Una parte de estas páginas fue publicada por primera vez hace varias décadas. Se presentan ahora actualizadas y ampliadas. El resultado es prácticamente un nuevo libro. Al igual que el precedente, no constituye un tratado sobre la caridad, sino un conjunto de reflexiones, sin pretensión de exhaustividad, sobre el amor a Dios y el amor a los demás.
Con un mínimo de sistematicidad y de aparato teológico, se considera este gran tema en algunos de sus principales aspectos, con particular referencia a la relación entre esos dos amores –a Dios y al prójimo–, que constituyen una única caridad. Entender correctamente esta unidad contribuye en gran medida a la comprensión de cómo y por qué en la caridad está la esencia de la vida cristiana, que es la vida de los hijos de Dios en Cristo por la gracia del Espíritu Santo, Amor increado.
Colaborar a esta comprensión es lo que se ha intentado aquí, procurando escuchar a Dios en la Sagrada Escritura, y siguiendo especialmente, además del Magisterio de la Iglesia, las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer y, para ciertos aspectos, las de algunos Padres de la Iglesia y las de santo Tomás de Aquino.
Fernando Ocáriz
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39).
Como marco para encuadrar inicialmente este doble fundamental precepto, resulta muy oportuno este largo y espléndido texto de Benedicto XVI: «¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y, además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando afirma: "Si alguno dice: ‘amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1Jn 4, 20). Pero este texto en modo alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la Primera carta de Juan recién citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.
»En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cfr. 1Jn 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues "Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cfr. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este "antes" de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta» 1.
«En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo. Él, que es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia y que sustenta todas las cosas con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó en los cielos a la diestra de la Majestad» (Hb 1, 1-3).
Con estas palabras, inspiradas por Dios, la epístola a los Hebreos resume en trazo admirable muchos siglos de historia. Una historia que es la manifestación constante, a través de los tiempos, del amor misericordioso de Dios hacia los hombres, y también de las rebeldías humanas ante Dios. Historia verdadera –no ficción– hecha por las decisiones libres de los hombres, porque desde el principio Dios quiso «correr el riesgo de nuestra libertad» 2.
Entre las numerosas veces que Dios se ha manifestado de un modo especial a los hombres, cabe recordar por su singular significado el diálogo en el Monte Horeb, del que da cuenta el libro del Éxodo. Dios habla a Moisés desde una zarza ardiendo: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). Moisés, sobrecogido, esconde el rostro, sin atreverse a contemplar la grandeza y majestad divinas. Y luego, cuando pregunta a Dios por su nombre, oye aquella respuesta: «Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: "Yo soy" me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14).
Este nombre de Dios (El que Es = Yahvé) señala un paso importante en la progresiva revelación divina. Dios habla de Sí, en términos que tienen una gran riqueza de contenido, en el que los Padres de la Iglesia vieron también un significado absoluto, es decir, referido a Dios en sí mismo. Comentando este pasaje, san Jerónimo escribe: «Dice el Señor en el Éxodo: Yo soy el que soy. Y también: Así dirás a los hijos de Israel: El que Es me envía a vosotros. ¿Entonces solo Dios era, y los demás no eran?… Los demás, el ser lo reciben de Dios como beneficio. En cambio, Dios, que es siempre, no tiene principio en otro, y Él mismo es origen y causa de su substancia» 3. Y san Agustín: «Dios respondió que se llamaba Ser… Porque Él es de tal modo, que, en comparación con Él, las criaturas no son. No comparadas con Él, son, porque son por Él; comparadas con Él, no son, porque el Ser verdadero es el Ser inmutable, que solo Él es» 4.
Dios es el que totalmente Es. No es esto o lo otro, sino plenitud de ser, plenitud de realidad. Todo lo demás, los seres espirituales, las criaturas corporales… todo es, existe, pero no es el Ser: tiene el ser, ha sido hecho ser. Solo Dios es el Absoluto, el no condicionado. Todo lo demás –el hombre incluido– recibe de Dios el ser, y tiene, por tanto, una total dependencia, en el ser y en el obrar, respecto al Creador. Entre la criatura y el Creador hay una infinita diferencia cualitativa; entre la infinita plenitud de Dios y la infinita indigencia de la nada hay un vacío que solo puede salvarse en virtud de la acción omnipotente y libre de Dios, siempre presente y fundacional de la realidad misma de todas las cosas.
El hombre está situado dentro de esa totalidad creada que llamamos universo. Sin embargo, la semejanza que todo efecto tiene con su causa, en el caso del hombre es muy peculiar: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza» (Gn 1, 26), dice Dios. El hombre es espiritual: inteligente y libre, con capacidad, en cierto modo, de constituirse por el conocimiento en totalidad abarcadora de todo lo demás; con capacidad de decisiones libres: de aceptar libremente su fin último (Dios) o de rechazarlo. La libertad se expresa no solo en las elecciones particulares, sino también, y sobre todo, en el nivel más radical del ser personal, como capacidad de decidir su destino último: «no raramente se ha insistido unilateralmente sobre la libertad como capacidad de elección de los medios, dejando en la sombra que, en primer lugar, la libertad es el poder de proponerse un fin, y, en definitiva, el fin en sentido propio, que es el fin último» 5.
Pero no por esto es menor la dependencia que el hombre tiene de Dios. También él está sostenido en el ser y en su obrar por una presencia divina tan intensa, que Dios es más íntimo a él que él mismo: como experimentó san Agustín, el Señor es «intimior intimo meo – más íntimo que mi propia intimidad» 6.
Ante esa presencia de Dios, el hombre puede sentir a veces temor, considerarse íntimamente condicionado, dominado, y tratar de sustraerse a ese dominio. Un salmo expresa con fuerza y belleza esa presencia ineludible: «Señor… ¿Adónde alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia? Si subo al cielo, allí estás Tú; si bajo hasta el seol, allí te encuentras. Si monto en las alas de la aurora y habito en los confines del mar, también allí me guiará tu mano, me sujetará tu diestra. Si digo: "Que al menos me cubran las tinieblas y la luz se haga noche en torno a mí", tampoco las tinieblas son para ti oscuras, pues la noche brilla como el día, como luz» (Sal 139, 7-12).
Sin embargo, esta presencia divina no es algo anónimo, extraño o indiferente; es una presencia de amor, porque Dios es el Ser, pero Él mismo ha enseñado que ese Ser es Amor: Deus caritas est (1Jn 4, 8). Un amor que se nos ha manifestado en la creación y conservación de las criaturas: «El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado: "Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías creado" (Sb 11, 24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre» 7.
Por lo que se refiere a la humanidad, el amor de Dios se manifestó, además, en la elevación del espíritu creado al orden sobrenatural y en la gloria que Dios quiso prepararle. La presencia de amor del Señor en el alma en gracia es más intensa, y suscita en ella una respuesta personal, como señala san Josemaría: «Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman» 8. En esta relación, el hombre se juega lo más importante de su existencia: «el amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros» 9.
Pero la libertad humana, por ser limitada y falible, podía rebelarse, y de hecho se rebeló contra los planes de Dios. En los albores mismos de la historia, el pecado hizo su irrupción en el mundo; un pecado de rebeldía; un intento de sustituir a Dios por el hombre: «Seréis como Dios» (Gn 3, 4), prometió engañosamente el diablo. Y, del mismo modo que Dios había concedido a los primeros padres dones de gracia y justicia para que los transmitiesen a todo el género humano, también el pecado se transmitió en adelante por generación a toda la humanidad.
El amor divino tampoco abandonó entonces a los hombres al destino que ellos mismos habían escogido; destino de separación del verdadero e infinito Bien; destino de miseria y condenación. Por el contrario, después del pecado, el Señor sale nuevamente al encuentro del hombre: el juicio que Dios hace del primer pecado va inmediatamente seguido de la promesa de redención (cfr. Gn 3, 14-15). A lo largo de la historia de Israel, fue preparándose esa redención: la Alianza, la Ley, los Profetas… Son siglos caracterizados por el Amor de Dios a los hombres manifestado en la historia de la salvación, donde reluce la fidelidad de Dios a pesar de la infidelidad humana, que no solo encuentra en Él justicia, sino también misericordia y perdón. Son llamadas constantes, amorosas, que Yahvé va haciendo para facilitar el camino que conducirá al hombre a la salvación. Ese es el sentido de la Ley divina: una manifestación más del amor de Dios, que indica los márgenes fuera de los cuales el camino se pierde, se hace precipicio.
Para aceptar esta realidad, se requiere que el hombre reconozca que Dios nos ha hecho libres para que siempre y en todo podamos obrar el bien libremente, por amor. La tremenda posibilidad de elegir el mal «no es libertad, ni parte de libertad, aunque sea signo de libertad»10, de la misma manera que el error no es propiamente conocimiento, ni siquiera parte de conocimiento, aunque sea signo de poseer inteligencia. Esa posibilidad de optar por el mal, que es la posibilidad misma del pecado, es consecuencia de la limitación de la criatura.
«¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). Cuando el hombre conoce ese amor inmenso de Dios; cuando escucha esta afirmación de la fidelidad divina; cuando, a la vez, contempla la infinita autosuficiencia que en Dios dice el Ser y la infinita indigencia que en él dice la nada de la que procede, entonces no cabe sino una adoración agradecida, que no oculta una profunda admiración: «¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que cuides de él?» (Sal 8, 5).
El amor de Dios no tiene límites. Aún llega más lejos: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá! ¡Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y, como eres hijo, también heredero por gracia de Dios» (Ga 4, 4-7).
Para quien vive la fe, la historia humana –en lo que tiene de fundamental– no es un indefinido avanzar a tientas hacia un futuro, que siempre proyecta más lejos el fin de felicidad plena que todos anhelamos, ni tampoco una sucesión cíclica de fenómenos que escapan a nuestra determinación. «Si miramos a nuestro alrededor y consideramos el transcurso de la historia de la humanidad, observaremos progresos y avances. La ciencia ha dado al hombre una mayor conciencia de su poder. La técnica domina la naturaleza en mayor grado que en épocas pasadas, y permite que la humanidad sueñe con llegar a un más alto nivel de cultura, de vida material, de unidad.
»Algunos quizá se sientan movidos a matizar ese cuadro, recordando que los hombres padecen ahora injusticias y guerras, incluso peores que las del pasado. No les falta razón. Pero, por encima de esas consideraciones, yo prefiero recordar que, en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin (cfr. Ap 21, 6).
»En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió y resucitó, y vive y permanece siempre»11.
En Jesucristo se nos manifiesta de un modo impresionante el amor de Dios a los hombres: en su nacimiento, en su trato con quienes le seguían o encontraban, en toda su vida, y –sobre todo– en su pasión y en su muerte de Cruz, en su gloriosa Resurrección y en su entrega en la Sagrada Eucaristía: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1Jn 4, 10). Y, como dice san Juan Pablo II, el amor del Señor se nos hace especialmente presente en su plenitud, cuando dirigimos nuestra mirada y nuestro pensamiento a la Sagrada Eucaristía: «la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor»12.
«Me alegraré y me gozaré en tu misericordia, pues te has fijado en mi miseria, has comprendido la angustia de mi alma» (Sal 31, 8). El Antiguo Testamento invita con gran frecuencia, especialmente en los Salmos, a alabar y agradecer gozosamente la misericordia de Dios ante la miseria humana. Es el amor divino que se vuelca sobre la pequeñez y debilidad de la criatura, para perdonarla y levantarla. Sobre todo en el Nuevo Testamento, en Jesucristo, la misericordia divina se revela en plenitud: «en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió "misericordia". Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No solo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente "visible" como Padre "rico en misericordia" (Ef 2, 4)»13.
La misericordia divina, por la perfecta simplicidad de Dios, se identifica no solamente con su amor en toda su amplitud, sino también con su justicia. Esta realidad, que nuestra inteligencia puede comprender solo muy limitadamente y en modo analógico, manifiesta su carácter de misterio en muchos aspectos particulares; el más notable es la permisión del mal, y quizá más fuertemente la existencia del juicio de Dios y la posibilidad de condenación. Hemos de pensar que, en realidad, «Dios es justicia y crea justicia. Este es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor»14.
Ante la presencia del mal en todas sus formas, también el que no es directamente atribuible al mal uso de la libertad humana, el cristiano puede y debe mantener la fe en el amor de Dios y la esperanza, contemplando a Jesucristo en la Cruz. Sobre todo en la Cruz se nos revela la identidad entre la justicia y la misericordia divinas. En cualquier caso, ante el misterio de Dios y de su Providencia, la actitud adecuada es también siempre un silencio de adoración: «indicibilia deitatis casto silentio venerantes – venerando lo inefable de la divinidad con un casto silencio»15.
Contemplando a Jesucristo, en quien «habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9); contemplando a Aquel que, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1); al mismo que en la víspera de su Pasión se nos entregó, con deseo ardiente, como sacrificio y alimento en la Sagrada Eucaristía…, no resulta difícil comprender de modo vivo que el sentido último de la vida de todos y cada uno está en amar a Dios, dándole así la gloria que le es debida: «Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible»16. Dar gloria a Dios, amar a Dios, no es simplemente algo importante para el hombre, como la gratitud o la correspondencia al amor recibido: es mucho más, es lo único que importa absolutamente, pues significa la realización fundamental de las posibilidades humanas, sin la cual el hombre hace vana, vacía, su misma vida: «Vanos son por naturaleza –enseña la Sabiduría divina– todos los hombres que han vivido en la ignorancia de Dios, que de los bienes visibles no fueron capaces de conocer al-que-es, ni al considerar las obras reconocieron a su artífice» (Sb 13, 1).
La Ley divina es camino, no cortapisa. En esa Ley, Dios ha señalado que el máximo y primero de los mandamientos es el amor hacia Él: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). Mucho tiempo después, Dios mismo se hizo hombre en Jesucristo: era la luz que brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron (cfr. Jn 1, 5). Con ánimo de tentar a Cristo, de tergiversar sus palabras, un fariseo preguntó al Señor: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?» (Mt 22, 36). Quizá aquel hombre esperaba oír de Cristo algo que le permitiese acusarle; pero el Señor le respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 37). Después de esta reafirmación del precepto supremo con palabras del libro del Deuteronomio, Jesús añadió, utilizando también palabras de la Sagrada Escritura (en el Levítico): «El segundo es como este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39).
Con todo tu corazón: es la regla y medida del amor que Dios pide al hombre; amor sin medida, del todo. Dios no pide un puesto en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra mente; un hueco junto a otros amores, sino que quiere la totalidad de nuestro amor. No un poco de nuestro amor, un poco de nuestra vida, algo medido: Dios es Todo, el Único, lo Absoluto, y debe ser amado ex toto corde, absolutamente. No necesita nuestro amor ni la glorificación que el hombre puede ofrecerle: Él es la plenitud del Ser, infinitamente autosuficiente. Lo es Todo, y nada podemos añadirle. Pero quiere esa glorificación y ese amor, que le debemos como criaturas, y, en la medida en que lo realizamos, alcanzamos la felicidad plena –la unión con Dios–, que Él mismo ha querido ofrecernos con la creación, la elevación al orden sobrenatural y la redención. El Señor quiere la felicidad del hombre, que consiste en llevar una vida de comunión con Él: «Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios»17.
Amar de verdad a alguien incluye el deseo –eficaz, en la medida de lo posible– de procurar su bien: es la llamada benevolencia. Sin embargo, el amor no es solo benevolencia, es también deseo de mutua presencia y unión18. Por otra parte, se puede desear y procurar el bien a alguien sin amarlo, como el caso de quien lo hace cumpliendo un deber profesional sin verdadero interés propio por la persona destinataria de ese servicio.
A la vez, hay que considerar que un «amor absolutamente puro» a Dios, en el sentido de que no incluya el deseo de un bien para quien ama, no es posible, porque el amor no es únicamente benevolencia19. En este sentido, santo Tomás afirma que, «suponiendo por un imposible que Dios no fuese para el hombre un bien verdadero, algo que es bueno, no habría para el hombre tampoco razón alguna para amar»20.
Pero, si el amor verdadero incluye la benevolencia, ¿qué bien podemos dar a Dios que Dios no tenga?; o, con otras palabras, ¿qué le dan a Dios nuestros actos de culto, de adoración, de cumplimiento de sus mandamientos? Con la analogía –semejanza y mayor desemejanza– que necesariamente caracteriza nuestro conocimiento de Dios, podemos pensar que a Dios «le falta» algo si no se lo damos: nuestro amor, nuestra unión con Él, que es precisamente nuestra propia felicidad. Y vuelve de nuevo al pensamiento ese «riesgo» que Dios ha querido correr al crearnos libres. A la vez, hay que reafirmar, en aparente paradoja, que Dios no nos necesita en absoluto; únicamente Él es «capaz de solo amar y no necesitar ser amado; es privilegio divino el ser siempre más amante que amado»21. Pero Dios ha querido "necesitarnos": «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»22.
Dios es Todo, pero no todo es Dios. Y quien nos pide todo nuestro amor, nos impone además –en aparente paradoja– amar a otros, presuponiendo que cada uno se ame a sí mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Entre Dios, el prójimo y uno mismo, hay, pues, una cierta unidad en cuanto que todo «eso» puede y debe ser amado. Entre uno mismo y los demás hombres se establece una paridad, que en cierto sentido se extiende a todas las cosas creadas. El amor a uno mismo, el amor propio, entendido en su forma original y necesaria, es el deseo de felicidad23.
Dios debe ser amado no como uno entre otros, y ni siquiera más que los otros como si fuese el primero de una serie; debe ser amado de modo diverso: absolutamente, sin medida, sin referencia intrínseca a cualquier otra cosa. Siendo la plenitud del Ser, Dios no es el ser de las cosas; las cosas –y los hombres con ellas– tienen cada una su propia consistencia, son en sí mismas y así pueden ser conocidas y amadas. Por tanto, Dios no es amado con solo amar al prójimo, aun cuando no amar al prójimo sea signo de que tampoco se ama a Dios, ya que, si amamos a Dios, amaremos también todo lo que Él ha hecho y ama. Y la calidad de nuestro amor determina la calidad de nuestra misma persona, pues «el amor, como acto primordial de la voluntad, es también el punto de arranque y el centro de la existencia. Ahí se decide lo que cada uno es»24.
La actitud propia de la criatura espiritual ante el Creador es la adoración, la sumisión total de la voluntad. Esta es la única que responde adecuadamente a la real situación del hombre ante Dios. Con palabras del Papa Francisco: «Adorar al Señor quiere decir darle a Él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer –pero no simplemente de palabra– que solo Él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante Él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia»25.
Pero, además, Dios mismo nos ha constituido, gratuitamente, en hijos suyos y partícipes de su naturaleza divina. La filiación en Dios es única y subsistente: la Filiación natural del Verbo, que es la Persona del Hijo. Pero, en su infinita misericordia y amor, Dios se ha dignado elevarnos a participar de esa filiación, a ser verdaderamente hijos de Dios: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!» (1Jn 3, 1). El Verbo sigue siendo Unigénito, Hijo Único, pero nosotros participamos de esa única filiación, sin multiplicarla ni disminuirla. Somos hijos de Dios en el Hijo, por la fuerza santificadora del Espíritu Santo26.
La filiación divina es identificación con Cristo. No se trata solo de una semejanza con Él, de tener sus sentimientos, reacciones, modo de ver la realidad, etc., aunque también encierra todo esto. Es encontrarse en la misma y única relación que Cristo, el Verbo Encarnado, tiene con Dios Padre. Nosotros no somos hijos de Dios, por decir así, cada uno por su cuenta, sino que somos uno en Cristo. Somos hijos porque participamos –por tanto, de modo parcial y limitado– de su filiación: formamos por Él, con Él y en Él un solo cuerpo, su Cuerpo místico. San Josemaría expresaba con gran fuerza que el cristiano es, por la gracia sobrenatural, no solo alter Christus (otro Cristo), sino ipse Christus (el mismo Cristo)27.
Con la elevación sobrenatural, la presencia divina en lo más íntimo de nuestro ser adquiere una nueva dimensión: por ser criaturas suyas, Dios está en nosotros; y por la elevación sobrenatural nosotros estamos en Dios: «"Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él"»28.
Somos introducidos a participar en la vida íntima de Dios. De extraños hemos pasado a convertirnos en miembros de la familia de Dios (cfr. Ef 2, 19), y el amor nuestro a Dios no es ya el propio de una voluntad finita, sino una caridad que Él pone en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5), como cierta participación del Amor personal y subsistente: el Espíritu Santo29. Este amor de caridad se prolonga necesariamente en un amor nuevo a los demás, que causa una unión diversa y más profunda entre todos; una unión no horizontal, sino de convergencia en Cristo. San Josemaría, que tenía una especial vivencia de la filiación divina y de la consecuente fraternidad entre los seres humanos, lo expresaba con elocuencia: «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No solo a los ricos, ni solo a los pobres. No solo a los sabios, ni solo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros»30.
En la vida cristiana hay una exigencia constante de progreso espiritual: en fidelidad al Evangelio y en servicio a todas las almas. Para responder a esta exigencia, es preciso luchar contra el propio aburguesamiento espiritual, y procurar transmitir con fidelidad a otros el mensaje de Cristo, dispuestos –como san Pablo– a hacernos todo para todos, para salvarlos a todos (cfr. 1Co 9, 22), bien conscientes de que no son nuestras fuerzas las que salvan a las almas, sino la gracia de Dios.
Hay en nuestros días un renovado interés por predicar el Evangelio de modo que resulte aceptable a lo que se ha dado en llamar, con una imprecisa generalización, el hombre moderno y, después, el hombre postmoderno. No resulta fácil definir estas expresiones: de hecho, cabe entenderlas de modos diversos, según diversos presupuestos filosóficos o ideológicos. En cualquier caso, predicar el Evangelio de manera apropiada a los destinatarios siempre ha sido y será una exigencia de la evangelización. Sin embargo, en la raíz de algunos intentos de adaptación del mensaje cristiano al hombre moderno y postmoderno, parece encontrarse la concepción sobre una edad adulta –una mayoría de edad– del mundo, que requeriría la predicación de un cristianismo adulto, que debería prescindir de planteamientos y aspectos tradicionales, que no serían aceptables en el actual contexto cultural.
Esa mayoría de edad tendría, entre otras características, la toma de conciencia de la autonomía del hombre y de su poder sobre el mundo. De ahí, con presupuestos diversos, se postula en algunos ambientes la necesidad de liberar el mensaje evangélico de aquello que no resulte inteligible y creíble para el hombre secularizado, pragmático y científico de nuestro tiempo.
En los casos más extremos, un afán desenfocado de presentar el Evangelio en forma aceptable al mundo actual se basa en un patente a priori anti-sobrenatural: todo parece problemático en la medida en que se considera su carácter sobrenatural. El problema real es, en definitiva, la resistencia humana ante lo que nos supera: «Si se examinan uno a uno los graves problemas que acosan hoy a la teología, se encontrará siempre el mismo fondo: la Iglesia es problema, si se pretende divina; Cristo es problema, si se pretende Hijo de Dios; la Sagrada Escritura es problema, si se pretende inspirada; la moral es problema, si se pretende ley divina y no creación de la conciencia humana… El verdadero gran problema es uno solo: Dios»31.
Presentar la religión de modo aceptable para el hombre moderno parece equivaler en algunos casos a prescindir poco a poco de Dios, sustituyéndolo por el hombre, hasta llegar a considerar, teórica o prácticamente, que la esencia de la religión es el servicio al hombre. De ahí también que, en la misma presentación que, a veces, se hace de la Persona y de la misión de Jesucristo, se oscurezca o incluso se niegue todo carácter sobrenatural.
Dios, lo divino y la vida eterna no son sustituibles por la utopía de un progreso hacia un futuro paraíso terreno; la misma experiencia histórica, también de nuestros días, lo muestra dramáticamente. «En el mundo moderno hay tendencia a reducir el hombre a una mera dimensión horizontal. Pero ¿en qué se convierte el hombre sin apertura al Absoluto? La respuesta se halla no solo en la experiencia de cada hombre, sino también en la historia de la humanidad, con la sangre derramada en nombre de ideologías y de regímenes políticos que han querido construir una nueva humanidad sin Dios»32.
A la trascendencia divina, no cabe oponer una trascendencia histórica del hombre: un indefinido perfeccionamiento humano y terreno, sin principio ni fin y sin un criterio objetivo y estable de medida y discernimiento. Dios sería entonces el equívoco humano de haber personalizado esa tendencia hacia el futuro. Las solas religiones posibles serían ya religiones del tiempo y de la utopía, siendo vano hablar de Dios, porque Dios no sería otra cosa que el mismo hombre, o el hombre no sería cosa distinta de Dios (Dios que sale de sí, Dios que se realiza en el amor, en la donación…). La Encarnación del Verbo no sería otra cosa que la expresión mítica de esta Encarnación del Eterno en la historia, del Absoluto en el condicionado, del Infinito en lo finito, del más allá en el más acá; ya para Bultmann –con su pretensión de desmitificar el Evangelio–, el prólogo del Evangelio de san Juan: «Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis – Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), no tendría otro significado.
Si se pierde el sentido de la trascendencia divina, con el consiguiente olvido de la situación del hombre ante Dios, se corre el riesgo –antiguo y nuevo– de caer en un historicismo, que considere la historia como la esencia misma de la realidad, o el lugar privilegiado, incluso exclusivo, de la verdad; de modo que el presente anule el pasado, y a su vez sea negado en nombre de un futuro tan caduco y efímero como el presente que niega. Por ese camino se llegó a hablar de la «muerte de Dios» y a presentar unas contradictorias «teologías de la muerte de Dios». Detrás de un lenguaje de apariencia cristiana, a veces no había más que paganismo o apostasía.
No son fenómenos sencillos. Sus raíces vienen de lejos, y se han desarrollado en un complejo proceso, cuyo análisis requeriría hablar del protestantismo liberal, del modernismo y de sus orígenes comunes33.
Resulta sorprendente la actualidad de la voz que –desde dentro del protestantismo– levantó un hombre profundamente religioso, Kierkegaard, en polémica fogosa con el sistema hegeliano: «La confusión fundamental, el pecado original de la cristiandad año tras año, década tras década, siglo tras siglo, es que ha perseguido el insidioso propósito –medio inconsciente de lo que deseaba y esencialmente inconsciente de lo que hacía– de arrebatar a Dios sus derechos, como propietario de la cristiandad, y se ha metido en la cabeza que la raza, la raza humana, era la inventora, o había llegado muy cerca de inventar el cristianismo. Así como en derecho civil una fortuna vuelve al Estado cuando, durante un determinado período de años, nadie la ha reclamado ni se ha presentado ningún heredero, así la raza, equivocada por la observación del hecho trivial de que la cristiandad es una cosa que actualmente existe, ha pensado para sí como sigue: Hace tanto tiempo que Dios ha dejado de llamarse propietario y dueño, que el cristianismo ha revertido consecuentemente a nosotros, que podemos decidir abolirlo, modificando ad libitum, tratando el cristianismo no como algo que en obediente servicio a la majestad de Dios debe ser creído, sino como algo que, para ser aceptable, debe ser tratado con la ayuda de razones para satisfacer a "la época", "al público", a "esta distinguida asamblea". Toda revolución en la ciencia… contra la disciplina moral, toda revolución en la vida social… contra la obediencia, toda revolución en la vida política… contra el gobierno mundano. Todo eso se deriva de querer arrebatar a Dios el cristianismo. Esta revolución –el abuso de la "raza humana" como categoría– no se parece, sin embargo, a la rebeldía de los titanes, porque tiene lugar en la esfera de la reflexión, y se repite insidiosamente de año en año, de generación en generación. La reflexión arranca solo un pequeño pedazo cada vez, y sobre él se puede decir siempre: "En las cosas pequeñas, uno puede consentir". Pero, al final, la reflexión se lo habrá llevado todo sin que nadie lo advierta, porque lo hace poco a poco (…).
»Toda duda (que, dicho sea entre paréntesis, es simplemente una desobediencia a Dios, cuando se considera éticamente…) tiene su último asidero en una ilusión de la existencia temporal: en que, siendo nosotros muchos, casi tantos como toda la humanidad, podemos llegar a intimidar alegremente a Dios y ser el Cristo. Y el panteísmo es una ilusión acústica, que confunde la vox populi con la vox Dei; es una ilusión óptica, un dibujo de nubes formado por la reflexión de la existencia temporal, que aparece como si fuese eterna»34.
Esa sustitución progresiva de Dios por el hombre llegó a su acabamiento, al menos teórico, con Hegel, para quien, si la esencia de Dios no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería la misma nada. Poco esfuerzo supuso después a Feuerbach prescindir completamente de la misma idea de Dios, que Hegel habría conservado por una cierta nostalgia cristiana, abriéndose así el camino al ateísmo militante del materialismo dialéctico e histórico del marxismo35.
Si consideramos las concreciones históricas de estas ideas, es fácil constatar cómo, a la vuelta de los años, las mismas ideologías ateas que proponían la exaltación del hombre y la «muerte» de Dios, a final de cuentas han llevado al exterminio del hombre. En el siglo XX hemos asistido al cruel espectáculo de Estados totalitarios de cortes marxista y nazi, que han justificado la eliminación de miles de seres humanos en aras de un supuesto beneficio de la colectividad, la violación de derechos fundamentales, el empobrecimiento general de la población. Más recientemente, cabe distinguir en las corrientes «trans-humanistas» el ideal de elevar al hombre a nuevas capacidades alterando su propia constitución genética: se aspira a una libertad totalmente emancipada de la naturaleza que, sin embargo, solo puede traer la disolución de la misma persona, y su reducción a material manipulable por terceros.
La influencia de la filosofía en todos los niveles de la sociedad humana es mayor de lo que a veces se cree, aunque con frecuencia resulte inadvertida. Del mismo modo, es también mayor de lo que parece la influencia de la mentalidad general de una sociedad en la génesis de una determinada filosofía. Tampoco hay que olvidar que los errores siempre han ido mezclados con parte de verdad –si no, nadie los seguiría–, por eso es importante no dejarse engañar por el aspecto aparentemente válido de ciertos planteamientos, cuando llevan consigo inseparablemente la negación de otras verdades fundamentales. Este es el caso de la aparente caridad hacia los demás, del aparente respeto a la dignidad humana (humanismo, filantropía…), con que no raramente se encubre esa resistencia ante Dios (en forma militante o agnóstica), que puede encontrarse en la base de muchos planteamientos falaces actuales, que parecen infiltrarse poco a poco en algunos ambientes cristianos.
El hombre tiene un gran valor, derivado de su semejanza con Dios y de haber sido rescatado a un gran precio (cfr. 1Co 6, 20): la sangre de Jesucristo. Pero no por eso es lo absoluto, el centro… Necesita siempre una actitud humilde ante la majestad de Dios, porque solo así –en relación a Él– el hombre adquiere su verdadera grandeza. «Cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina, que el mismo Cristo ha hecho posible diciendo "tomad y comed, porque esto es mi cuerpo" (1Co 11, 24), sino intentando reducir la grandeza divina a los límites humanos. La razón –esa razón fría y ciega que no es la razón que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas– se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las mociones del Espíritu Santo. La pobre inteligencia nuestra estaría perdida, si no fuera por el poder misericordioso de Dios que rompe las fronteras de nuestra miseria: "os daré un corazón nuevo y os revestiré de un nuevo espíritu; os quitaré vuestro corazón de piedra y os daré en su lugar un corazón de carne" (Ez 36, 26). Y el alma recobra la luz y se llena de gozo ante las promesas de la Escritura Santa»36.
El ateísmo directamente profesado es, lógicamente, ajeno a quienes intentan apoyar en el Evangelio sus doctrinas; aunque tampoco faltan excepciones, como la incongruencia del llamado «ateísmo cristiano» que pretendía eliminar del Evangelio el «mito de lo divino», para obtener lo que de valioso hay en la enseñanza de ese «gran hombre» que fue Jesús de Nazaret; y esclarecer el verdadero «significado secular del Evangelio», hasta poder presentar, por fin, el «Evangelio del ateísmo cristiano». Aunque, como se acaba de decir, el ateísmo sea ajeno a quienes tratan de fundamentar en el Evangelio sus ideas, la realidad es que no faltan ambientes en los que, de hecho, se traduce toda relación con Dios en una relación a los hombres.
La afirmación de que Dios no es otra cosa que el hombre (de cualquier modo que se entienda) repugna fuertemente a la misma razón natural, y sobre todo a una conciencia cristiana. Sin embargo, las consecuencias prácticas de esa sustitución de Dios se han ido infiltrando en algunas conciencias, precisamente por considerar a Dios «demasiado lejano», «demasiado trascendente». Malinterpretando –forzando– aquel texto de san Juan: «el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1Jn 4, 20), se concibe el amor a Dios y al prójimo como si el segundo fuese la realización, sin más, del primero. Así, por ejemplo, no es extraño que se haya llegado a afirmar que el pecado del mundo sería decir no a los hombres y al mundo, y que la religión –al haberse Dios encarnado– sería auténticamente cristiana nada más que en cuanto fuese servicio al hombre.
La identificación teórica del hombre con Dios (o, lo que es lo mismo, el ateísmo teórico), y la consideración de una indiferente lejanía de Dios, conducen en la práctica a consecuencias semejantes: a constituir al hombre, individual o socialmente, en centro, como si fuese lo absoluto. Tendría notable interés un análisis histórico de la influencia mutua de esos planteamientos, que en aparente oposición llegan al mismo resultado práctico: prescindir de Dios; inicialmente, y como postulado básico en un caso; consecuencialmente, poco a poco, e incluso sin advertirlo, en el otro. La conciencia cristiana rechaza sin dificultad el planteamiento teóricamente ateo; pero resulta más insidioso ese otro planteamiento, que en la práctica también tiende a prescindir de Dios, considerando el amor entre los hombres como la única esencia práctica del cristianismo.
En algunos casos, estos planteamientos no son fundamentalmente un error, sino el resultado de destacar especialmente un aspecto (el amor a los demás), dando por supuesto el otro aspecto (la adoración y el amor a Dios). Sin embargo, en otros casos –que no raramente han derivado de un cierto complejo de inferioridad injustificado ante ideologías de corte marxista–, no se ha tratado solo de presentar una parte del cristianismo, callando otra; sino que además, y en el fondo, se ha llevado a cabo una grave falsificación del mensaje cristiano. No se ha dado simplemente moneda de poco valor (de la mitad del valor), sino que se ha despachado moneda falsa, pues insuficiente para llevar al Cielo, a uno mismo y a los demás, es un amor al prójimo que no esté unido al amor a Dios y no se subordine a este amor, objeto del primero y más importante de los mandamientos. Es aleccionador lo que san Pablo escribe a los corintios, acerca de la caridad, sin la cual ni siquiera entregar todos los bienes a los demás, y hasta la misma vida, serviría para nada: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos. Y, aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada. Y, aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía» (1Co 13, 1-3). Con referencia a estas palabras, san Josemaría comenta que «la caridad que describe el Apóstol no se limita a la filantropía, al humanitarismo o a la lógica conmiseración ante el sufrimiento ajeno: exige el ejercicio de la virtud teologal del Amor a Dios y del amor, por Dios, a los demás»37.
Por supuesto, también existe el peligro de interpretar el cristianismo de una manera individualista, como si lo único importante fuera una actitud de aparente adoración, o incluso de atención a los enunciados doctrinales, sin hacer nada en favor de los demás. Es un caso lamentable, en el que la oración se vuelve superficial y la doctrina pierde vida. Aunque teóricamente se afirme la centralidad del Señor, su imagen acaba por desvanecerse. Se diluye el mensaje cristiano, silenciando sus exigencias de vivir una caridad real y operativa. Esta entrega a los demás, conviene no olvidarlo, proviene de ver en ellos el rostro de Cristo. Como tendremos ocasión de considerar más adelante, la raíz y el fundamento del amor al prójimo es el amor a Dios.
«Mandatum novum do vobis, ut diligatis invicem – Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros» (Jn 13, 24). Esta novedad no es la sustitución o traducción del amor a Dios por el amor a los hombres, ni expresa que Jesucristo haya enseñado que el amor y la fidelidad a Dios sea, sin más, amor y fidelidad al hombre y a su mundo.
En el mismo Evangelio, resulta evidente que la novedad del amor cristiano, respecto al Antiguo Testamento, no reside en la sustitución del amor a Dios por el amor a los hombres. En primer lugar, porque también en el Antiguo Testamento estaba preceptuado, junto al amor a Dios, el amor al prójimo; aunque aparezca destacado el amor a Dios, como el mandamiento fundamental, orientado sobre todo al culto y al cumplimiento de los preceptos divinos: «escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5) y enseguida: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, y guardarás sus preceptos, sus leyes, sus normas y sus mandamientos» (Dt 11, 1). Y la Sabiduría divina, en el libro del Eclesiástico, enseña que hemos de amar a Dios, en cuanto que Él es nuestro Creador: «Ama con todas tus fuerzas a quien te ha creado» (Si 7, 32).
Pero también, repetidas veces, está ordenado el amor a los hombres en el Antiguo Testamento, y el mismo Cristo lo recordó así, al citar las palabras del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Ese prójimo no solo era el israelita para los israelitas, sino cualquier hombre: «Cuando un extranjero viva entre vosotros en vuestra tierra, no le molestarás. Al contrario, al extranjero que vive entre vosotros le consideraréis como a uno de vuestros compatriotas y le amarás como a ti mismo» (Lv 19, 33-34).
La primacía del amor a Dios sobre el amor al prójimo es enunciada en la Escritura, a veces con una fuerza sobrecogedora: «Si tu hermano, hijo de tu madre, tu hijo o tu hija, la mujer que reposa en tu regazo, o tu amigo íntimo, te intenta seducir en secreto diciendo: Vayamos y demos culto a otros dioses (…). Lo lapidarás hasta que muera, por haber intentado apartarte del Señor, tu Dios» (Dt 13, 7.11). Independientemente del carácter circunstancial de este precepto, impuesto para retraer a los israelitas de la idolatría, ese mandato contiene una enseñanza perenne: el amor a Dios debe ser absoluto, no condicionado ni por el más íntimo y noble amor humano; mientras que el amor a sí mismo y al prójimo no puede tener ese carácter de totalidad absoluta: debe, por el contrario, estar subordinado al amor a Dios.
«Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). No está, pues, la novedad en el «amaos unos a otros», puesto que ya estaba ordenado así en la Ley Antigua, sino más bien en ese «como yo os he amado», que el Señor pone como medida del amor a los demás. De ahí que la originalidad del amor cristiano no pueda entenderse sin meditar antes cómo ha sido el amor de Cristo por nosotros: «La víspera de la fiesta de la Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1).
El mandamiento nuevo no es la traducción del amor a Dios en el amor a los demás. El mismo Jesucristo reafirmó, frecuentemente y de modo inequívoco, la prioridad del amor a Dios sobre el amor a los hombres: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37). San Lucas recoge otra expresión de Jesús, parecida pero aún más fuerte: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). De ahí que la Iglesia haya condenado, desde hace siglos, la afirmación según la cual «el que ama a Dios más que al prójimo, hace ciertamente bien, pero aún no perfectamente»38.
La Sagrada Escritura enseña claramente que el amor al prójimo debe tener como motivo fundamental el amor a Dios, pues este lleva a amar lo que Dios ama: a imitar el amor que Dios tiene a todos. «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores» (Mt 5, 43-45). Amar a todas las personas, pero no al mundo en lo que tenga de contrario a Dios: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1Jn 2, 15); y no puede olvidarse que el mundo se opone a Dios también en la medida en que prescinde de Dios: «La mano de nuestro Dios está sobre los que lo buscan para hacer el bien, y su furor y su ira están sobre los que lo abandonan» (Esd 8, 22). En este sentido se entienden también las palabras de Jesús: «El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama» (Lc 11, 23).
Pero el mundo es bueno, es fruto del amor de Dios, creador de todas las cosas: «Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno» (Gn 1, 31), leemos en el Génesis. «Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios»39.
No puede perderse de vista el pecado, al contemplar el mundo y el hombre. Basta recorrer con la mirada cualquier época histórica, para encontrar en el corazón de los hombres y en sus realizaciones, junto a muchos aspectos positivos, también abundancia de mal: «No es verdad que toda la gente de hoy –así, en general y en bloque– esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen solo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías –y personas que las sustentan– que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmo y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar solo la propia tranquilidad o permanecer inmersas en el error»40.
También los desastres naturales, las enfermedades, etc., que con tanta frecuencia nos hacen sufrir, tienen su primera raíz en el desorden que el primer pecado introdujo en el mundo. Amar lo que en el hombre y en el mundo hay de desorden es un mal amor, un falso amor hacia ese hombre y hacia ese mundo.
«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna" (cfr. Jn 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: "Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas" (Dt 6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cfr. Mc 12, 29-31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es solamente un "mandamiento", sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro»41.
Si el segundo mandamiento (amar al prójimo como a nosotros mismos) se toma como la traducción del primero (amar a Dios sobre todas las cosas); si amar a Dios fuese amar al prójimo, prescindiendo, de hecho, de Dios, ¿cómo se amaría el hombre a sí mismo? No solo con amor total, sino con amor absoluto, pues entonces se constituiría él en lo absoluto. Pero, si se amase con amor absoluto, no podría amar al prójimo como a sí mismo, pues lo absoluto es necesariamente único y excluyente de toda posible alteridad. En esa contradicción se rompe la armonía maravillosa de la caridad auténtica, por la que podemos amar con amor total (hasta el fin…) al prójimo, cuando amamos a Dios con amor absoluto. Por eso, la negación –teórica o práctica– de Dios no se resuelve jamás en un mayor amor al prójimo, sino en amarlo en la medida en que coincide con uno mismo o resulta útil de algún modo, o –al fin– se transforma frecuentemente en el odio de todos contra todos, que es el ambiente propio del infierno: el hombre que se posee a sí mismo, que quiere lo que es exclusivamente suyo y de algún modo infinito: la nada de la que procede.
Es posible amar rectamente a otras personas, sin amar por eso mismo a Dios, ya que esas personas ni son Dios ni parte de Dios; pero ese amor se resuelve y limita, en último término, en el amor propio: en cuanto los demás son en cierto modo algo de uno mismo (por vínculos de sangre, de amistad, de intereses comunes, etc.). Ese amor, siendo positivo, es, sin embargo, imperfecto y, sobre todo, no puede extenderse incondicionalmente –o mejor, totalmente– a todas las personas. San Agustín lo enseñó con expresión admirable: «Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. Aquella se gloría en sí misma, esta, en Dios»42.
Sin rechazar explícitamente a Dios, a veces se ha considerado que, en otras situaciones históricas y culturales, la vida de la Iglesia era sobre todo manifestación de la gloria de Dios y de su poder y dominio sobre el mundo, mientras que, ahora, las nuevas circunstancias que comporta un mundo secularizado exigirían poner el acento en la esperanza del futuro humano, y que, por tanto, solo desde el presupuesto de la fraternidad universal de los hombres podría predicarse a Dios. Son muchos los modos o manifestaciones de una consciente o inconsciente sustitución de Dios por la humanidad, con expresiones más o menos explícitas de secularización, que llega en ocasiones a diversas formas de modernas idolatrías.
Tiene una permanente e impresionante actualidad aquella queja divina que nos transmite el profeta Jeremías: «¡Asombraos, cielos, de esto, espantaos, estremeceos al máximo! –oráculo del Señor–, que mi pueblo ha cometido dos males: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua» (Jr 2, 12-13).
Pero los cristianos no somos ni debemos convertirnos en profetas de desventuras, olvidando o no queriendo apreciar el bien que, por la misericordia de Dios, aparece claramente al observar el mundo. Y no podemos aceptar la desesperanza, porque nuestra esperanza no se funda ni en nuestra fuerza ni en nuestra virtud, sino en Jesucristo, que nos ha asegurado: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20), y que, ante las dificultades que encontraría la Iglesia en la historia, «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).
Ayuda meditar despacio, y con frecuencia, ese mandamiento supremo del amor a Dios, y el inseparable del amor a los demás. «Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así pues, no se trata ya de un "mandamiento" externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es "divino" porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea "todo para todos" (cfr. 1Co 15, 28)»43.
Es preciso profundizar, dejándonos guiar por la misma Palabra de Dios, en el contenido y exigencias de esa caridad que san Pablo describe a los corintios: «La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13, 4-7).
Volvamos, una vez más, a escuchar las palabras de Jesús, cuando le preguntaron sobre el primero y mayor de los mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 37-38). El Señor reafirma lo que es deber natural del hombre, y preceptuado positivamente por Dios en el Antiguo Testamento. La misma naturaleza humana pide ese amor, como fin propio y último, fuera del cual el hombre quedaría en la frustración más completa, pues, como afirma santo Tomás de Aquino, toda criatura tiene una inclinación natural a amar más a Dios que a sí misma44, aunque fácilmente esa inclinación queda inconsciente e, incluso, sofocada por la libertad personal.
El pecado, efectivamente, al introducir un desorden, un desequilibrio en la naturaleza humana, debilitó también la tendencia natural al Bien supremo, a la Bondad divina; apareció en lo más íntimo del hombre un principio de oposición, de resistencia: esa otra ley, que hacía clamar a san Pablo: «veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7, 23).
Fue por eso conveniente que Dios mismo revelara de modo sobrenatural, por su palabra, no solo los misterios propiamente sobrenaturales, que superan completamente el entendimiento humano, sino también las principales verdades religiosas de orden natural, para que pudieran ser así conocidas fácilmente por todos, con firme certeza, sin mezcla de error45. El mandamiento del amor a Dios –como todos los mandamientos, que explicitan y aplican ese primero– es ante todo revelación: palabra de Dios que orienta el caminar humano; manifestación de su amor, que quiere que todos los hombres le conozcan, le amen, y amándole alcancen la plena y eterna felicidad.
Pero Dios, en su infinita bondad y misericordia, ha hecho que aquel amor natural que le debemos como criaturas se transforme en caridad sobrenatural, que es el amor a Dios Padre, propio de Dios Hijo y de quienes han sido elevados a participar de esa filiación sobrenatural. Un amor que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5), de modo que uniéndonos al Hijo Unigénito, a Cristo, somos transformados de siervos en hijos; de extraños en familiares de Dios (cfr. Ef 2, 19). «En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese padre entrañable que espera que volvamos a Él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo»46.
Este amor a Dios presupone la fe, de modo análogo a como la voluntad presupone el conocimiento. La fe, enseña san Pablo a los gálatas, «actúa por la caridad» (Ga 5, 6), hasta el punto de que sin fe es imposible agradar a Dios (cfr. Hb 11, 6). Esa fe se refiere directamente a Dios: es virtud teologal, que lleva a creer en Dios y creer a Dios. El acto de fe es del hombre entero, aunque formalmente –por ser un conocimiento– es de la inteligencia. La terminología latina expresa adecuadamente tres aspectos íntimamente enlazados del acto de fe: credere Deum, en cuanto Dios mismo es el objeto principalmente creído; credere Deo, puesto que el motivo para creer es el mismo Dios: creemos todo lo que Dios nos dice. Son dos aspectos claramente intelectuales, que están unidos a un tercero: credere in Deum, que expresa la función de la voluntad, que mueve a la inteligencia a asentir a la verdad revelada, en cuanto esa verdad (Dios mismo) tiene para la voluntad razón de fin. La fe es, por tanto, creer en Dios, creer a Dios y creer hacia Dios47. La fe cristiana, sobrenatural, no es solo un conocimiento, es también una entrega de la persona a Dios, que se nos entrega en su Revelación.
«La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo»48.
También se pueden y deben creer otras verdades que, al menos en apariencia, no se refieren directamente a Dios (por ejemplo, la inmortalidad del alma humana; aunque, en este caso, también la razón natural puede alcanzar esta verdad por sus solas fuerzas). Sin embargo, incluso entonces se trata de un creer que es fe teologal, que se refiere necesariamente a Dios. Así lo explica santo Tomás: «Aunque son muchos los artículos de la fe, de los cuales algunos se refieren a la divinidad, otros a la naturaleza humana que el Hijo de Dios asumió en unidad de Persona, otros al efecto de la divinidad; el fundamento, sin embargo, de toda la fe es la misma primera verdad de la divinidad, pues todo lo demás se contiene bajo la fe en cuanto de algún modo se reduce a Dios. Por eso el Señor dice a los discípulos: "Creditis in Deum, et in me credite – Creéis en Dios, creed también en mí" (Jn 14, 1); dando a entender que creemos en Cristo en cuanto que es Dios, como fe principalmente sobre Dios»49.
La fe, presupuesto necesario de la caridad sobrenatural, es también don de Dios: «por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no procede de vosotros, puesto que es un don de Dios» (Ef 2, 8). Una gracia inmerecida, una virtud sobrenatural, que es preciso custodiar como un tesoro. Cuando la fe flaquea, del fondo del alma debe salir, en primer lugar, aquella petición humilde que los Apóstoles dirigieron a Jesucristo: «adauge nobis fidem! – ¡auméntanos la fe!» (Lc 17, 5).
Fe y caridad traen consigo la esperanza, también virtud teologal, pues su objeto es el mismo Dios y no se fundamenta en nuestras fuerzas, sino en el poder y la fidelidad de Dios a sus promesas; es también virtud sobrenatural, que Dios infunde con su gracia50. Una esperanza no de algo pasajero y caduco, sino la gozosa esperanza de la felicidad plena y definitiva en el Cielo, donde «no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 21, 4).
«Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31). Esta firme seguridad funda la esperanza cristiana de llegar a participar definitivamente de la gloria de Dios, y puede, por tanto, dar una visión radicalmente serena y alegre de nuestra vida y de la historia, a pesar de la propia flaqueza y del espectáculo de la humana debilidad. Es el único y verdadero motivo que nos hace comprender, aun en las circunstancias más adversas, que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28).
Esa esperanza en el más allá no lleva al cristiano a desinteresarse del más acá. Muy al contrario, hace posible e impulsa a valorar y amar las realidades humanas, viviéndolas con pleno sentido. «El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu»51.
La secularización de la caridad, que –teórica o prácticamente– reduce el amor a Dios al solo amor a los demás, lleva consigo la secularización de la misma fe. ¿Qué podría significar la fe en la vida de quien, de un modo u otro, prescindiese completamente de Dios en favor de un antropocentrismo religioso?
De hecho, no han faltado actitudes que han llevado a concebir la fe como compromiso con todo lo que constituye lo humano, en el plano individual, social, económico, político, educativo, etc. Así, la acción evangelizadora, el despertar de la fe, quedaba encuadrada necesariamente en las aspiraciones humanas y en la problemática de lo humano, de modo que esa fe solo tendría sentido en la medida en que fuese factor de cambio hacia una sociedad más justa y humana. Se entiende que, entonces, el contenido doctrinal de la fe sería objeto de continua revisión o reflexión crítica según los signos de los tiempos. Esta concepción de la fe no está lejos del pensamiento luterano, porque lo que Dios sea en sí mismo poca importancia tendría; lo único que realmente importaría es qué significa, en cada tiempo histórico, para nosotros. Y, así, la palabra de Dios se rehúye, su revelación se rechaza, su imagen se desvanece y el hombre se encuentra solo consigo mismo.
El beato Pablo VI afirmó que entre evangelización y promoción humana «existen efectivamente lazos muy fuertes»52, pues hay que considerar a la persona en la unidad de sus dimensiones que la gracia eleva al plano sobrenatural. Sin embargo, el mismo pontífice recordaba que la Iglesia «no identifica nunca liberación humana y salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de liberación es necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica del hombre, de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente instaurar la liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de Dios»53.
El Concilio Ecuménico Vaticano II ha recordado que «la economía cristiana, como alianza que es eterna y definitiva, no pasará jamás, y ya no hay que esperar nueva revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo»54. Por eso, la fidelidad es una de las actitudes cristianas fundamentales: fidelidad a lo recibido (cfr. 1Tm 6, 20), a lo que no es del hombre, sino de Dios, y Dios lo ha dado para todos los hombres de todos los tiempos. Esta plenitud diversifica del todo la fe respecto de cualquier saber meramente humano. Sin embargo, la dimensión temporal, histórica, del hombre hace que –si bien la fe no admite ya novedad en su contenido– sí admite siempre un desarrollo homogéneo y una nueva y diversa intensidad en su posesión por el hombre. Y también, conservando la fidelidad al contenido inmutable de la verdad revelada (que es fidelidad a Dios), es lícito, y en ocasiones necesario, adecuar ese contenido al lenguaje de los hombres a quienes, hoy y ahora, se dirige el anuncio de la fe.
No es tarea fácil, y, si no cabe ignorarla, tampoco cabe olvidar que la relación entre lenguaje y realidad significada es bastante más estrecha de lo que quizá puede parecer. No resulta extraño, pues, que nociones y formulaciones precisas, que expresan las verdades de fe, hayan sido asumidas por el Magisterio de la Iglesia, de modo que, como enseñó Pío XII, «no sea lícito separarse de ellas»55.
La existencia de verdades inmutables es, de suyo, evidente. A menos que se considere al hombre, a la fluctuante conciencia humana, como fundamento y medida de la realidad de las cosas, es necesario reconocer que las cosas son como son, y que algo es verdadero, en cuanto que es. En consecuencia, lo que no varía en su ser, tampoco varía en su verdad, y «el objeto de la fe no puede cambiar con el tiempo, mientras se asiste a la evolución historicista de toda ciencia humana»56.
Fidelidad a la fe es fidelidad, lealtad, a Dios. No creemos las cosas porque sean viejas o nuevas, sino porque Dios nos las enseña dándonos la misma posibilidad interior de aceptarlas. Nuestra fe, como dice santo Tomás, no es una «opinión fortalecida por razonamientos»57, y siempre tendrá un carácter de obediencia humilde y rendida a la majestad de Dios: «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5). En cambio, si la fe se entendiese esencial y primariamente referida al hombre y al mundo, ya no sería fe, sino una ideología más: mudable, ciertamente, por efímera.
La verdad cristiana no es un simple conjunto de afirmaciones teóricas. No basta saber la verdad; hay que vivir la verdad. Solo conocemos verdaderamente la verdad cuando llega a ser vida en nosotros. Y esta es la verdad que nos hace libres: «veritas liberabit vos» (Jn 8, 32); aquella que conociéndola la amamos, y amándola nos libera de la esclavitud del pecado. Esa verdad es Jesucristo: una Verdad que es Camino y es Vida: «Ego sum via, veritas et vita – Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Se entiende que Tomás de Aquino haya escrito: «Del mismo modo que quien tuviese un libro donde estuviese toda la ciencia, no buscaría más que aprender ese libro; así también nosotros no necesitamos buscar más que a Cristo»58.
La fe es el fundamento de la esperanza (cfr. Hb 11, 1); por eso, la secularización de la fe lleva consigo la de la esperanza cristiana. Con la esperanza en un mundo futuro más humano y más justo, a veces se ha oscurecido la esperanza en aquello que san Pablo describe diciendo: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2, 9).
En esa clave se ha llegado a interpretar, por ejemplo, la Ascensión de Jesucristo. Lo de menos sería lo que haya significado para Jesús; lo que importaría verdaderamente sería ver esa Ascensión como símbolo e invitación para que el hombre ascienda, se levante, progrese, se rebele ante la opresión. En realidad, para eso no hace falta recurrir a motivaciones cristianas. El paso siguiente, ya dado desgraciadamente por algunos, sería bastante consecuente: si Dios fuese exclusivamente una motivación para desear y procurar un futuro intraterreno más justo y más feliz, Dios, en realidad, sería superfluo. Centrada así la esperanza en ese futuro –incapaz de llenar las aspiraciones del espíritu humano–, ante la evidencia histórica y siempre presente de su carácter utópico, el hombre acabaría cerrado sobre sí mismo, sobre su desoladora propia indigencia y desesperanza.
En el olvido, o incluso rechazo, del término último de nuestra esperanza –la vida eterna–, se encuentra a veces también esa concepción imaginativa equivocada de la eternidad, a la que se refería Benedicto XVI: «"eterno" suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; "vida" nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: "Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría" (Jn 16, 22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo»59.
La libertad es un don natural, propio de la naturaleza espiritual; pero no existe la naturaleza pura: la situación del hombre, de hecho, es necesariamente estado de gracia sobrenatural o estado de pecado. Pecado del que nos libera Cristo; por esto, «no se puede conocer al hombre hasta el fondo sin Cristo. O, más bien, el hombre no es capaz de comprenderse a sí mismo hasta el fondo sin Cristo. No se puede entender quién es, ni cuál es su verdadera dignidad, ni cuál sea su vocación, ni su destino final. No se puede comprender todo esto sin Cristo»60.
También la libertad humana necesita ser redimida; no solo ser sanada en su dimensión natural, sino también elevada al orden sobrenatural, convertida en una nueva libertad: «¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que Él nos ha redimido (cfr. Ga 4, 31). Por eso enseña: "si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana»61.
Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr. Jn 14, 6). La relación entre libertad, amor y verdad adquiere una nueva dimensión, más allá de la natural dependencia formal de la voluntad respecto del entendimiento. «Veritas liberabit vos – la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). «¿Qué verdad es esta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas»62.
El conocimiento de esta verdad que libera no es un simple conocimiento intelectual. La verdad de nuestra filiación divina es radicalmente el mismo Cristo (cfr. Jn 14, 6), pues somos hijos en el Hijo, y este conocimiento liberador, que es la fe, se expresa en el amor –acto propio de la libertad–: es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Fe, esperanza y caridad determinan, dándole sentido y dirección desde dentro, la vida moral del cristiano, centrada y fundamentada en el amor a Dios y a los demás: es la moral de hijos de Dios, no de esclavos. La vocación cristiana es vocación a la libertad: «in libertatem vocati estis – fuisteis llamados a la libertad» (Ga 5, 13), escribe san Pablo a los gálatas. Y no a una libertad cualquiera, sino precisamente a la libertad de los hijos de Dios; esa libertad que procede del amor a Dios. Quien ama a Dios –en la medida de ese amor– quiere lo que Dios quiere; y la ley moral se entiende entonces no como coacción o cortapisa, sino como camino seguro hacia el Amor, y por tanto hacia la libertad y la plenitud.
Sobre la relación entre el amor y la libertad, quizá no haya una formulación más breve y profunda que aquella famosísima de san Agustín: «Dilige, et quod vis fac – Ama, y haz lo que quieras»63. Como escribió el mismo obispo de Hipona, quien obra el bien movido por la caridad no está sujeto a necesidad, pues «la libertad pertenece a la caridad – quia libertas est caritatis»64. Por su parte, santo Tomás de Aquino expresó así esta misma idea: «quanto aliquis plus habet de caritate, plus habet de libertate – cuanta mayor caridad tiene alguien, más libre es»65.
El porqué de esta relación de pertenencia de la libertad a la caridad está en que la libertad es capacidad de amar por sí misma el bien, y en que el fundamento de la posibilidad de elección entre los diversos bienes es la constitutiva orientación de la voluntad hacia el bien, que solo en el amor a Dios alcanza su plena realización. Además, la caridad informa –debe informar– la entera vida del discípulo de Cristo, de modo que todo sea hecho por amor, y no es posible amar si no es libremente, pues amar es el acto propio de la libertad. Se entiende, entonces, que, siendo el Evangelio una Ley –la Nueva Ley–, sea, en palabras de la epístola de Santiago, «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25), porque toda ella se resume en la ley del amor, y no solo como norma exterior que manda amar, sino a la vez como gracia interior que da la fuerza para amar. Con palabras también de santo Tomás, «la Nueva Ley es la misma gracia del Espíritu Santo, que es dada a los que creen»66.
¿En qué se manifiesta, existencialmente, esta libertad? San Josemaría lo describe en trazos vigorosos: «el Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr. Mt 7, 6)– se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr. Is 1, 17). Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios»67.
Por otra parte, «mientras dura nuestro paso por la tierra, ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad»68. En la vida eterna, en la gloria, donde no habrá ya posibilidad de elegir entre el bien y el mal, no solamente seguiremos siendo libres, sino que nuestra libertad será plena. «Solo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores»69.
De la secularización de la fe, de la esperanza y del amor a Dios, se sigue necesariamente una secularización de la vida moral: juzgar el obrar humano con simples criterios terrenos, rechazando el horizonte de la fe. Perdida su única posible dirección, el hombre no puede menos que degenerar en el subjetivismo, en el que pretende entenderse a sí mismo y al mundo dejando de lado algunos principios metafísicos o antropológicos firmes, para quedarse con unas categorías históricas que emplea acríticamente: una historia, que no mira al pasado o al presente, sino al futuro. «Cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes solo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar»70.
La afirmación del hombre como criterio último y medida de lo bueno y de lo malo, no puede menos que recordar la tentación diabólica de los orígenes: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5). Pero lo que el hombre alcanza a construir en este mundo, cuando no quiere reconocer a Dios, lo dice el Espíritu Santo por san Pablo, con un vigor impresionante: «Porque habiendo conocido a Dios –dice, en relación al paganismo–, no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón: presumiendo de sabios se hicieron necios (…). Por eso Dios los abandonó a los malos deseos de sus corazones, a la impureza con que deshonran entre ellos sus propios cuerpos: cambiaron la verdad de Dios por la mentira y dieron culto y adoraron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por lo tanto, Dios los entregó a pasiones deshonrosas (…), a un perverso sentir que les lleva a realizar acciones indignas, colmados de toda iniquidad, malicia, avaricia, maldad, llenos de envidia, homicidio, riñas, engaño, malignidad; chismosos, calumniadores, enemigos de Dios, insolentes, soberbios, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1, 21-31).
El rechazo del Señor hace que la sabiduría se transforme en necedad, que la injusticia prolifere y que el ser humano profane su propio cuerpo mediante la impureza. Naturalmente, no creer en Dios no llevará necesariamente a conducir una vida como la descrita en este texto paulino; pero, sin un fundamento trascendente, en Dios, no cabe sostener con lógica la existencia de normas morales objetivas e inmutables, sino que se aboca a un subjetivismo o relativismo moral.
El amor que Dios nos pide es un amor total, absoluto: ex toto corde, ex tota anima, ex tota virtute, ex tota mente… El carácter absoluto de ese amor no es difícil de entender: debe ser incondicionado, no relativo a algo ajeno a Dios. Esa incondicionalidad implica, por ejemplo, que Dios debe ser amado en cualquier circunstancia: en la prosperidad y en la adversidad; en la salud y en la enfermedad; en la paz y en la guerra; en la alegría y en el dolor…; cuando las expresiones externas de ese amor parecen estar de moda, y cuando conllevan la persecución y la misma muerte; cuando amar a Dios supone incluso un desgarrón doloroso en el querer íntimo del hombre (familia, amistades…).
San Agustín, comentando la totalidad del amor debido a Dios, decía a quienes escuchaban su predicación: «¿Qué queda de tu corazón, para amarte a ti mismo?, ¿qué de tu alma?, ¿qué de tu mente? "Ex toto", dice. Todo te exige quien te hizo»71. Dios debe ser amado totalmente, no parcialmente; es decir, no como un objeto de amor entre otros, ni siquiera como el más importante. El amor a Dios debe englobar, comprender –y fundamentar– todo otro amor; a nosotros mismos y a los demás: «Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo»72.
Este amor sobrenatural es lo más opuesto a un espiritualismo descarnado y frío, poco humano: «Tienes miedo a hacerte, para todos, frío y envarado. ¡Tanto quieres despegarte! Deja esa preocupación: si eres de Cristo –¡todo de Cristo!–, para todos tendrás –también de Cristo– fuego, luz y calor»73.
En esa totalidad del amor a Dios, cabe distinguir algunos aspectos particulares. Amar totalmente a Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– en primer lugar significa amar también todo lo que a Dios se refiere: la Humanidad Santísima de Jesucristo especialmente; y, luego, la Santísima Virgen, Madre de Dios; la Iglesia: «No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre»74, escribía san Cipriano el año 251.No ama verdaderamente a Dios quien no ama a la Iglesia. Y, por lo mismo, no ama totalmente a Dios quien no ama todo lo que Dios ama: a las criaturas todas.
En segundo lugar, podemos y debemos amar totalmente a Dios, en el sentido –ya antes mencionado– de que ese amor englobe y fundamente todo otro amor. En tercer lugar, amar totalmente a Dios sería amarle todo lo que Él puede ser amado: en realidad, esto no es posible, por ser Dios infinito, no abarcable por capacidad creada alguna.
No cabe, en estricto sentido, un pecado por exceso en la caridad, como tampoco en la fe y en la esperanza: «La medida y regla de la virtud teologal es el mismo Dios: nuestra fe se regula según la verdad divina; nuestra caridad, según la bondad de Dios; y nuestra esperanza, según la inmensidad de su omnipotencia y misericordia. Y esta es una medida que excede de tal manera a toda capacidad humana, que el hombre nunca puede amar a Dios tanto como debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como se debe; luego mucho menos llegará al exceso en tales acciones»75.
Sin embargo, este aspecto nos habla del crecimiento en el amor; de un crecimiento siempre posible y necesario. Luchar por crecer en el amor a Dios es el modo en que podemos y debemos vivir ese último aspecto de la totalidad del amor que debemos a Dios. De ahí esa petición: «Señor, que tenga peso y medida en todo… menos en el Amor»76.
Quizá alguna vez nos parezca difícil amar a Dios, si entendemos el amor como un sentimiento del corazón, como un afecto sensible, y pensamos entonces que el amor a Dios es algo de la sola voluntad, no del sentimiento. Sin embargo, la totalidad del amor a Dios –vista desde el sujeto que ama– comporta amar a Dios con toda nuestra capacidad de amar: también con el sentimiento. «El principio del amor es doble, pues se puede amar tanto por el sentimiento como por el dictado de la razón. Por el sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice… Y nosotros debemos amar a Dios de los dos modos, también sentimentalmente, para que el corazón de carne se sienta movido por Dios, conforme a lo que se expresa en el Salmo (Sal 83, 3): mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo»77.
Hemos de amar a Dios con la voluntad y con el sentimiento: no es la caridad algo frío o seco. Dios pide nuestro corazón entero, con todas sus virtualidades, con lo que indica de voluntad firme que sigue el dictado de la razón, y con lo que tiene de afectividad: «fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»78.
Puede parecer inasequible amar a Dios así, pensando que es demasiado distinto a nosotros, demasiado lejano, al menos aparentemente. Pero esa dificultad ha sido definitivamente alejada, de modo inefable, por el mismo Dios al hacerse hombre en Jesucristo, de modo que por Él, con Él y en Él podemos amar también al Padre y al Espíritu Santo. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9): contemplar, en Cristo, a Dios, que nos quiere con corazón de hombre, es para nosotros medio para aprender a amar, también con el sentimiento, a la Trinidad divina.
El amor a Dios –como todo amor verdadero– no es solo un sentimiento; no es sensiblería ni sentimentalismo vacío, pues ha de conducir a múltiples manifestaciones operativas; es más, debe abrazar y dirigir todos los aspectos de la vida del hombre. Exige, en primer lugar, el culto, la adoración, dar gloria a Dios: no porque Dios «necesite» la gloria que podamos tributarle, sino porque le es debida, porque la criatura ha sido hecha para eso (no podría ser de otro modo), y, en la medida en que el hombre realiza esa adoración y glorificación por amor, alcanza su fin último de felicidad plena. En el culto divino, «la gloria es para Dios y el beneficio, para los hombres»79. Esa concordia e inseparabilidad entre la gloria de Dios y el bien de los hombres fue anunciada por los ángeles en el nacimiento del Hombre-Dios: «Gloria in altissimis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis – Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). La palabra inspirada del Eclesiástico exhorta a crecer en esa actitud fundamental: «Los que glorificáis al Señor, ensalzadle cuanto podáis, pues siempre os quedaréis cortos» (Si 43, 32).
Aunque se deban dedicar momentos de nuestra vida exclusivamente a glorificar a Dios, sin embargo dar gloria a Dios no es una actividad humana entre otras, pues la finalidad última de toda acción humana es precisamente esa gloria de Dios: «tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1Co 10, 31).
Dar culto a Dios, también externamente en la liturgia, comporta la realidad interior de la oración personal. La oración es una de las principales expresiones de la religiosidad natural del hombre, radicada en la misma naturaleza humana. Pero esa realidad natural es elevada al orden sobrenatural en la oración cristiana; una oración que es expresión propia de la filiación divina80. La filiación divina caracteriza todas las dimensiones del cristiano y de su actuar, pero la oración cristiana no solo viene caracterizada por ser una oración filial –tratar a Dios con la confianza y el cariño de hijos–, sino que es la expresión existencial propia de nuestro ser hijos de Dios, partícipes de la filiación de Cristo, Palabra eterna. Ser hijos de Dios significa estar en la misma y única relación de Cristo con Dios Padre, la única que hace posible dirigirnos al Padre con la palabra Abbá!, como escribe san Pablo: «recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15).
La oración, si no está impedida por obstáculos, tiende a ser una realidad permanente, como permanente es, en el alma en gracia, la participación en la Filiación del Verbo eterno, de Cristo. Existe, por esto, aquella «necesidad de orar siempre» (Lc 18, 1), de ser «constantes en la oración» (Rm 12, 12), de rezar «sin cesar» (1Ts 5, 17). Y esto es posible, con la gracia y la caridad, también porque las obras pueden hacerse oración81, mediante una permanente orientación de la libertad, del amor, hacia Dios.
Por consiguiente, la vida cristiana, siendo teologal y, por tanto, teocéntrica, no se vive solo en el templo, a ratos, al margen de la vida ordinaria del mundo. San Josemaría enseñó constantemente esta realidad, con especial claridad y fuerza: «Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres (…). No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
»Por el contrario, debéis comprender ahora –con nueva claridad– que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»82.
Adoración a Dios, reconocimiento de su grandeza y de nuestra indigencia, con acciones de gracias porque todo lo hemos recibido de Él, según aquella oración de David: «Todo viene de ti, y lo que te ofrecemos lo hemos recibido de tu mano» (1Cro 29, 14).
Otro aspecto inseparable del amor a Dios es cumplir sus mandamientos: «el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos» (1Jn 5, 3). Y el mismo Jesucristo enseñó gráficamente esta verdad: «quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35); y también: «si alguno me ama, guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Los mandamientos de la ley de Dios, su voluntad hacia nosotros, son expresión de su amor, que nos guía en el camino; por eso, cumplirlos es aceptar su amor, y «abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación. En él, solo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es verdaderamente "nuestra paz" (Ef 2, 14), y "el amor de Cristo nos apremia" (2Co 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida»83.
La caridad es un amor con obras; y esas obras son primeramente el fiel cumplimiento de todo lo mandado por Dios: «No todo el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7, 21). Efectivamente, tras una vida de amor a Dios es cuando se «recibirá como corona la vida que Dios prometió a los que le aman» (St 1, 12).
El amor a Dios lleva consigo necesariamente el amor a las demás personas, pues la totalidad del amor debido a Dios exige amar a todo lo que Él ama. Por eso debemos procurar hacer la vida agradable a los demás, pero sin olvidar que antes debemos agradar a Dios. De modo que, real y primariamente, de esa actitud fundamental de adoración, de sumisión amorosa, debe seguirse la intención operativa de agradar a Dios, no a los hombres: «¿Busco ahora la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿O es que pretendo agradar a los hombres? Si todavía pretendiera agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Ga 1, 10).
No buscar la aprobación de los hombres, sino la de Dios. ¡Qué distinta esta actitud de aquella otra que, como condicionante principal de la predicación del Evangelio, pone la aceptabilidad por parte del hombre moderno! El lógico planteamiento es el contrario: habrá que procurar que sea ese hombre moderno quien acepte lo que Dios aprueba, sin que cause extrañeza comprobar que muchas veces no sucede así. Nadie ha anunciado jamás el Evangelio con mayor fuerza, claridad y pasión que Cristo y, sin embargo, pocos fueron los que lo aceptaron y siguieron. Así ocurrió, por ejemplo, en Cafarnaún cuando muchos dejaron a Jesús después del discurso sobre el pan de vida (cfr. Jn 6, 66). Sería ilusorio pensar que el futuro del cristianismo depende de la habilidad de adaptar el mensaje cristiano al mundo moderno. Depende –en lo que a nosotros respecta– del empeño por la santidad personal, por la identificación con Cristo, de todos y cada uno. Siempre será actual el diagnóstico de aquella afirmación: «estas crisis mundiales son crisis de santos»84.
La realidad de la debilidad humana, también cuando está sanada y elevada por la gracia, es evidente por la experiencia propia y ajena. Por eso, el amor a Dios incluye el deseo eficaz de conversión. Una conversión que no es solo el paso de la increencia a la fe, ni solo del pecado a la gracia, del mal al bien, sino también progreso en el bien. El término de la conversión es la plena identificación con Jesucristo, llegar a ser ipse Christus. Se entiende entonces que la conversión ha de ser una permanente actitud espiritual, pues en esta vida siempre será necesario progresar en esa identificación.
Además, «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1Jn 1, 8). Por tanto, el progreso espiritual hacia la identificación con Jesucristo, hacia la santidad, comporta siempre también esa dimensión propia de la conversión: el pedir perdón a Dios por los pecados y el empeño sincero por rectificar, como el mismo Jesús ha enseñado en la oración del Padrenuestro.
Las experiencia de la debilidad y del pecado, y la consiguiente necesidad de conversión, no deben dar un tono triste o desencantado a la vida espiritual, porque, por encima de nuestra debilidad, está la fuerza misericordiosa del amor de Dios por nosotros, maravillosamente representada por Jesús en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32). No solo no hay, no debe haber, tristeza en tener que rectificar, sino que «la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión»85.
El primero y mayor de los mandamientos se quebranta en la medida en que el hombre se dé a sí mismo, o a la humanidad o a cualquier criatura, un amor absoluto y total. Es, en multitud de formas y con diversidad de grados, el pecado de idolatría, que rechaza el primer precepto del Decálogo: «No tendrás otro dios fuera de mí. No te harás escultura ni imagen, ni de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas por debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso que castigo la culpa de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de aquellos que me odian; pero tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex 20, 3-6).
La Sagrada Escritura presenta, de modo impresionante, el castigo de Dios a la idolatría: «El que ofrezca sacrificios a otros dioses distintos del Señor, será entregado al anatema» (Ex 22, 19). Particular dureza muestra la reprensión ante la idolatría de quienes pretenden utilizar la misma palabra divina para justificar su descamino: una idolatría interior, no la que fabricaba ídolos de oro o de plata, sino la de aquellos que han erigido sus ídolos en el corazón. La palabra profética de Ezequiel recoge así la reprensión divina: «si un hombre de la casa de Israel o de los forasteros que están en Israel se aleja de mí, erige ídolos en su corazón, pone ante su rostro la ocasión de su iniquidad, y luego acude a un profeta para consultarme por medio de él, Yo, el Señor, le responderé por mí mismo. Volveré mi rostro contra ese hombre, le haré escarmiento y burla, lo arrancaré de en medio de mi pueblo; y sabréis que Yo soy el Señor» (Ez 14, 7-8). Palabras ciertamente duras, y no exentas de actualidad: bien pueden considerarse dirigidas a quienes, en todos los tiempos, han buscado en el Evangelio (o en el profeta que ha de enseñarlo) el apoyo a una idolatría interior a la que no están dispuestos a renunciar. Es también una seria advertencia para salvarnos de la tentación, siempre acuciante, de hacer fácil –compatible con los ídolos– la gran exigencia del amor a Dios; de ese amor que debe ser «fuerte como la muerte» (Ct 8, 6).
Muchos son los ídolos por los que el hombre puede sustituir a Dios, pero, en el fondo, se reducen siempre al hombre mismo. Como el objeto principal del amor es, a la vez, objeto principal de la esperanza, el profeta Jeremías escribe con expresión muy fuerte sobre quien pone su esperanza no en Dios, sino en el hombre: «Esto dice el Señor: Maldito el varón que confía en el hombre y pone en la carne su apoyo, mientras su corazón se aparta del Señor» (Jr 17, 5). Es patente que el Señor no exige desconfiar de los demás, ni sentirnos autosuficientes en relación al prójimo, como quien no necesita la ayuda de sus semejantes. Por el contrario, la esperanza teologal se refiere también a las criaturas; pero no como objeto principal, sino secundario.
También se quebranta el precepto del amor cuando no se da a Dios el culto debido; y, por tanto, cuando se toma por término, centro u objeto principal de las ceremonias litúrgicas lo humano (lo comunitario, por ejemplo). La fraternidad entre los hombres es realmente cristiana, no cuando se limita al plano «horizontal», sino cuando se deriva primariamente de la unión personal de todos y cada uno con Jesucristo. Precisamente, el sacramento de la unidad de la Iglesia es la Sagrada Eucaristía, en el que cada uno –por la participación en el Sacrificio de Cristo y su unión íntima con Él– se identifica y hace más miembro de un mismo Cuerpo (la Iglesia) por unirse cada vez más a su Cabeza: Cristo. Precisamente, «la Iglesia es el Pueblo de Dios, que vive del Cuerpo de Cristo y se hace él mismo Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía»86.
El culto externo no solamente obliga a cada persona individual; es también «deber colectivo de toda la comunidad humana…, ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios»87. De ahí que se quebrante el precepto del amor a Dios en lo que se refiere al culto público, cuando, por el olvido del sentido de lo divino, se considera como lo primario y esencial de la religión el servicio a los hombres. Una vez perdido de vista que la adoración y el sacrificio (ofrecimiento total a Dios) son esenciales a la religión (natural y sobrenatural), cae igualmente en el olvido que son también el fundamento de la dedicación a Dios, no solo de lo interior, sino también de lo mejor del mundo material. Así se llega a afirmar a veces que es anticristiana la dedicación exclusiva de lugares y objetos a Dios (la riqueza de los templos sería un antisigno de la pobreza evangélica). Por el contrario, «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. –Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. –Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" – una buena obra ha hecho conmigo»88. No olvidemos que Judas criticó, aludiendo a los pobres, el gesto de aquella mujer, que Cristo en cambio alabó y dispuso que quedara como ejemplo para siempre (cfr. Mt 26, 6-13).
Primero es el Señor: si Él ocupa el lugar central en la vida cristiana, entonces la entrega a los demás será sincera. La historia de la Iglesia está llena de figuras de santos que, precisamente por su unión con Dios, se despojaban de lo que tenían para remediar las necesidades del prójimo. Y ejemplos en la actualidad no faltan: basta pensar en aquellas personas –por ejemplo, las religiosas de la beata Teresa de Calcuta– que dedican mucho tiempo a la adoración eucarística para después atender a los pobres y abandonados.
Es evidente que el servicio a los demás, aunque se realice sin un motivo religioso, puede tener, y de ordinario tiene, un valor y eficacia naturales. Sin embargo, ese servicio solo alcanza su propia dimensión y valor cristianos cuando va unido –es consecuencia y manifestación– del servicio a Dios. Resulta esclarecedor el comentario que Benedicto XVI hace sobre la primera tentación de Jesús en el desierto89. Transformar las piedras en pan equivaldría a ejercer un mesianismo intramundano, que se limitaría a resolver los problemas materiales de la sociedad. Esta última es una dimensión humana importante, pero, si su promoción se hace a costa del servicio de Dios, acaba por desnaturalizarse: «Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No solo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista»90.
Exclusivamente a Dios se ha de adorar y dar culto: «lo llevó el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: Todas estas cosas te daré si postrándote me adoras. Entonces le respondió Jesús: Apártate, Satanás, pues escrito está: al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto» (Mt 4, 8-10). Al mismo tiempo, el servicio, el culto que le tributemos, tampoco es aceptado por Dios si se falta al amor a los demás, pues también dijo el Señor: «Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). No basta, sin embargo, conciliarse con el hermano: además, hay que volver a presentar la ofrenda ante el altar.
Después de recordar al fariseo que le interrogaba con ánimo de tentarle que el amor total y absoluto a Dios es el primero y mayor de los mandamientos, Jesús añadió: «El segundo es como este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 39-40). Es un mandamiento semejante al primero porque también en él se nos ordena amar; pero es semejante –no el mismo–, porque nuestro prójimo no es Dios, ni parte de Dios; semejante, y no igual, porque el amor que en él se impone no es como el que debemos a Dios, sino igual al que nos debemos a nosotros mismos.
Cualquier otro precepto moral es expresión de estos dos: es exigencia del amor a Dios o exigencia del amor a los demás. De ahí que toda la ley cristiana esté caracterizada por el amor –no por el temor–, y que toda virtud reciba de la caridad sobrenatural su forma de virtud cristiana. Ni la misma fe serviría por sí sola para la salvación, si no estuviera informada por la caridad, que la hace operativa. El apóstol Santiago escribe: «¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien; pero también los demonios lo creen y se estremecen» (St 2, 19). Y san Pablo: «la caridad es la plenitud de la Ley» (Rm 13, 10).
Ya se ha mencionado que este precepto del amor a los demás estaba repetidamente declarado en el Antiguo Testamento. Jesucristo, sin embargo, le restituyó su auténtico sentido, que poco a poco se había desfigurado, al reducir el «prójimo» al familiar, al amigo, al compatriota. «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan» (Mt 5, 43-44). Como ha escrito el Papa Francisco, «el amor fraterno solo puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un anticipo por lo que esperamos que haga. Por eso es posible amar a los enemigos»91. La gratuidad del amor, que se extiende incluso hacia quienes nos procuran el mal, es posible porque los cristianos estamos sostenidos por el Amor de Dios: «Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Y esto trae un gran bien a uno mismo, porque nos hace mejores hijos de Dios; de hecho, después de su enseñanza sobre el amor a los enemigos, el Señor añade: «para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 45). La caridad nos asemeja a Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, que desde la Cruz intercede por los mismos que le quitan la vida (cfr. Lc 23, 23).
Pero, además, como ya se ha considerado en páginas anteriores, Cristo ha dado un contenido nuevo e incomparablemente más alto a ese amor al prójimo, que marca la verdadera novedad de la caridad cristiana: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). El amor de Cristo a nosotros se hace medida de nuestro amor a los demás. Este es también un amor sobrenatural, que el mismo Dios pone en nuestros corazones: «Que el Dios de la paciencia y de la consolación os dé un mismo sentir entre vosotros según Cristo Jesús, para que unánimemente, con una sola voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por esta razón acogeos unos a otros, como también Cristo os acogió a vosotros para gloria de Dios» (Rm 15, 5-7).
«Debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Solo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo»92. Amar a los demás como Cristo nos ama, es acoger, conllevar, a los demás como Cristo nos ha acogido a nosotros. No se trata, por tanto, del simple aguantar los defectos de los demás y las molestias que nos puedan causar (eso, aunque ya es algo, no es todo y ni siquiera lo principal). Acoger es tomar sobre uno mismo la responsabilidad, la carga, del bien de los demás: de su felicidad eterna y de su felicidad temporal; como Cristo ha acogido, ha tomado, sobre sí toda la carga de nuestros pecados, para conseguirnos una redención eterna.
La caridad que Dios nos pide no se reduce a una ayuda circunstancial al prójimo: constituye una actitud permanente, de interés positivo y operativo, que nos hace ser y sentirnos responsables, no solo de lo nuestro, sino también de todo lo que se refiere a los hombres y al mundo. El mandamiento del amor a Dios no lleva nunca a desentenderse de lo que no es Dios mismo, sino que por el contrario –desbordándose en el amor al prójimo– impulsa, con una exigencia grande y constante, a salir de sí mismo y tomar el peso de la felicidad ajena, para vivir así verdaderamente la ley de Cristo: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Ga 6, 2).
La larga tradición de actividad caritativa de los cristianos es un testimonio de este interés auténtico por la situación de cada ser humano. Ya desde los primeros siglos del cristianismo, contamos con el testimonio de dedicación a los pobres del diácono Lorenzo, a los que consideraba el verdadero tesoro de la Iglesia, según una tradición romana. No han faltado tampoco institutos de vida religiosa cuyo carisma es la atención y promoción de los más desfavorecidos. Entre otros ejemplos de la historia reciente, cabe citar la heroica dedicación de san Josemaría a enfermos infecciosos y desahuciados en Madrid durante los años 30 del siglo XX93.
La raíz y motivo fundamental del amor cristiano al prójimo –a los hombres y al mundo– es precisamente el amor a Dios. Leamos de nuevo a san Juan en su primera epístola: «Queridísimos, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos: si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4, 7-11).
Ver a toda persona como destinataria, como objeto, del amor de Dios lleva a amarla si se ama a Dios. Por eso, «si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1Jn 4, 20). Dios mismo, al ordenarnos la caridad hacia Él, ordena el amor a los demás como consecuencia necesaria: «Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano» (1Jn 4, 21).
«El hombre es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma»94. Estas palabras del Concilio Ecuménico Vaticano II contienen una notable riqueza. Interesa aquí considerar que de esta realidad del amor divino a la persona humana se sigue que esta –cada persona humana– posee una dignidad radical, que la hace no subordinable: la persona no puede considerarse medio para un fin ajeno, porque Dios la ama por sí misma, no como medio para otra cosa.
En la segunda forma del imperativo categórico kantiano –«obra de modo que en cada caso te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de todo otro, como fin, nunca como medio»95–, se ha querido ver una expresión válida y definitiva de la dignidad de la persona humana. Pero, en el interior del pensamiento kantiano, tras la afirmación de la persona como fin de sí misma, su unidad no queda suficientemente fundamentada96.
Considerando el amor de Dios a cada persona por sí misma, puede comprenderse mejor la base natural de lo que sabemos también por la fe: el amor a Dios lleva inseparablemente unido el amor al prójimo como a uno mismo. Este amor al prójimo es visto así como una exigencia estrictamente humana, con una base muy superior al simple omne animal amat sibi simile (todo animal ama a su semejante), que difícilmente resulta suficiente para reconocer como ley natural el precepto de la fraternidad humana. Amar al prójimo como a nosotros mismos es amarlo por sí mismo –no por nosotros–; por tanto, amarlo como Dios lo ama: y debemos ese amor a todos precisamente en la medida en que debemos amar a Dios por encima de todo. Como ya se recordó en páginas anteriores, la totalidad del amor a Dios exige –entre otras cosas– amar todo lo que Dios ama y bajo la razón en que Dios lo ama.
¿Será entonces contraria a la naturaleza, a la dignidad de la persona, toda subordinación o dependencia de unas personas respecto a otras? Evidentemente, no; el hombre es social por naturaleza, y la sociedad lleva consigo necesariamente la interdependencia de las personas. Baste pensar en la sociedad familiar, donde es patente la necesaria dependencia de los hijos respecto a los padres y, más en general, en la necesidad que toda sociedad tiene de una efectiva autoridad y de una distinción y subordinación de funciones. Pero la no subordinabilidad de la persona sí significa que las relaciones autoridad-obediencia, para ser dignas del hombre, deben fundamentarse en la cooperación y mutuo servicio; es decir, en el amor. Únicamente así, además, puede entenderse la obediencia, no solo como no contraria a la libertad, sino como ejercicio de libertad97.
La fraternidad cristiana tiene una exigencia, una universalidad y una permanencia que ningún humanismo horizontal (intraterreno) podría igualar. Es posible –y de ordinario connatural, y casi necesario– amar a otras personas, a las que nos unen vínculos de familia y de amistad, con un afecto que, siendo verdadero, no sea necesariamente consecuencia del amor a Dios. Un amor semejante es bueno en sí mismo; con él «no se contradicen las sagradas palabras»98, pues sigue a la misma naturaleza, y la naturaleza es creada por Dios. Puede incluso darse un verdadero amor a toda la humanidad y al mundo, que no se derive del amor a Dios. Sin embargo, la rectitud de ese amor, su universalidad y permanencia no es nada fácil. No puede olvidarse que no es amor verdadero aquel que se sigue solo de la utilidad que nos viene del prójimo o del gozo personal que nos produce, ya que en tal caso más bien nos amamos a nosotros mismos en el prójimo. Ese amor desaparecería al perderse la utilidad o el gozo.
Sin embargo, la rectitud del amor humano es también camino para llegar al amor de Dios; de modo semejante a como, partiendo del conocimiento del mundo, puede llegarse al conocimiento de Dios. Pensemos en el amor de los padres entre sí, que debería ser un camino ordinario por el que la persona descubre el amor de Dios que se reflejan en su cariño mutuo99. El verdadero amor humano puede conducir al amor divino, que a su vez dará a ese amor humano su plenitud y máximo valor: «El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea "todo en todas las cosas" (1Co 15, 28). Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará a manifestarnos habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados»100.
La caridad con los demás debe abarcar, sin limitación alguna, a todas las personas humanas y, de otro modo, subordinadamente, a todas las criaturas. Su medida es el amor que Cristo nos tiene; un amor que ha llegado «hasta el fin» (Jn 13, 1); mayor del cual no hay otro posible, pues el Señor murió por los hombres y, como Él mismo afirmó, «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Pero cabe preguntarse: ¿es verdaderamente posible la universalidad de un amor así? ¿No será una utopía? Si, para vivir ese amor, contásemos exclusivamente con la fuerza de nuestro corazón y de nuestra voluntad, con nuestra capacidad natural de amar, razón habría para dudar, considerando ilusoria esa posibilidad, aunque se compruebe repetidamente, en nosotros mismos y en los demás, que la voluntad humana tiene capacidad de abrirse siempre a amar más.
El cristiano conoce esa limitación real y sabe, además, que la universalidad efectiva del amor solo será real por la acción sobrenatural de la gracia, que sana la naturaleza herida y la eleva. Conoce también que, para amar como Cristo ama, necesita la caridad sobrenatural: don de Dios. Por eso, el cristiano, ante la experiencia de la limitación e incluso de la mezquindad de su amor, levanta una petición humilde al Cielo, para que Dios agrande su corazón, y así pueda agradecer con aquellas palabras del Salmo: dilatasti cor meum: «has dilatado mi corazón» (Sal 119, 32). Así, el cristiano es una persona que «sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno»101.
Solamente la acción santificadora del Espíritu Santo –que obra en el alma, identificándola con Cristo– posibilita que en nuestra vida se realice aquella invitación de san Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 5).
La multiplicidad de lo que ha de ser amado –multiplicidad que es universalidad– impone a la caridad hacia los demás una exigencia precisa: la de ser un amor ordenado. En cierto modo, el primer aspecto de este orden en la caridad es la subordinación de todo otro amor al amor a Dios, a lo que ya se ha hecho referencia. Pero cabe aún considerar las palabras de Cristo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37).
Solo en cierto modo puede decirse que ese sea el primer aspecto del orden en la caridad, pues el amor que debemos a Dios no es el primero de una serie (cosa que parece sugerir la idea de orden), sino un amor que debe ser no solo mayor, sino distinto cualitativamente: absoluto, y por eso abarcador de todo otro amor; también, por tanto, del amor a los demás. Esa subordinación a Dios no disminuye la calidad del amor al prójimo, sino que la eleva incomparablemente, pues lleva a amarlo como Dios lo ama. Y el hombre jamás podrá igualar el amor que Dios tiene a todas y cada una de las personas humanas. Por eso, un pretendido amor a los otros, que nos separase del amor a Dios, no sería verdadero.
Si el amor a los demás es signo necesario del amor a Dios, también el amor a Dios será señal de que nuestro amor a los demás es verdaderamente cristiano, como enseña san Juan en aquella breve afirmación: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1Jn 5, 2).
El orden de la caridad se deriva, ya en el orden natural, del orden de semejanza entre quien ama y lo que es amado: «similitudo est causa dilectionis –la semejanza es causa del amor»102. En consecuencia, mayor amor es debido por naturaleza –a esto inclina la misma naturaleza– a quien mayor semejanza posee con quien ama; semejanza en los múltiples aspectos que pueden considerarse. En primer lugar, semejanza de naturaleza: el hombre debe amar, sobre todo lo creado, a sus semejantes los demás seres humanos. Y, entre estos, a quienes le unen vínculos de espíritu, de sangre, sociales, etc. No se trata de establecer una ordenación rígida entre los diversos objetos de la caridad, que, por otra parte, tampoco es cosa fácil y –salvo en los puntos fundamentales– incluso inútil. Este amar más a unos, implicado en el orden de la caridad con el prójimo, ni siquiera significa –paradójicamente– amar menos a los otros, sino más bien amar antes, poner primeramente las obras de amor hacia unos que hacia otros.
Al considerar la evidencia de que somos más semejantes a las otras personas humanas que a Dios, cabría pensar que deberíamos amarlas más (o antes) que a Dios. Sin embargo, como explica santo Tomás de Aquino: «La semejanza que tenemos con Dios es anterior y causa de la semejanza que tenemos con el prójimo, en cuanto que participamos de Dios aquello por lo que somos semejantes al prójimo. Y así, en razón de la semejanza, más debemos amar a Dios que al prójimo»103; y también: «amamos a Dios como causa de la bienaventuranza; al prójimo, en cambio, como participante junto a nosotros de esa bienaventuranza»104.
Otro de los aspectos del orden de la caridad, que interesa recordar, está indicado por san Pablo en la Epístola a los Gálatas: «mientras disponemos de tiempo hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Ga 6, 10). Hemos de amar antes a los hermanos en la fe que al resto de la humanidad. Esta primacía del amor a los que poseen la misma fe no solo –ni principalmente– se deriva de una razón que podría llamarse «táctica»: para mantener la unidad, fundamental para el desarrollo de la Iglesia, que es comunidad creyente. También, ciertamente, por esta razón. Pero el motivo profundo hay que buscarlo en la semejanza que el amor presupone. La vida sobrenatural implica una realidad ontológica interior: filiación divina, gracia que eleva la naturaleza, virtudes que elevan las potencias de esa naturaleza. Hay –con la elevación al orden sobrenatural– una profunda novedad en el hombre, que impone una primacía al amor hacia quienes como nosotros tienen esa elevación sobrenatural, la gracia, que es una participación de la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4).
Por el contrario, no sería ordenado un afecto –que debe existir– hacia personas no católicas e incluso enemigas declaradas de la Iglesia, que fuera unido a una cierta enemistad e incomprensión hacia hermanos en la fe que, en cuestiones opinables, sostuviesen posturas distintas a las propias. Sería una lástima constatar, en alguna ocasión, que se pudiese aplicar entre los católicos aquel dicho italiano: «amico dei nemici e nemico degli amici – amigo de los enemigos y enemigo de los amigos».
Para aprender a amar, hemos de contemplar a Jesucristo, porque su amor a los hombres –como ya se ha mencionado anteriormente– es la medida y paradigma de la caridad cristiana: «Si no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa "no mezclarlo", "no contaminarlo" con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles ante el dolor de los demás. Seríamos capaces solo de una "caridad oficial", seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor humano»105.
La relación entre lo natural y lo sobrenatural no es una yuxtaposición: la gracia supone, sana y eleva la naturaleza; no la sustituye. Por eso, la caridad sobrenatural hacia los demás presupone el amor humano natural, para sanarlo y elevarlo. Y, como este, no es solo algo propio de la voluntad, sino también del sentimiento. Tenemos, para todo, el ejemplo de Cristo, el ejemplo maravilloso de «un Dios que ama con corazón de hombre (…). Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim»106.
Así como el amor a Dios no es solo un sentimiento, sino que lleva a obras que lo manifiesten, también el amor a los demás debe ser un amor con obras. Dice san Juan, en su primera epístola, que constituye como la carta magna de la caridad cristiana: «no amemos de palabra ni con la lengua, sino con obras y de verdad» (1Jn 3, 18). «Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu»107.
Las obras de amor –servicio– a los demás tienen también un orden preciso. Ya que el amor lleva a desear y procurar el bien a quien se ama, el orden de la caridad debe llevar a desear y procurar principalmente la unión de los demás con Dios, pues en eso está el máximo bien, el definitivo, fuera del cual ningún otro bien parcial adquiere su último sentido. Procurar el bien espiritual de los demás es el apostolado, que el Señor encomendó a los Apóstoles y, en ellos, a todos los cristianos, a cada uno según su condición y circunstancias: «Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). La entera misión de la Iglesia se puede resumir en esta traditio Evangelii, transmisión del Evangelio; Evangelio entendido en su sentido global paulino, como la «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16), que se hace presente principalmente en la Palabra y en los Sacramentos.
El apostolado, la evangelización, en todas sus formas ha de llevarse a cabo con el testimonio de la vida y con la palabra; misión esta de todos, no solo de los sacerdotes. Es una misión que todos los bautizados reciben del Señor y que han de realizar con profundo sentido eclesial, sin que por esto sea necesario un mandato de la jerarquía de la Iglesia. Concretamente, es muy necesario el apostolado de los laicos, que tiene su característica propia en realizarse dentro de las realidades del mundo: «la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo»108.
En la vida ordinaria, con sus múltiples relaciones familiares, profesionales y sociales, los laicos pueden unir de formas muy diversas el testimonio de su vida y la palabra que anuncia el Evangelio, contribuyendo –cada uno en la medida de sus posibilidades– a informar con el espíritu de Cristo las instituciones sociales, profesionales, los medios de comunicación, etc. Especialmente importante es la transmisión del Evangelio de persona a persona, en el diálogo de amistad sincera, de tú a tú, «obrando como obraría un fermento»109.
Este modo de transmitir el Evangelio reviste una particular eficacia, también por responder a una realidad antropológica importante: el diálogo interpersonal, en el que se busca transmitir a otro el bien recibido. Este diálogo apostólico surge con naturalidad cuando existe amistad sincera. No se trata de una instrumentalización de la amistad, sino de hacer partícipes a los amigos del gran bien de la fe y de la amistad con Cristo. Como recordó Benedicto XVI en la homilía del comienzo solemne de su pontificado, «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»110.
En cambio, buscar para sí o para los demás solamente los bienes materiales sería una forma de paganismo: «no andéis preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer, qué vamos a beber, con qué nos vamos a vestir? Por todas estas cosas se afanan los paganos. Bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso estáis necesitados. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán» (Mt 6, 31-33)111.
Si el amor que hemos de tener a los demás y al mundo ha de ser como el de Cristo, no podemos olvidar que el Señor no se ocupó en primer lugar de liberar a los hombres de las opresiones económico-sociales, que no eran menores hace veinte siglos que ahora. Cristo se conmueve ante la miseria y el dolor de los hombres, y nos pide que procuremos eliminarlos, pero sobre todo –porque su amor era y es el mayor posible– padece ante la ignorancia y el pecado. Su misión en la tierra fue precisamente la redención del pecado –verdadera y radical esclavitud–, por medio principalmente del Sacrificio de la Cruz: «Imitad, por tanto, a Dios –dice san Pablo–, como hijos queridísimos, y caminad en el amor, lo mismo que Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios» (Ef 5, 1-2).
Esta primacía del bien espiritual sobre todo bien material marca una exigencia de orden a la caridad cristiana, que, sin embargo, no puede tomarse como excusa para desentenderse del bien material de los demás, pues esa caridad se refiere también a ese bien. «Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»112.
La Iglesia ha enseñado siempre la importancia de ese aspecto de la caridad, que la Sagrada Escritura expresa con elocuencia divina. Cuando Tobías se dispone a partir para su largo viaje, recibe de su padre unos consejos, que vienen a ser un resumen de la Ley: «hijo, acuérdate del Señor todos tus días y no quieras pecar ni vulnerar sus preceptos. Realiza obras buenas todos los días de tu vida y no vayas por caminos de iniquidad (…). Reparte limosna de tus bienes, y que tu mirada no tenga recelo al hacerla; no apartes tu rostro de ningún necesitado, para que el rostro de Dios no se aparte de ti. Repártela según lo que tengas, hijo: si tienes mucho, reparte abundantes limosnas; si tuvieres poco, no tengas miedo de repartir limosnas conforme a ese poco (…). No retengas el salario de cualquier hombre que trabaje para ti (…). Reparte tu pan con el hambriento y tus vestidos con los desnudos (…). Bendice al Señor en todo momento, y suplícale que tus caminos sean rectos y que todas tus sendas y proyectos terminen bien (…). Ahora, hijo, ten presentes estos preceptos míos y que no se borren de tu corazón» (Tb 4, 5-19).
Hay una fuerte exigencia de caridad hacia el prójimo, que supone la justicia: ni caridad sin justicia (sería falsa caridad), ni justicia sin caridad, porque entonces –aun teniendo un valor en sí– no es la justicia que la Justicia de Dios (que es santidad) nos pide.
La importancia de la caridad en la atención a las necesidades materiales de los demás –que supone e informa la justicia– es tan decisiva que Jesucristo, hablando sobre el juicio final de la humanidad, declaró: «Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos, en cambio, a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme". Entonces le responderán los justos: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?". Y el Rey, en respuesta, les dirá: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis"» (Mt 25, 31-40). Y, a continuación, Jesús señala la eterna condenación de quienes no lo hicieron (cfr. Mt 25, 41-46).
A propósito de esta parábola, escribió Benedicto XVI: «Se ha de recordar de modo particular la gran parábola del Juicio final (cfr. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. "Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios»113.
No hay que olvidar, sin embargo, que todas esas obras externas de nada servirían para la vida eterna si faltase la caridad114, si faltase amor a Dios y amor, cariño humano y sobrenatural, a los demás. No se trata solo de hacer obras de caridad; esta virtud no se reduce a dar limosna, o a cualquier otro gesto semejante. La caridad no se hace, se tiene y, entonces, se desborda en obras de servicio. «La caridad, más que en dar, está en comprender»115. Si no hay comprensión, no hay amor; y si falta amor, no cabe una verdadera caridad cristiana.
Comprensión: alegrarse con quien se alegra y sufrir con el que sufre, pues «ex amore procedit et gaudium et tristitia – del amor procede tanto el gozo como la tristeza»116; empeño en evitar ese sufrimiento, y promover, mantener y aumentar esa alegría, poniendo todo lo que está de nuestra parte. Comprensión para reconocer que el verdadero y principal bien de los demás –causa de la alegría auténtica, indefectible mientras permanece esa causa– es la unión con Dios, que les llevará a la felicidad plena del Cielo. No es un consuelo fácil para los pobres, para los que sufren…; sino la esperanza profunda del hombre, que se sabe hijo de Dios y coheredero con Cristo de la vida eterna, sea cual sea su condición. Por eso, el cristiano puede tener un profundo señorío sobre todas las cosas de este mundo, a las que sabe dar una importancia relativa: solo Dios es lo absoluto. Y, con san Pablo, puede decir: «estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separamos del amor a Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 38-39).
Robar a los hombres esa esperanza, sustituyéndola por otra de una felicidad puramente natural, material e intraterrena, sería un fraude que, ante la experiencia de su precariedad e incluso de su utopía, conduciría a esos hombres, tarde o temprano, a la más oscura desesperanza. Por eso, el Papa Francisco nos advierte: «No os dejéis robar la esperanza»117.
Grandes son las exigencias, espirituales y materiales, del servicio cristiano a los demás: en la voluntad, en el sentimiento, en las obras. Ante esto, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de gestos sorprendentes. Pero tampoco se queda tranquilo: porque «caritas enim Christi urget nos – porque el amor de Cristo nos urge» (2Co 5, 14). «En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar –lucha de paz– contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres»118.
El cristiano ha de sembrar paz y alegría en el mundo. Paz y alegría en las almas singulares y en la sociedad. La paz está muy presente en todos los libros del Nuevo Testamento –excepto en la primera carta de san Juan–, sobre todo como una realidad donada por Cristo, que el mundo no puede dar: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27). Podemos considerar que esta paz es el mismo Jesucristo que se entrega a nosotros: «Ipse est enim pax nostra – Él es nuestra paz» (Ef 2, 14), porque nos ha reconciliado con el Padre (cfr. Rm 5, 10), nos ha unido a Sí mismo y entre nosotros como hermanos.
El sentido literal de esta afirmación de Ef 2, 14, como indica el contexto inmediato, se refiere a la paz entre judíos y cristianos, que Cristo ha realizado abatiendo el muro de la separación entre ellos. Sin embargo, en un contexto más amplio, el abatimiento del muro de separación coincide con la inserción de los judíos y los gentiles en un único cuerpo, que es el Cuerpo de Cristo. Así pues, de una parte, la paz está unida a la reconciliación con Dios, a la justificación (cfr. Rm 5, 10s) y, por tanto, a la gracia de la adopción filial. Por otra parte, quien está unido a Cristo, nuestra paz, debe abatir los muros de separación, ser «pacífico», operador de paz, característica propia de los hijos de Dios, según las palabras del Señor: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). En nuestro mundo, donde no faltan tensiones y divisiones creadas por los hombres, los cristianos están llamados a recortar distancias, a trabajar por aquella «cultura del encuentro», que comienza con el encuentro personal con Cristo119.
La paz ha de ser auténtica, no el fruto de un irenismo equívoco que, en nombre de la paz y de la concordia, pusiese al mismo nivel la verdad divina y el error humano, rehuyendo esa persecución (discordia) que Cristo predijo a quienes le son fieles: «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 10-12).
Hemos de amar y servir al mundo, como consecuencia necesaria de nuestro amor y servicio a Dios. Pero con amor desinteresado, sin buscar el aplauso o la contrapartida terrena, y con fortaleza ya que: «Si el mundo os odia –nos dice el Señor–, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor» (Jn 15, 18-20).
Era quizá más frecuente hace unos años que ahora, considerar los tiempos modernos como una época que marcaría el fin de un «cristianismo convencional» –vivido durante muchos siglos, desde la paz de Constantino–, para dejar paso a un cristianismo nuevo, cuya esencia radicaría en el compromiso con el mundo, en virtud de una nueva toma de conciencia del espíritu misionero del Evangelio.
En el fondo de esa actitud latía –y quizá aún late en algunos ambientes– un prejuicio sin fundamento: pensar que en la vida de la Iglesia, durante siglos, se han desvirtuado u oscurecido aspectos esenciales del mensaje cristiano. Esta valoración precipitada e injusta queda descalificada por la misma fe de la Iglesia, pues es imposible que el Espíritu Santo –que rige al Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo– haya podido permitir semejante error, universal y durante siglos. Ya el magisterio supremo de la Iglesia, hace mucho tiempo, confirmó esta fe en Dios y esta fe en la Iglesia, al condenar como herética la afirmación según la cual «en estos últimos siglos se ha esparcido un general oscurecimiento sobre las verdades de más grave importancia, que miran a la religión, y que son base de la ley de la doctrina moral de Jesucristo»120.
No cabe una renovación sustancial del cristianismo que la Iglesia ha vivido en veinte siglos. Cabe, ciertamente, y cabrá siempre, un progreso en el conocimiento de la inmensa riqueza del Evangelio y, sobre todo, una mayor fidelidad personal a Jesucristo, pero no una novedad en ese Evangelio. «Aunque nosotros mismos o un ángel del cielo –dice san Pablo– os anunciásemos un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Como os lo acabamos de decir, ahora os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema!» (Ga 1, 8-9).
Las serias y comprometedoras exigencias de la caridad cristiana siempre han sido las mismas. En todas las épocas ha habido por parte humana heroísmo y cobardía, santidad y pecado. Para vivir como Cristo nos pide, no hay que inventar otro cristianismo, sino ser personalmente más fieles al Señor; el aggiornamento cristiano, hoy y siempre, es fidelidad121. El beato Pablo VI lo recordó así: «nadie puede desear la novedad en la Iglesia, allí donde la novedad signifique traición a la norma de la fe; la fe no se inventa ni se manipula; se recibe, se custodia, se vive»122.
Si de verdad queremos servir a los hombres y al mundo, cumpliendo así el mandato del Señor, debemos amar antes a Dios, porque, solo en este amor y por este amor, nuestro servicio a los demás –amor con obras– podrá imitar la grandeza inigualable del Corazón de Cristo. Por el contrario, la palabra de Jesucristo y la experiencia histórica recuerdan siempre que el olvido de Dios y de la esperanza en lo eterno, nunca lleva consigo un mayor amor y servicio a los hombres y al mundo.
«¡Ven, Señor Jesús! Es el grito de la Iglesia que resuena en el último verso del Apocalipsis y que se oirá a través de toda la historia del mundo. Los hombres, desgraciadamente, son muy inclinados a olvidar las perspectivas eternas y a quererse establecer definitivamente aquí abajo, y era de temerse que, si se desistía de esperar la pronta venida de Cristo, se vendría a confiar primero que esta vuelta tardaba, y, después, por fin a esperar que no tendría lugar. Esta abdicación de las cristianas esperanzas sería la muerte del cristianismo y la decadencia irremediable de la Iglesia. Entonces se presenciaría, según la parábola del Señor, aquel golpearse de los siervos (Mt 24, 43ss.) y aquellas francachelas, diciéndose: "El amo tarda, no vendrá ya".
»De estos criados sin esperanza y sin fe se encontrarán siempre. Pero frente a ellos se levantarán los siervos fieles que, ceñidos los lomos y el hachón ardiendo entre las manos, esperarán sin desfallecer durante la larga noche la vuelta del dueño a quien aguardan: ¡Ven…, Señor Jesús!»123.