mt 24.25-28.

Mc 7, 32-33. Con alguna frecuencia aparece en la Sagrada Escritura la imposición de las manos como gesto para transmitir poderes o bendiciones (cfr Gn 48, 14 ss.; 2R 5, 11; Lc 13, 13). De todos es conocido que la saliva tiene cierta eficacia para aliviar heridas leves. Los dedos simbolizaban en el lenguaje de la Revelación una acción divina muy delicada (cfr Ex 8, 19; Sal 8, 4; Lc 11, 20). Jesús, pues, emplea signos que tienen una cierta connaturalidad en relación al efecto que se intenta producir, aunque como vemos por el texto, el efecto –la curación inmediata del sordomudo– excede completamente al signo empleado.
En el milagro del sordomudo podemos encontrar además una imagen de la actuación de Dios en las almas: para creer es necesario que Dios abra nuestro corazón a fin de que podamos escuchar su palabra. Después, como los Apóstoles, podremos anunciar con nuestra lengua las magnalia Dei, las grandezas divinas (cfr Hch 2, 11). En la Liturgia de la Iglesia (cfr himno Veni Creator) el Espíritu Santo es comparado al dedo de la diestra de Dios Padre (Digitus paternae dexterae). El Consolador realiza en nuestras almas, en el orden sobrenatural, efectos comparables a los que Cristo ha realizado en el cuerpo del sordomudo.

Mc 8, 1-9. Jesús repite el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces: la primera vez (Mc 6, 33-44) actuó al ver una gran muchedumbre que iba como «ovejas sin pastor»; ahora, cuando la multitud le ha seguido durante tres días y no tienen qué comer.
Este milagro es una muestra de cómo premia Cristo la perseverancia en su seguimiento: la muchedumbre ha estado pendiente de la palabra de Jesús, olvidándose de todo lo demás. También nosotros hemos de estar pendientes de Él y cumplir lo que nos manda, desechando toda preocupación vana por el futuro, lo cual equivaldría a desconfiar de la Providencia divina.

Mc 8, 10. «Dalmanuta»: esta comarca debe situarse en las cercanías del lago de Genesaret, aunque es difícil dar una localización más precisa. Es esta la única vez que se menciona en la Sagrada Escritura. En el pasaje paralelo de S. Mateo (Mt 15, 39) figura unas veces Magadán y otras Magdala.

Mc 8, 11-12. Jesús expresa así la profunda tristeza que le causaba el endurecimiento del corazón de los fariseos: éstos permanecen ciegos e incrédulos ante la luz que brillaba en su presencia y los prodigios que Cristo realiza. Para el hombre que rechaza los milagros que Dios le ha ofrecido ya, será inútil que exija nuevas señales, porque esa petición no procede de una búsqueda sincera de la verdad sino de una malevolencia, que en el fondo lo que pretende es tentar a Dios (cfr Lc 16, 27-31). La exigencia de nuevos milagros para creer, sin aceptar los que Dios ya ha hecho en la Historia Sagrada, es pedir cuentas a Dios, al que se le viene a citar ante el tribunal de los hombres (cfr Rm 2, 1-11): el hombre se erige en juez, y el Señor en demandado que tenga que defenderse. Esta actitud se repite, por desgracia, en la vida de muchos hombres. A Dios sólo se le puede encontrar cuando tenemos una disposición abierta y humilde. «No necesito milagros: me sobran con los que hay en la Escritura.–En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia» (Camino, 362).

Mc 8, 12. La generación a la que alude Jesús no incluye a todos los hombres de su tiempo, sino que se refiere a los fariseos y a sus secuaces (cfr Mc 8, 38; Mc 9, 19; Mt 11, 16), que no quieren ver en los milagros la señal y la garantía de la misión y dignidad mesiánicas de Jesús, sino que incluso los atribuyen al poder de Satanás (Mt 12, 28).
Si las señales que se les dan no las aceptan, no se les dará ninguna otra, tan espectacular como la que ellos buscan, porque el Reino de Dios no viene aparatosamente (Lc 17, 20-21) y porque incluso podrían seguir interpretando torcidamente esa nueva señal (Lc 16, 31). Según Mt 12, 38-42 y Lc 11, 29-32, se les ofrece todavía otra señal, única: el milagro de Jonás, signo de la muerte y resurrección de Jesucristo; pero tampoco ante esta prueba excepcional depondrán los fariseos su soberbia.

Mc 8, 15-16. En otro pasaje de los Evangelios –Lc 13, 20- 21; Mt 13, 33– la imagen de la levadura fue empleada por Jesús para significar la fuerza que encerraba su doctrina. Aquí la palabra «levadura» es utilizada en el sentido de mala disposición. En efecto, en la elaboración del pan, como es sabido, la levadura es la que hace fermentar la masa. La hipocresía farisaica y la vida disoluta de Herodes, que sólo se movía por ambiciones personales, eran la «levadura» que contagiaba desde dentro a la «masa» de Israel, para acabar corrompiéndola. Jesús quiere prevenir a sus discípulos contra esos peligros, y hacerles entender que para recibir su doctrina se necesita un corazón puro y sencillo.
Pero los discípulos no entienden. «No eran cultos, ni siquiera muy inteligentes, al menos en lo que se refiere a las realidades sobrenaturales. Incluso los ejemplos y las comparaciones más sencillas les resultaban incomprensibles, y acudían al Maestro: Domine, edissere nobis parabolam, Señor, explícanos la parábola. Cuando Jesús, con una imagen, alude al fermento de los fariseos, entienden que les está recriminando por no haber comprado pan (...). Estos eran los Discípulos elegidos por el Señor; así los escoge Cristo; así aparecían antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios» (Es Cristo que pasa, 2). Esto mismo es lo que nos puede pasar a nosotros. Aunque no tengamos grandes dotes ni cualidades, el Señor nos llama, y el amor de Dios y la docilidad a sus palabras harán brotar en nuestras almas frutos insospechados de santidad y eficacia sobrenatural.

Mc 8, 23. Cfr nota a Mc 7, 32-33.

Mc 8, 22-25. Las curaciones que hizo Jesús solían ser instantáneas. Esta, en cambio, tuvo un breve proceso. ¿Por qué? Porque la fe del ciego era muy débil en un principio: no fue él quien acudió al Señor, sino que otros lo llevaron. Antes de curar los ojos del cuerpo, Jesús quiso que fuera creciendo la fe de aquel hombre: a medida que su fe crecía y aumentaba su confianza, el Señor le fue dando la visión corporal. Así, pues, Jesús siguió su modo habitual de proceder: no hacer milagros si no había una disposición adecuada, pero al mismo tiempo suscitar esa disposición e ir aumentando la gracia cuando ésta es correspondida.

Mc 8, 29. La profesión de fe de Pedro es relatada aquí de una manera más breve que en Mt 16, 18-19. Pedro parece limitarse a afirmar que Jesús es el Cristo, el Mesías. Ya Eusebio de Cesarea, en el s. iv, explicaba la sobriedad de
S. Marcos por su condición de intérprete de S. Pedro, quien en su predicación solía omitir todo lo que pudiera aparecer como alabanza propia. El Espíritu Santo, al inspirar a San Marcos, quiso que quedara reflejada en su Evangelio la predicación del Príncipe de los Apóstoles, dejando para otros Evangelios el completar algunos detalles importantes del mismo episodio de la confesión de Pedro en los confines de Cesarea de Filipo.
Dentro de la sencillez del relato queda claro el papel de Pedro: se adelanta a todos los demás afirmando la mesianidad de Jesús. Esta pregunta del Señor, «y vosotros ¿quién decís que soy yo?», señala lo que Jesús pide a los Apóstoles: no una opinión, más o menos favorable, sino la firmeza de la fe. San Pedro es quien manifiesta esta fe (cfr nota a Mt 16, 13-20).

Mc 8, 31-33. Esta es la primera ocasión en que Jesús anuncia a los discípulos los sufrimientos y la muerte que tendrá que padecer. Más tarde lo hará otras dos veces (cfr Mc 9, 31 y Mt 10, 32). Ante esta revelación los Apóstoles se sorprenden porque no pueden ni quieren entender que el Mesías tenga que pasar por el sufrimiento y la muerte, y mucho menos que le venga impuesto «por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas». Pedro, con su espontaneidad habitual, eleva en seguida una protesta. Y Jesús le responde usando las mismas palabras que dirigió al diablo cuando éste le tentó (cfr Mt 4, 10) para afirmar, una vez más, que su misión no es terrena sino espiritual, y que por eso no puede ser entendida con meros criterios humanos, sino según los designios de Dios. Estos eran que Jesucristo nos redimiera mediante su Pasión y Muerte. A su vez, el sufrimiento del cristiano, unido al de Cristo, es también medio de salvación.

Mc 8, 34. Cuando Jesús dijo «si alguno quiere venir en pos de mi...», tenía presente que el cumplimiento de su misión le llevaría a la muerte de cruz; por eso habla claramente de su Pasión (vv. 31-32). Pero también la vida cristiana, vivida como se debe vivir, con todas sus exigencias, es una cruz que se debe llevar en seguimiento de Cristo.
Las palabras de Jesús, que debieron parecer estremecedoras a quienes las escuchaban, dan la medida de lo que Cristo exige para seguirle. No pide Jesús un entusiasmo pasajero, ni una dedicación momentánea; lo que pide es la renuncia de sí mismo, el cargar cada uno con su cruz y el seguirle. Porque la meta que el Señor quiere para los hombres es la vida eterna. Todo este pasaje evangélico está contemplando precisamente el destino eterno del hombre. A la luz de esa vida eterna es como se ha de valorar la vida presente: ésta no tiene un carácter definitivo ni absoluto, sino que es transitoria, relativa; es un medio para conseguir aquella vida definitiva del Cielo. «Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. –Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves» (Camino, 297).

Mc 8, 35. «Vida»: El texto original y la Vulgata dicen literalmente «alma». Pero en éste, como en otros muchos casos, «alma» y «vida» son equivalentes. La palabra «vida» está empleada, como es claro, en un doble significado: vida terrena y vida eterna, la vida del hombre aquí en la tierra, y la felicidad eterna del hombre en el Cielo. La muerte puede poner fin a la vida terrena, pero no puede destruir la vida eterna (cfr Mt 10, 28), la vida que sólo puede dar Aquel que vivifica a los muertos.
Entendido esto se capta bien el sentido paradójico de la frase del Señor: quien quiera salvar su vida (terrena), perderá su vida (eterna). Pero quien pierde su vida (terrena) por Mí y por el Evangelio, la salvará (la eterna). ¿Qué significa, pues, salvar la vida (terrena)? Significa vivir esta vida como si todo acabara aquí en la tierra: dejándose dominar por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida (cfr 1Jn 2, 16). Por contraposición, se comprende bien qué significa «perder la vida» (terrena): hacer morir, por medio de una lucha ascética continuada, aquella triple concupiscencia –es decir tomar sobre sí la cruz (v. 34)– y vivir, en consecuencia, buscando y saboreando las cosas que son de Dios y no las de la tierra (cfr Col 3, 1-2).

Mc 8, 36-37. Jesús asegura la vida eterna a los que están dispuestos a perder por Él la vida terrena. Él nos ha dado ejemplo: es el Buen Pastor que dio su vida por sus ovejas (Jn 10, 15); y el que cumplió en sí mismo las palabras que dijo a los Apóstoles en la noche antes de morir: «nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Mc 8, 38. El destino eterno de cada hombre será decidido por Jesucristo. Él es el Juez que ha de venir a juzgar a vivos y muertos (Mt 16, 27). La sentencia se dictará según la fidelidad en el cumplimiento de los preceptos del Señor: del amor a Dios y del amor, por Dios, al prójimo. Quien se avergüenza de imitar la humildad y el ejemplo de Jesús, de seguir los preceptos del Evangelio por temor a desagradar al mundo o a las personas mundanas que le rodean, a éste Cristo no le reconocerá en aquel día como discípulo suyo, pues no ha confesado con su vida la fe que dice profesar. El cristiano, pues, nunca debe avergonzarse del Evangelio (Rm 1, 16), dejándose arrastrar por el ambiente de mundanidad que le rodee; sino influir con decisión por transformar ese ambiente contando para ello además con la gracia de Dios. Los primeros cristianos transformaron el antiguo mundo pagano. El brazo de Dios no se ha empequeñecido ahora (cfr Is 59, 1). Cfr Mt 10, 32-33 y nota correspondiente.

Mc 9, 1. La venida del Reino de Dios con poder no parece referirse a la segunda venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos o Parusía, sino que indica la expansión admirable de la Iglesia ya en la época apostólica. De ese desarrollo, en efecto, serán testigos algunos de los allí presentes. El crecimiento y dilatación de la Iglesia en el mundo no puede explicarse sino por el poder divino que Dios da al Cuerpo Místico de Cristo. La Transfiguración del Señor, que se relata inmediatamente, es una señal, dada a los Apóstoles, de la divinidad de Jesús y de los poderes divinos que daría a su Iglesia.

Mc 9, 2-10. Contemplamos admirados esta manifestación de la gloria del Hijo de Dios a tres de sus discípulos. Desde la Encarnación la Divinidad de Nuestro Señor estaba habitualmente oculta tras la Humanidad. Pero Cristo quiso manifestar precisamente a estos tres discípulos predilectos, que iban a ser columnas de la Iglesia, el esplendor de su gloria divina con el fin de que cobraran alientos para seguir el difícil y áspero camino que les quedaba por recorrer, fijando la mirada en la meta gozosa que les esperaba al final. Por esta razón, como comenta Santo Tomás (cfr S.Th. III, q. 45, a. 1), fue conveniente que Cristo manifestara la claridad de su gloria. Las circunstancias de la Transfiguración inmediatamente después del primer anuncio de su Pasión, y de las palabras proféticas de que sus seguidores también tendrían que tomar su Cruz, nos hacen entender que «nos es preciso pasar por medio de muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).
¿En qué consistió la Transfiguración del Señor? Para poder entender de algún modo este hecho milagroso de la vida de Cristo hay que tener en cuenta que el Señor, para poder redimirnos con su Pasión y muerte, renunció voluntariamente a la gloria de su cuerpo y se encarnó con carne pasible, no gloriosa, haciéndose semejante en todo a nosotros menos en el pecado (cfr Hb 4, 15). En este momento de la Transfiguración, Jesucristo quiere que la gloria que le correspondía por ser Dios, y que su alma tenía desde el momento de la Encarnación, aparezca milagrosamente en su cuerpo. «Aprendamos de esa actitud de Jesús. En su vida en la tierra, no ha querido ni siquiera la gloria que le pertenecía, porque teniendo derecho a ser tratado como Dios, ha asumido la forma de siervo, de esclavo (cfr Flp 2, 6)» (Es Cristo que pasa, 62). Teniendo en cuenta Quién se encarna (la dignidad de la persona y la gloria de su alma), era conveniente la gloria del cuerpo de Jesús. Pero teniendo en cuenta para qué se encarna (la finalidad de la Encarnación), no era conveniente, de modo habitual, dicha gloria. Cristo muestra su gloria en la Transfiguración para movernos al deseo de la gloria divina que se nos dará, y así, con esta esperanza, entendamos «que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con aquella gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).

Mc 9, 2. Según el Deuteronomio (Dt 19, 15), para dar fe de un hecho eran necesarios dos o tres testigos. Quizá por esto Jesucristo quiso que estuviesen presentes tres Apóstoles. Hay que notar que estos tres Apóstoles fueron los predilectos, que le acompañaron también en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 37), y estuvieron más cerca de Él en los momentos tremendos de Getsemaní (Mc 14, 33). Cfr nota a Mt 17, 1-13.

Mc 9, 7. Profundamente explica Santo Tomás el significado de la Transfiguración: «Así como en el bautismo de Jesús, donde fue declarado el misterio de la primera regeneración, se mostró la acción de toda la Trinidad, ya que allí estuvo el Hijo Encarnado, se apareció el Espíritu Santo en forma de paloma, y allí se escuchó la voz del Padre; así también en la Transfiguración, que es como el sacramento de la segunda regeneración (la Resurrección), apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, y el Espíritu Santo en la claridad de la nube; porque así como Dios Trino da la inocencia en el Bautismo, de la misma manera dará a sus elegidos el fulgor de la gloria y el alivio de todo mal en la Resurrección...» (S.Th. III, q. 45, a. 4 ad 2). Porque, en efecto, la Transfiguración fue un cierto signo o anticipo no sólo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra. Pues, como dice S. Pablo: «El Espíritu mismo testifica a una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos con Cristo; puesto que si padecemos con él, junto con él seremos glorificados» (Rm 8, 16-17).

Mc 9, 10. La verdad de la resurrección de los muertos estaba ya revelada en el Antiguo Testamento (cfr Dn 12, 2-3; 2M 7, 9; 2M 12, 43), y los judíos piadosos creían en ella (cfr Jn 11, 23-25). Sin embargo, no eran capaces de entender la verdad profunda de la Muerte y Resurrección del Señor, porque sólo consideraban el aspecto glorioso y triunfador del Mesías, a pesar de que también estaban profetizados sus sufrimientos y su muerte (cfr Is 53). De ahí las disquisiciones de los Apóstoles que no se atreven a preguntar directamente al Señor por su Resurrección.
Hay que hacer notar que la Vulgata traduce la frase «resucitar de entre los muertos» por «cuando haya resucitado de entre los muertos».

Mc 9, 11-13. Los escribas y fariseos interpretaban la profecía mesiánica de Ml 3, 1-2, en el sentido de una aparición ostentosa de Elías en persona al que seguiría el Mesías definitivamente triunfante, sin sombra de dolor ni de humillación. Jesucristo les hace ver que ciertamente Elías ya ha venido en la persona de Juan el Bautista (Mt 17, 13) y que ha preparado los caminos del Mesías, que son caminos de dolor y de sufrimiento.
El versículo 12 constituye una pregunta que Jesús se hace ante sus discípulos. Esta pregunta la deberían haber planteado los discípulos, si hubiesen caído en la cuenta de que la Resurrección de Cristo suponía los sufrimientos y la muerte del Mesías. Al no hacerla, Jesús se adelanta para enseñarles que tanto Él como Elías (esto es, Juan el Bautista) deberían pasar por el camino del sufrimiento antes de llegar a la gloria.

Mc 9, 17. El demonio que poseía a este muchacho es calificado como «espíritu mudo», por ser la mudez la manifestación principal de esta posesión. Sobre la posesión diabólica cfr nota a Mt 12, 22-24.

Mc 9, 19-24. Como en otras ocasiones, antes de realizar el milagro, Jesús exige una fe rendida. El texto original posee un matiz muy difícil de traducir y que requiere una explicación; la expresión «si puedes» del vers. 23 literalmente debería traducirse por «¡el si puedes!». Se trata de una exclamación de Jesús relativa a la petición del padre del muchacho (v. 22), la cual suponía una cierta duda sobre la omnipotencia de Cristo. El Señor corrige este modo de pedir y le exige una fe sólida. En el versículo 24 se ve cómo el padre del niño ha cambiado profundamente sus disposiciones de fe: el Señor hace entonces el milagro. Esta fe robustecida se ha convertido en omnipotente, porque el hombre de fe no se apoya en sí mismo sino en Jesucristo. De este modo, por la fe, nos hacemos participantes de la omnipotencia divina. Pero la fe es un don de Dios, que el hombre, sobre todo en sus momentos de vacilación, debe pedir con humildad y tesón, como el padre del niño endemoniado: «Creo, Señor; ayuda mi incredulidad», y como los Apóstoles: «¡auméntanos la fe!» (cfr Lc 17, 5).

Mc 9, 28-29. «Al enseñar el Señor a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos enseña a todos cómo hemos de vivir, y que el ayuno y la oración son los medios de que hemos de valemos para superar hasta las mayores tentaciones de los espíritus inmundos o de los hombres. El ayuno no comprende sólo la abstinencia de los alimentos, sino de todas las seducciones carnales y más aún de toda pasión viciosa. La oración, igualmente, no consiste sólo en las palabras con que invocamos la clemencia divina, sino también en todo lo que hacemos en obsequio de nuestro Creador movidos por la fe. De ello es testigo el Apóstol cuando dice: "Orad sin cesar" (1Ts 5, 17)» (S. Beda, In Marci Evangelium expositio, in loc.).

Mc 9, 30-32. Jesucristo, que se conmueve al ver a las multitudes como ovejas sin pastor (Mt 9, 36), las deja sin embargo para dedicarse a una instrucción esmerada de los Apóstoles. Se retira con ellos a lugares apartados y allí, pacientemente, les explica aquellos puntos que no habían entendido en la predicación al pueblo (Mt 13, 36). Concretamente aquí, por segunda vez, les anuncia el acontecimiento próximo de su Muerte redentora en la Cruz, seguida de su Resurrección.
En su trato con las almas Jesús actúa igual: llama al hombre al retiro de la, oración y, allí, le instruye sobre sus designios más íntimos y sobre los aspectos más exigentes de la vida cristiana. Después, como los Apóstoles, los cristianos habrán de sembrar esta doctrina hasta los confines de la tierra.

Mc 9, 34-35. A raíz de una discusión mantenida a sus espaldas, Jesucristo adoctrina a los discípulos sobre el modo de ejercer la autoridad en la Iglesia: no como quien domina, sino como quien sirve. Él, en el desempeño de su misión de fundar la Iglesia de la que es Cabeza y Legislador supremo, vino a servir y no a ser servido (Mt 20, 28).
Quien no busca esta actitud de servicio abnegado, además de carecer de una de las mejores disposiciones para el recto ejercicio de la autoridad, se expone a ser arrastrado por la ambición del poder, por la soberbia y por la tiranía. «Hacer cabeza en una obra de apostolado es tanto como estar dispuesto a sufrirlo todo, de todos, con infinita caridad» (Camino, 951).

Mc 9, 36-37. Jesús, para enseñar gráficamente a sus Apóstoles la abnegación y humildad que necesitan en el ejercicio de su ministerio, toma a un niño, lo abraza y les explica el significado de este gesto: acoger en nombre y por amor de Cristo a los que, como ese niño, no tienen relieve a los ojos del mundo, es acoger al mismo Cristo y al Padre que lo ha enviado. En ese niño que Jesús abraza están representados todos los niños del mundo, y también todos los hombres necesitados, desvalidos, pobres, enfermos, en los cuales nada brillante y destacado hay que admirar.

Mc 9, 38-40. El Señor previene a los Apóstoles, y tras ellos a todos los cristianos, contra el exclusivismo y el espíritu de partido único en la tarea apostólica, que se expresa en el falso refrán: «El bien, si no lo hago yo, ya no es bien». Por el contrario, debemos asimilar esta enseñanza de Cristo, porque el bien es bien, aunque no lo haga yo.

Mc 9, 41. El valor y mérito de las obras buenas está principalmente en el amor a Dios con que se realizan: «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!» (Camino, 814).

Mc 9, 42. «Escándalo es cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otro de cometer pecados» (Catecismo Mayor, 417). Se llama y es diabólico cuando el fin intentado por quien produce el escándalo es el pecado del prójimo, en cuanto ofensa a Dios. Por ser el pecado el mayor de todos los males, se comprende la gravedad del escándalo y, por tanto, la tajante condena de Cristo. Particular gravedad reviste escandalizar a los niños, porque están más indefensos contra el mal. La advertencia de Cristo rige para todos, pero de modo especial para los padres y educadores, que son responsables ante el tribunal de Dios del alma de los pequeños.

Mc 9, 43. La «gehena» o Ge-hinnom era un pequeño valle al sur de Jerusalén, fuera de las murallas y más bajo que la ciudad. Por siglos este lugar fue utilizado para depositar las basuras de la población. Habitualmente esas basuras eran quemadas para evitar el foco de infección que constituían y la acumulación de las mismas. Era proverbial como lugar inmundo y malsano. Nuestro Señor toma pie de este hecho conocido para explicar, de modo gráfico, el fuego inextinguible del infierno.
43-48. Después que Jesús ha enseñado la obligación de evitar el escándalo a los demás, sienta ahora las bases de la doctrina moral cristiana sobre la ocasión de pecado; la enseñanza del Señor es imperiosa: el hombre está obligado a apartar y evitar la ocasión próxima de pecado, como el pecado mismo, según lo que ya había dicho Dios en el AT: «el que ama el peligro en él caerá» (Si 3, 26-27). El bien eterno de nuestra alma es superior a toda otra estimación de bienes temporales. Por tanto, todo aquello que nos pone en peligro próximo de pecado debe ser cortado y arrancado de nosotros. Esta forma de hablar –tan gráfica– del Señor deja bien sentada la gravedad de esta obligación.
Los Santos Padres, bajo la imagen de los miembros corporales, ven a aquellas personas que obstinadas en el mal nos inducen irremediablemente a las malas obras o a la mala doctrina. Es a éstos a quienes hay que apartar de nosotros para que lleguemos a la vida, antes que ir con ellos al infierno (cfr S. Agustín, De consensu Evangelistarum, 4, 16; S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 60).

Mc 9, 44. «Su gusano no muere y el fuego no se apaga». Estas palabras, tomadas del profeta Isaías (Is 66, 24), se repiten a modo de estribillo en los versículos 46 y 48. Con ellas se refiere el Señor a los tormentos del infierno. Con frecuencia, el gusano que no muere se ha aplicado a los remordimientos eternos que atormentan a los condenados; y el fuego inextinguible a la pena de sentido corporal. Los Santos Padres dicen también que ambas cosas se pueden referir a los tormentos corporales. En cualquier caso significan un castigo horrible y eterno.

Mc 9, 49-50. «Todos serán salados con el fuego». Así comenta San Beda este pasaje: «Todo hombre será salado con el fuego, dice Jesús, porque todos los elegidos deben purificarse de toda corrupción de concupiscencia carnal con la sabiduría espiritual. O quizá hable del fuego de la tribulación con la cual se ejercita la paciencia de los fieles para que puedan llegar a la perfección» (In Mará Evangelium expositio, in loc.).
«Toda víctima será salada con sal». Esta frase, en Levítico Lv 2, 13, prescribía que las carnes destinadas al sacrificio fueran sazonadas con sal para que no se corrompieran. El Señor emplea esta prescripción del Antiguo Testamento para enseñar que sus discípulos deben ofrecerse a Dios como víctimas agradables, impregnadas del espíritu del Evangelio simbolizado por la sal. El discurso del Señor que había comenzado con ocasión de una disputa sobre quién era el mayor, termina con una lección acerca de la paz y la caridad fraternas. Sobre la sal desvirtuada véase nota a Mt 5, 13.

Mc 10, 1-12. El marco en que se sitúa la escena es frecuente en el Evangelio. La actitud malintencionada de los fariseos contrasta con la sencillez de la multitud que escucha con atención las enseñanzas de Jesús. La pregunta de los fariseos pretendía tenderle una trampa, enfrentando a Jesús con la Ley de Moisés. Pero Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios, es el que sabe perfectamente el sentido de dicha Ley. Moisés había permitido el divorcio condescendiendo a la dureza de aquel antiguo pueblo: la condición de la mujer era ignominiosa en aquellas tribus bárbaras –era considerada casi un animal o un esclavo–, por lo tanto Moisés protege contra estos abusos la dignidad de la mujer, consiguiendo el avance social de un documento que la tutelaba (el libelo de repudio). Era éste un escrito por el cual el marido declaraba la libertad de la mujer repudiada. Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del hombre y de la mujer en el matrimonio, según lo instituyera Dios en el principio de la creación: «por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 2, 24). Por eso Dios estableció en un principio la unidad e indisolubilidad del matrimonio. El Magisterio de la Iglesia, único intérprete autorizado del Evangelio y de la ley natural, ha custodiado y defendido constantemente esta doctrina (piénsese, por ejemplo, en los casos de la historia, cuando se negó a admitir el divorcio de Enrique VIII de Inglaterra), y la ha enseñado solemnemente en innumerables documentos (Conc. Florentino, Decr. Pro Armeniis; Conc. Tridentino, Doctrina de sacramento matrimonii, sess. XXIV; Pío XI, Enc. Casti Connubii; Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 48).
Un buen resumen de esta doctrina son las siguientes palabras: «la indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una nueva ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia» (Conversaciones, 97). Cfr nota a Mt 5, 31-32.

Mc 10, 13-16. El relato evangélico refleja una espontaneidad y una viveza que enamora al lector y que cabe relacionar con la figura de S. Pedro, a quien Marcos se lo oiría contar. Es una de las pocas ocasiones en que se dice en los Santos Evangelios que Cristo se enfadó. La causa fue la intolerancia de los discípulos, que entendían inoportuna la pretensión de quienes presentaban a los niños para que el Señor los bendijese, como una pérdida de tiempo y una circunstancia enojosa para el Maestro: Cristo tiene cosas más graves en que pensar como para ocuparse de estos críos, pudieran haber pensado. La conducta de los discípulos no es malintencionada; simplemente se dejan llevar por criterios humanos, queriendo evitar un fastidio al Señor. No han calado en lo que les ha dicho poco antes: «El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me envió» (Mc 9, 37).
Por otra parte, el Señor destaca con toda claridad la necesidad que tiene el cristiano de hacerse como un niño para entrar en el Reino de los Cielos: «Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños» (Santo Rosario, Prólogo). En definitiva, las palabras del Señor son otra manera, sencilla y gráfica, de explicar la doctrina esencial de la filiación divina: Dios es nuestro Padre y nosotros sus hijos; toda la religión se resume en la relación de un buen hijo con un buen Padre. Ese espíritu de filiación divina tiene como cualidades: el sentido de la dependencia de nuestro Padre del Cielo y el abandono confiado en su providencia amorosa, igual que un niño confía en su padre; la humildad de reconocer que por nosotros nada podemos; la sencillez y la sinceridad, que nos llevan a mostrarnos tal como somos...

Mc 10, 17-18. El joven –así lo especifica Mt 19, 16–, acude a Jesús como a un autorizado maestro en la vida espiritual, con la esperanza de que le guíe hacia la vida eterna. No es que Jesucristo rechace la alabanza de la que es objeto, sino que explica la causa profunda de esas palabras del joven: Él es bueno, no como un hombre bueno, sino por ser Dios, que es la bondad misma. Por tanto, el muchacho ha dicho una verdad, pero una verdad a medias. Ahí está lo enigmático de la respuesta de Jesús y su profundidad absoluta. Jesús trata, por tanto, de hacer remontarse al joven desde una consideración honesta, pero humana, a una visión enteramente sobrenatural. Para que este hombre consiga realmente la vida eterna tiene que ver en Jesucristo, no sólo un buen maestro, sino al Salvador divino, al único Maestro, al único que, como Dios, es la bondad misma. Véase nota a Mt 19, 16-22.

Mc 10, 19. El Señor no ha venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Los mandamientos son el núcleo fundamental de la Ley. El cumplimiento de estos preceptos es necesario para alcanzar la vida eterna. Cristo da plenitud a estos mandamientos en un doble sentido. Primero, porque nos ayuda a descubrir todas las exigencias que éstos tienen en la vida de los hombres. La luz de la revelación nos lleva al conocimiento fácil y seguro de los preceptos del Decálogo, que la razón humana por sus propias fuerzas muy difícilmente lograría alcanzar. En segundo lugar, su gracia pone en nosotros la fortaleza para contrarrestar la inclinación mala que es fruto del pecado original. Los mandamientos conservan, pues, en la vida cristiana toda su vigencia y son como los hitos que señalan el camino que conduce al Cielo.

Mc 10, 21-22. El Señor sabe que en el corazón de aquel joven hay un fondo de generosidad, de entrega. Por eso le mira complacido, con un amor de predilección que lleva consigo la invitación a vivir en una mayor intimidad con Dios. Esto exige una renuncia que el Señor concreta: abandonar todas sus riquezas, para entregar el corazón todo entero a Jesús. Dios llama a todos los hombres a la santidad. Pero son muchos los caminos que a ella conducen. A cada hombre toca poner los medios para descubrir cuál es, según la voluntad de Dios, el suyo concreto. Dios en sus designios siembra en el alma de cada persona la semilla de la vocación, que indica el camino peculiar por el que ha de llegar a la meta común de la santidad.
En efecto, si el hombre no pone obstáculos, si responde con generosidad a esa semilla, siente un deseo de ser mejor, de entregarse de un modo más generoso. Como fruto de ese deseo, busca, pregunta a Dios en la oración, a las personas que le puedan guiar. A esa búsqueda sincera Dios responde siempre sirviéndose de instrumentos muy variados. Al hombre le parece ver claro el camino que Dios le señala, pero duda en la decisión, se siente sin fortaleza para emprender este camino que exige siempre renuncias. Son momentos de oración, de mortificación, para que triunfe la luz, la invitación divina, por encima de los cálculos humanos. Porque el hombre, ante la llamada de Dios, permanece siempre libre. Por eso puede responder con generosidad, o ser cobarde, como el joven del que nos habla el Evangelio. La falta de generosidad para seguir la propia vocación produce siempre tristeza.

Mc 10, 23-27. La conducta del joven rico da ocasión a Nuestro Señor para exponer una vez más la doctrina sobre el uso de los bienes materiales. No los condena por sí mismos; son medios que Dios ha puesto a disposición del hombre para su desarrollo en sociedad con los demás. El apego indebido a ellos hace que se conviertan en ocasión pecaminosa. El pecado consiste en «confiar» en ellos, como solución única de la vida, volviendo las espaldas a la Divina Providencia. Idolatría llama S. Pablo a la avaricia (Col 3, 5). Cristo excluye del Reino de Dios a quien cae en ese apegamiento a las riquezas, constituyéndolas en centro de su vida. O mejor dicho, él mismo se excluye.
Las riquezas pueden seducir tanto a quienes ya disponen de ellas, como a quienes desean ardientemente disponer. Por eso hay –paradójicamente– pobres ricos y ricos pobres. Como la inclinación al apegamiento o confianza en las riquezas es universal, los discípulos desconfían de la salvación: «¿quién podrá salvarse?». Con medios humanos, imposible. Con la gracia de Dios, todo es posible. Cfr nota a Mt 6, 11.

Mc 10, 28-30. Jesucristo exige la virtud de la pobreza a todo cristiano; también exige la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes materiales. Pero a los que han recibido una llamada específica al apostolado –como es aquí el caso de los Doce–, les exige un desprendimiento absoluto de bienes, riquezas, tiempo, familia, etc., en razón de su disponibilidad para el servicio apostólico, a imitación de Jesucristo que, siendo el Señor de todo el universo, se hizo pobre hasta no tener donde reclinar la cabeza (cfr Mt 8, 20). La entrega de todos esos bienes por el Reino de los Cielos, lleva consigo la liberación del peso de ellos: es como el soldado que se despoja de un impedimento al entrar en combate para estar más ágil de movimientos. Esto produce un señorío sobre todas las cosas: ya no se es esclavo de ellas y se experimenta aquella sensación a que aludía S. Pablo: «como quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos» (2Co 6, 10). El cristiano que de esa manera se ha despojado del egoísmo, ha adquirido la caridad y con ella todas las cosas son suyas: «todo es vuestro, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3, 22-23).
Pero el premio de ponerlo todo en Cristo, no sólo se recibirá plenamente en la vida eterna, sino ya en esta vida. Jesucristo habla de una manera sencilla del ciento por uno, que ya aquí recibirá quien abandone generosamente sus cosas.
El Señor intercala en el versículo 30: «con persecuciones», porque éstas también son recompensa de la fe con que hemos abandonado las cosas por amor de Jesucristo; pues la gloria de un cristiano es la de conformarse con la imagen del Hijo de Dios, teniendo parte en su Cruz para participar después de su gloria: «padecemos juntamente con Él, para ser también juntamente con Él glorificados» (Rm 8, 17); «porque todos los que quieren vivir con piedad en Cristo Jesús habrán de sufrir persecuciones» (2Tm 3, 12).

Mc 10, 35-44. Es admirable la humildad de los Apóstoles que no callaron sus momentos anteriores de flaqueza y de miseria, sino que las contaron con sinceridad a los primeros cristianos. También Dios ha querido que en el Santo Evangelio quedara constancia histórica de aquellas primeras debilidades de los que iban a ser columnas inconmovibles de la Iglesia. Son las maravillas que obra en las almas la gracia de Dios. Nunca deberemos ser pesimistas al considerar nuestras propias miserias: «todo lo puedo en aquél que me conforta» (Flp 4, 13).

Mc 10, 43-45. El ejemplo y las palabras del Señor son como un impulso para que todos sintamos la obligación de vivir el auténtico espíritu de servicio cristiano. Sólo el Hijo de Dios bajado del Cielo y sometido a las humillaciones a las que Él quiso entregarse (Belén, Nazaret, el Calvario, la Hostia Santísima), puede pedir al hombre que se haga el último, si quiere ser el primero.
Nuestra actitud ha de ser la del Señor: servir a Dios y a los demás con visión netamente sobrenatural, sin esperar nada a cambio de nuestro servicio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le presta. Esta actitud cristiana chocará sin duda con los criterios humanos. Sin embargo el «orgullo» del cristiano, identificado con Cristo, consistirá precisamente en servir. Cfr nota a Mt 20, 27-28.

Mc 10, 46-52. «Oyendo aquel gran rumor de la gente, el ciego preguntó: ¿qué pasa? Lc contestaron: Jesús de Nazaret. Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí.
»¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia! (...).
»Había allí muchos que reñían a Bartimeo con el intento de que callara. Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!
»Pero el pobre Bartimeo no les escuchaba, y aún continuaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí. El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó: Imitémosle. Aunque Dios no nos conceda enseguida lo que le pedimos, aunque muchos intenten alejarnos de la oración, no cesemos de implorarle (S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mateo, 66).
»Parándose entonces Jesús, le mandó llamar. Y algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama. ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate –nos indica–, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoismos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural.
»Aquel hombre, arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él. ¡Tirando su capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba para correr más aprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, Para correr detrás de Cristo.
»No olvides que, para llegar hasta Cristo se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre (...).
»E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea. ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí – ¡algo que yo no sabía qué era!–, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam –Maestro, que vea– me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla.
»Rezad conmigo al Señor: doce me facere voluntatem tuam, quia Deus meus es tu (Sal 143, 10), enséñame a cumplir tu Voluntad, porque Tú eres mi Dios. En una palabra, que brote de nuestros labios el afán sincero de corresponder, con deseo eficaz, a las invitaciones de nuestro Creador, procurando seguir sus designios con una fe inquebrantable, con el convencimiento de que Él no puede fallar (...).
»Pero volvamos a la escena que se desarrolla a la salida de Jericó. Ahora es a ti, a quien habla Cristo. Te dice: ¿qué quieres de Mí? ¡Que vea, Señor, que vea! Y Jesús: anda, que tu fe te ha salvado. E inmediatamente vio y le iba siguiendo por el camino. Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que Él nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad arrancando y soltando lo que estorba» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Vida de fe).

Mc 11, 1-11. Otras veces Jesús había entrado en Jerusalén; pero nunca lo había hecho como ahora, cuando era ya inmediato el tiempo de su Pasión. Antes no había querido descubrirse como el Mesías, evitando el entusiasmo de la muchedumbre; ahora Jesús acepta las aclamaciones del pueblo, las aprueba e incluso da pie a ellas con esta entrada en forma de Rey pacífico. El ministerio público de Jesús está a punto de terminar: ha cumplido su misión; ha predicado; ha hecho milagros; ha manifestado, según los planes divinos, lo que debía decir acerca de Sí; y en esta entrada en Jerusalén muestra claramente su carácter mesiánico. El pueblo que grita «bendito el que viene en nombre del Señor», «bendito el Reino que viene de David nuestro padre», está proclamando a Jesús como el Mesías por tanto tiempo esperado. Cuando los jefes del pueblo, días más tarde, desencadenen la persecución final contra Él, tendrán que oponerse a este reconocimiento en boca del pueblo. Cfr notas a Mt 21, 1-5 y Mt 21, 9.

Mc 11, 3. Aunque Nuestro Señor, absolutamente hablando, no necesita de nosotros, sin embargo quiere servirse de nosotros para realizar sus planes divinos, como se sirvió del borrico para su entrada triunfal en Jerusalén. «Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 73, 23), tú me llevas por el ronzal.
»Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma» (Es Cristo que pasa, 181).

Mc 11, 12. El hambre de Jesús es una muestra entre tantas otras de su verdadera Humanidad Santísima. Hemos de contemplar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, muy próximo a nosotros. El hambre del Señor nos indica que Él entiende perfectamente y ha participado de nuestras necesidades y limitaciones. «Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento» (Es Cristo que pasa, 61).

Mc 11, 13-14. No cabe duda de que Jesús sabía que no era tiempo de higos; por tanto, es claro que no pretendía comerlos, sino que esta acción tiene un significado más profundo. Los Santos Padres, cuyo sentir recoge S. Beda en su comentario al pasaje, nos enseñan que el milagro de Jesús tiene una intención alegórica: Jesús había venido a los suyos, al pueblo judío, con hambre de encontrar frutos de santidad y buenas obras, pero no encontró sino las prácticas exteriores, que, al no tener su correspondiente fruto, se quedaban reducidas a mera hojarasca. Del mismo modo Jesús, al entrar en el Templo echará en cara a los allí presentes que el Templo de Dios, que es casa de oración –fruto de la auténtica piedad–, lo han convertido en lugar de contratación –hojarasca extensa y sin valor–. «También tú –concluye S. Beda– si no quieres ser condenado por Cristo, debes guardarte de ser árbol estéril, para poder ofrecer a Jesús, que se ha hecho pobre, el fruto de piedad que necesita» (In Mará Evangelium expositio, in loe.).
Dios quiere que existan el fruto y las hojas; cuando, por falta de rectitud de intención, sólo hay hojas, lo que se ve, la apariencia, podemos temer que allí no exista más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, consecuencia de la ambición, de la soberbia, y del afán de figurar.
«Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos sólo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura» (J. Escrivá de Balaguer, hom. Vida de fe). Véase también nota los vers. 20-26.

Mc 11, 15-18. El Señor no transige con un comportamiento falto de fe y de piedad -en las cosas que se refieren al culto de Dios. Si Jesús se comportó así respecto al Templo de la Antigua Ley, ¡qué no habremos de hacer nosotros respecto al Templo cristiano, en donde está Él real y verdaderamente presente en la Sagrada Eucaristía!: «Hay una urbanidad de la piedad. –Apréndela–. Dan pena esos hombres "piadosos", que no saben asistir a Misa –aunque la oigan a diario–, ni santiguarse –hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación–, ni hincar la rodilla ante el Sagrario –sus genuflexiones ridículas parecen una burla–, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» (Camino, 541). Cfr nota a Mt 21, 12-13.

Mc 11, 20-26. Ante la higuera seca, nos habla Jesús del poder de la oración. Para que ésta sea eficaz se requiere fe y confianza absoluta: «Fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. –Cuando la tengas –lo ha dicho Él– apartarás los montes, los obstáculos, humanamente insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol» (Camino, 489).
Para que la oración sea eficaz también es necesario el amor que perdona al prójimo; así nuestro Padre Dios nos perdonará también a nosotros. Ya que todos somos pecadores es necesario que lo reconozcamos ante Dios y le pidamos perdón (cfr Lc 18, 9-14). Cuando Cristo nos enseñó a orar exigió estas disposiciones previas (cfr Mt 6, 12; cfr también Mt 5, 23 y notas correspondientes). Así lo explica Teofilacto (Enarratio in Evangelium Marci, in loc.) : «Cuando oréis, perdonad si tenéis alguna cosa contra alguien, para que vuestro Padre que está en los Cielos, os perdone vuestros pecados... Quien cree con gran afecto, eleva plenamente su corazón a Dios y, usando palabras de David, abre su alma ante Dios. Quien dilata su corazón ante Dios se une con Él y su corazón ardiente adquiere una mayor certeza de alcanzar lo que desea».
Incluso estando en pecado, lo primero que ha de hacer el hombre es acudir a Dios en la oración. Por eso, Jesús no pone limitación alguna: «cualquiera que diga...». En consecuencia, nuestra indignidad personal no debe ser excusa para dejar de acudir a nuestro Padre Dios con una oración confiada. Cfr notas a Mt 6, 5-6 y a Mt 7, 7-11.

Mc 11, 27-33. Los que interrogan al Señor son los mismos que, días antes, buscaban el modo de perderle (cfr Mc 11, 18). En ellos está representado el judaísmo oficial de la época (cfr nota a Mt 2, 4). Jesús había dado ya pruebas y signos de su mesianidad por medio de los milagros y de su doctrina a lo largo del ministerio público. Además, S. Juan Bautista había cumplido su misión de dar testimonio acerca de Jesús. Por esta causa, antes de dar la respuesta, Nuestro Señor les exige que reconozcan la verdad proclamada por el Precursor. Pero ellos no quieren aceptar la verdad, ni tampoco oponerse públicamente a ella por temor al pueblo. Ante esa conducta que no quiere rectificar era inútil toda otra explicación de Jesús.
Este episodio es ejemplar de otros muchos que ocurren en la vida: quien intente pedir cuentas a Dios quedará confundido.

Mc 12, 1-12. En esta parábola está compendiada de un modo impresionante la Historia de la Salvación. Jesús se sirve para exponer el misterio de su Muerte redentora de una de las más bellas alegorías del AT: la llamada «canción de la viña», con la que Isaías (Is 5, 1-7) profetizaba la ingratitud de Israel ante los favores de Dios. Jesús, sobre la base del texto de Isaías, nos revela la paciencia de Dios que manda uno tras otro a sus mensajeros, los profetas del AT, para terminar enviando, dice el texto, a «su Hijo amado», el mismo Jesús al que matarían los viñadores. Esta expresión, con la que Dios mismo en el Bautismo (Mc 1, 11) y en la Transfiguración (Mc 9, 7) había designado a Cristo, indica la divinidad de Jesús, que es la piedra angular de la salvación, rechazada por los que edifican sobre su egoísmo y su soberbia. Para los judíos que escucharon esta parábola de labios de Jesús, el sentido les debió parecer inequívoco. Los dirigentes de Israel, en efecto, «habían comprendido que la parábola iba dirigida a ellos» (v. 12), constituía el cumplimiento de lo profetizado por Isaías. Cfr nota a Mt 21, 33-46.

Mc 12, 13-17. Jesús aprovecha la trampa que intentan ponerle sus enemigos para enseñar que el hombre pertenece totalmente a su Creador: «Tenéis que dar forzosamente al César la moneda que lleva impresa su imagen; pero vosotros entregad con gusto todo vuestro ser a Dios, porque impresa está en nosotros la imagen de Dios, no la del César» (San Jerónimo, Comm. in Marcum, in loc.).
A la vez, Nuestro Señor asienta un principio permanente que ha de guiar la actuación de los cristianos en la vida pública. Cfr nota a Mt 22, 15-21.

Mc 12, 18-27. Jesús, antes de responder a la dificultad propuesta por los saduceos, quiere señalar la raíz de donde procede: la tendencia del hombre a reducir la grandeza divina a los límites humanos, una excesiva confianza en la razón, menospreciando la doctrina revelada y el poder de Dios. Alguien puede tener dificultades ante las verdades de la fe y esto no puede extrañar, pues esas verdades superan a la razón. Pero es ridículo tratar de buscar contradicciones en la palabra revelada: ése es el camino para no resolver las dificultades y para extraviarse definitivamente. A la Sagrada Escritura y, en general, a las cosas de Dios uno debe acercarse con la humildad que la fe exige. Precisamente en el pasaje de la zarza ardiendo, que Jesús cita frente a los saduceos, Dios le dijo a Moisés: «Descálzate, que la tierra que estás pisando es sagrada» (Ex 3, 5).

Mc 12, 28-34. El doctor de la ley que hace la pregunta muestra una actitud leal ante Jesucristo porque busca sinceramente la verdad. Ha quedado impresionado ante la respuesta precedente de Jesús (vv. 18-27), y se acerca con deseos de conocer mejor la enseñanza del Maestro. Su pregunta es acertada y Jesús se entretiene en instruir a este hombre, perteneciente a un grupo, los escribas, sobre el que va a lanzar las acusaciones más fuertes (cfr Mc 12, 38 ss.).
Pero Jesús no ve en el personaje que se le acerca solamente a un escriba sino a un alma que busca la verdad. Y la enseñanza de Jesús penetra en su corazón; aquel hombre la repite saboreándola y el Señor tendrá para él una palabra cariñosa que incita a la definitiva conversión: «no estás lejos del Reino de Dios». Este encuentro nos hace recordar el que tuvo con Nicodemo (cfr Jn 3, 1 ss.). Sobre el contenido doctrinal de estos dos mandamientos cfr nota a Mt 22, 34-40.

Mc 12, 35-37. Jesús atestigua aquí, con su autoridad singular, la inspiración divina de la Escritura, al decir que David escribió el salmo 109 movido por el Espíritu Santo. Por el pasaje se aprecia cómo el comienzo de ese salmo era de difícil interpretación para los judíos. Jesucristo expone el sentido mesiánico que tienen estas palabras: «dijo el Señor a mi Señor». Ese segundo «Señor» es el Mesías e implícitamente Jesús se identifica con él. El carácter misteriosamente trascendente del Mesías queda expresado por la paradoja de que siendo hijo, descendiente de David, sin embargo éste le llama su Señor. Cfr nota a Mt 22, 41-46.

Mc 12, 38-40. Reprende el Señor el afán desordenado de los honores humanos: «Es de advertir que no prohíbe los saludos en la plaza ni ocupar los primeros asientos a quienes corresponde por su oficio; sino que previene a los fieles que deben guardarse, como de hombres malos, de los que aman indebidamente tales honores» (San Beda, In Mará Evangelium expositio, in loc.). Véase también notas a Mt 23, 2-3.Mt 5.11.14.

Mc 12, 41-44. El pequeño episodio es ocasión para que Nuestro Señor dé una enseñanza en la que quiere resaltar la importancia de lo que aparentemente es insignificante. Usa una expresión un tanto paradójica: la pobre viuda ha echado más que los ricos. Ante Dios el valor de las acciones consiste más en la rectitud de intención y la generosidad de espíritu, que en la cuantía de lo que se da. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des» (Camino, 829).

Mc 13, 1. El Templo de Jerusalén era el orgullo de los judíos, por su grandiosidad y magnificencia, que suscitaban la admiración de todos. Sus enormes sillares causaban una sobrecogedora impresión de permanencia. Jesucristo, aprovechando como siempre las incidencias de la vida para dejar grabadas sus enseñanzas, profetizó que sería en breve derruido hasta no quedar piedra sobre piedra. Tal contraste dejó estupefactos a los Apóstoles.
La profecía se cumplió literalmente en el año 70, cuando Tito conquistó Jerusalén. Los soldados romanos prendieron fuego al Templo. Tito, que quería conservarlo, intentó apagar el incendio, pero, al no conseguir dominarlo, ordenó la destrucción total. Los muros que actualmente subsisten son cimientos de la muralla exterior: del santuario mismo no ha quedado piedra sobre piedra. En tiempo de Juliano el Apóstata (año 363) los judíos intentaron en vano reconstruirlo; desde entonces no ha habido nuevas tentativas.

Mc 13, 4. La profecía de la destrucción del Templo desbarataba las ideas nacionalistas de los judíos. Según su manera de pensar, esta catástrofe debía ir unida a otra de proporciones ingentes que acarrease consigo el fin del mundo (cfr Mt 24, 3). Después de un rato de silencio (cfr Mc 13, 2-3), los Apóstoles preguntan para saber el tiempo y los indicios de la proximidad de la ruina del Templo.
Esta ruina –explica Jesús– prefigura el fin del mundo, pero no indica su inminente cercanía; ambos acontecimientos tienen sus propias características. Así la ruina del Templo tendrá sus signos propios y sucederá en aquella misma generación. El fin del mundo, en cambio, permanece en el secreto de Dios, y el tiempo de ese acontecimiento final ni siquiera el Hijo quiere revelarlo (cfr Mc 13, 32-33; Mt 24, 36).
Los Apóstoles preguntaron por el fin del Templo de Jerusalén. Jesucristo les advierte de algo más importante: se avecinan acontecimientos ante los cuales tienen que estar alerta para no sucumbir en la tentación y para no dejarse engañar por falsos profetas.
Jesucristo responde a las preguntas de sus discípulos con este sermón, que se llama «escatológico» y que abarca todo el cap. 13 de San Marcos. Se le llama también «apocalipsis sinóptico», porque trata, sobre todo, acerca de los acontecimientos finales de la Historia, que se presentarán acompañados de grandes catástrofes. Jesucristo usa de estos modos de expresión para estimularnos a la vigilancia.

Mc 13, 9. Jesucristo profetiza a los Apóstoles que les sobrevendrán persecuciones por causa de la predicación del
Evangelio. Las iniciarán los judíos (cfr Hch 4, 5 ss.; Hch 5, 21 ss.; Hch 6, 12 ss.; Hch 22, 30; Hch 23, 1 ss.; 2Co 11, 24), cuyas sinagogas llamó Tertuliano «fuentes de persecución» (Scorpiace, 10, 143), y las continuarán los gentiles. Estas palabras de Jesús se cumplieron ya en vida de los Apóstoles. La presencia de los discípulos de Cristo ante los tribunales constituyó un precioso testimonio en favor del Evangelio (Hch 4, 1-21; Hch 5, 17-42), que en ocasiones sacudió la conciencia de quienes ostentaban el poder. La prisión de S. Pablo es una clara confirmación de esto (Hch 16, 19-38; Hch 22, 24-26; Hch 28, 30-31).

Mc 13, 10. Esta es una de las ocasiones en que el Señor les anuncia el destino universal del Evangelio, buena nueva de la salvación divina dirigida a todos los pueblos. En efecto, antes de la destrucción de Jerusalén, ya los Apóstoles la habían predicado por el mundo. De igual modo, antes del final de los tiempos llegará a todos los pueblos la noticia y la oportunidad de conversión por medio de la predicación de la Iglesia; aunque esto no significa que todos los hombres acepten y sean fieles de hecho a la doctrina de Cristo. Por todo ello, las persecuciones y las dificultades no tienen que aminorar el celo apostólico de los discípulos, sino más bien activarlo, pues siempre debe ser un estímulo eficaz esta promesa de Cristo. Es más, Nuestro Señor cuenta con nosotros para esta tarea, verdaderamente apostólica, de propagación del Evangelio.

Mc 13, 11. El natural temor de los discípulos ante la predicción de Jesús es ocasión de que Nuestro Señor les anime, prometiéndoles la asistencia del Espíritu Santo, que les sugerirá lo que deban decir en esas circunstancias.
La historia de los mártires está llena de ejemplos que muestran cómo gentes sencillas tenían palabras de sabiduría, que superaban su capacidad natural.
Firmemente apoyados en la promesa de Jesús, tantas veces cumplida, los cristianos no debemos atemorizarnos frente a las diversas dificultades que puedan surgir; sino, al contrario, tener la santa audacia de confesar, difundir y defender la fe, cumpliendo así la obligación de ejercer el apostolado en el propio ambiente.

Mc 13, 13. En los tres primeros siglos de la vida de la Iglesia la sola condición de cristiano ponía en trance de ser acusado ante los tribunales. San Justino (s. II) llega a decir que «contra nosotros el solo nombre de cristiano sirve de prueba» (Apol. 4, 4). Han sido y son incontables los cristianos sobre los que recaen, abierta o solapadamente, los efectos del odio al Evangelio, atentando a sus vidas, fama y haciendas. Se cumplen en ellos estas palabras de Jesús: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien por mi causa» (Mt 5, 10-11; cfr Hch 5, 41; 1P 4, 12-14). Todo es nada en comparación de la gloria con que se premiará a los que perseveren (cfr Rm 8, 18).
Las últimas palabras del Señor en Mc 13, 13 exhortan a la perseverancia personal hasta el fin: «El que persevere hasta el fin, ése se salvará». Para cada hombre ese fin hasta el cual hay que perseverar es el momento de la muerte. En efecto, como ha definido el Magisterio de la Iglesia, cada hombre, inmediatamente después de su muerte, pasa a gozar del premio eterno o a sufrir las penas eternas, a excepción de quienes hayan de purificarse en el purgatorio antes de gozar del cielo: «Definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo antes de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, así como las de los santos Apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, y de los otros fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo, en los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan igualmente en lo futuro (...); y que las almas de los niños renacidos por el mismo Bautismo de Cristo (...) que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente después de su muerte o de dicha purgación los que necesitasen de ella, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascensión del Salvador Señor Nuestro Jesucristo al Cielo, estuvieron, están y estarán en el Cielo (...) con Cristo, agregados a la compañía de los santos ángeles (...). Definimos además que (...) las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son atormentados con penas infernales. Y que, no obstante, en el día del juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus propios actos, a fin de que cada uno reciba lo propio de su cuerpo, tal como se portó, bien o mal» (Benedicto XII, Const. Benedictus Deus).

Mc 13, 14-19. A partir del vers. 14 el discurso se refiere a los sucesos que acompañarán la destrucción de Jerusalén. Para la interpretación de este pasaje cfr nota a Mt 24, 15-20.

Mc 13, 14. «La abominación de la desolación», frase tomada del profeta Daniel (Dn 9, 27), se empleaba normalmente para designar toda persona, cosa o acto idolátrico y sacrílego, que ultrajaba la fe y el culto religioso del pueblo judío (1M 1, 57).
Por el pasaje paralelo de S. Mateo (Mt 24, 25), vemos que Jesús citó explícitamente la profecía de Daniel (Dn 9, 27). De ahí que en la frase «quien lea, entienda», que viene en ambos Evangelios, se debe ver una exhortación de Jesús a la atenta lectura del texto profético a la luz de sus palabras. Cfr nota a Mt 24, 15.

Mc 13, 19-20. El vers. 19 evoca el pasaje del profeta Daniel (Dn 12, 1). Jesús pasa a describir, de este modo, las señales precursoras del fin del mundo, y la gran tribulación que tendrá lugar entonces. Esta tribulación, aunque abarca toda la historia de la Iglesia desde sus comienzos, arreciará especialmente en el tiempo final. A pesar de ser tiempos terribles, son tiempos de salvación, establecidos por la Providencia divina para bien de los que aman a Dios (cfr Rm 8, 28). Por eso hay que afrontarlos con filial confianza: el Señor abreviará aquellos días y nos salvará.

Mc 13, 21-22. La vida es tiempo de prueba para demostrar nuestra fidelidad a Dios, y la fidelidad consiste en ser consecuente con esta verdad capital: no hay más Salvador que Jesucristo (cfr Hch 4, 12; 1Tm 2, 5). Cualquier otro que se presente como Salvador divino es un mentiroso, o un alucinado, ya sea una persona, una ideología o un sistema político. El cristiano, advertido por las palabras de Jesús que anuncia la aparición de falsos mesías, sabe que éstos tratarán de ponerse en el lugar de Dios y que para vencerlos dispone de la verdad revelada, que el Magisterio de la Iglesia custodia.

Mc 13, 23. «No solamente predijo los bienes que había de otorgar a los santos y fieles suyos, sino también los males que habrían de abundar en esta vida; y todo con el fin de que esperemos con mayor seguridad los bienes que han de seguir al fin de los tiempos, no obstante los males que les han de preceder» (San Agustín, Epístola 127).

Mc 13, 24-25. Parece que las mismas criaturas irracionales al fin de los tiempos expresarán a su modo el estremecimiento ante el Juez Supremo, Jesucristo, que volverá en la majestad de su gloria. Se cumplirán entonces las profecías del AT (cfr. por ejemplo Ez 32, 7). Por «potestades de los cielos», algunos Santos Padres, como S. Jerónimo (Com. in Mat., in loc.) y S. Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 77) han entendido los ángeles que se admirarán ante aquellos acontecimientos.

Mc 13, 26-27. Jesucristo describe aquí su segunda venida, al fin de los tiempos, anunciada ya por el profeta Daniel (Dn 7, 13). Con ello descubre el sentido último encerrado en las palabras del antiguo profeta: aquel «como hijo de hombre» que vio Daniel, «a quien se le dio la potestad, y el honor y el reino, y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán» es el mismo Jesucristo, que reunirá en torno a Sí a los santos.

Mc 13, 28-30. Ya se advirtió, en la nota a Mc 13, 4, que los discípulos de Jesús, siguiendo las ideas judaicas de la época, no concebían una separación entre la ruina de Jerusalén y el fin del mundo. Se advertía también al comentar Mc 13, 4, que hay una cierta relación entre ambos acontecimientos, en cuanto que la destrucción de la Ciudad Santa es figura del fin del mundo. Nuestro Señor, respondiendo ahora a sus discípulos, anuncia en Mc 13, 30 que la ruina de Jerusalén sucedería dentro de aquella generación, como en efecto ocurrió el año 70, a manos de las legiones romanas. Para una mayor explicación de la ruina de Jerusalén como figura del fin del mundo cfr nota a Mt 24, 32-35.

Mc 13, 31. Con esta frase el Señor da una especial solemnidad a sus palabras. Subraya así que lo que Él ha dicho se cumplirá indefectiblemente.
Sólo Dios dice y hace, sólo quien es Señor del Universo tiene bajo su potestad cuanto existe, y Jesús ha recibido del Padre todo poder sobre los cielos y la tierra (cfr. Mt 11, 27 y Mt 28, 18).

Mc 13, 32. Aludiendo a este versículo explica S. Agustín (Enarrationes in Psalmos, 36, 1): «Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha sido enviado como Maestro, ha dicho que ni siquiera el Hijo del Hombre sabía el día del juicio, porque no entraba en las atribuciones de su magisterio el que nos lo enseñara».

Mc 13, 33-37. «Velad»: Puesto que no sabemos cuándo ha de venir el Señor, hemos de estar preparados. Vigilar es sobre todo amar. Quien ama cumple los mandamientos y espera con ansiedad, con urgencia, que Cristo vuelva; porque esta vida es espera, es camino al encuentro de Cristo Señor. Los primeros cristianos repetían con frecuencia y con amor la jaculatoria: «Ven, Señor Jesús» (1Co 16, 22; Ap 22, 20). Y, al ejercitar de este modo la fe y la caridad, aquellos cristianos encontraban la fuerza interior y el optimismo necesarios para el cumplimiento de los deberes familiares y sociales, y se desprendían interiormente de los bienes terrenos, con el señorío que da la esperanza de la vida eterna.

Mc 14, 1. La Pascua judía era la mayor fiesta religiosa y nacional. Se prolongaba durante una semana; en esos días estaba prohibido comer pan fermentado y por eso se llamaban los días de los ácimos. Se inauguraba la celebración con la cena pascual en la noche del 14 al 15 del mes de Nisán. El rito esencial consistía en comer el cordero pascual sacrificado en el Templo la tarde anterior. En el curso de la cena el más joven de la familia preguntaba cuál era el significado de aquella ceremonia. Y el jefe de la familia lo explicaba a los convidados: conmemoraba la liberación de los israelitas, llevada a cabo por Dios cuando eran esclavos en Egipto, y muy concretamente el paso del ángel de Yahwéh, sin herir a los primogénitos hebreos y exterminando, en cambio, a los primogénitos de los egipcios (cfr Ex 12).

Mc 14, 2. Los sumos sacerdotes y los escribas intentaban por todos los medios que la condena y muerte del Señor fueran antes de la Pascua, ya que durante ésta Jerusalén estaba llena de peregrinos, y temían que la popularidad de Jesús les trajera las complicaciones de que habla el texto evangélico. Cfr nota a Mt 26, 3-5.

Mc 14, 3-9. Era costumbre de la hospitalidad antigua honrar a los huéspedes ilustres con agua perfumada. Esta mujer trató al Señor con una delicadeza exquisita al derramar sobre Él un frasco de nardo. Es evidente que esta acción agradó mucho a Jesús. El precio de trescientos denarios era aproximadamente el sueldo de un obrero durante todo un año: la acción fue, pues, muy generosa. El romper el frasco para derramar hasta la última gota del perfume, sin que pueda servir ya a nadie más, indica que Jesús lo merece todo.
Es importante señalar el significado que el Señor da a este gesto, como anticipación de la piadosa costumbre de embalsamar el cuerpo para la sepultura. Nunca hubiera pensado aquella mujer que su acción iba a ser celebrada en todo el mundo y en todos los tiempos, pero Jesucristo sabía la trascendencia y universalidad aun de los más pequeños episodios de la historia evangélica. La profecía del Señor se ha cumplido: «En todas las Iglesias escuchamos el elogio de esta mujer (...). En todo el universo se oye con hondo recogimiento el relato de esta bella acción (...). El hecho no era extraordinario, ni la persona importante, ni había muchos testigos, ni el lugar era atrayente, porque no ocurrió en un teatro, sino en una casa particular (...). A pesar de todo, esta mujer tiene hoy mayor celebridad que todas las reinas y todos los reyes, y el tiempo nunca borrará el recuerdo de lo que hizo» (S. Juan Crisóstomo, Adversus iudaeos, 5, 2).
Este episodio enseña la delicadeza con que hemos de tratar a la Santísima Humanidad de Jesús y, por otra parte, cómo la generosidad en el culto es siempre laudable como muestra del profundo amor que tenemos al Señor. Cfr nota a Mt 26, 8-11.

Mc 14, 10-11. En contraste con el noble gesto de la unción, el Evangelio presenta la tenebrosa traición de Judas. Frente a la magnanimidad de la mujer resalta aún más la codicia del falso amigo. «Oh locura, o más bien, ambición del traidor, porque la ambición engendra todos los males y esclaviza a las almas por todos los medios, produce el olvido de las cosas y la enajenación de la mente. Judas, esclavizado por la locura de la ambición, olvidó su vida al lado del Señor y que había comido en su mesa, que había sido su discípulo; olvidó sus consejos y su persuasión» (S. Juan Crisòstomo, In Evang. de Passione).
El pecado de Judas será siempre para los cristianos un toque de atención: «Hoy muchos miran con horror el crimen de Judas, como cruel y sacrílego, que vendió por dinero a su Maestro y a su Dios; y, sin embargo, no se dan cuenta de que, cuando menosprecian por intereses humanos los derechos de la caridad y de la verdad, traicionan a Dios, que es la caridad y la verdad misma» (S. Beda, Sermón Super qui audientes gavisi sunt).

Mc 14, 12-16. Los detalles de este pasaje pueden parecer a primera vista desacostumbrados en el comportamiento del Señor. Sin embargo, considerado con cierta atención, todo es coherente: es probable que Jesús quisiera evitar que Judas conociese con antelación el sitio exacto de la celebración de la Cena y lo comunicara al Sanedrín. Así se cumplieron los planes divinos para aquella noche memorable del Jueves Santo. Judas, en efecto, no parece haber podido comunicar a los sanedritas dónde podían encontrar a Jesús hasta que celebraron la Cena de Pascua, durante la cual salió el traidor del Cenáculo (cfr Jn 13, 30).
San Marcos describe con más detalle que los otros evangelistas el lugar de la Cena, al decir que era una habitación grande y bien amueblada: en definitiva se trataba de un lugar digno. Una antigua tradición cristiana afirma que la casa del Cenáculo era propiedad de María, la madre del mismo San Marcos, a la cual parece que pertenecía también el Huerto de los Olivos.

Mc 14, 17-21. Jesús demuestra que conoce de antemano lo que iba a suceder y que lo cumplía con entera libertad, identificándose con la Voluntad de su Padre. Las palabras de los versículos 18 y 19 son una nueva llamada a Judas para que se arrepintiera: el Señor tiene la delicadeza de no denunciarle públicamente, facilitándole así la conversión. Sin embargo, no quiso guardar silencio sobre la traición, para que se comprendiera que el Maestro lo sabía todo (cfr Jn 13, 23 ss.).

Mc 14, 22. La palabra «esto» no se refiere al acto de partir el pan, sino a la cosa que Jesús presenta a sus discípulos, es decir, a lo que ante sus ojos aparecía como pan, que ya no era pan sino el Cuerpo de Cristo. «Esto es mi cuerpo. A saber, lo que os doy ahora y que ahora tomáis vosotros. Porque el pan no solamente es figura del Cuerpo de Cristo, sino que se convierte en este mismo Cuerpo, según ha dicho el Señor: el pan que Yo os daré es mi propia carne (Jn 6, 51). Por eso el Señor conserva las especies de pan y vino, pero convierte a éstos en la realidad de su carne y de su sangre» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Mará, in loe.). No responde, pues, al sentido del texto cualquier interpretación que derive hacia el simbolismo o la metáfora. Lo mismo hay que decir acerca de «ésta es mi sangre» del v. 24. Sobre el realismo de estas expresiones cfr nota a Mt 26, 26-29, primera parte.

Mc 14, 24. Las palabras de la consagración del cáliz muestran con claridad la naturaleza de sacrificio que tiene la Eucaristía: la Sangre de Cristo derramada que sella la nueva y definitiva Alianza de Dios con los hombres. Esta Alianza queda sellada para siempre con el sacrificio de Cristo en la Cruz, en el cual Jesús es a la vez el Sacerdote y la Víctima. La Iglesia ha definido esta verdad con las siguientes palabras: «Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema» (Conc. Tridentino, Doctrina de SS. Missae Sacrificio, cap. 1, can. 1).
Aquellas palabras pronunciadas sobre el cáliz debieron ser muy reveladoras para los Apóstoles, porque en ellas aparecía explicado el sentido de preparación y de anticipo que habían tenido los sacrificios de la antigua Alianza. Los Apóstoles llegaron a comprender de este modo cómo la Alianza del Sinaí y los múltiples sacrificios del Templo no eran sino una figura imperfecta del definitivo sacrificio y de la definitiva Alianza, que tendrían lugar en la Cruz y se anticipaban en la Cena.
Una explicación autorizada del carácter sacrificial de la Eucaristía, puede verse en el texto inspirado de los capítulos 8 y 9 de la Epístola a los Hebreos (Hb 8-9). Del mismo modo, la mejor preparación para entender la presencia real y la Eucaristía como alimento del alma es la lectura del capítulo 6 del Evangelio de San Juan (Jn 6).
En la Ultima Cena, pues, Cristo se entrega ya voluntariamente a su Padre como víctima que va a ser inmolada. Tanto la Cena como la Santa Misa constituyen con la Cruz un sacrificio único y perfecto, porque en los tres casos la víctima ofrecida es la misma: Cristo; e igual el sacerdote: Cristo. La sola diferencia es que la Cena, anterior a la Cruz, anticipa de modo incruento la muerte del Señor y ofrece la víctima que ha de ser inmolada; mientras que la Santa Misa ofrece, también de modo incruento, la víctima ya inmolada en la Cruz, víctima que permanece en la eternidad de la gloria.

Mc 14, 25. El Señor, después de instituir la Sagrada Eucaristía, prolonga aquella Última Cena en entrañable conversación con sus discípulos, a los que de nuevo habla de su próxima muerte (cfr Jn 13 y siguientes). Jesús alivia la tristeza de su despedida prometiendo a los Apóstoles que llegará un día en que volverá a reunirse con ellos, cuando el Reino de Dios haya llegado a su plenitud. Con ello se refiere a la vida beatífica en los Cielos, tantas veces comparada a un banquete. Entonces no habrá necesidad del alimento y bebida normales de esta tierra, sino de algo distinto. Por eso alude el Señor a un vino nuevo (cfr Is 25, 6). En definitiva, después de la Resurrección, los Apóstoles y todos los santos podrán tener la dicha de estar con Jesús.
El que San Marcos traiga estas palabras después de la institución de la Eucaristía, indica de algún modo que ésta es un anticipo aquí en la tierra de la posesión de Dios en la bienaventuranza eterna, en la que Dios será todo en todos (cfr 1Co 15, 28). «Nuestro Salvador–enseña el Vaticano II– en la Ultima Cena, en la noche en que iba a ser entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, con el cual iba a perpetuar el sacrificio de la Cruz para siempre, hasta su venida, y de este modo confiaría a la Iglesia, su Esposa amada, el memorial de su Muerte y Resurrección: Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura» (Conc. Vaticano II, Const. Past. Sacrosanctum Concilium, 47).

Mc 14, 26. «Recitado el himno»: según la costumbre de los judíos, en la Cena Pascual se recitaban unas oraciones que llamaban «Hallel», y que recogían los salmos 114-118; la última parte se recitaba al final de la cena.

Mc 14, 30-31. Sólo Marcos trae el detalle concreto de los dos cantos del gallo (v. 31), y la insistencia de Pedro en repetir que no le iba a traicionar (v. 32). Es una muestra más de la relación del Evangelio de Marcos con la predicación de San Pedro: sólo éste, lleno de arrepentimiento y de humildad, contaría a los primeros cristianos con especial detenimiento aquellos episodios en los que su altanería y caídas contrastaban con la comprensión y misericordia de Jesús. Los otros evangelistas, seguramente por respeto a la figura de Pedro, pasan más deprisa por estos detalles.
Este relato nos enseña cómo el Señor cuenta con la debilidad de los que Él llama para seguirle y ser sus Apóstoles. Pedro presume de palabra y, luego, le negará. Jesús lo conoce y, a pesar de todo, lo elige como cabeza de la Iglesia. «Así aparecían (los discípulos) antes de que, llenos del Espíritu Santo, se convirtieran en columnas de la Iglesia. Son hombres corrientes, con defectos, con debilidades, con la palabra más larga que las obras. Y, sin embargo, Jesús los llama para hacer de ellos pescadores de hombres, corredentores, administradores de la gracia de Dios. Algo semejante ha sucedido con nosotros (...). Pero me doy cuenta de que también nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya» (Es Cristo que pasa, 2 y 3).

Mc 14, 32-42. Llama la atención el modo tan humano como Jesús afronta su inminente Pasión y Muerte. Siente lo que todo hombre sentiría en esos momentos. «Llevó consigo solamente a los tres discípulos que habían contemplado su gloria en el monte Tabor, para que quienes vieron su poder vean también su tristeza y descubran que era verdadero hombre en esa misma tristeza. Y, porque había tomado toda la humanidad, tomó las propiedades del hombre: el temor, la angustia, la natural tristeza; pues es lógico que los hombres vayan a la muerte contra su voluntad» (Teofilacto, Enarratio in Evangelium Mará, in loc.).
La oración del huerto nos muestra, como ningún otro testimonio de los Santos Evangelios, que la oración del Señor era también de petición. No sólo por los demás, sino por Sí mismo. Porque había en la unidad de su Persona dos naturalezas, la humana y la divina; y, como la voluntad humana no era omnipotente, convenía que Cristo pidiese ayuda al Padre para fortalecer su voluntad (cfr S.Th. III, q. 21, a. 1).
Una vez más, Jesús ora con un sentido profundo de su filiación divina (cfr Mt 11, 25; Lc 23, 46; Jn 17, 1). Sólo San Marcos nos conserva en la propia lengua original la exclamación filial de Jesús al Padre: «Abbá», que es el nombre con que los hijos se dirigen íntimamente a sus padres. Una confianza filial semejante es la que ha de tener todo cristiano en su vida, y de modo especial en la oración. En este momento cumbre, Jesús vuelve a retirarse a la soledad del diálogo con su Padre y pide a sus discípulos que oren para no caer en la tentación. Es de notar que los evangelistas, movidos por el Espíritu Santo, recogen tanto la oración de Jesús, como el mandato de orar. No se trata de una anécdota ocasional, sino de un episodio que es modelo de lo que han de hacer los cristianos: rezar como medio imprescindible para mantenerse fíeles a Dios. Quien no rece, que no se haga ilusiones de superar las tentaciones del demonio.

Mc 14, 43-50. El Evangelio relata sobriamente el suceso del prendimiento de Jesús. Él lo había esperado y no ofrece resistencia, dando cumplimiento así a las profecías del Antiguo Testamento que hablaban de Él, singularmente aquel pasaje del poema sobre el Siervo de Yahwéh del libro de Isaías: «Como cordero que llevan a degollar y como oveja ante los que la trasquilan, permanece mudo, no abre la boca (...) porque se entregó a sí mismo a la muerte (...)» (Is 53, 7.12).
Jesús, abatido momentos antes al comienzo de su oración en Getsemaní, se levanta ahora confortado para comenzar el drama de la Pasión. Contemplemos maravillados estos misterios de Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre.

Mc 14, 51-52. El detalle del joven de la sábana es exclusivo de San Marcos. La mayoría de los intérpretes ven en él una discreta alusión al propio Marcos. Es probable que el Huerto de los Olivos perteneciese a la familia de Marcos, lo que explicaría la presencia nocturna del muchacho, que se habría despertado repentinamente ante el bullicio de la gente.

Mc 14, 53-65. Esta reunión del Sanedrín en casa del sumo sacerdote está llena de irregularidades. Lo normal hubiera sido reunirse de día y en el Templo. Todo ello hace pensar en un cierto carácter secreto de esta sesión, tal vez por miedo a alborotar al pueblo y no conseguir sus propósitos. Resultan también ilegales las intervenciones directas del sumo sacerdote y los ultrajes al reo antes de dictar sentencia. Los jefes judíos hacía ya tiempo que tenían decidido perder a Jesús (cfr por ej. Mc 12, 12; Jn 7, 30; Jn 11, 45-50). Ahora se trata solamente de cubrir las apariencias legales. Esto es, encontrar unos testigos concordes en acusarle de culpas capitales. En vista de que no lo conseguían, el sumo sacerdote va directamente al fondo de la cuestión: ¿Jesús era el Mesías, sí, o no? La respuesta afirmativa por parte de Jesús es considerada como una blasfemia. Ya están cubiertas las apariencias. Con ello podían condenarlo a muerte y pedir al procurador romano la ratificación de la sentencia (cfr nota a Mt 27, 2). A pesar de las irregularidades y de que no estaban presentes todos los miembros del Sanedrín, la importancia de esta sesión está en que las autoridades judías, representantes oficiales del pueblo elegido, rechazan a Jesús como Mesías y lo condenan a muerte.

Mc 14, 57-59. Por el evangelio de San Juan (Jn 2, 19) sabemos las palabras de Jesús que dieron pie a esta acusación: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré». Ahora le acusan de haber dicho tres cosas: que Él va a destruir el Templo; que el Templo de Jerusalén está hecho por mano de hombres, no es cosa de Dios; y que en tres días Él levantará otro nuevo, no hecho por mano de hombres. Como puede verse esto no es lo que dijo el Señor. Ellos, primero, cambian las palabras: Jesús no había dicho que Él iba a destruir el Templo; y segundo, las aplican al Templo de Jerusalén, cuando Jesús estaba hablando de su propio cuerpo, según consta por San Juan (Jn 2, 21-22). Los Apóstoles, después de la Resurrección, entendieron la profundidad de las palabras de Jesús (Jn 2, 21-22): el Templo de Jerusalén, donde se manifestaba de modo especial la presencia de Dios y donde se le daba el culto debido, no era sino un signo, una figura anticipada de la realidad plena que era la Humanidad de Cristo, en el que está, por ser Dios, la plenitud de la Divinidad (cfr Col 2, 9).
También en el martirio de San Esteban la acusación viene a ser la misma: «hemos oído a éste diciendo que ese Jesús nazareno destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés» (cfr Hch 6, 14). En efecto, San Esteban había comprendido que el verdadero Templo ya no era el de Jerusalén sino Jesucristo; pero ellos volvieron a interpretar mal su verdadero sentido y le acusaron de manera semejante al Señor.

Mc 14, 61. Jesús, como en otros momentos de su Pasión, guarda profundo silencio. Ante las acusaciones falsas de sus enemigos aparece indefenso. «Dios nuestro Salvador –dice San Jerónimo– que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja conducir a la muerte como un cordero sin decir una palabra; ni se queja ni se defiende. El silencio de Jesús obtiene el perdón de la protesta y excusa de Adán» (Comm. in Marcum, in loe.). Este silencio es un motivo y un estímulo más para callar a veces ante la calumnia o la crítica. «In silentio et in spe erit fortitudo vestra», en el silencio y en la esperanza se fundará vuestra fortaleza, dice el profeta Isaías (Is 30, 15).
«Jesús... callado.–"Jesús autem tacebat".–¿Por qué hablas tú, para consolarte o para sincerarte?
»Calla.–Busca la alegría en los desprecios: siempre te harán menos de los que mereces.
»–Puedes tú, acaso, preguntar: "quid enim mali feci?" –¿qué mal he hecho?» (Camino, 671).

Mc 14, 61-64. Seguramente el pontífice trataba de acorralar a Jesús: si respondía que no, equivalía a contradecirse en todo lo que había hecho y dicho; si respondía que sí, sería interpretado como blasfemia, como vemos después. Propiamente llamarse Mesías no constituía una blasfemia; tampoco llamarse hijo de Dios, entendiendo esta frase en un sentido amplio. La respuesta de Jesús no sólo da testimonio de ser el Mesías, sino que aclara la transcendencia divina de su mesianismo, al aplicarse la profecía del Hijo del Hombre de Daniel (Dn 7, 13-14). Con esta confesión da pie al gesto teatral del sumo sacerdote, quien toma como una burla a Dios y una blasfemia que aquel hombre maniatado pudiera ser la figura transcendente del Hijo del Hombre. En la solemnidad singular de este momento, Jesús se define con la más fuerte de todas las expresiones bíblicas que podían ser comprendidas por sus oyentes: la que pone más de manifiesto la divinidad de su persona. Podemos advertir que, si Jesús hubiera dicho sin más «yo soy Dios», esto hubiera parecido a los ojos de sus oyentes como algo sencillamente absurdo, y lo hubieran tomado por loco. En este caso no hubiera tenido lugar el testimonio solemne de su divinidad ante las autoridades del pueblo judío.

Mc 14, 63. Rasgarse las vestiduras era una costumbre en Israel, para expresar la indignación y la protesta contra los sacrilegios y las blasfemias. Los rabinos habían reglamentado hasta el detalle la operación. Se solía rasgar por una especie de costura, evitando así romper el tejido. Con este gesto trágico-cómico cierra Caifás el juicio y soslaya todo ulterior trámite que pudiera favorecer al reo y esclarecer la verdad.

Mc 14, 64. Por Lc 23, 51 y Jn 7, 45-53, sabemos que no todos los miembros del Sanedrín condenaron a Jesús, puesto que José de Arimatea y Nicodemo no consintieron en esta decisión deicida. Cabe suponer, entonces, que no estuvieron presentes en esta reunión del consejo, o bien porque no fueron convocados, o bien porque se abstuvieron de asistir.

Mc 14, 66-72. Aun siendo muy parecidos los relatos de los tres Evangelios Sinópticos, San Marcos presenta sus características narrativas habituales: el texto sagrado describe pequeños detalles que dan viveza al episodio. Dice que Pedro estaba abajo (v. 66), lo cual indica que la sesión del consejo tuvo lugar en una sala del piso superior; otro detalle es que menciona los dos cantos del gallo (v. 72), de modo coherente con la profecía del Señor que describe en el v. 30.
Sobre la significación teológica y ascética de este pasaje, puede verse nota a Mt 26, 70-75.

Mc 15, 1. Al amanecer, el Sanedrín celebra una nueva sesión para ver cómo conseguirían de Pilato la ratificación de la sentencia de muerte. E inmediatamente llevan a Cristo ante Pilato.
No se sabe a ciencia cierta cuál era la residencia del gobernador por aquellos días. La duda está entre el palacio de Herodes, construido sobre la colina occidental de la ciudad, al sur de la puerta de Jaffa, y la fortaleza Antonia, construida al noroeste de la explanada del templo. Muy probablemente, durante las fiestas de Pascua residía en esta fortaleza, porque dominaba desde allí la zona exterior del templo, donde solían fraguarse las sediciones y alborotos. En el centro de esta grandiosa construcción se abría un patio de 2.500 metros cuadrados perfectamente enlosado. Bien pudo ser éste el patio donde Pilato se sentó para juzgar al Señor y que San Juan (Jn 19, 13) llama Lithóstrotos.
Filón, Josefo y otros historiadores pintan a Pilato con los defectos de los peores gobernadores romanos. Los evangelistas subrayan sobre todo su cobardía y su afán de contemporizar, rayano en la vileza.

Mc 15, 2. La respuesta de Jesús, según se lee en San Marcos, ofrece una doble interpretación. Podría significar: tú dices que soy rey, yo no digo nada; o también: en efecto, yo soy rey. Esta segunda interpretación es la más común y lógica, puesto que en otros pasajes evangélicos se afirma de modo categórico la realeza de Jesús (cfr Mt 27, 37 y par.; Jn 18, 36-38).
En el Evangelio de San Juan (Jn 18, 33-38), Jesús explica a Pilato que es Rey y el carácter peculiar de su realeza. Efectivamente, afirma el Señor que su Reino no es de este mundo, ya que, si lo fuera, sus soldados vendrían a defenderle.

Mc 15, 3-5. Por tres veces hacen constar los evangelistas que el silencio fue la actitud de Jesús ante aquellas acusaciones inicuas: ante el Sanedrín (Mc 14, 61); aquí, ante Pilato; y después ante Herodes (Lc 23, 9). Sabemos por el Evangelio de San Juan que el Señor dijo algunas cosas más durante este proceso. San Marcos dice que no respondió nada más, ya que se refiere sólo a las acusaciones contra el Señor, que, al ser falsas, no necesitaban respuesta. Por otra parte era inútil toda defensa, supuesto que tenían decidida ya de antemano su muerte. Por su parte, Pilato tampoco necesitaba más contestación, puesto que estaba convencido de la inocencia de Jesús.

Mc 15, 6-15. Pilato, en vez de salir en abierta defensa del inocente, como era su deber y se lo dictaba la conciencia, no quiere enfrentarse con los sanedritas y pretende que sea el pueblo quien se enfrente y libere a Jesús. Como existía la costumbre de dar libertad a un preso a petición del pueblo con motivo de la Pascua, Pilato aprovecha la ocasión para brindarles la posibilidad de que elijan a Jesús. Los sanedritas, advirtiendo la maniobra, incitan a la muchedumbre a pedir la libertad de Barrabás. Cosa que no fue difícil porque posiblemente algunos se sentían decepcionados por Jesucristo, ya que no había realizado una liberación política y terrena. Pilato no puede oponerse al resultado de esta elección y se encuentra más débil para tomar una decisión justa. Ahora sólo le queda suplicar al pueblo benevolencia para «el Rey de los judíos». La presencia humilde y desvalida de Jesús exaspera a aquella turba que rechaza a un rey así y pide que lo crucifiquen.
Pilato, que en el curso del proceso ha sido amenazado con acusarle al emperador si se inhibe en este asunto (cfr Jn 19, 12), accedió a sus gritos y firmó la sentencia de crucifixión, por no enfrentarse con la gente ni crearse dificultades en su carrera política.

Mc 15, 15. Los azotes o flagelación, lo mismo que la crucifixión, eran castigos infamantes aplicables sólo a los esclavos. El látigo o flagelo usado para castigar los delitos graves iba reforzado con trozos de hierro en los extremos, de modo que rasgaba la carne y hasta rompía los huesos. Era un suplicio suficiente a veces para causar la muerte. Al condenado se le ataba a un poste para evitar que se desplomase. Este suplicio se aplicaba a los condenados a crucifixión.
Estos padecimientos de Jesús tienen un valor redentor. En otros pasajes del Evangelio el Señor pone como condición a sus discípulos el llevar la Cruz. El cristiano con su mortificación se une a la pasión de Cristo y coopera en la obra redentora (cfr Col 1, 24). «Atado a la columna. Lleno de llagas.–Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora.–Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.
»Al cabo, rendidos, desatan a Jesús.–Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.
»Tú y yo no podemos hablar.–No hacen falta palabras. –Míralo, míralo... despacio.
»Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?» (Santo Rosario, 2° misterio doloroso).

Mc 15, 16-19, La soldadesca toma a Jesús como objeto de sus burlas. Y como lo acusan de que se hace pasar por rey, lo coronan y lo visten como tal.
La figura doliente de Jesús, flagelado y coronado de espinas, con una caña por cetro entre sus manos y un viejo manto de púrpura sobre sus hombros, ha quedado como símbolo vivo del dolor humano bajo la advocación del «Ecce homo».
Pero, como enseña S. Jerónimo, «sus oprobios han borrado los nuestros, sus ligaduras nos han hecho libres, su corona de espinas nos ha conseguido la diadema del Reino, y sus heridas nos han curado» (Comm. in Marcum, in loe.).
«–Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?» (Santo Rosario, 3º misterio doloroso).

Mc 15, 21. San Marcos se detiene en detallar quién era este Simón: era padre de Alejandro y de Rufo. Parece ser que Rufo, años después, se trasladó con su madre a Roma; San Pablo les envía saludos cariñosos en la carta a los Romanos (Rm 16, 13). Cabe imaginarse que la primera reacción de Simón fuera de desagrado por un servicio impuesto a la fuerza y de suyo repelente. Pero el contacto con la Santa Cruz –altar donde se iba a inmolar la Víctima Divina– y la contemplación en primer plano de los sufrimientos y muerte de Jesús, debieron tocar su corazón; y de indiferente, el Cireneo bajó del Calvario fiel discípulo de Cristo. Excelente recompensa la de Jesús. Cuántas veces la divina Providencia, a través de un desagradable incidente, nos sitúa de cara al dolor y se efectúa en nosotros una conversión más radical.
En este pasaje, que constituye la quinta estación del Vía Crucis, podemos considerar que, aunque el Señor nos ha rescatado libremente, pide nuestra colaboración. Cristo carga con la Cruz, pero hemos de ayudarle a llevarla aceptando todas las dificultades y contratiempos que la divina Providencia nos depare. Así nos santificaremos más y más, al mismo tiempo que expiamos nuestras faltas y pecados.
Por el Evangelio de San Juan (Jn 19, 17) sabemos que Jesús tomó la Cruz sobre sus hombros. En Cristo cargado con la Cruz ve San Jerónimo, entre otros significados, el cumplimiento de la figura de Abel llevado como víctima inocente, y sobre todo la de Isaac (cfr Gn 22, 6) que carga con la leña del propio sacrificio (cfr Comm. in Marcum, in loc.). Después, extenuado el Señor por los azotes, era incapaz de continuar Él solo hasta el Calvario, y por eso obligan a este hombre de Cirene a llevar la Cruz.
«Si alguno quiere venir tras de mí... Niño amigo: estamos tristes, viviendo la Pasión de Nuestro Señor Jesús. –Mira con qué amor se abraza a la Cruz. –Aprende de Él. –Jesús lleva la Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
»Pero no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada, no será una Cruz cualquiera: será... la santa Cruz. No te resignes con la Cruz. Resignación es palabra poco generosa. Quiere la Cruz. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz.
»Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino» (Santo Rosario, misterio doloroso).

Mc 15, 22. La ubicación de este lugar no ofrece la más mínima duda. Se trata de una pequeña colina desnuda y pelada que entonces estaba fuera de la ciudad, aunque muy al descubierto y junto a un camino muy transitado.

Mc 15, 23. Los judíos, siguiendo el consejo de los Proverbios (Pr 31, 6), solían ofrecer a los ajusticiados vino mezclado con mirra o con incienso, para adormecerlos y aliviarles así el sufrimiento.
Jesucristo lo gusta (según Mt 27, 34), pero no lo toma. Quiere permanecer consciente hasta el último momento y ofrecer hasta el final el cáliz de la Pasión, que aceptó en la Encarnación (Hb 10, 9) y que no rehusó en Getsemaní. San Agustín (Enarrationes in Psalmos, 21, 2, 8) explica que el Señor quiso sufrir hasta ese extremo para pagar así al máximo el gran precio de nuestro rescate (cfr 1Co 6, 20).
Esta generosidad de Cristo en abrazar el dolor la han experimentado también las almas fíeles. Por eso leemos: «Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente.–¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es el cielo para siempre, para siempre... para siempre?
»–Y, sobre todo –mejor que la razón apuntada, "propter retributionem"–, ¿qué importa padecer si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?...» (Camino, 182).

Mc 15, 24. La crucifixión, además de ser el suplicio más infamante, era el más doloroso. Los enemigos de Jesús intentaron con la condena a muerte de Cruz poner de relieve la derrota humillante del que días pasados entrara triunfalmente en Jerusalén. A los crucificados se les solía dejar varios días en el patíbulo para que, al ser vistos en aquel estado horrible, sirvieran de escarmiento a la gente. En el caso de Jesucristo se pretendió también que sirviera de argumento fehaciente contra su mesianismo.
La crucifixión podía hacerse de diversas formas. La más usual, y quizás la que Nuestro Señor sufrió, consistía: primero en hincar en tierra el palo vertical, después colocar el transversal con el reo clavado por las manos, y finalmente, clavar los pies en la parte inferior del tramo vertical.
Según el Evangelio de San Juan (Jn 19, 23-25) la túnica inconsútil –es decir, toda de una pieza, sin costuras– se sorteó aparte del resto de los vestidos, que se distribuyeron en cuatro lotes, tantos como soldados. Las palabras de este versículo reproducen las del Salmo (Sal 22, 19). Para todo judío instruido en las Escrituras la lectura del pasaje evocaba inmediatamente el cumplimiento de una profecía.
San Juan lo hará notar expresamente (cfr Jn 19, 24). San Marcos, sin perder el hilo del relato de la Pasión, está dando implícitamente un argumento de que Jesucristo es el Mesías prometido, pues en Él se cumple también esta profecía.
Ante Jesús crucificado conviene recordar también que Dios «ha puesto la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el (demonio) que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido» (Prefacio de la Santa Cruz).

Mc 15, 25. «Hora tercia»: entre las 9 y las 12 de la mañana. San Marcos es el único Evangelista que deja consignada la hora en que clavaron al Señor en la Cruz. Para ver las correspondencias de nuestras horas con las de los judíos de aquel tiempo véase nota a Mt 20, 3.

Mc 15, 26. Esta inscripción solía ponerse bien visible para que todos se enteraran de la causa de la condena. Pilato mandó escribir «Jesús Nazareno Rey de los judíos» en latín, griego y hebreo; S. Marcos resume la inscripción.
Llevados de su malicia, los judíos imputan a Jesús un crimen político, cuando el Señor en toda su vida y doctrina dejó claramente asentado que su misión no era política sino sobrenatural. Sobre el sentido del título de la Cruz y sus circunstancias véase Jn 19, 19-22 y notas correspondientes.

Mc 15, 27. Así se aumentaba la ignominia de Jesucristo. Sus discípulos también conocerán esa humillación de las cárceles comunes, como si fueran ladrones y malhechores.
Pero en el caso de Jesús esto fue providencial, pues así se cumplió la Escritura que preanunciaba que el Mesías sería puesto entre los malhechores. «Colocada la Verdad entre los malvados –enseña San Jerónimo–, deja uno a su izquierda y otro a su derecha, lo mismo que hará en el día del juicio. Así vemos cuán distinto puede ser el fin de unos pecadores semejantes. Uno precede a Pedro en el paraíso, el otro a Judas en el infierno: una breve confesión consiguió la vida sin término, una blasfemia momentánea se castiga con la pena eterna» (Comm. in Marcum, in loc.).
El pueblo cristiano ha dado desde antiguo diversos nombres a estos ladrones. Los más comunes en Occidente son los de Dimas para el buen ladrón y Gestas para el malo.

Mc 15, 29-32. El suplicio de Cristo no quedó concluido con la crucifixión sino que ahora continúa en un escarnio moral, peor si cabe que el de la coronación como rey de burlas. Se mofan de Él los que pasan, los sacerdotes haciendo corrillos con los escribas, y hasta los mismos ladrones crucificados (cfr no obstante la aclaración de Lc 23, 39-43). Todos coinciden en recriminar a Cristo su debilidad como si hubieran sido ficticios sus milagros, instigándole a manifestar su poder.
En realidad esta petición de un milagro no indica en ellos el deseo de creer. Y es que la fe es un don de Dios que sólo recibe el que tiene un corazón sencillo. «Poco pedís –recrimina San Jerónimo a los judíos–, cuando se está realizando el más grande acontecimiento. Vuestra obcecación no pudo sanarse ni con milagros mucho más grandes que los que vosotros mismos pedisteis» (Comm. in Marcum, in loc.).
Precisamente porque era el Mesías y el Hijo de Dios no bajó de la Cruz y llevó a término, en el dolor, la obra que el Padre le había encomendado. Cristo nos ha enseñado que el dolor es el mejor y más grande tesoro que tenemos: el Señor no venció en un trono, ni con un cetro en la mano, sino extendiendo sus brazos en la Cruz. El cristiano que, como todo hombre, padecerá dolor en su vida, no debe rehuirlo ni rebelarse contra él sino ofrecerlo a Dios, como el Maestro.

Mc 15, 33. El Evangelista constata este dato como un fenómeno milagroso, que señala la magnitud del deicidio que se está cometiendo. La expresión «toda la tierra» significa todo el horizonte inmediato, sin precisar con detalle sus fronteras. La interpretación común del significado de este suceso es doble y complementaria; Orígenes (In Matth. comm., 143) entiende que son manifestación de la obscuridad espiritual que sobrevendría al pueblo judío en castigo por haber rechazado –crucificado– al que es la luz verdadera (cfr Jn 1, 4-9). San Jerónimo (Comm. in Matth., in loc.) explica que las tinieblas expresan más bien el luto del universo por su Creador, la protesta de la naturaleza contra la muerte injusta de su Señor (cfr Rm 8, 19-22).

Mc 15, 34. Estas palabras, pronunciadas en arameo, son el comienzo del salmo 21, la oración del justo que, perseguido y acorralado por todas partes, se ve en extrema soledad, como «un gusano, oprobio de los hombres y desprecio del pueblo» (v. Sal 22, 7). Desde el abismo de esta miseria y máximo abandono, el justo acude a Yahwéh: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (...). En verdad tú eres mi esperanza desde el seno de mi madre (...). No retrases tu socorro. Apresúrate a venir en mi auxilio» (v. Sal 22, 2.10.20). Así pues, esta interpelación de Cristo, lejos de traducir un momento de desesperación, revela la rotunda confianza en su Padre Celestial, el único en quien puede apoyarse en medio del dolor, a quien puede quejarse como Hijo y en quien se abandona sin reservas: «en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46; Sal 31, 6).
Una de las situaciones más dolorosas para el hombre es sentirse solo frente a la incomprensión y persecución de todos, presa de la inseguridad y del miedo. Dios permite estas pruebas para que, experimentada nuestra propia pequeñez y la caducidad del mundo, pongamos toda esperanza sólo en Él, que saca bien de los males para quienes le aman (cfr Rm 8, 28).

Mc 15, 35-36. Es posible que los soldados romanos que estaban cerca de la Cruz, al oír las palabras del Señor, pensaran equivocadamente que llamaba en su auxilio a Elías. Sin embargo parece que son los mismos judíos quienes, deformando las palabras del Señor, hacen de esto una ocasión para sus burlas. Existía la creencia de que Elías había de venir a manifestar al Mesías, y así estas palabras les sirven para seguir burlándose de Cristo crucificado.

Mc 15, 37. El Evangelista da escuetamente el testimonio del hecho: «Jesús, dando una gran voz, expiró». Parece como si no se atreviera a comentar nada, dejando al lector que se pare a meditar. Dentro de este tremendo misterio de la muerte de Cristo hemos de insistir: Jesucristo murió; no fue una muerte aparente, sino real. No olvidemos que la causa de la muerte del Señor fue nuestro pecado. Jesucristo muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados. «El abismo de malicia que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres. Los designios divinos prevén que, para reparar nuestras faltas, para restablecer la unidad perdida, no bastaban los sacrificios de la Antigua Ley: se hacía necesaria la entrega de un Hombre que fuera Dios. Podemos imaginar –para acercarnos de algún modo a este misterio insondable– que la Trinidad Beatísima se reúne en consejo, en su continua relación íntima de amor inmenso y, como resultado de esa decisión eterna, el Hijo Unigénito de Dios Padre asume nuestra condición humana, carga sobre sí nuestras miserias y nuestros dolores, para acabar cosido con clavos a un madero (...). Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro» (Es Cristo que pasa, 95).

Mc 15, 38. El recinto propiamente sagrado del Templo de Jerusalén tenía dos partes: la primera llamada «el Santo», donde sólo podían entrar los sacerdotes para determinadas funciones litúrgicas; la segunda era el llamado «Santo de los santos» (Sancta Sanctorum). Esta era la estancia más sagrada, donde antiguamente había estado el Arca de la Alianza, la cual guardaba en su interior las tablas de la Ley. Sobre el Arca estaba el «propiciatorio» con dos figuras de querubines. Sólo una vez al año tenía acceso al Sancta Sanctorum el sumo sacerdote en el gran día de la expiación, para realizar el rito de la purificación del pueblo. El velo del Templo por antonomasia era una gran cortina que separaba «el Santo» del Sancta Sanctorum.
El hecho prodigioso de rasgarse el velo del templo, aparentemente sin más importancia, está lleno de sentido teológico. Significa de modo manifiesto que con la muerte de Cristo ha caducado el culto de la Antigua Alianza (cfr Hb 9, 1-14); ya no tiene razón de ser el Templo de Jerusalén. El cuito que agrada al Padre –en espíritu y en verdad (cfr Jn 4, 23)– se tributa a través de la Humanidad de Cristo, que es Sacerdote y Víctima a la vez.

Mc 15, 39. Acerca de este pasaje dice San Beda que la causa del milagro de la conversión de este oficial romano es que, viendo al Señor morir de aquel modo, no pudo menos de reconocer su Divinidad; pues nadie tiene la potestad de entregar el espíritu sino el que es Creador de las almas (cfr In Mará Evangelium expositio, in loc.). Efectivamente Cristo, como Dios que es, tenía la facultad de entregar su espíritu; por el contrario, a los demás hombres se les arrebata el espíritu en la hora de la muerte. Pero el hombre cristiano ha de imitar a Cristo, también en esta hora suprema; es decir, hemos de aceptar con paz y gozo la muerte, el momento dispuesto por Dios para dejar en sus manos nuestro espíritu: la diferencia está en que Cristo lo entrega cuando quiere (cfr Jn 10, 18), y nosotros cuando Dios lo dispone.
«No tengas miedo a la muerte. –Acéptala, desde ahora, generosamente... cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera.–No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios.–¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!» (Camino, 739).

Mc 15, 43-46. José de Arimatea, que no había dado su consentimiento a la sentencia del Sanedrín (cfr Lc 23, 51), en contraste con la huida de los propios Apóstoles, tiene la valentía y la delicadísima piedad de encargarse personalmente de todos los trámites de la sepultura de Jesús. La muerte de Cristo no había quebrantado su fe. Es de notar que su gesto sigue inmediatamente a las afrentas del Calvario y tiene lugar antes del triunfo de la Resurrección gloriosa del Señor. Su acción habrá sido premiada con ser inscrito su nombre en el libro de la vida, y ha sido recogida en el Santo Evangelio y en la memoria de todas las generaciones cristianas.
José de Arimatea puso al servicio de Jesucristo, sin esperar ninguna recompensa humana y aun con riesgo de su propia persona, todo cuanto era preciso: su posición social, su propio sepulcro aún sin usar, y todos los demás medios pertinentes. Siempre será un vivo ejemplo para todo cristiano que por Dios debe arriesgar dinero, posición y honra.

Mc 16, 1. En la Ley de Moisés el descanso sabático se había establecido con carácter religioso y en cierto modo social: con el fin de que los israelitas pudieran dedicarse a la oración y al culto de Dios; y también como una forma de proteger el descanso de los trabajadores. Con el tiempo, los rabinos habían llevado hasta la exageración una minuciosa casuística de las cosas que se podían y no se podían hacer. Por esta causa las santas mujeres no podían hacer en sábado los trabajos que requería el embalsamar el cuerpo muerto del Señor y tuvieron que esperar al primer día de la semana.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, este primer día es llamado domingo, «dies Domini» –día del Señor–. Porque «después de la tristeza del sábado –comenta San Jerónimo– resplandece un día feliz, el primero entre todos, iluminado con la primera de las luces, ya que en él se realiza el triunfo de Cristo resucitado» (Comm. in Marcum, in loc.). Esta es la razón por la que la Santa Madre Iglesia ha designado el domingo como especialmente consagrado al Señor, mediante el descanso dominical y el precepto de asistir a la Santa Misa.

Mc 16, 3-4. Sobre la forma de los sepulcros judíos y la piedra que cubría la puerta de entrada, véase nota a Mt 27, 60.

Mc 16, 5. Este, como otros muchísimos detalles de los Evangelios, nos muestra la extremada sobriedad de los evangelistas en la narración de los hechos históricos. Por el pasaje paralelo de San Mateo (Mt 28, 5) sabemos que se trata de un ángel. Pero tanto Marcos como Lucas se limitan a reseñar lo que las mujeres vieron, sin más interpretación.

Mc 16, 6. El delicado amor de estas mujeres les impulsa, en cuanto lo permite la Ley, a ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. El mismo amor no les hace reparar en dificultades. Y el Señor premia esa delicadeza con otra mayor: ser las primeras que tendrían noticia de su Resurrección. La Iglesia siempre ha invocado a la Santísima Virgen «pro devoto femíneo sexu»: en favor de la piadosa mujer cristiana. En efecto, las mujeres, en los momentos tremendos de la Pasión y de la Muerte de Jesús, se muestran más fuertes que los hombres: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel a la hora del dolor. –¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé!
»Con un grupo de mujeres valientes, como esas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (Camino, 982).
«Jesús Nazareno, el crucificado»: el mismo nombre escrito en el título de la Cruz es proclamado por el ángel para anunciar el triunfo glorioso de su Resurrección. De esta forma San Marcos da explícito testimonio de la identidad del Crucificado y el Resucitado. El cuerpo de Jesús sobre el que se ensañaron los hombres tiene ahora vida inmortal.
«Ha resucitado»: La Resurrección gloriosa de Jesucristo es el misterio central de nuestra fe: «si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1Co 15, 14). Y es también el fundamento de nuestra esperanza: «y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; todavía estáis en vuestros pecados (...). Porque, si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres» (1Co 15, 17.19). La Resurrección ha supuesto el triunfo de Jesús sobre la muerte, el pecado, el dolor y el poder del demonio.
El misterio redentor del Señor, que Él realizó en su Muerte y su Resurrección, se aplica al creyente por medio del Bautismo y se consuma en la Eucaristía: «consepultados fuimos en Él por el Bautismo en orden a la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos para la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). La Resurrección de Cristo da también la norma de nuestra nueva vida: «Si habéis conresucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre; saboread las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3, 2). Resucitar con Cristo por la gracia quiere decir que «así como Jesucristo, por medio de su Resurrección comenzó una vida nueva inmortal y celestial, así nosotros hemos de comenzar una nueva vida, según el Espíritu, renunciando totalmente y para siempre al pecado y a todo lo que nos lleva al pecado, amando sólo a Dios y todo lo que nos lleva a Dios» (Catecismo Mayor, 77).

Mc 16, 7. La designación del apóstol Pedro por su nombre, es una manera de destacar la figura de quien hace cabeza en el Colegio Apostólico, precisamente en unos momentos en los que la turbación y el desaliento habían hecho presa en los Apóstoles. Es también una delicada manifestación de que Pedro ha sido perdonado de sus negaciones y una confirmación de su primacía apostólica.

Mc 16, 11-14. Destaca San Marcos la incredulidad de los discípulos y su dureza de entendimiento para aceptar el hecho de la Resurrección, aunque Jesús lo había predicho (cfr Mc 8, 31; Mc 9, 31; Mc 10, 34). Queda, pues, muy patente la actitud desconfiada de los discípulos, frente a las primeras apariciones de Jesús resucitado. Esta resistencia de los Apóstoles constituye para nosotros una garantía más de la veracidad del hecho de la Resurrección de Jesús. Los Apóstoles, que estaban destinados a ser testigos directos y autorizados del Resucitado, se resisten a aceptar el contenido de lo que ha de ser su testimonio ante todos los hombres, hasta que no lo comprueban de una manera inmediata y palpable.
No obstante, el Señor dirá: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20, 29). En el caso de los Apóstoles era preciso que, además de la fe en Cristo resucitado, tuvieran una clara evidencia de la Resurrección, puesto que habían de ser los testigos oculares que anunciaran con especial conocimiento de causa el hecho irrefutable de la Resurrección. En este sentido comenta San Gregorio Magno: «La razón de que los discípulos tardaran en creer en la Resurrección del Señor, no fue tanto por su flaqueza como por nuestra futura firmeza en la fe; pues la misma Resurrección demostrada con muchos argumentos a los que dudaban, ¿qué otra cosa significa sino que nuestra fe se fortalece por su duda?» (In Evangelio homiliae, 16).

Mc 16, 12. La aparición del Señor a estos dos discípulos la relata ampliamente San Lucas (cfr Lc 24, 13-35).

Mc 16, 15. Este versículo contiene el llamado mandato apostólico universal, que es paralelo al de San Mateo (Mt 28, 19-20) y al de San Lucas (Lc 24, 46-48). Es un mandato imperativo de Cristo a sus Apóstoles para que prediquen el Evangelio a todas las naciones. Esa misión apostólica incumbe también, de modo especial, a los sucesores de los Apóstoles que son los Obispos en comunión con el Papa, sucesor de Pedro.
Pero no sólo ellos, sino toda «la Iglesia ha nacido con este fin: propagar el Reino de Cristo en cualquier lugar de la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la Redención salvadora (...). Cualquier clase de actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado, el cual la Iglesia lo ejerce por medio de todos sus miembros, aunque ciertamente de diversos modos. Por tanto, la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es vocación al apostolado. Hay en la Iglesia diversidad de funciones, pero una única misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el ministerio de enseñar, de santificar y de gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero los laicos, al participar de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo su función específica dentro de la misión de todo el pueblo de Dios» (Conc. Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 2).
Es verdad que Dios actúa directamente en el alma de cada persona por medio de su gracia, pero, al mismo tiempo, hay que afirmar que es voluntad de Cristo, expresada en éste y en otros textos, que los hombres sean instrumento o vehículo de salvación para los demás hombres.
En este sentido también el Concilio Vaticano II enseña: «Les ha sido impuesta, por tanto, a todos los fieles la gloriosa tarea de esforzarse para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» (Conc. Vaticano II, Ibid, 3).

Mc 16, 16. Como consecuencia de la proclamación de la Buena Nueva se enseña en este versículo que la fe y el Bautismo son requisitos indispensables para alcanzar la salvación. La conversión a la fe de Jesucristo ha de llevar directamente al Bautismo, que nos «confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria, y nos habilita para recibir los demás sacramentos» (Catecismo Mayor, 553).
El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse como se desprende de estas palabras del Señor. Pero la imposibilidad física del rito bautismal puede suplirse o bien con el martirio, que es llamado bautismo de sangre, o bien con un acto perfecto de amor de Dios o de contrición, unidos al deseo, al menos implícito, de ser bautizado; a esto se llama bautismo de deseo (cfr Ibid, 567-568).
Respecto del Bautismo de los niños, ya San Agustín enseñaba que «de ningún modo puede rechazarse ni considerarse como innecesaria la costumbre de la Santa Madre Iglesia de bautizar a los niños; antes al contrario, hay que admitirla forzosamente por ser tradición apostólica» (De Gen. ad litt. 10, 23, 39). Recientemente, el nuevo Ritual aprobado por la Sgda. Congregación de Sacramentos ha vuelto a recordar la necesidad de que los niños sean bautizados, al recoger el canon 770 del Código de Derecho Canónico que dice: «Bautícese cuanto antes a los párvulos; y los párrocos y predicadores amonesten con frecuencia a los fieles acerca de esta grave obligación que tienen.»

Mc 16, 17-18. En los primeros tiempos de la expansión de la Iglesia, estos hechos milagrosos que anuncia Jesús se cumplieron de modo frecuente y visible. Los testimonios históricos de estos sucesos son abundantísimos en el Nuevo Testamento (cfr por ej. Hch 3, 1-11; Hch 28, 3-6) y en otros escritos cristianos antiguos. Era muy conveniente que así sucediera para mostrar al mundo de una manera palpable la verdad del cristianismo. Más tarde, se han seguido realizando milagros de este tipo, pero en menor número, como casos más bien excepcionales. También es conveniente que así sea porque, de un lado, la verdad del Cristianismo está ya suficientemente atestiguada; y de otro, para dar lugar al mérito de la fe. «Los milagros –comenta San Jerónimo– fueron precisos al principio para confirmar con ellos la fe. Pero, una vez que la fe de la Iglesia está confirmada, los milagros no son necesarios» (Comm. in Marcum, in loc.). De todos modos, Dios sigue obrando milagros a través de los santos de todos los tiempos, también de los actuales.

Mc 16, 19. La Ascensión del Señor a los Cielos y el estar sentado a la derecha del Padre constituyen el sexto artículo de la Fe que recitamos en el Credo. Jesucristo subió al Cielo en cuerpo y alma para tomar posesión del Reino alcanzado con su muerte, para prepararnos nuestro puesto en la gloria (cfr Ap 3, 21), y para enviar al Espíritu Santo a su Iglesia (cfr Catecismo Mayor, 123).
La afirmación de que «está sentado a la derecha de Dios» significa que Jesucristo, también en su Humanidad, ha tomado eterna posesión de la gloria y que, siendo igual al Padre en cuanto Dios, ocupa junto a Él el puesto de honor sobre todas las criaturas en cuanto hombre (cfr Catecismo Romano, 1, 7, 2-3). Ya en el Antiguo Testamento se habla de que el Mesías estará sentado a la diestra del Todopoderoso, expresando así la suprema dignidad del Ungido de Yahwéh (cfr Sal 110, 1). El NT recoge aquí esta verdad, y también en otros muchos lugares (cfr Ef 1, 20-22; Hb 1, 13).
Según amplía el Catecismo Romano, Jesús subió a los Cielos por su propia virtud y no por poder extraño a Él. Tampoco ascendió a los Cielos sólo como Dios, sino también como hombre, pues su alma gloriosa ejercía un dominio absoluto sobre el cuerpo ya glorificado y éste obedecía fácilmente a aquélla, por encima de las limitaciones de tiempo y espacio.

Mc 16, 20. El Evangelista, movido por el Espíritu Santo, da testimonio de que las palabras de Cristo ya se habían comenzado a cumplir en el tiempo en que escribía su Evangelio. Los Apóstoles, en efecto, supieron realizar con fidelidad la misión que el Señor les había confiado. Comenzaron a predicar por todo el mundo entonces conocido la Buena Nueva de la Salvación. A la palabra de los Apóstoles acompañaban los signos y prodigios que el Señor les había prometido, dando así autoridad a su testimonio y a su doctrina. Pero ya sabemos que el trabajo apostólico fue siempre duro, lleno de fatigas, peligros, incomprensión, persecuciones y hasta el mismo martirio, siguiendo en todo ello las huellas del Señor.
Gracias a Dios y también a los Apóstoles, ha llegado hasta nosotros la fuerza y la alegría de Cristo Señor Nuestro. Pero cada generación cristiana, cada hombre, tiene que recibir esa predicación del Evangelio y a su vez transmitirlo. La gracia del Señor no faltará nunca: «non est abbreviata manus Dòmini» (Is 59, 1), el poder del Señor no ha disminuido.