Diccionario de Teología


HistoriaHistoria de la salvación


Historia
I. LA HISTORIA Y SUS DEFINICIONES
II. LA HISTORIA Y EL HOMBRE.
   1. Origen de la historia como transmisión cultural.
   2. El hombre, objeto de la historia.
   3. Historia de la Iglesia o historia del cristianismo.
III. HISTORIA Y VERDAD.
   1. Filosofía kantiana de la historia.
   2. El historicismo.
Historia de la salvación
I. TEOLOGÍA BÍBLICA.
   1. La salvación en la historia.
   2. Designio de salvación e historia profana.
   3. Linealidad de la historia de la salvación.
   4. Las etapas de la historia de la Salvación.
II. TEOLOGÍA SISTEMÁTICA.
   1. El resurgir de la «historia de la salvación».
   2. Desarrollos en el siglo XX.
III. TEOLOGÍA LITÚRGICA Y ESPIRITUAL.
   1. Historia de salvación y memorial.
   2. Algunas expresiones en la vida litúrgica y en el tiempo.

 «    Historia    » 

I. LA HISTORIA Y SUS DEFINICIONES

«Historia es el relato de los hechos que se dan por verdaderos; al contrario de la fábula, que es el relato de los hechos que se dan por falsos». La escueta definición de la Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des Sciences, des Arts et des Métiers, relevante chef-d'oeuvre de la Ilustración francesa, está prestigiada por un antiquísimo consenso que permanece inalterado hasta nuestros días.

Ya anteriormente, durante el mismo siglo ilustrado el Diccionario de Autoridades editado por la Real Academia Española en 1726, define la «historia» como «relación hecha con arte: descripción de las cosas como ellas fueron por una narración continuada y verdadera de los sucesos más memorables y las acciones más célebres». Cita en su abono a Christóbal Suárez de Figueroa, en su Plaza Universal de todas ciencias y artes, disc. 38: «La Historia da forma a la vida política y edifica la espiritual». Cita asimismo a Antonio de Solis en su Historia de Nueva España, lib. I, cap. 1: «Ha de salir desta confusión y mezcla de noticias, pura y sencilla la verdad, que es el alma de la Historia» (ed. facsimile, Madrid 1964, III: o-z).

En pleno Siglo de Oro, Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, que vio la luz en 1611 y que se publicó de nuevo en 1674 con las adiciones de Benito Remigio Noydens, el concepto «historia» se definía en estos términos: «Es una narración y exposición de acontecimientos passados, y en rigor es de aquellas cosas que el autor de la historia vio por sus propios ojos y da fee dellas, como testigo de vista, según la fuerca del vocablo istoria, apo tou istorein [sic], quod est spectare vel cognoscere. Pero -continúa- basta que el historiador tenga buenos originales y autores fidedignos de aquello que narra y escrive, y que de industria no mienta o sea floxo en averiguar la verdad, antes que la assegure como tal». Constata también Covarrubias la acepción más vulgar del término como «cualquiera narración que se cuente, aunque no sea con este rigor, etc.» (ed. preparada por Martín de Riquer, Barcelona 1943, 692).

Alfonso Fernández de Palentia en el Uniuersal vocabulario en latín y en romance -conservado en el incunable de 1490 y bien conocido por los estudiosos merced a su reedición facsimile realizada en 1967 por la Comisión Permanente de la Asociación de Academias de la Lengua española- recoge y transmite huellas evidentes de la lexicografía medieval, si bien -como dice Gili Gaya en la Nota preliminar- «no se limita como sus predecesores a yuxtaponer las equivalencias castellanas a las palabras latinas dispuestas en serie alfabética, sino que las acompaña a menudo de explicaciones literarias, gramaticales, mitológicas e históricas, a veces extensas, que le dan cierto carácter incipiente de diccionario enciclopédico de humanidades grecolatinas». Revela, por tanto, la perduración medieval de un concepto preciso: «Historia -leemos primero en el latín medieval de Alonso de Palencia- est narratio rei geste, per quam ea que in preterito facta sunt dignoscuntur. Dicta autem grece historia ab historin [sic], quod est videre vel cognoscere. Apud veters enim nemo scribebat historiam nisi is qui interfuisset». Y seguidamente, en román paladino, «historia es narración o cuento de cosa acaesçida: por la qual se saben los fechos passados. Dizese historia de historein en griego, que es veer o conosçer, porque ninguno de los antiguos escriuia historia saluo el que hauia en aquellos fechos intervenido».

Corría ya 1881 cuando Roque Barcia, en el que tituló con evidente empaque Primer diccionario general etimológico de la lengua española, situaba la historia en la categoría de «Buenas Letras» y eso que para estas horas había sonado ya la hora de las nuevas humanidades y la historia no se consideraba ya cuestión de señorío de pluma, sino ciencia estricta y convencimiento del valor de unos nuevos métodos más próximos a las ciencias experimentales. En todo caso, el periodista, político y constante revoltoso don Roque la define con acuerdo a la inmutable tradición: «Narración y exposición verdadera de los acontecimientos pasados y cosas memorables». Y con referencia a la etimología dice: «El griego historia, representa una forma simétrica de historeô, yo inquiero, yo averiguo, derivado de histôr, el testigo, el que sabe una cosa, porque la ve; de donde viene la significación de sabio que tiene el griego histôr [...) Esta serie -continúa- está en relación indudable con el verbo histêmi, disponer, colocar con sistema, ordenar, lo cual revela el sentido profundo de la voz del artículo. Y así dice Monlau: la historia es el relato de una serie de sucesos reales y dignos de memoria, presentados en su encadenamiento y con unidad de plan». Siguen luego -como hacen todos los diccionarios habitualmente- las indicaciones de otros usos del término «historia» en el habla vulgar.

El Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas (Madrid 1954), no define el término «historia»; envía al lector a la disertación de K. Keuck, tenida en Münster el año 1934, titulada Historia, Geschichte des Wortes und seiner Bedeutung in der Antike und in den romanischen Sprachen, de cuyo contenido no da indicación alguna, y remite para el castellano a la reseña de G. Sachs, cuyo título se omite. Se entretiene Corominas principalmente en la peculiaridad del término «estoria». Indicio de la desigual calidad de tratamiento en las numerosas entradas de un diccionario que puede considerarse pionero y que se emplea, según parece, con mayor cuidado a los vocablos problemáticos que a las voces cultas y de entronque homogéneo con su origen clásico. Véase -dicho sea de paso- la diferencia que media entre este incompleto tratamiento etimológico y la escueta nitidez de la definición del término «historia» que da la Encyclopédie.

Pero el término «historia» es recibido en las lenguas romances del caudal latino. El largo artículo dedicado a la «historia» en el Thesaurus linguae latinae hace patente el rigor científico garantizado por las cinco academias germánicas que lo vienen editando: las de Berlín, Gottingen, Leipzig, Munich y Viena (cf. vol. VI/31 Teubner-Leipzig 1936-1942, cols. 2833 ss.; cf. et. los dos volúmenes instrumentales del Thesaurus: a) Praemonenda de rationibus et usu operis, Teubner, Leipzig 1900; b) Index librorum scriptorum inscriptionum ex quibus exempla adferuntur, Teubner, Leipzig 1904). «La parte central del artículo -dice Praemonenda 57- va precedida en los tomos más modernos por una definición del significado fundamental del vocablo, que tiene como fin dar un equivalente semántico del tema». Para lograrlo con mayor precisión y matización se aducen autoridades relevantes según las diversas épocas, por ejemplo: edad de oro, edad de plata, época patrística, etc. Con referencia a la «historia» el artículo comienza así: A. Historia idem est quod rerum cognitio (quam habet is qui experientia doctus scit), inquisitio et similia. Avala esta definición con las autoridades, por ejemplo, de T. Maccius Plautus ex Vmbria Sarsinas (es decir, llamado el Sarsinate, por su origen en la ciudad de Sarsina; muere el 184 a. C.), Trinummus, v. 381: «... historiam veterem atque antiquam haec mea senectus sustinet». -M. Terentius Varro Reatinus (muere el 27 a.C.), Menippearum fragmentum 414: «... doces historian) necessariam: semen unum singulum esse». -Marcus Tullius Cicero (muere el 43 a.C.), Tusculanarum disputationum lib. I, par. 108: «Chrysippus, ut est in omni historia curiosus». -Apuleius Madaurensis (edad de los Antoninos), De Platone lib.I, 4 (unde Lucani comenta bernensia, lib. X, 180, 323, 2): «Plato Siciliam petivit historiae gratia, ut naturam Aetnae [...) intellegeret». -A.2: speciatim (acepciones derivadas): el término historia se extiende a la descripción geográfica, curiosidades observadas en viajes, y a la descripción de la naturaleza o de las prácticas medicinales, etc. Pero, si es historia, se sigue entendiendo la necesidad del testimonio directo del que conoce de visu lo que describe. Autoridad, por ejemplo, T. Maccius Plautus, Menippearum fragmentum 248: «... quin nos hinc domum redimus, nisi si historiam scripturi sumus (y explica per periphrasim: quam si scribere vult, regionem suis oculis videat necesse est). Fácilmente se comprende el tránsito de la historia de las curiosidades al producto de la fantasía que se prestigia con el nombre de historia. - B. Historia est rerum gestarum cognitio. Aqui se considera la exposición y tradición histórica, con su exactitud y también con sus riesgos. Y, en consecuencia, todo lo referente a las gestas, fábulas, leyendas y mitos. Los antiguos no distinguían, con la sutileza con que hoy se logra, entre la historia y los mitos; pero señalaban matices reveladores de la línea sutil entre lo verdadero y lo falso en los mismos mitos. Indican, por ejemplo, cuando hay fábulas que contienen historia, subrayan voces que están narrando historia verdadera, reclaman fe para la verdad de la historia que se está narrando. Conocen censuras para señalar la presencia de una milonga o de una licencia literaria, o afirman en ocasiones que aquello de que se habla es poesía (para subrayar que no es historia) o que un autor es poeta (queriendo destacar que no es testigo de visu o historiador). A la historia estricta se oponen los anales (aunque a veces son sinónimos), o la descripción de la vida, o el panegírico, o la epístola, o la fama, o las añoranzas y el deseo, o -en general- el género épico. En el apartado Ba se ofrecen elementos definitorios de gran utilidad: «Hay que distinguir siempre -se afirma- la historia de la fábula y de los argumentos». Se aducen varias autoridades, por ejemplo: Rhetores incerti de ratione dicendi ad Caium Herennium, lib. I, 8, 13: «Historia est gesta res, sed ab aetatis nostrae memoria remota». En el mismo sentido Cicerón, De inventione, lib. 1, 27; Caius Marius Victorinus (saeculo IV, senex christianus factus), Explanationes in Rhetoricam M. Tullii Ciceronis, lib. I, 19, p. 202, 18 ss. de la ed. Rhetores latini minores de Halm. -San Isidoro (último tercio del VI y primer tercio del VII) Originum sive etymologiarum, lib. I, 44, 5: «Historiae sunt res verae quae factae sunt». -Se aducen autoridades para probar que la historia no siempre es lo mismo que los anales: A. Gellius (escribió bajo Marco Aurelio), Historicorum romanorum fragmenta, ed. Peter 1883 (ed. min.) 5, 18, 1: «Historiam ab annalibus quidam differre eo putant, quod cum utrumque sit rerum gestarum narratio, earum proprie rerum sit historia, quibus gerendis interfuerit is qui narret». -Maurus Servius Honoratus, grammaticus (fin siglo IV-princ. V), In Vergilium Commentarius, ad Aeneam 1, 173: «Historia est eorum temporum quae vel vidimus vel videre potuimus, dicta apo tou historein, id est videre; annales vero sunt eorum temporum, quae aetas nostra non novit; unde Livius ex annalibus et historia constat».

En nuestro retroceso por las márgenes de la evolución lexicográfica y semántica del término «historia» hacia las fuentes primeras no sería justo detenerse ignorando el estadio griego y la relevante impronta indoeuropea. Por lo demás es terreno conocido. En L'Histoire et ses méthodes -«bouquin» de L'Encyclopédie de la Pléiade, de Gallimard, 1774 páginas en papel biblia, dirigido por Charles Samaran, prestigioso Membre de l'Institut-Henri-Irénée Marrou escribió el primer artículo, el que tras el Préface abre la rica colección de estudios sobre aspectos, disciplinas, técnicas o áreas de estudio muy diversas concernientes a la historia. «Explanado terminorum», hubieran dicho los escolásticos setecentescos u ochocentescos antes de iniciar la «disputado» sobre una tesis de escuela. -«Qu'estce que l'Histoire?», se titula el mencionado artículo de Marrou pergefiado como corresponde a tal autor. «El término -escribe- es herencia del griego antiguo, y más precisamente del dialecto jonio; historia entronca con la raíz indoeuropea wid-: en griego eidô, en latín uideo, en paleo-eslavo vidjeti (en ruso videt’), "ver", en griego oida, en gótico witan (en alemán wissen, en inglés wit), en galés gwydd (en breton gouez), "saber", en sánscrito Veda, "El Saber" (por excelencia), por intermedio del nombre de agente histôr, aquél que sabe, el experto, el testigo, de donde el verbo historeô, investigar, informarse. Es el sentido primordial y más extenso del término "historia" -continúa diciendo Marrou- que todavía se percibe en la frase famosa con que se inicia la obra más antigua que se ha conservado de los historiadores griegos: He aquí el relato de la investigación emprendida por Herodoto de Halicamaso para impedir que las acciones llevadas a cabo por los hombres sean olvidadas por el tiempo». Al par, hay que tener en cuenta el ramaje que se deriva del tronco principal hasta completarse sustancialmente en época helenística. Platón había hablado de «historia» para referirse a la naturaleza entera en el sentido de una extensión cuyo núcleo era la física, Aristóteles habla de la «historia de los animales», Teofrasto de la «historia de las plantas». Historia natural, en fin. Todavía hoy los diccionarios siguen recogiendo como ya se ha visto estas ramificaciones.

Como conclusión interesante -pese a su obviedad-, debemos señalar que la evolución semántica del término «historia» es de una homogeneidad notoria y si quisiéramos determinar con palabras de Federico Suárez «las notas de lo que comúnmente, y desde siempre, se ha venido entendiendo por historia, parece que habría que concretar estas tres: hechos verdaderos, pertenecientes al pasado, de cierta relevancia» (Reflexiones sobre la historia y sobre el método de la investigación histórica, Madrid 1977, 22). La sencillez de esa formulación tiene la ventaja de defender la autenticidad de la historia frente a la agresión de posibles originalidades caprichosas; pero adviértase bien que no se trata de una definición propiamente tal: son notas características, cualidades que sirven para distinguir la historia de posibles semejanzas o remedos. Por lo demás, esas tres notas tienen que ver con el objeto de la historia: no son, por lo tanto, las únicas. Bien lo explicita el profesor Suárez. Es preciso hablar también del método, de los síes y de los noes, de las hipótesis y de los interrogantes, de la crítica -que, en definitiva, es como la médula de la historia- y de otras posibles cuestiones. En palabras de Marrou: «... la historia es una disciplina científica, rica en siglos de larga experiencia, y en posesión de un método original elaborado poco a poco y progresivamente afinado al contacto con su objeto. Nuestras bibliotecas han visto acumularse en el curso de una larga serie de siglos una enorme cantidad de trabajos consagrados al estudio del pasado vivido por el hombre en cuanto hombre». Concluye Marrou advirtiendo que, al igual que otras ciencias que sólo se comprenden bien en la medida en que se experimentan, así es también la historia.

«La historia de los acontecimientos -continúa diciendo la Encyclopédie- se divide en sagrada y profana. La historia sagrada es una sucesión de operaciones divinas y milagrosas por las cuales ha querido Dios conducir en otros tiempos a la nación judía y ejercitar hoy en día nuestra fe». Bien se entiende lo que el ilustrado autor del artículo advierte a quien quisiera saber algo de historia sagrada: «Yo -dice- no tocaré nada con respecto a esta materia». Y sin otros preliminares la Encyclopédie se engolfa en el desarrollo práctico de lo que la historia es: en definitiva, el mejor método para comprender la naturaleza de la historia es el método genético -es decir, la historia de la misma historia-, cuya génesis puede reducirse a tres estadios esenciales: primero es la transmisión de los recuerdos, segundo es la elaboración de los mitos construidos sobre los recuerdos recibidos, en tercer lugar aparece la historia, con sus diversos grados de certeza en razón de la fuerza de los argumentos en que se apoya y de la crítica que garantiza su naturaleza y rigor científicos.

La historia es un correlato de la memoria colectiva de los hombres Memoria de consciencia, de experiencia y de responsabilidad: memoria necesaria, porque sin memoria es imposible la sabiduría. Pero como la escala de la sabiduría tiene su primer peldaño en la curiosidad admirativa así la via historiae tiene su punto de partida en la esencial curiosidad que el hombre tiene acerca del hombre; su objeto material -por eso- es tan extenso como el fenómeno humano, como la humanidad misma en su entera difusión por el tiempo y el espacio. Su objeto formal, sin embargo, es su devenir: que no es el devenir de la naturaleza inorgánica, ni la evolución del reino vegetal y animal; sino el manifestarse en palabras y hechos del único ser que piensa, ama, sufre y anhela; y, por su espíritu, es capaz de Dios. Un realizarse, por lo tanto, dialógico: diálogo del hombre con Dios, del hombre con los otros hombres. Conjunción misteriosa de naturaleza y libertad. Un devenir que es, autorrealización no sólo en la esfera de la individualidad personal, sino también en el universo social de las civilizaciones y culturas.

La curiosidad histórica, que, si es auténtica, tiende de por sí -como ya se ha dicho- a un conocimiento sapiencial, no coincide con la curiosidad antropológica cuya esfera es el conocimiento filosófico acerca de lo que el hombre es; ni menos con la que es propia de la biología del hombre en cuanto significa una supremacía culminante en el reino animal. No intenta responder la historia a la pregunta ¿qué es el hombre?, sino a la pregunta ¿quién es o quién fue el hombre, quiénes son o quiénes fueron los hombres? La antropología se interesa por el qué, la historia por el quién: la antropología es una disciplina filosófica que se establece sobre principios generales y formula tesis y conclusiones también generales. La historia, sin embargo, desciende hasta lo singular y no se confina en la esfera de las verdades abstractas.

Según eso, la historia se desarrolla en prioridad con respecto a la antropología. Pero en todo caso, la pregunta qué es el hombre sólo puede responderse a partir de la experiencia de los hombres concretos y singulares -a riesgo, de otro modo, de encontrar una respuesta macilenta, un fruto magro de jugo vital, por provenir de la sola introspección, o de la elucubración en soledad o del corto horizonte (si no de la experiencia singular) del estudioso. A esta luz cobra sentido fuerte el adagio que reza Historia est magistra vitae: porque, como todo magisterio que merezca ese nombre, añade y sobreabunda como fuente que transmite el sabio caudal de los siglos -que vale tanto y más que el más rico campo de experimentación.

II. LA HISTORIA Y EL HOMBRE.

1. Origen de la historia como transmisión cultural.

Antes de la historia fue el mito. Y antes del mito, los pueblos sin historia, sin palabras, sin escritura. Pero toda huella humana es elocuente y los ojos humanos han sabido descubrir noticias interesantísimas de los más primitivos tiempos, aun cuando sea más lo que se ignora que lo que se sabe; más lo que se hipotiza que lo que se debe admitir como inconcuso. El mito es profundamente humano, capaz de transmitir sabiduría y experiencia histórica. Suele hablarse de los mitos como si fuesen narraciones arcaicas que han sido vida de las antiguas sociedades y que -puesto que ejercían una función modélica- conservan un vigor capaz de retoñar todavía hoy en la sensibilidad y el talento de quien los considere. Así retoñaron los mitos grecorromanos en el talento y sensibilidad de los renacentistas contribuyendo a dar forma a la modernidad -modelando el gusto, creando nuevos cánones de belleza, espacios arquitectónicos, aprecio del cuerpo humano, construcción paisajística de villas y jardines, regenerando el arte, en una palabra, y excitando el espíritu de investigación-. Pero el mito es no sólo narración y relato: es la expresión integral de un momento total existencial, plasmación de momentos intuitivos fuertes mediante la palabra, la música, los coros, los poemas, los sacrificios y las celebraciones cúlticas con participación del cosmos: inundaciones, eclipses, fases de la luna, comienzos de las estaciones. Todos los grandes acontecimientos de la vida eran vividos con íntima conmoción: la muerte y el nacimiento, las bodas y los ritos de iniciación, las entronizaciones regias y los enterramientos de los soberanos, la imposición del nombre. Relatos mito-poéticos se conservan en la Biblia -y son particularmente eximios los que se leen en los 11 capítulos iniciales del Génesis- para darse cuenta del surtidor sapiencial que son capaces de generar en quien los estudia.

Juntamente con el mito y participando de su mismo prestigio social está la literatura sacerdotal o sapiencial; o también otros escritos que, sin pretender transmitir una cosmovisión, dan la imagen Espiritual de una cultura o de una época. La adopción de la escritura marca en el recurrir del tiempo humano un avance gigantesco para asegurar la memoria de la humanidad y contribuir a la objetivación de sus contenidos. Fue inventada para garantizar la fidelidad en las actividades económicas en el primitivo Próximo Oriente. Hasta no hace mucho tiempo la teoría más difundida entre los especialistas situaba el origen de la escritura en el sur de Irak, hacia 3.000 a.C. Se consideraba lo más probable que fuese en Uruk, que para esa época había vivido una larga historia, donde estuvo el epicentro de tamaño avance cultural. Hoy en día se da por más cierto que la invención de la escritura obedece a un proceso gradual, sobre una amplia zona geográfica: no solamente Uruk; Nínive (Irak), Tell Irak, Habuba Kabira (norte de Siria), Susa, Choga Mami, Godin Tepe (oeste de Irán) conservan tablillas inscritas pertenecientes al final del cuarto milenio a.C., pero en su factura y elaboración remiten a una tradición anterior cuyo origen está por comprobar. (J.T. Hooker y otros, Leyendo el pasado. Antiguas escrituras del cuneiforme al alfabeto, Madrid 1990; cf. el sin duda clásico J.G. Février, Histoire de L'Écriture, Paris 1959).

Grecia ha sido la primera patria de la historia. Dos generaciones antes de que Herodoto viese la luz escribían ya de asuntos que conciernen a la historia y que ya no son simplemente mitología: Hecateo de Mileto (560-480 a.C.) había sido pionero de trabajos sobre genealogía -se dice que escribió una obra en nueve libros, organizando los muchos datos confusos sobre los orígenes y deseando organizar con la posible lógica las sucesiones de los héroes y sus parentescos. Lo mismo en sus dos libros de geografía o de etnografía titulados Descripción de la tierra, en el cual se integraba un mapa de la tierra conocida. De estos trabajos sólo se conservan fragmentos. De otra parte, la historia local se estrena con Charon de Lámpsaco que escribió la historia de su patria. Janto, por su parte, escribió las Lidíacas. Además por esa misma época ya conocemos autores diversos que tratan de estas tres áreas: genealogía, geografía e historia local. Todos tienen el marchamo de los inicios con preocupaciones sobre los orígenes, las fundaciones, prestan poca atención a los sucesos recientes a no ser las guerras persas que atraen más su mirada. La cronografía -en época contemporánea de Tucidides- comienza con Hellanicus y con Hippias de Elis entre otros autores de esa misma época, todos los cuales ofrecen datos de diversos lugares de Greda y contribuyen a una mejor datación de los hechos. Herodoto, Padre de la Historia, refleja las preocupaciones de sus predecesores, pero amplía el campo de visión; se alimenta de noticias provenientes de las historias locales de diversos lugares coordinándolas con los grandes acaecimientos y a los grandes protagonistas explicándolos y atribuyéndoles justa y prudente responsabilidad en las ocurrencias posteriores. Su estilo narrativo es vívido, elegante y ameno. Consigue vigorosas recreaciones del pasado -que serán de tanto prestigio en sucesivas generaciones de historiadores-. Da noticias de medos y persas, fenicios, lidios, griegos, egipcios y escitas. Él mismo había viajado por Asia Menor, Grecia y Egipto. Los antiguos dedicaron sus nueve libros de Historias a las nueve musas (nueve, sí; no siete, como luego fueron). Tucídides (ca. 460-400 a.C.) escribe la Guerra del Peloponeso -ocho libros, 1500 páginas de las modernas ediciones- librada durante 27 años entre Atenas y Esparta, y en la que Tucídides intervino personalmente como estratega. Escribe, por tanto, en muchos casos como testigo de visu. Se le achaca su concisión escueta en las narraciones en contraste con su profusión en los discursos y arengas. Tais de Hellanicus, Philistus, Timeo, el gran Jenofonte con sus Hellenica, su Hierón de Siracusa o su Ciropedia -dicen autores franceses que hasta el Telémaco de Fenelon no se volvió a escribir una biografía tan encantadora- tiende con su pluma magistral más a lo episódico que a la grandeza de las concepciones históricas. Éforo, el primero en intentar una historia universal de Grecia, Theopompo con su Philippica ensaya el género biográfico, donde en el centro del gran angular se halla un protagonista singular que arenga, aconseja y dirige la hazaña moral o política. Calístenes y toda la pléyade de historiadores de Alejandro. Con razón puede Grecia enorgullecerse de sus historiadores y del gran prestigio de un género que todos los pueblos habían de ver como necesario para lograr, robustecer, interpretar y hacer respetar la nacional idiosincrasia.

Cuando Roma comenzó a escribir historia lo hacía en griego y no pensaba que fuese posible hacerlo en latín por lo venerable de su objeto y el respeto que merecía su función. Fabius Pictor, el primer historiador romano, escribió su historia en griego y como él otros. El primero que empleó el latín fue Postumius Albinus autor de los Origines, pero no pudo evitar que Catón lo tildase de petulante. Tras él otros se embocaron por el mismo camino de la lengua vernácula para relatar la historia. Escritores de Annales que fueron precursores de los analistas de la Respublica: Licinius Macer, Claudius Quadrigarius, Valerius Antias y sobre todos Titus Livius (ca. 60-17 a.C.). Son muchos los escritores de Annales que se remontan en su historia a los orígenes de la Urbe Romana. Han usado como fuente los Annales de anteriores escritores y han acrecentado el caudal con el acopio de fuentes familiares y tradiciones orales. La época de los Gracos perdió el gusto por los Annales y más que la repetición de los hechos buscó la historia política que dejase constancia de las realidades contemporáneas a la manera de Tucídides. Figura significativa es Sisenna, predecesor de Cayo Salustio Crispo (83-35 a.C.), autor -además de tantas páginas perdidas- de dos obras justamente celebradas como son la De bello lugurthino y De coniuratione Catilinae. Continuador de Salustio fue Asinius Pollio. Aemilius Scaurus, Rutilius Rufus, Sulla, escribieron sus recuerdos de batallas en que intervinieron, pero ninguno alcanzó la fama de los Commentarii de Caesar que adquirieron nombre y se leen todavía hoy. Pero para los romanos nadie como el gran Tito Livio a quien consideraron el Herodoto latino o como Salustio en quien vieron a Tucídides redivivo.

Después de Tito Livio nadie escribió con la finura de que él hizo gala describiendo la época republicana. Es más en el año 25 d.C. Cremutius Cordus pagó con su vida las veleidades republicanas deslizadas en sus páginas. La era imperial, tan gloriosa como fue, exigió historiadores especializados en la biografía. El pasado republicano diríase que pasó al olvido. Cayo (o Publio) Cornelio Tácito (¿54 ó 57? d.C., se supone que murió octogenario) en sus Historiarum libri -conservados sólo los cuatro primeros y algún fragmento del quinto- estudia la evolución de la dinastía Flavia de la que fue contemporáneo. Posteriormente escribió Annales -de los que sólo se conservan los cuatro primeros libros, parte del quinto, fragmentos del sexto, completos del undécimo al decimoquinto y buena parte del decimosexto- donde aplica cordura y magistral análisis a los contextos y acaecimientos de la dinastía Julia siguiendo el estilo de aquellos historiadores que habían narrado compendiosamente la historia de la República. Demuestra Tácito un conocimiento muy grande del corazón humano, de sus flaquezas e inclinaciones y recrea situaciones y describe caracteres con inigualable sensibilidad. Tiene que situar siempre en el centro de sus páginas al emperador porque eso lo lleva consigo todo régimen político personalista. Del mismo modo que trae también consigo devengos inseparables de corrupción. La mejor obra de Tácito es la Vita Agricolae, modelo de biografía y de delicioso estilo. De situ, moribus et populis Germaniae libellus es obra de materia geográfica y etnográfica, cuya motivación y origen promueve debates no fácilmente resolubles: resulta una novedad incuestionable, pero extraña entre los habituales objetos de atención del sabio historiador Los renacentistas -Cosme de Médicis, Hugo Grocio, o G. Vosio- reconocieron a Tácito como estrella de primera magnitud. De Justo Lipsio se dice que conocía todas sus obras de memoria y que por eso fue llamado Sospitator Taciti. Cayo Suetonio Tranquilo escribió Duodecim Caesares, obra que tuvo muchos imitadores. Entre éstos cabe citar al autor de Historia Augusta, modelo de mendacidad, pese a la supervivencia que sus páginas han logrado, más que merecido. El último gran historiador romano ya es a fines del siglo IV: Ammianus Marcellinus. El decaimiento del Imperio era ya patente y los historiadores cristianos estaban más atentos al acontecimiento eclesial de la Ciudad de Dios que a los análisis políticos de lo que veían languidecer sin remedio.

Los historiadores cristianos escribieron en latín y en griego, y así hasta nosotros ha llegado la corriente dúplice de las dos culturas que -si no únicamente, si por encima de cualquier otra- nos han transmitido la tradición stylo historico (cf. Prosopographia Imperii Romani, saeculis I, II, III, 6 vols. Berlin-Leipzig 1933-1948; A. Momigliano, Sui fondamenti della Storia Antica, Torino 1984; íd., La historiografía griega, Barcelona 1984; Ch.W. Fornara, The nature of history in Ancient Grece and Rome, Berkeley-Los Angeles-London, 1983).

2. El hombre, objeto de la historia.

Puede decirse que aquel alentar humanista de las élites «quatrocentescas» y «cinquecentescas» se encarna en la professio historiae tal como se entiende hoy. El profesional de la historia podría asumir como lema propio -desde el surgimiento de las nuevas humanidades y desde que la nueva historia ha obtenido carta de naturaleza en la república de las Ciencias y de las Letras- la formulación clásica del verso de Terencio: «Homo sum: humani nihil a me alienum puto» (Heautontimoroúmenos, act. I, esc. I, v. 77).

Pero ¿qué es el hombre? La respuesta ha sido unánime durante siglos: homo est animal rationale. Definición, ésta, que trae probablemente su origen de las conversaciones del Peripato. Por su elementalidad esencial ha podido parecer evidente por más de dos milenios. Atribuida por Jámblico a Aristóteles y aceptada más tarde por la escolástica en los siglos medievales, su prestigio sigue siendo válido en la época ilustrada y en la Aufklárung. Bien se entiende que tan escueta y dramática definición -materia y espíritu componiendo un único ser- había de ser semilla de una fronda de consideraciones contemplativas y admirativas. Con intuición -que se adelantaba a los tiempos- lo expresaba Giovanni Pico della Mirandola poniendo en labios de Dios creador estas palabras dirigidas al primer hombre: «Adán, Yo no te he dado un puesto determinado, ni un aspecto propio, ni prerrogativa alguna peculiar, a fin de que tú los consigas -aquel puesto, aquel aspecto, aquellas prerrogativas que pudieras desear- y los poseas con tu propia voluntad y decisión. La naturaleza limitada que a otros he dado está encerrada en un campo de leyes decretadas por Mí. Pero tú no estás constreñido por barren alguna; y, puesto que te he dejado bajo la potestad de tu propio albedrío, con él gobernarás tu naturaleza. Te he puesto en medio del mundo para que desde allí te percates mejor de todo lo que hay en él. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo -como libre y soberano artífice- te plasmes y te esculpas según la forma que tú mismo elijas. Podrás degenerarte descendiendo como las bestias; podrás, según tu propio querer, regenerarte ascendiendo hacia lo alto, hacia las cosas divinas» (Oratio de hominis dignitate, en Giovanni Pico della Mirandola/G.F. Pico, Opera omnia [1557-1573], I. Hildesheim 1969, 314. Cf. edición castellana del discurso De la dignidad del hombre, preparada por L. Martínez Gómez, Madrid 1984). Con razón Pico della Mirandola ha podido ser calificado como el «ejemplo más puro del humanismo cristiano». Su inteligencia del hombre conecta con el desarrollo verificado en la antropología desde el siglo XIX, a partir de Kant y de Hegel más singularmente. El hombre es entendido desde entonces como un ser esencialmente incompleto, que debe construirse a sí mismo. «¿Por qué hay, en general, historia? -pregunta Karl Jaspers-. Por el hecho de que el hombre es finito, inconcluso e inconcluible, debe en su transformación a través del tiempo percatarse de lo eterno y sólo por ese camino puede hacerlo. El carácter inconcluso del hombre y su historicidad son una misma cosa. La limitación del hombre excluye ciertas posibilidades: no puede haber ningún estado ideal sobre la tierra. [...] Por la permanente inconclusión de la historia, todo debe cambiar, ser constantemente de otra manera» (K. Jaspers, Origen y meta de la Historia, Madrid 1980, 301).

Pero ese impulso de saber acerca del hombre y de su devenir admirable -en todo caso misterioso- no está forjado sobre un interés filológico, erudito, arcaizante. «Se ha dicho (Spengler) -ha escrito Ortega y Gasset- que los grecorromanos eran incapaces de sentir el tiempo, de ver su vida como una dilatación en la temporalidad. Existían en un presente puntual. Yo sospecho que este diagnóstico es erróneo, o, por lo menos, que confunde dos cosas. El grecorromano padece una sorprendente ceguera para el futuro. No lo ve, como el daltónico no ve el color rojo. Pero en cambio vive radicado en el pretérito. Antes de hacer ahora algo da un paso atrás como Lagartijo al tirarse a matar; busca en el pasado un modelo para la situación presente, e informado por aquel se zambulle en la actualidad, protegido y deformado por la escafandra ilustre. De aquí que todo su vivir es en cierto modo revivir. Pero esto no es ser insensible al tiempo [...] Significa simplemente un cronismo incompleto, manco del ala futurista y con hipertrofia de antaños. Los europeos hemos gravitado desde siempre hacia el futuro y sentimos que es ésta la dimensión más sustancial del tiempo, el cual, para nosotros, empieza por el después y no por el antes. Se comprende, pues, que al mirar la vida grecorromana nos parezca acrónica».

Pero íbamos diciendo que el interés histórico nunca es el prurito filológico, el detallismo erudito o el afecto arcaizante de quien señala siempre anticipaciones históricas análogas al evento de que se trate. Al afectado por ese impertinente prurito lo llama Ortega y Gasset filólogo: «Esta como manía de tomar todo presente con las pinzas de un ejemplar pretérito se ha transferido del hombre antiguo al filólogo moderno. El filólogo es también ciego para el porvenir. También él retrograda, busca a toda actualidad un precedente, al cual llama con lindo vocablo de égloga, su "fuente". [...) Siempre el paso atrás, y el pie de hogaño en huella de antaño. El filólogo contemporáneo repercute al biógrafo clásico» (La rebelión de las masas, Buenos Aires 1946", 173-174). Y más adelante: «El filólogo, el historiador actual, que es de suyo arcaizante» (ibid, 177). Y, en fin: «Los filólogos -llamo así a los que hoy pretenden denominarse historiadores» (ibid, 178).

Don José Ortega y Gasset tenía áurea palabra, decir irreprochable. Por otro lado, la pluma de don Claudio Sánchez Albornoz era culta, con un toque de adustez. Puestos al diálogo el respeto era recíproco. El historiador, transformando la ironía del filósofo en alegoría didáctica, escribe: «De palabra de égloga ha calificado Ortega y Gasset, con una sonrisa burlona, el vocablo «fuente» aplicado a los testimonios del pasado. Palabra certera, porque de ellas fluye el río de la Historia. La multiplicación de esas fuentes viene a hinchar el curso de sus aguas. O, lo que es igual, a facilitar el conocimiento científico del ayer, al ofrecernos nuevo caudal de hechos históricos» (Historia y libertad. Ensayos sobre historiologia, Madrid 1974, 37-38)

Estamos, pues, ante la historia como actitud de quien está despierto ante el curso de los aconteceres -que, por ser humanos, reclaman una curiosidad sumamente noble-. «Yo no me siento interpelado por los árboles del campo, sino por los hombres de la ciudad» -dicen que declaró Sócrates-. Es decir, por los hombres y la política, los hombres y sus relaciones recíprocas, la justicia y el derecho, sus avatares sucesivos. Es, por tanto, la historia un instinto serio, orientado por la curiosidad sapiencial y, porque toda ciencia es histórica y el progreso es necesariamente un devenir en el que la libertad humana es protagonista, requiere vigilia mental y capacidad de distinguir los perfiles de las realidades concretas. Se ha discutido siempre sobre si la historia es ciencia o es arte. La política, la moral, la pastoral son arte. ¿También lo será la historia? Decir que no es ciencia parece reducir la historia al dominio de las Musas, entregándola al paraíso de la psique, pero condenada a permanecer fuera de las moradas más íntimas del espíritu -que es el intelecto-. El argumento más generalizado que aboga a favor de que la historia no es ciencia es éste: a la ciencia concierne lo general, a la historia lo concreto y lo particular. Son muchos y casi infinitos en su multitud diversa los fenómenos y las singularidades, diferentes los pueblos, las circunstancias y condiciones, las personalidades e idiosincrasias; el panorama es incapaz de ser reducido a leyes generales, «la imposibilidad de experimentación y cuantificación, los rasgos de novedad, complejidad, impredecibilidad inevitable selectividad de presentación, insuficiencia de explicación causal, y así sucesivamente» (E. Kahler, ¿Qué es la historia?, México-Buenos Aires 1966, 185-186).

Pero en el debate sobre la historia ¿ciencia o arte?, la respuesta es decididamente a favor del scire, del noscere. Hay un logos histórico que es la clave para comprender la historia. Ahora bien, a tal logos debe corresponder un ethos propio que se deduce del compromiso humano de honradez fundamental que caracteriza toda connotación a la verdad. Se ha proclamado con toda razón que la historia exige ser comprendida sin que pueda considerarse válida la simple erudición. El recurso a la historia debe considerarse, por lo tanto, tan indispensable como cualquiera de las viae sapientiae: «Hay en la inteligencia facultades cuyo único fin es conocer. Tales son la Inteligencia de los principios, la cual [...) nos hace ver inmediatamente -por efecto del lumen activo que está naturalmente en nosotros- las verdades evidentes por sí mismas de las cuales depende todo nuestro conocimiento; la Ciencia que hace conocer por demostración, asignando las causas; la Sabiduría, que hace contemplar las causas primeras, donde el espíritu abarca todas las cosas en la unidad superior de una simple mirada» (J. Maritain, Arte y Escolástica, Buenos Aires 1958, 9). Por otro lado -como dice Kleutgen siguiendo la tradición escolástica-, ars est facultas faciendi aliquid ex regulis certis atque perspectis. Así pues, la historia es consecuencia inmediata del appetitus sciendi del alma -quae est quodammodo omnia- y sólo secundariamente se pone al servicio del dominio del obrar o del dominio del hacer. Su pertenencia nativa la religa a la recta ratio speculabilium y sólo secundariamente a la recta ratio agibilium. Bien se sabe que la historia plantea cuestiones vertiginosas de máxima urgencia: lo cual impide situarla en la soberana quietud de la contemplación de las verdades inmutables La historia nos concierne existencialmente: ha dejado de ser «una esfera de mero saber para convertirse en una cuestión de vida y de conciencia de la vida. [...] El sentido de nuestra propia vida está determinado por la manera como nos sabemos en el conjunto, por la manera como establecemos el fundamento y la meta de la historia» (K. Jaspers, Origen y meta de la historia, Madrid 1980, 287-288). Jaspers ensaya seis tesis conclusivas a cuya lucidez no es fácil sustraerse: estamos en una coyuntura de novedad histórica que viene determinada por la forma totalmente peculiar como nos sentimos en el conjunto del incalculable hormiguero humano y por la manera como establecemos el fundamento y meta de la historia. Ya no se hace la historia como se hacia en tiempos de Ranke o de Michelet ni siquiera de Schleiermacher: los métodos de investigación son capaces de adquirir otra precisión. «No es casual -afirma J. Alfaro- que el descubrimiento de la historicidad del hombre sea más bien reciente, es decir, que haya acontecido después de muchos siglos de historia y mediante la reflexión sobre el devenir histórico de la humanidad. La historicidad del hombre es antológicamente anterior al devenir histórico, pero poéticamente posterior; en cuanto se manifiesta solamente en el devenir histórico: para revelarse, la historicidad del hombre tiene que hacerse historia, y la historia se hace y se manifiesta en su devenir Por eso, solamente partiendo del devenir histórico (único accesible a nosotros), será posible la reflexión sobre la historicidad del hombre y sobre el sentido de la historia» (De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca 1988, 256). De donde se deduce -en la epistemología del mester histórico- la conexión indisoluble entre la recta ratio speculabilium y la recta ratio agibilium, puesto que la ciencia histórica exige siempre el ejercicio de la prudencia y de las otras virtudes morales, si es que no ha de convertirse en una «historia por encargo», o en un «ajuste de cuentas» o en un «relato ideológico». Cabría, pues, designar la historia como arte en sentido analógico, como cuando llamamos arte a la política o a la jurisprudencia, a la moral o a la diplomacia.

3. Historia de la Iglesia o historia del cristianismo.

Me parece que la cuestión es muy sencilla y, por decirlo así, clásica desde el final del Vaticano II. Me limito a citar a Yves Congar: «Cada día se afirma más la tendencia a entender la palabra Iglesia en el sentido de "pueblo de Dios" y a incluir en su historia la de otras comuniones cristianas que no están unidas a la sede romana. Algunas veces se habla de historia del Cristianismo». Creo que estas líneas exponen con estupenda concisión las alternativas que el profesorado o los historiólogos de la Iglesia se plantean al corriente. Pero continúa el R Congar: «La historia de la Iglesia, en cierto sentido, lo abarca todo, y en su sentido más comprehensivo, también las Escrituras. Engloba la epigrafía y la iconografía antiguas, las liturgias y aquella praxis Ecclesiae que tantas veces invoca santo Tomás en Teología Sacramentaria, los escritos de los Padres y de los teólogos, los documentos emanados de los Concilios y de los Papas, la vida de los santos». Comenta el teólogo cómo en el tratamiento de la historia como locus theologicus todos los capítulos anteriormente mencionados se valoran en su definición «increíblemente jurídica» sin situarlos en el tiempo: sólo valorando su antigüedad si se aventuran a tener en alguna cuenta el tiempo. Lo histórico, el surgir de lo nuevo, el porqué de las afirmaciones en ese momento..., eso no importa. Sirva de ejemplo el Syllabus de Pío IX, que escandaliza y se malinterpreta, pura y simplemente porque los comentaristas dan de lado a la historia sobrevalorando la sistemática. También alude a ello Congar. Y sin embargo, Melchor Cano escribió que «han de ser tenidos por rudos aquellos que no dejan hablar a la historia en sus elucubraciones». Importa pues sustancialmente la historia «O mejor aún, el conocimiento de lo histórico, de lo que ocurrió en la sucesión del tiempo y en la diversidad de los lugares». Y continúa con una aseveración terminante: «Una teología que no responda a esta doble exigencia de presentación genética y de tratamiento razonablemente critico de los documentos escriturísticos estará de ahora en adelante fuera de actualidad y resultará insuficiente» (Y. Congar, «La historia de la Iglesia, lugar teológico», Concilium, 57: Historia de la Iglesia. Nuevas posturas en la Historia de la Iglesia, Madrid 1970, 86-87. Téngase presente que Congar en el cuerpo del artículo habla también de la historia como locus theologicus, aunque no entra en ello por razones de brevedad. Piénsese al respecto en W. Pannenberg y en J. Moltmann).

Y en cuanto al método de la historia del cristianismo, acerca de si ha de ser amorfo o ha de tener cualificación teológica, he aquí el principio enunciado por Karl Rahner: «Como religión históricamente revelada, el cristianismo no sólo es histórico, sino que conoce su propia historia e historicidad, y este saber en la anámnesis de su principio y en la expectación previdente del fin (como manifestación consumada del principio: el retorno de Cristo) pertenece a su propia historia y recibe en la historia de la Iglesia su propio pasado como fondo que sostiene la actualidad, y al que permanece siempre obligado» («Cristianismo», en Sacramentum Mundi, II, Barcelona 1972).

III. HISTORIA Y VERDAD.

«La historia -escribe Sánchez Albornoz- requiere tres tareas sucesivas. Es necesario comenzar por el descubrimiento, estudio y edición científica de los testimonios históricos, es decir, de las fuentes. Después es preciso aprovechar estos testimonios acumulados y cernidos para redactar monografías sobre temas más o menos extensos en que se estudien y resuelvan la muchedumbre infinita de problemas históricos que nos surgen al paso [...] Y es forzoso por último levantar sobre los cimientos de tales ediciones científicas y de tales monografías críticas, las grandes construcciones históricas» (Historia y libertad, cit., 94-95).

No cabe materialmente en estas páginas una historia de la historia que sería sumamente instructiva y, por supuesto, de ningún modo constituiría un arabesco inútil. Quede para oportunidad más propicia. Pero entre las concepciones que, a mi entender, más han influido y todavía influyen en las mentes de los historiadores de a pie para mengua de su crédito, se halla el historicismo. Mentes preclaras lo infiltraron en la corriente de las hipótesis científicas y, luego, el vasto ejército de los history clerks lo ha banalizado haciendo de la historia un arma ideológica. Leo Strauss lo avisaba con clara percepción: «Podemos dudar razonablemente de que la fusión de la filosofía con la historia, como pretende el historicismo se haya logrado nunca o, incluso, que se pueda lograr. Sin embargo, esa fusión se presentó como la meta natural en que convergían todas las corrientes de pensamiento más acreditadas en el siglo XIX y en los primeros años del XX. El historicismo no es una simple escuela filosófica como otra cualquiera, sino un agente poderosísimo que iba a marcar más o menos decisivamente con su impacto todo el pensamiento actual. Si de algún modo pudiéramos hablar del espíritu del tiempo afirmaríamos sin temor a equivocarnos, que el historicismo es el espíritu de nuestro tiempo. [...] El historicismo característico del siglo XX exige que cada generación reinterprete el pasado sobre la base de su propia experiencia y teniendo en cuenta su propio futuro» (¿Qué es filosofía política?, Madrid 1970, 75-77). De ahí el interés de las siguientes páginas.

1. Filosofía kantiana de la historia.

Desde la Aufklärung, a fines del siglo XVIII, toda la filosofía plantea sin dubitación la cuestión de Dios a partir de la cuestión del hombre. Immanuel Kant es sin duda pionero de tal epistemología. Por eso interesa conocer la interpretación kantiana de la historia. Advirtamos, en primer lugar, que Kant no ha sido historiador, aunque -como sabio- ha contado con un sólido conocimiento de la historia. Sus escritos sobre historia no son sino una parte exigua del entero corpus kantianum: exigua, más coherente y feraz. Los loca historica kantianos son:

a) «Ideas para una historia universal en clave cosmopolita» (1784), en Filosofía de la Historia, México-Madrid 1992, 39-65; obra ésta repetidas veces traducida al castellano.

b) «Probable inicio de la historia humana» (1786), en ¿Qué es ilustración? y otros escritos de ética, politica y filosofía de la historia, Madrid 2004, 155-178.

c) «Replanteamiento de la pregunta sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor», en la segunda parte de El conflicto de las facultades, en tres partes (1798); cf. I. Kant, El conflicto de las facultades, Madrid 2003, 149-172.

A los que se pueden añadir las Recensiones diversas sobre la obra de Herder «Ideas para una filosofía de la historia de la Humanidad» (1785), cf. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, Madrid 1987, 25-56. Asimismo los parágrafos 82: «Del sistema teleológico en las relaciones externas de los seres organizados», 83: «Del fin último de la naturaleza como un sistema teleológico» y 84: «Del fin final de la existencia de un mundo, o sea de la creación misma», en I. Kant, Crítica del discernimiento (1790), Madrid 2003, 411-424. Hay también elementos complementarios en el artículo de Kant titulado «En torno al tópico: Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica» (1793), en I. Kant, Teoría y práctica, Madrid 1986, 3-50. Igualmente cabría citar otros escritos menores que, sin embargo, no perderá el lector porque están publicados en las obras ya mencionadas.

Emil Ludwig Fackenheim, «uno de los más importantes y más universalmente respetados pensadores judíos», ha escrito con sobresaliente agudeza: «Kant ve la Historia como en necesario desarrollo hacia la racionalidad y la libertad. Es un plan cuya meta es el establecimiento de una perfecta organización humana que gobierne las relaciones tanto de los individuos como de las naciones. La Historia se dirige a un orden social que hace compatible la libertad de cada uno con la libertad de todos; un orden, por lo tanto, que proporciona la paz perpetua. -Semejante visión es, ¿qué duda cabe?, atractiva y capaz de acreditar a Kant como humanista, internacionalista y profeta de las Naciones Unidas». Pero enseguida se yerguen algunas objeciones a la vista del conjunto del corpus kantianum. «Por lo menos tres puntos de su visión de la Historia -advierte Fackenheim- parecen incompatibles con la sustancia de su filosofía. 1: Kant establece una exhaustiva separación entre la esfera de la naturaleza y la de la moralidad: por tanto, ¿cómo puede él admitir una esfera especial para la historia? 2: Él enseña una doctrina de irrestricta libertad moral: según eso, ¿cómo puede enseñar al mismo tiempo un determinismo histórico? 3: Finalmente, la filosofía de Kant en su conjunto refleja una cauta sagacidad crítica [...] ¿Cómo es posible que el autor de la primera, o incluso de la segunda, Crítica sea también el autor de profecías Mesiánicas?». No obstante, Fackenheim se decanta a favor del mérito intrínseco del pensamiento de Kant, pese al ropaje literario notablemente coloquial y popular de sus escritos menores dedicados a la historia (E.L. Fackenheim, «Kant's Concept of History», Kant-Studien, Philosophische Zeitschrift, 48, 1 [1956/1957], 381).

Un boceto de la filosofía de la historia brotada de las páginas de Kant ha de comenzar por precisar dos nociones kantianas fundamentales. La noción de «naturaleza» que se define como «la existencia de las cosas en la medida en que están determinadas por leyes generales» (Prolegómenos a toda Metafísica del porvenir que haya de poder presentarse como ciencia, Madrid 1912, 69; Kant's Werke, Prolegomena, IV, Berlin 1911, 294). dicho de otro modo «... entendemos por naturaleza (en sentido empírico) el conjunto de fenómenos considerados en su existencia de acuerdo con reglas necesarias, es decir, de acuerdo con leyes. Hay, pues, ciertas leyes que son a priori y que son las que hacen posible la naturaleza. Las leyes empíricas sólo pueden existir y ser encontradas mediante la experiencia y como consecuencia de esas leyes originarias, que son las que hacen posible la misma experiencia» (Crítica de la razón pura, Madrid 1978, 239). Si las cosas no estuviesen determinadas por leyes generales ni habría naturaleza ni habría conocimiento posible ni a priori ni a posteriori. El hombre pertenece a la naturaleza y su misma existencia está determinada por leyes generales. Ahora bien, con decir que el hombre pertenece a la naturaleza no se ha dicho todo: él es también capaz de autodeterminación: cuando obedece a la ley moral que conoce por la razón y que se le presenta como un imperativo absoluto, el hombre se muestra como ser libre y responsable. Ello implica una tal excepción a las leyes naturales universales que plantea una aporía irresoluble: ¿cómo puede ser que el hombre, un ser natural -y, por lo tanto, determinado por leyes generales y necesarias- sea el mismo irrestrictamente libre? Ello sería imposible si la naturaleza no fuese un conjunto aparencial, una representación cuya realidad «nouménica» nos es enteramente desconocida: el hombre mismo en cuanto observado y conocido es parte de la naturaleza. El hombre se conoce a sí mismo en cuanto a su ser natural, parte de la naturaleza; pero en cuanto a su experiencia moral y a su acción moral el hombre mismo conoce lo que debe ser, pero no lo que en realidad al presente es. Pertenece pues a dos mundos: el mundo de la naturaleza y el mundo suprasensible: como objeto de conocimiento aparece como determinado, en la experiencia moral y en la acción él se revela como libre.

En consecuencia: la esfera moral revela el mundo que debe ser, un mundo suprasensible de cuyo ser auténtico no tenemos conocimiento. La libertad qua talis no aparece en la naturaleza: aparecen sólo sus efectos, pero determinados en la red de las leyes necesarias universales, en un mundo de apariencia. La esfera de la historia es, en definitiva, parte de la naturaleza: no existe, por lo tanto, una esfera de la historia, ni en consecuencia una ciencia genuina de la historia.

Pero la verdad es -aunque resulte paradójico- que Kant reconoce en la naturaleza y en la historia dos esferas separadas. La historia está marcada por la aparición de la libertad, que -como ya hemos visto- revela lo suprasensible. Si el hombre fuese objeto de estudio y de observación como ser meramente natural, de tal estudio se ocuparían dos ciencias: la psicología y la antropología. Pero la psicología genera en Kant multitud de dudas de rango epistemológico. Y la antropología le parece una ciencia que en su más importante sentido no descubre ley alguna. En la antropología Kant distingue tres antropologías: la teorética, la moral y la pragmática. En realidad Kant tan sólo escribió la antropología pragmática: el estudio fisiológico del hombre (que sería la antropología teorética) investiga lo que la naturaleza hace del hombre, mientras que la pragmática investiga lo que el hombre hace, o puede hacer o debería hacer de sí mismo. No se reduce pues al estudio de las leyes prácticas que determinan al hombre, sino que se extiende también al hecho humano, a la parte del hombre que no está determinada por las leyes, es decir, a la aparición de la libertad. Podemos concluir, así, que Kant es serio cuando en el Probable inicio de la historia humana, separa historia de naturaleza, como esferas distintas en cierto sentido. Después de todo, la historiografía es una disciplina respetable. Porque si la antropología pragmática investiga lo que el hombre hace, puede hacer o debería hacer de sí mismo, la historiografía investiga lo que ha hecho de sí mismo. Los logros pretéritos de la libertad así como las posibilidades y realidades presentes escapan al alcance de las leyes naturales.

Ahora bien, como perteneciente a dos mundos el hombre encierra en sí un drama o mejor una paradoja por cuanto lleva en sí mismo la virtualidad de superarse, de realizarse. «El núcleo y la parte más revolucionaria de la visión kantiana es que la libertad y la razón no forman parte de la sustancia humana, no son dones de naturaleza. Son autodonaciones (valga la expresión) e implican un acto que rasga al hombre liberándolo de la naturaleza. Eso significa que las condiciones que hacen posible la historia son ellas mismas quasi-históricas. Por tanto, en ausencia de términos técnicos adecuados, la doctrina de Kant con respecto al a priori de la historia queda establecida con plena naturalidad en forma de quasi-historia». (cf. E.L. Fackenheim, Kant's Concept of History, 388).

Sin duda, pues, la libertad kantiana revela un mundo desconocido en su íntimo ser, pero necesariamente anunciado mediante un imperativo que la razón conoce y que se establece como un deber ser: ese imperativo es obedecido y en esa obediencia se revela la libertad por encima de las leyes universales de la naturaleza. Esa libertad tiene, por lo tanto, significado moral, esencialmente moral. Los tres primeros pasos -que Kant, en el Probable inicio de la historia humana, comentando el Génesis, señala como hitos de la primera humanización- parten de la realidad del hombre dotado de sus instintos como los demás animales, pero señalado por una disposición positiva a la racionalidad -es un animal rationabile-. Esos tres pasos son: a) racionalización -pasa a ser, por propia elección, animal rationale-. La racionalización implica un paso irreversible; b) sexuación -sociedad que supera los instintos y regula la vida mediante la razón-; c) reflexiva expectación del futuro. En estos pasos se ve la libertad, pero no la moralidad, al menos explícitamente. Es una libertad cultural que regula la convivencia. La culminación es el cuarto paso: «El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el fin de la naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. La primera vez que le dijo a la oveja: la piel que te cubre no te ha sido dada por la Naturaleza para ti, sino para mi, arrebatándosela y revistiéndose con ella (Génesis V, 21), el hombre tomó conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza dominio sobre los animales, a los que ya no consideró como compañeros en la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos arbitrarios. Tal concepción implicaba (aunque oscuramente) la reflexión contraria, esto es, que no le era lícito tratar así a hombre alguno, sino que había de considerar a todos ellos como copartícipes iguales en los dones de la Naturaleza; una remota preparación para las limitaciones que en el futuro debía imponer la razón a la voluntad en la consideración de sus semejantes, lo cual es mucho más necesario para el establecimiento de la sociedad que el afecto y el amor. -Y así se colocó el hombre en pie de igualdad con todos los seres racionales, cualquiera que sea su rango (Génesis III, 22), en lo tocante a la pretensión de ser un fin en sí mismo, de ser valorado como tal por los demás y no ser utilizado meramente como medio para otros fines» (Probable inicio de la historia humana, 164-165).

La dignidad humana -ese valor característico y privativo de cada ser humano que significa que cada uno es, en cierto modo, un ser constituido en supremacía, que vale por sí y es impermutable por otro hombre: que no puede ser instrumentalizado en favor de otro u otros ni siquiera a favor de toda la sociedad o de su historia- está implícitamente afirmada en este texto del Probable inicio. Kant pensaba que el filósofo debe conocer la historia y comprenderla, pero no necesita investigarla ni escribirla. En cuanto a su comprensión Kant advierte una teleología que ordena las cosas subordinándolas unas a otras y que encamina hacia el mundo suprasensible. ¿Cómo es posible que la libertad del hombre aparezca en la naturaleza que está determinada? ¿La naturaleza no suprime la libertad? Si, a no ser que la opacidad de la naturaleza desengañase al hombre dándole oportunidad de conocer con su razón los males de la anarquía -del libertinaje inseparable del sometimiento a los deseos naturales-: al fin, el hombre entrega a la razón el timón de la existencia. Kant entiende que la naturaleza empuja al hombre a buscar el señorío de la razón, sin el cual la anarquía de los deseos le embocaría hacia el naufragio esencial: eso es fruto de la libertad cultural, que de por sí es amoral, aunque por influjo de la racionabilidad moral de los individuos acaba afirmando el reciproco respeto en el uso de las libertades. En resumen, lo aparencial es insuficiente y lo suprasensible se anuncia categóricamente en la necesidad de Dios, de la inmortalidad del espíritu humano y en la libertad que necesita como resultado ser conducida por la razón. Así lo teorético sirve a lo práctico. Y en el final está la paz perpetua, fructificación última de la historia.

Podemos concluir tras este esbozo que para Kant la historia es, sobre todo, esfera en que se refleja el paso de la libertad, los logros de su misterio; y seguidamente, la afirmación de que tal libertad debe ser categorizada como libertad cultural y asimismo como libertad moral.

No es posible entretenerse más en la exposición de la filosofía kantiana de la historia, pero parecía necesario dedicar este espacio a un pensamiento que será evocado, más o menos explícitamente, a lo largo de las dos últimas centurias.

2. El historicismo.

El aserto de la filosofía clásica de que la verdad metafísica es intemporal, es decir, que las verdades metafísicas son eternas, ha aparecido a través los siglos como un axioma fuerte y evidente. Pero lo que fue evidente a la filosofía perenne y a la filosofía en general, comienza a ser controvertido a mediados del siglo XIX. La metafísica -se piensa-, lejos de trascender la historia, está esencialmente ligada a ella. La misma negación de Dios se había justificado hasta entonces como actitud exigida por la radicalidad metafísica. Nietzsche, sin embargo, al proclamar que Dios ha muerto no está apelando al agnosticismo radical, sino erradicando -por obsoleta y caducada- la metafísica tradicional.

Al rebufo de esta desfachatez, Robin George Collingwood (1889-1943) no vacila en afirmar que los presupuestos metafísicos caen fuera de toda comprobación e incluso el Ser Puro -es decir, Dios- es nada y de él no cabe ciencia, ni quasi-ciencia, ni siquiera pseudo-ciencia: es solamente un relato, un cuento (cf. R.G. Collingwood, «No Science of Pure Being», en An Essay on Metaphysics, Oxford, 4a reimpresión 1966 de la primera edición de 1940, cap. II); la revolución de Collingwood consiste en implantar la tesis del historicismo englobando explícitamente a la metafísica: No More Metaphysics!, es su grito (cf. ibid, cap. VIII: «What Anti-Metaphysics is»). De todas formas no se debe olvidar que este autor es un sutil pensador y que su pensamiento no se encierra «simpliciter» en los breves asertos que se acaban de hacer: como bien observa Fackenheim: «... es incuestionable que, si el ser humano es auto-poiôn, self-making -es decir, se construye a sí mismo-, él está radicalmente puesto en situación histórica; que no hay aspectos del ser humano que escapen al influjo de la situación histórica en que la existencia humana se realiza» (E.L. Fackenheim, Metaphysics and Historicity, Milwaukee 1961, 59). La situación histórica abraza y contribuye a determinar la existencia; la libertad se ejerce partiendo de la situación: en el pensamiento de Collingwood la metafísica de Aristóteles o la de la Philosophia perennis han fenecido sustituidas por nuevas edades históricas: en puridad no hay otra metafísica que el sucederse de las forms of experience (cosmovisiones de cada época). La metafísica queda sustituida por la historia. Porque la persona que tiene una determinada cosmovisión -es decir, que vive de una form of experience- no la percibe como relativa: porque si la relativizase ya no podía vivir de ella. Pero el historiador, precisamente por serio, capta por su visión panorámica de las edades esa relatividad de las sucesivas formas de percepción y, en consecuencia, es incapaz de admitir la perennidad inconmovible de cualquier cosmovisión. Esta sucesión de forms of experience es el objeto que Collingwood designa como history in the special sense of the word o historians' history, o history in the highest sense. «La historians, history de las sucesivas forms of experience -observa Fackenheim- es, seguramente, siempre incompleta en un sentido y siempre completa en otro. Siempre incompleta por estar siempre escrita desde una situación histórica determinada, necesitada por eso de ser re-escrita en cada nueva edad histórica es completa porque -más allá de la historia de la metafísica- no deja espacio para una investigación independiente de la verdad metafísica». Y con respecto a la sutileza de Collingwood señala: «Él considera que la creencia de que la metafísica consiste en el sucederse de las forms of experience, tiene su origen en una tesis metafísica de diferente orden: la tesis es que la mente cambia a través de la historia y que la mente construye sus propias funciones». (E.L. Fackenheim, Metaphysics, 60 y nota 33). Para tener cuenta del pensamiento de Collingwood es preciso tener en cuenta también otras obras suyas como Speculum mentis (1924), The Nature and Aims of a Philosophy (1925), donde siguiendo a Kant estudia la naturaleza del pensamiento histórico y mantiene que la responsabilidad de la filosofía ante los logros de la investigación histórica consiste en una actitud de vigilancia y de discernimiento critico. Subraya esta misma tesis en su libro The limits of Historical Knowledge, escrito en 1927 y publicado en 1928. The Philosophy of History (1930). Human Nature and Human History (1936) donde Collingwood explica que si el conocimiento histórico es posible ello es debido a que el objeto de la historia no es otra cosa que un proceso de pensamientos. «Las acciones de que se ocupa el historiador son actos de pensamientos; es decir, hechos realizados según determinados propósitos y que como tal son objetivos y subjetivos a la vez, características que permiten que puedan ser re-actualizados (re-enacted)» (C. González del Tejo, La presencia del pasado. Introducción a la filosofía de la historia de Collingwood, Oviedo 1990, 218). The Idea of History cuya primera aparición fue en 1946 y que es, por tanto, una edición póstuma de manuscritos que datan de 1926 hasta 1946. Bien claro comprende Collingwood que la historia es esencialmente humana; no ciencia natural, ni biológica. «Su humanidad consiste en la conciencia que tiene de sí, en su capacidad de moldear su propia naturaleza, que le viene dada simultáneamente con su conciencia de ese poder». Así lo cita González del Tejo, que comenta: «Esto es, como un ser racional capaz de pensar y actuar de acuerdo con sus pensamientos (planes, fines, etc.), es debido precisamente a la Historia: puesto que el hombre como ser racional se hace históricamente, al ir incorporando la experiencia de los hombres que le precedieron» (ibid, 219).

Nietzsche y Collingwood, de los que se ha hablado, son sin duda alguna un paradigma del historicismo, pero no son casos aislados. John Dewey (1859-1952), Benedetto Croce (1866-1952) o Martin Heidegger (1889-1976), por citar referencias de primera magnitud aunque no homogéneas, han profesado la relatividad de la verdad metafísica en vigor del necesario influjo de las situaciones históricas sobre el pensamiento humano.

Esa pertenencia dúplice del hombre al mundo visible de la naturaleza y al mundo suprasensible que Kant señalaba -intuición en la que alentaba tal vez la antropología luterana del hombre pecador, pero revestido de Cristo- ha inspirado a sus seguidores y es el germen del historicismo. Hegel lo había comprendido admirablemente y había respondido ante eventum a la filosofía historicista. Si el hombre se construye a sí mismo, preciso es que esté compuesto de a) el elemento natural por el que el hombre pertenece a este mundo determinado por leyes generales y necesarias, situado, por lo tanto, y finito; y de otro elemento no determinado, no comprendido por situación alguna y, por lo tanto, infinito. Habrá por eso en el hombre aspectos situados y finitos -de otro modo no sería hombre-; pero ha de haber en él igualmente fuerzas que se elevan hacia lo infinito e inmutable -de otro modo no sería capaz de verdadero auto-conocimiento filosófico-. Ahora bien, esta pertenencia dúplice a dos diversos mundos Y estos elementos que recíprocamente se necesitan y recíprocamente se huyen genera un drama íntimo. «Yo me levanto con el pensamiento hacia el Absoluto [...] siendo de ese modo conciencia infinita; pero al mismo tiempo yo soy conciencia finita [...] Ambos aspectos se buscan mutuamente y se huyen también el uno al otro [...] Yo soy el conflicto entre ambos». Así veía Hegel la extraña unidad del hombre en su grandeza y en su miseria. Capaz de lo mejor y capaz de lo peor. Aunque consideraba que la parte vencedora sería el Absoluto.

El historicismo es radical y absolutamente insostenible: y si la doctrina de la historicidad (entendida ésta como cualidad trascendental de la existencia) conduce necesariamente al historicismo seria también, por esta sola razón, insostenible. La historia puede tener necesidad de ser escrita en cada época. La filosofía que reconoce esta verdad no puede estar ella misma sujeta a una reconstrucción de nueva planta en cada generación o en cada época -según sean los cambios sociopolítico-culturales de profundos y de rápidos-. Todos los actos de la autoconstrucción humana pueden estar históricamente situados. La única excepción debe ser el acto por el cual el ser que se auto-dona su existir se reconoce a sí mismo como auto-constructor y como históricamente situado. Pero si esta excepción es imposible, entonces la entera doctrina colapsa en íntima contradicción.

El historicismo se enfrenta con un dilema del que no puede escapar: o renuncia a toda asunción filosófica (pero entonces el historicismo no puede hacer ningún tipo de afirmación filosófica; sería por tanto no historicismo sino simple historia relato), o, si no, tiene que insistir en que las cuestiones filosóficas quedan suplantadas por las cuestiones históricas (y en tal caso las verdades filosóficas que sustentan la historia quedan sustituidas por otra filosofía que es la misma tesis de la relatividad historicista. Por tanto, o simple relato o simple historia de las interpretaciones. O simple historia de los hechos o simple historia de la relatividad de las verdades.

La síntesis de lo histórico y lo trans-histórico en el hombre que absorbe el conflicto nos deja, sin embargo, ante la evidencia del conflicto. El conflicto sigue siendo el hombre. La gran cuestión sobre el drama íntimo del hombre ha pasado a primer plano con el existencialismo que da respuesta impresionante a esa realidad nada esotérica. La doctrina existencialista advierte con gran lucidez la presencia de ese drama del hombre que enraíza en la misma esencia de su existir. El ser humano tiene que ser entendido como algo más que un mero producto, y sin embargo, como algo menos que un auto-constructor, que un «heauton-poiôn». En lugar de un auto-realizador radical, tiene más bien que ser el que acepta o elige algo ya constituido, y sin embargo, esa aceptación o elección es parte de su esencia. Una vez más la dialéctica entre la situación que delimita y determina y lo situado que ejerce su libertad: entre el yo en cuanto aceptado y el yo que acepta. La trascendencia del ego -que se trasciende a sí mismo-, como explica Karol Wojtyla en Persona e Atto.

«¿Qué es lo que yo elijo? -pregunta Soren Kierkegaard en unas palabras impresionantes-. ¿Es esto o más bien aquello? No, porque yo elijo absolutamente y lo absoluto de mi elección se expresa por el hecho de que yo no he elegido esto o aquello. Yo he elegido el absoluto. Pero ¿qué es el absoluto? Soy yo mismo en mi valor eterno [...] Pero ¿qué es este yo-mismo? Si se me pidiera que lo defina, mi primera respuesta seria: es la más abstracta de todas las cosas y sin embargo y al mismo tiempo es lo más concreto, es libertad [...] Él elige a sí mismo, no en un sentido finito (porque entonces este yo sería algo finito entre otras cosas finitas), sino en un absoluto sentido; y sin embargo, de hecho, él elige a sí mismo y no a otro. Este yo que él entonces elige, es infinitamente concreto, porque él es de hecho él mismo, y sin embargo él es absolutamente distinto de su antiguo yo, porque él lo ha elegido absolutamente. Este yo no existía previamente, porque él llegó a la existencia a través de una elección, y sin embargo él ya existía, porque él era ya de hecho él mismo. En este caso la elección promueve de una única vez dos movimientos dialécticos: esto que es elegido no existe y llega a la existencia con una elección; pero lo que es elegido existe porque de otro modo no habría elección. Porque en el caso de que lo que he elegido no existiera -pero ha venido absolutamente a la existencia por la elección-, yo no estaría eligiendo; yo estaría creando; pero yo no me creo a mi mismo, yo me elijo a mi mismo. Por tanto, mientras la naturaleza es creada de la nada, mientras yo mismo como inmediata personalidad soy creado de la nada, como espíritu libre he nacido en virtud del principio de contradicción, o sea he nacido del hecho de que yo he elegido a mí-mismo» (Either/Or, II, Princeton 1944, 179 ss.) Nótese bien que el absoluto de que habla Kierkegaard no es en modo alguno el Absoluto de Hegel: Kierkegaard reconoce al ser humano como existencialmente limitado por su situación humana: su infinitud consiste no en la identificación con el Absoluto hegeliano, sino en el reconocimiento y libre aceptación de su propia finitud que, si es auténticamente la que debe ser, es su propio «absoluto».

3. Dios en la historia

En la hipótesis de la auto-construcción del ser humano cabría interpretar que la esfera de verdades metafísicas quedaría esencialmente afectada por esa auto-construcción: el ser humano estaría llamado, al menos, a colaborar en la creación de una nueva esfera de verdades metafísicas. Pero si el ser humano no es auto-construcción sino auto-elección semejante hipótesis queda excluida. Y dice Fackenheim: «Lo que sitúa al hombre humanamente no es producido por el hombre; por el contrario es la condición de todo humano producir. Y el hombre -cuando se eleva a la metafísica- reconoce este hecho. Y al reconocerlo reconoce también la alteridad de aquel Otro que le pone su situación. Es el Otro por excelencia. En este reconocimiento, el Otro tiene que, ¡y no puede!, permanecer desconocido. Tiene que permanecer desconocido: porque si el ser humano necesariamente lo conociese, cesarla de ser situado por Él. [...] Pero este Otro no puede permanecer completamente desconocido. Porque conocer su alteridad es ya conocer algo. Hemos visto que la metafísica existencial tiene su origen en la humana situación del hombre cuando es reconocida como misterio dialéctico. Ahora vemos que esta metafísica culmina cuando señala -como grandioso misterio- al último Otro que es quien sitúa al hombre humanamente. Y este señalamiento es él mismo dialéctico. [...] El Otro que es señalado permanece indefinido, y sin embargo recibe nombres. Y los nombres expresan Misterio. Los nombres no le descubren» (Fackenheim, Metaphysics, 89-90).

No significa esto que el culmen de la metafísica existencialista signifique apodícticamente encontrar a Dios como ob-iectum. De nuevo a Dios no es posible apresarlo. La situación reconocida como don es una vía, no obstante.

«La Ilustración -ha escrito J. Ratzingerpuede llegar a ser religión, porque el Dios de la Ilustración ha entrado, Él mismo en la religión. El elemento que propiamente requiere que se crea con fe, el hecho de que Dios hable en la historia, es el presupuesto para que la religión pueda volverse ahora hacia el Dios filosófico, el cual no es ya un mero Dios filosófico y, sin embargo, no rechaza el conocimiento de la filosofía, sino que lo acoge [...] Aquí se muestra algo asombroso: los dos principios fundamentales del cristianismo, que aparentemente son contrarios -la vinculación con la metafísica y la vinculación con la historia-, se condicionan mutuamente y forman un todo; los dos juntos constituyen la apología del cristianismo como religio vera». (Fe, verdad y tolerancia, Salamanca 2005, 151-152).

Bibliografía

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E. de la Lama

 «    Historia de la salvación    » 

La «historia de la salvación» es un concepto teológico amplio, que se emplea en ámbitos diversos para referirse al despliegue histórico del designio salvador de Dios (ver también voces «Historia» y «Salvación»). A grandes rasgos se puede definir como la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y los llama a participar de su vida intima. La definición evidencia que la religión cristiana no es otra cosa que el despliegue y reconocimiento del plan salvífico de Dios. Así lo refrenda el número con el que se abre el Catecismo de la Iglesia Católica: «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada» (CCE 1).

Terminológicamente, la «historia de la salvación» es una variante del concepto patrístico oeconomia salutis, que hunde sus raíces en la teología paulina (cf. Ef 1, 9-10; 3, 2.9; Col 1, 26) y es ampliamente desarrollado por los Padres. Aunque el sintagma historia salutis no es ajeno a la mentalidad medieval (cf. Pedro Damiano, PL 144, 744D; Ruperto de Deutz, PL 168, 739D-740A), el concepto «historia de salvación» no se consagra en cuanto tal hasta el siglo XIX, cuando cristaliza en ambientes protestantes como respuesta común a ciertas tendencias de interpretación bíblica (infra II).

A partir de entonces, la noción de «historia de la salvación» quedará vinculada a desarrollos de la teología bíblica y sistemática, centrados en cuestiones relacionadas con el carácter histórico de la revelación y con la historia como cauce de salvación para el hombre. Paralelamente, y al hilo de la renovación bíblica, la renovación litúrgica también redescubrirá la centralidad de la historia de la salvación. Así pues, aunque la historia salutis afecta al conjunto del saber teológico, por claridad del discurso, conviene tratarla en tres ámbitos distintos: bíblico, sistemático y litúrgico-espiritual.

I. TEOLOGÍA BÍBLICA.

1. La salvación en la historia.

La idea de salvación implica un elemento negativo (salvar a alguien significa liberarle de un peligro, sufrimiento, enfermedad, etc.) y otro positivo (quien es salvado se sitúa en un nuevo estado que implica seguridad, salud, felicidad, etc.). Ni la religión tradicional griega (donde la salvación sólo se encuentra como una evasión de la historia) ni las religiones orientales, como por ejemplo la tradición budista (donde la liberación es evasión no ya del mundo sino de cualquier existencia imaginable), presentan un verdadero programa de salvación. La Biblia, por el contrario, revela un plan salvífico, que consiste en la liberación de la condición actual en la que se halla el hombre. Este plan está en función de un designio sobrenatural por el que Dios quiere comunicar al hombre su propia vida. Se trata de un designio de amor que Dios ha manifestado desde la creación, que sigue vigente después del pecado y que se consuma en la redención.

A diferencia de la religiosidad helénica o budista, la Biblia enseña que el hombre no puede salvarse por si mismo. La salvación es puro don de Dios, si bien el hombre es llamado a colaborar activamente con la gracia que le salva. Frente a las religiones mencionadas en las que la salvación supone un salto fuera de la historia, en la tradición bíblica la historia adquiere un valor salvífico positivo. La salvación se realiza en la historia por medio de acontecimientos. Se trata de una realidad esencial en la Biblia y en la revelación cristiana. Desde el comienzo, las confesiones de fe en Cristo han incluido una referencia histórica fundamental. El credo proclama que Jesús «padeció bajo Poncio Pilato», un gobernador de Judea, que ocupó su cargo bajo el emperador Tiberio, del año 779 al 789 desde la fundación de Roma. Menciona la muerte de Cristo a manos de un personaje histórico para expresar que esos acontecimientos sucedieron en un lugar y tiempo concretos y enseñar así que el Evangelio no es un sistema ideológico. La fe cristiana consiste en creer que Dios ha intervenido en la historia. Las más grandiosas de estas intervenciones son la creación, la elección de Israel, la encarnación, que culmina con la muerte y resurrección de Jesús, y la Iglesia, donde Jesucristo continúa presente especialmente en la eucaristía (cuerpo glorioso de Cristo resucitado).

Lejos de arrancar a los hombres de su condición histórica, Dios interviene en el mundo temporal adecuando las situaciones concretas que permiten la salvación. Y al salvar al hombre, Dios rescata también el mundo, el tiempo y la historia, que hablan participado de su caída. El camino de salvación, pues, consiste en entrar en el misterio de la voluntad divina (cf. Ef 1, 9-10) por la fe. El creyente, sin evadirse de las circunstancias en que ha de vivir, debe insertarse en la economía histórica instaurada por Dios mismo en este mundo, a fin de salvar a todos los hombres (cf. P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, Bilbao 1995, 109-114).

2. Designio de salvación e historia profana.

El designio salvífico de Dios se realiza en la historia y tiene una doble finalidad: devolver al hombre histórico la posibilidad de alcanzar el fin sobrenatural -al que después de la caída sigue estando ordenado- y curar las heridas de la naturaleza causadas por el pecado, que se hacen manifiestas en las contradicciones internas del progreso humano y en la tendencia del hombre a la autonomía absoluta.

La historiografía muestra las dificultades que a lo largo de los siglos han encontrado tos estudiosos para definir y escribir la historia. Las relaciones entre historia profana e historia de salvación no han dejado de estar presentes en los debates. Con independencia de las diversas comentes historiográficas, la revelación bíblica implica un rechazo de una consideración de la historia profana y de la historia de salvación como dos realidades separadas o paralelas. No hay más que una sola historia. En ella la historia de la salvación opera sobre la historia humana, comenzando desde la creación y el primer Adán, a través de la re-creación y revelación del segundo Adán, Jesucristo (cf. 1Co 15, 45), hasta el definitivo cumplimiento de la historia del mundo en Dios, cuando Él sea «todo en todos» (1Co 15, 28). En cuanto que Jesucristo es el fin último hacia el que todo tiende, la historia de salvación integra toda la historia profana, a la que confiere en último término su significado inteligible. Todos los acontecimientos históricos, en razón del proyecto salvífico de Dios, se ordenan a la historia de salvación.

No obstante, historia de salvación e historia profana no se confunden. Tampoco todos los acontecimientos de la historia profana se refieren por igual a la historia salvífica. Algunos sólo tienen una vinculación muy genérica (como, por ejemplo, la invención de la rueda o de la escritura, las expansiones de los imperios, etc.) en razón de la gracia de salvación que actúa en ellos de manera más o menos explícita. Al mismo tiempo, otro conjunto de sucesos ha sido directamente ordenado por la providencia sobrenatural de Dios a la realización de la salvación. Aunque estos sucesos están insertos en la historia profana y se someten a las mismas causalidades, no son como los demás. Tienen una carga salvifica propia, porque Dios interviene en ellos de una manera peculiar: unas veces de manera extraordinaria (por la revelación, el milagro, etc.), otras por aparente providencia ordinaria en cuanto que afectan a ese pueblo que va a ser el cauce elegido por Dios para obrar la salvación: así ocurre, por ejemplo, con sucesos como la conquista de Canaán, la deportación a Babilonia en el año 587 a.C., el edicto de Ciro, etc. Detrás de un suceso ordinario se esconde un significado más hondo, que sólo la fe puede descubrir. Son las intervenciones de Dios en la historia humana. Si se organizan como una historia, entrelazados entre sí, constituyen la historia de la salvación, la historia de los mirabilia Dei. A través de estas acciones, la salvación se constituye en acontecimiento, hasta que con la Parusía la historia profana quede absorbida en la historia de la salvación.

3. Linealidad de la historia de la salvación.

La historia de la salvación no comienza con la elección de Abrahán, sino con la creación. La creación es el primer acto salvador, al hacer que las cosas existan liberadas del caos de la nada. Las criaturas existen porque el Dios personal las crea para Sí y las hace partícipes de su vida y de su propia bondad. Es el primer acto del plan salvífico de Dios, que terminará con la creación de los cielos nuevos y la nueva tierra. La historia de la salvación se encuentra entre dos acciones cósmicas -la creación inicial y la recreación final-, que tienen su epicentro en la resurrección de Cristo, situada en el corazón de la historia, y que es también una acción creadora. El mismo Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho, es el mismo que, al fin de los tiempos, vendrá a rehacerlo todo.

La visión de la historia y del tiempo que implica la historia de la salvación es radicalmente diferente de las concepciones paganas, en las que la historia mítica de los dioses, que es supraterrestre y supratemporal, tiene valor de arquetipo respecto de cuanto puede acontecer en el tiempo. En el tiempo de los humanos, los hechos tienen sentido en la medida que imitan esa historia y la repiten de manea cíclica. El tiempo humano tiende a calcar la forma y el ritmo del tiempo cósmico, que es un reflejo más puro y más auténtico del tiempo de los dioses. Por el contrario, en la revelación bíblica, el tiempo es creado y lineal: «Los acontecimientos históricos son originales. No responden a un arquetipo divino, que sirva de patrón a los acontecimientos de este mundo. Por eso el tiempo bíblico es tiempo lineal. Tiene un principio y tendrá un final. Se desarrolla entre dos polos: el paraíso primitivo y el paraíso reencontrado, la creación seguida de la caída original y la nueva creación en Jesucristo» (M. Eliade, Le mythe de réternel retour. Archétypes et répétition. Introduction à une philosophie de l'histoire, Paris 1949, 155).

Biblia, pues, presenta la historia de la humanidad en un sentido lineal con un principio y con un fin, con un punto de partida y un punto de llegada. No es algo cíclico y cerrado en sí mismo, al estilo griego. No es una rueda que traza una circunferencia, donde el hombre es prisionero de un destino y, privado de libertad, debe resignarse a permanecer indiferente o a desesperarse ante él. El comienzo es la creación y la inmediata elevación del hombre a un estado de felicidad, que es dramáticamente perdido. El final es la visión del cielo, bajo la imagen de la Jerusalén celestial, la futura Ciudad Santa de Dios.

A lo largo de esta línea temporal se entreteje la historia humana, como en una espiral, hacia el fin último sobrenatural. El principio y el final de la historia dependen de la acción de Dios y la colaboración del hombre, que goza del don de la libertad para secundar u oponerse a los proyectos de Dios.

4. Las etapas de la historia de la Salvación.

La revelación de esta historia de salvación contenida en las Sagradas Escrituras se despliega en tres momentos, como en tres armoniosos movimientos de una majestuosa sinfonía, que revelan la acción de Dios Uno y Trino en la historia: el tiempo de Israel, cuyo protagonismo es atribuible a Dios Padre; el tiempo de Jesús, caracterizado como tiempo del Hijo; el tiempo de la Iglesia, en el que el papel principal corresponde al Espíritu Santo.

a) El tiempo de Israel

Los orígenes. En los orígenes mismos del mundo y de la humanidad, tal como se presentan en el libro del Génesis, la relación del mundo y del hombre con Dios aparece con nitidez a través de dos elementos fundamentales: la alianza y el pecado. Estos dos conceptos explican la elección de un pueblo por parte de Dios, como instrumento de salvación. Por otra parte, al explicar quién es ese pueblo y la razón de su existir, los textos sagrados ofrecen la clave interpretativa de la historia salutis: la omnipotencia creadora de Dios y su deseo de que el hombre gozara de la amistad e intimidad divinas.

Los once primeros capítulos del Génesis contienen la revelación de un Dios que crea y ama lo creado. En el centro de la creación coloca al hombre como su representante en el mundo. El hombre es creado libre y, como garantía y manifestación de su libertad, Dios establece con él una alianza simbolizada en la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. El hombre para ser consciente de su grandeza y limitación como tal, debe acatar esa alianza. Sin embargo, el texto muestra que en los orígenes el hombre rompe la alianza y el pecado hace aparición en la historia. El hombre (Adán y Eva) quiere rebasar los límites de su condición y pierde los privilegios de amistad con su creador. Su pecado de desobediencia y orgullo continúa y se recrudece en el devenir histórico: aparece el homicidio (Caín), la poligamia y la venganza (Lamec), la perversión y la violencia (generación del diluvio), la inmoralidad (Cam), el sacrilegio y la desunión (Babel), etc. El pecado va viciando las personas y la sociedad: la fraternidad de la familia se transforma por los odios fratricidas; la familia monógama por la poligamia; la vida humana, generadora de los grandes imperios, por el orgullo de los cultos paganos. El pecado se apodera de las relaciones sociales y crea división y esclavitud, como se manifiesta en la hostilidad entre agricultores y pastores (Caín y Abel); en la multiplicación de las esposas (Lamec); en los placeres campesinos dados a la embriaguez y al impudor (Noé), etc. Se enseña así que, como consecuencia del pecado, el desarrollo de la humanidad es siempre algo ambiguo, donde se mezclan el progreso y la regresión. Son los rasgos que delinean el mundo en que vivimos (cf. P. Grelot, Sentido cristiano cit., 127-130).

No obstante, el texto revelado explica que también desde los orígenes existe un designio salvador por parte de Dios. El seductor al pecado será derrotado por un linaje de escogidos del que vendrá la salvación definitiva (Gn 3, 15). La historia de la salvación, pues, se va engarzando mediante una línea de verdaderos adoradores de Dios, de un «resto» de justos, que son como las primicias del pueblo escogido: Abel, Henos (que inaugura el culto al Señor), Henoc (que «caminaba* con Dios y a quien Dios «se llevó»), Noé (justo y piadoso en medio de una generación perversa), Sem y Jafet (que respetan a su padre). Más aún, la benevolencia de Dios hacia estos justos retorna la forma de alianza. El Señor establece con Noé una alianza que se extiende a su descendencia y alcanza a los animales y a la creación material. A pesar del pecado seguirá existiendo un orden en el mundo. Esta alianza va a dominar el curso de la historia, en la que progresivamente se irá descubriendo su contenido, desde Abrahán pasando por Moisés hasta la nueva y definitiva alianza.

La elección de un pueblo. Con Abrahán hay un punto de inflexión Las promesas de salvación no se vinculan ya sólo a unos individuos piadosos, sino que Dios elige para si una colectividad organizada. Se trata de un pueblo que surge de la fe de Abrahán y de sus descendientes, un pueblo al que el Señor libera de la esclavitud de Egipto, un pueblo con el que establece una alianza y al que otorga en posesión una tierra, la tierra de Canaán. Allí es donde Israel se asienta y se constituye como nación. Se verifica así cómo el proceso de elección (vocación) va acompañado de unas promesas de bendición-salvación, que se ratifican en la alianza. A su vez, esa alianza lleva consigo una ley (la ley de Moisés), que viene a ser el conjunto normativo que el pueblo, por su parte, ha de cumplir para mantener su pacto con Dios y lograr la salvación. La ley conlleva la aceptación agradecida de la elección y su cumplimiento representa el deseo sincero y eficaz de conseguir el don de la promesa.

Por otra parte, en su plan salvador, Dios dota al pueblo de instituciones que tienen una relación intrínseca con la salvación misma. Entre ellas destacan la figura del rey, el ungido (mesías) del Señor, su mediador entre los hombres, y al que Dios le otorga un reino; el templo de Jerusalén, donde escuchar las súplicas y oraciones de su pueblo; el sacerdocio, para ejercer la mediación entre Dios y el pueblo, mediante oraciones y ofrendas, y distribuir a los hombres las bendiciones divinas; los profetas, que hablan en nombre de Dios e interpretan la historia.

De este modo Dios dirige la historia del pueblo de tal modo que prepara directamente el advenimiento de la salvación definitiva. La cautividad en Babilonia y la restauración de Jerusalén a la vuelta del destierro es el tiempo en que se medita en la fidelidad de Dios y las infidelidades de Israel. Los años siguientes, en los que el pueblo -que ya no tiene rey y es súbdito de las naciones dominantes en la zona- sufre por mantener su identidad, ponen de relieve el papel unificador de la ley y del templo. En las épocas de crisis, como ocurre durante la época helenista, los fundamentos de la fe judía se ven seriamente amenazados ante el influjo de las ideas extranjeras. La defensa de los valores tradicionales determina un periodo, en el que se asumen nuevos conceptos (resurrección, creación de la nada, retribución, etc.) y se fomentan esperanzas salvíficas, que disponen el momento establecido por Dios para el advenimiento de la salvación definitiva.

b) El tiempo de Jesús

El «tiempo de Jesús» lleva a cumplimiento el «tiempo del Padre». La encarnación supone una nueva creación, que marca el centro de la historia. Jesucristo es la Palabra Eterna del Padre que se encarna en María, la Virgen de Nazaret, el resto fiel de los verdaderos adoradores de Dios, para dar a los hombres la salvación. En Cristo, Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado, y ahora Señor glorioso, se cumple todo el plan de Dios y, por tanto, todo el sentido de la historia de la salvación. Jesús es el Salvador «y en ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados» (Hch 4, 12). A partir de la encarnación, el mundo futuro se hace ya realidad en el mundo presente.

La elección de una colectividad organizada, el pueblo de Israel, como instrumento de salvación para todas las naciones se ve cumplida en Jesucristo. Él es el elegido de Dios en el que las promesas de bendición-salvación se hacen realidad. Las alianzas, que ratificaban la elección y las promesas, culminan en la nueva y definitiva alianza, que garantiza la perpetuidad de la salvación obrada por Cristo. A su vez, esa nueva alianza viene ratificada por una nueva ley: una ley que lleva a cumplimiento la ley de Moisés y que, inscrita en el corazón de los hombres por el poder del Espíritu Santo, establece el modo de conducta para alcanzarla salvación.

Las instituciones israelitas que preparaban la salvación definitiva llegan también a plenitud. La institución del profetismo alcanza su cumplimiento en Jesús, la palabra definitiva del Padre (Hb 1, 1), que no sólo cumple las profecías del Antiguo Testamento, sino que es el Profeta anunciado y esperado (Dt 18, 18). Por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino de Dios y cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria. En Jesús, anuncio de salvación y salvación se identifican. Él es la palabra salvadora.

La monarquía culmina en la instauración del Reino de Dios. Jesús es ungido por el Espíritu Santo en el Jordán (Mt 3, 13 ss. y paral.) y proclamado «Hijo de David» por la multitud (Mt 21, 9 y paral.), superior a los ungidos del Antiguo Testamento, y en especial a Salomón, en quien se compendiaba toda la sabiduría de Israel. Jesús es el Rey Ungido (Mesías) que inaugura un Reino de salvación que trasciende las categorías de un reinado humano e histórico. Los milagros que realiza son signos de la presencia de ese Reino, en cuanto que obran la salvación que el Reino viene a traer y son anticipo de la salvación definitiva en el Reino escatológico. Además, a diferencia de los reinos de Judá e Israel, el Reino instaurado por Cristo está formado por judíos y gentiles, como señal clara de que la salvación se extiende a la universalidad del género humano.

El templo, como lugar donde el hombre puede experimentar la salvación de Dios, es también llevado a plenitud. Con Jesús, el lugar de la presencia de Dios entre los hombres y, por tanto, del encuentro salvífico no es ya el Templo de Jerusalén, sino el santuario del Cuerpo de Cristo (Jn 2, 21). El verdadero culto a Dios ya no se dará ni en el monte Garizim (Samaria) ni en Jerusalén, sino en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24). Desde entonces, vivir en Cristo es experimentar la salvación.

El sacerdocio de la antigua ley llega a la perfección en el sacrificio de Cristo, acto supremo de su sacerdocio. La muerte de Jesús y su resurrección muestran que el plan de salvación del género humano debía consumarse en el sacrificio del Calvario, y sellar así con sangre la nueva alianza. Del costado abierto de Cristo (Jn 19, 34) brota la salvación y llega a todos los hombres La muerte, castigo del primer pecado, objeto de reflexión y temor de la tradición sapiencial de Israel, es vencida por la resurrección, garantía real de salvación.

En la resurrección se inicia el «tiempo de la Iglesia». Ésta, fundada por Cristo sobre el cimiento de los Apóstoles, nace con la efusión del Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, para iniciar su andadura como continuadora de la salvación lograda por Jesucristo. Primero en Jerusalén, luego en las ciudades vecinas, surgen comunidades de cristianos que confiesan su fe en Jesús como Mesías salvador. El carácter universal de su misión salvadora cobra un especial impulso a manos de Pablo, que extiende con renovada fuerza el mensaje de Cristo entre los gentiles.

La convocación del antiguo pueblo de Israel se hace ahora realidad en la Iglesia. El acontecimiento de Pentecostés significa el comienzo de la andadura de la Iglesia: animada por el Espíritu Santo, constituye el nuevo pueblo de Dios que comienza a predicar el Evangelio a todas las naciones y a convocar a todos los llamados por Dios. La Iglesia, universal en su origen, se manifiesta universal. En ella el Padre quiso convocar en su Hijo a toda la humanidad para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado habla dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Es a la vez camino y término del designio salvífico de Dios: «... prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

La vida de la primitiva Iglesia muestra también cómo los misterios de salvación se hacen realidad a través de los signos sacramentales, especialmente el bautismo y la eucaristía (fracción del pan). Cristo, que es el mismo misterio de la salvación, mediante su humanidad santa y santificante, actúa en los sacramentos de la Iglesia. La misma Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, el signo y el instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres.

II. TEOLOGÍA SISTEMÁTICA.

La reflexión teológica sobre la historia de la salvación surge a la par de la ciencia histórica (ver voz «Historia»), cuando se cuestiona una concepción de la historia tradicional, basada en una sucesión de hechos que demuestran la existencia de un proyecto de Dios dirigido a la realización del Reino de Dios. Hasta entonces, la perspectiva histórico-salvífica habla estado presente en la teología, catequesis, predicación y espiritualidad de la Iglesia antigua, siguiendo el esquema bíblico de predicción-cumplimiento. Con la aparición de la escolástica se sustituyó este planteamiento por una concepción más bien atemporal, que no consideraba la historia como ciencia y que favoreció una catequesis, una espiritualidad y una mística más devocionista y menos contemplativa de los mirabilia Dei. Con las nuevas filosofías de la historia y el principio protestante de la sola scriptura, se retorna un nuevo concepto de teología histórico-salvífica que considera la revelación no tanto como un sistema organizado de doctrina, sino como un conjunto de acontecimientos a través de los cuales Dios realiza la salvación del hombre. Esta perspectiva ha ido aquilatándose con el paso de los años y ha sido asumida pacíficamente en el mundo católico, especialmente después del Concilio Vaticano II. Sin embargo, se encuentra estrechamente vinculada a la comprensión de la historia y el valor de las realidades terrenas.

1. El resurgir de la «historia de la salvación».

El florecer de la concepción histórico-salvífica en la especulación teológica aparece vinculado al movimiento protestante, que trata de contrarrestar la influencia del historicismo del siglo XIX. Ante el auge y el empleo de los métodos histórico-críticos en el estudio de la Biblia, y la consiguiente equiparación de los textos revelados con los otros documentos del pasado, surgió la reacción de aquellos que veían en peligro los fundamentos de la fe tradicional. Especialmente en el mundo alemán, en donde, por otra parte, habían nacido y se habían consolidado los métodos históricos aplicados a la Biblia y las influyentes posturas de la escuela de la «historia de las religiones», se dieron los primeros intentos de respuesta al desafío de la historia como ciencia ilustrada. Según ésta, la Biblia ya no podía ser considerada una colección de escritos divinos, que daban cuenta de unos acontecimientos al margen de su medio histórico-cultural. Se requería una comprensión de los escritos sagrados que asumiera los avances de las ciencias auxiliares. Ante la carga desacralizadora y racionalista que llevaban muchos de los nuevos estudios, toma carta de ciudadanía la «historia de la salvación». Tradicionalmente se suele relacionar su origen con la escuela de Erlangen, aunque, con anterioridad, un biblista ajeno a ella, Johann Tobias Beck (1804-1878), habla ya propuesto la comprensión histórico-salvífica como respuesta a los ataques de cuño racionalista. Además de proponer su propia concepción de la inspiración bíblica, Beck mantuvo que la Biblia era un conjunto orgánico, un sistema de verdad completo. La unidad y continuidad del Antiguo Testamento, señalaba, se encuentra en el hilo de la historia de la salvación (Heilsgeschichte) que corre a través de toda la Sagrada Escritura.

No obstante, el concepto de «historia de la salvación» vino a ser un cliché asociado con la escuela de Erlangen. El énfasis en la regeneración personal, primera marca característica de la escuela, recibió un empujón añadido por parte de Johann Christian von Hofmann (1810-1877), quien combinaba las posturas del pietismo con una visión confesional luterana y elementos del pensamiento de Schleiermacher. Pero junto con la experiencia de la regeneración, Hofmann se preocupó del otro elemento característico de la escuela: el interés sistemático en la interpretación de la Biblia, con especial atención en el concepto promesa-cumplimiento. Éste fue la base de la teología de la Heilsgeschichte. En su obra principal, Weissagung und Erfüllung (1841-1844), Hofmann considera el Antiguo Testamento como historia sacra, la historia de la redención en y a través de la cual Dios trajo la salvación al mundo. La revelación es historia y no dogma, un acontecimiento, no una enseñanza. No basta con defender la inspiración desde el punto de vista dogmático, sino que debe ser también justificada por los métodos históricos. La historia es el vehículo de la revelación de Dios y la literatura del Antiguo Testamento proporciona conocimiento de ambas cosas: historia y revelación. En definitiva, Hofmann proponía que la revelación es el despliegue gradual por parte de Dios de su plan de salvación por el que cada paso o «cumplimiento» se convierte a su vez en una promesa. De este modo, la Escritura debe ser entendida históricamente, pero estrictamente como una historia de redención con Jesucristo como su centro.

Los logros de la escuela de Erlangen fueron atacados por Albrecht Ritschl y sus discípulos, pero mantuvo la influencia de sus frutos exegéticos e históricos, sobre todo del concepto sistemático de Heilsgeschichte. Así pues, frente a la historización de la Biblia (y con ella de la teología) se fue abriendo paso un concepto paralelo, y en cierto modo autónomo en cuanto asumido por la teología, que se llamó historia de la salvación.

2. Desarrollos en el siglo XX.

Sin embargo, como consecuencia de los avances de la investigación histórico-crítica de los textos bíblicos que ponía de relieve la incapacidad de las fuentes para mostrar la realidad histórica tal como fue, el optimismo historicista del siglo XIX cedió al escepticismo de la primera mitad del siglo XX y con él se abrieron las puertas a la «deshistorización» de la fe (negación de un especial relieve a los acontecimientos pasados y presentes en orden a la salvación). Esta banalización de la historia, que tuvo su mejor exponente en la teología de Bultmann (y en buena medida en la del propio Barth, que reacciona frente a la teología liberal con su revelación como palabra, distinta del hombre y de su historia -«el calendario ha sido abolido», dirá-) provocó el rechazo por parte de aquellos que se planteaban el sentido de la historia universal como fuente de la autocomprensión del hombre y, por consiguiente, del sentido que tiene la historia de Jesús -vida, muerte y resurrección- como clave hermenéutica del hombre y de la historia. La reacción originó principalmente dos líneas de reflexión teológica: a) La que pone de relieve la historia bíblica, viendo en ella un esquema de comprensión universal dentro del cual es posible integrar toda otra historia (la teología como historia de salvación); y b) La que procede más bien de una reflexión general sobre la historia para mostrar luego sobre ese trasfondo el significado y la verdad de la pretensión cristiana de que Cristo es quien manifiesta el sentido de la historia.

El principal exponente de la primera línea fue Oscar Cullmann, quien se convirtió en el más acérrimo defensor de la Hellsgeschichte como llave para entender el Nuevo Testamento y con él el cristianismo. Sus dos obras principales al respecto son Cristo y el tiempo (1945) y La historia de la salvación (1965). A partir de la representación lineal del tiempo, retorna el concepto de la escuela de Erlangen frente a las posturas de la escuela escatológica y de la bultmanniana que consideraban a san Lucas el «inventor» del concepto «historia de la salvación», como el tiempo que media entre la primera y segunda venida de Cristo, en un intento de justificar así el retraso de la Parusía. Cullmann defiende que el concepto mismo «historia de la salvación» se encuentra en la enseñanza de Jesucristo y recorre todo el Nuevo Testamento. Considera la historia como una serie de épocas redentoras, con el acontecimiento Cristo como punto central de la línea temporal que incluye un periodo previo de preparación, la etapa presente de la Iglesia y el futuro escatológico. «A través de la elección de los hechos, realizada por la palabra de Dios manifestada a los profetas, se constituye una serie de acontecimientos relacionados entre si. El hecho de que se trate de "acontecimientos" y de que se trace entre ellos una trama sucesiva y sensata justifica el que podamos hablar de "historia"; por otra parte está el aspecto de la discontinuidad relacionada con la selección de los hechos por obra de la palabra profética: éste es el rasgo que especifica a la historia de "la salvación" respecto a la historia en general. La historia de la salvación [...] se basa en la elección, en la reducción a una línea muy estrecha, pero que se realiza precisamente para la salvación de toda la humanidad y por consiguiente conduce a que toda la historia desemboque en esta línea, a que la historia profana quede absorbida en la historia de la salvación» (O. Cullmann, La historia de la salvación, 97). Jesucristo es el acontecimiento decisivo y normativo de la historia de la salvación. Por ser el portador de la salvación, da cumplimiento a la historia veterotestamentaria y es la clave de la historia que viene a continuación. Su misma palabra es la palabra profética interpretativa, que continúa en sus discípulos iluminados por el Espíritu. Frente a los que veían contradicción en la comprensión lucana de un anuncio del Reino y una espera de la Parusía, Cullmann entiende que toda la historia bíblica está marcada por la tensión entre promesa y cumplimiento, el «ya pero todavía no». Cristo es el ya de la salvación y del Reino, mientras que el tiempo de la Iglesia se caracteriza por la tensión entre el ya y el todavía no, es decir, por la realización progresiva del cumplimiento último.

Paralelamente, en el mundo católico -donde la teología escolástica se había preocupado poco de reflexionar sobre los aspectos históricos de la fe-, se va acentuando la cualidad histórica esencial del mensaje cristiano, como anuncio de un acontecimiento. En la misma línea que Cullmann, cuya obra fue por lo general muy bien recibida por los teólogos católicos, se revalora el concepto de historia de la salvación como testimonio de las manifestaciones de Dios. De manera especial la obra de Jean Daniélou contribuye a que se vaya consolidando este concepto en la teología católica. Para Daniélou la intervención de Dios en la historia, según un plan eterno que tiene como fin la glorificación del Dios vivo y la salvación del hombre, fundamenta la historia de la salvación cuyo centro y momento decisivo es Cristo. La revelación es el testimonio que se da de los acontecimientos, no una explicación teórica del mundo. La historia adquiere sentido desde la revelación, que consiste en la realización de un proyecto divino mediante la obediencia a unos signos puestos por Dios. Se excluye así la autorrealización del hombre y la identificación de la historia profana con la historia de la salvación. Por la transformación cualitativa esencial que la gracia opera en la persona humana se introduce la única verdadera mutación cualitativa en la historia. Es precisamente esta manera de concebir la gracia lo que distinguirá a Daniélou de Cullmann y otros autores protestantes, para quienes existe la tendencia a identificar historia de la salvación e historia de la revelación y hablar de historia de la salvación como una historia de las intervenciones de Dios, que es discontinua y en la que hay lugar para «tiempos muertos» respecto a la historia de la salvación. Para estos autores la salvación está presente en Dios y en Cristo y sólo en el hombre en virtud de la fe en que la salvación, real hoy en Cristo, nos será comunicada en la Parusía. Sin embargo, «para la teología católica los términos historia de la revelación e historia de la salvación se presentan, en cambio, como netamente distintos, precisamente porque la salvación dice relación a la recepción del don divino por el hombre. Hay, pues, saltos en la historia de las manifestaciones de Dios, pero no los hay en cambio en la historia de la salvación, porque en todo momento opera la gracia y la libertad humana es situada ante la llamada de Dios» (J.L. Illanes, Historia y sentido, 67, n. 8).

La otra línea que reacciona frente a la deshistorización de la fe es la que parte de la concepción teológica de la historia universal. Tiene como principal representante a Wolfhart Pannenberg, quien considera que tanto Bultmann como Barth habían desvalorizado la historia, al reducirla a mera historicidad de la existencia o leerla como simple «prehistoria» ante la centralidad de la teología de la Palabra. La autorrevelación de Dios, afirma, nos viene a nosotros no inmediatamente (como Bultmann y Barth sostienen) ni a través de una especial historia de la redención (como propone Cullmann), sino de manera mediata e indirecta, reflejada en los acontecimientos de la historia, a través del actuar histórico de Dios. La revelación no tiene lugar al inicio, sino al final de la historia reveladora. El acontecimiento final escatológico constituye la realización definitiva de la historia. La historia de la salvación, pues, no es una historia dentro de la historia universal, sino que abarca a toda la historia universal, hasta identificarse con ella. Como la historia viene a ser el locus de la revelación, la revelación es verificable por métodos histórico-críticos. Y si la historia reveladora es conocible por la razón, entonces la fe no produce sino que, más bien, presupone un conocimiento racional. La fe no nos da el significado interior de los acontecimientos de la historia pasada, sino que es confianza orientada hacia el futuro, hacia el final de la historia universal anticipada en el acontecimiento- Cristo. El hecho histórico Jesús de Nazaret, manifestado en su resurrección, constituye la anticipación del final de la historia; y, como tal, revela al mismo tiempo la divinidad de Dios y el cumplimiento de la misma historia. La resurrección, por tanto, nos sitúa delante a la autorrevelación escatológica de Dios. A Pannenberg, no obstante, se achaca la inclinación propia de épocas anteriores a encontrar en la historia empírica un eco e incluso una verificación de la concepción providencialista de Dios en el mundo mediante la Iglesia. Pero, sobre todo, no queda claro cómo la identificación que hace entre revelación e historia pueda dar cabida a la actuación de la gracia y a la trascendencia de Dios respecto a la historia (cf. G. Angelini, «Historia-Historicidad», 71-77).

A modo de conclusión, se puede señalar que la historia de la salvación es un concepto teológico consolidado como respuesta a los avances de la ciencia histórica. El interrogante sobre la relación entre singularidad de la historia de salvación que se ha producido dentro del proceso histórico universal, y su valor «escatológico», es decir, el valor por el que esa historia cumple y determina el significado de toda historia, recibe su respuesta en Jesucristo y en especial en su muerte y resurrección.

III. TEOLOGÍA LITÚRGICA Y ESPIRITUAL.

Al hilo de la renovación bíblica, y gracias a la recuperación de categorías como misterio, sacramento, signo, símbolo, también la renovación litúrgica llegó por sus propios caminos a redescubrir el papel central de la historia de la salvación. En este proceso fue fundamental primero la labor de Odo Casel (1886-1948), luego la de la Constitución Sacrosanctum Concilium (1963) (cf. A. Pistoia, «Historia de la salvación», 1001 ss.).

Casel y, después más extensamente, Salvatore Marsili (1910-1983) han hecho ver cómo la liturgia de la Iglesia es la celebración sintética de toda la historia salutis. El designio divino de salvación, concebido desde toda la eternidad, se realiza históricamente en el Antiguo y Nuevo Testamento y se re-actualiza sacramentalmente en las acciones litúrgicas de la Iglesia hasta la segunda venida de Cristo. Al hacerse memoria ritual de un acontecimiento salvífico ocurrido en el pasado (en especial el misterio pascual, que recapitula toda la historia de la salvación) se re-presenta y se re-actualiza en el presente para hacer posible una participación real en él de todos los hombres de todos los tiempos.

La Sacrosanctum Concilium, partiendo de la revelación como historia de la salvación, comprende la liturgia como momento de síntesis (en cuanto que todos los acontecimientos salvíficos constituyen el contenido propio de la liturgia) y, al mismo tiempo, de actualización última de la historia de la salvación (en cuanto que la salvación en Cristo pasa por la mediación sacramental de la liturgia). Como consecuencia, la relación entre liturgia e historia de la salvación se construye sobre el eje sacramental-real de la presencia en la liturgia de tos misterios salvíficos de Cristo. Más allá de una liturgia que se fija en la gracia, en cuanto efecto de esos misterios, el Concilio subraya cómo la liturgia constituye el momento síntesis de la historia de la salvación, es decir, el momento en que el misterio de Cristo se hace efectivamente presente y operante a todos los hombres, que pueden entrar en contacto con él por medio de la celebración ritual, supuestas la libertad y la fe.

1. Historia de salvación y memorial.

El fundamento de las relaciones entre historia de salvación y liturgia hunde sus raíces en la concepción bíblica de la intervención de Dios en la historia y su actualización mediante el memorial. El pueblo israelita toma conciencia de que las intervenciones divinas son salvíficas a partir de la omnipotencia de Dios creador. En el acto mismo por el que Dios se revela como creador se manifiesta ya como salvador. Desde entonces las acciones de Dios en la historia serán recreadoras y salvíficas. Además, se establece una relación personal entre el pueblo y Dios que no sólo mira al pasado, a las intervenciones de Dios en la historia del pueblo ya vividas, sino también al futuro, a una salvación mesiánica definitiva. Es aquí donde entra en juego el memorial, ese acto complejo, repetido periódicamente, que, por una parte, hace renacer el reconocimiento del pueblo de Dios por la salvación recibida y, por otra, como institución querida por Dios, «obliga» a Dios mismo a «acordarse», es decir, a hacer revivir los prodigios salvíficos realizados otras veces a favor del pueblo. La celebración ritual a través del memorial permite que la salvación sea siempre actualidad en cuanto que el acto memorial indica permanencia de la acción divina.

Con la encarnación, la nueva y radical creación, la realidad de la salvación se hace presente y los antiguos rituales pierden su razón de ser y son sustituidos por el nuevo culto en Espíritu y verdad. El nuevo culto tiene la posibilidad efectiva de comunicar esa salvación, a través de la Iglesia, en donde Cristo está realmente presente, en el continuum de la celebración eclesial. Como lámparas que contienen la luz, los signos sacramentales que constituyen la liturgia no sólo significan, sino que contienen realmente el acontecimiento de salvación al que se refieren. El acto litúrgico pone en contacto el hodie histórico con el kairós salvífico. Lo actualiza sacramentalmente, de un modo diverso de lo que es el propio hecho histórico en sí. El creyente, a través de la celebración litúrgica, se pone en contacto con la realidad del misterio de Cristo, se conforma con ese misterio y entra en la historia de la salvación cristológicamente definida.

En la acción simbólica realizada por la Iglesia, el hecho salvífico original, la obra de Cristo, se hace presente y eficaz, adquiere un nuevo modo de existir y de actuar: se hace presente «in misterio», si bien para la Iglesia lo místico no se opone a lo real. La acción ritual es eficaz por ser memorial, es decir, porque reúne en una misma acción el acontecimiento histórico de salvación pasado, el presente que lo re-actualiza y el futuro al que se orienta su realización plena escatológica: se comprende y se celebra sobre el fondo de la historia salutis antes de Cristo, en el mismo Cristo, y después de Cristo, en los cristianos, con la mirada puesta en la Jerusalén celeste. Esto resulta especialmente visible en la celebración eucarística, donde, al comer el pan y beber el vino que son el cuerpo y la sangre de Cristo -presente-, se proclama la muerte del Señor -pasado- hasta que venga -futuro- (cf. 1Co 11, 26). Así, al ser memorial del misterio de Cristo, la liturgia es la actualización sacramental de toda la historia de la salvación. En y a través de la liturgia, Cristo y su misterio pascual se hacen realmente presentes. La acción salvífica de Dios continúa en el mundo y en la historia a partir del cumplimiento que le ha dado Cristo y el modo pascual en que fue realizado.

2. Algunas expresiones en la vida litúrgica y en el tiempo.

Expresión concreta de esta realidad salvífica es la plegaria eucarística, narración de la historia de la salvación. En ella se proclaman las intervenciones de Dios y se hace presente la salvación. Ejemplo paradigmático es la plegaria eucarística IV, en la que narrativamente se recuerda la historia de la salvación, desde la creación hasta la encarnación y la efusión del Espíritu, para recapitularla en el memorial de la cena del Señor.

Otras expresiones son: las bendiciones que acompañan las acciones litúrgicas (como la de la fuente bautismal, la oración de consagración del crisma el Jueves Santo, la prex ordinationis del sacramento del orden, la oración de la bendición solemne de los esposos en el rito del matrimonio, etc.), que se modelan sobre la oración eucarística por la conciencia de que todo surge de la historia de la salvación; el año litúrgico, que no es otra cosa que el despliegue anamnético a lo largo del año del misterio de Cristo, que coincide con la historia de la salvación (cf. SC 35); su centro es el misterio pascual de Cristo, desplegado a través de los ciclos del tiempo cósmico y fundado en el concepto de fiesta -la acción salvífica de Dios atraviesa el tiempo cósmico (chronos) y hace de él tiempo oportuno para la salvación (kairós) -; la Liturgia de las Horas, donde se actualiza la salvación en el diálogo de los creyentes en Cristo con Dios; la palabra, que revela ese plan de salvación en la historia que se hace presente en la liturgia, y que es actualización sacramental de Cristo en el hoy de la Iglesia y de la historia (el anuncio se convierte en realidad y esta realidad es reconocible como acontecimiento salvífico por la palabra que lo anuncia y determina su identidad); se hace especialmente visible en la liturgia de la palabra de la vigilia pascual, síntesis admirable de la historia de la salvación.

La realidad de que la historia de la salvación se extienda hasta nuestros días, que no es sólo la historia de los dos Testamentos, y que se celebre y comunique en la liturgia revela su trascendencia espiritual. Vivimos en plena historia santa. Dios continúa realizando sus acciones. Los sacramentos actualizan en el acontecer cotidiano la historia de la salvación de la que ellos proceden y a la que ellos remiten; inscriben la historia de la salvación en la historia personal, de modo que el existir del creyente, desde el bautismo hasta su muerte, se convierte en parte de la economía salvífica. Dios hace de él una micro-historia salvífica dentro de la gran epopeya de la historia salutis. El cristiano, que se ha dejado asimilar por el Espíritu Santo, primer fruto de la redención, «tiene la posibilidad de dar sentido y orientación a la propia existencia, en cuanto transformado en memoria viviente [...] de Cristo en la historia cotidiana de los hombres» (A. Pistoia, «Historia de la salvación», 1011).

El tiempo adquiere así un nuevo valor. En el esquema lineal del Antiguo Testamento, el tiempo podía dividirse en tres partes, conforme a dos cortes (la creación y el Dies Domini) realizados en esa línea temporal: a) el tiempo antes de la creación, eón o eones pasados; b) el tiempo entre la creación y el Dies Domini, el eón presente; c] el tiempo que transcurrirá desde el Dies Domini en adelante indefinidamente, «por los siglos de los siglos», el eón venidero. En el Nuevo Testamento se produce una modificación de esa división tripartita del tiempo. El centro del tiempo ya no está exactamente situado en lo futuro, como ocurría con la concepción veterotestamentaria, sino en lo pasado, pues el Dies Domini ha comenzado ya con la encarnación de Cristo. Para los cristianos de la primera generación el centro de la línea temporal lo marca la vida terrestre de Jesús. La resurrección de Jesús, acompañada de las señales de Pentecostés y de los anteriores signos y milagros de la actividad pública de Cristo y de los que luego realizaron los Apóstoles, es una muestra evidente de que el «Reino de Dios» y el Dies Domini han comenzado ya. Por tanto, el eón venidero también ha empezado. Desde los días terrestres de Jesús vivimos ya «en esta etapa final de la historia» (Misal romano, Prefacio V de la Virgen, 483). Sin embargo, durante el tiempo que media entre la primera y la segunda venida de Cristo, el imperio del pecado, de la muerte, de Satanás todavía está vigente; aunque herido de muerte y debilitado, todavía no ha muerto. La vida de la Iglesia se sitúa en una zona de confluencia, en una tensión entre este eón presente, que está mortalmente herido pero no acabado, y el eón venidero, que ha comenzado ya pero no ha llegado a la madurez, que va creciendo hacia la meta de su mayor vigencia en el momento de la Parusía. De este modo, la historia de la salvación tiende a asegurar la esperanza escatológica. Ésta es más fuerte cuanto más se apoya en esta inmensa realidad que es toda la historia santa pasada. La fe en las grandes obras de Dios en el pasado es el principio de la esperanza en sus grandes obras futuras: Quidquid narras, ita narra ut ille cuí loqueris, audiendo credat, credendo speret, sperando amet (san Agustín, De catechizandis rudibus, 8).

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J. Chapa